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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Sáb 28 Abr 2012, 2:39 pm

Nani Jonas escribió:ame los caps muchas gracias por subirlos
me encanta esta nove igual qe la anterior
siguela pronto


mira qe conisidencia yo tambien soy de México de Chihuahua
esactamente y tu?



Yo soy de Sinaloa (:
Somos vecinas jajaja
Natuu!
Natuu!


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Sáb 28 Abr 2012, 5:23 pm

me encantaron los caps
ay no yo no quiero que la rays vuelva con diego
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Sáb 28 Abr 2012, 5:23 pm

joe la quiere quiero
que este con él
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Dom 29 Abr 2012, 2:27 am

ooohh por dios
ahora la que me choca es la rayis..y so es una niñita estupisa y malcriada ademas que viene a criticar si ella es la amante de un tipo ahi.....el colnooo
adoro a joe...y tambn quiero un amor asi de fiel y de leal e intenso como el de joe
sigueeeeeeeeeeeeee
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Dom 29 Abr 2012, 1:25 pm

CAPÍTULO 17/1



El amanecer del día siguiente madrugó menos que _____.
Cuando asomaba el día, ella ya estaba vestida, sentada ante la mesa y girando la tacita con la infusión de menta que se había quedado allí la noche anterior.
Necesitaba ver el semblante de Joe para asegurarse que todo seguía estando bien, que su riña no había dejado consecuencias. Ella le había perdonado su intromisión, sus voces, sus reproches... Ahora quería comprobar si también él estaba dispuesto a olvidar aquel enfrentamiento absurdo.
A veces pensaba que reñían por tonterías. Otras, echaba la culpa a la tensión que le causaba tenerlo cerca, mirarlo como a un hombre y sentirse culpable por ello. Y, en ocasiones, volcaba toda la responsabilidad sobre Joe, que tan pronto la besaba como parecía odiarla.
Se encontraba sumida en cavilaciones cuando oyó ruidos tras la puerta. Imaginó a Joe alzando la mano para coger la llave escondida sobre el dintel. Después escuchó el sonido en la cerradura y suspiró, preparándose para el encuentro.
Pero quien llegó esa mañana fue Doina, y a _____ se le cayó el alma al suelo al creer que Joe volvía a evitarla.
—Buenos días, señorita _____. Ha madrugado más que de costumbre.
—Quiero hacer muchas cosas —mintió, levantándose para llevar la tacita hasta el fregadero—. ¿Joe también está muy ocupado, hoy?
—El señor Joe no está. Ha salido de viaje.
—¿De viaje? —preguntó, demasiado ansiosa—. ¿Adónde ha ido?
—No me lo dijo —respondió Doina, sonriendo ante tan excesiva preocupación—. Pero no se preocupe, porque volveremos a tenerlo por aquí mañana.
_____ se tranquilizó sólo a medias. Un día no era demasiado tiempo, se dijo mientras volcaba la infusión por el desagüe. Pero le preocupaba no saber adónde había ido Joe con tanta urgencia, sobre todo porque había desaparecido tras su estúpida discusión.
Sumida en sus pensamientos mientras fregaba la tacita, no escuchó la despedida de Doina ni el suave golpe con el que ella cerró la puerta.


Julio, sentado ante la gran mesa de su despacho, escuchó todas las explicaciones que le quiso dar su yerno.
Estaba acostumbrado a negociar desde detalles insignificantes hasta contratos de importancia vital. Podía calibrar el estado emocional de quien tuviera enfrente por sus gestos. Eso le proporcionaba una gran ventaja con la que lograba perfectas transacciones, pero sabía que Diego había aprendido, en diez años, más que él en toda su vida de empresario. Su yerno no cometía errores como rascarse el cuello con el índice de la mano derecha cuando se sentía inseguro, tocarse la nariz cuando mentía o llevarse los dedos o la pluma a la boca cuando se sentía presionado. Por eso, con Diego sólo valía ser directo. Y Julio lo fue en cuanto vio que él terminaba de hablar.
—La versión de mi hija es bien distinta —indicó, con rostro desencajado—. Dice que no existen diferencias irreconciliables entre ustedes. Asegura que todo el problema está en que tienes un lío con tu secretaria. —Sacudió la cabeza con desaprobación—. Helena te ama y está destrozada.
A Diego no le sorprendió aquella revelación. Había estado seguro que tendría que lidiar con las maquinaciones de su retorcida esposa.
—Preferiría que no tocáramos temas personales que sólo nos atañen a Helena y a mí —dijo, acomodándose contra el mullido respaldo de su asiento—. Tú y yo sólo debemos tratar los términos del divorcio.
—¿Cómo crees que puedo dejar de lado el sufrimiento de mi pobre hija? —lanzó, golpeando con un puño sobre la mesa.
—Helena no sufre; te lo aseguro —respondió Diego con calma—. Y no es necesario que entremos en detalles. No lo haría con nadie. Menos aún contigo, que eres su padre.
—¿Insinúas que también ella te ha sido infiel? —preguntó sin saber hacia quién debía enfocar su rabia—. Porque si se ha atrevido a deshonrar a la familia te juro que...
—No —soltó Diego al instante—. No estoy insinuando nada. Sólo quiero que los detalles de pareja se queden entre Helena y yo. En un matrimonio convencional nadie más se inmiscuiría —señaló casi con ironía—. Pero en este caso eres tú quien maneja los acuerdos económicos. Por otra parte, trabajo para ti. Por eso estoy aquí, y no para hablar de detalles íntimos.
A Julio le tranquilizó saber que su hija continuaba siendo una dama respetable. Y decidió centrarse en solucionar el problema con su yerno, del que había comenzado a pensar que le gustaban más las faldas ajenas que la que tenía en casa.
—Entonces seamos claros —dijo, entrecruzando los dedos sobre la mesa—. Si el divorcio sigue adelante, nos ceñiremos al acuerdo que firmaste para casarte con mi hija. Te vas como viniste; sin un euro.
—Cuando firmé ese contrato yo no era nadie —reconoció Diego con voz sosegada—. No necesito explicarte todo lo que he hecho por la empresa desde entonces.
—¿Y qué pretendes? —preguntó con mofa—. ¿Quedarte con ella porque la has manejado con eficacia? Durante estos años has tenido un magnífico sueldo. Y eso sí te lo puedes llevar porque es tuyo. Reconocerás que tus servicios han sido muy bien pagados.
—No seas cínico —dijo Diego, entrecerrando los ojos—. Creo que merezco un pequeño porcentaje de todo lo que te he hecho ganar. Y desde luego me gustaría conservar mi puesto. Eso sería bueno para mí, pero sobre todo sería rentable para ti.
Julio le desafió con una sonrisa burlona a pesar de saber que tenía razón. Pero ni podía decírselo ni iba a aceptar sus condiciones. Su hija no le perdonaría que le firmara un divorcio millonario. Si ella quería hacerle pagar el que la estuviera abandonando, él, como padre, se sentía en la obligación de apoyarla. Aunque eso supusiera una pérdida importante para el negocio familiar.
—Lo lamento, Diego, pero no vas a chulearme como has hecho con mi pobre hija. Tú has vivido como un multimillonario porque así vivirá, siempre, el hombre que esté al lado de mi Helena —aseguró casi con orgullo—. Si la abandonas te irás sin nada, y, en ese caso, mi obligación será hundirte en la miseria.
—Haz lo que creas más conveniente —razonó Diego con demasiada tranquilidad—. Aunque deberías preguntarte si tu empresa puede permitirse el lujo de prescindir de mí.
—Lo superaremos —aseguró, para preguntar después, con ironía—: ¿Y tú te has detenido a pensar si todo esto te compensa? ¿No crees que sería mejor que pidieras perdón a tu esposa por todas las necedades que has cometido, y continuaras viviendo como un rey?
—He tomado una decisión y no pienso cambiar de opinión —dijo Diego, sin abandonar el tono neutro—. De todos modos, no deberías juzgarme por cosas que desconoces. Tú tienes esposa; sabes que nada es como parece desde fuera.
—No quiero conocer detalles de su matrimonio. Sé que has engañado a mi hija y que pretendes abandonarla. Esa información es suficiente para mí.
—No me preocupan las consecuencias de esto, Julio —aseguró, mirándole con fijeza—. Pero ya que el divorcio se llevará a cabo de todos modos, tal vez deberíamos apartar por un momento el matrimonio y hablar de negocios.
Los ojos de Julio brillaron con interés. Por fin tenía a su yerno donde quería; y había llegado a aquel punto él solo.
—Está bien —aceptó con demasiada rapidez—; hablemos de negocios, que es de lo que tú y yo entendemos. —Se tomó una pausa en la que se ajustó los puños de la camisa—. Helena me pide que te diga que está dispuesta a perdonarte y a recibirte con los brazos abiertos. Sin rencores. —Le miró, tratando de calcular su disposición, antes de añadir—: Si lo haces, yo estoy dispuesto a olvidar todo este asunto y a mejorar tus condiciones. Te convertiré en dueño de una parte de la empresa y participarás de los beneficios. Podemos redactar juntos las condiciones, para que sean justas.
De nuevo, Diego no se sorprendió. Nadie manipulaba como su mujer, pensó. Y por lo visto no había perdido el tiempo. Había tejido su pegajosa y atractiva tela de araña utilizando a su padre; dueño de las empresas y de la fortuna. La conocía bien. Sabía que estaría esperando el final de esa reunión, convencida de que él se dejaría atrapar y regresaría a sus brazos, de nuevo sumiso y complaciente.
—Quiero el divorcio —insistió como si no hubiera escuchado la propuesta—. Y lo quiero cuanto antes. Creo que merezco lo poco que he pedido. Y, aunque pueda parecer presuntuoso, tu empresa también se merece a un director como yo, que puede llevarla hasta lo más alto —manifestó con voz templada—. Pero firmaré cualquier documento que me presenten tus abogados. —Se levantó, ajustándose la corbata y dando por finalizada la reunión.
Julio se sintió frustrado al comprobar que su estrategia no había funcionado.
Pretender contentar a su hija sin perder a su hombre de confianza no había sido una buena idea. Era consciente de que un disgusto de su caprichosa heredera pasaría antes o después. Apartar a Diego de la dirección de su empresa mermaría sus beneficios de un modo que se resistía a afrontar.
—Es cierto; eres bueno —aceptó, sin darse por vencido—. Por eso te pido que lo pienses. No puedes echar por la borda diez años de matrimonio. Pero menos aún puedes terminar con diez fructíferos años de trabajo. Imagina por un momento hasta dónde podrías llegar si te quedas siendo dueño de una parte importante de lo que manejas.
Pero Diego prefería imaginar otras cosas; como vivir al lado de la mujer que amaba con toda su alma y con la que nunca tendría que fingir ser quien no era.
—¿Estás haciendo todo esto sólo para tirarte a esa chica? —preguntó Julio ante el silencio de su todavía yerno.
—Me casaré con ella —aseguró, mirándole con desafío—, y nada ni nadie me detendrá. Estaría dispuesto a volver a limpiar cuadras, como asegura Helena que haré, si ése fuera el camino para convertirla en mi esposa.
Julio sacudió la cabeza con desánimo. No le gustaba ese final. Presentía que esa despedida no le traería nada bueno.
Se levantó y rodeó la mesa para acercarse a Diego. Opinaba que, a pesar de que había traicionado a su hija, se merecía una correcta despedida. No podía olvidar que era el eficiente hombre de negocios que había manejado con acierto una de sus empresas.
—Lamento que esto termine así —manifestó, imaginando el ataque de histeria que tendría que soportar de su hija cuando le contara que no había logrado convencerle—. Juntos podríamos haber hecho grandes cosas.
—Aún podemos hacerlas —opinó Diego, arqueando una ceja—. No hay por qué mezclar los negocios con los sentimientos.
—En este caso no se pueden separar —dijo, alzándose de hombros—. Pero te deseo lo mejor —añadió, con la mano tendida—. Te llamarán mis abogados para que firmes el divorcio. Te adelanto que te irás sin nada.
—No esperaba esto de ti —expresó, estrechándole la mano y girando el antebrazo para colocar la suya en el nivel superior—. Deberías llamar al señor Dubanchet —añadió con una sonrisa—. Ya sabes que hay que firmar esta semana. Van a celebrar el aniversario de su fundación a lo grande. Les vamos... Perdón —aclaró con ironía—: les van a fabricar un envase espectacular que se va a hacer famoso en todos los países en los que sus perfumes son líderes de ventas. No la echen a perder ahora que todo está a punto. Me ha costado años conseguirlo.
—Nos apañaremos sin ti. No te creas imprescindible, porque en este negocio nadie lo es —aseguró Julio, que a pesar de todo lucía una expresión victoriosa.
—Suerte —deseó Diego desde la puerta—. Si me necesitas seguro que sabrás cómo localizarme —concluyó, para salir del despacho con el mismo paso seguro con el que había entrado.
En cuanto Julio se quedó solo, pidió por el intercomunicador, a su secretaria, que le pusiera en contacto con el señor Dubanchet a la mayor celeridad posible.


