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Mensaje por Natuu! Vie 20 Jul 2012, 9:27 pm

Capítulo 8



Joseph estaba preocupado. O quizá lo que le ocurría no era más que puro nerviosismo. Había ido a Francia a hacer un trabajo, un gran trabajo, y esa noche estaría todo en juego... salvo que estaba teniendo problemas para mantener la concentración, y sabía por experiencia lo crucial que eso podría resultar para el éxito. Cuando se había ofrecido a llevar a ____ consigo —lo cual, si lo pensaba con honradez, había sido una rotunda estupidez que era mejor pasar por alto— no había considerado que podría ocurrir tal cosa. Todos los trabajos que había hecho con anterioridad habían sido ejecutados sin complicaciones gracias a que los había planeado una y otra vez meticulosamente. Las mujeres eran solo meras distracciones para que lo ayudaran, si lo necesitaba, en la ejecución definitiva.
Pero por primera vez, que él pudiera recordar, una mujer ocupaba más espacio en su mente que el asunto que se llevaba entre manos, y, sintiéndose irritado consigo mismo, se dio cuenta de que esto solo podía echar a perder un esfuerzo de inconmensurable coste para la seguridad nacional de Francia e Inglaterra. Así de importante era. Ya había cometido su primer error al anteponer su insólita preocupación por ____ a las esmeraldas. Los que le pagaban por sus servicios no se sentirían muy complacidos si llegaran a saberlo, y era sorprendente que no hubiera caído en la cuenta hasta esa noche.
Recorrieron la corta distancia hasta la finca del conde prácticamente en silencio. Joseph miraba por la ventanilla del coche con expresión ausente, consciente de la inquietud de ____, que se removía de excitación en los cojines, con el hermoso vestido hinchándosele sobre las piernas y los pies mientras se alisaba la falda, cuando no estaba frotándose las manos o dándose leves toquecitos con el abanico en el regazo. Joseph no necesitaba mirarla para tener plena conciencia de su presencia. Tanto le afectaba.
Ella lo confundía más cada día, algo que a Joseph le resultaba totalmente perturbador. Perturbador para su mente racional, y aún más embarazosamente perturbador para su ego. También eran crecientes sus sospechas acerca de ella, y no estaba seguro de la razón. A lo largo de su experiencia, se había encontrado o con mujeres descaradas y comunicativas, o con virtuosas y dulces, pero siempre predecibles. No era así con ____. A medida que pasaban los días en su presencia, descubría que cada vez tenía más de calculadora e insincera, más de astuta, y más de la actriz que ella proclamaba ser. Era de una astucia incomparable, aunque en realidad no había hecho nada que aparentemente justificara semejantes sentimientos en él. Por su parte, era más intuición que información. Parecía que ella fuera la que mandara, solo eso, y Joseph era incapaz de mostrar una absoluta indiferencia ante la vaga idea de que lo estaba utilizando. Eso le ponía muy furioso.
Su ira había ido en aumento desde el encuentro de ambos en la playa, e iba dirigida mayormente hacía sí mismo por bajar la guardia. De repente, se sintió como todas las mujeres de las que se había aprovechado levemente a lo largo de los años, mujeres que se habían enamorado de él porque las había seducido con su buen humor y sus atenciones, así como por la entrega mostrada hacia sus necesidades, tanto inocentes como íntimas. No había obtenido nada de ____ hacía cuatro días, y había sido más sincero con ella que con cualquier mujer que pudiera recordar, y sin embargo, ella, de una manera muy peculiar, lo había desdeñado. Tal y como lo veía al pensar en ello en ese momento, la reacción física de ____ hacia él había sido abrumadora. Ninguna mujer había sucumbido jamás a sus encantos con tanta facilidad y rapidez y con tanta pasión desinhibida. Aunque racionalmente, no parecía estar interesada, y cuanto más se esforzaba él, más indiferencia mostraba ella a sus esfuerzos.
Pero, a medida que pasaban los días, había una cosa que le iba quedando cada vez más clara. Dejando a un lado sus sospechas acerca de las motivaciones de ____, no era más que una dama inglesa encantadora y preciosa, aunque taimada. Pero, fuera lo que fuese lo que ella le ocultara, fuera cual fuese la razón que tuviera para haber ido a Francia, no podía ser complicado. En consecuencia, sobre esta base Joseph había tomado la siguiente y muy racional decisión: le arrebataría la virginidad en ese viaje cuando deseara hacerlo, ella disfrutaría tanto como él, y se casaría con ella en cuanto llegaran a Inglaterra, lo cual, tuvo que admitir ya, era una unión que deseaba casi exclusivamente porque ella no consentiría en absoluto. Hacía solo unos días había jurado no casarse con ella ni con nadie que no lo quisiera como individuo, pero las recientes acciones de ____ le habían hecho cambiar de idea. ¿Y qué era el matrimonio, en resumidas cuentas? Solo un contrato entre familias para legitimar a los herederos, en realidad. Tarde o temprano tendría que escoger a alguien, y la idea de poseer a ____ dentro y fuera de la cama le hizo sonreír en la oscuridad. Todas las ideas de ____ de permanecer ajena a los sentimientos de Joseph le fallarían al final, porque él la poseería sexualmente, y ella le pertenecería durante el resto de sus vidas. Saldría victorioso, y no veía la hora de informarla de todo esto. ____ aduciría que no lo quería o que su padre jamás consentiría en la boda. Entonces él le recordaría con calma que era la hija de un barón, que el amor era irrelevante, y que él era rico, soltero y el hijo de un conde admirado por toda la sociedad. Su padre consentiría de mil amores, y ella no tendría más remedio que aceptarlo. Joseph disfrutaría de ese momento a no tardar mucho. Sería un triunfo como ningún otro.
Pero primero tenía que terminar un trabajo.
Llegaron a la casa de la costa del conde con un crepúsculo que se demoraba, pero la finca ya estaba iluminada de manera espectacular, tanto por fuera como por dentro. La casa, de dos plantas, estaba construida en piedra gris pulida labrada para formar delicados arcos y pronunciados salientes de estilos contrapuestos. Se erigía a escasa distancia del borde de los acantilados, y estaba rodeada por un jardín grande e inmaculado con diferentes árboles, arbustos y flores. Para llegar a la puerta principal los invitados a la fiesta tenían que atravesarlo siguiendo un sinuoso sendero de ladrillo, y Joseph percibió de inmediato el acre y penetrante olor a madreselva y rosas que flotaba en el tranquilo aire nocturno, y los insectos voladores que zumbaban en círculo alrededor de las linternas de pie que flaqueaban el camino.
____ se detuvo muy cerca de él cuando Joseph entregó su invitación al lacayo. Acto seguido, él le colocó una mano en la espalda y la condujo al interior del vestíbulo.
El interior tenía una distribución típica, y Joseph lo había estudiado bien. La planta baja constaba de un salón diurno que se abría justo a la derecha, seguido de una sala de música y otras estancias diferentes destinadas a la actividad social, todas las cuales conducían a la cocina; y por último, la zona destinada al servicio con la escalera que conducía a la segunda planta, situada en la parte posterior de la casa. A la izquierda estaba el espléndido salón de baile, donde pasarían la mayor parte de la noche, tras el cual se abría, por este orden, el salón de las damas, la sala de fumadores y el comedor. Al frente, imponente, se alzaba la amplia escalinata de roble negro que conducía a la segunda planta: los dormitorios de la familia a la derecha y varias habitaciones de invitados a la izquierda, seguidas de la biblioteca familiar y, para finalizar, el estudio del conde, situado al final del pasillo.
Detrás de la sexta puerta de la izquierda, en la esquina sudoccidental, con una vista grandiosa del sol de poniente y el pintoresco mar Mediterráneo, aguardaban las esmeraldas. Estaban metidas en una caja fuerte de más o menos fácil acceso oculta encima de la repisa de la chimenea, tras un pequeño óleo románticamente frívolo de Fragonard. La noche estaba empezando, y Joseph se relajó al pensar en el plan, que por supuesto era muy bueno. Eso era lo que hacía, y lo hacía mejor que nadie, y en solo unas horas las inestimables esmeraldas que una vez pertenecieron a la emperatriz de Austria volverían a suelo británico, adónde pertenecían. Aparte de esto, ____ no iba a tardar mucho en llevarse la mayor sorpresa de su vida. Sí, en efecto, iba a ser una noche inolvidable.
Cogiéndola del codo, la condujo hacia el salón de baile sin perder detalle del ambiente y carácter de los demás invitados mientras los seguía en la fila de presentación. La mirada de ____ se movía ya como una flecha de un hombre al siguiente, calculando, estimando la edad, el porte, el tipo y las similitudes de cada uno con el aspecto que los rumores atribuían al Caballero Negro. Joseph observó a ____, sintiéndose poderoso y travieso y con una extraña sensación de placer ante la frustración que la aguardaba.
Instantes después, mientras se acercaban al conde y la que era su esposa desde hacía tres años, Joseph se inclinó hacia ella y rompió el silencio.
—Aquí vamos, mi querida esposa —le susurró al oído. Sintió que se ponía tensa, aunque no estuvo seguro de si se debía a las implicaciones de sus palabras o a la conciencia de que empezaba la farsa. De manera espontánea, le frotó el codo;
con el pulgar para tranquilizarla.
—Monsieur et madame Jonas —anunció el hombre situado a la derecha del conde—. El inglés —masculló el sujeto en el último momento, aunque omitió deliberadamente añadir: «que compra propiedades», que habría sido una indelicadeza durante una presentación, pero que, sin duda, quedó sobreentendido por todas las partes.
—Monsieur Jonas —tronó el conde con un marcado acento británico—. Qué alegría que se una a nosotros en la fiesta de mi hija Annette-Elise. Confío en que podamos hablar largo y tendido de sus viajes y de su estancia en nuestro país. Madame DuMais lo tiene en la más alta estima.
Joseph reparó enseguida en el aspecto del conde. De estatura media, mostraba una calvicie incipiente en la parte superior de la cabeza, mientras que de su amplia frente se iba retirando una abundante mata de pelo recio del más insólito de los colores: ni del todo castaño ni completamente gris y, sin embargo, tampoco exactamente una mezcla de pelo oscuro y cano. El mentón, probablemente anguloso y marcado en la juventud, era ya carnoso, circunstancia que el hombre intentaba ocultar con unas largas y pobladas patillas. Tenía unas mejillas rubicundas, y una nariz rosada, como si fuera demasiado aficionado al vino. La boca, amplia y delineada y en cierta manera inadecuada para su rostro, era blanda y llena de humor, lo que contrastaba por completo con el resto de su porte, en especial los ojos. Estos estaban enmarcados por unas cejas castañas oscuras y pobladas, y los límpidos círculos, que sorprendían por su color casi negro, hundidos y astutos, destilaban inteligencia.
El hombre, que tenía una complexión gruesa, aunque no completamente obesa, era abierto de mente y abusaba de los placeres de la vida, aunque probablemente agradaría al bello sexo al no carecer de atractivos para su edad. Sin duda que, con independencia de sus encantos físicos, así lo encontrarían las mujeres, si es que aquella gran mansión era indicativa de su riqueza. Esa noche iba vestido con un frac perfectamente cortado de una delicada tela azul oscuro, sobre un chaleco de seda azul y blanco, pantalones oscuros y un fular negro sobre un cuello de pico. Absolutamente adecuado para la ocasión, si bien que conservador, aunque sus vínculos políticos así lo indicaban.
Joseph sonrió e hizo una reverencia casi imperceptible, aunque sus ojos, encantadoramente relucientes, no perdieron de vista los del francés ni un instante.
—Comte d'Arlés, gracias por su amable invitación. Me encantaría tener tiempo esta noche para hablar.
—Con mucho gusto —replicó el aludido de inmediato. Y volviéndose, añadió con orgullo—: Mi esposa, la condesa de Arlés.
La mirada de Joseph se movió hacia la izquierda del caballero, donde su esposa, Claudine, una mujer delgadísima con un color de piel anormalmente naranja, esperaba, en una posición poco natural, ataviada con un vestido de tafetán rosa claro cubierto de lazos blancos que contribuía a que aparentara más de los veintiséis años que tenía. Era una mujer guapa, aunque poco femenina, y su pelo rubio, en ese momento amontonado en lo alto de la cabeza, ofrecía un aspecto desvaído a causa de las muchas horas de sol; lo que, sin duda, explicaba también las profundas arrugas que mostraba ya su rostro. Tenía unos ojos castaños e implacablemente perspicaces, aunque no muy inteligentes y fiables, que en ese momento clavó en Joseph, y unos labios que formaban una línea rosa.
Con su sonrisa más encantadora, Joseph le cogió ligeramente los dedos enguantados y se los llevó a los labios.
—Encantado, señora.
—Monsieur Jonas —dijo ella ceremoniosamente.
El conde ya había desviado la mirada hacia ____ con evidente satisfacción, y Joseph aprovechó la ocasión.
—Permítame que les presente a mi esposa.
—Querida señora —la saludó el conde melifluamente mientras sus ojos le recorrían el cuello y el busto casi de manera indecente—. Encantadora criatura. Su marido es un hombre muy afortunado, si se me permite decirlo. Bienvenida a
Francia y a mi hogar.
El hombre no solo tenía amantes ocasionales, sino que era un coqueto descarado, columbró Joseph, algo que obviamente no provocaba el entusiasmo de su esposa, si había que hacer caso de la firmeza de aquellos labios siempre intolerantes cuando dirigió a ____ una dura mirada de valoración. Madeleine se había olvidado de introducir aquello en la ecuación, pero podía resultar útil. Joseph observó con aire divertido cómo ____ también se daba cuenta y revivía de forma deslumbrante.
—Soy yo la que está encantada, señor —contestó ____ con una sonrisa de cortesía, mientras se agachaba en una discreta reverencia—. A mi marido y a mí nos honra y nos alegra participar de esta ocasión festiva.
—¿De verdad, madame? —La sonrisa del conde se intensificó, todavía sin soltarle la mano a ____—. Tal vez podamos compartir uno o dos bailes más tarde, ¿no le parece? —Lanzó una repentina mirada hacia Joseph, como si se acabara de acordar de que estaba allí—. Con su permiso, por supuesto, monsieur Jonas.
Joseph asintió con la cabeza una vez.
—Y de su encantadora esposa, ¿no?
Esperó a que Henri o Claudine hablaran, pero fue ____ la que tomó la iniciativa con una aguda observación de lo que se tenía que decir en ese momento.
—Y qué casa más hermosa tiene, madame Lemire. Tiene un gusto exquisito.
—Gracias —respondió Claudine con tirantez.
____ prosiguió, echando una mirada hacia el vestíbulo y el salón de baile.
—Está maravillosamente decorado, aunque lo supe en cuanto atravesé su jardín, tan lozano y bien atendido.
Claudine le dedicó una sonrisa crispada.
—¿Su casa de Inglaterra es demasiado pequeña para tener un jardín, madame Jonas?
Aquello fue un insulto directo lanzado sin ninguna inteligencia ni sutileza, y Jonathan se preguntó si era producto de los meros celos o de su desprecio hacia lo inglés en su conjunto.
____ salió del paso abriendo ostensiblemente los ojos con aire inocente.
—Bueno, en Inglaterra tenemos unos jardines preciosos, por supuesto, pero sin los dulces aromas que hacen florecer el sol, el calor diario y la brisa del mar. Y puedo añadir que su permanente exposición al sol le ha conferido a su piel un brillo de lo más saludable, madame Lemire, y no como nosotros, que estamos pálidos por su falta.
____ le tocó la mejilla, y sus ojos se entrecerraron con una mirada maliciosa cuando se inclinó hacia la francesa, fingiendo que le susurraba como si fueran viejas amigas que estuvieran hablando de sus amados esposos en presencia de estos.
—Puede que algún día logre convencer a mi querido Joseph de que compre una casa en la costa, o tal vez pueda convencerlo usted esta noche con sus encantos. ¡Cómo debe de disfrutar de esto!, y estoy segura de que lo seguirá haciendo durante muchos, muchos años. ¡Cómo la envidio!
____ estuvo perfecta y encantadora, y Joseph tuvo que reprimir una carcajada.
Claudine parpadeó rápidamente, no muy segura de si había sido halagada por una mujer hermosa o era víctima del engaño de una más astuta que ella. Henri se limitó a asistir al intercambio de palabras sin prestar atención, sugiriendo que una conversación entre mujeres, fuera cual fuese el tema, carecía de importancia, cuando no bordeaba directamente la ridiculez. Algo que, llegado el caso, también podía utilizarse.
—Somos muy felices aquí —afirmó la francesa cada vez más segura de sí misma—. Esta noche estamos muy ocupados, pero quizá pueda visitarnos a lo largo de la semana para así ver durante el día la casa y el jardín, madame Jonas.
Aquello era un rechazo manifiesto, y ____ respondió en consecuencia.
—Eso sería fantástico, y estaré encantada. —Se volvió hacia Joseph y le cogió del brazo—. Pero ahora, vamos, querido. Estamos entorpeciendo la fila.
—Sí, claro —convino Joseph, despidiéndose de sus anfitriones con un saludo de cabeza.
Desde allí siguieron la fila, presentándose con desenfado a los parientes y demás notables de la localidad. A Joseph, le pareció interesante, aunque no inesperado, encontrarse con varios miembros de la vieja nobleza de lugares tan alejados como Anjou o Bretaña —cuyos familias tenían orígenes que se remontaban a mucho antes de los días prerrevolucionarios y cuyas vinculaciones políticas eran análogas a las del conde— en un baile de celebración del decimoctavo cumpleaños de la hija de este. Se estaban cociendo muchas cosas entre bastidores que, si sir Guy estaba en lo cierto, no hacían sino anticipar otra revolución, y en ese momento Joseph tuvo el convencimiento de que aquella fiesta era la pantalla de una planificación estratégica. Los involucrados estaban listos para vender las esmeraldas. El triunfo de unas mentes arrogantes que tendría una vida muy corta. Estaba seguro de ello.
Por fin, entraron tranquilamente en el salón de baile propiamente dicho, lleno ya de gente que bailaba y charlaba entre música y carcajadas. Hombres con chisteras vestidos de ceremonia y damas con delicados vestidos de seda, tafetán, terciopelo y encajes de todos los colores formaban pequeños grupos en los que se discutía vivamente de asuntos políticos y sociales, se mantenían conversaciones triviales o se cotilleaba. Los lacayos, vestidos con libreas escarlatas, transportaban humeantes bandejas de comida a las mesas del bufé, y el aroma que desprendían impregnaba el ambiente junto con la fragancia embriagadora de los perfumes y el olor de las miles de velas encendidas. Cuatro espléndidas arañas de cristal colgaban en hilera sobre las cabezas de los asistentes. Dos de las cuatro paredes aparecían cubiertas con enormes cuadros y tapices, y en las otras dos se abrían unos largos ventanales dorados que discurrían del suelo al techo, todos espléndidamente adornados con cortinas de terciopelo rojo, retiradas por cordones y borlas doradas, y rematados en lo alto por unos querubines también dorados que observaban a los presentes con un respeto manifiesto.
En apariencia, una fiesta hogareña como cualquier otra.
Joseph condujo a ____ en silencio a través de la multitud hasta una de las mesas del refrigerio y le entregó una copa de champán.
—Ha estado maravillosa —le dijo en tono elogioso.
Ella lo observó con atención y dio un sorbo a su bebida.
—El conde es astuto y atractivo a su manera, pero ella es una grosera y siente unos celos innecesarios de su marido. Es una simple que carece de tacto.
Joseph sonrió con cinismo, advirtiendo el tono rosáceo de las mejillas de ____ y la irritación que brillaba en sus ojos.
—Muy observadora, pero quizá sí que tenga razones para estar celosa —sugirió él—. Usted eclipsa su belleza de pies a cabeza, y ella lo sabe.
____ soltó un resoplido, haciendo caso omiso de su cumplido mientras empezaba a buscar entre la multitud alguna cara que se pareciera a la del ladrón. Eso espoleó irracionalmente la ira de Joseph.
—Y como la mayor parte de los miembros de la nobleza —añadió él—, tiene amantes, y estoy seguro de que ella lo sabe. Probablemente, tenga una en la actualidad. Puede que más de una.
Joseph no tenía ni idea de qué le movió a decir aquello, solo le pareció que era el comentario perfecto para atraer su atención. Y también funcionó, porque ella volvió a mirarlo rápidamente a la cara con las cejas levantadas en un ligero ceño de desaprobación.
—Tal vez le pueda resultar sorprendente, Joseph, pero no todos los caballeros de buena cuna tienen aventuras adúlteras. Sin duda son muchos los que lo consideran un derecho inherente a su clase y se aprovechan de su riqueza y oportunidades, alardeando de sus amantes para que todos los admiren. —Hizo una larga inspiración y levantó la barbilla con tozudez—. Pero hay otros, y da igual que sean escasos en número, que son unos hombres fantásticos que poseen un profundo criterio moral y un autocontrol inflexible, y que aman lo suficiente a sus esposas y familias para mantenerse fieles.
Joseph se llevó la copa a los labios, sintiendo curiosidad acerca de cómo y dónde ella había conseguido tal información, pero negándose a preguntar porque eso era precisamente lo que ella quería. Así que, en su lugar, y bajando la voz, respondió con sinceridad:
—Realmente es una apasionada del tema, ¿no es así, mi vida?
A ____ le ardieron las mejillas con una tonalidad de rosa más intensa, pero se limitó a mirarlo fijamente sin apasionamiento, desoyendo la coletilla amorosa de Joseph ya fuera por elección, ya porque estaba que echaba chispas. Él confió en que fuera esto último.
—Tal vez sea algo de lo que debería tomar nota, Joseph —le advirtió con cierta sorna—. Qué positivamente trágico sería para mí enterarme de que su futura esposa le atravesaba el corazón con la imponente espada del conde, como consecuencia de su falta de contención. Conociendo su particular reputación, le sugiero que reconsidere la compra. —La conjetura hizo que ____ sonriera abiertamente—. Aunque ahora que lo pienso, si la mujer con la que se case resulta ser celosa y combativa, tendrá una amplia variedad de armas donde escoger entre las que ya cuelgan de la pared de su estudio. Yo en su lugar las vendería todas.
Joseph sintió el impulso de atraerla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin sentido, de abrazarla con fuerza y disfrutar de la sensación de sus senos contra su pecho, de recorrerle el pelo con los dedos y que se fueran al diablo todos los presentes. Sin embargo, se contuvo dándole otro largo trago al champán sin que su mirada titubeara ni un instante.
—Me complace oír cuánto se preocupa por mi bienestar, ____. Pero considerando lo mucho que aprecio mi vida, además de mi amplia y valiosísima colección de armas, creo que preferiría renunciar a perseguir a las damas. En especial —añadió en un susurro, inclinándose hacia ella solo para que pudiera oírle—, si me caso con alguna tan atractiva y desafiante como usted, cielito. A buen seguro que haría que no dejara de temer por mi vida, si rompiera mis votos.
____ lo miró de hito en hito con una alarma moderada en sus grandes ojos, mientras consideraba una unión permanente e inapelable entre ambos, quizá por primera vez.
—Aunque, por otro lado, tampoco eso debería preocuparme —prosiguió con brusquedad, levantando la palma de la mano libre para acercársela a la barbilla y acariciarle el mentón con el pulgar—. Me tendría tan agotado en el lecho
conyugal que nunca contaría con la energía suficiente para ir a buscar a cualquier otro sitio un placer que, de todos modos, tal vez no se podría comparar con el que obtendría de usted.
Ella ya lo miraba boquiabierta, absolutamente asombrada y sin palabras. Nada le producía mayor placer a Joseph que provocar a ____ Haislett hasta enmudecerla de indignación, de modo que sonrió de oreja a oreja sabiendo que ella también entendía eso, y que reconocerlo la enfurecía.
Antes de que ____ pudiera contraatacar con una respuesta, él le quitó la copa de champán de la mano, la dejó junto a la suya vacía en una mesa auxiliar y la agarró del brazo.
—Estoy viendo a Madeleine. Ha llegado el momento de las presentaciones.
