Conectarse
Últimos temas
miembros del staff
Beta readers
|
|
|
|
Equipo de Baneo
|
|
Equipo de Ayuda
|
|
Equipo de Limpieza
|
|
|
|
Equipo de Eventos
|
|
|
Equipo de Tutoriales
|
|
Equipo de Diseño
|
|
créditos.
Skin hecho por Hardrock de Captain Knows Best. Personalización del skin por Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
Página 1 de 11. • Comparte
Página 1 de 11. • 1, 2, 3 ... 9, 10, 11
"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
Ficha
Nombre: "Entre Sueños" (Joe&Tú)
Autor: Ángeles Ibirika
Adaptación: Si
Género: Drama y Romance
Advertencias: Algunos capítulos hot y lenguaje un poco fuerte
Otras Páginas: No lose, ya que es una adaptación
Nombre: "Entre Sueños" (Joe&Tú)
Autor: Ángeles Ibirika
Adaptación: Si
Género: Drama y Romance
Advertencias: Algunos capítulos hot y lenguaje un poco fuerte
Otras Páginas: No lose, ya que es una adaptación
Última edición por Natuu! el Sáb 19 Mayo 2012, 9:17 pm, editado 3 veces
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
Entre Sueños
_____ nunca quiso conocer a su abuelo, pero cuando se entera de que a su muerte todas las propiedades del viejo le pertenecen, las acepta para venderlas al mejor postor.
Antes de que las tierras sean adquiridas por un comprador, una situación inesperada y humillante, provoca que _____, la sofisticada mujer de ciudad, corra a refugiarse en aquel lugar que considera inhóspito.
Allí, en el apacible pueblo de montaña de Roncal, se encuentra con Joe, el atractivo veterinario que gobierna las tierras, el ganado y los negocios de su abuelo, y que siempre pensó que las posesiones pasarían a sus manos para continuar con la labor del anciano, al que quiso como a un padre.
La llegada de _____, a la que él considera una mujer sin alma que permitió que el abuelo viviera y muriera solo, será el inicio del enfrentamiento entre dos corazones orgullosos que están seguros de tener poderosas razones para odiarse.
Pero el Valle de Roncal es una tierra legendaria y hermosa. ¿Podrá, ese lugar mágico, cambiar las ambiciones, transformar los sueños, convertir el odio en deseo, y el deseo en amor?
Aquí les dejo el argumento de la novela chicas, me avisan si les interesa y subo el prólogo y el primer capítulo :)
_____ nunca quiso conocer a su abuelo, pero cuando se entera de que a su muerte todas las propiedades del viejo le pertenecen, las acepta para venderlas al mejor postor.
Antes de que las tierras sean adquiridas por un comprador, una situación inesperada y humillante, provoca que _____, la sofisticada mujer de ciudad, corra a refugiarse en aquel lugar que considera inhóspito.
Allí, en el apacible pueblo de montaña de Roncal, se encuentra con Joe, el atractivo veterinario que gobierna las tierras, el ganado y los negocios de su abuelo, y que siempre pensó que las posesiones pasarían a sus manos para continuar con la labor del anciano, al que quiso como a un padre.
La llegada de _____, a la que él considera una mujer sin alma que permitió que el abuelo viviera y muriera solo, será el inicio del enfrentamiento entre dos corazones orgullosos que están seguros de tener poderosas razones para odiarse.
Pero el Valle de Roncal es una tierra legendaria y hermosa. ¿Podrá, ese lugar mágico, cambiar las ambiciones, transformar los sueños, convertir el odio en deseo, y el deseo en amor?
Aquí les dejo el argumento de la novela chicas, me avisan si les interesa y subo el prólogo y el primer capítulo :)
Última edición por Natuu! el Mar 10 Abr 2012, 12:19 am, editado 1 vez
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
Hola natu otravez aqi lenyendo tus adaptaciones
qe son muy buenas y creo qe esta no sera la
esepcion jajaja siguela pronto plis
qe son muy buenas y creo qe esta no sera la
esepcion jajaja siguela pronto plis
Nani Jonas
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
Prólogo
Valle del Roncal, 1950.
—¿Tan poco hombre eres que no piensas defenderte? —acometió Lucía con ojos llenos de odio.
Ignacio permaneció sentado, con los brazos sobre la mesa y la mirada en las cartas que ella había arrojado junto a sus manos. ¿Cómo iba a defenderse, si no tenía ni argumentos ni fuerzas para hacerlo?
—¿Qué he hecho mal? —volvió a preguntar Lucía—. Dime en qué te he fallado.
El negó con la cabeza. Se sabía el único culpable, el responsable del sufrimiento que estaba mortificando a su esposa y a él mismo, responsable de aquella agonía inmensa que ni siquiera le permitía hablar. Entrecruzó los dedos sobre la madera y se tragó las lágrimas. Le habían enseñado que un hombre no debe llorar, aun cuando la vida se le está cayendo a pedazos.
Lucía sí lloraba, y lo hacía con la mezcla de dolor y de rabia que había apagado el amor que hasta entonces había sentido por su esposo.
—¿Ni siquiera te vas a dignar mirarme mientras te hablo? —preguntó, parada junto a la puerta de la cocina.
Ignacio necesitó coger aire antes de hacerlo. El peso del desánimo le anclaba y le inmovilizaba el cuerpo y hasta el pensamiento. Se volvió despacio, y el corazón le dejó de latir cuando vio una pequeña maleta a los pies de su esposa.
—¿Qué significa eso? —consiguió balbucear, con el rostro descompuesto.
—Me voy —dijo ella, sacando fortaleza de su dolor—. Me voy de esta casa y de tu vida. Me voy porque no quiero verte nunca más.
El llanto de un bebé sonó a la vez que Ignacio se levantaba. Lucía salió hacia la habitación conyugal y unos segundos después regresaba con su niño en brazos, abrigado con una mantilla blanca de lana.
—Es mi hijo —dijo Ignacio a media voz, consciente de que estaba a punto de perderlo.
—Pero yo lo he parido —respondió Lucía—, y se irá conmigo.
El desafío en la mirada de la mujer se clavaba en la sombra doliente y vencida en la que en la última media hora se había convertido Ignacio. Sabía que ya no tenía ningún derecho a pedir, pero necesitaba hacerlo.
—No me abandones —suplicó. En sus ojos se evidenciaban todas las lágrimas que se estaba tragando, toda la oscuridad en la que se estaba sumiendo.
Pero eso a Lucía no le despertó la piedad. La agraviada era ella, que siempre se había entregado sin condiciones.
—¿Cómo tienes la poca decencia de pedirme algo así? —bramó con la dureza que le brotaba de su alma herida.
—Sabes que puedo impedir que te vayas —dijo él con toda su verdad pero sin rastro de amenaza—. La ley estaría de mi parte.
El temor atenazó el pecho de Lucía. Se encogió, abrazando con fuerza a su bebé. Se dijo que, a pesar de todo, él no sería capaz de obligarla a vivir a su lado haciéndole más daño del que ya le había causado. No le rompería la vida por segunda vez.
—¿Lo harás? —preguntó, con un atisbo de duda.
Ignacio inspiró con fuerza pero el oxígeno no le alcanzó los pulmones. Negó con la cabeza, despacio, sin dejar de mirarla. No podía retenerla contra su voluntad. No podía causarle más dolor ni más frustración. Tenía muy claro dónde terminaban sus derechos, dónde comenzaba su dignidad.
Lucía suspiró y cogió su maleta. Volvió a enfrentar su mirada con la de su esposo, reprochándole en silencio que hubiera sido capaz de provocar tanto daño. El niño comenzó a llorar de nuevo, como si presintiera que jamás volvería a escuchar el sonido de la voz de su padre y se revelara ante ello. Ignacio trató de acariciarlo con dedos temblorosos, pero ella retrocedió dos pasos para que no lo alcanzara.
—Espero que los remordimientos no te dejen vivir —sentenció Lucía, dejando que el orgullo le ocultara el desconsuelo—. Rezaré para que te consumas en el infierno.
Ignacio no pudo responder. El sufrimiento que había causado le dolía más a él mismo que a ella, por eso se resignaba a ser quien más perdiera en la separación.
La observó salir con su pequeño, que era toda su vida. Conocía muy bien la fortaleza y la obstinación de su esposa, sabía que no volvería a verlos.
Fue su desesperación la que le hizo avanzar tras ella.
Lucía se detuvo en mitad del pasillo, se giró despacio y se encaró con él. Le desafiaba en silencio a que intentara detenerla. Y lo hacía porque estaba segura de que eso no ocurriría. Sabía que en apenas tres segundos cruzaría la puerta y se alejaría para siempre de esa casa y, unos minutos después, también abandonaría la villa de Roncal para no regresar jamás.
Ignacio se mesó el cabello con dedos crispados. Volvió a tragarse las lágrimas, esta vez más amargas, más afiladas, más dolientes, que le desgarraron las entrañas. Aún tuvo tiempo de mirar, por última vez, la hermosa carita de su niño antes de que Lucía se diera la vuelta y caminara hacia la calle.
Cuando la perdió de vista regresó a la cocina y se paró ante las cartas, apretó los puños y cerró los ojos con pesar. En ese momento no podía sentir los remordimientos que ella le había deseado que fueran eternos, no los tenía. Sólo le embargaba una pena inmensa, una tristeza profunda que comenzaba a congelarle el corazón.
—¿Tan poco hombre eres que no piensas defenderte? —acometió Lucía con ojos llenos de odio.
Ignacio permaneció sentado, con los brazos sobre la mesa y la mirada en las cartas que ella había arrojado junto a sus manos. ¿Cómo iba a defenderse, si no tenía ni argumentos ni fuerzas para hacerlo?
—¿Qué he hecho mal? —volvió a preguntar Lucía—. Dime en qué te he fallado.
El negó con la cabeza. Se sabía el único culpable, el responsable del sufrimiento que estaba mortificando a su esposa y a él mismo, responsable de aquella agonía inmensa que ni siquiera le permitía hablar. Entrecruzó los dedos sobre la madera y se tragó las lágrimas. Le habían enseñado que un hombre no debe llorar, aun cuando la vida se le está cayendo a pedazos.
Lucía sí lloraba, y lo hacía con la mezcla de dolor y de rabia que había apagado el amor que hasta entonces había sentido por su esposo.
—¿Ni siquiera te vas a dignar mirarme mientras te hablo? —preguntó, parada junto a la puerta de la cocina.
Ignacio necesitó coger aire antes de hacerlo. El peso del desánimo le anclaba y le inmovilizaba el cuerpo y hasta el pensamiento. Se volvió despacio, y el corazón le dejó de latir cuando vio una pequeña maleta a los pies de su esposa.
—¿Qué significa eso? —consiguió balbucear, con el rostro descompuesto.
—Me voy —dijo ella, sacando fortaleza de su dolor—. Me voy de esta casa y de tu vida. Me voy porque no quiero verte nunca más.
El llanto de un bebé sonó a la vez que Ignacio se levantaba. Lucía salió hacia la habitación conyugal y unos segundos después regresaba con su niño en brazos, abrigado con una mantilla blanca de lana.
—Es mi hijo —dijo Ignacio a media voz, consciente de que estaba a punto de perderlo.
—Pero yo lo he parido —respondió Lucía—, y se irá conmigo.
El desafío en la mirada de la mujer se clavaba en la sombra doliente y vencida en la que en la última media hora se había convertido Ignacio. Sabía que ya no tenía ningún derecho a pedir, pero necesitaba hacerlo.
—No me abandones —suplicó. En sus ojos se evidenciaban todas las lágrimas que se estaba tragando, toda la oscuridad en la que se estaba sumiendo.
Pero eso a Lucía no le despertó la piedad. La agraviada era ella, que siempre se había entregado sin condiciones.
—¿Cómo tienes la poca decencia de pedirme algo así? —bramó con la dureza que le brotaba de su alma herida.
—Sabes que puedo impedir que te vayas —dijo él con toda su verdad pero sin rastro de amenaza—. La ley estaría de mi parte.
El temor atenazó el pecho de Lucía. Se encogió, abrazando con fuerza a su bebé. Se dijo que, a pesar de todo, él no sería capaz de obligarla a vivir a su lado haciéndole más daño del que ya le había causado. No le rompería la vida por segunda vez.
—¿Lo harás? —preguntó, con un atisbo de duda.
Ignacio inspiró con fuerza pero el oxígeno no le alcanzó los pulmones. Negó con la cabeza, despacio, sin dejar de mirarla. No podía retenerla contra su voluntad. No podía causarle más dolor ni más frustración. Tenía muy claro dónde terminaban sus derechos, dónde comenzaba su dignidad.
Lucía suspiró y cogió su maleta. Volvió a enfrentar su mirada con la de su esposo, reprochándole en silencio que hubiera sido capaz de provocar tanto daño. El niño comenzó a llorar de nuevo, como si presintiera que jamás volvería a escuchar el sonido de la voz de su padre y se revelara ante ello. Ignacio trató de acariciarlo con dedos temblorosos, pero ella retrocedió dos pasos para que no lo alcanzara.
—Espero que los remordimientos no te dejen vivir —sentenció Lucía, dejando que el orgullo le ocultara el desconsuelo—. Rezaré para que te consumas en el infierno.
Ignacio no pudo responder. El sufrimiento que había causado le dolía más a él mismo que a ella, por eso se resignaba a ser quien más perdiera en la separación.
La observó salir con su pequeño, que era toda su vida. Conocía muy bien la fortaleza y la obstinación de su esposa, sabía que no volvería a verlos.
Fue su desesperación la que le hizo avanzar tras ella.
Lucía se detuvo en mitad del pasillo, se giró despacio y se encaró con él. Le desafiaba en silencio a que intentara detenerla. Y lo hacía porque estaba segura de que eso no ocurriría. Sabía que en apenas tres segundos cruzaría la puerta y se alejaría para siempre de esa casa y, unos minutos después, también abandonaría la villa de Roncal para no regresar jamás.
Ignacio se mesó el cabello con dedos crispados. Volvió a tragarse las lágrimas, esta vez más amargas, más afiladas, más dolientes, que le desgarraron las entrañas. Aún tuvo tiempo de mirar, por última vez, la hermosa carita de su niño antes de que Lucía se diera la vuelta y caminara hacia la calle.
Cuando la perdió de vista regresó a la cocina y se paró ante las cartas, apretó los puños y cerró los ojos con pesar. En ese momento no podía sentir los remordimientos que ella le había deseado que fueran eternos, no los tenía. Sólo le embargaba una pena inmensa, una tristeza profunda que comenzaba a congelarle el corazón.
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 01
Valle del Roncal, en la actualidad.
Lamentó que la fría lluvia de marzo que había caído durante todo el día hubiera cesado justo para recibirla.
Consideraba que ella merecía como bienvenida una tormenta de granizo bien cargada de rayos y truenos. Eso le haría entender, nada más llegar, que aquél no era su sitio.
De aquella mujer sólo conocía el sonido de su voz y su nombre, pero en cuanto vio el BMW que abandonaba la carretera comarcal para internarse en el camino de la finca, supo que el buitre ya había llegado a por su parte del festín.
Y él tenía que hacer de anfitrión, pensó mirando hacia aquellas nubes negras que habían dejado de derramar agua. Las mismas que _____ observó desde el interior de su automóvil cuando lo detuvo al inicio del sendero.
Según las coordenadas que ella misma había introducido en el navegador, ése era el lugar, pero no terminaba de creerlo. Aquello estaba en medio de ninguna parte. El abogado tenía que haberse equivocado al darle la dirección.
Se alegró cuando descubrió presencia humana. Y aunque su ánimo no estaba para frivolidades, le gustó que fuera un hombre joven y atractivo.
Sacó del bolso sus elegantes gafas de sol y se las puso con rapidez mientras el desconocido que podría orientarla se acercaba. No quería que viera sus ojos congestionados por las lágrimas que había derramado durante horas.
Bajó el cristal de la ventanilla para preguntar, pero él, parado ante la portezuela, con las manos en las caderas, se le adelantó:
—_____ Ochoa de Olza, imagino —dijo, percibiéndola tan altiva y orgullosa como la había imaginado, pero con un aspecto más dulce y delicado del que le había supuesto.
_____ no supo si debía alegrarse. Por un lado, que él fuera el hombre que buscaba, era bueno; y por otro, que aquel espacio verde y salvaje fuera su lugar de destino, era algo terrible. Había deseado llegar allí para refugiarse a llorar en una casa que no veía por ningún lado.
—Tú debes de ser Joe —dijo sonriendo y tratando de no adelantarse a los acontecimientos—. No estaba segura de haber acertado con el sitio.
—Pues lo ha hecho —señaló él, preguntándose cómo lo había conseguido con esas gafas oscuras en un día tormentoso y plomizo—. Aquí está reunida la parte más importante de toda su herencia.
Aún no estaba todo perdido, pensó _____. Probablemente ésta era la explotación ganadera, pero la casona que había pertenecido a su abuelo y donde iba a pasar los próximos días, debía de estar en un lugar más civilizado.
—Esto es bonito —mintió para no mostrar que tanta naturaleza le provocaba vértigo—, pero imagino que no es todo —añadió, sin querer interesarse de modo directo por la casa.
Abrió la portezuela del coche.
Joe pudo verla con un vestido azul que le cubría hasta la mitad del muslo, y que al final de unas larguísimas piernas se calzaba con unos zapatos de alto y fino tacón de aguja. Un atuendo perfecto para visitar los establos, pensó enojado.
—Los negocios de su abuelo están en Pamplona —explicó con impaciencia, diciéndose que además de arrogante debía de ser corta de entendimiento—. Son unas carnicerías, una de ellas de carne caballar. El resto, lo que más amaba, está aquí, entre las tierras, la cabaña de ganado y su casa en...
—A eso me refiero —interrumpió _____, satisfecha, saliendo del automóvil y mirándole por encima del cristal de las gafas—. Me dijo el abogado que la casona era...
Cortó lo que estaba diciendo para lanzar un grito a la vez que caía hacia atrás, sobre el hueco de la puerta abierta del coche. Estiró los brazos y se sujetó con dificultad a la carrocería.
Joe no movió ni un dedo para ayudarla. Acababa de apreciar el alivio que le provocaba a ella escuchar hablar de la casa de Ignacio; como si hubiera hallado un palacio en un mundo de mugrientos. Ahora observaba satisfecho cómo la generosa tierra de Roncal, bien empapada de lluvia, le había engullido los finos tacones y los mantenía bien sujetos mientras ella luchaba por mantenerse en pie.
—¿Está segura de que sabía adónde venía? —preguntó en tono de burla, retrocediendo unos pasos para contemplarla mejor.
_____ se quedó inmóvil, con las punteras de sus zapatos levantadas y los talones bien encajados al suelo, y mirándole, perpleja. No esperaba encontrarse con un sofisticado dandi, pero tampoco con un patán que disfrutara viéndola en apuros. Estaba acostumbrada a caballeros que se desvivían por complacer a una dama.
Sin atreverse a mover las manos para encontrar algo bien firme donde sujetarse, sopló con fuerza para apartarse un grueso rizo dorado que le caía entre los ojos. Estuvo a punto de responder a aquel hombre como merecía, pero se dijo que no lo haría; no se mostraría tan vulgar como él. Aún en un medio hostil como aquel valle perdido entre montañas y ante un majadero sin educación, ella no perdería la suya.
Inspiró y exhaló con suavidad, tal y como su profesor de yoga le había enseñado a mantener la serenidad en momentos de crisis, y miró a su alrededor. Una pequeña casa de piedra, de una planta, con un banco de madera bajo una de las ventanas, llamó su atención.
—Espero que eso no sea la propiedad que he heredado de Ignacio —dijo, segura de que la respuesta sería un rotundo no.
Joe se entretuvo un momento observándola. Trataba de medir, fijándose en la fuerza con la que aquella mujer aleteaba los orificios de su nariz y comprimía los labios, lo frustrada y lo enfurecida que estaba.
—¿Puedes responderme? —apremió _____ con impaciencia—. Esa no es la casa de Ignacio, ¿verdad?
A Joe le incomodó que para referirse a su abuelo lo llamara por su nombre. Miró hacia la pequeña edificación de piedra que se erguía, solitaria, en un extremo de la finca. Después se volvió a ella: demasiado altiva. Seguramente se consideraba por encima de cualquier cosa que pudiera encontrarse en aquel lugar; pero sobre todo por encima de él. Inspiró con una malsana satisfacción al comprender que eso era, principalmente, lo que ella había llegado buscando: la estupenda casa de Ignacio. No soportaba la idea de verla allí ahora que ya no estaba el pobre viejo.
—Ésa es —dijo, disfrutando de la sorpresa que leía en los ojos de _____—. Su abuelo acostumbraba estar cerca de sus negocios, y los más importantes eran su ganado y sus quesos. Por eso convirtió la borda en su casa.
—Borda... —repitió ella, jurándose que no perdería los nervios.
Mientras se preguntaba qué maldita cosa era una borda, intentó liberar sus tacones del barro, pero sólo consiguió sacar el pie del zapato. Frustrada, lo introdujo de nuevo y dejó de pelear con la tierra para mirar con orgullo a Joe.
Él no pudo contener una carcajada mientras se giraba hacia un costado. Desde que el abogado del difunto Ignacio le llamó diciendo que la nieta heredera pasaría a conocer sus propiedades, se había consumido en un humor endemoniado. Ahora, viendo el agobio en el que ella agotaba sus energías, comenzaba a relajarse.