—Así que si no llego a acercarme a verlos, seguiría sin saber que Leire está guardando reposo —dijo Joe, bajando la voz.
—Ella y el bebé están bien. El doctor quiere evitar el riesgo de que el parto se presente antes de lo previsto —respondió Pablo, que terminaba de llenarse el plato de canelones—. Y no te preocupes por el tono; desde la habitación no se oye nada.
Se disponían a comer el menú que les habían subido desde el restaurante italiano de su misma calle Acella, frente al curioso paisaje japonés del parque de Yamaguchi y el planetario. Un momento antes, Pablo había colocado la comida de Leire en una bandeja y se la había llevado a la cama. Había insistido en alimentarla con cucharaditas a la boca mientras Joe y él le daban conversación, pero ella se había negado en rotundo a que la trataran como a una enferma. Después la habían dejado descansar y habían pasado a la cocina.
—¿Lo están manteniendo en secreto para no tener a mamá enredando por la casa? —insinuó Joe, riendo.
—¡No seas jodido! A Leire le gusta tener aquí a mamá y papá. Pero si vinieran a ayudar, sería para unos meses. Entonces serías tú el que se quedaría solo —amenazó, señalándole con su tenedor.
—No soy yo quien tiene aspecto de estar necesitando los cuidados de su mami —aseguró con mofa, recordando todo cuanto le había escuchado protestar por lo ininteligible del manual de la lavadora y las diferentes temperaturas de la plancha.
—Yo no estaría tan seguro... —comenzó, pero al momento frunció el ceño, pensativo—. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez estés deseando que te abandonen un tiempo. Así tendrías una disculpa para pedir ayuda a esa preciosa jefa tuya.
Era una broma. Joe lo sabía. Pero se sintió mal por ocultar a su hermano que se había enamorado como nunca antes lo había hecho. No hacía demasiado tiempo, ellos dos se hacían confidencias sobre cosas así.
—No hagas gracias con eso y dime si puedo contar en casa lo del reposo de Leire —dijo, esperando que la conversación no volviera a desviarse—. Entenderé que quieran guardar el secreto para estar solos.
—Puedes contárselo sin problema. La verdad es que empiezo a cansarme de comer pasta cada día —dijo, llevándose a la boca un trozo de canelón—. Me vendrán bien los guisos y los cuidados de mamá, y a Leire también.
—Pues entonces prepárense, porque no tardaran en tenerlos a los dos aquí —aseguró riendo.
—¿Y qué pasa contigo? —preguntó Pablo, partiendo con cuidado un nuevo trozo—. No me ha gustado la cara que has puesto cuando he nombrado a «tu jefa».
—Todo está bien; como siempre —respondió Joe, tomando su copa de vino.
—Has dicho que has venido a la Caja para entrevistarte con el director. ¿Qué ocurre que no puedas arreglar desde la sucursal de Roncal?
—_____ va a vender todas las propiedades de Ignacio —dijo, y vació de un trago lo que quedaba en su copa.
—Esas son buenísimas noticias —respondió Pablo, que seguía sin entender el gesto amargo de su hermano—. Es lo que querías, ¿no?
—No cuento con el dinero necesario para comprarlas —confesó, mirándole de frente—. Por eso he venido, porque creo que a pesar de todo puedo dar garantías a la Caja de que cobrarán hasta el último euro que me presten.
—¿Han aceptado?
—Al parecer, ellos tienen que estudiarlo y yo tengo que esperar —trató de responder con ligereza, pero terminó encogiendo los hombros con preocupación—. El director no me ha dado muchas esperanzas.
—Sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. —Desplegó una sonrisa tranquilizadora—. Puedo convertirme en tu socio capitalista —añadió, tan feliz como si asociarse con su hermano hubiera sido el sueño de su vida.
—Antes quiero intentarlo solo, ¿de acuerdo? —Pablo asintió—. Si te necesito puedes estar seguro que te lo diré.
—¿Y ahí comienza el problema con _____?
—No tengo ningún problema con ella —aseguró, y fingió prestar atención a sus canelones.
—¡Soy tu hermano! —exageró Pablo, elevando la mano en la que sujetaba el tenedor—. Durante toda la comida en Rodero, cada vez que ella abría la boca tú sonreías y la mirabas como un tonto. Yo lo vi —aseguró, alzando las cejas—. Y también me fijé en ella. «Aquí hay tema», me dije a los diez minutos de verlos juntos.
—Pues te equivocaste —insistió en tono vago, como si toda su atención estuviera puesta en desmenuzar y revolver el contenido de su plato.
—¿Me vas a contar que no te gusta _____?
—No te lo puedo decir sin mentir un poco —afirmó, sonriendo—. Ella es una mujer muy guapa y yo, al igual que tú, me he dado cuenta, pero eso es todo.
—¡Estás fingiendo! —Soltó una carcajada—. Y sólo puede haber un motivo para fingir con algo así. ¡No me digas que te estás enamorando!
—Por supuesto que no. —Agitó la cabeza y añadió—: A pesar de lo atractiva que es, de ella sólo me interesan sus tierras y su ganado. Nada más.
—¿Por qué no aceptas que te tiene loco? Anda, dilo —pidió con guasa—. ¡Si tú sabes que no se me escapa nada!
Claro que lo sabía. Su sexto sentido siempre había funcionado a la perfección; al menos con él.
—Por favor, Pablo. Eres tan incansable como Doina —dijo con ironía, dejando los cubiertos sobre el plato.
—¿Así que también ella se ha dado cuenta? —preguntó con gesto triunfante.
—Yo no he dicho eso, y no trates de confundirme —exigió, riendo—. Ella es insistente, pero en otras cosas.
—¿Me juras que no hay nada con _____? —requirió Pablo, poniéndose serio—. ¿Me lo juras como hacíamos de niños?
Su mirada de obstinación mostró que, a pesar de que hablaba de antiguos juegos infantiles, su propuesta iba en serio.
—¿No estás llevando demasiado lejos esta tontería?
—No —respondió—. Porque noto que hay algo que te preocupa, y es algo más importante que la herencia del viejo.
—Te estás volviendo un paranoico —aseguró Joe, echando la espalda contra el respaldo de su silla. La insistencia de su hermano le estaba poniendo nervioso.
—Júramelo —exigió Pablo, mirándole sin pestañear. Apartó su plato, colocó el puño cerrado sobre la mesa, y esperó unos segundos que a los dos les parecieron eternos.
Joe no podía decirle la verdad. Bastante estúpido se sentía por haberse enamorado de la mujer de otro, eso sin contar con que la había odiado durante años. No añadiría, a todo eso, la responsabilidad de inquietar a su hermano con sus problemas.
—De acuerdo —soltó con un fingido tono burlón. Cubrió con su mano la de Pablo, y le miró a los ojos—: Juro que no hay nada entre _____ y yo.
—No es eso lo que te he pedido —exclamó, con seriedad—. Tienes que jurar que no la amas.
—Pablo, por Dios. Esto es estúpido —exclamó, y se levantó de la mesa—. Tus sospechas son estúpidas, que no creas en mi palabra es estúpido, el maldito juego que hacíamos de niños es estúpido.
Se acercó hasta la ventana y su mirada vagó sobre el parque de Yamaguchi.
—Tienen buenas vistas —dijo, esperando que Pablo dejara de insistir—. No son como las de Roncal, pero viviendo en una ciudad también es un privilegio tener enfrente un parque como éste.
Pablo inspiró con fuerza, repiqueteando con los dedos sobre la mesa. Le preocupaba que su hermano se hubiera enamorado de _____. Ella le parecía una buena chica; le gustaba, pero no veía que de allí pudiera salir una relación con futuro. Hacía años, él había sido testigo del sufrimiento de Joe por una mujer. No quería verle padecer de nuevo.
Pero no insistió. Respetó su silencio y comenzó a recoger los platos de la mesa, tragándose su inquietud y sus cavilaciones.


