A ____ solían encantarle las fiestas, fueran del tipo que fuesen. Cuando tenía cinco años, se le había permitido espiar por primera vez una a hurtadillas, una fiesta que su madre había calificado de pequeña reunión y que, en realidad, había terminado por congregar a más de noventa personas. El brillo, las risas y la música, el color de las levitas y de las faldas, las interminables mesas con comida y los ríos de champán la habían intimidado. Dos veces más durante su infancia había alcanzado a ver aquel fascinante encanto, hasta que en 1842 llegó la temporada de su presentación y se le permitió por fin asistir a una. Aquello ocurrió en el verano del baile de disfraces en el que había conocido a Joseph Jonas.
Hacía mucho tiempo que se moría de vergüenza cada vez que recordaba aquel baile. Y aquel primer beso. ¡Y hasta qué punto aquel pequeño acontecimiento había puesto su vida patas arriba!
Esa noche, él era su acompañante. Atractivo, sofisticado y suave como la seda, la dejaba estupefacta por su habilidad para embelesar, coaccionar y mentir sin problemas y a la perfección. A ____ le ardieron las mejillas al oír el insinuante comentario de Joseph, pero, a pesar de intentarlo, no fue capaz de discurrir una respuesta adecuada a algo tan presuntuoso. Y ridículo. Así que se limitó a mantener la boca cerrada, manteniéndose a su lado como un perrito faldero.
Él la condujo con rapidez hacia el límite de la pista de baile, donde un grupo de damas charlaban animadamente como locas; de esa manera tan entusiasta de los franceses, cuando sin duda hablaban de cómo iba vestida la mujer del conde, que parecía una niña a punto de participar en el desfile de Pascua. Los ingleses también hablarían de su falta de gusto, pero, al menos, serían sobrios y discretos sobre el tema.
Entonces, los ojos de ____ se posaron en Madeleine DuMais. Reconoció de inmediato a la despampanante mujer, alta, elegante, con el pelo castaño dividido en dos y recogido bien alto en la coronilla para desde ahí caer en cascada por el cuello en suaves rizos. Llevaba puesto un brillante y moderno vestido de satén de un llamativo morado azulado, con unos capullos de rosas de intenso amarillo en el corpiño y en el borde de la falda, y todo acentuado con unos volantes de encaje negro que le cubrían el pronunciado escote en pico, lo que resaltaba la exuberancia del pecho y la estrechez de la cintura. En una mano sostenía un abanico dorado y negro medió abierto; un chal completamente negro y largo le caía sobre la otra cadera. Hablaba con las mujeres que tenía al lado con fluidez y gracia, y destacaba por encima de ellas. Era la clase de mujer que ____ veía capaz de cautivar a un país entero, de las del tipo que son recordadas a través de los tiempos, porque los hombres enamorados de ella soñarían con matar para poseerla y escribirían poesías e historias de batallas por defender el honor de la dama. Así de hermosa era.
Joseph se acercó a su lado, y Madeleine se volvió con el placer brillando en su cara y llenando sus atrevidos ojos azules cuando lo reconoció.
—Monsieur Jonas, cuánto me complace que haya podido asistir a esta velada —dijo la mujer con una sonrisa resplandeciente, mirándolo fijamente sin disimulo y apartándose de las demás damas, que siguieron con su conversación sin reparar en ello.
Joseph le cogió los largos dedos entre los suyos, hizo una reverencia y los besó.
—Madame DuMais, verla es siempre un placer. —Se dio la vuelta—. Me gustaría presentarle a mi esposa, ____.
De pie muy erguida al lado de Joseph, apretando el abanico entre su puño, ____ se sintió repentinamente fea y pequeña, y aquel instante de incomodidad que tardó la francesa en posar por fin su mirada sobre ella se le antojó que se dilataba horas.
—Madame Jonas. Al fin nos presentan —dijo, dirigiéndose a ella con un marcado acento inglés—. Su marido me ha hablado tan bien de usted que ya siento como si la conociera, aunque a fuer de ser sincera —añadió, y miró a ____ de
arriba abajo—, se mostró un tanto parco en los elogios, como por otro lado les suele ocurrir a los maridos. ¡Es usted preciosa! —Madeleine lanzó una mirada a Joseph, sacudiendo la cabeza con fingida indignación—. Mi difunto marido era exactamente igual. Un pobre hombre que me describía ante los demás como «alta y de cabellos oscuros». Nada más. Es una pena que nos esforcemos tanto con nuestro aspecto (trajes y perfumes caros y años practicando los mejores modales), para que nadie se fije realmente en nosotras, salvo las demás mujeres.
____ sonrió abiertamente, y la mujer le gustó de inmediato sin saber realmente por qué. De cerca, detectó unos sutiles rastros de maquillaje en la cara de la mujer: los labios más rojos que el natural, un toque de kohl que le perfilaba los párpados para resaltar los ojos, y colorete para sonrojarle las mejillas. La voz de su madre retumbó de repente entre sus pensamientos por lo demás complacientes: «Una verdadera dama no se pinta la cara. Resalta aquello con lo que Dios la ha bendecido solo con un leve pellizco en las mejillas o un ligero mordisco en los labios para conseguir un poquito de color». No, su madre no sentiría afecto por aquella mujer en absoluto, y a ____ le gusto sobre todo por eso.
Recuperada la confianza en sí misma, se relajó.
—En efecto, madame DuMais, la entiendo perfectamente. Vestidos de todos los colores y hechuras para cada celebración se alinean en mi guardarropa, y sin embargo, mi querido Joseph no duda en describirme ante usted como «bajita y un poco pálida, aunque de buena familia». —____ dio unos golpecitos con el abanico contra la palma de su mano libre—. Es tan propio de los ingleses, tan propio de los hombres...
Joseph parecía divertido, con las manos entrelazadas a la espalda y la boca torcida en una media sonrisa.
—Supongo que olvidé mencionar lo más valioso de tu belleza, querida —contestó, continuando con la conversación, aunque mirándola fijamente a los ojos—. Unas curvas deliciosas, el pelo del color de una puesta de sol, ojos como brillantes y una sonrisa capaz de iluminar una habitación. —Frunció la boca y el entrecejo—. Pero, como es natural, le digo a todo el mundo que eres de buena familia. ¿Por qué otra razón se casaría uno?
____ enrojeció antes la contundencia de la afirmación y la descarada contemplación de la que era objeto, pero sus ojos centellearon de placer cuando respondió de manera dramática:
—Bueno, dejando a un lado la buena cuna, yo me casé contigo por el dinero, Joseph.
El aludido hizo una pronunciada reverencia, y Madeleine echó la cabeza hacia atrás riendo con discreción.
—¡Dios mío!, cuanta sinceridad hay entre ustedes dos. Y mi querida ____... ¿Puedo llamarla ____? Y usted llámeme Madeleine. Me casé con mi difunto marido por la misma razón, y puedo afirmar que he podido disfrutar cada minuto desde su muerte.
____ ahogó una risita mientras observaba a Joseph, que pareció cautivado por la conversación.
—Tomaré eso como un buen consejo, Madeleine —observó ____ con alegría—. Tal vez llegue a ser igual de afortunada.
—Espero que sí. —Sonriendo, Madeleine la cogió por el brazo—. Bueno, estoy segura de que a su marido le encantaría darse una vuelta por la sala de fumadores o hacer lo que quiera que hagan los hombres en las reuniones como esta. —Miró a Joseph—. Si no le importa, monsieur Jonas, me llevaré a su esposa y la presentaré a una o dos amigas. Estoy segura de que ambas tenemos muchas cosas de las que hablar.
—No lo dudo —contestó él con sequedad—. Pero, por favor, no le haga cambiar de idea acerca de lo mucho que me adora.
Madeleine le dedicó una sonrisa sarcástica de oreja a oreja.
—Eso es imposible de conseguir, estoy segura.
____ dio unos pasos, inquieta, y por primera vez alcanzó a ver, en realidad fue una impresión, algo más entre Madeleine y Joseph. Nada insinuante, ni siquiera algo que sugiriese intimidad, sino una especia de... complicidad. Como si supieran un secreto que ella ignorase.
—¿Y bien ____?
La aludida se deshizo del incómodo pensamiento sacudiendo la cabeza y volvió a mirar a Joseph a la cara.
Este entrecerró los párpados cuando la miró a los ojos.
—Bailaremos más tarde.
Fue una afirmación sencilla e inocua, y sin embargo, la mirada de Joseph, intensa y llena de significado, como si fueran las únicas personas de la sala, la inquietó.
____ asintió con la cabeza de manera casi imperceptible. Entonces, Madeleine tiró de ella asiéndola por el codo, y Joseph giró sobre sus talones y desapareció entre la multitud.
Durante veinte minutos la francesa la presentó a varios conocidos, la mayoría de los cuales aceptaron su presencia allí con indiferencia, cuando no con frialdad. ____ se mostró todo lo gentil y atenta que le permitieron las circunstancias, reflejando con el rostro y sus modales una atención natural por todo lo que le rodeaba, aunque por dentro la aprensión la reconcomía. Quería seguir a Joseph, no intercambiar cumplidos con la élite francesa. Quería observarlo desde las sombras cuando se encontrara con el Caballero Negro, ver al legendario sujeto por primera vez sin que se diera cuenta. Saber que el ladrón podría estar ya en el baile, que podría haber hablado ya con Joseph, que incluso podría ser que supiera ya de su presencia casi la ponía fuera de sí.
—¿Por qué no hablamos un rato? —sugirió Madeleine, conduciéndola hacia un grupo de sillones de respaldo recto, vacíos en su mayoría, situados en el otro extremo del salón de baile.
—Sí, me gustaría —respondió ____ con aire ausente, echando un vistazo a la multitud, porque el tiempo parecía arrastrarse mientras su inquietud aumentaba de manera incesante.
Tras sentarse con gracia bajo un gran retrato lleno de encanto de un niño arrodillado en un radiante jardín de rosas, y tras tomarse el tiempo necesario para alisarse la falda a fin de evitar las arrugas y que se enredaran los dobladillos, Madeleine le preguntó directamente:
—¿Qué le trae a Francia, ____?
La pregunta la pilló por sorpresa, obligándola a concentrar de nuevo su atención en la mujer que tenía a su lado, en lugar de en cuanto caballero de pelo oscuro que caía en su campo visual y que coincidía con la vaga descripción del Caballero Negro.
—¿Disculpe?
Madeleine abrió el abanico y empezó a agitar ligeramente el aire ante su rostro.
—Le preguntaba qué le trae por Francia, puesto que conozco perfectamente su relación con Joseph.
El primer pensamiento de ____ fue que no se había dado cuenta de que su falso marido y aquella mujer se llamaran por el nombre. Pero seguro que lo harían. En realidad parecían ser más que meros conocidos y, después de todo, habían pasado algún tiempo a solas en la casa de la mujer hablando de sus acuerdos comerciales, lo cual, en conjunto, seguía pareciéndole sospechoso.
____ se enderezó un poco en el asiento, con las manos debidamente colocadas sobre el regazo, enfadada porque el comentario debería haberla molestado.
—Joseph aceptó presentarme a un amigo.
Madeleine levantó las cejas.
—¿En serio?
El sencillo comentario implicaba incredulidad, o como poco suspicacia. El ambiente empezaba a estar desagradablemente caldeado por el creciente número de personas que llenaban el salón de baile, y ____ también levantó su abanico
abierto, agitándolo sin cesar delante de ella.
—¿Puedo ser franca con usted, Madeleine? —preguntó ____ tras un momento de silencio.
La francesa respiró hondo y se recostó con cuidado sobre uno de los mullidos brazos aterciopelados del sillón, mirándola con aire calculador.
—Espero que lo sea. Por favor, créame si le digo que también puedo ser su amiga, ____.
De nuevo, una simple afirmación que no decía mucho, y sin embargo, ____ percibió la honestidad de la mujer y su propia necesidad de confiarse. Se movió en el asiento, inclinándose para acercarse y, bajando la voz, dijo:
—¿Ha oído hablar del ladrón inglés conocido como el Caballero Negro?
El único signo evidente de que Madeleine hubiera hecho caso de sus palabras fue una inapreciable pausa en el movimiento del abanico. Luego, murmuró:
—Sí.
____ se armó de valor.
—Creo que está aquí, en Marsella, y que Joseph lo conoce personalmente. Le he pagado para que nos presente.
Un vibrante estallido de carcajadas partió de un pequeño grupo de damas a la izquierda de ambas. Sin embargo, la concentración de Madeleine permaneció petrificada sobre ____, y solo un parpadeo de regocijo y perplejidad de lo más leve alteró sus facciones.
—Me pregunto cómo piensa llevar a cabo esa presentación —dijo Madeleine con mucha lentitud.
____ consideró que era bastante raro decir algo así, cuando lo que esperaba ella eran preguntas.
—No... no estoy segura —tartamudeó, irguiéndose—. Se supone que tiene que estar esta noche en el baile.
En ese momento la francesa parecía embelesada, dejó caer el abanico en su regazo y se incorporó en el asiento.
—¿De verdad? ¿Y por qué razón, según usted?
Esa idea solo se le había ocurrido a ____ una vez antes de ese momento, en la calurosa habitación del hotel del muelle, e incluso entonces, Joseph no había estado muy comunicativo en lo concerniente al motivo que le suponía al ladrón para que asistiera a aquella fiesta en concreto. Ella había dado por sentado que estaba relacionado con la espada que Joseph pretendía comprar, pero en ese momento eso se le antojó rocambolesco. El Caballero Negro era un experto de la intriga y el engaño que trabajaba por el bien de los gobiernos y de los desfavorecidos. ¿Para qué querría una espada? ¿Y cómo podría robarla delante de quinientas personas y largarse delante de las astutas y observadoras narices del conde? No podría, no lo haría, y entonces ____ sintió que su confianza remitía a medida que crecía su confusión. Si el ladrón aparecía, sería por otro motivo, por algo que ella no había considerado todavía.
—No puedo imaginarme que asistiera a un baile en honor de la hija del conde de Arlés porque sea amigo o conocido de la familia —terminó aceptando ____—. Eso parece demasiado increíble. La lógica sugiere entonces que estaría aquí por negocios, más exactamente para robar algo. Y si hace un viaje tan largo hasta el sur de Francia para robar, el objeto de su interés ha de ser de gran valor. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Pero esto es solo una mera suposición por mi parte. La
verdad es que no lo sé.
Madeleine no pareció advertir la perplejidad de ____. De hecho, todo su semblante brillaba con una fascinación moderada.
—Lo único que se me ocurre que sea lo bastante pequeño para que un ladrón pueda robarlo en un baile sería... bueno... los documentos que el conde podría guardar en algún lugar de su casa o, más probablemente, las valiosas joyas de alguna dama. Algo que se pueda esconder en un bolsillo... tal vez un broche de diamantes o quizá un anillo de rubíes.
____ frunció el entrecejo.
—Pero ¿por qué venir hasta Francia para robar un broche? Eso lo puede hacer en Gran Bretaña.
Madeleine frunció sus exuberantes labios rojos y arrugó la frente al considerar prudentemente:
—A menos que ese broche concreto tenga un valor incalculable de otro tipo.
Sin pretender parecer terriblemente ignorante, ____ preguntó:
—¿Y qué valor podrían tener unas joyas más allá del que tengan en el comercio?
La francesa empezó a abanicarse de nuevo.
—Bueno, imagine por ejemplo que pudieran canjearse por importantes documentos que tal vez fueran de utilidad para el gobierno británico.
—Canjear un broche francés robado por unos documentos franceses... —pensó en voz alta.
—O tal vez el Caballero Negro esté aquí para apoderarse de unas joyas que hubieran sido robadas inicialmente a un británico —propuso en su lugar Madeleine.
____ reflexionó sobre aquello y tuvo que aceptar que era lo que más sentido tenía de todo, dada la afición del sujeto a devolver los objetos que robaba.
Con los ojos chispeantes, Madeleine se inclinó de nuevo para acercarse mucho.
—Todo buen ladrón ha de tener una razón que anime sus actos —concluyó en un susurro—. Y el Caballero Negro especialmente es conocido por robar objetos solo por el dinero. Si Joseph espera que esté aquí esta noche, creo que el Caballero Negro estará observando a las damas que lleven joyas de gran valor. Ya verá, si al final está acabará resultando una noche llena de incidentes y diversión.
____ desvió la mirada hacia los invitados una vez más, observando a las damas, que alternaban vestidas con sus mejores galas, a los caballeros, que charlaban ociosamente alrededor de las mesas del bufé, a las parejas, que se reían, susurraban y bailaban un precioso vals vienés, interpretado con pericia por una orquesta de veinte instrumentos. Casi todas las mujeres que podía ver llevaban diamantes o zafiros o algo igual de valioso, exhibidos para la general admiración. El objetivo podía ser cualquiera de ellas, lo que demostraba que la conjetura de Madeleine era correcta.
—¿Puedo preguntarle cómo es que ha venido hasta Marsella para conocerlo?
____ volvió a mirar a los ojos a Madeleine como una exhalación.
La francesa sonrió con perspicacia, apartándose un oscuro rizo de la sien con un elegante movimiento del dorso de la mano.
—Es una decisión un tanto osada, ¿no le parece?
Por primera vez esa noche ____ consideró la posibilidad de mentir. Sus motivaciones eran muy personales, incluso vergonzosas, y confiar en cualquiera podría ser realmente arriesgado, por muchas y complejas razones. Tampoco podía admitir ante cualquiera que de tanto en tanto se dejaba llevar por deslumbrantes ensoñaciones en las que se veía entre los brazos del Ladrón de Europa. Aquello era solo una bobada, aunque probablemente creíble, dada la habitual naturaleza romántica de las damas solteras de su edad. Sin embargo, por más que estuviera disfrutando de la compañía de aquella mujer, y aunque tenía que decir algo, su deber era divulgar lo menos que pudiera.
Con aire ausente se tocó el camafeo que llevaba al cuello, frotándolo entre los dedos.
—Estoy muy interesada en él profesionalmente. Necesito que me ayude a encontrar algo de la mayor importancia y... de carácter personal.
Madeleine se la quedó mirando con atención durante varios silenciosos segundos.
—Oh, entiendo...
La inquietud hizo presa de nuevo en ____, que empezó a sentir un desagradable calor. No era por ahí por donde quería que discurriera la conversación, y confió en que Madeleine no fuera tan descortés como para escarbar más en sus pensamientos y proyectos privados. Decidió no permitírselo, cambiando el tema de conversación ella misma.
—Así que, dígame, ¿cómo arregló lo de la compra de la valiosa espada del conde de Arlés para Joseph, y doy por sentado que es valiosa?
La expresión de Madeleine no experimentó ningún cambio. Estudió largo rato a ____ sin ningún recato, con una expresión neutral, pero con unos ojos vigorosamente alertas. Entonces, se apartó el chal del brazo con cuidado y lo dejó colgando en su regazo.
—Sí, es muy valiosa —reconoció—, lo cual, creo, es la única razón de que Joseph haya hecho un viaje tan largo desde su país para adquirirla. Me llegaron rumores de su interés en la transacción porque mi difunto esposo era comerciante y conocía a varios hombres relevantes de la zona de París. El conde vive allí durante parte del año. Pero no le pregunté a Joseph los motivos que tenía para comprarla, y la verdad es que ignoro los detalles. Me limité a concertar la cita.
____ sonrió.
—Parece un poco ridículo, pero para ser justos, el hombre tiene la afición de coleccionar armas, tanto modernas como antiguas.
Madeleine volvió a estudiarla con actitud crítica.
—Supuse que debía de coleccionarlas.
____ sintió que el calor le ascendía por las mejillas, y decidió que lo mejor era aclarar las cosas.
—Claro que yo solo he estado en su casa una vez, en su estudio, pero tenía una pared cubierta de espadas y pistolas y otras municiones diversas. Imagino que deben de valer una pequeña fortuna.
Madeleine se ablandó y la honró con una sonrisa cómplice.
—¿En serio? Aunque supongo que el coleccionismo es una diversión habitual en un caballero, ¿no es así?
____ cerró el abanico y se lo colocó en el regazo.
—Sin duda lo es para él —admitió, y un atisbo de regocijo tiñó el tono de su voz—. Y es una colección de envergadura, por la que, según sé, siente un gran orgullo. Sencillamente, encontraría más impresionante que un caballero tan agudo y apasionado como Joseph invirtiera mejor su tiempo en causas más valiosas o notables, tal vez gestionando asuntos de gobierno o problemas sociales. Antes al contrario, parece pasar gran parte de su vida persiguiendo frívolos objetivos de disfrute personal, viajando por el mundo cuando le viene en gana y gastando su dinero en tesoros insignificantes. —Sacudió la cabeza—. Demasiado tiempo... jugando.
Con cierta sorpresa, se le ocurrió entonces que jamás había pensado en él con tanto detalle anteriormente, considerando las virtudes de su personalidad sin ningún conocimiento de las circunstancias infantiles que pudieran haberlo moldeado y que lo habían convertido en el hombre que era ahora. Y acababa de describir casi al detalle al tipo de hombre poco convencional, del que le había hablado a Joseph en el barco, con el que quería casarse; un hombre sin ataduras con la rígida sociedad y sus opresivas convenciones, pero libre y aventurero y lleno de deseos de experimentar la alegría y la excitación de la vida. No sin irritación, también se dio cuenta de que él habría reparado en su metedura de pata en su momento.
—Le gusta, ¿no es cierto? —le preguntó Madeleine en voz baja, con una mirada intensa, llena de intuición.
—Sí, me gusta —admitió ____ con un suspiro, desplomándose un poco en su corsé—. Es encantador y muy considerado, como estoy segura de que ya sabe. Pero nuestra relación es estrictamente la de unos amigos ocasionales. Nada más.
—Por supuesto —admitió Madeleine como convenía al caso, dejando caer ligeramente la barbilla.
La voz de ____ se tensó cuando añadió:
—Todas las mujeres parecen darse cuenta de su atractiva personalidad. Ellas lo adoran, y él lo sabe. Eso le sienta de maravilla, lo cual no es una de sus mejores cualidades. Pero, como es natural, eso no es asunto mío.
Madeleine se rió interiormente, estudiándola durante uno o dos segundos con la cabeza inclinada. Luego, alargó la mano hacia la de ____ y se la apretó con dulzura.
—Yo no lo juzgaría con tanta severidad, ____. Ese hombre es más profundo y tiene más devociones que las que usted probablemente perciba.
____ se preguntó durante un instante cómo era posible que la francesa supiera eso. Sin embargo, antes de que pudiera hacer ningún comentario, el rostro de Madeleine se tornó inexpresivo, mientras su mirada se dirigía hacia un grupo de damas que se acercaban tranquilamente en su dirección.
—Vaya, querida. Madame Vachon y la pesada de su hija Hélène. —Suspiró, agarró el abanico y el chal, y se levantó con elegancia—. Hélène no sabe hacer otra cosa que hablar del colorido de París y de cómo se casó con alguien de condición social superior a todas nosotras, un financiero, creo que de sangre noble, fallecido de forma inesperada durante la luna de miel, y que le dejó una fortuna. Supongo que debo abordarlas primero y saludarlas.
____ aprovechó la oportunidad que Madeleine le brindaba, levantándose también y agitando de nuevo su abanico abierto en un intento de mantener alejada la inquietud de su voz.
—Creo que daré un pequeño paseo, entonces. Quizá me dé una vuelta por el vestíbulo, donde el ambiente no está tan cargado.
—Buena idea —convino Madeleine—. Y tal vez sea el momento de que busque a Joseph. La hija del conde bajará de un momento a otro. —Madeleine avanzó un paso, se detuvo y volvió a darse la vuelta—. No permanezca ciega a sus admirables cualidades como hombre, ____ —la reprendió en voz baja—. Todo lo que desea lo tiene aquí, al alcance de la mano, aunque puede que su mayor deseo no esté metido en el paquete que escogería abrir en primer lugar.
La atrevida afirmación confundió a ____, dejándola, cosa rara en ella, perpleja y sin respuesta. Una vez más, tuvo la sensación de que la señora DuMais sabía algo que ella ignoraba, de que aquella y Joseph guardaban un secreto tras otro de personas y acontecimientos de más profundo significado. Pero era un pensamiento perturbador tan vago que no podía hacer nada al respecto, y menos que nada traducirlo a palabras.
Madeleine volvió a sonreír como si le leyera la mente.
—Recuerde, puede confiar en mí siempre, sobre lo que sea. Búsqueme luego, y hablaremos más. —Diciendo esto, se sujetó la falda de su hermoso vestido, giró sobre sus talones con suavidad y se alejó.


