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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Miér 18 Abr 2012, 1:46 pm

ay ay ay
quiero que la rayis bese a joe natu :)
que sea ella la que se le tire y le robe un besote ajjaja
sigue
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Miér 18 Abr 2012, 10:12 pm

ese joe es un cuento yo ya lo hubiera ahorcado jejejje
espero con ansias el proximo cap
ya te dije q tambn amo esta nove' :D
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Jue 19 Abr 2012, 12:15 pm

natu queiro que la rayis le robe un besote jajaj
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Jue 19 Abr 2012, 1:33 pm

CAPÍTULO 11



A pesar de que Joe subía cada día a la finca y se ocupaba de llevar la leche a la borda, no siempre conseguía ver a _____. Los encuentros había que forzarlos, pero no era tarea fácil cuando se pretendía que parecieran casuales.
Lo mismo le ocurría a ella. Pasaba las mañanas cocinando y oteando por la ventana de la cocina, buscando el modo de encontrarse con Joe. Las tardes las ocupaba en la lectura de algunas novelas que había comprado en un viaje relámpago a Pamplona, cuando fue buscando una librería con servicio de imprenta. Leía sentada junto a la ventana para mirar a través de la cortina cada vez que pasaba una página.
Le relajaba el aroma a flores que reinaba desde que, unos días atrás, había cortado unas pequeñas campanillas azules en la zona en la que tendía la colada. A falta de un recipiente más apropiado, las había colocado en un vaso de cristal con agua, en el centro de la mesa.
A ratos lo miraba y recordaba los espléndidos ramos de rosas rojas que acostumbraba enviarle Diego y que ella ponía en su jarrón Elfos, de cristal francés de Lalique. Era como comparar la luz de una luciérnaga con la de una estrella, pero aun así le emocionaba contemplar las delicadas florecillas y aspirar su aroma.
Había comenzado a madrugar a pesar de que le sobraban horas en el día, y mientras comenzaba a reunir sobre la encimera los ingredientes para su receta, veía dirigirse hacia la sierra a Joe, con el Land Rover, o a Traian y Marcel, con sus ruidosas motos. A menudo se preguntaba cómo sería aquella cima, cómo estaría allí el ganado, cuál era el trabajo que les obligaba a subir cada amanecer y a última hora de las tardes.
Aquella mañana, el delicioso olor del risotto de hongos la dejó satisfecha. Por primera vez el resultado de esa receta tenía un aspecto comestible. Añadió el último trozo de mantequilla y el queso que había rallado la noche anterior, y lo revolvió todo con una cuchara de madera. Al comprobar que el arroz tenía un aspecto cremoso, tal y como indicaba el libro, sintió deseos de gritar y aplaudirse. Pero, en lugar de eso, apagó el fogón y se dirigió, canturreando, hacia su habitación.
Cambió su falda por los vaqueros, que no olían a cocina, se puso una camiseta rosa de finos tirantes, y se arregló con los dedos los bucles, dejándolos sueltos sobre los hombros.
Salió a recorrer los establos, dispuesta a hacerse la encontradiza, pero no halló ni rastro de Joe.
Caminó, decepcionada pero sin prisa, hasta el lugar más tranquilo de la finca; los últimos pastos. Allí había pasado muchos ratos agradables, a veces sola, contemplando al ganado, admirando la silueta de las cumbres sobre el cielo y aprendiendo a disfrutar del silencio. Otros, los más gratos, había compartido el tiempo y la conversación con Joe. El, que aseguró con ironía que no sería su profesor de manualidades, le había explicado muchas cosas, ayudándole a entender un mundo que desconocía.
Ahora, con los pies en el primer travesaño de la cerca, apoyaba los brazos en el tronco superior y oteaba el pastizal. Le sorprendió encontrarse al grupo de carneros, con sus imponentes cuernos retorcidos en espiral hacia delante y hacia el exterior. Le parecían animales hermosos, pero los temía. En varias ocasiones los había visto enfrentarse entre ellos; medir su fuerza, frente con frente; golpearse las cornamentas con golpes secos... Esos animales le habían proporcionado los únicos ratos tensos durante los agradables días de la esquila. Ver a Joe sujetando esos enormes y peligrosos cuernos le mantuvo el corazón en vilo durante el rato que tardó en raparlos.
Descansó la barbilla sobre sus brazos y suspiró. Hacía tiempo que pensar en Joe le oprimía el pecho y le obligaba a tomar aire. Y ese sentimiento extraño comenzaba a preocuparle.
—¿Aburrida?
La inconfundible voz de Joe, a su espalda, terminó con sus pensamientos y la obligó a inspirar de nuevo. Bajó los pies del travesaño, despacio, preparándose para enfrentarse a aquellos ojos castaños.
Y se encontró con un hombre de sonrisa deslumbrante. Estaba de pie ante ella, con las manos en los bolsillos y una camisa blanca, desabotonada hasta el inicio del abdomen.
Tenerlo tan cerca le reavivó las sensaciones que la habían paralizado el día anterior, durante el paseo a caballo. Y es que nunca, un hombre, le había dicho algo parecido, ni la había mirado de aquella forma, ni la había sujetado con aquella amenazadora sensualidad.
—No tengo tiempo para aburrirme —respondió mientras sus ojos iban y regresaban hacia el torso que contemplaban por primera vez—. He venido a que me dé un poco el sol —aclaró, empeñada en fingir que no había reparado en la camisa desabrochada.
Joe se extrañó de aquel movimiento frenético de sus pupilas, pero no le dio demasiada importancia, pues él andaba ocupado con otros pensamientos. Recordaba el momento de intimidad en el bosque, el roce de su piel, el calor de su aliento. Llevaba tres días y tres noches reviviendo la sensación que le invadió al despertar y encontrarla inclinada sobre él.
_____ miró a su alrededor, intentando olvidarse de la maldita camisa y del bien torneado pecho.
—Creí que estaban en la sierra —dijo, señalando a los carneros con un gesto de cabeza.
—No podemos subirlos mientras exista el riesgo de que preñen a cualquier oveja —dijo Joe, apoyando los brazos en el madero y mirando hacia los animales.
—De eso se trata, ¿no? —exclamó _____, deseando que se diera cuenta de que no podía andar medio desnudo ante una mujer. También ella tenía su corazoncito, aunque no se pusiera de cero a cien en siete segundos.
—Pero no las puede preñar cualquiera que pase por allí —dijo él, riendo—. Estamos mejorándolas genéticamente. Escogemos quién tiene que ser el padre. En la sierra están libres, a veces se mezclan los ganados de diferentes cabañas. No hay garantías, y por eso no está permitido subir a los machos hasta mediados de agosto.
«Los machos.» ¿No podía haber elegido otra palabra para decir lo mismo?, pensó _____ mientras volvía a apoyar los brazos en la valla. Se disponía a echar otra mirada cuando Joe reparó en la abertura. Cerró los botones con tranquilidad, y _____ suspiró, en el fondo decepcionada.
—Todo esto es mucho más complejo de lo que imaginaba antes de venir aquí —dijo, sonriendo a pesar de la desilusión.
Había llegado con intención de pasar allí tres días y ya habían transcurrido cuatro meses, pensó Joe. Cuatro meses, y nada de su actitud indicaba que estuviera pensando en irse.
En ocasiones deseaba preguntarle cuánto tiempo pensaba quedarse, qué futuro había dispuesto para las tierras y el ganado. Pero se negaba a hablar con ella de la herencia. Se decía que si no lo había hecho al principio, cuando odiaba tenerla cerca y sólo deseaba que se fuera, no lo haría ahora que disfrutaba de su compañía, ahora que comenzaba a no saber lo que quería.
Que ella se quedara allí para siempre, controlando lo que le pertenecía, ya no le parecía algo tan malo. Pero no podía creer que lo hiciera. Sabía que en algún momento se cansaría de todo aquello, regresaría a Madrid y dejaría que alguien llevara la explotación por ella. Sólo esperaba que, si se iba, el aburrimiento fuera total y que pusiera en venta todas las propiedades, para que no hubiera nada que los uniera y no siguiera llenándole de confusión. Si eso pasara, él tendría que conseguir un dinero que no tenía, pero estaba dispuesto a partirse el alma para lograr que nada que hubiera sido de Ignacio acabara en poder de algún extraño.
—Te has quedado muy callado —dijo _____, introduciendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros y encogiéndose de hombros.
—Disculpa —pidió Joe, con la vista al frente—. Se me fue la cabeza hacia algo... algo importante que desconozco cómo terminará.
A partir de aquel momento, o más bien de aquellos pensamientos, las respuestas de Joe se hicieron más espaciadas, más frías.
_____ se preguntaba qué había ocurrido. Él había pasado de mantener una conversación relajada, a quedarse serio y con la mirada perdida. Aquellos cambios de humor la desconcertaban.
Observó los dedos con los que rozaba con insistencia sobre la madera, sus largos y bellos dedos que estaban tan ausentes como él mismo.
Volvió a poner los pies en el primer travesaño, se apoyó en el que él acariciaba y suspiró, antes de decir:
—Me gustaría ir a la sierra. ¿Te importaría llevarme la próxima vez que subas? —solicitó con voz amable.
La pregunta le cogió por sorpresa.
—¿Qué crees que hay allí? —interrogó, mirándola a los ojos.
—Lo ignoro. Por eso quiero subir —dijo ella, descansando la barbilla en la madera—. Te prometo que no molestaré.
—No pensaba que lo harías —respondió él, con sinceridad.
—Entonces, ¿me llevarás? —insistió, mirándole y alzando las cejas.
Joe no encontró disculpa alguna con la que negarse. Al menos ninguna que pudiera nombrar. Apartó la vista, volviéndola hacia los carneros, tomó una gran bocanada de aire y dijo que la llevaría a la mañana siguiente.


