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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Sáb 07 Abr 2012, 8:35 am

jumm creo que joseph es muy mao con la rayis
claro que la rayis es algo orgullosa
jajajaja
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Sáb 07 Abr 2012, 10:21 pm

Ahora subo cap chicas :D
Natuu!
Natuu!


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Sáb 07 Abr 2012, 10:44 pm

siiiiiiiiiiiiiii
quiero capppppppppppppppppp
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Dom 08 Abr 2012, 2:06 am

CAPÍTULO 04



La mañana siguiente _____ despertó con los párpados inflamados y un insoportable dolor de cabeza, resultado de haber pasado casi toda la noche llorando. El enfrentamiento con Joe la había despertado a la verdad que se había estado negando a sí misma: los tres días que llevaba escondida en esa tierra inhóspita no habían bastado para mitigar el dolor de lo ocurrido en Madrid. Y lo peor era que no sabía cuántos días, semanas o meses iban a transcurrir sin que ella encontrara fuerzas para presentarse ante Diego y exigirle una explicación. La herida por la que se desangraba el día en el que llegó a Roncal, continuaba tan abierta y fresca como el recuerdo de la mirada cobarde que le rompió el corazón y la dignidad en dos mitades.
Cuando llegó el amanecer del día siguiente, _____ había pensado con detenimiento en su situación. Sus problemas continuaban ahí, insalvables, al menos de momento. Pero mientras esperaba que el tiempo transcurriera y le devolviera la normalidad, había algo que podía hacer, algo que la ayudaría a sentirse un poco mejor. Y ante ese convencimiento tomó la decisión más absurda de su vida.
Eran las siete de la mañana y ya se había duchado y puesto sus inseparables zapatillas de loneta, una falda de hilo blanco y una camisa verde manzana de manga larga. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta, bien tirante, de la que ni un solo pelo estaba fuera de lugar.
Ya en la cocina, sacó del frigorífico lo que le quedaba de la leche fresca que el día anterior le había llevado Traían. La vertió en una pequeña cazuela y la puso al fuego. Mientras esperaba que se calentara, recordó la tarde que había pasado de compras con Doina. La buena mujer había protestado mucho cuando vio que la lista estaba llena de productos precocinados. Tenía muy clara la diferencia entre lo que era comida sana y bazofia para llenar el estómago, pero, aun así, la ayudó a encontrar todo lo que llevaba anotado.
Después, y con toda la compra en el interior del coche, se dedicaron a callejear entre suelos y casas de piedra, pequeños huertos familiares y preciosos y olorosos geranios rojos.
Pero, entre tanta belleza, hubo una parte mala: descubrir, en la calle Arana, la casa de Ignacio. Era hermosa, con una gran puerta en forma de arco y un largo balcón central en el que, en el pasado, su barandilla estuvo también llena de flores. Era señorial y se encontraba en el centro del pueblo mientras ella estaba pasando los días en una borda.
Doina, que había fingido la casualidad de llevar encima la llave de la casona, insistió hasta lo indecible para que entraran a verla. _____ se negó con la misma terca insistencia. No confiaba en su fuerza de voluntad y temía que, una vez que hubiera visto la comodidad y la ventaja que supondría pasar allí el tiempo que necesitaba estar escondida, habría cogido su maleta y se habría trasladado sin perder un segundo.
Ahora, sentada junto a la mesa de la cocina, saboreando el tazón de leche con un poco de pan con mermelada y recordando la bronca con Joe, se alegraba de no haber cedido.
No le entusiasmaba la idea de quedarse en esa borda soportando las impertinencias de un desabrido pastor, pero por el momento necesitaba hacerlo. Además, el último enfrentamiento con él había cambiado algunas cosas.
Se juró que nadie volvería a echarla de ningún sitio. Nadie volvería a pisarle su dignidad y su orgullo. Nadie volvería a decirle qué podía o no podía hacer, dónde debía o no debía quedarse.
Vendería sus propiedades, sí, tal y como lo había decidido junto a Diego. Volvería a Madrid, por supuesto. Pero todo eso lo haría después de haber demostrado a ese soberbio prepotente que ella era la dueña y no obedecía sus órdenes. Él, que ni era ni sería nadie en su vida, iba a ser el primero, en muchos años, al que le impondría sus derechos y su voluntad. El primero ante quien sacaría su entereza y a quien demostraría que no volvería a dejarse intimidar.
Mientras pensaba que la habían desairado por última vez, casi sintió lástima por Joe, porque hubiera tratado de avasallarla cuando su paciencia y su docilidad habían llegado al límite.
Unos minutos después se colaba en el distribuidor que daba entrada al lugar donde se elaboraba el queso y a otros tres espacios que aún no había investigado.
Se quitó la gruesa rebeca que la protegía del frío matinal, cambió sus zapatillas por un par de botas de goma y se colocó uno de los delantales blancos que cubrió por completo su falda de hilo. Puso un especial cuidado en recogerse las mangas de su exclusiva camisa hasta los codos para protegerla, en la medida de lo posible, de algún percance que la echara a perder. Ante el espejo se aseguró que su cabello continuaba tirante y bien despejado del rostro, y se lavó las manos con el jabón desinfectante azul.
Tiró de la manilla para pasar al interior de la quesería y, tal y como había supuesto, allí estaba Doina, con delantal y botas blancas, comenzando con la labor del día.
—¿Cómo ha madrugado tanto, señorita _____? —preguntó, sorprendida—. ¿Y por qué se ha vestido así?
—Luego te lo explicaré —respondió con un gesto de complicidad—. Primero quiero que me cuentes algunas cosas sobre tu trabajo. —Se acercó al depósito en el que la había visto trabajar junto a Joe—. Además de elaborar queso por las mañanas, ¿haces más cosas aquí?
—¡Claro que sí, señorita _____! En una explotación como ésta hay todo el trabajo que se quiera hacer.
—Pero no para una mujer —se atrevió a asegurar _____.
—Se nota que no sabe ni de queso ni de ganado —dijo Doina, sonriendo—. Cada día, después de comer, vengo a fregar y esterilizar todo esto; debe quedar perfecto para que al día siguiente volvamos a manipular la leche. Tengo mis propios trabajos, y cuando termino suelo ayudar a mis tres hombres.
—O sea, que no te sobra tiempo para ti —dijo, absorbiendo la información—. ¿Te gustaría tenerlo?
—Cuando necesito tiempo me lo tomo sin problemas. Pero, claro; lo que yo no hago se convierte en trabajo extra para los demás —analizó con pesar—. Miahi, mis dos muchachos y el señor Joe me consienten mucho.
—El señor Joe —repitió _____, pensativa—. ¿Qué cosas preparas aquí antes de que él llegue para hacer los quesos contigo?
—Traslado al depósito la leche del ordeño de ayer, que está refrigerada en el tanque. Después añado la de hoy, que llega directa desde la ordeñadora que está al otro lado, en el establo —dijo, señalando el tubo metálico que salía del depósito y se incrustaba y desaparecía en la pared—. Una vez mezcladas las caliento a unos treinta y cuatro grados, preparo el cuajo, lo añado y lo muevo bien. En una hora se convierte en un bloque. Entonces se corta con la lira en trozos muy pequeños, casi como los granos de arroz, y para entonces suele llegar el señor Joe.
—¿Y comienzan a elaborar los quesos?
—Más o menos. Aún quedaría meter la plancha que empuja los pedacitos de cuajada hacia un lado para ayudar a desuerar. Todo se compacta entonces de nuevo para formar un bloque, y lo cortamos en pedazos del tamaño aproximado de los moldes. ¿Por qué lo pregunta, señorita _____? ¿Está pensando en contratar a alguien para que me ayude con el trabajo?
_____ sonrió y buscó en el delantal unos bolsillos que no encontró. Estaba convencida de lo que iba a hacer y, aun así, no conseguía que las manos le dejaran de temblar.