Joseph tardó casi quince minutos en sortear los grupos de personas, llegar al vestíbulo y subir las escaleras. Por supuesto, si alguien le preguntara, diría que estaba buscando a su esposa o que había oído que el conde tenía una colección de arte privada excepcional en su estudio y que creía que varios conocidos habían mencionado que subirían a verla de un momento a otro. Cuando fuera informado acto seguido de que estaba en un error, haría hincapié en sus escasos conocimientos de francés, y que tal vez no había entendido bien. Si lo pillaban, su encanto lo haría salir del apuro. Si de algo podía presumir Joseph era de ser un maestro del engaño.
Pero no lo pillaron, y nadie lo vio una vez se escabulló del vestíbulo y subió la escalera, y en realidad hablaba francés bastante mejor de lo que cualquiera habría imaginado jamás. Era un maestro en su oficio, pero lo que lo convertía en fabuloso era que nunca se mostraba pomposo. Era lo bastante humilde —o bastante inteligente quizá fuera una definición más exacta— para darse cuenta de que no podía permitirse el lujo de la arrogancia bajo ninguna circunstancia. Cada vez que abandonaba su tierra para hacer un trabajo, preveía las diferentes maneras de que pudieran desenmascararlo, de que alguien se enterara de sus intenciones y descubriera su identidad. Sabía que sin prudencia y sin una mente en estado de alerta, lista para adoptar un cambio de acción inmediato en todo momento, podría acabar en la cárcel o, aún más probablemente, muerto. Ninguna de las dos eran alternativas que le gustara contemplar.
Recorrió el pasillo en silencio. La iluminación era escasa, aunque no insólita para una casa particular a esas horas de la noche. Como era natural, ni la familia ni el servicio consideraban necesario iluminar intensamente una zona que no sería, ni debería ser, transitada por ninguno de los invitados a la fiesta.
Los zapatos de Joseph hacían un ruido sordo sobre la mullida alfombra oscura, pero el jolgorio que ascendía del salón de baile amortiguaba cualquier eco que sus grandes zancadas pudieran hacer. Annette-Elise y sus doncellas estaban en la misma planta, aunque en el otro extremo de la casa, preparándose para una aparición que tardaría menos de veinte minutos en producirse, pero la mayor preocupación de Joseph era la de darse de bruces con algún criado. Como en todas las grandes mansiones, estaban por todas partes, ya en las sombras y esquinas, ya en las habitaciones por lo demás vacías. Eran igual que los muebles, como algunas personas sin consideración tendían a tratarlos, con una función pero carentes de mente y sentimientos. Joseph tenía el suficiente sentido común y los consideraba una amenaza tan considerable como el propio Henri Lemire.
Tenía que darse prisa. Estaba empezando a sentir un ansia casi antinatural de estar de vuelta en el salón al lado de ____. Si no volvía pronto, esta empezaría a sospechar, y confiaba en que Madeleine pudiera mantenerla entretenida solo hasta que la naturaleza maliciosa de ____ tomara el mando y se planteara salir en su busca.
Por fin llegó a la puerta del estudio. Se detuvo y, con la oreja apretada contra el panel, se dispuso a escuchar cualquier sonido procedente del otro lado. Nada.
Colocó la mano en el pomo, lo giró hasta que se produjo un chasquido y abrió la puerta.
La habitación estaba a oscuras. El resplandor de la luna que se colaba a través de las ventanas apenas iluminaba la estancia, pero encender una lámpara era demasiado arriesgado. Tendría que hacerlo sin luz, decidió, y cerró la puerta tras él.
Conocía bien la distribución. La mesa a la derecha, dos sillas colocadas enfrente, la chimenea apagada en la pared oeste, la caja fuerte encima de la repisa. Esperó solo unos segundos para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, y sin demora empezó a atravesar a tientas la habitación, el oído atento y despierta la mente, no fuera a ser que tuviera que improvisar una mentira.
Finalmente, se paró delante de la caja fuerte, con el Fragonard ya fuera de su posición colgante en la pared. Alargó la mano y tocó el frío metal. La caja fuerte estaba abierta y vacía. Annette-Elise llevaría las esmeraldas esa noche, tal y como los rumores habían pronosticado.
Se metió los dedos con agilidad en el bolsillo del pecho y sacó una pequeña bolsa de terciopelo. A continuación, la introdujo cuidadosamente en el interior de la caja, de manera que quedara a la vista y fuera descubierta fácilmente.
Sonrió abiertamente en la oscuridad.
Sus planes estaban empezando a realizarse.






