—Una borda es una cabaña de pastores —informó con placer al mirarla de nuevo—. A veces es necesario quedarse a dormir cerca del ganado.
Y ella tendría que pasar allí la noche.
_____ se tragó el nudo de llanto que le oprimía la garganta. De las seis horas que había conducido desde Madrid, más de tres se las había pasado llorando. No quería comenzar otra vez. Al menos no delante de aquel pueblerino ignorante y áspero que la trataba sin ninguna cortesía.
—El albacea me aseguró que era una gran casa.
—El albacea, que además siempre fue el abogado de su abuelo, es un tipo muy divertido, pero no sabe gastar bromas. —Resopló para evitar volver a reír—. Se habrá divertido mucho imaginando su cara al llegar aquí.
Mirar hacia aquel lugar, pequeño y sombrío, la agobiada, pero, aun así, prefería aquella visión a la del gesto de mofa de Joe. Recordó al abogado, el tal Luciano Bessolla, sentado ante la mesa de su lujoso despacho, en lo más céntrico de Pamplona, con las paredes cubiertas de títulos, diplomas y más papel inservible, mientras le hablaba de las propiedades que había heredado del difunto Ignacio Ochoa de Olza: su abuelo.
—Es increíble que alguien que se considera un profesional pueda jugar con estas cosas —farfulló, tan abatida como enfadada—. Pero me va a oír. Y también a Diego, porque cuando él se entere...
Recordar a Diego le terminó de agriar el humor. No quería pensar ni en él ni en el abogado.
Echó un vistazo hacia los lados. Había conducido entre estrechos desfiladeros que ya le auguraban que la llevarían a ese infierno verde en el que ahora se hallaba, con una alfombra húmeda y espesa bajo sus pies, con tierra fangosa que le estaba engullendo los tacones de sus mejores zapatos. A su izquierda, al inicio de la finca, estaba la carretera por la que había llegado, el río Esca y una selva ascendente de árboles y arbustos. A su derecha, más bosque, más pinos, más verde... Y todo aquel verde comenzaba a marearla. Por primera vez, comprendió lo que Boucher quería decir cuando aseguraba que la naturaleza es demasiado verde y está mal iluminada.
De pronto escuchó el sonido del silencio junto al inquietante murmullo de las aguas del río. El perturbador sonido del silencio.
—Pero... —inspiró despacio para no mostrar preocupación. No quería facilitarle más motivos para que se divirtiera a su costa—, no puedo creer que alguien quiera vivir aquí. Esto es muy solitario.
Solitario.
A cualquier cosa llamaba solitario, pensó Joe. De haber sentido un mínimo de simpatía por ella, le habría hablado de lugares en verdad solitarios y únicos. Lugares en los que el silencio sabe hablarle al alma, donde se escucha caer el rocío y respirar a los árboles, donde la tierra húmeda huele a vida y hasta las leyendas se pueden sentir, lugares a los que jamás llevaría a alguien como ella. Cruzó los brazos sobre el pecho, separando las piernas, mostrando que el aprieto en el que ella estaba le traía sin cuidado.
—No debe preocuparse por eso. —Con un movimiento de cabeza le señaló otra parte del terreno, a su espalda—. Estará bien acompañada.
A _____, con los pies clavados al suelo y sujetándose al coche para no caer, no le resultó sencillo girar el cuerpo. Pero lo consiguió, y sus ojos se posaron en lo que le pareció una larga nave como la de cualquier polígono industrial de Madrid. La parte superior de las paredes blancas, algo así como un tercio, desaparecía y eran las columnas desnudas las que soportaban el peso del tejado rojo.
—Eso que ve son los establos de las ovejas —continuó Joe, asegurándose de que ella entendiera dónde iba a quedarse—. A la derecha, en la zona cerrada hasta el tejado, están la quesería y las cámaras. El resto, hasta el final, es la casa de los Ionescu; la familia rumana que trabajaba para su abuelo y que ahora lo hace para usted. —Por si ella se hacía ilusiones de tener compañía esa noche, Joe lo aclaró, con una malévola sonrisa—. Ya han terminado sus quehaceres por hoy; estarán cenando, así que se los presentaré mañana.
_____ calculó la distancia que separaba aquello que él llamaba casa del abuelo, de los seres vivos más cercanos; podría ser como dos manzanas del Paseo de la Castellana del Madrid que ya comenzaba a añorar.
Joe, insensible a su angustia, se acercó hasta apoyar una mano sobre la puerta trasera del coche y continuó hablando:
—Tras esa nave hay otra que usted no puede ver desde aquí. —Ladeó la cabeza para observar de cerca la tierra que mordía sus tacones, y sus ojos chispearon divertidos—. Y dudo que tenga algún deseo de moverse.
—Estoy descubriendo que eres un hombre muy sagaz —dijo _____ con ironía—. Prueba a iluminarme —le desafió, volviéndose hacia él y tambaleándose de nuevo hasta que consiguió sujetarse a la carrocería con más fuerza.
Joe sonrió sin disimulo. Le habría gustado ver la frustración que ocultaban las gafas en los ojos de esa mujer del mismo modo en que, estaba seguro, ella estaba leyendo la mofa en los suyos.
—Son los establos de las vacas y las yeguas. Después todo son pastos —y añadió con sorna—: ¿Hay algo más que quiera usted saber?
_____ tenía muchas preguntas, pero no quería hacerlas porque la actitud de aquel hombre la exasperaba. A pesar de todo, no fue capaz de resistirse:
—¿Dónde vives tú? —Más que a consulta, sonó a exigencia.
Aquellos aires de reina que un rato antes le hubieran encendido a Joe todos sus demonios, ahora le divertían. Pensó que era una fierecilla codiciosa atrapada y vencida por un poquito de barro... y por él, que estaba dispuesto a terminar de arreglarle el día.
—Vivo en Roncal; el pueblo que ha dejado atrás, como a un kilómetro. —Se apartó del vehículo y se detuvo ante ella, introduciendo las manos en los bolsillos—. Yo sólo trabajo aquí, y estaba a punto de irme —añadió para hacerla sentir aún más sola.
En el rostro de Joe continuaba danzando una sonrisa de burla y autosuficiencia. _____ volvió a ventilar su rabia dilatando y encogiendo los orificios de su nariz. Recordó a su profesor de yoga. Volvió a respirar de modo rítmico y pausado, y se dejó caer sobre la fina piel negra del asiento de su BMW. Alzó los pies descalzos hasta las alfombrillas secas del automóvil y se inclinó hacia el exterior para alcanzar sus zapatos pringados de hierba húmeda y barro.
—Acercaré el coche hasta la casa —dijo con brusquedad, a la vez que los lanzaba con ímpetu hacia la parte trasera, estiraba el cuello y elevaba la barbilla.
Condujo descalza, tratando de mantener el ritmo de su respiración y repitiéndose que en dos o tres días regresaría a Madrid, se olvidaría de aquel inhóspito lugar, y su vida volvería a ser la que siempre había sido.
No se dignó mirar atrás. Confió, o más bien rezó porque él la siguiera y le entregara la llave, le abriera la puerta o le dijera de qué maldita forma podía entrar en aquella horrible cabaña.
Joe caminó tras ella con una sospechosa sonrisa. Estaba de buen humor. Tanto, que según se acercaba decidió que la ayudaría a meter sus maletas en la casa.
Hora y media después era noche cerrada. Las nubes negras que amenazaban tormenta, derramaban una pesada oscuridad que llenó de frío el espíritu de _____ cuando cedió a la ocurrencia de mirar a través del cristal de la ventana.
No tuvo ánimos para llamar al abogado y pedirle que le explicara lo de la maravillosa casona que según él había heredado. En ese momento su desesperación seguía siendo lo que había dejado atrás, el dolor que le causaba recordar lo ocurrido y no ser capaz de comprenderlo.
Con el estómago vacío, el miedo en el cuerpo y una soledad en el alma mayor aún que la que tenía cuando salió huyendo de Madrid, se metió en la cama y alzó las mantas hasta cubrirse la cabeza, igual que cuando era niña y jugaba al escondite, tapándose los ojos con las manos ante la creencia de que, si ella no veía a nadie, nadie la podía ver a ella.
Ahora necesitaba esconderse de la vergüenza que sentía, del lugar patético en el que se refugiaba, de la oscuridad, de la soledad, del silencio.
Mientras tanto, en una acogedora cocina de Roncal, en el segundo piso de una gran casa de piedra, Aitana ponía sobre la mesa una bandeja con filetes de merluza rebozada y un cuenco con ensalada.
Para Cosme y su esposa, la hora de la cena la marcaba la llegada de Joe, el hijo menor y el único que aún permanecía soltero. Acostumbraban esperarle sin importar lo que tardara, excepto en épocas especiales de trabajo intenso. Entonces, llegada una hora prudente, Aitana ponía un puchero con agua al fuego y colocaba sobre él un plato hondo con una generosa ración, y lo cubría con una tapa. Una vez que el agua comenzaba a hervir, reducía la temperatura para que sólo mantuviera el calor y se acostaba sabiendo que, cuando su hijo llegara, encontraría la cena caliente.
Pero ésta no era una de esas noches, y Aitana estaba sentada a la mesa, entre su marido y su hijo, dispuesta a disfrutar, más de la compañía que del delicioso pescado.
Cosme estaba emocionado. Esa tarde él y su compañero de cartas habían ganado la partida de mus en la que los perdedores pagaban una tanda de cafés. Habían transcurrido semanas desde su última victoria, y no se cansaba de contar, con todo detalle, cómo se había desarrollado el tercer juego que les dio el triunfo.
Joe cenaba en silencio. Ni participaba de la conversación ni la atendía. Tenía su mente en la borda, en _____, en que con ella en Roncal la paz se le había acabado. En que si ella no se iba, tendría que ser él quien abandonara el trabajo, y si la cosa se complicaba demasiado, tal vez hasta los negocios que ahora compartían.
Terminada la cena y cuando su padre comenzaba a escenificar por tercera vez el momento sublime del ordago, Joe pareció despertar de su letargo.
—Ha llegado —dijo, manteniendo la vista en el trozo de pescado que le quedaba en el plato y que desplazaba de un lado a otro con el tenedor.
—¿Ha llegado? —preguntó su madre, sorprendida—. ¿Quién ha llegado?
—_____ Ochoa de Olza —con la mirada aún baja, exageró la resonancia de cada palabra—. Ha llegado hace unas dos horas.
Cosme olvidó su grandiosa hazaña del mus, y apartando su plato vacío inclinó el cuerpo sobre la mesa.
—¿No habías dicho que vendría mañana?
—Estaba equivocado. —Joe dejó caer el tenedor, que sonó sobre la porcelana, y alzó la mirada—. El abogado me ha llamado a primera hora de la tarde. Según dijo, ella acababa de decidir que vendría. ¿Cómo iba a imaginarme que ya estaba en camino? —se lamentó, y agitó la cabeza, incrédulo—. La gente normal necesita hacer planes, preparar maletas, avisar en el trabajo.
Cosme resopló y guardó silencio. Sabía lo que aquella llegada suponía para su hijo. Hasta había rezado para que la nieta no se dignara aparecer por allí para conocer lo que había heredado. Se palpó el bolsillo de la camisa y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Una mirada reprobatoria de Aitana bastó para que devolviera el tabaco a su lugar.
La madre preocupada pasó a dedicar toda su atención a su hijo.
—La esperábamos. Poca importancia puede tener que llegue un día antes o un día después —dijo, tratando de transmitirle calma.
Joe ni siquiera la escuchó. Se sentía demasiado molesto y malhumorado.
—Si la hubieran visto—comentó entre dientes—. Es orgullosa, estúpida, soberbia...
—No deberías hablar así de ella —interrumpió con suavidad Aitana—. Es la nieta de Ignacio.
—Nieta de Ignacio... —Sus labios se curvaron en una sonrisa cínica—. Ese título le queda grande.
Cosme volvió a recostarse en el respaldo de su silla. Sobre aquel asunto prefería no opinar delante de su esposa, al menos hasta conocer a la muchacha.
—Eso no es de nuestra incumbencia —continuó diciendo Aitana—. Ella tiene todo el derecho a estar aquí, y tú no deberías dejar que esto te amargue.
—No lo haré. —Sonrió, sólo para tranquilizarla. Después miró a su padre, que observaba en silencio. Sabía que pensaba como él, pero que no lo diría por no comenzar una discusión—. De todos modos, mamá, parece que has olvidado todo el sufrimiento del viejo.
—¡No se me ha olvidado nada! —Había alzado demasiado la voz. Suspiró y tomó la mano de Joe entre las suyas—. No lo he olvidado, cariño, pero estoy segura de que a estas alturas Ignacio ya la habría perdonado.
Joe respiró hondo. Habían pasado pocos meses desde la muerte del abuelo y aún le dolía recordarlo. Si al menos _____ hubiera esperado un poco más para aparecer, él hubiera tenido tiempo para asimilarlo, para esperarla, para hacerse a la idea de que las cosas habían cambiado.
Aitana lo sintió lejos, le vio el brillo en los ojos y le apretó la mano que aún mantenía entre las suyas.
—Cuéntanos cómo es la chica —dijo, intentando aligerar la conversación.
Joe agitó la cabeza para sacudirse los pensamientos y tranquilizó a su madre con una expresiva y enternecedora sonrisa.
—¿Y para qué, si no merece la pena? —Suspiró, haciendo una pausa en la que volvió a verla con claridad—. Es rubia, de altura puede que me llegue por la barbilla, delgada... más bien seca —aclaró, siendo consciente de que exageraba—. Seguro que a ti te parecería guapa, pero yo sólo veo una mujer insoportable que aparenta tener muy mala leche.
—¡Como su abuelo! —intervino Cosme, animado porque aquel comentario no le comprometía.
—Sí —dijo, mirando a su padre—, como su abuelo, aunque lo domina mejor de lo que lo hacía él. Mientras hablábamos me sonreía como si todo le pareciera perfecto. Pero te aseguro que por dentro ardía en furia —añadió con visible satisfacción.
—¡No habrás discutido con ella! —exclamó Aitana, inquieta.
—No. Tan sólo nos hemos tanteado. Cuando le mostré... —Pensó mejor lo que iba a decir—. Cuando le mostré su casa me desaparecieron todas las ganas de pelea.
—Creo que debería ir a verla —pensó Aitana en voz alta—. Presentarme y ofrecerle mi ayuda para lo que necesite. —Miró a su marido, que seguía observando en silencio—. En cuanto recoja la cocina, tú y yo iremos a ver a esa chica.
—No tan deprisa, mamá. —Cogió aire mientras sonreía—. Ella no está en el pueblo.
—¿Cómo que no está en el pueblo? ¿Dónde está, entonces?
Joe miró los rostros interesados de sus padres. Sabía que en cuanto abriera la boca recibiría un buen sermón. Pero las reprimendas de su madre no le preocupaban, y las de su padre apenas si se producían. Cogió su vaso de vino y apuró despacio el último sorbo.
—Está en la borda —dijo, dejándolo de nuevo sobre la mesa—. Pasará allí la noche.
—¡Dios del amor hermoso! —exclamó Aitana—. Pero, ¿en qué estaba pensando esa chica para quedarse en ese sitio?
—Dio por sentado que eso no podía ser la casona de su abuelo. —Joe recordó el aire de superioridad de _____ y apretó los dientes hasta que se le deshizo la sonrisa—. No pude resistirme. Le dije que eso era la fantástica morada que había heredado.
—¿Cómo has podido hacerlo? —Aitana se esforzaba en no alzarle la voz—. Si alguien me hubiera dicho que tú harías una cosa así, no lo hubiera creído.
—No soy un santo, mamá. —Ni se consideraba un santo ni le gustaba que le presionaran para que lo fuera—. Y no te pongas trágica por esta tontería, no deja de ser una vivienda aunque lleve deshabitada mucho tiempo.
—Deberías subir a buscarla y llevarla a su casa.
—Mamá, ¡por favor! —protestó con impotencia—. No le des tanta importancia. Es un buen modo de bajarle los aires de reina con los que ha llegado. ¡Díselo, papá! —pidió, volviéndose hacia Cosme—. Dile que nadie se muere por pasar una noche en la borda.
—Prefiero no opinar, hijo. Siempre que discuto con tu madre salgo perdiendo. Pero... —miró a su esposa y susurró—, nosotros hemos vivido allí durante muchos años y somos gente normal; sin traumas.
—¡No es lo mismo; ella está acostumbrada a otras cosas! —contestó, y Cosme decidió continuar callado—. ¡Es una señorita!
Joe rio, poniéndose en pie y apilando los platos; el suyo en la parte superior por ser el único que contenía restos.
—Una señorita que, con un poco de suerte, mañana será historia porque se habrá largado por donde ha venido —aventuró, dejando los platos junto a la fregadera.
—¿Y si ha llegado para quedarse? —preguntó la madre, acercándose con los cubiertos en las manos—. Trata de verle las virtudes, hijo; seguro que las tiene. Hazlo por Ignacio.
—Mamá, te lo ruego. No hagas eso —suplicó, mirándola con tristeza—. No utilices el cariño que yo tenía al viejo para convencerme de que tengo que soportar a su nieta.
—Me preocupas. Tal vez si dejaras de pensar en conseguir esas tierras y ese ganado, mirarías a esa chica de otro modo.
—No piensas lo que dices. —Se acercó a la mesa a por los vasos y los dejó junto a la loza—. Tengo motivos bien fundados para no soportarla, y tú lo sabes. Pero escuchándote parece que lo que siento hacia ella es sólo resentimiento porque es la dueña de algo que yo deseo.
—No quise decir eso, cariño —se disculpó al ver que le había ofendido con sus palabras.
—Pues lo ha parecido.
Aitana suspiró y le miró dolida por su seca respuesta. Joe suavizó el semblante.
—Lo siento, mamá. Entiendo lo que querías decir. —Miró a su padre, buscando su silenciosa complicidad—. Pero como papá está callado, sólo puedo pagar mi mal humor contigo. —Aitana sonrió y él se sintió mejor—. Gracias por tu preocupación.
—Pero no vas a seguir ninguno de mis consejos, ¿verdad?
Joe negó con la cabeza. Revolvió con los dedos el castaño y bien peinado cabello de su madre, y se dirigió hacia la puerta que daba al balcón.
Aitana suspiró mientras daba paso al agua para comenzar a fregar.
La noche era fresca. Joe tomó una gran bocanada de aire y apoyó los brazos en la barandilla de madera, en el corto espacio que quedaba entre los tiestos cargados de geranios. Bajo él, los costados de un cuidado huerto donde sus padres pasaban las horas se iluminaban desde las farolas de forja adosadas a las fachadas. Unos doscientos metros de buena tierra en los que las diferentes verduras y hortalizas ocupaban su espacio como si de flores ornamentales se tratara.
Pero el verdadero jardín, en la villa de Roncal, estaba en las ventanas y balcones de madera de sus casas de piedra y grandes mansiones señoriales, adornados con geranios frescos, grandes y olorosos; en su mayor parte rojos. Suponía un placer para los sentidos caminar por sus calles empedradas en forma de y, y ascender sin prisa hasta la iglesia parroquial de San Esteban.
Su madre tenía razón. A Ignacio no le habría gustado ver la hostilidad con la que trataba a _____. Ella era su única nieta y seguro que, desde donde estuviera, ya la había perdonado. Pero él no era Ignacio. Él ni podía ni quería entenderla, mucho menos perdonarla por todo el dolor que había causado al abuelo.
Frunció el ceño, y su anguloso perfil de nariz recta y mandíbula marcada se contrajo en un gesto amargo. ¿Qué buscaba aquella mujer allí? ¿Qué demonios estaba pensando hacer con todo lo heredado? No se fiaba de los caprichos de una niña rica de ciudad. No confiaba en que supiera apreciar el verdadero valor de todo aquello.
Comenzó a llover de nuevo. Joe, a salvo del agua bajo el pequeño tejado que daba protección al balcón, sonrió al escuchar el primer estallido de tormenta. Sus ojos castaños otearon el cielo contando los segundos hasta el primer rayo: seis segundos; la tormenta estaba a unos dos kilómetros. En unos minutos la tendrían encima. Se peinó el oscuro cabello con los dedos hasta alcanzarse la nuca despejada. La sentía tensa, agarrotada. Se la frotaba con fuerza cuando un nuevo trueno resquebrajó el firmamento y aumentó el caudal de agua.
¡Sí, señor! Aquélla iba a ser una magnífica tormenta que complicaría la noche a aquella niñata y, con suerte, la espantaría en dirección a Madrid apenas amaneciera.
¡Bienvenida Nani Jonas, mi lectora fiel jaja :)
Gracias por pasarte
Natuu! :D
Lamentó que la fría lluvia de marzo que había caído durante todo el día hubiera cesado justo para recibirla.
Consideraba que ella merecía como bienvenida una tormenta de granizo bien cargada de rayos y truenos. Eso le haría entender, nada más llegar, que aquél no era su sitio.
De aquella mujer sólo conocía el sonido de su voz y su nombre, pero en cuanto vio el BMW que abandonaba la carretera comarcal para internarse en el camino de la finca, supo que el buitre ya había llegado a por su parte del festín.
Y él tenía que hacer de anfitrión, pensó mirando hacia aquellas nubes negras que habían dejado de derramar agua. Las mismas que _____ observó desde el interior de su automóvil cuando lo detuvo al inicio del sendero.