«Un día más y nos habremos librado para siempre de su presencia», pensaba Joe mientras se esterilizaba las manos con el jabón azul. «Mañana se levantará, meterá su maleta de marca, llena de ropa de marca, en el portaequipaje de su coche de gran marca y conducirá hasta su mundo de comodidades del que nunca debió haber salido.»
Se secó las manos mientras en su rostro crecía una sonrisa de satisfacción, y entró en la quesería.
Cuando la vio junto al recipiente, con el delantal y las botas de goma, miró a su alrededor buscando a Doina y una explicación. Doina no estaba y él farfulló entre dientes que la mataría en cuanto la viera.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó con más furia de la que recordaba haber sentido nunca. Ni siquiera cuando el día anterior chocaron en la puerta de la borda.
Durante la última hora, mientras se cuajaba la leche y se cortaba en minúsculos pedacitos, _____ se había preparado para aquel encuentro. El corazón le bombeaba en las sienes y en las muñecas, pero cogió aire y alzó la cabeza con dignidad.
—Voy a sustituir a Doina haciendo queso. Ella tiene otros trabajos que hacer mientras yo estoy ociosa. —La mandíbula de Joe se contrajo y ella disfrutó repitiendo—: Y a mí nunca me ha gustado estar ociosa.
Joe apretó hasta que sintió que le crujían los dientes. Aquello no podía estar pasando. Era una broma estúpida o un mal sueño. Sacudió la cabeza, incrédulo.
—Creí entender que te ibas mañana —dijo, mirándola con impertinencia.
—Me iba, pero he cambiado de opinión —sonrió con ironía—. Espero que estés tan feliz como yo porque vamos a trabajar juntos.
«¿Trabajar juntos?...» Eso ya no era un mal sueño, ni siquiera se quedaba en categoría de pesadilla. Era una venganza urdida en el infierno. Si siempre se había preguntado cuánto hielo tenía ella en el corazón, ahora su curiosidad se centraba en lo retorcidos que podían llegar a ser sus pensamientos.
—¡Ni lo sueñes! —soltó, dejando escapar una risa nerviosa—. Yo no soy tu profesor de manualidades. Si piensas quedarte aquí y te aburres, búscate otro entretenimiento. Esto es un trabajo de verdad —dijo, dirigiendo su mirada a su alrededor.
—Lo sé. Y también sé que puedo hacer lo que me plazca. Te guste o no, desde este momento voy a ocupar el lugar de Doina.
—Doina es buena y rápida haciendo queso —advirtió, evaluándola desde la ira de sus ojos castaños—. Contigo me eternizaré y no estoy dispuesto a hacerlo.
—Aprendo rápido —afirmó ella con osadía—. Doina me ha explicado los pasos y no me ha parecido tan complicado. Puedo hacerlo y lo haré.
Joe guardó silencio, estudiando la expresión de seguridad de _____. Él la había molestado y ahora ella le devolvía el favor, con la diferencia de que ella estaba en una mejor posición para complicarle la existencia. Se preguntó si se trataba de un capricho de niña consentida. Un capricho que acabaría cuando sintiera el peso de las horas de trabajo, de la responsabilidad.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —interrogó, soberbio y a la vez temeroso de escuchar la respuesta.
—No lo tengo claro —sonrió burlona, imaginando el sentimiento de impotencia de Joe—. Hasta que me canse de esto o sienta deseos de regresar a mi casa. Puede que ocurra en una semana, un mes, un año. ¿Tienes algún problema con eso? —preguntó con ironía.
Joe sabía reconocer cuándo había perdido, y, esta vez, al menos de momento, ella era la vencedora. Se acercó al recipiente donde las planchas habían comprimido de nuevo la cuajada, y hundió en ella el cuchillo para dividirla en bloques idénticos.
—Ningún problema —respondió, fingiendo tranquilidad—. Sólo espero que no entorpezcas mi labor... ni la de nadie.
—Descuida. No lo haré —afirmó _____, observando con satisfacción el perfil tenso de Joe, que, sin más explicaciones, continuó con el trabajo.
Pero cuando terminó con los cortes y comenzó a dar forma al queso, se aseguró, en silencio, de que ella le entendiera.
Colocó un molde en la mesa y esperó que _____ hiciera lo mismo. Extendió un trapo sobre él, empujó con la mano para llevar el centro hasta el fondo y observó cómo lo hacía ella. Después, y sin dejar de vigilarla, lo llenó con uno de los trozos y apretó con las manos.
Le costaba dominar su impotencia. Por eso prefería mantenerse callado; para no explotar. Que ella estuviera en la borda era malo, pero tenerla trabajando a su lado le parecía un castigo insoportable.
Volvió a mirarla. Ella repetía con exactitud todos sus movimientos y él continuó. Cogió los extremos de la tela, los cruzó sobre el recién formado queso y presionó con fuerza.
—Asegúrate de que no quedan espacios vacíos —dijo de pronto, en una tensa voz baja que sobresaltó a _____—. La cuajada debe llenar todo el molde.
El tono poco amigable no invitaba a responder. A _____ le satisfacía haber quedado por encima de él por primera vez, pero la situación no era agradable. Encajó la tapa de plástico en su molde bien lleno y lo dejó a un lado. Con un profundo suspiro que llegó con claridad hasta los oídos de Joe, comenzó a extender un nuevo paño.
Ésa fue toda la conversación que mantuvieron durante el trabajo. Cada cierto tiempo Joe recogía los moldes, los enfilaba en la prensa y apretaba con cuidado buscando el punto preciso. Después regresaba donde el olor de la leche y el suero se mezclaban con otro que había experimentado durante algunas tardes de finales de verano en las cercanías de los bosques de Irati: moras silvestres. Le sorprendió que alguien como ella oliera a algo tan delicioso y simple. Le pegaba más la fragancia de un perfume caro, exótico y pegajoso.
Mientras trabajaba, la observó con disimulo. Le recordaba a Ignacio. Los dos tenían el mismo verde misterioso en los ojos, la misma profundidad y el mismo fiero orgullo. Pero ahí terminaban los parecidos, al menos los visibles, se dijo mientras reconocía que era una mujer atractiva, con unos rasgos delicados y dulces. El cabello rubio y ondulado que le descansaba sobre los hombros estaba ahora bien sujeto por una coleta y había perdido su apariencia suave y esponjosa.
Pensó que no dejaba de ser irónico que siendo tan fría y codiciosa tuviera un aspecto tan angelical.
Cuando ella alargó el brazo para alcanzar un fresco bloque de queso, Joe pudo ver de cerca su nariz pequeña, recta y relajada, muy diferente de cuando estaba enojada y dilataba sus orificios abriéndolos y cerrándolos como si fueran válvulas con las que controlaba su presión interior para no explotar.
Joe inspiró y trató de centrar su atención en su labor, pero no le resultó sencillo. Sus ojos iban una y otra vez hacia el rostro o las manos de _____. Había observado que cuando estaba muy centrada extendiendo el trapo o apretando sobre el queso, se mordisqueaba el labio inferior. Le pareció un gesto infantil y a la vez sensual. Y la recordó enfadada, contrayendo aquellos mismos labios en una fina y tensa línea recta tras la que parecía mantener encerradas todas las palabras furiosas que le llegaban a la mente.
En verdad era hermosa; hermosa e insufrible. Pero sobre todo era alguien a quien tenía que soportar por un tiempo. Tan sólo esperaba que el período fuera más corto que su propia y escasa paciencia.
Tal y como Joe había argumentado que ocurriría, la jornada de trabajo se alargó en más de una hora, pero no le restregó su acierto. Vació el recipiente de suero para que después Doina limpiara y desinfectara todo, y salió soltándose el cordón del delantal.
Ella le siguió. Si con su silencio él pretendía hacerla sentirse incómoda, lo había conseguido, pues ni siquiera sabía hacia dónde mirar.
Tras lavarse las manos y mientras _____ se cerraba hasta el cuello su gruesa rebeca, Joe abrió la puerta y pegó la espalda a la pared para cederle el paso. Sorprendida ante aquel primer gesto de caballerosidad, durante unos segundos lo miró sin saber qué decir. Cuando iba a sonreírle y aceptar su atención, algo blanco, grande y peludo se movió junto a la puerta, esperando la salida de su amo.
_____ palideció y retrocedió unos pasos.
—Sal tú. —Sonó demasiado rápido y brusco—. He olvidado algo.
La disculpa era absurda y Joe la interpretó como un abierto rechazo a su gesto amable. Sonrió con sarcasmo y salió, cerrando la puerta con un golpe seco.
Ella esperó un rato antes de volver a asomarse. Sólo cuando se aseguró de que tanto Joe como los mastines habían desaparecido, corrió a refugiarse en su pequeña casa.


Sus sosegados ojos grises le miraban esperando que continuara. Aquél era su primer día de trabajo y se había sentado ante él, con una libreta y un bolígrafo, para escribir a taquigrafía las cartas que quisiera dictarle. La primera de ellas, dirigida con familiaridad al director del Banco Central, había surgido con fluidez. Fue en la segunda cuando apareció el problema y su jefe había ido bajando el ritmo hasta terminar quedándose silencioso y ausente.
Diego Pedrosa había recordado a _____, sentada en aquella misma silla, escribiendo lo que él le dictaba y cruzando con sensualidad una pierna sobre otra. Y se había recordado a sí mismo introduciendo la mano entre sus muslos y acariciándola en su intimidad hasta escucharla gemir de placer.
Mientras su nueva y atractiva secretaria lo miraba, insegura, él se levantó despacio y se acercó al mueble bar. Se sirvió una copa de coñac y caminó hasta el ventanal.
Estaba desesperado. La tecla de rellamada de su móvil había perdido el dibujo sin que hubiera conseguido hablar de nuevo con _____. Había llamado a todas las amigas de ella que él recordaba, y todas le afirmaron no saber nada. Incluso Laura, a la que por supuesto no había creído, le había asegurado que ignoraba su paradero.
—¿Va a continuar dictándome, Don Diego?
La pregunta le hizo recordar dónde estaba y qué hacía. Vació la copa de un trago y continuó pegado al cristal.
—Discúlpame. Lo haré más tarde. Ahora necesito estar solo.
No escuchó el sonido de los tacones alejándose. Ni el ruido de la puerta al cerrarse con suavidad. Tenía el pensamiento en momentos vividos junto a la mujer que ahora se escondía de él.


Al cabo de tres semanas de trabajar a contrarreloj tratando de emular el ritmo vertiginoso de Joe, _____ había conseguido una aceptable habilidad para elaborar queso. Joe lo veía. Veía su esfuerzo, su empeño, sus avances. Pero ni se le pasaba por la cabeza dedicarle ningún cumplido. Se había resignado a tenerla al lado durante las mañanas, pero sin cruzar con ella demasiadas palabras. Su primer pensamiento al despertar era siempre un deseo: que ella se decidiera a largarse por donde había venido.
_____, resentida porque no entendía que la menospreciara sin ninguna razón, había dejado a un lado su carácter charlatán y apenas si abría la boca para decir cuatro cosas. Terminaba la mañana agotada, más por el estrés de competir que por la propia tarea. El cuerpo le pedía relajarse durante toda la tarde, pero la inactividad la dejaba triste y llorosa, recordando a Diego y su último y doloroso encuentro.
Durante varios de esos momentos ociosos, había visto cruzar ante la borda unos enormes camiones que atravesaron el pastizal hasta detenerse junto al último de los establos. Con gusto habría salido a fisgonear un rato, pero no se había atrevido. Lo que fuera que hicieran estaba dirigido por Joe, y ése era motivo suficiente para que ella quisiera mantenerse lejos.
Desde esa misma ventana fue observando que todos los días, después de comer, él volvía del pueblo y se encerraba durante un tiempo en la quesería. Y se dijo que, si Joe realizaba labores por la tarde, ella también lo haría. Eso contribuiría a demostrarle que era una mujer muy capaz, y, a la vez, la mantendría ocupada para no pensar demasiado.
Buscó de nuevo la complicidad de Doina. Se acercó a su casa y charlaron mientras la observaba preparar la cena. La pequeña y dulce mujer le contó que la misteriosa labor de Joe consistía en sacar de la salmuera todo el queso metido en ella desde el día anterior y sumergir el que había salido de la prensa. Le explicó que todo estaba calculado con precisión: tiempo de prensado, composición de las salmueras, horas que cada pieza debía permanecer inmersa. Esa información le bastó para que entendiera que no le convenía meter la nariz en algo tan delicado. No era su intención contrariar a Joe más de lo que ya lo hacía con su mera presencia.
—Hay algo que sí puede hacer, señorita _____ —dijo Doina, lavando bajo el grifo unos tomates maduros.
—¿Qué cosa? —preguntó ella, abriendo los ojos y los oídos.
—Voltear el queso. Mis muchachos lo hacen cada viernes por la tarde.
—¿Voltear quesos? —exclamó sorprendida—. ¿Hay que darles la vuelta a los quesos?
—Sí, señorita _____ —dijo, a la vez que secaba los tomates con un paño de cocina—. El queso madura en la cámara durante cuatro meses. Hay quien lo deja quieto todo ese tiempo, pero lo correcto es cuidar la temperatura y las condiciones en las que está, y darle la vuelta de vez en cuando. Al señor Joe le gusta que se haga una vez a la semana.
Puso los tomates sobre una tabla, encima de la mesa, y los cortó en finas rodajas que fue colocando sobre la lechuga limpia y troceada. A _____ le sorprendió la destreza que tenía para disponer una simple ensalada. También ella sabía prepararlas y decorarlas, pero ahí terminaban sus habilidades en la cocina. Se le daban mejor los números. Estudió la carrera de económicas para, al final, terminar trabajando como secretaria. Una sencilla secretaria con ambiciosas aspiraciones empresariales.
—Eso de dar vuelta a los quesos parece sencillo. —Cogió con los dedos una rodaja que se metió en la boca—. Hoy es viernes, ¿verdad? —preguntó sin estar segura del todo.
Doina asintió sonriendo. Le resultaba gracioso pensar que alguien pudiera estar perdido si no tenía un calendario delante. Cosas de chicas de ciudad, se dijo.
—¿Les parecerá bien a tus hijos que yo les ayude el viernes que viene? —consultó _____, lamiéndose el jugo rosáceo que le había quedado en las yemas de los dedos.
—Estarán encantados —le respondió—. Hablan mucho de usted. Dicen que es muy bonita y muy simpática.
—Ellos también lo son. Lástima que sean un poco jóvenes para mí—bromeó, cogiendo una nueva y deliciosa rodaja, feliz porque había encontrado un modo más de mostrar a Joe cuanto ella valía.