¡Hola chicas!
Aquí les dejo un capítulo largo :)
Más alrato subo otro.


Nani Jonas, aquí esta el link de donde descargue la novela:
http://www.mediafire.com/?iw25t2hqqwvz9m2
:D

Natuu♥️!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por aranzhitha Vie 20 Jul 2012, 11:38 pm

awwww Joseph se quiere casar con ella
La rayiz no deberia de ser tan dura con Joe
Me cayo supermal la esposa del conde
Y el conde que pica flor es :x
Siguela!!!
aranzhitha
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Mensaje por Nani Jonas Sáb 21 Jul 2012, 4:33 pm

ojala todo le salga bien a joe
y qe no lo descubran
Madeleine me cae bien
hasta ella se dio cuenta qe a la rayis
le gusta joe y lo mejor de todo fue
qe ella lo acepto jajaja siguela plis


Natu gracias por el link ahora mismo lo descargo
Nani Jonas
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http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por fernanda Sáb 21 Jul 2012, 5:25 pm

Hola !
soy nueva en la nove y debo decir que me encanta!
solo espero que joe le diga a la testaruda quien es !
y que se amen por siempre
SÍGUELA!
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fernanda
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Mensaje por helado00 Sáb 21 Jul 2012, 5:53 pm

Naaaaaaatu!!
no, te juro que ame el cap!! esta nove me facina,encanta y más!!
hahahahaha dios, diguela pronto porfavor si!?!
Madeleine me agrado demasiado, kdhjkashd y además como hizo que la rayis aceptara que gusta de Joseph xdd
en fin..siguela :D
helado00
helado00


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Mensaje por Nani Jonas Sáb 21 Jul 2012, 8:40 pm

anda natu sube otro cap plis
Nani Jonas
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Mensaje por Natuu! Dom 22 Jul 2012, 2:14 am

Capítulo 9



Henri Lemire entró silenciosamente en su biblioteca privada del segundo piso, el vaso en la mano, lleno hasta el borde de un whisky excelente, y cerró la puerta tras él. Faltaban menos de veinte minutos para el debut de Annette-Elise, y él tendría que estar presente. Habría que tomar las decisiones allí y en ese momento con toda rapidez, porque el tiempo apremiaba, y esa probablemente sería la única oportunidad que tendría esa noche.
Alain Sirois, vizconde de Lyon, ya había entrado y había encajado su voluminoso cuerpo en uno de los dos sillones de piel marrón. Había llegado solo la noche anterior, ya tarde, así que aquella era la primera oportunidad que tenían de hablar en privado, y por desgracia tendría que ser a toda prisa. Michel Faille también se reuniría con ellos de un momento a otro, y por fin se pondrían manos a la obra para salvar a Francia.
Alain empezó a parlotear sobre lo molesto que estaba con su esposa, una detestable mujer vocinglera, obesa y horrible. Henri se apoyó contra una de las estanterías, sonriendo y asintiendo atentamente con la cabeza cuando era necesario y dándole sorbos a su whisky, mientras sus pensamientos vagaban por derroteros mucho más placenteros, como los grandes pechos de madame Quinet frotándose contra su torso durante el baile que le había prometido para más tarde, o por temas serios, como el valiosísimo collar de esmeraldas que sería cuidadosamente desmontado y vendido al día siguiente a mediodía. Alain, con su pelo blanco y ralo, su nariz larga y estrecha y unos ojos oscuros como los de un cuervo, era casi tan molesto de mirar como de escuchar. Pero tenía unos contactos excelentes en París y era extremadamente útil para la causa, así que Henri lo trataba como si fuera un viejo amigo de la familia, lo cual, por supuesto, no era así. Sin embargo, dejando a un lado cualquier otra consideración, Alain se oponía a Luis Felipe, y eso era lo que les unía.
Para alivio de Henri, Alain guardó silencio cuando la puerta se abrió por segunda vez, y Michel Faille, vizconde de Rouen, entró a continuación. En un hombre de extraordinaria estatura, pues medía casi dos metros, y delgado de constitución, aunque se movía con demasiada torpeza para alguien que llevaba más de cincuenta años con semejante cuerpo. Tenía una personalidad dura y astuta, a menudo, cruel y grosera con los inferiores, pero sus rasgos eran como los de una paloma: tez blanca, pelo canoso, una piel anormalmente suave como la de una mujer y unos ojos castaños de párpados caídos. Su atractivo le había sido de utilidad a lo largo de los años, porque pillaba a la gente desprevenida. Uno lo trataría como a un caballero agradable y delicado, para descubrir que podía ser genial y casi malvado de pensamiento y obra. Henri lo admiraba realmente por eso.
—Una fiesta encantadora, Henri —observó Michel con sarcasmo, dirigiéndose tranquilamente hasta el único sillón vacío de la habitación. Se sentó con torpeza y plantó sus enormes pies sobre la alfombra de felpa Aubusson, lo que provocó que de forma natural sus rodillas quedaran por encima de la altura de los brazos del sillón—. Supongo que aquí podemos hablar sin tapujos.
Fue una afirmación, no una pregunta, y Henri la ignoró.
—La venta está fijada para mañana al mediodía —empezó el anfitrión tras darle un buen trago a su copa—. Me marcharé a la ciudad alrededor de las diez, y debería estar aquí de vuelta a eso de la una o las dos, con el dinero en la mano. Lo dividiremos a partes iguales mañana por la noche, tras lo cual, regresarán a sus hogares. La ceremonia de París tendrá lugar de aquí en dos semanas. Nuestra graciosa majestad tiene previsto asistir, al menos por el momento, y nosotros iremos con ese...
—Henri, no hay tiempo suficiente —terció Alain con un gruñido, intentando en vano encajar su enorme cuerpo en el sillón.
—Pues claro que hay tiempo suficiente —le espetó Michel con irritación—. No sea idiota. Hay miles de hombres muertos de hambre deambulando por las calles de París. Cualquiera de ellos lo haría mañana a cambio de un precio. Contratar en su lugar a un profesional es mejorar el asunto, y esto es un negocio, Alain. Hemos de ser diligentes y cuidadosos, pero actuar con rapidez. —Movió su ágil mirada femenina hacia Henri, cambiando su atención hacia un asunto más apremiante—. ¿Dónde están las joyas ahora?
Henri hizo una larga y tranquila inspiración con la intención de ganar tiempo para pensar, mientras empezaba a dar vueltas por delante de las estanterías que cubrían la pared desde el suelo hasta el techo y que estaban repletas de volúmenes de literatura, poesía e historia perfectamente colocados. No les iba a gustar lo más mínimo su respuesta, pero aquella era su casa, su amada hija y, por derecho propio, sus esmeraldas. Él fue quien ideó el plan y el que pagó para que fueran robadas en primera instancia. Cualquier objeción por parte de sus compañeros sería, en el mejor de los casos, discutible.
—Annette-Elise las está luciendo mientras hablamos...
—¿Qué? —Michel a punto estuvo de levantarse de un salto del sillón, y su expresión natural de cierta debilidad de carácter se convirtió en ira controlada.
Henri volvió la cabeza rápidamente.
—¡Silencio, Michel! —susurró Henri con vehemencia, y el rostro se le contrajo—. Nos puede oír algún criado o acaso cualquiera que ande por los pasillos.
Alain se puso rojo y empezó a sudar con profusión. Masculló algo y se metió la mano en el bolsillo para sacar un pañuelo, que utilizó para secarse la cara con manos temblorosas. Michel se volvió a sentar, mirando, rígido, a su anfitrión, y levantó un brazo desgarbado para apoyar el codo en el respaldo del sillón, en un intento frustrado de encontrar una postura cómoda.
Henri les concedió uno o dos segundos para que se tranquilizaran y terminó su whisky de tres grandes tragos.
—Las esmeraldas están seguras —insistió—. Han estado encerradas bajo llave en mi caja fuerte personal durante semanas hasta hace treinta minutos, cuando las abroché al cuello de mi hija personalmente. —Sus ojos brillaron y se abrieron mientras se enfrentaba a los dos hombres con lógica—. ¿Quién suponen ustedes que las va a robar aquí? Mmm... ¿En una fiesta con quinientos invitados? ¡Qué idea más ridícula! La mitad de las mujeres invitadas lucen unas joyas valiosísimas...
—No como esas —terció Alain una vez más, casi sin voz.
Henri colocó su vaso vacío en un estante y se inclinó hacia ellos, a punto de perder la paciencia mientras forzaba la voz para hablar en un susurro.
—Son unas joyas exquisitas, hechas para ser lucidas por reinas y emperatrices. Nada más adecuado que quien las luzca por última vez sea mi hermosa e inocente hija el día de su debut.
—Bastardo arrogante —farfulló Michel entre sus labios suaves como el terciopelo, con los dientes apretados.
Henri esbozó una sonrisita de jactancia.
—Puede que lo sea. Pero esta noche siguen siendo mías, caballeros. He sido yo quien ha asumido los riesgos, no ninguno de ustedes dos, y sin duda, ninguno de los otros que solo muestran una tibia disposición a aceptar nuestra política para proteger a un rey legítimo. —Dándose impulso para incorporarse, se alisó la levita y les lanzó una clara advertencia con un gruñido—. Mañana serán vendidas para que la nobleza francesa legítima, que ha esperado décadas para reclamar el trono para el heredero de Luis, pueda recuperar también el poder y la posición que se merece y que les fueron entregadas hace siglos por la Iglesia y el propio Dios. Esta noche es un preludio. Mañana empieza todo.
Era una afirmación atrevida, extremadamente exagerada, llena de incertidumbres, y todos lo sabían. Sin embargo, tuvo su efecto dramático, porque los tres hombres, durante un momento de quietud, se miraron unos a otros, sopesando decisiones, el coste para las reputaciones y las cuentas bancarias, el placer del alcanzar el objetivo y la victoria que desactivaría las graves situaciones que podrían surgir si estuvieran equivocados, si fueran descubiertos. Pero habían estado planeando aquello durante demasiado tiempo para echarse atrás. Y ninguno reconocería que quería hacerlo.
Una débil música y unas risas amortiguadas se filtraron por los tablones del suelo, procedentes del salón de baile. Entonces, Alain tragó saliva con dificultad y prosiguió con lo esencial.
—Queda poco tiempo. Si vamos a montar guardia cuando su hija haga el debut llevando las valiosísimas joyas, debería contarnos rápidamente lo de París, Henri...


____ subió las escaleras hasta el rellano del segundo piso, arreglándose la amplia falda para evitar tropezar. Casi todo el mundo estaba en el salón de baile; solo algún que otro invitado permanecía en el vestíbulo, la mayoría camino del pasillo que conducía a la sala de fumadores y a los salones. Nadie pareció reparar en ella, y si lo hicieron pensarían que no era más que una mujer que se había perdido, como era frecuente, o a la búsqueda de un marido ligero de cascos o que quizá ella misma pretendía reunirse con un amante para besarse apasionadamente en la oscuridad. Todo ello, algo muy frecuente en las fiestas.
Su intención era encontrar a Joseph, que a todas luces estaba inmerso en alguna u otra ventura, probablemente buscando las antigüedades personales del conde, que con toda seguridad el francés conservaría en su estudio o en su biblioteca personal. O quizá, pensó, poniendo todas sus esperanzas en ello, hasta estuviera hablando en ese momento con el Caballero Negro. Esas eran las dos cosas que mejor podían explicar su desaparición, aparte de que anduviera liado con alguna mujer en las sombras, y eso era algo que ella se negaba a considerar en absoluto, aun a sabiendas de las inclinaciones personales de Joseph. No podía imaginárselo desperdiciando la noche en la sala de fumadores, discutiendo de política y de caza con otros hombres. No era su estilo. Más probable sería que estuviera bailando o seduciendo a las damas que estaban tan desatendidas por sus maridos. Ese era Joseph, pero ____ sabía que a la sazón no se hallaba en el salón de baile, ni en las demás habitaciones del primer piso, donde ya había echado un rápido vistazo.
Se detuvo en lo alto de las escaleras y le asaltó la duda.
Tendría que tomar una decisión —a derecha o a izquierda—, y tan buena era la una como la otra. Vio entonces a una niña delgada de pelo castaño, ataviada con un elegante uniforme almidonado color gris, mandil y cofia blancos, entrar en el descansillo de la casi invisible escalera de servicio llevando unas camisas de caballero que apretaba contra el cuerpo con una mano, y girar hacia el pasillo septentrional, donde desapareció al doblar la esquina.
La doncella se dirigía a las habitaciones privadas de la familia, dedujo ____, lo que significaba que quizá la biblioteca estuviera a la izquierda. No necesariamente, pero era una suposición aceptable.
____ dobló la esquina, arriesgándose a lanzar una última mirada hacia atrás y por las escaleras para asegurarse de que nadie la seguía, y echó a andar descaradamente de puntillas por el desierto pasillo, sintiéndose un poco culpable por violar aquel suelo privado. Sin embargo, en su cabeza, su excusa le pareció legítima.
Oyó de pronto unas voces sonoras y graves, aunque lo bastante amortiguadas por las gruesas paredes cubiertas de paneles de madera para acallar las palabras. Se detuvo en el centro del pasillo, intentando escuchar solo el tiempo suficiente para decidir si la voz de Joseph era alguna de aquellas, pero entonces la intriga la dominó y pegó la oreja a la puerta.


