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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
ya veo porque l a rayis se fue
pero ella sabia que estaba casado??
o diego
siempre la habia entido y ocultado eso?
yo queiro beso con joe!
maraton
pero ella sabia que estaba casado??
o diego
siempre la habia entido y ocultado eso?
yo queiro beso con joe!
maraton
andreita
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
iii maraton..por tenernos abandonadas tanto tiempo :( extraño tu nove !!!!
Julieta♥
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 14
Tras aquel viaje a Pamplona, ni Joe ni _____ volvieron a fingir casualidad en sus encuentros. A ella no le importaba buscarlo por los establos para charlar un rato o pedirle que la subiera a la sierra. Él entraba hasta la cocina sin pedir permiso y husmeaba en las cazuelas mientras ella experimentaba con nuevas recetas.
Una mañana, mientras él examinaba en el establo las ovejas preñadas, entró ella, con sus cabellos sueltos, sus vaqueros y las botas que Doina le había prestado para subir a la montaña y que habían terminado sustituyendo a las torturadas zapatillas blancas.
Joe la observó, evaluando todo lo que había cambiado desde que llegó. Ya no se la veía tan flacucha ni su tez era tan blanca. Su gesto altivo que tanto le había crispado al principio, ahora le parecía un punto atractivo y sensual. Y, aunque hacía mucho que no apretaba los labios ni aleteaba los orificios de su nariz, sí que seguía sonrojándose con facilidad.
Le gustaba tenerla allí, y se preguntaba cuánto tiempo le quedaba para disfrutar de su compañía.
—¿Va todo bien? —preguntó _____, apoyándose en la valla que mantenía agrupadas a las ovejas junto a los comederos.
—Va perfecto —aseguró Joe, acercándose con una sonrisa de bienvenida—. El mes que viene tendremos corderitos, las madres darán leche y en diciembre comenzaremos a elaborar queso. —La miró a los ojos y se atrevió a preguntar—: ¿Seguirás aquí para entonces?
—No lo creo —confesó _____ con una mirada triste—. Por mucho que demore el regreso, pasaré las navidades en mi casa.
El otoño avanzaba, se dijo Joe, y cuando quisiera darse cuenta ella habría desaparecido de su vida. Sabía que su ausencia le iba a dejar un gran vacío. Ella se le había clavado en el pensamiento sin que él hubiera hecho nada efectivo para impedirlo, pero se negaba a dejar que se le asentara también en el alma.
En el alma no. Porque lo que vive encajado en ese espacio intangible, se le ama, y él no podía permitirse el lujo de amarla.
Le bastaba con tenerla cerca, tal vez con besarla de nuevo. Se moría de ganas por volver a besarla.
Pero amarla, no. Pues sabía que cuanto más de sí mismo entregara, más solo se sentiría cuando ella se marchara.
—De aquí a Navidad aún queda un tiempo —comentó, tanto para ella como para sí mismo—. Desde la sierra has visto los colores con los que se viste el otoño en estos valles. ¿Qué te parecería cabalgar por el interior de esos bosques en los que ahora llueve hojas doradas?
—Dicho así suena a magia —respondió riendo.
—Y lo es —aseguró con una misteriosa sonrisa.
—¿Crees que podré tumbarme en la hojarasca y contemplarla lluvia de hojas? —preguntó, entrecerrando los ojos como una niña pequeña.
—Por supuesto. Podrás hacer todo lo que quieras —le dijo con una suavidad que sabía a promesa.
—¿Y crees que puedo resistirme a una invitación como ésta? —volvió a interrogar, con una sonrisa igual de infantil.
—No puedes —aseguró Joe en su mismo tono de broma, y se apartó un poco para saltar la valla—. A no ser que tengas un plan mejor para pasar lo que resta de tarde.
—Déjame pensar —pidió _____. Pero él sonrió, echando a andar hacia el otro establo, y ella le siguió encantada.
Media hora después, Zaldizko y Zoraska se movían al paso sobre una mullida alfombra de hojas doradas y ocres. Sobre sus cabezas, de un frondoso ramaje de rojos más intensos y amarillos y naranjas más vivos, se desprendían las hojas que ya habían cumplido la función de traspasar su esencia al viejo tronco.
Era la lluvia mágica del otoño. La explosión de vida en una naturaleza que se preparaba para el descanso.
—Después de estos paseos, cabalgar en el club me parecerá ridículo —declaró _____, observando el incendio de colores tras el que se ocultaba el azul del cielo.
—No diré que ya te lo advertí —bromeó Joe—. De todos modos, piensa que estos bosques están entre los más extensos y hermosos de toda Europa. Y, además, ésta es la temporada más espectacular del año.
—No trates de animarme —dijo, riendo—. Montar en un picadero no volverá a ser lo que era.
Joe pensó que tampoco para él volverían a ser lo mismo sus salidas con Zoraska, ni subir a la sierra, ni hacer queso... ni seguir viviendo.
En cuanto desmontaron, y mientras Joe aún aseguraba las riendas, _____ se dejó caer sobre el acolchado de hojas y cerró los párpados para escuchar los crujidos que emitían al ser aplastadas por su cuerpo.
No necesitó abrir los ojos para saber que Joe se acercaba. El suave chasquido de la hojarasca bajo sus pies, fue dibujándole cada uno de sus pasos hasta que sintió que se detenía junto a ella. El corazón se le agitó hasta latirle pegado a la garganta.
Joe se había aproximado despacio, contemplándola tumbada sobre el lecho de naturaleza, conteniendo la respiración al verla extender los brazos y acariciar las rugosidades con las palmas abiertas. Y seguía sin encontrar el aliento, observando sus cabellos extendidos y mezclados con las hojas mientras a su alrededor, otras, más doradas, se mecían en el aire hasta caer con suavidad al suelo.
Ella, la nieta ausente, la mujer odiada, le había ganado una partida que ni siquiera llegó a saber que estaba jugando. Durante meses, él había luchado en solitario contra una atracción que día a día le fue usurpando terreno. Tan vencido se sentía por su dulce y delicada contendiente, que estaba dejando de resistirse a ese sentimiento que le emborrachaba el corazón y que ya consideraba ingobernable.
Tras un profundo suspiro que _____ pudo escuchar, se sentó a su lado, inspirando del viento cálido y del olor a tierra y a musgo para recuperar la calma.
—Cuando llegaste, me juré que jamás te traería a lugares como éste —confesó sin mirarla—. Creí que no sabrías disfrutar de ellos.
—Y tenías razón. —_____ abrió los ojos y los posó en su perfil—. Todo esto me agobiaba. Tú me estás ayudando a descubrirlo. Ahora reconozco que es una tierra hermosa, aunque creo que me abrumaría vivir siempre entre tanto verde.
Joe sonrió, sacudiendo la cabeza.
—Yo creo que no. —Apoyó los brazos sobre las rodillas y juntó las palmas de las manos—. Además, siempre tendrías algo nuevo por descubrir. Estás en el Reyno de Navarra —alardeó, y a _____ el nombre le sonó a delicioso y legendario misterio—. Te maravillaría el pozo de las hiedras; la cascada del cubo del río Urbeltza; el bosque gótico de Aitzmurdi, con árboles que tienen cuatro o cinco siglos.
—¿Conoces todos esos lugares? —preguntó, asombrada.
Él se volvió a mirarla. Algunas hojas habían caído sobre sus bucles extendidos por el suelo. El dorado de las copas de los árboles se le reflejaba en el verde de sus ojos sorprendidos. Parecía una lamia de voz sensual que ya había elegido al mortal sobre el que derramar su hechizo: él. Sentía en su interior cómo el encantamiento iba echando raíces en la humedad caliente del flujo de sus venas.
—Conozco esos lugares y muchos otros —dijo con voz ronca—. Todos ellos hermosos y mágicos, como las leyendas que los rodean.
El iris castaño de Joe se oscureció hasta fundirse con sus pupilas. _____ pensó, al mirarle, que él era una parte de aquella magia de la que le hablaba. Que era por eso por lo que aquel valle le parecía cada día menos salvaje, más hermoso. Era él, el hombre, el que estaba cambiando su percepción.
Cerró los ojos, turbada. Jugueteó con la aspereza de las hojas secas, arrugándolas con los dedos para escuchar sus lastimosos crujidos mientras trataba de recuperar la serenidad. Culpó de su confusión a la fascinación de aquel lugar y de aquel momento. Culpó a la atracción que sentía por Joe a pesar de que creía que su amor y su fidelidad seguían perteneciendo a Diego.
Había sido el típico día de octubre; soleado y con un agradable viento caliente que llenó el aire de vuelos de hojas. Pero al caer la tarde y cuando las primeras sombras de la noche se habían extendido por el valle, la temperatura se tornó fría y húmeda y ello invitó a buscar cobijo.
Joe, después de examinar las ovejas y comprobar que en una semana comenzarían los partos, se había abrigado con su parca para regresar al pueblo, pero pasando primero por la borda para despedirse de _____.
Ahora, según se acercaba cruzando los pastos, el humo blanquecino que salía por la chimenea le hizo sonreír. Recordó la tarde anterior, cuando enseñó a _____ a encender el fuego y a conservarlo durante todo el día. Una labor sencilla que necesitó varias horas y una caja completa de fósforos. Pero se habían divertido. Él había disfrutado viéndola reír, y se recreó rozándole las manos para proteger la llama de algunas cerillas.
Aún sonreía cuando llegó a la borda y, antes de poner un pie en su interior, ya supo que ella cocinaba algo especial.
Se detuvo bajo el arco de entrada, respirando el aroma a almendra molida, a manzanas asadas y a almíbar. Pensó que esa cocina olía a tarde cálida de otoño, y ella, con su delantal blanco, el cabello recogido en una coleta de la que escapaban varios mechones, y la nariz y la frente manchadas de harina, era lo más dulce y a la vez erótico que había visto y percibido nunca.
Se le evaporó el aliento mirándola. Una sensación de calma le invadió por dentro, inmovilizó sus músculos y le agudizó los sentidos. Casi podía oír el sonido de su respiración o el roce de sus manos sobre la tela del delantal. Casi podía acariciarle los dedos, apartarle el mechón de la mejilla, limpiarle el rastro de harina de la nariz...
Su agitado corazón debió de hacer algún ruido, porque él ni siquiera había pestañeado cuando ella dejó la tarta sobre la mesa y se volvió con una sonrisa.
—¿Vienes a refugiarte del frío? —preguntó, y resopló para apartarse un bucle manchado de polvillo blanco que se le enredaba en las pestañas.
—Ese olor delicioso llega hasta los establos —exageró él, sin pudor—. ¿Qué es?
—Tarta de sidra y manzana caramelizada —informó, sonriendo con orgullo.
Joe caminó hasta que la mesa se interpuso entre el frío que él llevaba en sus ropas y el calor con el que _____ parecía envuelta en las suyas. Sonrió ante los sugerentes pensamientos que le despertaba esa visión, y volvió a prestar atención a la tarta.
—¿Me dejarás probarla antes de irme?
—Ni hablar —bromeó ella—. Aún no he decidido si debo invitarte de nuevo. Y darte un trozo de tarta a estas horas sería como si te sirviera una cena dulce.
Aunque el delicioso aroma llenaba toda la cocina, Joe posó las manos sobre la madera y se inclinó para inspirar de cerca.
—Así que piensas torturarme con esto —comentó, mirándola con un brillo de diversión—. Eres cruel.
—De eso se trata —dijo, pero los ojos de Joe se oscurecieron, a ella se le espesó el aire, y ya no fue capaz de sonreír.
—¿Tú la has probado? —preguntó, y comenzó a acercarse rozando con los dedos el borde de la mesa.
_____ asintió sin palabras. Él se detuvo a su lado y, despacio, para que ella supiera lo que iba a hacer, se inclinó para rozarle los labios con los suyos.
No hubo rechazo. Sólo un leve temblor que a punto estuvo de doblegar las piernas de la turbada _____. Joe tomó aire sin apartarse de su boca y volvió a besarla, presionando como si realmente estuviera encontrando el sabor que deseaba.
Se retiró despacio, con ojos ebrios y el corazón a punto de estallar.
—Lo mejor que he saboreado nunca —susurró, devorándola con la mirada—. Espero poder repetir.
_____ se agarró a la mesa temiendo que sus piernas no pudieran sujetarla por más tiempo. Había sido un beso tan tierno, tan suave, tan inesperado y... y tan esperado al mismo tiempo; pero tan breve. Se acarició los labios con las yemas temblorosas de sus dedos y, cuando reaccionó, él había salido de la casa e iniciado su caminata hacia Roncal, y ella había olvidado darle la mitad de la tarta para que se la llevara a su madre.
Pero Joe, con el cuello de la parca alzado y las manos en los bolsillos, ya no recordaba más dulzura que la de su boca. Caminaba por la orilla de la carretera iluminada por una henchida luna llena y con la felicidad pegada a los labios. Aquellos mismos labios con los que por fin la había besado. Había surgido sin pensar, pero se alegraba de haberlo hecho. Por primera vez desde que dejó de ser un adolescente atolondrado, un beso se convertía en una experiencia importante.
Un simple beso, sí. Pero un beso deseado durante mucho tiempo. Un beso que al final consiguió medio robado; un beso que se llevó medio consentido.
En la pantalla azul del manejo de funciones del Mercedes, se dibujó el nombre de _____ y un teléfono descolgándose. Dos segundos después, la voz impersonal de siempre sonaba en el interior del coche para repetir que el móvil estaba apagado o fuera de cobertura.
—¿Cuánto tiempo más vas a alargar esta tortura, _____? —preguntó Diego en voz alta—. Si ya es suficiente. Si ya me tienes donde querías. Si estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para no perderte.
Detuvo el coche ante el semáforo de entrada a la plaza Soler y aprovechó para comprobar su aspecto en el espejo retrovisor. Hacía tiempo que el bronceado de Capri había desaparecido, y sus ojeras volvían a dominarle el rostro. Resopló, ajustándose con rapidez la corbata.
Le esperaba una reunión con un cargo importante de una poderosa marca francesa de perfumes. Si todo salía bien, en unas horas quedaría concertado un encuentro con el señor Dubanchet; máximo responsable de la firma. Llegar a un acuerdo con él supondría el despegue definitivo al mercado europeo.
Si eso llegaba a ocurrir, su suegro le haría la ola y hasta le bailaría claque sobre la mesa de su despacho si él se lo pedía.
El semáforo cambió a verde y el Mercedes bordeó la rotonda para incorporarse a la avenida de Alfonso VIII.
Sonó el teléfono y en la pantalla celeste apareció el nombre de Luciano Bessolla.
Diego descolgó con rapidez, presintiendo que si el albacea de _____ le llamaba era porque algo grave había sucedido.
Pero la voz tranquila y el saludo amable del abogado le devolvieron el corazón a su lugar y le descomprimieron el estómago.
—Lamento molestarte, Diego. Sé que eres un hombre muy ocupado, pero no consigo ponerme en contacto con _____.
—¿Hay algún problema? —preguntó, mientras el limpiaparabrisas se ponía en marcha al detectar las primeras gotas de lluvia sobre el cristal delantero.
—A primeros de marzo me pidió que pusiera en venta todo lo que había heredado de su abuelo —escuchó explicar a Bessolla—. Tengo algunos posibles compradores, pero les voy dando largas y comienzan a impacientarse.
—Yo estaba con ella cuando te llamó para pedirte que vendieras —aclaró, mirando al cielo para calcular si el chaparrón sería pasajero—. Dime cuál es el problema y tal vez pueda ayudarte.
—No puedes, Diego. La necesito a ella. —Durante unos segundos se escuchó sonido de papeles y un soplido de impotencia del abogado—. Cuando me llamó desde Roncal me dijo que en dos o tres días estaría de regreso en Madrid.
«Roncal», se repitió Diego, sujetando con fuerza el volante para no aullar de alivio y felicidad.
—¿Ha regresado o aún sigue allí? —continuó preguntando el abogado.
—Sigue allí —aseguró Diego, con una sonrisa que le había devuelto el color y borrado las ojeras—. Quería conocer sus propiedades antes de venderlas. Después pensó que le vendrían bien unas largas vacaciones. Ha estado muy estresada.
—Sí que se lo noté cuando, unos días después de pedirme que le buscara compradores, me llamó para que le facilitara la dirección —dijo el abogado, tal vez esperando recibir más información—. Incluso le pregunté si le pasaba algo.
Diego apretó los dientes al recordar lo ocurrido en su despacho. Iba a tener que hilar muy fino si quería hacerse perdonar.
—Sólo era cansancio. Pero ya se encuentra bien —informó Diego, confiando en zanjar de aquel modo el excesivo interés de Bessolla—. No tardará en dar por finalizadas estas largas vacaciones.
—Pídele que me llame, por favor. Me dijo que no encendía el móvil porque allí no tiene cobertura, pero imagino que de algún modo estarán en contacto.
—Sí, por supuesto —mintió, sin otra salida digna—. Le diré que se comunique contigo. Y gracias por llamar, Luciano.
«Millones de gracias por llamar», se repitió mientras colgaba.
Había llegado al gran edificio de cristales negros en el que un anagrama con letras plateadas cruzaba la fachada principal: la empresa que su suegro le había confiado y, por lo tanto, el negocio que le ataba a Helena y sus excentricidades. Pero también era la firma a la que él había triplicado los beneficios. Y, si jugaba bien sus cartas, también se convertiría en la que le iba a dar la libertad.
Detuvo el motor del coche, sacó las llaves y acarició el medio corazón de oro del llavero recordando el otro medio que _____ llevaba sobre el pecho.
Eran las nueve de la mañana. Calculó que si salía en aquel momento y conducía sin descanso, para las tres de la tarde podría abrazarla y suplicarle perdón. Pero era un hombre inteligente, la situación era complicada y no podía estropearlo todo por ceder a su necesidad de verla. Ya no bastaría aparecer ante ella con promesas, como había hecho siempre. Esta vez tenía que llevarle los documentos que certificaran su divorcio y un verdadero anillo de compromiso.
Aun así, no sería suficiente, pensó, encerrando el medio corazón en su mano. Tenía que tomárselo con calma para no estropearlo todo en el último momento. Ahora que la tenía localizada, se sentía un poco más tranquilo. Tenía que hacer las cosas bien para que cuando se presentara en Roncal y la pidiera en matrimonio, ella se echara en sus brazos y le respondiera que sí.
1/3
Una mañana, mientras él examinaba en el establo las ovejas preñadas, entró ella, con sus cabellos sueltos, sus vaqueros y las botas que Doina le había prestado para subir a la montaña y que habían terminado sustituyendo a las torturadas zapatillas blancas.
