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Mensaje por Natuu! Vie 13 Jul 2012, 4:18 pm

Capítulo 3/2



Joseph le dio casi veinte minutos para que se serenase y se preparara para acostarse. Entonces, asaltándole una especie de sentimiento de culpa por lo que se avecinaba, llamó con los nudillos a la puerta del camarote dos veces y la abrió sin esperar respuesta.
Pero ella no estaba en la cama ni haciendo nada de lo que las mujeres hacen antes de acostarse. Estaba sentada en el borde de la cama, absorta en sus pensamientos y totalmente vestida, aunque ya tenía la capa desabrochada.
____ se volvió al oírlo entrar y se lo quedó mirando con aire ausente al principio, y luego con lo que él solo pudo describir como creciente terror.
—¿Cómo ha hecho para...?
—Tengo una llave, ¿recuerda? —respondió Joseph antes de que ella pudiera terminar.
Cerró la puerta y le echó el pestillo, encerrando a los dos en la intimidad del pequeño y atestado camarote, lleno ya de la presencia de ____, de sus pertenencias íntimas, del seductor aroma a lavanda y lilas de las cremas, polvos y perfumes. Después de solo unas cuantas horas juntos, Joseph había llegado a la incómoda conclusión de que tenía por delante, la misión más difícil que jamás había aceptado en su vida; y no consistía en robarles las preciadas esmeraldas a los peligrosos legitimistas francesas, sino en mantener intacta la virginidad de ____ Haislett.
La oyó levantarse detrás de él mientras se desabrochaba los dos botones superiores de la camisa.
—Yo... yo suponía que usted dormiría en el camarote contiguo, Joseph —tartamudeó en voz baja y temblorosa.
Se volvió hacia ella, y a punto estuvo de hincarse de rodillas ante la intensa súplica que había en los ojos de ____ con la esperanza de que él se acabara marchando; por la turgencia de su pecho voluptuoso cuando la capa abierta puso al descubierto el vestido extremadamente entallado que se adhería a su figura; por el largo y abundante pelo, ya libre de pinzas, que le caía en cascada por delante en una lujuriosa oleada de suavidad.
Tan inocente y tan intocable.
Suspiró y confesó lo inevitable.
—Dormiré a su izquierda, ____.
—Oh. —El alivio que afloró a su rostro fue inconmensurable—. Entonces, ¿por qué está aquí?
Joseph se puso las manos en las caderas, en absoluto seguro de cuánto disfrutaría con esa explicación, pero listo para darla. Sin rodeos, con el rostro inexpresivo, insistió:
—No me refería al camarote de nuestra izquierda. Me refería a la izquierda de su cama.
Lo primero que pensó ____ fue que lo que estaba diciendo Joseph carecía por completo de sentido. Entonces, la claridad de la imagen la impactó, y por primera vez en su vida, que ella pudiera recordar, estuvo a punto de sucumbir a un ataque de histeria. Sus ojos se abrieron hasta convertirse en unos enormes platos de incredulidad y asombro. No era posible que él estuviera hablando en serio.
—No puede dormir... —____ tragó saliva, incapaz siquiera de decirlo. Él observaba su reacción atentamente, mientras permanecía parado delante de la puerta, ocultándosela a la vista con su cuerpo grande e imponente, esperando para encajar el golpe.
Hablaba en serio. Y, sin embargo, no decía ni una palabra.
El pánico hizo que el pulso de ____ se desbocara.
—No puede quedarse aquí, Joseph.
—Tengo que quedarme aquí, ____ —insistió sin alterarse y con gran parsimonia.
Transcurrieron unos segundos de silencio sepulcral antes de que ____ consiguiera tener la voz suficiente para susurrar:
—¿Por qué?
Joseph alargó la mano hacia la lámpara atornillada a la mesita de noche que había a su derecha, y subió la intensidad de la llama. Luego, se apoyó de espaldas contra la puerta, cruzando los brazos a la altura del pecho.
—Por dos razones, en realidad —contestó con aire pensativo—. La primera es que usted se ha puesto bajo mi cuidado, mi protección...
—¿Protección? —le interrumpió asombrada, con la preocupación creciendo en su ánimo por momentos—. ¿Va a protegerme después de abordarme solo unas horas después de haber zarpado?
—No la abordé, ____; la besé —reivindicó con cierto enfado—. Hay una enorme diferencia.
Ella lo miró con irritación.
—¿Y quién me va a proteger ahora de usted, señor?
—La segunda razón —prosiguió él, ignorando la pregunta— es que mi reputación también importa. Tengo un asunto importante que resolver en Francia que me obligará a alternar con la élite. Si quiere ir conmigo, debe estar dispuesta a hacerse pasar por mi esposa. Nadie puede empezar a sospechar siquiera que viajo con mi querida, y esa es la única conclusión que sacará la gente, si saben que la traje conmigo.
—Podríamos hacernos pasar... por primos —le espetó al borde de la desesperación, completamente consternada por la desvergüenza de Joseph.
Él negó con la cabeza.
—No resultaría, y usted lo sabe. No nos parecemos nada, y a todo el mundo se le hará evidente la atracción que hay entre nosotros. Mejor obrar en consecuencia que intentar ocultarlo. —Y con una sonrisita de suficiencia añadió—: Es un
reto, un papel que hemos de interpretar, y debemos empezar
a interpretarlo ahora… .
Se quedó boquiabierta al oírle, y le pareció del todo increíble que él hablara sobre ellos como si fueran amantes, que quisiera que se hicieran pasar por tales ante los extranjeros. ¡Era tan práctico, tan descaradamente taimado...! Lo había planeado todo desde el principio, lo había sabido todo el tiempo, y había permitido que se enterase de sus intenciones cuando ella ya no podía hacer nada y, menos que nada, salir corriendo. ¿Adónde iba a ir en un barco en plena noche? Su única opción parecía ser la cubierta.
—¿Por qué ha esperado hasta ahora para contarme que teníamos que compartir una...? —Hizo un rápido gesto con la muñeca—. Una...
Él se inclinó hacia ella.
—¿Una cama?
Joseph se llevó la mano a la cara y se frotó el mentón con la palma.
—No quería que cambiara de idea y se bajara del barco —admitió prosaicamente.
—Usted... —____ balbució al oír la franqueza de la respuesta, ruborizándose muy ligeramente, cruzó los brazos delante de ella en actitud defensiva y se pasó las yemas de los dedos por el encaje de la manga—. Usted...
—Yo la necesito, ____ —dijo, terminando la frase por ella una vez más. Tras un instante de titubeo, corrigió—: Necesito que se haga pasar por mi esposa.
—Planeó todo esto —le acusó ella con vehemencia.
Joseph negó lentamente con la cabeza y entrecerró los ojos con malicia, dos seductoras cuchilladas ambarinas.
—Creo que fue usted quien entró en mi casa hace seis días en busca de ayuda. Yo solo me he aprovechado de la situación.