Aún faltaba una semana para que llegara ese viernes. Una semana en la que cambiaron algunas pequeñas cosas.
Para _____ continuaron las mañanas en la quesería, con trabajo y poca conversación, y las solitarias tardes en la borda, meditando o mirando por la ventana. La tristeza reinaba en su mente durante casi todas las horas. Si no hubiera sido por sus pocos deseos de encararse a los verdaderos problemas que había dejado atrás, habría hecho su maleta y montado en su coche para alejarse de todo aquello que la agobiaba.
Durante las horas ociosas en las que había curioseado a través del cristal, desde la cocina, había descubierto que Joe llegaba, cada tarde, con un aire relajado que nunca había mostrado con ella. Ese detalle le despertó la curiosidad. ¿Él era tan rudo e impertinente con todo el mundo, o sólo con ella? Había observado que cuando acariciaba a los mastines lo hacía con ternura y, al parecer, también les dedicaba palabras cariñosas. Y no lo hacía porque creyera que nadie lo observaba, pues actuaba del mismo modo ante cualquiera de los Ionescu.
Tarde a tarde fue percibiendo que parecía otro hombre cuando ella no estaba presente. Le vio bromear con los chicos; pasarles el brazo por los hombros; revolverles el cabello, riendo; fingir peleas; correr tras ellos... Al parecer, su parte detestable la guardaba en exclusiva para ella, y le confundía no ser consciente de cuál era el motivo.
¿Cómo podía ser tan cruel e injusto?, se preguntaba cada vez que desde la borda le contemplaba sonreír y bromear. Le apenaba que la rudeza y la impertinencia de ese hombre no le estuvieran dejando mostrar la verdadera _____ que llevaba dentro.
No sabía que él andaba con cavilaciones parecidas. La había visto conversar con los chicos y reírles las gracias. Entonces le había parecido una chica sencilla, sin aires de reina. Pero él no se dejaba engañar. Creía estar seguro de lo que _____ era, aunque le resultaban curiosas sus transformaciones. Comenzó a observarla sin que ella se diera cuenta, incluso sin que él mismo hubiera reparado que lo hacía. Sólo Traian, despierto como una ardilla, captó el disimulado interés con el que había comenzado a estudiarla.

























Natuu! :D
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por andreita Dom 08 Abr 2012, 8:40 am

ya era hora de que joe
cambiera esa imagen que tenia de la rayis ¬¬
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Dom 08 Abr 2012, 8:40 am

natu quiero besooo :)
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Nani Jonas Dom 08 Abr 2012, 9:52 am

alfin joe cambio jajaja
siguela pronto
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por Julieta♥ Dom 08 Abr 2012, 2:29 pm

bueno al menos joe ya esta recapacitando y observandola mas detenidamente...obvio para saber por que se comporta de manera diferente a lo q el cree jejej
sigue!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Dom 08 Abr 2012, 3:05 pm

Solo ire a comer y despues les subo el capítulo :)
Natuu!
Natuu!


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Dom 08 Abr 2012, 3:21 pm

wiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
cap cap cap!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Dom 08 Abr 2012, 4:04 pm

CAPÍTULO 04/2



El jueves por la tarde, Mihai apareció en casa con unas hermosas truchas pescadas por un amigo en las frías aguas del río Esca. Llegaba orgulloso por el regalo y deseoso de compartirlo. Entonces, Doina encargó a Marcel que dijera a la señorita _____ que estaba invitada a cenar.
Ella se alegró de poder salir un poco de su rutina, comer algo cocinado decentemente y disfrutar de un poco de conversación con personas amables.
De todas las horas que pasaba en aquel lugar, las más difíciles eran las de la noche. Con la oscuridad todo parecía más lamentable: la cabaña, sus cenas, su situación, sus problemas con Diego... Al menos, esa vez, las cosas serían un poco más llevaderas.
Llegado el momento, se puso el vestido entallado azul. Desde hacía unos meses, ese vestido le traía muy malos recuerdos, pero era bonito y quería presentarse bien vestida. Cuando llegó el turno de los zapatos, tuvo dudas. Ninguno de sus altos tacones le pareció apropiado. Optó por unas sencillas bailarinas blancas que temió manchar de verdín al atravesar el pastizal. Al final las metió bajo su cazadora, en el costado izquierdo, y se calzó las socorridas zapatillas.
Frente a la puerta de la casa de los Ionescu, se cambió de calzado y dejó las deportivas junto a la pared, para recogerlas cuando saliera.
Mientras esperaba que le abrieran, se ahuecó los rizos, se alisó las cejas, se frotó las mejillas para darles color y ensayó su mejor sonrisa. La misma que le costó mantener después de que Marcel le abriera, se hiciera cargo de su cazadora y la condujera hasta la cocina.
Joe estaba allí, con vaqueros, una camisa azul celeste y aspecto de recién duchado. Sentado junto al fuego, que no estaba encendido, charlaba animadamente con Mihai.
Las palabras se le congelaron en los labios al verla llegar. Lanzó una rápida mirada a la mesa dispuesta para la cena; estaba preparada con seis servicios. De haberse fijado antes en ese detalle, no le habría sorprendido su entrada.
La saludó con brevedad y buscó los ojos de Doina. Ella le sonrió y se volvió para dar los últimos toques a las truchas a la navarra, como si no hubiera entendido que él le reclamaba en silencio. Doina pensaba que aquellos dos necesitaban entenderse, y la pesca con la que le habían obsequiado a Mihai le pareció una disculpa perfecta para sentarlos uno frente a otro.
Esa noche, para ninguno de sus invitados resultó ser la velada distendida y agradable que habían esperado compartir en aquella casa.
A _____ no le pasaron por alto las miradas que Joe le lanzaba cuando creía que nadie le observaba. Mientras trataba de comportarse con normalidad con los Ionescu, se preguntaba qué esperaba encontrar él con su escrutinio, si ella era lo que se veía, sin dobleces ni falsedades.
También Joe hizo sus deducciones. Al principio pensó que podría observar más de cerca lo que él llamaba, sospechosas transformaciones: su conversación amable con cualquiera de los miembros de la familia; su risa distendida; su actitud de mujer cariñosa y sencilla, casi humilde... Pero ella se mostró tímida y reservada; más bien azorada. Tampoco ese comportamiento le confundió. Estaba seguro de que la verdadera _____ era la insensible y avariciosa que nunca se apiadó de la soledad en la que vivió su abuelo, aunque fingía bien. Era una mujer atractiva que fingía con absoluta veracidad.
Acabada la cena, y tras una sobremesa más larga de lo que todos habían previsto, Joe se puso en pie. Agradeció a Doina la «deliciosa compañía» con una sonrisa que solo ella pudo identificar como irónica, y se despidió porque la noche avanzaba. La rumana, lejos de intimidarse, aprovechó para completar su maquinada acción. Mientras le daba la espalda para retirar de la mesa las tazas de café, le pidió que esperara un segundo para acompañar a la señorita _____ hasta la borda.
Fue un breve instante de miradas y dudas entre Joe y _____. Ella pensó en las zapatillas que le esperaban junto a la pared y que no se atrevería a coger si salía con él. Joe se preguntó de qué demonios podían hablar durante el breve paseo. Y antes de que nadie más notara su indecisión, él aceptó con una sonrisa casi perfecta.
A la vez que _____ se ponía su cazadora floreada, decidió que dejaría su calzado donde estaba y lo recogería a la mañana siguiente. Cambió de opinión en cuanto vio brillar la hierba con el rocío de la noche despejada. No quería humedecer y estropear sus delicadas bailarinas.
Solicitó a Joe que la esperara un momento, y se apoyó contra la pared para cambiarse de calzado mientras se disculpaba:
—No podía corresponder a una invitación a cenar viniendo con unas zapatillas horribles —dijo a media voz, atándose los cordones.
Joe la observó, desconcertado y sin saber qué pensar. No había sofisticación, vanidad ni orgullo en lo que ella estaba haciendo. Se calzaba con naturalidad unas zapatillas que le iban a su elegante vestido como una correa de esparto a un diamante.
_____ cruzó los brazos sobre sus bailarinas y le miró, diciendo que ya estaba lista. Joe vio, ayudado por la luz de la luna, que ella se había sonrojado como una niña pillada con los dedos hundidos en el tarro de la mermelada. Se giró hacia la borda, confuso, y comenzó a caminar a su lado.
El trayecto no era largo, pero el silencio sí que era incómodo. Un poco agobiada por la situación, ella comentó:
—Son muy buena gente los Ionescu.
—Sí que lo son—dijo Joe, introduciendo las manos en los bolsillos de su parca—. Y desinteresados —añadió, pensando en que ella podía aprender un poco de eso—. Te dan lo que tienen sin esperar recibir nada a cambio.
—Tienes suerte de contar con ellos —opinó, estrechando con más fuerza las bailarinas contra su pecho.
—Sí —respondió, casi con sequedad, y _____ no se atrevió a volver a abrir la boca hasta que llegó a la entrada de la borda.
Allí le agradeció que la hubiera acompañado. Él respondió que no había nada especial en ese hecho, pues le cogía de camino, pero ella insistió en agradecérselo de todos modos.
Hubo un instante en el que Joe la miró como si fuera a añadir alguna otra cosa, pero sacudió la cabeza y continuó andando hacia la carretera.
Ella le tenía confuso. No entendía qué hacía allí después de un mes, ni tampoco que no le hubiera pedido que le presentara los libros de contabilidad o que le justificara sus gastos. Ni siquiera mostraba interés en tomar las riendas de la explotación ni del resto de los negocios.
Entonces, si le bastaba con los movimientos de las cuentas bancarias que un día fueron de Ignacio, ¿por qué no se iba para continuar con su vida? ¿Qué buscaba en Roncal?