Envuelto en una oscuridad absoluta, Joseph también oyó las voces procedentes de la biblioteca del conde, situada en la habitación que lindaba con la pared de la caja fuerte.
Aquello le cogió por sorpresa, porque todo estaba en silencio hasta que empezó el ruido sordo de la conversación. Esperó varios segundos, intentando distinguir las palabras y las frases o si la conversación era de gran importancia, pero, desde donde estaba, no podía entender nada primordial. De todos modos, si no podía enterarse de algo escuchando a hurtadillas, no había razón para arriesgarse a ser descubierto en el estudio a oscuras del conde. Si lo pillaban, mejor que fuera en el pasillo.
En cuatro zancadas se situó de nuevo junto a la puerta. Entonces, oyó un crujido... un golpeteo y una voz que se alzaba.
Era posible que estuvieran saliendo, y de ser así, aguantaría en el estudio hasta que se hubieran ido. Con un poco de suerte se dirigirían al salón de baile y no en la dirección en la que se encontraba, pero tenía que estar preparado para la contingencia de ser descubierto.
Tranquilamente, con su rápida mente puesta en guardia mientras pergeñaba una excusa verosímil que explicara su presencia allí, cuando en realidad no había ninguna, alargó la mano hacia el pomo, abrió la puerta solo un poco y atisbo por el pasillo. Lo que vio lo asustó e inquietó por igual.
____ estaba allí, balanceando las caderas bajo su largo vestido de baile mientras se alejaba rápidamente hacia el descansillo principal. En el preciso instante en que doblaba la esquina, el conde salía de la biblioteca seguido por dos hombres, uno de estatura media y el otro increíblemente alto y desgarbado. Todos eran nobles franceses; todos, con el interés común de derrocar al rey que en ese momento reinaba en Francia.
¿Qué diablos estaba haciendo ____ allí? ¿Escuchando... o buscándolo a él? Era posible que ella supiera algo de francés, porque era un idioma que se enseñaba a la mayoría de las damas inglesas, pero era improbable que lo hablara con fluidez o habría utilizado algunas palabras en su presencia desde que estaban en Francia. Lo más escalofriante de todo, se dio cuenta Joseph en ese instante, era la circunstancia de que el propio conde podría haberla visto en las sombras o doblando la esquina. En ese caso, los conocimientos que ella pudiera tener del idioma era algo irrelevante. Si un conde francés muy rico y poderoso hubiera estado hablando de cuestiones concernientes a la seguridad nacional —y por lo que todos decían, era de eso precisamente de lo que habían estado hablando—, tendría que suponer que ella sabía algo y se vería obligado a tomar medidas.
Joseph contuvo la respiración, inmóvil, la puerta abierta solo una rendija de la anchura de su ojo, cuando el conde miró en su dirección. Entonces, los tres hombres se dieron la vuelta a toda prisa y se alejaron a grandes zancadas en dirección al salón de baile.
Joseph esperó casi cinco minutos, que transcurrieron con una lentitud inconmensurable. Pero no podía correr el riesgo de que alguno de los franceses advirtiera que los seguía. Al final, el tiempo apremiaba y tuvo que moverse.
Abrió la puerta con suavidad y salió al desierto pasillo. A toda prisa, y sin ver un alma, caminó hasta el rellano central bajó las escaleras y entró en el salón de baile. El nivel de ruido había aumentado a medida que la zona se había ido atestando de gente. Tardó otros cinco minutos en encontrar a ____, que estaba con Madeleine cerca de uno de los grandes ventanales, en ese momento abierto para refrescar la habitación con una brisa más imaginada que real, de perfil mientras se abanicaba y escuchaba a una enorme y sudorosa mujer de mejillas sonrosadas, que se reía a carcajadas de un comentario que acababa de hacer.
Entonces, ____ se volvió lentamente hacia él, como si sintiera su presencia más que advertirla, y una sonrisa casi imperceptible le separó los labios cuando le miró a los ojos.
Joseph se sintió ridículamente adolescente cuando se le aceleró el pulso y se le secó la boca solo por contemplar la hermosa cara de ____ al dulcificarse exclusivamente para él. No apreció ni miedo ni inquietud en su mirada, sino una calidez complaciente y un montón de preguntas que ella ansiaba hacer. Fuera lo que fuese lo que hubiera oído, de haber oído algo, en la biblioteca privada del conde, o no la concernía lo suficiente... o lo ocultaba a la perfección.
Cogiéndose las manos a la espalda, Joseph serpenteó entre la multitud hasta llegar a las damas, que dejaron de hablar al acercarse él.
—¿Me acompaña a dar un paseo por el jardín, ____?
Madeleine lo miró.
—Oh, sí, vaya —insistió por su parte.
—Pero la hija del conde está a punto de aparecer. Sería una grosería —argumentó ____ sin convicción.
Joseph se inclinó hacia ella y bajó la voz.
—¿Qué mejor ocasión podría haber? Todo el mundo estará aquí.
Joseph observó cómo titubeaba, paseando la mirada por la multitud, sopesando la posibilidad de que él le fuera a dar alguna noticia que quizá no pudiera divulgar en presencia de las otras. Madeleine había vuelto a concentrar su atención en la enorme mujer, y las dos conversaban de nuevo, esta vez en francés, lo cual significaba que ya habían asumido su inminente ausencia. Él la cogió por un brazo, y, sin decir nada más, la condujo por el codo hasta el vestíbulo, la hizo atravesar las puertas principales y salieron al jardín.
No estaban solos, por el momento. Otras tres o cuatro parejas paseaban tranquilamente por el sendero de ladrillo que serpenteaba a través del parque, la mayoría del brazo, hablando en voz baja y riendo dulcemente. La fragancia de las flores y del césped recién cortado llenaba el tranquilo aire nocturno. Las luces de los faroles iluminaban el camino en unos apagados tonos amarillos; la música y las conversaciones del salón de baile se filtraban a través de los ventanales parcialmente abiertos, para mezclarse con el zumbido de los insectos nocturnos y el sonido bastante lejano del mar.
La cálida y serena atmósfera los envolvió a los dos cuando Joseph entrelazó su brazo con el de ____, atrayéndola hacia él sin que ella ofreciera resistencia. ____ no había hablado desde que habían salido al jardín, pero no se mostraba presionada ni molesta y, de hecho, parecía encontrase bastante cómoda a solas con él en aquella atmósfera un tanto íntima.
—¿Se divierte? —le preguntó él cortésmente.
—No está mal. Esto es precioso. —Ella lo miró de reojo—. ¿Y usted?
Joseph la miró a la cara, mitad ensombrecida, mitad iluminada por la luz dorada que la casa arrojaba detrás de ellos. ____ estaba sonriendo, aunque lo estaba taladrando con la mirada en busca de una aclaración.
—Supongo. Sobre todo me gusta que esté aquí conmigo.
Aquella era la manera de hablar de Joseph —contenida y sería— que la desconcertaba. La sonrisa de ____ se desvaneció un poco, y volvió la cabeza, de manera que se quedó frente al jardín de nuevo. Caminaron en silencio unos cuantos pasos más, hasta que él localizó un banco de hierro forjado cerca de la esquina sudeste y la condujo hasta allí.
—Joseph...
—Tengo algo que preguntarle, ____ —la interrumpió pensativamente.
Ella titubeó, se permitió tomar asiento alisándose la falda una vez más, mientras él permanecía ligeramente a su lado con los brazos cruzados por delante del pecho.
—Por favor —le agradeció ella con un gesto de la mano.
Joseph sabía que estaba ansiosa por ahondar en los asuntos que la inquietaban, pero estaba conteniendo deliberadamente su mordacidad, no fuera a ser que él decidiera olvidarse de la importantísima reunión que la había llevado a Francia. Joseph percibió otra oleada de poderoso recato que la envolvía en ése momento, mientras miraba fijamente desde arriba su cara, iluminada débilmente por la dorada luz de los faroles.
Inclinando la cabeza, le preguntó con prudencia:
—¿Qué tal habla el francés?
La pregunta la sorprendió, como Joseph sabía que ocurriría, y su expresión de perplejidad era lo que él quería ver. ____ no tenía ni idea de adónde se dirigía la conversación.
Ella se movió un poco en el asiento, retorciendo el abanico en el regazo.
—Esa es una pregunta bastante rara.
Joseph bajó la vista al sendero de ladrillo, restregándose los zapatos de suela de piel contra los adoquines.
—No es una pregunta embarazosa, ni siquiera insólita, ____.
Ella esperó varios segundos, transcurridos los cuales suspiró y se relajó contra el respaldo del banco.
—Hablo el francés con fluidez, aunque no soy capaz de imaginar por qué habría de importarle eso.
A él no le asombró la respuesta, y sin embargo, en alguna parte de su mente empezó a hacer caso de una advertencia, por el momento difusa. Mirándola a los ojos una vez más, continuó:
—¿Y aprendió el idioma de una institutriz maniática?
Ella le dedicó una sonrisa inexpresiva.
—Fue una imposición materna. Insistió en que no perdiera mi herencia, por si me servía de algo.
Él arqueó las cejas.
—¿Perder su herencia?
La expresión de ____ se tornó seria, y se abrazó cogiéndose los codos, lo que provocó que sus pechos se juntaran en unas ondulaciones suaves como la porcelana. Joseph intentó no mirarlos mientras se concentraba en su cara.
Al final, ella murmuró:
—Mi abuelo materno era el conde de Bourges.
El aire se aquietó en torno a ellos, mientras Joseph se quedaba repentinamente absorto a causa de sus palabras. La miró abiertamente durante varios segundos, pero ella siguió sin advertirlo.
—En realidad, era un conde rico y respetado antes de la Revolución del noventa y dos. Lo perdió todo una noche, después de que los campesinos arrasaran su casa solariega. Gracias a un golpe de fortuna, pudo sobornar a un carcelero con un poco de oro que había escondido en su persona, y dos días antes de que fuera a ser enviado a París para ser juzgado y condenado, con toda seguridad, a muerte, con la ayuda del obispo de Blois y varios clérigos de la línea dura consiguió embarcarse rumbo a Inglaterra, como hicieron algunos otros pocos nobles franceses con suerte. Años más tarde, después de amasar una pequeña fortuna dedicándose al comercio, se casó con mi abuela y tuvo tres hijas y un hijo. Mi madre fue la pequeña.
La revelación de ____ hizo que las ideas se agolparan en la cabeza de Joseph. En ese momento, las posibilidades eran innumerables.
—¿Y por qué no me lo dijo?
—¡Dios mío, Joseph! Hace que parezca que me guardara los secretos de manera deliberada. —____ se echó hacia delante en el asiento, dejando caer los brazos mientras volvía a coger el abanico. Con aire ausente empezó a darse golpecitos con él en el regazo—. La verdad es que no es la clase de información que una va propagando entre la gente educada.
No podía discutírselo. Tener parte de sangre francesa no era necesariamente malo. Por otro lado, el que una no fuera totalmente inglesa o el que los abuelos de una y los parientes lejanos fueran católicos no era algo que contribuyera a hacer una buena boda. Aunque carentes de importancia, tales imprevistos podían tener su influencia en algunos círculos sociales, aunque no fuera más que por el cotilleo. No era algo que dejara en muy buen lugar la visión que los ingleses tenían de los franceses, la promiscuidad sexual y la cultura. Al pensar en ese momento en ello, Joseph supuso que era más que aconsejable evitar comentar que se tenía un conde francés por abuelo a cualquiera que no fueran los familiares o los amigos íntimos.
Se apoyó contra la farola.
—¿Por qué no ha hablado el idioma desde que está aquí?
Entonces, ella sonrió con una alegría estrafalaria.
—¿No parece más lógico que finja ignorancia en las conversaciones?
La confusión contrajo la frente de Joseph, y ____ se inclinó tanto hacia él que su cara quedó casi a la altura de la cintura de Joseph.
—¿Se acuerda de cuando fuimos de compras el jueves, en aquella pequeña tienda de modas cerca de los muelles?
Él soltó una risilla.
—Recuerdo el sombrerito marrón insultantemente caro que se compró para añadir a su escaso vestuario.
Ella ignoró el sarcástico comentario, aunque entrecerró los ojos con una indignación fingida.
—Era de seda color chocolate y muy actual, pero esa no es la cuestión. Compré el sombrerito, aunque no lo necesitaba...
—Está de broma —le interrumpió él con absoluta seriedad.
—No lo entiende —insistió ella con paciencia, echándose un poco hacia atrás en el asiento—. Yo quería la sombrilla rosa. Sin embargo, cuando estaba considerando si me la compraba, la dependienta empezó a comentarles en francés a otras dos damas francesas el poco gusto que tenían las inglesas, que siempre querían cosas de color rosa sin tener en cuenta que el color de su piel suele tener un aspecto cadavérico. —____ hizo un violento movimiento de indignación con la muñeca—. Luego, pasaron a comentar que las inglesas jamás parecen vestirse con la elegancia y el atrevimiento de las damas francesas. No podía permitir que aquello quedara sin respuesta.
—Por supuesto que no —contestó él en consecuencia.
Ella lo observó con atención, sin saber a ciencia cierta si debía tomarse la repentina sonrisa de regocijo de Joseph como un acto de condescendencia hacia la mentalidad femenina y sus trivialidades, o de disfrute por lo ridículo del aprieto. Como Joseph guardó silencio, lo dejó pasar.
—En cualquier caso, empezaron a hablar del gorrito: que si era el último grito en color y diseño, que qué sensacional, que si venía de París... Cuando oí eso, lo cogí. Las otras mujeres lo querían, pero ya lo tenía en la mano...
—Así que compró algo que no necesitaba.
____ respiró hondo, lo que hizo que sus pechos sobresalieran por completo, y se irguió desafiante.
—Sí, pero ellas se vieron obligadas a pensarse dos veces lo de mi falta de gusto.
—No las va a volver a ver nunca más —replicó él de manera insulsa.
—Eso es irrelevante.
Joseph se quedó mirando fijamente la expresión de petulancia de ____ durante un largo instante de silencio, tras el cual se frotó los ojos con los dedos. Mujeres. Nunca las entendería.
—¿Esa es entonces la razón de que no haya hablando en francés desde que está aquí? —preguntó él, intentando retomar el asunto.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que si necesitase preguntar por una dirección, recurriría a él.
Joseph bajó la voz.
—Pero hacerse la ignorante le permite escuchar conversaciones que de otra manera serían privadas.
La sonrisa de ____ se desvaneció de repente.
—No lo hago con ninguna malicia. Solo me concede una pequeña ventaja cuando los demás hablan de mí sin consideración (como ya han hecho una o dos veces esta noche), porque no son conscientes de que sé lo que están diciendo.
Joseph hizo una pausa mientras su mirada resbalaba por el bajo muro del jardín en dirección al mar abierto, completamente negro salvo por una larga y brillante franja de luz de luna. Joseph supuso que lo que le molestaba no era que alguien escuchara a hurtadillas, puesto que había estado haciendo lo mismo desde su llegada a Francia. Lo que le preocupaba, sin embargo, era saber que el abuelo de ____ era un noble francés desposeído de sus privilegios. ¿Y qué significaba eso? Probablemente, nada en absoluto. Ella estaba en lo cierto al decir que muchos nobles habían huido a Inglaterra durante la Revolución, de los cuales unos pocos se habían asegurado el porvenir, como había hecho su abuelo, mientras que la mayoría había esperado que la alta burguesía o el gobierno británicos los mantuvieran.
Pero algo más perturbador fue tomando forma en su mente. ¿Podría ser que ella guardara alguna lealtad a la causa de los legitimistas, la de aquellos que pretendían deponer al que era a la sazón rey de Francia y sustituirlo por la línea de sucesión de antaño, la de la época en que su abuelo había tenido poder? Parecía harto exagerado, aunque no tan imposible como para ignorarlo, sobre todo después de las consideraciones a las que se habían entregado al inicio de la noche, relativas a que las motivaciones de ____ eran bastante más profundas de lo que admitía, así como la sensación que tenía él de que lo estaba utilizando sutilmente o le ocultaba algo. En honor a la verdad, ____ tenía una vida relativamente desahogada y fácil en Inglaterra y no le había contado sus conexiones francesas a nadie, así que ¿por qué habría de importarle quién fuera el rey de Francia? También era mujer. Y las mujeres no solían interesarse por los asuntos políticos, porque sin duda no era un objetivo femenino y estaba mal visto por la alta sociedad en general. Por otro lado, Madeleine era mujer, y creía en la reparación de las equivocaciones políticas, y trabajaba para el gobierno precisamente porque era mujer y, en consecuencia, no despertaba ninguna sospecha. ____, pese a su juventud e ingenuidad, podría pensar lo mismo perfectamente. Sin duda, era lo bastante inteligente.
Pero su mayor motivo de inquietud era el siguiente: si ella le estaba ocultando sus verdaderas motivaciones, no tenía ningún motivo para contarle lo de su antepasado, aunque, para empezar, enterarse de que su abuelo fue otrora el conde de Bourges a Joseph se le antojaba una casualidad considerable, tanto con relación al momento como al motivo que lo había llevado a él a Francia. Eso también explicaría convincentemente el que, sin ninguna reacción o preocupación por su parte, ella hubiera escuchado de forma clandestina a los nobles franceses mientras planeaban deshacerse de la persona reinante en ese momento. O tal vez no había oído nada de interés en una conversación sobre juegos, caza o cualquier otra afición propia de caballeros. Esto era algo absolutamente posible, y sin embargo, parecía improbable, si se admitía que tuviera pleno conocimiento de quién exactamente estaba detrás de la puerta cerrada de la biblioteca. Pero, por encima de todo, Joseph tenía que admitir que saber que en ese momento ella podría ser consciente de que se iba a producir una revuelta política lo preocupaba.
