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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
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Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 22
El molde con la charlota no entró en el horno ese mediodía.
_____, tras llorar y desahogarse por la despedida de Diego, se arregló un poco para que Joe la encontrara guapa. Estaba ansiosa por hablarle de aquel encuentro y decirle que por fin era una mujer libre para amarle, para pasar junto a él el resto de su vida.
Pero la hora de la comida avanzaba y Joe no llegaba a la borda.
Cuando su tardanza comenzó a preocuparle, cruzó el pastizal para buscarlo en el establo de las ovejas imaginando que alguna de ellas estaba teniendo un mal parto. Allí todo estaba tranquilo. Marcel, que llenaba los comederos con forraje, le contó que Joe había salido de la finca.
Un presentimiento le sacudió el corazón.
¿Y si regresando a la borda se había tropezado con Diego?
No era una idea descabellada. Y conociendo a Diego; un hombre que no estaba acostumbrado a perder y que no se rendía con facilidad, prefería que no se enfrentara a Joe.
—¿Sobre qué hora se ha ido? —preguntó a Marcel, rezando para que sus temores no cobraran forma.
—Muy pronto —le aseguró con mirada huidiza—. Apenas llevaba aquí media hora cuando me pidió que estuviera pendiente de los partos, y se fue.
Diego había abandonado la borda casi al mediodía, pensó _____, y respiró aliviada. Pero lo hizo porque ignoraba que Joe, antes de salir a desahogar su dolor y su desesperanza, había dado instrucciones muy precisas a Marcel sobre lo que tenía que responderle si preguntaba.
Necesitaba convencerla de que no la amaba para que ella quisiera regresar a Madrid, y no lo conseguiría si su encuentro con Diego dejaba de ser un secreto.
Al anochecer, la charlota continuaba esperando a que un alma de Dios la introdujera en el horno para evitar que se echara a perder, pero Joe continuaba sin aparecer y el pensamiento de _____ no estaba para horneados. Había pasado la noche de amor más hermosa de su vida y había despertado del mismo modo tierno y apasionado, mas la inesperada visita y, después, la ausencia de Joe, le transformaron el día en un pozo de tristeza.
El peligro de que Diego quisiera hablar con ella llamándola al móvil había desaparecido. Lo encendió y apenas si sonó algún aviso de entrada de mensajes y llamadas perdidas. Dedujo que Diego se había tranquilizado en cuanto la tuvo localizada, y al parecer eso había ocurrido hacía tiempo.
Le pareció que ya iba siendo hora de hablar con Laura de nuevo en lugar de enviarle el escueto mensaje como casi todas las semanas. Marcó su número y lo primero que escuchó fue un rapapolvo por haberla tenido tanto tiempo sin escuchar su voz. Después, ella le habló del lugar en el que estaba viviendo, del hombre maravilloso que había conocido, de que se había enamorado... Laura le mostró una abierta alegría porque hubiera dejado a Diego; cinco años demorando el momento de divorciarse para casarse con la que aseguraba que era la mujer de su vida, le parecía demasiado tiempo. Después de contarle ella algunos de los cambios que se habían acontecido entre sus amigos, le hizo prometer que muy pronto se verían para hablar con calma sobre muchas cosas. Sobre todo para que le presentara al atractivo roncales que había sabido robarle el corazón.
Cuando colgó el teléfono era casi la una de la madrugada. Se acercó a la ventana a tiempo de ver cómo se quedaba a oscuras la casa de los Ionescu. En el establo de las ovejas tampoco estaba encendida la luz eléctrica, y el de los caballos y vacas no era visible desde la borda.
No podía con la impaciencia. Se puso con rapidez su cazadora floreada y cruzó el pastizal malamente iluminado por la sonrisa ladeada de una luna creciente. En unos días más, luciría redonda y espléndida.
Inspiró, nerviosa como una adolescente, cuando por la puerta entreabierta de la nave vio un parpadeo amarillento. Se llevó la mano al corazón, que comenzó a latir demasiado deprisa, y deseó con toda su alma que fuera el resplandor de una lámpara de aceite encendida por Joe.
Lo encontró pasando un cepillo de cerdas por el lomo de Zoraska. Llevaba haciéndolo un buen rato, tratando de compensarla que la hubiera reventado a cabalgar durante todo el día, y también porque buscaba algo en lo que pasar el tiempo para no regresar a la borda.
Joe no levantó la mirada de la brillante piel que cepillaba cuando sintió llegar a _____. Se había propuesto mantenerse frío con ella. Hacerla creer que no la amaba; que sólo había sido un pasatiempo del que comenzaba a aburrirse. Pero temía que todas sus intenciones se fueran al traste en cuanto la mirara a los ojos o la viera sonreír.
—Te he estado esperando durante todo el día —exclamó _____, apoyando las manos sobre la valla que encerraba a la yegua.
—Tenía cosas que hacer —respondió Joe, sujetando el cepillo con fuerza para que no le temblaran los dedos.
Se preguntaba cómo iba a hacer para mostrarle indiferencia, cuando el deseo de estrecharla entre sus brazos y besarla hasta aplacar el dolor que sentía le estaba matando.
—No me avisaste —señaló ella, confundida por el frío recibimiento y decidiendo que aguardaría para hablarle sobre los últimos acontecimientos.
Joe imploró que siguiera pidiéndole explicaciones para poder responderle que no intentara controlarle; que no le agobiara. Podía ser un comienzo para decepcionarla, ya que no se le ocurría nada, ni mejor ni peor que esa estupidez.
—Te he echado de menos —musitó ella con mimo, esperando que reaccionara acercándose a la valla y besándola.
Joe se volvió, decidido a replicarle con alguna impertinencia, pero, en el instante en el que se encontró con sus ojos llenos de preocupación, perdió el poco valor que había reunido.
Pasó al otro costado del animal, donde la piel estaba brillante y sedosa y él quedaba fuera del alcance de la dulce mirada de _____. Quería dejar de escuchar sus frases cariñosas, y lo consiguió con una pregunta para la que llevaba meses buscando una respuesta.
—¿Por qué viniste? —interrogó de pronto, pasando con suavidad el cepillo—. ¿Qué te impulsó a presentarte aquí?
Ella inspiró profundamente. No había pensado compartir su bochornosa experiencia con él. Pero comprendió que se lo preguntara. Aunque estaba segura de que esperaba una respuesta más normal de la que ella iba a darle.
—Vine huyendo de mi vergüenza —confesó, y se quedó en silencio, esperando alguna reacción en Joe.
Él levantó la cabeza por encima del cuerpo de la yegua. Fue sólo un instante. Cruzó su mirada sorprendida con la cálida y penetrante de _____, y la apartó al sentir el primer estremecimiento.
Ella se confortó diciéndose que le costaría menos hablar de lo ocurrido si él estaba ocupado haciendo algo.
—Ya te dije que fui secretaria de Diego. —Joe advirtió que estaba hablando en pasado—. Él tiene un elegante despacho al que nadie entra sin llamar. Son las normas y se cumplen siempre. —Apoyó la barbilla en sus manos y suspiró—. Hasta que alguien las rompió la mañana del día en el que llegué aquí.
Tras la yegua veía el pelo oscuro de Joe y escuchaba el sonido deslizante del cepillo sobre la piel del animal. Él no hablaba, pero ella sabía que escuchaba con atención.
—Helena, la esposa de Diego, entró de pronto, como si hubiera sabido lo que se iba a encontrar. —Tragó saliva y fijó su atención en el suelo; en la paja que ella movía con la punta de su zapatilla—. Y allí estaba yo, tumbada de espaldas sobre la mesa del despacho, con la falda levantada y su marido entre mis piernas.
_____ dejó de escuchar el deslizar de las púas sobre el sedoso pelo negro y supo que Joe se había detenido. Le habría gustado estar en sus pensamientos en ese instante, pero ni siquiera pudo verle los ojos. Si hubiera podido hacerlo, hubiera descubierto sorpresa, dolor y celos. Celos, a pesar de que cuando todo aquello ocurrió él ni siquiera la conocía.
—Por mucho que lo intentes no conseguirás imaginarte lo humillada que me sentí —dijo, preocupada ante su silencio—. Y lo peor aún estaba por llegar. —Joe acarició a la yegua y apoyó la frente sobre su costado. No le resultaba fácil escuchar todo aquello—. Mientras yo me bajaba el vestido y Diego se colocaba los pantalones, ella me dedicó las palabras más soeces que encontró en su distinguido vocabulario. Como la retorcida y diabólica mujer que es, ordenó a Diego: «O despides a esta zorra o ya puedes ir preparando tus cosas y largándote de mi casa.»
Joe apretó los puños y maldijo en voz baja. Claro que imaginaba la humillación, y le dolía saber que ella había tenido que pasar por todo eso. Se preguntó en qué pensaba aquel hombre para exponer así a la mujer a la que tanto decía que amaba.
—Diego se quedó petrificado —continuó explicando _____—. Yo esperé inútilmente que me defendiera. Cuando pudo reaccionar, me miró pidiéndome perdón con los ojos por lo que me iba a hacer. Pude ver su cobardía y salí corriendo para no escucharle. —Sonrió al reparar en que ya no le mortificaba el recuerdo—. No me siguió. Se quedó complaciendo a su mujer, que es la dueña de la fortuna, la heredera de las empresas, la que le sostenía su vida de lujo.
—¡Valiente hijo de puta! —exclamó Joe sin poder contenerse—. Si lo hubiera...
Si lo hubiera sabido esa mañana, cuando lo tuvo delante, pensó, le hubiera partido el alma a golpes. Le hubiera dicho que un hombre que no sabe defender a su mujer no merece tenerla.
Se preguntó si _____ iba a excusarle semejante cobardía. No creía que su dignidad le permitiera hacerlo. Y cayó en la cuenta de que eso era lo que Diego trataba de comprar con la mansión de Aranjuez: el perdón.
—Ya ves lo precipitada que fue mi llegada aquí —dijo _____, aliviada porque, a pesar de su frialdad, Joe había saltado en su defensa—. Salí de la oficina, llené una maleta de ropa en mi casa y salí conduciendo sin rumbo. Hasta que recordé la herencia. Llamé a Bessolla, me dio los datos para que los metiera en el navegador, y el resto ya lo sabes —exclamó, fingiéndose animada.
Sí; lo sabía.
La recordó con el vestido azul y los finos tacones de aguja clavados en la tierra. De pronto entendió aquella frustración que percibió bajo el aleteo de los orificios de su nariz y sus labios comprimidos; el orgullo herido que llevaba en su mandíbula temblorosa; sus gafas oscuras ocultando sus ojos. Por fin comprendió su llegada, y también su larga estancia.
Volvió a mirarla por encima del lomo del animal. Ella, con las manos y la barbilla sobre la barrera, aún miraba hacia el suelo. En ese momento _____ necesitaba un abrazo y él se moría de ganas por darle ese consuelo. Sabía que no podía hacerlo. Pero cuanto más tiempo pasaba a su lado, más frágil se volvía su voluntad.
—Vete a dormir —le pidió, tal vez con demasiada dulzura para lo que pretendía—. Es muy tarde.
La sorpresa impactó de lleno en _____. Alzó la cabeza para poder ver el rostro de Joe y entender qué le estaba cruzando por la mente. No lo consiguió. Él miraba a la yegua como si nada más importara.
—Pero... ¿eso es todo cuanto vas a decirme? —preguntó, incrédula y herida—. Te acabo de contar algo muy íntimo y lo único que se te ocurre decir es «¿vete a dormir?».
Ya lo había hecho, pensó Joe. Ya había soltado la impertinencia. Ahora sólo tenía que darle la puntilla diciendo cualquier cosa que ella no esperara.
—También podría añadir que ese hombre es un cobarde hijo de puta que no merece tu perdón. —Alzó la cabeza, y, al ver el gesto de alivio en _____, se obligó a explicar—: Pero no soy nadie para decirte lo que debes hacer. Esto es algo entre ustedes dos.
_____ apretó con fuerza los dedos sobre la barrera. No entendía qué le estaba ocurriendo a Joe esa noche, que tan pronto se mostraba amable como la rechazaba sin miramientos. Resopló, intentando no llorar y dispuesta a encontrar una explicación.
—¿Tal vez te ha molestado lo que te he contado? —dijo, buscando entre lo absurdo.
Joe sintió la angustia en su voz y no pudo resistirse a responder justo lo que no debía:
—No —dijo en voz baja—. ¿Por qué iba a molestarme?
Pero sí que había algo que le incomodaba, más bien que le venía doliendo desde que ella había entrado al establo: que no le dijera que Diego había estado allí. No es que eso hubiera cambiado nada de lo que tenía que ocurrir, pero se preguntó por qué guardaba ella silencio, por qué no le hablaba de esa visita, porqué callaba que la mansión de sus sueños había dejado de ser un imposible.
—Entonces, ¿has tenido un mal día? —insistió _____, dándole la oportunidad de justificarse.
—Sí; he tenido un mal día —reconoció Joe, volviendo a cepillar a la yegua.
—¿No quieres contármelo? —musitó _____, mirándole el cabello a través del cristal difuso de sus lágrimas.
—No —dijo, ralentizando las pasadas del cepillo hasta detenerse—. Sólo quiero quedarme aquí, para pensar.
_____ abrió más los ojos, esperando que la humedad que no le dejaba ver con nitidez desapareciera. Se llevó la mano al corazón, que le dolía como nunca lo había hecho.
—¿Me estás... me estás echando? —preguntó, incrédula.