Según las coordenadas que ella misma había introducido en el navegador, ése era el lugar, pero no terminaba de creerlo. Aquello estaba en medio de ninguna parte. El abogado tenía que haberse equivocado al darle la dirección.
Se alegró cuando descubrió presencia humana. Y aunque su ánimo no estaba para frivolidades, le gustó que fuera un hombre joven y atractivo.
Sacó del bolso sus elegantes gafas de sol y se las puso con rapidez mientras el desconocido que podría orientarla se acercaba. No quería que viera sus ojos congestionados por las lágrimas que había derramado durante horas.
Bajó el cristal de la ventanilla para preguntar, pero él, parado ante la portezuela, con las manos en las caderas, se le adelantó:
—_____ Ochoa de Olza, imagino —dijo, percibiéndola tan altiva y orgullosa como la había imaginado, pero con un aspecto más dulce y delicado del que le había supuesto.
_____ no supo si debía alegrarse. Por un lado, que él fuera el hombre que buscaba, era bueno; y por otro, que aquel espacio verde y salvaje fuera su lugar de destino, era algo terrible. Había deseado llegar allí para refugiarse a llorar en una casa que no veía por ningún lado.
—Tú debes de ser Joe —dijo sonriendo y tratando de no adelantarse a los acontecimientos—. No estaba segura de haber acertado con el sitio.
—Pues lo ha hecho —señaló él, preguntándose cómo lo había conseguido con esas gafas oscuras en un día tormentoso y plomizo—. Aquí está reunida la parte más importante de toda su herencia.
Aún no estaba todo perdido, pensó _____. Probablemente ésta era la explotación ganadera, pero la casona que había pertenecido a su abuelo y donde iba a pasar los próximos días, debía de estar en un lugar más civilizado.
—Esto es bonito —mintió para no mostrar que tanta naturaleza le provocaba vértigo—, pero imagino que no es todo —añadió, sin querer interesarse de modo directo por la casa.
Abrió la portezuela del coche.
Joe pudo verla con un vestido azul que le cubría hasta la mitad del muslo, y que al final de unas larguísimas piernas se calzaba con unos zapatos de alto y fino tacón de aguja. Un atuendo perfecto para visitar los establos, pensó enojado.
—Los negocios de su abuelo están en Pamplona —explicó con impaciencia, diciéndose que además de arrogante debía de ser corta de entendimiento—. Son unas carnicerías, una de ellas de carne caballar. El resto, lo que más amaba, está aquí, entre las tierras, la cabaña de ganado y su casa en...
—A eso me refiero —interrumpió _____, satisfecha, saliendo del automóvil y mirándole por encima del cristal de las gafas—. Me dijo el abogado que la casona era...
Cortó lo que estaba diciendo para lanzar un grito a la vez que caía hacia atrás, sobre el hueco de la puerta abierta del coche. Estiró los brazos y se sujetó con dificultad a la carrocería.
Joe no movió ni un dedo para ayudarla. Acababa de apreciar el alivio que le provocaba a ella escuchar hablar de la casa de Ignacio; como si hubiera hallado un palacio en un mundo de mugrientos. Ahora observaba satisfecho cómo la generosa tierra de Roncal, bien empapada de lluvia, le había engullido los finos tacones y los mantenía bien sujetos mientras ella luchaba por mantenerse en pie.
—¿Está segura de que sabía adónde venía? —preguntó en tono de burla, retrocediendo unos pasos para contemplarla mejor.
_____ se quedó inmóvil, con las punteras de sus zapatos levantadas y los talones bien encajados al suelo, y mirándole, perpleja. No esperaba encontrarse con un sofisticado dandi, pero tampoco con un patán que disfrutara viéndola en apuros. Estaba acostumbrada a caballeros que se desvivían por complacer a una dama.
Sin atreverse a mover las manos para encontrar algo bien firme donde sujetarse, sopló con fuerza para apartarse un grueso rizo dorado que le caía entre los ojos. Estuvo a punto de responder a aquel hombre como merecía, pero se dijo que no lo haría; no se mostraría tan vulgar como él. Aún en un medio hostil como aquel valle perdido entre montañas y ante un majadero sin educación, ella no perdería la suya.
Inspiró y exhaló con suavidad, tal y como su profesor de yoga le había enseñado a mantener la serenidad en momentos de crisis, y miró a su alrededor. Una pequeña casa de piedra, de una planta, con un banco de madera bajo una de las ventanas, llamó su atención.
—Espero que eso no sea la propiedad que he heredado de Ignacio —dijo, segura de que la respuesta sería un rotundo no.
Joe se entretuvo un momento observándola. Trataba de medir, fijándose en la fuerza con la que aquella mujer aleteaba los orificios de su nariz y comprimía los labios, lo frustrada y lo enfurecida que estaba.
—¿Puedes responderme? —apremió _____ con impaciencia—. Esa no es la casa de Ignacio, ¿verdad?
A Joe le incomodó que para referirse a su abuelo lo llamara por su nombre. Miró hacia la pequeña edificación de piedra que se erguía, solitaria, en un extremo de la finca. Después se volvió a ella: demasiado altiva. Seguramente se consideraba por encima de cualquier cosa que pudiera encontrarse en aquel lugar; pero sobre todo por encima de él. Inspiró con una malsana satisfacción al comprender que eso era, principalmente, lo que ella había llegado buscando: la estupenda casa de Ignacio. No soportaba la idea de verla allí ahora que ya no estaba el pobre viejo.
—Ésa es —dijo, disfrutando de la sorpresa que leía en los ojos de _____—. Su abuelo acostumbraba estar cerca de sus negocios, y los más importantes eran su ganado y sus quesos. Por eso convirtió la borda en su casa.
—Borda... —repitió ella, jurándose que no perdería los nervios.
Mientras se preguntaba qué maldita cosa era una borda, intentó liberar sus tacones del barro, pero sólo consiguió sacar el pie del zapato. Frustrada, lo introdujo de nuevo y dejó de pelear con la tierra para mirar con orgullo a Joe.
Él no pudo contener una carcajada mientras se giraba hacia un costado. Desde que el abogado del difunto Ignacio le llamó diciendo que la nieta heredera pasaría a conocer sus propiedades, se había consumido en un humor endemoniado. Ahora, viendo el agobio en el que ella agotaba sus energías, comenzaba a relajarse.
—Una borda es una cabaña de pastores —informó con placer al mirarla de nuevo—. A veces es necesario quedarse a dormir cerca del ganado.
Y ella tendría que pasar allí la noche.
_____ se tragó el nudo de llanto que le oprimía la garganta. De las seis horas que había conducido desde Madrid, más de tres se las había pasado llorando. No quería comenzar otra vez. Al menos no delante de aquel pueblerino ignorante y áspero que la trataba sin ninguna cortesía.
—El albacea me aseguró que era una gran casa.
—El albacea, que además siempre fue el abogado de su abuelo, es un tipo muy divertido, pero no sabe gastar bromas. —Resopló para evitar volver a reír—. Se habrá divertido mucho imaginando su cara al llegar aquí.
Mirar hacia aquel lugar, pequeño y sombrío, la agobiada, pero, aun así, prefería aquella visión a la del gesto de mofa de Joe. Recordó al abogado, el tal Luciano Bessolla, sentado ante la mesa de su lujoso despacho, en lo más céntrico de Pamplona, con las paredes cubiertas de títulos, diplomas y más papel inservible, mientras le hablaba de las propiedades que había heredado del difunto Ignacio Ochoa de Olza: su abuelo.
—Es increíble que alguien que se considera un profesional pueda jugar con estas cosas —farfulló, tan abatida como enfadada—. Pero me va a oír. Y también a Diego, porque cuando él se entere...
Recordar a Diego le terminó de agriar el humor. No quería pensar ni en él ni en el abogado.
Echó un vistazo hacia los lados. Había conducido entre estrechos desfiladeros que ya le auguraban que la llevarían a ese infierno verde en el que ahora se hallaba, con una alfombra húmeda y espesa bajo sus pies, con tierra fangosa que le estaba engullendo los tacones de sus mejores zapatos. A su izquierda, al inicio de la finca, estaba la carretera por la que había llegado, el río Esca y una selva ascendente de árboles y arbustos. A su derecha, más bosque, más pinos, más verde... Y todo aquel verde comenzaba a marearla. Por primera vez, comprendió lo que Boucher quería decir cuando aseguraba que la naturaleza es demasiado verde y está mal iluminada.
De pronto escuchó el sonido del silencio junto al inquietante murmullo de las aguas del río. El perturbador sonido del silencio.
—Pero... —inspiró despacio para no mostrar preocupación. No quería facilitarle más motivos para que se divirtiera a su costa—, no puedo creer que alguien quiera vivir aquí. Esto es muy solitario.
Solitario.
A cualquier cosa llamaba solitario, pensó Joe. De haber sentido un mínimo de simpatía por ella, le habría hablado de lugares en verdad solitarios y únicos. Lugares en los que el silencio sabe hablarle al alma, donde se escucha caer el rocío y respirar a los árboles, donde la tierra húmeda huele a vida y hasta las leyendas se pueden sentir, lugares a los que jamás llevaría a alguien como ella. Cruzó los brazos sobre el pecho, separando las piernas, mostrando que el aprieto en el que ella estaba le traía sin cuidado.
—No debe preocuparse por eso. —Con un movimiento de cabeza le señaló otra parte del terreno, a su espalda—. Estará bien acompañada.
A _____, con los pies clavados al suelo y sujetándose al coche para no caer, no le resultó sencillo girar el cuerpo. Pero lo consiguió, y sus ojos se posaron en lo que le pareció una larga nave como la de cualquier polígono industrial de Madrid. La parte superior de las paredes blancas, algo así como un tercio, desaparecía y eran las columnas desnudas las que soportaban el peso del tejado rojo.
—Eso que ve son los establos de las ovejas —continuó Joe, asegurándose de que ella entendiera dónde iba a quedarse—. A la derecha, en la zona cerrada hasta el tejado, están la quesería y las cámaras. El resto, hasta el final, es la casa de los Ionescu; la familia rumana que trabajaba para su abuelo y que ahora lo hace para usted. —Por si ella se hacía ilusiones de tener compañía esa noche, Joe lo aclaró, con una malévola sonrisa—. Ya han terminado sus quehaceres por hoy; estarán cenando, así que se los presentaré mañana.
_____ calculó la distancia que separaba aquello que él llamaba casa del abuelo, de los seres vivos más cercanos; podría ser como dos manzanas del Paseo de la Castellana del Madrid que ya comenzaba a añorar.
Joe, insensible a su angustia, se acercó hasta apoyar una mano sobre la puerta trasera del coche y continuó hablando:
—Tras esa nave hay otra que usted no puede ver desde aquí. —Ladeó la cabeza para observar de cerca la tierra que mordía sus tacones, y sus ojos chispearon divertidos—. Y dudo que tenga algún deseo de moverse.
—Estoy descubriendo que eres un hombre muy sagaz —dijo _____ con ironía—. Prueba a iluminarme —le desafió, volviéndose hacia él y tambaleándose de nuevo hasta que consiguió sujetarse a la carrocería con más fuerza.
Joe sonrió sin disimulo. Le habría gustado ver la frustración que ocultaban las gafas en los ojos de esa mujer del mismo modo en que, estaba seguro, ella estaba leyendo la mofa en los suyos.
—Son los establos de las vacas y las yeguas. Después todo son pastos —y añadió con sorna—: ¿Hay algo más que quiera usted saber?
_____ tenía muchas preguntas, pero no quería hacerlas porque la actitud de aquel hombre la exasperaba. A pesar de todo, no fue capaz de resistirse:
—¿Dónde vives tú? —Más que a consulta, sonó a exigencia.
Aquellos aires de reina que un rato antes le hubieran encendido a Joe todos sus demonios, ahora le divertían. Pensó que era una fierecilla codiciosa atrapada y vencida por un poquito de barro... y por él, que estaba dispuesto a terminar de arreglarle el día.
—Vivo en Roncal; el pueblo que ha dejado atrás, como a un kilómetro. —Se apartó del vehículo y se detuvo ante ella, introduciendo las manos en los bolsillos—. Yo sólo trabajo aquí, y estaba a punto de irme —añadió para hacerla sentir aún más sola.
En el rostro de Joe continuaba danzando una sonrisa de burla y autosuficiencia. _____ volvió a ventilar su rabia dilatando y encogiendo los orificios de su nariz. Recordó a su profesor de yoga. Volvió a respirar de modo rítmico y pausado, y se dejó caer sobre la fina piel negra del asiento de su BMW. Alzó los pies descalzos hasta las alfombrillas secas del automóvil y se inclinó hacia el exterior para alcanzar sus zapatos pringados de hierba húmeda y barro.
—Acercaré el coche hasta la casa —dijo con brusquedad, a la vez que los lanzaba con ímpetu hacia la parte trasera, estiraba el cuello y elevaba la barbilla.
Condujo descalza, tratando de mantener el ritmo de su respiración y repitiéndose que en dos o tres días regresaría a Madrid, se olvidaría de aquel inhóspito lugar, y su vida volvería a ser la que siempre había sido.
No se dignó mirar atrás. Confió, o más bien rezó porque él la siguiera y le entregara la llave, le abriera la puerta o le dijera de qué maldita forma podía entrar en aquella horrible cabaña.
Joe caminó tras ella con una sospechosa sonrisa. Estaba de buen humor. Tanto, que según se acercaba decidió que la ayudaría a meter sus maletas en la casa.
Hora y media después era noche cerrada. Las nubes negras que amenazaban tormenta, derramaban una pesada oscuridad que llenó de frío el espíritu de _____ cuando cedió a la ocurrencia de mirar a través del cristal de la ventana.
No tuvo ánimos para llamar al abogado y pedirle que le explicara lo de la maravillosa casona que según él había heredado. En ese momento su desesperación seguía siendo lo que había dejado atrás, el dolor que le causaba recordar lo ocurrido y no ser capaz de comprenderlo.
Con el estómago vacío, el miedo en el cuerpo y una soledad en el alma mayor aún que la que tenía cuando salió huyendo de Madrid, se metió en la cama y alzó las mantas hasta cubrirse la cabeza, igual que cuando era niña y jugaba al escondite, tapándose los ojos con las manos ante la creencia de que, si ella no veía a nadie, nadie la podía ver a ella.
Ahora necesitaba esconderse de la vergüenza que sentía, del lugar patético en el que se refugiaba, de la oscuridad, de la soledad, del silencio.
Mientras tanto, en una acogedora cocina de Roncal, en el segundo piso de una gran casa de piedra, Aitana ponía sobre la mesa una bandeja con filetes de merluza rebozada y un cuenco con ensalada.
Para Cosme y su esposa, la hora de la cena la marcaba la llegada de Joe, el hijo menor y el único que aún permanecía soltero. Acostumbraban esperarle sin importar lo que tardara, excepto en épocas especiales de trabajo intenso. Entonces, llegada una hora prudente, Aitana ponía un puchero con agua al fuego y colocaba sobre él un plato hondo con una generosa ración, y lo cubría con una tapa. Una vez que el agua comenzaba a hervir, reducía la temperatura para que sólo mantuviera el calor y se acostaba sabiendo que, cuando su hijo llegara, encontraría la cena caliente.
Pero ésta no era una de esas noches, y Aitana estaba sentada a la mesa, entre su marido y su hijo, dispuesta a disfrutar, más de la compañía que del delicioso pescado.
Cosme estaba emocionado. Esa tarde él y su compañero de cartas habían ganado la partida de mus en la que los perdedores pagaban una tanda de cafés. Habían transcurrido semanas desde su última victoria, y no se cansaba de contar, con todo detalle, cómo se había desarrollado el tercer juego que les dio el triunfo.
Joe cenaba en silencio. Ni participaba de la conversación ni la atendía. Tenía su mente en la borda, en _____, en que con ella en Roncal la paz se le había acabado. En que si ella no se iba, tendría que ser él quien abandonara el trabajo, y si la cosa se complicaba demasiado, tal vez hasta los negocios que ahora compartían.
Terminada la cena y cuando su padre comenzaba a escenificar por tercera vez el momento sublime del ordago, Joe pareció despertar de su letargo.
—Ha llegado —dijo, manteniendo la vista en el trozo de pescado que le quedaba en el plato y que desplazaba de un lado a otro con el tenedor.
—¿Ha llegado? —preguntó su madre, sorprendida—. ¿Quién ha llegado?
—_____ Ochoa de Olza —con la mirada aún baja, exageró la resonancia de cada palabra—. Ha llegado hace unas dos horas.
Cosme olvidó su grandiosa hazaña del mus, y apartando su plato vacío inclinó el cuerpo sobre la mesa.
—¿No habías dicho que vendría mañana?
—Estaba equivocado. —Joe dejó caer el tenedor, que sonó sobre la porcelana, y alzó la mirada—. El abogado me ha llamado a primera hora de la tarde. Según dijo, ella acababa de decidir que vendría. ¿Cómo iba a imaginarme que ya estaba en camino? —se lamentó, y agitó la cabeza, incrédulo—. La gente normal necesita hacer planes, preparar maletas, avisar en el trabajo.
Cosme resopló y guardó silencio. Sabía lo que aquella llegada suponía para su hijo. Hasta había rezado para que la nieta no se dignara aparecer por allí para conocer lo que había heredado. Se palpó el bolsillo de la camisa y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Una mirada reprobatoria de Aitana bastó para que devolviera el tabaco a su lugar.
La madre preocupada pasó a dedicar toda su atención a su hijo.
—La esperábamos. Poca importancia puede tener que llegue un día antes o un día después —dijo, tratando de transmitirle calma.
Joe ni siquiera la escuchó. Se sentía demasiado molesto y malhumorado.
—Si la hubieran visto—comentó entre dientes—. Es orgullosa, estúpida, soberbia...
—No deberías hablar así de ella —interrumpió con suavidad Aitana—. Es la nieta de Ignacio.
—Nieta de Ignacio... —Sus labios se curvaron en una sonrisa cínica—. Ese título le queda grande.
Cosme volvió a recostarse en el respaldo de su silla. Sobre aquel asunto prefería no opinar delante de su esposa, al menos hasta conocer a la muchacha.
—Eso no es de nuestra incumbencia —continuó diciendo Aitana—. Ella tiene todo el derecho a estar aquí, y tú no deberías dejar que esto te amargue.
—No lo haré. —Sonrió, sólo para tranquilizarla. Después miró a su padre, que observaba en silencio. Sabía que pensaba como él, pero que no lo diría por no comenzar una discusión—. De todos modos, mamá, parece que has olvidado todo el sufrimiento del viejo.
—¡No se me ha olvidado nada! —Había alzado demasiado la voz. Suspiró y tomó la mano de Joe entre las suyas—. No lo he olvidado, cariño, pero estoy segura de que a estas alturas Ignacio ya la habría perdonado.
Joe respiró hondo. Habían pasado pocos meses desde la muerte del abuelo y aún le dolía recordarlo. Si al menos _____ hubiera esperado un poco más para aparecer, él hubiera tenido tiempo para asimilarlo, para esperarla, para hacerse a la idea de que las cosas habían cambiado.
Aitana lo sintió lejos, le vio el brillo en los ojos y le apretó la mano que aún mantenía entre las suyas.
—Cuéntanos cómo es la chica —dijo, intentando aligerar la conversación.
Joe agitó la cabeza para sacudirse los pensamientos y tranquilizó a su madre con una expresiva y enternecedora sonrisa.
—¿Y para qué, si no merece la pena? —Suspiró, haciendo una pausa en la que volvió a verla con claridad—. Es rubia, de altura puede que me llegue por la barbilla, delgada... más bien seca —aclaró, siendo consciente de que exageraba—. Seguro que a ti te parecería guapa, pero yo sólo veo una mujer insoportable que aparenta tener muy mala leche.
—¡Como su abuelo! —intervino Cosme, animado porque aquel comentario no le comprometía.
—Sí —dijo, mirando a su padre—, como su abuelo, aunque lo domina mejor de lo que lo hacía él. Mientras hablábamos me sonreía como si todo le pareciera perfecto. Pero te aseguro que por dentro ardía en furia —añadió con visible satisfacción.
—¡No habrás discutido con ella! —exclamó Aitana, inquieta.
—No. Tan sólo nos hemos tanteado. Cuando le mostré... —Pensó mejor lo que iba a decir—. Cuando le mostré su casa me desaparecieron todas las ganas de pelea.
—Creo que debería ir a verla —pensó Aitana en voz alta—. Presentarme y ofrecerle mi ayuda para lo que necesite. —Miró a su marido, que seguía observando en silencio—. En cuanto recoja la cocina, tú y yo iremos a ver a esa chica.
—No tan deprisa, mamá. —Cogió aire mientras sonreía—. Ella no está en el pueblo.
—¿Cómo que no está en el pueblo? ¿Dónde está, entonces?
Joe miró los rostros interesados de sus padres. Sabía que en cuanto abriera la boca recibiría un buen sermón. Pero las reprimendas de su madre no le preocupaban, y las de su padre apenas si se producían. Cogió su vaso de vino y apuró despacio el último sorbo.
—Está en la borda —dijo, dejándolo de nuevo sobre la mesa—. Pasará allí la noche.
—¡Dios del amor hermoso! —exclamó Aitana—. Pero, ¿en qué estaba pensando esa chica para quedarse en ese sitio?