Joe la observó, evaluando todo lo que había cambiado desde que llegó. Ya no se la veía tan flacucha ni su tez era tan blanca. Su gesto altivo que tanto le había crispado al principio, ahora le parecía un punto atractivo y sensual. Y, aunque hacía mucho que no apretaba los labios ni aleteaba los orificios de su nariz, sí que seguía sonrojándose con facilidad.
Le gustaba tenerla allí, y se preguntaba cuánto tiempo le quedaba para disfrutar de su compañía.
—¿Va todo bien? —preguntó _____, apoyándose en la valla que mantenía agrupadas a las ovejas junto a los comederos.
—Va perfecto —aseguró Joe, acercándose con una sonrisa de bienvenida—. El mes que viene tendremos corderitos, las madres darán leche y en diciembre comenzaremos a elaborar queso. —La miró a los ojos y se atrevió a preguntar—: ¿Seguirás aquí para entonces?
—No lo creo —confesó _____ con una mirada triste—. Por mucho que demore el regreso, pasaré las navidades en mi casa.
El otoño avanzaba, se dijo Joe, y cuando quisiera darse cuenta ella habría desaparecido de su vida. Sabía que su ausencia le iba a dejar un gran vacío. Ella se le había clavado en el pensamiento sin que él hubiera hecho nada efectivo para impedirlo, pero se negaba a dejar que se le asentara también en el alma.
En el alma no. Porque lo que vive encajado en ese espacio intangible, se le ama, y él no podía permitirse el lujo de amarla.
Le bastaba con tenerla cerca, tal vez con besarla de nuevo. Se moría de ganas por volver a besarla.
Pero amarla, no. Pues sabía que cuanto más de sí mismo entregara, más solo se sentiría cuando ella se marchara.
—De aquí a Navidad aún queda un tiempo —comentó, tanto para ella como para sí mismo—. Desde la sierra has visto los colores con los que se viste el otoño en estos valles. ¿Qué te parecería cabalgar por el interior de esos bosques en los que ahora llueve hojas doradas?
—Dicho así suena a magia —respondió riendo.
—Y lo es —aseguró con una misteriosa sonrisa.
—¿Crees que podré tumbarme en la hojarasca y contemplarla lluvia de hojas? —preguntó, entrecerrando los ojos como una niña pequeña.
—Por supuesto. Podrás hacer todo lo que quieras —le dijo con una suavidad que sabía a promesa.
—¿Y crees que puedo resistirme a una invitación como ésta? —volvió a interrogar, con una sonrisa igual de infantil.
—No puedes —aseguró Joe en su mismo tono de broma, y se apartó un poco para saltar la valla—. A no ser que tengas un plan mejor para pasar lo que resta de tarde.
—Déjame pensar —pidió _____. Pero él sonrió, echando a andar hacia el otro establo, y ella le siguió encantada.
Media hora después, Zaldizko y Zoraska se movían al paso sobre una mullida alfombra de hojas doradas y ocres. Sobre sus cabezas, de un frondoso ramaje de rojos más intensos y amarillos y naranjas más vivos, se desprendían las hojas que ya habían cumplido la función de traspasar su esencia al viejo tronco.
Era la lluvia mágica del otoño. La explosión de vida en una naturaleza que se preparaba para el descanso.
—Después de estos paseos, cabalgar en el club me parecerá ridículo —declaró _____, observando el incendio de colores tras el que se ocultaba el azul del cielo.
—No diré que ya te lo advertí —bromeó Joe—. De todos modos, piensa que estos bosques están entre los más extensos y hermosos de toda Europa. Y, además, ésta es la temporada más espectacular del año.
—No trates de animarme —dijo, riendo—. Montar en un picadero no volverá a ser lo que era.
Joe pensó que tampoco para él volverían a ser lo mismo sus salidas con Zoraska, ni subir a la sierra, ni hacer queso... ni seguir viviendo.
En cuanto desmontaron, y mientras Joe aún aseguraba las riendas, _____ se dejó caer sobre el acolchado de hojas y cerró los párpados para escuchar los crujidos que emitían al ser aplastadas por su cuerpo.
No necesitó abrir los ojos para saber que Joe se acercaba. El suave chasquido de la hojarasca bajo sus pies, fue dibujándole cada uno de sus pasos hasta que sintió que se detenía junto a ella. El corazón se le agitó hasta latirle pegado a la garganta.
Joe se había aproximado despacio, contemplándola tumbada sobre el lecho de naturaleza, conteniendo la respiración al verla extender los brazos y acariciar las rugosidades con las palmas abiertas. Y seguía sin encontrar el aliento, observando sus cabellos extendidos y mezclados con las hojas mientras a su alrededor, otras, más doradas, se mecían en el aire hasta caer con suavidad al suelo.
Ella, la nieta ausente, la mujer odiada, le había ganado una partida que ni siquiera llegó a saber que estaba jugando. Durante meses, él había luchado en solitario contra una atracción que día a día le fue usurpando terreno. Tan vencido se sentía por su dulce y delicada contendiente, que estaba dejando de resistirse a ese sentimiento que le emborrachaba el corazón y que ya consideraba ingobernable.
Tras un profundo suspiro que _____ pudo escuchar, se sentó a su lado, inspirando del viento cálido y del olor a tierra y a musgo para recuperar la calma.
—Cuando llegaste, me juré que jamás te traería a lugares como éste —confesó sin mirarla—. Creí que no sabrías disfrutar de ellos.
—Y tenías razón. —_____ abrió los ojos y los posó en su perfil—. Todo esto me agobiaba. Tú me estás ayudando a descubrirlo. Ahora reconozco que es una tierra hermosa, aunque creo que me abrumaría vivir siempre entre tanto verde.
Joe sonrió, sacudiendo la cabeza.
—Yo creo que no. —Apoyó los brazos sobre las rodillas y juntó las palmas de las manos—. Además, siempre tendrías algo nuevo por descubrir. Estás en el Reyno de Navarra —alardeó, y a _____ el nombre le sonó a delicioso y legendario misterio—. Te maravillaría el pozo de las hiedras; la cascada del cubo del río Urbeltza; el bosque gótico de Aitzmurdi, con árboles que tienen cuatro o cinco siglos.
—¿Conoces todos esos lugares? —preguntó, asombrada.
Él se volvió a mirarla. Algunas hojas habían caído sobre sus bucles extendidos por el suelo. El dorado de las copas de los árboles se le reflejaba en el verde de sus ojos sorprendidos. Parecía una lamia de voz sensual que ya había elegido al mortal sobre el que derramar su hechizo: él. Sentía en su interior cómo el encantamiento iba echando raíces en la humedad caliente del flujo de sus venas.
—Conozco esos lugares y muchos otros —dijo con voz ronca—. Todos ellos hermosos y mágicos, como las leyendas que los rodean.
El iris castaño de Joe se oscureció hasta fundirse con sus pupilas. _____ pensó, al mirarle, que él era una parte de aquella magia de la que le hablaba. Que era por eso por lo que aquel valle le parecía cada día menos salvaje, más hermoso. Era él, el hombre, el que estaba cambiando su percepción.
Cerró los ojos, turbada. Jugueteó con la aspereza de las hojas secas, arrugándolas con los dedos para escuchar sus lastimosos crujidos mientras trataba de recuperar la serenidad. Culpó de su confusión a la fascinación de aquel lugar y de aquel momento. Culpó a la atracción que sentía por Joe a pesar de que creía que su amor y su fidelidad seguían perteneciendo a Diego.
Había sido el típico día de octubre; soleado y con un agradable viento caliente que llenó el aire de vuelos de hojas. Pero al caer la tarde y cuando las primeras sombras de la noche se habían extendido por el valle, la temperatura se tornó fría y húmeda y ello invitó a buscar cobijo.
Joe, después de examinar las ovejas y comprobar que en una semana comenzarían los partos, se había abrigado con su parca para regresar al pueblo, pero pasando primero por la borda para despedirse de _____.
Ahora, según se acercaba cruzando los pastos, el humo blanquecino que salía por la chimenea le hizo sonreír. Recordó la tarde anterior, cuando enseñó a _____ a encender el fuego y a conservarlo durante todo el día. Una labor sencilla que necesitó varias horas y una caja completa de fósforos. Pero se habían divertido. Él había disfrutado viéndola reír, y se recreó rozándole las manos para proteger la llama de algunas cerillas.
Aún sonreía cuando llegó a la borda y, antes de poner un pie en su interior, ya supo que ella cocinaba algo especial.
Se detuvo bajo el arco de entrada, respirando el aroma a almendra molida, a manzanas asadas y a almíbar. Pensó que esa cocina olía a tarde cálida de otoño, y ella, con su delantal blanco, el cabello recogido en una coleta de la que escapaban varios mechones, y la nariz y la frente manchadas de harina, era lo más dulce y a la vez erótico que había visto y percibido nunca.
Se le evaporó el aliento mirándola. Una sensación de calma le invadió por dentro, inmovilizó sus músculos y le agudizó los sentidos. Casi podía oír el sonido de su respiración o el roce de sus manos sobre la tela del delantal. Casi podía acariciarle los dedos, apartarle el mechón de la mejilla, limpiarle el rastro de harina de la nariz...
Su agitado corazón debió de hacer algún ruido, porque él ni siquiera había pestañeado cuando ella dejó la tarta sobre la mesa y se volvió con una sonrisa.
—¿Vienes a refugiarte del frío? —preguntó, y resopló para apartarse un bucle manchado de polvillo blanco que se le enredaba en las pestañas.
—Ese olor delicioso llega hasta los establos —exageró él, sin pudor—. ¿Qué es?
—Tarta de sidra y manzana caramelizada —informó, sonriendo con orgullo.
Joe caminó hasta que la mesa se interpuso entre el frío que él llevaba en sus ropas y el calor con el que _____ parecía envuelta en las suyas. Sonrió ante los sugerentes pensamientos que le despertaba esa visión, y volvió a prestar atención a la tarta.
—¿Me dejarás probarla antes de irme?
—Ni hablar —bromeó ella—. Aún no he decidido si debo invitarte de nuevo. Y darte un trozo de tarta a estas horas sería como si te sirviera una cena dulce.
Aunque el delicioso aroma llenaba toda la cocina, Joe posó las manos sobre la madera y se inclinó para inspirar de cerca.
—Así que piensas torturarme con esto —comentó, mirándola con un brillo de diversión—. Eres cruel.
—De eso se trata —dijo, pero los ojos de Joe se oscurecieron, a ella se le espesó el aire, y ya no fue capaz de sonreír.
—¿Tú la has probado? —preguntó, y comenzó a acercarse rozando con los dedos el borde de la mesa.
_____ asintió sin palabras. Él se detuvo a su lado y, despacio, para que ella supiera lo que iba a hacer, se inclinó para rozarle los labios con los suyos.
No hubo rechazo. Sólo un leve temblor que a punto estuvo de doblegar las piernas de la turbada _____. Joe tomó aire sin apartarse de su boca y volvió a besarla, presionando como si realmente estuviera encontrando el sabor que deseaba.
Se retiró despacio, con ojos ebrios y el corazón a punto de estallar.
—Lo mejor que he saboreado nunca —susurró, devorándola con la mirada—. Espero poder repetir.
_____ se agarró a la mesa temiendo que sus piernas no pudieran sujetarla por más tiempo. Había sido un beso tan tierno, tan suave, tan inesperado y... y tan esperado al mismo tiempo; pero tan breve. Se acarició los labios con las yemas temblorosas de sus dedos y, cuando reaccionó, él había salido de la casa e iniciado su caminata hacia Roncal, y ella había olvidado darle la mitad de la tarta para que se la llevara a su madre.
Pero Joe, con el cuello de la parca alzado y las manos en los bolsillos, ya no recordaba más dulzura que la de su boca. Caminaba por la orilla de la carretera iluminada por una henchida luna llena y con la felicidad pegada a los labios. Aquellos mismos labios con los que por fin la había besado. Había surgido sin pensar, pero se alegraba de haberlo hecho. Por primera vez desde que dejó de ser un adolescente atolondrado, un beso se convertía en una experiencia importante.
Un simple beso, sí. Pero un beso deseado durante mucho tiempo. Un beso que al final consiguió medio robado; un beso que se llevó medio consentido.
En la pantalla azul del manejo de funciones del Mercedes, se dibujó el nombre de _____ y un teléfono descolgándose. Dos segundos después, la voz impersonal de siempre sonaba en el interior del coche para repetir que el móvil estaba apagado o fuera de cobertura.
—¿Cuánto tiempo más vas a alargar esta tortura, _____? —preguntó Diego en voz alta—. Si ya es suficiente. Si ya me tienes donde querías. Si estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para no perderte.
Detuvo el coche ante el semáforo de entrada a la plaza Soler y aprovechó para comprobar su aspecto en el espejo retrovisor. Hacía tiempo que el bronceado de Capri había desaparecido, y sus ojeras volvían a dominarle el rostro. Resopló, ajustándose con rapidez la corbata.
Le esperaba una reunión con un cargo importante de una poderosa marca francesa de perfumes. Si todo salía bien, en unas horas quedaría concertado un encuentro con el señor Dubanchet; máximo responsable de la firma. Llegar a un acuerdo con él supondría el despegue definitivo al mercado europeo.
Si eso llegaba a ocurrir, su suegro le haría la ola y hasta le bailaría claque sobre la mesa de su despacho si él se lo pedía.
El semáforo cambió a verde y el Mercedes bordeó la rotonda para incorporarse a la avenida de Alfonso VIII.
Sonó el teléfono y en la pantalla celeste apareció el nombre de Luciano Bessolla.
Diego descolgó con rapidez, presintiendo que si el albacea de _____ le llamaba era porque algo grave había sucedido.
Pero la voz tranquila y el saludo amable del abogado le devolvieron el corazón a su lugar y le descomprimieron el estómago.
—Lamento molestarte, Diego. Sé que eres un hombre muy ocupado, pero no consigo ponerme en contacto con _____.
—¿Hay algún problema? —preguntó, mientras el limpiaparabrisas se ponía en marcha al detectar las primeras gotas de lluvia sobre el cristal delantero.
—A primeros de marzo me pidió que pusiera en venta todo lo que había heredado de su abuelo —escuchó explicar a Bessolla—. Tengo algunos posibles compradores, pero les voy dando largas y comienzan a impacientarse.
—Yo estaba con ella cuando te llamó para pedirte que vendieras —aclaró, mirando al cielo para calcular si el chaparrón sería pasajero—. Dime cuál es el problema y tal vez pueda ayudarte.
—No puedes, Diego. La necesito a ella. —Durante unos segundos se escuchó sonido de papeles y un soplido de impotencia del abogado—. Cuando me llamó desde Roncal me dijo que en dos o tres días estaría de regreso en Madrid.
«Roncal», se repitió Diego, sujetando con fuerza el volante para no aullar de alivio y felicidad.
—¿Ha regresado o aún sigue allí? —continuó preguntando el abogado.
—Sigue allí —aseguró Diego, con una sonrisa que le había devuelto el color y borrado las ojeras—. Quería conocer sus propiedades antes de venderlas. Después pensó que le vendrían bien unas largas vacaciones. Ha estado muy estresada.
—Sí que se lo noté cuando, unos días después de pedirme que le buscara compradores, me llamó para que le facilitara la dirección —dijo el abogado, tal vez esperando recibir más información—. Incluso le pregunté si le pasaba algo.
Diego apretó los dientes al recordar lo ocurrido en su despacho. Iba a tener que hilar muy fino si quería hacerse perdonar.
—Sólo era cansancio. Pero ya se encuentra bien —informó Diego, confiando en zanjar de aquel modo el excesivo interés de Bessolla—. No tardará en dar por finalizadas estas largas vacaciones.
—Pídele que me llame, por favor. Me dijo que no encendía el móvil porque allí no tiene cobertura, pero imagino que de algún modo estarán en contacto.
—Sí, por supuesto —mintió, sin otra salida digna—. Le diré que se comunique contigo. Y gracias por llamar, Luciano.
«Millones de gracias por llamar», se repitió mientras colgaba.
Había llegado al gran edificio de cristales negros en el que un anagrama con letras plateadas cruzaba la fachada principal: la empresa que su suegro le había confiado y, por lo tanto, el negocio que le ataba a Helena y sus excentricidades. Pero también era la firma a la que él había triplicado los beneficios. Y, si jugaba bien sus cartas, también se convertiría en la que le iba a dar la libertad.
Detuvo el motor del coche, sacó las llaves y acarició el medio corazón de oro del llavero recordando el otro medio que _____ llevaba sobre el pecho.
Eran las nueve de la mañana. Calculó que si salía en aquel momento y conducía sin descanso, para las tres de la tarde podría abrazarla y suplicarle perdón. Pero era un hombre inteligente, la situación era complicada y no podía estropearlo todo por ceder a su necesidad de verla. Ya no bastaría aparecer ante ella con promesas, como había hecho siempre. Esta vez tenía que llevarle los documentos que certificaran su divorcio y un verdadero anillo de compromiso.
Aun así, no sería suficiente, pensó, encerrando el medio corazón en su mano. Tenía que tomárselo con calma para no estropearlo todo en el último momento. Ahora que la tenía localizada, se sentía un poco más tranquilo. Tenía que hacer las cosas bien para que cuando se presentara en Roncal y la pidiera en matrimonio, ella se echara en sus brazos y le respondiera que sí.
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Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 15
«¡Cuánta confusión puede desencadenar un simple beso!», se decía _____ esa mañana, sentada ante la mesa de la cocina y observando la espumosa superficie de su taza de leche a la vez que, a quinientos kilómetros de allí, Diego descubría su paradero. Nadie la había besado con la dulzura con la que lo hacía Joe. Aunque pensara en la vez anterior, cuando quien la besó fue el Joe duro y arrogante, lo que recordaba era la suavidad con la que su boca quiso reparar la violencia de su ofensa.
Era un hombre apasionado y visceral, pero tierno, pensó. Un hombre que había conseguido enmarañarle los sentimientos. Porque amaba a Diego, de eso su razón estaba segura; pero era Joe quien ocupaba su mente la mayor parte del tiempo, y ese hecho confundía a su corazón.
Aquella mañana, después de haber pasado toda la noche soñando con tartas y besos, pensar en que tendría que regresar a Madrid era como si una espina de desazón se le clavara en el alma. Del mismo modo, imaginarse viviendo para siempre en un espacio alfombrado de verde y abierto a un cielo azul, le envolvía esa desazón en agobio.
