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"Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
OH POR DIOS¡¡¡
QUE BUEN TRIO¡¡¡¡¡
UN PEARCING EN EL PENE???NO ME LO IMAGINO¡¡¡
https://onlywn.activoforo.com/t8348-mis-novelas#626363
https://onlywn.activoforo.com/t8348-mis-novelas#626363
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berenice_89
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
CAPITULO 17
No había vuelto a saber nada de Gavin desde la noche en que su madre le había lanzado los libros en el jardín. Miraba hacia su casa cada noche al volver del trabajo, y aguzaba el oído para ver si oía signos de violencia, peno todo parecía en calma. Algunas mañanas veía a su madre cuando esta se marchaba a trabajar, pero no me dirigía la palabra; de hecho, su mirada ceñuda era de lo más elocuente. Había un coche nuevo aparcado en la calle, que sin duda pertenecía al famoso Dennis; al parecer, se había ido a vivir allí de forma permanente, pero no sabía si su presencia mejoraba o empeoraba la situación que había entre Gavin y su madre. Me planteé en varias ocasiones ir a preguntarle si quería ayudarme a terminar de arreglar el comedor, pero decidí no hacerlo.
No me gustan las confrontaciones. Me resultaba más fácil dejarlo pasar, quitármelo de la cabeza, hacer caso omiso de la inquietud que había sentido tanto la noche de lo del jardín como cuando había visto los cortes que Gavin tenía en el brazo,
Y también me había resultado más fácil evitar hablar con Chad sobre la discusión; por suerte, mi hermano pequeño no es tan cobarde desde un punto de vista emocional como yo, y no teme dar el primer paso.
Fue muy listo, porque me envió el regalo al despacho para asegurarse de que lo recibía. Era un jarrón lleno de piedrecitas ornamentales con tallos de bambú, atado con un lazo rojo. Mucho mejor que unas flores.
No llevaba en casa ni cinco minutos cuando empezó a sonar el teléfono. Era Chad, que llamaba para asegurarse de que había recibido el envío.
—Hola, cielo. ¿Hacemos las paces? —me dijo, antes de que yo pudiera articular palabra.
—Vale —puse el jarrón en medio de la mesa de la cocina—. Eres el mejor hermano del mundo.
—Lo intento.
Charlamos sobre nuestros respectivos trabajos, sobre Luke, sobre los libros que estábamos leyendo y las series de televisión que nos gustaban. No mencionamos a nuestros padres.
—¿Alguna novedad más, cielo?
Sabía que Chad esperaba que le dijera que no, y vacilé por un segundo antes de admitir:
—Pues la verdad es que sí.
—¿En serio? Venga, suéltalo.
—Estoy viéndome con alguien.
—¿Qué? Digo... ¡genial!
Me eché a reír. Me sentí un poco avergonzada al oír su reacción, a pesar de que me la esperaba.
—No hace falta que te portes como si fuera un milagro, Chad.
—Como no he oído que el Mar Rojo vaya a abrirse otra vez, ni que alguien haya caminado sobre el agua, supongo que esto es lo más parecido a un milagro que voy a ver.
Sus bromas no contribuyeron a que me sintiera mejor.
—Ya está bien, Chad.
—Sabes que me alegro mucho por ti, cielo.
—Sí, pero es que... —fui incapaz de acabar la frase, no supe qué decir.
—Ya lo sé. _____________. Ya lo sé.
No le pedí que no me llamara así.
—Se llama Joe, y es muy agradable.
—Qué bien.
—Es abogado,
—Genial.
Me sentí agradecida al ver que contenía las ganas de bombardearme con preguntas.
—Lleva corbatas divertidas.
—¿Cuánto llevas saliendo con él?
—Unos cuatro meses.
Se quedó callado durante unos segundos, y al final dijo: —Qué pasada.
—Déjalo. Por favor, no lo hagas.
—¿El qué? —parecía un poco a la defensiva.
—No me digas que es el primer hombre en años al que veo más de una vez... desde lo de Matthew.
—Cariño, el nombre de Matthew ni siquiera debería salir de tus labios.
—A lo mejor no se me da tan bien guardar rencor como a ti, Chaddie —acaricié uno de los tallos de bambú antes de añadir—: Además, no es que no superara lo de Matthew. Él no tiene la culpa de que no haya tenido ninguna relación en años.
Chad soltó una carcajada seca. Era obvio que no me creía, pero no insistió en el tema.
—¿Te va bien con ese tal Joe?
Me mordisqueé el labio antes de contestar.
—Sí, al menos de momento.
—Te gusta, ¿verdad?
—Sí.
—Me alegro por ti, cielo —parecía tan sincero, que no tuve el valor de decirle que aún tenía mis dudas sobre el puesto que Joe ocupaba en mi vida.
—No es nada serio. Nos vemos cuando nos apetece, pero podemos salir con otras personas.
—¿Has quedado con alguien más desde que estás con él?
Siempre sabía cómo provocarme, es una de las desventajas de tener hermanos.
—No.
—¿Y él?
—No lo, sé.
—Supongo que usáis condones, ¿no?
—No hace falta que me des una charla sobre sexo seguro, pero sí, usamos condones.
—¿Cómo es posible que no sepas si está viéndose con alguien más?
—Porque no se lo he preguntado —me sentí molesta por sus preguntas, pero no sólo por el hecho de que fueran indiscretas, sino porque yo misma había pensado en plantearlas y al final no lo había hecho—. La verdad es que no quiero saberlo.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¡Ese tipo podría estar tirándose a medía ciudad! —parecía muy indignado. Agradecí en el alma que se preocupara tanto por mí, pero su reacción avivó mi malestar.
—Que se tire a quien quiera, ¿qué más da? ¡No es mi novio! No soy su novia, Chad. Nos vemos de vez en cuando, y nos acostamos juntos cuando nos apetece. Es un arreglo muy conveniente, nada más.
—Ni hablar, ___________. No me trago que hayas estado viéndote con él durante cuatro meses por pura conveniencia, te conozco a la perfección.
—No eres omnisciente, Chad. Es un arreglo que nos va bien a los dos, y punto.
—Vale, como quieras, pero recuerda que hasta la princesa Armonía acabó encontrando a su príncipe.
Aparté el auricular de mi oído y lo fulminé con la mirada. Era un gesto inútil, pero gratificante.
—La princesa Armonía es un personaje inventado, no es real. Es pura ficción, y de la mala.
—¡Oye, que la princesa Armonía es genial! No puedo creer que hayas dicho algo así sobre ella.
No supe si estaba bromeando o no.
—Era una sabelotodo.
—Pero al menos supo admitir cuándo había llegado el momento de dejar de luchar contra dragones y de empezar a salvar a los príncipes —me dijo.
Como no quería seguir escuchando, colgué el teléfono.
No pude sacarme de la cabeza lo que me había dicho Chad. Había estado negando lo que sentía por Joe y había intentado convencerme de que sólo era sexo, de que lo que nos unía era pasajero y carente de ataduras.
Pero no podía seguir fingiendo que no estaba convirtiéndose en mucho más que eso.
El edificio de oficinas donde él trabajaba era elegante y grande. Había montones de ventanas con vistas a la calle, y plantas de aspecto lozano. Joe tenía una secretaria de pelo canoso que llevaba las gafas sujetas con una cadena, y su despacho, al igual que el mío, tenía una puerta y una placa con el nombre correspondiente
—El señor Jonas dice que pase —me miró con una sonrisa, y su expresión no reveló en ningún momento que sabía que yo no estaba allí por trabajo. Me indicó con un gesto la puerta cerrada,
Mientras mi mano se cerraba sobre el frío pomo de metal, conté para mis adentros. Lo hice tan rápido, que nadie habría podido adivinar lo que estaba haciendo. De pequeña sólo sabía hacerlo en voz alta y poco a poco, así que no había forma de ocultarlo. Multipliqué el número de letras de su nombre por el número de letras del mío, y dividí el resultado entre dos. No obtuve ningún resultado significativo, pero el mero hecho de calcular me calmó un poco y pude entrar en el despacho con una sonrisa que no parecía forzada.
Joe estaba hablando por teléfono. Alzó un dedo para indicarme que sólo iba a tardar un minuto, así que me entretuve mirando a mí alrededor. A juzgar por los diplomas enmarcados que tenía colgados en las paredes, había ido a centros de prestigio. También tenía varias fotos enmarcadas, en las que estaba con gente a la que no reconocí; teniendo en cuenta el parecido físico: algunos de ellos debían de ser parientes suyos, pero en otros casos seguramente se trataba de clientes o colegas, porque estaban la persona en cuestión y él estrechándose las manos, mirando a cámara con sonrisas un poco forzadas, mientras de fondo se veía gente paseando por un campo de golf o charlando en un salón de baile.
Tenía una mesa robusta y amplia. El ordenador estaba en una mesa auxiliar a su espalda, de modo que podía girar la silla para trabajar con él mientras dejaba la mesa principal libre para el papeleo. Yo solía tener montones de carpetas y de papeles sobre la mía, pero en la suya sólo había unos cuantos documentos. Me pareció divertido ver aquella faceta de su personalidad... cómo tenía colocados el cubilete con los bolis y los lápices, el bloc de notas, la cajita de clips, la grapadora... el calendario estaba intacto, pero la agenda que tenía abierta sobre la mesa estaba repleta de anotaciones.
Dejé el bolso encima de la mesa, me acerqué a él, y miré por encima de su hombro para ver lo que había escrito en la agenda. Me asombré al ver mi nombre anotado varías veces, No ponía ninguna aclaración, sólo mi nombre en tinta negra.
Era obvio que había anotado los días en que me había visto. Me volví a mirarlo, pero seguía centrado en su concentración. Me pregunté qué significaba el hecho de que mi nombre figurara en su agenda junto a otros asuntos de aparente importancia, como Reunión con John o Entrega de los informes del segundo cuatrimestre. Comprobé el apartado de aquel día, y vi mi nombre apuntado. Quizá lo había anotado después de que yo lo llamara.
Él había llevado la cuenta de nuestros encuentros, y yo no. Me pregunté si debería sentirme culpable, si lo que estábamos haciendo era más importante para él que para mí. Me dije que a lo mejor anotaba los nombres de todas las mujeres con las que salía, y eso me recordó que no sabía si estaba viéndose con otras. Eché una hojeada rápida, pero a pesar de que había varios nombres femeninos, todos tenían al lado anotaciones relacionadas con el trabajo. El mío siempre aparecía solo, sin explicación alguna al lado, así que contenía un significado que sólo él entendía.
—Perdona —en cuanto colgó el teléfono, me agarró la muñeca, tiró de mí, y me sentó en su regazo antes de que tuviera tiempo de apartarme. Su silla giró un poco, así que tuve que aferrarme a él para conservar el equilibrio—. Has llegado un poco pronto.
No era cierto, había llegado Justo a la hora en que habíamos quedado, pero no quise discutir.
—Tu secretaria me ha dicho que entrara.
—Tiene órdenes estrictas de dejar pasar a las mujeres guapas de inmediato, sin hacerlas esperar —lo dijo en tono de broma, y alzó un poco la cara para mirarme.
Su mano se posó en mi cadera con naturalidad, y noté la calidez de sus dedos a través de mi falda de lino.
—¿Ah, sí? ¿Vienen a verte muchas mujeres guapas? —lo miré con indignación fingida.
—Hoy no, sólo ha venido una.
—En ese caso, será mejor que me vaya para que puedas verla —fingí que intentaba levantarme, y él se echó a reír y me dio un pequeño apretón.
—¿Tienes hambre? He pensado que podríamos comprar unos bocadillos y dar un paseo por el parque del río. Hace muy buen día, ¿cuánto tiempo tienes?
—Todo el que quiera. Una de las ventajas de ser uno de los peces gordos es que puedo tomarme el tiempo que me dé la gana para comer.
—Qué casualidad. No tengo nada programado para esta tarde, así que yo también puedo tomarme todo el tiempo que quiera.
Nos miramos sonrientes. Al ver el brillo de pasión que brillaba en sus ojos, sentí una oleada de deseo.
—La puerta no está cerrada —me dijo.
—¿Estás esperando a alguien?
—No.
Su mano se deslizó entre mis rodillas, y empezó a ascender. Cuando llegó a la piel desnuda de mis muslos que quedaba por encima de las medias, soltó un pequeño gemido y me dijo:
—Estás matándome, ____________. Vas a acabar conmigo.
—Qué pena, no era ésa mi intención.
Me movió un poco, y noté su erección en el muslo.
—¿Ves lo que me haces?
—Impresionante —dije, mientras me reclinaba hacia él. Levantó la mano un poco más: y le dio un tirón a mis bragas.
—¿Por qué te molestas en ponértelas cuando vienes a verme?, sabes que voy a quitártelas cuanto antes.
—La próxima vez, lo tendré en cuenta.
Se echó a reír. Juntos le desabrochamos los pantalones, bajamos mis bragas, y le pusimos el condón. Los brazos de la silla estaban tan separados, que pude sentarme a horcajadas sobre él.
Me folló con embestidas duras y rápidas, pero llevaba toda la mañana pensando en él y me bastó acariciarme un poco para estar al borde del orgasmo. Bajó la mirada, y al ver cómo me masturbaba con la falda subida basta las caderas se humedeció los labios antes de volver a mirarme a los ojos.
—Me encanta que hagas eso —murmuró.
—¿El qué?, ¿esto? —me froté el clítoris con pequeñas caricias circulares mientras me movía hacia arriba y hacia abajo, y mi respiración se volvió jadeante.
—Sí, y que no esperes a que yo adivine lo que quieres, sino que lo hagas… oh,Dios, ______________...
Nos corrimos a la vez, y me apretó contra su cuerpo mientras yo lo rodeaba con los brazos. Nos quedamos así durante un largo momento con la respiración acelerada, y finalmente me aparté y saqué de mi bolso un paquete de toallitas húmedas para limpiarme.
—Piensas en todo, ¿sabías lo que íbamos a hacer cuando me dijiste que nos veríamos aquí? —me preguntó, en tono de broma.
—No, no lo sabía.
—Pero siempre estás preparada.
Lo miré sonriente, y le dije:
—Venga, Joe, ¿para qué si no íbamos a vernos? ¿No debería dar por hecho que va a pasar algo así cada vez que quedamos?
En cuanto las palabras salieron de mi boca, supe que había cometido un error. Aunque realmente creyera que lo que acababa de decir estaba justificado, no estaba bien que lo admitiera en voz alta. La sonrisa de Joe se desvaneció, sus ojos se volvieron impenetrables, y apartó la mirada.
—Sí, supongo que tienes razón.
Era consciente de que lo había herido, pero no sabía cómo arreglar las cosas sin admitir que me había equivocado. Era mucho más fácil Ignorar la situación, y eso fue lo que hice.
Estuvo más callado que de costumbre mientras íbamos hacia el parque que bordeaba el río. Después de comprar unos bocadillos y un par de refrescos, cruzamos Front Street. Había mucha gente que había tenido la misma Idea que nosotros, aprovechar el buen día para comer al aire libre, así que tuvimos que caminar un rato hasta que encontramos un banco libre. Seguíamos callados, y fingí que el silencio era de lo más normal.
Para cuando nos sentamos, no tenía demasiado apetito, pero desenvolví la comida. Sacudí un poco la bolsita de mostaza antes de abrirla y de echarla por encima del pavo. Joe había pedido un pringoso bocadillo de carne con cebolla y pimientos que se olía desde donde yo estaba.
—Madre mía, alguien que yo me sé va a necesitar un chicle —le dije, para intentar aligerar el ambiente.
Él me miró sin sonreír, y me contestó:
—¿Por qué?, ¿es que piensas besarme?
Supongo que tendría que haber dado por supuesto que acabaría hartándose de mí, pero cuando sucedió, sentí como si hubiera agarrado un pellizco de mí piel de alguna zona sensible y lo hubiera retorcido. Me apresuré a bajar la mirada, dejé a un lado la bolsita vacía de mostaza y volví a juntar las dos mitades del bocadillo: pero no le di ni un bocado.
Joe fijó la mirada en el agua, El puente de Market Street era un hervidero de coches, y los árboles habían reverdecido. En un agradable día de verano como aquél, el tiovivo y el trenecito de los niños debían de estar a tope. A lo mejor aquella noche había partido de baloncesto en el estadio... pensé en pedirle que me acompañara. Podríamos comer helado, y subir al tiovivo.
Al final no se lo pedí. Podría haberlo hecho, la verdad es que quería hacerlo, pero... al final, no lo hice.
Joe siguió comiéndose su bocadillo, bebiéndose su refresco, limpiándose las manos y la boca con la servilleta. Comió sin mancharse la ropa, y yo lo observé admirada con disimulo. Estaba costándome bastante evitar que la falda se me manchara de mostaza, y ya me había salpicado la camisa al beber.
No era la primera vez que nos limitábamos a estar el uno junto al otro sin hablar, pero los silencios siempre habían sido relajados, carentes de tensión. Había llegado a sentirme muy cómoda con Joe, pero acabábamos de convertirnos en desconocidos. Habíamos pasado a ser tíos personas que habían estado a punto de llegar a ser amigos.
Me bebí el refresco, pero fui incapaz de comerme el bocadillo. Hice añicos la servilleta. Cuando los jirones me cayeron sobre la falda, me limité a echarlos a un lado.
—Respecto a lo de antes... no lo he dicho en serio — dije al fin.
—Sí, claro que lo has dicho en serio. Además, es la pura verdad, ¿no?
Debería ser la verdad, pero no lo era.
—Lo siento. Joe.
Él se encogió de hombros mientras seguía con la mirada fija en el río, El Susquehanna era ancho y no muy hondo, y su superficie de color verde grisáceo ondulaba con suavidad bajo la brisa.
Después de envolver lo que le quedó del bocadillo, apuró su bebida, lo metió todo en la bolsa, y fue a tirarla a la papelera que había junto al banco.
—¿Lista para marcharte?
A pesar de que sólo había dado un par de mordiscos a mi bocadillo, asentí y lo metí todo en mí bolsa. La papelera era de reja metálica, y las intersecciones del metal formaban octógonos entrelazados, Conté ciento veintitrés antes de volver junto a Joe.
—Lista.
Se había metido las manos en los bolsillos, y se había desabrochado la chaqueta del traje. La brisa le apartó el flequillo de la frente, y el árbol que tenía a su espalda proyectaba sombras sobre su cara, que de perfil era muy distinta de cuando estaba de frente. Alcancé a ver pequeñas líneas en las comisuras de sus ojos que no había notado antes.
No sabía cuándo era su cumpleaños, ni sí tenía hermanos, ni dónde había crecido. No sabía cuál era su color preferido, ni si practicaba algún deporte. Sabía cuál era el sabor de su piel y cómo olía, sabía la longitud y el grosor de su pene, cómo era la curva de su trasero, cuántas pecas tenía en el hombro, y cuántos pelos le rodeaban los pezones. Sabía que le gustaba reír, que podía ser amable y exigente, que podía comportarse con una exigencia amable, o con una amabilidad exigente.
—El helado que más me gusta es el de mora —al decírselo, me pareció que sentía el sabor en la boca—. No es fácil encontrarlo, pero lo tienen en aquel puesto de allí, en City Island. Y también tienen cucuruchos con barquillo de chocolate.
Me miró por encima del hombro con una ceja enarcada, y me dijo:
—¿Ah, sí?
—Sí.
No me merecía que cediera ni un milímetro, y no lo hizo, Lo respeté aún más al ver que no me seguía como un cachorrillo ansioso. Cuando se volvió a mirar hacia City Island, la brisa le sacudió la corbata, que tenía un estampado de Bob Esponja.
—A lo mejor podríamos ir un día de éstos a comprar un helado —le dije.
Volvió a mirarme, y supe por su expresión que no iba a dar su brazo a torcer. Me gustó que no se dejara pisotear, que no permitiera que lo utilizara, que estuviera dispuesto a presionarme.
—A lo mejor —me dijo.
Esbocé una sonrisa vacilante. Acababa de dar un paso hacia delante. Él no sabía cuánto me había costado, pero lo cierto era que no quería que lo supiera.
Nos quedamos así durante unos segundos, hasta que al final sacó las manos de los bolsillos. La sonrisa con la que me miró no era tan radiante como de costumbre, pero parecía sincera.
—Tengo que volver.
Asentí mientras sentía una mezcla de desilusión y de alivio al ver que no quería pasear y charlar. Necesitaba tiempo para pensar en todo aquello, para plantearme hacia dónde se dirigía y hacia dónde quería que se dirigiera.
—¿Quieres que te consiga un taxi?
Volví a asentir. Mi despacho estaba a una distancia considerable, y no iba vestida para dar una larga caminata.
—Gracias por la comida —le dije. Antes de entrar en el taxi, vacilé por un momento al ver a una pareja que se despedía de forma mucho más apasionada que nosotros.
No aparté la mirada de él mientras el taxi se alejaba.
Aquel hombre trajeado que no era demasiado alto y cuya corbata ondeaba bajo la brisa me dijo adiós con la mano, y yo le devolví el gesto.
Tenía la mejor de las intenciones cuando me subí a mí coche y me puse en marcha. La casa donde me había criado no estaba lejos de la ciudad, se tardaban unos cuarenta minutos en llegar con el tráfico típico de los sábados. Estaba demasiado cerca, y demasiado lejos a la vez.
El pueblo de mi niñez no había cambiado demasiado. Seguía teniendo las mismas calles anchas y bordeadas de árboles, las mismas casas con más de cincuenta años de antigüedad que en algunos casos se habían convertido en tiendas. Había más gasolineras y restaurantes, pero al margen de eso, yo misma podría haber estado circulando en bici por aquellas calles, con el pelo recogido en dos coletas, camino de la biblioteca o de la piscina.
Pero no iba en bici, sino en mi coche. Al doblar la esquina y enfilar por la calle hacia el vecindario de mis padres, vi las mismas casas pintadas con los mismos colores. Los árboles habían crecido, se habían añadido algunos porches, y algunos caminos de entrada se habían pavimentado. En un solar habían construido un bloque de pisos que parecía bastante fuera de lugar.
Tenía la intención de visitar a mi padre, lo digo de verdad. A pesar de que mi madre se comportaba como una mártir y una teatrera, el hecho de que hubiera admitido que estaba enfermo significaba que la situación era preocupante. Era posible que mi padre estuviera muriéndose y sabía que debería hablar con él antes de que eso sucediera. Conocía de primera mano la sensación de vacío que queda cuando un ser querido muere sin que te haya dado tiempo de hacer las paces con él.