La echaba, sí, pero no del establo como ella creía, sino de su vida. De esa vida que de pronto se le quedaba grande y vacía.
—Necesito estar solo —respondió, escondiendo su inseguridad tras la protección de la yegua.
_____ se apartó de la valla y se introdujo las manos en los bolsillos. No entendía nada. Aquel hombre que la rechazaba no era el que ella conocía. No era el Joe que había despertado a su lado esa mañana. Algo había ocurrido después, cuando abandonó su cama.
Apenas había dado unos pasos cuando se detuvo. Había ido allí a hablarle de Diego, a decirle que ya nada le ataba a él, que era una mujer libre. Y se volvió, dispuesta a contárselo aunque no quisiera escucharla, para ver si de ese modo le hacía reaccionar.
Pero le vio inmóvil tras la yegua, cepillándola como si tratara de sacarle un brillo cegador. Se sintió incapaz de luchar contra aquella actitud insensible y ausente.
Se alejó de allí despacio, confundida y triste, y llegó a la borda envuelta en lágrimas.
Mientras tanto, el espíritu de Joe se derrumbaba en el establo.
Al final había encontrado fuerzas para herirla. Se había puesto a la altura del infame Diego fallando a _____ cuando ella más le necesitaba. Le había dado los primeros motivos para que dejara de quererle, y, en ese empeño, él ya se había dejado media vida.
Unas horas después entró en la borda con más sigilo que nunca. Al pasar ante la habitación de _____, se detuvo junto a la puerta. Deseaba entrar, abrazarla contra su pecho, pedirle perdón y decirle que la amaba tanto que le dolía.
Rozó la manilla con los dedos sabiendo que no tiraría de ella ni esa noche ni ninguna otra. Cerró los ojos y posó su frente sobre la madera. Necesitaba oír la respiración de _____, comprobar que no lloraba, saber que dormía. Pero no escuchó ni el más leve sonido.
Ella, encogida bajo las mantas, había esperado despierta a que él llegara. Ni siquiera se preguntó si entraría para compartir su cama, como la noche anterior. Le parecía natural que lo hiciera y le esperaba para abrazarlo, dejarse abrazar y hablar de lo que estaba ocurriendo.
Ahora sentía la presencia de Joe tras la puerta, el roce de sus dedos sobre la manilla, su indecisión... hasta que el sonido de pasos, alejándose hacia la otra habitación, le hizo añicos la esperanza.
AI día siguiente, Joe madrugó más de lo acostumbrado para no coincidir con _____. Entre ser frío y déspota con ella o ignorarla, eligió lo segundo. Confió en que eso, unido a su estúpido comportamiento de la noche anterior, fuera suficiente para que comenzara a pensar en alejarse de él.
Cuando volvió a entrar para dejar la leche en la cocina, descubrió el molde con la charlota junto al fregadero. Pensó en todas las horas que _____ debió de haber pasado el día anterior, esperándole con la mesa puesta para terminar comiendo sola.
Y ahora comenzaba la mañana volviendo a evitarla.
Por un instante, le tentó la idea de dejarle una nota para que no lo esperara ni a comer ni a cenar, pero no. No podía hacer algo correcto para estropear lo poco que había conseguido.
Así que _____ volvió a pasar otra mañana sola, con miradas continuas a través de la ventana, por si él llegaba; prestando atención a la puerta, por si él la abría; cocinando unas deliciosas alcachofas con queso, por si él se acercaba a la hora de comer.
Pero la comida se enfrió sobre la mesa sin que nadie, ni siquiera ella, la probara.
La tarde la pasó con Doina, que le enseñó a hacer mermelada de manzana.
Mientras cocían la fruta, la cariñosa rumana le explicó que unas doce horas antes la había pelado, troceado y dejado macerar cubierta de azúcar. _____ no dejó de remover, con una cuchara de madera, el interior de la cazuela donde borboteaba el almíbar y se iban oscureciendo las manzanas. A menudo retiraba la suave espuma blanca que se formaba al hervir. Unos cuarenta y cinco minutos después, Doina cogió una pequeña porción de mermelada y le mostró cómo se le pegaba entre los dedos. Ésa era la señal de que la confitura estaba lista. Después trituraron la mezcla y la metieron en pequeños tarros de cristal, con las tapas bien cerradas, y los hirvieron en una cazuela con agua para convertirlas en conserva. Doina aseguró que aun después de un año resultaría deliciosa.
—¿Podré hacer lo mismo con otras frutas? —preguntó _____, imaginando el partido que le sacaría a ese nuevo descubrimiento.
—Sí, señorita _____. Y también con otros productos como tomate, pimientos, pescados. Ya sabe que estoy dispuesta a enseñarle cualquier cosa que quiera aprender.
_____ fue tomando nota de todo cuanto Doina le dijo. Pasó la tarde ocupada, pero, aun así, su pensamiento iba una y otra vez a Joe y hacia el motivo por el que la estaba rechazando.
Comenzaba a oscurecer cuando salió de la casa de los Ionescu.
Cruzaba el pastizal hacia la borda cuando vio llegar el Land Rover. Era Joe quien lo conducía, y ella dio por hecho que bajaba de comprobar el estado del ganado en la sierra. El vehículo se detuvo junto a la nave de las ovejas, él descendió, abrió la puerta trasera y sacó en brazos a uno de los enormes mastines. El corazón de _____ se comprimió, y ella echó a correr para averiguar qué había ocurrido.
Los alcanzó cuando Joe lo dejaba en el suelo, con cuidado, sobre una gruesa cama de paja limpia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con la respiración agitada por la carrera.
—No es grave —respondió Joe, frotando con cariño la cabeza de Obi—. Tiene una fuerte gastroenteritis. Está débil. Necesita descansar y no lo hará si lo dejo en la montaña.
_____ se arrodilló junto al perro. Ya no temía a ninguno de los dos y había terminado cogiéndoles cariño.
—No tardo —dijo Joe, levantándose con prisa y saliendo del establo.
Ella acarició el lomo del animal, temiendo que al no sentir ningún contacto pudiera sentirse solo.
—¿Qué te pasa, pequeño? —comenzó a decir al enorme mastín como si hablara a un bebé—. ¿Has comido algo que te ha sentado mal?
El perro gimió y apoyó la cabeza en su regazo. Ella le frotó las orejas, tal y como había visto hacer a Joe y a los chicos Ionescu.
—No te preocupes —continuó hablándole sin advertir los pasos a su espalda—. Te vamos a cuidar y pronto estarás bien —dijo, y se inclinó para estamparle un beso en la frente.
Joe, que regresaba con medicamentos en las manos, la observó mientras caminaba hacia ella. Nunca la había visto acariciar de aquel modo a ninguno de los perros, y le enterneció ser testigo de aquel primer beso. De haber tenido más tiempo, se hubiera detenido para observarla durante un rato. Pero el mastín necesitaba su ayuda.
Se agachó a su lado, abrió una ampolla de cristal y llenó una jeringuilla con su contenido. _____ miró impresionada las grandes dimensiones de la aguja.
—¿Le dolerá? —preguntó alarmada.
—Menos de lo que te dolería a ti —respondió Joe con una sonrisa.
Ella respiró tranquila, más por el sonido amigable de su voz que por su respuesta. Pensó que tal vez no la había estado evitando y era la salud del mastín lo que le había tenido preocupado. Miró con atención cómo le inyectaba y cómo masajeaba con los dedos sobre la zona para ayudar a dispersar el líquido.
—Thor se queda solo en la montaña —comentó, nerviosa y sin saber qué decir.
—Él puede encargarse de todo sin ningún problema —dijo para tranquilizarla. Le conmovía su preocupación—. De todos modos sólo serán tres o cuatro días. Aunque sigue haciendo muy buen tiempo ahí arriba, ya comienza a enfriar por las noches, así que al final de semana bajaremos el ganado a casa.
Se hizo el silencio.
Joe continuó masajeando la piel del perro mientras miraba con disimulo el hermoso perfil de _____. Deseaba hundir los dedos en sus esponjosos bucles, girarle el rostro hacia él y besarla. Besarla despacio, hasta que les descubriera la mañana.
Sus pensamientos se interrumpieron. _____ ponía la mano sobre la suya, en el lomo de Thor, y le miraba a los ojos con tanta dulzura que se le deshizo el alma.
—Te quiero —susurró, mientras la respiración de Joe se detenía y el corazón se le aceleraba.
«¿Y ahora qué?», se preguntó él, viendo que su absurdo plan hacía aguas por todos lados. No podía decirle que no la amaba; eso nunca. Tenía que ser ella la que se desengañara de él, ella quien le abandonara, ella la que se fuera sin sentir la necesidad de mirar atrás ni una sola vez.
Le mantuvo la mirada sin saber qué responder; más bien conteniéndose para no decirle las dos únicas palabras que no podía pronunciar.
Pero ella volvió a susurrar:
—Te amo —y le acarició con suavidad la mejilla.
Joe tuvo que cerrar los ojos un instante. Una noche no había sido suficiente para acostumbrarse a sus caricias, pero había bastado para que cada momento que pasaba sin ellas las echara de menos. Debió apartarse, y sin embargo apretó el rostro contra esa mano cálida.
_____ se emocionó ante su reacción. Lejos de rechazar su caricia, Joe se rendía a ella con dulzura. Aquella tierna debilidad lo hacía más humano, más hombre, más suyo.
Quiso avanzar un poco más. Le besó los labios y le invadió la boca acariciándola con su delicada aspereza y su humedad dulce.
«¿Y ahora qué?», volvió a preguntarse Joe cuando la pasión calmosa de sus besos le provocó un estremecimiento.
«Sólo la besaré una vez», se dijo, aunque ni él mismo podía creerlo. «Sólo una vez más», se repitió cuando su sangre se fue entibiando a pesar del hielo que le nacía de las entrañas.
«Sólo la amaré una vez más, y después estaré preparado para perderla.»
La sujetó por la nuca para atraerla, para devorarla con la misma fuerza con la que a él le laceraba el dolor y comenzaba a consumirle el deseo.
No hubo ternura, sino la urgencia desesperada de llenar un vacío, de acallar una ausencia.
La necesitaba como nunca había necesitado a nadie; ni siquiera a ella antes de ese instante.
Poco después, en la cocina de la borda, Joe se secaba las manos con un paño sin apartar los ojos de _____, que se jabonaba las suyas en el fregadero. Había recorrido esa espalda cientos de veces, imaginando qué sentiría al acariciarla. Ahora lo hacía preguntándose qué iba a hacer al perderla, qué iba a hacer cuando ya ni siquiera pudiera mirarla.
La respuesta le desgarró el corazón, y el miedo a vivir sin ella se le hizo real y angustioso.
Arrojó el paño sobre la mesa y se acercó a _____ para abrazarla por la cintura y apretarla contra su cuerpo. Le revolvió los bucles con el rostro para abrirse paso hasta su cuello: esa suavidad lo enloquecía. Era un rincón íntimo y cálido, y acceder a él era como comenzar a poseerla. Y él quería arder con ella antes de que el frío le cristalizara para siempre en las entrañas.
—Que vais-je faire sans toit ?* —le musitó con dolor contra esa piel de seda.
_____ gimió satisfecha; él volvía a ser el mismo hombre apasionado que le susurraba palabras de amor. Alzó los brazos sobre su cabeza y sus manos cubiertas de espuma se posaron en la nuca de Joe. Escuchaba su respiración junto a su oído y sentía el palpitar acelerado de su corazón pegado a su espalda.
—Te amo —dijo ella, girando el rostro para ofrecerle sus labios.
Joe los atrapó con avidez, como si buscara en ellos la vida que sentía que se le escapaba. Le invadió la boca mientras sus manos, firmes y anhelantes, se ahuecaban para acariciarle los senos a través de la tela del vestido. Gimió al sentir que sus pezones se endurecían para él, y en un instante la necesidad se le fundió con el deseo. Su cuerpo se encendió y supo que no podría amarla despacio. Necesitaba entrar en ella para calmar el dolor que llevaba bajo la piel. Después, tal vez podría entregarse sin prisa, como si el tiempo y la felicidad no fueran a abandonarles nunca.
_____ se arqueó al sentir el calor de esas palmas atravesando el tejido. La urgencia de las caricias fue un latigazo que estimuló sus ansias. Sus gemidos terminaron de deshacer el control de Joe, que mordió con avidez sobre sus labios.
—No podré amarte despacio —susurró con voz ronca, girándola hacia él—. Lo siento, pero no voy a poder.
Una punzada de inquietud palpitó en el pecho de _____ al descubrir una noche sombría en los ojos castaños que amaba.
—No quiero que lo hagas —musitó, encendida. Cualquier forma en la que él la amara le parecía un sueño.
Joe la sujetó por los glúteos y la alzó hasta su cintura. Ella se abrazó a su cuerpo con brazos y piernas y dejó que la condujera con prisa hasta la cama.
Y esta vez no fue el amante tierno y pausado que ella había conocido.
Fue impaciente, ansioso. Su boca y sus manos exploraron con avidez, tratando de llevar a _____ al mismo grado de excitación y necesidad que a él le consumía. Quería sentirla estremecerse y retorcerse bajo su cuerpo, hacerla gritar de placer. Quería llevarla con rapidez al éxtasis más glorioso, porque sentía que si no entraba pronto en ella se moriría. Necesitaba poseerla y creer, por un momento, que le pertenecía y que así sería para siempre.