Y es que, «¡cuánta confusión puede desencadenar un simple beso!», se repetía aún llegada la tarde, sentada en el banco de madera, junto a la pared de la borda, con los pies sobre la hierba fresca y la mirada en la cadena de montañas que custodiaban el valle.
La confusión de Joe no era mayor de la que le venía torturando desde que había descubierto que la deseaba pero que nunca la tendría ardiendo entre sábanas.
Tal vez por eso, aquel día no se le veía más inquieto de lo habitual. Mientras volteaba las hileras de queso que aún maduraban en la cámara frigorífica, recordaba su atrevimiento de la noche anterior. La paz que sintió al verla en la cocina fue más poderosa que cualquiera de los deseos que se le habían despertado mirándola. El beso que le había robado, poniendo un especial cuidado en no ofenderla, le había descubierto que sus labios, cuando estaban relajados, eran la esencia misma de la dulzura.
A media tarde, cuando terminó con el queso y salió para regresar a Roncal, la vio sentada en el banco, con la espalda apoyada en la pared de piedra, tranquila y absorta.
Caminó hacia ella sin reparar en que, a la vez que disminuía la distancia que les separaba, se le acrecentaba el hormigueo que el beso con sabor a tarta le había dejado en el corazón. Con una sonrisa de complacencia, se sentó a su lado, apoyó la espalda contra la piedra, y miró a lo lejos, como lo hacía _____.
—Es hermoso, ¿verdad? —preguntó en voz baja, para no sacarla de su abstracción.
_____ suspiró. Le gustaba su compañía y su conversación, pero, ahora, su presencia agrandaba el sentimiento confuso que le había dejado el beso... ese beso robado como en un juego.
—Sí que es hermoso —respondió—. Llevo horas aquí, observando cómo cambian los colores de la montaña según avanza la tarde. —Se le escapó una risa temblorosa—. No me creerías si te dijera lo que he estado pensando.
—¡Prueba! —pidió Joe, volviendo el rostro para mirarla. Ella no se movió.
—Pensaba que un hotel en un lugar como éste, sería algo fantástico. Poder ver esas montañas al amanecer, desde la cama a través del cristal de la ventana; o estos colores cambiantes del atardecer.
—¿Un gran hotel, como el que tendrás algún día en Aranjuez?
—¡No! —protestó, girando la cabeza para mirarle a los ojos—. Por supuesto que no. Si yo llegara a un lugar como éste a pasar unos días en un hotel, me gustaría que fuera algo íntimo y especial que se fundiera con la naturaleza. Creo que... —Sonrió y volvió a mirar hacia las cumbres—. Creo que debería ser algo mágico, como todo lo que hay por aquí. Un sitio con pocas habitaciones, camas en las que las sábanas blancas olieran a lavanda. Y algo imprescindible —dijo, riendo—: deberían tener fuego bajo, para encenderlo por las noches y disfrutarlo acurrucada entre las mantas.
—¿Y todo eso para observar las montañas y el infierno verde? —bromeó, con una deslumbrante sonrisa.
—Creo que debería ser un hotel especial, como este lugar —le miró, correspondiendo a su sonrisa con otra, relajada y feliz—. Los huéspedes se enamorarían primero del rincón acogedor que sería su hogar por unos días, y así no les sorprendería cuando toda esta naturaleza y sus gentes se les metieran en el alma y ya no pudieran sacárselos nunca. —Inspiró, volviendo a fijar los ojos en las montañas—. Es lo que me ha ocurrido, y eso que yo no paso los días en ningún hotelito mágico —dijo bajando el tono de su voz hasta que se le desvaneció.
«En el alma», se repitió Joe, quedándose a su vez en silencio.
¿En verdad se le habían metido en el alma; también él? Porque si se atreviera a preguntarse cómo y hasta dónde se le había clavado ella, ni siquiera sería capaz de definir el lugar. Muy firme, muy profundo; más allá de las entrañas. En algún lugar impreciso del que ya nunca podría arrancársela y desde el que se estaba apoderando de todo su ser.
La cocina olía a cebolla caramelizada, setas asadas y queso fundido.
Durante los últimos días, _____ había estado probando recetas elaboradas con todo tipo de hongos. Había pensado que la carta del restaurante de su hotel cambiaría cada temporada y, en otoño, abundarían las recetas con diversas variedades de setas y verduras que recordaran las tardes húmedas y frías al refugio y el calor del fuego.
Esa mañana había asado calabacín, rodajas de cebolla caramelizada y setas de cardo con una fina capa de queso Roncal fundida por toda la superficie.
El aspecto y el aroma eran tan deliciosos que habría dado cualquier cosa por encontrar el valor para pedir a Joe que comiera con ella.
En su lugar, dejó la bandeja en el horno y salió a pasear un rato y a ver a las futuras madres. Desde que las habían bajado a la finca, había más movimiento en las cuadras, y eso le gustaba.
Le sorprendió ver el tractor en el pastizal. Lo normal era que pasara el día bajo el cobertizo que cubría el Land Rover. De allí lo sacaban cada mañana para arrastrar la cama de paja usada en los establos antes de poner una nueva capa, limpia y seca.
Su extrañeza aumentó a medida que se fue acercando. La tapa del motor estaba levantada, y Joe husmeaba entre piezas grasientas.
—¿También entiendes de mecánica? —preguntó, aproximándose para curiosear.
Joe la recibió con una sonrisa. Le bastó una mirada rápida para grabársela en la retina, con las botas de monte, los vaqueros desgastados y un grueso jersey naranja sobre el que rozaba su melena ondulada.
—No tengo ni idea —dijo, volviendo su atención hacia el motor—. De esto se suele encargar Marcel, pero él y su hermano se han tomado el día libre.
—¿Y por qué no esperas a que lleguen y lo revisen?
—Porque no tengo paciencia —respondió, inspirando para identificar el suave aroma a moras entre la peste a grasa—. Según lo ha sacado Mihai esta mañana, se le ha parado aquí y no ha habido forma de ponerlo en marcha. Hemos tenido que limpiar el establo a mano, como en los viejos tiempos.
_____ miró al cielo y después apoyó los brazos en la chapa roja del tractor.
—Va a llover enseguida —aseguró, observando cómo los dedos de Joe abrían la tapa del depósito del aceite.
—Dile que espere un poco; hasta que yo termine —apuntó, sacando la varilla y comprobando el nivel.
La respuesta hizo sonreír a _____.
—Mientras me aproximaba iban cayendo chispitas —continuó informando a la vez que apartaba un trapo grasiento que no le permitía ver el entramado de filtros y cables.
Joe alzó la cabeza para echar un vistazo a las negras nubes.
—Lleva así toda la mañana. —La miró sonriendo—. No lloverá aún —añadió, pasándole el índice por la nariz y dejando una pequeña mancha negra.
Aquel gesto cariñoso emocionó a _____. Apoyados los codos sobre la chapa, se sujetó el rostro entre las manos y se olvidó del cielo y de la lluvia.
—¿Por qué no te ayuda Mihai?
—Porque aún es más inútil que yo en estas lides. Además, ha bajado a Doina hasta Roncal, para que haga algunas compras.
—O sea, que nos han dejado solos ante el peligro —bromeó, refiriéndose al improvisado taller de mecánica.
—«¡O sea!» —repitió Joe, sonriendo ante aquella expresión «pija» a la que no terminaba de acostumbrarse—, que me vas a echar una mano.
—No habrá problema si me indicas qué debo hacer —respondió, sonrojándose ante su guasona mirada.
—Si yo lo supiera... —dijo pensativo y volviendo su atención al motor.
Dos minutos después, las primeras gotas penetraron por el grueso jersey de _____.
—Comienza a llover —informó, mirando de nuevo hacia los nubarrones negros.
—Ya lo noto. Pero aguantará —dijo Joe, girando con rapidez el tapón del aceite—. No me queda mucho.
No había acabado de decirlo cuando las gotas de lluvia arreciaron y el cielo pareció abrirse, dando comienzo al diluvio.
Joe se frotó la suciedad con el viejo trapo mientras _____ gritaba, cubriéndose la cabeza con las manos. Ya entonces, el chaparrón era denso y las gotas golpeaban con fuerza.
El instinto protector de Joe, que lo olvidaba todo cuando se trataba de _____, fue el que la agarró por la cintura y la estrechó contra su cuerpo para echar a correr hacia la parte trasera de la última nave.
_____ gritó y rio como una niña mientras la sensación helada le iba penetrando la ropa hasta mojarle la piel.
Cuando alcanzaron la pared del establo, no sabía si había disfrutado más del aluvión, de sus propios chillidos o del posesivo abrazo de Joe sobre su cuerpo.
Apoyados contra la pared, bien juntos para que el estrecho alero les diera cobijo, Joe cedió a la tentación de no soltarla. Su mano la acarició con tiento hasta acoplarse al punto en el que la cintura comienza a descender hacia la cadera.
Estaba hermosa. Con los bucles perlados de transparencias de agua y la piel húmeda en la que se dibujaba una tentadora sonrisa de felicidad.
—Tenías razón —susurró mientras el corazón se le iba agitando—: Estaba a punto de llover.
_____ no pudo pensar en nada gracioso que decir. La pared y la cortina de agua que caía por el borde del alero los encerraban en un estrecho espacio del que no podían moverse si no querían acabar empapados. Tras la carrera, sus respiraciones aún se escuchaban agitadas y la turbación se agolpaba a su alrededor, haciéndolos vulnerables a los deseos que llevaban escondidos.
Joe volvió a fijarse en la mancha oscura en la nariz de _____. Allí las gotas no se detenían; resbalaban con rapidez sobre su superficie aceitosa.
Se aseguró de que sus manos estuvieran limpias frotándoselas sobre la tela de su pantalón. Después, con el corazón palpitándole en las yemas de los dedos, frotó con cuidado sobre la sombra hasta hacerla desaparecer.
_____ inspiró despacio mientras él la acariciaba. Porque eso fue para ella aquel gesto: la caricia tierna de unos dedos temblorosos. Y sólo pudo sonreír para devolverle la terneza con los ojos.
Y aquella mirada complaciente fue la llave de la audacia. Del atrevimiento que Joe necesitó para inclinarse sobre los húmedos labios de _____ y rozarlos con los suyos rememorando un beso con sabor a tarta de manzana con almendras. La misma que le hizo falta a _____ para presionar sus labios sobre aquellos que sabían a pasiones que se mantenían a la espera.
Joe se apartó para mirarla a los ojos. Deseaba continuar, pero temía hacerlo. Un simple roce le había dejado sin aliento. No tuvo que pensarlo. A _____ aún le quedaban restos de osadía. La suficiente como para acariciarle la nuca y pedir, sin palabras, que volviera a besarla.
Con la piel erizada por aquella leve caricia, Joe volvió a tomarle los labios con suavidad, hasta que la necesidad le hizo buscar una posesión más intensa.
_____ se estremeció al sentir el lento roce de la lengua, y gimió dándole la bienvenida. Pero cuando la caricia se volvió más exigente, rastreando el hueco por el que invadir su boca, un cielo de realidades se le desplomó encima.
¿Por qué permitía que un hombre que no fuera Diego la besara de aquel modo?, se preguntó mientras la lengua traspasaba sus débiles defensas, amenazando con licuarle la voluntad.
Retirando a un lado su rostro, empujó con suavidad a Joe, para que se apartara.
Fue fácil. La besaba con tanta adoración, que ella podía haberlo arrastrado hasta el otro extremo de la finca sin que él se hubiera dado cuenta de que se movían.
Empujarle y que él obedeciera fue fácil. Lo difícil resultó ver, después, el desconcierto en su mirada, leer sus preguntas y no tener respuestas para darle.
Aturdida, buscó a su alrededor y se fijó en el tractor, bajo la lluvia.
—Se está mojando el motor —musitó sin que Joe la entendiera—. Has dejado el capó levantado y se está mojando el motor —repitió sin mirarle—. ¿Se puede estropear si se moja?
—Ni lo sé ni me importa —susurró él, rozándole la mejilla con los labios.
—Joe —murmuró como una súplica—. Creo que deberías hacer algo con ese motor.
El temblor que él sintió bajo sus manos se hizo más intenso. Volvió a mirarla a los ojos. Estaban brillantes; cargados de lágrimas que pugnaban por salir. Supo que el momento de intimidad había acabado. Que el alma de _____, al finalizar la magia del beso, había dado paso al sentimiento de culpabilidad y al arrepentimiento.
—Sí —susurró sin dejar de mirarla—. Tengo que hacer algo con ese motor.
Apartar la mano de su cintura fue, para Joe, como arrancarse un trozo de corazón. Pero, sin más palabras ni más gestos, se volvió y caminó despacio, dejando que la lluvia le calara hasta los huesos.
Cubrió el motor bajando la tapa.
Chorreando agua, volvió los ojos hacia el campo de hierba sabiendo que sería allí donde la encontraría, huyendo hacia la borda. La vio alejarse desdibujada por la lluvia mientras el sabor dulce de sus besos se le fue envolviendo en una costra amarga.
Se dijo que aquél era el precio a pagar por haber puesto los ojos en una mujer que ya tenía dueño, pero, sobre todo, era el precio por el tiempo en el que su sinrazón la había odiado.
Un castigo muy pequeño para una osadía demasiado grande.
Llevaba días realizando gestiones que le asegurarían la morada en el corazón de _____.
Ahora le llegaba el turno a su divorcio. Divorciarse no debía de ser muy difícil, pensaba Diego. Divorciarse y no irse con las manos vacías, sí. Por eso quería actuar con cautela. Porque aunque había descubierto que _____ le proporcionaba más felicidad que todo el dinero y el poder del mundo, necesitaba ese dinero para que viviera como una reina… Sabía que no le iba a bastar toda su existencia para compensarla por los años que la había mantenido siendo la otra. Pero la rodearía de amor, lujos y comodidades. Iba a vivir y a respirar para ella. Iba a adorarla, amarla y emocionarla cada minuto de los días que le restaban de vida.
Eran las once de la mañana cuando cruzaba con su Mercedes la verja de entrada a los jardines de su mansión de La Moraleja. En su cara resplandecía la sonrisa tonta de los enamorados, en sus ojos destacaban la alerta y la preocupación.
Era la primera vez, en diez años de matrimonio, que regresaba a casa a media mañana en un día laborable. Pero quería hablar con Helena y ese momento en el que se levantaba después de haberse despertado lentamente, como si el sol saliera sólo para ella, era perfecto para hacerlo. Se tomaría en la cama su zumo recién exprimido, se pondría uno de sus carísimos conjuntos de fina licra, y haría sus ejercicios en el pequeño gimnasio que tenían junto a la piscina cubierta.
Diego subió la escalera hacia la habitación matrimonial con el corazón golpeándole en la garganta. Introdujo los dedos entre la piel y el cuello blanco de la camisa para comprobar que no estaba tan ajustado; podía pasar el aire. Para respirar con normalidad sólo necesitaba tranquilizarse y no ceder a la tentación de aflojarse el nudo de la corbata. Si ella se daba cuenta de su agobio, sería peor. Debía mantenerse firme y seguro de sí mismo. Tenía que liberar al hombre que había permanecido agazapado, durante diez años, bajo un voluntarioso sometimiento.
En el último escalón se cruzó con una de las jóvenes sirvientas; la que cada día, a la misma hora, entraba en la habitación para descorrer las cortinas del ventanal y dejar un vaso de zumo sobre la mesilla.
Eso significaba que Helena ya estaba despierta y despejada.
Entró sin llamar. La blanca y mullida moqueta amortiguó el sonido de sus pasos. Inspiró al pasar junto a la cristalera, como si además de divisar la frondosidad del jardín también pudiera olerlo. Se detuvo junto a los pies de la cama y la observó.
Se estiraba, con los ojos aún cerrados. Su larga melena negra estaba extendida sobre la almohada. Las sábanas arrugadas le cubrían hasta la cintura. Los tirantes del camisón de seda que él había roto esa misma noche, durante uno de los juegos violentos y extenuantes que Helena adoraba, caían sobre las sábanas dejando los senos al descubierto.
Le iba a costar llegar a sentirse limpio cuando saliera para siempre de esa casa, pensó, apretando las manos sobre la madera tallada de la cama; pero lo lograría. El amor puro y desinteresado de _____ le ayudaría a conseguir el milagro.
—Buenos días —dijo, sin añadir un amor, cariño o simplemente Helena.
Ella abrió los ojos, sorprendida. Estiró los brazos y volvió a desperezarse mientras lo que quedaba de camisón se le deslizaba hasta la cintura.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —ronroneó como una gatita en celo al recordar lo perverso que había sido Diego esa noche—. ¿No te encuentras bien?
—Estoy perfectamente —respondió él, sin moverse—. Tengo que hablar contigo y éste me parece un buen momento. Durante el día es difícil encontrar el tiempo suficiente para tratar de cosas importantes, y por las noches siempre tienes otros detalles en la mente que te desconcentran.
—Y tú gozas como un depravado cuando yo me desconcentro —aseguró, cogiendo los tirantes por los extremos rasgados y mostrándoselos con una sonrisa lujuriosa.
Diego suspiró incómodo. No le gustaba el hombre que era junto a Helena. No, desde que había descubierto que no le compensaba.
Le dio la espalda para caminar hacia el ventanal. Verla de aquel modo le hacía recordar actos vejatorios que quería comenzar a olvidar.
—Necesito que hablemos, Helena —dijo, con la mirada perdida en las doradas hojas de los arces—. Tengo algo muy importante que decirte.
Ella se sentó sobre la cama y cogió el vaso de zumo sin preocuparse porque su camisón permaneciera caído hasta su cintura.
—Tú dirás, querido —dijo, apoyando la espalda en el cabecero.
Diego hubiera preferido que estuviera más vestida. Pero aceptó las cosas como estaban. Si ella se percataba de que aquello le incomodaba, sería capaz de quitarse el camisón por completo y pasearse desnuda por la habitación.
—Quiero el divorcio —dijo, volviéndose a mirarla pero sin apartarse del ventanal.
El sorbo que Helena daba a su zumo se le atragantó. Apartó el vaso, derramando parte de su contenido sobre la cama, y tosió mientras con su mano libre se golpeaba el pecho.
Diego se asustó. Iba a lanzarse en su ayuda cuando vio que no era necesario. La tos de Helena se suavizó y dejó el vaso sobre la mesilla.
—Si esto es una broma, te aseguro que no tiene ninguna gracia —dijo con una digna y orgullosa furia y secándose los dedos con la sábana ya manchada.