Tras recorrer un pequeño tramo en dirección a Urzainqui, el Land Rover abandonó la carretera. Se internó por una pista forestal, en medio del bosque, que ascendía hasta la sierra y los pastos.
El camino, socavado en las laderas del monte, era amplio y cómodo de transitar, pero no para _____. El vacío se abría bajo su ventanilla y el traqueteo del todoterreno le hacía pensar que acabarían perdiendo el firme del suelo y precipitándose barranco abajo.
—Mira a tu derecha —dijo Joe, cambiando de marcha ante una pendiente más pronunciada—. En cuanto se abra el espacio entre los árboles verás el pueblo de Roncal.
«Estás loco si crees que voy a mirar hacia ahí abajo», pensó _____, guardando silencio e inspirando para tranquilizarse.
Cuando alcanzaron el claro entre el ramaje, Joe extendió el brazo derecho para señalarle la dirección en la que debía mirar. Al fondo, de entre un fantástico océano verde, emergía Roncal, con sus tejados rojos y la majestuosa iglesia de San Esteban velando por la villa desde lo alto.
—¡No sueltes el volante! —gritó _____, crispando los dedos sobre el reposabrazos de la puerta.
Joe la miró sorprendido, y descubrió que estaba tan pálida y rígida como una hoja encerrada en escarcha. Casi sin atreverse a respirar, intentaba ignorar su lado derecho, que a medida que ascendían se iba abriendo hacia el cielo y las montañas.
Sujetó el volante con las dos manos, riendo. Pensó que aquella remilgada asustadiza era en realidad _____. Daba igual cuánto se esforzara en adaptarse; era una esnob y nadie podría cambiarlo.
Ella apretó los dientes al escuchar su risa. No quería gritar. Estaba ocupada mirando al frente y controlando el miedo que amenazaba con convertírsele en angustia.
Joe, que había hecho aquel trayecto tantas veces que podía recorrerlo con los ojos cerrados, no pudo resistirse. Cambió de marcha y aceleró. Casi sintió lástima cuando percibió que _____ contenía la respiración. Pero se disculpó a sí mismo diciéndose que le estaba ofreciendo una visión diferente del mundo rural que comenzaba a conocer.
Terminó reconociendo el valor que demostraba guardando un sufrido silencio. Tenía miedo, pero lo dominaba. Y él, que sabía que no corrían ningún peligro, fue un poco más retorcido; ascendió bien pegado al borde del barranco, disfrutando con los respingos y cambios de color de la asustada _____.
Cuando le señaló, a lo lejos, las pequeñas manchas blancas que se movían entre los árboles, ella no quiso mirar. Ni siquiera lo hizo cuando él aclaró que eran sus vacas que buscaban las zonas más frescas y con mejores pastos. A ella le daba igual si aquellos animales le pertenecían o no. Prefería mantener su vista en el camino, la zona más segura de todas cuantas la rodeaban.
Ya en la cima, se desviaron hacia la izquierda, abandonando la pista forestal que continúa hacia Izagra y Kakueta.
Cuando vio que el Land Rover rodaba sobre verdes pastos, _____ soltó todo el aire que había estado conteniendo durante media hora. Pero no aflojó la fuerza con la que se sujetaba al reposabrazos hasta que el vehículo se hubo detenido junto al rebaño y una pequeña choza.
Descendió con piernas temblorosas. No podía creer que hubieran circulado de aquel modo irresponsable, jugándose la vida. Cogió aire hasta llenar sus pulmones y se giró para decirle cuatro cosas al majadero de Joe.
Pero, ante el grandioso espectáculo de las cumbres de los Pirineos emergiendo de entre la niebla matinal, se le desvaneció el deseo de discutir. Abrió la boca, sorprendida, mientras caminaba hacia donde la superficie verde comenzaba a redondearse. Giró sobre sí misma, contemplando las montañas, unas coronadas por suaves pastos, otras cubiertas por hermosos bosques y las que culminaban en altos y escarpados riscos.
Joe, mientras acariciaba a los mastines que se habían acercado a darle la bienvenida, esperó a que le alcanzara la explosión de furia de _____ que él se había ganado a pulso. Incluso estaba listo para disculparse... a su manera, pero nada de eso ocurrió. La miró extrañado, y no la vio comprimir los labios ni aletear los orificios de su nariz. La encontró fascinada, disfrutando de la experiencia de verse rodeada por un horizonte de montañas de majestuosa silueta.
—Impresionante, ¿no crees? —comentó, acercándose a ella con cautela por si su enfado estallaba con efecto retardado.
—No tengo palabras —aseguró _____, que ya no recordaba la angustia del camino hasta la cima—. No imaginaba que estaba en medio de tanta... —alzó las manos, riendo—. No encuentro la palabra que le haga justicia.
—Esto es lo que tú llamaste, el otro día, «el infierno verde» —dijo, con una sonrisa tan deslumbrante como el paisaje que les rodeaba.
—Cuesta acostumbrarse —comentó _____, atreviéndose a pasar las yemas de los dedos sobre el lomo de Thor, que se acercó a olisquearle las zapatillas—. Soy una mujer de asfalto. Si hubiera llegado con la intención de conocer esto durante unos días, te aseguro que me habría fascinado desde el primer momento.
—Y entonces, ¿con qué objetivo viniste? —preguntó Joe, esperando que le contara, por fin, sus propósitos.
—Es una historia muy larga —dijo ella, recordando lo triste y hundida que se sentía al llegar.
—No tenemos prisa —respondió Joe, invitándola con la mirada a que continuara.
Ella negó con la cabeza. No quería contar detalles sobre su vida. Y no era posible describir la desesperación con la que había llegado a Roncal, sin hablarle de la humillación que la había sacado de Madrid.
Contempló el serpenteante hilito blanco en el que se veía convertida la carretera junto al río Esca, y el estrecho y abrupto desfiladero, ahora invisible, desde el que emergían grandes montañas cubiertas de una apacible espesura verde.
Se sintió pequeña, con unos problemas pequeños. Suspiró, recordando a Diego, al que cada vez tenía menos presente.
—Digamos que no vine aquí en el mejor momento de mi vida —dijo, girándose una vez más sobre sí misma y deteniéndose ante la pequeña edificación de piedra y tejado rojo—. ¿Qué es eso?
—Una borda —respondió Joe, resignado a no escuchar la explicación que estaba necesitando como el respirar—. Así son en origen, sin obras de ampliación como la que Ignacio hizo en la que estás viviendo. Por estos montes hay muchas como ésta.
—¿Es nuestra, podemos verla? —preguntó, ilusionada como una niña.
—Sí; es tuya y podemos entrar, si quieres —respondió él, caminando hacia la cabaña, seguido por los perros—. Me he visto obligado a dormir aquí alguna vez. También los chicos de Doina.
Ya en la puerta, alzó el brazo y, de una grieta entre dos piedras, sacó una llave. Mientras él abría, _____ se entretuvo observando la flor seca, en forma de sol, clavada sobre el dintel.
—¿No hay luz? —preguntó al ver el interior en total oscuridad.
—Utilizamos lámparas de aceite —respondió Joe, y se adelantó para abrir la ventana y permitir que entrara la claridad del día.
_____ lo observó todo desde la puerta abierta. Era un espacio pequeño, con una cama estrecha y un burdo fuego bajo una de las esquinas.
Pasó al interior. Joe la miró en silencio. Era la primera mujer que entraba en aquel lugar. La primera mujer y tenía que ser ella, pensó cuando la vio acercarse a la cama y rozar con los dedos el jergón sobre el que él había pasado más de una noche.
Contemplar aquella caricia le contrajo el estómago.
—¿Es cómodo? —consultó _____, golpeando con las palmas abiertas para comprobar si estaba mullido.
—No mucho —respondió Joe, con voz grave.
Compartir con ella ese pequeño espacio le espesaba el aire hasta hacerle difícil respirar. Su imaginación osaba besarla, acariciarla... Turbado, aproximó el rostro a la ventana para que el aire fresco de la mañana le enfriara los pensamientos. Su intención de alejarse de ella no le servía de nada. El mismo cedía al deseo de aproximarse con la misma inconsciencia con la que se dirige una polilla hacia la atractiva y mortal llama de una vela.
—¿No te da miedo dormir aquí, solo? —preguntó _____, sentándose sobre la cama y haciendo que el calor recorriera la sangre de Joe.
—No es algo que haga a menudo, pero cuando paso aquí la noche te aseguro que no tengo ningún miedo —respondió, sabiendo que cuando volviera a meterse en esa cama le iba a matar el deseo.
Contuvo la respiración al verla levantarse y acercarse a él. Expulsó el aire una vez que ella hubo pasado, rozándole el brazo con el suyo y cercándole con su ligero olor a moras.
Joe la siguió con la mirada. Mientras ella descubría los viejos utensilios que había junto a la chimenea, él le acarició la espalda con los ojos, perdiendo el último y escaso rastro de calma.
La intimidad le estaba asfixiando.
Dejó que curioseara sola. Salió buscando aire para entibiar los pulmones, que le ardían. Con las manos sobre las caderas, inspirando de aquella fresca y radiante mañana, se preguntó qué tenía esa mujer, que comenzaba a volverle loco.


Unos minutos después, _____ salía y él cerraba la puerta.
—¿Para qué subes aquí cada mañana? —preguntó ella, observando cómo los dedos de Joe ocultaban la llave.
—Para comprobar que todo está bien. —Inspiró antes de volverse a mirarla—. Para asegurarme que no hay ningún animal enfermo, y para encauzarlas hacia el lugar por el que quiero que pasten cada día.
Juntó los labios para lanzar un potente silbido. Los mastines le miraron al instante, preparados para seguir sus órdenes. Joe gritó: «tráelas».
—¿Tráelas? —exclamó _____, sorprendida—. ¿Así, sin más?
—Por supuesto —respondió, riendo—. Ellos saben lo que tienen que hacer. Las agrupan y las empujan hacia aquí.
_____ observó, fascinada, la precisión con la que los perros hacían su trabajo, circulando alrededor del ganado para que ninguna oveja escapara a su control.
Después, ella y Joe caminaron tras el rebaño. De vez en cuando él daba alguna orden a los mastines para que corrigieran la dirección. El resto del tiempo le fue hablando del modo en el que recogían el agua para llenar los abrevaderos en verano, los nombres y curiosidades de algunas montañas. Le explicó que aquellas misteriosas y serpenteantes líneas de tierra que se dibujaban en el verde de las laderas, eran los senderos que abrían a su paso las ovejas.
También le habló de la trashumancia. Le contó que cada año, desde la Edad Media, al llegar septiembre los pastores conducían sus rebaños por la Cañada Real hasta las Bardenas Reales, al sur de Navarra. Aquellas llanuras, siempre cubiertas de verde y con agua abundante, eran, y aún son para muchos pastores que siguen cumpliendo con la tradición, el mejor lugar para pasar el invierno cuando no se dispone de un lugar donde almacenar forraje para alimentarlas en los establos. Ella no hizo comentarios cuando le oyó decir que también Ignacio, en su juventud, dividió su vida y su hogar entre la montaña y la sierra; entre el verano y el invierno.
Escuchándole hablar, hubo momentos en los que _____ lamentó que su abuela no le hubiera contado nada sobre sus orígenes. Entendía los motivos que había tenido para hacerlo, pero, a medida que Joe le descubría detalles asombrosos, le iba quedando la sensación de que le había privado de cosas importantes.
Durante el paseo, las zapatillas de _____ se humedecieron con el rocío que perlaba los pastos. A pesar de eso, disfrutó andando por entre espesos macizos de campanillas amarillas y azules, delicados y erguidos ranúnculos y unas pequeñas matas de minúsculas inflorescencias redondeadas, blancas y púrpuras, que al ser pisadas despedían un sorprendente y suave olor a menta.
—Aquí no existen las crisis de ansiedad —pensó _____ en voz alta—. La naturaleza respira por ti.
—Aquí, el hombre y la naturaleza somos uno —respondió Joe. Y la imaginó ahogada en el tráfico de Madrid para llegar, sofocada, a ocupar su mesa de secretaria entre cuatro paredes, y abriendo una ventana por la que sólo podía respirar contaminación.
—Esto es muy hermoso —reconoció, mirando hacia la pequeña mata y rozándola con los pies—. No imaginaba que aquí hubiera este suave olor a flores y a menta. Te agradezco que me hayas traído.
—No tienes nada que agradecerme —indicó, buscando los ojos verdes que no se cruzaron con los suyos.