Ella, asida con fuerza a la almohada, gimió, abandonándose a la agilidad incansable de sus manos y a la humedad ardiente de su boca. Los mágicos y precisos dedos de Joe la invadieron con una urgencia contenida, la apremiaron con destreza hasta empujarla al límite en el que un suspiro basta para desatar un orgasmo.
Entonces Joe ascendió deslizando la lengua por el sudor que le vestía la piel, bordeándole el ombligo, lamiendo por el centro de sus senos hasta su garganta, mordisqueándole la barbilla y alcanzándole los labios.
_____ se estremeció al mirarle a los ojos. Contenían algo mucho más profundo que un deseo urgente. Era una necesidad descarnada que le agitó el corazón.
—No puedo esperar más —susurró la voz rota de Joe—. Necesito entrar en ti, ahora.
—Te amo —musitó _____, abrazándolo con sus piernas y mirándole a los ojos.
Un grito salvaje surgió de la garganta de Joe cuando la penetró. El placer más gozoso se fundió con el sufrimiento más desgarrador para gritarle que ésa estaba siendo su despedida. Ningún adiós podía ser tan dulce y amargo como entrar en ella para depositar en su alma, por última vez, su amor sincero. Y mientras se entregaba a su amada _____, él encontró para su cuerpo un desahogo que sabía que jamás obtendría para su espíritu.
Cuando el éxtasis dio paso a la calma, Joe la abrazó y enterró su rostro entre los bucles con olor a moras. Ella, con la respiración agitada, se acurrucó contra su pecho sintiendo el frío de una ausencia: un te amo. Ni una sola vez, durante esa noche, había escuchado esas dos palabras de los labios de Joe.
—Te quiero —le susurró, esperando que él sintiera la necesidad de decírselo.
Joe se apartó, tomándole el rostro entre las manos para mirarla. Necesitaba verla con el brillo del gozo oscureciéndole sus ojos verdes, con las mejillas encendidas, la respiración agitada, los labios temblorosos.
—Je ne peux pas supporter l'idée de te perdre* —susurró, ocultando su dolor con un idioma en el que cada palabra sonaba a poesía.
—Me gusta cuando me hablas en francés —dijo ella con inocencia—. Aunque no las entienda, sé que son palabras hermosas.
—Tu es toute ma vie. Je ne pourrai pas respirer quand tu t'en iras. Je ne voudrai mème pas le faire* —gimió Joe, con ojos brillantes por lágrimas de hielo a las que no permitía brotar.
—Dime que me quieres —pidió al fin _____, rozándole los labios con los suyos—. Dímelo en francés.
Joe tomó una gran bocanada de aire. Desde que amaneció junto a ella estaba mordiéndose el deseo de gritarle «te amo». No podía decírselo ahora... o tal vez sí. Tal vez ésa era la disculpa que necesitaba para repetirle que la amaba; para decírselo todo sin revelarle nada.
—Je t'aime —se estremeció y volvió a susurrarlo mirándola a los ojos—: Je t'aime.
La estrechó con fuerza mientras le susurraba je t'aime una y otra vez. Se lo repetía mientras su cuerpo volvía a excitarse, anticipándose al gozo que sentiría al amarla, esta vez sin prisas, encadenando sus dedos de seda a los barrotes del cabecero. Necesitaba tenerla tendida en la cama, con su piel rozando y revolviendo las sábanas; precisaba saber que encontraría, anidando entre los pliegues de la tela, su olor y sus huellas cuando ella se hubiera ido.
*¿Qué voy a hacer sin ti?
*No puedo soportar la idea de perderte.
*Eres mi vida. No podré respirar cuando te vayas... Ni siquiera querré hacerlo.
Natuu♥!!
_____, tras llorar y desahogarse por la despedida de Diego, se arregló un poco para que Joe la encontrara guapa. Estaba ansiosa por hablarle de aquel encuentro y decirle que por fin era una mujer libre para amarle, para pasar junto a él el resto de su vida.
Pero la hora de la comida avanzaba y Joe no llegaba a la borda.
Cuando su tardanza comenzó a preocuparle, cruzó el pastizal para buscarlo en el establo de las ovejas imaginando que alguna de ellas estaba teniendo un mal parto. Allí todo estaba tranquilo. Marcel, que llenaba los comederos con forraje, le contó que Joe había salido de la finca.
Un presentimiento le sacudió el corazón.
¿Y si regresando a la borda se había tropezado con Diego?
No era una idea descabellada. Y conociendo a Diego; un hombre que no estaba acostumbrado a perder y que no se rendía con facilidad, prefería que no se enfrentara a Joe.
—¿Sobre qué hora se ha ido? —preguntó a Marcel, rezando para que sus temores no cobraran forma.
—Muy pronto —le aseguró con mirada huidiza—. Apenas llevaba aquí media hora cuando me pidió que estuviera pendiente de los partos, y se fue.
Diego había abandonado la borda casi al mediodía, pensó _____, y respiró aliviada. Pero lo hizo porque ignoraba que Joe, antes de salir a desahogar su dolor y su desesperanza, había dado instrucciones muy precisas a Marcel sobre lo que tenía que responderle si preguntaba.
Necesitaba convencerla de que no la amaba para que ella quisiera regresar a Madrid, y no lo conseguiría si su encuentro con Diego dejaba de ser un secreto.
Al anochecer, la charlota continuaba esperando a que un alma de Dios la introdujera en el horno para evitar que se echara a perder, pero Joe continuaba sin aparecer y el pensamiento de _____ no estaba para horneados. Había pasado la noche de amor más hermosa de su vida y había despertado del mismo modo tierno y apasionado, mas la inesperada visita y, después, la ausencia de Joe, le transformaron el día en un pozo de tristeza.
El peligro de que Diego quisiera hablar con ella llamándola al móvil había desaparecido. Lo encendió y apenas si sonó algún aviso de entrada de mensajes y llamadas perdidas. Dedujo que Diego se había tranquilizado en cuanto la tuvo localizada, y al parecer eso había ocurrido hacía tiempo.
Le pareció que ya iba siendo hora de hablar con Laura de nuevo en lugar de enviarle el escueto mensaje como casi todas las semanas. Marcó su número y lo primero que escuchó fue un rapapolvo por haberla tenido tanto tiempo sin escuchar su voz. Después, ella le habló del lugar en el que estaba viviendo, del hombre maravilloso que había conocido, de que se había enamorado... Laura le mostró una abierta alegría porque hubiera dejado a Diego; cinco años demorando el momento de divorciarse para casarse con la que aseguraba que era la mujer de su vida, le parecía demasiado tiempo. Después de contarle ella algunos de los cambios que se habían acontecido entre sus amigos, le hizo prometer que muy pronto se verían para hablar con calma sobre muchas cosas. Sobre todo para que le presentara al atractivo roncales que había sabido robarle el corazón.
Cuando colgó el teléfono era casi la una de la madrugada. Se acercó a la ventana a tiempo de ver cómo se quedaba a oscuras la casa de los Ionescu. En el establo de las ovejas tampoco estaba encendida la luz eléctrica, y el de los caballos y vacas no era visible desde la borda.
No podía con la impaciencia. Se puso con rapidez su cazadora floreada y cruzó el pastizal malamente iluminado por la sonrisa ladeada de una luna creciente. En unos días más, luciría redonda y espléndida.
Inspiró, nerviosa como una adolescente, cuando por la puerta entreabierta de la nave vio un parpadeo amarillento. Se llevó la mano al corazón, que comenzó a latir demasiado deprisa, y deseó con toda su alma que fuera el resplandor de una lámpara de aceite encendida por Joe.
Lo encontró pasando un cepillo de cerdas por el lomo de Zoraska. Llevaba haciéndolo un buen rato, tratando de compensarla que la hubiera reventado a cabalgar durante todo el día, y también porque buscaba algo en lo que pasar el tiempo para no regresar a la borda.
Joe no levantó la mirada de la brillante piel que cepillaba cuando sintió llegar a _____. Se había propuesto mantenerse frío con ella. Hacerla creer que no la amaba; que sólo había sido un pasatiempo del que comenzaba a aburrirse. Pero temía que todas sus intenciones se fueran al traste en cuanto la mirara a los ojos o la viera sonreír.
—Te he estado esperando durante todo el día —exclamó _____, apoyando las manos sobre la valla que encerraba a la yegua.
—Tenía cosas que hacer —respondió Joe, sujetando el cepillo con fuerza para que no le temblaran los dedos.
Se preguntaba cómo iba a hacer para mostrarle indiferencia, cuando el deseo de estrecharla entre sus brazos y besarla hasta aplacar el dolor que sentía le estaba matando.
—No me avisaste —señaló ella, confundida por el frío recibimiento y decidiendo que aguardaría para hablarle sobre los últimos acontecimientos.
Joe imploró que siguiera pidiéndole explicaciones para poder responderle que no intentara controlarle; que no le agobiara. Podía ser un comienzo para decepcionarla, ya que no se le ocurría nada, ni mejor ni peor que esa estupidez.
—Te he echado de menos —musitó ella con mimo, esperando que reaccionara acercándose a la valla y besándola.
Joe se volvió, decidido a replicarle con alguna impertinencia, pero, en el instante en el que se encontró con sus ojos llenos de preocupación, perdió el poco valor que había reunido.
Pasó al otro costado del animal, donde la piel estaba brillante y sedosa y él quedaba fuera del alcance de la dulce mirada de _____. Quería dejar de escuchar sus frases cariñosas, y lo consiguió con una pregunta para la que llevaba meses buscando una respuesta.
—¿Por qué viniste? —interrogó de pronto, pasando con suavidad el cepillo—. ¿Qué te impulsó a presentarte aquí?
Ella inspiró profundamente. No había pensado compartir su bochornosa experiencia con él. Pero comprendió que se lo preguntara. Aunque estaba segura de que esperaba una respuesta más normal de la que ella iba a darle.
—Vine huyendo de mi vergüenza —confesó, y se quedó en silencio, esperando alguna reacción en Joe.
Él levantó la cabeza por encima del cuerpo de la yegua. Fue sólo un instante. Cruzó su mirada sorprendida con la cálida y penetrante de _____, y la apartó al sentir el primer estremecimiento.
Ella se confortó diciéndose que le costaría menos hablar de lo ocurrido si él estaba ocupado haciendo algo.
—Ya te dije que fui secretaria de Diego. —Joe advirtió que estaba hablando en pasado—. Él tiene un elegante despacho al que nadie entra sin llamar. Son las normas y se cumplen siempre. —Apoyó la barbilla en sus manos y suspiró—. Hasta que alguien las rompió la mañana del día en el que llegué aquí.
Tras la yegua veía el pelo oscuro de Joe y escuchaba el sonido deslizante del cepillo sobre la piel del animal. Él no hablaba, pero ella sabía que escuchaba con atención.
—Helena, la esposa de Diego, entró de pronto, como si hubiera sabido lo que se iba a encontrar. —Tragó saliva y fijó su atención en el suelo; en la paja que ella movía con la punta de su zapatilla—. Y allí estaba yo, tumbada de espaldas sobre la mesa del despacho, con la falda levantada y su marido entre mis piernas.
_____ dejó de escuchar el deslizar de las púas sobre el sedoso pelo negro y supo que Joe se había detenido. Le habría gustado estar en sus pensamientos en ese instante, pero ni siquiera pudo verle los ojos. Si hubiera podido hacerlo, hubiera descubierto sorpresa, dolor y celos. Celos, a pesar de que cuando todo aquello ocurrió él ni siquiera la conocía.
—Por mucho que lo intentes no conseguirás imaginarte lo humillada que me sentí —dijo, preocupada ante su silencio—. Y lo peor aún estaba por llegar. —Joe acarició a la yegua y apoyó la frente sobre su costado. No le resultaba fácil escuchar todo aquello—. Mientras yo me bajaba el vestido y Diego se colocaba los pantalones, ella me dedicó las palabras más soeces que encontró en su distinguido vocabulario. Como la retorcida y diabólica mujer que es, ordenó a Diego: «O despides a esta zorra o ya puedes ir preparando tus cosas y largándote de mi casa.»
Joe apretó los puños y maldijo en voz baja. Claro que imaginaba la humillación, y le dolía saber que ella había tenido que pasar por todo eso. Se preguntó en qué pensaba aquel hombre para exponer así a la mujer a la que tanto decía que amaba.
—Diego se quedó petrificado —continuó explicando _____—. Yo esperé inútilmente que me defendiera. Cuando pudo reaccionar, me miró pidiéndome perdón con los ojos por lo que me iba a hacer. Pude ver su cobardía y salí corriendo para no escucharle. —Sonrió al reparar en que ya no le mortificaba el recuerdo—. No me siguió. Se quedó complaciendo a su mujer, que es la dueña de la fortuna, la heredera de las empresas, la que le sostenía su vida de lujo.
—¡Valiente hijo de puta! —exclamó Joe sin poder contenerse—. Si lo hubiera...
Si lo hubiera sabido esa mañana, cuando lo tuvo delante, pensó, le hubiera partido el alma a golpes. Le hubiera dicho que un hombre que no sabe defender a su mujer no merece tenerla.
Se preguntó si _____ iba a excusarle semejante cobardía. No creía que su dignidad le permitiera hacerlo. Y cayó en la cuenta de que eso era lo que Diego trataba de comprar con la mansión de Aranjuez: el perdón.
—Ya ves lo precipitada que fue mi llegada aquí —dijo _____, aliviada porque, a pesar de su frialdad, Joe había saltado en su defensa—. Salí de la oficina, llené una maleta de ropa en mi casa y salí conduciendo sin rumbo. Hasta que recordé la herencia. Llamé a Bessolla, me dio los datos para que los metiera en el navegador, y el resto ya lo sabes —exclamó, fingiéndose animada.