—No es ninguna broma —afirmó Diego—. Quiero el divorcio y me gustaría que tratáramos esto como personas civilizadas.
Helena saltó de la cama y cogió la bata, a juego del camisón de seda, que la sirvienta le había dejado junto a la almohada.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —exclamó, poniéndosela y anudándola a la cintura con tanta holgura que los lados apenas si cubrieron la mitad de sus pezones—. ¿Es que ya no recuerdas que te saqué de la miseria para convertirte en lo que eres? ¿Se te ha olvidado que seguirás siendo rico y poderoso sólo mientras continúes casado conmigo?
—No olvido nada, Helena. Te agradezco todo cuanto has hecho por mí, pero esto se acabó. —Se apoyó sobre la madera, fingiendo tranquilidad—. Nunca te he amado y tú lo sabes. No quiero seguir viviendo así.
—¿Así? ¿Así, cómo? —dijo con soberbia, parada ante él—. ¿Desayunando caviar, conduciendo un lujoso Mercedes, codeándote con políticos y empresarios, vistiendo trajes de grandes diseñadores...? ¿Te agobia la vida de lujo que buscabas al casarte conmigo?
—Todo lo que disfruto me lo gano con creces —dijo, expectante ante las reacciones de su esposa.
—¿Te lo ganas? —ironizó ella, que se lanzó de nuevo a la mesilla a por su paquete de tabaco—. ¿En tan alta estima tienes a tus polvos?
—La empresa de tu padre que yo dirijo me ocupa todas las horas del día —aseguró, ignorando el sarcasmo porque en el fondo ella decía la verdad—. Ha triplicado sus beneficios desde que yo estoy al frente. Y acabo de cerrar un acuerdo que nos va a abrir a Europa y nos hará crecer de un modo que ni tú ni tu padre habrían llegado a soñar nunca.
—Yo no sueño con empresas, imbécil —gritó antes de encender su cigarrillo con un elegante mechero dorado—. Yo dispongo de más dinero del que seré capaz de gastar en toda mi vida. —Se acercó para lanzarle el humo al rostro a sabiendas de que él lo detestaba—. Tú eres el rastrero que tiene que trabajar para ganarse el pan que te sirven cada día en un plato de oro. Tú, el que debe tenerme satisfecha a mí, porque si no lo haces papá te enviará a la cuadra de caballos de donde te sacó.
El soportó la afrenta sin inmutarse. La conversación comenzaba a degenerar y eso no le interesaba. De la empresa y del dinero debía hablar con su padre; no con ella. Solo así tendría alguna posibilidad de conseguir lo que a aquellas alturas estaba seguro de haberse ganado.
—No voy a discutir esto contigo —declaró, y caminó de nuevo hacia la ventana para alejarse del humo sin que se notara que le molestaba—. Sólo quiero que sepas que voy a pedir el divorcio. Me marcho, lo aceptes o no.
—Pensaba que habías dejado de ver a la zorra roba-maridos que tenías como secretaria —dijo Helena, yendo tras él—. Pero ya veo que no es así.
—A ella déjala fuera de esto. Este divorcio es cosa nuestra.
—También este matrimonio es cosa nuestra, y esa trepadora lleva años entrometiéndose. ¿Es ella quien te ha metido en la cabeza lo del divorcio? ¿Tu putita se ha cansado y quiere pasar a ser la gran señora?
—No te voy a permitir que la insultes. —Se volvió para mirarla de frente—. Esto es algo que vamos a solucionar entre tú y yo.
—¿Sabe ella que si te divorcias te irás con una mano delante y otra detrás? —Su sonrisa de satisfacción resultaba malévola—. ¿Sabe que pasarás de llevar esos trajes de Armani a comprarte ropa en los mercadillos?
—¡Ya basta! —gritó, alzando los brazos con impotencia—. Céntrate en lo que de verdad nos ocupa, y ten presente que no pienso irme con las manos vacías después de todo lo que he hecho por la empresa y por tu familia.
—¿Recuerdas el contrato prematrimonial que te hizo firmar papá? —preguntó, expulsando el humo con una sonrisa perversa—. Pues eso mismo, querido, tú lo firmaste y tú te vas sin nada. —Se acercó para susurrarle al oído—: O te quedas para follarme cuando y como a mí me dé la real gana, o te vas a vivir en la miseria junto a tu putita barata.
Diego la sujetó por los brazos, con fuerza, y la empujó contra el cristal de la ventana a la vez que se mordía los labios intentando contenerse.
—No trates de joderme —advirtió, apretando los dientes—. Te aseguro que tú no conoces al hombre que de verdad soy. Me divorciaré de ti, me casaré con _____ y no me iré con las manos vacías. Te lo aseguro.
—Estos diez años viviendo en la abundancia te han hecho creerte lo que no eres —lanzó Helena, sonriendo porque su violencia le gustaba—. Papá sabrá arrojarte al lugar inmundo del que procedes.
Diego la soltó, asqueado.
—Llegué a creer que podríamos separarnos como buenos amigos —dijo, retrocediendo unos pasos—. Entre nosotros nunca ha habido amor y tú lo sabes.
—Claro que lo sé —aceptó, sujetando el cigarrillo entre los labios y frotándose los brazos doloridos—. Aunque nunca llegamos a hablarlo, los dos sabíamos que tú buscabas riquezas y que yo necesitaba un hombre que siempre estuviera dispuesto a darme lo que yo exigía.
—Para eso no me necesitas —dijo, en tono conciliador—. Eres una mujer muy hermosa, además de inmensamente rica. Seguro que encontrarás cientos de hombres preparados para someterse a todos tus deseos.
—No tienes ni idea de lo que dices —exclamó, riendo y apoyando la cabeza contra el cristal—. Los he buscado. Porque imagino que sabes que tampoco yo te he sido fiel. No es que estuviera buscándote sustituto —dijo con ironía—. Es que me apetecía probar cosas nuevas. Pero, ¿sabes?, no encontré ninguno tan bueno como tú. —Dio una larga calada a su cigarro—. Si pides a un hombre que se humille, lo hace sin ninguna clase, sin dignidad ni orgullo. Si le sugieres que te fuerce, también lo hace, pero sin realismo. No consigues creerte que te está obligando —cinismo y malicia centellearon en sus pupilas—. ¿Por qué supones que después de diez años sigues aquí, conmigo?
Lo sabía bien. A ella le había dado el máximo de sí mismo, siempre, hasta hacía tan sólo unas horas. Porque sabía que con cada gemido que le arrancaba se pagaba un traje, una cena, una reunión con un político, un BMW para _____.
No era difícil ser el mejor cuando cada brillante gota de sudor que se dejaba entre las sábanas, Helena se la amortizaba al precio de cotización de un diamante.
—Pues lo siento mucho —dijo, inspirando al recordar su maldito buen hacer de esa misma noche—. Porque no estoy dispuesto a seguir con esto.
Helena caminó hacia la cama y se sentó sobre el borde, cruzando las piernas con sensualidad.
—¿Estás seguro? —preguntó, mordisqueándose los labios y alzando una ceja.
—Más de lo que he estado en toda mi vida —le dijo despacio, para que se le quedara bien grabado.
—¿Aunque te garantice que podrás seguir disponiendo de todo el dinero y las comodidades que tienes ahora, a pesar de que convivas con tu fulana, y sólo a cambio de que vengas a follarme a domicilio dos o tres veces por semana? —propuso, tumbándose sobre la cama y alzando los brazos sobre su cabeza.
—Estás loca. ¡Claro que no aceptaría!
—Tampoco yo —dijo con una carcajada—. Sólo te estaba probando. Yo no acepto cosas a medias. O te quedas como mi marido o te largas. Pero si decides marcharte, volverás a sacar el estiércol de esas cuadras a las que ahora no te aproximas ni para ensillar a tus caballos.
Diego se acercó a la cama. El cigarrillo que Helena mantenía entre sus dedos rozaba las sábanas, donde comenzaba a humear un pequeño cerco negro. Se lo quitó y lo aplastó en el cenicero que había en la mesilla.
—Tendrás noticias de mi abogado —dijo, antes de comenzar a caminar hacia la salida.
—Y tú las tendrás de los abogados de papá —respondió ella, soltando una histérica y sonora carcajada.
Una carcajada que Diego aún escuchó mientras descendía la escalera.
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Era un hombre apasionado y visceral, pero tierno, pensó. Un hombre que había conseguido enmarañarle los sentimientos. Porque amaba a Diego, de eso su razón estaba segura; pero era Joe quien ocupaba su mente la mayor parte del tiempo, y ese hecho confundía a su corazón.
Aquella mañana, después de haber pasado toda la noche soñando con tartas y besos, pensar en que tendría que regresar a Madrid era como si una espina de desazón se le clavara en el alma. Del mismo modo, imaginarse viviendo para siempre en un espacio alfombrado de verde y abierto a un cielo azul, le envolvía esa desazón en agobio.
Y es que, «¡cuánta confusión puede desencadenar un simple beso!», se repetía aún llegada la tarde, sentada en el banco de madera, junto a la pared de la borda, con los pies sobre la hierba fresca y la mirada en la cadena de montañas que custodiaban el valle.
La confusión de Joe no era mayor de la que le venía torturando desde que había descubierto que la deseaba pero que nunca la tendría ardiendo entre sábanas.
Tal vez por eso, aquel día no se le veía más inquieto de lo habitual. Mientras volteaba las hileras de queso que aún maduraban en la cámara frigorífica, recordaba su atrevimiento de la noche anterior. La paz que sintió al verla en la cocina fue más poderosa que cualquiera de los deseos que se le habían despertado mirándola. El beso que le había robado, poniendo un especial cuidado en no ofenderla, le había descubierto que sus labios, cuando estaban relajados, eran la esencia misma de la dulzura.
A media tarde, cuando terminó con el queso y salió para regresar a Roncal, la vio sentada en el banco, con la espalda apoyada en la pared de piedra, tranquila y absorta.
Caminó hacia ella sin reparar en que, a la vez que disminuía la distancia que les separaba, se le acrecentaba el hormigueo que el beso con sabor a tarta le había dejado en el corazón. Con una sonrisa de complacencia, se sentó a su lado, apoyó la espalda contra la piedra, y miró a lo lejos, como lo hacía _____.
—Es hermoso, ¿verdad? —preguntó en voz baja, para no sacarla de su abstracción.
_____ suspiró. Le gustaba su compañía y su conversación, pero, ahora, su presencia agrandaba el sentimiento confuso que le había dejado el beso... ese beso robado como en un juego.
—Sí que es hermoso —respondió—. Llevo horas aquí, observando cómo cambian los colores de la montaña según avanza la tarde. —Se le escapó una risa temblorosa—. No me creerías si te dijera lo que he estado pensando.
—¡Prueba! —pidió Joe, volviendo el rostro para mirarla. Ella no se movió.
—Pensaba que un hotel en un lugar como éste, sería algo fantástico. Poder ver esas montañas al amanecer, desde la cama a través del cristal de la ventana; o estos colores cambiantes del atardecer.
—¿Un gran hotel, como el que tendrás algún día en Aranjuez?
—¡No! —protestó, girando la cabeza para mirarle a los ojos—. Por supuesto que no. Si yo llegara a un lugar como éste a pasar unos días en un hotel, me gustaría que fuera algo íntimo y especial que se fundiera con la naturaleza. Creo que... —Sonrió y volvió a mirar hacia las cumbres—. Creo que debería ser algo mágico, como todo lo que hay por aquí. Un sitio con pocas habitaciones, camas en las que las sábanas blancas olieran a lavanda. Y algo imprescindible —dijo, riendo—: deberían tener fuego bajo, para encenderlo por las noches y disfrutarlo acurrucada entre las mantas.
—¿Y todo eso para observar las montañas y el infierno verde? —bromeó, con una deslumbrante sonrisa.
—Creo que debería ser un hotel especial, como este lugar —le miró, correspondiendo a su sonrisa con otra, relajada y feliz—. Los huéspedes se enamorarían primero del rincón acogedor que sería su hogar por unos días, y así no les sorprendería cuando toda esta naturaleza y sus gentes se les metieran en el alma y ya no pudieran sacárselos nunca. —Inspiró, volviendo a fijar los ojos en las montañas—. Es lo que me ha ocurrido, y eso que yo no paso los días en ningún hotelito mágico —dijo bajando el tono de su voz hasta que se le desvaneció.
«En el alma», se repitió Joe, quedándose a su vez en silencio.
¿En verdad se le habían metido en el alma; también él? Porque si se atreviera a preguntarse cómo y hasta dónde se le había clavado ella, ni siquiera sería capaz de definir el lugar. Muy firme, muy profundo; más allá de las entrañas. En algún lugar impreciso del que ya nunca podría arrancársela y desde el que se estaba apoderando de todo su ser.
La cocina olía a cebolla caramelizada, setas asadas y queso fundido.
Durante los últimos días, _____ había estado probando recetas elaboradas con todo tipo de hongos. Había pensado que la carta del restaurante de su hotel cambiaría cada temporada y, en otoño, abundarían las recetas con diversas variedades de setas y verduras que recordaran las tardes húmedas y frías al refugio y el calor del fuego.
Esa mañana había asado calabacín, rodajas de cebolla caramelizada y setas de cardo con una fina capa de queso Roncal fundida por toda la superficie.
El aspecto y el aroma eran tan deliciosos que habría dado cualquier cosa por encontrar el valor para pedir a Joe que comiera con ella.
En su lugar, dejó la bandeja en el horno y salió a pasear un rato y a ver a las futuras madres. Desde que las habían bajado a la finca, había más movimiento en las cuadras, y eso le gustaba.
Le sorprendió ver el tractor en el pastizal. Lo normal era que pasara el día bajo el cobertizo que cubría el Land Rover. De allí lo sacaban cada mañana para arrastrar la cama de paja usada en los establos antes de poner una nueva capa, limpia y seca.
Su extrañeza aumentó a medida que se fue acercando. La tapa del motor estaba levantada, y Joe husmeaba entre piezas grasientas.
—¿También entiendes de mecánica? —preguntó, aproximándose para curiosear.
Joe la recibió con una sonrisa. Le bastó una mirada rápida para grabársela en la retina, con las botas de monte, los vaqueros desgastados y un grueso jersey naranja sobre el que rozaba su melena ondulada.
—No tengo ni idea —dijo, volviendo su atención hacia el motor—. De esto se suele encargar Marcel, pero él y su hermano se han tomado el día libre.
—¿Y por qué no esperas a que lleguen y lo revisen?
—Porque no tengo paciencia —respondió, inspirando para identificar el suave aroma a moras entre la peste a grasa—. Según lo ha sacado Mihai esta mañana, se le ha parado aquí y no ha habido forma de ponerlo en marcha. Hemos tenido que limpiar el establo a mano, como en los viejos tiempos.
_____ miró al cielo y después apoyó los brazos en la chapa roja del tractor.
—Va a llover enseguida —aseguró, observando cómo los dedos de Joe abrían la tapa del depósito del aceite.
—Dile que espere un poco; hasta que yo termine —apuntó, sacando la varilla y comprobando el nivel.
La respuesta hizo sonreír a _____.
—Mientras me aproximaba iban cayendo chispitas —continuó informando a la vez que apartaba un trapo grasiento que no le permitía ver el entramado de filtros y cables.
Joe alzó la cabeza para echar un vistazo a las negras nubes.
—Lleva así toda la mañana. —La miró sonriendo—. No lloverá aún —añadió, pasándole el índice por la nariz y dejando una pequeña mancha negra.
Aquel gesto cariñoso emocionó a _____. Apoyados los codos sobre la chapa, se sujetó el rostro entre las manos y se olvidó del cielo y de la lluvia.
—¿Por qué no te ayuda Mihai?
—Porque aún es más inútil que yo en estas lides. Además, ha bajado a Doina hasta Roncal, para que haga algunas compras.
—O sea, que nos han dejado solos ante el peligro —bromeó, refiriéndose al improvisado taller de mecánica.
—«¡O sea!» —repitió Joe, sonriendo ante aquella expresión «pija» a la que no terminaba de acostumbrarse—, que me vas a echar una mano.
—No habrá problema si me indicas qué debo hacer —respondió, sonrojándose ante su guasona mirada.
—Si yo lo supiera... —dijo pensativo y volviendo su atención al motor.
Dos minutos después, las primeras gotas penetraron por el grueso jersey de _____.
—Comienza a llover —informó, mirando de nuevo hacia los nubarrones negros.
—Ya lo noto. Pero aguantará —dijo Joe, girando con rapidez el tapón del aceite—. No me queda mucho.
No había acabado de decirlo cuando las gotas de lluvia arreciaron y el cielo pareció abrirse, dando comienzo al diluvio.
Joe se frotó la suciedad con el viejo trapo mientras _____ gritaba, cubriéndose la cabeza con las manos. Ya entonces, el chaparrón era denso y las gotas golpeaban con fuerza.
El instinto protector de Joe, que lo olvidaba todo cuando se trataba de _____, fue el que la agarró por la cintura y la estrechó contra su cuerpo para echar a correr hacia la parte trasera de la última nave.
_____ gritó y rio como una niña mientras la sensación helada le iba penetrando la ropa hasta mojarle la piel.
Cuando alcanzaron la pared del establo, no sabía si había disfrutado más del aluvión, de sus propios chillidos o del posesivo abrazo de Joe sobre su cuerpo.
Apoyados contra la pared, bien juntos para que el estrecho alero les diera cobijo, Joe cedió a la tentación de no soltarla. Su mano la acarició con tiento hasta acoplarse al punto en el que la cintura comienza a descender hacia la cadera.
Estaba hermosa. Con los bucles perlados de transparencias de agua y la piel húmeda en la que se dibujaba una tentadora sonrisa de felicidad.
—Tenías razón —susurró mientras el corazón se le iba agitando—: Estaba a punto de llover.
_____ no pudo pensar en nada gracioso que decir. La pared y la cortina de agua que caía por el borde del alero los encerraban en un estrecho espacio del que no podían moverse si no querían acabar empapados. Tras la carrera, sus respiraciones aún se escuchaban agitadas y la turbación se agolpaba a su alrededor, haciéndolos vulnerables a los deseos que llevaban escondidos.
Joe volvió a fijarse en la mancha oscura en la nariz de _____. Allí las gotas no se detenían; resbalaban con rapidez sobre su superficie aceitosa.
Se aseguró de que sus manos estuvieran limpias frotándoselas sobre la tela de su pantalón. Después, con el corazón palpitándole en las yemas de los dedos, frotó con cuidado sobre la sombra hasta hacerla desaparecer.