Caminaron despacio. _____ miraba alrededor intentando retener tanta belleza y preguntando todo cuanto se le ocurría. Joe disfrutaba hablando de lo que tanto amaba y tan bien conocía.
Llegando a una pequeña llanura tras la que continuaba una suave y herbácea loma, él silbó para que los perros y el rebaño se detuvieran. Se acercó a una de las muchas plantas de Carlina, en la que destacaba una única flor, grande y amarilla.
—¿Reconoces esa flor en forma de sol? —preguntó, sentándose en un viejo tronco al que la luz, el agua y el tiempo habían envejecido y blanqueado.
_____ se agachó para acariciar con los dedos el centro aterciopelado, con cuidado de no rozar las afiladas agujas de sus hojas de cardo.
—Se parece a las que están colgadas en el dintel de la cabaña, de la casa de Doina y también de la mía.
—Es la misma, pero aquí aún está fresca. Se considera mágica —dijo Joe, apoyando los codos sobre sus rodillas—. Aseguran que la eguzkilore, que así se llama, fue un regalo de la madre tierra para los habitantes de estos valles, que le pidieron que creara algo que alejara de sus hogares a los espíritus malignos de la noche.
—¡Vaya! —exclamó _____, poniéndose en pie—. Llevo meses esperando que alguien me diga qué sentido tiene.
—No me lo preguntaste —respondió sonriendo—. Si lo hubieras hecho te habría contado que se corta en otoño y se cuelga en los dinteles de las puertas de las casas, las bordas y los establos. Existe una leyenda que dice que las brujas no atravesaban la puerta porque se entretenían contando los dorados pelillos del cardo hasta que les sorprendía el alba y tenían que regresar a su guarida.
—¿Brujas? ¿De verdad creían en brujas, o eran cuentos para niños? —preguntó, feliz de que él contara algo tan antiguo y tan desconocido para ella.
—Hablas en pasado, como si ya nadie creyera en brujas —dijo Joe, misterioso—. En el pueblo de Vidángoz llevan más de doscientos años celebrando la bajada de la bruja Maruxa. —_____ se sentó a su lado, para escucharle, y Joe continuó—: Los jóvenes de la localidad, con vestimentas negras a la usanza de los antiguos brujos que, según cuenta la tradición, habitaban estos parajes, encienden una hoguera en lo alto de la peña. Allí van prendiendo sus antorchas con las que iluminan el camino hasta llegar al pueblo donde todos les esperan ansiosos. La nocturnidad, el fuego, las ganas de diversión... —la miró, sonriendo—. Te aseguro que todo da a la fiesta un aire de puro akelarre.
—Espero que no estés tratando de hacerme creer que las brujas existen —advirtió en tono jocoso.
Joe soltó una carcajada. A punto estuvo de decirle que ella tenía mucho de bruja; bruja de hechizos y encantamientos. Sólo así podía explicarse que él la encontrara tan atractiva y deseable a pesar de que, a veces, seguía sin aceptar la mujer que ella llevaba dentro.
—¿Te has fijado en las chimeneas de las casas y de las bordas? —preguntó, irguiéndose y frotando las palmas de las manos sobre las perneras del pantalón.
—Sí —respondió ella, sin entender por qué las nombraba—. Son preciosas. Redondeadas, con esos pequeños tejados. Parecen casitas con ventanas sin cristales.
—Cuentan que son cerradas para que las brujas no puedan colarse por ellas —dijo, y aguardó a ver su reacción.
_____ entrecerró los ojos, tratando de adivinar si él hablaba en serio. Joe volvió a reír y continuó:
—Los documentos están ahí, son reales —argumentó, mirándola a los ojos con un dejo de diversión—. Y demuestran que la Inquisición trabajó aquí a destajo para acabar con los supuestos akelarres que se celebraban en los claros de los bosques. Hay quien dice que en los municipios de este valle todavía viven mujeres mayores que son brujas.
—Soy adulta —exclamó, riendo—. Entiendo que en los tiempos de la inquisición creyeran en brujas y quemaran a muchos inocentes. Pero por más que lo intentes, seguiré pensando que nunca existieron.
Joe se deslizó del tronco para sentarse en el suelo y apoyar la espalda en la madera. A pocos metros la ladera herbácea se redondeaba y se abría el vacío, con los valles al fondo y la cadena interminable de montañas al frente.
—Lo lógico es pensar que todos aquellos personajes fueron curanderos que aprovechaban las propiedades medicinales de las hierbas para sanar enfermedades o mitigar sus efectos.
—En eso estamos de acuerdo —dijo _____, dejándose caer para sentarse junto a él—. Y esas brujas que cuentan que siguen existiendo, también serán curanderas.
—Pero lo cierto es que hay un dicho vasco que apunta: «lo que tiene nombre existe» —respondió Joe, y la miró a los ojos para musitar, bajito—: A ellas las llamamos brujas y además tienen nombres propios.
—Y, ante esa duda, en las puertas de las casas siguen colgando la... ¿cómo has dicho que se llama?
—Eguzkilore —aclaró Joe, volviendo a reír—. Si quieres, hoy mismo quito la que tienes en la borda.
—¡No, por Dios! —exclamó, fingiendo horror—. No quiero correr riesgos. Deja que algo tan hermoso me proteja de los malos espíritus, de las brujas y de todo lo demás.
—¿Hay muchas cosas de las que necesitas protegerte? —interrogó, en el mismo tono de broma.
_____ rozó con la palma de la mano una mata de inflorescencias blancas y purpúreas para provocar su agradable olor a menta.
—Como todo el mundo —inspiró, apoyando la cabeza sobre el tronco—. Y, aunque aún no sé si creer en estas leyendas y esta magia, reconozco que tranquiliza pensar que puede haber algo que nos aleja de las desgracias. —Removió de nuevo la planta para respirar de su aroma con los ojos cerrados—. Aquí hay muchas cosas sorprendentes para mí.
Joe giró la cabeza para mirarla.
Ella, con los párpados ocultando sus preciosos iris verdes, disfrutando del sol y la paz de la mañana, no tenía nada que le recordara a la altiva y sofisticada mujer que llegó para complicarle la existencia. Tal vez por eso —se decía mientras la observaba— él olvidaba con facilidad el lado de _____ que odiaba, hasta el punto que, a veces, era como si no existiera.
La atracción que sentía por ella, palpitaba ese día entre brumas matinales, pastos y cimas montañosas. Y Joe comenzó a preocuparse por ese deseo latente, esa necesidad, cada vez más constante, que tenía de verla.


A la mañana siguiente, _____ se levantó temprano. Desayunó de la leche que encontró en el cubo, junto al fregadero, sin sospechar que, desde hacía días, eran manos de hombre las que se la llevaban. Se vistió con sus vaqueros y una camiseta blanca, de tirantes, sobre la que se puso otra, morada y de manga larga. Y, en lugar de dedicarse a practicar con alguna nueva receta, caminó despacio hasta la segunda nave, junto a la que siempre se dejaba el Land Rover, y aguardó.
Sentada sobre un fardo de heno, con la espalda apoyada en la pared blanca del establo, cerró los ojos y prestó atención. Se dejó envolver por el alegre despertar de los pájaros, el silbido del viento entre los árboles y el arrullo de las aguas del Esca. Poco a poco fue contagiándose de la calma. Y, cuando llegó Joe, en busca del todoterreno, ella estaba más relajada que tras una de sus largas y carísimas clases de yoga.
Joe era un hombre silencioso. No era fácil oírle llegar. Se detuvo ante ella y pudo observarla unos minutos.
Con los pies sobre el fardo, apoyaba los codos en las rodillas y mordisqueaba tallos de heno. Se preguntó si ella sabría que era hermosa. Si sería consciente de que aquellos simples gestos contenían más sensualidad que la más abierta de las provocaciones.
Sonrió al descubrir que calzaba las viejas botas de Doina. Ésas eran las cosas que le desconcertaban. La glamurosa Barbie que cuidaba cada detalle de su atuendo, pedía prestadas unas botas usadas, arrastraba lana durante la esquila, secaba el sudor de la espalda de Marcel, se emocionaba pisando pastos y admirando montañas.
_____ suspiró. Joe temió que abriera sus grandes ojos verdes y le sorprendiera mirando, y decidió hacerse notar.
—No me lo digas —exclamó, riendo—: Ayer tomaste demasiado sol y hoy te apetecía el aire fresco de la mañana.
_____ abrió los ojos al escuchar su voz, y le miró, relajada.
—No imaginaba que esta paz pudiera ser tan contagiosa —dijo, dichosa de verlo—. En Madrid, conseguir un aceptable grado de relajación me cuesta una hora con mi profesor de yoga.
—¿Yoga? —repitió Joe, con curiosidad—. ¿«Aceptable» grado de relajación?
—Hace unos años necesité que alguien me enseñara a dominar mis emociones —confesó, arrancando del fardo nuevas briznas de heno—. Y, gracias a Dios, descubrí las maravillosas clases de yoga y relajación.
Joe recordó el modo lento en el que ella inspiraba y exhalaba cuando la poseía la furia.
—¿Qué ocurría con tus emociones? —preguntó, extrañado—. ¿Por qué necesitabas ayuda?
_____ apoyó la cabeza contra la pared blanca y cerró los ojos. Le habían asegurado que el tiempo aliviaba las heridas. Pero, a ella, los recuerdos le seguían causando el mismo dolor.
—Yo tenía diez años cuando perdí por primera vez el control de mi cuerpo —dijo a media voz—. Era un domingo por la noche. Mi abuela y yo esperábamos la llegada de mis padres. Cumplían once años de casados y quisieron celebrarlo con un fin de semana a solas, en la ciudad de Toledo.
Levantó los párpados, despacio, como si se le hubieran vuelto pesados. Alzó los ojos al cielo y Joe pudo ver en ellos un dolor silencioso y profundo.
—Tardaban en llegar. La abuela estaba en el salón, entretenida con las noticias, y yo en mi habitación, preparando los libros para ir a clase al día siguiente. La escuché gritar. Corrí, asustada, y vi nuestro coche en la televisión. Había desaparecido toda la parte delantera... —inspiró hondo—, pero supe que era nuestro coche.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Joe, sentándose a su lado, sin poder apartar los ojos de aquella mirada llena de sombras.
—Alguien que circulaba en dirección contraria acabó con la vida de mis padres. Los periodistas siempre llegan antes que nadie. Ese fue el modo brutal en el que la abuela y yo nos enteramos de que los dos habían muerto.
—Lo siento —susurró Joe, deseando tomarle la mano y consolarla—. Sabía que los habías perdido, pero desconocía que fueras una niña cuando ocurrió, ni que hubiera sido en un accidente. Debió de ser terrible.
—Nunca imaginé que se pudiera sentir un dolor tan grande. —Calló un instante mientras convertía en pedacitos las hebras de heno—. Me quedé paralizada. Respiraba con fuerza, cogía todo el aire que podía, pero no me alcanzaba los pulmones. Me asfixiaba. Después me dijeron que había sufrido un ataque de ansiedad. —Suspiró y le miró, tratando de sonreír—. A partir de entonces, las situaciones estresantes desembocaban en nuevas crisis.
En un instante, Joe recordó todas las veces que la había desafiado y le había llenado el cuerpo de angustia. Le avergonzó recordar todo cuanto había disfrutado ante los esfuerzos que ella hizo para controlarse. Mirándola, maldijo en silencio lo estúpido que llegaba a ser algunas veces.
—¿Las sufres cuando te angustias por algo? —preguntó en voz baja.
—Sí. Y lo único que me funciona es la relajación. —Sacudió las manos para deshacerse de los restos de heno—. Respiro despacio hasta que recupero el control.
—¿Te ha ocurrido alguna vez desde que estás aquí? —insistió Joe, sintiéndose culpable.
—Ninguna —explicó mientras recordaba algunos amagos que había conseguido dominar—. Hace años que lo controlo. —La preocupación en los ojos de Joe la hizo sonreír—. No me gustaría que me tuvieras lástima. Eso forma parte de mi pasado. Soy una mujer muy fuerte.
—No tengo ninguna duda de eso —dijo, apoyando la espalda en la pared—. Algo como lo que te ocurrió te hunde o te fortalece.
—El mérito fue de mi abuela —afirmó con orgullo—. Ella era una superviviente y supo cuidar de mí.
—Así que te has criado con Lucía —apuntó, comprendiendo que ella la había aleccionado en la animosidad hacia su abuelo desde niña.
—Ella, sin ayuda de nadie, sacó adelante a mi padre. Después, el destino quiso que tuviera que hacer algo similar conmigo. La quise como a una madre. Y por eso me duele todo lo que sufrió.
—Ya sé que lo hemos intentado y no salió bien, pero creo que deberíamos hablar de lo que ocurrió con tus abuelos —opinó Joe, a quien las cosas que sabía sobre el viejo comenzaban a pesarle.
—No —respondió _____—. No te ofendas, pero me basta con todo lo que me contó la abuela. No quiero conocer más.
«El orgullo de los Ochoa de Olza», pensó Joe. Lo conocía bien. Sabía lo destructivo que podía llegar a ser. Al final iba a resultar que ella era una digna nieta de su abuelo. Se preguntó si también tenía el mismo corazón, grande y tierno. No pudo responderse; ya no era capaz de juzgarla con la convicción y la dureza de otras veces.
—¿Te gustaría acompañarme a la sierra? —preguntó, mirando las viejas botas de Doina.
_____ sabía que no era necesario que respondiera. Su calzado lo había hecho por ella. No se lo habría puesto si no fuera porque albergaba la esperanza de volver a subir a ese lugar, con él.
Aunque había algo que la inquietaba.
Joe percibió en sus ojos un atisbo de intranquilidad; un inicio de angustia. Y esa indecisa mirada verde se le clavó en el corazón.
—Subiré despacio —le dijo en voz baja—. Te lo prometo.
_____ asintió con una sonrisa relajada, se levantó del fardo y caminó hacia el Land Rover. Cuando alcanzó la portezuela, escuchó a su espalda un largo y profundo suspiro.






