—¿En qué piensa?
Las palabras, murmuradas con aspereza por ____ invadieron los pensamientos de Joseph. Se volvió hacia ella y estudio su cara, que relucía tenuemente por efecto de la luz de la farola, y la mirada genuinamente inquisitiva que expresaban sus ojos.
Él le dedicó una media sonrisa y arrancó una hoja de la buganvilla que colgaba del enrejado blanco que había a su derecha.
—El Caballero Negro está aquí esta noche, ____.
Observó cómo ella abría los ojos con incredulidad y asombro iniciales para luego, casi de manera instantánea, entrecerrarlos con un parpadeo de excitación.
—¿Ha hablado con él? —le preguntó apresuradamente.
Joseph miró la hoja que tenía entre los dedos.
—Sí.
____ se adelantó en el banco, aferrándose al asiento de hierro con las manos.
—¿Y...?
Joseph titubeó rebosante de satisfacción, haciéndola esperar, disfrutando del momento en lo que valía. Entonces, dejó caer la hoja, alargó la mano para coger el abanico del regazo de ____, arrojándolo acto seguido sobre el banco al lado de ella, y la agarró ligeramente de un brazo para ayudarla a levantarse, lo que ____ hizo sin pensar.
—Antes de que entremos en eso, hay algo que tengo que saber —dijo, con la suficiente vaguedad para provocar un débil ceño de duda en ____.
Un clamor repentino, seguido de aplausos y un alboroto estalló en el salón de baile. Annette-Elise había hecho su aparición, sin duda con las esmeraldas adornándole el cuello, y ambos confiaron en ser los únicos en perderse el debut.
Joseph miró en derredor. Estaban solos, y la ocasión era perfecta.
—Venga conmigo, ____. —Aquello no fue tanto una pregunta como una imposición, y ella no tuvo realmente elección. ____ no tenía la mente puesta en él ni en que estuvieran solos en un jardín al claro de luna, sino en la aventura que se avecinaba. Una ventaja considerable para Joseph, que, como era de esperar, utilizaría.
—¿Me está ocultando algo, Joseph?
Eso hizo que él se parara en seco.
____ lo miró fijamente a los ojos, concentrada.
—Sobre el Caballero Negro, me refiero. —Negó con la cabeza a modo de aclaración, apretando los labios—. Sé que existe. Las pruebas son concluyentes. Pero también es un hombre y ha de tener una vida más allá del latrocinio. ¿Cómo lo conoció? ¿Por qué está aquí?
Sin titubeos, echando mano de la experiencia, Joseph empezó a caminar de nuevo lentamente, el brazo entrelazado con el de ____, arrugando el ceño en su esfuerzo por recordar, exactamente como debía hacerlo.
—Lo conocí hace cuatro años, durante una partida de cartas entre caballeros en Bruselas. Él estaba jugando de pena, perdiendo todas las manos, apostando más de lo que probablemente debía de tener, y yo lo ayudé con un pequeño préstamo, entre ingleses, claro, antes de que pudieran acusarlo de hacer trampas o de apostar lo que no tenía. Aquel incidente dio comienzo a una amistad que ha durando hasta hoy. Tenemos una edad parecida, y los dos poseemos la misma clase de... espíritu errante.
Joseph se percató de que la expresión de ____ cambiaba. Se estaba arriesgando, aprovechándose de la circunstancia de que ella no tenía ni la más remota idea de lo que sucedía durante una partida de naipes, pero en aquella penumbra no podía estar seguro de si estaba horrorizada o fascinada. Tal vez solo obviamente escéptica. Prosiguió antes de que ____ pudiera hacerle alguna pregunta más e interrumpirle.
—En cuanto a la razón de su presencia aquí esta noche, la ignoro. No se lo pregunté. Pero está aquí, y supongo que por alguna muy buena razón. —Por puro regocijo, se inclinó hacia ella y añadió—: Le hice una vaga descripción de usted; le dije que necesitaba que la ayudara, nada más. Y como es natural, desea conocerla; es probable que ya haya puesto sus ojos en usted.
A esas alturas la confusión, presidía los pensamientos de ____. Con un ligero ceño evaluó las coincidencias, y la sospecha empezó a crecer. El engaño no duraría mucho más; ella había encajado demasiadas piezas. Pero él no se podía permitir una escena entre ellos en ese momento; no, cuando el acto final tendría lugar en el salón de baile en menos de una hora. Tenía que mantenerla en la ignorancia al menos una noche más.
En silencio, la condujo hasta la esquina más alejada del jardín, donde la oscuridad prevalecía a medida que la luz de las farolas se desvanecía, donde el césped se extendía para dar paso a los recortados acantilados y al mar abierto. Permanecieron en silencio uno o dos segundos, él estudiando lo que podía ver de la cara de ____, ella mirándolo fijamente a los oscuros ojos.
— Joseph...
Él le tocó los labios con las yemas de los dedos para que se callara y sintió el respingo de sorpresa de ____. Pero no las apartó. Antes bien, acarició la suave y exuberante línea, disfrutando del calor conmovedor que ello le provocaba en su interior, deseando de repente que ella se las besara movida por su propia necesidad. Pero en su lugar, ____ levantó la mano y le agarró de la muñeca, apartándole la mano.
—Creo que deberíamos volver al salón de baile.
Intentó parecer dura, pero el temblor de su voz mostró bien a las claras la batalla que estaba perdiendo en su interior.
—Esto trae viejos recuerdos, ¿no es verdad? —insistió él, bajando el tono de su voz—. De una lejana noche, de otro jardín a la luz de la luna, del olor de las flores en plena floración. Del dulce sonido de su voz en las sombras, del deseo que vi en sus hermosos ojos cuando me miraba, del tacto de su...
—Joseph, por favor, no haga esto —le suplicó con una suavidad llena de ansiedad. ____ retrocedió, bajando la cabeza y pasándose la palma de la mano por la frente con irritación.
—¿Por qué? —La pregunta fue casi inaudible, y sin embargo, Joseph supo que ella la había oído—. ¿Por qué no quiere hablar de aquella noche?
—Estoy aquí por un motivo, y este no tiene nada que ver con nosotros —insistió ella con ansiedad—. No estoy aquí para estar con usted.
Aquello hirió profundamente a Joseph, pero no la soltó.
—Está conmigo, ____.
Ella alzó la cabeza de golpe y lo miró ferozmente con unos ojos ardientes.
—Solo durante poco tiempo, y solo porque tengo que estar...
—Quiere estar.
—Eso no es verdad —insistió ella, con la mandíbula apretada y el cuerpo en tensión—. Y no entiendo cómo puede seguir pensando así, cuando le he dejado absolutamente claro que no lo deseo.
Él sonrió y negó lentamente con la cabeza.
—Aquí no hay nada que pensar, y nunca lo ha habido. Vamos a acabar juntos.
Fue una afirmación de hecho realizada tan profundamente, con tanta intimidad y de un modo tan tajante que ella no pudo rebatirla. Siguió mirándolo fijamente a los ojos durante un instante, irradiando inseguridad e ira e incluso un inexplicable respeto por la confianza en sí mismo de Joseph.
—No vale la pena luchar, mi amorcito —insistió él con dulzura. Levantó la mano y le colocó la palma en el pecho, rozándole con la muñeca la parte superior de los senos, sintiendo el rápido latir de su corazón bajo la piel caliente. Ella no se movió.
—No seré su amante, Joseph —reveló con voz pastosa en un susurro lleno de ardor—. No puedo serlo. Jamás rebajaré tanto mi moral y mi autoestima como para convertirme en otra de sus conquistas.
Joseph hizo una larga y profunda inspiración, permitiéndose admitir abiertamente que eso ya lo sabía.
—No tiene por qué. Usted es la verdadera conquista, ____.
Aquello la hizo titubear, parpadeando de incredulidad, y la irrupción de la confusión hizo que distendiera la expresión y flaqueara.
Joseph se tranquilizó por completo, al entenderse a si mismo por fin y a la increíble fuerza que había entre ellos y que había estado allí desde la noche que se conocieron.
—No pasa nada —le susurró él mientras le pasaba el pulgar por el cuello con unas suaves caricias—. Todo irá bien.
La rodeó con los dos brazos y la atrajo hacia él, bajando la boca hasta la suya para rozársela con un suave y cálido beso. Ella no respondió al principio, pero Joseph insistió, deslizando la lengua por la grieta de sus labios cerrados, hasta que ____ le abrió la boca.
Ella le puso las manos contra el pecho en una actitud defensiva que le permitió tocarlo. Joseph paladeó la sensación, saboreándola a conciencia, lengua contra lengua, escuchando cómo la agitación de la respiración de ____ se acompasaba a la suya, mientras las olas rompían contra las rocas en la distancia, mientras la música del salón de baile se convertía en el eco de otra época.
Poco a poco ella empezó a corresponderle el beso con una entrega cada vez mayor, sabedora como él de que era inútil cualquier resistencia. Joseph le subió entonces los dedos por la espalda y los relajó entre los rizos del pelo de la nuca, sintiendo su suavidad, impresionado por el olor a lavanda de la piel de ____. Ella era más que una fantasía, era real, no imaginada, mientras lo deseaba con un vigor y un encanto del que ni siquiera ella era consciente. Eso era lo que la hacía más hermosa que todas aquellas que se desvanecían gradualmente de la memoria de Joseph. Era una magnífica joya que relucía en un desierto solitario de sueños insatisfechos. Al final, él lo había entendido, aunque ella no.
____ gimió de manera deliciosa, apenas lo bastante alto para que él lo oyera. Pero en cuanto lo oyó, supo instintivamente que ella se estaba dejando llevar por el momento. En su necesidad envolvente, él no pudo esperar más tiempo para acariciarla como había ansiado hacer, aparentemente desde hacía años. Bajó la mano, rozando las yemas de los dedos por el cuello y el pecho de terciopelo para pasarle los nudillos levemente por encima de los senos, por la piel caliente y sensible que ansiaba su atención cuando ella se apretó contra él. La mano de Joseph se cerró por completo sobre ella, masajeándole suavemente el corpiño con la palma y los dedos, mientras que con el pulgar le acarició un pezón hasta que notó que se endurecía para él a través de la fina tela. Aquello era una tortura: la espera, el deseo ardiente, la visión inicial del éxtasis que estaba por llegar. Para los dos.
____ jadeó en la boca de Joseph, pero no se apartó. Lo deseaba, más a cada segundo que pasaba. Y eso es lo que él necesitaba saber. ____ lo deseaba a él, no a un mito, por más que ella pudiera negarlo, y la consumación sería finalmente la de los dos. Joseph lo supo con la misma certeza con que sabía que el otoño sigue al verano. El día que ella le entregó su sexualidad en la playa no fue una casualidad ni un ardor momentáneo ni una pérdida de control. La fuerza que había entre ellos estaba allí, en aquel lejano jardín, y siempre formaría parte de ellos. Ya no había manera de parar aquello ni posibilidad de que volvieran a las vidas independientes que conocían. El destino los había vuelto a unir, por segunda y definitiva vez, y ella acabaría por aceptarlo.
Poco a poco, con más renuencia de la que él fuera capaz de recordar haber sentido alguna vez, subió las manos y las ahuecó en las mejillas de ____, separó los labios y apoyó la frente en la de ella. ____ empezó a temblar, de deseo, no de frío, y Joseph respiró profundamente para controlar la ansiedad de su propia urgencia.
Se mantuvo aferrado a ella de esta guisa durante varios minutos, hasta que ____ se tranquilizó, sintiendo la respiración de ella en las mejillas, sus palmas todavía calientes contra el pecho.
—La necesito, ____.
Ella negó con pequeños y violentos movimientos de cabeza, pero él perseveró. —Quiero que mi piel toque la suya, sentirla desnuda, tumbada a mi lado, hacerla mía, solo mía, y observarla cuando la pasión explote en su interior, como el otro día en la playa.
—No...
Él le cerró aún más las manos sobre la cara, temiendo que se soltara de un tirón y saliera corriendo.
—Esto ya no es un juego. Ya no. No aquí. Esto es real, ____, y usted y yo también. Puedo sentirlo cuando la toco, cuando la abrazo, cuando la miro a los ojos. —Lentamente y con fiereza, susurró—: Acabará sucediendo.
Nunca la había visto llorar antes, pero en ese momento pudo sentir la humedad en sus mejillas, provocada, estaba seguro, por la frustración, la ira y la confusión. Le limpió las lágrimas con los pulgares, pero no la soltó. Todavía no.
—¿Por qué se empeña en combatir esto? —le preguntó con aspereza—. ¿Por qué no permite que sea lo que es?
—Porque no puedo, Joseph —respondió ella con la respiración entrecortada—. No con usted. Esta es mi decisión, y no lo quiero de esta manera. Es mi amigo, no el hombre al que me entregaré en cuerpo y alma.
En cualquier otro momento de su vida, Joseph se habría sentido ofendido o descorazonado por una afirmación tan apasionada que pretendía ser un frío rechazo. Pero sabía que ella estaba mintiendo, aunque todavía no se lo había reconocido a sí misma. Sus palabras de rechazo también lo hicieron sonreír en su interior cuando pensó realmente en ellas. Ella insistía en considerarlo un amigo, aun después de que él se hubiera aprovechado de sus sentimientos en la playa, aun después de que en ese momento estuviera forzando sus emociones. La amistad entre los sexos era, en el mejor de los casos, infrecuente, y sin embargo, ya estaba empezado a quedarle claro que esa era la manera que tenía ____ de enfrentarse en su fuero interno al violento e inefable cariño que sentía por él, un apego que crecía por momentos. Y ese apego, decidió mientras reconocía un primer atisbo verdadero de alivio, sería la ventaja que necesitaría cuando ella finalmente descubriera quién era él.
La besó con ternura en la frente y se apartó un poco, mirándola fijamente a la cara, que todavía reposaba entre sus manos, aunque parcialmente oculta por las sombras.
—Tal vez cambie de opinión acerca de los hombres y la atracción después de que conozca al Caballero Negro.
____ respiró hondo y abrió los ojos, consiguiendo recuperar algo el control sobre sí misma cuando él se apartó un poco, se relajó y desvió la conversación de ellos.
Joseph sonrió abiertamente, intentado rebajar la tensión.
—En cualquier caso tardaría horas en quitarle toda esa ropa para aprovecharme de usted. Es imposible que lo haga aquí, cuando la diversión está a punto de empezar y todavía no hemos bailado.
Ni con toda la compasión y fortaleza, inteligencia y comprensión que albergaba en su interior era capaz ____ de entender los estados de ánimo de Joseph, ni sus sentimientos —si es que tenía alguno más allá de la lujuria—, ni sus razones para estar allí y hacer lo que hacía, ni por qué hablaba con aquella pasión desenfrenada, cuando ella no era más que otra mujer que pasaba unas pocas semanas en su compañía. Cada día transcurrido, ____ descubría que Joseph era más atractivo a la vista, más afectuoso y amable que el día anterior, pero también cada vez más exasperante y osadamente masculino, besándola con descaro aun después de que ella hubiera insistido en que no lo hiciera, acariciándola como si llevaran años siendo amigos íntimos. Sacaba lo mejor de ella en cada ocasión, y en lo más profundo de su ser, en alguna parte, como en un murmullo casi inconsciente, sabía que Joseph estaba ganando el pulso que le estaba echando a su buen juicio y a su cuerpo, a su corazón y a su alma. Quería ser dura, deseaba hacerle comprender cuáles eran sus sentimientos hacia él y su pasado y que hacía mucho tiempo que se había mentalizado sobre el camino que seguiría. Sencillamente, él no entraba en los planes de su vida.
Sabía que se estaba ruborizando mientras la miraba de hito en hito, aunque la oscuridad escondía bien su turbación. Se limpió las mejillas con la palma de la mano, furiosa consigo misma por reaccionar tan licenciosamente cada vez que él la tocaba, pero aún más por sucumbir a las lágrimas y, que él se hubiera dado cuenta. Odiaba a las mujeres lloronas que gimoteaban ante los hombres por cualquier catástrofe insignificante, real o imaginaria, y hasta ese momento realmente no había llorando jamás delante de nadie. No la favorecía en absoluto, y lo sabía. Sin embargo, Joseph hacía que afloraran sus pasiones sin ninguna dificultad, aunque las lágrimas no habían provocado su enfado, algo que ____ supuso era bueno.
Luchando para impedir que se le hiciera un nudo en la garganta, se apartó un poco de él y cruzó los brazos delante de ella.
—¿Nos va a presentar ya?
Transcurrieron varios segundos, y Joseph no dijo nada, se limitó a observarla con intensidad, como si se esforzara en sofocar un torbellino de emociones dentro de él. Entonces, y sin que mediara el más mínimo roce físico, ella sintió cómo la envolvía su ternura.
—Mañana. Esta noche es demasiado arriesgado para él, y en cualquier caso, debería pasarla conmigo.
Ella abrió la boca para protestar, pero las palabras no salieron. Oyó risas a lo lejos, y el sonido de los violines, las trompas y los oboes que llegaban a través de las ventanas parcialmente abiertas, y olió la madreselva que bañaba el cálido aire nocturno. La realidad había vuelto, y ella no había cedido. Estaba al mando, o lo estaría de nuevo cuando por fin conociera al ladrón. En ese punto la mascarada con Joseph tocaría a su fin, y su vida empezaría a dar un nuevo giro, bastante más excitante y desafiante que no lo incluía a él. Aunque ____ acabó por admitir que resultaba un tanto doloroso, pero las decisiones correctas en la madurez a menudo iban acompañadas del dolor.
—Tengo que verlo, Joseph, y no puedo esperar mucho más.
—Lo sé. —Él se volvió hacia la casa y le ofreció un brazo—. ¿Baila conmigo?
____ titubeó por un instante, pero de nuevo la lejana luz de la farola se reflejó en la sonrisa de convicción de Joseph, incluso de aliento y honestidad, y en esos momentos no pudo sino confiar en él.
Alisándose las faldas, recobrada la serenidad una vez más al haber perdido el momento su seriedad, acepto su brazo, caminaron hasta el banco para recoger el abanico de ____ y, uno al lado del otro, recorrieron con garbo el sendero del jardín y volvieron a entrar en la casa.