Aquí les dejo la primera parte de este capítulo, más tarde les subo la segunda (:


Natuu!! :D
Natuu!
Natuu!


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Lun 30 Abr 2012, 3:11 pm

si subela ya ::::
ay no natu
quiero saber que pasara
con diego??
u jeo y la rayis??

quieroe que joe y la rayis etsen juntos
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Lun 30 Abr 2012, 5:49 pm

Y LA SEGUNDA :(...ESTOY MUY TRISTE POR MI JOE..POBRESITO
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 7 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Lun 30 Abr 2012, 6:18 pm

Capítulo 17/2



Esa misma noche, ya en Roncal, Joe se centró en otro de sus problemas que, como siempre, llevaba la marca de _____.
Las ovejas comenzarían a parir en pocos días. Las de raza latxa la mayoría de las veces necesitan ayuda y, cada año, durante el período de los partos, él pernoctaba en la borda para mantenerlas vigiladas y asistirlas si era necesario.
Pero, esta vez, la borda estaba ocupada y él tendría que compartir techo con _____.
¿Cómo hacerlo, después de la dulzura de aquel beso bajo la lluvia?, se preguntó, tumbado sobre la cama en la penumbra de su habitación. ¿Cómo conseguiría dormir sabiendo que los separaba una pared, si ahora se desvelaba sólo con pensarlo?
No había manera de resolverlo sin implicar a los Ionescu. Sabía que en aquella casa no había espacio libre. De igual modo, estaba seguro de que Doina no dudaría en juntar a sus hijos en una habitación para que él pudiera alojarse en la otra. Y él no podía hacerles eso.
Cansado de dar vueltas revolviendo las sábanas, se levantó, se puso unos vaqueros sobre el cuerpo desnudo, y sus pies, descalzos y silenciosos, le encaminaron hacia la cocina.
No necesitó encender la luz. El claror de las farolas entraba con timidez por la ventana, lo que le permitió andar medio a tientas. Palpó en el interior de la alacena hasta que sus dedos tropezaron con la suavidad del vidrio. Al fregadero llegaba algo más de claridad. Llenó el vaso con agua y se lo bebió sin detenerse ni a respirar. Después colocó las manos bajo el grifo y se humedeció la nuca.
Comenzaba a creer que la maldita ley de Murphy tenía sentido. Cuando todo iba mal, aparecía algo que empeoraba la situación. Pensó que tal vez, al genio de Murphy, una hermosa e inalcanzable mujer le complicó la vida como le estaba ocurriendo a él.
Dejó el vaso vacío en el fregadero y abrió con cuidado la puerta que daba al balcón. La noche era fresca y sin luna. Parado ante la barandilla cargada de geranios, alzó los brazos tensando los músculos y agarrándose al pequeño tejado que protegía la madera de los días de nieve y lluvia. Inspiró con fuerza para llenarse los pulmones de aquel aire oscuro.
—¡Virgen del amor hermoso! ¿Cómo se te ocurre salir así?
La exclamación de su madre le hizo sonreír. Bajó los brazos cuando sintió que ella le colocaba algo sobre la espalda: su parca azul.
—¿Con qué tranquilidad voy a irme a Pamplona si haces cosas como ésta? —continuó diciendo Aitana—. ¿Quieres pillar una pulmonía?
—No hace tanto frío, mamá —respondió, poniéndose la prenda pero sin molestarse en cerrársela—. Papá y tú pueden irse tranquilos. Estaré bien.
—No estoy tan segura. Aunque decidas comer y cenar en casa de Doina, estarás solo. —Le preocupó ver a su hijo con el torso desnudo a merced del traidor aire nocturno. Intentó cruzarle las solapas sobre el pecho—. Nunca te hemos dejado solo durante tanto tiempo.
—Pues ya va siendo hora de que lo hagan —respondió él, apoyando los brazos sobre la barandilla para que su madre dejara de preocuparse por su cremallera—. El problema no es que yo necesite tus cuidados. El verdadero problema es que tú siempre quieres tener alguien a quien malcriar. Deja de hacerlo —aconsejó con una sonrisa—. Comienza a vivir para ti.
—¿Y desatender a mis hijos y ahora a mi nieto? Algo así no lo verán tus ojos —aseguró, apoyando la cabeza en el brazo de Joe.
—Te creo —dijo él, abrazándola por los hombros—. Ahora mismo deberías estar en la cama en vez de aquí, muerta de sueño y encogida bajo esa bata.
—Sentí que estabas en la cocina y pensé que te ocurría algo.
—Ya ves que no —le mintió, y lo compensó estrechándola contra sí—. Salí a cavilar un rato.
—Estás preocupado, y lo entiendo. Llega ya otra vez el tiempo de trabajo duro. Las ovejas deben estar a punto de parir, y tú te quedarás unos días en la borda, como siempre, ¿no?
—Aún no sé lo que haré —respondió, mirando pensativo hacia el huerto.
—¿Cómo que no lo sabes? —Alzó la cabeza para mirar el perfil preocupado de su hijo—. ¿Vas a estar subiendo y bajando de la finca cada dos horas, durante noches?
—Ahora vive _____ en la borda. No tengo ningún derecho a invadir su espacio.
—No digas tonterías, cariño —dijo, apretándole la mano que él tenía sobre la barandilla—. Ella te recibirá encantada. ¡Mira, así me iré más tranquila! Ella cuidará de ti y te hará buenas comidas. ¿No dices que te gusta cómo cocina?
Le gustaba, sí. Le gustaba cómo cocinaba, cómo se enfadaba, cómo reía, cómo le miraba... Todo en ella le gustaba. Y ése era el problema.
—¿De verdad te irás más tranquila sabiendo que estoy allí? —preguntó, dispuesto a hacerle creer que todo estaría bien, incluido su trato con _____.
—¡Claro, hijo! Con ella estarás como en casa.
«Como en casa», se repitió Joe mientras sentía que se le entumecían los pies sobre la madera del balcón. Eso sonaba a hogar; un hogar junto a _____.
Se estremeció ante aquel pensamiento.
Algo iba muy mal si la idea de una vida junto a _____ empezaba a ocuparle la mente. Algo acabaría de muy mala manera si comenzaba a hacerse ilusiones y a olvidar que ella nunca le pertenecería.