Natuu! :D
Natuu!
Natuu!


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Nani Jonas Jue 19 Abr 2012, 3:35 pm

pobre rayis lo qe le paso a sus papas
y joe tan tierno se preocupa por ella
siguela pronto plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Jue 19 Abr 2012, 10:23 pm

una crisis de angustia e slo peor!!!..pobresita
pero algun dia ellos tendran qhablar de lo qhizo el abuelo..por q si no nosotras nunca nos vamso a enterar jajajja
sigue!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Vie 20 Abr 2012, 9:15 pm

caaaaaaaaaaaappppppppppppppp
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Sáb 21 Abr 2012, 8:53 am

andreita escribió:natu queiro que la rayis le robe un besote jajaj

natu no sere feliz hasta ese beso ajja
andreita
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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Invitado Sáb 21 Abr 2012, 9:42 am

Nueva lectora! <3 Tienes que seguirla! Esta suPer la nove!!
No puedo esperar a que se den el priemer beso correspondido!
Esta novela me pone asdfghjkl :3
Dale! Dale! Siguela! :D
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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Sáb 21 Abr 2012, 5:38 pm

CAPÍTULO 12



Cuando Joe se percató de que _____ estaba levantada, ya era demasiado tarde.
Había entrado con el mismo sigilo de cada mañana. Le había sorprendido un agradable olor a comida, pero había dado por hecho que era algo que _____ había cocinado la noche anterior. Fue al acercarse al fregadero para dejar el cubo de leche, cuando reparó en su error.
Sobre el fogón, una cazuela humeante se le había revelado como la responsable de aquel prometedor aroma.
Ahora, un libro abierto sobre la encimera llamaba su atención. La fotografía que ocupaba toda la página izquierda era tentadora: Unas verduras formando una media luna sobre un plato blanco y, en el centro, una jugosa carne regada con una salsa ocre y unas finas láminas de trufa.
«Redondo de ternera navarra braseado con trufa», se leía en la página de la derecha, encabezando los ingredientes y la elaboración del plato. Junto al recetario, una botella de coñac y otra de vino blanco terminaron de avivarle la curiosidad.
¿Cómo podía resistirse a echar un vistazo al interior de aquella cazuela? Sólo una mirada, corta y rápida, pensó, y se iría antes de escuchar los pasos de _____.
Acercándose al guiso, inhaló ese olor delicioso y observó la carne que se cocía acompañada de algunas verduras. Y el vistazo no fue ni tan corto ni tan rápido como había previsto.
Seducido por aquel aroma, buscó sobre la encimera algo con lo que comprobar si el sabor era tan bueno como aparentaba. Halló una cuchara de madera, la introdujo hasta mojarla en el interior de la cazuela y se la llevó a la boca. El placer le emborrachó los sentidos y no le dejó escuchar el sonido de las pisadas de _____.
Ella, bajo el arco de entrada, observó su espalda, inclinada sobre su experimento de esa mañana. Se preguntó qué hacía él allí, descubriendo el secreto que aún debía permanecer guardado. No quería que supiera que estaba aprendiendo a cocinar. Pretendía que reconociera que era una estupenda cocinera, y para eso aún faltaba un tiempo y algunos ensayos.
Inspiró para coger aire. Pero el hormigueo que le provocaba verlo en su cocina y olisqueando su guiso no desapareció. A pesar de lo aturdida que se sentía, miró hacia el libro para comprobar que seguía estando en su lugar. Después reparó en el cubo, junto al fregadero. No estaba allí cuando había salido hacia su habitación, cinco minutos antes.
Tuvo que inhalar de nuevo al entender que era él quien entraba con sigilo mientras ella dormía. El, quien se preocupaba de que no le faltara su desayuno. El... la última persona de quien hubiera esperado una atención así.
Alisó con las manos el delantal blanco que le había regalado Doina, y se palpó con coquetería los bucles antes de acercarse, despacio.
—Al parecer, tú eres el duende que me trae la leche cada mañana —comentó con una sutil ironía.
Joe se quedó quieto. Apretó los párpados y sonrió al comprender que la había fastidiado. Pensó que, después de las advertencias a Doina, al final tendría que desollarse a sí mismo, por estúpido.
Se apartó del guiso con lentitud, se volvió hacia ella y ocultó la cuchara tras su espalda.
—Te lo agradezco —continuó diciendo _____, mirándole a los ojos—. Esta leche se ha impuesto al café cargado que desayunaba en Madrid y que me astillaba los nervios. Es deliciosa.
Joe no pensaba hablar de la leche. Menos aún de lo que le movía a llevársela cada amanecer. Era algo que ni siquiera habría podido explicarse a sí mismo. Se apoyó contra el fogón, ocultando sus manos y lo que sujetaba con ellas.
—Acabo de descubrir que estás aprendiendo a cocinar —dijo para llevar la conversación a su terreno. Si necesitaba ayuda extra, siempre podría añadir que sabía que llevaba tiempo carbonizando alimentos y cazuelas.
—Huele rico, ¿verdad? Como la cocina de un gran chef —respondió _____, con una sonrisa desafiante.
Con gusto la habría llamado presuntuosa, pero no olvidaba el cubo de leche. No quería comentarios jocosos sobre eso, y la sonrisa de _____ le decía que sería lo que ocurriría si él se metía con su modo de cocinar.
—Sí; como un gran chef —dijo, vencido y riendo—. Me gustaría quedarme para seguir con esta apasionante conversación, pero tengo algo que hacer —bromeó, soltando el utensilio sobre la encimera y avanzando unos pasos.
—¿Subes a la sierra? —preguntó ella mientras se acercaba al fogón en busca de la cuchara con la que revolver las verduras. Deseaba acompañarle, de nuevo, a recorrer la cima mientras le escuchaba contar historias.
—Tengo que bajar con mis padres a Pamplona —respondió, parándose junto a la mesa—. Quieren pasar unas horas con mi hermano y su mujer. Está embarazada y hace unos meses que no la ven.
—¿Tienes más sobrinos? —quiso saber _____, tomando un poco de caldo del guiso y llevándoselo a los labios para comprobar el sabor.
Joe perdió el sentido observándola lamer la madera que él acababa de tener en su boca.
—Será la primera —respondió, con los ojos clavados en aquellos labios—; nacerá por Navidad.
—Tiene que ser muy hermoso tener sobrinos —dijo _____.
—Imagino que sí —al decirlo le brillaron los ojos y la sonrisa—. Si resulta bonita la espera, verla y poder cogerla en brazos debe de ser increíble.
La emoción de Joe era contagiosa. _____ pensó que le gustaría estar cerca cuando aquel precioso momento llegara, para no perderse la ternura con la que Joe recibiera al bebé.
—¿Entonces te vas para unos días? —preguntó con interés.
—Volveremos hoy mismo, pero muy tarde. —El pensamiento que le rondaba desde hacía días le incitó a contar—: Mañana comienzan las fiestas de Roncal. Son en honor a la Virgen del Castillo... —Bajó la mirada hacia los listones de la mesa y los golpeó con los dedos, dudando—. Se hacen algunas cosas que me gustaría que conocieras.
_____, con su corazón latiéndole acelerado, dejó la cuchara sobre las baldosas de la encimera y le miró, silenciosa.
—¿Has visto algún partido de pelota? —preguntó, y ella negó con la cabeza—. Son partidos de exhibición por parejas, en el frontón. Es emocionante. —Su temor a que pareciera que le proponía una cita, hacía que le temblara la voz—. También hay un día dedicado al queso. Chicos y chicas, con trajes típicos, dan a degustar el queso expuesto. Por supuesto, también los venden a todo el que quiera llevarse alguno —bromeó para reducir su tensión.
—¿Nosotros también exponemos? —preguntó _____, tan nerviosa como él.
—No. Sólo lo hacen los queseros industriales de la zona —dijo, sin atreverse a mirarla de frente—. Los artesanos no participamos en eso.
—O sea que probaré el queso hecho por la competencia —opinó, retorciendo con los dedos un extremo del delantal—. Tal vez me guste más que el nuestro.
—¿Más que el hecho por tus propias manos? —preguntó Joe, sonriendo y acariciando con las yemas de los dedos la unión de dos listones de madera.
_____ respondió que no. Que nada en el mundo podía compararse con eso. Y es que, por primera vez, se daba cuenta de lo que suponía el trabajo que había hecho durante meses.
La leche que había recibido, nada más ser ordeñada, había ido pasando por sus manos hasta convertirse en queso. Un queso como el que había comprado en tiendas especializadas de Madrid para sorprender a sus invitados en sus mejores cenas. Un queso que otras personas disfrutarían, como lo había hecho ella misma cientos de veces en compañía de Diego.
Miró los dedos largos de Joe. Esos que, al contemplarlos, le espesaban el aire. Y se preguntó cómo iba a tener otro queso mejor sabor que el hecho por aquellas manos que encerraban tanta fuerza como ternura.
Cuando se quedó sola cogió el libro de cocina para asegurarse de que Joe no había curioseado en su interior. Lo abrió por el centro, comprobó que todo estaba como ella lo había dejado, y lo estrechó contra su pecho, sonriendo satisfecha.