—Dio por sentado que eso no podía ser la casona de su abuelo. —Joe recordó el aire de superioridad de _____ y apretó los dientes hasta que se le deshizo la sonrisa—. No pude resistirme. Le dije que eso era la fantástica morada que había heredado.
—¿Cómo has podido hacerlo? —Aitana se esforzaba en no alzarle la voz—. Si alguien me hubiera dicho que tú harías una cosa así, no lo hubiera creído.
—No soy un santo, mamá. —Ni se consideraba un santo ni le gustaba que le presionaran para que lo fuera—. Y no te pongas trágica por esta tontería, no deja de ser una vivienda aunque lleve deshabitada mucho tiempo.
—Deberías subir a buscarla y llevarla a su casa.
—Mamá, ¡por favor! —protestó con impotencia—. No le des tanta importancia. Es un buen modo de bajarle los aires de reina con los que ha llegado. ¡Díselo, papá! —pidió, volviéndose hacia Cosme—. Dile que nadie se muere por pasar una noche en la borda.
—Prefiero no opinar, hijo. Siempre que discuto con tu madre salgo perdiendo. Pero... —miró a su esposa y susurró—, nosotros hemos vivido allí durante muchos años y somos gente normal; sin traumas.
—¡No es lo mismo; ella está acostumbrada a otras cosas! —contestó, y Cosme decidió continuar callado—. ¡Es una señorita!
Joe rio, poniéndose en pie y apilando los platos; el suyo en la parte superior por ser el único que contenía restos.
—Una señorita que, con un poco de suerte, mañana será historia porque se habrá largado por donde ha venido —aventuró, dejando los platos junto a la fregadera.
—¿Y si ha llegado para quedarse? —preguntó la madre, acercándose con los cubiertos en las manos—. Trata de verle las virtudes, hijo; seguro que las tiene. Hazlo por Ignacio.
—Mamá, te lo ruego. No hagas eso —suplicó, mirándola con tristeza—. No utilices el cariño que yo tenía al viejo para convencerme de que tengo que soportar a su nieta.
—Me preocupas. Tal vez si dejaras de pensar en conseguir esas tierras y ese ganado, mirarías a esa chica de otro modo.
—No piensas lo que dices. —Se acercó a la mesa a por los vasos y los dejó junto a la loza—. Tengo motivos bien fundados para no soportarla, y tú lo sabes. Pero escuchándote parece que lo que siento hacia ella es sólo resentimiento porque es la dueña de algo que yo deseo.
—No quise decir eso, cariño —se disculpó al ver que le había ofendido con sus palabras.
—Pues lo ha parecido.
Aitana suspiró y le miró dolida por su seca respuesta. Joe suavizó el semblante.
—Lo siento, mamá. Entiendo lo que querías decir. —Miró a su padre, buscando su silenciosa complicidad—. Pero como papá está callado, sólo puedo pagar mi mal humor contigo. —Aitana sonrió y él se sintió mejor—. Gracias por tu preocupación.
—Pero no vas a seguir ninguno de mis consejos, ¿verdad?
Joe negó con la cabeza. Revolvió con los dedos el castaño y bien peinado cabello de su madre, y se dirigió hacia la puerta que daba al balcón.
Aitana suspiró mientras daba paso al agua para comenzar a fregar.
La noche era fresca. Joe tomó una gran bocanada de aire y apoyó los brazos en la barandilla de madera, en el corto espacio que quedaba entre los tiestos cargados de geranios. Bajo él, los costados de un cuidado huerto donde sus padres pasaban las horas se iluminaban desde las farolas de forja adosadas a las fachadas. Unos doscientos metros de buena tierra en los que las diferentes verduras y hortalizas ocupaban su espacio como si de flores ornamentales se tratara.
Pero el verdadero jardín, en la villa de Roncal, estaba en las ventanas y balcones de madera de sus casas de piedra y grandes mansiones señoriales, adornados con geranios frescos, grandes y olorosos; en su mayor parte rojos. Suponía un placer para los sentidos caminar por sus calles empedradas en forma de y, y ascender sin prisa hasta la iglesia parroquial de San Esteban.
Su madre tenía razón. A Ignacio no le habría gustado ver la hostilidad con la que trataba a _____. Ella era su única nieta y seguro que, desde donde estuviera, ya la había perdonado. Pero él no era Ignacio. Él ni podía ni quería entenderla, mucho menos perdonarla por todo el dolor que había causado al abuelo.
Frunció el ceño, y su anguloso perfil de nariz recta y mandíbula marcada se contrajo en un gesto amargo. ¿Qué buscaba aquella mujer allí? ¿Qué demonios estaba pensando hacer con todo lo heredado? No se fiaba de los caprichos de una niña rica de ciudad. No confiaba en que supiera apreciar el verdadero valor de todo aquello.
Comenzó a llover de nuevo. Joe, a salvo del agua bajo el pequeño tejado que daba protección al balcón, sonrió al escuchar el primer estallido de tormenta. Sus ojos castaños otearon el cielo contando los segundos hasta el primer rayo: seis segundos; la tormenta estaba a unos dos kilómetros. En unos minutos la tendrían encima. Se peinó el oscuro cabello con los dedos hasta alcanzarse la nuca despejada. La sentía tensa, agarrotada. Se la frotaba con fuerza cuando un nuevo trueno resquebrajó el firmamento y aumentó el caudal de agua.
¡Sí, señor! Aquélla iba a ser una magnífica tormenta que complicaría la noche a aquella niñata y, con suerte, la espantaría en dirección a Madrid apenas amaneciera.
¡Bienvenida Nani Jonas, mi lectora fiel jaja :)
Gracias por pasarte
Natuu! :D
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
bueno solo lei la primera partecita y ya me encantooooo jejeje como siempre con las noves q subes
mañana o bueno mas tarde leo los caps q subiste, por a ya estoy q me caigo del sueño
pero como siempre aqui estare fiel a tu nove :D
mañana o bueno mas tarde leo los caps q subiste, por a ya estoy q me caigo del sueño
pero como siempre aqui estare fiel a tu nove :D
Julieta♥
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
nueva lectora!!
natu por aqui pasandome por tu nueva nove
se ve suepr
siguela
natu por aqui pasandome por tu nueva nove
se ve suepr
siguela
Última edición por andreita el Vie 06 Abr 2012, 8:12 am, editado 1 vez
andreita
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
ahora si lei los capss
y ese joe e smuy malo!!! pobre rayis
y que fue lo que le paso a la rayis para q saliera practicamente huyendo jummm
sigue!!!!!!!!!!!
y ese joe e smuy malo!!! pobre rayis
y que fue lo que le paso a la rayis para q saliera practicamente huyendo jummm
sigue!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
gracias por la bienvenida natu
ame el primer cap aunqe joe
fue muy malo no tenia porqe
trarla asi siguela plis
ame el primer cap aunqe joe
fue muy malo no tenia porqe
trarla asi siguela plis
Nani Jonas
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 02
Sin atreverse a abrir los ojos, _____ se encomendó a todos los santos conocidos. Despertaba con una aguda sensación de angustia y rogaba porque todo hubiera sido una absurda pesadilla. Necesitaba despertar en Madrid, entre las paredes moradas de su habitación, remolonear entre las sábanas antes de levantarse y darse una estimulante ducha, tomarse un café rápido y conducir, asediada por el agobiante tráfico de la ciudad, hasta su trabajo en las oficinas del Paseo de los Cerezos.
Inspiró hondo para exhalar despacio, contó hasta tres y abrió con lentitud los ojos.
El techo blanco, atravesado por fuertes vigas de madera oscura, fue la confirmación de que sus problemas eran reales. Todo; desde la pesadilla vivida en Madrid, hasta la llegada al Valle del Roncal y a la casa, borda o como fuera que la había llamado ese tal Joe, absolutamente todo era tan amargo como real.
Se cubrió por completo con las mantas y lloró de nuevo. En apenas veinticuatro horas había derramado más lágrimas que en toda su vida, exceptuando las vertidas por la pérdida de sus tres seres más queridos.
Cuando se quedó seca y sin fuerzas, apartó las mantas, despacio, y volvió a fijarse en la habitación en la que se había mantenido despierta casi toda la noche, rezando por que se debilitara la tormenta. Nunca la asustaron las inclemencias del tiempo, pero esta vez lo había sentido como un arranque de enfado de la naturaleza, como una real y cruda amenaza. Se había estremecido con el golpeteo del agua en el tejado, justo sobre su cabeza, y con el viento haciendo aullar a los árboles que rodeaban la finca. De modo continuo la sobresaltaron el crujido de los truenos, que parecían partir la casa por la mitad. Ni siquiera cerrando los ojos pudo ignorar el fogonazo intermitente que iluminaba la habitación a jirones, dándole un aspecto intimidante y tétrico.
Al parecer, en aquel maldito lugar no sólo el verde era más intenso, también las tormentas rugían de modo más fiero y despiadado.
Se sentó sobre la cama, apoyando la espalda contra los barrotes de hierro del cabecero, y, secándose las mejillas con un extremo del embozo de algodón, miró a su alrededor.
Con la luz del nuevo día, también nublado y oscuro, la sensación no mejoraba. Seguía viendo un trapo arrugado vistiendo la ventana de una sola hoja. También la mesilla, el aparador y el armario le parecían muebles viejos que no servirían ni para el más indulgente de los restauradores.
Se levantó y caminó hasta el pasillo, descalza y temblando de frío. Justo a su izquierda quedaba la puerta que daba al exterior. Frente a ella, un arco de obra era el acceso libre a la cocina. A su derecha otra habitación con dos camas, y, al fondo del pasillo, un pequeño cuarto de baño con un sencillo plato de ducha. A eso quedaba reducida la gran casa que había esperado encontrar allí.
Más demoledora que aquella absoluta humildad, le resultó la tristeza de la casa, la falta de luz y de vida. Era como si las paredes no hubieran escuchado voces y risas durante años... pero sólo hacía unos meses que había muerto Ignacio. Se estremeció al pensar que tal vez era ella quien le había contagiado su oscuro y afligido estado de ánimo. Se sentía tan mal que no le extrañó que hubiera conseguido el cambio en una sola noche.
Mientras se duchaba con un agua helada que le golpeaba la piel como afiladas virutas de acero, dejó que sus penas se escurrieran por el desagüe a la vez que se iba vistiendo de orgullo. Nadie se muere por pasar dos días en un lugar como éste, se dijo, mientras secaba su cuerpo con una áspera toalla blanca. Nadie se muere de vergüenza, nadie se muere de amor, nadie se muere de pena, se repitió mientras comprobaba si en aquella maleta, hecha con prisas, había metido algún calzado sin tacones. Al final la vació sobre la cama y, entre el revoltijo de sus prendas de reconocidos diseñadores, encontró las zapatillas de lona que usaba para acudir al gimnasio y las recibió con un suspiro de alivio.
—De lo único de lo que puedo morir, es de hambre —dijo en voz alta mientras buscaba también unos pantalones y recordaba que la noche anterior no había encontrado en la cocina ni un rancio mendrugo de pan. Y decidió salir hacia la casa de la familia rumana. O lo que era lo mismo: al encuentro de un buen desayuno.
La ducha la había dejado temblando de frío. Se puso unos vaqueros, una camisa azul celeste de manga larga y un jersey azul marino, bien grueso. No le pareció suficiente y, antes de salir, añadió a su conjunto una acolchada y floreada cazadora que cerró hasta el cuello.
Pisó con firmeza el verde vivo empapado aún de lluvia, y respiró profundo. Después de una larga y estrepitosa noche de tormenta, apreció un poco más la tranquilidad de aquel espacio silencioso. Agradeció que el cielo se hubiera quedado en silencio, aunque eso aumentara la sensación de soledad que le provocaba ese lugar. Miró a lo lejos, donde el valle volvía a cerrarse en un angosto desfiladero que conducía al pueblo de Urzainqui, y suspiró mientras se prometía que nadie vería su tristeza ni adivinaría sus problemas. Se iría en tres días con la misma dignidad con la que había llegado.
Cuando alcanzó la casa de los Ionescu, la humedad de la hierba le había traspasado hasta los calcetines, congelándole los pies.
Golpeó la puerta con los nudillos y esperó largo rato. Encima de su cabeza, en el centro del dintel, estaba clavada una flor seca, grande y plana que recordaba al sol del mediodía con sus rayos extendidos. Había otra igual sobre la entrada de la borda. Preguntándose cuál podía ser su significado, aún golpeó otras dos veces antes de darse por vencida.
Su lujoso y delicado Cartier señalaba las nueve de la mañana, y nadie en aquel lugar daba señales de vida. Probó con la puerta de la quesería y obtuvo la misma respuesta. Pero esto no era el hogar de nadie y no eran necesarias las ceremonias; presionó sobre la manilla y la puerta cedió. Se encontró con un amplio espacio de paredes blancas que hacía de distribuidor a cuatro puertas, dos de ellas simples y pintadas de blanco, y otras dos grandes, correderas y de acero inoxidable. De un perchero colgaban tres prendas oscuras de abrigo. Bajo ellas, un par de botas de montaña, unos mocasines femeninos y unas botas blancas de goma.
Oyó murmullo de voces tras una de las dos sencillas puertas que tenía enfrente. Pensar que al otro lado podía estar Joe, tan ácido como la tarde anterior, la obligó a coger aire y expulsarlo muy despacio. Se miró en el pequeño espejo colgado en la pared, sobre un lavabo de acero inoxidable en el que había un dispensador con jabón azul. Se animó diciéndose que, a pesar de las lágrimas, tenía buen aspecto. Se ahuecó sus bucles pajizos, se peinó las cejas con los dedos y ensayó una sonrisa que le hizo sentirse más segura.
Esta vez entró sin llamar.
Joe y Doina, de espaldas a ella, no la oyeron entrar. De pie, junto a un gran tanque rectangular de acero inoxidable, material que facilitaba una pulcra limpieza, trabajaban y hablaban sobre lo diferentes que eran, entre sí, los dos hijos de Doina.
En el recipiente, la leche cuajada ya había sido partida en trozos del tamaño de una pequeña perla, había sido vuelta a prensar y cortada en partes más grandes. Con ellas iban rellenando moldes de plástico en los que antes habían extendido unos trapos blancos para que envolvieran el cuerpo fresco del queso y ayudaran a formar la corteza. Trabajaban sobre una placa, también de acero inoxidable, colocada a modo de mesa sobre uno de los extremos del tanque.
_____, sorprendida por el olor denso que despedía el suero separado de la leche, los observó un momento antes de dejarse sentir. Todo aquello era nuevo para ella, que si bien sabía disfrutar del placer de un buen queso acompañado de un gran vino, nunca se había preguntado cómo se elaboraba.
También, por primera vez, podía analizar el aspecto de Joe sin sentir sobre ella sus penetrantes ojos castaños o su sonrisa burlona. Y comenzó por las botas de goma blancas con las que él pisaba sobre un suelo encharcado en agua y suero.
Pensó que tenía una «retaguardia» atractiva. Se adivinaban unas piernas rectas y largas bajo el tejido azul marino de un pantalón de mahón, y una espalda delgada y musculosa que daba forma y movimiento a una gruesa camisa, también azul, con los puños recogidos hasta los codos. Una especie de delantal de cuero blanco que evitaba que se le empapara la ropa mientras manipulaba el queso, y la cinta que lo anudaba en la parte baja de su espalda, hizo pensar a _____ que, al abrigo de tanta tela, existía una cintura muy masculina y estrecha.
Tomó aire y, con los ojos fijos en la nuca de Joe, carraspeó antes de decir con timidez:
—Buenos días.
Los dos rostros se giraron a la vez. En el de Joe ella pudo leer, además de la sorpresa, el fastidio; en el de Doina, una sonrisa amable. Para evitarse el mal rato, prefirió quedarse mirando a la mujer. Pero ninguna de las dos tuvo tiempo para presentarse.
Joe había necesitado apenas un segundo para analizarla: cabello suelto, cazadora, vaqueros, zapatillas húmedas...: un banco de gérmenes.
—¿Qué haces aquí? —soltó con brusquedad—. Lo estás contaminando todo.
_____ se quedó clavada ante la puerta. El tuteaba de pronto, pero lo hacía con tal grosería que no podía agradecérselo. Le resultaba evidente que no bebía los vientos por ella, pero seguía sin entender por qué la trataba con tanta desconsideración. Suspiró con pesar y bajó la cremallera de su cazadora, manteniendo a duras penas la compostura.
—Sólo vine a conocer a los Ionescu ya...
—Está bien —la interrumpió él, iniciando una rapidísima presentación—. Ésta es Doina, esposa de Mihai. —Miró a la sorprendida rumana para decir—: Doina. Esta es _____, nieta de Ignacio. —Se volvió hacia _____, muy serio—. Ahora ya los conoces, así que sal de aquí, porque lo estás contaminando todo.
Volvió a prestar toda su atención al molde que acababa de llenar y, cruzando los extremos de la tela sobre la superficie, apretó con fuerza con ambas manos para escurrir el suero y no dejar ningún espacio vacío.
_____ sintió que le hervía la sangre. Fijó la mirada en el duro perfil de Joe, en la boca que apretaba con más fuerza de la que ejercían sus manos sobre el recién moldeado queso. ¿Quién era él para hablarle así? ¿Qué derecho creía tener para humillarla cada vez que la veía?
Comprimió los labios en una fina línea recta, respiró con fuerza por la nariz y contuvo los deseos de gritarle.
—No puedo contaminar nada —respondió, segura de que le dejaría sin palabras—; acabo de ducharme con agua casi congelada en esa cosa que tú llamas borda y en la que no hay ni...
—Gracias por la información —señaló Joe, mirándola de nuevo—. Ahora ya sabemos que eres una chica muy limpia. Pero aquí elaboramos queso, y además lo hacemos con leche cruda. —La examinó con gesto crítico—. Traes los cabellos sueltos y unas zapatillas bien cargadas de bacterias, por no hablar de otras muchas cosas.
_____ bajó la mirada hacia sus empapadas deportivas blancas y después observó las inmaculadas botas de Joe.
—Lo siento —dijo con sinceridad—. No lo sabía.
—Pero, ¿ha dormido usted en la borda, señorita _____? —preguntó Doina en cuanto pudo meter baza en la conversación.
_____ la miró sorprendida. También miró a Joe, que volvía a sonreír, templado y misterioso.
—¿Es que hay otro lugar donde podía haber pasado la noche?
—Por supuesto que lo hay —respondió él, llevando varios moldes, ya llenos de cuajada, hasta la prensa, al otro extremo de la habitación.
Ni _____ ni Doina siguieron hablando. Observaron sus movimientos aguardando a que él continuara. Pero Joe se tomó su tiempo. Giró la manivela y aprisionó la hilera de moldes apilados. Cuando regresó al tanque, tomó un nuevo molde, colocó en su interior el trapo e introdujo en él un bloque de cuajada antes de informar a la sorprendida _____:
—Hay una casa, tal y como te comunicó el albacea. Está en el mismo pueblo de Roncal. —Hizo una pausa para disfrutar del fuego en el que se calcinaban los ojos verdes que veía por primera vez—. Tu abuelo nunca vivió aquí.
Entonces, las manos de Joe se detuvieron sobre el molde que estaba llenando. Esperaba la lógica explosión de furia, los insultos, los gritos. Pero ella le mantuvo la mirada en silencio, tan digna y orgullosa como cuando la tierra le devoraba los tacones.
Y es que _____ no podía creer que hubiera dormido en aquella casucha sólo porque él quería divertirse a su costa. Le pareció una broma infantil, estúpida. Le habría gustado borrarle aquel aire de superioridad diciéndole que, a pesar de su rostro atractivo, su altura y su cuerpo delgado y musculoso, le faltaba mucho para que se pudiera considerar un verdadero hombre. Pero una vez más se mordió la lengua para conservar las formas.
—¿Eres con todo el mundo igual de amable, o te estás esforzando en desplegar todos tus encantos conmigo? —preguntó, con la voz más suave que pudo fingir.
La sonrisa de Joe terminó dominando en su rostro y sus ojos llamearon divertidos.
—La nieta especial merece un tratamiento igualmente especial. Y ahora que todo comienza a estar más claro entre nosotros, sal de aquí. —Ladeó la cabeza para señalarle la puerta—. Busca a uno de los hijos de Doina. Él te acompañará al pueblo; a esa gran casa que venías buscando.
_____ estaba desconcertada. No entendía a qué obedecía tanta desconsideración. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas, alzó la cabeza y salió al instante. Ante aquel maleducado prepotente, las clases de yoga y relajación que había dado durante años no le servían para nada. Necesitaba gritar a pleno pulmón para desahogarse.
Y tal vez lo hubiera hecho si, nada más pisar el exterior, un mastín pirenaico de noventa kilos no se le hubiera plantado delante como si fuera un muro de contención.
Todo el calor que le emanaba de su furia se transformó en un frío mortal que le recorrió la columna vertebral hasta hundirle el terror en la nuca. Quería gritar pidiendo ayuda, pero no encontraba su voz.
«No te muevas. No te muevas», se repetía en silencio como una orden para sí misma y para el monstruo blanco que clavaba en ella sus pequeños ojos color avellana. La cabeza del animal, con una mancha gris sobre cada una de las orejas y parte del rostro, era enorme; su cuerpo era enorme; todo en él, excepto los menudos y sagaces ojos, era enorme.