¡Hola chicas! Y ¡Bienvenida Fernanda! (:
Me alegra mucho ver sus comentarios, saber que les esta gustando la novela tanto como a mi me gusto (:
Gracias por leerla.
Más tarde subo otro capítulo.


Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por aranzhitha Dom 22 Jul 2012, 2:35 pm

aww la rayia es media francesa
Y Joe desconfia de ella
Que lio
Siguela!!
aranzhitha
aranzhitha


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Mensaje por Julieta♥ Dom 22 Jul 2012, 8:39 pm

no entiendo por que la rayis es asi con Joseph
es la adora y se lo demuestra todo el tiempo
para mi q la rayis esta metida en cosas rars
siguela pronto plissssssss
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por helado00 Dom 22 Jul 2012, 9:17 pm

Yeeih!!
pusiste otro cap!!
:D
Oye natu una pregunta...cuantos capitulos tiene la nove?!
En fin..siguela!
helado00
helado00


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Mensaje por fernanda Lun 23 Jul 2012, 6:41 pm

POR DIOS!
yo enserio no puedo creer lo buena que es esta nove !
la amo!
y me estresan al mismo tiempo por que enserio , para que tanto misterio eh? :roll:
gracias por la bienvenida :love:
SÍGUELA!
fernanda
fernanda


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Mensaje por Natuu! Mar 24 Jul 2012, 2:40 am

Capítulo 10



El salón de baile había pasado de caluroso y viciado a ardiente y opresivo, pero ____ apenas lo advirtió. Abrió el abanico, agitándolo mecánicamente, y estudió a los caballeros invitados con renovado interés. Joseph caminaba a su lado, impasible como siempre, o al menos no tan descaradamente sudoroso como los demás. Pero en ese momento muchos de los presentes se dirigían de nuevo al exterior, y las ventanas ya habían sido abiertas completamente, así que, después de todo, tal vez disminuyera el calor.
____ vio entonces a Annette-Elise en el centro de la pista de baile bailando un vals con su padre, y los pensamientos empezaron a agolpársele en la cabeza. Se detuvo y se quedó mirando fijamente, lo que obligó a Joseph a hacer lo mismo. Este desvió la mirada hacia el lugar en el que ____ mantenía fija la suya y se inclinó para susurrarle al oído.
—Deslumbrante, ¿no es verdad?
Ella supo que se estaba refiriendo al collar. A sus dieciocho años, Annette-Elise solo podía ser descrita como una mujer de moderado encanto. Llevaba el pelo castaño claro recogido en lo alto de la cabeza e intentaba esconder su tez rubicunda bajo unos rizos que le caían por la cara. Era gruesa de constitución, aunque no gorda, casi... carente de formas, sin pecho ni cintura, como si se dijera, y, por desgracia, su falta de experiencia la había llevado a intentar llamar la atención hacia lo uno y lo otro con el corte del vestido. Era evidente que la elección de la ropa para la ocasión había sido hecha bajo la supervisión de la madrastra, porque la muchacha lucía un vestido de satén verde menta de lo menos favorecedor, a lo que contribuían con saña unos enormes lazos verde esmeralda y metros y metros de encaje blanco repartidos por toda la extensión de la falda. Pero todo lo relacionado con su aspecto pasaba en la práctica inadvertido en cuanto se echaba un simple vistazo al collar.
La pieza era espléndida —impresionante—, y ____ no pudo por menos que quedársela mirando fijamente. Tenía un diseño marcadamente anguloso, no era suave ni redondeado, como solía ser lo habitual. La gruesa cadena de oro no mediría más de treinta y cinco centímetros de largo, no obstante lo cual aparecía cubierta en toda su extensión por una docena de esmeraldas, separadas algo más de medio centímetro unas de otras y talladas en grandes cortes, cada uno de más de tres centímetros cuadrados. Pero lo que hacía al collar tan incomparable era que las esmeraldas no colgaban en círculo, sujetas al collar de oro por su parte superior. Un joyero experto había invertido una cantidad enorme de tiempo en seccionar cada esmeralda a la perfección y en unirlas luego de manera individual en el lugar exacto, ya fuera en las esquinas, en los lados o en cualquier otro sitio de la parte superior o de la inferior, añadiendo oro cuando se había hecho necesario, de manera que cada piedra colgaba completamente derecha en ángulo recto en relación a las demás y al suelo cuando se lucía. Las esmeraldas por sí solas valían probablemente una fortuna. Pero el valor del collar, intacto como estaba en ese momento, era sin duda alguna incalculable, y ____ no había visto cosa igual en su vida.
—A eso es a lo que él ha venido aquí —susurró ella con creciente asombro. Levantó la vista hacia Joseph, que la observaba una vez más con cierto regocijo. Sin que mediara respuesta alguna, él la condujo entonces hacia la pista de baile, dándole tiempo solo para que sujetara el abanico contra la suave lana de la manga de su levita y se levantara las faldas con la otra mano cuando él se la cogió en la suya.
El contacto la impresionó cuando empezaron a moverse rítmicamente al compás de la música, no porque Joseph se pegara más de lo adecuado, sino porque el recuerdo del vals que habían bailado hacía años era el más intenso de cuantos tenía. Quizá él recordara los besos y las caricias al detalle, pero ella se acordaba del baile, de los ojos de Joseph, arrebatadoramente brillantes, taladrándole los suyos desde una cara y una sensibilidad ocultas tras una máscara de satén negro. Durante cinco años había pensado a menudo en aquella noche, a veces fantasiosamente, en ocasiones con una tremenda desazón, pero siempre con una minuciosidad como si hubiera sucedido el día anterior.
—¿En qué está pensando?
Las palabras de Joseph interrumpieron el curso de sus pensamientos, y ____ se sorprendió parpadeando rápidamente para volver a la realidad.
—Que quiero estar presente cuando él las robe.
Joseph rió en voz baja, aunque su mirada no titubeó ni un instante, y la rodeó con más fuerza por la cintura para acercársela, haciéndola girar con pericia por la pista.
—¿Cree que es eso lo que él busca esta noche?
—¿Usted no?
—Supongo que es una suposición tan razonable como cualquier otra —admitió él.
____ movió el pulgar arriba y abajo por la mano de Joseph, mientras él le sujetaba la suya.
—Pero también creo que hay algo más —reveló ella con una pizca de excitación—. Creo que la razón de que esté aquí es política.
El comentario captó toda la atención de Joseph.
—¿En serio? ¿Y por qué lo cree?
____ levantó los hombros de manera insignificante.
—El Caballero Negro no es famoso por robar cosas por dinero, y si eso fuera todo lo que quisiera, podría robárselo sin problemas a los ingleses. Madeleine y yo tuvimos una conversación al respecto al principio de la noche, y llegamos a la conclusión de que si el Caballero Negro hace acto de presencia, robará unas joyas que valgan algo más que su mero valor crematístico. —Se inclinó para acercarse mucho a la cara de Joseph y susurró—: Creo que estas esmeraldas son valiosísimas, y probablemente robadas, y tal vez tengan algún valor político, ya sea para el gobierno francés, ya para el inglés.
Joseph la miró fijamente a los ojos durante unos instantes. Su expresión no cambió ni un momento mientras calculaba si los pensamientos que acaba de expresar ____ eran fruto del conocimiento o de la conjetura, al tiempo que la falda del vestido de ____ le abrazaba las piernas, y los pies de ambos trazaban figuras sobre la pista de madera con un rítmico chasquido que seguía el aumento gradual de la música y el murmullo de las conversaciones que los rodeaban.
Al final, en voz baja pero firme, él preguntó con prudencia:
—¿Madeleine le dijo eso?
Que no la creyera capaz de deducirlo por sí misma la irritó de inmediato. ____ se retiró un poco, sintiendo que el rubor le subía por las mejillas.
—Hablamos de ello largo y tendido, y llegamos juntas a esa conclusión.
—Ah, entiendo.
Fue un reconocimiento fácil que no revelaba nada. Estaba calmándola, y eso a ella no le gustaba lo más mínimo. Por supuesto que el robo de las joyas también podía tener algo que ver con la conversación que había oído por azar en el piso de arriba, en la biblioteca, hacía menos de una hora, pero no parecía muy probable que fuera así, y no se lo iba a comentar a Joseph. Los franceses siempre estaban pensando en la manera de destronar al rey reinante, y la mayor parte de las veces no pasaba de ser mera palabrería jactanciosa y carente de sentido práctico provocada por el exceso de bebida, sobre todo en una reunión social como aquella. Lo que había oído era interesante de anotar, pero no grave, y decírselo a él como si se tratara de algo importante lo más probable es que la hiciera parecer tonta. Sin embargo, se negó a dejar que el asunto se acabara en aquel punto.
—¿Se le ocurre una idea mejor para que él esté aquí, Joseph, querido? —le preguntó, parpadeado. Acto seguido, abrió los ojos como platos, fingiendo una inocencia exagerada—. ¡Tal vez vaya detrás de mis camafeos! —le susurró con un grito ahogado de sorpresa—. Confío en que protegerá mis pertenencias como un marido devoto, si me abordara en uno de los oscuros pasillos del conde de Arlés con la intención de apoderarse de mis joyas.
Los ojos de Joseph brillaron con una especie de consideración llena de admiración por la respuesta de ____, y a punto estuvo de soltar una carcajada, esforzándose al máximo por intentar mantener una expresión neutra, lo que ____ advirtió sin demasiada dificultad.
El vals terminó, pero empezó otro de inmediato; él no la soltó y siguió bailando con ella sin cesar, como si no se hubiera enterado en absoluto del cambio de música.
—Los camafeos son joyas semipreciosas en el mejor de los casos, ____, y apenas valen el tiempo del Caballero Negro. —Joseph inclinó la cabeza ligeramente, y recorrió a fondo cada centímetro de su rostro con la mirada—. Puede que después de mirarla bien, prefiera tenerla a usted.
____ le lanzó una sonrisa un tanto burlona.
—¿Y protegerá usted a su preciada esposa de sus ardorosos avances?
—Oh, con mi vida, ____, querida —confesó de inmediato.
Aunque ____ sabía que en ese momento Joseph estaba siendo sarcástico con ella, las palabras se fundieron en su interior, satisfaciendo algo que no pudo precisar con exactitud.
Él cambió de tema bruscamente.
—¿De qué más hablaron usted y Madeleine?
Tal vez fuera simple intuición, pero ____ estaba segura de haber detectado en la pregunta una pizca de... ¿inquietud? Rotundamente, merecía la pena que siguiera el juego hasta el final.
—Hablamos de usted, Joseph —reveló ella con dulzura.
—¿Eso hicieron?
Ella sabía que estaba más que intrigado, aunque nada dispuesto a admitirlo o a mendigar respuestas.
—La verdad es que a Madeleine parece gustarle, como ocurre aparentemente con todas las mujeres. —Lanzó una rápida mirada hacia el techo dorado, arrugando la frente como si intentara recordar—. Las dos decidimos que es usted encantador y rápido de mente, seguro de sí mismo y agradable a la vista.
Los ojos de ____ volvieron a posarse en la cara de Joseph, que estaba sonriendo abiertamente; si era debido a que esos eran unos rasgos positivos o porque sencillamente le encantaba estar en boca de las mujeres fue algo que a ella no le quedó claro. Pero se negó a quedarse ahí.
—También le dije que pensaba que usted era un poco demasiado alegre y frívolo con su fortuna, con esa afición suya a deambular por el mundo a su libre albedrío sin más objeto que el de conseguir unos cuantos cachivaches triviales y la oportunidad de jugar. Por su parte, Madeleine lo defendió, insistiendo en que es usted más profundo de lo que yo presumo.
—Y lo soy —recalcó él con un repentino aire de gravedad, y su sonrisa se desvaneció lo suficiente para sugerir que ya no iba a ser tan juguetón con ella.
Una oleada sofocante de incertidumbre envolvió a ____. No eran exactamente celos lo que sentía, sino algo así como un ligero resentimiento por el hecho de que la francesa pudiera tener más intimidad con él que ella. Y que tuviera tal sentimiento la hizo arder de ira.
—Me pregunto cómo sabe ella eso, Joseph —comentó en tono cortante.
—Porque tiene los ojos abiertos, ____ —le respondió él sin rodeos.
En cierto sentido aquello fue lo más hiriente que alguien le había dicho en mucho tiempo, y él supo también que así se lo había tomado ella. ____ pudo verlo en la mirada penetrante de Joseph en ese momento, en sus cejas juntas, en la dureza de su mentón y en sus labios apretados, ya no muy sonrientes, sino desafiándola a responder con una irónica sonrisita de suficiencia apenas perceptible.
—Tal vez le apetecería comer algo —dijo él como un hecho consumado, soltándola cuando su segundo vals tocó a su fin.
Antes de que ella pudiera responder, la cogió por el brazo y la condujo a través de la multitud hacia una de las mesas del refrigerio. Madeleine estaba allí, alta y elegante en su precioso vestido, conversando agradablemente con un caballero de mediana edad. No muy lejos de Madeleine, también junto a la mesa del bufé, estaba Annette-Elise comiendo remilgadamente bombones con los dedos, su madrastra y su padre al lado, y los tres rodeados por cuatro o cinco conocidos de la clase acomodada del lugar, o hablando de las esmeraldas o quizá guardándolas. Robarlas así, llevándoselas del cuello de la dama y delante de cientos de personas sería una hazaña increíble. Por primera vez, ____ sintió un asomo de duda acerca de las habilidades del Caballero Negro.
Madeleine se volvió hacia ellos cuando se acercaron.
—¿Qué tal les fue el paseo? —preguntó con verdadero interés.
—Encantador —contestó ____ desapasionadamente.
—Pero demasiado corto, por supuesto —añadió Joseph sin titubeos, sujetándola con más fuerza por el brazo—. Solos como estábamos, creo que a mi esposa le habría gustado... seguir allí.
A ____ le pareció increíble que dijera aquello. Las mejillas empezaron a arderle de nuevo, y abrió el abanico, buscando de manera desesperada que el aire se moviera, incapaz de mirarlo. No necesitó hacerlo cuando sintió la mirada ardiente de Joseph en su mejilla.
—Y es un escenario de lo más romántico para los amantes —sugirió Madeleine con una leve sonrisa en la boca. Entonces, abandonando estratégicamente el tema, se volvió hacia el caballero que estaba a su lado—. Monsieur et madame Jonas, permítanme que les presente a monsieur Jacques Fecteau, un viejo conocido de mi difunto esposo, Georges. Es un joyero de París que ha venido a Marsella por asuntos de negocios. No le había visto desde hacía... —Miró al francés—. ¿Cuánto...?, ¿cinco años?
—Como poco —ratificó el hombre alegremente en un inglés excelente—. Pero ahora nos volvemos a encontrar. Qué coincidencia, ¿non?
____ le ofreció la mano. El hombre era de la misma estatura aproximada de Madeleine, corpulento pero vestido con tino con una levita y uno pantalones grises, camisa blanca y fular negro. Lucía unas gruesas patillas y un pelo engominado del color de la corteza mojada. Tenía una boca grande y jovial y sus ojos se empequeñecían con alegría cuando sonreía. Cuando le cogió los dedos entre la palma de la mano y le besó levemente los nudillos, concentró toda su atención en ____.
—Madame Jonas. Es un placer.
—Monsieur Fecteau.
El hombre levantó la vista hacia Joseph.
—Y monsieur Jonas, madame DuMais ya me ha hablado de usted y de su interés en comprar propiedades en Europa. ¿Disfrutan de su estancia en Marsella?
—Oh, pues claro, monsieur Fecteau. ¿Y usted?
____ interpretó bien su papel mientras intercambiaban los cumplidos de rigor, enterándose de que el hombre había viajado ampliamente por el extranjero durante varios años aprendiendo su oficio, lo cual explicaba su buen dominio del inglés. Pero, pese a todos sus esfuerzos, encontró dificultoso centrarse en la conversación, la cual, en general, se le antojó harto forzada y mundana, aunque Madeleine y Joseph se mostraron especialmente interesados. Durante más de cinco minutos Joseph permaneció erguido a su lado, con las manos a la espalda, absorto en las explicaciones de monsieur Fecteau acerca de lo que él describió como un atroz viaje al sur la semana anterior: algo relacionado con la pérdida de una rueda de su carruaje y posterior hundimiento en un terraplén embarrado, lo que le había obligado a él y a dos damas a esperar durante horas bajo un calor asfixiante antes de poder seguir viaje, así como el desvanecimiento de una de ellas, lo que ocasionó que a continuación el cochero tuviera que reanimarla con un poco de agua fría de un arroyo cercano.
Era la disertación más extemporánea y sin sentido de la que ____ hubiera formado parte jamás, y no sabía muy bien por qué. Simplemente le parecía superficial. Y artificiosa. Deberían haber estado bailando, alternando con los demás invitados, bebiendo champán, disfrutando del jolgorio y, sin embargo, tanto Joseph como Madeleine no paraban de asentir con la cabeza y de hacer comentarios consecuentes, de pie al lado de la mesa de la comida, escuchando con atención a un parisino que peroraba sobre las diferencias del calor seco del norte de Francia y el calor húmedo del sur.
Y entonces, sucedió. Madeleine se puso sutilmente al lado de ____ para acercarse a la bandeja de los dulces y del pan de nueces, inclinándose con tanta cautela detrás de Annette-Elise, que en ese momento comía a su lado, que Jacques Fecteau dejó de hablar a mitad de frase y se quedó mirando de hito en hito y con la boca abierta las esmeraldas, para entonces completamente en su línea de visión y solo a unos centímetros de distancia.
—¡Por Dios bendito, qué pieza más maravillosa! —farfulló sobrecogido, cambiando ya a su lengua nativa.