Al llegar la tarde del día siguiente, _____ se dispuso a ayudar a los hermanos a voltear queso. No sabía si para entrar a la cámara frigorífica debía tener el mismo cuidado que para hacerlo en la quesería, y no quiso correr riesgos. Se puso las botas de goma y el delantal, y esterilizó sus manos en el lavabo.
Miró hacia las dos puertas correderas de acero inoxidable pensando que era probable que las dos fueran cámaras frigoríficas. Probó con una de ellas; la que la dirección de la palanca parecía indicar que no estaba cerrada del todo. Empujó y, a pesar del gran tamaño, se deslizó con facilidad sobre sus raíles. Aún tuvo que vérselas con una gruesa y pesada cortina de plástico transparente que hacía de barrera entre la baja temperatura de la cámara y el exterior. Cerró la puerta y pasó por uno de los pliegues abiertos de la cortina para encontrarse con una temperatura gélida que se le pegó al cuerpo y al rostro.
—¡Aquí hace un frío de muerte! ¿Cómo pueden aguantarlo, chicos?
No hubo respuesta. Paseó la mirada por las filas de baldas en las que el queso estaba en hileras, sin tocarse unos con otros. Nunca había visto nada igual. Asombrada, comenzó a recorrer los pasillos, con los brazos cruzados para darse calor.
Hasta que se encontró con una espalda de hombre que no pertenecía ni a Traian ni a Marcel.
Bajo una abrigada parca verde militar, reconoció la esbelta figura de Joe; y, sobre el borde de sus cuellos levantados, su cabello oscuro y sedoso.
Pensó en darse la vuelta y salir de allí sin que la viera, pero recordó haber alzado la voz. Desde hacía unos minutos, él era muy consciente de su presencia.
—Hola —dijo con timidez y sin atreverse a acercarse—. Pensé que encontraría aquí a Traian y Marcel.
Joe se volvió y la miró de arriba abajo. No entendía el sentido de las botas de goma o del delantal. Ni siquiera entendía qué hacía _____ allí.
—No van a venir —informó sin dejar de escrutarla—. Me han pedido que les dejara la tarde libre. Alguna fiesta —aclaró, dejando sonreír tan sólo a sus ojos—. ¿Habías quedado con ellos?
—Más o menos. —La mirada de Joe la intimidaba—. Iba a ayudarles a voltear los quesos.
—Pues ya ves que los planes han cambiado —indicó con su familiar tono de burla.
Se dijo que tenía que haber salido de allí. Que no merecía la pena aguantar las impertinencias de aquel hombre. Pero se había propuesto demostrarle sus capacidades y lo haría.
—Me gustaría ayudar de todos modos —soltó, desafiante.
—Hazlo —respondió Joe, alzando los hombros como si no le importara, pero pensando que esa mujer era una pesadilla que estaba invadiendo todo su espacio.
_____ miró a su alrededor preguntándose cuánto tardarían en dar la vuelta a toda aquella cantidad de queso. Se estaba congelando de frío y no quería ni imaginar cómo terminaría si la operación duraba demasiado.
—¿Por dónde comienzo? —preguntó, dispuesta a morir en el intento.
Joe la miró a los brazos, cubiertos por la ligera tela de una camisa; y a su cuello, en el que varios botones sueltos dejaban ver una cadena de oro con un colgante en forma de medio corazón. No supo si llamarlo piedad. En realidad no supo cómo demonios debía llamar al modo en el que, sin tiempo a pensarlo demasiado, se preocupó por ella.
—Primero sal y ponte algo de abrigo —aconsejó, y en su tono no había burla—. Aquí hay siete grados. Cogerás una pulmonía.
—¿Bastará con mi jersey grueso? —preguntó, conmovida por la humanidad que de pronto le mostraba. Era la primera vez que él le dedicaba la ternura que siempre le había visto derrochar con otros.
—No será suficiente. Coge una de las prendas que están en las perchas. Cualquiera que te pongas te quedará grande, pero no creo que importe.
—Gracias —musitó _____, señalando el delantal y las botas—. No sabía cómo debía entrar aquí. —El la miró sin responder y ella carraspeó, confusa. Al comprender que no habría más palabras, salió, tiritando de frío.
Joe continuó con su labor, pensando que, aunque no le agradaba tenerla cerca, al menos ya no le enfurecía como al principio. Era silenciosa. Algunos días le escuchaba dos únicas frases; la del saludo y la de la despedida. Se dijo que todo iría bien si seguía manteniéndose callada.
Unos minutos después ella volvía a entrar con una parca azul marino que le cubría hasta las rodillas. Se había doblado las mangas y la tela sobrante le alcanzaba casi hasta los codos. Joe reconoció la prenda como suya y pensó que en ella cabían dos mujeres como _____.
En ese momento comenzaba con el costado derecho de un nuevo pasillo. Ella se puso a su lado, sin preguntar, y empezó por el izquierdo. Le parecía sencillo. Tomaba un queso, le daba la vuelta e iba a por el siguiente. Lo malo era que él trabajaba con soltura y ella no estaba dispuesta a quedarse atrás.
Joe vio la prisa con la que comenzaba y se preocupó porque terminara estropeando algo. Pero trató de ser paciente.
—Cuando cojas un queso, trátalo con cuidado y observa si... —Ella le miró con sus grandes ojos verdes, muy cerca, y por un instante Joe sintió que tenía ante él al viejo—. No importa. Da igual.
—No. No da igual —protestó _____—. Puedo hacerlo bien y lo haré. ¿Qué tengo que mirar?
Joe inspiró con fuerza para devolver sus emociones a su estado natural.
—No nos ha pasado nunca, pero puede ocurrir que la producción de toda una jornada se estropee por... —Su ánimo no estaba ahora para extenderse en explicaciones—. Por cualquier causa. Si ves un queso abierto o abombado, me lo dices.
_____, confundida por la repentina inseguridad que creyó ver en Joe, afirmó en silencio con la cabeza y los dos volvieron al trabajo. Espalda con espalda; aunque no fue así durante todo el tiempo.
A veces era Joe quien se giraba con disimulo para controlar cómo trabajaba, pero también para convencerse de que Ignacio y su nieta sólo tenían en común el tono verde de unos ojos. Que no había visto en ella el alma tierna que tuvo su abuelo. Otras veces era _____ quien volvía la cabeza cuidando que él no la adelantara, o quizá para observar sus largos dedos sobre la superficie blanca del queso y verificar si seguía teniendo ese rastro de humanidad que hacía un momento le había dedicado.
De cualquier modo, la prisa y la obsesión de _____ porque él no la alcanzara fueron demasiado evidentes para Joe, que, en mitad del siguiente pasillo, se volvió hacia ella y la miró con fijeza.
—¿Estás manteniendo algún tipo de competición conmigo?
Sus ojos castaños la desafiaban a que respondiera que sí. _____ dominó un temblor; la mirada de aquel hombre tenía la habilidad de hacerla sentir pequeña.
—No —contestó, nerviosa—. Sólo estoy trabajando.
—Me alegro. Cuando quieras que compitamos en algo me lo haces saber. Me gusta ser consciente de lo que hago —sonrió con malicia—. Ya sabes; para disfrutarlo.
—No estaba compitiendo —repitió, rogando que dejara de mirarla de aquel modo.
—Habrán sido cosas mías —cedió, aun sabiendo a ciencia cierta que llevaba semanas rivalizando con él—. Creí que jugabas conmigo, y soy de los que creen que el juego es más interesante cuando se practica entre dos.
Por alguna inexplicable razón, disfrutaba poniéndola en apuros, pensó _____. Y para hacerlo se servía de cualquier simpleza.
—Acepto tus disculpas —dijo con la esperanza de finalizar el estúpido enfrentamiento.
—No te las he ofrecido.
_____ apretó los labios y continuó invirtiendo la posición del queso. Sabía que Joe no se disculpaba porque era consciente de que tenía razón; ella pugnaba por hacerlo mejor que él. Pero eso no la hizo detenerse. Siguió cuidándole la espalda para que no la adelantara ni en medio metro.
Unos minutos después, se atrevió a preguntarle algo que le rondaba desde hacía días.
—Cuando el albacea comenzó a hablarme de vacas, ovejas y potros me puse nerviosa y no le presté la atención debida. —Joe la miró, inquieto—. Dijo algo de que tú tienes ganado tuyo mezclado con el de Ignacio. ¿Cómo es eso?
—¿Te molesta? —preguntó, poniéndose a la defensiva.
—No. Claro que no. Sólo siento curiosidad.
Joe no tenía ningún deseo de iniciar una conversación con ella, pero era la dueña, como en su día lo fue Ignacio. Le debía alguna explicación, aunque fuera breve.
—Estuve fuera algún tiempo. —Le volvió la espálela y siguió con su labor, más despacio—. Cuando regresé propuse a tu abuelo que, aprovechando la denominación de origen del Roncal, comenzara a elaborar queso y aumentara la cabaña de ganado. Le pareció una buena idea, pero quería que yo me quedara con él... —Hizo una pausa, recordando—.Yo tenía otros planes. Pretendía montar una consulta veterinaria en el pueblo. Acababa de dejar una que establecí con un amigo, en la ciudad de Pamplona.
—¿Veterinaria? —sonrió, confusa—. ¿Eres veterinario?
—Te sorprende —afirmó sin mirarla—. Esto no encaja con la idea que tienes de mí; un inculto que sólo sabe cuidar animales.
—No sabía que eras veterinario; eso es todo —dijo, enfadada—. ¿Por qué malinterpretas todo cuanto digo?
—Será porque me gustas más cuando estás calladita —declaró él, con pasmosa tranquilidad.
—Tampoco tú ganas mucho cuando abres tu bocaza —le respondió con sequedad.
No vio la sonrisa de satisfacción en el rostro de Joe. No quería hablar con ella y, sin embargo, cuando lo hacía disfrutaba sacándola de sus casillas. Tampoco reparó en que él comenzó a contar en silencio, despacio: uno, dos, tres...
—¿Por qué abandonaste tu clínica? —preguntó, sin dejar de trabajar—. ¿Te iba mal?
Joe se felicitó. Había estado seguro de que en un máximo de sesenta segundos, ella volvería a la carga. Le había sobrado la mitad. _____ no podía quedarse sin saber por qué el ganado de un trabajador convivía con el suyo.
Esperó un poco, tan sólo para que ella pensara que no iba a responderle.
—Funcionaba muy bien —dijo de pronto—. Teníamos mucho trabajo y ya nos estábamos haciendo un nombre. Pero... ¿nunca has sentido la necesidad de cambiar de vida? —Algunos recuerdos aún dolían. No esperó contestación—. Necesitaba comenzar de nuevo.
Llegaban al final. _____ pensó que él terminaría con aquel pasillo y se iría, dejándola sin respuestas. Se dio la vuelta y, contemplándolo, apoyó la espalda contra las baldas.
—¿Y por qué no abriste esa consulta aquí?
Joe paralizó sus largos y delgados dedos sobre el queso. Pensó que si se giraba hacia ella la conversación se volvería más íntima. Tendría que mirarla a los ojos para hablarle de sí mismo, y sólo pensarlo le incomodaba. Acarició la superficie mohosa de la pieza que cepillarían y limpiarían con detenimiento una vez que hubiera alcanzado el punto de maduración, y decidió quedarse como estaba.
—Porque no hubiera estado con tu abuelo a jornada completa, tal y como él quería —confesó a media voz.
Recordó a Ignacio suplicándole que se quedara. Diciéndole que nada era igual desde que él se había ido y que todo iría a peor si volvía a marcharse. A pesar de que la mayor parte del tiempo fue un viejo cascarrabias, también fue una de sus debilidades, y el anciano siempre lo supo.
—¿Y qué era lo que querías tú? —se aventuró a preguntar _____.
Joe no iba a decirle que sus deseos fueron lo de menos. Que quedaron olvidados al ver cómo Ignacio envejecía en soledad. Que le faltó valor para abandonarlo.
—No lo sé. —Un impulso le volvió hacia ella y la miró a los ojos. Ya no había vuelta atrás, y apoyó la espalda sobre su lado del pasillo—. Me planteó que afrontáramos lo de elaborar queso entre los dos. Yo tenía el dinero de la liquidación del negocio con mi socio y acepté. En unos meses terminé trabajando para él con libertad total de movimientos y un buen sueldo.
—Pero, ¿y el ganado?
Apenas les separaba un metro de pasillo. Ella le miraba sin pestañear, y él se removió contra la balda, incómodo.
—Con el tiempo fui comprando algunas cabezas porque resultaba fácil cuidarlas a la vez que las de Ignacio. Pero si te molesta que estén con las tuyas yo puedo...
—No es eso, y lamento si he dado esa sensación —interrumpió, avergonzada—. Es que siempre hablas como si todo fuera mío.
—Es tuyo... —Cruzó los brazos sobre el pecho, con seriedad—. Mi parte de ganado es muy pequeña. Insignificante.
_____ no podía entender cómo un hombre de la valía de Joe había decidido quedarse al lado de alguien como Ignacio. Había cambiado un futuro brillante por... ¿por qué? ¿Por unos negocios a medias y poco más? Él siempre hablaba del viejo con cariño y hasta con devoción. Un cariño y una devoción que no habían obtenido respuesta por parte de Ignacio, al menos no en su última voluntad.
—Te quedaste a su lado —afirmó, como si él no lo supiera—. Diste a Ignacio mucho más de lo que recibiste.
—En eso se basa el cariño, ¿no? En dar —respondió, molesto—. ¿Quién puede medir todo cuanto yo apreciaba a tu abuelo o él me quería a mí?
—Era un egoísta —aseguró ella, metiendo las manos en el interior de los enormes bolsillos de la parca—. Si tanto te quería, ¿por qué no te incluyó en una parte del testamento?
Joe se preguntó porqué había sido tan estúpido como para mantener una conversación con ella, que sólo le interesó de su abuelo la maldita herencia; la que ella disfrutaba a pesar de no merecerla.
—No te atrevas a juzgarle —amenazó, tensando la mandíbula—. Te tuvo en cuenta cuando tú jamás te acordaste de él.
—No puedo entender que lo defiendas —dijo con gesto crítico—. Deberías sentirte defraudado.
Joe apretó los puños y sacudió la cabeza. Pensó que ése era el resultado de la hostilidad con la que la había recibido. Al final, la animosidad era mutua y ella buscaba el mejor modo de herirle.
—No sabes nada sobre él —masculló entre dientes. Sus ojos brillaban de dolor y de furia—. Nunca te interesó conocerlo.
—Conozco lo que hizo con mi abuela y con mi padre. Era un mal hombre, y si tú no lo admites es por...
—¡No conoces una mierda! —le gritó acercando la cara a la suya antes de darle la espalda.
Volteó los seis últimos quesos en tres rápidos movimientos con ambas manos y salió destilando furia.
La estela de cólera que dejó su marcha se clavó en el pecho de _____, provocándole una angustia conocida y casi olvidada. Su respiración se aceleró pero el aire no le alcanzaba los pulmones. La ansiedad. La temida ansiedad quería reaparecer y ella no estaba dispuesta a cederle espacio de nuevo. Trató de controlarse respirando por la nariz, despacio. Cerró los ojos y pensó en una playa de arenas blancas y aguas esmeralda. Volvió a bucear en ellas, como en sus últimas vacaciones en la isla de Martinica. En unos minutos recuperó la calma y después, poco a poco, también se hizo dueña del ritmo de su respiración.
Había necesitado que transcurriera un mes para entenderlo.
La actitud arrogante y fría con la que Joe la recibió a su llegada, sus malos modos, sus estúpidas broncas... todo tenía el mismo origen: Ignacio.
Ahora comprendía que la animosidad que le demostraba nacía del cariño que había sentido por el viejo, de la fidelidad que aún le guardaba. Al parecer, tenía una idea muy equivocada de lo que había sido el dichoso hombre, pero, si quería engañarse, ella no le sacaría de su error. No tenía ninguna necesidad de ir proclamando las miserias de su familia. Si no quería más broncas, sólo tenía que evitar nombrarlo.


