Hizo esfuerzos por conservar la calma. Pero la respiración se le agitaba y temió que acabaría con una de las crisis de ansiedad que desde hacía ya tiempo mantenía bajo control. El animal avanzó unos pasos, le temblaron las piernas y supo que estaba perdida. Moriría en medio de un valle rodeado de escarpadas montañas, devorada por un gigantesco perro salvaje.
—¡Obi, ven aquí, campeón!
Era una voz humana. _____ sintió alivio y esperó, sin atreverse ni a parpadear, a que el perro atendiera la llamada de su amo. Pero el animal o no se llamaba Obi, o estaba sordo, o tal vez era más salvaje y peligroso de lo que ella había imaginado.
Cuando creyó que sus piernas no la sostendrían por más tiempo, volvió a escuchar la voz. Esta vez mucho más cerca; a su lado, y le hablaba a ella.
—Buenos días. Creo que no nos conocemos.
_____ giró la cabeza muy despacio para no provocar a la fiera. Traían, el mayor de los hijos de Doina, le vio el terror en los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sorprendido y preocupado.
—Por favor —consiguió susurrar _____—; atrapa a ese monstruo antes de que se me eche encima.
Traían se acercó a Obi y lo sujetó por el collar. No podía creer que un animal tan pacífico como aquél pudiera provocar tanto pánico a nadie.
—No te preocupes —dijo, tratando de tranquilizarla—. Es un perro muy noble y no tiene ninguna intención de atacarte.
_____ tragó saliva. El miedo le había secado la boca. Iba a responderle que cómo podía conocer las intenciones del animal, cuando otro mastín, más grande aún que el primero, llegó despacio, se detuvo a los pies de Traían y se quedó mirándola con fijeza.
—Por favor —susurraba con miedo a que las fieras la escucharan—. Aleja a estos monstruos. Por favor.
—Está bien —dijo él con paciencia—. No te agobies, tranquila.
Traían comenzó a alejarse caminando de espaldas y sonriendo divertido. Un simple «¡vamos!», bastó para que los dos mastines olvidaran el objeto de su curiosidad y se fueran tras el chico.
_____ aguantó inmóvil hasta que los tres desaparecieron en el establo, y corrió por la hierba mojada como si con la humedad le hubieran crecido alas en las zapatillas.
Mientras, en el interior de la quesería, Doina había hecho mención de levantarse para salir tras _____ y presentarse con corrección. Joe la detuvo.
—La niña refinada puede esperar a que terminemos el trabajo.
Ella continuó llenando moldes y tratando de ponerle nombre a lo que acababa de ocurrir. Aquél no era el Joe tierno que conocía, y se lo dijo:
—No ha sido muy amable con la chica, señor Joe.
Ella era el único miembro de los Ionescu que le trataba de usted y lo llamaba señor. Al principio, él había peleado durante meses para terminar con el particular y absurdo tratamiento, pero la tozudez de Doina fue más fuerte. Hacía años que el cerebro de Joe había dejado de escuchar el señor y a considerar que le hablaba de usted por mera costumbre.
—No me cae bien, Doina —le aclaró—. No puedo fingir una simpatía que no siento.
—Podía darle una oportunidad—propuso ella, desplegando otro paño blanco—. Parece una buena niña.
—¿Estás segura? —Joe comenzó con un nuevo molde—. A mí me recuerda a uno de esos buitres que sobrevuelan el ganado en busca de carroña. —La cuajada blanca ocupó su espacio sobre la tela—. Y yo no voy a ayudarla, con una sonrisa complaciente, a recoger su botín.
—¿Y si se equivoca con ella? ¿Y si dentro de un tiempo se da cuenta de que era una buena niña?
—Si eso llega a pasar, Doina, me fustigaré, por cabrón.
—¿Fustigaré? No conozco esa palabra. —Joe rio, relajado, antes de explicar:
—Fustigar, castigar, azotar... ¿Te parece bien que haga eso si me equivoco con esa mosquita muerta?
Doina sonrió mientras encajaba la tapa en el molde y cogía uno nuevo. Pensó que sería todo un espectáculo verlo sin camisa, azotándose a sí mismo sobre aquella espalda musculosa en la que ella había curado más de una herida. Pero nunca una herida de expiación.
—Me parece bien —bromeó, risueña—. Voto por que la señorita _____ maneje el látigo.
—Sí que sabes lo que significa perversa, ¿no es verdad? —Doina le miró de soslayo—. ¡Claro que lo sabes! Llevas en este país media vida y son muy pocas las palabras que no conoces. Pues bien; eso es lo que tú eres: perversa.
Ella ni preguntó ni protestó, dando por hecho que conocía el significado y que, en aquel momento de malsana felicidad, la definición le iba a ella como anillo al dedo. Aún rellenó y prensó con sus manos un nuevo molde antes de volver a hablar.
—Lo que no he entendido bien es por qué se quedó la señorita a dormir en la borda.
—Mejor así, Doina. Es una tontería. Y además da igual, porque Traían o Marcel la llevarán hasta el pueblo. —«Si antes no se vuelve para Madrid», pensó—. No soportaría tenerla merodeando por aquí todo el santo día.
¡Bienvenidas chicas! :D
Natuu! :hi:
Inspiró hondo para exhalar despacio, contó hasta tres y abrió con lentitud los ojos.
El techo blanco, atravesado por fuertes vigas de madera oscura, fue la confirmación de que sus problemas eran reales. Todo; desde la pesadilla vivida en Madrid, hasta la llegada al Valle del Roncal y a la casa, borda o como fuera que la había llamado ese tal Joe, absolutamente todo era tan amargo como real.
Se cubrió por completo con las mantas y lloró de nuevo. En apenas veinticuatro horas había derramado más lágrimas que en toda su vida, exceptuando las vertidas por la pérdida de sus tres seres más queridos.
Cuando se quedó seca y sin fuerzas, apartó las mantas, despacio, y volvió a fijarse en la habitación en la que se había mantenido despierta casi toda la noche, rezando por que se debilitara la tormenta. Nunca la asustaron las inclemencias del tiempo, pero esta vez lo había sentido como un arranque de enfado de la naturaleza, como una real y cruda amenaza. Se había estremecido con el golpeteo del agua en el tejado, justo sobre su cabeza, y con el viento haciendo aullar a los árboles que rodeaban la finca. De modo continuo la sobresaltaron el crujido de los truenos, que parecían partir la casa por la mitad. Ni siquiera cerrando los ojos pudo ignorar el fogonazo intermitente que iluminaba la habitación a jirones, dándole un aspecto intimidante y tétrico.
Al parecer, en aquel maldito lugar no sólo el verde era más intenso, también las tormentas rugían de modo más fiero y despiadado.
Se sentó sobre la cama, apoyando la espalda contra los barrotes de hierro del cabecero, y, secándose las mejillas con un extremo del embozo de algodón, miró a su alrededor.
Con la luz del nuevo día, también nublado y oscuro, la sensación no mejoraba. Seguía viendo un trapo arrugado vistiendo la ventana de una sola hoja. También la mesilla, el aparador y el armario le parecían muebles viejos que no servirían ni para el más indulgente de los restauradores.
Se levantó y caminó hasta el pasillo, descalza y temblando de frío. Justo a su izquierda quedaba la puerta que daba al exterior. Frente a ella, un arco de obra era el acceso libre a la cocina. A su derecha otra habitación con dos camas, y, al fondo del pasillo, un pequeño cuarto de baño con un sencillo plato de ducha. A eso quedaba reducida la gran casa que había esperado encontrar allí.
Más demoledora que aquella absoluta humildad, le resultó la tristeza de la casa, la falta de luz y de vida. Era como si las paredes no hubieran escuchado voces y risas durante años... pero sólo hacía unos meses que había muerto Ignacio. Se estremeció al pensar que tal vez era ella quien le había contagiado su oscuro y afligido estado de ánimo. Se sentía tan mal que no le extrañó que hubiera conseguido el cambio en una sola noche.
Mientras se duchaba con un agua helada que le golpeaba la piel como afiladas virutas de acero, dejó que sus penas se escurrieran por el desagüe a la vez que se iba vistiendo de orgullo. Nadie se muere por pasar dos días en un lugar como éste, se dijo, mientras secaba su cuerpo con una áspera toalla blanca. Nadie se muere de vergüenza, nadie se muere de amor, nadie se muere de pena, se repitió mientras comprobaba si en aquella maleta, hecha con prisas, había metido algún calzado sin tacones. Al final la vació sobre la cama y, entre el revoltijo de sus prendas de reconocidos diseñadores, encontró las zapatillas de lona que usaba para acudir al gimnasio y las recibió con un suspiro de alivio.
—De lo único de lo que puedo morir, es de hambre —dijo en voz alta mientras buscaba también unos pantalones y recordaba que la noche anterior no había encontrado en la cocina ni un rancio mendrugo de pan. Y decidió salir hacia la casa de la familia rumana. O lo que era lo mismo: al encuentro de un buen desayuno.
La ducha la había dejado temblando de frío. Se puso unos vaqueros, una camisa azul celeste de manga larga y un jersey azul marino, bien grueso. No le pareció suficiente y, antes de salir, añadió a su conjunto una acolchada y floreada cazadora que cerró hasta el cuello.
Pisó con firmeza el verde vivo empapado aún de lluvia, y respiró profundo. Después de una larga y estrepitosa noche de tormenta, apreció un poco más la tranquilidad de aquel espacio silencioso. Agradeció que el cielo se hubiera quedado en silencio, aunque eso aumentara la sensación de soledad que le provocaba ese lugar. Miró a lo lejos, donde el valle volvía a cerrarse en un angosto desfiladero que conducía al pueblo de Urzainqui, y suspiró mientras se prometía que nadie vería su tristeza ni adivinaría sus problemas. Se iría en tres días con la misma dignidad con la que había llegado.
Cuando alcanzó la casa de los Ionescu, la humedad de la hierba le había traspasado hasta los calcetines, congelándole los pies.
Golpeó la puerta con los nudillos y esperó largo rato. Encima de su cabeza, en el centro del dintel, estaba clavada una flor seca, grande y plana que recordaba al sol del mediodía con sus rayos extendidos. Había otra igual sobre la entrada de la borda. Preguntándose cuál podía ser su significado, aún golpeó otras dos veces antes de darse por vencida.
Su lujoso y delicado Cartier señalaba las nueve de la mañana, y nadie en aquel lugar daba señales de vida. Probó con la puerta de la quesería y obtuvo la misma respuesta. Pero esto no era el hogar de nadie y no eran necesarias las ceremonias; presionó sobre la manilla y la puerta cedió. Se encontró con un amplio espacio de paredes blancas que hacía de distribuidor a cuatro puertas, dos de ellas simples y pintadas de blanco, y otras dos grandes, correderas y de acero inoxidable. De un perchero colgaban tres prendas oscuras de abrigo. Bajo ellas, un par de botas de montaña, unos mocasines femeninos y unas botas blancas de goma.
Oyó murmullo de voces tras una de las dos sencillas puertas que tenía enfrente. Pensar que al otro lado podía estar Joe, tan ácido como la tarde anterior, la obligó a coger aire y expulsarlo muy despacio. Se miró en el pequeño espejo colgado en la pared, sobre un lavabo de acero inoxidable en el que había un dispensador con jabón azul. Se animó diciéndose que, a pesar de las lágrimas, tenía buen aspecto. Se ahuecó sus bucles pajizos, se peinó las cejas con los dedos y ensayó una sonrisa que le hizo sentirse más segura.
Esta vez entró sin llamar.
Joe y Doina, de espaldas a ella, no la oyeron entrar. De pie, junto a un gran tanque rectangular de acero inoxidable, material que facilitaba una pulcra limpieza, trabajaban y hablaban sobre lo diferentes que eran, entre sí, los dos hijos de Doina.
En el recipiente, la leche cuajada ya había sido partida en trozos del tamaño de una pequeña perla, había sido vuelta a prensar y cortada en partes más grandes. Con ellas iban rellenando moldes de plástico en los que antes habían extendido unos trapos blancos para que envolvieran el cuerpo fresco del queso y ayudaran a formar la corteza. Trabajaban sobre una placa, también de acero inoxidable, colocada a modo de mesa sobre uno de los extremos del tanque.
_____, sorprendida por el olor denso que despedía el suero separado de la leche, los observó un momento antes de dejarse sentir. Todo aquello era nuevo para ella, que si bien sabía disfrutar del placer de un buen queso acompañado de un gran vino, nunca se había preguntado cómo se elaboraba.
También, por primera vez, podía analizar el aspecto de Joe sin sentir sobre ella sus penetrantes ojos castaños o su sonrisa burlona. Y comenzó por las botas de goma blancas con las que él pisaba sobre un suelo encharcado en agua y suero.
Pensó que tenía una «retaguardia» atractiva. Se adivinaban unas piernas rectas y largas bajo el tejido azul marino de un pantalón de mahón, y una espalda delgada y musculosa que daba forma y movimiento a una gruesa camisa, también azul, con los puños recogidos hasta los codos. Una especie de delantal de cuero blanco que evitaba que se le empapara la ropa mientras manipulaba el queso, y la cinta que lo anudaba en la parte baja de su espalda, hizo pensar a _____ que, al abrigo de tanta tela, existía una cintura muy masculina y estrecha.
Tomó aire y, con los ojos fijos en la nuca de Joe, carraspeó antes de decir con timidez:
—Buenos días.
Los dos rostros se giraron a la vez. En el de Joe ella pudo leer, además de la sorpresa, el fastidio; en el de Doina, una sonrisa amable. Para evitarse el mal rato, prefirió quedarse mirando a la mujer. Pero ninguna de las dos tuvo tiempo para presentarse.
Joe había necesitado apenas un segundo para analizarla: cabello suelto, cazadora, vaqueros, zapatillas húmedas...: un banco de gérmenes.
—¿Qué haces aquí? —soltó con brusquedad—. Lo estás contaminando todo.
_____ se quedó clavada ante la puerta. El tuteaba de pronto, pero lo hacía con tal grosería que no podía agradecérselo. Le resultaba evidente que no bebía los vientos por ella, pero seguía sin entender por qué la trataba con tanta desconsideración. Suspiró con pesar y bajó la cremallera de su cazadora, manteniendo a duras penas la compostura.
—Sólo vine a conocer a los Ionescu ya...
—Está bien —la interrumpió él, iniciando una rapidísima presentación—. Ésta es Doina, esposa de Mihai. —Miró a la sorprendida rumana para decir—: Doina. Esta es _____, nieta de Ignacio. —Se volvió hacia _____, muy serio—. Ahora ya los conoces, así que sal de aquí, porque lo estás contaminando todo.
Volvió a prestar toda su atención al molde que acababa de llenar y, cruzando los extremos de la tela sobre la superficie, apretó con fuerza con ambas manos para escurrir el suero y no dejar ningún espacio vacío.
_____ sintió que le hervía la sangre. Fijó la mirada en el duro perfil de Joe, en la boca que apretaba con más fuerza de la que ejercían sus manos sobre el recién moldeado queso. ¿Quién era él para hablarle así? ¿Qué derecho creía tener para humillarla cada vez que la veía?
Comprimió los labios en una fina línea recta, respiró con fuerza por la nariz y contuvo los deseos de gritarle.
—No puedo contaminar nada —respondió, segura de que le dejaría sin palabras—; acabo de ducharme con agua casi congelada en esa cosa que tú llamas borda y en la que no hay ni...
—Gracias por la información —señaló Joe, mirándola de nuevo—. Ahora ya sabemos que eres una chica muy limpia. Pero aquí elaboramos queso, y además lo hacemos con leche cruda. —La examinó con gesto crítico—. Traes los cabellos sueltos y unas zapatillas bien cargadas de bacterias, por no hablar de otras muchas cosas.
_____ bajó la mirada hacia sus empapadas deportivas blancas y después observó las inmaculadas botas de Joe.
—Lo siento —dijo con sinceridad—. No lo sabía.
—Pero, ¿ha dormido usted en la borda, señorita _____? —preguntó Doina en cuanto pudo meter baza en la conversación.
_____ la miró sorprendida. También miró a Joe, que volvía a sonreír, templado y misterioso.
—¿Es que hay otro lugar donde podía haber pasado la noche?
—Por supuesto que lo hay —respondió él, llevando varios moldes, ya llenos de cuajada, hasta la prensa, al otro extremo de la habitación.
Ni _____ ni Doina siguieron hablando. Observaron sus movimientos aguardando a que él continuara. Pero Joe se tomó su tiempo. Giró la manivela y aprisionó la hilera de moldes apilados. Cuando regresó al tanque, tomó un nuevo molde, colocó en su interior el trapo e introdujo en él un bloque de cuajada antes de informar a la sorprendida _____:
—Hay una casa, tal y como te comunicó el albacea. Está en el mismo pueblo de Roncal. —Hizo una pausa para disfrutar del fuego en el que se calcinaban los ojos verdes que veía por primera vez—. Tu abuelo nunca vivió aquí.
Entonces, las manos de Joe se detuvieron sobre el molde que estaba llenando. Esperaba la lógica explosión de furia, los insultos, los gritos. Pero ella le mantuvo la mirada en silencio, tan digna y orgullosa como cuando la tierra le devoraba los tacones.
Y es que _____ no podía creer que hubiera dormido en aquella casucha sólo porque él quería divertirse a su costa. Le pareció una broma infantil, estúpida. Le habría gustado borrarle aquel aire de superioridad diciéndole que, a pesar de su rostro atractivo, su altura y su cuerpo delgado y musculoso, le faltaba mucho para que se pudiera considerar un verdadero hombre. Pero una vez más se mordió la lengua para conservar las formas.
—¿Eres con todo el mundo igual de amable, o te estás esforzando en desplegar todos tus encantos conmigo? —preguntó, con la voz más suave que pudo fingir.
La sonrisa de Joe terminó dominando en su rostro y sus ojos llamearon divertidos.
—La nieta especial merece un tratamiento igualmente especial. Y ahora que todo comienza a estar más claro entre nosotros, sal de aquí. —Ladeó la cabeza para señalarle la puerta—. Busca a uno de los hijos de Doina. Él te acompañará al pueblo; a esa gran casa que venías buscando.
_____ estaba desconcertada. No entendía a qué obedecía tanta desconsideración. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas, alzó la cabeza y salió al instante. Ante aquel maleducado prepotente, las clases de yoga y relajación que había dado durante años no le servían para nada. Necesitaba gritar a pleno pulmón para desahogarse.
Y tal vez lo hubiera hecho si, nada más pisar el exterior, un mastín pirenaico de noventa kilos no se le hubiera plantado delante como si fuera un muro de contención.
Todo el calor que le emanaba de su furia se transformó en un frío mortal que le recorrió la columna vertebral hasta hundirle el terror en la nuca. Quería gritar pidiendo ayuda, pero no encontraba su voz.
«No te muevas. No te muevas», se repetía en silencio como una orden para sí misma y para el monstruo blanco que clavaba en ella sus pequeños ojos color avellana. La cabeza del animal, con una mancha gris sobre cada una de las orejas y parte del rostro, era enorme; su cuerpo era enorme; todo en él, excepto los menudos y sagaces ojos, era enorme.
Hizo esfuerzos por conservar la calma. Pero la respiración se le agitaba y temió que acabaría con una de las crisis de ansiedad que desde hacía ya tiempo mantenía bajo control. El animal avanzó unos pasos, le temblaron las piernas y supo que estaba perdida. Moriría en medio de un valle rodeado de escarpadas montañas, devorada por un gigantesco perro salvaje.
—¡Obi, ven aquí, campeón!
Era una voz humana. _____ sintió alivio y esperó, sin atreverse ni a parpadear, a que el perro atendiera la llamada de su amo. Pero el animal o no se llamaba Obi, o estaba sordo, o tal vez era más salvaje y peligroso de lo que ella había imaginado.
Cuando creyó que sus piernas no la sostendrían por más tiempo, volvió a escuchar la voz. Esta vez mucho más cerca; a su lado, y le hablaba a ella.
—Buenos días. Creo que no nos conocemos.
_____ giró la cabeza muy despacio para no provocar a la fiera. Traían, el mayor de los hijos de Doina, le vio el terror en los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sorprendido y preocupado.
—Por favor —consiguió susurrar _____—; atrapa a ese monstruo antes de que se me eche encima.
Traían se acercó a Obi y lo sujetó por el collar. No podía creer que un animal tan pacífico como aquél pudiera provocar tanto pánico a nadie.
—No te preocupes —dijo, tratando de tranquilizarla—. Es un perro muy noble y no tiene ninguna intención de atacarte.
_____ tragó saliva. El miedo le había secado la boca. Iba a responderle que cómo podía conocer las intenciones del animal, cuando otro mastín, más grande aún que el primero, llegó despacio, se detuvo a los pies de Traían y se quedó mirándola con fijeza.
—Por favor —susurraba con miedo a que las fieras la escucharan—. Aleja a estos monstruos. Por favor.
—Está bien —dijo él con paciencia—. No te agobies, tranquila.
Traían comenzó a alejarse caminando de espaldas y sonriendo divertido. Un simple «¡vamos!», bastó para que los dos mastines olvidaran el objeto de su curiosidad y se fueran tras el chico.
_____ aguantó inmóvil hasta que los tres desaparecieron en el establo, y corrió por la hierba mojada como si con la humedad le hubieran crecido alas en las zapatillas.
Mientras, en el interior de la quesería, Doina había hecho mención de levantarse para salir tras _____ y presentarse con corrección. Joe la detuvo.
—La niña refinada puede esperar a que terminemos el trabajo.