Pero cuando llegó el momento de la verdad, no enfilé por el camino de entrada de la casa. Detuve el coche al otro lado de la calle, y contemplé la casa en la que había crecido. Se me formó un nudo en el estómago y sentí una fuerte acidez, como si hubiera bebido demasiado café.
La última vez que había estado en aquella casa había sido el día en que me había marchado para ir a una universidad que no Le gustaba a mi madre. Ella me había dicho que no volviera nunca, y yo había obedecido encantada. Ella había cambiado de opinión, pero yo no. Odiaba aquella casa, las cosas que habían sucedido en su interior. No podía volver a poner un pie en ella, ni siquiera para ver a mi padre, que quizá estaba moribundo. Me alejé de allí, giré al llegar al final de la calle, y regresé a la ciudad que consideraba mi verdadero hogar.
Marcy pareció sorprenderse al verme cuando abrió la puerta. Era comprensible, porque ya había anochecido y no la había avisado de que iba. Se apartó a un lado para dejarme pasar, y al entrar vi a Wayne sentado a la mesa.
—Perdonad, os he interrumpido.
Di media vuelta para marcharme, pero ella me cerró el paso y me dijo:
—No seas tonta, estábamos cenando un poco. Venga, entra. Vamos, ______... ¿te apetece tomar algo?
Ya había bebido varios vasos de vodka en un bar cercano, pero asentí y contesté:
—Vale, lo que te vaya bien.
Intercambiaron una mirada que habría podido interpretar sí no hubiera estado medio borracha. Wayne se levantó, y sacó de una vitrina varios vasos de chupito y una botella de vodka con sabor a limón. Marcy sacó un par de limones de la nevera, y agarró el azucarero.
—¿Te apetece un chupito de vodka? —me preguntó.
—Sí. Perdonad que me haya presentado así en un sábado por la noche, seguro que tenéis planes.
—Estamos esperando a unos amigos, vamos a sacar juegos de mesa.
—¿Juegos de mesa? —la miré con perplejidad. Aquello no parecía encajar con la Marcy a la que conocía.
—Sí, Qué noche de sábado más loca, ¿verdad? —comentó Wayne, con una carcajada.
Pasó el brazo por los hombros de Marcy, y la besó en la sien mientras ella le daba una palmadita. Se miraron sonrientes, con expresión de complicidad, y yo me sentí como una intrusa.
—Será mejor que me vaya.
—No, ___________, quédate. Será divertido, te lo prometo — Marcy me tomó la mano, e insistió—: Quédate.
Al final me quedé. Tomamos los chupitos de vodka, llegaron los invitados, y Marcy sacó los Juegos de mesa... el Monopoly, el Cluedo, el Pictionary, y el Trivial Pursuit. Nos dividimos en equipos, los chicos contra las chicas, y bebimos chupitos mientras picábamos nachos y frutos secos. Las chicas ganamos por tres a dos, pero ellos no se molestaron. Yo era la única sin pareja, pero a nadie pareció importarle; en todo caso, no oí ningún comentario al respecto, y si alguien me miró con pena, al menos no me di cuenta.
Hacía mucho que no participaba así en un grupo... riendo, jugando; de hecho, tuve que plantearme sí alguna vez había formado parte de un grupo. En el instituto siempre había sido bastante reservada, la típica empollona. Mi mejor amiga, Susan Dietz, se había mudado cuando aún íbamos al colegio, y después... las cosas habían cambiado. En la universidad había tenido algunos amigos, Matthew me había integrado en su grupo y solíamos quedarnos hasta tarde riendo, bebiendo y jugando, besándonos y haciendo más cosas debajo de las sábanas mientras veíamos pelis de miedo. Por lo menos había tenido un año de amigos, fiestas y amor, hasta que eso también había cambiado.
Aquellos recuerdos no me ponían melancólica. Formaban parte de mi pasado, eran la realidad. No todos los recuerdos eran malos.
La fiesta terminó a eso de la una de la madrugada. Casi todos se despidieron de mí con abrazos y muestras de afecto, ya que los amigos de Marcy parecían tan efusivos como ella. No me importó demasiado, aunque nunca he sido demasiado entusiasta a la hora de dar abrazos.
—Me alegro de que vinieras —me dijo Marcy, mientras me rodeaba con los brazos.
Le di una palmadita vacilante, y cuando me besó en la mejilla, me aparté con una carcajada y le dije:
—Gracias por dejar que me quedara.
—¿Vas a poder llegar a casa?, Wayne puede llevarte. Estaba despatarrado en una silla, pero alzó la mirada y me dijo:
—Claro, no hay problema.
—Gracias, pero puedo volver en taxi. No os preocupéis.
Estaba borracha, pero no tanto como para meterme en un coche con Wayne, que no había dejado de beber en toda la velada. Él dijo adiós con la mano, me lanzó una sonrisa tontorrona, y volvió a centrarse en la televisión, Marcy me acompañó hasta la puerta, pero me detuvo en el rellano y la entrecerró a nuestra espalda.
—Me alegro de que vinieras esta noche, ¿estás bien?
—Sí. Se me ocurrió pasarme por aquí, perdona si te he fastidiado la fiesta.
—No has fastidiado nada —miró por encima del hombro antes de volverse de nuevo hacia mí. —¿Te lo has pasado bien?
—Sí, hacía una eternidad que no participaba en un juego de mesa.
—Me gustaría que vinieras otro día —vaciló por un instante antes de añadir —¡Tráete a Joe!
Hice una mueca antes de poder contenerme, y me esforcé por aparentar tranquilidad.
—Vale, ya quedaremos.
—No habéis dejado de veros, ¿verdad? —se cruzó de brazos, y se apoyó en el marco de la puerta.
En ese momento, me di cuenta de que Marcy apenas había bebido. Sabía que iba a resultarme muy difícil contrarrestar las preguntas de alguien que estaba mucho más sobrio que yo.
—No, seguimos viéndonos.
—Genial —me dijo, con una sonrisa.
No contesté. Volvió a abrazarme, y en esa ocasión le devolví el gesto, aunque sólo fuera para que me soltara cuanto antes.
—¿Estás bien, ____________?
Su pregunta me detuvo cuando estaba a punto de entrar en el ascensor. Me volví a mirarla, y le dije:
—Sí.
—¿Estás segura?, pareces un poco depre.
Estuve a punto de contarle lo de mi padre, pero no era algo que podía soltarse sin más en medio de un pasillo a la una de la mañana, sobre todo después de beber tanto alcohol. De modo que hice lo que se me daba mejor: mentir.
—Es que estoy cansada —la miré sonriente, y me despedí con un gesto antes de entrar en el ascensor. Me miró con expresión de preocupación hasta que la puerta se cerró.
De nuevo tenía la mejor de las intenciones. Montones de taxis pasaban por aquella calle llena de bares y de clubes abarrotados de gente. A aquella sección de Second Street la llamaban la calle del ligoteo, debido a la cantidad de solteros que iban de local en local. Seguro que la policía la llamaba de otra forma. Había coches patrulla a lo largo de toda la calle, y los agentes patrullaban en parejas o en tríos para mantener a raya a los más alborotadores. Eché a andar hacia la parada del autobús pero al final no llegué.
Tres años atrás, había sido una de las asiduas de la calle del ligoteo, y había permitido que completos desconocidos me invitaran a una copa a cambio de un baile o de un poco de magreo. A veces, muchas veces, les había hecho una paja, o había acabado tirándomelos. Como no me vestía como una buscona ni solía bailar, mis ligues no eran conquistas, sino secretos... mis secretillos.
A pesar de que aquella noche no iba vestida para ir de marcha, entré en uno de los locales. El portero le echó un vistazo a mi permiso de conducir, y agarró sin sonreír los diez dólares que le di. El recibimiento fue mucho mejor cuando entré. A aquella hora, se respiraba en el ambiente una especie de desesperación. El local cerraba en menos de una hora, así que cada vez quedaba menos tiempo para poder ligar con alguien, Mientras me abría paso entre el gentío que había alrededor de la puerta y me dirigía hacia la barra, varias cabezas se giraron. Acababa de llegar carne fresca.
Las chicas me miraron de arriba abajo, observaron mi ropa, y se volvieron a cuchichear con sus amigas. Los chicos se quedaron mirándome, jarra de cerveza en ristre. Y yo me metí en mi antiguo papel con la misma facilidad con la que un par de vaqueros gastados se ajustan al trasero.
No me paré a pensar en por qué estaba haciéndolo, por qué había ido a un bar para comprobar hasta dónde podía hacerme llegar un desconocidos pesar de que tenía a Joe. Avancé entre la gente sin establecer contacto visual con nadie, hasta que pedí una copa. Entonces me giré, y recorrí el gentío con la mirada mientras tomaba un trago.
Las camisas a rayas debían de estar de moda, porque dos de cada tres hombres las llevaban. Los demás llevaban camisetas estampadas con frases como Bésame, soy un pirata. Pero lo que yo buscaba no era un pirata.
El grupo de chicas que tenía delante se había apilado alrededor de tres chicos que parecían estar disfrutando con tanta atención. Se contoneaban y se frotaban contra ellas entre risas, y era obvio que estaban bastante borrachas. Estaban montando todo un espectáculo.
El hombre que estaba a mi lado señaló con su botella de cerveza, y comentó:
—Hay cinco chicas y tres chicos, alguien va a quedarse fuera —era alto, moreno, y parecía un poco mayor que yo.
Tuvo que acercarse a mí para que pudiera oírlo, y no me molesté en seguir buscando. Me volví hacía él con una sonrisa, y alcé mí cerveza en un brindis silencioso.
—Parece que se lo están pasando bien —comenté.
Él asintió. La música era inconsistente, pasaba de una canción de hip hop que alababa los traseros femeninos a una balada roquera llena de angustia y aflicción. En ese momento, todo el mundo estaba dando saltos al ritmo de una canción pop.
Era atractivo, así que me acerqué un poco más. Olía bien, a pesar de que se había pasado horas sudando en aquel ambiente tan cargado. Me eché un poco hacia atrás, y nuestros ojos se encontraron. Dejé que me condujera hasta el aparcamiento, me metí en el asiento trasero de su coche, y él me metió la mano por debajo de la falda.
No le pregunté cómo se llamaba, y él no me lo dijo. Cuando le dije que me llamaba Jennifer y que tenía veintidós años, pareció creerme. Luchó por meterme la mano por debajo de las bragas mientras se desabrochaba los pantalones y colocaba su erección en mi mano.
Era obvio que conocía el comportamiento propio de la calle del ligoteo, porque no intentó convencerme de que follara con él. Intentó al menos que me corriera, y no fue culpa suya que no lo consiguiera. Solté los ruidos de rigor y me retorcí debajo de él, aunque estaba a años luz de conseguir llegar al orgasmo.
Tardó cinco minutos en correrse. Hacía cuatro que había perdido el interés en él, pero por lo menos la muñeca aún no había empezado a dolerme. Gritó mientras eyaculaba en mi puño, y se desplomó sobre mí como si se hubiera desmayado. Nos quedamos así durante uno o dos minutos, y al final lo empujé para que se incorporara.
Nos miramos en silencio por un momento. Cuando me limpié la mano en su camisa, hizo una mueca y bajó la mirada hacía la prenda, pero no protestó. Me incorporé en el asiento, y me puse bien la ropa.
—¿Quieres que te lleve a casa? —al menos ganó unos puntos por su caballerosidad.
—No, gracias —lo miré con una sonrisa. No era culpa suya que hubiera querido utilizarlo a modo de distracción.
—¿Estás segura?, porque...
Me bajé del coche antes de que pudiera acabar la frase. Me sentía totalmente sobria. Aquella vez, fui en busca de un taxi y regresé a casa.
No había vuelto a saber nada de Gavin desde la noche en que su madre le había lanzado los libros en el jardín. Miraba hacia su casa cada noche al volver del trabajo, y aguzaba el oído para ver si oía signos de violencia, peno todo parecía en calma. Algunas mañanas veía a su madre cuando esta se marchaba a trabajar, pero no me dirigía la palabra; de hecho, su mirada ceñuda era de lo más elocuente. Había un coche nuevo aparcado en la calle, que sin duda pertenecía al famoso Dennis; al parecer, se había ido a vivir allí de forma permanente, pero no sabía si su presencia mejoraba o empeoraba la situación que había entre Gavin y su madre. Me planteé en varias ocasiones ir a preguntarle si quería ayudarme a terminar de arreglar el comedor, pero decidí no hacerlo.
No me gustan las confrontaciones. Me resultaba más fácil dejarlo pasar, quitármelo de la cabeza, hacer caso omiso de la inquietud que había sentido tanto la noche de lo del jardín como cuando había visto los cortes que Gavin tenía en el brazo,
Y también me había resultado más fácil evitar hablar con Chad sobre la discusión; por suerte, mi hermano pequeño no es tan cobarde desde un punto de vista emocional como yo, y no teme dar el primer paso.
Fue muy listo, porque me envió el regalo al despacho para asegurarse de que lo recibía. Era un jarrón lleno de piedrecitas ornamentales con tallos de bambú, atado con un lazo rojo. Mucho mejor que unas flores.
No llevaba en casa ni cinco minutos cuando empezó a sonar el teléfono. Era Chad, que llamaba para asegurarse de que había recibido el envío.
—Hola, cielo. ¿Hacemos las paces? —me dijo, antes de que yo pudiera articular palabra.
—Vale —puse el jarrón en medio de la mesa de la cocina—. Eres el mejor hermano del mundo.
—Lo intento.
Charlamos sobre nuestros respectivos trabajos, sobre Luke, sobre los libros que estábamos leyendo y las series de televisión que nos gustaban. No mencionamos a nuestros padres.
—¿Alguna novedad más, cielo?
Sabía que Chad esperaba que le dijera que no, y vacilé por un segundo antes de admitir:
—Pues la verdad es que sí.
—¿En serio? Venga, suéltalo.
—Estoy viéndome con alguien.
—¿Qué? Digo... ¡genial!
Me eché a reír. Me sentí un poco avergonzada al oír su reacción, a pesar de que me la esperaba.
—No hace falta que te portes como si fuera un milagro, Chad.
—Como no he oído que el Mar Rojo vaya a abrirse otra vez, ni que alguien haya caminado sobre el agua, supongo que esto es lo más parecido a un milagro que voy a ver.
Sus bromas no contribuyeron a que me sintiera mejor.
—Ya está bien, Chad.
—Sabes que me alegro mucho por ti, cielo.
—Sí, pero es que... —fui incapaz de acabar la frase, no supe qué decir.
—Ya lo sé. _____________. Ya lo sé.
No le pedí que no me llamara así.
—Se llama Joe, y es muy agradable.
—Qué bien.
—Es abogado,
—Genial.
Me sentí agradecida al ver que contenía las ganas de bombardearme con preguntas.
—Lleva corbatas divertidas.
—¿Cuánto llevas saliendo con él?
—Unos cuatro meses.
Se quedó callado durante unos segundos, y al final dijo: —Qué pasada.
—Déjalo. Por favor, no lo hagas.
—¿El qué? —parecía un poco a la defensiva.
—No me digas que es el primer hombre en años al que veo más de una vez... desde lo de Matthew.
—Cariño, el nombre de Matthew ni siquiera debería salir de tus labios.
—A lo mejor no se me da tan bien guardar rencor como a ti, Chaddie —acaricié uno de los tallos de bambú antes de añadir—: Además, no es que no superara lo de Matthew. Él no tiene la culpa de que no haya tenido ninguna relación en años.
Chad soltó una carcajada seca. Era obvio que no me creía, pero no insistió en el tema.
—¿Te va bien con ese tal Joe?
Me mordisqueé el labio antes de contestar.
—Sí, al menos de momento.
—Te gusta, ¿verdad?
—Sí.
—Me alegro por ti, cielo —parecía tan sincero, que no tuve el valor de decirle que aún tenía mis dudas sobre el puesto que Joe ocupaba en mi vida.
—No es nada serio. Nos vemos cuando nos apetece, pero podemos salir con otras personas.
—¿Has quedado con alguien más desde que estás con él?
Siempre sabía cómo provocarme, es una de las desventajas de tener hermanos.
—No.
—¿Y él?
—No lo, sé.
—Supongo que usáis condones, ¿no?
—No hace falta que me des una charla sobre sexo seguro, pero sí, usamos condones.
—¿Cómo es posible que no sepas si está viéndose con alguien más?
—Porque no se lo he preguntado —me sentí molesta por sus preguntas, pero no sólo por el hecho de que fueran indiscretas, sino porque yo misma había pensado en plantearlas y al final no lo había hecho—. La verdad es que no quiero saberlo.
—¿Cómo puedes decir algo así? ¡Ese tipo podría estar tirándose a medía ciudad! —parecía muy indignado. Agradecí en el alma que se preocupara tanto por mí, pero su reacción avivó mi malestar.
—Que se tire a quien quiera, ¿qué más da? ¡No es mi novio! No soy su novia, Chad. Nos vemos de vez en cuando, y nos acostamos juntos cuando nos apetece. Es un arreglo muy conveniente, nada más.
—Ni hablar, ___________. No me trago que hayas estado viéndote con él durante cuatro meses por pura conveniencia, te conozco a la perfección.
—No eres omnisciente, Chad. Es un arreglo que nos va bien a los dos, y punto.
—Vale, como quieras, pero recuerda que hasta la princesa Armonía acabó encontrando a su príncipe.
Aparté el auricular de mi oído y lo fulminé con la mirada. Era un gesto inútil, pero gratificante.
—La princesa Armonía es un personaje inventado, no es real. Es pura ficción, y de la mala.
—¡Oye, que la princesa Armonía es genial! No puedo creer que hayas dicho algo así sobre ella.
No supe si estaba bromeando o no.
—Era una sabelotodo.
—Pero al menos supo admitir cuándo había llegado el momento de dejar de luchar contra dragones y de empezar a salvar a los príncipes —me dijo.
Como no quería seguir escuchando, colgué el teléfono.
No pude sacarme de la cabeza lo que me había dicho Chad. Había estado negando lo que sentía por Joe y había intentado convencerme de que sólo era sexo, de que lo que nos unía era pasajero y carente de ataduras.
Pero no podía seguir fingiendo que no estaba convirtiéndose en mucho más que eso.
El edificio de oficinas donde él trabajaba era elegante y grande. Había montones de ventanas con vistas a la calle, y plantas de aspecto lozano. Joe tenía una secretaria de pelo canoso que llevaba las gafas sujetas con una cadena, y su despacho, al igual que el mío, tenía una puerta y una placa con el nombre correspondiente
—El señor Jonas dice que pase —me miró con una sonrisa, y su expresión no reveló en ningún momento que sabía que yo no estaba allí por trabajo. Me indicó con un gesto la puerta cerrada,
Mientras mi mano se cerraba sobre el frío pomo de metal, conté para mis adentros. Lo hice tan rápido, que nadie habría podido adivinar lo que estaba haciendo. De pequeña sólo sabía hacerlo en voz alta y poco a poco, así que no había forma de ocultarlo. Multipliqué el número de letras de su nombre por el número de letras del mío, y dividí el resultado entre dos. No obtuve ningún resultado significativo, pero el mero hecho de calcular me calmó un poco y pude entrar en el despacho con una sonrisa que no parecía forzada.
Joe estaba hablando por teléfono. Alzó un dedo para indicarme que sólo iba a tardar un minuto, así que me entretuve mirando a mí alrededor. A juzgar por los diplomas enmarcados que tenía colgados en las paredes, había ido a centros de prestigio. También tenía varias fotos enmarcadas, en las que estaba con gente a la que no reconocí; teniendo en cuenta el parecido físico: algunos de ellos debían de ser parientes suyos, pero en otros casos seguramente se trataba de clientes o colegas, porque estaban la persona en cuestión y él estrechándose las manos, mirando a cámara con sonrisas un poco forzadas, mientras de fondo se veía gente paseando por un campo de golf o charlando en un salón de baile.
Tenía una mesa robusta y amplia. El ordenador estaba en una mesa auxiliar a su espalda, de modo que podía girar la silla para trabajar con él mientras dejaba la mesa principal libre para el papeleo. Yo solía tener montones de carpetas y de papeles sobre la mía, pero en la suya sólo había unos cuantos documentos. Me pareció divertido ver aquella faceta de su personalidad... cómo tenía colocados el cubilete con los bolis y los lápices, el bloc de notas, la cajita de clips, la grapadora... el calendario estaba intacto, pero la agenda que tenía abierta sobre la mesa estaba repleta de anotaciones.
Dejé el bolso encima de la mesa, me acerqué a él, y miré por encima de su hombro para ver lo que había escrito en la agenda. Me asombré al ver mi nombre anotado varías veces, No ponía ninguna aclaración, sólo mi nombre en tinta negra.
Era obvio que había anotado los días en que me había visto. Me volví a mirarlo, pero seguía centrado en su concentración. Me pregunté qué significaba el hecho de que mi nombre figurara en su agenda junto a otros asuntos de aparente importancia, como Reunión con John o Entrega de los informes del segundo cuatrimestre. Comprobé el apartado de aquel día, y vi mi nombre apuntado. Quizá lo había anotado después de que yo lo llamara.
Él había llevado la cuenta de nuestros encuentros, y yo no. Me pregunté si debería sentirme culpable, si lo que estábamos haciendo era más importante para él que para mí. Me dije que a lo mejor anotaba los nombres de todas las mujeres con las que salía, y eso me recordó que no sabía si estaba viéndose con otras. Eché una hojeada rápida, pero a pesar de que había varios nombres femeninos, todos tenían al lado anotaciones relacionadas con el trabajo. El mío siempre aparecía solo, sin explicación alguna al lado, así que contenía un significado que sólo él entendía.
—Perdona —en cuanto colgó el teléfono, me agarró la muñeca, tiró de mí, y me sentó en su regazo antes de que tuviera tiempo de apartarme. Su silla giró un poco, así que tuve que aferrarme a él para conservar el equilibrio—. Has llegado un poco pronto.
No era cierto, había llegado Justo a la hora en que habíamos quedado, pero no quise discutir.
—Tu secretaria me ha dicho que entrara.
—Tiene órdenes estrictas de dejar pasar a las mujeres guapas de inmediato, sin hacerlas esperar —lo dijo en tono de broma, y alzó un poco la cara para mirarme.
Su mano se posó en mi cadera con naturalidad, y noté la calidez de sus dedos a través de mi falda de lino.