Sí; lo sabía.
La recordó con el vestido azul y los finos tacones de aguja clavados en la tierra. De pronto entendió aquella frustración que percibió bajo el aleteo de los orificios de su nariz y sus labios comprimidos; el orgullo herido que llevaba en su mandíbula temblorosa; sus gafas oscuras ocultando sus ojos. Por fin comprendió su llegada, y también su larga estancia.
Volvió a mirarla por encima del lomo del animal. Ella, con las manos y la barbilla sobre la barrera, aún miraba hacia el suelo. En ese momento _____ necesitaba un abrazo y él se moría de ganas por darle ese consuelo. Sabía que no podía hacerlo. Pero cuanto más tiempo pasaba a su lado, más frágil se volvía su voluntad.
—Vete a dormir —le pidió, tal vez con demasiada dulzura para lo que pretendía—. Es muy tarde.
La sorpresa impactó de lleno en _____. Alzó la cabeza para poder ver el rostro de Joe y entender qué le estaba cruzando por la mente. No lo consiguió. Él miraba a la yegua como si nada más importara.
—Pero... ¿eso es todo cuanto vas a decirme? —preguntó, incrédula y herida—. Te acabo de contar algo muy íntimo y lo único que se te ocurre decir es «¿vete a dormir?».
Ya lo había hecho, pensó Joe. Ya había soltado la impertinencia. Ahora sólo tenía que darle la puntilla diciendo cualquier cosa que ella no esperara.
—También podría añadir que ese hombre es un cobarde hijo de puta que no merece tu perdón. —Alzó la cabeza, y, al ver el gesto de alivio en _____, se obligó a explicar—: Pero no soy nadie para decirte lo que debes hacer. Esto es algo entre ustedes dos.
_____ apretó con fuerza los dedos sobre la barrera. No entendía qué le estaba ocurriendo a Joe esa noche, que tan pronto se mostraba amable como la rechazaba sin miramientos. Resopló, intentando no llorar y dispuesta a encontrar una explicación.
—¿Tal vez te ha molestado lo que te he contado? —dijo, buscando entre lo absurdo.
Joe sintió la angustia en su voz y no pudo resistirse a responder justo lo que no debía:
—No —dijo en voz baja—. ¿Por qué iba a molestarme?
Pero sí que había algo que le incomodaba, más bien que le venía doliendo desde que ella había entrado al establo: que no le dijera que Diego había estado allí. No es que eso hubiera cambiado nada de lo que tenía que ocurrir, pero se preguntó por qué guardaba ella silencio, por qué no le hablaba de esa visita, porqué callaba que la mansión de sus sueños había dejado de ser un imposible.
—Entonces, ¿has tenido un mal día? —insistió _____, dándole la oportunidad de justificarse.
—Sí; he tenido un mal día —reconoció Joe, volviendo a cepillar a la yegua.
—¿No quieres contármelo? —musitó _____, mirándole el cabello a través del cristal difuso de sus lágrimas.
—No —dijo, ralentizando las pasadas del cepillo hasta detenerse—. Sólo quiero quedarme aquí, para pensar.
_____ abrió más los ojos, esperando que la humedad que no le dejaba ver con nitidez desapareciera. Se llevó la mano al corazón, que le dolía como nunca lo había hecho.
—¿Me estás... me estás echando? —preguntó, incrédula.
La echaba, sí, pero no del establo como ella creía, sino de su vida. De esa vida que de pronto se le quedaba grande y vacía.
—Necesito estar solo —respondió, escondiendo su inseguridad tras la protección de la yegua.
_____ se apartó de la valla y se introdujo las manos en los bolsillos. No entendía nada. Aquel hombre que la rechazaba no era el que ella conocía. No era el Joe que había despertado a su lado esa mañana. Algo había ocurrido después, cuando abandonó su cama.
Apenas había dado unos pasos cuando se detuvo. Había ido allí a hablarle de Diego, a decirle que ya nada le ataba a él, que era una mujer libre. Y se volvió, dispuesta a contárselo aunque no quisiera escucharla, para ver si de ese modo le hacía reaccionar.
Pero le vio inmóvil tras la yegua, cepillándola como si tratara de sacarle un brillo cegador. Se sintió incapaz de luchar contra aquella actitud insensible y ausente.
Se alejó de allí despacio, confundida y triste, y llegó a la borda envuelta en lágrimas.
Mientras tanto, el espíritu de Joe se derrumbaba en el establo.
Al final había encontrado fuerzas para herirla. Se había puesto a la altura del infame Diego fallando a _____ cuando ella más le necesitaba. Le había dado los primeros motivos para que dejara de quererle, y, en ese empeño, él ya se había dejado media vida.
Unas horas después entró en la borda con más sigilo que nunca. Al pasar ante la habitación de _____, se detuvo junto a la puerta. Deseaba entrar, abrazarla contra su pecho, pedirle perdón y decirle que la amaba tanto que le dolía.
Rozó la manilla con los dedos sabiendo que no tiraría de ella ni esa noche ni ninguna otra. Cerró los ojos y posó su frente sobre la madera. Necesitaba oír la respiración de _____, comprobar que no lloraba, saber que dormía. Pero no escuchó ni el más leve sonido.
Ella, encogida bajo las mantas, había esperado despierta a que él llegara. Ni siquiera se preguntó si entraría para compartir su cama, como la noche anterior. Le parecía natural que lo hiciera y le esperaba para abrazarlo, dejarse abrazar y hablar de lo que estaba ocurriendo.
Ahora sentía la presencia de Joe tras la puerta, el roce de sus dedos sobre la manilla, su indecisión... hasta que el sonido de pasos, alejándose hacia la otra habitación, le hizo añicos la esperanza.
AI día siguiente, Joe madrugó más de lo acostumbrado para no coincidir con _____. Entre ser frío y déspota con ella o ignorarla, eligió lo segundo. Confió en que eso, unido a su estúpido comportamiento de la noche anterior, fuera suficiente para que comenzara a pensar en alejarse de él.
Cuando volvió a entrar para dejar la leche en la cocina, descubrió el molde con la charlota junto al fregadero. Pensó en todas las horas que _____ debió de haber pasado el día anterior, esperándole con la mesa puesta para terminar comiendo sola.
Y ahora comenzaba la mañana volviendo a evitarla.
Por un instante, le tentó la idea de dejarle una nota para que no lo esperara ni a comer ni a cenar, pero no. No podía hacer algo correcto para estropear lo poco que había conseguido.
Así que _____ volvió a pasar otra mañana sola, con miradas continuas a través de la ventana, por si él llegaba; prestando atención a la puerta, por si él la abría; cocinando unas deliciosas alcachofas con queso, por si él se acercaba a la hora de comer.
Pero la comida se enfrió sobre la mesa sin que nadie, ni siquiera ella, la probara.
La tarde la pasó con Doina, que le enseñó a hacer mermelada de manzana.
Mientras cocían la fruta, la cariñosa rumana le explicó que unas doce horas antes la había pelado, troceado y dejado macerar cubierta de azúcar. _____ no dejó de remover, con una cuchara de madera, el interior de la cazuela donde borboteaba el almíbar y se iban oscureciendo las manzanas. A menudo retiraba la suave espuma blanca que se formaba al hervir. Unos cuarenta y cinco minutos después, Doina cogió una pequeña porción de mermelada y le mostró cómo se le pegaba entre los dedos. Ésa era la señal de que la confitura estaba lista. Después trituraron la mezcla y la metieron en pequeños tarros de cristal, con las tapas bien cerradas, y los hirvieron en una cazuela con agua para convertirlas en conserva. Doina aseguró que aun después de un año resultaría deliciosa.
—¿Podré hacer lo mismo con otras frutas? —preguntó _____, imaginando el partido que le sacaría a ese nuevo descubrimiento.
—Sí, señorita _____. Y también con otros productos como tomate, pimientos, pescados. Ya sabe que estoy dispuesta a enseñarle cualquier cosa que quiera aprender.
_____ fue tomando nota de todo cuanto Doina le dijo. Pasó la tarde ocupada, pero, aun así, su pensamiento iba una y otra vez a Joe y hacia el motivo por el que la estaba rechazando.
Comenzaba a oscurecer cuando salió de la casa de los Ionescu.
Cruzaba el pastizal hacia la borda cuando vio llegar el Land Rover. Era Joe quien lo conducía, y ella dio por hecho que bajaba de comprobar el estado del ganado en la sierra. El vehículo se detuvo junto a la nave de las ovejas, él descendió, abrió la puerta trasera y sacó en brazos a uno de los enormes mastines. El corazón de _____ se comprimió, y ella echó a correr para averiguar qué había ocurrido.
Los alcanzó cuando Joe lo dejaba en el suelo, con cuidado, sobre una gruesa cama de paja limpia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con la respiración agitada por la carrera.
—No es grave —respondió Joe, frotando con cariño la cabeza de Obi—. Tiene una fuerte gastroenteritis. Está débil. Necesita descansar y no lo hará si lo dejo en la montaña.
_____ se arrodilló junto al perro. Ya no temía a ninguno de los dos y había terminado cogiéndoles cariño.
—No tardo —dijo Joe, levantándose con prisa y saliendo del establo.
Ella acarició el lomo del animal, temiendo que al no sentir ningún contacto pudiera sentirse solo.
—¿Qué te pasa, pequeño? —comenzó a decir al enorme mastín como si hablara a un bebé—. ¿Has comido algo que te ha sentado mal?
El perro gimió y apoyó la cabeza en su regazo. Ella le frotó las orejas, tal y como había visto hacer a Joe y a los chicos Ionescu.
—No te preocupes —continuó hablándole sin advertir los pasos a su espalda—. Te vamos a cuidar y pronto estarás bien —dijo, y se inclinó para estamparle un beso en la frente.
Joe, que regresaba con medicamentos en las manos, la observó mientras caminaba hacia ella. Nunca la había visto acariciar de aquel modo a ninguno de los perros, y le enterneció ser testigo de aquel primer beso. De haber tenido más tiempo, se hubiera detenido para observarla durante un rato. Pero el mastín necesitaba su ayuda.
Se agachó a su lado, abrió una ampolla de cristal y llenó una jeringuilla con su contenido. _____ miró impresionada las grandes dimensiones de la aguja.
—¿Le dolerá? —preguntó alarmada.
—Menos de lo que te dolería a ti —respondió Joe con una sonrisa.
Ella respiró tranquila, más por el sonido amigable de su voz que por su respuesta. Pensó que tal vez no la había estado evitando y era la salud del mastín lo que le había tenido preocupado. Miró con atención cómo le inyectaba y cómo masajeaba con los dedos sobre la zona para ayudar a dispersar el líquido.
—Thor se queda solo en la montaña —comentó, nerviosa y sin saber qué decir.
—Él puede encargarse de todo sin ningún problema —dijo para tranquilizarla. Le conmovía su preocupación—. De todos modos sólo serán tres o cuatro días. Aunque sigue haciendo muy buen tiempo ahí arriba, ya comienza a enfriar por las noches, así que al final de semana bajaremos el ganado a casa.
Se hizo el silencio.
Joe continuó masajeando la piel del perro mientras miraba con disimulo el hermoso perfil de _____. Deseaba hundir los dedos en sus esponjosos bucles, girarle el rostro hacia él y besarla. Besarla despacio, hasta que les descubriera la mañana.
Sus pensamientos se interrumpieron. _____ ponía la mano sobre la suya, en el lomo de Thor, y le miraba a los ojos con tanta dulzura que se le deshizo el alma.
—Te quiero —susurró, mientras la respiración de Joe se detenía y el corazón se le aceleraba.
«¿Y ahora qué?», se preguntó él, viendo que su absurdo plan hacía aguas por todos lados. No podía decirle que no la amaba; eso nunca. Tenía que ser ella la que se desengañara de él, ella quien le abandonara, ella la que se fuera sin sentir la necesidad de mirar atrás ni una sola vez.
Le mantuvo la mirada sin saber qué responder; más bien conteniéndose para no decirle las dos únicas palabras que no podía pronunciar.
Pero ella volvió a susurrar:
—Te amo —y le acarició con suavidad la mejilla.
Joe tuvo que cerrar los ojos un instante. Una noche no había sido suficiente para acostumbrarse a sus caricias, pero había bastado para que cada momento que pasaba sin ellas las echara de menos. Debió apartarse, y sin embargo apretó el rostro contra esa mano cálida.
_____ se emocionó ante su reacción. Lejos de rechazar su caricia, Joe se rendía a ella con dulzura. Aquella tierna debilidad lo hacía más humano, más hombre, más suyo.
Quiso avanzar un poco más. Le besó los labios y le invadió la boca acariciándola con su delicada aspereza y su humedad dulce.
«¿Y ahora qué?», volvió a preguntarse Joe cuando la pasión calmosa de sus besos le provocó un estremecimiento.
«Sólo la besaré una vez», se dijo, aunque ni él mismo podía creerlo. «Sólo una vez más», se repitió cuando su sangre se fue entibiando a pesar del hielo que le nacía de las entrañas.
«Sólo la amaré una vez más, y después estaré preparado para perderla.»
La sujetó por la nuca para atraerla, para devorarla con la misma fuerza con la que a él le laceraba el dolor y comenzaba a consumirle el deseo.
No hubo ternura, sino la urgencia desesperada de llenar un vacío, de acallar una ausencia.
La necesitaba como nunca había necesitado a nadie; ni siquiera a ella antes de ese instante.