Ella continuó llenando moldes y tratando de ponerle nombre a lo que acababa de ocurrir. Aquél no era el Joe tierno que conocía, y se lo dijo:
—No ha sido muy amable con la chica, señor Joe.
Ella era el único miembro de los Ionescu que le trataba de usted y lo llamaba señor. Al principio, él había peleado durante meses para terminar con el particular y absurdo tratamiento, pero la tozudez de Doina fue más fuerte. Hacía años que el cerebro de Joe había dejado de escuchar el señor y a considerar que le hablaba de usted por mera costumbre.
—No me cae bien, Doina —le aclaró—. No puedo fingir una simpatía que no siento.
—Podía darle una oportunidad—propuso ella, desplegando otro paño blanco—. Parece una buena niña.
—¿Estás segura? —Joe comenzó con un nuevo molde—. A mí me recuerda a uno de esos buitres que sobrevuelan el ganado en busca de carroña. —La cuajada blanca ocupó su espacio sobre la tela—. Y yo no voy a ayudarla, con una sonrisa complaciente, a recoger su botín.
—¿Y si se equivoca con ella? ¿Y si dentro de un tiempo se da cuenta de que era una buena niña?
—Si eso llega a pasar, Doina, me fustigaré, por cabrón.
—¿Fustigaré? No conozco esa palabra. —Joe rio, relajado, antes de explicar:
—Fustigar, castigar, azotar... ¿Te parece bien que haga eso si me equivoco con esa mosquita muerta?
Doina sonrió mientras encajaba la tapa en el molde y cogía uno nuevo. Pensó que sería todo un espectáculo verlo sin camisa, azotándose a sí mismo sobre aquella espalda musculosa en la que ella había curado más de una herida. Pero nunca una herida de expiación.
—Me parece bien —bromeó, risueña—. Voto por que la señorita _____ maneje el látigo.
—Sí que sabes lo que significa perversa, ¿no es verdad? —Doina le miró de soslayo—. ¡Claro que lo sabes! Llevas en este país media vida y son muy pocas las palabras que no conoces. Pues bien; eso es lo que tú eres: perversa.
Ella ni preguntó ni protestó, dando por hecho que conocía el significado y que, en aquel momento de malsana felicidad, la definición le iba a ella como anillo al dedo. Aún rellenó y prensó con sus manos un nuevo molde antes de volver a hablar.
—Lo que no he entendido bien es por qué se quedó la señorita a dormir en la borda.
—Mejor así, Doina. Es una tontería. Y además da igual, porque Traían o Marcel la llevarán hasta el pueblo. —«Si antes no se vuelve para Madrid», pensó—. No soportaría tenerla merodeando por aquí todo el santo día.
¡Bienvenidas chicas! :D
Natuu! :hi:
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
joe es muy malooo
pero se va a arrepentir verdad????
sigue!!!!!!!!!!!!
pero se va a arrepentir verdad????
sigue!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
me gusta mucho la nove
auqnue joe es algo odiosito
algo no muyyy
ajajajaja con la rayis
sigue :)
auqnue joe es algo odiosito
algo no muyyy
ajajajaja con la rayis
sigue :)
andreita
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 03
Elaborar el queso les llevó toda la mañana. Al inicio de la temporada, hacia el mes de diciembre, conseguían menos unidades y terminaban antes. Durante los primeros meses la leche de las ovejas que habían pastado en la sierra durante el verano y el otoño era más floja y se necesitaban hasta siete litros para conseguir un pequeño queso de un kilo. Ahora, en pleno mes de marzo, con el ganado en los establos y alimentándose de fardos de paja, forraje de la rivera y algo de pienso, elaboraban cada uno con tan sólo cinco litros.
En la pequeña entrada que separaba la quesería de un mundo de bacterias, Doina cambió las botas de goma por sus mocasines, colgó su delantal blanco sobre la percha y se apresuró hacia la casa para preparar la comida.
Joe se lo tomó con más calma. Sentado en un estrecho banco de listones de acero, ató con parsimonia los cordones de sus botas de monte, recordando el encuentro con _____. No dudaba que a esas horas ya estaría fisgoneando en los armarios y cajones de la casa de su abuelo en busca de algo de valor. Le dolía imaginarla allí, ahora, cuando el viejo ya no necesitaba sus visitas.
Suspiró profundamente y se puso en pie, frotándose las manos sobre el abrigado tejido de su pantalón. Tomó del perchero un ligero tabardo azul marino y salió en dirección al pueblo. Le gustaba caminar. Por eso, en sus idas y venidas a la finca, siempre que le era posible evitaba utilizar su automóvil.
En cuanto _____ entró en la casa, el terror a los mastines cedió para dar paso a la furia. No podía creer que hubiera pasado la noche en aquella cabaña sólo porque el maldito Joe hubiera querido divertirse a su costa. No entendía a aquel hombre, pero había decidido que lo perdería de vista: a él, a su borda y a sus detestables animales.
En la habitación sus ropas aún estaban desperdigadas sobre la cama, junto a la maleta. La abrió con brusquedad y comenzó a arrojar prendas que se fueron acumulando en el centro, como trapos viejos. A pesar de las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, descubrió que el montón era idéntico al que había formado hacía menos de veinticuatro horas, cuando otra enorme decepción la había empujado a salir huyendo de Madrid.
Al comprenderlo, toda su furia se le deshizo en dolor. Empujó la maleta, estrellándola contra el suelo. Después fue ella quien se dejó caer, apoyando la espalda en la cama y envuelta en sollozos.
La desolación por lo ocurrido a quinientos kilómetros de allí volvió a romperle el corazón; el sentimiento de humillación y vergüenza le hizo desear desaparecer, tal y como había intentado hacer al llegar a ese insufrible lugar.
Estaba repitiendo, paso a paso, todo el proceso como en un particular y estúpido Día de la Marmota. La habían agraviado de nuevo, esta vez un pueblerino inculto, y ella recogía sus cosas para esfumarse, vencida y en silencio. Se sintió el saco de arena al que todos podían golpear sin temor a que hiciera nada para defenderse.
Acurrucada en el rincón que formaba la mesilla junto a la colcha, dejó que se adueñara de ella el llanto, la frustración, la impotencia, hasta que su espíritu fuerte y luchador la zarandeó.
Cuando llegó el mediodía y Joe atravesaba el pastizal para dirigirse a Roncal, ella había terminado con los lloros y había hecho sus cuentas. Creía que, como mucho, en dos noches más, se sentiría preparada para regresar a su casa. Dos noches y abandonaría ese valle inmundo. Dos noches que estaba dispuesta a pasar en esa casucha o donde fuera con tal de no sentir que había perdido la poca dignidad que le quedaba. Y aunque en el fondo sabía que aquélla era una rebelión absurda, tomar esa decisión le hizo sentirse un poco mejor.
Su hambre de veinticuatro horas le mordisqueaba el interior del estómago. A través del cristal de la ventana cuidó los pasos del intratable pastor. Nada más perderlo de vista abrió la puerta y oteó con cuidado, asegurándose que las dos bestias blancas y peludas no estuvieran por los alrededores, y corrió, perdiendo el aliento, hasta la casa de los Ionescu.
A la vez que Joe comía con sus padres y les explicaba que _____ ya estaba acomodada en su verdadera casa, ella saboreaba un nutritivo guiso de patatas con bacalao en la cálida y animada cocina de los rumanos. Por fin se había presentado y conocido a los Ionescu. A Doina, de la que ya había descubierto su dulzura nada más verla junto a Joe; a su esposo Mihai, hombre cariñoso y de pocas palabras; y a Traían y Marcel, jóvenes despiertos y alegres que animaron la conversación. Traían, por su parte, tuvo la delicadeza de fingir que la veía por primera vez.
Entre charlas más o menos banales, también hubo momentos más trascendentales que mantuvieron encogido el corazón de _____. Mihai contó cómo, veinticinco años atrás, él y su esposa habían abandonado su querida Rumania en busca de un mejor futuro para la familia que deseaban crear. Y ambos le hablaron de su acertada llegada a Roncal donde sus dos hijos nacieron y crecieron sin problemas, como dos roncaleses más.
Al cabo de una hora de animada sobremesa, los tres hombres se fueron de la casa para iniciar sus labores de la tarde, y Doina sacó del frigorífico algunas cosas para que _____ pudiera cocinarse la cena.
—Si quiere, esta tarde la puedo acompañar al pueblo para que llene la despensa —dijo, metiéndolo todo en una bolsa de plástico que cerró con un nudo—, aunque sigo pensando que debería quedarse en su casa; la de verdad.
—Me quedaré aquí —repitió _____, por tercera o cuarta vez desde que finalizó la comida—. En tres días regresaré a Madrid. No merece la pena comenzar con cambios. Ya he plegado mi ropa en los cajones —mintió—, pero sí voy a aceptar tu ofrecimiento para ir de compras.
—Prepare una lista con lo que crea que va a necesitar —aconsejó Doina mientras le tendía la bolsa, que _____ cogió encantada.
—No imaginas cuánto agradezco tu ayuda—expresó _____ con una sonrisa amable.
Aún conversaron un buen rato. Doina se ofreció a ayudarla a instalarse en la borda, si era allí donde quería quedarse, pero _____ le dijo que no era necesario. Entonces le dio la buena noticia de que existía una caldera que funcionaba con gas butano. Marcel pasaría a ponérsela en marcha esa misma tarde y por fin dispondría de agua caliente.
Al final _____ salió de la casa satisfecha, portando en sus manos un pequeño tesoro comestible. Miró a su alrededor y no halló ni rastro de las bestias. Y mientras atravesaba el prado con la mirada puesta en los marcos de madera de las ventanas de la borda y en la exagerada inclinación de su tejado, pensó que ya le quedaba menos tiempo para perder de vista semejante choza.
La leche ordeñada a última hora de la tarde esperaba en el tanque de refrigeración, donde se conservaría a siete grados hasta el día siguiente. Entonces la mezclarían con la del ordeño de primera hora de la mañana para elaborar con ella el queso.
Aunque los Ionescu cumplían con su trabajo a la perfección, Joe dormía más tranquilo si antes se había dado una vuelta para comprobarlo todo. Esa tarde, después de inspeccionar en la quesería la temperatura del tanque, se entretuvo arreglando el vendaje de la pata herida de una oveja y revisando el estado de la ordeñadora automática. Cuando salió de los establos ya había caído la noche, y la ventana iluminada de la cocina de la borda destacaba como un faro encendido en lo alto de un oscuro acantilado.
Profirió una maldición, pero no contra _____, sino contra sí mismo, que con su estupidez había dado a esa mujer la posibilidad de quedarse cerca. Pero ¿cómo habría podido sospechar que estaría a gusto en un lugar como aquél? Había visto su BMW, su Cartier, sus zapatos, su ropa; la había visto y había comprendido que tenía gustos caros.
Poco podía imaginar que, en ese preciso momento, y a pesar de que había comprado, en Roncal, alimentos para tres días, ella terminaba de cenar un trozo de pan y dos manzanas con el sabor a mar con el que las habían empapado sus lágrimas. Sí, esa noche, sentada junto a la mesa de madera de la cocina, mirando el fuego bajo que desde hacía años nadie encendía, _____ había vuelto a llorar.
Ahora, con la misma tristeza, pero ya calmada, miraba su móvil calculando el riesgo que tenía encenderlo a esa hora de la noche.
Por fin lo hizo. Introdujo su clave y lo dejó sobre la mesa, esperando que cesara la sucesión de pitidos que indicaban las abundantes llamadas perdidas y la entrada de mensajes. Borró sin leer todo lo recibido y marcó el número de Luciano Bessolla: su albacea.
Se disculpó por llamar fuera de las horas de trabajo, pero a él no pareció importarle. Más bien al contrario.
—Tu llamada me alegra, _____ —respondió la voz grave de Luciano, al otro lado del teléfono—. Me resulta imposible contactar contigo. Quería saber qué tal te había ido el viaje y qué opinas de esa preciosa villa y de las propiedades de tu abuelo. Tengo el teléfono de Joe, pero no quería molestarle para este tema.
—Has hecho bien —respondió _____, aliviada—. Él no te habría contado demasiado porque apenas si nos hemos visto aún.
—¡Bueno! —exclamó Luciano con voz animosa—, ¿y qué opinas de todo eso?
—La casa es preciosa —inventó ella, pues sólo había visto su exterior esa misma tarde, al hacer las compras con Doina—. Y el pueblo, con esas casonas de piedra y madera tan hermosas y cuidadas, me ha gustado mucho.
En eso sí era sincera. Cuando cruzaba el puente sobre el río Esca, le había deslumbrado la belleza del primer y gran edificio rodeado de arcos y balconadas, con un reloj en lo más alto de su fachada y el colorido escudo de la villa, ofreciendo al visitante una cálida bienvenida. Y, tras él, la torre de la iglesia de San Esteban, emergiendo de su impresionante cuerpo macizo, dominando desde lo alto todos los tejados rojos y las calles empedradas.
No se había detenido, pues los datos introducidos en su GPS le indicaron que aún no había llegado al lugar que buscaba. Pero cruzó el pueblo despacio, fijándose en las estrechas calles que quedaban a su izquierda y en las ventanas y balcones de las casas, adornados con geranios.
—Me alegra que te guste, _____ —confesó Luciano—. Ya te dije que todo el Valle del Roncal, y en especial esa villa, tiene un encanto que muy pocas veces podemos ver.
—Sí —respondió ella, recordando el «especial encanto» de Joe—. Pero yo te llamaba para otra cosa. ¿Has encontrado compradores para todo esto?
—Eres muy impaciente, _____. ¿Cuántos días han pasado desde que me pediste que vendiera?, ¿tres, cuatro? Si queremos conseguir un buen precio, no debemos darnos prisa. Estoy tratando de adjudicarlo todo por separado: fincas, animales, casa, negocios... Creo que es la mejor manera de rentabilizarlo, pero también será un proceso más largo.
—Está bien. Lo dejo en tus manos. No tengo demasiada prisa —reconoció—. Si necesitas hablar conmigo, dentro de unos días estaré de regreso en Madrid. Lo digo porque aquí casi nunca tengo cobertura —mintió. De nuevo—, y por eso tengo apagado el móvil.
—Podré esperar —hizo saber el albacea—. En realidad necesitaré un tiempo para tener algo preciso que contarte. Disfruta de los días que te queden de estar ahí y olvídate de este asunto —le aconsejó—. Yo me ocupo, y cuando lo tenga todo listo me pondré en contacto contigo.
Tras la conversación con Luciano, _____ llamó a su amiga Laura. Había salido precipitadamente de Madrid, sin querer ver a nadie, pero no podía dejar que ella se angustiara por su ausencia durante los días que aún tardase en regresar.
Le contó que estaba bien, pero no quiso hablarle del lugar donde estaba ni de los motivos por los que se había ido. Sabía que Diego recurriría a ella en busca de información y no quería comprometerla.
Conversaron un buen rato. _____, mientras con los dedos juntaba sobre la mesa las miguitas caídas del pan con sabor a sal que había comido, le dijo que acababa de tomar una cena fantástica y que ahora le esperaba una noche reparadora en una estupenda cama de dos metros. Al final, el buen humor de Laura consiguió dibujarle alguna sonrisa y mejorarle un poco su desdichado ánimo.
Se sentía como un gato encerrado en una caja de zapatos; en su propia caja de zapatos. Daba igual que husmeara por los bordes o diera zarpazos en las esquinas. Sólo conseguía alterarse y aumentar su sensación de ansiedad e impotencia.
Hacía dos días que _____ había desaparecido y él sólo podía pasear su inquietud de un lado a otro y llamar a un teléfono que siempre le respondía que estaba apagado o fuera de cobertura.
Diego dejó de caminar y miró por el ventanal que ocupaba toda una pared de su despacho. Eran las ocho de la mañana y el sol comenzaba a alzarse perezoso sobre los edificios adormilados de Madrid.
—¿Dónde estás, _____, dónde te has metido? —se preguntó en voz alta, con la mirada perdida en el tráfico, y la memoria en la última vez que la vio.
Aquel recuerdo terminó de mortificarle. Resopló con fuerza, deslizando los dedos por su corto pelo castaño, y caminó con energía hasta su mesa. Apenas la alcanzó, se giró con brusquedad para regresar junto a la ventana.
—Si no apareces o me llamas pronto, acabaré volviéndome loco —murmuró de nuevo.
Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta de su traje gris, de Armani, que potenciaba el atractivo de su cuerpo alto, delgado y de amplios y rectos hombros. Sin ninguna esperanza, marcó el número de _____. Después de cientos de intentos sin ningún resultado, esta vez el teléfono le devolvió el sonido de una señal de llamada. Contuvo la respiración mientras escuchaba un primer tono, después un segundo... Cerró los párpados sobre sus esperanzados ojos negros y apoyó la frente contra el cristal.
—Cógelo, _____. Por Dios, coge el teléfono —suplicó en voz baja.
A casi quinientos kilómetros de allí, _____, vestida con los únicos vaqueros que portaba en su maleta, se ajustaba una chaqueta naranja de punto sobre una camiseta de manga larga de pequeñas flores naranjas, verdes y blancas. Sus zapatillas de lona no hacían juego con el atuendo, pero al menos ya estaban secas y lo estarían durante todo el día, pues el cielo prometía desplegar los rayos de un sol radiante.
Se cepillaba el cabello en el pequeño cuarto de baño, cuando escuchó el sonido de su móvil. Palideció al recordar que la noche anterior lo había dejado sobre la mesa de la cocina... encendido.
Caminó por el pasillo, despacio, como si el teléfono fuera un animal tan grande y peligroso como cualquiera de los mastines y temiera despertarlo. Se acercó a la mesa y miró el nombre que parpadeaba en la pantallita al son de la melodía: Diego. Lo cogió y acarició con el pulgar la tecla de apagado. No quería hablar con él. No quería escucharle. Pero, como una autómata, lo descolgó y se lo llevó al oído, en silencio.
—¡Gracias a Dios que te encuentro, _____! —exclamó Diego con alivio—. ¿Sabes cuántas veces te he llamado durante estos días? Estaba a punto de volverme loco.
_____ no respondió. Bajó los párpados mientras las lágrimas comenzaban a deslizarse entre sus pestañas.
—Por favor, _____. Dime algo. No me castigues más —suplicaba con desgarro—. Sabes que te amo.
_____, aún demasiado herida, buscó entereza para no atender a sus explicaciones.
—Voy a colgarte, Diego —susurró.
El cerró con fuerza los ojos cuando la voz que amalla sonó en sus oídos con palabras que le desgarraron el corazón.
—¡No! Por favor, _____. Perdóname. Te juro que no volverá a ocurrir. —Seguía sintiéndose un gato encerrado en su propia y minúscula caja de zapatos—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para que me perdones. Cualquier cosa, _____.
—Voy a colgar —repitió ella en voz baja.
—¡No! Dime dónde estás. Déjame verte —imploraba con desesperación—. Estas cosas no se pueden hablar por teléfono. Te amo y te lo voy a demostrar. No con palabras ni con regalos. Esta vez te lo voy a demostrar con hechos. —Golpeó su frente contra el cristal, una y otra vez, mientras se le extinguía la voz—. No me abandones, _____. Te lo suplico. No me abandones.
_____ colgó y apagó con rapidez el móvil, arrojándolo sobre la mesa. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó con tanta rabia como desconsuelo.
No quería escucharle. Había huido para no hacerlo. Necesitaba estar alejada de él unos días para tranquilizarse, para pensar, para recuperar la dignidad que sentía que había perdido.
Con el hombro apoyado contra la entrada a los establos del ovino, Joe observaba el cuidado con el que Marcel conducía el pequeño tractor, empujando la paja ya usada por las ovejas. Habían terminado con el ordeño de la mañana y él aguardaba los minutos que restaban para comenzar a elaborar el queso.
—Buenos días, señor Joe —saludó Doina, a su espalda—. Mientras termina de trocearse la cuajada voy a llevar un poco de leche a la señorita _____.
El miró el pequeño cubo en el que se mecía el suave líquido blanco. Mihai ordeñaba cada mañana la vaca con la que cubrían el consumo diario de su familia y el de la casa de Joe.
—Así que le llevas el desayuno —dijo, pensativo—. ¿Cómo ha podido surgir esa confianza entre ustedes con tanta rapidez? —preguntó, dolido por lo que consideraba una traición.
—Ayer vino a comer a casa y yo la acompañé al pueblo a hacer compras. Espero que no le moleste.
—¿Por qué había de hacerlo? —respondió, cruzando los brazos sobre el pecho. Iba a preguntar a qué comida y a qué compras se refería, pero se detuvo al ver que Traian se acercaba corriendo.
—Tienes que ir a casa, mamá —dijo, e inspiró con fuerza para recuperar el aliento—. Papá ha tenido un accidente mientras arreglaba la cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron a la vez Joe y Doina, preocupados y sin apercibirse del rostro tranquilo del muchacho.
—No te inquietes, mamá —informó con la misma rapidez—. No es nada grave. Se ha rasgado el interior de dos dedos con el alambre. No son cortes profundos, pero ya sabes cómo se pone con estas cosas. —Sonriendo, se dirigió a Joe—: Si el viejo ve un poco de su propia sangre cree que va a morir, y si eso ocurre sólo deja que le toque mamá.
—¿Estás seguro de que no es nada serio? —preguntó Joe, mirando la palidez de Doina—. Mira que tu padre es muy duro y si se queja será porque...