Esta es la segunda parte del capítulo anterior :)




Natuu!
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Mensaje por Nani Jonas Dom 08 Abr 2012, 7:33 pm

me encanta la nove natu
siguela pronto plis
Nani Jonas
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http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Dom 08 Abr 2012, 10:24 pm

ohhhh..pero por que joe siente tanta devosion por ignasio...acaso el viejoto si cambio a lo ultimo???
sigue!!!!!!!!!!
Julieta♥
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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 2 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Lun 09 Abr 2012, 3:02 pm

jummmm :/ ese joe es muy odioso enseriooooo

natu quiero ebsito ajajja
:)
andreita
andreita


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Mensaje por Natuu! Lun 09 Abr 2012, 3:57 pm

CAPÍTULO 05



Las farolas, sujetas a las paredes de piedra como brazos forjados en hierro, le iluminaron en el trayecto desde la taberna hasta el barrio de Iriartea. Se detuvo junto a la fuente de piedra que está en la explanada, frente a su casa. Se sentó en la superficie lisa que queda al final de la pila rectangular, en el pasado abrevadero para el ganado y ahora un lugar donde los visitantes se hacen fotografías.
Le costó enfocar la vista en la esfera de su reloj. Eran las dos de la madrugada. Sólo le quedaban cuatro horas para descansar y se sentía agotado.
Tras la discusión con _____ había sentido necesidad de estar con gente que no la conociera. No quería hablar de ella ni de su abuelo, ni de leche, ni de queso, ni de ganado ni de problemas familiares. Necesitó salir con sus amigos para ocuparse de cosas intrascendentes y divertidas.
Pero tantas horas en una taberna, hablando, riendo e intentando adormecer el cerebro, habían tenido un inconveniente. Había bebido más de lo que acostumbraba, pero no lo bastante como para no ser consciente de ello. Y prefirió perder un rato de sueño despejándose con el aire frío de la noche antes de abrir la puerta con torpeza o subir la escalera a trompicones. Los ruidos despertarían a sus padres y su madre se levantaría, dándose cuenta de su estado. Y él no estaba para sermones.
Se abrió la parca para que el fresco aire le despejara con rapidez, y resopló recordando a _____.
¿Por qué se había enfurecido tanto al escucharla hablar de Ignacio?, se preguntó, bajando los párpados cansados. Debería darle igual lo que dijera o pensara de él. El abuelo ya no estaba; no podía hacerle daño. Lo más inteligente sería dejarlo pasar y aguardar a que ella se cansara de jugar a los ganaderos y, del mismo modo que había llegado, se fuera.
Pero el problema era que le hería, porque los razonamientos de _____ no eran tan estúpidos: el viejo le había fallado. Al menos eso era lo que él pensaba cuando los demonios de la duda le asaltaban. La mayor parte del tiempo le vencía el cariño que sentía por él, y confiaba en que había tenido motivos poderosos para entregar toda su herencia a su nieta.
No quería volver a despertar sus recelos. Necesitaba dejar de pensar en todo aquello, al menos hasta que hubiera dormido un poco y tuviera el cerebro en su lugar.
Introdujo las manos en el pozo y se humedeció el rostro con ellas. Las noches de primeros de abril aún eran frías y él se estaba helando, pero al menos se sentía mejor. Sonrió imaginando que el alcohol se le debía de haber congelado en las venas. Resopló, poniéndose en pie, seguro de que ya estaba preparado para alcanzar su refugio sin peligro.
Abrió y cerró con cuidado el portón de madera oscura, ascendió la escalera con sigilo y entró en su habitación sin provocar un solo ruido.
No tuvo temple para doblar con cuidado el edredón de cuadros escoceses. Lo apartó hasta los pies de la cama. Se desnudó por completo y metió su cuerpo agotado entre las suaves sábanas blancas.
No llevaba dos minutos con los ojos cerrados cuando la puerta se abrió y su madre, con un chal de lana sobre un camisón celeste, susurró a la vez que asomaba la cabeza.
—¿Estás despierto, hijo?
Joe la conocía y sabía que no se iría con facilidad, pero, aun así, no se movió.
—No te he oído llegar —continuó susurrando—, pero hace media hora no estabas aquí. ¿Ya te has dormido?
Joe, con los ojos cerrados, se preguntaba cómo quería ella que le respondiera si en verdad dormía. Su madre era pertinaz cuando quería conseguir algo, y en ese momento pretendía hablar con él.
Aitana se acercó hasta la cama. Tenía una noticia que darle demasiado hermosa para hacerla esperar hasta el día siguiente. Cabía la posibilidad de que su hijo estuviera aún en el primer sueño, y bajó el volumen del susurro para que no se despertara si dormía profundamente.
—Estás dormido, ¿verdad?
—Sí, mamá —respondió con resignación—, estoy dormido.
—Hola, cariño —exclamó, feliz, sentándose sobre el borde del colchón—. No quería molestarte, pero al final no me he resistido. Llevo toda la noche esperando escuchar tus pasos en la escalera.
—No te preocupes —dijo, sin abrir los ojos—. Anda, cuéntame eso tan importante que no puede esperar a mañana —pidió, complaciente.
—Ha llamado tu hermano Pablo —dijo, como si fuera necesario puntualizar sobre el único que tenía—. ¿A que no adivinas qué gran noticia nos ha dado? —preguntó, eufórica.
Joe entreabrió los ojos y miró el reloj de su muñeca. Eran las dos y media.
—A estas horas no se me dan bien las adivinanzas —indicó, tratando de no parecer demasiado irónico—. ¿Qué ha dicho?
—¡Me van a hacer abuela! ¡Leire está embarazada! ¿No te parece maravilloso?
—¡Vaya! —Se incorporó de un salto y encendió la lámpara, en su mesilla—. El que decía que no le gustaban los niños va a ser papá. Eso sí que es una buena noticia. Y, ¿para cuándo está previsto que yo me convierta en un orgulloso tío?
—Dice que para Navidad —explicó Aitana, satisfecha—. Será el mejor regalo que hayamos tenido nunca.
Joe apoyó la espalda contra el cabecero, cuidando que las mantas no se le deslizaran más allá de la cintura. Alguna vez, hacía ya años, él mismo había pensado en niños propios. Ahora, y gracias a su hermano, podría volcar su cariño en una niña que también llevaría un poco de su misma sangre.
—Es cierto —respondió, pensativo—. Me gusta la idea de tener una sobrinita a la que mimar y enseñar un montón de cosas. Ya me veo bajando a Pamplona todas las semanas —añadió, radiante.
—Puede que sea niño —exclamó su madre, que opinaba que el primer hijo siempre debería ser varón.
—Puede que sí —aceptó Joe, sonriendo—, pero va a ser una nena.
—Y tú —dijo ella, cogiéndole la mano—. ¿Cuándo me vas a hacer abuela tú?
Joe suspiró y dio unos golpecitos impacientes sobre la mano cariñosa de Aitana.
—No corras, mamá. Ni siquiera tengo novia.
—Pues ya va siendo hora de que olvides lo que ocurrió con Nerea y encuentres una buena chica.
Joe separó los labios para decirle que aquel tema llevaba años zanjado, que odiaba que se lo recordara, que ella lo sabía y que a veces parecía que le gustaba ponerle de mal humor. Pero se decidió por el camino más corto y sencillo de acallarla.
—Mamá —dijo, señalando el reloj—. ¿Has visto la hora que es? Tengo que madrugar.
—Tienes razón, hijo —respondió, mas siguió sentada—. Ya hablaremos de esto en otro momento, pero hay otra cosa que quería decirte. —Se acomodó sobre la cama mientras Joe se armaba de paciencia—. Tu padre y yo hemos pensado presentarnos a _____. Creo que tú deberías acompañarnos.
Joe rio, incrédulo. Bastante tenía ya con aguantar a aquella mujer cada día, como para que ahora pensara en acercarla a su familia.
—Ni loco. Ni borracho como una cuba. Ni muerto... —La miró, ceñudo —. No quiero confianzas con ella y tú no deberías pedírmelas.
—Es la nieta de Ignacio —argumentó, tratando de convencerlo—. Hace mucho que debíamos haber ido a verla. No tenemos por qué perder las buenas maneras.
—Ella ni siquiera sabe que existen —contraatacó, conteniendo su irritación—, mucho menos que trabajaron para su abuelo o que él era para ustedes como de la familia.
Aitana pensó que su hijo tenía, esa noche, un humor de perros, y que ni aceptaría la visita a _____ ni alegaría una disculpa razonable para no hacerlo.
—Creo que ya va siendo hora de dormir —exclamó, mirando de nuevo el reloj.
Se levantó, enojada como una niña, pero los pocos pasos hasta la puerta y el silencio de Joe le bastaron para que decidiera relajar su actitud.
—Buenas noches, hijo —le deseó, con una sonrisa cariñosa—. Que descanses.
—Buenas noches, abuela—contestó Joe, jocoso, y el rostro de Aitana se volvió a iluminar.
—Entre todos vamos a malcriar a ese niño —susurró mientras cerraba con cuidado.
—Niña —corrigió Joe al quedarse solo—. Va a ser una niña.
Se apoyó sobre uno de sus codos para doblar la almohada por la mitad y colocarla bajo su espalda. Cerró los ojos y pensó en lo que supondría tener un bebé en la familia. Un hijo de su hermano. Una preciosa sobrina de ojos oscuros como la noche. No era un pensamiento descabellado, ya que tanto Pablo como Leire los tenían negros.
Y, poco a poco, con una relajada sonrisa y sin acabar de acostarse, se fue quedando dormido.