¡Oh, aquel hombre era un demonio! Pues bien, si quería jugar sucio, por ella perfecto. Podía interpretar cualquier papel a la perfección. ¡Pobre de él! Tal vez no supiera que ella era una de las mejores.
—¿Y qué hay del Caballero Negro? —preguntó ____ con suspicacia—. ¿Sigue pensando en presentarnos?
Él se encogió de hombros.
—Eso pretendo, aunque todo se hará según mis condiciones y cuando a mí me convenga, tal y como acordamos antes de salir de Inglaterra.
Se miraron fijamente a los ojos, Joseph con una expresión decididamente ausente e ilegible, ____ sopesando el desafío, calculando los resultados posibles de las decisiones ya adoptadas, decisiones tomadas sin pensar en lo que depararía la relación que había entre ellos.
Entonces, por fin, con una sonrisita astuta que le curvó ligeramente los labios, ____ se volvió con decisión y se quitó la capa, arrojándola sobre el biombo de seda.
—Puede quedarse, Joseph, pero ni un beso más.
—Los maridos y las esposas se besan —replicó él sin gracia—. Me temo que tal vez tengamos que hacerlo de vez en cuando.
____ sabía que él volvería a la carga con eso. Pero no tenía ni idea de con quién se la estaba jugando.
—Los maridos y las esposas rara vez se besan en público. Y puesto que no lo vamos a hacer en privado, no veo ninguna razón para hacerlo en absoluto.
____ volvió a plantarle cara con aire desafiante, en una actitud elegante, los brazos en los costados, plenamente consciente de que Joseph también tendría que resignarse a aceptar algunas de las condiciones de ella, si es que iban a meterse en aquella tonta representación urdida por él.
—También debe darme su palabra de que no actuará sino como un caballero, si llegamos a encontrarnos en una situación de intimidad —insistió ella con fortaleza.
Joseph parpadeó, dando la sensación momentánea de que le hubiera sorprendido con tal afirmación, como si no pudiera creerse lo que ella acababa de decir. ____ lo vio esforzarse en rechazar un pronto de arrogancia juguetona, o tal vez solo fueran las ganas de reírse. Pero en ese momento la expresión de Joseph se ensombreció y adoptó un aire de profunda reflexión.
Volvió a apoyar la espalda en la puerta, observándola, con los ojos recorriéndole cada rasgo de la cara, el cuello y los senos. Y con prudencia y frunciendo el ceño, dijo:
—Por lo que a usted respecta, ____, he sido concienzudamente caballeroso desde la noche en que nos conocimos, hace algunos años. —Esperó—. ¿La recuerda como la recuerdo yo?
____ se quedó inmóvil de pies a cabeza, y el color le abandonó el rostro. En pocos segundos la atmósfera se tornó pesada y el aire se espesó, vibrante con la intensidad del momento, mientras él seguía contemplándola de manera provocativa desde el otro lado del pequeño y repentinamente sofocante camarote. De manera instintiva, ella se agarró los codos con las manos, sintiéndose expuesta sin remisión, pero incapaz de desviar la mirada.
Joseph esbozó una sonrisa cómplice.
—La noche que inocentemente me pidió que me reuniera con usted en un jardín a la luz de la luna para hablar de sueños, y que yo erróneamente tomé por una invitación para besarla, lo que hice hasta que se quedó sin resuello. —Bajó la voz hasta convertirla en un áspero susurro, mirándola a los ojos con una mirada ardiente—. Me gusta besarla, ____. Mucho. Estuvo bien entonces, y es aún mejor ahora.
____ se agarró las mangas con manos temblorosas, respirando hondo para evitar tambalearse ante la intimidad, ante la manera grave y significativa con que aquellas palabras fluyeron de la boca de Jonas. Le estaba dando una oportunidad, deseoso de que ella hablara de aquella noche. Pero ____ no podía. No, en ese momento. Probablemente, nunca.
—Entonces no puedo hacer otra cosa que confiar en usted —murmuró ____ con la boca seca, sosteniéndole todavía la mirada.
Después de un largo y pertinaz silencio, la cara de Joseph se relajó.
—Bueno, supongo que es un principio.
____ se dio cuenta de que se había sentido molesto por su reacción, o quizá tan solo confundido porque ella no deseara hablar de lo que había ocurrido entre ellos hacía todos esos años. Pero el tema era demasiado familiar, demasiado humillante, y ____ tenía que escapar de ello.
Con una honda inspiración para recobrar fuerzas y pasándose los dedos por su mata de pelo, ella intentó recuperar el humor.
—Tendrá que dormir en la silla, Joseph. La cama es pequeña, y yo también prefiero el lado izquierdo.
La luz de la mesilla parpadeó, agitando las sombras en las paredes oscuras. Joseph todavía no había apartado su mirada de la cara de ____, lo cual la estaba poniendo harto nerviosa. Empezó a moverse, como si se preparara para acercarse a ella, y entonces cambió manifiestamente de idea, mientras sus labios dibujaban una sonrisa desganada. Con absoluta tranquilidad, levantó una mano y reanudó la tarea de desabrocharse la camisa, apartando por fin la mirada cuando dio dos pasos hacia la cama, se arrodilló junto a ella y sacó de debajo de esta lo que parecía ser su baúl.
—Voy a dormir en esta cama, ____ —proclamó con decisión—. Y si prefiere el lado izquierdo, y yo prefiero el lado izquierdo, no tendré más remedio que dormir encima de usted, lo cual, añadiría, será difícil no estando permitido ningún beso en absoluto.
____ se ruborizó, furiosa, incapaz de imaginarle encima de ella por ninguna razón. Molesta consigo misma por la reacción que sin duda él advirtió, se dio la vuelta y se ocultó detrás del biombo.
—En ese caso seré yo quien duerma en la silla.
Debía de ser bien pasada la medianoche cuando Joseph sintió que ____ se metía cuidadosamente en la cama junto a él. Había supuesto que eso acabaría por pasar; hacía demasiado frío en el camarote.
No se movió por miedo a que ____ volviera a marcharse de la cama. A él le gustaba dormir desnudo, pero, dadas todas las demás cosas que le había impuesto a ____, no podía ir tan lejos. Así que, allí tumbado, vestido solo con los pantalones incómodamente ceñidos, no había habido manera de que pudiera realmente dormir. Y por lo que pudo deducir, tampoco ____, que se había pasado casi dos horas intentando ponerse cómoda, antes de que, asumiendo finalmente su derrota, se metiera entre las sábanas.
____ se encogió detrás de él, temblando, cubriéndose la barbilla, los dedos y los tobillos con un camisón largo de austero algodón blanco, intentando robarle la manta a Joseph y, sin duda, robándole su calor. Este casi se estremeció cuando sintió sus pies, unos gélidos bloques de hielo a esas alturas, cuando ella se los metió entre las piernas. Pero, cuando por fin empezaba a deslizarse hacia el sueño, se vio obligado a sonreír ante el gesto de comodidad de ____, extrañamente confiado y dulce.





















Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por helado00 Vie 13 Jul 2012, 4:37 pm

ashkdhdkasdasd
ME encantan! y es imposible que nieguen que tienen química ;)
siguela pronto si!? 8:
helado00
helado00


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Mensaje por aranzhitha Vie 13 Jul 2012, 4:49 pm

awww van a dormir juntos
Me encanta Joe es tan sexy baba
Lo amo, como es que la rayiz se deje de tonterias y que disfrute
Siguela!!ç
aranzhitha
aranzhitha


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Mensaje por Julieta♥ Sáb 14 Jul 2012, 12:40 pm

jajaj joseph se las ingenio y muy bien jejje
esa rayis tras de q le esta haciendo un favor se pone dificil no no no jejje
siguela pronto plissssssss
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Natuu! Sáb 14 Jul 2012, 3:03 pm

¡Hola chicas!

Ahora voy a salir al cine, pero cuando regrese les subo el siguiente capítulo.
Gracias por leer la novela :)
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por aranzhitha Sáb 14 Jul 2012, 4:41 pm

ok, espero el siguiente capi :)
aranzhitha
aranzhitha


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Mensaje por Natuu! Sáb 14 Jul 2012, 10:33 pm

Capítulo 4



Madeleine DuMais nació hermosa. No en el sentido clásico, ciertamente, porque a todas luces sus rasgos no eran refinados, aunque sí exóticos. Poseía una excelencia en el porte insólita en las clases bajas, e incluso en la clase media, pero quizá eso se debiera a que, en lo social, estaba entre una clase y la siguiente, si es que eso era posible. Su educación era desigual y ella lo sabía; y le sacaba partido.
De pie ante el espejo de su habitación, mientras un rutilante sol matutino se filtraba a través de las cortinas de cretona, aplicó un último toque de color, a sus mejillas y labios, se puso un poco de kohl en los párpados y se arregló el pelo castaño apartándoselo de la amplia frente.
Sabía que, de los pies a la cabeza, resultaba excepcionalmente atractiva a la vista. En efecto, con frecuencia resultaba divertido ver cómo los hombres se deshacían en su presencia, pero, por extraño que pareciera, no le preocupaba demasiado lo relacionado con sus cualidades físicas. Estaba orgullosa de ellas, y le habían prestado un buen servicio a lo largo de los años.
Sonrió con satisfacción y deslizó las palmas de las manos por su vestido de mañana, de seda amarillo limón, sin otro adorno que algún detalle de encaje blanco, ceñido a la cintura y con una tupida cascada sobre el emballenado para que rozara de manera adecuada el suelo al caminar. Se sentía orgullosa de sus curvas, de su pecho considerable, y de una cintura que no mostraba ninguna señal de haber dado a luz, y que esperaba siguiera así en el futuro. También quería que Joseph Jonas se fijase en ella, porque él llegaría a su casa al cabo de diez minutos justos para la reunión que tenían concertada. Y sería puntual. Los ingleses siempre lo eran cuando se trataba de la seguridad nacional de su país.
Complacida con su aspecto, se dio la vuelta y salió del dormitorio, bajó la escalera con garbo y entró en el salón donde esperaría la llegada del inglés. La cálida atmósfera de la habitación siempre la animaba, decorado como estaba con valiosos muebles de caoba generosamente acolchados y cubiertos de satén color vino. Las cortinas del mismo color estaban totalmente retiradas, para que toda la pieza quedara inundada por el sol, que se reflejaba con un vago resplandor sobre el delicado papel floreado de la pared. Marie-Camille, la única doncella de Madeleine, había dejado el servicio de café para dos encima de la pequeña mesa redonda situada entre dos sillones, delante de la chimenea, a la sazón apagada, y el café sería servido, recién hecho, cuando él llegara. Madeleine tomó asiento en el sillón más próximo a la puerta y esperó.
De su madre francesa, una mujer de teatro, aunque en el mejor de los casos de discreto talento, Madeleine había heredado su excepcional belleza, su figura exquisita, la cara ovalada y los gélidos ojos azules. Pero de su padre, un capitán de la Marina Británica, había adquirido todo lo demás: la inteligencia, el sentido común, el humor y la pasión por la integridad. Él había querido casarse con su madre, mas, ¡ay!, Eleanora Bilodeau, egocéntrica y vulgar donde las hubiera, lo había rechazado, abandonándolo con el corazón roto; y no especialmente interesada en su vástago, arrastró a la hermosa niña de ciudad en ciudad, de un apestoso teatro lleno de humo a otro, y no porque se sintiera en la obligación de hacerlo, sino porque Madeleine le servía de esclava.
Durante casi doce años Madeleine suplicó que se le permitiera marcharse a Inglaterra para quedarse con la muy estable familia de su padre, pero su madre le había negado aquél sueño con creciente desprecio. Madeleine solo había visto a su padre cuatro o cinco veces en su vida, pero aquellos instantes maravillosos la habían hecho rebosar de alegría. El hombre había querido de verdad a su hija ilegítima. Entonces, en el verano de 1833, Madeleine encontró, escondida en un cajón lateral del ropero de su madre, una nota de su familia inglesa en la que les informaba a ambas, en un tono muy solemne, de que el padre de Madeleine había muerto de cólera el año anterior, mientras estaba destinado en algún lugar de las Indias occidentales. Y fue aquel mismo aciago día, mientras su madre se exhibía en un escenario de Colonia, medio vestida y sin un ápice de dignidad, que la devoción de Madeleine hacia su país murió. Solo ante sus ojos, que era lo que importaba, dejó de ser francesa para siempre.
Cuando cumplió los dieciséis años consiguió su primer empleo como corista de un abarrotado y caluroso teatro de variedades, donde los hombres civilizados de la mañana se convertían por la noche en animales borrachos, sudorosos y lascivos que proferían comentarios groseros mientras lanzabas monedas al escenario con la esperanza de intercambiar favores. Ese fue el único ingreso que ella pudo conseguir utilizando sus encantos naturales, pero ni una vez en cuatro años de bailarina se permitió vender sus favores sexuales. Por encima de todo lo demás, había conservado intacto el respeto por sí misma, tal y como siempre había hecho, y su padre había esperado que hiciera, negándose a caer en la desgracia personal, como su madre.
A los veinte años, con bastante dinero ahorrado y una satisfacción que no había sentido antes ni sentiría después, Madeleine comunicó con mucha tranquilidad sus planes de abandonar su anterior existencia como sirvienta de su ya gorda y opiómana madre, y le dio la espalda a Francia para siempre. Al principio, la actriz se asustó, y luego montó en cólera, gritando obscenidades a su hija mientras esta la abandonaba para siempre con los hombros erguidos y la barbilla alta. Eso había ocurrido hacía ocho años, y Madeleine no la había vuelto a ver ni a preocuparse siquiera de si la mujer seguía viva.
Primero se fue a Inglaterra, donde se presentó a su refinada familia de clase media, que la aceptó incondicionalmente, aunque con cierta callada reserva, pero ella no había esperado nada más; después de todo, era medio francesa e hija ilegítima de una actriz. Sin embargo, la habían tratado con un respeto que no había conocido jamás y que a ella le encantaba, aunque por esa época supo que jamás llevaría la vida de una dama inglesa. Con el tiempo, había aprendido el idioma de su familia bastante bien, pero jamás pudo perder del todo su marcado acento francés. Jamás podría ser uno de ellos. Aquel sueño había muerto con la madurez. Pero con esta llegó el íntimo descubrimiento de que quizá podía ofrecer algo bastante más valioso a la sociedad británica, a su herencia británica. Sus habilidades podían ser utilizadas para ayudar a la gente que quería y perjudicar a aquella otra que había llegado a odiar.
En consecuencia, a los veintiún años, entró tan campante en el Ministerio de Interior británico y se presentó tal cual era. Quería convertirse en confidente. Naturalmente, como recordaba a esas alturas con humor, los funcionarios responsables la habían echado del edificio entre carcajadas. «¡Por Dios bendito! Pero si es usted francesa... ¡y mujer!», le habían soltado al unísono, escandalizados. Pero no se desanimó. ¿Es que podía haber un disfraz mejor?
Más decidida que nunca, y después de intentar captar la atención de las autoridades otras dos veces y de no obtener más respuesta que algún cumplido en el mejor de los casos, Madeleine cambió de enfoque. Recogió sus escasas pertenencias y volvió a París, donde se infiltró por su cuenta en los círculos del gobierno, utilizando para ello su inteligencia, su belleza y sus cada vez mejores dotes interpretativas; bastante mejores, se dio cuenta, que las de la mujer que la había parido. Después de todo, había vivido sus primeros veinte años con una compañía teatral, y había sido una buena discípula.