—Es duro —interrumpió Traían—. Puede con todo, menos con su propia sangre. Se sentirá bien en cuanto mamá le cubra la herida y no vea ese feo color rojo —contó con una sonrisa de burla en el rostro.
—El chico tiene razón —exclamó Doina, más tranquila—. Será mejor que vaya —le comentó, dejando el cubo a sus pies—. En unos minutos estaré aquí y empezamos a trabajar.
Pero no se movió. Miró a Joe, como si esperara una respuesta.
—¡Ah, no, Doina! —reaccionó él, riendo y alzando las manos para apartarse—. A mí no me mires porque no pienso llevarle leche a esa estirada. Tiene un grifo estupendo del que puede beber agua.
—Se le está endureciendo el corazón, señor Joe. ¿Qué le cuesta dejarle el cubo en la cocina?
—Prefiero ir a curar los dedos a Mihai —indicó, convencido.
—Eso lo dice porque no sabe lo mal enfermo que es. Mientras yo le cure esas heridas, él gritará como un cerdo en día de matanza. —Doina sonrió al recordar el escándalo que su hombretón armó la última vez—. Créame, señor Joe. No le gustará estar allí. Aunque él tampoco le dejaría acercarse. Ya ha oído a mi muchacho: cuando Mihai cree que se muere, sólo quiere que Doina le toque.
Joe miró a Traian con expresión aliviada; él iba a resolverle el problema haciendo de recadero. Pero el chico sonrió con burla y señaló con la cabeza a su hermano, que terminaba de limpiar el establo. Llegaba el momento de poner paja limpia, y se alejó con la disculpa de ayudarle a arrastrar fardos, abrirlos y extenderlos por el suelo.
Mirando a las ovejas que se agrupaban junto a las paredes mientras los chicos se afanaban a su alrededor, Joe emitió un tremendo bufido.
—No puedo ayudarte. Tengo cosas que hacer.
—¡No sea mentiroso! —exclamó ella—. Está esperando que la cuajada esté bien cortada para empezar a trabajar.
—Eres incansable, Doina —exclamó, agobiado.
—Aún es pronto y ella estará dormida; no tiene que verla —afirmó con suavidad—. Puede entrar con la llave que está escondida en la piedra.
—No me vas a dejar tranquilo hasta que lo haga, ¿verdad? —preguntó con aire de derrota.
—Mihai dice que soy como un perro de presa; agarro y no suelto. —El silencioso gesto de duda de Joe la animó a continuar—. Pasado mañana ella se vuelve para Madrid. Deje que antes de irse saboree la buena leche con la que desayunamos aquí.
Joe se alegró al escuchar que la iba a perder de vista más rápido de lo que había imaginado. Pero aún se lo pensó un momento antes de agarrar con fuerza el pequeño cubo y volverse hacia Doina.
—Escúchame bien —dijo para claudicar con un poco de dignidad—: esta vez, y sólo esta vez, le voy a llevar la dichosa leche. Pero prestaré atención antes de entrar, y si tengo la más ligera sospecha de que está despierta, le dejo el cubo en la puerta y me voy. —La sonrisa satisfecha de Doina le hizo añadir—: Y otra cosa. Si llega a enterarse de que he sido yo quien se la ha llevado, te desuello viva.
—¿Desuello? —preguntó Doina, fingiendo inocencia—. No conozco esa palabra.
—Ya. Ya lo sé. —Tensó la mandíbula para evitar sonreír—. Estoy descubriendo que son muchas las palabras que no conoces. Pero ya puedes ir buscando ésta en el diccionario antes de contarle a _____ que yo le he llevado la condenada leche.
Doina se encaminó hacia su casa sin añadir una palabra; no quería que él se arrepintiera. Pero se fue tarareando, en voz muy baja, una bella canción de amor rumana, dispuesta a curar con mimos a su quejica y amado Mihai.
Joe se detuvo ante la puerta de la borda y, durante unos instantes, prestó atención. Al parecer Doina tenía razón y _____ aún no se había levantado.
Sujetando el balde de leche en su mano izquierda, alzó la derecha hasta alcanzar la llave, oculta en una hendidura entre dos piedras, sobre el marco. La rozó con la yema de los dedos. No le gustaba la idea de entrar sigiloso mientras ella dormía, aunque sólo fuera para dejarle un poco de leche. Las ocurrencias de Doina no siempre eran buenas, y la de que él entrara hasta la cocina le parecía pésima. Decidió que dejar el cubo junto a la entrada y marcharse sin ser visto era lo más apropiado.
Pero la puerta se abrió de golpe. No le dio tiempo a reaccionar. Todo duró un instante.
_____ avanzó como un huracán, con ojos ciegos que no le mostraron a tiempo que Joe se interponía en su camino. Intentó detenerse, pero la fuerza de su propia inercia hizo que el encontronazo fuera inevitable. Lanzó un grito a la vez que su delgado cuerpo chocaba contra unos muslos firmes y un torso musculoso y duro como una roca. Joe adelantó las manos hacia ella para evitar que cayera y, mientras alcanzaba a sujetarla por los brazos, el cubo se estrellaba contra el suelo, derramando la leche.
Su primera reacción fue de preocupación. La miró al rostro, por si el golpe contra su pecho le hubiera lastimado la nariz o cualquier otra zona sensible. Pero cuando vio que ella estaba bien y recuperaba la estabilidad, la soltó como si temiese que su contacto pudiera infectarle de alguna enfermedad contagiosa.
—¡Maldita sea! —gritó, furioso—. ¿Es que no tienes ojos?
_____ se sentía hundida, furiosa y frustrada después de haber hablado con Diego, tanto que ni siquiera reparó en la leche vertida. Sabía que sólo tenía que escucharle decir un par de veces más que la amaba, y ella se lanzaría a sus brazos para que le curara el dolor que él mismo le había causado. Siempre ocurría igual. Siempre era lo mismo.
Estaba cansada de contener sus lágrimas y su ira, de ser amable con todo el mundo, de ser correcta. Y allí estaba Joe, desafiándola de nuevo.
—¿Y tú qué narices haces parado ante mi puerta? —le increpó con los ojos en llamas.
—¿Es que tengo que informarte por dónde voy a caminar cada día? —rugió Joe, colérico—. ¿O tal vez prefieres que te pase una hoja de ruta con todo bien detallado para que nos aseguremos de que la entiendes? —añadió con una sorna hiriente.
—¡Eres un prepotente insufrible! —le bramó con una peligrosa mezcla de dolor y rabia—. Estoy harta de soportar tus malas formas y tus ofensas.
—Y yo estoy cansado de aguantar tu torpeza —aseguró él con menosprecio—. Cada vez que te encuentro estás jodiendo algo.
—Creo que aquí el especialista en joder al prójimo eres tú —alzó la barbilla y crispó los dedos de su mano derecha sobre el marco de madera—. Desde que llegué, y sin ningún motivo, te has empeñado en amargarme la vida.
«Sin ningún motivo», se repitió Joe, agitando la cabeza. No la creía tan estúpida como para no saber qué había hecho mal durante toda su vida, y él no tenía ninguna intención de recordárselo.
—¿Qué demonios haces aquí? —soltó, con los brazos caídos y los puños tensos—. Reconoce que te equivocaste al venir. Lárgate, esto no es lo tuyo.
—¿Lo mío? —exclamó, atónita—. ¿Y qué sabes tú qué es lo mío? No me conoces, o sea que deja de juzgarme.
—Te conozco lo suficiente —se pavoneó Joe, mirándola de arriba abajo con insolencia—. Doina dice que te vas pasado mañana. ¿Por qué no nos haces un favor a todos, recoges tus maravillosos modelitos y te largas hoy mismo? Lo único que haces aquí es estorbar a quienes sí trabajamos.
—¿Me estás llamando inútil? —Irritada, aleteaba los orificios de su nariz y comprimía con fuerza los labios.
—Sí. Te estoy llamando inútil y te estoy llamando estorbo —espetó, satisfecho—. Imagino que en Madrid hay cosas para las que eres perfecta, pero aquí no. Aquí sólo serías útil si desaparecieras para no volver jamás.
—¿Estás olvidando que todo esto me pertenece? —preguntó con frialdad—. No hay nadie que pueda echarme.
—Te pertenece el valor económico, no el lugar al que nunca... hasta ahora —aclaró con malicia—, te habías dignado visitar. ¿Por qué no lo vendes todo y te marchas con el botín? Para eso has venido, ¿verdad?
—No pienso explicarte a qué he venido —dijo _____, con una sonrisa arrogante—. Y mi única equivocación ha sido pensar que eras un hombre normal. Por fin compruebo que eres un amargado intratable que no soporta tener a nadie cerca.
—Depende de quién se acerque y, sobre todo, de con qué rastrera intención lo haga —respondió con simulada calma.
_____ abrió la boca para responder, pero la cerró sin haber emitido ningún sonido. Por un instante, la hostilidad en los ojos castaños de Joe le avivó recuerdos amargos. Los de unos días atrás, cuando con parecido desprecio alguien le habló de sus rastreras intenciones. «No te atrevas a alzar la barbilla ante mí», había tenido que oír cuando lo único que estaba haciendo era enrojecer de vergüenza. «Conozco a las mujeres como tú. Eres una oportunista, una vulgar ladrona que se aprovecha de la confianza que le otorgan para adueñarse de lo que no le pertenece.» Cuando escuchó esas palabras, ya había deseado cien veces que la tierra se rasgara bajo sus pies y la grieta profundizara hasta el averno, pero aquello no había hecho más que empezar...
—Así que tienes razón —continuó diciendo Joe, y _____ regresó al presente y expulsó el aire envenenado del que llevaba respirando ya dos días, los dos primeros días de los muchos en los que aún seguiría haciéndolo.
—¿En qué tengo razón? —consiguió preguntar sin que le temblara la voz.
—En que soy un amargado intratable que no soporto tener al lado a alguien como tú —sonrió a pesar del coraje que le consumía—. Preferiría la soledad eterna.
_____ inspiró para bufar después como un animal herido.
—Eres el hombre más maleducado y ordinario que he conocido jamás.
—No está mal —chasqueó los labios, fingiendo diversión—. Es casi halagador, comparado con la insensible oportunista que creo que eres tú.
_____ crispó las manos a ambos lados de su cuerpo.
—Eres un prepotente que se atreve a juzgar lo que ignora, que por otra parte debe de ser mucho —intentó devolverle un gesto de satisfacción, pero la tensión y la rabia la dominaron—. No me extraña que hayas escogido vivir rodeado de animales. Ellos no te juzgan y, aunque no te soporten, no te abandonan como seguramente ha hecho todo el que te ha conocido.
—No veo que tú te estés dando demasiada prisa en largarte —señaló, manteniendo con dificultad la sonrisa.
—Te equivocas. Sólo sueño con perderte de vista para siempre —apuntilló ella, a punto de explotar.
Joe torció el gesto y sus ojos se transformaron de nuevo en carbones encendidos. No sabía si le abrasaba más la rabia o la impotencia.
—Estupendo —exclamó, alzando el brazo y golpeando la pared de piedra con el puño—. Los dos seremos mucho más felices cuando te hayas ido.
—¡Imbécil! —estalló _____, entrando en la casa y cerrando con un portazo.
—¡Inútil! —respondió Joe con furia, recogiendo el cubo del suelo y volviéndose para caminar hacia la quesería.
En cuanto se vio en la soledad de la borda, _____ se desmoronó. Su ira se aplacó para dar paso a la tristeza, y sus gritos airados se transmutaron en llanto desconsolado.
¡Bienvenida Jessica Hurtado!
Natuu! :hi:
En la pequeña entrada que separaba la quesería de un mundo de bacterias, Doina cambió las botas de goma por sus mocasines, colgó su delantal blanco sobre la percha y se apresuró hacia la casa para preparar la comida.
Joe se lo tomó con más calma. Sentado en un estrecho banco de listones de acero, ató con parsimonia los cordones de sus botas de monte, recordando el encuentro con _____. No dudaba que a esas horas ya estaría fisgoneando en los armarios y cajones de la casa de su abuelo en busca de algo de valor. Le dolía imaginarla allí, ahora, cuando el viejo ya no necesitaba sus visitas.
Suspiró profundamente y se puso en pie, frotándose las manos sobre el abrigado tejido de su pantalón. Tomó del perchero un ligero tabardo azul marino y salió en dirección al pueblo. Le gustaba caminar. Por eso, en sus idas y venidas a la finca, siempre que le era posible evitaba utilizar su automóvil.
En cuanto _____ entró en la casa, el terror a los mastines cedió para dar paso a la furia. No podía creer que hubiera pasado la noche en aquella cabaña sólo porque el maldito Joe hubiera querido divertirse a su costa. No entendía a aquel hombre, pero había decidido que lo perdería de vista: a él, a su borda y a sus detestables animales.
En la habitación sus ropas aún estaban desperdigadas sobre la cama, junto a la maleta. La abrió con brusquedad y comenzó a arrojar prendas que se fueron acumulando en el centro, como trapos viejos. A pesar de las lágrimas que se agolpaban en sus ojos, descubrió que el montón era idéntico al que había formado hacía menos de veinticuatro horas, cuando otra enorme decepción la había empujado a salir huyendo de Madrid.
Al comprenderlo, toda su furia se le deshizo en dolor. Empujó la maleta, estrellándola contra el suelo. Después fue ella quien se dejó caer, apoyando la espalda en la cama y envuelta en sollozos.
La desolación por lo ocurrido a quinientos kilómetros de allí volvió a romperle el corazón; el sentimiento de humillación y vergüenza le hizo desear desaparecer, tal y como había intentado hacer al llegar a ese insufrible lugar.
Estaba repitiendo, paso a paso, todo el proceso como en un particular y estúpido Día de la Marmota. La habían agraviado de nuevo, esta vez un pueblerino inculto, y ella recogía sus cosas para esfumarse, vencida y en silencio. Se sintió el saco de arena al que todos podían golpear sin temor a que hiciera nada para defenderse.
Acurrucada en el rincón que formaba la mesilla junto a la colcha, dejó que se adueñara de ella el llanto, la frustración, la impotencia, hasta que su espíritu fuerte y luchador la zarandeó.
Cuando llegó el mediodía y Joe atravesaba el pastizal para dirigirse a Roncal, ella había terminado con los lloros y había hecho sus cuentas. Creía que, como mucho, en dos noches más, se sentiría preparada para regresar a su casa. Dos noches y abandonaría ese valle inmundo. Dos noches que estaba dispuesta a pasar en esa casucha o donde fuera con tal de no sentir que había perdido la poca dignidad que le quedaba. Y aunque en el fondo sabía que aquélla era una rebelión absurda, tomar esa decisión le hizo sentirse un poco mejor.
Su hambre de veinticuatro horas le mordisqueaba el interior del estómago. A través del cristal de la ventana cuidó los pasos del intratable pastor. Nada más perderlo de vista abrió la puerta y oteó con cuidado, asegurándose que las dos bestias blancas y peludas no estuvieran por los alrededores, y corrió, perdiendo el aliento, hasta la casa de los Ionescu.
A la vez que Joe comía con sus padres y les explicaba que _____ ya estaba acomodada en su verdadera casa, ella saboreaba un nutritivo guiso de patatas con bacalao en la cálida y animada cocina de los rumanos. Por fin se había presentado y conocido a los Ionescu. A Doina, de la que ya había descubierto su dulzura nada más verla junto a Joe; a su esposo Mihai, hombre cariñoso y de pocas palabras; y a Traían y Marcel, jóvenes despiertos y alegres que animaron la conversación. Traían, por su parte, tuvo la delicadeza de fingir que la veía por primera vez.
Entre charlas más o menos banales, también hubo momentos más trascendentales que mantuvieron encogido el corazón de _____. Mihai contó cómo, veinticinco años atrás, él y su esposa habían abandonado su querida Rumania en busca de un mejor futuro para la familia que deseaban crear. Y ambos le hablaron de su acertada llegada a Roncal donde sus dos hijos nacieron y crecieron sin problemas, como dos roncaleses más.
Al cabo de una hora de animada sobremesa, los tres hombres se fueron de la casa para iniciar sus labores de la tarde, y Doina sacó del frigorífico algunas cosas para que _____ pudiera cocinarse la cena.
—Si quiere, esta tarde la puedo acompañar al pueblo para que llene la despensa —dijo, metiéndolo todo en una bolsa de plástico que cerró con un nudo—, aunque sigo pensando que debería quedarse en su casa; la de verdad.
—Me quedaré aquí —repitió _____, por tercera o cuarta vez desde que finalizó la comida—. En tres días regresaré a Madrid. No merece la pena comenzar con cambios. Ya he plegado mi ropa en los cajones —mintió—, pero sí voy a aceptar tu ofrecimiento para ir de compras.
—Prepare una lista con lo que crea que va a necesitar —aconsejó Doina mientras le tendía la bolsa, que _____ cogió encantada.
—No imaginas cuánto agradezco tu ayuda—expresó _____ con una sonrisa amable.
Aún conversaron un buen rato. Doina se ofreció a ayudarla a instalarse en la borda, si era allí donde quería quedarse, pero _____ le dijo que no era necesario. Entonces le dio la buena noticia de que existía una caldera que funcionaba con gas butano. Marcel pasaría a ponérsela en marcha esa misma tarde y por fin dispondría de agua caliente.
Al final _____ salió de la casa satisfecha, portando en sus manos un pequeño tesoro comestible. Miró a su alrededor y no halló ni rastro de las bestias. Y mientras atravesaba el prado con la mirada puesta en los marcos de madera de las ventanas de la borda y en la exagerada inclinación de su tejado, pensó que ya le quedaba menos tiempo para perder de vista semejante choza.
La leche ordeñada a última hora de la tarde esperaba en el tanque de refrigeración, donde se conservaría a siete grados hasta el día siguiente. Entonces la mezclarían con la del ordeño de primera hora de la mañana para elaborar con ella el queso.
Aunque los Ionescu cumplían con su trabajo a la perfección, Joe dormía más tranquilo si antes se había dado una vuelta para comprobarlo todo. Esa tarde, después de inspeccionar en la quesería la temperatura del tanque, se entretuvo arreglando el vendaje de la pata herida de una oveja y revisando el estado de la ordeñadora automática. Cuando salió de los establos ya había caído la noche, y la ventana iluminada de la cocina de la borda destacaba como un faro encendido en lo alto de un oscuro acantilado.
Profirió una maldición, pero no contra _____, sino contra sí mismo, que con su estupidez había dado a esa mujer la posibilidad de quedarse cerca. Pero ¿cómo habría podido sospechar que estaría a gusto en un lugar como aquél? Había visto su BMW, su Cartier, sus zapatos, su ropa; la había visto y había comprendido que tenía gustos caros.
Poco podía imaginar que, en ese preciso momento, y a pesar de que había comprado, en Roncal, alimentos para tres días, ella terminaba de cenar un trozo de pan y dos manzanas con el sabor a mar con el que las habían empapado sus lágrimas. Sí, esa noche, sentada junto a la mesa de madera de la cocina, mirando el fuego bajo que desde hacía años nadie encendía, _____ había vuelto a llorar.
Ahora, con la misma tristeza, pero ya calmada, miraba su móvil calculando el riesgo que tenía encenderlo a esa hora de la noche.
Por fin lo hizo. Introdujo su clave y lo dejó sobre la mesa, esperando que cesara la sucesión de pitidos que indicaban las abundantes llamadas perdidas y la entrada de mensajes. Borró sin leer todo lo recibido y marcó el número de Luciano Bessolla: su albacea.
Se disculpó por llamar fuera de las horas de trabajo, pero a él no pareció importarle. Más bien al contrario.
—Tu llamada me alegra, _____ —respondió la voz grave de Luciano, al otro lado del teléfono—. Me resulta imposible contactar contigo. Quería saber qué tal te había ido el viaje y qué opinas de esa preciosa villa y de las propiedades de tu abuelo. Tengo el teléfono de Joe, pero no quería molestarle para este tema.
—Has hecho bien —respondió _____, aliviada—. Él no te habría contado demasiado porque apenas si nos hemos visto aún.
—¡Bueno! —exclamó Luciano con voz animosa—, ¿y qué opinas de todo eso?
—La casa es preciosa —inventó ella, pues sólo había visto su exterior esa misma tarde, al hacer las compras con Doina—. Y el pueblo, con esas casonas de piedra y madera tan hermosas y cuidadas, me ha gustado mucho.
En eso sí era sincera. Cuando cruzaba el puente sobre el río Esca, le había deslumbrado la belleza del primer y gran edificio rodeado de arcos y balconadas, con un reloj en lo más alto de su fachada y el colorido escudo de la villa, ofreciendo al visitante una cálida bienvenida. Y, tras él, la torre de la iglesia de San Esteban, emergiendo de su impresionante cuerpo macizo, dominando desde lo alto todos los tejados rojos y las calles empedradas.
No se había detenido, pues los datos introducidos en su GPS le indicaron que aún no había llegado al lugar que buscaba. Pero cruzó el pueblo despacio, fijándose en las estrechas calles que quedaban a su izquierda y en las ventanas y balcones de las casas, adornados con geranios.
—Me alegra que te guste, _____ —confesó Luciano—. Ya te dije que todo el Valle del Roncal, y en especial esa villa, tiene un encanto que muy pocas veces podemos ver.