Poco después, en la cocina de la borda, Joe se secaba las manos con un paño sin apartar los ojos de _____, que se jabonaba las suyas en el fregadero. Había recorrido esa espalda cientos de veces, imaginando qué sentiría al acariciarla. Ahora lo hacía preguntándose qué iba a hacer al perderla, qué iba a hacer cuando ya ni siquiera pudiera mirarla.
La respuesta le desgarró el corazón, y el miedo a vivir sin ella se le hizo real y angustioso.
Arrojó el paño sobre la mesa y se acercó a _____ para abrazarla por la cintura y apretarla contra su cuerpo. Le revolvió los bucles con el rostro para abrirse paso hasta su cuello: esa suavidad lo enloquecía. Era un rincón íntimo y cálido, y acceder a él era como comenzar a poseerla. Y él quería arder con ella antes de que el frío le cristalizara para siempre en las entrañas.
—Que vais-je faire sans toit ?* —le musitó con dolor contra esa piel de seda.
_____ gimió satisfecha; él volvía a ser el mismo hombre apasionado que le susurraba palabras de amor. Alzó los brazos sobre su cabeza y sus manos cubiertas de espuma se posaron en la nuca de Joe. Escuchaba su respiración junto a su oído y sentía el palpitar acelerado de su corazón pegado a su espalda.
—Te amo —dijo ella, girando el rostro para ofrecerle sus labios.
Joe los atrapó con avidez, como si buscara en ellos la vida que sentía que se le escapaba. Le invadió la boca mientras sus manos, firmes y anhelantes, se ahuecaban para acariciarle los senos a través de la tela del vestido. Gimió al sentir que sus pezones se endurecían para él, y en un instante la necesidad se le fundió con el deseo. Su cuerpo se encendió y supo que no podría amarla despacio. Necesitaba entrar en ella para calmar el dolor que llevaba bajo la piel. Después, tal vez podría entregarse sin prisa, como si el tiempo y la felicidad no fueran a abandonarles nunca.
_____ se arqueó al sentir el calor de esas palmas atravesando el tejido. La urgencia de las caricias fue un latigazo que estimuló sus ansias. Sus gemidos terminaron de deshacer el control de Joe, que mordió con avidez sobre sus labios.
—No podré amarte despacio —susurró con voz ronca, girándola hacia él—. Lo siento, pero no voy a poder.
Una punzada de inquietud palpitó en el pecho de _____ al descubrir una noche sombría en los ojos castaños que amaba.
—No quiero que lo hagas —musitó, encendida. Cualquier forma en la que él la amara le parecía un sueño.
Joe la sujetó por los glúteos y la alzó hasta su cintura. Ella se abrazó a su cuerpo con brazos y piernas y dejó que la condujera con prisa hasta la cama.
Y esta vez no fue el amante tierno y pausado que ella había conocido.
Fue impaciente, ansioso. Su boca y sus manos exploraron con avidez, tratando de llevar a _____ al mismo grado de excitación y necesidad que a él le consumía. Quería sentirla estremecerse y retorcerse bajo su cuerpo, hacerla gritar de placer. Quería llevarla con rapidez al éxtasis más glorioso, porque sentía que si no entraba pronto en ella se moriría. Necesitaba poseerla y creer, por un momento, que le pertenecía y que así sería para siempre.
Ella, asida con fuerza a la almohada, gimió, abandonándose a la agilidad incansable de sus manos y a la humedad ardiente de su boca. Los mágicos y precisos dedos de Joe la invadieron con una urgencia contenida, la apremiaron con destreza hasta empujarla al límite en el que un suspiro basta para desatar un orgasmo.
Entonces Joe ascendió deslizando la lengua por el sudor que le vestía la piel, bordeándole el ombligo, lamiendo por el centro de sus senos hasta su garganta, mordisqueándole la barbilla y alcanzándole los labios.
_____ se estremeció al mirarle a los ojos. Contenían algo mucho más profundo que un deseo urgente. Era una necesidad descarnada que le agitó el corazón.
—No puedo esperar más —susurró la voz rota de Joe—. Necesito entrar en ti, ahora.
—Te amo —musitó _____, abrazándolo con sus piernas y mirándole a los ojos.
Un grito salvaje surgió de la garganta de Joe cuando la penetró. El placer más gozoso se fundió con el sufrimiento más desgarrador para gritarle que ésa estaba siendo su despedida. Ningún adiós podía ser tan dulce y amargo como entrar en ella para depositar en su alma, por última vez, su amor sincero. Y mientras se entregaba a su amada _____, él encontró para su cuerpo un desahogo que sabía que jamás obtendría para su espíritu.
Cuando el éxtasis dio paso a la calma, Joe la abrazó y enterró su rostro entre los bucles con olor a moras. Ella, con la respiración agitada, se acurrucó contra su pecho sintiendo el frío de una ausencia: un te amo. Ni una sola vez, durante esa noche, había escuchado esas dos palabras de los labios de Joe.
—Te quiero —le susurró, esperando que él sintiera la necesidad de decírselo.
Joe se apartó, tomándole el rostro entre las manos para mirarla. Necesitaba verla con el brillo del gozo oscureciéndole sus ojos verdes, con las mejillas encendidas, la respiración agitada, los labios temblorosos.
—Je ne peux pas supporter l'idée de te perdre* —susurró, ocultando su dolor con un idioma en el que cada palabra sonaba a poesía.
—Me gusta cuando me hablas en francés —dijo ella con inocencia—. Aunque no las entienda, sé que son palabras hermosas.
—Tu es toute ma vie. Je ne pourrai pas respirer quand tu t'en iras. Je ne voudrai mème pas le faire* —gimió Joe, con ojos brillantes por lágrimas de hielo a las que no permitía brotar.
—Dime que me quieres —pidió al fin _____, rozándole los labios con los suyos—. Dímelo en francés.
Joe tomó una gran bocanada de aire. Desde que amaneció junto a ella estaba mordiéndose el deseo de gritarle «te amo». No podía decírselo ahora... o tal vez sí. Tal vez ésa era la disculpa que necesitaba para repetirle que la amaba; para decírselo todo sin revelarle nada.
—Je t'aime —se estremeció y volvió a susurrarlo mirándola a los ojos—: Je t'aime.
La estrechó con fuerza mientras le susurraba je t'aime una y otra vez. Se lo repetía mientras su cuerpo volvía a excitarse, anticipándose al gozo que sentiría al amarla, esta vez sin prisas, encadenando sus dedos de seda a los barrotes del cabecero. Necesitaba tenerla tendida en la cama, con su piel rozando y revolviendo las sábanas; precisaba saber que encontraría, anidando entre los pliegues de la tela, su olor y sus huellas cuando ella se hubiera ido.
*¿Qué voy a hacer sin ti?
*No puedo soportar la idea de perderte.
*Eres mi vida. No podré respirar cuando te vayas... Ni siquiera querré hacerlo.
Natuu♥!!
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
pobrecito joe
pero la rayis deberia ser inteligente!!!..sospechar de diego
y contarle a joe q el fue y todo lo que le dijopero es q es bruta!!! ushhh me choca!!!
pero la rayis deberia ser inteligente!!!..sospechar de diego
y contarle a joe q el fue y todo lo que le dijopero es q es bruta!!! ushhh me choca!!!
Julieta♥
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
pobresito joe sufre mucho por la raya
diego es un manipulador de lo peor
lo odio siguela pronto plis
diego es un manipulador de lo peor
lo odio siguela pronto plis
Nani Jonas
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
natu no porfavor joe no se peude ir
porfavor sigue yaaaaaaaaaaa
porfavor sigue yaaaaaaaaaaa
andreita
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
pase de pagina y no me di cuenta¬¬¬
y por eso creo qe meresco un cap de regalo no?
andale siguela natu
y por eso creo qe meresco un cap de regalo no?
andale siguela natu
Nani Jonas
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 23
_____ despertó antes de que comenzara a amanecer. Gimió, extendiendo las piernas para enredarlas en las de Joe.
Sólo se encontró con sábanas frías.
Ya no era una absurda sensación, ni la enfermedad de Thor. Le costaba creerlo, pero el sentido común le decía que Joe había sido amable hasta acostarse con ella. Una vez conseguido el reto, había perdido interés.
Pero no se resignaba a aceptarlo. Necesitaba aferrarse a cualquier esperanza y, en el fondo, era sencillo encontrarla. Sólo tenía que mirar en su corazón y recordar los momentos apasionados vividos con Joe. Nadie podía engañar así, se repitió sin descanso; nadie podía fingir un amor tan grande. La explicación tenía que ser más sencilla y menos dolorosa, y seguramente él se la daría.
Esta vez no preparó nada para comer. Estaba segura de que él no aparecería hasta que cayera la noche, y ella no tenía apetito. Se pasó una buena parte de la mañana en la cama, sumida en pensamientos contradictorios y repitiéndose, porque necesitaba creerlo, que Joe la amaba. Dedicó el resto de las horas a leer sin conseguir centrarse en la novela que tenía entre las manos. Tenía la mente en su particular confusa historia, en sus propios problemas.
No quiso pasar la tarde con Doina; no tenía espíritu para elaborar y embotar mermelada. Escogió la soledad y la espera silenciosa. Prefirió contar el transcurrir de las horas mientras pensaba en Joe y echaba vistazos por entre las cortinas, esperando el milagro de verlo aparecer.
Pero, a ratos, la soledad elegida se convertía en una compañera despiadada que le estrujaba con frialdad el corazón. Entonces se apartaba de la ventana y deambulaba por la casa, murmurando con debilidad que todo estaba bien.
En uno de esos momentos en los que ya no contaba las horas, sino cada uno de los interminables instantes, se decidió a llamar a Bessolla. Hacía mucho tiempo que debía haberlo hecho, ya que él estaba buscando compradores cuando ella ya había descartado la opción de vender.
El abogado no le ocultó su decepción. Contaba con sacar una buena comisión de aquella venta y además ya había invertido una buena parte de su valioso tiempo en ese asunto. Aunque eso sí que pensaba cobrárselo. Le dijo que en unos días le enviaría la minuta.
—¿Cómo se ha tomado Joe que no quieras vender? —preguntó el abogado por simple curiosidad.
—¿Joe? —exclamó _____, extrañada—. No entiendo tu pregunta.
―Él tenía mucho interés en hacerse con tu herencia. —Recordando que le había hablado de liquidar su parte de los negocios, añadió—: Habría vendido su alma al diablo para conseguirlo.
La desazón hizo que _____ se levantara de la silla y caminara hacia la ventana. La tarde avanzaba y los verdes se oscurecían, como había hecho su vida en un instante. Por fin entendía el interés de Joe por ella, y también su rechazo de los últimos días. Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral al comprender lo ciega que había estado.
—No sólo al diablo... —susurró, sujetándose al borde de la encimera. Sentía el golpear de cada gota de sangre con la que comenzaba a llorar su corazón—. No sólo al diablo.
—Tal vez tengas razón —dijo el abogado sin entender lo que quería decirle—. Desde el primer momento quiso tratar este tema conmigo
—Desde el primer momento... —musitó sin fuerzas. Sus ojos vacíos miraban hacia el cristal de la ventana, pero se clavaban en la nada.
—Te confieso que eso me chocó. Él es un hombre muy directo al que no le gusta trabajar con intermediarios. Ignacio me solía contar, con mucho orgullo, que su chico sabía con quién entrevistarse para conseguir todo lo que se proponía.
_____ recordó la llamada en la que él le contó que su abuelo estaba a punto de morir; que, por favor, fuera a verle. Ella le había respondido que sí, pero tan sólo para quitárselo de encima.
—No tuvimos un buen comienzo —reconoció, apoyando los codos en la encimera y frotándose los ojos con la mano libre—. Puede que él no quisiera hablarlo conmigo porque yo no me porté bien con el abuelo.
—Es posible. Ése puede ser un motivo por todo el cariño que tenía a Ignacio. Pero hay otro que no debes olvidar —a través del teléfono _____ escuchó un suspiro y sonido de papeles—: tú acababas de heredar lo que siempre creyó que sería suyo.
«Lo que sería suyo...» Ella había llegado a «sus dominios», a tomar posesión de «lo que sería suyo». De ahí nacieron su aspereza, sus desplantes, sus humillaciones. Ella había estado dispuesta a jurar que Joe no era un hombre que albergara resentimientos, menos aún por cosas materiales. Pero estaba claro que no lo sabía todo sobre él.
Acarició, con la palma abierta, el pequeño ramito de flores que llenaba el vaso de cristal, y un suave olor a menta le despertó el recuerdo de sus paseos y largas charlas en la sierra. Sus ojos se empañaron con la humedad de la amargura y la decepción. Los cerró para soportar el dolor despiadado que le perforaba el alma.
—¿Por qué conoces tantas cosas de Joe? —preguntó después de una pequeña pausa.
—Por Ignacio —respondió Luciano al otro lado—. Hablábamos mucho. Lo consideraba como un hijo.
—Cuéntame todo lo que sepas, por favor—le pidió _____, temerosa de escucharle.
Y Luciano rescató de su memoria antiguas conversaciones que fueron iluminando a _____ algunas dudas y oscureciéndole muchas otras.
En cuanto colgó el teléfono, sin darse tiempo a llorar, zarandeó su amor propio y salió en busca de Joe.
Caminó erguida, con los hombros firmes y la barbilla alzada para que el aire le resecara con rapidez los ojos. Se sentía furiosa porque la hubiera utilizado de esa manera tan sucia, pero, sobre todo, y eso era lo que no quería que Joe viera, estaba herida. Herida en su dignidad y herida en su alma. Especialmente en su alma.