Hacía una semana que había regresado de su fugaz viaje a Pamplona.
Durante los primeros días, él y _____ habían vuelto a evitarse. Eso se había convertido en una especie de ritual sincronizado que ejecutaban cada vez que discutían, se acercaban demasiado, o simplemente ocurría algo que les turbaba.
Volvieron a hablarse con el mismo cuidado que si sacaran brillo a un tarro de nitroglicerina. Pasaron por el proceso de avanzar poco a poco, esperando que lo ocurrido entre ellos fuera perdiendo importancia.
Esta vez, lo que terminó con el distanciamiento fue un regalo de Joe.
Una tarde llegó a la borda, llamó a la puerta en lugar de utilizar la llave que se ocultaba sobre el dintel, y sonrió con timidez mientras le mostraba un gran sobre amarillo. Eran las fotografías de los especiales y atractivos platos de Koldo Rodero.
_____ tuvo la sensación de que era el modo en el que Joe se disculpaba por la furia desmedida con la que había irrumpido en su casa para pedirle explicaciones. Y tal vez fuera eso, pero también la necesidad que tenía de cumplir con la promesa que un día le hizo.
No quiso contarle cómo consiguió todas aquellas fotografías. «Amistades», le había dicho. Después añadió que esperaba, con toda su alma, que esa insignificancia la ayudara a creer en su sueño y a luchar por él. Dijo que estaba seguro de que el corazón de su lujoso hotel estaría en la cocina: en sus guisos y en todo cuanto ella hiciera con sus manos.
A _____ le emocionó el interés y el cariño que Joe puso en unos sueños que le pertenecían a ella. También Diego estaba pendiente de sus caprichos, la llevaba a viajes exóticos, le hacía regalos caros... Entonces, ¿por qué se le habían humedecido los ojos al encontrarse con la simple pero tierna atención de Joe?, se preguntó.
Pero ésa era una pregunta para la que no tenía respuesta.
Al día siguiente regresó la normalidad a sus encuentros y a sus conversaciones. Y comenzó, para Joe, otra inquietud diferente.


«Díselo con normalidad», se repetía, convencido de que podía hacerlo, mas cuando la tenía delante no encontraba las palabras que le comunicaran que debía dormir bajo su mismo techo sin que sonaran a algo más que a trabajo. Sabía que era él y sus pensamientos los que complicaban algo que era natural. Pero no podía evitarlo. Tenía la certeza de que le iba a resultar difícil conciliar el sueño; que se consumiría cada noche, imaginándola acostada en una cama de la que sólo le separaría una delgada pared; que contendría la respiración para tratar de escuchar la de ella...
Sabiendo todo eso, era difícil hablarle con normalidad de esas noches.
Después de haber dado mil vueltas, decidió que se lo diría durante la subida a la sierra de Santa Bárbara. Media hora de ascenso daba para mucho. Durante el trayecto ninguno pondría todos los sentidos en el otro: ella iría medio tensa porque no terminaba de acostumbrarse a que un vehículo circulara por el borde de barrancos, él prestaría atención al camino para no tener que mirarla.
Tal vez, de ese modo, podría decirle que dormiría en la borda sin que se le notara la inquietud que eso le causaba.
Ascendió despacio, como le pedía _____ que circulara durante todo el trayecto hacia la cumbre, y aguardó con paciencia hasta que la escuchó dar el primer respingo ante la visión de una pronunciada pendiente.
Llegaba el momento en el que podía hablarle de cualquier cosa sin que ella se fijara en sus gestos o su tono.
—Las ovejas comenzarán a parir la semana que viene —comentó, apretando las manos sobre el volante—. Necesito estar cerca por si surgen problemas y tengo que ayudarlas en algún parto.
—Me contó Doina que no todas las ovejas son tan complicadas, pero las nuestras sí —dijo ella, alternando miradas entre la belleza del vacío que se abría a su derecha, y la seguridad del camino que tenía enfrente.
—Es una característica de las latxa: los partos complicados. Si estás vigilante no hay ningún problema —explicó mientras esperaba y temía el instante de decirlo—. Una ayudita y todo va perfecto.
—Imagino que disfrutas. Al fin y al cabo eres veterinario.
—En una explotación como ésta, todos los días haces de veterinario, pero tienes razón: me gusta la época de partos, aunque haya noches que apenas si me acuesto. —El momento había llegado. Inspiró con fuerza para decir—: Por eso, durante unos días dormiré en la borda. Espero que no te importe.
—No. Claro que no —respondió ella, confundida y olvidando de pronto su miedo al barranco.
—Lo hago siempre —explicó Joe, sintiendo que el corazón le palpitaba en la garganta—. Hay noches complicadas en las que tengo que pasar a controlar algún parto cada poco tiempo. No te molestaré —aseguró para tranquilizarla—. Saldré y entraré con cuidado y ni siquiera me sentirás.
_____ no respondió. Se quedó con la mirada perdida al frente, pensando que sin duda sentiría sus pasos, por muy sigilosos que éstos fueran. Sentiría sus pasos, sentiría su olor, le sentiría a él.