—¿Ah, sí? ¿Vienen a verte muchas mujeres guapas? —lo miré con indignación fingida.
—Hoy no, sólo ha venido una.
—En ese caso, será mejor que me vaya para que puedas verla —fingí que intentaba levantarme, y él se echó a reír y me dio un pequeño apretón.
—¿Tienes hambre? He pensado que podríamos comprar unos bocadillos y dar un paseo por el parque del río. Hace muy buen día, ¿cuánto tiempo tienes?
—Todo el que quiera. Una de las ventajas de ser uno de los peces gordos es que puedo tomarme el tiempo que me dé la gana para comer.
—Qué casualidad. No tengo nada programado para esta tarde, así que yo también puedo tomarme todo el tiempo que quiera.
Nos miramos sonrientes. Al ver el brillo de pasión que brillaba en sus ojos, sentí una oleada de deseo.
—La puerta no está cerrada —me dijo.
—¿Estás esperando a alguien?
—No.
Su mano se deslizó entre mis rodillas, y empezó a ascender. Cuando llegó a la piel desnuda de mis muslos que quedaba por encima de las medias, soltó un pequeño gemido y me dijo:
—Estás matándome, ____________. Vas a acabar conmigo.
—Qué pena, no era ésa mi intención.
Me movió un poco, y noté su erección en el muslo.
—¿Ves lo que me haces?
—Impresionante —dije, mientras me reclinaba hacia él. Levantó la mano un poco más: y le dio un tirón a mis bragas.
—¿Por qué te molestas en ponértelas cuando vienes a verme?, sabes que voy a quitártelas cuanto antes.
—La próxima vez, lo tendré en cuenta.
Se echó a reír. Juntos le desabrochamos los pantalones, bajamos mis bragas, y le pusimos el condón. Los brazos de la silla estaban tan separados, que pude sentarme a horcajadas sobre él.
Me folló con embestidas duras y rápidas, pero llevaba toda la mañana pensando en él y me bastó acariciarme un poco para estar al borde del orgasmo. Bajó la mirada, y al ver cómo me masturbaba con la falda subida basta las caderas se humedeció los labios antes de volver a mirarme a los ojos.
—Me encanta que hagas eso —murmuró.
—¿El qué?, ¿esto? —me froté el clítoris con pequeñas caricias circulares mientras me movía hacia arriba y hacia abajo, y mi respiración se volvió jadeante.
—Sí, y que no esperes a que yo adivine lo que quieres, sino que lo hagas… oh,Dios, ______________...
Nos corrimos a la vez, y me apretó contra su cuerpo mientras yo lo rodeaba con los brazos. Nos quedamos así durante un largo momento con la respiración acelerada, y finalmente me aparté y saqué de mi bolso un paquete de toallitas húmedas para limpiarme.
—Piensas en todo, ¿sabías lo que íbamos a hacer cuando me dijiste que nos veríamos aquí? —me preguntó, en tono de broma.
—No, no lo sabía.
—Pero siempre estás preparada.
Lo miré sonriente, y le dije:
—Venga, Joe, ¿para qué si no íbamos a vernos? ¿No debería dar por hecho que va a pasar algo así cada vez que quedamos?
En cuanto las palabras salieron de mi boca, supe que había cometido un error. Aunque realmente creyera que lo que acababa de decir estaba justificado, no estaba bien que lo admitiera en voz alta. La sonrisa de Joe se desvaneció, sus ojos se volvieron impenetrables, y apartó la mirada.
—Sí, supongo que tienes razón.
Era consciente de que lo había herido, pero no sabía cómo arreglar las cosas sin admitir que me había equivocado. Era mucho más fácil Ignorar la situación, y eso fue lo que hice.
Estuvo más callado que de costumbre mientras íbamos hacia el parque que bordeaba el río. Después de comprar unos bocadillos y un par de refrescos, cruzamos Front Street. Había mucha gente que había tenido la misma Idea que nosotros, aprovechar el buen día para comer al aire libre, así que tuvimos que caminar un rato hasta que encontramos un banco libre. Seguíamos callados, y fingí que el silencio era de lo más normal.
Para cuando nos sentamos, no tenía demasiado apetito, pero desenvolví la comida. Sacudí un poco la bolsita de mostaza antes de abrirla y de echarla por encima del pavo. Joe había pedido un pringoso bocadillo de carne con cebolla y pimientos que se olía desde donde yo estaba.
—Madre mía, alguien que yo me sé va a necesitar un chicle —le dije, para intentar aligerar el ambiente.
Él me miró sin sonreír, y me contestó:
—¿Por qué?, ¿es que piensas besarme?
Supongo que tendría que haber dado por supuesto que acabaría hartándose de mí, pero cuando sucedió, sentí como si hubiera agarrado un pellizco de mí piel de alguna zona sensible y lo hubiera retorcido. Me apresuré a bajar la mirada, dejé a un lado la bolsita vacía de mostaza y volví a juntar las dos mitades del bocadillo: pero no le di ni un bocado.
Joe fijó la mirada en el agua, El puente de Market Street era un hervidero de coches, y los árboles habían reverdecido. En un agradable día de verano como aquél, el tiovivo y el trenecito de los niños debían de estar a tope. A lo mejor aquella noche había partido de baloncesto en el estadio... pensé en pedirle que me acompañara. Podríamos comer helado, y subir al tiovivo.
Al final no se lo pedí. Podría haberlo hecho, la verdad es que quería hacerlo, pero... al final, no lo hice.
Joe siguió comiéndose su bocadillo, bebiéndose su refresco, limpiándose las manos y la boca con la servilleta. Comió sin mancharse la ropa, y yo lo observé admirada con disimulo. Estaba costándome bastante evitar que la falda se me manchara de mostaza, y ya me había salpicado la camisa al beber.
No era la primera vez que nos limitábamos a estar el uno junto al otro sin hablar, pero los silencios siempre habían sido relajados, carentes de tensión. Había llegado a sentirme muy cómoda con Joe, pero acabábamos de convertirnos en desconocidos. Habíamos pasado a ser tíos personas que habían estado a punto de llegar a ser amigos.
Me bebí el refresco, pero fui incapaz de comerme el bocadillo. Hice añicos la servilleta. Cuando los jirones me cayeron sobre la falda, me limité a echarlos a un lado.
—Respecto a lo de antes... no lo he dicho en serio — dije al fin.
—Sí, claro que lo has dicho en serio. Además, es la pura verdad, ¿no?
Debería ser la verdad, pero no lo era.
—Lo siento. Joe.
Él se encogió de hombros mientras seguía con la mirada fija en el río, El Susquehanna era ancho y no muy hondo, y su superficie de color verde grisáceo ondulaba con suavidad bajo la brisa.
Después de envolver lo que le quedó del bocadillo, apuró su bebida, lo metió todo en la bolsa, y fue a tirarla a la papelera que había junto al banco.
—¿Lista para marcharte?
A pesar de que sólo había dado un par de mordiscos a mi bocadillo, asentí y lo metí todo en mí bolsa. La papelera era de reja metálica, y las intersecciones del metal formaban octógonos entrelazados, Conté ciento veintitrés antes de volver junto a Joe.
—Lista.
Se había metido las manos en los bolsillos, y se había desabrochado la chaqueta del traje. La brisa le apartó el flequillo de la frente, y el árbol que tenía a su espalda proyectaba sombras sobre su cara, que de perfil era muy distinta de cuando estaba de frente. Alcancé a ver pequeñas líneas en las comisuras de sus ojos que no había notado antes.
No sabía cuándo era su cumpleaños, ni sí tenía hermanos, ni dónde había crecido. No sabía cuál era su color preferido, ni si practicaba algún deporte. Sabía cuál era el sabor de su piel y cómo olía, sabía la longitud y el grosor de su pene, cómo era la curva de su trasero, cuántas pecas tenía en el hombro, y cuántos pelos le rodeaban los pezones. Sabía que le gustaba reír, que podía ser amable y exigente, que podía comportarse con una exigencia amable, o con una amabilidad exigente.
—El helado que más me gusta es el de mora —al decírselo, me pareció que sentía el sabor en la boca—. No es fácil encontrarlo, pero lo tienen en aquel puesto de allí, en City Island. Y también tienen cucuruchos con barquillo de chocolate.
Me miró por encima del hombro con una ceja enarcada, y me dijo:
—¿Ah, sí?
—Sí.
No me merecía que cediera ni un milímetro, y no lo hizo, Lo respeté aún más al ver que no me seguía como un cachorrillo ansioso. Cuando se volvió a mirar hacia City Island, la brisa le sacudió la corbata, que tenía un estampado de Bob Esponja.
—A lo mejor podríamos ir un día de éstos a comprar un helado —le dije.
Volvió a mirarme, y supe por su expresión que no iba a dar su brazo a torcer. Me gustó que no se dejara pisotear, que no permitiera que lo utilizara, que estuviera dispuesto a presionarme.
—A lo mejor —me dijo.
Esbocé una sonrisa vacilante. Acababa de dar un paso hacia delante. Él no sabía cuánto me había costado, pero lo cierto era que no quería que lo supiera.
Nos quedamos así durante unos segundos, hasta que al final sacó las manos de los bolsillos. La sonrisa con la que me miró no era tan radiante como de costumbre, pero parecía sincera.
—Tengo que volver.
Asentí mientras sentía una mezcla de desilusión y de alivio al ver que no quería pasear y charlar. Necesitaba tiempo para pensar en todo aquello, para plantearme hacia dónde se dirigía y hacia dónde quería que se dirigiera.
—¿Quieres que te consiga un taxi?
Volví a asentir. Mi despacho estaba a una distancia considerable, y no iba vestida para dar una larga caminata.
—Gracias por la comida —le dije. Antes de entrar en el taxi, vacilé por un momento al ver a una pareja que se despedía de forma mucho más apasionada que nosotros.
No aparté la mirada de él mientras el taxi se alejaba.
Aquel hombre trajeado que no era demasiado alto y cuya corbata ondeaba bajo la brisa me dijo adiós con la mano, y yo le devolví el gesto.
Tenía la mejor de las intenciones cuando me subí a mí coche y me puse en marcha. La casa donde me había criado no estaba lejos de la ciudad, se tardaban unos cuarenta minutos en llegar con el tráfico típico de los sábados. Estaba demasiado cerca, y demasiado lejos a la vez.
El pueblo de mi niñez no había cambiado demasiado. Seguía teniendo las mismas calles anchas y bordeadas de árboles, las mismas casas con más de cincuenta años de antigüedad que en algunos casos se habían convertido en tiendas. Había más gasolineras y restaurantes, pero al margen de eso, yo misma podría haber estado circulando en bici por aquellas calles, con el pelo recogido en dos coletas, camino de la biblioteca o de la piscina.
Pero no iba en bici, sino en mi coche. Al doblar la esquina y enfilar por la calle hacia el vecindario de mis padres, vi las mismas casas pintadas con los mismos colores. Los árboles habían crecido, se habían añadido algunos porches, y algunos caminos de entrada se habían pavimentado. En un solar habían construido un bloque de pisos que parecía bastante fuera de lugar.
Tenía la intención de visitar a mi padre, lo digo de verdad. A pesar de que mi madre se comportaba como una mártir y una teatrera, el hecho de que hubiera admitido que estaba enfermo significaba que la situación era preocupante. Era posible que mi padre estuviera muriéndose y sabía que debería hablar con él antes de que eso sucediera. Conocía de primera mano la sensación de vacío que queda cuando un ser querido muere sin que te haya dado tiempo de hacer las paces con él.
Pero cuando llegó el momento de la verdad, no enfilé por el camino de entrada de la casa. Detuve el coche al otro lado de la calle, y contemplé la casa en la que había crecido. Se me formó un nudo en el estómago y sentí una fuerte acidez, como si hubiera bebido demasiado café.
La última vez que había estado en aquella casa había sido el día en que me había marchado para ir a una universidad que no Le gustaba a mi madre. Ella me había dicho que no volviera nunca, y yo había obedecido encantada. Ella había cambiado de opinión, pero yo no. Odiaba aquella casa, las cosas que habían sucedido en su interior. No podía volver a poner un pie en ella, ni siquiera para ver a mi padre, que quizá estaba moribundo. Me alejé de allí, giré al llegar al final de la calle, y regresé a la ciudad que consideraba mi verdadero hogar.
Marcy pareció sorprenderse al verme cuando abrió la puerta. Era comprensible, porque ya había anochecido y no la había avisado de que iba. Se apartó a un lado para dejarme pasar, y al entrar vi a Wayne sentado a la mesa.
—Perdonad, os he interrumpido.
Di media vuelta para marcharme, pero ella me cerró el paso y me dijo:
—No seas tonta, estábamos cenando un poco. Venga, entra. Vamos, ______... ¿te apetece tomar algo?
Ya había bebido varios vasos de vodka en un bar cercano, pero asentí y contesté:
—Vale, lo que te vaya bien.
Intercambiaron una mirada que habría podido interpretar sí no hubiera estado medio borracha. Wayne se levantó, y sacó de una vitrina varios vasos de chupito y una botella de vodka con sabor a limón. Marcy sacó un par de limones de la nevera, y agarró el azucarero.
—¿Te apetece un chupito de vodka? —me preguntó.
—Sí. Perdonad que me haya presentado así en un sábado por la noche, seguro que tenéis planes.
—Estamos esperando a unos amigos, vamos a sacar juegos de mesa.
—¿Juegos de mesa? —la miré con perplejidad. Aquello no parecía encajar con la Marcy a la que conocía.
—Sí, Qué noche de sábado más loca, ¿verdad? —comentó Wayne, con una carcajada.
Pasó el brazo por los hombros de Marcy, y la besó en la sien mientras ella le daba una palmadita. Se miraron sonrientes, con expresión de complicidad, y yo me sentí como una intrusa.
—Será mejor que me vaya.
—No, ___________, quédate. Será divertido, te lo prometo — Marcy me tomó la mano, e insistió—: Quédate.
Al final me quedé. Tomamos los chupitos de vodka, llegaron los invitados, y Marcy sacó los Juegos de mesa... el Monopoly, el Cluedo, el Pictionary, y el Trivial Pursuit. Nos dividimos en equipos, los chicos contra las chicas, y bebimos chupitos mientras picábamos nachos y frutos secos. Las chicas ganamos por tres a dos, pero ellos no se molestaron. Yo era la única sin pareja, pero a nadie pareció importarle; en todo caso, no oí ningún comentario al respecto, y si alguien me miró con pena, al menos no me di cuenta.
Hacía mucho que no participaba así en un grupo... riendo, jugando; de hecho, tuve que plantearme sí alguna vez había formado parte de un grupo. En el instituto siempre había sido bastante reservada, la típica empollona. Mi mejor amiga, Susan Dietz, se había mudado cuando aún íbamos al colegio, y después... las cosas habían cambiado. En la universidad había tenido algunos amigos, Matthew me había integrado en su grupo y solíamos quedarnos hasta tarde riendo, bebiendo y jugando, besándonos y haciendo más cosas debajo de las sábanas mientras veíamos pelis de miedo. Por lo menos había tenido un año de amigos, fiestas y amor, hasta que eso también había cambiado.
Aquellos recuerdos no me ponían melancólica. Formaban parte de mi pasado, eran la realidad. No todos los recuerdos eran malos.
La fiesta terminó a eso de la una de la madrugada. Casi todos se despidieron de mí con abrazos y muestras de afecto, ya que los amigos de Marcy parecían tan efusivos como ella. No me importó demasiado, aunque nunca he sido demasiado entusiasta a la hora de dar abrazos.
—Me alegro de que vinieras —me dijo Marcy, mientras me rodeaba con los brazos.
Le di una palmadita vacilante, y cuando me besó en la mejilla, me aparté con una carcajada y le dije:
—Gracias por dejar que me quedara.
—¿Vas a poder llegar a casa?, Wayne puede llevarte. Estaba despatarrado en una silla, pero alzó la mirada y me dijo:
—Claro, no hay problema.
—Gracias, pero puedo volver en taxi. No os preocupéis.
Estaba borracha, pero no tanto como para meterme en un coche con Wayne, que no había dejado de beber en toda la velada. Él dijo adiós con la mano, me lanzó una sonrisa tontorrona, y volvió a centrarse en la televisión, Marcy me acompañó hasta la puerta, pero me detuvo en el rellano y la entrecerró a nuestra espalda.
—Me alegro de que vinieras esta noche, ¿estás bien?
—Sí. Se me ocurrió pasarme por aquí, perdona si te he fastidiado la fiesta.
—No has fastidiado nada —miró por encima del hombro antes de volverse de nuevo hacia mí. —¿Te lo has pasado bien?
—Sí, hacía una eternidad que no participaba en un juego de mesa.
—Me gustaría que vinieras otro día —vaciló por un instante antes de añadir —¡Tráete a Joe!
Hice una mueca antes de poder contenerme, y me esforcé por aparentar tranquilidad.
—Vale, ya quedaremos.
—No habéis dejado de veros, ¿verdad? —se cruzó de brazos, y se apoyó en el marco de la puerta.
En ese momento, me di cuenta de que Marcy apenas había bebido. Sabía que iba a resultarme muy difícil contrarrestar las preguntas de alguien que estaba mucho más sobrio que yo.
—No, seguimos viéndonos.
—Genial —me dijo, con una sonrisa.
No contesté. Volvió a abrazarme, y en esa ocasión le devolví el gesto, aunque sólo fuera para que me soltara cuanto antes.
—¿Estás bien, ____________?
Su pregunta me detuvo cuando estaba a punto de entrar en el ascensor. Me volví a mirarla, y le dije:
—Sí.
—¿Estás segura?, pareces un poco depre.
Estuve a punto de contarle lo de mi padre, pero no era algo que podía soltarse sin más en medio de un pasillo a la una de la mañana, sobre todo después de beber tanto alcohol. De modo que hice lo que se me daba mejor: mentir.
—Es que estoy cansada —la miré sonriente, y me despedí con un gesto antes de entrar en el ascensor. Me miró con expresión de preocupación hasta que la puerta se cerró.
De nuevo tenía la mejor de las intenciones. Montones de taxis pasaban por aquella calle llena de bares y de clubes abarrotados de gente. A aquella sección de Second Street la llamaban la calle del ligoteo, debido a la cantidad de solteros que iban de local en local. Seguro que la policía la llamaba de otra forma. Había coches patrulla a lo largo de toda la calle, y los agentes patrullaban en parejas o en tríos para mantener a raya a los más alborotadores. Eché a andar hacia la parada del autobús pero al final no llegué.
Tres años atrás, había sido una de las asiduas de la calle del ligoteo, y había permitido que completos desconocidos me invitaran a una copa a cambio de un baile o de un poco de magreo. A veces, muchas veces, les había hecho una paja, o había acabado tirándomelos. Como no me vestía como una buscona ni solía bailar, mis ligues no eran conquistas, sino secretos... mis secretillos.
A pesar de que aquella noche no iba vestida para ir de marcha, entré en uno de los locales. El portero le echó un vistazo a mi permiso de conducir, y agarró sin sonreír los diez dólares que le di. El recibimiento fue mucho mejor cuando entré. A aquella hora, se respiraba en el ambiente una especie de desesperación. El local cerraba en menos de una hora, así que cada vez quedaba menos tiempo para poder ligar con alguien, Mientras me abría paso entre el gentío que había alrededor de la puerta y me dirigía hacia la barra, varias cabezas se giraron. Acababa de llegar carne fresca.
Las chicas me miraron de arriba abajo, observaron mi ropa, y se volvieron a cuchichear con sus amigas. Los chicos se quedaron mirándome, jarra de cerveza en ristre. Y yo me metí en mi antiguo papel con la misma facilidad con la que un par de vaqueros gastados se ajustan al trasero.
No me paré a pensar en por qué estaba haciéndolo, por qué había ido a un bar para comprobar hasta dónde podía hacerme llegar un desconocidos pesar de que tenía a Joe. Avancé entre la gente sin establecer contacto visual con nadie, hasta que pedí una copa. Entonces me giré, y recorrí el gentío con la mirada mientras tomaba un trago.
Las camisas a rayas debían de estar de moda, porque dos de cada tres hombres las llevaban. Los demás llevaban camisetas estampadas con frases como Bésame, soy un pirata. Pero lo que yo buscaba no era un pirata.
El grupo de chicas que tenía delante se había apilado alrededor de tres chicos que parecían estar disfrutando con tanta atención. Se contoneaban y se frotaban contra ellas entre risas, y era obvio que estaban bastante borrachas. Estaban montando todo un espectáculo.
El hombre que estaba a mi lado señaló con su botella de cerveza, y comentó:
—Hay cinco chicas y tres chicos, alguien va a quedarse fuera —era alto, moreno, y parecía un poco mayor que yo.
Tuvo que acercarse a mí para que pudiera oírlo, y no me molesté en seguir buscando. Me volví hacía él con una sonrisa, y alcé mí cerveza en un brindis silencioso.
—Parece que se lo están pasando bien —comenté.
Él asintió. La música era inconsistente, pasaba de una canción de hip hop que alababa los traseros femeninos a una balada roquera llena de angustia y aflicción. En ese momento, todo el mundo estaba dando saltos al ritmo de una canción pop.
Era atractivo, así que me acerqué un poco más. Olía bien, a pesar de que se había pasado horas sudando en aquel ambiente tan cargado. Me eché un poco hacia atrás, y nuestros ojos se encontraron. Dejé que me condujera hasta el aparcamiento, me metí en el asiento trasero de su coche, y él me metió la mano por debajo de la falda.
No le pregunté cómo se llamaba, y él no me lo dijo. Cuando le dije que me llamaba Jennifer y que tenía veintidós años, pareció creerme. Luchó por meterme la mano por debajo de las bragas mientras se desabrochaba los pantalones y colocaba su erección en mi mano.
Era obvio que conocía el comportamiento propio de la calle del ligoteo, porque no intentó convencerme de que follara con él. Intentó al menos que me corriera, y no fue culpa suya que no lo consiguiera. Solté los ruidos de rigor y me retorcí debajo de él, aunque estaba a años luz de conseguir llegar al orgasmo.
Tardó cinco minutos en correrse. Hacía cuatro que había perdido el interés en él, pero por lo menos la muñeca aún no había empezado a dolerme. Gritó mientras eyaculaba en mi puño, y se desplomó sobre mí como si se hubiera desmayado. Nos quedamos así durante uno o dos minutos, y al final lo empujé para que se incorporara.