El Land Rover circulaba despacio por el camino, en dirección a la carretera. _____ echó a correr para alcanzarlo. Al llegar a su altura golpeó con la mano abierta la portezuela del copiloto.
Joe detuvo el vehículo, se inclinó, alargando el brazo, y bajó el cristal de la ventanilla. Le sorprendió verla con los labios apretados y con el revelador aleteo de los orificios de su nariz. Hacía tiempo que no contemplaba esos signos de furia contenida.
—¿Qué ocurre? —dijo, mirándola con preocupación.
—Quiero hablar contigo —respondió _____ con sequedad, resoplando por la corta pero intensa carrera.
—¿Puedes esperar a que regrese? —preguntó él mientras oteaba el cielo a través del parabrisas—. Si me entretengo me pillará la noche sin haber subido a ver el ganado.
—No puedo esperar —aseguró ella—. Subo contigo y hablamos por el camino —se agarró a la manilla para abrir la puerta.
—¡No! —la interrumpió Joe con demasiada urgencia—. Espera.
No quería tenerla dentro del coche. Demasiada intimidad en un espacio tan reducido, sobre todo si ella estallaba, como parecía que estaba a punto de hacer.
Descendió para mirar hacia las naves y descubrió a los chicos. Juntó los labios y emitió un potente silbido. Después alzó el brazo y con el dedo índice dibujó un círculo en el cielo. Eso bastó para hacerles entender que fueran ellos a echar el vistazo, porque Traían le devolvió el silbido. Un minuto después los dos hermanos salían alborotando el aire con el ruido de sus motos.
Joe rodeó el Land Rover por su parte delantera y se detuvo ante _____. Se fijó en que sujetaba la manilla de la puerta con tanta fuerza que los nudillos le brillaban blanquecinos.
Ella le miró con el orgullo ofendido de los Ochoa de Olza.
—Te has dado mucha prisa por abandonar mi cama esta mañana —inspiró hondo para controlar su rabia a la vez que clavaba en él sus resentidos ojos verdes.
—Tenía mucho que hacer y... —Era el momento de asestarle el golpe definitivo que la alejara de su lado, pero sólo encontraba disculpas que no la hirieran demasiado.
—Es curioso —interrumpió ella con una sonrisa mordaz—. Llevas tres días tan atareado, que a pesar de que compartimos techo sólo nos hemos visto las ocasiones en las que yo he ido a tu encuentro.
—A estas alturas... —su voz surgió ronca y se detuvo un instante. Carraspeó, introduciendo las manos en los bolsillos—. A estas alturas ya deberías saber que aquí se trabaja duro.
_____ dejó escapar una risa mal fingida. Deslizó su mirada por la hierba fresca de la finca, por los establos, por los fardos apilados junto a las paredes.
—Soy tan estúpida que llegué a admirarte por eso —dijo con un susurro apagado—. Por encima de tu descanso, incluso de nuestras discusiones, siempre estaba tu compromiso con lo que perteneció al abuelo, tu sentido del deber. —Asintió con pesar—. Sentido del deber... —repitió con una triste ironía—. ¿Puede existir alguien más ingenua que yo?
—No comprendo lo que dices —murmuró, confundido y apenado—. Mezclas tantas cosas...
Ella reaccionó a su debilidad devolviéndole una mirada cargada de fría e intencionada saña.
—El abuelo te prometió que todo esto sería tuyo, ¿verdad? —dijo al fin, a la vez que cruzaba los brazos sobre el pecho—. Y lo hizo tantas veces que acabaste creyéndolo, ¿no es cierto?
Joe apoyó la palma abierta y vacilante sobre la chapa del Land Rover mientras sus ojos escudriñaban los de _____, tratando de entender.
—¿Qué tipo de conversación es ésta? —preguntó, arrugando el ceño.
—Es algo que debimos aclarar hace ya mucho tiempo —respondió _____ con aparentada firmeza—. Y es que no creo en esa fidelidad eterna que muestras hacia él. Te he observado trabajar con esa entrega incansable, defender al abuelo con más vigor del que utilizas para justificarte a ti mismo. —Alzó los hombros para dejarlos caer, rendidos—. No puedo comprenderlo, pero creo que en algún momento has tenido que sentirte engañado.
Fue como un soplido a la conciencia de Joe que le avivó las llamas de la culpa y del remordimiento. No quería volver a dudar de Ignacio; se atormentaba cada vez que lo hacía.
—¿Por qué me haces esto? —preguntó en voz baja, con un brillo de agonía en la mirada.
—¡Porque quiero la verdad! —gritó _____, sin apiadarse de su dolor—. Por una santa vez quiero que seas sincero conmigo.
—¡Sí, le creí! —soltó, crispando las manos, y sintió alivio al decirlo al fin en voz alta—. ¿Por qué no iba a hacerlo, si yo había trabajado aquí incluso más que él? —Golpeó con su puño la chapa del todoterreno—. No se cansaba de repetirme que todo esto sería mío.
La frialdad que percibió en _____ le sobrecogió. Se giró hacia el Land Rover, apoyó ambas manos en el capó y, sobre ellas, el peso de su cuerpo vencido. Miró a su alrededor. Una suave brisa mecía con pereza las ramas de los árboles. La caricia cálida con olor a pinos voló a su alrededor y le rozó el rostro. Inspiró y cerró los ojos para impregnarse de esa calma.
Pero _____ no iba a concederle ninguna tregua.
—Así era lógico que le creyeras, ¿no? Confiabas ciegamente en él —le lanzó con la rabia que le provocaba el sentirse utilizada.
Joe giró la cabeza y la miró, incrédulo. Comprendía que ella se sintiera dolida y se defendiera devolviéndole el daño. Lo que no alcanzaba a entender era que estuviera siendo tan certera, atacándole en el centro de todas sus dudas.
—Sí, confiaba en él —respondió con suavidad—. Al final, y cuando ya estaba muy enfermo, mantuvimos una conversación muy extraña —suspiró, recordando las vacilaciones de Ignacio—. Él quería decirme algo, lo sé. Pero sólo me hizo prometer que nada cambiaría a su muerte —soltó una risa amarga—. ¿Qué esperaba que hiciera yo, si ya te había nombrado su única heredera?
—Nunca me has perdonado eso, ¿verdad? —preguntó, pero Joe percibió una afirmación y un reproche.
—Te equivocas. —Durante unos segundos se mantuvo inmóvil y silencioso, contemplándola mientras lamentaba no poder decirle hasta qué punto las cosas no eran lo que parecían—. Desde el primer momento entendí que tú eras la beneficiaria legal. Estaba tan seguro de que esto no te interesaba y que lo pondrías en venta, que de lo único que me preocupé fue de buscar el modo de ser yo quien lo comprara —resopló con fuerza, pero no consiguió aliviar la presión en su pecho—. Reconozco que no me gustó verte aquí, tomando posesión de algo que nunca habías amado y que además tenía que terminar siendo mío.
—¿Y a pesar de esto, me vas a decir que nunca sentiste resentimiento hacia el abuelo porque te mintió? —preguntó, alzando la cabeza con orgullo.
—No. Eso nunca, porque no cabe en mi cabeza que me mintiera. Desconfianza sí que he sentido a veces. —Un escozor le humedeció los ojos, los cerró y tensó la mandíbula con impotencia. Seguía juzgándose culpable por sus recelos—. Sólo desconfianza... porque no entendía, y sigo sin entender, por qué no fue sincero conmigo.
La rabia de _____ se fue volviendo tristeza ante el sufrimiento que Joe no supo esconder. Apoyó la espalda contra la portezuela del vehículo y suspiró, mirando hacia los imperturbables picos que se dibujaban en el cielo.
—Porque tenía miedo de que le abandonaras —reveló al fin, dejándose llevar por la piedad—. Se lo contó a Bessolla. Le dijo que su corazón sabía que todo esto era tuyo, pero que de algún modo tenía que pagar lo que había hecho a su mujer y a su hijo. Sólo podía tranquilizar su conciencia dándome lo que legalmente me correspondía. Tuvo miedo de que no lo entendieras y te fueras de su lado.
El murmullo del río, el suave mecer de las hojas, el canto de los pájaros... todo se oía con más claridad en el silencio que siguió a esa confidencia. Un nudo de emoción se le encajó a Joe en la garganta. Tragó para deshacerlo, pero fue un intento inútil.
—Yo nunca habría hecho eso —dijo con la mirada perdida en el fondo del valle—. Yo le quería.
—Pero él no podía arriesgarse. Tú me lo has dicho más de una vez: era un hombre solo que necesitaba cariño. —Miró sus hombros hundidos y se le oprimió el corazón—. Si te sirve de consuelo, Luciano asegura que el abuelo te quiso como a un hijo. Los últimos meses de vida se los pasó intentando mediar entre su cabeza y su corazón. Era una contienda que de cualquier modo tenía perdida —suspiró con lentitud para que Joe no la escuchara—. Se dejó el alma batallando entre su cariño, que eras tú, y su obligación, que era yo.
Joe dejo de apreciar el valle con la misma claridad cuando sus ojos se nublaron con el significado de aquellas palabras. Le servían de consuelo; sí. Le ayudaban a entender al viejo y le decían que no le había traicionado. Bajó los párpados para contener las lágrimas. Por fin recuperaba la paz que perdió el día en que se abrió el maldito testamento. Pidió perdón en silencio por la poca fe que algunas veces había tenido en el abuelo.
—Esto explica que quisieras conseguir todo esto —continuó diciendo _____, mirando a su alrededor—. Pero ¿por qué he tenido que enterarme por Bessolla?
—No lo sé —mintió, porque la verdad era que al principio lo ocultó por orgullo; si no iba a conseguirlo prefería que ella no supiera que lo había intentado. Después, cuando se enamoró, todo eso dejó de tener importancia.
—Yo sí lo sé —dijo _____ con lágrimas en los ojos—: quisiste seducirme para convertirte en el señor de estas tierras. Pero una vez que te acostaste conmigo, debiste pensar que el sacrificio de soportarme no te compensaba.
Ahí estaba el motivo que la iba a apartar de su lado, pensó Joe. Algo sucio, rastrero. Algo que conseguiría que ella quisiera olvidarle. Llevaba días buscando la solución mágica que la alejara sin romperle el corazón. Pero eso no era posible. Y era ella, precisamente ella, la que le brindaba una justificación despiadada que supondría el principio del calvario. Sólo rezaba para que el de ella fuera breve, para que le borrara de su memoria con la rapidez con la que se olvida a los canallas, para que ocupara el resto de su vida en cumplir sus sueños y ser feliz mientras él consumía la suya en recordarla.
—Buscaba mi sueño. No puedes culparme por eso —musitó sin mirarla.
—Es cierto. Resultaría hipócrita por mi parte. —Se pegó con fuerza a la chapa del Land Rover y volvió a cruzar los brazos, como un escudo protector—. Diego se casó con una mujer a la que no amaba para poder disfrutar de su fortuna, de su posicionamiento social. Me lo contó, y aun así comencé una relación con él. La única diferencia entre ustedes dos es que tú no has sido capaz de llevarlo a cabo. —Tomó una gran bocanada de aire al sentir que se ahogaba—. Lo que no sé si es debido a que tienes más escrúpulos, o a que yo no estoy a la altura de lo que esperabas.
—_____... —susurró Joe, volviendo el rostro para mirarla.
—No, Joe. No te disculpes —rogó, alzando las manos—. No es necesario. Confío en que algún día aprenderé a elegir a los hombres. —Caminó sobre el mullido y dócil pasto para alejarse unos metros—. Voy a recoger mis cosas. Mañana vuelvo a casa —musitó con ojos brillantes.
Joe se sintió morir. Se giró despacio. _____ le daba la espalda, con los brazos cruzados de nuevo sobre el pecho. La brisa de aquella tarde apacible mecía el revoltijo de bucles sobre sus hombros. Seguramente olía a moras.
—Es lo mejor que puedes hacer —dos lágrimas resbalaron por sus mejillas hasta desaparecer en sus labios; jamás le habían parecido tan amargas—. Este nunca fue tu sitio.
_____ se estremeció al escucharle. Había llegado a creer que aquél se había convertido en su hogar, su hogar para siempre. Ya no le cabía duda de que había estado alimentando una ilusión estúpida.
—Es cierto. Nunca fue mi sitio —respondió, preguntándose si alguna vez encontraría ese lugar en el que de verdad encajara.
Sin volverse para que él no fuera testigo de su desolación, le pidió que la despidiera de sus padres cuando regresaran de Pamplona y le dijo que lamentaba no haber podido hacerlo ella misma.
Nombrar la ciudad que visitaron juntos le avivó otros recuerdos. Volvió a ver la ilusión que descubrió en sus ojos cuando le contó que iban a convertirlo en tío, a escuchar de nuevo su confesado deseo de que fuera una niña... Ella no estaría allí para contemplar la emoción con la que abrazaría por primera vez a aquel bebé. No estaría allí para compartir con él esa emoción ni ninguna otra.
—Espero que la vida te conceda lo que buscas. —Pensó en el que era, para él, su más valioso anhelo, y se le encogió el corazón—. No dudo que conseguirás todo eso que ansias.
—Lo que yo ansió... —La acarició con la mirada, dolorosamente consciente de que no podría volver a hacerlo—. Yo también deseo que encuentres la felicidad que mereces. Presiento que está esperándote ahí, muy cerca.