Al día siguiente, con la discusión bien fresca en su memoria, ninguno de los dos tuvo ánimo para iniciar una conversación. Joe y _____ trabajaron en medio de un silencio tenso, deseosos de que llegara el mediodía.
Al salir, _____ no tuvo que hacerse la rezagada o inventar que había olvidado algo. Joe ya se había acostumbrado a que ella saliera la última. No lo entendía, pero no era lo único que le desconcertaba de ella.
Poco podía imaginar Joe en qué había gastado su madre las energías aquella mañana. Seguía empeñada en visitar a _____, y Cosme insistía en que no llevaría la contraria a su hijo. Pero ella supo ser insistente. Le convenció de que un acercamiento de la familia hacia la chica conseguiría que Joe se relajara y comenzara a mirarla de otro modo. Cosme se santiguó antes de aceptar, confiando en que su mujer tuviera razón.
Durante la comida ocultaron sus intenciones, y después esperaron hasta que Joe regresó al trabajo. Era una tarde soleada, estupenda para caminar despacio, por el borde de la carretera, hasta las tierras del difunto Ignacio.
Se presentaron como los padres de Joe, y _____ se sorprendió de que hubieran querido conocerla. Los hizo pasar al único lugar de la casa en el que podía atender visitas: la cocina.
Sentados a la mesa, lo primero que hizo Aitana fue disculparse por no haber pasado antes a verla. Mientras tanto, _____ ponía al fuego una pequeña cacerola con agua y sacaba un sencillo juego de café de la alacena.
Era el único mueble con puertas en una cocina en la que reinaba la sencillez y lo práctico. En dos de sus paredes se apoyaba una larga y única encimera en forma de ele. Uno de sus lados era el espacio para los fogones con una campana por la que tenían salida los vapores. En el otro, y bajo una ventana desde la que se divisaban las preciosas cimas de los Pirineos, había un fregadero de piedra gris, con un grifo. Toda la parte baja, cubierta por cortinas de algodón blanco, hacía las veces de armario. Otra ventana en la pared de enfrente daba al pastizal y a los establos.
—Doina me ha enseñado a hacer café de puchero —dijo _____, sentándose a la mesa mientras esperaba que hirviera el agua—. En mi casa uso una cafetera italiana que lo hace ella sola.
—Por lo que veo te estás amoldando bien a este lugar y lo disfrutas —opinó Aitana—. Yo ni recuerdo cuándo hice café en puchero.
—Voy lográndolo poco a poco —respondió ella—. Lo que más me impresionó, nada más llegar, fue el silencio. Pero ya lo tengo asumido y ha comenzado a gustarme.
Faltó a la verdad para no parecer una mojigata niña de ciudad, y no quiso hablarles del agobio que aún sentía al verse rodeada de tanto y tan intenso verde, ni de su terror a los perros o su poca simpatía hacia el ganado.
—Estarías mejor en el pueblo —exclamó Cosme—. Allí el silencio es el mismo, pero estás entre vecinos y el verde no te llega hasta la puerta de casa.
—Me encanta esto —mintió _____, levantándose ante el sonido del agua hirviendo—. Cuando abandone la borda será porque me vuelvo para Madrid.
—Joe no nos ha dicho cuánto tiempo piensas quedarte.
La confidencia de Aitana había sido una pregunta. _____ abrió un bote que contenía café molido y echó dos cucharadas al puchero, colocó la tapa y apagó el fuego para dejarlo reposar.
—No sé cuánto tiempo estaré aquí —respondió con sinceridad—. Dos, tres meses. Hay gente que se toma un año sabático para renovarse. Puede que yo haga algo parecido —añadió sin ningún convencimiento.
—¿Estás pensando quedarte a vivir por aquí? —preguntó Cosme, al que la larga estancia de la chica le tenía confundido y preocupado.
—¡No! —exclamó _____, echándose a reír—. No lo tomen como un desprecio. Esto me parece muy bonito, pero yo tengo mi vida hecha en otro lugar.
—Es normal, hija. Una no corta con su pasado y comienza de nuevo sin un motivo importante. Fíjate en Cosme —dijo, mirando a su marido con una sonrisa—: Llegó de Extremadura a trabajar en la construcción de carreteras, y ya no pudo marcharse.
—Por el acento de Joe, di por hecho que era roncalés.
—Y lo es. Yo soy extremeño, pero mi mujer es de este valle y mis hijos también. Se criaron aquí, en esta borda —dijo, bajando el tono, como si contara un secreto.
_____ recordó el aciago día de su llegada. Había preguntado, en tono despectivo, que si «eso» era la casa de Ignacio. Tal vez, pensaba ahora, aquello hirió el amor propio de Joe y quiso vengar la afrenta haciéndola pasar la noche en eso. Sonrió reconociendo que, de haber estado ella en su lugar, sin duda hubiera hecho lo mismo.
—Pablo es el mayor de los dos —dijo Aitana, sacándola de sus reflexiones—. Está casado y vive en Pamplona. Físicamente se parecen mucho.
—¿Y tiene el mismo carácter de Joe? —preguntó con suavidad y alegrándose de que no pudieran leerle el pensamiento.
—No, hija —dijo la madre, agitando la cabeza—. Es bastante más tranquilo. Es alto, delgado y moreno, como Joe, pero ahí acaban las coincidencias. Ya de pequeños, mientras Pablo iba a jugar con amigos al frontón, Joe se quedaba aquí, esperando que le dejáramos hacer labores con el ganado.
—¿Trabajaron para Ignacio como ahora lo hace la familia Ionescu?
—Algo parecido. Cuando me enamoré —explicó Cosme, tomando la mano de Aitana— busqué un trabajo que no me obligara a moverme de un lado a otro y encontré a tu abuelo. Él hizo arreglar la borda para que pudiéramos vivir aquí una vez casados. Tenía poco ganado y no fabricaba queso. Aitana y yo podíamos con todas las labores. Nuestros chicos sólo estudiaban, aunque era difícil sacar a Joe de los establos.
—No imaginaba que era así como había conocido a Ignacio.
—¿No te ha hablado de tu abuelo? —se interesó Aitana, y _____ negó con la cabeza—. Pues debería hacerlo. Tiene muchas historias divertidas, otras no tanto. Dile que te las cuente.
—Se lo diré —mintió _____ mientras se giraba hacia el puchero para filtrar el café con un colador de tela.
La conversación se alargó hasta que se vació la tetera de porcelana. Aitana le habló del huerto que tenía en casa y la invitó a que fuera cuando quisiera coger alguna verdura o charlar un rato. A _____ le resultó gracioso escucharle decir que si necesitaba algo y no quería ir ella misma, Joe podía hacerle de recadero.
Se despedían en la entrada de la borda cuando apareció él. Se acercó con sus botas de montaña, su pantalón azul y la camisa remangada hasta los codos. Era lo que tenía el mes de abril, que, tras una noche fría, podía amanecer un día cálido y radiante.
Cuando alcanzó la cabaña, apenas si dedicó a _____ una mirada fugaz. Su especial y tensa atención se la dedicó a sus padres mientras decía, cortante:
—Espérenme aquí. Los acercaré a casa.
Y volvió sobre sus pasos en busca del Land Rover que se utilizaba para todo lo relacionado con el ganado y para subir a los pastizales de la sierra de Santa Bárbara.
Durante el corto trayecto al pueblo, Aitana comenzó a explicar lo bonita y simpática que le había parecido _____. Joe le rogó que no hablara, pues él estaba demasiado enfadado y no quería decir nada de lo que después tuviera que arrepentirse.
Mientras Cosme, más cauto, se dijo que ya habría un momento mejor para explicaciones, Aitana regresó a la carga contando la habilidad que tenía la chica para hacer café en puchero.
Con un brusco frenazo, Joe detuvo el auto en medio de la carretera y miró a su madre, sentada a su derecha.
—No quiero hablar —gritó, furioso—. No quiero escuchar. Me trae sin cuidado si _____ hace bien el café o le sale como puro veneno. —Alzó una ceja y precisó—: No es algo que vaya a probar nunca. —Resopló, golpeando el volante con los puños cerrados una y otra vez—. Estoy mucho más enojado de lo que imaginas. Si quieres hablar, sea de lo que sea, te esperas a que yo no esté delante. —La miró con gesto amenazante mientras metía la primera marcha—. Y no me obligues a detener de nuevo el coche.
Diez minutos después, y cuando el sol terminaba de ocultarse tras las montañas, estaba de regreso en los corrales, tratando de olvidar lo ocurrido enfrascándose en lo que más le relajaba: el ganado.