Varias veces durante los siguientes tres años, Madeleine descubrió secretos que envió, a su vez, a sir Riley Liddle a Gran Bretaña; nada ruinoso, ni siquiera escandaloso, solo pequeñas cosas para ayudar a la causa británica en Europa. Y siempre que lo hacía, empezaba aquellos retazos de información con la frase: «Un afectuoso saludo de la francesa». Nunca recibió contestación alguna, pero supo que sus descubrimientos detectivescos eran tenidos en cuenta, porque la información que pasaba empezaba a usarse, incluso de maneras sutiles. Aquello le proporcionó la satisfacción que necesitaba durante un tiempo, hasta que ellos se fueron acostumbrando a que Madeleine hiciera lo que hacían los hombres ingleses por norma, y ella sabía que ellos lo sabrían a tiempo. Al final, después de establecerse en el seno de la élite francesa, de abrirse camino en la alta sociedad con encanto y sagacidad, se le había dado la inestimable oportunidad de ganarse el respeto de sus superiores británicos. En julio de 1843 se enteró por casualidad de que dos prisioneros políticos franceses muy prominentes iban a ser trasladados, sin demora y directamente, del tribunal a la lúgubre prisión de Newgate, y que había un plan en marcha para liberarlos en el trayecto, mediante la fuerza si fuera menester.
En efecto, el día de aquel traslado, y gracias a la despierta inteligencia de la francesa, se abortó una pequeña revuelta cuando un pequeño grupo de interesados y atónitos franceses fuertemente armados fueron hechos prisioneros sin ningún incidente. Cuando Madeleine se enteró de la noticia de la victoria, supo que estaba dentro.
Cuatro días después, el 2 de agosto de 1843, Madeleine Bilodeau, antigua corista e hija de una actriz (que muchos pensaban era aún peor), se convirtió en espía del gobierno británico. Se pusieron en contacto con ella de manera bastante informal durante un paseo matutino por la avenida De Friedland, en las cercanías de su casa de París, y al cabo de veinticuatro horas había sido enviada a toda prisa a Marsella, con todas sus posesiones mundanas a la zaga, para convertirse en Madeleine DuMais, la acaudalada viuda del mítico Georges DuMais, comerciante en tés de renombre mundial desaparecido en el mar. La instalaron en el impresionante puerto meridional, en una preciosa vivienda urbana, para que pudiera estar al servicio de la Corona en los temas relacionados con la amenaza siempre creciente del contrabando. Durante los últimos cuatro años se había ganado la veneración de la alta sociedad y había sido aceptada en todos los círculos sociales ni más ni menos que por lo que aparentaba ser, siendo de gran utilidad a su país de adopción, donde aquellos que importaban vinculaban su nombre a una especie de honor sofisticado.
Madeleine se enderezó y se alisó la falda. El sordo rumor de la voz de un hombre procedente del vestíbulo hizo que su mente dejara de vagar por el pasado, mientras miraba el reloj de la repisa de la chimenea. Joseph Jonas había llegado, tres minutos después de las diez, y ella estaba preparada para recibirlo.
El inglés entró cuando Marie-Camille abrió la puerta del salón, y una vez más Madeleine se sintió sobrecogida por su aspecto. Solo lo había visto una vez antes, haría cosa de un año, en una ceremonia de gala cerca de Cannes, y en el momento de ser presentados, ella se descubrió soltando una risita tonta motivada por la burda y comedida descripción que sus superiores le habían hecho de Jonas. Lo habían descrito como «un tipo de lo más normal, gallardo en el mejor de los casos; de pelo negro y todo eso».
Pero Joseph Jonas era hermoso, si es que una podía utilizar esa palabra para describir a un hombre. No en el sentido de la elegancia, en realidad, aunque vestía de manera impecable. Más con un estilo tosco y descaradamente masculino.
Hasta que sonrió como lo hizo en ese instante. Entonces, «hermoso» era lo más apropiado.
—Madame DuMais. —Joseph fue el primero en hablar, al tiempo que cogía la mano extendida a Madeleine y se llevaba el dorso a los labios—. Nos encontramos de nuevo. Tiene un aspecto encantador. Es usted como la brisa de la mañana.
Madeleine sintió que se ruborizaba, algo que casi nunca le ocurría delante de los demás. Pero él se había tomado su tiempo para observar sutilmente su figura, que era exactamente lo que la francesa había esperado que hiciera cuando se había tomado su tiempo para acicalarse. ¿Y cómo podía no fijarse? Era un hombre después de todo, y eso es lo que había esperado ella. La reputación de Joseph lo precedía.
—Monsieur Jonas. Es un placer. Por favor, tome asiento. —Madeleine señaló el sillón que tenía enfrente, se volvió hacia Marie-Camille, que esperaba pacientemente junto a la puerta, y le ordenó que trajera el café de inmediato.
Volvió a centrar su atención en Jonas, que ya estaba sentado cómodamente enfrente de ella. Parecía encontrarse a sus anchas vestido con un terno de mañana gris paloma que acentuaba el color de sus llamativos ojos. La camisa blanca y el fular gris claro eran de la mejor seda, y su pelo negro como la noche se había despeinado un poco al quitarse el sombrero, que sin duda había dejado en el perchero de la puerta principal. Joseph se pasó los dedos por las puntas para peinarlas hacia atrás, y Madeleine no pudo por menos que clavar la mirada en el movimiento mientras hablaba.
—¿Puedo suponer que su viaje transcurrió sin incidentes? —preguntó, con más cortesía que curiosidad.
Joseph dejó caer los brazos con rapidez y movió su corpachón en el sillón, cruzando las manos en el regazo.
—Aquí estoy de una pieza.
Madeleine arqueó las cejas fugazmente, pero puesto que Joseph no dijo nada más, se limitó a añadir:
—Pero sin duda, no se le notan los efectos de una noche en vela.
Joseph volvió a asentir con la cabeza ante el comentario, mirando a la mujer con franqueza, mientras Marie-Camille regresaba trayendo una cafetera china con incrustaciones de oro y marfil encima de una bandeja de plata. Dado que el juego de café ya había sido dispuesto con anterioridad, la doncella no tuvo más que servir un par de tazas hasta el borde, dejar la cafetera en la mesa y marcharse de nuevo con discreción, cerrando la puerta tras ella.
Madeleine se sirvió leche caliente y azúcar; él se llevó la taza a los labios.
—¿Y cómo va todo por casa? —preguntó ella con aire despreocupado, removiendo el café con gesto remilgado.
Él se encogió de hombros y le dio un sorbo al café.
—Bien, supongo. Excepto por el asunto que me trae al sur de Francia en pleno verano.
Madeleine apartó la mirada y bajó las pestañas para observar el líquido marrón que le teñía las yemas de los dedos, golpeando ligeramente la cucharilla sobre el lateral de la taza, un tanto consternada porque él pasara con tanta rapidez al objeto de su reunión.
—Supongo que querrá que le dé ya los detalles —afirmó en voz baja.
—Como guste, señora —respondió él con cordialidad.
Madeleine volvió a levantar la vista para mirarle a los ojos y le dio un sorbo al café. Joseph la observaba con atención, y esa fue la oportunidad de Madeleine para cambiar de tema.
Con mucha delicadeza, señal de sus muchos talentos, insinuó:
—Tengo la esperanza, monsieur Jonas, de que durante su estancia en Francia lleguemos a ser algo más que meros conocidos... —Colocó la taza y el platillo sobre la mesa—. Así que nada me complacería más si me llamara Madeleine.
Ella era perfectamente consciente de que Joseph podría sentirse confundido ante semejante invitación, y de hecho eso era lo que parecía haber ocurrido. Él parpadeó rápidamente dos o tres veces, sonrió de un modo absolutamente encantador, mientras dejaba también la taza y el plato sobre la mesa, y se recostó con total indiferencia para observarla.
—Me siento muy honrado, Madeleine —admitió de manera elocuente—. Y usted debería llamarme Joseph. Vamos a trabajar juntos, así que supongo que la formalidad podría resultar pesada.
Ella mostró una sonrisa deliciosa, casi segura ya de que él estaba correspondiendo al interés, aunque estaba siendo tan sutil como ella. Era inglés, y en consecuencia un poco más formal que el francés típico. Después de todo, quizá no estuviera perdiendo su tacto y tan solo necesitara ser más directa.
Lenta, insinuantemente, se inclinó hacia él, y los ojos azules de Madeleine chispearon con los pensamientos íntimos.
—Estaré encantada, Joseph. De hecho, confiaba en que quizá pudiéramos encontrar tiempo para... relajarnos juntos. Cuando el trabajo haya terminado, por supuesto. —Madeleine subió y bajó los dedos sensualmente por el pelo, que se le enroscaba sobre el pecho derecho en una gruesa y brillante trenza—. Estoy segura de que disfrutaría de la compañía de una mujer que conoce... bien la zona y cómo entretener a un hombre todo el tiempo. Estoy igualmente segura de que yo disfrutaría de sus encantos.
Joseph se la quedó mirando sin ambages durante uno o dos segundos. Luego, con la misma rapidez con que había bajado la vista hasta sus pechos, se movió de nuevo en el sillón, incómodo, y desvió la mirada hacia la ventana.