Quince minutos después estaban en la cima, donde el ganado disfrutaba de un otoño más cálido y generoso de lo habitual.
Como de costumbre, Obi y Thor acudieron a darles su particular y efusiva bienvenida. Joe les correspondía, acariciándoles con fuerza el lomo y las orejas, cuando la correa demasiado saliente del collar de Obi le llamó la atención. La trabilla de cuero que la mantenía sujeta había desaparecido.
Se lo quitó con cuidado y se lo mostró a _____.
—La hebilla está bien —le explicó—, pero si nada inmoviliza la correa, puede soltarse y acabar perdiéndose.
—Y él quedará desprotegido —dijo ella, estremeciéndose ante la imagen de unos afilados colmillos que cruzó por su mente.
—Exacto. Pero vamos a solucionarlo —aseguró Joe, dirigiéndose hacia la borda—. Encontraremos algo que pueda hacer de sujeción provisional y mañana subiré otra carlanca.
_____ se entretuvo acariciando el cuello, ahora desnudo, de Obi, con las puntas de los dedos. Después de tantos meses viviendo cerca de aquellas bestias peludas, había asimilado que eran mansas y nobles y que no la dañarían. Pero aún quedaba algo en ella que no le permitía bajar del todo la guardia. Las caricias con las que trataba de superar sus últimos temores, apenas eran unos suaves y tímidos roces sobre aquel espeso pelaje.
Cuando entró en la borda, Joe, sentado sobre el camastro, manipulaba la carlanca. En el suelo, junto a sus pies, un candil de aceite iluminaba sus manos y daba, al resto del reducido espacio, una claridad amarillenta y oscilante.
_____ se acercó para sentarse en el jergón. Bien pegadita a Joe, observó cómo sus dedos iban transformando un trozo de alambre en una trabilla encajada en el cuero, junto a la hebilla.
—¿Hay algo que no sepas hacer? —preguntó, sin apartar los ojos de la habilidad creadora de Joe.
—Muchas cosas —respondió él, riendo—. Demasiadas, diría yo. Por ejemplo: no tengo ni idea de cocinar, ni de arreglar el motor del tractor...
El recuerdo de los besos de aquella mañana de lluvia les hizo guardar silencio.
_____ se había sentado muy cerca. Escuchaba el sonido de su respiración, cada vez más desacompasada, mientras ella misma iba perdiendo el ritmo de la suya.
Se dijo que tenía que levantarse y salir de allí. Pero ni siquiera se movió para evitar el roce del brazo de Joe en el suyo. Continuó mirando, tratando de ignorar el calor que comenzaba a recorrerle la piel.
—¿Y tú? —preguntó él, con la sensibilidad revuelta y los ojos en el alambre que iba retorciendo—, ¿hay algo que no sepas hacer?
_____ suspiró. Las manos comenzaban a temblarle. Juntó las palmas y las colocó entre sus rodillas para mantenerlas firmes.
—No sé callarme cuando debo —dijo, consciente de que no siempre era fácil hablar con ella—. Tampoco sé escuchar cuando debo —añadió, y apretó las rodillas contra sus dedos.
Joe detuvo lo que estaba haciendo y la miró. También él se culpaba por el modo en que entró en la borda, como un animal furioso, pidiéndole explicaciones que ella no tenía por qué darle.
—Tienes voz de mando —dijo con una sonrisa—. Creo que dirigirás tu hotel a la perfección.
—¿Y la cocina? —preguntó ella, más tranquila—. ¿Crees que también sabré llevarla bien?
—Tienes un modo de cocinar muy especial —respondió sin dejar de mirarla—. Todo lo que haces sabe distinto; más... No sé —reconoció, agitando la cabeza—. Sólo se me ocurre decir que es especial. Se nota el mimo que pones. Creo que tu cocina se hará famosa.
—Gracias por la confianza. Además, es contagiosa. Nunca había creído en mí tanto como ahora.
—Algún día... —comenzó a decir mientras rozaba con los dedos la trabilla de alambre— me gustará visitar ese hotel, dormir en él, volver a disfrutar de tus guisos... —suspiró con suavidad—, comprobar si estás bien —musitó, acariciándola con la mirada mientras su corazón gritaba que se haría pedazos al decirle adiós.
—También yo querré saber si tú estás bien —murmuró ella, bajando los ojos.
El tiempo pareció detenerse para convertirse en silencio mientras _____ se preguntaba lo que Joe ya tenía asumido: por qué, aunque luchara contra una atracción que no quería sentir, los gestos, las miradas y las palabras más casuales, le emborrachaban el alma de sentimiento.
Ella observó el modo en que los dedos de Joe tiraban del alambre para comprobar la resistencia de la trabilla. Después los vio apretar con fuerza sobre el extremo de correa que no contenía pinchos sin entender que lo hacía para no ceder a la necesidad de acariciarle el rostro y besarla como hizo aquella mañana bajo la lluvia. Joe deseaba volver a sentir en sus labios la suavidad temblorosa de los suyos, a pesar de que sabía que no debía hacerlo.
_____ buscó la respuesta a ese gesto de crispación mirándole a los ojos, y descubrió en ellos un brillo oscuro y una expresión torturada, como si les costara soportar algún dolor oculto. Y, sin pensarlo, empujada por un sentimiento de ternura y por otro que no supo explicarse, alzó el rostro para besarle en los labios.
Fue un beso suave y cadencioso que derribó todas las defensas de Joe. Un beso cálido, pero incendiario. Un beso que él ansiaba dar y recibir. Un beso con el que se atrevió a continuar sujetando a _____ por la nuca para invadirle la boca con la pasión y el deseo que le estaban matando.
Soltó la carlanca y acarició el delicado cuello con ambas manos. Deslizar su lengua por esa cavidad suave, húmeda y prohibida, le estaba fundiendo hasta la partícula más recóndita de sus entrañas.
Lo que _____ intentó que fuera un beso dulce con sabor a agua de lluvia, le fue entibiando el corazón y dejándola sin aliento. Posó las manos sobre el torso de Joe, y apartó con suavidad el rostro para mirarle a los ojos.
Él sintió que se le congelaba la sangre que _____ le había encendido. «Otra vez, no», rogó, ahogándose en aquel deseo insatisfecho. «No puedes arrepentirte de nuevo», suplicó mientras volvía a acercarse en busca del calor de sus labios.
—Qu'es-tu en train de me faire?* —susurró junto a su boca—. Qu'es-tu en train de me faire? —repitió con voz enronquecida.
_____, que tan sólo se había apartado para ver si el mismo fuego que ella sentía le ardía a él en los ojos, deslizó las manos hacia su cintura, se apretó contra su cuerpo y volvió a besarle con pasión.
Con un gemido de alivio, la lengua de Joe se movió dentro de ella hasta robarle el aliento. Sus manos, grandes y temblorosas, abandonaron la piel tersa de su cuello para acariciarle con lenta sensualidad la espalda y nublarle la razón.
A _____, con la razón velada y el cuerpo encendido, no le quedó en su interior más voluntad que la que necesitaba para entregarse.
Soltó dos botones de la camisa de Joe para apartarla hacia los lados y acariciarle los hombros. Le excitaba sentirlos moverse bajo sus palmas abiertas. Había visto aquel cuerpo, rociado en sudor, comprimir y maniobrar los músculos durante jornadas completas de trabajo. Ahora los tensaba y los movía para ella, para abrazarla, para acariciarla y decirle sin palabras cuánto la deseaba.
Joe se estremeció al sentir los dedos sobre su piel y apretó los dientes para ahogar un gemido. Sentirla entre sus brazos le estaba enloqueciendo, y sin embargo se preguntaba si de verdad quería continuar. La amaba, y sabía que poseerla una vez no sería suficiente... poseerla una vez, cuando no podría conservarla a su lado, sería el comienzo de su existencia en el infierno.
_____ no pensaba.
Se dejaba descubrir por esas manos de largos dedos que había contemplado tantas veces y que ahora le templaban y enardecían la piel. Le escuchaba respirar ahogado cuando ella misma perdía el aliento. Le sentía estremecerse bajo sus manos mientras ella no podía dejar de temblar bajo las suyas.
Necesitaba piel.
Sus labios entreabiertos buscando oxígeno, lo encontraron en el cuello de Joe; en el pulso caliente con el que se escuchaban los violentos latidos de su corazón.
Él emitió un gemido más animal que humano a la vez que dejaba de preocuparse por lo que ocurriría después. Se permitió enloquecer de deseo, se abandonó en las manos de la única mujer que poseerla le causaría un dolor eterno.