Mientras _____ asistía al primer partido de pelota de su vida, Diego llegaba a su mansión en La Moraleja después de unas intensas vacaciones en la isla de Capri.
Cuando _____ descubría la emoción del sonido del cuero de la pelota contra la piedra del frontón, Diego, con su elegante traje de Armani, volvía a abandonar su casa y el personal de servicio comenzaba a deshacer sus maletas.
Y mientras Joe observaba, con disimulo, la emoción en el rostro de _____ ante la tensión de los tantos ajustados del partido, Diego estacionaba su Mercedes junto al portal del piso de Laura.
Había pasado quince días de descanso en la villa que la familia posee en la bahía de Faraglioni, junto al puerto de Capri. Había asistido a lujosas cenas con figuras ilustres, importantes e influyentes. Había disfrutado largas jornadas navegando en el lujoso yate de sus suegros y agasajando a personajes poderosos. Se había tumbado sobre la arena de solitarias calas y había nadado en sus aguas turquesa. Había cenado a la luz de la luna y desayunado recibiendo la caricia de la brisa del mar.
Pero ni por un momento dejó de pensar en _____. Aquellas vacaciones que al principio le proporcionaron infinitas satisfacciones, desde hacía tiempo se habían vuelto difíciles, y esta vez habían sido una tortura.
Ahora, ante la puerta del hogar de Laura, inspiraba hondo y suplicaba que algo hubiera cambiado durante los últimos días. Que fuera _____ quien le abriera.
Los estridentes ladridos de Vicky se pusieron en marcha como si estuvieran conectados al timbre de llamada. La escuchó acercarse y, unos segundos después, se le unió una voz femenina y el sonido de la doble cerradura al abrirse.
Comprobó, con cierta desilusión, que era Laura quien sujetaba entre los brazos a la malcriada perrita.
—¡Vaya! —exclamó la chica, alzando su voz por encima de los ladridos de Vicky—. Por lo que veo, la pena comienza a sentarte bien. Esa piel dorada te da aspecto de millonario. ¡Oh!, perdón —exclamó con fingido arrepentimiento—. Olvidé que eres millonario.
—¿Puedo pasar? —solicitó Diego, ignorando aquel sarcasmo hiriente.
—¡Claro que puedes! —dijo Laura, haciéndose a un lado para abrir de par en par la puerta—. La mayoría de las cosas que hay aquí las has pagado tú.
Diego caminó hacia el salón, despacio, buscando en el aire un esperado olor a moras que no halló. Laura llegó tras él, sujetando a la alterada perrita, que se revolvía inquieta y ladraba para que la bajara al suelo.
—¿Sabes algo de _____? —preguntó desde el centro del salón.
—Nada nuevo —dijo Laura, cansada de responderle siempre lo mismo.
Pero Diego continuaba desconfiando. Para él, la tranquilidad de Laura significaba que sabía mucho más de lo que decía. Necesitaba que ella se lo contara, pero los ladridos histéricos del animal no le dejaban hablar, mucho menos escuchar.
—¿Por qué no la bajas al suelo para que muerda mi pantalón? —«y se calle de una maldita vez», pensó, guardando la compostura.
—Se pone muy nerviosa cuando intenta sacarte del piso sin conseguirlo —explicó Laura, y abrazó con más fuerza a su pequeña princesa.
—Pero no dejará de ladrar hasta que me vaya. Mírala —pidió, utilizando los temores de Laura—; está tan alterada que si no la dejas que me muerda sufrirá un infarto.
Laura se agachó al instante para soltar a la perrita, que sólo necesitó tres segundos para clavar sus pequeños dientes en el pantalón de Diego. Su plateado pelo de seda se desparramó sobre el piso, aferró sus pequeñas patitas a la alfombra, y comenzó con la lucha de arrastrarlo hacia el pasillo.
—Estamos a mediados de agosto —comentó Diego, aliviado por el silencio—. ¿Te ha hablado _____ de ir de vacaciones contigo, de regresar aquí o de cualquier otra cosa?
—¿No te cansas de tener siempre la misma conversación? —preguntó, echando hacia atrás su melena negra con un ágil movimiento de cabeza.
—Y tú, ¿no estás demasiado tranquila? —señaló Diego, entrecerrando los ojos con desconfianza—. Si sabes algo dímelo, porque estoy pensando en contratar a un investigador privado para que la localice.
—No lo hagas —sugirió Laura—. A no ser que quieras perderla para siempre.
—¿Y hasta cuándo crees que debo esperar? —dijo con un refinado sarcasmo—. ¿Otro mes, un año, dos, toda una vida...? —Su voz rasgada denotó que no estaba tan tranquilo como quería aparentar.
Laura se sentó en el sillón morado. Sabía que mientras no lo hiciera, Diego permanecería de pie. Él era un caballero al que las reglas de cortesía con una mujer le eran casi sagradas.
—Esperarás, igual que lo haré yo, el tiempo que ella necesite para recuperarse de... —entornó los ojos, con guasa—. De lo que sea que le hayas hecho.
—Ya te dije que yo no... —comenzó a decir Diego mientras arrastraba su pierna izquierda hasta el sofá, y con ella a la «mopa» de pelo de seda y lacito rojo.
Pero Laura le interrumpió sin contemplaciones.
—No me cuentes historias. No he nacido ayer. _____ no se hubiera ido por una niñería. —Cruzó una pierna sobre otra, por debajo de un holgado vestido ibicenco—. Yo puedo presentir que le has hecho algo; pero tú sabes con exactitud qué ha sido.
—Te repito que no hice nada que...
—No te canses. El que me apene verte sufrir por ella no significa que no te crea responsable de su marcha. Por cierto, ¿quieres tomar algo? —preguntó, poniéndose en pie—. Siempre olvido invitarte, y yo ahora necesito una copa.
—Ponme lo mismo que prepares para ti —respondió Diego, con aire ausente.
Con los codos sobre las rodillas, se frotó el rostro y suspiró con fuerza. Cinco meses sin noticias era demasiado tiempo. Nunca había soportado estar más de tres días lejos de ella. Sólo la había dejado dos semanas al año, al llegar agosto y aquellas estúpidas e ineludibles vacaciones en Capri. Pero incluso entonces había encontrado un momento cada día para llamarla, para escuchar su voz y repetirle cuánto la amaba y la echaba de menos.
Alzó la cabeza cuando Laura le tendió un vaso corto con dos dedos de «whisky», sin hielo. Mientras Diego vagaba la mirada por el líquido ámbar, ella se agachó para acariciar a la perrita, llamarla «princesa» y decirle que estuviera tranquila. Después volvió a sentarse en el sillón, con el vaso en las manos.
—Sólo puedes esperar, Diego —aconsejó tras un pequeño sorbo—. Y rezar para que ella te perdone. Aunque no le hayas hecho nada —concluyó con una sonrisa cínica.
Él bebió el contenido del vaso de un solo trago. Después inspiró con los labios entreabiertos para contrarrestar el fuego que le recorrió hasta el estómago.
No quería confesar que imploraba al cielo para que _____ quisiera perdonarle. Había pasado de ser un hombre sin fe, a rezar cada día para que la mujer que amaba regresara a su lado.
—_____ tiene varios primos —comentó, mirando su vaso vacío—. Tal vez esté viviendo con alguno de ellos.
—Déjalo estar, Diego. No la busques. Dale el tiempo que necesita. —Se sacó las zapatillas rosa con pompones de plumas y subió los pies al sillón, bajo el vestido—. Además, apenas si se relaciona con esa rama de la familia.
—Pero es que ésa es la única familia que tiene; la de su madre. Dime cómo puedo ponerme en contacto con ellos. No pienso quedarme de brazos cruzados esperando a que ella quiera aparecer.
—Te daré sus números de teléfono —dijo Laura, levantándose de nuevo—, pero lo hago porque sé que no la encontrarás. Apenas los trata. Aunque hubiera ido allí en un primer momento, no aguantaría tanto tiempo.
—¿Y dónde y con quién está, entonces? —preguntó Diego con ojos brillantes—. ¿Dónde y con quién aguantaría tantos meses? —insistió, suplicando con la mirada que se lo dijera.
Pero era una pregunta sin respuesta. Ninguno de los dos habría podido imaginar, ni en sueños, que la sofisticada y urbana _____ llevaba cinco meses entre bosques, valles y montañas. Cinco meses viviendo en una cabaña de pastores, entre ganado, elaborando queso, cocinando y prendándose de un curtido veterinario roncales.
Y mientras la desesperación de Diego aumentaba y la templada espera de Laura se mantenía, el tiempo, en Roncal, continuaba avanzando perezoso y sereno.
Llegado el fresco mes de septiembre, _____ seguía retrasando el momento de su regreso a Madrid. Hacía tiempo que había recuperado la confianza en sí misma y a veces deseaba volver al estrés del tráfico, la locura de la hora punta, las compras en las tiendas de grandes modistos, a sus zapatos de tacón de aguja, la peluquería, la sauna. Pero sobre todo quería pararse ante Diego para mantener una larga y esclarecedora charla.
Sin embargo, aunque necesitaba retomar su vida, algo importante la obligaba a quedarse un poco más de tiempo en Roncal: estar cerca de Joe. Cuando las ganas de irse la apremiaban, recordaba su rostro, sus paseos, su conversación, su ternura; pensaba que no volvería a verlo y le desaparecía el deseo de hacer la maleta.
Los pastizales de la finca volvieron a llenarse de ovejas durante el día. Traían y Marcel se ocuparon de bajar de la sierra a las que estaban preñadas. Aún faltaban dos meses para el momento de los partos, pero necesitaban estar bien cuidadas y alimentadas antes de que llegara aquel momento. Pasaban las noches en los establos, al resguardo del frío y con pienso y alfalfa en los comederos.
Para entonces _____ dominaba el punto de cocción y de asado, la medida de los condimentos, las salsas, los postres.
Doina se había convertido en la probadora oficial y en la cómplice que se llevaba comida a casa y la servía en su mesa sin decir quién la había cocinado.
Así fue como _____ se hizo consciente de que lo había conseguido.
Imaginó las sorpresas que iba a dar a su regreso a Madrid. Pensó en su sueño: el hotel de lujo. Contrataría al mejor chef que pudiera pagar, y ella podría cocinar las deliciosas recetas navarras, en especial las elaboradas con queso Roncal.
Pero, antes que en todo eso, pensó en Joe. Habían quedado muy lejos aquella cena de taquitos de queso y el arrebato de dignidad que le incitó a aprender a cocinar. Aunque ahora lo hacía por placer y no sentía la necesidad de demostrarle nada, deseaba tenerlo sentado a su mesa, disfrutando de algo delicioso que ella hubiera guisado.
No quería invitarle de modo explícito. Pretendía hacerlo con naturalidad, si es que podía haber alguna naturalidad en que ella cocinara para alguien.
Una vez más, buscó la complicidad de Doina. Fue a verla al anochecer, cuando sabía que la encontraría preparando la cena para su familia.
Sentada junto a la mesa, observó el modo en que las manos de Doina daban forma a unas croquetas. Mientras tomaba buena nota de todo el proceso, le contó su idea de reunidos a todos en la borda, donde podrían disfrutar de alguna de las recetas que ya dominaba.
—Señorita _____, cuando dice a todos, ¿quiere decir a todos? —preguntó, sonriendo y mirándola de soslayo—. ¿También al señor Joe?
—Por supuesto —confirmó, bajando la mirada para que no viera su rubor—. ¿Por qué iba a excluirlo?
—Era una duda que tenía —explicó, segura de que entre ellos dos había algo que ninguno querría reconocer—. Yo llevaré a mis hombres, pero al señor Joe debería invitarlo usted.
Las croquetas cubiertas de pan rallado iban llenando el plato. _____ comenzó a alinearlas, preguntándose qué pensaría Joe ante un ofrecimiento como ése.
—En realidad no se trata de ninguna invitación —se disculpó sin convencer—. No celebramos nada. Prefiero que lo hagas tú.
Doina agrupó los restos de masa para dar forma a la última croqueta y la hizo rodar sobre el pan rallado. No podía apagar una sonrisa tonta.
—Está bien, señorita _____ —dijo para tranquilizarla—. Mañana estaremos todos allí. ¿Con qué piensa impresionarnos?
—Es una sorpresa—señaló, recordando el momento en el que encontró a Joe inspirando de uno de sus guisos. Estaba segura de que le había gustado el olor de la ternera.
Mientras Doina freía las croquetas y aderezaba una ensalada, _____ fue poniendo la mesa. Y ante el delicioso aroma del que se estaba llenando la cocina, no dudó en añadir otro plato en cuanto la cocinera le propuso que se quedara a cenar.