_____ inspiró despacio mientras él la acariciaba. Porque eso fue para ella aquel gesto: la caricia tierna de unos dedos temblorosos. Y sólo pudo sonreír para devolverle la terneza con los ojos.
Y aquella mirada complaciente fue la llave de la audacia. Del atrevimiento que Joe necesitó para inclinarse sobre los húmedos labios de _____ y rozarlos con los suyos rememorando un beso con sabor a tarta de manzana con almendras. La misma que le hizo falta a _____ para presionar sus labios sobre aquellos que sabían a pasiones que se mantenían a la espera.
Joe se apartó para mirarla a los ojos. Deseaba continuar, pero temía hacerlo. Un simple roce le había dejado sin aliento. No tuvo que pensarlo. A _____ aún le quedaban restos de osadía. La suficiente como para acariciarle la nuca y pedir, sin palabras, que volviera a besarla.
Con la piel erizada por aquella leve caricia, Joe volvió a tomarle los labios con suavidad, hasta que la necesidad le hizo buscar una posesión más intensa.
_____ se estremeció al sentir el lento roce de la lengua, y gimió dándole la bienvenida. Pero cuando la caricia se volvió más exigente, rastreando el hueco por el que invadir su boca, un cielo de realidades se le desplomó encima.
¿Por qué permitía que un hombre que no fuera Diego la besara de aquel modo?, se preguntó mientras la lengua traspasaba sus débiles defensas, amenazando con licuarle la voluntad.
Retirando a un lado su rostro, empujó con suavidad a Joe, para que se apartara.
Fue fácil. La besaba con tanta adoración, que ella podía haberlo arrastrado hasta el otro extremo de la finca sin que él se hubiera dado cuenta de que se movían.
Empujarle y que él obedeciera fue fácil. Lo difícil resultó ver, después, el desconcierto en su mirada, leer sus preguntas y no tener respuestas para darle.
Aturdida, buscó a su alrededor y se fijó en el tractor, bajo la lluvia.
—Se está mojando el motor —musitó sin que Joe la entendiera—. Has dejado el capó levantado y se está mojando el motor —repitió sin mirarle—. ¿Se puede estropear si se moja?
—Ni lo sé ni me importa —susurró él, rozándole la mejilla con los labios.
—Joe —murmuró como una súplica—. Creo que deberías hacer algo con ese motor.
El temblor que él sintió bajo sus manos se hizo más intenso. Volvió a mirarla a los ojos. Estaban brillantes; cargados de lágrimas que pugnaban por salir. Supo que el momento de intimidad había acabado. Que el alma de _____, al finalizar la magia del beso, había dado paso al sentimiento de culpabilidad y al arrepentimiento.
—Sí —susurró sin dejar de mirarla—. Tengo que hacer algo con ese motor.
Apartar la mano de su cintura fue, para Joe, como arrancarse un trozo de corazón. Pero, sin más palabras ni más gestos, se volvió y caminó despacio, dejando que la lluvia le calara hasta los huesos.
Cubrió el motor bajando la tapa.
Chorreando agua, volvió los ojos hacia el campo de hierba sabiendo que sería allí donde la encontraría, huyendo hacia la borda. La vio alejarse desdibujada por la lluvia mientras el sabor dulce de sus besos se le fue envolviendo en una costra amarga.
Se dijo que aquél era el precio a pagar por haber puesto los ojos en una mujer que ya tenía dueño, pero, sobre todo, era el precio por el tiempo en el que su sinrazón la había odiado.
Un castigo muy pequeño para una osadía demasiado grande.
Llevaba días realizando gestiones que le asegurarían la morada en el corazón de _____.
Ahora le llegaba el turno a su divorcio. Divorciarse no debía de ser muy difícil, pensaba Diego. Divorciarse y no irse con las manos vacías, sí. Por eso quería actuar con cautela. Porque aunque había descubierto que _____ le proporcionaba más felicidad que todo el dinero y el poder del mundo, necesitaba ese dinero para que viviera como una reina… Sabía que no le iba a bastar toda su existencia para compensarla por los años que la había mantenido siendo la otra. Pero la rodearía de amor, lujos y comodidades. Iba a vivir y a respirar para ella. Iba a adorarla, amarla y emocionarla cada minuto de los días que le restaban de vida.
Eran las once de la mañana cuando cruzaba con su Mercedes la verja de entrada a los jardines de su mansión de La Moraleja. En su cara resplandecía la sonrisa tonta de los enamorados, en sus ojos destacaban la alerta y la preocupación.
Era la primera vez, en diez años de matrimonio, que regresaba a casa a media mañana en un día laborable. Pero quería hablar con Helena y ese momento en el que se levantaba después de haberse despertado lentamente, como si el sol saliera sólo para ella, era perfecto para hacerlo. Se tomaría en la cama su zumo recién exprimido, se pondría uno de sus carísimos conjuntos de fina licra, y haría sus ejercicios en el pequeño gimnasio que tenían junto a la piscina cubierta.
Diego subió la escalera hacia la habitación matrimonial con el corazón golpeándole en la garganta. Introdujo los dedos entre la piel y el cuello blanco de la camisa para comprobar que no estaba tan ajustado; podía pasar el aire. Para respirar con normalidad sólo necesitaba tranquilizarse y no ceder a la tentación de aflojarse el nudo de la corbata. Si ella se daba cuenta de su agobio, sería peor. Debía mantenerse firme y seguro de sí mismo. Tenía que liberar al hombre que había permanecido agazapado, durante diez años, bajo un voluntarioso sometimiento.
En el último escalón se cruzó con una de las jóvenes sirvientas; la que cada día, a la misma hora, entraba en la habitación para descorrer las cortinas del ventanal y dejar un vaso de zumo sobre la mesilla.
Eso significaba que Helena ya estaba despierta y despejada.
Entró sin llamar. La blanca y mullida moqueta amortiguó el sonido de sus pasos. Inspiró al pasar junto a la cristalera, como si además de divisar la frondosidad del jardín también pudiera olerlo. Se detuvo junto a los pies de la cama y la observó.
Se estiraba, con los ojos aún cerrados. Su larga melena negra estaba extendida sobre la almohada. Las sábanas arrugadas le cubrían hasta la cintura. Los tirantes del camisón de seda que él había roto esa misma noche, durante uno de los juegos violentos y extenuantes que Helena adoraba, caían sobre las sábanas dejando los senos al descubierto.
Le iba a costar llegar a sentirse limpio cuando saliera para siempre de esa casa, pensó, apretando las manos sobre la madera tallada de la cama; pero lo lograría. El amor puro y desinteresado de _____ le ayudaría a conseguir el milagro.
—Buenos días —dijo, sin añadir un amor, cariño o simplemente Helena.
Ella abrió los ojos, sorprendida. Estiró los brazos y volvió a desperezarse mientras lo que quedaba de camisón se le deslizaba hasta la cintura.
—¿Qué haces aquí a estas horas? —ronroneó como una gatita en celo al recordar lo perverso que había sido Diego esa noche—. ¿No te encuentras bien?
—Estoy perfectamente —respondió él, sin moverse—. Tengo que hablar contigo y éste me parece un buen momento. Durante el día es difícil encontrar el tiempo suficiente para tratar de cosas importantes, y por las noches siempre tienes otros detalles en la mente que te desconcentran.
—Y tú gozas como un depravado cuando yo me desconcentro —aseguró, cogiendo los tirantes por los extremos rasgados y mostrándoselos con una sonrisa lujuriosa.
Diego suspiró incómodo. No le gustaba el hombre que era junto a Helena. No, desde que había descubierto que no le compensaba.
Le dio la espalda para caminar hacia el ventanal. Verla de aquel modo le hacía recordar actos vejatorios que quería comenzar a olvidar.
—Necesito que hablemos, Helena —dijo, con la mirada perdida en las doradas hojas de los arces—. Tengo algo muy importante que decirte.
Ella se sentó sobre la cama y cogió el vaso de zumo sin preocuparse porque su camisón permaneciera caído hasta su cintura.
—Tú dirás, querido —dijo, apoyando la espalda en el cabecero.
Diego hubiera preferido que estuviera más vestida. Pero aceptó las cosas como estaban. Si ella se percataba de que aquello le incomodaba, sería capaz de quitarse el camisón por completo y pasearse desnuda por la habitación.
—Quiero el divorcio —dijo, volviéndose a mirarla pero sin apartarse del ventanal.
El sorbo que Helena daba a su zumo se le atragantó. Apartó el vaso, derramando parte de su contenido sobre la cama, y tosió mientras con su mano libre se golpeaba el pecho.
Diego se asustó. Iba a lanzarse en su ayuda cuando vio que no era necesario. La tos de Helena se suavizó y dejó el vaso sobre la mesilla.
—Si esto es una broma, te aseguro que no tiene ninguna gracia —dijo con una digna y orgullosa furia y secándose los dedos con la sábana ya manchada.
—No es ninguna broma —afirmó Diego—. Quiero el divorcio y me gustaría que tratáramos esto como personas civilizadas.
Helena saltó de la cama y cogió la bata, a juego del camisón de seda, que la sirvienta le había dejado junto a la almohada.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —exclamó, poniéndosela y anudándola a la cintura con tanta holgura que los lados apenas si cubrieron la mitad de sus pezones—. ¿Es que ya no recuerdas que te saqué de la miseria para convertirte en lo que eres? ¿Se te ha olvidado que seguirás siendo rico y poderoso sólo mientras continúes casado conmigo?
—No olvido nada, Helena. Te agradezco todo cuanto has hecho por mí, pero esto se acabó. —Se apoyó sobre la madera, fingiendo tranquilidad—. Nunca te he amado y tú lo sabes. No quiero seguir viviendo así.
—¿Así? ¿Así, cómo? —dijo con soberbia, parada ante él—. ¿Desayunando caviar, conduciendo un lujoso Mercedes, codeándote con políticos y empresarios, vistiendo trajes de grandes diseñadores...? ¿Te agobia la vida de lujo que buscabas al casarte conmigo?
—Todo lo que disfruto me lo gano con creces —dijo, expectante ante las reacciones de su esposa.
—¿Te lo ganas? —ironizó ella, que se lanzó de nuevo a la mesilla a por su paquete de tabaco—. ¿En tan alta estima tienes a tus polvos?
—La empresa de tu padre que yo dirijo me ocupa todas las horas del día —aseguró, ignorando el sarcasmo porque en el fondo ella decía la verdad—. Ha triplicado sus beneficios desde que yo estoy al frente. Y acabo de cerrar un acuerdo que nos va a abrir a Europa y nos hará crecer de un modo que ni tú ni tu padre habrían llegado a soñar nunca.
—Yo no sueño con empresas, imbécil —gritó antes de encender su cigarrillo con un elegante mechero dorado—. Yo dispongo de más dinero del que seré capaz de gastar en toda mi vida. —Se acercó para lanzarle el humo al rostro a sabiendas de que él lo detestaba—. Tú eres el rastrero que tiene que trabajar para ganarse el pan que te sirven cada día en un plato de oro. Tú, el que debe tenerme satisfecha a mí, porque si no lo haces papá te enviará a la cuadra de caballos de donde te sacó.
El soportó la afrenta sin inmutarse. La conversación comenzaba a degenerar y eso no le interesaba. De la empresa y del dinero debía hablar con su padre; no con ella. Solo así tendría alguna posibilidad de conseguir lo que a aquellas alturas estaba seguro de haberse ganado.
—No voy a discutir esto contigo —declaró, y caminó de nuevo hacia la ventana para alejarse del humo sin que se notara que le molestaba—. Sólo quiero que sepas que voy a pedir el divorcio. Me marcho, lo aceptes o no.
—Pensaba que habías dejado de ver a la zorra roba-maridos que tenías como secretaria —dijo Helena, yendo tras él—. Pero ya veo que no es así.
—A ella déjala fuera de esto. Este divorcio es cosa nuestra.
—También este matrimonio es cosa nuestra, y esa trepadora lleva años entrometiéndose. ¿Es ella quien te ha metido en la cabeza lo del divorcio? ¿Tu putita se ha cansado y quiere pasar a ser la gran señora?
—No te voy a permitir que la insultes. —Se volvió para mirarla de frente—. Esto es algo que vamos a solucionar entre tú y yo.
—¿Sabe ella que si te divorcias te irás con una mano delante y otra detrás? —Su sonrisa de satisfacción resultaba malévola—. ¿Sabe que pasarás de llevar esos trajes de Armani a comprarte ropa en los mercadillos?
—¡Ya basta! —gritó, alzando los brazos con impotencia—. Céntrate en lo que de verdad nos ocupa, y ten presente que no pienso irme con las manos vacías después de todo lo que he hecho por la empresa y por tu familia.
—¿Recuerdas el contrato prematrimonial que te hizo firmar papá? —preguntó, expulsando el humo con una sonrisa perversa—. Pues eso mismo, querido, tú lo firmaste y tú te vas sin nada. —Se acercó para susurrarle al oído—: O te quedas para follarme cuando y como a mí me dé la real gana, o te vas a vivir en la miseria junto a tu putita barata.
Diego la sujetó por los brazos, con fuerza, y la empujó contra el cristal de la ventana a la vez que se mordía los labios intentando contenerse.
—No trates de joderme —advirtió, apretando los dientes—. Te aseguro que tú no conoces al hombre que de verdad soy. Me divorciaré de ti, me casaré con _____ y no me iré con las manos vacías. Te lo aseguro.
—Estos diez años viviendo en la abundancia te han hecho creerte lo que no eres —lanzó Helena, sonriendo porque su violencia le gustaba—. Papá sabrá arrojarte al lugar inmundo del que procedes.
Diego la soltó, asqueado.
—Llegué a creer que podríamos separarnos como buenos amigos —dijo, retrocediendo unos pasos—. Entre nosotros nunca ha habido amor y tú lo sabes.
—Claro que lo sé —aceptó, sujetando el cigarrillo entre los labios y frotándose los brazos doloridos—. Aunque nunca llegamos a hablarlo, los dos sabíamos que tú buscabas riquezas y que yo necesitaba un hombre que siempre estuviera dispuesto a darme lo que yo exigía.
—Para eso no me necesitas —dijo, en tono conciliador—. Eres una mujer muy hermosa, además de inmensamente rica. Seguro que encontrarás cientos de hombres preparados para someterse a todos tus deseos.
—No tienes ni idea de lo que dices —exclamó, riendo y apoyando la cabeza contra el cristal—. Los he buscado. Porque imagino que sabes que tampoco yo te he sido fiel. No es que estuviera buscándote sustituto —dijo con ironía—. Es que me apetecía probar cosas nuevas. Pero, ¿sabes?, no encontré ninguno tan bueno como tú. —Dio una larga calada a su cigarro—. Si pides a un hombre que se humille, lo hace sin ninguna clase, sin dignidad ni orgullo. Si le sugieres que te fuerce, también lo hace, pero sin realismo. No consigues creerte que te está obligando —cinismo y malicia centellearon en sus pupilas—. ¿Por qué supones que después de diez años sigues aquí, conmigo?
Lo sabía bien. A ella le había dado el máximo de sí mismo, siempre, hasta hacía tan sólo unas horas. Porque sabía que con cada gemido que le arrancaba se pagaba un traje, una cena, una reunión con un político, un BMW para _____.
No era difícil ser el mejor cuando cada brillante gota de sudor que se dejaba entre las sábanas, Helena se la amortizaba al precio de cotización de un diamante.
—Pues lo siento mucho —dijo, inspirando al recordar su maldito buen hacer de esa misma noche—. Porque no estoy dispuesto a seguir con esto.
Helena caminó hacia la cama y se sentó sobre el borde, cruzando las piernas con sensualidad.
—¿Estás seguro? —preguntó, mordisqueándose los labios y alzando una ceja.
—Más de lo que he estado en toda mi vida —le dijo despacio, para que se le quedara bien grabado.
—¿Aunque te garantice que podrás seguir disponiendo de todo el dinero y las comodidades que tienes ahora, a pesar de que convivas con tu fulana, y sólo a cambio de que vengas a follarme a domicilio dos o tres veces por semana? —propuso, tumbándose sobre la cama y alzando los brazos sobre su cabeza.
—Estás loca. ¡Claro que no aceptaría!
—Tampoco yo —dijo con una carcajada—. Sólo te estaba probando. Yo no acepto cosas a medias. O te quedas como mi marido o te largas. Pero si decides marcharte, volverás a sacar el estiércol de esas cuadras a las que ahora no te aproximas ni para ensillar a tus caballos.
Diego se acercó a la cama. El cigarrillo que Helena mantenía entre sus dedos rozaba las sábanas, donde comenzaba a humear un pequeño cerco negro. Se lo quitó y lo aplastó en el cenicero que había en la mesilla.
—Tendrás noticias de mi abogado —dijo, antes de comenzar a caminar hacia la salida.
—Y tú las tendrás de los abogados de papá —respondió ella, soltando una histérica y sonora carcajada.
Una carcajada que Diego aún escuchó mientras descendía la escalera.
2/3
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
CAPÍTULO 16
En la ciudad de Pamplona, Luciano Bessolla se impacientaba.
No recibía la llamaba de _____ y no le parecía correcto volver a molestar a Diego. Pero quería terminar cuanto antes con aquel asunto, vender a buen precio y llevarse una jugosa comisión.
Durante los años que llevaba ejerciendo su profesión, se había encontrado con personajes de todas las calañas. Algunos tan extraños que parecían salidos de novelas de serie negra. Pero nunca, ninguno de ellos, le había resultado tan escurridizo e inaccesible como _____.
En ocasiones pensaba que esa mujer se escondía de algo o de alguien.
En Roncal, al día siguiente del confuso encuentro bajo la lluvia, fueron _____ y Joe los que se evitaron de nuevo el uno al otro. Era igualmente sencillo esquivarse que fingir un encuentro, y, ese día, les resultaba más tranquilizador evitar mirarse a los ojos.
Ya por la noche, Joe cenó con sus padres, o al menos se sentó con ellos a la mesa, pues apenas probó bocado ni participó de modo activo en la conversación.
Aún tenía el cuerpo lleno de sensaciones y el alma cargada de inquietudes. Porque ella parecía corresponderle, a ratos. Porque parecía que se quedaría en Roncal, a ratos. Porque, a ratos, él ansiaba no haber dejado de odiarla.
Tras la cena, y para evitar preguntas incómodas sobre su aire ausente, bajó a la leñera, abrió de par en par la puerta que daba al huerto y apoyó un hombro contra el grueso marco de madera.
La noche era cálida y una fina lluvia comenzaba a caer sobre la tierra labrada y las verduras que formaban el tesoro de su madre.
