Siete Historias de Monroeville

Día 23.
Ayer, Adrien me confesó su deseo de salir cuanto antes de este lugar. El tribunal le condenó a permanecer aquí hasta que muera y, por supuesto, entiendo que le horrorice su destino. El hospital psiquiátrico St.Paul guarda entre sus muros horribles historias, muchas de las cuales tuve la desgracia de presenciar. Solo puedo decir que Linak y Clyde han tenido la suerte de no haber vivido aquí cuarenta años atrás. Y que si las cosas hubieran seguido como entonces, me lo pensaría dos veces antes de volver a hacerme el loco ante John.

Recuerdo a una chica…Lucié se llamaba. Era un tanto tímida, pero nuestras raíces europeas nos unieron en una profunda amistad. Al principio solo tenía brotes psicóticos de vez en cuando, yo parecía ser el único que lo veía normal. Había pasado dos años en un campo de concentración ¿Esperaban que volviera a ser la misma de siempre? Para los demás era una loca. Una loca peligrosa. Y por esos tiempos, hermano, no había forma de sanar a los locos. El objetivo del hospital St.Paul era recluirlos para que no hicieran daño a los demás, y, si las enfermeras eran compasivas, evitar que se hicieran daño a sí mismos. Aunque, volviendo la vista atrás, los suicidas fueron los más afortunados. Terapia Intensiva no consistía en unas simples pastillas de colores  y unas cuantas sesiones con el Dr. Stride.

Lucié tocaba el piano. Recuerdo que solíamos tener discusiones sobre música clásica bajo la higuera bajo la que ahora me siento con Adrien. Una noche se hizo con un bisturí y comenzó a cortarse con él parte del antebrazo. Cuando me lo contaron supe cuales fueron sus intenciones aquel día. Siempre se lo decía: “Si lo haces, ese horrible número desaparecerá, pero quedará una marca igual de grande que te seguirá recordando tu pasado. Además ¿y si te desangras y mueres? Entonces los nazis sí que habrán ganado” Y en esos momentos parecía razonar. Se le quitaba de la cabeza esa estúpida idea de mutilarse el brazo. O eso creía. Aun así, la historia hubiera tomado otro rumbo si aquella noche ella hubiera sido consciente de sus actos, pero era uno de sus “días malos” y cuando le intentaron quitar el bisturí comenzó a amenazar al personal del hospital, llegando a herir a una de las enfermeras. Entonces pasó a ser del “Tercer Piso”.
Todavía me sorprende que pudiera conciliar el sueño sabiendo lo que pasaba en el Tercer Piso, es una de las pruebas que confirman que el hospital St.Paul te vuelve uno de ellos. O quizás solo sea una mala persona más, de aquellas que prefieren dormir a enfrentar la realidad. Por eso, seré mucho mayor que Adrien, pero siempre me consideraré su discípulo.

Allí no había orden alguno. Los pacientes estaban encerrados en una sala minúscula, todos juntos, sin ningún tipo de seguridad. Se arrancaban la ropa y el pelo y orinaban donde podían. A los más peligrosos se les encerraba durante semanas en una especie de jaula, sin apenas comer ni beber. Si se morían, era un gasto menos para el hospital. Pero lo peor era la Terapia Intensiva. Descargas de electroshock que podían matar a cualquiera. Baños congelados, donde más de una vez, partes de las extremidades de los pacientes quedaban inservibles y había que amputar. Y, como todo esto jamás funcionaba, la lobotomía.
La lobotomía, querido Victor, era el método de sumisión más terrible que jamás ha existido. Consistía en , a través de la cuenca del ojo, golpear el cerebro con un utensilio rudimentario ,eliminar la parte del hipotálamo encargado de las emociones. Para Adrien, un asesinato. Para mí…después de aquel 30 de Abril, también.

Ese día me la encontré. Bueno, encontré lo que quedaba de ella. No era una persona, hermano, incapaz de hablar, de pensar con coherencia. Solo balbuceaba y agitaba los brazos, como un bebe de pocos meses, pero que nunca tendrá la oportunidad de crecer.

Al anochecer, se escapó. Salió al patio y se colgó de la higuera.