A la mañana siguiente, _____ se quedó acurrucada en la cama mientras escuchaba los pasos de Joe hasta la cocina. Después, cuando lo sintió salir y cerrar la puerta, se levantó de un salto y corrió hasta la ducha. Tenía mucho trabajo por delante y una forzosa necesidad de que todo saliera bien.
Con el pelo bien sujeto en una coleta para que ninguno de sus cabellos escapara y acabara en el guiso, se dedicó a lavar y cortar verduras, a cocerlas por separado para componer con ellas una sabrosa menestra, a dorar carne, verter coñac y vino blanco, laminar trufa...
Según avanzaba la mañana se iba sintiendo más tranquila y segura. Tanto la menestra como el redondo de ternera braseado tenían un magnífico aspecto y olían como debían hacerlo.
Los nervios llegaron después; cuando se cambió de ropa, se soltó el cabello y se dio un poco de color en los labios. Entonces, mirándose al espejo le invadieron las dudas sobre si había quedado sosa la menestra, si la carne no estaba bien dorada, si el mantel blanco que había puesto sobre la mesa daba aspecto de celebración, si todos estarían demasiado apretados en un espacio tan pequeño... Cuando llegó Doina, acompañada por su esposo y por Marcel, _____ había comprobado ya cuatro veces el punto de sal de sus dos recetas.
Nada más llegar, los tres se rindieron al delicioso olor que salía de aquellas cazuelas. Y tanto insistieron mientras aguardaban la llegada de Traían y Joe, que _____ les dio permiso para levantar las tapas y echar un vistazo.
En eso estaban cuando la puerta se abrió y entraron los dos rezagados. Llegaban riendo, pero en el instante en el que la mirada de Joe se encontró con la de _____, su risa y su charla se disiparon y ya no pudo apartar los ojos de ella.
_____ carraspeó para encontrar la voz con la que pedir que se sentaran todos a la mesa. La clara risa de Joe, primero, y su mirada curiosa, después, le habían humedecido las manos y secado la boca. Mientras todos tomaban asiento, ella se frotó las palmas sobre la tela de sus vaqueros preguntándose por qué cualquier cosa que hiciera ese hombre le afectaba tanto. Si hubiera podido comparar su desconcierto con el que obligaba a Joe a mirarla en silencio, se habría sentido aún más preocupada.
Porque la confusión le crecía a él royéndole las entrañas desde hacía tiempo. Comenzaba a sentirse vulnerable cuando la tenía cerca, y le suscitaba un tortuoso placer escucharla respirar, percibir su olor, verla sonrojarse.


Los halagos a la menestra fueron casi exagerados y _____ los disfrutó. Le había costado mucho encontrar el punto a la receta, y consideraba que merecía aquel reconocimiento. Pero le preocupaba que Joe guardara silencio. Tan sólo participaba en la conversación cuando ésta no se refería a la comida. Eso hizo que ella le observara para captar algún gesto que le indicara si le agradaba o no. Y eso, a su vez, provocó algunos cruces de miradas que ella no quiso sostener, porque aquellos ojos castaños clavados en los suyos la turbaban, le provocaban un hormigueo que le recorría la espalda y una inquietud que le espesaba el aire.
—Vamos a brindar por la cocinera —dijo en una de sus muchas demostraciones de alegría Mihai, levantando su vaso de vino—. Y por esta menestra, que está buenísima.
Todos alzaron sus bebidas para que tintinearan los cristales. Joe lo hizo con los ojos clavados en los de _____, y continuó mirándola mientras daba un pequeño sorbo.
—Buen vino —dijo, concediéndole el mérito de la elección. Y lo dejó sobre la mesa para seguir degustando la menestra.
_____ aceptó el halago con una sonrisa. No comentó que ella nunca hubiera sabido escogerlo, pero que el libro aconsejaba sobre el vino navarro más adecuado a cada receta.
Cuando sacó el redondo braseado al centro de la mesa, no estuvo lo bastante pendiente de la reacción de Joe. No vio el gesto de satisfacción que le produjo el recuerdo de aquel aroma, ni la curiosidad con la que cortó el primer pedazo, ni el placer que le brilló en los ojos mientras la carne se le deshacía en la boca.
Tal vez por eso se quedó sin aire cuando, unos minutos después, él la miró de nuevo para decir:
—¿Puedo repetir?
Ante aquel primer reconocimiento hacia su comida, ella asintió con la cabeza. Si hubieran estado solos habría preguntado cuál era el juego que se traía con ella, o tal vez no. Tal vez no, porque entendía que no era la primera vez que él jugaba a desconcertarla.
Cuando sirvió el café en las viejas tacitas de porcelana blanca, Joe, apoyando la espalda contra el respaldo de la silla, volvió a mirarla. Había jurado que no probaría su famoso brebaje de puchero, y, sin embargo, ahí estaba, a punto de tomarse todo el que ella quisiera servirle. También se había prometido que no la llevaría a conocer lugares donde se pudiera oír el silencio, y lo había hecho. ¿Cuánto terreno más iba a ganarle esa mujer?, se preguntó, sonriendo en su interior ante su propia debilidad.
—¿De verdad no sabías cocinar cuando llegaste aquí? —dijo, y descubrió el alivio en los ojos de _____—. Cuesta creerlo
—¿Estaba bueno? —preguntó ella, como si aquél fuera el instante final de un largo y esperado examen.
—Cualquiera puede hacer algo bueno —reconoció Joe, acercándose para colocar los brazos sobre la mesa—. Esto que tú has cocinado es... —Sonrió al no hallar la palabra que buscaba—. Es especial.
—Todos tenemos mano para algo —dijo Doina ante la sonrisa complacida de _____—. Creo que la señorita _____ ha descubierto que puede hacer magia con la comida. Debería cambiar de oficio.
—¿Y cuál es tu oficio? —quiso saber Traían mientras atiborraba de azúcar su tacita de café—. Creo que nunca lo has dicho.
—Trabajo como secretaria de dirección. Pero confío en que terminaré teniendo un gran hotel —respondió satisfecha—. Y, si lo consigo, creo que me servirá de mucho todo esto que estoy aprendiendo. No sé si hago magia, pero he descubierto que me gusta cocinar.
Joe volvió a quedarse en silencio. No le gustaba pensar que ella se iría; ya no.
Tomó su café, solo y sin azúcar, sin mirar ni una sola vez a _____ y sin reír ninguna de las gracias de Traían. Ni siquiera reparó en la insistencia de Doina para ayudar a recoger la mesa y fregar.
Pero sí tuvo bien presente que quería ser el último en salir de aquella casa. Se quedó sentado mientras todos los demás se levantaban y volvían a elogiar a la cocinera. Y cuando Doina se dio cuenta de las intenciones de su «señor Joe», sacó a sus chicos a la velocidad del rayo, aduciendo que tenían mucho trabajo pendiente.
Cuando se quedaron a solas, _____ volvió a tomar asiento frente a él, guardando silencio. Joe actuó del mismo modo mientras rozaba con los dedos su tacita vacía, pensando en qué decir para romper la mudez que se había adueñado del momento.
Alzó los ojos, despacio, y se encontró con los verdes que le miraban cohibidos. Entonces sonrió y empujó con suavidad el pequeño recipiente para colocarlo junto a la tetera que contenía el controvertido café. _____ se contagió de su sonrisa simpática, casi infantil. Le llenó la taza hasta cerca del borde y se la acercó de nuevo.
—Llegué a creer que nunca me invitarías a probar tus guisos —comentó él, con los antebrazos sobre la mesa y jugueteando con la cucharilla.
—Lo de hoy no cuenta —respondió _____, haciéndose la dura—. Una vez te invité a cenar y salió mal. Me lo pensaré bien antes de volverlo a hacer.
—Así que después de todo, piensas vengarte —trató de bromear, pero se sentía inquieto. Ahora que estaban solos le costaba mirarla.
_____ sólo sonrió, sirviéndose, también ella, un nuevo café.
—Yo sí quería hacerte una invitación —dijo Joe, con los ojos en el ondulante y oscuro brebaje—: Mañana se celebra en Pamplona la feria de San Miguel. Yo diría que es la feria caballar más importante de todas cuantas conozco. —Alzó la mirada, despacio—. ¿Te gustaría acompañarme?
Aquellos ojos castaños y el susurro con el que le hizo la petición, evaporaron en un instante el aire de los pulmones de _____.
—Me encantaría —respondió, con voz lánguida—. ¿Vas a comprar caballos?
—En principio sólo quiero ver lo que hay; qué animales tienen y a qué precio se están vendiendo los potros —explicó con una sonrisa—. Después, si encontramos un buen semental con el que ir renovando la sangre de nuestra cabaña, puede que lo compremos.
—Parece interesante —comentó ella, ocultando su emoción y dando un pequeño sorbo a su café negro.
—Lo es —aseguró Joe, animándose por momentos—. Te parecerá muy curioso el comercio de los feriantes y los ganaderos. Se mantienen las tradiciones. Se negocia en los antiguos duros, se cierra el trato con un apretón de manos y se paga en metálico nada más sellar la compra.
—Resultará curioso ver eso en los tiempos en los que hasta una cerveza se paga con tarjeta Visa —dijo _____, riendo.
Joe asintió con la cabeza, dándole la razón.
—Hay algo más —dijo de pronto—. Y espero que no suponga ningún problema para ti. —La miró, inseguro—. Me gustaría quedar con mi hermano y su mujer. ¿Te sería mucha molestia si comemos con ellos?
—Por supuesto que no —respondió—. Me encantará conocerlos.
—Cuando te he escuchado decir lo de ese gran hotel que tendrás algún día; lo de la cocina y todo eso... —Tragó mientras removía con la cucharilla su café sin azúcar—. He recordado un sitio que te gustaría. Está en Pamplona y, si te parece bien, podíamos ir a comer allí.
—¿Qué tiene de especial? —preguntó _____, muerta de curiosidad.
—Todo él —dijo sonriendo—. Es el restaurante de Koldo Rodero. Se dedica a la creación de nuevos sabores con los productos tradicionales de nuestra tierra Navarra. Es una cocina diferente, vanguardista y llena de imaginación. —Levantó su taza y la detuvo junto a los labios—. Si quieres que tu hotel se distinga por una cocina especial, la originalidad de Koldo te puede dar muchas ideas.
—¿Has comido alguna vez ahí?
Joe dio un pequeño sorbo a su café y volvió a dejar la taza sobre la mesa. No le resultaba fácil centrarse en la conversación. La imaginaba regentando un grandioso hotel y cocinando para huéspedes selectos, lejos de él.
—Algunas —reconoció, mirándola a los ojos—. Es toda una experiencia.




