—Sí —respondió ella, recordando el «especial encanto» de Joe—. Pero yo te llamaba para otra cosa. ¿Has encontrado compradores para todo esto?
—Eres muy impaciente, _____. ¿Cuántos días han pasado desde que me pediste que vendiera?, ¿tres, cuatro? Si queremos conseguir un buen precio, no debemos darnos prisa. Estoy tratando de adjudicarlo todo por separado: fincas, animales, casa, negocios... Creo que es la mejor manera de rentabilizarlo, pero también será un proceso más largo.
—Está bien. Lo dejo en tus manos. No tengo demasiada prisa —reconoció—. Si necesitas hablar conmigo, dentro de unos días estaré de regreso en Madrid. Lo digo porque aquí casi nunca tengo cobertura —mintió. De nuevo—, y por eso tengo apagado el móvil.
—Podré esperar —hizo saber el albacea—. En realidad necesitaré un tiempo para tener algo preciso que contarte. Disfruta de los días que te queden de estar ahí y olvídate de este asunto —le aconsejó—. Yo me ocupo, y cuando lo tenga todo listo me pondré en contacto contigo.
Tras la conversación con Luciano, _____ llamó a su amiga Laura. Había salido precipitadamente de Madrid, sin querer ver a nadie, pero no podía dejar que ella se angustiara por su ausencia durante los días que aún tardase en regresar.
Le contó que estaba bien, pero no quiso hablarle del lugar donde estaba ni de los motivos por los que se había ido. Sabía que Diego recurriría a ella en busca de información y no quería comprometerla.
Conversaron un buen rato. _____, mientras con los dedos juntaba sobre la mesa las miguitas caídas del pan con sabor a sal que había comido, le dijo que acababa de tomar una cena fantástica y que ahora le esperaba una noche reparadora en una estupenda cama de dos metros. Al final, el buen humor de Laura consiguió dibujarle alguna sonrisa y mejorarle un poco su desdichado ánimo.
Se sentía como un gato encerrado en una caja de zapatos; en su propia caja de zapatos. Daba igual que husmeara por los bordes o diera zarpazos en las esquinas. Sólo conseguía alterarse y aumentar su sensación de ansiedad e impotencia.
Hacía dos días que _____ había desaparecido y él sólo podía pasear su inquietud de un lado a otro y llamar a un teléfono que siempre le respondía que estaba apagado o fuera de cobertura.
Diego dejó de caminar y miró por el ventanal que ocupaba toda una pared de su despacho. Eran las ocho de la mañana y el sol comenzaba a alzarse perezoso sobre los edificios adormilados de Madrid.
—¿Dónde estás, _____, dónde te has metido? —se preguntó en voz alta, con la mirada perdida en el tráfico, y la memoria en la última vez que la vio.
Aquel recuerdo terminó de mortificarle. Resopló con fuerza, deslizando los dedos por su corto pelo castaño, y caminó con energía hasta su mesa. Apenas la alcanzó, se giró con brusquedad para regresar junto a la ventana.
—Si no apareces o me llamas pronto, acabaré volviéndome loco —murmuró de nuevo.
Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta de su traje gris, de Armani, que potenciaba el atractivo de su cuerpo alto, delgado y de amplios y rectos hombros. Sin ninguna esperanza, marcó el número de _____. Después de cientos de intentos sin ningún resultado, esta vez el teléfono le devolvió el sonido de una señal de llamada. Contuvo la respiración mientras escuchaba un primer tono, después un segundo... Cerró los párpados sobre sus esperanzados ojos negros y apoyó la frente contra el cristal.
—Cógelo, _____. Por Dios, coge el teléfono —suplicó en voz baja.
A casi quinientos kilómetros de allí, _____, vestida con los únicos vaqueros que portaba en su maleta, se ajustaba una chaqueta naranja de punto sobre una camiseta de manga larga de pequeñas flores naranjas, verdes y blancas. Sus zapatillas de lona no hacían juego con el atuendo, pero al menos ya estaban secas y lo estarían durante todo el día, pues el cielo prometía desplegar los rayos de un sol radiante.
Se cepillaba el cabello en el pequeño cuarto de baño, cuando escuchó el sonido de su móvil. Palideció al recordar que la noche anterior lo había dejado sobre la mesa de la cocina... encendido.
Caminó por el pasillo, despacio, como si el teléfono fuera un animal tan grande y peligroso como cualquiera de los mastines y temiera despertarlo. Se acercó a la mesa y miró el nombre que parpadeaba en la pantallita al son de la melodía: Diego. Lo cogió y acarició con el pulgar la tecla de apagado. No quería hablar con él. No quería escucharle. Pero, como una autómata, lo descolgó y se lo llevó al oído, en silencio.
—¡Gracias a Dios que te encuentro, _____! —exclamó Diego con alivio—. ¿Sabes cuántas veces te he llamado durante estos días? Estaba a punto de volverme loco.
_____ no respondió. Bajó los párpados mientras las lágrimas comenzaban a deslizarse entre sus pestañas.
—Por favor, _____. Dime algo. No me castigues más —suplicaba con desgarro—. Sabes que te amo.
_____, aún demasiado herida, buscó entereza para no atender a sus explicaciones.
—Voy a colgarte, Diego —susurró.
El cerró con fuerza los ojos cuando la voz que amalla sonó en sus oídos con palabras que le desgarraron el corazón.
—¡No! Por favor, _____. Perdóname. Te juro que no volverá a ocurrir. —Seguía sintiéndose un gato encerrado en su propia y minúscula caja de zapatos—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para que me perdones. Cualquier cosa, _____.
—Voy a colgar —repitió ella en voz baja.
—¡No! Dime dónde estás. Déjame verte —imploraba con desesperación—. Estas cosas no se pueden hablar por teléfono. Te amo y te lo voy a demostrar. No con palabras ni con regalos. Esta vez te lo voy a demostrar con hechos. —Golpeó su frente contra el cristal, una y otra vez, mientras se le extinguía la voz—. No me abandones, _____. Te lo suplico. No me abandones.
_____ colgó y apagó con rapidez el móvil, arrojándolo sobre la mesa. Se cubrió el rostro con las manos y sollozó con tanta rabia como desconsuelo.
No quería escucharle. Había huido para no hacerlo. Necesitaba estar alejada de él unos días para tranquilizarse, para pensar, para recuperar la dignidad que sentía que había perdido.
Con el hombro apoyado contra la entrada a los establos del ovino, Joe observaba el cuidado con el que Marcel conducía el pequeño tractor, empujando la paja ya usada por las ovejas. Habían terminado con el ordeño de la mañana y él aguardaba los minutos que restaban para comenzar a elaborar el queso.
—Buenos días, señor Joe —saludó Doina, a su espalda—. Mientras termina de trocearse la cuajada voy a llevar un poco de leche a la señorita _____.
El miró el pequeño cubo en el que se mecía el suave líquido blanco. Mihai ordeñaba cada mañana la vaca con la que cubrían el consumo diario de su familia y el de la casa de Joe.
—Así que le llevas el desayuno —dijo, pensativo—. ¿Cómo ha podido surgir esa confianza entre ustedes con tanta rapidez? —preguntó, dolido por lo que consideraba una traición.
—Ayer vino a comer a casa y yo la acompañé al pueblo a hacer compras. Espero que no le moleste.
—¿Por qué había de hacerlo? —respondió, cruzando los brazos sobre el pecho. Iba a preguntar a qué comida y a qué compras se refería, pero se detuvo al ver que Traian se acercaba corriendo.
—Tienes que ir a casa, mamá —dijo, e inspiró con fuerza para recuperar el aliento—. Papá ha tenido un accidente mientras arreglaba la cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntaron a la vez Joe y Doina, preocupados y sin apercibirse del rostro tranquilo del muchacho.
—No te inquietes, mamá —informó con la misma rapidez—. No es nada grave. Se ha rasgado el interior de dos dedos con el alambre. No son cortes profundos, pero ya sabes cómo se pone con estas cosas. —Sonriendo, se dirigió a Joe—: Si el viejo ve un poco de su propia sangre cree que va a morir, y si eso ocurre sólo deja que le toque mamá.
—¿Estás seguro de que no es nada serio? —preguntó Joe, mirando la palidez de Doina—. Mira que tu padre es muy duro y si se queja será porque...
—Es duro —interrumpió Traían—. Puede con todo, menos con su propia sangre. Se sentirá bien en cuanto mamá le cubra la herida y no vea ese feo color rojo —contó con una sonrisa de burla en el rostro.
—El chico tiene razón —exclamó Doina, más tranquila—. Será mejor que vaya —le comentó, dejando el cubo a sus pies—. En unos minutos estaré aquí y empezamos a trabajar.
Pero no se movió. Miró a Joe, como si esperara una respuesta.
—¡Ah, no, Doina! —reaccionó él, riendo y alzando las manos para apartarse—. A mí no me mires porque no pienso llevarle leche a esa estirada. Tiene un grifo estupendo del que puede beber agua.
—Se le está endureciendo el corazón, señor Joe. ¿Qué le cuesta dejarle el cubo en la cocina?
—Prefiero ir a curar los dedos a Mihai —indicó, convencido.
—Eso lo dice porque no sabe lo mal enfermo que es. Mientras yo le cure esas heridas, él gritará como un cerdo en día de matanza. —Doina sonrió al recordar el escándalo que su hombretón armó la última vez—. Créame, señor Joe. No le gustará estar allí. Aunque él tampoco le dejaría acercarse. Ya ha oído a mi muchacho: cuando Mihai cree que se muere, sólo quiere que Doina le toque.
Joe miró a Traian con expresión aliviada; él iba a resolverle el problema haciendo de recadero. Pero el chico sonrió con burla y señaló con la cabeza a su hermano, que terminaba de limpiar el establo. Llegaba el momento de poner paja limpia, y se alejó con la disculpa de ayudarle a arrastrar fardos, abrirlos y extenderlos por el suelo.
Mirando a las ovejas que se agrupaban junto a las paredes mientras los chicos se afanaban a su alrededor, Joe emitió un tremendo bufido.
—No puedo ayudarte. Tengo cosas que hacer.
—¡No sea mentiroso! —exclamó ella—. Está esperando que la cuajada esté bien cortada para empezar a trabajar.
—Eres incansable, Doina —exclamó, agobiado.
—Aún es pronto y ella estará dormida; no tiene que verla —afirmó con suavidad—. Puede entrar con la llave que está escondida en la piedra.
—No me vas a dejar tranquilo hasta que lo haga, ¿verdad? —preguntó con aire de derrota.
—Mihai dice que soy como un perro de presa; agarro y no suelto. —El silencioso gesto de duda de Joe la animó a continuar—. Pasado mañana ella se vuelve para Madrid. Deje que antes de irse saboree la buena leche con la que desayunamos aquí.
Joe se alegró al escuchar que la iba a perder de vista más rápido de lo que había imaginado. Pero aún se lo pensó un momento antes de agarrar con fuerza el pequeño cubo y volverse hacia Doina.
—Escúchame bien —dijo para claudicar con un poco de dignidad—: esta vez, y sólo esta vez, le voy a llevar la dichosa leche. Pero prestaré atención antes de entrar, y si tengo la más ligera sospecha de que está despierta, le dejo el cubo en la puerta y me voy. —La sonrisa satisfecha de Doina le hizo añadir—: Y otra cosa. Si llega a enterarse de que he sido yo quien se la ha llevado, te desuello viva.
—¿Desuello? —preguntó Doina, fingiendo inocencia—. No conozco esa palabra.
—Ya. Ya lo sé. —Tensó la mandíbula para evitar sonreír—. Estoy descubriendo que son muchas las palabras que no conoces. Pero ya puedes ir buscando ésta en el diccionario antes de contarle a _____ que yo le he llevado la condenada leche.
Doina se encaminó hacia su casa sin añadir una palabra; no quería que él se arrepintiera. Pero se fue tarareando, en voz muy baja, una bella canción de amor rumana, dispuesta a curar con mimos a su quejica y amado Mihai.
Joe se detuvo ante la puerta de la borda y, durante unos instantes, prestó atención. Al parecer Doina tenía razón y _____ aún no se había levantado.
Sujetando el balde de leche en su mano izquierda, alzó la derecha hasta alcanzar la llave, oculta en una hendidura entre dos piedras, sobre el marco. La rozó con la yema de los dedos. No le gustaba la idea de entrar sigiloso mientras ella dormía, aunque sólo fuera para dejarle un poco de leche. Las ocurrencias de Doina no siempre eran buenas, y la de que él entrara hasta la cocina le parecía pésima. Decidió que dejar el cubo junto a la entrada y marcharse sin ser visto era lo más apropiado.
Pero la puerta se abrió de golpe. No le dio tiempo a reaccionar. Todo duró un instante.
_____ avanzó como un huracán, con ojos ciegos que no le mostraron a tiempo que Joe se interponía en su camino. Intentó detenerse, pero la fuerza de su propia inercia hizo que el encontronazo fuera inevitable. Lanzó un grito a la vez que su delgado cuerpo chocaba contra unos muslos firmes y un torso musculoso y duro como una roca. Joe adelantó las manos hacia ella para evitar que cayera y, mientras alcanzaba a sujetarla por los brazos, el cubo se estrellaba contra el suelo, derramando la leche.
Su primera reacción fue de preocupación. La miró al rostro, por si el golpe contra su pecho le hubiera lastimado la nariz o cualquier otra zona sensible. Pero cuando vio que ella estaba bien y recuperaba la estabilidad, la soltó como si temiese que su contacto pudiera infectarle de alguna enfermedad contagiosa.
—¡Maldita sea! —gritó, furioso—. ¿Es que no tienes ojos?
_____ se sentía hundida, furiosa y frustrada después de haber hablado con Diego, tanto que ni siquiera reparó en la leche vertida. Sabía que sólo tenía que escucharle decir un par de veces más que la amaba, y ella se lanzaría a sus brazos para que le curara el dolor que él mismo le había causado. Siempre ocurría igual. Siempre era lo mismo.
Estaba cansada de contener sus lágrimas y su ira, de ser amable con todo el mundo, de ser correcta. Y allí estaba Joe, desafiándola de nuevo.
—¿Y tú qué narices haces parado ante mi puerta? —le increpó con los ojos en llamas.
—¿Es que tengo que informarte por dónde voy a caminar cada día? —rugió Joe, colérico—. ¿O tal vez prefieres que te pase una hoja de ruta con todo bien detallado para que nos aseguremos de que la entiendes? —añadió con una sorna hiriente.
—¡Eres un prepotente insufrible! —le bramó con una peligrosa mezcla de dolor y rabia—. Estoy harta de soportar tus malas formas y tus ofensas.
—Y yo estoy cansado de aguantar tu torpeza —aseguró él con menosprecio—. Cada vez que te encuentro estás jodiendo algo.
—Creo que aquí el especialista en joder al prójimo eres tú —alzó la barbilla y crispó los dedos de su mano derecha sobre el marco de madera—. Desde que llegué, y sin ningún motivo, te has empeñado en amargarme la vida.
«Sin ningún motivo», se repitió Joe, agitando la cabeza. No la creía tan estúpida como para no saber qué había hecho mal durante toda su vida, y él no tenía ninguna intención de recordárselo.
—¿Qué demonios haces aquí? —soltó, con los brazos caídos y los puños tensos—. Reconoce que te equivocaste al venir. Lárgate, esto no es lo tuyo.
—¿Lo mío? —exclamó, atónita—. ¿Y qué sabes tú qué es lo mío? No me conoces, o sea que deja de juzgarme.
—Te conozco lo suficiente —se pavoneó Joe, mirándola de arriba abajo con insolencia—. Doina dice que te vas pasado mañana. ¿Por qué no nos haces un favor a todos, recoges tus maravillosos modelitos y te largas hoy mismo? Lo único que haces aquí es estorbar a quienes sí trabajamos.
—¿Me estás llamando inútil? —Irritada, aleteaba los orificios de su nariz y comprimía con fuerza los labios.
—Sí. Te estoy llamando inútil y te estoy llamando estorbo —espetó, satisfecho—. Imagino que en Madrid hay cosas para las que eres perfecta, pero aquí no. Aquí sólo serías útil si desaparecieras para no volver jamás.
—¿Estás olvidando que todo esto me pertenece? —preguntó con frialdad—. No hay nadie que pueda echarme.
—Te pertenece el valor económico, no el lugar al que nunca... hasta ahora —aclaró con malicia—, te habías dignado visitar. ¿Por qué no lo vendes todo y te marchas con el botín? Para eso has venido, ¿verdad?
—No pienso explicarte a qué he venido —dijo _____, con una sonrisa arrogante—. Y mi única equivocación ha sido pensar que eras un hombre normal. Por fin compruebo que eres un amargado intratable que no soporta tener a nadie cerca.
—Depende de quién se acerque y, sobre todo, de con qué rastrera intención lo haga —respondió con simulada calma.
_____ abrió la boca para responder, pero la cerró sin haber emitido ningún sonido. Por un instante, la hostilidad en los ojos castaños de Joe le avivó recuerdos amargos. Los de unos días atrás, cuando con parecido desprecio alguien le habló de sus rastreras intenciones. «No te atrevas a alzar la barbilla ante mí», había tenido que oír cuando lo único que estaba haciendo era enrojecer de vergüenza. «Conozco a las mujeres como tú. Eres una oportunista, una vulgar ladrona que se aprovecha de la confianza que le otorgan para adueñarse de lo que no le pertenece.» Cuando escuchó esas palabras, ya había deseado cien veces que la tierra se rasgara bajo sus pies y la grieta profundizara hasta el averno, pero aquello no había hecho más que empezar...
—Así que tienes razón —continuó diciendo Joe, y _____ regresó al presente y expulsó el aire envenenado del que llevaba respirando ya dos días, los dos primeros días de los muchos en los que aún seguiría haciéndolo.
—¿En qué tengo razón? —consiguió preguntar sin que le temblara la voz.
—En que soy un amargado intratable que no soporto tener al lado a alguien como tú —sonrió a pesar del coraje que le consumía—. Preferiría la soledad eterna.
_____ inspiró para bufar después como un animal herido.
—Eres el hombre más maleducado y ordinario que he conocido jamás.
—No está mal —chasqueó los labios, fingiendo diversión—. Es casi halagador, comparado con la insensible oportunista que creo que eres tú.
_____ crispó las manos a ambos lados de su cuerpo.
—Eres un prepotente que se atreve a juzgar lo que ignora, que por otra parte debe de ser mucho —intentó devolverle un gesto de satisfacción, pero la tensión y la rabia la dominaron—. No me extraña que hayas escogido vivir rodeado de animales. Ellos no te juzgan y, aunque no te soporten, no te abandonan como seguramente ha hecho todo el que te ha conocido.
—No veo que tú te estés dando demasiada prisa en largarte —señaló, manteniendo con dificultad la sonrisa.
—Te equivocas. Sólo sueño con perderte de vista para siempre —apuntilló ella, a punto de explotar.
Joe torció el gesto y sus ojos se transformaron de nuevo en carbones encendidos. No sabía si le abrasaba más la rabia o la impotencia.
—Estupendo —exclamó, alzando el brazo y golpeando la pared de piedra con el puño—. Los dos seremos mucho más felices cuando te hayas ido.
—¡Imbécil! —estalló _____, entrando en la casa y cerrando con un portazo.
—¡Inútil! —respondió Joe con furia, recogiendo el cubo del suelo y volviéndose para caminar hacia la quesería.
En cuanto se vio en la soledad de la borda, _____ se desmoronó. Su ira se aplacó para dar paso a la tristeza, y sus gritos airados se transmutaron en llanto desconsolado.
¡Bienvenida Jessica Hurtado!
Natuu! :hi:
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
noooooooooooooo
joe por q es tan maloooooo
el no sabe nada de la rayis como para q sea tan patan jum jum
siguelaaaaaaaaaaaaaaaa
joe por q es tan maloooooo
el no sabe nada de la rayis como para q sea tan patan jum jum
siguelaaaaaaaaaaaaaaaa
Julieta♥
Página 1 de 11. • 1, 2, 3 ... 9, 10, 11
Temas similares
» Entre dos Hermanos (Nick J. & Tu) Terminada
» "Entre las sábanas del Italiano" (Joe&Tu)[TERMINADA]
» Let me out/Dulces Sueños -Terminada-
» "Sueños Traviesos" (Nick y Tu) Terminada
» El vampiro... En mis Sueños (Nick Jonas y Tu) [TERMINADA]
» "Entre las sábanas del Italiano" (Joe&Tu)[TERMINADA]
» Let me out/Dulces Sueños -Terminada-
» "Sueños Traviesos" (Nick y Tu) Terminada
» El vampiro... En mis Sueños (Nick Jonas y Tu) [TERMINADA]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
Página 1 de 11.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.
Miér 20 Nov 2024, 12:51 am por SweetLove22
» My dearest
Lun 11 Nov 2024, 7:37 pm por lovesick
» Sayonara, friday night
Lun 11 Nov 2024, 12:38 am por lovesick
» in the heart of the circle
Dom 10 Nov 2024, 7:56 pm por hange.
» air nation
Miér 06 Nov 2024, 10:08 am por hange.
» life is a box of chocolates
Mar 05 Nov 2024, 2:54 pm por 14th moon
» —Hot clown shit
Lun 04 Nov 2024, 9:10 pm por Jigsaw
» outoflove.
Lun 04 Nov 2024, 11:42 am por indigo.
» witches of own
Dom 03 Nov 2024, 9:16 pm por hange.