La verdad es que Madeleine había esperado que él respondiera de inmediato de una manera positiva. Era un hombre al que le gustaban las mujeres, y ella sabía, como lo sabría cualquier mujer astuta, que la encontraba particularmente atractiva. Pero en ese momento, mientras se recostaba de nuevo en el sillón para contemplar la figura silenciosa del inglés, empezó a caer en la cuenta de que, aunque él pudiera haber admirado fugazmente su belleza, sus pensamientos habían estado en otra parte desde el momento en que había entrado en la habitación. Jonas parecía... ¿preocupado?
Por fin, Joseph volvió su atención hacia ella y sonrió con decisión, la mirada atenta mientras juntaba las manos, los codos en los brazos del sillón y las yemas de los dedos en ligero contacto formando un triángulo delante de su rostro meditabundo.
—Mi querida Madeleine —empezó con determinación—, si hubiera recibido una invitación tan generosa de una mujer tan bella hace solo unas semanas, me habría encontrado aceptando el placer de su encantadora compañía sin reservas. —Carraspeó y bajó la vista para observar la gruesa y elaborada alfombra—. Sin embargo, durante estos últimos días han ocurrido varias cosas que harían que tal aceptación resultara... incómoda.
—¿En serio? —masculló Madeleine, completamente sorprendida y sin saber si debía sentirse abatida o halagada. Jamás en su vida había sido rechazada con tanta elegancia.
Joseph respiró hondo y levantó la vista para mirarla fijamente a los ojos una vez más.
—No estoy solo en Francia...
Los ojos de Madeleine se abrieron desmesuradamente.
—Oh...
Él volvió a echar un rápido vistazo a la ventana, según parecía con impaciencia, y Madeleine se preguntó fugazmente si la mujer estaría esperando fuera. Y tenía que ser una mujer, decidió. El Caballero Negro siempre trabajaba solo; Joseph Jonas nunca viajaba acompañado. También sabía que ningún hombre en la flor de la vida rechazaría una oferta tan evidente de cariño femenino, si su única complicación fuera que viajara con otro hombre.
Suspirando con resignación, Madeleine alargó la mano hacia su taza y se la llevó a los labios con cuidado.
—Debe de confiar en ella sin reservas.
Por primera vez desde su llegada, Joseph pareció sobresaltarse por las palabras de Madeleine.
Ella mostró una sonrisa astuta.
—¿Sabe ella quién es usted?
Joseph titubeó.
—No exactamente.
—Mmm... —Madeleine hizo una pausa para dar otro sorbo al café—. ¿Y la razón de que esté usted aquí?
Él frunció los labios y negó con la cabeza.
—No.
—Entiendo.
Joseph soltó un ruidoso suspiró y juntó los dedos.
Madeleine hizo un gran esfuerzo para evitar reírse.
—Tal vez llegue incluso a conocerla —sugirió con sincero interés.
Él le dedicó una sonrisita de complicidad.
—De eso estoy absolutamente convencido.
Al oír eso Madeleine se rió, volviendo a colocar la taza sobre la mesa.
—Entonces estaré encantada de conocerla.
Ella se levantó con elegancia y cruzó la estancia hasta un pequeño armario de caoba situado al lado de la ventana.
—Supongo que, puesto que ella es la única que mantiene su atención, Joseph, deberíamos ir al grano.
Abrió la puerta de cristal y sacó varias hojas de papel del interior de una caja de música situada dentro.
—Las joyas se guardan en la caja fuerte del despacho de Henri Lemire, conde de Arlés. —Madeleine se dio la vuelta y volvió hasta él con paso lento pero decidido, estudiando atentamente sus notas—. En su finca de la costa, a unos diecinueve kilómetros al oeste de la ciudad. Tiene cuatro hijos (tres niños y una niña, la mayor) y una esposa ingenua pero encantadora, con la que se casó en segundas nupcias hace tres años y a la que le dobla la edad.
Joseph alargó la mano hacia la taza de café, vació el contenido de dos tragos y se levantó cuando ella se detuvo a su lado. Contempló la cara de la mujer, el pelo negro reverberando al sol, los ojos brillantes y despiertos, la piel blanca y con un ligero olor a musgo. Madeleine suspiró, consternada. ¡Qué lástima no poder disfrutarlo!
Tras entregarle los documentos, ella siguió con el asunto que se llevaban entre manos.
—Me he informado sobre él y su familia todo lo que he podido durante las últimas semanas. Tiene cuarenta y ocho años, es inteligente y mantiene viejas relaciones, aunque se sabe que ha cometido errores. Es respetado, y en general goza de la simpatía de los de su generación, y quiere a sus hijos, en especial a su hija. Adora a su mujer, aunque prefiere mantenerla en casa mientras él atiende otros asuntos que juzga más importantes, incluida, si es cierto el rumor que corre, alguna
amante ocasional. Es un legitimista furibundo, aunque no alardea de ello. Desprecia a Luis Felipe; piensa que el rey es en el fondo un pelele, un hombre incapaz de controlar a la gente. Quiere que Enrique vuelva al trono por razones evidentes,
pero no he logrado determinar hasta dónde es capaz de llegar
en su empeño ni si está planeando alguna acción inmediata o ninguna.
Dio unos ligeros toques sobre el papel con una uña perfectamente cuidada.
—He incluido un breve informe sobre el conde de Arlés, lo que he podido encontrar de la historia de la familia, así como un plano bastante fidedigno de los jardines y de la casa. He estado dentro dos veces. También encontrará una invitación para un baile en conmemoración del decimoctavo cumpleaños de su hija la semana que viene. No creo que intente vender las esmeraldas antes de entonces. No creo que esté preparado. Y —dijo, bajando la voz— corre el rumor de que la hija pueda lucirlos para la ocasión.
Joseph levantó la vista hacia ella bruscamente.
—¿En serio?
—Es solo un rumor —volvió a decir—, pero digno de considerar.
—Por supuesto.
Ella lo miró hojear detenidamente la información.
—Su identidad ficticia es relativamente sencilla —prosiguió Madeleine—. Joseph Jonas, un inglés refinado que compra fincas en Francia para acaudalados aristócratas europeos. El conde de Arlés tiene una preciosa casa de veintidós habitaciones en las afueras de París que intenta vender. También encontrará ahí la información a ese respecto.
—¿Necesita dinero? —preguntó Joseph pensativamente, con el ceño fruncido.
Madeleine se puso a jugar distraídamente con el encaje de su cuello.
—No lo creo. Lo más probable es que su nueva esposa pretenda dedicar su tiempo a holgazanear en la costa mediterránea. Adora esto.
—Mmm. —Joseph esperó, pensando—. ¿Y cómo conseguí la invitación?
—A través de mí. Nos hemos visto fugazmente una o dos veces en los últimos años. Usted encontró un comprador para la propiedad que mi difunto marido tenía en San Rafael, ¿recuerda?
—¡Ah, sí! —Joseph dobló los papeles y se los metió en el bolsillo de la levita—. ¿Necesitaría otra invitación, si mi compañera de viaje me acompaña como mi esposa?
Madeleine se quedó ligeramente desconcertada. Cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con recelo.
—No. En realidad puede que fuera mejor si llevara una esposa. —Sacudió la cabeza a medida que fue cayendo en la cuenta del plan de Joseph—. Si pretende utilizarla sin que sepa quién es usted, ha de ser excepcionalmente atractiva, o simpática, para que usted se arriesgue. Supongo que cuenta con esas bazas como maniobra de distracción, ¿me equivoco?
Joseph sonrió abiertamente en respuesta.
—¿Es inteligente?
—Lo suficiente para ser un problema.
Madeleine se mordió suavemente el labio inferior.
—Si es tan inteligente, tarde o temprano acabará descubriendo su secreto, Joseph.
Fue una advertencia hecha con una buena dosis de regocijo.
Riéndose entre dientes, Joseph se confió:
—Estoy deseando que llegue ese momento con un placer que le resultaría incomprensible. —Le cogió los dedos en la palma de la mano, listo para despedirse—. ¿Estará en la fiesta?
—Sí, por supuesto —respondió ella en voz baja.
—Entonces, podrá darme su parecer cuando la conozca. —Llevándose la mano de Madeleine a los labios, le besó el dorso sin dejar de mirarla a los ojos—. Ha sido todo un placer, Madeleine.
De nuevo, y por segunda vez en muchos años, ella sintió que le ardían las mejillas.
—Hasta el baile, madame DuMais.
Y diciendo estas palabras, la soltó y se dirigió tranquilamente hacia la puerta. Madeleine lo siguió hasta la entrada, mientras Joseph se detenía para recoger el sombrero del perchero, y luego salió tras él al porche blanco con celosía,
bañado ya por un sol radiante.
Joseph se detuvo de repente y se volvió hacia ella con expresión pensativa.
—Cuantas invitaciones he recibido esta mañana han sido consideradas concienzudamente —reveló en voz baja—. Y por supuesto, ninguna ha sido tomada a la ligera. Me siento muy halagado. Lo único que lamento es no poder aceptarlas todas.
Madeleine sonrió abiertamente, alargó la mano para cogerle la suya y se la apretó con ternura.
—Secretos de amigos, Joseph.
Con una sonrisa, Jonas saludó con la cabeza una sola vez, luego recorrió el sendero de ladrillo y atravesó la concurrida calle.















Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por jb_fanvanu Sáb 14 Jul 2012, 11:47 pm

Ya sospechaba en q Joe era el caballero negro! -.- Y quiere q __ se de cuenta :O

Joe es tan sexy y sabe coquetear muy bien *o*

SIGUELAA!!
jb_fanvanu
jb_fanvanu


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Mensaje por aranzhitha Dom 15 Jul 2012, 11:28 am

Ja :¬¬: la tipa se quedo con las ganas
Porque Joe quiere a la rayiz
Y es el caballero negro entonces la rayiz esta enamorada de él
Siguela!!!
aranzhitha
aranzhitha


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Mensaje por Julieta♥ Dom 15 Jul 2012, 4:43 pm

esa tipeja no me da buena espina esperemos q no sea un dolor de cabeza para la rayis y por ende par ami jejejej
siguela pronto plisssssss
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Natuu! Dom 15 Jul 2012, 10:53 pm

Capítulo 5



____ estaba sentada en la estrecha habitación del hotel en un desvencijado sillón de deslucido terciopelo color albaricoque, tamborileando con los dedos sobre el brazo del asiento con impaciencia. Habían transcurrido tres horas desde su regreso, un tanto precipitado porque tenía un poquitín de miedo a que él se hubiera dado cuenta de que lo estaba siguiendo, y ella quería parecer indiferente y aburrida, en lugar de curiosa y, sí, aunque se sentía reacia a admitirlo, incluso irritada por lo que había visto. Durante la espera, había alternado las vueltas por la habitación y el sillón, abanicándose para evitar derretirse con aquel calor sofocante, escuchando el tráfico del mediodía más allá de la ventana abierta, sin apartar la mirada ni un instante de la puerta.
Hasta ese momento, su viaje había sido rutinario, aunque no era capaz de encontrar las palabras para describir su primera impresión de Marsella. Encantadora, abigarrada, única... todo la describía. Había estado en Francia tres o cuatro veces en los últimos años, pero nunca en el sur del país, y en muchos aspectos esta ciudad portuaria meridional, con su tranquilo encanto y su extraña mezcla de bulevares bulliciosos y estrechas y solitarias calles escalonadas, era distinto a cualquier otro lugar que ella conociera.
En cuanto llegaron, Joseph se había dirigido a un pequeño hotel no lejos del puerto, y ____ lo había seguido obedientemente sin hacer ningún comentario cuando, con desánimo, su mirada se posó en la habitación que les habían asignado, en la confianza de que no permanecerían en ella mucho tiempo. Era una habitación vieja y raída, y el mismo hotel alojaba a la más extraña variedad de gente, aunque sabía que, en parte, su valoración se debía a haber vivido toda su vida resguardada del mundo, excepción hecha de las clases de piano, los viajes a la modista, los eventos y los sermones de su madre.
El tiempo pasado a bordo había transcurrido sin incidentes después del primer día, mientras Joseph se mostraba ya silencioso y meditabundo, ya hablador y amistoso. Aunque en el fondo había parecido distraído, incluso inquieto, y ella le había complacido encantada en su deseo de mantener el silencio entre ambos. En realidad, le traía sin cuidado el mal humor de Joseph, pero se vio obligada a reflexionar un poco acerca de cuáles serían las causas posibles de preocupación de un caballero desahogado.
En realidad, tenía que admitir que tampoco le importó dormir con él... si es que era así como había que llamarlo, y suponía que era así como una tendría que llamarlo. De hecho, había encontrado la presencia de Joseph reconfortante, y su
cuerpo extrañamente protector, al despertarse aquella primera mañana y descubrirlo en su posición durmiente, acurrucado contra su espalda, con los brazos rodeándola y atrayendola hacia él, la cara entre su pelo y la respiración en su nuca. No había intentado besarla, ni siquiera tocarla de manera inadecuada; y puesto que había sido un perfecto caballero, en lugar, de apartarse, se acurrucó aún más bajo las mantas y contra él, puesto que, después de todo, la estaba protegiendo —él había dicho que era su deber—, y se suponía que ella tenía que consentir aquella parte de él inconfundiblemente masculina. De todos modos, Joseph parecía un tanto inmune a sus encantos desde su conversación de la primera noche en el camarote
del barco.
Pero en ese momento llevaban en Marsella casi dos días, y; era el turno de ____ de sentirse inquieta. Estaba preparada para más excitación, más aventura. Era verdad que encontraba cierto placer en observar a la gente, pero ya estaba bastante versada en la cultura, costumbres e historia de Francia, y estaba allí con un propósito y tenía unos planes que llevar a cabo. Quería más acción. Por fin, hacía solo unas pocas horas, había conseguido lo que quería.
Después de un ligero desayuno de pastelitos y café (que a ella ya le gustaba más que el té), Joseph le informó inesperadamente de que tenía que asistir a una cita inminente, la razón, según parecía, de su viaje a Francia. Esa fue la primera vez que ____ le había oído hablar de sus planes, los que ella suponía explicaban las razones del viaje de Joseph a aquel puerto del sur. Bien mirado, él había sido un poco taimado en cuanto a sus intenciones. Pero eso no era asunto de ella, se repetía sin cesar ____.
No obstante, hubo algo en los ojos de Joseph, en la sutil evasiva durante el sencillo desayuno, que despertó la curiosidad de ____. Ella no había mencionado al Caballero Negro desde la primera noche que pasaron juntos, aunque estaba segura de que Joseph sabía que cada vez estaba más ansiosa por encontrarse por fin cara a cara con la leyenda. Ella aceptaba las condiciones de Joseph, pero tampoco quería malgastar su tiempo en Francia. Con su extraño comportamiento de esa mañana, si es que se le podía llamar extraño, ____ se vio invadida por la entusiasta creencia de que él tal vez tuviera intención de encontrarse con el ladrón ese día.
Así que, dejando a un lado todo buen juicio, había fingido que le dolía la cabeza, le había comunicado su deseo de quedarse descansando y luego lo había seguido cuando salió del hotel a las nueve y media. Pero Joseph no se había reunido con el ladrón, sino con una mujer, y una de extraordinaria belleza, además, aunque ____ solo había alcanzado a ver fugazmente la elegante figura desde el otro lado de la calle, cuando la dama había salido al porche delantero entre un alboroto de faldas, una figura esbelta, llena de gracia y pelo brillante cubierta de seda y encajes.
La reacción inicial de ____ fue de sorpresa; no se había esperado que se reuniera con una mujer, en casa de esta y en pleno día. ¿Y para qué? Entonces se vio invadida de ideas y sentimientos que no fue capaz de describir con precisión; un
intrincado revoltijo de aflicción, enfado y algo a lo que no pudo poner nombre. No era una ignorante rematada. La mujer era su amante, eso era evidente, porque ese hombre las tenía a montones. Lo que tanto la perturbaba era que él sintiera la necesidad de reunirse con una de ellas en ese momento, en ese viaje, cuando en realidad debería tener cosas más importantes en las que ocupar su tiempo.
____ suspiró, haciendo tamborilear los dedos aún con más fuerza sobre el desvencijado brazo del sillón, y recostó la cabeza en el respaldo para mirar fijamente la pintura que se desconchaba del techo, sintiéndose increíblemente molesta
porque disfrutaba enormemente de la compañía de un hombre con una reputación tan nefasta. Casi sonrió al preguntarse fugazmente si quería estar con él porque le gustaba como persona o porque su madre se quedaría absolutamente consternada por la falta total de juicio de su hija.
El ruido de una llave en la cerradura hizo que se irguiera de inmediato y se pusiera alerta. Joseph entró, tranquilo y a gusto en su terno entallado sin un pliegue ni arruga en la tela. ____ tuvo problemas para conservar la lucidez cuando, con demasiada agudeza, cayó en la cuenta de que era natural que su traje no tuviera ninguna arruga, puesto que durante media mañana no lo había llevado puesto.
Después de cerrar la puerta tras él, Joseph arrojó el sombrero sobre la cama pequeña y estrecha y se volvió por fin hacia ella, mirándola de arriba abajo mientras seguía sentada en la silla, demorando la mirada en todas las curvas que
podía detectar bajo la seda color lavanda. En opinión de ____, aquel hombre carecía de decencia por completo.
—Veo que se encuentra mejor —observó él con aire cansino.