Nos miramos en silencio por un momento. Cuando me limpié la mano en su camisa, hizo una mueca y bajó la mirada hacía la prenda, pero no protestó. Me incorporé en el asiento, y me puse bien la ropa.
—¿Quieres que te lleve a casa? —al menos ganó unos puntos por su caballerosidad.
—No, gracias —lo miré con una sonrisa. No era culpa suya que hubiera querido utilizarlo a modo de distracción.
—¿Estás segura?, porque...
Me bajé del coche antes de que pudiera acabar la frase. Me sentía totalmente sobria. Aquella vez, fui en busca de un taxi y regresé a casa.
# TeamBullshit
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
ESTOY DE ACUERDO COMO PUDO?????
MMM SEXO EN LA OFICINA DE JOE¡¡¡TENTADOR¡¡SIGUELA¡¡
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berenice_89
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
CHICAS COMENTEN BASTANTE PARA QUE MELI NOS SUBA EL CAP SIGUIENTE
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berenice_89
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
CAPITULO 18
Aunque no me había metido en el papel de hija abnegada hasta el punto de ir a casa de mis padres, cuando mi madre me llamó para invitarme a cenar, no se me ocurrió ninguna excusa para poder negarme, sobre todo cuando me dijo que mi padre también iba a Ir. La mera idea de que mi padre fuera a un restaurante me parecía risible, y me daba ardores.
Tuve que cancelar la cita que tenia con Joe. Él no protestó cuando le dije que no podía cenar con él, pero no me costó imaginarme su expresión ceñuda.
—No conozco a tus padres —me dijo al fin.
Los dos nos quedamos callados. Deseé tener uno de esos teléfonos antiguos para poder retorcer el cable entre los dedos, y tuve que conformarme con retorcer un mechón de pelo.
—No te gustaría conocerlos, te lo aseguro —le dije al fin, cuando no pude seguir soportando el silencio.
—De acuerdo, llámame cuando estés libre.
Esperé durante unos segundos que se me hicieron eternos antes de admitir:
—No quiero que los conozcas.
—¿Por qué?
Era normal que pareciera tan indignado,
—Porque ni siquiera yo quiero ir a cenar con ellos. Joe. No puedo someterte a ese suplicio, y además, me resultaría muy estresante tenerte allí.
Estaba siendo honesta, pero mis palabras no parecieron aplacarlo.
—Todas las familias son estresantes. _______. Sí no quieres que me conozcan...
—Lo que no quiero es que tú los conozcas a ellos, no es lo mismo.
—¿Crees que dejarás de gustarme si llego a conocerlos? —lo dijo en tono de broma, pero al ver que no me reía, añadió—: ¿_______?
—Se trata de mi madre, no lo entenderías.
—Como no la conozco... no, supongo que no lo entiendo.
Tuve la sensación de que estaba esperando a que lo invitara a cenar, pero la idea bastó para que me estremeciera. —Créeme, no te gustaría conocerlos.
—Yo opino lo contrario.
—Te lo digo en serio, Joe.
—Si no quieres que conozca a tu familia, me parece perfecto. Que disfrutes de la cena.
No quería discutir con él, pero era incapaz de imaginarme presentándoselo a mis padres.
—Es complicado, Joe.
—Tengo la impresión de que casi todo lo que tiene que ver contigo es complicado. _________.
Colgó sin más, y me quedé mirando el auricular hasta que lo dejé en su sitio. Aquella vez, no volví a llamarlo.
Cuando llegué al restaurante, mi madre estaba esperándome en la mesa.
—Papá no ha podido venir.
—¿Por qué no?
—Porque estaba ocupado, ___________. ¿Qué más da? —me dijo, mientras echaba un poco de sacarina en su taza de té.
—Me dijiste que iba a venir.
—¿Es que no tienes bastante conmigo?
—No es eso.
—Si estás preocupada por él, podrías pasarte por casa.
Nos miramos sin hablar hasta que el camarero llegó a tomar nota. Ella pidió por las dos, comida que no me apetecía, pero como no tenía ganas de darle vueltas a la cabeza, no protesté. Empezó a hablar sin parar de la boda de mi prima, a la que yo no había asistido. El tema no me interesaba en lo más mínimo, pero intercalé algún que otro comentarlo suelto sin llegar a mantener una conversación.
Dejé que pagara la cena. La acompañé al aparcamiento, y entonces me di cuenta de que no le había preguntado cómo había llegado al restaurante.
—En coche —me dijo, mientras se sacaba del bolso el paquete de tabaco y el encendedor. Encendió un cigarro con la práctica de una fumadora asidua, y añadió—: Voy a tener que acostumbrarme a volver a conducir.
Para cuando mi padre ya no estuviera. No hizo falta que lo dijera, las palabras estaban implícitas. Aquella sencilla admisión reveló más sobre la gravedad de mí padre que cualquier otra cosa que pudiera haber dicho, pero fui incapaz de responder.
—¿Vendrás a vernos alguna vez, __________?
Miré hacia el coche de mis padres, que tenía más de quince años, antes de volverme a mirarla,
—No, mamá. No lo creo.
—Eres muy egoísta. No te entiendo, tu padre está enfermo...
—Eso no es culpa mía.
—¿Sabes qué?, me parece que ya es hora de que lo superes. ¿Qué te parece la idea? Supéralo y ya está, __________. ¡Han pasado diez años, no puedo seguir agachando la cabeza para pedirte perdón por cosas del pasado!
La miré desconcertada, y al final le dije:
—No es por ti, mamá.
—Entonces, ¿por qué? Dímelo, por favor, porque me interesa mucho saberlo —teniendo en cuenta su tono de voz, me costó creerla—. Me gustaría que me dejaras claro que no es por mí. Sé que me odias, pero al menos deberías ir a ver a tu padre. No está bien.
—Eso no es culpa mía —le dije, con voz más firme de lo que esperaba—. Tienes razón, a lo mejor debería superarlo de una vez, pero no puedo.
Dio una fuerte calada al cigarro, y me dijo: —Sí sigues aferrándote así al pasado, jamás tendrás un futuro.
—Me parece un consejo interesante, teniendo en cuenta quién me lo da —le dije, sin alterarme.
Ella me fulminó con la mirada, y me espetó:
—No sé por qué me molesto en intentarlo, cuando lo único que haces es martirizarme. A lo mejor debería rendirme y dejarte en paz de una vez, quizá tendría que dejar de intentar establecer algún tipo de relación contigo. Es Imposible comunicarse contigo,__________, Lo único que haces es escucharte a ti misma.
Era probable que tuviera razón, pero no quise admitirlo.
—Sí, a lo mejor deberías rendirte y dejarme en paz... como hiciste con Chad.
Frunció el ceño, y le surcaron la cara profundas arrugas.
—Ni me lo menciones.
—A lo mejor deberíamos hablar de Chad —dije su nombre a propósito, para obligarla a oírlo—. Y me parece que también tendríamos que hablar de Andrew, de lo que pasó. Nunca hablamos del tema...
—No hay nada de qué hablar —su expresión ceñuda se esfumó como por arte de magia, y soltó un poco de humo por la nariz.
Me había pasado años intentando olvidar, sin hablar de ello, pero de repente me invadió la necesidad de dejar de esconderme del pasado. No pude seguir fingiendo que no afectaba a mí futuro.
—Mamá, por favor... —le dije en voz baja—, necesito hablar de lo que pasó. No puedo seguir callando, está corroyéndome por dentro.
—¡Supéralo de una vez! ¡Está muerto! ¡Ya no está aquí!
—¡Eso tampoco es culpa mía!
—¡Sí, claro que lo es! —tomó otra calada, como si el humo del tabaco le resultara más vital que el oxígeno.
Me quedé petrificada, viendo en silencio cómo aplastaba la colilla con el pie y encendía otro cigarro. Fumar es un hábito sucio, es malo para los dientes y la piel por no hablar de los pulmones. Yo no era fumadora habitual, aunque fumaba algún que otro cigarro de vez en cuando. Siempre me había parecido sorprendente que mi madre hubiera adquirido aquel hábito, teniendo en cuenta que el tabaco causaba estragos tanto en la ropa como en la cara.
—No tengo la culpa de que muriera —intenté creerlo, luché por hablar con voz firme—. Andrew se suicidó, yo no tuve nada que ver.
—Tú lo empujaste a que lo hiciera. Estaba bien hasta que empezaste a influenciarlo.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? —a pesar de todo, no me sorprendió que creyera algo así.
El humo del tabaco flotaba en el aire entre nosotras. Hacía que me escocieran los ojos y el cuello, y deseé poder llorar para que las lágrimas me limpiaran los ojos.
—Lo deberías haber parado cuando lo intentaste. Él estaría vivo, y tú...
—¡Calla!, ¡No te atrevas a decirlo!
Me miró con una mezcla de furia y de dolor, y me dijo:
—Tanto Chad como tú habéis sido una decepción tras otra para tu padre y para mí. No entiendo cómo pudo pasar aquello, Andrew era un hijo perfecto.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? ¿Cómo puedes decir algo así? —tuve ganas de agarrarla de los hombros, de zarandearla hasta que regresara a la realidad—, ¡No era perfecto, mamá! Nadie lo es, pero él... tenía muchos defectos.
—Muérdete la lengua, ________.
—¿Estás diciéndome que Chad y yo sobrábamos? Se supone que unos padres no deben tener favoritos.
—No seas necia, claro que los tenemos.
Después de aplastar la segunda colilla con el pie, se metió en su coche y se fue.
—Deberías venir a verme, te echo de menos —le dije a Chad, cuando me llamó de nuevo por teléfono.
—Yo también te echo de menos. Ven a verme a California, hace muy buen tiempo.
—Mamá dice que papá está bastante mal.
—¿Has ido a verlo, cielo?
Mi hermano siempre sabe cómo hacerme sentir culpable, se parece más a mí madre de lo que cree. Pero como tenía razón, sonreí y le dije:
—No. Ven a casa. Iremos a visitarlo juntos.
—¿Te has enterado de algún secreto oculto?, ¿es que papá nos ha puesto como beneficiarios de algún seguro de vida millonario? Sabes que la palmaria en cuanto me viera entrar por la puerta.
—Está muriéndose, Chad. ¿No quieres verlo por última vez?
—No empieces,__________. Me echaron a patadas, me dijeron que no volviera a poner un pie en su casa, y me insultaron.
—No fue él —abrí una lata de refresco, y tomé un trago.
—No impidió que ella lo hiciera, así que es igual de culpable. El hecho de que estuviera demasiado borracho para levantarse de la silla no es excusa. La verdad, me sorprende que seas tú precisamente quien me venga con todo esto, ___________(dtn)
—¿Podrías dejar de llamarme así?
—________... cariño, cielo, te adoro.
—Yo también te adoro, Chaddie.
—No me pidas que vuelva a casa, sabes que no puedo.
—Sí, ya lo sé —solté un suspiro, y me froté la frente al notar un dolor de cabeza incipiente—. Ya lo sé, pero es que ella no deja de llamarme.
No mencioné la conversación del aparcamiento.
—Dile que se vaya a la mierda. Esa zorra nunca hizo nada por nosotros, ni siquiera cuando la necesitabas. Deja que recoja lo que ha sembrado.
—¿Alguna vez...? ¿Alguna vez te planteas la posibilidad de perdonarla?
—¿Te planteas tú la posibilidad de perdonarlo a él?
Era una pregunta dura, pero yo misma había estado planteándomela seriamente,
—Andrew está muerto, ¿de qué me serviría perdonarlo a estas alturas?
—Dímelo tú, cielo.
Su tono de voz era suave, consolador. No bastaba para sustituir un abrazo pero, desde Juego, era mejor que nada.
—¿Por qué somos tan jodidamente desastrosos? — Solté una pequeña carcajada, y añadí—: ¿Por qué no podemos superarlo de una vez?
—No lo sé, cielo. Ojalá lo supiera.
—Deberíamos hacerlo, ¡no es justo que no podamos tener una vida por culpa del pasado! —estaba enfadada, pero por suerte había cerrado la puerta del despacho.
Él se echó a reír, y me dijo:
—Recuerda con quién estás hablando, cielo.
—Han pasado años, Chad. Estoy cansada de aferrarme al dolor. Ya no me sirve, pero no sé cómo soltarlo.
—Oh, cielo...
Mi hermano y yo estábamos separados por la distancia, pero en ese momento nos unía nuestro dolor compartido.
—Estoy viendo a alguien, y la verdad es que está ayudándome un montón —me dijo él de repente.
—¿Qué ha pasado con Luke? Se echó a reír, y me dijo:
—No es eso, cielo. Aún sigo con Luke. Me refería a que he empezado a ir al psiquiatra.
—Ah —como no supe qué decir, me limité a añadir—: Me alegro por ti.
—Podrías planteártelo, es bueno hablar con alguien.
Negué con la cabeza a pesar de que no podía verme, y le dije:
—Ya hablo contigo.
—¿Y con ________?
—No.
—Pues a lo mejor deberías hacerlo.
—Oye, ¿desde cuándo me das consejos sobre mi vida amorosa?
—Desde que por fin tienes una.
—Es un buen tipo —admití a regañadientes.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
— No lo sé, es que... no quiero que vuelvan a hacerme daño.
—Es normal, cielo, pero no puedes pasarte la vida preocupada por lo que pueda pasar —hizo una pequeña pausa antes de añadir—: ¿Vas a permitir que Andrew tenga ese poder sobre ti?
—No quiero permitirlo.
—Pues no lo hagas, __________.
—¿De verdad que te ayuda lo de ir al psiquiatra?
Saqué una hoja de papel cuadriculado del cajón, y tracé con el lápiz todos los cuadrados.
—Sí. Hablar de ello me ayuda a ver las cosas con objetividad, y me he dado cuenta de que no estoy loco, Los jodidamente desastrosos no somos nosotros, sino nuestros padres.
—Eso ya lo sé sin necesidad de ir al psiquiatra — solté una carcajada, y añadí—: Los loqueros hacen que ser disfuncional parezca divertido.
Chad se echó a reír, y me dijo:
—Ya sabes que siempre estoy dispuesto a escucharte, cielo, pero creo que deberías plantearte hablar con alguien más. Seguro que te ayudaría un montón.
—¿Pensarás en lo de venir a casa? —Al ver que no respondía, insistí—: ¿Por favor?
—Vale, me lo pensaré.
Le eché una ojeada al reloj, y me di cuenta de que se me había hecho tarde.
—Mierda, tengo que colgar. Ya te llamaré, ¿vale? Por cierto... gracias.
—Estoy a tu entera disposición, cielo. ¿Cuántos?
—¿Cuántos qué?
—Lo que sea que estés contando.
—Estoy centrada en una hoja de papel cuadriculada —admití, con una carcajada.
—Sigue contando, cariño.
—Lo haré. Te quiero, Chad. Adiós.
Me quedé mirando la hoja de papel durante unos segundos después de colgar, y al final la aparté a un lado. Chad tenía un novio y un psiquiatra, y yo no tenía ninguna de las dos cosas. Tenía que decidir si quería una de ellas, o las dos. Lo único que sabía era que necesitaba algo, pero saber lo que necesitas no implica que sepas cómo conseguirlo. Había pasado mucho tiempo encerrada en mi cueva, y a pesar de cuánto anhelaba salir al exterior, sabía que la luz me haría daño en los ojos.
Era una tonta, pero lo bastante lista como para saber que era la artífice de mi propia debacle, y que era hora de dejar atrás el pasado. Había llegado la hora de que dejara de comportarme como si mis problemas no existieran.
Cuando llegué a casa después de pasarme por la tienda de decoración, descubrí que el coche de Dennis me había quitado mi plaza de aparcamiento habitual, pero el hecho de tener que dejar el coche al otro lado de la calle no empañó el entusiasmo que sentía por mi nuevo proyecto. Entré en casa cargada con botes de pintura, rodillos y bandejas, y cubrí el suelo del comedor con la lona protectora.
Empecé a pintar, pero aquella vez no iba a usar el color blanco. Para aquella habitación de la casa que me había dado tantos problemas, iba a usar un profundo tono azul.
Cuando di la primera pasada sobre el blanco de la pared, tuve que retroceder un paso y dejar a un lado el rodillo. Fui a la cocina, y me bebí un vaso de agua. Después de respirar hondo varias veces, me dije que estaba siendo ridícula, y regresé al comedor con el corazón acelerado.
La segunda pasada del rodillo me resultó más fácil, y la siguiente aún más. Al cabo de diez minutos, la habitación ya había cambiado. Pinté sin descanso durante una hora, y entonces retrocedí un poco y contemplé lo que había hecho.
Soy consciente de que soy una contradicción de clichés. Siempre he sabido que mi preferencia por el blanco y el negro crea una vida sobria y sin grises que la nublen. Mientras miraba mi pared azul, no decidí de pronto desprenderme de todo lo que me rodeaba, ni renunciar a las cosas que me reconfortaban. Mi pared azul era una elección que había hecho, la necesidad de dar un paso hacia el cambio, Aunque aún no había acabado de pintarla, al mirarla me dieron ganas de sonreír,
Al oír que llamaban a la puerta, fui a abrir. Tenía las manos y la mejilla manchadas de pintura.
—Hola, Gavin.
—Hola.
Parecía incluso más delgado que la última vez que lo había visto, aunque quizá era por la ropa negra que llevaba. Y quizá el color oscuro también era la razón de que pareciera más pálido.
—Te he traído algo —me dijo, mientras me ofrecía una bolsa de una librería.
Acepté la bolsa, y saqué una copla nueva de El principito.
—No hacía falta, Gavin,
—Claro que sí, la que me dejaste quedó hecha polvo por mi culpa.
Esperé a que me mirara a los ojos antes de contestar.
—No fue culpa tuya.
—Sí, sí que lo fue. La puse furiosa, tendría que haberle hecho caso y haber limpiado mi cuarto.
No hice ningún comentarlo. La señora Ossley tenía derecho a pedirle que Limpiara el cuarto, pero eso no justificaba que le hubiera lanzado los libros.
—He pensado que... a lo mejor...
Al verlo tan vacilante, decidí ahorrarle las explicaciones.
—Estoy pintando otra vez el comedor, me vendría bien que me echaras una mano.
Cuando me siguió hasta el comedor, me detuve delante de la pared azul y él la miró de arriba abajo con la cabeza ladeada, como un cachorrillo curioso; al cabo de un segundo, sonrió también y me dijo con aprobación:
—Me gusta.
—Sí, a mí también. Quiero pintar las demás del mismo color, y las molduras en dorado. Y también he comprado esto —le enseñé una plantilla con forma de estrella, y añadí—: Voy a pintar estrellas por toda la pared.
—Caray, seguro que queda genial. Qué locura.
—Bueno, es que a lo mejor estoy un poco loca... o quizá un poco menos loca. Supongo que ya lo veremos.
Su expresión reflejó una tristeza tan grande de repente, que mi sonrisa se esfumó, Él agachó la cabeza, se quitó la sudadera, y echó un poco de pintura en una de las bandejas. Lo observé en silencio, y al verlo agacharse encorvado. Me dije que era normal que una persona a la que le tiraban libros a la cabeza tuviera tendencia a ser esquiva.
Pusimos música, y empezamos a pintar; al cabo de un rato, empezamos a hacer un poco el tonto. Cuando usé un pincel a modo de micrófono para fingir que cantaba, los dos nos echamos a reír. Cada pasada del rodillo dejaba a su paso más pintura, y mi buen humor se acrecentaba.
Preparé sopa de tomate y unos bocadillos calientes de queso para cenar. Era comida que me reconfortaba, y que hacía mucho que no preparaba, Gavin devoró todo lo que tenía en el plato, y aunque se mostró comedido cuando le pregunté si quería más, me levanté y le prepare otro bocadillo. Tenía las muñecas tan delgadas, que daba la impresión de que podían romperse con una mirada.
—¿Es que tu madre no te da de comer? —se lo dije en tono de broma, pero la pregunta iba en serio. Estaba junto a la encimera, preparándole el bocadillo, y no me volví hacia él. Es más fácil hacer una confesión cuando no te observan.
—Está muy ocupada con Dennis, así que no le queda demasiado tiempo para cocinar... bueno, y también pasa muchas horas en el trabajo —añadió aquello como si admitir que su madre pasa ha mucho tiempo con su nuevo amante fuera algo de lo que había que sentirse avergonzado.
Pero no era Gavin el que debería sentirse avergonzado. Le puse delante el segundo bocadillo, y le eché en el plato la sopa que había quedado. Tomé un trago de mi lata de refresco mientras él comía, y al final le dije:
—Dennis está viviendo con vosotros, ¿verdad? —Al ver que asentía con la cabeza gacha, añadí—: ¿Te cae bien?
—No es un mal tipo —me dijo, sin levantar la cabeza.
Bebí otro trago. Lo que pasara en casa de los vecinos no era asunto mío. Un quinceañero era capaz de prepararse un bocadillo, no le hacía falta que su madre le cocinara tres veces al día; además, sabía que no les faltaba comida, porque veía sus cubos de basura llenos hasta los topes cada semana.
—¿Cómo estás? —se lo pregunté con voz suave, pero me di cuenta de que sus hombros se tensaban—. Apenas te he visto el pelo últimamente.
—He estado bastante ocupado, voy a clases de verano.
Empezó a desmenuzar lo que le quedaba de bocadillo. No quería presionarlo; al fin y al cabo, Gavin era mí vecino, un chico agradable, nada más, Pero a pesar de todo, las preguntas siguieron saliendo de mi boca.
—¿Has leído mucho últimamente?
—Sí.
Al menos, aquello le había sacado otra pequeña sonrisa.
—¿Qué has estado leyendo?
Empezó a enumerar una lista impresionante de novelas de ciencia-ficción y de fantasía. Algunos de los títulos me sonaban, y otros no los había oído en mi vida. Empezó a comer de nuevo, y cuando terminó, me ayudó a meter los platos en el lavavajillas, Entonces fuimos al comedor, pusimos música, y seguimos pintando.
Mi casa es bastante vieja, y aún no he instalado el aire acondicionado. El comedor no tiene ventanas, y pintar es un trabajo duro que requiere esfuerzo físico. Vi las marcas que Gavin tenía en la barriga cuando se levantó un poco la camiseta para secarse el sudor de la cara.
Cuatro, cinco, seis... seis líneas rectas, y la piel que las bordeaba estaba hinchada e Irritada. No eran arañazos de gato, a menos que el animal en cuestión tuviera dedos extra y muy buena puntería.