Sé, hermano, que tras leer estas líneas estarás preocupado por cómo acabó la aventura nocturna de Lucié,pero  no  tienes motivos para ello, la encontraron a tiempo y no murió, pero la trasladaron a otro hospital cercano en el que se habían empezado a usar pastillas para tratar su enfermedad. Nunca volví a saber de ella. Ella es mi único motivo para no dar mi vida por acabada, para luchar por salir de aquí.

Seguro que te preguntarás, Víctor, por qué, casi cincuenta años después te cuento esto. Te hablo del único amor que jamás tendré porque solo así entenderás y podrás admirar el gesto que ayer hice por Adrien. Le hablé de nuestro plan de huída.

Linak, Clyde  y yo llevamos trabajando en él durante años. Dentro de exactamente 23 días el camión con los suministros alimentarios llegará al Hospital St.Paul. A base de miles de pastillas que hemos acumulado estos últimos años, conseguimos sobornar al conductor, que nos esconderá en el vehículo y nos llevará a la libertad. Soy consciente de la fragilidad del plan. Si cualquier cosa saliera mal, no habría otra oportunidad.

Sin embargo quiero incluir a Adrien. Una mente como la suya se desperdiciaría en un manicomio de mala muerte. Además, su vida vale más que la mía. Yo, soy un vil asesino, él un justiciero.
Estoy seguro de que esta noche, Adrien no podrá dormir.
Buenas noches.




Día  22:
Hoy he soñado.
Estoy en nuestra antigua mansión. Toco el violín; el Réquiem  para ser exactos. Madre le comenta a padre que quizás se encuentren ante un pequeño Mozart que todavía no ha sido un descubierto. Sigo tocando y soy feliz. Tú estás sentado en la banqueta del piano, observándome.
Entonces cometo un error. El arco el violín resbala entre mis manos de niño y cae al suelo. Tu ríes, yo me agacho a recogerlo. Y al levantarme veo mi reflejo en el espejo de la esquina. En ese momento me invade el pánico. Un pánico irracional que me jugaría malas pasadas en un futuro. Y no sé qué hacer, porque estoy paralizado ante el espejo, que me devuelve le imagen de mis ojos. Asusta, hermano.

Por eso golpeo aquel vil objeto hasta reducir su cristal a miles de pedazos. Mis manos sangran. Están destrozadas. Padre y madre me observan con miedo en su mirada. Comienzo a llorar porque supongo que estarán decepcionados conmigo. Pero fue un impulso. No pude evitarlo.

Llega la noche y les oigo discutir. Padre dice que no soy normal, que deberían tratarme en algún centro para gente como yo. Madre no está de acuerdo con esa decisión, asegura que como la gente de su círculo social se enterase de que tiene un hijo loco, sería el acabose, nuestra ruina. Pero al final él la convence, en un mes me internarían en el manicomio de una ciudad a unos 300 kilómetros de Florencia. Nadie tendría por qué enterarse.
Y días después empiezo a creer en el destino. Quiero decir, hermano ¿Por qué si no la quiebra del negocio de padre? ¿Por qué si no la rápida decisión de marchar a América en busca de fortuna? ¿Por qué si no mi problema, y lo que iba a ser su terrible solución, cayeron en el olvido? Sin duda, por entonces pensaba en la desgracia de nuestra familia, como mi salvación. Pero ¡Oh, Víctor! De haber sabido lo que iba a suceder años después, yo mismo me habría encerrado en una aquellas diminutas celdas para dementes en las que padre me quería internar.

Pero tú sabes que la culpa no fue mía ¿No? Todos conocíais mi fobia a los espejos, cada una de las personas que trabajaban en la feria pudo haber impedido la tragedia ¡Pero no! Dejasteis que las falsar promesas de mi mejoría aliviara vuestras conciencias. ¡Vosotros fuisteis igual de culpables!

Pero no, hermano, no te enfades. No lo soportaría. Comprende que necesito agarrarme a algo, alguna esperanza de que en el fondo no sea un monstruo.
Pero ¿sabes? lo peor, lo que me hace más miserable , es que sigo creyendo que el destino es bondadoso con mi persona; porque, de no haberte matado,hermano, jamás la hubiera conocido.