La empujó con suavidad hasta tumbarla sobre el jergón, se tendió a su lado y la miró a los ojos. La insegura y parpadeante luz del candil de aceite oscurecía su verde orgulloso y los hacía temblar con reflejos dorados. Eran los ojos de la tentación, y él acababa de decidir que quería sucumbir a ella.
—_____... —susurró, mientras volvía a gozar de su boca y sus manos le acariciaban los costados en busca del final de la camiseta.
Tiró de la tela para liberarla de la presión con la que la sujetaba el pantalón vaquero. Introdujo las manos bajo la prenda y gimió al sentir el calor de la piel bajo sus dedos. Era un calor suave que sin embargo abrasaba la carne, que calcinaba hasta los huesos y hacía desear más, mucho más.
Cuando sus manos abarcaron los senos sobre el delicado encaje del sujetador, buscó oxígeno en los gemidos con los que _____ le pagaba aquellas caricias.
Ella movió sus caderas, buscándole, y Joe acudió a su encuentro, separando las piernas para encerrarla en la cárcel que formaba su cuerpo contra el colchón.
_____ gimió complacida. Deslizó las manos para alcanzarle los glúteos a través de la suave tela de mahón. Pero sólo fue consciente de lo que estaba ocurriendo cuando sintió contra su vientre el duro y ardiente deseo de Joe.
No podía hacerlo, se dijo en un instante de cordura, pero una cadena de besos, profundos y apasionados, le disolvió el arranque de sensatez. Le lamió los labios mientras deslizaba las manos bajo la camisa, acariciándole la espalda con impaciencia. Joe gimió y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, susurrándole apasionadas palabras en francés. Fueron caricias y susurros que estremecieron a _____, penetrando por los poros de su piel hasta hacerse dueños de sus venas, de su sangre, y en un bombeo acelerado de su corazón, le inundaron todo su ser.
Tal vez fue ese fuego, que nunca había experimentado con Diego, el que volvió a despertarle la lucidez, o tal vez fue el miedo a la intensidad de lo que estaba sintiendo. Volvió a repetirse que no era una mujer libre y que no podía entregarse a nadie que no fuera Diego.
Alzó las palmas abiertas hasta el pecho agitado de Joe y empujó con fuerza para no darse tiempo a arrepentirse.
—Lo siento —dijo, cerrando los ojos para soportar la vergüenza—. No puedo seguir.
—Tu es en train de me tuef* —masculló, tensando la mandíbula, negándose a creer que iba a volver a ocurrir.
La miró, buscando aire para no ahogarse, pero ella continuaba con los ojos cerrados, como si pretendiera desvanecerse.
—¿Crees que si te detienes ahora no le serás infiel? —musitó junto a su boca con voz ahogada.
—Joe... —suplicó temblorosa—. No me lo pongas más difícil.
—Ya le has sido infiel —susurró, sujetándole el rostro entre las manos y besándola en los labios—. Le eres infiel cada vez que me permites mirarte con deseo.
—Por favor, Joe.
—La primera infidelidad se comete con el pensamiento. Pero además tus labios han temblado bajo los míos —dijo, besándolos de nuevo—. Tu piel se ha calentado al roce de mis dedos. Sabes que ya le has sido infiel —añadió, respirando con fuerza de su aliento.
De la garganta de _____ surgió un gemido involuntario. Sintió un estremecimiento y cerró los ojos con fuerza.
—Pero no importa —opinó Joe, volviendo a internar las manos bajo su ropa—: Él no merece tu fidelidad. Él sólo te concede el tiempo que le sobra después de haberse acostado con su mujer.
Ella intentó cortarle el avance apretando los brazos sobre la camiseta. Los dedos de Joe no se detuvieron hasta que se adueñaron por completo de sus senos.
—No hables así de Diego... —dijo sin aliento—. Él es...
—Él es un imbécil que no valora lo que tiene —aseguró junto a su boca—. Si fueras mía no tendrías que compartirme con nadie. Todas las horas del día y de la noche me parecerían insuficientes para pasarlas contigo. —Sentía el palpitar de los pechos bajo sus manos mientras ella trataba de recuperar el control—. No te permitiría que te alejaras de mi lado por tantos meses. En realidad, ni siquiera te permitiría que me dejaras por unos días, ni por unas horas. Pero es que tampoco tú desearías irte —susurró, acariciándole sobre el encaje hasta arrancarle un nuevo gemido—. Yo no podría apartar las manos de tu cuerpo y tú no querrías que lo hiciera.
—Joe... —suplicó a media voz.
—Pero no eres mía y no lo serás jamás —susurró, apresándola entre su excitación y la aspereza del jergón—. Por eso no correrás ningún peligro entregándote a mí una vez. Sólo una vez.
—Sabes que no puedo hacerlo —dijo, sin fuerzas.
—Cámbiame por él durante unas horas —rogó, lamiéndole los labios—. Llámame Diego si quieres, pero cámbiame por él y déjame amarte aquí, ahora.
—Tú no quieres que una mujer piense en otro hombre mientras hace el amor contigo —añadió _____, en un intento por acabar con aquella intimidad.
—Sólo cuando es una mujer a quien amo —precisó, dispuesto a dejarse la dignidad entre sus brazos, y a morir de dolor y de celos después.
—Esto es una locura que sólo puede hacernos daño —protestó, con los sentidos puestos en los dedos que habían abandonado sus pechos y que ahora se movían junto al cierre de sus vaqueros.
—Lo sé —Joe gimió al sentir que cedía el primer botón—. Pero estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—Pero yo no —señaló _____, temblorosa, forcejando para apartarse.
Joe inspiró con fuerza y la miró a los ojos. Quería ver si a ella le consumía la misma necesidad. Quería saber cómo hacía ella para decir que no cuando el deseo le devoraba las entrañas. Quería averiguar qué tenía que hacer él para apartarse sin que el dolor físico le destrozara. Porque el otro, el dolor del alma, le venía mortificando desde hacía tiempo, y cada día se le clavaba un poco más fuerte, un poco más profundo.
—Deja que te demuestre cómo ama un hombre cuando sólo tiene a una mujer en la mente —suplicó con una mirada llena de promesas—. Deja que te demuestre cómo ama un hombre a tiempo completo.
Pero sólo encontró dolor y silencio en los ojos de _____.
No se preguntó quién era el responsable de ese sufrimiento. Él era quien sobraba; él era quien pretendía arrebatar lo que no le pertenecía.
Volvió a coger aire y, sin dejar de mirarla y en silencio, se apoyó sobre su brazo izquierdo, aflojando la presión que ejercía en ella con su cuerpo. Con la mano sobre su pantalón desabrochado, aún dudó unos segundos.
—Lamento haber sido yo quien ha iniciado todo esto —dijo _____, temblando de pies a cabeza—. Perdóname.
Joe no escuchó sus disculpas; se ahogaba en un torrente de confusión. Trataba de salir a flote diciéndose que ella era una mujer experimentada, amante de un hombre casado, que llevaba meses lejos de él y que, tal vez por eso, había buscado sus besos y sus caricias, aunque, al final, su dudosa fidelidad hubiera terminado imponiéndose. Pero él la había hecho temblar como a una virgen inexperta, y eso le desconcertaba.
_____ permanecía inmóvil, como si la mano que él posaba con suavidad sobre su vientre la encadenara al jergón con la firmeza de cien grilletes de acero. Cuando la apartó, no pudo sentir alivio. Tan sólo una sensación de enorme vacío.
Se levantó en silencio, recomponiéndose la ropa con dedos inseguros mientras sentía los ojos de Joe fijos en ella. Al atravesar el umbral de la cabaña, escuchó a su espalda el murmullo tenso de un juramento.
Joe se había dejado caer de bruces sobre la cama, maldiciéndose por estúpido y enterrando el rostro en la aspereza del jergón.
Después, mientras él colocaba la carlanca en el cuello de Obi, ella ocupó su asiento en el Land Rover. Esa mañana no habría paseo junto al ganado ni conversación relajada bajo el cálido sol de otoño.
Sólo una bajada silenciosa por la pista forestal.
Sólo una tímida despedida cuando llegaron a la finca.
Sólo la mirada desconcertada de Joe, clavada en el caminar orgulloso de _____ mientras ella atravesaba el pastizal en dirección a su casa.