No pude seguir ignorándolo, porque había habido una época de mi vida en la que había necesitado que alguien me presionara hasta sacarme las respuestas que me daba miedo dar, y nadie lo había hecho, Aunque la princesa Armonía había sido capaz de derrotar al Caballero Negro por sí sola, yo había necesitado ayuda y nadie me la había dado.
—Ven aquí, Gavin.
Se giro a mirarme sin soltar el rodillo lleno de pintura que tenía en la mano. Supongo que vio algo en mi expresión que le puso nervioso, porque palideció un poco. Dejó el rodillo en la bandeja, y me preguntó:
—¿Qué pasa?
—Ven aquí.
Obedeció a regañadientes. Parecía cauto, sombrío. Se cruzó de brazos, y nos miramos en silencio durante unos segundos. Apagué la música, y quedamos sumidos en un silencio estridente.
—Levántate la camiseta, Gavin.
Al ver que negaba con la cabeza, le puse una mano en el brazo. Se me partió el corazón al ver que se tensaba. No se apartó, pero sentí la rigidez de sus músculos.
—Sólo quiero verlo, Gavin.
Volvió a negar con la cabeza, así que estábamos en un punto muerto. Él no pensaba ceder, y yo no podía obligarlo a que lo hiciera. No volví a pedírselo, pero tampoco le solté el brazo. Se lo sujetaba con suavidad, así que podría haberse apartado si quisiera, pero no lo hizo; al cabo de un largo momento, se levantó la camiseta para mostrarme los cortes.
Mantuve el rostro inexpresivo, y le dije:
—No tienen buena pinta.
—No son muy profundos —le temblaba un poco la voz. Noté que su brazo se tensaba hasta que estuvo duro como una roca.
—¿Te has puesto algo?, podrían infectarse.
—No...
Posé la palma de la mano sobre los cortes durante un segundo, y comenté:
—Tienes la piel bastante caliente, no es una buena señal. ¿Qué usaste?
—Un trozo de vidrio,
Le di un ligero apretón en el brazo, y le dije: —Vamos arriba, te pondré algo para desinfectarlos, Fui hacia la escalera sin esperarlo. Estaba casi convencida de que no vendría, creía que iba a marcharse a toda prisa, pero me siguió hasta el cuarto de baño y se sentó obedientemente sobre el inodoro mientras yo sacaba del armario de las medicinas, pomada antiséptica, agua oxigenada, y gasas.
—Quítate la camiseta, así será más fácil.
Me la dio después de quitársela, y la dejé sobre el lavabo. Tenía el pecho, el estómago, y la parte superior de los brazos llenos de finas líneas blanquecinas, pero los únicos cortes recientes eran los de la barriga. Se los limpié con cuidado, y no se apartó cuando le apliqué el agua oxigenada a pesar de que soltó una pequeña exclamación de dolor. Después de aplicar la pomada, cubrí los cortes con las vendas, pero no estaba en mis manos hacer que desaparecieran.
Me senté en el borde de la bañera, delante de él, y le dije:
—¿Quieres que hablemos del tema?
Negó con la cabeza, pero no se levantó ni volvió a ponerse la camiseta. Cerré la botella y el bote, tiré los envoltorios de las vendas y me lavé las manos, pero él siguió donde estaba. Al ver que le temblaban los hombros, supuse que estaba intentando contener el llanto.
No sabía qué hacer, no tenía ni Idea de cómo ser una confidente. No sabía cómo conseguir que el dolor ele alguien pareciera soportable. En cuanto veía llorar a alguien, me daban ganas de salir huyendo. Le puse una mano en el hombro, y alcancé a decir:
—Gavin...
Se echó a llorar desconsoladamente, como un niñito, y lo rodeé con los brazos. Sentí la calidez de su rostro contra mi cuello. Estaba tan delgado, que los huesos de sus omóplatos se me clavaban en las manos, pero no lo solté.
—Mi madre no me toca nunca —susurró, con una voz que reflejaba vergüenza y odio hacia sí mismo—. Nunca me abraza ni me dice que me quiere, pero a él no puede quitarle las manos de encima.
Le froté la espalda para intentar calmarlo, y noté los bultos de su columna vertebral,
—¿Por qué te haces cortes?
Se apartó para sentarse bien, y se secó las lágrimas antes de decir:
—Porque al menos siento algo.
—¿Se lo has dicho a tu madre?
Vaciló por un segundo, y negó con la cabeza.
—Lo intenté, pero no me hizo caso.
Le di la camiseta, y empezó a ponérsela. Cuando le di un pañuelo de papel, se sonó la nariz y se secó los ojos antes de tirarlo a la basura.
—Dices que tu madre no te abraza... ¿por qué crees que no lo hace?
—Porque me odia, no lo sé.
No se me ocurrió ninguna respuesta adecuada, no era la persona ideal para aconsejarle a alguien sobre cómo arreglar las cosas con su madre. Humedecí una toalla de mano con el agua del grifo, y se la di.
—Ten, límpiate la cara.
Me miró con una tímida sonrisa, pero obedeció. Después de limpiarse, dobló la toalla y la colocó en su sitio.
—¿Vas a decírselo a mi madre?
—¿Quieres que lo haga?
—No —me dijo, tras vacilar por un momento.
—Estoy preocupada por ti, Gavin. No quiero que vuelvas a hacerte daño, ¿vale? Hay mejores maneras de lidiar con el estrés y la ansiedad —bajé un poco la cabeza para intentar mirarlo a los ojos, y de repente me sentí muy mayor... además de inútil, porque estaba diciéndole cómo arreglar su vida a pesar de que me resultaba imposible encauzar la mía.
—Sí, ya lo sé... alcohol, hierba... no, gracias. Mi padre fumaba hierba a todas horas, pero no quiero ser un drogata. Estoy intentando sentir algo, no quiero anestesiarme.
Era una observación muy astuta para un quinceañero.
—Pero tampoco es bueno que te hagas cortes.
Se encogió de hombros, y fijó la mirada en el suelo.
—¿Vas a decírselo a mi madre, o no?
—¿Qué crees que hará si se lo digo? —el borde de la bañera se me clavaba en el trasero, pero no me levanté.
—No lo sé... nada, o ponerse a gritar.
—A lo mejor no grita, puede que intente buscarte ayuda.
Alzó la cabeza, y me miró con expresión sombría. —Crees que estoy chalado, ¿verdad?
Hice un gesto de negación con la cabeza, y le agarré la mano.
—No, Gavin. De verdad que no. Sé que a veces es más fácil hacer cosas que sabes que no están bien, porque te distraen de las que duelen.
Bajó la mirada hasta su mano, que seguía cubierta por la mía, y me dijo:
—Va a casarse con él, y entonces sólo me prestará atención cuando tenga que gritarme.
—Estoy segura de que tu madre te quiere, a pesar de su comportamiento.
Soltó una carcajada seca, y apartó su mano de la mía.
—No todas las madres quieren a sus hijos, es una realidad de la vida. Todo el mundo quiere creer que sí, pero no es verdad.
Yo sabía de primera mano que tenía razón, pero admitirlo en voz alta era demasiado deprimente. Yo era la adulta, la que tenía que decirlas palabras mágicas que le hicieran sentir mejor, pero no se me ocurrió nada.
—Será mejor que me vaya, se cabreará de lo lindo si no ordeno el comedor antes de que llegue.
—Sabes que puedes venir a hablar conmigo siempre que lo necesites, ¿verdad? Sobre lo que sea.
—Vale —me dijo, con la cabeza gacha.
Le puse una mano en el hombro, y repetí:
—Sobre lo que sea,
—Gracias —se puso de pie, y se fue.
Me quedé allí sentada. Tenía la esperanza de haber hecho lo suficiente, pero sabía que no era así.
Aunque no me había metido en el papel de hija abnegada hasta el punto de ir a casa de mis padres, cuando mi madre me llamó para invitarme a cenar, no se me ocurrió ninguna excusa para poder negarme, sobre todo cuando me dijo que mi padre también iba a Ir. La mera idea de que mi padre fuera a un restaurante me parecía risible, y me daba ardores.
Tuve que cancelar la cita que tenia con Joe. Él no protestó cuando le dije que no podía cenar con él, pero no me costó imaginarme su expresión ceñuda.
—No conozco a tus padres —me dijo al fin.
Los dos nos quedamos callados. Deseé tener uno de esos teléfonos antiguos para poder retorcer el cable entre los dedos, y tuve que conformarme con retorcer un mechón de pelo.
—No te gustaría conocerlos, te lo aseguro —le dije al fin, cuando no pude seguir soportando el silencio.
—De acuerdo, llámame cuando estés libre.
Esperé durante unos segundos que se me hicieron eternos antes de admitir:
—No quiero que los conozcas.
—¿Por qué?
Era normal que pareciera tan indignado,
—Porque ni siquiera yo quiero ir a cenar con ellos. Joe. No puedo someterte a ese suplicio, y además, me resultaría muy estresante tenerte allí.
Estaba siendo honesta, pero mis palabras no parecieron aplacarlo.
—Todas las familias son estresantes. _______. Sí no quieres que me conozcan...
—Lo que no quiero es que tú los conozcas a ellos, no es lo mismo.
—¿Crees que dejarás de gustarme si llego a conocerlos? —lo dijo en tono de broma, pero al ver que no me reía, añadió—: ¿_______?
—Se trata de mi madre, no lo entenderías.
—Como no la conozco... no, supongo que no lo entiendo.
Tuve la sensación de que estaba esperando a que lo invitara a cenar, pero la idea bastó para que me estremeciera. —Créeme, no te gustaría conocerlos.
—Yo opino lo contrario.
—Te lo digo en serio, Joe.
—Si no quieres que conozca a tu familia, me parece perfecto. Que disfrutes de la cena.
No quería discutir con él, pero era incapaz de imaginarme presentándoselo a mis padres.
—Es complicado, Joe.
—Tengo la impresión de que casi todo lo que tiene que ver contigo es complicado. _________.
Colgó sin más, y me quedé mirando el auricular hasta que lo dejé en su sitio. Aquella vez, no volví a llamarlo.
Cuando llegué al restaurante, mi madre estaba esperándome en la mesa.
—Papá no ha podido venir.
—¿Por qué no?
—Porque estaba ocupado, ___________. ¿Qué más da? —me dijo, mientras echaba un poco de sacarina en su taza de té.
—Me dijiste que iba a venir.
—¿Es que no tienes bastante conmigo?
—No es eso.
—Si estás preocupada por él, podrías pasarte por casa.
Nos miramos sin hablar hasta que el camarero llegó a tomar nota. Ella pidió por las dos, comida que no me apetecía, pero como no tenía ganas de darle vueltas a la cabeza, no protesté. Empezó a hablar sin parar de la boda de mi prima, a la que yo no había asistido. El tema no me interesaba en lo más mínimo, pero intercalé algún que otro comentarlo suelto sin llegar a mantener una conversación.
Dejé que pagara la cena. La acompañé al aparcamiento, y entonces me di cuenta de que no le había preguntado cómo había llegado al restaurante.
—En coche —me dijo, mientras se sacaba del bolso el paquete de tabaco y el encendedor. Encendió un cigarro con la práctica de una fumadora asidua, y añadió—: Voy a tener que acostumbrarme a volver a conducir.
Para cuando mi padre ya no estuviera. No hizo falta que lo dijera, las palabras estaban implícitas. Aquella sencilla admisión reveló más sobre la gravedad de mí padre que cualquier otra cosa que pudiera haber dicho, pero fui incapaz de responder.
—¿Vendrás a vernos alguna vez, __________?
Miré hacia el coche de mis padres, que tenía más de quince años, antes de volverme a mirarla,
—No, mamá. No lo creo.
—Eres muy egoísta. No te entiendo, tu padre está enfermo...
—Eso no es culpa mía.
—¿Sabes qué?, me parece que ya es hora de que lo superes. ¿Qué te parece la idea? Supéralo y ya está, __________. ¡Han pasado diez años, no puedo seguir agachando la cabeza para pedirte perdón por cosas del pasado!
La miré desconcertada, y al final le dije:
—No es por ti, mamá.
—Entonces, ¿por qué? Dímelo, por favor, porque me interesa mucho saberlo —teniendo en cuenta su tono de voz, me costó creerla—. Me gustaría que me dejaras claro que no es por mí. Sé que me odias, pero al menos deberías ir a ver a tu padre. No está bien.
—Eso no es culpa mía —le dije, con voz más firme de lo que esperaba—. Tienes razón, a lo mejor debería superarlo de una vez, pero no puedo.
Dio una fuerte calada al cigarro, y me dijo: —Sí sigues aferrándote así al pasado, jamás tendrás un futuro.
—Me parece un consejo interesante, teniendo en cuenta quién me lo da —le dije, sin alterarme.
Ella me fulminó con la mirada, y me espetó:
—No sé por qué me molesto en intentarlo, cuando lo único que haces es martirizarme. A lo mejor debería rendirme y dejarte en paz de una vez, quizá tendría que dejar de intentar establecer algún tipo de relación contigo. Es Imposible comunicarse contigo,__________, Lo único que haces es escucharte a ti misma.
Era probable que tuviera razón, pero no quise admitirlo.
—Sí, a lo mejor deberías rendirte y dejarme en paz... como hiciste con Chad.
Frunció el ceño, y le surcaron la cara profundas arrugas.
—Ni me lo menciones.
—A lo mejor deberíamos hablar de Chad —dije su nombre a propósito, para obligarla a oírlo—. Y me parece que también tendríamos que hablar de Andrew, de lo que pasó. Nunca hablamos del tema...
—No hay nada de qué hablar —su expresión ceñuda se esfumó como por arte de magia, y soltó un poco de humo por la nariz.
Me había pasado años intentando olvidar, sin hablar de ello, pero de repente me invadió la necesidad de dejar de esconderme del pasado. No pude seguir fingiendo que no afectaba a mí futuro.
—Mamá, por favor... —le dije en voz baja—, necesito hablar de lo que pasó. No puedo seguir callando, está corroyéndome por dentro.
—¡Supéralo de una vez! ¡Está muerto! ¡Ya no está aquí!
—¡Eso tampoco es culpa mía!
—¡Sí, claro que lo es! —tomó otra calada, como si el humo del tabaco le resultara más vital que el oxígeno.
Me quedé petrificada, viendo en silencio cómo aplastaba la colilla con el pie y encendía otro cigarro. Fumar es un hábito sucio, es malo para los dientes y la piel por no hablar de los pulmones. Yo no era fumadora habitual, aunque fumaba algún que otro cigarro de vez en cuando. Siempre me había parecido sorprendente que mi madre hubiera adquirido aquel hábito, teniendo en cuenta que el tabaco causaba estragos tanto en la ropa como en la cara.
—No tengo la culpa de que muriera —intenté creerlo, luché por hablar con voz firme—. Andrew se suicidó, yo no tuve nada que ver.
—Tú lo empujaste a que lo hiciera. Estaba bien hasta que empezaste a influenciarlo.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? —a pesar de todo, no me sorprendió que creyera algo así.
El humo del tabaco flotaba en el aire entre nosotras. Hacía que me escocieran los ojos y el cuello, y deseé poder llorar para que las lágrimas me limpiaran los ojos.
—Lo deberías haber parado cuando lo intentaste. Él estaría vivo, y tú...
—¡Calla!, ¡No te atrevas a decirlo!
Me miró con una mezcla de furia y de dolor, y me dijo:
—Tanto Chad como tú habéis sido una decepción tras otra para tu padre y para mí. No entiendo cómo pudo pasar aquello, Andrew era un hijo perfecto.
—No lo dirás en serio, ¿verdad? ¿Cómo puedes decir algo así? —tuve ganas de agarrarla de los hombros, de zarandearla hasta que regresara a la realidad—, ¡No era perfecto, mamá! Nadie lo es, pero él... tenía muchos defectos.
—Muérdete la lengua, ________.
—¿Estás diciéndome que Chad y yo sobrábamos? Se supone que unos padres no deben tener favoritos.
—No seas necia, claro que los tenemos.
Después de aplastar la segunda colilla con el pie, se metió en su coche y se fue.
—Deberías venir a verme, te echo de menos —le dije a Chad, cuando me llamó de nuevo por teléfono.
—Yo también te echo de menos. Ven a verme a California, hace muy buen tiempo.
—Mamá dice que papá está bastante mal.
—¿Has ido a verlo, cielo?
Mi hermano siempre sabe cómo hacerme sentir culpable, se parece más a mí madre de lo que cree. Pero como tenía razón, sonreí y le dije:
—No. Ven a casa. Iremos a visitarlo juntos.
—¿Te has enterado de algún secreto oculto?, ¿es que papá nos ha puesto como beneficiarios de algún seguro de vida millonario? Sabes que la palmaria en cuanto me viera entrar por la puerta.
—Está muriéndose, Chad. ¿No quieres verlo por última vez?
—No empieces,__________. Me echaron a patadas, me dijeron que no volviera a poner un pie en su casa, y me insultaron.
—No fue él —abrí una lata de refresco, y tomé un trago.
—No impidió que ella lo hiciera, así que es igual de culpable. El hecho de que estuviera demasiado borracho para levantarse de la silla no es excusa. La verdad, me sorprende que seas tú precisamente quien me venga con todo esto, ___________(dtn)
—¿Podrías dejar de llamarme así?
—________... cariño, cielo, te adoro.
—Yo también te adoro, Chaddie.
—No me pidas que vuelva a casa, sabes que no puedo.
—Sí, ya lo sé —solté un suspiro, y me froté la frente al notar un dolor de cabeza incipiente—. Ya lo sé, pero es que ella no deja de llamarme.
No mencioné la conversación del aparcamiento.
—Dile que se vaya a la mierda. Esa zorra nunca hizo nada por nosotros, ni siquiera cuando la necesitabas. Deja que recoja lo que ha sembrado.
—¿Alguna vez...? ¿Alguna vez te planteas la posibilidad de perdonarla?
—¿Te planteas tú la posibilidad de perdonarlo a él?
Era una pregunta dura, pero yo misma había estado planteándomela seriamente,
—Andrew está muerto, ¿de qué me serviría perdonarlo a estas alturas?
—Dímelo tú, cielo.
Su tono de voz era suave, consolador. No bastaba para sustituir un abrazo pero, desde Juego, era mejor que nada.
—¿Por qué somos tan jodidamente desastrosos? — Solté una pequeña carcajada, y añadí—: ¿Por qué no podemos superarlo de una vez?
—No lo sé, cielo. Ojalá lo supiera.
—Deberíamos hacerlo, ¡no es justo que no podamos tener una vida por culpa del pasado! —estaba enfadada, pero por suerte había cerrado la puerta del despacho.
Él se echó a reír, y me dijo:
—Recuerda con quién estás hablando, cielo.
—Han pasado años, Chad. Estoy cansada de aferrarme al dolor. Ya no me sirve, pero no sé cómo soltarlo.
—Oh, cielo...
Mi hermano y yo estábamos separados por la distancia, pero en ese momento nos unía nuestro dolor compartido.
—Estoy viendo a alguien, y la verdad es que está ayudándome un montón —me dijo él de repente.
—¿Qué ha pasado con Luke? Se echó a reír, y me dijo:
—No es eso, cielo. Aún sigo con Luke. Me refería a que he empezado a ir al psiquiatra.
—Ah —como no supe qué decir, me limité a añadir—: Me alegro por ti.
—Podrías planteártelo, es bueno hablar con alguien.
Negué con la cabeza a pesar de que no podía verme, y le dije:
—Ya hablo contigo.
—¿Y con ________?
—No.
—Pues a lo mejor deberías hacerlo.
—Oye, ¿desde cuándo me das consejos sobre mi vida amorosa?
—Desde que por fin tienes una.
—Es un buen tipo —admití a regañadientes.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
— No lo sé, es que... no quiero que vuelvan a hacerme daño.
—Es normal, cielo, pero no puedes pasarte la vida preocupada por lo que pueda pasar —hizo una pequeña pausa antes de añadir—: ¿Vas a permitir que Andrew tenga ese poder sobre ti?
—No quiero permitirlo.
—Pues no lo hagas, __________.
—¿De verdad que te ayuda lo de ir al psiquiatra?
Saqué una hoja de papel cuadriculado del cajón, y tracé con el lápiz todos los cuadrados.
—Sí. Hablar de ello me ayuda a ver las cosas con objetividad, y me he dado cuenta de que no estoy loco, Los jodidamente desastrosos no somos nosotros, sino nuestros padres.
—Eso ya lo sé sin necesidad de ir al psiquiatra — solté una carcajada, y añadí—: Los loqueros hacen que ser disfuncional parezca divertido.
Chad se echó a reír, y me dijo:
—Ya sabes que siempre estoy dispuesto a escucharte, cielo, pero creo que deberías plantearte hablar con alguien más. Seguro que te ayudaría un montón.
—¿Pensarás en lo de venir a casa? —Al ver que no respondía, insistí—: ¿Por favor?
—Vale, me lo pensaré.
Le eché una ojeada al reloj, y me di cuenta de que se me había hecho tarde.
—Mierda, tengo que colgar. Ya te llamaré, ¿vale? Por cierto... gracias.
—Estoy a tu entera disposición, cielo. ¿Cuántos?
—¿Cuántos qué?
—Lo que sea que estés contando.
—Estoy centrada en una hoja de papel cuadriculada —admití, con una carcajada.
—Sigue contando, cariño.
—Lo haré. Te quiero, Chad. Adiós.
Me quedé mirando la hoja de papel durante unos segundos después de colgar, y al final la aparté a un lado. Chad tenía un novio y un psiquiatra, y yo no tenía ninguna de las dos cosas. Tenía que decidir si quería una de ellas, o las dos. Lo único que sabía era que necesitaba algo, pero saber lo que necesitas no implica que sepas cómo conseguirlo. Había pasado mucho tiempo encerrada en mi cueva, y a pesar de cuánto anhelaba salir al exterior, sabía que la luz me haría daño en los ojos.
Era una tonta, pero lo bastante lista como para saber que era la artífice de mi propia debacle, y que era hora de dejar atrás el pasado. Había llegado la hora de que dejara de comportarme como si mis problemas no existieran.
Cuando llegué a casa después de pasarme por la tienda de decoración, descubrí que el coche de Dennis me había quitado mi plaza de aparcamiento habitual, pero el hecho de tener que dejar el coche al otro lado de la calle no empañó el entusiasmo que sentía por mi nuevo proyecto. Entré en casa cargada con botes de pintura, rodillos y bandejas, y cubrí el suelo del comedor con la lona protectora.