—La felicidad es para quien sabe buscarla—musitó _____—; yo ni siquiera sé en qué dirección debo mirar. —Comenzó a alejarse al comprender que no podría contener por más tiempo su desconsuelo.
Las lágrimas que el coraje no le dejó verter al descubrir el juego sucio de Joe, brotaron en el instante en el que todo había terminado. Las derramó sobre los restos de ese amor fracasado, de ese sueño roto que jamás olvidaría.
Se fue despacio, sumida en un mar de lloros silenciosos, atravesando el pastizal y despidiéndose con cada nueva pisada, con los hombros vencidos y la cabeza baja.
Joe sí pudo mirarla, seguro de que ella no le descubriría haciéndolo. Necesitaba verla, grabársela en las retinas y en el corazón para poder pasar el resto de la eternidad recordándola.
Escogió, para marcharse, una hora en la que sabía que todos estarían ocupados con las labores de la granja. No quería más despedidas. La noche anterior, diciendo adiós a la familia Ionescu, _____ había llorado hasta acabar deshecha. Doina se había atrevido a decirle que no se fuera; que el señor Joe la amaba, pero ella sabía que eso no era cierto. No podía quedarse confiando en que las cosas cambiaran. Si lo hacía corría el riesgo de acabar convertida en otra Helena. Y ella no quería eso. No deseaba mantenerse al lado de Joe a cualquier precio.
Acercó el coche a la entrada de la borda y después arrastró como pudo su pesada maleta. Junto a las mismas cosas que trajo cuando llegó, había metido algo muy preciado: el libro de recetas que le regaló Doina, y, bien protegida entre sus hojas, la imagen de Joe; el hombre que ni con sus traiciones había conseguido que ella dejara de amarle.
Se detuvo a medio camino para volverse hacia la casa. Ya no le parecía una cabaña inhóspita, sino el refugio sencillo y acogedor donde había vivido los momentos más hermosos de su existencia, los más importantes, los que por muchos años que transcurrieran jamás olvidaría.
Desde el interior del establo, donde sabía que la poca luz no le descubriría, Joe observaba su indecisión y el modo en el que tiraba del pesado bulto hacia su lujoso BMW.
Con la espalda bien pegada a la pared, los puños crispados en el interior de los bolsillos de su pantalón, la mandíbula tensa... Sólo sus ojos se movían siguiendo cada movimiento de _____. Era como un animal al acecho. Pero nada más lejos de la realidad. La tensión de sus músculos no estaba provocada por la excitación de la espera, sino por el dolor; y no obtendría la recompensa que toda cacería conlleva, pues él estaba dejando escapar a su presa.
Los pasos de _____ eran lentos, como si aguardara que alguien apareciera para detenerla. Finalmente cerró el maletero, miró a su alrededor sin encontrar a nadie, y entró en el coche.
Joe inspiró cuando ya no pudo verla. Ya estaba hecho, ya la había perdido, ya podía comenzar a hundirse en el infierno.
Cerró los ojos y golpeó su cabeza contra la pared, una y otra vez. No quería presenciar cómo se alejaba el automóvil por el camino hacia la carretera, apartándola de su lado para siempre.
Pero no necesitaba mirar, cuando la verdadera separación la estaba librando en su corazón, que se desangraba a la que vez que la distancia con _____ iba creciendo. Padeció hasta que se desgarró en dos pedazos y uno se precipitó tras ella, como asciende con fidelidad el vapor hacia el sol. El otro, el más frío y cansado, el que ya no podía latir para mantener vivo a un hombre, se quedó llorando, asustado y encogido al abrigo álgido de su pecho.
Natuu♥!!
Sólo se encontró con sábanas frías.
Ya no era una absurda sensación, ni la enfermedad de Thor. Le costaba creerlo, pero el sentido común le decía que Joe había sido amable hasta acostarse con ella. Una vez conseguido el reto, había perdido interés.
Pero no se resignaba a aceptarlo. Necesitaba aferrarse a cualquier esperanza y, en el fondo, era sencillo encontrarla. Sólo tenía que mirar en su corazón y recordar los momentos apasionados vividos con Joe. Nadie podía engañar así, se repitió sin descanso; nadie podía fingir un amor tan grande. La explicación tenía que ser más sencilla y menos dolorosa, y seguramente él se la daría.
Esta vez no preparó nada para comer. Estaba segura de que él no aparecería hasta que cayera la noche, y ella no tenía apetito. Se pasó una buena parte de la mañana en la cama, sumida en pensamientos contradictorios y repitiéndose, porque necesitaba creerlo, que Joe la amaba. Dedicó el resto de las horas a leer sin conseguir centrarse en la novela que tenía entre las manos. Tenía la mente en su particular confusa historia, en sus propios problemas.
No quiso pasar la tarde con Doina; no tenía espíritu para elaborar y embotar mermelada. Escogió la soledad y la espera silenciosa. Prefirió contar el transcurrir de las horas mientras pensaba en Joe y echaba vistazos por entre las cortinas, esperando el milagro de verlo aparecer.
Pero, a ratos, la soledad elegida se convertía en una compañera despiadada que le estrujaba con frialdad el corazón. Entonces se apartaba de la ventana y deambulaba por la casa, murmurando con debilidad que todo estaba bien.
En uno de esos momentos en los que ya no contaba las horas, sino cada uno de los interminables instantes, se decidió a llamar a Bessolla. Hacía mucho tiempo que debía haberlo hecho, ya que él estaba buscando compradores cuando ella ya había descartado la opción de vender.
El abogado no le ocultó su decepción. Contaba con sacar una buena comisión de aquella venta y además ya había invertido una buena parte de su valioso tiempo en ese asunto. Aunque eso sí que pensaba cobrárselo. Le dijo que en unos días le enviaría la minuta.
—¿Cómo se ha tomado Joe que no quieras vender? —preguntó el abogado por simple curiosidad.
—¿Joe? —exclamó _____, extrañada—. No entiendo tu pregunta.
―Él tenía mucho interés en hacerse con tu herencia. —Recordando que le había hablado de liquidar su parte de los negocios, añadió—: Habría vendido su alma al diablo para conseguirlo.
La desazón hizo que _____ se levantara de la silla y caminara hacia la ventana. La tarde avanzaba y los verdes se oscurecían, como había hecho su vida en un instante. Por fin entendía el interés de Joe por ella, y también su rechazo de los últimos días. Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral al comprender lo ciega que había estado.
—No sólo al diablo... —susurró, sujetándose al borde de la encimera. Sentía el golpear de cada gota de sangre con la que comenzaba a llorar su corazón—. No sólo al diablo.
—Tal vez tengas razón —dijo el abogado sin entender lo que quería decirle—. Desde el primer momento quiso tratar este tema conmigo
—Desde el primer momento... —musitó sin fuerzas. Sus ojos vacíos miraban hacia el cristal de la ventana, pero se clavaban en la nada.
—Te confieso que eso me chocó. Él es un hombre muy directo al que no le gusta trabajar con intermediarios. Ignacio me solía contar, con mucho orgullo, que su chico sabía con quién entrevistarse para conseguir todo lo que se proponía.
_____ recordó la llamada en la que él le contó que su abuelo estaba a punto de morir; que, por favor, fuera a verle. Ella le había respondido que sí, pero tan sólo para quitárselo de encima.
—No tuvimos un buen comienzo —reconoció, apoyando los codos en la encimera y frotándose los ojos con la mano libre—. Puede que él no quisiera hablarlo conmigo porque yo no me porté bien con el abuelo.
—Es posible. Ése puede ser un motivo por todo el cariño que tenía a Ignacio. Pero hay otro que no debes olvidar —a través del teléfono _____ escuchó un suspiro y sonido de papeles—: tú acababas de heredar lo que siempre creyó que sería suyo.
«Lo que sería suyo...» Ella había llegado a «sus dominios», a tomar posesión de «lo que sería suyo». De ahí nacieron su aspereza, sus desplantes, sus humillaciones. Ella había estado dispuesta a jurar que Joe no era un hombre que albergara resentimientos, menos aún por cosas materiales. Pero estaba claro que no lo sabía todo sobre él.
Acarició, con la palma abierta, el pequeño ramito de flores que llenaba el vaso de cristal, y un suave olor a menta le despertó el recuerdo de sus paseos y largas charlas en la sierra. Sus ojos se empañaron con la humedad de la amargura y la decepción. Los cerró para soportar el dolor despiadado que le perforaba el alma.
—¿Por qué conoces tantas cosas de Joe? —preguntó después de una pequeña pausa.
—Por Ignacio —respondió Luciano al otro lado—. Hablábamos mucho. Lo consideraba como un hijo.
—Cuéntame todo lo que sepas, por favor—le pidió _____, temerosa de escucharle.
Y Luciano rescató de su memoria antiguas conversaciones que fueron iluminando a _____ algunas dudas y oscureciéndole muchas otras.
En cuanto colgó el teléfono, sin darse tiempo a llorar, zarandeó su amor propio y salió en busca de Joe.
Caminó erguida, con los hombros firmes y la barbilla alzada para que el aire le resecara con rapidez los ojos. Se sentía furiosa porque la hubiera utilizado de esa manera tan sucia, pero, sobre todo, y eso era lo que no quería que Joe viera, estaba herida. Herida en su dignidad y herida en su alma. Especialmente en su alma.
El Land Rover circulaba despacio por el camino, en dirección a la carretera. _____ echó a correr para alcanzarlo. Al llegar a su altura golpeó con la mano abierta la portezuela del copiloto.
Joe detuvo el vehículo, se inclinó, alargando el brazo, y bajó el cristal de la ventanilla. Le sorprendió verla con los labios apretados y con el revelador aleteo de los orificios de su nariz. Hacía tiempo que no contemplaba esos signos de furia contenida.
—¿Qué ocurre? —dijo, mirándola con preocupación.
—Quiero hablar contigo —respondió _____ con sequedad, resoplando por la corta pero intensa carrera.
—¿Puedes esperar a que regrese? —preguntó él mientras oteaba el cielo a través del parabrisas—. Si me entretengo me pillará la noche sin haber subido a ver el ganado.
—No puedo esperar —aseguró ella—. Subo contigo y hablamos por el camino —se agarró a la manilla para abrir la puerta.
—¡No! —la interrumpió Joe con demasiada urgencia—. Espera.
No quería tenerla dentro del coche. Demasiada intimidad en un espacio tan reducido, sobre todo si ella estallaba, como parecía que estaba a punto de hacer.
Descendió para mirar hacia las naves y descubrió a los chicos. Juntó los labios y emitió un potente silbido. Después alzó el brazo y con el dedo índice dibujó un círculo en el cielo. Eso bastó para hacerles entender que fueran ellos a echar el vistazo, porque Traían le devolvió el silbido. Un minuto después los dos hermanos salían alborotando el aire con el ruido de sus motos.
Joe rodeó el Land Rover por su parte delantera y se detuvo ante _____. Se fijó en que sujetaba la manilla de la puerta con tanta fuerza que los nudillos le brillaban blanquecinos.
Ella le miró con el orgullo ofendido de los Ochoa de Olza.
—Te has dado mucha prisa por abandonar mi cama esta mañana —inspiró hondo para controlar su rabia a la vez que clavaba en él sus resentidos ojos verdes.
—Tenía mucho que hacer y... —Era el momento de asestarle el golpe definitivo que la alejara de su lado, pero sólo encontraba disculpas que no la hirieran demasiado.
—Es curioso —interrumpió ella con una sonrisa mordaz—. Llevas tres días tan atareado, que a pesar de que compartimos techo sólo nos hemos visto las ocasiones en las que yo he ido a tu encuentro.
—A estas alturas... —su voz surgió ronca y se detuvo un instante. Carraspeó, introduciendo las manos en los bolsillos—. A estas alturas ya deberías saber que aquí se trabaja duro.
_____ dejó escapar una risa mal fingida. Deslizó su mirada por la hierba fresca de la finca, por los establos, por los fardos apilados junto a las paredes.
—Soy tan estúpida que llegué a admirarte por eso —dijo con un susurro apagado—. Por encima de tu descanso, incluso de nuestras discusiones, siempre estaba tu compromiso con lo que perteneció al abuelo, tu sentido del deber. —Asintió con pesar—. Sentido del deber... —repitió con una triste ironía—. ¿Puede existir alguien más ingenua que yo?
—No comprendo lo que dices —murmuró, confundido y apenado—. Mezclas tantas cosas...
Ella reaccionó a su debilidad devolviéndole una mirada cargada de fría e intencionada saña.
—El abuelo te prometió que todo esto sería tuyo, ¿verdad? —dijo al fin, a la vez que cruzaba los brazos sobre el pecho—. Y lo hizo tantas veces que acabaste creyéndolo, ¿no es cierto?
Joe apoyó la palma abierta y vacilante sobre la chapa del Land Rover mientras sus ojos escudriñaban los de _____, tratando de entender.
—¿Qué tipo de conversación es ésta? —preguntó, arrugando el ceño.
—Es algo que debimos aclarar hace ya mucho tiempo —respondió _____ con aparentada firmeza—. Y es que no creo en esa fidelidad eterna que muestras hacia él. Te he observado trabajar con esa entrega incansable, defender al abuelo con más vigor del que utilizas para justificarte a ti mismo. —Alzó los hombros para dejarlos caer, rendidos—. No puedo comprenderlo, pero creo que en algún momento has tenido que sentirte engañado.
Fue como un soplido a la conciencia de Joe que le avivó las llamas de la culpa y del remordimiento. No quería volver a dudar de Ignacio; se atormentaba cada vez que lo hacía.