Desde una de las ventanas de la cocina, la que daba a la entrada y a los establos, _____ vio regresar el Land Rover. Y, sin saber por qué, cuidó los pasos de Joe desde que se apeó del auto hasta que desapareció tras la nave de las ovejas. Si además de mirar por la ventana lo hubiera hecho también hacia su propio interior, hubiera visto que comenzaba a interesarse por Joe. Pero, en lugar de eso, encontró la justificación perfecta para salir de la borda tras él: llevaba más de un mes en ese lugar y aún no se había acercado a las cuadras.
Apenas si sabía, por Doina, que cuando era necesario separar a las ovejas lo hacían por medio de barreras móviles, o que las ordeñaban de modo automático, junto a la pared que daba a la quesería y al tanque de refrigeración de la leche. De la segunda nave tampoco sabía demasiado. Contenía vacas, terneros y potros. Las yeguas pasaban la mayor parte del año paciendo en la sierra. Sólo durante los días más crudos del invierno bajaban a los pastos de la finca y, a veces, ocupaban un lugar en los establos. Según Doina, no les quedaba mucho para tener sus potrillos. Parían todas las primaveras. Las primeras crías se vendían en diciembre y el resto cuando cumplían el año.
_____ sentía temor por los rumiantes y sus grandes cuernos, y tampoco las ovejas le inspiraban demasiada confianza. Los caballos, junto al yorkshire de su amiga Laura, eran los únicos animales con los que tenía algún contacto.
Por el modo en el que Joe había desaparecido de su vista tras la casa de los Ionescu, imaginó que se encontraría en el último establo. Mirando hacia los lados, atravesó el fresco pastizal esperando que Obi y Thor estuvieran con Marcel o Traian, entretenidos en cualquier labor con las ovejas.
Llegó a la segunda nave, blanca, como la primera, y con la parte superior también abierta. Se acercó a la entrada, pero escuchó la voz de Joe que le llegaba del exterior. Prestó atención para averiguar si hablaba solo o lo hacía con el ganado. No era extraño que la gente hablara a los caballos. A veces Diego lo hacía con el suyo.
Descubrió, mientras rodeaba la nave hasta la zona trasera donde la superficie de pastos era más extensa, que el áspero Joe estaba hablando en francés. A ella le gustaba deleitarse con las canciones francesas en las que siempre encontraba poesía para el alma y dulzura para los oídos. Adoraba baladas como Qui?, en la voz de Charles Aznavour, y consideraba que aquella delicada y melosa lengua era el idioma más delicioso y romántico del mundo.
Llegó sigilosa y lo vio. De pie, junto a una valla de madera que le alcanzaba el torso, hablaba por su móvil a la vez que acariciaba la frente de una yegua, y otras tres le acercaban sus hocicos solicitándole la misma atención. Él intentaba contentarlas a todas mientras pronunciaba una sensual y acaramelada amalgama fonética.
Eran cuatro de las yeguas que estaban a punto de parir. Mientras el resto de la yeguada tendría a sus potrillos en la sierra, éstas, primerizas, que según la experiencia de Joe presentarían partos complicados, lo harían cerca de casa por si necesitaban de su asistencia.
Terminó su conversación sin haber reparado en que lo observaban, y se entretuvo hablando a los animales en un suave y susurrado francés.
—¿Te entienden? —le preguntó _____, parada tras su espalda.
Joe se volvió, dedicándole una relajada y amplia sonrisa. _____ sintió que el corazón se le paralizaba. En ese instante tuvo la convicción de que ningún hombre la había sonreído de aquel modo, y precisamente lo estaba haciendo quien hasta hacía poco le había negado incluso una mirada amable.
Joe guardó el móvil en el bolsillo de su camisa, concediéndose tiempo para analizarse el ánimo. Ignoraba en qué momento había desaparecido su mal humor, si durante la productiva conversación o al escuchar a su espalda la infantil pregunta. Pero lo cierto era que se sentía bien.
—Creo que sí —dijo, observando cómo los bucles sueltos acariciaban el rostro y los hombros de _____—. Llevo muchos años hablándoles el mismo idioma.
—Yo elegí el inglés —comentó, arrugando la nariz—. Del francés conozco las tres palabras de rigor.
Joe sonrió y volvió a acariciar a las yeguas. La actitud sosegada de _____ le recordaba más a la mujer que había observado en compañía de Traian o Marcel, que a la que pasaba las horas con él en la quesería.
—Es un idioma muy dulce —continuó diciendo ella, que se acercó para acariciar al primer hocico que le dio la bienvenida—. Imagino que cualquier chica se desharía escuchando una declaración de amor en francés.
Estaba curioseando, preguntando sin demasiada sutileza, pensó Joe, que a punto estuvo de responder que sí. Que la mujer a la que había susurrado por teléfono se había quedado encantada. Era lo que merecía, porque además de insensible e interesada, era cotilla. Pero finalmente decidió ser sincero.
—Cerraba un magnífico trato con un cliente francés —reveló, satisfecho—. Le vendemos potros.
Negocios, se dijo _____, que había imaginado que tanta dulzura al tocar a un animal se la provocaba alguien desde el otro lado del teléfono. Miró a su alrededor. La luz de la tarde se apagaba, los colores se oscurecían y en lugar de oxígeno parecía respirarse calma. Por primera vez se sentía a gusto, disfrutando de la compañía de Joe sin ningún tipo de tensión.
—Creí que toda la producción se quedaba por aquí, como las terneras —dijo, a la vez que comenzaba a acariciar a la yegua con ambas manos.
—Los franceses consumen mucho equino —explicó Joe—. Es una carne más sana que la de vacuno, pero aquí no terminamos de aceptarla. Tenemos unos cuantos clientes franceses que nos compran todo cuanto vendemos después de surtir nuestra carnicería en Pamplona.
—¿Y cómo se lo llevan? —Volvió la cabeza hacia él, que parecía ensimismado con la sedosa piel color avena de una yegua. Admiró su hermoso perfil que por fin se mostraba relajado en su presencia.
—Traen sus propios vehículos. —Continuó absorto—. Yo sólo trato con ellos el precio y me aseguro de que los animales se transporten en las mejores condiciones. Cuando Ignacio vivía, y antes de que se sintiera demasiado cansado, solíamos ir a las ferias de ganado.
—¿Ferias en Francia? —preguntó, satisfecha porque acababa de descubrir qué hacían allí los enormes camiones que había visto desde la borda.
Se sentía tan cómoda, que ni siquiera reparó en que su abuelo había entrado a formar parte de la conversación. Esta vez, escuchar su nombre no le hizo pensar que acabarían discutiendo por su causa.
—Ten en cuenta que tenemos la «muga» a unos treinta kilómetros. —La miró. _____ alzó sus cejas en una muda pregunta y Joe aclaró—: La frontera. Está ahí al lado, y a tu abuelo le gustaba mucho ese ambiente festivo de ganaderos. Compraba sementales y veía cómo se movían los precios de la carne. Yo le hacía de traductor.
—¿Ya no vas a esas ferias?
—A Francia no —respondió Joe, tan distendido como ella—. A las de aquí sí. Son imprescindibles para encontrar buenos sementales, pero también para conocer el valor en el que se mueven los potros y poder negociar su venta, como estaba haciendo cuando has llegado.
—Ignoraba que hablaras francés o que visitaras ferias de ganado —reconoció ella con una sonrisa.
—No sabes nada sobre mí —le dijo Joe, apoyando los brazos sobre la barrera, mirándola con fijeza.
—Es cierto —admitió de buen humor—. Es posible que eso se deba a que eres un hombre misterioso.
Posó una mano sobre la valla mientras con la otra se recogía el cabello para volver a dejarlo caer. Joe percibió su sencillo y fresco olor a moras.
—Y a ti te gustan los misterios —dijo, pensando que estaba hermosa. Tal vez más hermosa de lo que nunca la había visto. Al parecer, vivir alejada de la contaminación le estaba sentando bien.
—La verdad es que sí —respondió—. Lo mío es descubrir enigmas y secretos. Soy una mujer que adora los desafíos —exageró de modo consciente.
—Tu es une femme dangereuse!* —dijo, sonriendo y agitando la cabeza.
—Me gusta cómo suena —declaró con inocencia—. Sería perfecto si también supiera qué significa.
—No es bueno querer saberlo todo. —Dio dos golpecitos a la valla y las yeguas se apartaron—. Hay cosas que es mucho mejor ignorar.
Comenzó a alejarse despacio y _____ le siguió para colocarse a su derecha.
—¿No me lo piensas decir? —insistió con timidez—. ¿No será porque sabes que el significado no va a gustarme?
Joe soltó una suave risa y se detuvo al llegar a la altura de la puerta de la nave, girándose hacia _____. Estaba anocheciendo. Las sombras de los Pirineos se extendían protectoras sobre el valle. El atractivo rostro de Joe se iluminaba con la luz que salía del establo. El de ella, de espaldas a la claridad, se convertía en una imagen oscura rodeada de un revoltijo de rizos rubios, brillantes y esponjosos.
—Dije que yo no tengo secretos —mintió, buscando sus ojos entre las sombras—. No represento ningún desafío para nadie.
_____ no respondió. Introdujo las manos en los bolsillos de sus vaqueros y buscó en el cielo el faro de una luna llena que pudiera alumbrarla hasta la casa.
—¿Te acompaño? —preguntó Joe, como si le hubiera leído el pensamiento.
Ella respondió un sí aliviado y él pulsó el interruptor que dejaba las cuadras a oscuras.
Apenas dieron los primeros pasos, Joe dirigió la conversación hacia el ganado. Le contó que compraban pienso para alimentar a toda la cabaña, y que el forraje lo traían de la rivera; de las tierras de cultivo que Ignacio poseía en Caparroso.
Le sorprendió que _____ no supiera de la existencia de esos terrenos; no le cuadraba con la opinión que tenía de ella. En realidad, no le cuadraba con ninguna opinión. ¿Qué atención había prestado cuando el albacea le enumeró lo que pasaba a ser suyo?, se preguntó sin ser capaz de responderse. Ignoraba que ella no había querido conocer detalles sobre las pertenencias que provenían del innombrable de la familia. Le había bastado con saber el valor aproximado que podía alcanzar lo heredado.
En medio de esos pensamientos, reparó en que, sin proponérselo, ésa era la segunda vez en pocos días que caminaba junto a ella hasta la borda. Cuando llegaron a la puerta ya se había prometido, unas cuantas veces, que eso no volvería a repetirse.