*¿Qué me estás haciendo?
*Me estás matando.





Natuu! :D
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por andreita Mar 01 Mayo 2012, 10:15 am

natu tu me estas matndo con esta nove!!!
joe ama a la rayis ella es una tonta
andreita
andreita


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Mensaje por andreita Mar 01 Mayo 2012, 10:15 am

porfavo siguee
andreita
andreita


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Mensaje por Nani Jonas Mar 01 Mayo 2012, 10:43 am

ai tan tierno Joe pobresito el es un amor
Diego me cae muy mal y la rayis qe tonta
es como puede disqe guardarle fidelidad a
un patan como el enserio me choca Diego
siguela plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por Julieta♥ Mar 01 Mayo 2012, 12:08 pm

pobre de mi joe...es un amor
y es tan dulce y tierno ocn la rayis.....usshh y ella es tan tonta y no lo aprovecha...ademas todo lo que dice el es verda...ella se conforma siendo la segundona jummm
sugue!!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por andreita Miér 02 Mayo 2012, 2:12 pm

:(
andreita
andreita


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Mensaje por Natuu! Miér 02 Mayo 2012, 10:46 pm

CAPÍTULO 18



_____ se había esmerado con la cena. Era la primera noche que Joe pasaría en la borda y ella se había propuesto actuar con normalidad. Fingir que nada había ocurrido, dos días atrás, no cambiaría las cosas, y tal vez ni siquiera las facilitaría, pero no había nada más que pudiera hacer. Ya le había demostrado que se sentía atraída por él, del mismo modo que él había dejado claro que la deseaba. Eso no tenía vuelta atrás.
Lo decidió en el instante en el que, tumbada sobre el jergón, pedía disculpas a Joe por haber sido ella quien comenzó a besarlo. Mirándole a los ojos, castaños como suave y frío terciopelo, que realmente eran tizones que recubrían brasas eternas, supo que tenía que alejarse de él para no terminar cometiendo una locura.
Volvería junto a Diego, que era su refugio, su protección, su primer y único hombre. Aclararía con él los problemas que llevaba meses posponiendo, y no porque no se atreviera a enfrentarlos, sino porque había preferido quedarse cerca de Joe.
Joe... El interés que había ido sintiendo por él había terminado convirtiéndose en una atracción tan fuerte y peligrosa que era incapaz de controlarlo. Por eso debía marcharse.
Pero había algo que tenía que hacer antes de desaparecer de allí para siempre.
Su corazón albergaba dudas sobre Ignacio. Dudas que se le habían ido clavando al descubrir que todos, en aquel lugar, guardaban buenos recuerdos de él. Los Ionescu, Cosme y Aitana, incluso las personas que se detuvieron para conversar con ellos en la feria de Pamplona o en las fiestas de la villa. Pero, sobre todo, dudas sembradas por las palabras y los actos de Joe.
Sólo existía una persona que podía ayudarla a salir de su confusión, pero ni siquiera sabía si aún existía o si querría recibirla para hablar con ella.
No quería que Joe descubriera sus intenciones de marcharse. Después de lo ocurrido, le resultaría sencillo atar cabos y entender que huía de él y de sí misma. Prefería actuar con cuidado, resolver lo que le torturaba y despedirse de él cuando ya tuviera la maleta en el interior del BMW.
Ese anochecer, mientras en el horno se había dorado y cuajado, al baño maría, un pastel de los puerros arrancados el día anterior del huerto de Aitana, ella había cocinado una espesa salsa de tomate para acompañarlo.
Después le había dado tiempo a cambiarse de ropa, arreglarse el cabello y destrozarse los nervios con la espera. El paso lento de las horas sin que Joe apareciera, la había obligado a tomarse las cosas con más tranquilidad.
Sentada junto a la mesa de la cocina, en el extremo donde ningún plato aguardaba para la cena, había tratado de centrarse en una de las novelas de amor que había comprado en Pamplona.
Casi dos horas después, llegaba Joe. Había examinado las ovejas y comprobado que dos de ellas parirían antes del amanecer. Pero, sobre todo, había matado el tiempo para llegar a la borda cuando _____ ya estuviera dormida.
Lo tenía bien planeado.
Se adentraría con sigilo, bien avanzada la noche, y saldría, con idéntico cuidado, antes de que comenzara a amanecer. Así la intimidad sería menor y el peligro de volver a besarla, también.
Le sorprendió ver luz a través de la ventana de la cocina. Quiso creer que _____ la había dejado encendida para él, antes de retirarse a descansar. Pero, aun así, el corazón parecía latirle en las sienes cuando abrió la puerta, muy despacio, y avanzó por la casa como un furtivo al acecho.
Inspiró para tomar aire cuando la vio. Dormía apoyada en la mesa, con la cabeza y las manos sobre las hojas de un libro abierto y, a su lado, platos y cubiertos esperaban a ser utilizados para la cena.
Joe se sintió culpable.
Le bastó un instante para comprender todo lo que ella había trabajado por él y todo el tiempo que había esperado, también por él.
¿Por qué olía tan bien en aquella cocina cuando ella guisaba?, se preguntó. No era la comida, por muy deliciosa que ésta fuera. Eran las sensaciones que le provocaban. Sensación a calor, a hogar, a ternura. Y, ahora, aquel suave aroma a puerros y crema le hacía pensar en noches de charla al calor del fuego.
Era tarde. En el interior de la chimenea un montón de tizones mostraban sus últimos reflejos ardientes. Joe se acercó y metió dos gruesos y secos troncos de haya. Sopló sobre las ascuas hasta avivar el fuego y volvió a la mesa para sentarse al lado de _____.
Con los codos sobre la madera y la barbilla apoyada en las manos, la observó dormir.
Pensó que si los ángeles existieran, no podían ser más hermosos que ella. Con el dorado de sus bucles parpadeando por efecto del chisporroteo del fuego, y la respiración pausada, suponía una deliciosa tentación para cualquier mortal con sangre en las venas. Y él no era cualquier mortal: él era el hombre que llevaba meses deseándola.
—_____... —susurró, con miedo a tocarla—. _____... —insistió, con los ojos clavados en las delicadas pestañas negras.
Pero ella no se movió.
Joe volvió a tomar aire y, con suavidad, le rozó los bucles con los dedos. Eran como seda vaporosa. Imaginó que toda ella debía de ser pura seda; pura seda dulce y ardiente...
El corazón pareció bombearle en las yemas de los dedos y los apartó a la vez que se le encendía la sangre.
Se levantó para caminar hacia el otro extremo de la mesa, hasta donde no le llegara su olor ni el sonido perezoso de su respiración. Hasta donde pudiera agarrarse con fuerza a la madera para que sus manos no volvieran a rozarla.
—_____... —susurró de nuevo, con voz más temblorosa, y un poco más alto. Ella gimió mientras su cabello se revolvía contra las hojas del libro. Joe crispó los puños sobre el borde de la mesa y aguantó la respiración antes de insistir—: _____...
Finalmente _____ levantó la cabeza de golpe, clavando los ojos, abiertos como los de un búho, sobre la mirada turbada de Joe.
—Me dormí —explicó, como si no fuera evidente—. Te esperaba para cenar y me dormí.
—Lo siento —respondió, perdido en aquellos ojos velados de sueño—. No lo sabía. No quiero molestarte, por eso solo pretendo venir a dormir. —Tragó con dificultad ante aquel aire de somnolencia que la hacía irresistible—. No quiero invadir tu intimidad ni darte trabajo extra.
_____ pensó que su intimidad ya fue invadida cuando la besó por primera vez. La invadía cada día desde que le dejó que se adueñara de sus pensamientos. Deslizó las manos sobre las dos hojas arrugadas de la novela y la cerró con cuidado. Después miró a Joe con una dulce sonrisa.
—¿De verdad crees que voy a desaprovechar la ocasión de cenar acompañada? —preguntó, sabiendo que quedaban pocas cosas que compartiría con él—. Tal vez tú seas solitario crónico, pero yo soy extrovertida y charlatana. Llevo meses desayunando, comiendo y cenando sola. —Acarició las tapas del libro y suspiró, antes de añadir—: Si quieres dormir aquí, el precio a pagar es hacer esas tres comidas conmigo.
Joe rio, y a punto estuvo de agradecerle que le estuviera facilitando las cosas.
—Eso no es un precio, _____; es un regalo —dijo con sinceridad, y volvió a negar con la cabeza—. Pero de verdad que no quiero molestar.
—Me molestaría más que me evitaras, como has hecho esta noche —le reprochó con suavidad.
—No pretendía hacerlo —mintió él, suplicando con los ojos que le entendiera—. Pero ya no importa —suspiró, vencido y en el fondo satisfecho—. Acepto tus condiciones.
—Estupendo —dijo ella, dejando la novela en un extremo de la mesa y levantándose para sacar el pastel de puerros del horno.
Joe se sentó ante su plato. La observó coger la bandeja y llevarla hasta el fogón mientras él iba sintiéndose ebrio de ternura, de placentera intimidad, de deseo reprimido. Esa misma sensación que durante la cena fue creciendo hasta que ya no fue capaz de mirarla a los ojos.
Parecida embriaguez envolvía a _____.
Lo tenía en su casa y en su cocina después de haberse dejado llevar por momentos apasionados. Le costaba mirar sus manos sin recordar cómo la habían acariciado, ni sus labios sin pensar en el sabor de sus besos. No podía escuchar su voz sin que volviera a sonar en sus oídos el sonido dulce de sus susurros.
En un momento de la cena, y en medio de uno de los delicados silencios en los que sólo se oía el quejido de los leños consumiéndose por el fuego, ella preguntó:
—¿Seguirán existiendo las cartas del abuelo?
Joe controló una sonrisa emocionada. Así que ella seguía dando vueltas a la historia de Ignacio, pensó. Y se alegró de que lo hiciera. Eso significaba que algo le había llegado al corazón, aunque no quisiera reconocerlo.
—Imagino que estarán en su casa, y deben de ser cientos —respondió, recogiendo con los dedos los trocitos desperdigados de hojaldre—. ¿Quieres leerlas?
—No. No se me ocurriría —respondió, observando con agrado cómo saboreaba Joe hasta el último minúsculo resto del pastel de puerros—. Sentiría como si rompiera un lazo invisible que no fue creado para mí.
—Entonces, ¿qué estás pensando hacer con ellas? —preguntó, apartando el plato ya limpio.
—Creo que... —empujó también su plato y colocó los brazos sobre la mesa—. Tal vez esas cartas deberían estar en poder de la persona para la que fueron escritas.
—¿Estás pensando en llevárselas a Andrea? —se aventuró a preguntar, incrédulo.
—¿Crees que vivirá aún? —musitó ella.
—No tengo ni idea. Ten en cuenta que si vive debe de tener... —calculó sobre la edad de Ignacio—, más de ochenta años. Además, deberías saber que se casó pocos meses después de que lo hicieran tus abuelos. Es posible que también viva su marido, aunque era mayor que ella. Según tengo entendido, era almadiero.
_____ suspiró. Andrea era la mujer de la vida de Ignacio; la persona que podía ayudarle a inclinar la balanza de sus dudas hacia uno u otro lado.
—Y puede que le complique la existencia si su esposo no sabe nada de esto, ¿no es eso lo que quieres decir? —preguntó, pensativa.
Joe recogió los platos y los cubiertos y se levantó para dejarlos junto al fregadero.
—Es arriesgado presentarse con algo así —dijo, curvando los labios como muestra de que, en el fondo, tampoco él estaba seguro.
—Bueno... —_____ pareció pensarlo mientras se levantaba con los dos vasos en las manos—. Intentaré verla a solas.
—¿Por qué ese empeño? —preguntó Joe, bajando la voz—. Hace unos días no querías ni escuchar hablar de Ignacio, ¿y ahora pretendes entregarle sus cartas á Andrea?
—Le he dado muchas vueltas a todo esto —reconoció, girándose hacia el fregadero para coger el jabón y el estropajo—. En especial a algo que me dijo la abuela un día que necesitaba desahogarse. No me preguntes, porque fue una especie de confesión que no puedo traicionar —explicó, y suspiró, conmovida.
Él apoyó la espalda contra la encimera, cruzó los brazos sobre el pecho, y se quedó mirando el perfil serio de _____.
—Está bien —dijo, sin querer insistir más—. Si quieres puedo averiguar en Burgui.
—¿Lo harías por mí? —exclamó, levantando la cabeza de la espuma blanca y mirándole con una sonrisa llena de ternura.
Pensar que eso sería lo último que él podría hacer por ella le encogió el corazón.
«¿Aún no te has dado cuenta de que por ti iría hasta el infierno si me lo pidieras?», la interrogó él con los ojos. Pero su voz respondió con suavidad:
—Burgui está aquí al lado. No me supondrá ningún trabajo.