¡Bienvenida #UnbrokenForJonas! (:
Jajaja Andreita ten calma, que pronto vendran muchos besos :D
Natuu!
Natuu!
Natuu!


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Sáb 21 Abr 2012, 8:55 pm

aaayyyy q lindo joe...ya no puede estar sin la rayis...ya era hora que se diera cuetna jejejjeje
pero va hacer algo verdad???
y al igual que andreita ya quiero beso!!!!!!!!
sigue!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Nani Jonas Dom 22 Abr 2012, 9:31 am

alfin joe se dio cuenta qe no puede estar sin la rayis
qe alegria anda natu sube otro cap plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por andreita Lun 23 Abr 2012, 1:01 pm

jajaja lo estare esperando
andreita
andreita


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"Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada] - Página 5 Empty Re: "Entre Sueños" (Joe&Tú)[Terminada]

Mensaje por Natuu! Lun 23 Abr 2012, 10:13 pm

CAPÍTULO 13



Así fue como _____ se vio inmersa en una feria de ganado, caminando por una plaza llena de caballos, potros y burros.
La feria caballar de San Miguel, la más reconocida de todas cuantas se celebran en la región, es también la más visitada por curiosos, tratantes y ganaderos. A veces, atravesar por alguna zona en la que se expone un ejemplar muy atractivo, o incluso tierno, como los pequeños potros, se convierte en una labor complicada que exige fuerza y algún que otro empujón para evitar que la marea humana te lleve en una dirección no deseada.
En esos momentos, Joe colocaba su mano abierta sobre la cintura de _____, la ceñía contra él para no perderla entre el gentío, y no la soltaba hasta que llegaban a una zona menos concurrida. El calor de la mano de Joe en su espalda y el modo en el que la protegía contra su cuerpo la turbaban hasta hacerla sentir ebria. Pero entendía que no había otra manera de caminar por la plaza sin que acabaran uno en cada extremo.
Joe, ocupado en abrirse paso entre los curiosos, cuidaba de ella como si fuera lo más natural del mundo. Era en el momento de soltarla cuando reparaba en que la sujetaba como si le perteneciera. Entonces introducía las manos en los bolsillos de su parca azul marino y sonreía como si tratara de pedir disculpas.
En cuanto comenzaron a recorrer la feria, fue evidente que Joe conocía a todo el que tenía algo que ver con ganado, que se manejaba con habilidad y que entendía aquel lenguaje, a veces extraño, en el que se expresaban los tratantes. Como cuando se habían detenido ante una preciosa yegua y Joe había preguntado: «¿Qué tenemos por aquí?», y el tratante le había respondido: «Mucho bueno.» Tras lo que continuaron hablando en una jerga difícil de seguir para alguien profano como ella.
Mientras Joe observaba un precioso semental color ceniza, entraron en conversación con dos hombres de la edad aproximada de Ignacio. Después de las presentaciones y de los primeros cruces de impresiones sobre la calidad de la feria, Joe se disculpó para seguir examinando al caballo y tratando con el dueño del animal.
Los ancianos aprovecharon para acaparar la atención de _____. Tener ante ellos a la joven y bonita nieta de Ignacio era algo que no podían desaprovechar. Comenzaron nombrando a su abuelo, al que parecía que recordaban con gran cariño, pero no tardaron mucho en conducir la charla hacia Joe. A _____ le bastó con escuchar las primeras frases para comprender que aquellos hombres le respetaban y admiraban, más incluso que a Ignacio.
—Tienes suerte de contar con ese hombre —dijo el que aún mantenía en su cabeza una espesa mata de pelo blanco—. ¡Es todo un elemento!; hábil y competente para este negocio. Sin él, tu herencia hubiera sido bastante más pequeña.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó _____, que no sabía cómo llamarle porque no había retenido ninguno de los dos nombres—. ¿Qué es el responsable de todo lo que consiguió Ignacio?
—No del todo —respondió el mismo anciano—. Había una base importante, pero todo cambió cuando Joe regresó después de que pasó unos años fuera. Ya nadie contaba con que volviera, pero lo hizo, y con ideas nuevas que tu abuelo, con todo lo raro que era, aceptó sin protestar.
—Así es —intervino el que resguardaba su cabeza sin cabello con una boina negra—. Joe se había especializado en genética y comenzó a mejorar la raza para que diera más leche. Aprovechando la cobertura de la denominación de origen para el Queso Roncal, comenzaron a hacerlo. Después, cuando llegó la denominación de origen de la Ternera de Navarra, aumentaron la cabaña de vacas. En fin, muchachita, que este hombre hizo muchos cambios. Aún continúa haciéndolos. ¿Lo ves ahí, en pleno trato? —_____ lo miró y afirmó con la cabeza—. Pues estate segura de que no es un trato cualquiera. Si él dice que ése es el mejor semental que hay hoy aquí, no tengas duda de que lo es. Todos los que nos movemos en este mundo del ganado le conocemos, y todos le tenemos un gran respeto.
—Y miedo —añadió el de cabello blanco, riendo. Ante la mirada sorprendida de _____, añadió—: No me mires así, muchacha. Era una broma. Es que a veces uno siente celos al verlo tan válido, pero es un tipo que no duda en echarte una mano siempre que se lo pides. Ha aprendido todo esto desde pequeño. Nació en las tierras de tu abuelo.
—Conozco la historia —dijo _____—. El y su hermano nacieron y se criaron allí.
—Pero al otro no le gustaba esta vida. Era más señorito —opinó el que se cubría con la boina—. Éste es el mejor elemento que he conocido yo. Si quieres que tu explotación continúe siendo lo que es, ofrécele siempre lo que pida para que no se vaya.
Aunque admiraba a Joe sin que nadie le dijera lo que valía, a _____ le gustó descubrir nuevos e interesantes detalles. Mientras observaba los gestos y movimientos con los que acompañaba su charla con el tratante, se preguntó cuántas cosas más ignoraba sobre aquel hombre que comenzaba a ocupar demasiado espacio en su pensamiento.