Necesitaba pensar, solucionar la situación que amenazaba con volverle loco, aunque no tenía muy claro cómo hacerlo. No podía alejarse de _____ sin perder todo cuanto amaba. No podía quedarse cerca de ella si no quería acabar perdiendo la razón.
Y perdería la razón, esa misma noche, si no conseguía alejarla de su pensamiento.
Se sobresaltó al escuchar el sonido del móvil en su bolsillo. Cuando vio el nombre de Luciano parpadeando en la pequeña pantalla, presintió que no le iban a gustar sus noticias.
La explicación de que _____ no tenía cobertura le hizo sonreír. Y mientras el abogado se justificaba, él se prometió aclarar aquel misterio.
—No te disculpes, Luciano. De verdad que no me molestas. Mañana, en cuanto la vea, le diré que te llame. Y si su móvil no tiene cobertura —cosa que dudaba— podrá llamarte desde el mío.
—Gracias, Joe —exclamó con alivio—. Hace dos días llamé a Diego y quedó en que le daría el recado. Pero entiendo que es un hombre muy ocupado y que pudo olvidarlo. Seguro que cuando habla con ella tiene cosas más interesantes que decirle.
Diego. Ése era el nombre del cabrón al que no le bastaba con su mujer, pensó Joe, atravesado por una lanza de celos y de rabia.
Bessolla, ajeno a esos sentimientos, continuó:
—Dile que los compradores se impacientan, y yo también.
—¿Compradores? —Joe se tensó, apartándose del quicio de la puerta—. ¿Compradores de qué?
El resoplido al otro lado del teléfono le confirmó lo que pensaba. Pero, por si no le había quedado claro, Luciano se lo explicó:
—De las propiedades de Ignacio. Sí, recuerdo que te dije que no estaban en venta, pero tiempo después de nuestra conversación, la nieta cambió de opinión.
—¿Y por qué no me avisaste de ese cambio insignificante? —dijo, apretando la mandíbula—. Sabes que yo quiero todo esto. ¡Dios, Luciano! Lo has sabido siempre.
—Querer no es poder. Tú no tienes el dinero necesario para comprarlo.
—¡Ése no es tu problema! —gritó mientras caminaba de un lado a otro de la puerta—. Tú debías haberme avisado si alguna de las posesiones de Ignacio se ponía en venta. Si para comprar todo eso poseo fondos, avales, o tengo que robar un puto banco, es cosa mía.
—Tienes razón —se disculpó por fin el abogado—. Lo siento. Fui a tiro hecho, donde sabía que había dinero y ganas de comprar algo como lo que tenemos entre manos.
—¡Tenemos entre manos! —repitió Joe, agitando la cabeza—. Entiendo que para _____ y para ti esto sólo es dinero. Para mí es mucho más. Así que dime qué valor le han puesto a todo... A todo, excepto a la casa del pueblo —aclaró, consciente de que ni siquiera de ese modo le resultaría sencillo conseguir la cantidad que necesitaba.
—Déjame mirarlo y te llamo. También están los negocios que tenías a medias con el viejo. En ésos tú tienes preferencia de compra.
—Los venderé —dijo con franqueza—. Todos, menos la quesería.
—¿Estás seguro? Son negocios que te proporcionan muchos beneficios.
—Los dos sabemos que no podré con todo —confesó, observando cómo se humedecía la tierra ante sus ojos—. Necesitaré ese dinero y todo el que pueda conseguir.
—Disculpa que insista, pero, ¿estás seguro que quieres hacer esto? —preguntó Luciano—. Si te quedas con los negocios y te olvidas de las tierras y el ganado, podrás vivir como un señor, ejerciendo tu profesión de veterinario.
—Sé lo que quiero. Además, se lo prometí a Ignacio.
—De acuerdo. Deja que haga números y te llamo. Seré sincero y, si aun así decides seguir adelante, te daré un plazo antes de pasar a atender a otros compradores que sí pueden pagar lo que les estoy pidiendo.
Cuando colgó el teléfono, Joe tuvo que apoyar la frente en la pared para llorar en silencio. Pero no por las tierras o el ganado por los que al fin podría luchar por conseguirlos, sino por _____.
Porque ya no quería que ella vendiera y desapareciera de su vida.
Porque volvía a recordarle al buitre que había llegado a por su parte del festín, pero se había quedado sobrevolando durante tanto tiempo que al final se llevaría más de lo que le pertenecía: su paz y su alma.
Mientras tanto, _____, con el cabello recogido en una coleta baja, había cenado una ensalada de endivias con espárragos trigueros, queso Roncal, maíz crujiente y vinagreta de mostillo de uva. Era un plato que enamoraba a la vista, pero sobre todo que robaba el corazón mientras se saboreaba junto a unas tiras de manzana reineta y el sabor del armañac mezclado con la nata, el queso, la sal y la pimienta.
No tenía ninguna duda de que esa receta formaría parte de los exclusivos platos de su hotel.
Con la cocina limpia y recogida, hizo una tisana de menta, la sirvió en una tacita de porcelana y dejó que se enfriara sobre la mesa, junto al vaso que contenía un pequeño ramito de liliáceas.
Mientras pasaba un paño sobre la madera reluciente, le vio entrar, con el cabello y la parca empapados y con más furia en el rostro que la que le había visto jamás.
—¿Qué pasa? —musitó, asustada.
—Pasa que eres la mujer más interesada y fría que he conocido —respondió Joe, sin dejar de avanzar.
—No te entiendo —dijo ella, incapaz de moverse.
—Yo sí lo entiendo. Ahora sí que lo entiendo —lanzó Joe, deteniéndose junto a la mesa y golpeando en ella con sus nudillos—. Toda esa palabrería de que si te gustaba el puto infierno verde y que esto te había llegado hasta el alma, era mentira... Tú eres una mentira.
La tacita con la infusión tembló sobre el mueble, haciendo tintinear la cucharilla al roce con la porcelana. Las flores se agitaron a la vez que lo hacía la superficie del agua.
—¡Ya basta, Joe! —exigió, retorciendo entre los dedos un extremo del paño—. No me hables de ese modo. Cálmate y dime qué ocurre.
_____ no podía entender aquel cambio. El día anterior la había besado con apasionada ternura, y ahora volvía a ser el hombre áspero e impertinente que ya había olvidado.
—Llevas aquí siete malditos meses. ¡Siete! —repitió con ira mientras rodeaba la mesa para avanzar hacia ella—. Y no has sido capaz de decirme que pensabas venderlo todo.
Medio metro. Apenas les separaba medio metro cuando él se detuvo, atravesándola con la furia de sus ojos y sus palabras.
—No entiendo lo que me dices —dijo _____, consternada.
—He hablado con Luciano. —Deslizó sus dedos crispados sobre su cabello húmedo—. Me ha llamado porque tu puto amante no te da bien los mensajes.
El rostro de _____ se contrajo de dolor y furia. Le pareció ruin que utilizara aquel término para recordarle que tenía una relación con un hombre casado.
—Haz el favor de salir de mi casa —ordenó, agarrándose con fuerza al respaldo de la silla—. ¡Lárgate ahora mismo!
—Será un placer —respondió Joe, sosteniéndole la mirada—. Así me evitaré escuchar más mentiras.
Y salió destilando rabia y orgullo.
Se alejó con paso rápido, en dirección a la carretera.
Había llegado tan furioso, con tanta prisa por encararse con ella, que en cuanto el coche se hubo internado en la finca detuvo el motor y descendió. Había querido pisar tierra, acercarse con sus propios pasos, empapar su rabia con aquella lluvia nocturna.
Igual que estaba haciendo ahora, pero caminando en sentido contrario. Con el mismo coraje y las mismas preguntas sin respuesta.
Entró en el coche y se sacudió el agua del cabello con las manos.
Ya estaba hecho, pensó. Ya había llegado, ya la había ofendido, y se iba sin haber hallado alivio para la angustia que le estaba matando desde que había hablado con Bessolla.
Era un imbécil que iba a dejarla desaparecer de su vida sin decirle... ¿Sin decirle qué?, se preguntó. ¿Que había perdido la cabeza por ella? ¿Que le gritaba porque era lo único que podía hacer para calmar el dolor que sentía? ¿Que se había enamorado y que ya no le importaban ni tierras ni herencias... tan sólo ella?
Ocultó el rostro entre sus brazos, sobre el volante, y se alegró de que la indignación no le dejara llorar. Ella no merecía sus lágrimas, ni el nudo que le atenazaba destrozándole la garganta.
_____, en cambio, era un mar de lloros silenciosos. No entendía lo que acababa de ocurrir. Se repetía que ella no había ocultado nada pero que, aunque lo hubiera hecho, estaba en su derecho de decidir lo que deseaba compartir y lo que no.
Suspiró mientras doblaba el trapo sobre las baldosas de la encimera.
Quería tranquilizarse, tomar su infusión y acostarse para olvidar a ese hombre que sabía cómo romperle el corazón.
—Necesito saberlo. —La voz de Joe, a su espalda, la sobresaltó—. Necesito saber qué hay de cierto en todo lo que me ha dicho tu abogado —señaló cuando sólo quería preguntar si estaba pensando en marcharse.
_____ se frotó los ojos con los dedos para eliminar todo rastro de llanto. Estaba dispuesta a demostrarle que nada de lo que él hiciera la lastimaba.
—Yo le pedí que buscara compradores —respondió sin moverse.
—¡Así que es cierto! —exclamó Joe, extendiendo los brazos con impotencia.
—Si dejas de comportarte como un prepotente ofendido, tal vez te lo explique —dijo, volviéndose con el paño bien plegado entre las manos y en los ojos un brillo retador.
—Más que prepotente, soy un estúpido que ha creído todas tus patrañas. Y más que ofendido, estoy asqueado de todo esto.
—¡Esto es inaudito! —exclamó, irritada—. Que tú me estés exigiendo explicaciones es inaudito. Yo no tengo ninguna obligación de informarte sobre lo que hago o dejo de hacer con lo que es mío.
—¿Y qué tal un poco de consideración con quien lleva toda su puta vida dejándose aquí la piel? —preguntó, apretando los puños.
—Deja de hablarme en ese tono —ordenó _____—. Si vas a seguir faltándome al respeto te puedes ir por donde has venido.
Joe la miró durante unos segundos. Ella tenía las mejillas encendidas, pero esta vez se lo provocaba su ira. Sus labios formaban la conocida y delgada línea recta y los orificios de su nariz se convertían en la vía que controlaba la intensidad de su furia. De nuevo era la _____ fría y orgullosa. Aquella _____ que él había odiado; la que en ese momento necesitaba volver a odiar.
Con un bufido, se quitó la parca mojada y la arrojó sobre el respaldo de una silla. Después apoyó, de un golpe seco, las manos en la mesa, haciendo tintinear de nuevo la cucharilla en el interior la taza, y, tan inconmovible como un juez que escucha para dictar sentencia, miró a _____.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la barbilla, como si creyera que esa actitud podría servirle de escudo.
—Hubo un momento, hace muchos meses, en el que Diego y yo decidimos que lo mejor era vender toda mi herencia. Eso fue tres días antes de que yo viniera aquí.
Joe la observaba sin pestañear. Como si estuviera midiendo el grado de verdad que ella ponía en cada palabra.
—Al principio odié todo esto —continuó contando _____—, pero poco a poco comenzó a gustarme hasta...
—Estás mintiendo —interrumpió, dolido. Si ella se iba a ir, no quería escucharle decir de nuevo que ese lugar y sus gentes le habían llegado al alma.
—Si ya te has formado una opinión y piensas mantenerla a toda costa, estamos perdiendo el tiempo con esta conversación —dijo, mientras le daba la espalda para pasar el trapo sobre el reluciente fogón.
Pero sentía la mirada de Joe en su nuca, y se le aceleraba el corazón mientras fingía que le traía sin cuidado si él decidía quedarse o no.
Inspiró con alivio cuando escuchó de nuevo su voz.
—En el momento en el que te decidas a vender, si es que lo haces —continuó preguntando Joe, parado ante la mesa—, ¿no te va a doler deshacerte de todo lo que tu abuelo te dejó?
—¿Por qué iba a dolerme? Ni siquiera lo conocí. Lo que he sentido siempre por él no lo llamaría amor —aseguró sin volverse—. Si estoy dudando en vender, te aseguro que no es porque quiera conservar viva su memoria.
—Tu abuela te enseñó a odiarlo —le lanzó Joe, como un reproche.
—No. Me enseñó a ignorarlo, porque eso es lo que él merecía.
—Tal vez si conocieras toda la historia...
—Ya la conozco —interrumpió, con la mirada perdida en la pared blanca que tenía enfrente—. Tengo las vivencias de la víctima, que era mi abuela. No necesito más versiones.
—Estás equivocada, _____ —insistió como tantas otras veces—. Él era un buen hombre.
Ella mostró su fastidio chasqueando los labios, y arrojó el paño que aún tenía entre las manos.
—No quiero que vuelvas a hablarme de las dudosas bondades de Ignacio —exigió entre dientes.
—Entonces háblame tú de las de Lucía —sugirió Joe, acercándose de nuevo—. Cuéntame de dónde sale tu rencor hacia tu abuelo.
—Él destrozó la vida y los sueños de una mujer, joven y hermosa, que podía haberlo tenido todo —dijo, mientras los recuerdos amenazaban con hacer aflorar sus lágrimas.
—También acabaron los de Ignacio —musitó Joe, contemplando la digna rigidez de su espalda.
—Pero él era el responsable. El único pecado de la abuela fue amarlo, y el precio que pagó fue demasiado alto. Se quedó sin familia, sin amigos. Tuvo que comenzar desde la nada y con la responsabilidad de un niño de pocos meses.
—Tal vez si hubiera dejado que sus padres...
—Lo intentó —respondió con _____—. Buscó su consejo en cuanto descubrió las cartas, pero ellos pretendieron que fingiera no saber nada y continuara junto a Ignacio. No podían aceptar que una mujer abandonara a su marido, menos aún si existía un hijo. Según le dijo su madre, «la obligación de una esposa es sufrir y callar». Que él no la amara parecía no tener importancia; que tuviera una amante suponía una ventaja. De ese modo no la requeriría por las noches. —Agitó la cabeza y, en el movimiento de sus cabellos, sujetos por un estrecho lazo negro, Joe pudo ver la intensidad de su rencor—. O sea que, al día siguiente, la abuela cogió sus cosas y a su hijo y desapareció para siempre.
Se volvió hacia Joe con gesto arrogante. Él observó el brillo de dolor en sus ojos y pensó que esa fuerza y esa dignidad invencible que siempre había mostrado bien podían ser herencia de Lucía. El orgullo, sin ninguna duda, lo había recibido de su abuelo.
—Ella encontró trabajo en una mercería y salió adelante como pudo —siguió contando _____—. El resto de la historia la conoces a medias. La vida le pagó quitándole lo que más quería y dándole otra niña a quien sacar adelante: yo —dijo, recordando que supo hacer las veces de abuela, padre y madre—. Ella lo fue todo para mí. ¿Cómo crees que yo habría podido querer al hombre que le robó la vida y las ilusiones?
—Él fue otra víctima—aseguró Joe, mirándola a los ojos—. Y siempre le preocupó Lucía.
—¡No me hagas reír! De haberle preocupado lo más mínimo, hubiera hecho algo por encontrarla, por pedirle perdón y traerla a casa. Pero nunca hizo nada.
—Se sentía indigno...
—Lo siento, pero me parece una disculpa absurda —dijo _____ a media voz, recordando la soledad en la que había vivido su abuela.
—Según él, se sentía indigno porque ni la amaba ni la merecía —respondió Joe—. Le era infiel cada día, sí, pero con el pensamiento. Y sabía que seguiría siéndole infiel el resto de sus días.
—Eso es una tontería —afirmó, inspirando para aguantar las lágrimas sin que Joe lo notara—. No se cometen infidelidades con el pensamiento.
—¿Estás segura? —Recordó los besos que habían compartido y se preguntó cómo llamaba ella a eso—. Yo creo que Ignacio tenía razón, porque no hay infidelidad más grande que la que se comete con el alma. Cuando sólo se trata de sexo, el deseo puede irse con la misma facilidad con la que llega. Pero cuando alguien se hace dueño de tus pensamientos y de tu corazón, le estás entregando todo cuanto eres —susurró, mirando a los ojos que comenzaban a apoderarse de lo poco o mucho que era él.
—¿Tú perdonarías una infidelidad? —preguntó _____, conmovida por sus palabras.
—De cuerpo, sí —respondió Joe—. Con mucho dolor y muñéndome de celos, lo superaría. Pero no podría perdonar que la mujer que amo pensara en otro hombre mientras hace el amor conmigo.
—No creo que ése sea el caso de Ignacio —dijo, turbada al asumir que aunque ella pertenecía a Diego, Joe ocupaba cada vez más espacio en sus pensamientos—. No te molestes, pero no quiero escuchar más necedades sobre lo estupendo que era.
—No has escuchado ninguna porque no me has dejado contar nada —aclaró con la mandíbula tensa.
—Es que no entiendo qué hacemos hablando de esto. Viniste a pedirme cuentas sobre la venta de mi herencia. No te debía explicaciones, pero aún así te las he dado. Ya está. Ya está bien.
—¡No está bien, _____! —afirmó, furioso—. Yo conozco el «gran pecado» que cometió tu abuelo, y llevo meses conteniéndome para no decírtelo y cambiar la opinión equivocada que tienes de él. Me prometí que no me inmiscuiría más en esto y lo cumpliré, pero eso será después de que te haya explicado algunas cosas.
—¿Y si no me interesan? —preguntó con impertinencia.
—Insistiré un día tras otro hasta que me escuches o regreses a Madrid —respondió, desafiándola con la mirada—. Quiero hablar de Ignacio una última vez. ¿Te supone un sacrificio tan grande escucharme?
Sonaba a reproche, pero sobre todo sonaba a dolor. A pesar de su enojo, _____ hubiera deseado decirle que oírle hablar era una de las cosas que más le agradaban. En lugar de eso, se sentó ante la tacita con la infusión mientras comentaba:
—Claro que no. Sólo te pido que entiendas que si mi abuela lo convirtió en nadie, no voy a ser yo quien cambie eso.
—Sólo quiero que me escuches —pidió con malestar—. Jamás volveré a molestarte con este tema —aseguró, arrastrando una silla para sentarse al otro lado de la mesa. Pensó que debía dominarse si quería que ella le atendiera hasta el final. Tragó saliva para suavizar su furia—. Tu abuelo no era un santo. Ninguno lo somos. Pero él se pasó la vida pagando sus errores. Sobre todo el que cometió con tu abuela.