____ se sintió un poco avergonzada, encontrándose peor de repente. Tenía calor y estaba sudorosa, y unos cuantos rizos sueltos se le pegaban a la cara y al cuello; por fuerza tenía que presentarle un aspecto verdaderamente espantoso.
—Sí, estoy mucho mejor, gracias —respondió con una sonrisa forzada—. Me siento de maravilla. —Agitó el abanico de marfil delante de su cara con una mano, mientras que con la otra se secó la sudorosa mejilla, preguntándose cómo Joseph podía tener un aspecto tan lozano y sereno con un calor tan sofocante. Tal vez la brisa marina que él acababa de abandonar no pudiera encontrar la manera de entrar en el hotel. ____ debería haber ido a curiosear en los tenderetes de los vendedores ambulantes, en lugar de encerrarse en la habitación a esperarlo. Sin duda, habría utilizado el tiempo de forma más constructiva.
La expresión de Joseph adoptó un aire pensativo mientras permanecía de pie delante de la puerta.
—¿Ha hecho algo mientras he estado fuera?
____ se mordió el labio para evitar soltar alguna mentira increíble. Si le mintiera, él lo sabría de inmediato.
—Fui a dar un paseo. Hacía mucho calor.
—Mmm...
____ desvió la mirada hacia el abanico, con el que empezó a darse golpecitos en el regazo distraídamente.
—¿Y dónde ha estado, Joseph?
Después de un silencio prolongado, ____ alzó las pestañas apenas lo suficiente para verlo. Su corazón se aceleró cuando se encontró con la franca mirada de Joseph .
—Esta mañana he tenido una reunión de trabajo, ____.
El engaño hizo que ____ empezara a echar humo por las orejas.
—Deseo de corazón que le resultara absolutamente provechosa —replicó ella con vehemencia.
Al oír eso, Joseph empezó a acercarse a ella lentamente, mientras una de las comisuras de su boca se curvaba hacia arriba.
—Me alegra decir que fue muy provechosa. —Se detuvo delante de ella, con las manos en las caderas debajo de la levita, que ahora llevaba retirada por detrás de los brazos—. ¿Y su paseo?
____ parpadeó.
—¿Mi paseo?
—No se haga la remilgada conmigo, querida ____.
Se movió inquieta en la silla, apenas capaz ya de mirarlo a la cara, mirando en cambio con hostilidad los botones de marfil de su camisa.
—Fue un paseo encantador, aunque como ya he dicho, hacía demasiado calor.
—Tal vez caminara demasiado deprisa —sugirió él con un tono agradable, alargando la mano hacia el abanico de ____, que le arrancó rápidamente de la mano y que luego tiró sobre la cama, situada a su izquierda—. Es difícil caminar despacio cuando uno intenta seguir a alguien.
Sorprendida, ____ abrió los ojos como platos. Entonces, él la agarró por el brazo desnudo y la hizo levantarse, sujetándola tan cerca de él que casi se tocaron. Le escudriñó el rostro, pero sin ira, casi con un aire divertido.
—¿Por qué me siguió? —preguntó él con evidente extrañeza.
Su respiración rozó la piel acalorada de ____ mientras le sostenía la mirada, y ella se hartó del juego.
—¿Por qué sintió la necesidad de visitar a su amante a las diez de la mañana, al segundo día de nuestra estancia en la ciudad? Sus impulsos deben de ser incontrolables, Joseph.
____ tuvo problemas para definir la expresión de Joseph. Al principio pareció quedarse estupefacto por sus palabras, o quizá solo por su osadía. Luego, su boca volvió a torcerse hacia arriba, y bajando la voz, dijo tranquilamente en un
susurro:
—Estoy controlando mis impulsos a la perfección, ____. —Intensificando la presión sobre su brazo, la atrajo hacia él hasta que el traje de ____ se frunció entre ellos, y sus senos le rozaron el pecho—. La mujer que vio no es mi amante.
____ sonrió con sarcasmo, pero no intentó apartarse.
—No soy idiota, Joseph.
—Nunca pensé que lo fuera —aceptó él con rapidez—, pero sí ingenua.
El fuego iluminó los ojos de ____.
—No soy tan ingenua para no saber lo que pasa entre un hombre y su amante. Y usted parece hacerlo más de lo necesario.
Joseph tuvo que esforzarse al máximo para no mover un músculo de la cara. Era increíblemente adorable, allí sentada, en aquella diminuta y calurosa habitación de hotel, esperando durante horas a que él volviera, celosa sin darse cuenta siquiera de que lo estaba. Saberse capaz de leer en ella con tanta claridad hizo que las entrañas de Joseph bulleran de pura satisfacción. Siempre tendría esa ventaja, y ambos lo sabían.
____ siguió sosteniéndole la mirada de manera desafiante, con la contrariedad arrugándole la frente, la piel caliente y perlada de sudor a causa del calor y la humedad, con un aspecto ridículamente inadecuado con aquel traje de verano, confeccionado pensando exclusivamente en el clima de Inglaterra. Tenía el mismo atractivo que una seductora con demasiada ropa que, en una sauna, le provocara con una mirada calculadora que dijera: «Desnúdeme, si se atreve». Con toda su inocencia e incapacidad para saber hasta qué punto lo provocaba físicamente, lo había estado volviendo loco de deseo desde que abandonaran Inglaterra, sobre todo en la cama, cuando se acurrucaba contra él con su camisón casi transparente, y él no podía hacer nada sino contenerse.
Los ojos de Joseph se entrecerraron diabólicamente mientras seguía sujetándola contra él.
—¿Qué es lo que cree que hago más de lo necesario?
Ella jamás habría esperado aquella pregunta, y Joseph supo que la había confundido cuando observó la sombra de duda en el rostro de ____.
Nerviosa, levantó las palmas hacia los brazos de Joseph para apartarlo.
—Eso es irrelevante, y me niego a hablar de sus problemas... íntimos, cuando no son asunto mío.
Disfrutando plenamente de la situación, Joseph se negó a soltarla, deseoso de oír los intentos de ____ de abandonar la desagradable conversación a la que ella había dado comienzo.
—Creo que es relevante —dijo él por fin, con un exagerado suspiro—. Dígame, querida ____, ¿sabe todo lo que ocurre íntimamente entre un hombre y una mujer o solo retazos y cosas sueltas?
Ella se retorció, volviendo su atención hacia la puerta para evitar la penetrante mirada de Joseph.
—No voy a hablar de eso.
—Fue usted quien sacó el tema —replicó él con placer.
Inquieta, ____ se estrujó la mollera para discurrir una respuesta adecuada, o al menos algún medio de dar por zanjado el tema. Al final, recompuso la expresión y volvió a mirarlo a los ojos.
—Tengo una idea excelente de lo que ocurre íntimamente entre un hombre y una mujer. Ahora, si hace el favor de soltarme, Joseph, tengo mucha hambre y me encantaría comer algo.
No la habría soltado en ese momento ni por todo el oro del mundo.
—¿Una idea excelente? —dijo él, cuando ____ no añadió nada más, y prosiguió con el desafío—. ¿Recuerda cuánto tiempo estuve en casa de esa mujer?
Los ojos de ____ brillaron intensamente.
—Recuerdo que era hermosa, y que no era precisamente el Caballero Negro, la única persona con la que debería haberse reunido hoy. Le pago para que nos presente. Tal vez podría tratar de recordar eso.
El impulso de besarla se convirtió de pronto en algo abrumador.
—Responda a mi pregunta —insistió él, por el contrario.
Ella titubeó, suspiró, y entonces, proclamó:
—Al menos diez minutos.
Él se inclinó para acercarse mucho a ella y susurrar:
—Los encuentros íntimos suelen durar algo más que diez minutos.
____ sonrió triunfalmente.
—Pero no, de eso estoy segura, para alguien de su experiencia, Joseph.
Joseph soltó una sonora carcajada y la apretó contra él, rodeándole la cintura con los dos brazos, disfrutando de la sensación de aplastar contra su pecho los senos suaves y perfectamente formados de ____.
—¿Cuánto tiempo tardaría en quitarse y volverse a poner todas estas capas y capas de ropa?
____ lo miró boquiabierta, quedándose muda por una vez.
Saboreando la dulce victoria, Joseph susurró:
—Le llevaría exactamente todo ese tiempo.
Aclarado el extremo, la soltó.
Indignada, ____ supo que él había ganado por el momento, porque a ella el tema le resultaba demasiado perturbador y extraño para seguir discutiendo. Lo observó dirigirse hasta la pequeña cómoda de cerezo desportillada y descolorida, abrió el cajón superior y sacó una camisa. Al darse cuenta de que tenía intención de cambiarse, le dio la espalda, pensando con rapidez la manera de pasar a un tema más apropiado de conversación sin que él se percatara de que lo hacía de manera deliberada, así que, cuando finalmente Joseph lo hizo por ella, se sintió agradecida.
—Nos vamos de aquí —dijo detrás de ella.