Se hizo el silencio en torno a ellos cuando Fecteau se movió para acercarse, absorto de pronto en el trabajo de joyería del collar, el destello de las gemas y el brillo del oro.
____ percibió un inmediato cambio en la atmósfera. La música, el baile y la fiesta continuaban en torno a ellos, pero nadie en la vecindad lo advirtió. Joseph seguía detrás de ella, callado y atento. A la izquierda de ____, a medio metro de distancia, estaba un hombre muy alto con unos rasgos insólitamente delicados. Michel Faille, vizconde... de algo, ____ no fue capaz de recordarlo, seguido de Alain Sirois, vizconde de Lyon. Madeleine se los había presentado al principio de la velada. El conde de Arlés estaba entre Alain y Claudine, su esposa, que tenía una mano apoyada en el borde de la mesa del bufé. Y todos estaban rodeando a Annette-Elise y sus valiosísimas esmeraldas.
Fecteau siguió acercándose, concentrado en las joyas y ajeno a todo lo demás.
—Asombroso —susurró el joyero—. Un trabajo excelente.
Henri se irguió, y sonrió con jactancia.
—Una herencia familiar. Nos sentimos tremendamente orgullosos de que nuestra hija luzca las esmeraldas en esta ocasión con tanta elegancia.
—Por supuesto —farfulló Fecteau.
Los ojos de Henri se entrecerraron.
—Creo que no nos han presentado, ¿monsieur...?
—Fecteau —terminó Madeleine por el aludido con una voz y unos modales desenfadados y encantadores—. Es un viejo conocido de mi difunto marido, conde y joyero de París. Llegó ayer mismo a Marsella con gran sorpresa para mí, y le pedí que me acompañara esta noche. —Alargó la mano y le tocó el brazo a Henri mientras sus ojos centelleaban con una discreta familiaridad—. Confío en que no le importe que en cierta manera antes hayamos evitado las presentaciones.
Henri, colorado e inquieto, pareció no saber qué contestar, y sin embargo se mostró absolutamente encantado de que una mujer tan atractiva se le acercara con tanta naturalidad.
Claudine se aclaró la garganta, volviendo bruscamente al tema.
—¿Es usted un experto en joyas de gran valor monsieur Fecteau?
—Bueno, llevo en el negocio más de veinte años —respondió el hombre con garbo, haciendo caso omiso del deje de duda contenido en las palabras y en la falta de tacto de Claudine. Entonces, el joyero volvió a mirar el collar con unos ojos que eran unos redondos lagos de asombro—. Mi especialidad son las falsificaciones, la bisutería, y jamás he visto algo que supere esto.
Alguien soltó un grito ahogado, y Fecteau, sin advertirlo, miró a Henri directamente por primera vez, sonriendo con seguridad.
—Un trabajo magnífico. Habrá pagado una gran suma, ¿no es así?
El primer impulso de ____ fue aplaudir ante la respuesta, pertinente y llena de tacto, algo que probablemente Claudine y su simpleza no entenderían sin mediar una explicación. Entonces, ____ sintió un inconfundible cambio en la atmósfera. La tensión que los rodeaba se convirtió en algo tangible, ardiente y opresivo sin una razón evidente, aunque inconfundible incluso para aquellos ajenos a su significado.
____ se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole de repente con fuerza, y el momento adquirió una irrealidad como ella jamás había experimentado. Durante unos segundos, nadie dijo nada. Entonces, Annette-Elise se puso pálida mientras levantaba los dedos hacia su cuello.
—¿Papá?
Henri parpadeó rápidamente y pareció recobrarse.
—Está en un error, monsieur Fecteau. No tiene usted ninguna experiencia. Le aseguro que estas esmeraldas son auténticas.
La orquesta dejó de tocar en ese instante, convirtiendo las pequeñas discusiones sobre música en el salón de baile en un zumbido.
El joyero pareció desconcertado.
—No... no sabe cuánto lo siento. —Se mojó los labios con la lengua y abrió los ojos como platos, confundido—. Supuse que lo sabía.
—¿Que lo sabía? —bramó Michel Faille, y su amplia boca se estilizó cuando los músculos de su cuello se tensaron contra el cuello de la camisa—. Lo que sabemos es que esas esmeraldas con valiosísimas, y que una vez pertenecieron a la reina de Francia. Lo que no sabemos es quién es usted exactamente, y cuál es su propósito al propagar una información falsa en relación con unas joyas de las que no sabe nada.
Su voz fue aumentando con cada palabra, y ____ se dio cuenta de que la reacción del joyero fue la de sentirse cada vez más ofendido. En ese punto, otros invitados a la fiesta que estaban en las inmediaciones se callaron y empezaron a prestar atención al intercambio de palabras.
Fecteau levantó la barbilla de manera casi imperceptible, respiró hondo y miró a Henri con convicción.
—Le ruego que me perdone, conde, pero conozco mi oficio. He sido joyero profesional durante más de dos décadas, yo mismo he fabricado falsificaciones de originales tanto para la clase media como para la aristocracia, y conozco una falsificación en cuanto la veo. —Con una voz profunda y solemne, proclamó—: Y este collar es una falsificación.
____ sintió que Joseph la cogía de la mano, entrelazándole los dedos con los suyos y apretándoselos suavemente, y se le secó la boca.
Henri palideció.
—Es imposible —dijo con voz áspera—. Han estado guardadas en mi caja fuerte durante semanas.
Una calma opresiva se extendió por la sala. Fecteau se agarró las manos a la espalda con decisión.
—Entonces, conde de Arlés, si cree que estas esmeraldas son auténticas, le pido que considere que su caja fuerte ha sido forzada y que ha sido hábilmente engañado. No tiene más que raspar con un cuchillo o cualquier instrumento afilado el oro, y lo arrancará. En cuanto a esas cosas verdes no son más que vidrio.
Alain empezó a sudar, y su frente se perló de sudor; Michel enrojeció de ira; Annette-Elise aferró las esmeraldas, y su tez rubicunda estaba ya tan blanca como los lirios de un cementerio. Durante unos segundos, nadie hizo nada, y entonces, Claudine dijo entre dientes:
—La caja, Henri, ve a comprobar la caja fuerte.
Hacer aquello era inútil, puesto que las joyas, de estar Fecteau en lo cierto, ya habrían sido robadas. Pero el conde se dio la vuelta, se dirigió a toda prisa hacia la puerta y salió al vestíbulo.
Todo el mundo empezó a hablar al mismo tiempo; el ruido devino en un repiqueteo, y el calor se hizo opresivo. ____ permaneció en silencio, disfrutando del extraño momento de emoción y tensión, sabiendo que el Caballero Negro estaba allí, probablemente observando. Joseph le acarició los nudillos con el pulgar, y ella levantó la vista con cautela para tomar nota de su ligera expresión de curiosidad. Él no tenía que conocer bien el idioma para entender lo que estaba ocurriendo o la atrocidad de todo ello.
Madeleine empezó una desenfrenada y animada charla entre el joyero, Claudine y los otros dos hombres, y ____ sintió que Joseph tiraba de ella con absoluta naturalidad para que se hiciera a un lado uno o dos pasos.
—Lo ha hecho él —dijo ella en voz baja.
—Con su estilo habitual —le contestó Joseph en un susurro—. Pero esto no ha acabado todavía.
Al cabo de unos segundos Henri volvió a entrar en la sala, y todos se volvieron; el silencio cayó de nuevo sobre la multitud al presenciar su expresión de asombro. Parecía enfermo ya cuando se dirigió de nuevo a trompicones a la mesa del bufé, la piel de un gris pálido, los ojos desorbitados por el terror y la frente perlada de gotas de sudor, que le resbalaban hasta la barbilla.
—¿Qué es esto? —preguntó con voz áspera y entrecortada, mostrando una bolsa de terciopelo negro con manos temblorosas—. ¡Qué es esto!
El silencio se volvió ensordecedor. El movimiento se detuvo. Fecteau alargó la mano con prudencia hacia la bolsa con un semblante de rotundo y consciente pesimismo. Con dedos ágiles hurgó en el interior y sacó cuidadosamente el contenido.
—¡Oh, Dios mío! —susurró alguien.
Depositada cuidadosamente en la palma de su mano estaba una réplica del collar, si bien hecha de piedras negras y un metal barato y solo de la mitad de su tamaño. Era una broma desmoralizante, un tributo a la burla.
A Fecteau se le pusieron los pelos de punta.
—Esto es plata pobre, conde de Arlés, y las piedras son de ónice negro. Es una piedra semipreciosa. Bastante corrientes, aunque son unas buenas piezas y probablemente valgan más que las falsas esmeraldas. —Le dio la vuelta en las manos—. Poco frecuente, la verdad. Normalmente una sirve para hacer, bueno... camafeos de ónice.
Por primera vez en toda la noche una ráfaga de aire marino sopló a través de los ventanales abiertos, recrudeciendo la conmoción colectiva con la fría realidad. Entonces, un ruido sordo empezó a correr de nuevo entre la multitud, de indignación entre aquellos que estaban confabulados, de confusión e incertidumbre cuchicheada entre los que seguían sin saber nada.
De repente, Henri empezó a enfurecerse, rojo como la grana, los puños apretados a los costados, los ojos llorosos por una ira que no podía empezar a ubicar, la nuez subiendo y bajando convulsamente mientras tragaba saliva, incapaz de hablar.
Michel agarró a Fecteau por el cuello con una mirada de odio en los ojos, lívido pero con las mejillas rojas y brillantes.
—¿Lo robó usted?
—¡Monsieur Faille! —dijo Madeleine en un grito ahogado, poniéndose entre los dos hombres.
Michel no le hizo caso.
—Qué coincidencia que esté usted aquí esta noche...
—¡Cállese, Michel! —le espetó Alain, tirando del hombre alto con manos temblorosas hasta conseguir liberar al joyero—. Los insultos injustificados solo causarán mayores problemas y atraerán miradas indeseadas.
Fecteau parecía consternado cuando retrocedió, aferrando todavía el collar de ónice con los dedos de una mano, mientras se alisaba la levita con la otra.
—No he robado nada —insistió, con la voz quebrada por los nervios—. No soy capaz de imaginarme cómo yo o cualquiera podría haber robado semejante collar del cuello de su hija durante este baile. Y si lo hubiera robado antes de hoy, le aseguro, monsieur, que no estaría aquí ahora.
Eso era lógico y todo el mundo lo sabía. Alain volvió su corpulenta figura hacia Madeleine y su acompañante.
—No cabe duda de que tiene toda la razón, monsieur Fecteau. Acepte nuestras más sinceras disculpas.
Con eso, el jaleo se hizo atronador, y Annette-Elise empezó a llorar, todavía aferrando los cristales sin valor. Entonces, Henri cogió el collar, tirando con fuerza de él una vez. El broche se rompió fácilmente, y las piedras cayeron del cuello de su hija a sus manos.
—Nos registrarán —dijo ____ en tono sombrío.
Muy lentamente, Joseph murmuró:
—No, no lo harán. No pueden.
Ella lo miró a la cara con expresión interrogante.
—Registrar a cualquiera aquí esta noche arruinaría su prestigio social, y no pueden llamar a las autoridades, cuando han sido ellos los que han robado el collar primero. —Y con una afirmación vagamente jactanciosa, añadió en un susurro—: Han perdido las esmeraldas y lo saben.
Ella lo observó, mientras Joseph seguía mirando fijamente al conde con dureza y perspicacia, sin darse cuenta de que un mechón de cabellos negros le caía sobre la frente. Pero fue la certeza que transmitieron su voz y su actitud y la expresión de su boca, no exactamente una sonrisa, sino apenas una línea ascendente, un gesto de absoluta satisfacción, de triunfo insulso pero definitivo... lo que hizo que a ____ le asaltaran las dudas. Era como si Joseph acabara de ganar el premio de un juego de azar desafiante y altamente temerario.
Como si hubiera robado el collar él mismo.
____ se quedó completamente inmóvil, paralizada, al mismo tiempo que un asomo de comprensión empezaba a formarse en su interior. En algún lugar a mucha distancia oyó que la música se reanudaba interpretada con torpeza. Henri y varios hombres abandonaron rápidamente el salón de baile; Madeleine hablaba en susurros con Fecteau, y sin embargo, en ese momento, los pensamientos de ____ iban más allá de ellos, a otro lugar, a otro momento que se le antojó entonces muy lejano.
«... Es moreno, sofisticado, encantador, inteligente, atractivo, y hace buenas acciones para ayudar a la gente. También corre el rumor de que tiene los ojos ambarinos...»
Un escalofrío, gélido y entumecedor, la recorrió, y empezó a temblar.
«¿Y el Caballero Negro está en Marsella?», le había preguntado a Joseph.
«Lo estará cuando lleguemos allí. »
—Oh, no... —susurró ____.
Joseph la miró, y sus ojos vibrantes buscaron los de ella cuando se dio cuenta de la expresión de ____.
«Es apasionante, y viaja, y... vive para la aventura. Sé que esto parece un poco extraño, pero creo que también me busca.»
Más allá de cualquier duda, tan contundente como un puñetazo en el estómago, apareció allí, delante de ella. Todas las preguntas y creencias, toda la esperanza en su futuro murió rápidamente en su corazón, todos sus sueños hechos añicos por un golpe increíble de certeza. ¿Por qué no lo había visto antes? ¿Cómo podía no haberlo sabido? Porque incluso la idea era algo que no podía haber imaginado jamás; una pesadilla hecha realidad que jamás podría aceptar.
—¿____?
Estaba paralizada, temblando por dentro, mirándole fijamente a sus maravillosos ojos, bajo un ligero ceño de curiosidad. De repente, ____ tuvo una poderosa sensación de cólera y de aplastante vergüenza por las cosas que le había confiado, por la humillación demoledora de sentirse engañada reiteradamente, de ser utilizada.
Él seguía sujetándole la mano, y el tacto en ese momento se hizo tan abrasador como el aceite hirviendo sobre la piel. Pero con una aguda intuición casi instantánea de lo que el futuro deparaba no se desasió de un tirón. Una oleada torrencial de lógica la inundó, impidiendo que cometiera un acto inmediato e irracional. Las respuestas estaban allí, ante ella, adquiriendo claridad y sentido mientras empezaba a encajar las piezas, pero faltaba la prueba. Ya fuera por un saber fruto de su agudeza, ya por un instinto irresistible, la cuestión es que su mente tomó las riendas en ese momento, y para bien o para mal, hizo que se detuviera.
No podía permitir que Joseph lo supiera. No allí, en el baile, delante de cientos de personas. Él la había tomado por idiota, y lo odiaba por eso. Pero había robado las esmeraldas por un motivo, y ____ sentía ahora una profunda curiosidad por saber cuál era este, dónde estaban las joyas y cómo lo había hecho, y por encima de todo, por la razón de que la hubiera llevado con él en ese viaje. Si se enfrentaba a Joseph en ese momento, provocaría una situación embarazosa para ambos, pero, por encima de eso, sería él quien ganaría. Y ella no podía permitir que lo hiciera.
Joseph no podía ganar.
Tranquilizándose, con la mente trabajando de manera frenética y entrecerrando los párpados con una amplia sonrisa de intenciones ocultas, murmuró:
—Solo estoy un poco... impresionada.
Joseph volvió a acariciarle los dedos con un pulgar, y ____ reprimió el impulso de abofetearlo con todas sus fuerzas. En su lugar, le apretó la mano con ternura.
—Creo que ahora me tomaría una copa de champán.
Joseph la miró fijamente a los ojos unos instantes.
—¿Le gustaría irse?
____ bajó la mirada para escudriñar a la multitud. Dos o tres parejas se precipitaron hacia la pista de baile en un descarado intento de ignorar los desagradables momentos, mientras la seda y el satén volvían una vez más a agitarse entre frufrús al ritmo de una música interpretada con demasiada intensidad; pequeños grupos de personas susurraban por los rincones o ante las mesas del refrigerio, comiendo o bebiendo; otros más aprovechaban para marcharse con discreción.
Con resolución y una calurosa sonrisa de excitación que ya no sentía, ____ volvió a mirar los encantadores y engañosos ojos de Joseph y dio inicio a la mejor interpretación de su vida.
—Ahora no —dijo ella con donaire—. Me gustaría... ver en qué acaba todo esto.
Aquello apaciguó a Joseph, que pareció relajarse.
—Entonces, sea el champán. —Le soltó la mano por fin, y levantó la suya para ahuecársela en la barbilla—. ¿Y por qué no divertirnos mientras podamos? Diría que me debe al menos un baile más antes de que la entregue al ladrón.
____ lo odió por aquello, por su desenvoltura, por su irresistible encanto, por las atenciones que le prestaba y el insaciable deseo que había entre ellos, y que él había utilizado con tanta pericia en beneficio propio. ¿Y qué había dicho Madeleine? «¿Me pregunto cómo planea Joseph abordar esta presentación?» Él le había dicho que sería al día siguiente, y eso le daba tiempo. Tiempo para pensar en algo que pusiera la ventaja en sus manos. Pensaría en algo. Tenía que hacerlo. Entonces, tendría el control de la situación y ganaría.
Vaya si ganaría.
















¡Hola chicas!
Gracias por leer la novela y por sus comentarios (:
helado00 la novela tiene 19 capítulos, respondiendo a tu pregunta.
Después subo más :D


Natuu♥️!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por Nani Jonas Mar 24 Jul 2012, 1:17 pm

ai qe pasara la rayis ya descubrio a joe
me encanto el beso del cap anterior jajaja
amo la nove ya qiero saber qe va a hacer la rayis
ahora qe sabe la verdad siguela pronto natu
Nani Jonas
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http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por helado00 Mar 24 Jul 2012, 7:16 pm

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La rayis ya lo sabe!!!!
Ahhh no sabes como espero con ansias que la sigas!!! :bounce: muero de intriga por saber que pasa!!
ohh y muchas gracias por contestar mi duda, gracias :D
helado00
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Mensaje por aranzhitha Mar 24 Jul 2012, 9:28 pm

ahhh descubrio a Joe :o
Y como se robo las esmeraldas??
Me encanta
Siguela!!!!
aranzhitha
aranzhitha


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