—¡Eso no fue un error! —exclamó, incapaz de callarse ante una definición tan benevolente—. ¡Fue una traición en toda regla!
—No hubo traición —dijo Joe, con paciencia—. Al menos no del modo que tú crees.
—Sedujo a la mejor amiga de su mujer —insistió, girando con suavidad la tacita sobre el plato—. ¿Cómo se le puede llamar a eso?
Joe suspiró. Cuando ella quería ser impertinente, lo era hasta abrumar. Apoyó los brazos en la mesa y repiqueteó un instante con los dedos sobre la madera.
—Me habló de lo enamorado que había estado de Lucía. Tanto que convirtió a su mejor amiga en su cómplice. Era el mejor modo de acertar con los regalos, de darle sorpresas... Todas esas cosas que hace alguien cuando se enamora como un loco. Pero tantos secretos y tanta intimidad no podían acabar bien. Ignacio no la sedujo, se enamoró de ella sin haberlo buscado.
—¿Y por qué no se apartó, sin más? —intervino de nuevo _____—. Era un hombre casado. Tuvo que sentir lo que le estaba ocurriendo antes de que fuera tarde.
Joe se frotó la nuca, irritado por las continuas interrupciones.
—Ya lo hizo. Se apartó. Y aún no era un hombre casado cuando se enamoró de Andrea —añadió para que quedara claro.
—¿Me estás diciendo que tenían una relación y aun así se casó con la abuela? —preguntó, dolida porque entonces la crueldad cometida con Lucía pasaba a ser aún más incomprensible.
—No. Deja de juzgarle y escucha —dijo él, con una infinita paciencia—. Quiso ser sincero con Lucía. Se citó con ella con la intención de decirle la verdad. Pero ella también llegaba con una sorpresa: estaba embarazada. Y eso lo cambió todo. Ignacio dejó de ver a Andrea y se casó con la mujer que le iba a dar un hijo. Según decía, un hombre no podía hacer otra cosa que cumplir con su obligación.
—Un hombre de verdad no traiciona —aseguró, mirándole a los ojos.
—Te repito que él no la traicionó —musitó Joe, sin apartar los suyos—. Nunca estuvo con Andrea ni con ninguna otra. Vivió y murió solo.
—¡Por favor! —_____ se levantó, más incómoda por aquella mirada intensa que por la increíble información que escuchaba—. ¿Eso es lo que él te contó? La abuela leyó las cartas. Eran cartas apasionadas.
—¿Nunca se preguntó por qué encontró cartas escritas por Ignacio, pero ninguna por Andrea? —dijo Joe, apoyando la espalda en el respaldo de la silla.
—¿Qué tiene que ver eso? —respondió _____, desde el borde de la fregadera.
—Tampoco tú lo has pensado —aseguró, antes de revelar—: Tu abuelo escribió cientos de cartas como aquéllas, pero jamás envió ninguna. Al parecer, en su mente no cabía la posibilidad de una relación con Andrea; ni clandestina ni de ninguna otra naturaleza. Su esposa era Lucía y eso no tenía vuelta atrás.
—¿Y tú le creíste? —dijo con suspicacia—. Tú eres un hombre. ¿De verdad piensas que se puede vivir toda una vida sin una mujer?
—Si él me dijo que así fue como vivió, yo no tenía por qué dudar...
—Pero ahora te estoy hablando a ti —le interrumpió con aspereza—, porque no puedo fiarme de tu incondicional fidelidad a Ignacio. ¿Tú podrías pasar el resto de tu vida sin acostarte con una mujer? —preguntó con más curiosidad de la que quería aparentar.
Joe sacudió la cabeza, sorprendido.
Se mordió la lengua para no decirle que llevaba meses sin estar con ninguna porque sólo quería poseerla a ella. Que antes de su llegada no había carecido de momentos apasionados ni de mujeres dispuestas, pero que a ninguna había deseado con la intensidad y la crudeza con la que la codiciaba a ella.
—Yo no soy Ignacio —dijo, evitando responder sobre la naturaleza de sus apetitos—. Todos los hombres no somos iguales. No tenemos las mismas necesidades.
—Así que tú no podrías pasar sin una mujer —respondió con gesto de triunfo mientras algo demasiado parecido a los celos le pellizcaba en el corazón—. Pues estoy segura que él tampoco lo hizo. —Se sentó de nuevo a la mesa—. Te contó muchas patrañas y tú te las creíste todas. Y lo peor es que con el tiempo no has entendido que te engañó. No puedo comprender tanta ceguera.
Ni una puñalada en el corazón le hubiera dolido tanto. Ella iba directa a su punto sensible, a su debilidad.
—Eres buena. Lo sabes, ¿verdad? —dijo, apretando los dientes para contener la rabia.
—¿En qué? —preguntó extrañada y manteniendo la cabeza erguida mientras volvía a girar la tacita.
—En herir —respondió, levantándose de la silla y cogiendo su parca húmeda. «En despertar demonios dormidos», añadió para sí mismo mientras se giraba en dirección a la salida.
—¿Te vas? —preguntó, confundida al ver que le daba la espalda.
—Esta conversación no tiene ningún sentido —dijo, volviéndose a mirarla.
—¿O sea, que ya hemos terminado con la historia? —le interrogó, con una sonrisa mezcla de cinismo y decepción—. Espero que cumplas y no vuelvas a hablarme de Ignacio —concluyó, sin saber qué otra cosa decir.
—Hay mucho que contar sobre él, pero da igual lo que escuches. Está claro que te has propuesto no cambiar de opinión.
—El daño que él hizo no se puede reparar —musitó con pena mientras se dejaba caer sobre el respaldo—. Yo no puedo olvidar eso.
Joe caminó despacio hacia la salida estrujando con fuerza su parca para no acabar gritándole que era una niña estúpida y malcriada sin ningún derecho a juzgar a Ignacio. Nadie tenía ese derecho. Tampoco él, aunque a veces dejara que la duda le aguijoneara el alma.
Se detuvo bajo el arco, carraspeó, cambiando la parca a la otra mano, y se volvió para mirar a _____ con el mismo aire resentido.
—Si yo amara a una mujer de la forma en la que tu abuelo amaba a Andrea, no querría estar con ninguna otra —dijo, sintiendo que se aplacaba su rabia—. Puede parecerte melodramático, hasta es posible que yo sea un enfermo, pero la tortura de desear a la mujer que amara no querría desfogarla con nadie que no fuera ella, y encontraría más placer en ese fuego insatisfecho que me fuera matando poco a poco, que en el desahogo con alguien por quien no sintiera nada —suspiró con gesto cansado—, porque eso sí acabaría con mi alma de un solo golpe.
No quiso mirarla de nuevo. Se iba más herido de lo que había llegado, más solo, más confundido y con el fantasma de la duda sobre Ignacio clavada de nuevo en su corazón.
_____ se quedó inmóvil hasta que escuchó que se cerraba la puerta de la borda. Apartó la tacita, apoyó los brazos sobre la mesa y se derrumbó sobre ellos.
Su entereza y su rabia habían desaparecido. En su lugar sólo le quedaba la confusión que le habían dejado las últimas palabras de Joe. Había dolor en sus ojos cuando las dijo. Y, aunque suponía que aquello había sido la explicación de que su abuelo bien podía haber vivido sin más mujer que el recuerdo de Andrea, tenía la sensación de que su declaración contenía mucho más. «¿Pero qué más?», se preguntaba mientras se decía que quería para ella una fidelidad como esa que Joe estaba dispuesto a conceder a la mujer de su vida; un amor como ese que juraba que sentiría; un hombre como él, que era capaz de amar y sufrir con la misma conmovedora intensidad.
3/3
Aquí les dejo tres capítulos, como disculpa por desaparecerme tanto tiempo.
La escuela me ha tenido demasiado ocupada, este es mi último año en la preparatoria y por lo mismo los maestros nos presionan más con los trabajos y tareas. No he tenido tiempo ni de agarrar la computadora.
Pero lo bueno es que aquí en México hay puente de aquí hasta el miercoles y podré subir capítulos normalmente (:
De nuevo me disculpo... me sorprendieron todos los comentarios, me encanta que les guste tanto la novela, gracias por todos ellos.
Natuu!! :D
No recibía la llamaba de _____ y no le parecía correcto volver a molestar a Diego. Pero quería terminar cuanto antes con aquel asunto, vender a buen precio y llevarse una jugosa comisión.
Durante los años que llevaba ejerciendo su profesión, se había encontrado con personajes de todas las calañas. Algunos tan extraños que parecían salidos de novelas de serie negra. Pero nunca, ninguno de ellos, le había resultado tan escurridizo e inaccesible como _____.
En ocasiones pensaba que esa mujer se escondía de algo o de alguien.
En Roncal, al día siguiente del confuso encuentro bajo la lluvia, fueron _____ y Joe los que se evitaron de nuevo el uno al otro. Era igualmente sencillo esquivarse que fingir un encuentro, y, ese día, les resultaba más tranquilizador evitar mirarse a los ojos.
Ya por la noche, Joe cenó con sus padres, o al menos se sentó con ellos a la mesa, pues apenas probó bocado ni participó de modo activo en la conversación.
Aún tenía el cuerpo lleno de sensaciones y el alma cargada de inquietudes. Porque ella parecía corresponderle, a ratos. Porque parecía que se quedaría en Roncal, a ratos. Porque, a ratos, él ansiaba no haber dejado de odiarla.
Tras la cena, y para evitar preguntas incómodas sobre su aire ausente, bajó a la leñera, abrió de par en par la puerta que daba al huerto y apoyó un hombro contra el grueso marco de madera.
La noche era cálida y una fina lluvia comenzaba a caer sobre la tierra labrada y las verduras que formaban el tesoro de su madre.
Necesitaba pensar, solucionar la situación que amenazaba con volverle loco, aunque no tenía muy claro cómo hacerlo. No podía alejarse de _____ sin perder todo cuanto amaba. No podía quedarse cerca de ella si no quería acabar perdiendo la razón.
Y perdería la razón, esa misma noche, si no conseguía alejarla de su pensamiento.
Se sobresaltó al escuchar el sonido del móvil en su bolsillo. Cuando vio el nombre de Luciano parpadeando en la pequeña pantalla, presintió que no le iban a gustar sus noticias.
La explicación de que _____ no tenía cobertura le hizo sonreír. Y mientras el abogado se justificaba, él se prometió aclarar aquel misterio.
—No te disculpes, Luciano. De verdad que no me molestas. Mañana, en cuanto la vea, le diré que te llame. Y si su móvil no tiene cobertura —cosa que dudaba— podrá llamarte desde el mío.
—Gracias, Joe —exclamó con alivio—. Hace dos días llamé a Diego y quedó en que le daría el recado. Pero entiendo que es un hombre muy ocupado y que pudo olvidarlo. Seguro que cuando habla con ella tiene cosas más interesantes que decirle.
Diego. Ése era el nombre del cabrón al que no le bastaba con su mujer, pensó Joe, atravesado por una lanza de celos y de rabia.
Bessolla, ajeno a esos sentimientos, continuó:
—Dile que los compradores se impacientan, y yo también.
—¿Compradores? —Joe se tensó, apartándose del quicio de la puerta—. ¿Compradores de qué?
El resoplido al otro lado del teléfono le confirmó lo que pensaba. Pero, por si no le había quedado claro, Luciano se lo explicó:
—De las propiedades de Ignacio. Sí, recuerdo que te dije que no estaban en venta, pero tiempo después de nuestra conversación, la nieta cambió de opinión.
—¿Y por qué no me avisaste de ese cambio insignificante? —dijo, apretando la mandíbula—. Sabes que yo quiero todo esto. ¡Dios, Luciano! Lo has sabido siempre.
—Querer no es poder. Tú no tienes el dinero necesario para comprarlo.
—¡Ése no es tu problema! —gritó mientras caminaba de un lado a otro de la puerta—. Tú debías haberme avisado si alguna de las posesiones de Ignacio se ponía en venta. Si para comprar todo eso poseo fondos, avales, o tengo que robar un puto banco, es cosa mía.
—Tienes razón —se disculpó por fin el abogado—. Lo siento. Fui a tiro hecho, donde sabía que había dinero y ganas de comprar algo como lo que tenemos entre manos.
—¡Tenemos entre manos! —repitió Joe, agitando la cabeza—. Entiendo que para _____ y para ti esto sólo es dinero. Para mí es mucho más. Así que dime qué valor le han puesto a todo... A todo, excepto a la casa del pueblo —aclaró, consciente de que ni siquiera de ese modo le resultaría sencillo conseguir la cantidad que necesitaba.
—Déjame mirarlo y te llamo. También están los negocios que tenías a medias con el viejo. En ésos tú tienes preferencia de compra.
—Los venderé —dijo con franqueza—. Todos, menos la quesería.
—¿Estás seguro? Son negocios que te proporcionan muchos beneficios.
—Los dos sabemos que no podré con todo —confesó, observando cómo se humedecía la tierra ante sus ojos—. Necesitaré ese dinero y todo el que pueda conseguir.
—Disculpa que insista, pero, ¿estás seguro que quieres hacer esto? —preguntó Luciano—. Si te quedas con los negocios y te olvidas de las tierras y el ganado, podrás vivir como un señor, ejerciendo tu profesión de veterinario.
—Sé lo que quiero. Además, se lo prometí a Ignacio.
—De acuerdo. Deja que haga números y te llamo. Seré sincero y, si aun así decides seguir adelante, te daré un plazo antes de pasar a atender a otros compradores que sí pueden pagar lo que les estoy pidiendo.
Cuando colgó el teléfono, Joe tuvo que apoyar la frente en la pared para llorar en silencio. Pero no por las tierras o el ganado por los que al fin podría luchar por conseguirlos, sino por _____.
Porque ya no quería que ella vendiera y desapareciera de su vida.
Porque volvía a recordarle al buitre que había llegado a por su parte del festín, pero se había quedado sobrevolando durante tanto tiempo que al final se llevaría más de lo que le pertenecía: su paz y su alma.
Mientras tanto, _____, con el cabello recogido en una coleta baja, había cenado una ensalada de endivias con espárragos trigueros, queso Roncal, maíz crujiente y vinagreta de mostillo de uva. Era un plato que enamoraba a la vista, pero sobre todo que robaba el corazón mientras se saboreaba junto a unas tiras de manzana reineta y el sabor del armañac mezclado con la nata, el queso, la sal y la pimienta.
No tenía ninguna duda de que esa receta formaría parte de los exclusivos platos de su hotel.
Con la cocina limpia y recogida, hizo una tisana de menta, la sirvió en una tacita de porcelana y dejó que se enfriara sobre la mesa, junto al vaso que contenía un pequeño ramito de liliáceas.
Mientras pasaba un paño sobre la madera reluciente, le vio entrar, con el cabello y la parca empapados y con más furia en el rostro que la que le había visto jamás.
—¿Qué pasa? —musitó, asustada.
—Pasa que eres la mujer más interesada y fría que he conocido —respondió Joe, sin dejar de avanzar.
—No te entiendo —dijo ella, incapaz de moverse.
—Yo sí lo entiendo. Ahora sí que lo entiendo —lanzó Joe, deteniéndose junto a la mesa y golpeando en ella con sus nudillos—. Toda esa palabrería de que si te gustaba el puto infierno verde y que esto te había llegado hasta el alma, era mentira... Tú eres una mentira.
La tacita con la infusión tembló sobre el mueble, haciendo tintinear la cucharilla al roce con la porcelana. Las flores se agitaron a la vez que lo hacía la superficie del agua.
—¡Ya basta, Joe! —exigió, retorciendo entre los dedos un extremo del paño—. No me hables de ese modo. Cálmate y dime qué ocurre.
_____ no podía entender aquel cambio. El día anterior la había besado con apasionada ternura, y ahora volvía a ser el hombre áspero e impertinente que ya había olvidado.
—Llevas aquí siete malditos meses. ¡Siete! —repitió con ira mientras rodeaba la mesa para avanzar hacia ella—. Y no has sido capaz de decirme que pensabas venderlo todo.
Medio metro. Apenas les separaba medio metro cuando él se detuvo, atravesándola con la furia de sus ojos y sus palabras.
—No entiendo lo que me dices —dijo _____, consternada.
—He hablado con Luciano. —Deslizó sus dedos crispados sobre su cabello húmedo—. Me ha llamado porque tu puto amante no te da bien los mensajes.
El rostro de _____ se contrajo de dolor y furia. Le pareció ruin que utilizara aquel término para recordarle que tenía una relación con un hombre casado.
—Haz el favor de salir de mi casa —ordenó, agarrándose con fuerza al respaldo de la silla—. ¡Lárgate ahora mismo!
—Será un placer —respondió Joe, sosteniéndole la mirada—. Así me evitaré escuchar más mentiras.
Y salió destilando rabia y orgullo.
Se alejó con paso rápido, en dirección a la carretera.
Había llegado tan furioso, con tanta prisa por encararse con ella, que en cuanto el coche se hubo internado en la finca detuvo el motor y descendió. Había querido pisar tierra, acercarse con sus propios pasos, empapar su rabia con aquella lluvia nocturna.
Igual que estaba haciendo ahora, pero caminando en sentido contrario. Con el mismo coraje y las mismas preguntas sin respuesta.
Entró en el coche y se sacudió el agua del cabello con las manos.
Ya estaba hecho, pensó. Ya había llegado, ya la había ofendido, y se iba sin haber hallado alivio para la angustia que le estaba matando desde que había hablado con Bessolla.
Era un imbécil que iba a dejarla desaparecer de su vida sin decirle... ¿Sin decirle qué?, se preguntó. ¿Que había perdido la cabeza por ella? ¿Que le gritaba porque era lo único que podía hacer para calmar el dolor que sentía? ¿Que se había enamorado y que ya no le importaban ni tierras ni herencias... tan sólo ella?
Ocultó el rostro entre sus brazos, sobre el volante, y se alegró de que la indignación no le dejara llorar. Ella no merecía sus lágrimas, ni el nudo que le atenazaba destrozándole la garganta.
_____, en cambio, era un mar de lloros silenciosos. No entendía lo que acababa de ocurrir. Se repetía que ella no había ocultado nada pero que, aunque lo hubiera hecho, estaba en su derecho de decidir lo que deseaba compartir y lo que no.
Suspiró mientras doblaba el trapo sobre las baldosas de la encimera.