Empecé a pintar, pero aquella vez no iba a usar el color blanco. Para aquella habitación de la casa que me había dado tantos problemas, iba a usar un profundo tono azul.
Cuando di la primera pasada sobre el blanco de la pared, tuve que retroceder un paso y dejar a un lado el rodillo. Fui a la cocina, y me bebí un vaso de agua. Después de respirar hondo varias veces, me dije que estaba siendo ridícula, y regresé al comedor con el corazón acelerado.
La segunda pasada del rodillo me resultó más fácil, y la siguiente aún más. Al cabo de diez minutos, la habitación ya había cambiado. Pinté sin descanso durante una hora, y entonces retrocedí un poco y contemplé lo que había hecho.
Soy consciente de que soy una contradicción de clichés. Siempre he sabido que mi preferencia por el blanco y el negro crea una vida sobria y sin grises que la nublen. Mientras miraba mi pared azul, no decidí de pronto desprenderme de todo lo que me rodeaba, ni renunciar a las cosas que me reconfortaban. Mi pared azul era una elección que había hecho, la necesidad de dar un paso hacia el cambio, Aunque aún no había acabado de pintarla, al mirarla me dieron ganas de sonreír,
Al oír que llamaban a la puerta, fui a abrir. Tenía las manos y la mejilla manchadas de pintura.
—Hola, Gavin.
—Hola.
Parecía incluso más delgado que la última vez que lo había visto, aunque quizá era por la ropa negra que llevaba. Y quizá el color oscuro también era la razón de que pareciera más pálido.
—Te he traído algo —me dijo, mientras me ofrecía una bolsa de una librería.
Acepté la bolsa, y saqué una copla nueva de El principito.
—No hacía falta, Gavin,
—Claro que sí, la que me dejaste quedó hecha polvo por mi culpa.
Esperé a que me mirara a los ojos antes de contestar.
—No fue culpa tuya.
—Sí, sí que lo fue. La puse furiosa, tendría que haberle hecho caso y haber limpiado mi cuarto.
No hice ningún comentarlo. La señora Ossley tenía derecho a pedirle que Limpiara el cuarto, pero eso no justificaba que le hubiera lanzado los libros.
—He pensado que... a lo mejor...
Al verlo tan vacilante, decidí ahorrarle las explicaciones.
—Estoy pintando otra vez el comedor, me vendría bien que me echaras una mano.
Cuando me siguió hasta el comedor, me detuve delante de la pared azul y él la miró de arriba abajo con la cabeza ladeada, como un cachorrillo curioso; al cabo de un segundo, sonrió también y me dijo con aprobación:
—Me gusta.
—Sí, a mí también. Quiero pintar las demás del mismo color, y las molduras en dorado. Y también he comprado esto —le enseñé una plantilla con forma de estrella, y añadí—: Voy a pintar estrellas por toda la pared.
—Caray, seguro que queda genial. Qué locura.
—Bueno, es que a lo mejor estoy un poco loca... o quizá un poco menos loca. Supongo que ya lo veremos.
Su expresión reflejó una tristeza tan grande de repente, que mi sonrisa se esfumó, Él agachó la cabeza, se quitó la sudadera, y echó un poco de pintura en una de las bandejas. Lo observé en silencio, y al verlo agacharse encorvado. Me dije que era normal que una persona a la que le tiraban libros a la cabeza tuviera tendencia a ser esquiva.
Pusimos música, y empezamos a pintar; al cabo de un rato, empezamos a hacer un poco el tonto. Cuando usé un pincel a modo de micrófono para fingir que cantaba, los dos nos echamos a reír. Cada pasada del rodillo dejaba a su paso más pintura, y mi buen humor se acrecentaba.
Preparé sopa de tomate y unos bocadillos calientes de queso para cenar. Era comida que me reconfortaba, y que hacía mucho que no preparaba, Gavin devoró todo lo que tenía en el plato, y aunque se mostró comedido cuando le pregunté si quería más, me levanté y le prepare otro bocadillo. Tenía las muñecas tan delgadas, que daba la impresión de que podían romperse con una mirada.
—¿Es que tu madre no te da de comer? —se lo dije en tono de broma, pero la pregunta iba en serio. Estaba junto a la encimera, preparándole el bocadillo, y no me volví hacia él. Es más fácil hacer una confesión cuando no te observan.
—Está muy ocupada con Dennis, así que no le queda demasiado tiempo para cocinar... bueno, y también pasa muchas horas en el trabajo —añadió aquello como si admitir que su madre pasa ha mucho tiempo con su nuevo amante fuera algo de lo que había que sentirse avergonzado.
Pero no era Gavin el que debería sentirse avergonzado. Le puse delante el segundo bocadillo, y le eché en el plato la sopa que había quedado. Tomé un trago de mi lata de refresco mientras él comía, y al final le dije:
—Dennis está viviendo con vosotros, ¿verdad? —Al ver que asentía con la cabeza gacha, añadí—: ¿Te cae bien?
—No es un mal tipo —me dijo, sin levantar la cabeza.
Bebí otro trago. Lo que pasara en casa de los vecinos no era asunto mío. Un quinceañero era capaz de prepararse un bocadillo, no le hacía falta que su madre le cocinara tres veces al día; además, sabía que no les faltaba comida, porque veía sus cubos de basura llenos hasta los topes cada semana.
—¿Cómo estás? —se lo pregunté con voz suave, pero me di cuenta de que sus hombros se tensaban—. Apenas te he visto el pelo últimamente.
—He estado bastante ocupado, voy a clases de verano.
Empezó a desmenuzar lo que le quedaba de bocadillo. No quería presionarlo; al fin y al cabo, Gavin era mí vecino, un chico agradable, nada más, Pero a pesar de todo, las preguntas siguieron saliendo de mi boca.
—¿Has leído mucho últimamente?
—Sí.
Al menos, aquello le había sacado otra pequeña sonrisa.
—¿Qué has estado leyendo?
Empezó a enumerar una lista impresionante de novelas de ciencia-ficción y de fantasía. Algunos de los títulos me sonaban, y otros no los había oído en mi vida. Empezó a comer de nuevo, y cuando terminó, me ayudó a meter los platos en el lavavajillas, Entonces fuimos al comedor, pusimos música, y seguimos pintando.
Mi casa es bastante vieja, y aún no he instalado el aire acondicionado. El comedor no tiene ventanas, y pintar es un trabajo duro que requiere esfuerzo físico. Vi las marcas que Gavin tenía en la barriga cuando se levantó un poco la camiseta para secarse el sudor de la cara.
Cuatro, cinco, seis... seis líneas rectas, y la piel que las bordeaba estaba hinchada e Irritada. No eran arañazos de gato, a menos que el animal en cuestión tuviera dedos extra y muy buena puntería.
No pude seguir ignorándolo, porque había habido una época de mi vida en la que había necesitado que alguien me presionara hasta sacarme las respuestas que me daba miedo dar, y nadie lo había hecho, Aunque la princesa Armonía había sido capaz de derrotar al Caballero Negro por sí sola, yo había necesitado ayuda y nadie me la había dado.
—Ven aquí, Gavin.
Se giro a mirarme sin soltar el rodillo lleno de pintura que tenía en la mano. Supongo que vio algo en mi expresión que le puso nervioso, porque palideció un poco. Dejó el rodillo en la bandeja, y me preguntó:
—¿Qué pasa?
—Ven aquí.
Obedeció a regañadientes. Parecía cauto, sombrío. Se cruzó de brazos, y nos miramos en silencio durante unos segundos. Apagué la música, y quedamos sumidos en un silencio estridente.
—Levántate la camiseta, Gavin.
Al ver que negaba con la cabeza, le puse una mano en el brazo. Se me partió el corazón al ver que se tensaba. No se apartó, pero sentí la rigidez de sus músculos.
—Sólo quiero verlo, Gavin.
Volvió a negar con la cabeza, así que estábamos en un punto muerto. Él no pensaba ceder, y yo no podía obligarlo a que lo hiciera. No volví a pedírselo, pero tampoco le solté el brazo. Se lo sujetaba con suavidad, así que podría haberse apartado si quisiera, pero no lo hizo; al cabo de un largo momento, se levantó la camiseta para mostrarme los cortes.
Mantuve el rostro inexpresivo, y le dije:
—No tienen buena pinta.
—No son muy profundos —le temblaba un poco la voz. Noté que su brazo se tensaba hasta que estuvo duro como una roca.
—¿Te has puesto algo?, podrían infectarse.
—No...
Posé la palma de la mano sobre los cortes durante un segundo, y comenté:
—Tienes la piel bastante caliente, no es una buena señal. ¿Qué usaste?
—Un trozo de vidrio,
Le di un ligero apretón en el brazo, y le dije: —Vamos arriba, te pondré algo para desinfectarlos, Fui hacia la escalera sin esperarlo. Estaba casi convencida de que no vendría, creía que iba a marcharse a toda prisa, pero me siguió hasta el cuarto de baño y se sentó obedientemente sobre el inodoro mientras yo sacaba del armario de las medicinas, pomada antiséptica, agua oxigenada, y gasas.
—Quítate la camiseta, así será más fácil.
Me la dio después de quitársela, y la dejé sobre el lavabo. Tenía el pecho, el estómago, y la parte superior de los brazos llenos de finas líneas blanquecinas, pero los únicos cortes recientes eran los de la barriga. Se los limpié con cuidado, y no se apartó cuando le apliqué el agua oxigenada a pesar de que soltó una pequeña exclamación de dolor. Después de aplicar la pomada, cubrí los cortes con las vendas, pero no estaba en mis manos hacer que desaparecieran.
Me senté en el borde de la bañera, delante de él, y le dije:
—¿Quieres que hablemos del tema?
Negó con la cabeza, pero no se levantó ni volvió a ponerse la camiseta. Cerré la botella y el bote, tiré los envoltorios de las vendas y me lavé las manos, pero él siguió donde estaba. Al ver que le temblaban los hombros, supuse que estaba intentando contener el llanto.
No sabía qué hacer, no tenía ni Idea de cómo ser una confidente. No sabía cómo conseguir que el dolor ele alguien pareciera soportable. En cuanto veía llorar a alguien, me daban ganas de salir huyendo. Le puse una mano en el hombro, y alcancé a decir:
—Gavin...
Se echó a llorar desconsoladamente, como un niñito, y lo rodeé con los brazos. Sentí la calidez de su rostro contra mi cuello. Estaba tan delgado, que los huesos de sus omóplatos se me clavaban en las manos, pero no lo solté.
—Mi madre no me toca nunca —susurró, con una voz que reflejaba vergüenza y odio hacia sí mismo—. Nunca me abraza ni me dice que me quiere, pero a él no puede quitarle las manos de encima.
Le froté la espalda para intentar calmarlo, y noté los bultos de su columna vertebral,
—¿Por qué te haces cortes?
Se apartó para sentarse bien, y se secó las lágrimas antes de decir:
—Porque al menos siento algo.
—¿Se lo has dicho a tu madre?
Vaciló por un segundo, y negó con la cabeza.
—Lo intenté, pero no me hizo caso.
Le di la camiseta, y empezó a ponérsela. Cuando le di un pañuelo de papel, se sonó la nariz y se secó los ojos antes de tirarlo a la basura.
—Dices que tu madre no te abraza... ¿por qué crees que no lo hace?
—Porque me odia, no lo sé.
No se me ocurrió ninguna respuesta adecuada, no era la persona ideal para aconsejarle a alguien sobre cómo arreglar las cosas con su madre. Humedecí una toalla de mano con el agua del grifo, y se la di.
—Ten, límpiate la cara.
Me miró con una tímida sonrisa, pero obedeció. Después de limpiarse, dobló la toalla y la colocó en su sitio.
—¿Vas a decírselo a mi madre?
—¿Quieres que lo haga?
—No —me dijo, tras vacilar por un momento.
—Estoy preocupada por ti, Gavin. No quiero que vuelvas a hacerte daño, ¿vale? Hay mejores maneras de lidiar con el estrés y la ansiedad —bajé un poco la cabeza para intentar mirarlo a los ojos, y de repente me sentí muy mayor... además de inútil, porque estaba diciéndole cómo arreglar su vida a pesar de que me resultaba imposible encauzar la mía.
—Sí, ya lo sé... alcohol, hierba... no, gracias. Mi padre fumaba hierba a todas horas, pero no quiero ser un drogata. Estoy intentando sentir algo, no quiero anestesiarme.
Era una observación muy astuta para un quinceañero.
—Pero tampoco es bueno que te hagas cortes.
Se encogió de hombros, y fijó la mirada en el suelo.
—¿Vas a decírselo a mi madre, o no?
—¿Qué crees que hará si se lo digo? —el borde de la bañera se me clavaba en el trasero, pero no me levanté.
—No lo sé... nada, o ponerse a gritar.
—A lo mejor no grita, puede que intente buscarte ayuda.
Alzó la cabeza, y me miró con expresión sombría. —Crees que estoy chalado, ¿verdad?
Hice un gesto de negación con la cabeza, y le agarré la mano.
—No, Gavin. De verdad que no. Sé que a veces es más fácil hacer cosas que sabes que no están bien, porque te distraen de las que duelen.
Bajó la mirada hasta su mano, que seguía cubierta por la mía, y me dijo:
—Va a casarse con él, y entonces sólo me prestará atención cuando tenga que gritarme.
—Estoy segura de que tu madre te quiere, a pesar de su comportamiento.
Soltó una carcajada seca, y apartó su mano de la mía.
—No todas las madres quieren a sus hijos, es una realidad de la vida. Todo el mundo quiere creer que sí, pero no es verdad.
Yo sabía de primera mano que tenía razón, pero admitirlo en voz alta era demasiado deprimente. Yo era la adulta, la que tenía que decirlas palabras mágicas que le hicieran sentir mejor, pero no se me ocurrió nada.
—Será mejor que me vaya, se cabreará de lo lindo si no ordeno el comedor antes de que llegue.
—Sabes que puedes venir a hablar conmigo siempre que lo necesites, ¿verdad? Sobre lo que sea.
—Vale —me dijo, con la cabeza gacha.
Le puse una mano en el hombro, y repetí:
—Sobre lo que sea,
—Gracias —se puso de pie, y se fue.
Me quedé allí sentada. Tenía la esperanza de haber hecho lo suficiente, pero sabía que no era así.
# TeamBullshit
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
pobresito gavin enserio :(
llore
con la historia
dale
siguela
y joe??
llore
con la historia
dale
siguela
y joe??
andreita
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
QUE MALA MADRE ES SU MAMÁ¡¡¡
Y JOE DONDE ESTAS??
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Y JOE DONDE ESTAS??
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berenice_89
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
CAPITULO 19
Trabajé duro en el comedor, y lo acabé en un par de días. Las molduras doradas brillaban en contraste con las paredes azules, que estaban decoradas con estrellas también doradas. A lo largo de la parte superior, justo debajo de la moldura, dibujé una frase de El principito: la gente tiene estrellas que no son las mismas.
Me gustaba cómo quedaba. Llamativo, atrevido. El blanco absoluto que había planeado en un principio no habría combinado tan bien con los muebles. Mi habitación más odiada de la casa se había convertido en la preferida.
Aquella habitación azul me dio valor para llamar a Joe, e invitarlo a que viniera con Marcy, Wayne y conmigo a la Feria Anual de Arte del Susquehanna. Era mi forma de disculparme por no haberlo invitado a que viniera a conocer a mi madre. Ninguno de los dos mencionó los días que llevábamos sin hablar. No sabía si aceptaría mi invitación, pero a él pareció gustarle la idea de conocer a mis amigos.
Quedamos en encontrarnos junto a la estatua a escala real del lector de periódico sentado en un banco, pero como el autobús se retrasó y llegué tarde, Los vi antes de que ellos me vieran a mí. Marcy y Wayne estaban tomados de las manos, charlando con una familiaridad que me dio envidia.
—¡__________! —Joe me saludó con la mano, y vino con paso rápido hacía mí—. Estábamos preguntándonos dónde estarías.
No estaba segura de si me abrazaría, pero lo hizo.
—El autobús se ha retrasado por culpa del tráfico. Ya veo que las presentaciones ya están hechas.
Él me rodeó la cintura con el brazo, y me dijo:
—Sí, vi una rubia despampanante y me arriesgué a preguntarle si era Marcy.
Ella se reclinó contra Wayne, y comentó:
—Ha intentado convencerme de que tú me habías descrito así, ___________, pero no lo he creído.
No, no había dicho en ningún momento que Marcy fuera despampanante. Sí, era rubia, y también alegre, y no me extrañó ver que llevaba unos zapatos de tacón y una camiseta sin mangas. En comparación con su aspecto informal, me sentía demasiado arreglada y un poco desaliñada a la vez, porque no me había cambiado de ropa por miedo a llegar tarde.
—Hola, _____________. Me alegro de verte —me dijo Wayne, antes de darme un beso en la mejilla.
—Hola.
Joe me tomó la mano, y me dio un pequeño apretón antes de entrelazar sus dedos con los míos. La acción hizo que lo mirara, pero por una vez no parecía estar leyéndome la mente. No me aparté, aunque aquel gesto tan posesivo me puso un poco nerviosa.
—¿Vamos a comer primero?
Tardé un momento en darme cuenta de que Joe estaba preguntándomelo a mí. Marcy y Wayne estaban mirándome, esperando a que respondiera, como si fuera yo la que debía decidir lo que había que hacer, como si fuera yo la que estaba al mando.
—Vale.
—Genial, estoy hambriento —Joe me dio otro apretón en la mano.
Aquel hombre había chupado nata montada de mis pezones, no hacía falta que un psicólogo me dijera que el hecho de que me agarrara la mano en público no debería incomodarme. Marcy y Wayne estaban tomados de la mano, al igual que muchas otras parejas que paseaban por allí.
Pero eran parejas, novios, amantes. Lo que había entre Joe y yo era diferente. Teníamos un hábito, un ritual, un pasatiempo. No éramos una pareja, ni hablar. No teníamos nada que ver con Marcy y Wayne, ni con el chico con rastas y la chica con una camiseta de los Ramones. No éramos una pareja... ¿verdad?
—¿Estás bien, ______________? —me preguntó Joe.
—Sí —le dije, a pesar de que no era verdad.
Empecé a contar a la gente que nos rodeaba, y dividí el resultado entre dos. Parejas... dos por dos, como algo sacado del arca de Noé...
—Estás pálida, _____________ ,¿Quieres sentarte?
—No, estoy bien, Vamos a por algo de beber, ¿vale?
Joe me condujo entre el gentío mientras Wayne y Marcy nos seguían. Ella estaba incluso más parlanchina que en la oficina, y su parloteo incesante me evitó la molestia de tener que hablar. Acepté agradecida la limonada que Joe me compró, y bebí un sorbo mientras él me apartaba el pelo de los hombros y me miraba con cierta preocupación. No había tenido más remedio que soltarme al comprarme la bebida, y yo estaba aferrando la lata con las dos manos a propósito, para que no volviera a agarrarme.
Sabía que era una tonta, una necia. Sabía que mi reacción no era racional, pero el corazón tiene razones que la razón desconoce. Lo había dicho Blaise Pascal, y siempre me había parecido una frase muy acertada.
Había sido yo la que lo había invitado a que viniera, pero además, lo cierto era que quería estar allí con las manos entrelazadas con las suyas, como una pareja. A pesar de que mi pánico era infundado, dejé que me invadiera porque no sabía cómo detenerlo.
—¡Mirad, carillones! ¡Vamos a verlos! —exclamó Marcy.
Wayne y ella fueron hacia un puesto en el que unos carillones hechos a partir de utensilios de cocina tintineaban bajo la brisa procedente del río. Joe se quedó conmigo. Permaneció cerca, sin tocarme, excepto cuando la marea de gente nos acercaba más. Me puso una mano en el codo para ayudarme a pasar por encima de una voluminosa raíz que sobresalía del suelo, pero me soltó de inmediato.
Marcy se acercó con un carillón mientras Wayne se metía en broma con ella por haberlo comprado. Cuando ella me pidió mí opinión, fui sincera y le dije que me gustaba, pero Joe se puso de parte de Wayne, que decía que era horrible. Los tres se echaron a reír. Yo tardé unos segundos, pero finalmente empecé a reír también.
Cuando mi mirada se cruzó con la de Joe, vi en sus ojos una pregunta muda, pero como no era un buen momento para hablar del tema, fingí que no me había dado cuenta.
Después de comer, recorrimos los puestos sin prisa. Jugamos a meter peniques dentro de vasos de cristal para ganar baratijas, y participamos en varias tómbolas.
Permanecí bastante callada, pero eso era algo normal en mí; además, Marcy no dejó de parlotear con entusiasmo. Joe y Wayne parecían llevarse muy bien, porque se quedaron charlando sobre deporte y sobre otros temas típicos de los hombres mientras Marcy me arrastraba hasta uno de los puestos donde vendían unas figuritas de payasos de cristal horribles.
—Éste de aquí es una mezcla de Bozo y Ronald McDonald, pero criado en un vertedero de residuos tóxicos —me dijo, mientras me indicaba una figurita de lo más triste. Lo más sorprendente era que costaba veintisiete dólares—. Madre mía, ¿qué harías con algo así?
—Se lo regalaría a mi madre.
—¿Le gustan los payasos de cristal?
—No, seguro que le parecería horrible —esbocé la primera sonrisa sincera de la tarde.
—Joder, recuérdame que no te cabree. No sabía que podías llegar a ser tan malvada.
—Puedo ser terrible —intenté decirlo en tono de broma, pero estaba mirando a Joe al responder y las palabras carecieron de inflexión alguna.
Marcy se quedó perpleja. Miró hacia los hombres, y entonces se volvió de nuevo hacia mí y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Parece un buen tipo.
—Lo es.
Volví a mirarlos de nuevo. Wayne estaba hablando y gesticulando, y Dan estaba riéndose.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Nada.
Mi sonrisa debió de convencerla, porque entrelazó el brazo con el mío y soltó una risita. —Míralos, vaya par.
Joe se echó a reír de nuevo, y se giró hacia mí. Su sonrisa se ensanchó, y me hizo un gesto de saludo, que le devolví. Se me aceleró el corazón al ver que se humedecía los labios.
—Te gusta mucho, salta a la vista —me dijo Marcy.
—Sí, me gusta.
Marcy era una persona muy expresiva. Me rodeó con un brazo, y apoyó la barbilla en mi hombro.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No hay ningún problema, Marcy.