A la mañana siguiente, Joe pasó por la casa de Ignacio para recoger las cartas. Las encontró en la balda superior de un armario ropero, bien plegadas y ordenadas por fechas, en el interior de una caja de zapatos.
Después se acercó a Burgui; pórtico de entrada al espectacular Valle del Roncal por su parte sur. Una pequeña y coqueta villa de montaña, hecha de piedra.
De Andrea sólo conocía su nombre. Tenía la sensación de que Ignacio nunca le había mencionado sus apellidos. Aun así, con eso le bastó para que las buenas gentes del pueblo le dieran la información que necesitaba.
Y todo eso lo había hecho después de pasar una noche extraña en la que no había dormido más de dos horas.
Extraña; sí, porque había estado en la borda de siempre, pero con sentimientos bien distintos. Siendo consciente de que ella dormía cerca; respirando el mismo aire espeso que no le había dejado conciliar el sueño, le había estimulado la imaginación y le había calentado la sangre. Por eso, en las dos ocasiones en las que salió para controlar unos partos lentos y complicados, se quedó en el establo alargando el momento de regresar a aquella casa. Por la mañana, tras haber dejado el cubo de leche junto al fregadero, salió sin que ella le viera y bajó a Roncal para comenzar la búsqueda.
A mediodía, con la emoción más sosegada, comió en compañía de _____ mientras le contaba todo cuanto había averiguado acerca de Andrea, y, a primera hora de la tarde, se acercaron juntos a Burgui.
Joe detuvo el coche junto a una pequeña casa de piedra con portón de madera. Dos tercios del automóvil quedaban sobre la acera que separaba la vivienda de la carretera y del río Esca.
Durante unos segundos, nada se movió en el interior del auto. _____ examinaba la puerta de la casa mientras sus dedos apretaban con fuerza la caja de cartón que descansaba sobre sus piernas.
Joe la miraba enternecido por el temor que veía en sus ojos, por la agitación con la que alzaba y descendía su pecho al respirar.
—¿En verdad te parece una buena idea? —preguntó, mirándole nerviosa.
—Lo es, _____ —respondió Joe, volviéndose en su asiento para colocarse frente a ella—. Es normal que estés insegura, pero todo irá bien.
—¿Y si no quiere hablar conmigo? —insistió. Pensarlo le hizo resoplar con agobio.
Joe pasó el brazo derecho sobre el respaldo del asiento de _____. Se cuidó de no rozarla, aunque con ganas la habría abrazado para transmitirle tranquilidad.
—Claro que querrá hablar contigo —exclamó con una gran sonrisa—. Nunca te lo he dicho, pero tienes los mismos ojos que tu abuelo: el mismo verde salvaje, el mismo orgullo... —Calló un instante, recordando otros apasionantes detalles de su mirada que nada tenían que ver con el viejo—. Querrá hablar contigo —continuó diciendo a media voz—. Puedes estar segura.
_____ suspiró y acarició la superficie de la caja. Dudaba si sería bien recibida, pero no se detendría. Ya estaba allí, y su corazón seguía diciéndole que debía hablar con Andrea y entregarle las cartas.
—¿Me esperarás? —preguntó sabiendo la respuesta.
—Todo el tiempo que haga falta —susurró Joe, y entonces colocó la mano sobre la que _____ apretaba la caja, para infundirle ánimo. Ella, con su intranquilidad, no supo agradecerle el gesto que la ayudó a decidirse.
Tomando una gran bocanada de aire, como si el oxígeno estuviera en el interior del coche y no en aquel pueblo rodeado de una naturaleza abrupta y sin embargo hospitalaria, _____ tiró de la manilla para descender y caminar por la acera.
Su inquietud aumentó en cuanto golpeó la aldaba en el centro del portón. Y, mientras esperaba a que se abriera, se volvió para buscar en Joe un gesto que la tranquilizara. Él, con el brazo aún sobre el respaldo del copiloto y el cuerpo girado en la misma dirección, le dio ánimo con una sonrisa.

















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Mensaje por Julieta♥ Jue 03 Mayo 2012, 9:56 am

por qu ela rayis tiene que ser tan tonta!!!!!
ushh q fastiiidio
con semejante hombre que se muere po rella y no ella se hace la dificil sabiendo q siente lo smismo en fin
sigue!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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