Quería tranquilizarse, tomar su infusión y acostarse para olvidar a ese hombre que sabía cómo romperle el corazón.
—Necesito saberlo. —La voz de Joe, a su espalda, la sobresaltó—. Necesito saber qué hay de cierto en todo lo que me ha dicho tu abogado —señaló cuando sólo quería preguntar si estaba pensando en marcharse.
_____ se frotó los ojos con los dedos para eliminar todo rastro de llanto. Estaba dispuesta a demostrarle que nada de lo que él hiciera la lastimaba.
—Yo le pedí que buscara compradores —respondió sin moverse.
—¡Así que es cierto! —exclamó Joe, extendiendo los brazos con impotencia.
—Si dejas de comportarte como un prepotente ofendido, tal vez te lo explique —dijo, volviéndose con el paño bien plegado entre las manos y en los ojos un brillo retador.
—Más que prepotente, soy un estúpido que ha creído todas tus patrañas. Y más que ofendido, estoy asqueado de todo esto.
—¡Esto es inaudito! —exclamó, irritada—. Que tú me estés exigiendo explicaciones es inaudito. Yo no tengo ninguna obligación de informarte sobre lo que hago o dejo de hacer con lo que es mío.
—¿Y qué tal un poco de consideración con quien lleva toda su puta vida dejándose aquí la piel? —preguntó, apretando los puños.
—Deja de hablarme en ese tono —ordenó _____—. Si vas a seguir faltándome al respeto te puedes ir por donde has venido.
Joe la miró durante unos segundos. Ella tenía las mejillas encendidas, pero esta vez se lo provocaba su ira. Sus labios formaban la conocida y delgada línea recta y los orificios de su nariz se convertían en la vía que controlaba la intensidad de su furia. De nuevo era la _____ fría y orgullosa. Aquella _____ que él había odiado; la que en ese momento necesitaba volver a odiar.
Con un bufido, se quitó la parca mojada y la arrojó sobre el respaldo de una silla. Después apoyó, de un golpe seco, las manos en la mesa, haciendo tintinear de nuevo la cucharilla en el interior la taza, y, tan inconmovible como un juez que escucha para dictar sentencia, miró a _____.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la barbilla, como si creyera que esa actitud podría servirle de escudo.
—Hubo un momento, hace muchos meses, en el que Diego y yo decidimos que lo mejor era vender toda mi herencia. Eso fue tres días antes de que yo viniera aquí.
Joe la observaba sin pestañear. Como si estuviera midiendo el grado de verdad que ella ponía en cada palabra.
—Al principio odié todo esto —continuó contando _____—, pero poco a poco comenzó a gustarme hasta...
—Estás mintiendo —interrumpió, dolido. Si ella se iba a ir, no quería escucharle decir de nuevo que ese lugar y sus gentes le habían llegado al alma.
—Si ya te has formado una opinión y piensas mantenerla a toda costa, estamos perdiendo el tiempo con esta conversación —dijo, mientras le daba la espalda para pasar el trapo sobre el reluciente fogón.
Pero sentía la mirada de Joe en su nuca, y se le aceleraba el corazón mientras fingía que le traía sin cuidado si él decidía quedarse o no.
Inspiró con alivio cuando escuchó de nuevo su voz.
—En el momento en el que te decidas a vender, si es que lo haces —continuó preguntando Joe, parado ante la mesa—, ¿no te va a doler deshacerte de todo lo que tu abuelo te dejó?
—¿Por qué iba a dolerme? Ni siquiera lo conocí. Lo que he sentido siempre por él no lo llamaría amor —aseguró sin volverse—. Si estoy dudando en vender, te aseguro que no es porque quiera conservar viva su memoria.
—Tu abuela te enseñó a odiarlo —le lanzó Joe, como un reproche.
—No. Me enseñó a ignorarlo, porque eso es lo que él merecía.
—Tal vez si conocieras toda la historia...
—Ya la conozco —interrumpió, con la mirada perdida en la pared blanca que tenía enfrente—. Tengo las vivencias de la víctima, que era mi abuela. No necesito más versiones.
—Estás equivocada, _____ —insistió como tantas otras veces—. Él era un buen hombre.
Ella mostró su fastidio chasqueando los labios, y arrojó el paño que aún tenía entre las manos.
—No quiero que vuelvas a hablarme de las dudosas bondades de Ignacio —exigió entre dientes.
—Entonces háblame tú de las de Lucía —sugirió Joe, acercándose de nuevo—. Cuéntame de dónde sale tu rencor hacia tu abuelo.
—Él destrozó la vida y los sueños de una mujer, joven y hermosa, que podía haberlo tenido todo —dijo, mientras los recuerdos amenazaban con hacer aflorar sus lágrimas.
—También acabaron los de Ignacio —musitó Joe, contemplando la digna rigidez de su espalda.
—Pero él era el responsable. El único pecado de la abuela fue amarlo, y el precio que pagó fue demasiado alto. Se quedó sin familia, sin amigos. Tuvo que comenzar desde la nada y con la responsabilidad de un niño de pocos meses.
—Tal vez si hubiera dejado que sus padres...
—Lo intentó —respondió con _____—. Buscó su consejo en cuanto descubrió las cartas, pero ellos pretendieron que fingiera no saber nada y continuara junto a Ignacio. No podían aceptar que una mujer abandonara a su marido, menos aún si existía un hijo. Según le dijo su madre, «la obligación de una esposa es sufrir y callar». Que él no la amara parecía no tener importancia; que tuviera una amante suponía una ventaja. De ese modo no la requeriría por las noches. —Agitó la cabeza y, en el movimiento de sus cabellos, sujetos por un estrecho lazo negro, Joe pudo ver la intensidad de su rencor—. O sea que, al día siguiente, la abuela cogió sus cosas y a su hijo y desapareció para siempre.
Se volvió hacia Joe con gesto arrogante. Él observó el brillo de dolor en sus ojos y pensó que esa fuerza y esa dignidad invencible que siempre había mostrado bien podían ser herencia de Lucía. El orgullo, sin ninguna duda, lo había recibido de su abuelo.
—Ella encontró trabajo en una mercería y salió adelante como pudo —siguió contando _____—. El resto de la historia la conoces a medias. La vida le pagó quitándole lo que más quería y dándole otra niña a quien sacar adelante: yo —dijo, recordando que supo hacer las veces de abuela, padre y madre—. Ella lo fue todo para mí. ¿Cómo crees que yo habría podido querer al hombre que le robó la vida y las ilusiones?
—Él fue otra víctima—aseguró Joe, mirándola a los ojos—. Y siempre le preocupó Lucía.
—¡No me hagas reír! De haberle preocupado lo más mínimo, hubiera hecho algo por encontrarla, por pedirle perdón y traerla a casa. Pero nunca hizo nada.
—Se sentía indigno...
—Lo siento, pero me parece una disculpa absurda —dijo _____ a media voz, recordando la soledad en la que había vivido su abuela.
—Según él, se sentía indigno porque ni la amaba ni la merecía —respondió Joe—. Le era infiel cada día, sí, pero con el pensamiento. Y sabía que seguiría siéndole infiel el resto de sus días.
—Eso es una tontería —afirmó, inspirando para aguantar las lágrimas sin que Joe lo notara—. No se cometen infidelidades con el pensamiento.
—¿Estás segura? —Recordó los besos que habían compartido y se preguntó cómo llamaba ella a eso—. Yo creo que Ignacio tenía razón, porque no hay infidelidad más grande que la que se comete con el alma. Cuando sólo se trata de sexo, el deseo puede irse con la misma facilidad con la que llega. Pero cuando alguien se hace dueño de tus pensamientos y de tu corazón, le estás entregando todo cuanto eres —susurró, mirando a los ojos que comenzaban a apoderarse de lo poco o mucho que era él.
—¿Tú perdonarías una infidelidad? —preguntó _____, conmovida por sus palabras.
—De cuerpo, sí —respondió Joe—. Con mucho dolor y muñéndome de celos, lo superaría. Pero no podría perdonar que la mujer que amo pensara en otro hombre mientras hace el amor conmigo.
—No creo que ése sea el caso de Ignacio —dijo, turbada al asumir que aunque ella pertenecía a Diego, Joe ocupaba cada vez más espacio en sus pensamientos—. No te molestes, pero no quiero escuchar más necedades sobre lo estupendo que era.
—No has escuchado ninguna porque no me has dejado contar nada —aclaró con la mandíbula tensa.
—Es que no entiendo qué hacemos hablando de esto. Viniste a pedirme cuentas sobre la venta de mi herencia. No te debía explicaciones, pero aún así te las he dado. Ya está. Ya está bien.
—¡No está bien, _____! —afirmó, furioso—. Yo conozco el «gran pecado» que cometió tu abuelo, y llevo meses conteniéndome para no decírtelo y cambiar la opinión equivocada que tienes de él. Me prometí que no me inmiscuiría más en esto y lo cumpliré, pero eso será después de que te haya explicado algunas cosas.
—¿Y si no me interesan? —preguntó con impertinencia.
—Insistiré un día tras otro hasta que me escuches o regreses a Madrid —respondió, desafiándola con la mirada—. Quiero hablar de Ignacio una última vez. ¿Te supone un sacrificio tan grande escucharme?
Sonaba a reproche, pero sobre todo sonaba a dolor. A pesar de su enojo, _____ hubiera deseado decirle que oírle hablar era una de las cosas que más le agradaban. En lugar de eso, se sentó ante la tacita con la infusión mientras comentaba:
—Claro que no. Sólo te pido que entiendas que si mi abuela lo convirtió en nadie, no voy a ser yo quien cambie eso.
—Sólo quiero que me escuches —pidió con malestar—. Jamás volveré a molestarte con este tema —aseguró, arrastrando una silla para sentarse al otro lado de la mesa. Pensó que debía dominarse si quería que ella le atendiera hasta el final. Tragó saliva para suavizar su furia—. Tu abuelo no era un santo. Ninguno lo somos. Pero él se pasó la vida pagando sus errores. Sobre todo el que cometió con tu abuela.
—¡Eso no fue un error! —exclamó, incapaz de callarse ante una definición tan benevolente—. ¡Fue una traición en toda regla!
—No hubo traición —dijo Joe, con paciencia—. Al menos no del modo que tú crees.
—Sedujo a la mejor amiga de su mujer —insistió, girando con suavidad la tacita sobre el plato—. ¿Cómo se le puede llamar a eso?
Joe suspiró. Cuando ella quería ser impertinente, lo era hasta abrumar. Apoyó los brazos en la mesa y repiqueteó un instante con los dedos sobre la madera.
—Me habló de lo enamorado que había estado de Lucía. Tanto que convirtió a su mejor amiga en su cómplice. Era el mejor modo de acertar con los regalos, de darle sorpresas... Todas esas cosas que hace alguien cuando se enamora como un loco. Pero tantos secretos y tanta intimidad no podían acabar bien. Ignacio no la sedujo, se enamoró de ella sin haberlo buscado.
—¿Y por qué no se apartó, sin más? —intervino de nuevo _____—. Era un hombre casado. Tuvo que sentir lo que le estaba ocurriendo antes de que fuera tarde.
Joe se frotó la nuca, irritado por las continuas interrupciones.
—Ya lo hizo. Se apartó. Y aún no era un hombre casado cuando se enamoró de Andrea —añadió para que quedara claro.
—¿Me estás diciendo que tenían una relación y aun así se casó con la abuela? —preguntó, dolida porque entonces la crueldad cometida con Lucía pasaba a ser aún más incomprensible.
—No. Deja de juzgarle y escucha —dijo él, con una infinita paciencia—. Quiso ser sincero con Lucía. Se citó con ella con la intención de decirle la verdad. Pero ella también llegaba con una sorpresa: estaba embarazada. Y eso lo cambió todo. Ignacio dejó de ver a Andrea y se casó con la mujer que le iba a dar un hijo. Según decía, un hombre no podía hacer otra cosa que cumplir con su obligación.
—Un hombre de verdad no traiciona —aseguró, mirándole a los ojos.
—Te repito que él no la traicionó —musitó Joe, sin apartar los suyos—. Nunca estuvo con Andrea ni con ninguna otra. Vivió y murió solo.
—¡Por favor! —_____ se levantó, más incómoda por aquella mirada intensa que por la increíble información que escuchaba—. ¿Eso es lo que él te contó? La abuela leyó las cartas. Eran cartas apasionadas.
—¿Nunca se preguntó por qué encontró cartas escritas por Ignacio, pero ninguna por Andrea? —dijo Joe, apoyando la espalda en el respaldo de la silla.
—¿Qué tiene que ver eso? —respondió _____, desde el borde de la fregadera.
—Tampoco tú lo has pensado —aseguró, antes de revelar—: Tu abuelo escribió cientos de cartas como aquéllas, pero jamás envió ninguna. Al parecer, en su mente no cabía la posibilidad de una relación con Andrea; ni clandestina ni de ninguna otra naturaleza. Su esposa era Lucía y eso no tenía vuelta atrás.
—¿Y tú le creíste? —dijo con suspicacia—. Tú eres un hombre. ¿De verdad piensas que se puede vivir toda una vida sin una mujer?
—Si él me dijo que así fue como vivió, yo no tenía por qué dudar...
—Pero ahora te estoy hablando a ti —le interrumpió con aspereza—, porque no puedo fiarme de tu incondicional fidelidad a Ignacio. ¿Tú podrías pasar el resto de tu vida sin acostarte con una mujer? —preguntó con más curiosidad de la que quería aparentar.
Joe sacudió la cabeza, sorprendido.
Se mordió la lengua para no decirle que llevaba meses sin estar con ninguna porque sólo quería poseerla a ella. Que antes de su llegada no había carecido de momentos apasionados ni de mujeres dispuestas, pero que a ninguna había deseado con la intensidad y la crudeza con la que la codiciaba a ella.
—Yo no soy Ignacio —dijo, evitando responder sobre la naturaleza de sus apetitos—. Todos los hombres no somos iguales. No tenemos las mismas necesidades.
—Así que tú no podrías pasar sin una mujer —respondió con gesto de triunfo mientras algo demasiado parecido a los celos le pellizcaba en el corazón—. Pues estoy segura que él tampoco lo hizo. —Se sentó de nuevo a la mesa—. Te contó muchas patrañas y tú te las creíste todas. Y lo peor es que con el tiempo no has entendido que te engañó. No puedo comprender tanta ceguera.
Ni una puñalada en el corazón le hubiera dolido tanto. Ella iba directa a su punto sensible, a su debilidad.
—Eres buena. Lo sabes, ¿verdad? —dijo, apretando los dientes para contener la rabia.
—¿En qué? —preguntó extrañada y manteniendo la cabeza erguida mientras volvía a girar la tacita.
—En herir —respondió, levantándose de la silla y cogiendo su parca húmeda. «En despertar demonios dormidos», añadió para sí mismo mientras se giraba en dirección a la salida.
—¿Te vas? —preguntó, confundida al ver que le daba la espalda.
—Esta conversación no tiene ningún sentido —dijo, volviéndose a mirarla.
—¿O sea, que ya hemos terminado con la historia? —le interrogó, con una sonrisa mezcla de cinismo y decepción—. Espero que cumplas y no vuelvas a hablarme de Ignacio —concluyó, sin saber qué otra cosa decir.
—Hay mucho que contar sobre él, pero da igual lo que escuches. Está claro que te has propuesto no cambiar de opinión.
—El daño que él hizo no se puede reparar —musitó con pena mientras se dejaba caer sobre el respaldo—. Yo no puedo olvidar eso.
Joe caminó despacio hacia la salida estrujando con fuerza su parca para no acabar gritándole que era una niña estúpida y malcriada sin ningún derecho a juzgar a Ignacio. Nadie tenía ese derecho. Tampoco él, aunque a veces dejara que la duda le aguijoneara el alma.
Se detuvo bajo el arco, carraspeó, cambiando la parca a la otra mano, y se volvió para mirar a _____ con el mismo aire resentido.
—Si yo amara a una mujer de la forma en la que tu abuelo amaba a Andrea, no querría estar con ninguna otra —dijo, sintiendo que se aplacaba su rabia—. Puede parecerte melodramático, hasta es posible que yo sea un enfermo, pero la tortura de desear a la mujer que amara no querría desfogarla con nadie que no fuera ella, y encontraría más placer en ese fuego insatisfecho que me fuera matando poco a poco, que en el desahogo con alguien por quien no sintiera nada —suspiró con gesto cansado—, porque eso sí acabaría con mi alma de un solo golpe.
No quiso mirarla de nuevo. Se iba más herido de lo que había llegado, más solo, más confundido y con el fantasma de la duda sobre Ignacio clavada de nuevo en su corazón.
_____ se quedó inmóvil hasta que escuchó que se cerraba la puerta de la borda. Apartó la tacita, apoyó los brazos sobre la mesa y se derrumbó sobre ellos.
Su entereza y su rabia habían desaparecido. En su lugar sólo le quedaba la confusión que le habían dejado las últimas palabras de Joe. Había dolor en sus ojos cuando las dijo. Y, aunque suponía que aquello había sido la explicación de que su abuelo bien podía haber vivido sin más mujer que el recuerdo de Andrea, tenía la sensación de que su declaración contenía mucho más. «¿Pero qué más?», se preguntaba mientras se decía que quería para ella una fidelidad como esa que Joe estaba dispuesto a conceder a la mujer de su vida; un amor como ese que juraba que sentiría; un hombre como él, que era capaz de amar y sufrir con la misma conmovedora intensidad.
3/3
Aquí les dejo tres capítulos, como disculpa por desaparecerme tanto tiempo.
La escuela me ha tenido demasiado ocupada, este es mi último año en la preparatoria y por lo mismo los maestros nos presionan más con los trabajos y tareas. No he tenido tiempo ni de agarrar la computadora.
Pero lo bueno es que aquí en México hay puente de aquí hasta el miercoles y podré subir capítulos normalmente (:
De nuevo me disculpo... me sorprendieron todos los comentarios, me encanta que les guste tanto la novela, gracias por todos ellos.
Natuu!! :D
Natuu!
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
NUEVAA Y FIEEL LECTOORAAA :study:
SIGUELA
SIGUELA
SIGUELA
SIGUELA
SIGUELA
SIGUELA
tianijonas
Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]
ame los caps muchas gracias por subirlos
me encanta esta nove igual qe la anterior
siguela pronto
mira qe conisidencia yo tambien soy de México de Chihuahua
esactamente y tu?
me encanta esta nove igual qe la anterior
siguela pronto
mira qe conisidencia yo tambien soy de México de Chihuahua
esactamente y tu?
Nani Jonas
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