No insistió en el tema. Wayne la distrajo al señalar hacia otro de los puestos. Joe nos indicó con un gesto que nos acercáramos, y fuimos a comer. Marcy habló sin parar, y yo me dedique a comerme mi bocadillo sin decir casi nada.
Me encanta la feria de arte, Me gustan los puestos de venta, los artistas, la atmósfera especial, incluso la comida.
Aquel año, había una orquesta junto al río, sobre un escenario flotante. Nos sentamos en los escalones que bajaban hasta la orilla, y merendamos mientras disfrutábamos de la música. La orquesta era bastante buena, y estaba tocando una selección de temas clásicos que gustaban a casi todo el mundo y no ofendían a nadie. Marcy y Wayne estaban sentados muy Juntitos, y compartían las patatas fritas y un batido. Joe y yo estábamos un poco más apartados el uno del otro, y no compartimos nada.
Aquella vez, cuando me acompañó hasta la puerta de mi casa, no me costó meter la llave en el cerrojo ni me puse a hablar de naderías. Después de abrir, entré y me aparté un poco para dejarlo pasar, Cuando cerré la puerta, me siguió por el largo pasillo hasta la cocina.
Se paró al ver el comedor, y dijo:
—Madre mía.
—Está recién terminado —le dije con cierta timidez, mientras entrabamos en aquella habitación de configuración tan extraña.
—El principito —dijo, al leer lo que ponía en la pared.
—Has reconocido la frase —le dije, sonriente.
Me miró por encima del hombro, y me dijo:
—Me dijiste que debería leerlo, así que te hice caso.
Volví a ponerme nerviosa, así que me apresuré a salir de allí y fui a la cocina. Llené la tetera de agua, y la puse a calentar. Al cabo de un momento. Joe apareció en la puerta.
—Esto también me gusta —dijo, mientras recorría con la mirada mi existencia en blanco y negro.
—Gracias.
—Qué foto tan bonita.
Se trataba de una foto en blanco y negro que estaba colgada en la pared, junto a la puerta trasera, En ella aparecía una muchacha con la cara medio oculta por una larga melena de pelo negro, Estaba sentada en un muro bajo que rodeaba un estanque, y tenía los brazos alrededor de las rodillas. La superficie del agua estaba surcada por pequeñas ondas. La Imagen me recordó todas las razones por las que jamás lo había invitado a mi casa, por qué había intentado mantener las distancias con él.
Esperé a que volviera a mirar la foto, a que la observara con más detenimiento. Esperé a que la viera de verdad, al final, me miró de nuevo por encima del hombro y me preguntó:
—¿De dónde la has sacado?
—La hizo mi hermano.
La tetera empezó a pitar, así que me centré en preparar el té... Earl Grey, mí preferido. Dejé que el aromático vapor me bañara la cara antes de tapar la tetera para dejar que reposara un poco antes de servirlo.
—Eres tú.
—Sí.
—¿Cuántos años tenías? —se metió las manos en los bolsillos, y se acercó un poco más para verla de cerca.
—Quince.
Coloqué sobre la mesa dos tazas, el azucarero, y un cartón de leche. Saqué de uno de los armarios un paquete de galletas de chocolate, a pesar de que me ardía un poco el estómago por culpa de los rábanos picantes que me había comido con el bocadillo de ternera. Para que me cupiera todo sobre la mesa, tuve que quitar el jarrón con los tallos de bambú y fui a ponerlo sobre la encimera.
—¿En qué estabas pensando cuando la hizo? —me dijo, al cabo de unos segundos.
La pregunta me sobresaltó tanto, que dejé caer el jarrón. Como era de plástico, no se rompió, pero el bambú, el agua y las piedrecitas se esparcieron por el suelo.
—¡Mierda!
Me enfadé al ver que Joe se acercaba para ayudarme. Fue una reacción irracional, incluso pueril, pero le indiqué con un gesto que se apartara mientras yo agarraba un paño de cocina y me agachaba para secar el agua.
—Sobrevivirá, __________. El bambú es resistente.
—Fue un regalo —seguí secando el agua mientras él recogía el bambú y lo colocaba sobre la mesa—. ¡Las raíces se han roto!
—Se recuperarán —me dijo, mientras empezaba a recoger las piedrecitas.
Solté un sonido bastante grosero, y me puse de pie para escurrir el paño. Tuve que darle la espalda para evitar decirle algo ofensivo que sin duda no se merecía. ¿El hecho de saber que estás a punto de comportarte como una arpía hace que sea más fácil, más justificable? En aquel entonces, al igual que ahora, pensaba que no, pero como en tantas otras ocasiones a lo largo de mi vida, fui incapaz de contenerme.
Fui tensándome al oír el tintineo de las piedrecitas al caer en el jarrón, y al final me volví hacia él y exclamé:
—¡Si lo rompes, se saldrá el agua!
—No voy a romperlo —me dijo, muy serio.
Recorrí con la mirada las piedras que había en el jarrón, las que tenía en la mano, y las que quedaban en el suelo.
—Te has dejado tres.
—¿Dónde? —dijo, mientras miraba a su alrededor.
—No sé dónde —le espeté, cada vez más Irritada—. ¡Sólo sé que había doscientas ochenta y siete, y que ahora sólo hay doscientas ochenta y cuatro.
Empecé a sonrojarme al ver que se quedaba mirándome en silencio, así que me volví de nuevo hacía el fregadero. Oí cómo se movía por la cocina, y que por fin metía las tres piedras que faltaban en el jarrón.
—___________... —se acercó a mí por la espalda, pero no me tocó.
—Estaba contando... cuando me tomaron la foto, estaba contando los peces del estanque.
Posó las manos sobre mis hombros suavemente. No me aparté, pero tampoco me relajé. Suspiró y se apartó.
—¿Cuántos había?
—Cincuenta y seis.
—Gírate, __________.
Lo hice, aunque a regañadientes. Quería pelearme con él; de hecho, quería enfurecerlo hasta conseguir que se alejara de mí por voluntad propia, porque así me evitaría la molestia de tener que alejarlo yo misma.
—¿He hecho algo que te haya molestado?
Sí, lograr gustarme, pero no podía decirle algo así.
—No.
—¿Qué pasa? —se pasó una mano por el pelo, y añadió—: Tengo la impresión de que estás enfadada conmigo.
—No lo estoy —le dije, mientras me cruzaba de brazos.
—Entonces, ¿qué pasa?
—¡No pasa nada!
Nos miramos ceñudos. Cuando el teléfono empezó a sonar, él se volvió a mirarlo y yo me quedé donde estaba, pero al final agarré el auricular y le di al botón del altavoz.
—¿Diga?
—Hola, cielo.
—Hola —dije, mientras le daba la espalda a Joe.
—¿Te pillo en mal momento? —me preguntó Chad.
—Sí. ¿Puedo llamarte luego?
—Claro. ¿Estás bien, cariño?
—Te llamo luego —era inútil intentar mentirle, Chad se había dado cuenta de que me pasaba algo.
—Vale, Hasta luego, cocodrilo.
Cuando colgué, me volví de nuevo hacia Joe, que se había llevado las manos a las caderas, Lo miré a los ojos sin inmutarme, pero cuando él bajó la mirada hacia el teléfono antes de volver a centrarse en mí, no pude contenerme. Esbocé una sonrisa maliciosa, y le pregunté:
—¿Qué pasa?
—¿Quieres que me vaya?
No, no quería que se fuera, pero asentí y le dije:
—Sí, me parece que será lo mejor.
Se quedó mirándome durante unos segundos, hasta que al final soltó una exclamación ahogada y alzó las manos.
—A la mierda. Vale, está bien, me largo.
No debió de llegar demasiado lejos... como mucho hasta el quiosco de la esquina, porque tardó menos de diez minutos en regresar. Ni siquiera me había dado tiempo a acabar de limpiar el suelo de la cocina. Al oír que aporreaban la puerta principal estuve a punto de no contestar, pero como no quería causar una escenita delante de los vecinos, abrí de golpe.
—Lo siento —me dijo, mientras me ofrecía un ramo de rosas rojas.
SI mi expresión reflejó la mitad del horror que sentía, Joe supo sin lugar a dudas cuál fue mi reacción. Hice una mueca, y retrocedí un poco. Cuando mí hermano había muerto, había habido rosas en todas partes... a su alrededor, en el funeral, en su tumba... las odio.
—¿_________?
Me tapé la boca con la mano para evitar olerlas, y dije: —Quítalas de mi vista.
Después de vacilar por un instante, las tiró en el cubo de basura que había junto a mi porche. Entonces entró en casa y cerró la puerta a su espalda, pero alargué una mano para evitar que se me acercara más.
—¡Cómo es posible que no te gusten las rosas?
Parecía tan perplejo, que me habría echado a reír sí no hubiera estado tan consternada.
—Me dan alergia —le dije, a pesar de que no era cierto—. ¡Te he dicho que te vayas!
—No pienso irme hasta que me digas qué te pasa.
Me volví y eché a andar hacia la sala de estar, pero él me agarró del codo y me obligó a que lo mirara.
—Suéltame, Joe,
—¿Hay alguien más? —me dijo, sin soltarme.
—¿Por qué es lo primero que preguntáis los hombres? —le espeté, mientras me zafaba de su mano de un tirón.
—Contéstame.
—Que te jodan, Joe —me dolían el cuello y la cabeza. No quería tener aquella conversación, pero había empezado y no sabía cómo pararla.
—Sí eso es lo que quieres... —me dijo, mientras empezaba a desabrocharse la camisa.
—Qué gracioso. Lárgate.
Retrocedí un poco, pero él avanzó hacía mí con la camisa abierta. Jamás lo había visto mirar así, como si en sus ojos estuviera desatándose una tempestad. Estaban oscurecidos, y el brillante azul verdoso de siempre había dado paso al color de un lago antes de una tormenta. Al ver su expresión tensa y decidida, me costó creer que lo había visto sonreír alguna vez.
—No me digas que no es lo que quieres.
Abrí la boca para decírselo, pero las palabras se negaron a salir. Alcancé a balbucear algo negativo, pero él se limitó a curvar la boca en una mueca demasiado escalofriante como para ser una sonrisa.
Al ver que se quitaba la camisa y que empezaba a desabrocharse el cinturón, retrocedí otro paso, El corazón me martilleaba en el pecho y no podía apartar la mirada de su rostro, de su furia, de su determinación.
—Dímelo, _________.
Tuve que respirar hondo varias veces antes de poder contestar.
—Te lo dije desde el principio, Joe.
—Sí, no tienes relaciones —me miró de arriba abajo antes de añadir—: Dejas que te folle, pero no quieres tener una cita conmigo. No Importa cómo lo llamemos, Joe.
—¡A mí sí que me importa! —las lágrimas habrían aliviado un poco el nudo que me obstruía la garganta, pero ni siquiera en aquel momento fui capaz de hacer que brotaran—, No puedo, Joe, No... no quiero... —sacudí la cabeza, y volví a respirar hondo—. No quiero tener novio.
—¿Por qué no? —Se abrochó el cinturón con movimientos secos, y empezó a ponerse la camisa—. ¿Soy lo bastante bueno para hacer que te corras, pero no para ser tu novio? ¿Es eso?, ¿te avergüenzas de mí? ¿Estás casada?
—No, no estoy casada.
—Entonces, ¿qué pasa? —me dijo con voz más suave. Acabó de abrocharse la camisa, y echó a andar hacia mí—. Creía que habíamos superado todo esto.
Permití que me tocara por un momento antes de apartarme. Me senté en el sofá, y me abracé a un cojín para crear cierta distancia entre los dos. Se sentó sin esperar a que lo invitara a hacerlo.
—Creía que te gustaba hablar conmigo —era un comentarlo bastante banal, pero fue lo único que se me ocurrió.
—Claro que sí, pero también me gusta estar contigo sin más. ¿A ti no?, ¿no te gusta que pasemos el rato juntos?
Parecía tan vulnerable, que en ese momento me odié a mí misma... y también a él. Empecé a juguetear con los flecos del cojín mientras intentaba encontrar palabras amables que no fueran hirientes, para poder explicarme.
—No quiero tener novio, Joe. No quiero ese compromiso. Un novio implica flores, agarrarse de la mano, y comprar regalos y postales en días señalados. Un novio es una inversión emocional que no quiero aceptar... ni esperar.
Al oír que hacía un pequeño ruido de asentimiento, tuve ganas de darle una bofetada por comprenderme a pesar de que no estaba siendo demasiado clara.
—No quieres llegar a dar por sentado que yo quiera estar contigo, hacer cosas contigo que no estén relacionadas con el sexo, ¿no?
—No es que nunca haya tenido novio... lo tuve, una vez.
—Y te hizo daño.
—No fue algo tan simple.
—Nunca lo es —se pasó la mano por el pelo, y suspiró antes de añadir—: ¿El resto de hombres del mundo tenemos que pagar por sus pecados?
—Sí, algo así —le di la razón, a pesar de que no había acertado.
—________... —por una vez, parecía haberse quedado sin palabras—. Llevamos cuatro meses juntos, y siento que sigo sin saber casi nada sobre ti.
—Sabes un montón de cosas sobre mí.
—Sí, cómo hacer que te corras.
—Eso ya es algo, Joe.
—No lo suficiente —me dijo, ceñudo.
—Tiene que serlo.
—¿Por qué?
—¡Porque es todo lo que tengo!
—No me lo creo.
—Créetelo, Joe. Apenas tengo suficiente _________ para mí misma, no me queda para nadie más.
—¿Por culpa de tu ex?
—No, no es por él —se lo dije con más amabilidad de la que me creía capaz.
Se quedó mirándome. Parecía completamente perdido.
—¿Te hizo daño físicamente?
—No, ¿por qué lo preguntas?
Él alargó la mano hacia mí, y yo me aparté un poco. —Por eso.
—No, nunca me pegó.
—Pero alguien lo hizo.
—Mi madre, pero hace mucho que no me pone la mano encima.
Era obvio que creía que mí admisión era reveladora, pero lo cierto era que el hecho de que mi madre me pegara era la pieza más pequeña del jodido rompecabezas de mí vida. Su expresión se suavizó, como si acabara de entenderlo todo.
—No quiero que te compadezcas de mí —le dije con sequedad.
—No lo hago.
—Dejó de pegarme cuando fui lo bastante mayor como para defenderme —sentí un placer perverso al revelar aquella verdad.
Secretos de salón... la clase de cosas que la gente les cuenta a perfectos desconocidos mientras están tomando una copa, porque así parecen más abiertos. Siempre me he preguntado qué clase de secretos horribles oculta una persona capaz de contarle a un desconocido que su madre le pegaba o que su padre bebía demasiado. Espere a que me contara algo sobre su traumática infancia, porque es lo que suele hacerse en esos casos... hablar de las cosas malas que te han pasado para que la otra persona se sienta mejor. Te cuento lo mío si tú me cuentas lo tuyo.
—No me compadezco de ti, siento lo que te pasó.
—Pasan cosas malas todos los días, a todas lloras, a mucha gente. Nunca llegó a perseguirme por la casa con un cuchillo de cocina, ni nada así.
—Pero te has apartado cuando he intentado tocarte.
—Estabas enfadado, y eres más corpulento que yo. Hay cosas que se han convertido en un hábito.
—¿Qué hizo tu novio?, ¿te puso los cuernos?
—No.
A medida que íbamos hablando, la necesidad que había sentido de que se marchara iba desvaneciéndose. Joe estaba calmándome, como siempre. No sé si lo hacía deliberadamente, pero yo sabía lo que estaba pasando. Igual que con tantas otras cosas que habíamos hecho, se lo permití.
No quería darle explicaciones ni revivir el pasado, ni revelar a qué se debía mi forma de ser. A pesar de que le había pedido que se marchara, no quería que lo hiciera.
—Éramos jóvenes, yo tenía diecinueve y él veinte. Nos conocimos en la universidad. Se llamaba Matthew.
Se llamaba Matthew, y la primera vez que me había besado, me había quedado sin aliento.
—¿Estabas enamorada de él?
—Creía que sí, y que él sentía lo mismo. Pero el amor no es más que una palabra.
—También es un sentimiento.
—¿Alguna vez has estado enamorado? Él tardó unos segundos en responder.
—¿Qué pasó, ___________?
—Que creyó que le había puesto los cuernos. No era verdad, habría sido incapaz de hacer algo así. Pero él insistió, porque había encontrado unas cartas y creía que eran de mi supuesto amante. Me llamó mentirosa, y muchas cosas más... ramera, por ejemplo, aunque lo que más me dolió fue Lo de mentirosa. Tendría que haberte mentido y haberte dicho lo que quería oír, pero le dije la verdad.
—¿No te creyó?
—Sí, sí que me creyó.
—Pero, si no estabas poniéndole Los cuernos...
—Fue hace mucho tiempo, éramos muy jóvenes.
—Y no vas a decirme nada más —me dijo, ceñudo.
—Exacto.
—Y quieres que me vaya.
Lo miré a los ojos, y admití: —No, no quiero que te vayas.
Mi respuesta debió de darle ánimos, porque se me acercó un poco más y me puso la mano en el hombro.
—¿Qué es lo que quieres, _________?
—Que no tengas que conformarte.
—¿Crees que estoy haciéndolo?
—Sé que es lo que harás, porque sí quieres algo más de mí, no vas a conseguirlo.
Él permaneció en silencio durante un largo momento, al final me dijo:
—Cuando leí El principito, creí que tú eras la rosa... con tus espinas, convenciéndome de que puedes defenderte sola. Ahora sé que no soportas las rosas, así que debes de ser el zorro. Quizá realmente quieres que te domestique.
Si otro hombre me hubiera dicho algo así, me habría echado a reír. Aunque lo cierto era que muchos hombres no habrían leído el clásico de Saint-Exupéry, ni se habrían molestado en intentar entenderlo.
Tomé su mano entre las mías, y le dije:
—El zorro le dice al principito que es un zorro entre otros cien mil zorros, al igual que la rosa sólo era una flor entre otras cien mil flores.
Me apartó un mechón de pelo de la cara y me dijo:
—Pero el zorro le pidió al principito que lo domesticara, porque así serían únicos en el mundo el uno para el otro. Y el principito lo hizo,
—Sí, pero entonces el principito se fue, y dejó al zorro —miré mis manos, que seguían sujetando la suya.
—¿Te pondrías triste si te dejara?
Al principio no supe qué contestar, pero al final la respuesta salió de mis labios en un susurro trémulo.
—Sí.
Me dio un apretón en la mano, y me dijo: —Entonces, no lo haré
Trabajé duro en el comedor, y lo acabé en un par de días. Las molduras doradas brillaban en contraste con las paredes azules, que estaban decoradas con estrellas también doradas. A lo largo de la parte superior, justo debajo de la moldura, dibujé una frase de El principito: la gente tiene estrellas que no son las mismas.
Me gustaba cómo quedaba. Llamativo, atrevido. El blanco absoluto que había planeado en un principio no habría combinado tan bien con los muebles. Mi habitación más odiada de la casa se había convertido en la preferida.
Aquella habitación azul me dio valor para llamar a Joe, e invitarlo a que viniera con Marcy, Wayne y conmigo a la Feria Anual de Arte del Susquehanna. Era mi forma de disculparme por no haberlo invitado a que viniera a conocer a mi madre. Ninguno de los dos mencionó los días que llevábamos sin hablar. No sabía si aceptaría mi invitación, pero a él pareció gustarle la idea de conocer a mis amigos.
Quedamos en encontrarnos junto a la estatua a escala real del lector de periódico sentado en un banco, pero como el autobús se retrasó y llegué tarde, Los vi antes de que ellos me vieran a mí. Marcy y Wayne estaban tomados de las manos, charlando con una familiaridad que me dio envidia.
—¡__________! —Joe me saludó con la mano, y vino con paso rápido hacía mí—. Estábamos preguntándonos dónde estarías.
No estaba segura de si me abrazaría, pero lo hizo.
—El autobús se ha retrasado por culpa del tráfico. Ya veo que las presentaciones ya están hechas.
Él me rodeó la cintura con el brazo, y me dijo:
—Sí, vi una rubia despampanante y me arriesgué a preguntarle si era Marcy.
Ella se reclinó contra Wayne, y comentó:
—Ha intentado convencerme de que tú me habías descrito así, ___________, pero no lo he creído.
No, no había dicho en ningún momento que Marcy fuera despampanante. Sí, era rubia, y también alegre, y no me extrañó ver que llevaba unos zapatos de tacón y una camiseta sin mangas. En comparación con su aspecto informal, me sentía demasiado arreglada y un poco desaliñada a la vez, porque no me había cambiado de ropa por miedo a llegar tarde.
—Hola, _____________. Me alegro de verte —me dijo Wayne, antes de darme un beso en la mejilla.
—Hola.
Joe me tomó la mano, y me dio un pequeño apretón antes de entrelazar sus dedos con los míos. La acción hizo que lo mirara, pero por una vez no parecía estar leyéndome la mente. No me aparté, aunque aquel gesto tan posesivo me puso un poco nerviosa.
—¿Vamos a comer primero?
Tardé un momento en darme cuenta de que Joe estaba preguntándomelo a mí. Marcy y Wayne estaban mirándome, esperando a que respondiera, como si fuera yo la que debía decidir lo que había que hacer, como si fuera yo la que estaba al mando.
—Vale.
—Genial, estoy hambriento —Joe me dio otro apretón en la mano.
Aquel hombre había chupado nata montada de mis pezones, no hacía falta que un psicólogo me dijera que el hecho de que me agarrara la mano en público no debería incomodarme. Marcy y Wayne estaban tomados de la mano, al igual que muchas otras parejas que paseaban por allí.
Pero eran parejas, novios, amantes. Lo que había entre Joe y yo era diferente. Teníamos un hábito, un ritual, un pasatiempo. No éramos una pareja, ni hablar. No teníamos nada que ver con Marcy y Wayne, ni con el chico con rastas y la chica con una camiseta de los Ramones. No éramos una pareja... ¿verdad?
—¿Estás bien, ______________? —me preguntó Joe.
—Sí —le dije, a pesar de que no era verdad.
Empecé a contar a la gente que nos rodeaba, y dividí el resultado entre dos. Parejas... dos por dos, como algo sacado del arca de Noé...
—Estás pálida, _____________ ,¿Quieres sentarte?
—No, estoy bien, Vamos a por algo de beber, ¿vale?