La mañana siguiente, _____ se despertó con una incipiente dicha, entonando la melodía de Qui? y con la imagen de Joe girándose hacia ella y sonriendo. No cayó en la cuenta de que pesaba más en su ánimo su avance en la normalización de sus relaciones con Joe, que el problema sin resolver que tenía con Diego.
Ya en la quesería, juntó la leche de los dos ordeños, la calentó a treinta y cuatro grados y echó el cuajo. Y todo ello lo fue aderezando con el delicado tarareo de la canción y una sonrisa de felicidad casi infantil. Cuando la lira cortaba la cuajada en pequeños pedacitos del tamaño de un grano de arroz, ella se atrevió a pronunciar algunas palabras que recordaba de forma vaga.
Así la encontró Joe cuando entró anudándose el delantal, un rato después. Apenas pudo escuchar una estrofa antes de que ella sintiera su presencia y enmudeciera, enrojeciendo como un pétalo de amapola.
Mientras introducía la plancha en un extremo del tanque para separar la cuajada del suero, Joe sonrió guardando silencio. Se dijo que ella tenía una hermosa voz. Una voz tan dulce y delicada como su aspecto.
A partir del encuentro junto a las yeguas, les resultó algo más sencillo compartir el espacio de trabajo. Continuaron hablando lo justo, sin conversaciones amigables, pero al menos el silencio en el que pasaban las horas comenzó a ser más llevadero.
La tarde de un viernes, cuando Joe terminó con su labor, escuchó las carcajadas de Traían. Llegaban desde la parte trasera del establo. Desde que _____ ayudaba a los hermanos a voltear queso, terminaban en menos tiempo, y eso les venía bien porque siempre tenían prisa por comenzar con la fiesta del fin de semana. Por eso le extrañó que a esa hora de la tarde aún estuviera allí.
Su voz alegre indicaba que no se sentía preocupado, pero, aun así, Joe rodeó la nave para ver si podía ayudarle en lo que fuera que le estaba reteniendo. De todos modos, tenía que hacer un poco de tiempo hasta que llegara el camión de transporte que se llevaría una buena parte de las terneras que engordaban en los establos.
Cuando reparó en la presencia de _____, ya no hubo marcha atrás. Sentada sobre un fardo de heno y con la espalda sobre la pared de la nave, le miró con ojos sorprendidos. Traian, de pie ante ella y con las manos en los bolsillos, hizo lo mismo.
—¿Has terminado con las salmueras? —preguntó el chico.
—Si —dijo Joe, acercándose a ellos sin más remedio—. Estoy a la espera de que vengan a por ganado, pero me ha sorprendido escucharte. ¿No andas un poco tarde, hoy?
—Sí... Bueno... —balbuceó, sin saber cómo justificarse—. Le estaba contando a _____ algunas cosas sobre Rumania.
—No puedes saber muchas —dijo, sonriendo—. Tú has nacido aquí, como yo, y no recuerdo que hayas viajado a ese país.
—Pero en casa hablamos mucho sobre esto. A papá le gusta recordar su juventud. ¿Sabes que si yo viviera allí, seguramente ya estaría casado? —preguntó con satisfacción.
—Pues no —reconoció Joe—. Y me cuesta creerlo. ¡Si apenas has dejado de ser un niño! —exclamó, revolviéndole el pelo con los dedos.
—Eso opinas tú, pero en Rumania ya sería todo un hombre —dijo, pasándose las manos por la cabeza por si Joe le había dejado aspecto de erizo.
—¿Y estabas intentando impresionar a _____ con eso? —La miró, sintiendo que debía ofrecerle un poco de amabilidad, aunque sólo fuera porque aquel momento le pertenecía a Traian.
—Ya lo ha hecho —confirmó ella, aliviada al ver que esta vez estaba ante el Joe agradable—. Me tiene asombrada. Y si va a contarme siempre cosas tan interesantes como las de hoy, me tendrá rendida a sus pies.
—¡Vaya! —exclamó Joe, colocando su mano sobre el hombro del chico—. Retiro lo de niño y te pido disculpas.
Traian se infló como un pavo real y _____ se cubrió la boca con las manos para reír.
A Joe le sorprendió el tintineo alegre de su risa, como la de una niña que acaba de cometer una travesura y sabe que no tendrá castigo.
—Los hombres no hablan de sus conquistas, ¿verdad? —preguntó Traian a Joe.
—La verdad es que no —respondió, alternando sus miradas entre el chico y _____, que sujetaba la sonrisa mientras le brillaban sus hermosos ojos verdes.
—Pues entonces no puedo contarte las mías —respondió con un orgullo desmedido—, pero seguro que te gano... a pesar de la edad —aclaró con una mirada cínica.
—Es más que probable —respondió Joe—. Y seguro que _____ está de acuerdo —dijo, animándola con un gesto amable a que respondiera.
—Traian tiene un atractivo muy especial y él lo sabe —aceptó, dichosa de que estuvieran compartiendo un momento tan relajado y natural.
—¿Ves? —exclamó el chico, extendiendo los brazos—. ¡Ella sí que entiende!
Joe se encogió de hombros fingiéndose vencido. Traian aún alardeó un rato sobre su madurez y su «especial atractivo» antes de despedirse diciendo que ya salía con retraso, y que Marcel estaría intentando quitarle las chicas.
En cuanto le perdieron de vista, _____ no pudo contener la carcajada.
—Es un amor —dijo ella, secándose las lágrimas con los dedos.
Joe tardó en responder. Era la primera vez que la escuchaba reír sin control, y eso le causó un hormigueo extraño. Como si el captar ese sonido dulce le cosquilleara los sentidos. Inspiró y metió las manos en los bolsillos, dispuesto a apartarse de ella ahora que no estaba el chico.
—Te llevas bien con él —dijo, sin moverse.
—Es fácil. Es muy abierto y simpático.
—Tienes razón. Pero también es selectivo —reveló, mirando hacia la hierba que abatía con sus botas—. Examina bien a las personas antes de entregarles su confianza.
—O sea que... —sonrió con timidez—, ¿debo sentirme halagada porque me ha convertido en su amiga?
—Sin ninguna duda —aseguró Joe, retrocediendo unos pasos como única indicación de que se iba—. Es listo —dijo mientras se alejaba—. Muy, muy listo.
No era un chico que se dejara seducir por el brillo de unos ojos verdes, el tarareo de una hermosa canción o el tintineo de una risa. Y Joe se preguntó qué era lo que había visto en _____ que a él se le escapaba.
Unos días después, al verla del brazo de Doina, volvió a hacerse la misma pregunta. Caminaban en dirección a Roncal, muy juntas, como lo harían madre e hija para contarse confidencias. Mientras las contemplaba alejarse por el camino, le llegó la risa de _____. La misma risa clara de niña que escuchó junto a Traian, y que volvió a provocarle parecida inquietud. Lo que ya no pudo apreciar, pero le hubiera gustado hacerlo, fue si ella se cubría la boca con la mano para que el alegre sonido no se le escapara demasiado lejos.


_____ odiaba lavar en esa casa. No había lavadora y, con prendas como los vaqueros, tenía que frotar hasta que le dolían los nudillos.
Esa mañana amaneció con un cielo azul y unas preciosas nubes púrpura enredadas entre los aún tímidos rayos del sol, y dedujo que ésa era la promesa de un día espléndido.
Después de tomar su desayuno, llenó un barreño con agua caliente y un poco de jabón. Había descubierto que, si dejaba la ropa en remojo, después le costaba menos trabajo lavarla. Hundió las sábanas de su cama en la mezcla jabonosa, y salió de la casa para cumplir con su labor.
Habían pasado tres semanas desde que descubrió a Joe hablando francés, y él seguía resultándole un enigma. En la quesería continuaba mostrándose serio y distante, aunque, a veces, la sorprendía con un comentario agradable que contribuía a confundirla más.
—¿Has visto ese cielo rojo? —preguntó esa mañana, la única vez en la que dijo algo que no tenía relación con el trabajo.
—Sí. Ha sido un amanecer precioso.
—Ése es el anuncio del viento —señaló mientras llevaba una tanda de moldes hasta la prensa—. Hoy soplará muy fuerte.
—¿Estás seguro de eso? —dijo, asombrada—. Sólo eran unas preciosas nubes encarnadas.
—Tan seguro como de que giramos alrededor del Sol —afirmó sin mirarla—. A veces se puede leer en el cielo el tiempo que va a hacer.
Después volvió a quedarse en silencio. A _____ le hubiera gustado que siguiera contándole cómo se podía saber que luciría un sol radiante, que llegaba lluvia o que se avecinaba una tormenta. Pero esa mañana Joe no tenía ganas de charla y ella no quiso preguntar.
En cuanto terminó la labor y salió al exterior, comprobó que la certeza de Joe estaba bien fundada. El aire se había revuelto y soplaba con vigor. Mecía la hierba que ella pisaba y arremetía contra los árboles, agitando y silbando entre sus ramas.
Al principio le gustó la sensación de caminar de cara a las ráfagas y apretar el paso para avanzar, pero cuando quiso llegar a la mitad del pastizal, ya estaba cansada de luchar contracorriente y de contener la respiración para que la presión no la ahogara. Con gusto habría gritado que cesara aquel soplido infernal que le estaba consumiendo la paciencia.
Alcanzó la borda y, con ella, la calma. Acompañada por el sonido del viento que jugaba entre los pinos, comió un triste y solitario filete y una ensalada. Después, a la vez que frotaba la ropa de cama en el interior del barreño, observó tras la ventana el zarandeo de las cuerdas que le había puesto Mihai para que sostuvieran sus coladas. La ingenuidad de quien nunca había tendido al aire libre le dijo que esa tarde el algodón secaría tan rápido como si se tratara de seda.
Pero la tarea de colgar se convirtió en un duelo entre mujer y ventisca. Con dos pinzas en la boca, utilizó las manos para coger la bajera y cruzarla sobre el tendedero. El pequeño huracán, que continuaba llegándole de frente, sacudía la tela y cruzaba los extremos hacia su espalda, envolviéndola como un regalo navideño.
Sujetándola como pudo contra la cuerda, consiguió encajar sobre ella las tablillas de madera que sujetaba entre los dientes. Recuperó una del mismo modo y la ajustó en el otro extremo. Por fin pudo respirar mientras el remolino se entretenía ahora con su cabello pajizo.
Inhaló antes de comenzar con la encimera. Ésta era bastante más grande y temía que se convirtiera en una vela desplegada a sotavento y terminara arrastrándola hasta los establos que quedaban a su espalda.
Ocupada como estaba, no vio que Joe, parado en mitad del pastizal, observaba con curiosidad la odisea en la que estaba convirtiendo aquella sencilla tarea.
Volvió a inspirar hondo, mordió otras dos pinzas y agarró la sábana doblada por la mitad. Los extremos volvieron a volar hacia los costados, azotándola y envolviéndola. Esta vez no pudo sujetarse al tendal, la fuerza era enorme y ella tuvo la seguridad de que la acabaría alzando como a una cometa.
Sin soltar la ropa, extendió los brazos y a punto estuvo de rozar la cuerda, pero una nueva racha se lo impidió. Ni siquiera podía gritar para no perder las pinzas, pues sin ellas estaría perdida, alcanzara o no el tendedero.
Cuando se sintió vencida y estaba a punto de soltarlo todo para que ocurriera lo que Dios quisiera, una roca se le pegó a la espalda, dándole estabilidad al mismo tiempo que unas manos fuertes rozaron las suyas para aferrar la tela y apoyarla contra la cuerda.
No tuvo que girarse para saber que era él. Se quedó inmóvil mientras el vendaval agitaba el tejido blanco, golpeando y enfundándola junto a Joe.
Sin tiempo a pensar, él había cedido al impulso de acudir en su ayuda, pero, apenas la rozó, supo que había cometido un error. Le agradó la percepción de tenerla contra su cuerpo y de sentir en su rostro el alboroto de sus bucles esponjosos. Le sorprendió la calidez aterciopelada de sus dedos bajo los suyos. Y, un desorden, mayor del que les rodeaba, llenó de confusión su espíritu.
No seas tonto, es la nieta infame, se dijo. Pero la sensación no desapareció.
—Coloca las pinzas.
Fue el susurro ronco que a _____ le llegó desde su espalda. Ella las cogió de entre sus dientes con dedos trémulos, y las encajó una a cada lado.
—Has elegido un buen día para hacer la colada —continuó diciendo Joe, sin apartarse.
—Quería un secado rápido —bromeó _____, que tampoco se atrevía a moverse del espacio seguro que le estaba ofreciendo.
—Pues entonces has acertado de lleno. Pero deberías sujetarlas mejor o cuando vengas a por ellas te puedes encontrar con la sorpresa de que han salido volando.
Joe se hizo a un lado y aún esperó a que _____ terminara de afianzar las sábanas. Después comenzó a alejarse, caminando hacia atrás mientras le aconsejaba:
—La próxima vez ponte de espaldas al viento. Te resultará más fácil.
Se alejó en dirección a la quesería para comenzar la labor con las salmueras. El ventarrón le hacía avanzar deprisa, casi tanto como lo hacían sus pensamientos. Se decía que tenía que guardar las distancias con esa mujer. Comenzaba a provocarle sensaciones extrañas que no quería sentir.















*¡Eres una mujer peligrosa!

















Natuu! :D
Natuu!
Natuu!


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