—¿Por qué me haces esto? —preguntó en voz baja, con un brillo de agonía en la mirada.
—¡Porque quiero la verdad! —gritó _____, sin apiadarse de su dolor—. Por una santa vez quiero que seas sincero conmigo.
—¡Sí, le creí! —soltó, crispando las manos, y sintió alivio al decirlo al fin en voz alta—. ¿Por qué no iba a hacerlo, si yo había trabajado aquí incluso más que él? —Golpeó con su puño la chapa del todoterreno—. No se cansaba de repetirme que todo esto sería mío.
La frialdad que percibió en _____ le sobrecogió. Se giró hacia el Land Rover, apoyó ambas manos en el capó y, sobre ellas, el peso de su cuerpo vencido. Miró a su alrededor. Una suave brisa mecía con pereza las ramas de los árboles. La caricia cálida con olor a pinos voló a su alrededor y le rozó el rostro. Inspiró y cerró los ojos para impregnarse de esa calma.
Pero _____ no iba a concederle ninguna tregua.
—Así era lógico que le creyeras, ¿no? Confiabas ciegamente en él —le lanzó con la rabia que le provocaba el sentirse utilizada.
Joe giró la cabeza y la miró, incrédulo. Comprendía que ella se sintiera dolida y se defendiera devolviéndole el daño. Lo que no alcanzaba a entender era que estuviera siendo tan certera, atacándole en el centro de todas sus dudas.
—Sí, confiaba en él —respondió con suavidad—. Al final, y cuando ya estaba muy enfermo, mantuvimos una conversación muy extraña —suspiró, recordando las vacilaciones de Ignacio—. Él quería decirme algo, lo sé. Pero sólo me hizo prometer que nada cambiaría a su muerte —soltó una risa amarga—. ¿Qué esperaba que hiciera yo, si ya te había nombrado su única heredera?
—Nunca me has perdonado eso, ¿verdad? —preguntó, pero Joe percibió una afirmación y un reproche.
—Te equivocas. —Durante unos segundos se mantuvo inmóvil y silencioso, contemplándola mientras lamentaba no poder decirle hasta qué punto las cosas no eran lo que parecían—. Desde el primer momento entendí que tú eras la beneficiaria legal. Estaba tan seguro de que esto no te interesaba y que lo pondrías en venta, que de lo único que me preocupé fue de buscar el modo de ser yo quien lo comprara —resopló con fuerza, pero no consiguió aliviar la presión en su pecho—. Reconozco que no me gustó verte aquí, tomando posesión de algo que nunca habías amado y que además tenía que terminar siendo mío.
—¿Y a pesar de esto, me vas a decir que nunca sentiste resentimiento hacia el abuelo porque te mintió? —preguntó, alzando la cabeza con orgullo.
—No. Eso nunca, porque no cabe en mi cabeza que me mintiera. Desconfianza sí que he sentido a veces. —Un escozor le humedeció los ojos, los cerró y tensó la mandíbula con impotencia. Seguía juzgándose culpable por sus recelos—. Sólo desconfianza... porque no entendía, y sigo sin entender, por qué no fue sincero conmigo.
La rabia de _____ se fue volviendo tristeza ante el sufrimiento que Joe no supo esconder. Apoyó la espalda contra la portezuela del vehículo y suspiró, mirando hacia los imperturbables picos que se dibujaban en el cielo.
—Porque tenía miedo de que le abandonaras —reveló al fin, dejándose llevar por la piedad—. Se lo contó a Bessolla. Le dijo que su corazón sabía que todo esto era tuyo, pero que de algún modo tenía que pagar lo que había hecho a su mujer y a su hijo. Sólo podía tranquilizar su conciencia dándome lo que legalmente me correspondía. Tuvo miedo de que no lo entendieras y te fueras de su lado.
El murmullo del río, el suave mecer de las hojas, el canto de los pájaros... todo se oía con más claridad en el silencio que siguió a esa confidencia. Un nudo de emoción se le encajó a Joe en la garganta. Tragó para deshacerlo, pero fue un intento inútil.
—Yo nunca habría hecho eso —dijo con la mirada perdida en el fondo del valle—. Yo le quería.
—Pero él no podía arriesgarse. Tú me lo has dicho más de una vez: era un hombre solo que necesitaba cariño. —Miró sus hombros hundidos y se le oprimió el corazón—. Si te sirve de consuelo, Luciano asegura que el abuelo te quiso como a un hijo. Los últimos meses de vida se los pasó intentando mediar entre su cabeza y su corazón. Era una contienda que de cualquier modo tenía perdida —suspiró con lentitud para que Joe no la escuchara—. Se dejó el alma batallando entre su cariño, que eras tú, y su obligación, que era yo.
Joe dejo de apreciar el valle con la misma claridad cuando sus ojos se nublaron con el significado de aquellas palabras. Le servían de consuelo; sí. Le ayudaban a entender al viejo y le decían que no le había traicionado. Bajó los párpados para contener las lágrimas. Por fin recuperaba la paz que perdió el día en que se abrió el maldito testamento. Pidió perdón en silencio por la poca fe que algunas veces había tenido en el abuelo.
—Esto explica que quisieras conseguir todo esto —continuó diciendo _____, mirando a su alrededor—. Pero ¿por qué he tenido que enterarme por Bessolla?
—No lo sé —mintió, porque la verdad era que al principio lo ocultó por orgullo; si no iba a conseguirlo prefería que ella no supiera que lo había intentado. Después, cuando se enamoró, todo eso dejó de tener importancia.
—Yo sí lo sé —dijo _____ con lágrimas en los ojos—: quisiste seducirme para convertirte en el señor de estas tierras. Pero una vez que te acostaste conmigo, debiste pensar que el sacrificio de soportarme no te compensaba.
Ahí estaba el motivo que la iba a apartar de su lado, pensó Joe. Algo sucio, rastrero. Algo que conseguiría que ella quisiera olvidarle. Llevaba días buscando la solución mágica que la alejara sin romperle el corazón. Pero eso no era posible. Y era ella, precisamente ella, la que le brindaba una justificación despiadada que supondría el principio del calvario. Sólo rezaba para que el de ella fuera breve, para que le borrara de su memoria con la rapidez con la que se olvida a los canallas, para que ocupara el resto de su vida en cumplir sus sueños y ser feliz mientras él consumía la suya en recordarla.
—Buscaba mi sueño. No puedes culparme por eso —musitó sin mirarla.
—Es cierto. Resultaría hipócrita por mi parte. —Se pegó con fuerza a la chapa del Land Rover y volvió a cruzar los brazos, como un escudo protector—. Diego se casó con una mujer a la que no amaba para poder disfrutar de su fortuna, de su posicionamiento social. Me lo contó, y aun así comencé una relación con él. La única diferencia entre ustedes dos es que tú no has sido capaz de llevarlo a cabo. —Tomó una gran bocanada de aire al sentir que se ahogaba—. Lo que no sé si es debido a que tienes más escrúpulos, o a que yo no estoy a la altura de lo que esperabas.
—_____... —susurró Joe, volviendo el rostro para mirarla.
—No, Joe. No te disculpes —rogó, alzando las manos—. No es necesario. Confío en que algún día aprenderé a elegir a los hombres. —Caminó sobre el mullido y dócil pasto para alejarse unos metros—. Voy a recoger mis cosas. Mañana vuelvo a casa —musitó con ojos brillantes.
Joe se sintió morir. Se giró despacio. _____ le daba la espalda, con los brazos cruzados de nuevo sobre el pecho. La brisa de aquella tarde apacible mecía el revoltijo de bucles sobre sus hombros. Seguramente olía a moras.
—Es lo mejor que puedes hacer —dos lágrimas resbalaron por sus mejillas hasta desaparecer en sus labios; jamás le habían parecido tan amargas—. Este nunca fue tu sitio.
_____ se estremeció al escucharle. Había llegado a creer que aquél se había convertido en su hogar, su hogar para siempre. Ya no le cabía duda de que había estado alimentando una ilusión estúpida.
—Es cierto. Nunca fue mi sitio —respondió, preguntándose si alguna vez encontraría ese lugar en el que de verdad encajara.
Sin volverse para que él no fuera testigo de su desolación, le pidió que la despidiera de sus padres cuando regresaran de Pamplona y le dijo que lamentaba no haber podido hacerlo ella misma.
Nombrar la ciudad que visitaron juntos le avivó otros recuerdos. Volvió a ver la ilusión que descubrió en sus ojos cuando le contó que iban a convertirlo en tío, a escuchar de nuevo su confesado deseo de que fuera una niña... Ella no estaría allí para contemplar la emoción con la que abrazaría por primera vez a aquel bebé. No estaría allí para compartir con él esa emoción ni ninguna otra.
—Espero que la vida te conceda lo que buscas. —Pensó en el que era, para él, su más valioso anhelo, y se le encogió el corazón—. No dudo que conseguirás todo eso que ansias.
—Lo que yo ansió... —La acarició con la mirada, dolorosamente consciente de que no podría volver a hacerlo—. Yo también deseo que encuentres la felicidad que mereces. Presiento que está esperándote ahí, muy cerca.
—La felicidad es para quien sabe buscarla—musitó _____—; yo ni siquiera sé en qué dirección debo mirar. —Comenzó a alejarse al comprender que no podría contener por más tiempo su desconsuelo.
Las lágrimas que el coraje no le dejó verter al descubrir el juego sucio de Joe, brotaron en el instante en el que todo había terminado. Las derramó sobre los restos de ese amor fracasado, de ese sueño roto que jamás olvidaría.
Se fue despacio, sumida en un mar de lloros silenciosos, atravesando el pastizal y despidiéndose con cada nueva pisada, con los hombros vencidos y la cabeza baja.
Joe sí pudo mirarla, seguro de que ella no le descubriría haciéndolo. Necesitaba verla, grabársela en las retinas y en el corazón para poder pasar el resto de la eternidad recordándola.
Escogió, para marcharse, una hora en la que sabía que todos estarían ocupados con las labores de la granja. No quería más despedidas. La noche anterior, diciendo adiós a la familia Ionescu, _____ había llorado hasta acabar deshecha. Doina se había atrevido a decirle que no se fuera; que el señor Joe la amaba, pero ella sabía que eso no era cierto. No podía quedarse confiando en que las cosas cambiaran. Si lo hacía corría el riesgo de acabar convertida en otra Helena. Y ella no quería eso. No deseaba mantenerse al lado de Joe a cualquier precio.
Acercó el coche a la entrada de la borda y después arrastró como pudo su pesada maleta. Junto a las mismas cosas que trajo cuando llegó, había metido algo muy preciado: el libro de recetas que le regaló Doina, y, bien protegida entre sus hojas, la imagen de Joe; el hombre que ni con sus traiciones había conseguido que ella dejara de amarle.
Se detuvo a medio camino para volverse hacia la casa. Ya no le parecía una cabaña inhóspita, sino el refugio sencillo y acogedor donde había vivido los momentos más hermosos de su existencia, los más importantes, los que por muchos años que transcurrieran jamás olvidaría.
Desde el interior del establo, donde sabía que la poca luz no le descubriría, Joe observaba su indecisión y el modo en el que tiraba del pesado bulto hacia su lujoso BMW.
Con la espalda bien pegada a la pared, los puños crispados en el interior de los bolsillos de su pantalón, la mandíbula tensa... Sólo sus ojos se movían siguiendo cada movimiento de _____. Era como un animal al acecho. Pero nada más lejos de la realidad. La tensión de sus músculos no estaba provocada por la excitación de la espera, sino por el dolor; y no obtendría la recompensa que toda cacería conlleva, pues él estaba dejando escapar a su presa.
Los pasos de _____ eran lentos, como si aguardara que alguien apareciera para detenerla. Finalmente cerró el maletero, miró a su alrededor sin encontrar a nadie, y entró en el coche.
Joe inspiró cuando ya no pudo verla. Ya estaba hecho, ya la había perdido, ya podía comenzar a hundirse en el infierno.
Cerró los ojos y golpeó su cabeza contra la pared, una y otra vez. No quería presenciar cómo se alejaba el automóvil por el camino hacia la carretera, apartándola de su lado para siempre.
Pero no necesitaba mirar, cuando la verdadera separación la estaba librando en su corazón, que se desangraba a la que vez que la distancia con _____ iba creciendo. Padeció hasta que se desgarró en dos pedazos y uno se precipitó tras ella, como asciende con fidelidad el vapor hacia el sol. El otro, el más frío y cansado, el que ya no podía latir para mantener vivo a un hombre, se quedó llorando, asustado y encogido al abrigo álgido de su pecho.
Natuu♥!!
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
noooo..como fue a hacer eso
se me partio el corazon..lore!!..noes justo con ninguno
debes seguirla
por favor no tardes que estoy en angustia
se me partio el corazon..lore!!..noes justo con ninguno
debes seguirla
por favor no tardes que estoy en angustia
Julieta♥
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
ai no te juro qe estoy llorando esqe
porqe pasan estas cosas
anda natu siguela plis
porqe pasan estas cosas
anda natu siguela plis
Nani Jonas
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
no como la dejas asi??
a joe me dieron ganas de matarlo...
me hicistes llorar..siguela
a joe me dieron ganas de matarlo...
me hicistes llorar..siguela
jonatic&diectioner
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
natu no se vale
estoy llorandoo
que va a apsarr????
caps finales yaaaaaaaaaaaaaa
estoy llorandoo
que va a apsarr????
caps finales yaaaaaaaaaaaaaa
andreita
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