Joe me condujo entre el gentío mientras Wayne y Marcy nos seguían. Ella estaba incluso más parlanchina que en la oficina, y su parloteo incesante me evitó la molestia de tener que hablar. Acepté agradecida la limonada que Joe me compró, y bebí un sorbo mientras él me apartaba el pelo de los hombros y me miraba con cierta preocupación. No había tenido más remedio que soltarme al comprarme la bebida, y yo estaba aferrando la lata con las dos manos a propósito, para que no volviera a agarrarme.
Sabía que era una tonta, una necia. Sabía que mi reacción no era racional, pero el corazón tiene razones que la razón desconoce. Lo había dicho Blaise Pascal, y siempre me había parecido una frase muy acertada.
Había sido yo la que lo había invitado a que viniera, pero además, lo cierto era que quería estar allí con las manos entrelazadas con las suyas, como una pareja. A pesar de que mi pánico era infundado, dejé que me invadiera porque no sabía cómo detenerlo.
—¡Mirad, carillones! ¡Vamos a verlos! —exclamó Marcy.
Wayne y ella fueron hacia un puesto en el que unos carillones hechos a partir de utensilios de cocina tintineaban bajo la brisa procedente del río. Joe se quedó conmigo. Permaneció cerca, sin tocarme, excepto cuando la marea de gente nos acercaba más. Me puso una mano en el codo para ayudarme a pasar por encima de una voluminosa raíz que sobresalía del suelo, pero me soltó de inmediato.
Marcy se acercó con un carillón mientras Wayne se metía en broma con ella por haberlo comprado. Cuando ella me pidió mí opinión, fui sincera y le dije que me gustaba, pero Joe se puso de parte de Wayne, que decía que era horrible. Los tres se echaron a reír. Yo tardé unos segundos, pero finalmente empecé a reír también.
Cuando mi mirada se cruzó con la de Joe, vi en sus ojos una pregunta muda, pero como no era un buen momento para hablar del tema, fingí que no me había dado cuenta.
Después de comer, recorrimos los puestos sin prisa. Jugamos a meter peniques dentro de vasos de cristal para ganar baratijas, y participamos en varias tómbolas.
Permanecí bastante callada, pero eso era algo normal en mí; además, Marcy no dejó de parlotear con entusiasmo. Joe y Wayne parecían llevarse muy bien, porque se quedaron charlando sobre deporte y sobre otros temas típicos de los hombres mientras Marcy me arrastraba hasta uno de los puestos donde vendían unas figuritas de payasos de cristal horribles.
—Éste de aquí es una mezcla de Bozo y Ronald McDonald, pero criado en un vertedero de residuos tóxicos —me dijo, mientras me indicaba una figurita de lo más triste. Lo más sorprendente era que costaba veintisiete dólares—. Madre mía, ¿qué harías con algo así?
—Se lo regalaría a mi madre.
—¿Le gustan los payasos de cristal?
—No, seguro que le parecería horrible —esbocé la primera sonrisa sincera de la tarde.
—Joder, recuérdame que no te cabree. No sabía que podías llegar a ser tan malvada.
—Puedo ser terrible —intenté decirlo en tono de broma, pero estaba mirando a Joe al responder y las palabras carecieron de inflexión alguna.
Marcy se quedó perpleja. Miró hacia los hombres, y entonces se volvió de nuevo hacia mí y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Parece un buen tipo.
—Lo es.
Volví a mirarlos de nuevo. Wayne estaba hablando y gesticulando, y Dan estaba riéndose.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Nada.
Mi sonrisa debió de convencerla, porque entrelazó el brazo con el mío y soltó una risita. —Míralos, vaya par.
Joe se echó a reír de nuevo, y se giró hacia mí. Su sonrisa se ensanchó, y me hizo un gesto de saludo, que le devolví. Se me aceleró el corazón al ver que se humedecía los labios.
—Te gusta mucho, salta a la vista —me dijo Marcy.
—Sí, me gusta.
Marcy era una persona muy expresiva. Me rodeó con un brazo, y apoyó la barbilla en mi hombro.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No hay ningún problema, Marcy.
No insistió en el tema. Wayne la distrajo al señalar hacia otro de los puestos. Joe nos indicó con un gesto que nos acercáramos, y fuimos a comer. Marcy habló sin parar, y yo me dedique a comerme mi bocadillo sin decir casi nada.
Me encanta la feria de arte, Me gustan los puestos de venta, los artistas, la atmósfera especial, incluso la comida.
Aquel año, había una orquesta junto al río, sobre un escenario flotante. Nos sentamos en los escalones que bajaban hasta la orilla, y merendamos mientras disfrutábamos de la música. La orquesta era bastante buena, y estaba tocando una selección de temas clásicos que gustaban a casi todo el mundo y no ofendían a nadie. Marcy y Wayne estaban sentados muy Juntitos, y compartían las patatas fritas y un batido. Joe y yo estábamos un poco más apartados el uno del otro, y no compartimos nada.
Aquella vez, cuando me acompañó hasta la puerta de mi casa, no me costó meter la llave en el cerrojo ni me puse a hablar de naderías. Después de abrir, entré y me aparté un poco para dejarlo pasar, Cuando cerré la puerta, me siguió por el largo pasillo hasta la cocina.
Se paró al ver el comedor, y dijo:
—Madre mía.
—Está recién terminado —le dije con cierta timidez, mientras entrabamos en aquella habitación de configuración tan extraña.
—El principito —dijo, al leer lo que ponía en la pared.
—Has reconocido la frase —le dije, sonriente.
Me miró por encima del hombro, y me dijo:
—Me dijiste que debería leerlo, así que te hice caso.
Volví a ponerme nerviosa, así que me apresuré a salir de allí y fui a la cocina. Llené la tetera de agua, y la puse a calentar. Al cabo de un momento. Joe apareció en la puerta.
—Esto también me gusta —dijo, mientras recorría con la mirada mi existencia en blanco y negro.
—Gracias.
—Qué foto tan bonita.
Se trataba de una foto en blanco y negro que estaba colgada en la pared, junto a la puerta trasera, En ella aparecía una muchacha con la cara medio oculta por una larga melena de pelo negro, Estaba sentada en un muro bajo que rodeaba un estanque, y tenía los brazos alrededor de las rodillas. La superficie del agua estaba surcada por pequeñas ondas. La Imagen me recordó todas las razones por las que jamás lo había invitado a mi casa, por qué había intentado mantener las distancias con él.
Esperé a que volviera a mirar la foto, a que la observara con más detenimiento. Esperé a que la viera de verdad, al final, me miró de nuevo por encima del hombro y me preguntó:
—¿De dónde la has sacado?
—La hizo mi hermano.
La tetera empezó a pitar, así que me centré en preparar el té... Earl Grey, mí preferido. Dejé que el aromático vapor me bañara la cara antes de tapar la tetera para dejar que reposara un poco antes de servirlo.
—Eres tú.
—Sí.
—¿Cuántos años tenías? —se metió las manos en los bolsillos, y se acercó un poco más para verla de cerca.
—Quince.
Coloqué sobre la mesa dos tazas, el azucarero, y un cartón de leche. Saqué de uno de los armarios un paquete de galletas de chocolate, a pesar de que me ardía un poco el estómago por culpa de los rábanos picantes que me había comido con el bocadillo de ternera. Para que me cupiera todo sobre la mesa, tuve que quitar el jarrón con los tallos de bambú y fui a ponerlo sobre la encimera.
—¿En qué estabas pensando cuando la hizo? —me dijo, al cabo de unos segundos.
La pregunta me sobresaltó tanto, que dejé caer el jarrón. Como era de plástico, no se rompió, pero el bambú, el agua y las piedrecitas se esparcieron por el suelo.
—¡Mierda!
Me enfadé al ver que Joe se acercaba para ayudarme. Fue una reacción irracional, incluso pueril, pero le indiqué con un gesto que se apartara mientras yo agarraba un paño de cocina y me agachaba para secar el agua.
—Sobrevivirá, __________. El bambú es resistente.
—Fue un regalo —seguí secando el agua mientras él recogía el bambú y lo colocaba sobre la mesa—. ¡Las raíces se han roto!
—Se recuperarán —me dijo, mientras empezaba a recoger las piedrecitas.
Solté un sonido bastante grosero, y me puse de pie para escurrir el paño. Tuve que darle la espalda para evitar decirle algo ofensivo que sin duda no se merecía. ¿El hecho de saber que estás a punto de comportarte como una arpía hace que sea más fácil, más justificable? En aquel entonces, al igual que ahora, pensaba que no, pero como en tantas otras ocasiones a lo largo de mi vida, fui incapaz de contenerme.
Fui tensándome al oír el tintineo de las piedrecitas al caer en el jarrón, y al final me volví hacia él y exclamé:
—¡Si lo rompes, se saldrá el agua!
—No voy a romperlo —me dijo, muy serio.
Recorrí con la mirada las piedras que había en el jarrón, las que tenía en la mano, y las que quedaban en el suelo.
—Te has dejado tres.
—¿Dónde? —dijo, mientras miraba a su alrededor.
—No sé dónde —le espeté, cada vez más Irritada—. ¡Sólo sé que había doscientas ochenta y siete, y que ahora sólo hay doscientas ochenta y cuatro.
Empecé a sonrojarme al ver que se quedaba mirándome en silencio, así que me volví de nuevo hacía el fregadero. Oí cómo se movía por la cocina, y que por fin metía las tres piedras que faltaban en el jarrón.
—___________... —se acercó a mí por la espalda, pero no me tocó.
—Estaba contando... cuando me tomaron la foto, estaba contando los peces del estanque.
Posó las manos sobre mis hombros suavemente. No me aparté, pero tampoco me relajé. Suspiró y se apartó.
—¿Cuántos había?
—Cincuenta y seis.
—Gírate, __________.
Lo hice, aunque a regañadientes. Quería pelearme con él; de hecho, quería enfurecerlo hasta conseguir que se alejara de mí por voluntad propia, porque así me evitaría la molestia de tener que alejarlo yo misma.
—¿He hecho algo que te haya molestado?
Sí, lograr gustarme, pero no podía decirle algo así.
—No.
—¿Qué pasa? —se pasó una mano por el pelo, y añadió—: Tengo la impresión de que estás enfadada conmigo.
—No lo estoy —le dije, mientras me cruzaba de brazos.
—Entonces, ¿qué pasa?
—¡No pasa nada!
Nos miramos ceñudos. Cuando el teléfono empezó a sonar, él se volvió a mirarlo y yo me quedé donde estaba, pero al final agarré el auricular y le di al botón del altavoz.
—¿Diga?
—Hola, cielo.
—Hola —dije, mientras le daba la espalda a Joe.
—¿Te pillo en mal momento? —me preguntó Chad.
—Sí. ¿Puedo llamarte luego?
—Claro. ¿Estás bien, cariño?
—Te llamo luego —era inútil intentar mentirle, Chad se había dado cuenta de que me pasaba algo.
—Vale, Hasta luego, cocodrilo.
Cuando colgué, me volví de nuevo hacia Joe, que se había llevado las manos a las caderas, Lo miré a los ojos sin inmutarme, pero cuando él bajó la mirada hacia el teléfono antes de volver a centrarse en mí, no pude contenerme. Esbocé una sonrisa maliciosa, y le pregunté:
—¿Qué pasa?
—¿Quieres que me vaya?
No, no quería que se fuera, pero asentí y le dije:
—Sí, me parece que será lo mejor.
Se quedó mirándome durante unos segundos, hasta que al final soltó una exclamación ahogada y alzó las manos.
—A la mierda. Vale, está bien, me largo.
No debió de llegar demasiado lejos... como mucho hasta el quiosco de la esquina, porque tardó menos de diez minutos en regresar. Ni siquiera me había dado tiempo a acabar de limpiar el suelo de la cocina. Al oír que aporreaban la puerta principal estuve a punto de no contestar, pero como no quería causar una escenita delante de los vecinos, abrí de golpe.
—Lo siento —me dijo, mientras me ofrecía un ramo de rosas rojas.
SI mi expresión reflejó la mitad del horror que sentía, Joe supo sin lugar a dudas cuál fue mi reacción. Hice una mueca, y retrocedí un poco. Cuando mí hermano había muerto, había habido rosas en todas partes... a su alrededor, en el funeral, en su tumba... las odio.
—¿_________?
Me tapé la boca con la mano para evitar olerlas, y dije: —Quítalas de mi vista.
Después de vacilar por un instante, las tiró en el cubo de basura que había junto a mi porche. Entonces entró en casa y cerró la puerta a su espalda, pero alargué una mano para evitar que se me acercara más.
—¡Cómo es posible que no te gusten las rosas?
Parecía tan perplejo, que me habría echado a reír sí no hubiera estado tan consternada.
—Me dan alergia —le dije, a pesar de que no era cierto—. ¡Te he dicho que te vayas!
—No pienso irme hasta que me digas qué te pasa.
Me volví y eché a andar hacia la sala de estar, pero él me agarró del codo y me obligó a que lo mirara.
—Suéltame, Joe,
—¿Hay alguien más? —me dijo, sin soltarme.
—¿Por qué es lo primero que preguntáis los hombres? —le espeté, mientras me zafaba de su mano de un tirón.
—Contéstame.
—Que te jodan, Joe —me dolían el cuello y la cabeza. No quería tener aquella conversación, pero había empezado y no sabía cómo pararla.
—Sí eso es lo que quieres... —me dijo, mientras empezaba a desabrocharse la camisa.
—Qué gracioso. Lárgate.
Retrocedí un poco, pero él avanzó hacía mí con la camisa abierta. Jamás lo había visto mirar así, como si en sus ojos estuviera desatándose una tempestad. Estaban oscurecidos, y el brillante azul verdoso de siempre había dado paso al color de un lago antes de una tormenta. Al ver su expresión tensa y decidida, me costó creer que lo había visto sonreír alguna vez.
—No me digas que no es lo que quieres.
Abrí la boca para decírselo, pero las palabras se negaron a salir. Alcancé a balbucear algo negativo, pero él se limitó a curvar la boca en una mueca demasiado escalofriante como para ser una sonrisa.
Al ver que se quitaba la camisa y que empezaba a desabrocharse el cinturón, retrocedí otro paso, El corazón me martilleaba en el pecho y no podía apartar la mirada de su rostro, de su furia, de su determinación.
—Dímelo, _________.
Tuve que respirar hondo varias veces antes de poder contestar.
—Te lo dije desde el principio, Joe.
—Sí, no tienes relaciones —me miró de arriba abajo antes de añadir—: Dejas que te folle, pero no quieres tener una cita conmigo. No Importa cómo lo llamemos, Joe.
—¡A mí sí que me importa! —las lágrimas habrían aliviado un poco el nudo que me obstruía la garganta, pero ni siquiera en aquel momento fui capaz de hacer que brotaran—, No puedo, Joe, No... no quiero... —sacudí la cabeza, y volví a respirar hondo—. No quiero tener novio.
—¿Por qué no? —Se abrochó el cinturón con movimientos secos, y empezó a ponerse la camisa—. ¿Soy lo bastante bueno para hacer que te corras, pero no para ser tu novio? ¿Es eso?, ¿te avergüenzas de mí? ¿Estás casada?
—No, no estoy casada.
—Entonces, ¿qué pasa? —me dijo con voz más suave. Acabó de abrocharse la camisa, y echó a andar hacia mí—. Creía que habíamos superado todo esto.
Permití que me tocara por un momento antes de apartarme. Me senté en el sofá, y me abracé a un cojín para crear cierta distancia entre los dos. Se sentó sin esperar a que lo invitara a hacerlo.
—Creía que te gustaba hablar conmigo —era un comentarlo bastante banal, pero fue lo único que se me ocurrió.
—Claro que sí, pero también me gusta estar contigo sin más. ¿A ti no?, ¿no te gusta que pasemos el rato juntos?
Parecía tan vulnerable, que en ese momento me odié a mí misma... y también a él. Empecé a juguetear con los flecos del cojín mientras intentaba encontrar palabras amables que no fueran hirientes, para poder explicarme.
—No quiero tener novio, Joe. No quiero ese compromiso. Un novio implica flores, agarrarse de la mano, y comprar regalos y postales en días señalados. Un novio es una inversión emocional que no quiero aceptar... ni esperar.
Al oír que hacía un pequeño ruido de asentimiento, tuve ganas de darle una bofetada por comprenderme a pesar de que no estaba siendo demasiado clara.
—No quieres llegar a dar por sentado que yo quiera estar contigo, hacer cosas contigo que no estén relacionadas con el sexo, ¿no?
—No es que nunca haya tenido novio... lo tuve, una vez.
—Y te hizo daño.
—No fue algo tan simple.
—Nunca lo es —se pasó la mano por el pelo, y suspiró antes de añadir—: ¿El resto de hombres del mundo tenemos que pagar por sus pecados?
—Sí, algo así —le di la razón, a pesar de que no había acertado.
—________... —por una vez, parecía haberse quedado sin palabras—. Llevamos cuatro meses juntos, y siento que sigo sin saber casi nada sobre ti.
—Sabes un montón de cosas sobre mí.
—Sí, cómo hacer que te corras.
—Eso ya es algo, Joe.
—No lo suficiente —me dijo, ceñudo.
—Tiene que serlo.
—¿Por qué?
—¡Porque es todo lo que tengo!
—No me lo creo.
—Créetelo, Joe. Apenas tengo suficiente _________ para mí misma, no me queda para nadie más.
—¿Por culpa de tu ex?
—No, no es por él —se lo dije con más amabilidad de la que me creía capaz.
Se quedó mirándome. Parecía completamente perdido.
—¿Te hizo daño físicamente?
—No, ¿por qué lo preguntas?
Él alargó la mano hacia mí, y yo me aparté un poco. —Por eso.
—No, nunca me pegó.
—Pero alguien lo hizo.
—Mi madre, pero hace mucho que no me pone la mano encima.
Era obvio que creía que mí admisión era reveladora, pero lo cierto era que el hecho de que mi madre me pegara era la pieza más pequeña del jodido rompecabezas de mí vida. Su expresión se suavizó, como si acabara de entenderlo todo.
—No quiero que te compadezcas de mí —le dije con sequedad.
—No lo hago.
—Dejó de pegarme cuando fui lo bastante mayor como para defenderme —sentí un placer perverso al revelar aquella verdad.
Secretos de salón... la clase de cosas que la gente les cuenta a perfectos desconocidos mientras están tomando una copa, porque así parecen más abiertos. Siempre me he preguntado qué clase de secretos horribles oculta una persona capaz de contarle a un desconocido que su madre le pegaba o que su padre bebía demasiado. Espere a que me contara algo sobre su traumática infancia, porque es lo que suele hacerse en esos casos... hablar de las cosas malas que te han pasado para que la otra persona se sienta mejor. Te cuento lo mío si tú me cuentas lo tuyo.
—No me compadezco de ti, siento lo que te pasó.
—Pasan cosas malas todos los días, a todas lloras, a mucha gente. Nunca llegó a perseguirme por la casa con un cuchillo de cocina, ni nada así.
—Pero te has apartado cuando he intentado tocarte.
—Estabas enfadado, y eres más corpulento que yo. Hay cosas que se han convertido en un hábito.
—¿Qué hizo tu novio?, ¿te puso los cuernos?
—No.
A medida que íbamos hablando, la necesidad que había sentido de que se marchara iba desvaneciéndose. Joe estaba calmándome, como siempre. No sé si lo hacía deliberadamente, pero yo sabía lo que estaba pasando. Igual que con tantas otras cosas que habíamos hecho, se lo permití.
No quería darle explicaciones ni revivir el pasado, ni revelar a qué se debía mi forma de ser. A pesar de que le había pedido que se marchara, no quería que lo hiciera.
—Éramos jóvenes, yo tenía diecinueve y él veinte. Nos conocimos en la universidad. Se llamaba Matthew.
Se llamaba Matthew, y la primera vez que me había besado, me había quedado sin aliento.
—¿Estabas enamorada de él?
—Creía que sí, y que él sentía lo mismo. Pero el amor no es más que una palabra.
—También es un sentimiento.
—¿Alguna vez has estado enamorado? Él tardó unos segundos en responder.
—¿Qué pasó, ___________?
—Que creyó que le había puesto los cuernos. No era verdad, habría sido incapaz de hacer algo así. Pero él insistió, porque había encontrado unas cartas y creía que eran de mi supuesto amante. Me llamó mentirosa, y muchas cosas más... ramera, por ejemplo, aunque lo que más me dolió fue Lo de mentirosa. Tendría que haberte mentido y haberte dicho lo que quería oír, pero le dije la verdad.
—¿No te creyó?
—Sí, sí que me creyó.
—Pero, si no estabas poniéndole Los cuernos...
—Fue hace mucho tiempo, éramos muy jóvenes.
—Y no vas a decirme nada más —me dijo, ceñudo.
—Exacto.
—Y quieres que me vaya.
Lo miré a los ojos, y admití: —No, no quiero que te vayas.
Mi respuesta debió de darle ánimos, porque se me acercó un poco más y me puso la mano en el hombro.
—¿Qué es lo que quieres, _________?
—Que no tengas que conformarte.
—¿Crees que estoy haciéndolo?
—Sé que es lo que harás, porque sí quieres algo más de mí, no vas a conseguirlo.
Él permaneció en silencio durante un largo momento, al final me dijo:
—Cuando leí El principito, creí que tú eras la rosa... con tus espinas, convenciéndome de que puedes defenderte sola. Ahora sé que no soportas las rosas, así que debes de ser el zorro. Quizá realmente quieres que te domestique.
Si otro hombre me hubiera dicho algo así, me habría echado a reír. Aunque lo cierto era que muchos hombres no habrían leído el clásico de Saint-Exupéry, ni se habrían molestado en intentar entenderlo.
Tomé su mano entre las mías, y le dije:
—El zorro le dice al principito que es un zorro entre otros cien mil zorros, al igual que la rosa sólo era una flor entre otras cien mil flores.
Me apartó un mechón de pelo de la cara y me dijo:
—Pero el zorro le pidió al principito que lo domesticara, porque así serían únicos en el mundo el uno para el otro. Y el principito lo hizo,
—Sí, pero entonces el principito se fue, y dejó al zorro —miré mis manos, que seguían sujetando la suya.
—¿Te pondrías triste si te dejara?
Al principio no supe qué contestar, pero al final la respuesta salió de mis labios en un susurro trémulo.
—Sí.
Me dio un apretón en la mano, y me dijo: —Entonces, no lo haré
# TeamBullshit
Re: "Dentro y fuera de la cama" (joe jonas y tu)
jummm algo complicado :/
ella deberia darle un oportunidad a joe :(
ella deberia darle un oportunidad a joe :(
andreita
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