____ cruzó los brazos a la altura del pecho.
—¿Adónde vamos?
Oyó el crujido de la ropa mientras se lo imaginaba quitándosela, y refrenó el impulso de mirar a hurtadillas. Pese a todos sus defectos, y haciendo caso omiso de su virtuosa educación, consideraba que el pecho desnudo de Joseph era una de las maravillas de la naturaleza.
—La voy a llevar a algún lugar más agradable y fresco —contestó él—. Ahí es donde he estado estas tres últimas horas, por si se lo estaba preguntando. Buscando un alojamiento donde usted estuviera más cómoda.
En ese momento, ____ sintió una punzada de culpabilidad. Presa de una creciente timidez, farfulló:
—Espero que no esté pensando en que nos alojemos en casa de la francesa.
Él se rió entre dientes cuando ____ le oyó sentarse en la cama.
—Su nombre es Madeleine DuMais, y creo que ella le gustará; y no, no nos quedaremos en su casa.
«Le gustará» implicaba que se iban a conocer, y ____ ya no pudo contener su curiosidad por más tiempo. Apartándose los rizos pegajosos de la mejilla, y con toda la indiferencia de la que fue capaz, preguntó:
—¿He de suponer que la señorita DuMais conoce al Caballero Negro, y que esa fue la razón de su visita?
Al no responderle de inmediato, ____ se permitió darse la vuelta hacia él para verle ponerse con aire concentrado los zapatos y asimilar su impresionante aspecto, transformado en informal con unos pantalones marrón oscuro y una camisa de seda blanca parecida a la que llevaba el primer día después de zarpar. Sin duda, no llevaba mucha variedad de ropa.
—¿Joseph? —insistió, cansada de esperar respuestas.
Él la miró de reojo, y la sensación de que estaba enfadado o de que tal vez ocultaba algo renació en ____.
Al fin, Joseph se pasó los dedos de una mano por el pelo, se puso las palmas en las rodillas y se impulsó para levantarse. Con las manos en la cadera, la miró sin ambages.
—La viuda señora DuMais está tratando de concertar una reunión de trabajo entre el conde de Arlés y yo para el final de esta semana.
____ parpadeó, sorprendida.
—¿Una reunión de trabajo entre usted y un conde francés?
—Sí.
—Concertada por una joven y encantadora viuda —afirmó más que preguntó ____, pronunciando cada palabra con precisión.
Joseph extendió las palmas de las manos.
—Exacto.
Aquello le pareció tan absolutamente ridículo que ____ sintió ganas de aplaudir. Conteniendo el impulso, se limitó a levantar la barbilla con complicidad y a tamborilear con los dedos en la manga de su vestido. Y con aire acusador y cierta dosis de sarcasmo, dijo:
—Y supongo, Joseph, que puesto que su negocio consiste en comprar y vender cosas, su intención es comprarle alguna inestimable antigüedad a ese hombre. —Sus ojos se iluminaron de manera espectacular—. ¡Vaya! Quizá una nueva arma para su pared.
Joseph la observó uno o dos segundos con cara inexpresiva. Acto seguido, sacudió la cabeza lenta y desapasionadamente con asombro.
—¿Cómo lo ha adivinado?
—¿Que cómo lo...? —____ dejó de hablar bruscamente y lo miró boquiabierta con creciente incredulidad—. ¿Está aquí para comprarle un arma al conde de Arlés?
Él levantó las cejas con inocencia.
—Una espada, en realidad.
—Una espada —repitió ella cansinamente, ya con las manos apoyadas a ambos lados de la cintura—. Hace todo este viaje hasta Francia para comprar una espada para su pared.
—Sí, en efecto.
—Del conde de Arlés.
—Sí.
—Y la encantadora señora DuMais lo arregla todo.
Joseph se encogió de hombros.
—Creo que no hemos dejado ningún cabo suelto.
—Creo que me gustaría ver esa espada suya —exigió ____ con suspicacia.
Él sonrió irónicamente.
—En cuanto llegue el momento oportuno, ____, dejaré que le eche un buen vistazo.
Incluso en ese momento se mostraba arrogante. A ____ no se le ocurrió nada que decirle, bien le estuviera mintiendo descaradamente, bien tomándole el pelo o poniendo excusas para ocultar su romance con la encantadora señora DuMais. A ____ se le antojaba incomprensible que cualquier hombre, incluso él, un caballero con demasiado tiempo y dinero en sus manos, viajara al extranjero simplemente para comprar una espada a fin de colgarla en una pared. Pero si Joseph se estaba inventando una historia increíble, ella jamás se daría cuenta, porque era incapaz de leerle los pensamientos, y eso era lo que en verdad la enfurecía. Él siempre parecía poder adivinar lo que ella estaba pensando.
Joseph se volvió hacia la cama y alargó la mano para coger la levita.
—Estamos invitados a un baile en su finca el sábado —prosiguió con indiferencia, dirigiéndose hacia el pequeño armario ropero—. Doy por sentado que tiene algún vestido adecuado escondido en alguna parte entre los montones y montones de cosas que trajo.
Era una afirmación, no una pregunta, y ____ hizo caso omiso. Su incapacidad para viajar con poco equipaje era un tema delicado entre ellos.
—Y antes de que pregunte —continuó él, en ese momento arrodillado delante de su único baúl—, he enviado un mensaje al Caballero Negro.
—¿Y espera hasta ahora para decírmelo? —le espetó ella.
Joseph no le hizo caso.
—No ha contestado, pero corre el rumor de que también proyecta asistir a la fiesta.
—¿Por qué?
—¿Cómo?
—¿Que por qué va a asistir a esa recepción privada? —aclaró ____, exasperada.
Él levantó los hombros de forma apenas perceptible, pero no la miró.
—Debería suponer que tiene un buen motivo, aunque la verdad es que no tengo ni idea.
—Sin duda para robar la preciada espada del conde —sugirió ella con sarcasmo.
Joseph esbozó una sonrisita de suficiencia.
—Quizá se la lleve a usted en su lugar, mi dulce ____.
Sus alegres palabras no fueron escuchadas. Las posibilidades se agolpaban ya en la cabeza de ____, el corazón le latía con fuerza ante las expectativas, y de repente, la señora DuMais y el conde y las espadas y Francia le importaron un comino. Faltaban solo unos días para el encuentro de su vida.
Joseph se acercó y se detuvo delante de ella, mirándola fijamente a la cara, y sus maravillosos ojos adquirieron un aire pensativo. Entonces, de manera del todo inesperada, levantó una mano hasta la mejilla de ____, sobresaltándola momentáneamente al sentir el tacto de su piel caliente en la suya.
—Reunirse con él es extremadamente importante para usted —dijo él en voz baja y considerada.
____ respiró hondo pero no se apartó.
—Sí, lo es.
Joseph guardó silencio durante un buen rato, estudiándola mientras le acariciaba el mentón con el pulgar.
—Le gustará Madeleine, ____ —insistió con prudencia—. Es una mujer alentadora y experimentada, y estas cualidades la hacen interesante. —Bajo la voz hasta convertirla en un susurro—. Pero la inocencia y la pasión que siente usted por todo lo que la vida tiene que ofrecer la hacen bastante más hermosa que lo que ella pueda llegar a ser nunca.
____ se quedó sin aliento ante la mirada de sincera revelación que había en los asombrosos ojos ambarinos de Joseph. Pero antes de que ella tuviera la oportunidad de apartarse, o de entender con exactitud lo que él había dicho, Joseph dejó caer su brazo y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.
—Recoja sus cosas —añadió él sin mirar atrás—. Voy abajo a buscar un medio de transporte lo bastante grande para llevar su increíble vestuario.
Y diciendo esto, salió, dejándola una vez más con la misma sensación hormigueante en su interior, aquella agobiante sensación de impotencia y confusión de que Joseph Jonas tenía un don especial para poner al descubierto sus pensamientos.




















Natuu!!

Natuu!
Natuu!


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Mensaje por jb_fanvanu Lun 16 Jul 2012, 1:54 am

Ahhh amoo la personalidad de Joseph ♥.♥ que hara ella cuando se entere q el caballero negro es joe ? O___O

SIGUELAAA
jb_fanvanu
jb_fanvanu


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Mensaje por aranzhitha Lun 16 Jul 2012, 9:26 am

ahh la rayiz esta celosa :)
Joe es tan lindos
Siguela!!!
aranzhitha
aranzhitha


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Mensaje por Nani Jonas Lun 16 Jul 2012, 12:12 pm

me encanta Joe como rechazo a Madeleine por la rayis
y luego la rayis se puso celosa po haberlo visto con ella jaja
siguela pronto plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por helado00 Lun 16 Jul 2012, 6:08 pm

:bounce:
nono, tenes que seguirla!! porfavor!!
sisisisi?? un pequeño maraton!
helado00
helado00


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