Tras una mañana de emociones, la sensibilidad de _____ burbujeaba cuando llegaron al Restaurante Rodero.
Pablo y Leire los esperaban sentados a la mesa de un comedor elegante y vanguardista, con paredes en un blanco roto y un amplio zócalo revestido de madera pintada en el mismo tono. Un mantel tostado alcanzaba a besar el entablado oscuro del suelo y, sobre él, otro, más corto y de hilo blanco, se confundía con la vajilla de porcelana del mismo color. El matiz diferencial lo daban las hojas verdes de unas flores frescas acomodadas en un estrecho y estilizado jarrón de cristal.
Lo primero en lo que se fijó _____, nada más estrechar la mano de Pablo, fue en el asombroso parecido que tenía con su hermano. Incluso compartían la misma sonrisa fácil y cautivadora.
Durante el trayecto desde la feria, Joe le había puesto en antecedentes de lo que se iba a encontrar. Leire era dulce, cariñosa y callada. Pablo era observador, sagaz, y no dudada en decir lo que pensaba, aun a riesgo de resultar impertinente.
El hermano de ciudad, apenas se retiró la camarera llevándose con ella el pedido y las cartas, hizo honor a la descripción siendo directo.
—¡Así que piensas inaugurar un hotel de lujo. Y nada menos que en Aranjuez!
_____ disimuló su sorpresa. No imaginaba que Joe hablara de ella ni con su hermano ni con nadie.
—Disculpa —le dijo Joe, desdoblando su servilleta blanca—. Este presuntuoso acaba de decir lo único que le he contado de ti. Y lo hice porque estaba empeñado en llevarnos a otro restaurante —añadió a modo de excusa.
—No importa. No es ningún secreto —indicó con una sonrisa, y, agrupando los dedos bajo su barbilla, miró a Pablo—. ¿Has tenido alguna vez un sueño que creías que nunca alcanzarías?
—¿Además del de acostarme con Angelina Jolie?
Al mismo tiempo que todos se echaron a reír, Leire le propinó un puntapié por debajo de la mesa. Todo un logro teniendo en cuenta que su abultada barriga la mantenía más alejada que al resto de comensales.
—Compórtate —le dijo, sin conseguir ponerse demasiado seria—. _____ va a pensar que eres un pervertido.
—En absoluto —respondió ella—. Ése es un sueño que comparten millones de hombres en todo el mundo.
Continuaron riendo mientras Pablo fingía que su esposa le había provocado un dolor terrible en la espinilla.
—Nunca he tenido un gran sueño que creyera que no iba a alcanzar —dijo al fin, recuperando la seriedad—. Mis metas siempre han sido escalonadas: estudiar para convertirme en arquitecto. Una vez logrado, me centré en conseguir un puesto donde pudiera demostrar mi valía. Después llegó lo de abrir un estudio propio, captar clientes importantes. Hubo un momento en el que mi máxima aspiración era conquistar el amor de Leire —reveló, apretando la mano que ella tenía sobre la mesa—. Después quise que fuera mi esposa, tener un hijo. Cada meta ganada me ha llevado a plantearme el siguiente desafío. Así he llegado muy lejos y pienso seguir avanzando.
—Es una buena estrategia —reconoció _____, desplegando su servilleta para ponérsela sobre las piernas—. Yo, en referencia a mi vida personal, no acostumbro hacer planes. En lo profesional tengo un solo sueño. Y es grande, importante y difícil de conseguir. Pero no por eso dejo de soñar.
—Vive como si fueras a conseguirlo mañana —dijo Joe, mirándola a los ojos—. Si crees en tus sueños y luchas por alcanzarlos, se cumplirán. No renuncies a ellos por nada ni por nadie.
En aquel momento llegó la camarera para servir el primer plato. _____ agradeció la interrupción. Las palabras de Joe le habían llegado al corazón, pero no había entendido la emoción que reflejaban sus ojos castaños. ¿Qué infortunada experiencia o qué amarga desilusión había tenido él con sus sueños?, se preguntó mientras el delicioso aroma que emergía de su plato le despertaba el apetito.
—¿Cómo se llama esto? —preguntó, admirando el tono naranja del caldo y los tonos blancos, verdes y amarillos que emergían suavizando el color del licuado de tomate.
—«Sopa de tomate y violetas con tuétanos de verduras y moluscos» —respondió Leire, introduciendo la cuchara en su propia sopa.
—Da pena comérsela —exclamó ante la llamativa composición. Inspiró al reconocer el intenso perfume a violetas.
—El sabor es aún más espectacular que la presentación —dijo Joe, animándola a comenzar.
—Si al menos pudiera sacarle una foto —respondió, recordando con desánimo su cámara fotográfica, que se había quedado en Roncal.
—Te conseguiré las fotografías de todos los platos —prometió Joe, haciéndole un cariñoso guiño.
—¿Y cómo lo harás?
—No preguntes —sugirió, riendo—. Tú disfruta y retén los sabores, los olores y las texturas. Yo te conseguiré todo lo demás.
_____, embriagada por las atenciones de Joe, saboreó con placer la sopa. Y volvió a hacerlo cuando le sirvieron «Tartar de solomillo con huevo trufado a baja temperatura».
Ya en el postre, la conversación se centró en el embarazo de Leire y los tres meses escasos que le quedaban para dar a luz.
—¿Conocen el sexo del bebé? —preguntó _____, deleitándose con un delicioso canutillo de queso que llevaba por nombre «Todo Roncal».
—No queremos saberlo —respondió Leire, muy sonriente—. Nos apetece vivir la emoción de la sorpresa.
—Yo quiero que sea niña —respondió Joe, como para sí mismo, tomando una cucharada de su «Chocolate negro con albahaca fresca y especias chinas».
—¿Por qué una niña? —preguntó _____.
—No sabría explicarlo —dijo, y saboreó el chocolate hasta sacar de su boca el cubierto limpio—. Por regla general, el hombre prefiere un hijo porque espera verse reflejado en él, porque llevará adelante el apellido, porque será el hombre de la casa si él llega a faltar. Pero, ¿y la maravillosa ternura de la mujer de la casa? —preguntó sin esperar respuesta—. No sé cómo expresarlo, porque en el fondo me daría igual que fuera niño o niña. Pero una mujer siempre inspira ternura. Yo quiero una niña —insistió riendo.
—Creo que estás necesitando ser padre, Joe —bromeó Leire—. Reconozco esos síntomas —dijo, mirando a su esposo con una sonrisa burlona.
Joe bebió de su copa de vino y respondió que le bastaba con los sobrinos que ellos quisieran darle y que esperaba que fueran muchos.
_____, cortando un trozo de canutillo relleno de cremosidad blanca, pensó que si ella esperaba a los sobrinos que aportara su pareja, nunca los tendría. Diego no tenía hermanos. En realidad, Diego no tenía a nadie. En su ascenso al lugar de lujo y privilegios que ahora ocupaba, se había ido quedando solo.
Durante el camino de regreso, y a pocos kilómetros de Roncal, Joe tomó un desvío a la derecha, hacia el mirador del Puerto de Iso. Reveló que le iba a enseñar el motivo por el que había querido salir pronto de Pamplona y llegar allí antes de que anocheciera.
Estacionaron en una pequeña explanada de tierra, rodeada de montañas, y ascendieron los peldaños que conducían a una plataforma en la que un grueso vallado de piedra les separaba del vacío.
_____ apoyó las manos sobre la protección y se quedó boquiabierta ante el espectáculo.
—La foz de Arbaiun —dijo Joe—. Esta es la más extensa e impresionante de las gargantas navarras. El río Salazar, ese que desde aquí parece que apenas lleva agua —precisó, señalando hacia abajo—, ha tallado la roca durante millones de años y ha formado este cañón.
—Parece mentira que un río sea capaz de realizar semejante trabajo —exclamó _____ sin saber hacia dónde mirar porque todo a su alrededor la sobrecogía.
—Desde aquí arriba impresiona —comentó Joe—, pero desde ahí abajo te sientes muy, muy pequeño.
—Es asombroso —dijo ella, admirando el ramaje de verdes, rojos, cobres y oros que salpicaba las paredes rocosas y que, al fondo, tapizaba los márgenes del río—. Esos colores son como si alguien los hubiera pintado cuidando el lugar exacto en que colocar cada pincelada.
—Ese color de otoño tan perfecto lo consiguen los bosques mixtos de arces, encinas, hayas, robles... —La miró, disfrutando de la curiosidad, casi infantil, con la que abría los ojos—. Hay mucha variedad de vegetación, y también de animales.
—No imaginaba que pudiera haber algo tan impresionantemente hermoso por aquí.
Joe sonrió pensando en los muchos lugares que aún podría descubrir en aquellas tierras y que la dejarían muda de admiración. Lugares que le encantaría recorrer junto a ella.
—¿Ves aquel desfiladero tan estrecho? —Señaló, a lo lejos, el inicio del cañón—. En algunos puntos, esas imponentes paredes verticales llegan a alcanzar hasta cuatrocientos metros de altura. Sobrecoge pasar entre ellas.
—¿Pasar entre ellas? —dijo _____, sorprendida—. No me digas que tú eres de esos locos que se lanzan por los ríos, con un chaleco y un casco, pensando que no les puede ocurrir nada.
—No es eso —dijo riendo—. Claro que puede ocurrir, pero no es demasiado probable. Es un deporte muy seguro. Yo no lo practicaría si no lo creyera.
_____ se inclinó sobre la protección del mirador, tratando de ver qué caudal llevaba aquel río.
—¿Son aguas tranquilas? —preguntó al comprobar que era imposible apreciarlo desde aquella altura.
—No se puede hacer rafting en aguas mansas —aclaró, emitiendo una relajada y suave risa—, aunque, dependiendo de la época del año, pueden ser más o menos bravas. Este es un río perfecto, muy salvaje durante todo el trayecto, y con algunos tramos que te cortan el aliento.
—¿Qué impulsa a alguien a hacer una cosa así? —dijo con una mezcla de incredulidad y admiración.
—Es emocionante, y un buen modo de soltar adrenalina —indicó Joe, apoyando los codos sobre la piedra.
—Hay otras formas de hacerlo que son menos peligrosas y mucho más agradables —respondió ella, como una niña resabiada.
—Estoy seguro de que sí —susurró Joe, mirándola a los ojos con una media sonrisa y una doble intención.
Pero ella no captó el sentido de sus palabras. Aún estaba asombrada de que disfrutara poniéndose en peligro.
—Si fueras algo mío, no te permitiría que te expusieras a un riesgo tan absurdo —exclamó.
«Si yo fuera algo tuyo...», pensó él, sin dejar de mirarla. «Si yo fuera algo tuyo...», se repitió, y no se atrevió a avanzar en sus pensamientos.
_____ no comprendió el porqué del silencio en el que se vieron envueltos de pronto, pero volvió a sentir que la mirada intensa de Joe le encendía las mejillas. Sus manos, sobre el muro de piedra, en algún momento que no recordaba se habían acercado hasta rozar las de Joe, pero no se atrevió a retirarlas. Volvió los ojos hacia el río, imaginando una balsa zarandeada por la fuerza del agua, y unos brazos fuertes remando para dominarla y no acabar golpeándose contra las rocas.
—Esas aguas deben de ser muy frías —comentó, luchando por controlar un estremecimiento.
—Son heladoras —reconoció él, siguiendo la dirección de sus ojos—. Cuando te hundes en ellas sientes que te congelarás antes de emerger a la superficie para tomar aire. Pero es una sensación emocionante que te hace sentir rabiosamente vivo.
_____ agitó la cabeza y volvió su atención hacia el inicio de la garganta. Le asustaba imaginarlo haciendo cosas tan peligrosas como ésas. Ella era una mujer de ciudad que adoraba la vida sin sobresaltos.
A Joe su preocupación le resultaba graciosa. Se apoyó en el vallado de piedra y extendió el brazo para señalarle una gineta semioculta entre el ramaje. Pero algo cambió, en un instante, que le borró la sonrisa. La brisa que llegaba por la garganta rocosa jugó a ponerle las cosas difíciles agitando el cabello de _____ y avivando su olor a moras. Volvió la cabeza hacia ella, que devoraba el paisaje con ojos de asombro.
Inspiró para recuperar el aliento y la cordura aun sabiendo que no lo conseguiría si no dejaba de contemplarla. Pero algún placer encontraba en esa tortura, porque deslizó la mirada, como en una caricia, por su delicado perfil hasta detenerse en sus labios.
«¿A qué sabe su boca cuando no lucha, cuando se deja besar y corresponde al beso?», se preguntó. Y de pronto se vio a sí mismo inclinando la cabeza para saborearle esos labios.
Se acercó despacio, con la sangre golpeándole en las sienes y el calor deshaciéndole la garganta.
—¿Qué es eso? —gritó ella, de pronto.
Joe cerró los ojos un instante y respiró hondo. Antes de responderle tenía que dominar el temblor que le recorría el cuerpo y le envolvía el alma. Había estado a punto de besarla y ella ni se había dado cuenta. Aún aturdido, buscó lo que había llamado su atención: el vuelo majestuoso de dos buitres.
—Son una pareja de quebrantahuesos —explicó a media voz, frotándose sobre el pantalón las palmas sudorosas de sus manos—. Les gusta este territorio rocoso.
—¿Son pareja? —preguntó sin advertir la confusión contra la que luchaba Joe—. Quiero decir que si llevan años guardándose fidelidad.
—La verdad es que sí —respondió él, riendo—. La mayoría de las veces se les ve volar juntos.
Las reflexiones de _____ también volaron, pero hacia Diego. Durante los cinco años que llevaban manteniendo una relación, ella no le había faltado ni con el pensamiento. Nunca dudó que así seguiría siendo el resto de su vida, pero estaba descubriendo que otro hombre ocupaba cada vez más tiempo y más espacio en su mente.
—Vivir en pareja debe de tener sus cosas buenas —dijo, volviéndose hacia él—. ¿Tú has estado casado o has vivido con alguien? —preguntó, cediendo al interés que eso le suscitaba.
Joe inspiró siguiendo el vuelo de los buitres hasta que los perdió entre los salientes de las rocas. Era la primera vez que le iba a hablar de su vida personal, y no le resultaba fácil.
—Una vez. Fue antes de regresar aquí. Se llamaba Nerea. Convivimos unos años. Incluso llegamos a pensar en tener hijos.
—¿Y qué falló? —quiso saber, buscando la respuesta en sus ojos.
—Yo —respondió con la mirada pérdida—. Yo fallé y lo pagamos los dos. Aquello terminó, yo liquidé mi parte de la clínica veterinaria con mi socio y me vine aquí.
—Esto del amor no es tan fácil como puede parecer —dijo _____, que decidió compensar una sinceridad con otra—. Yo mantengo una relación muy complicada que exige mucho de mí.
—¿Estás casada? —preguntó, volviéndose hacia ella con miedo a escuchar la respuesta.
—No —respondió, sacudiendo la cabeza—. Él está casado.
Joe pensó que descubrir que ella tenía un marido no le hubiera impactado tanto. La sorpresa le dejó inmóvil y silencioso a pesar de que se le amontonaban las preguntas que quería hacerle. Hubiera querido que le dijera qué hacía allí, durante tantos meses, si amaba a ese hombre que la estaría echando de menos. Le hubiera pedido que le explicara cómo, una mujer como ella, que podía conseguir a quien quisiera, podía unirse a alguien que no fuera libre. Le habría gustado saber qué placer puede haber en disponer del tiempo que a otro le sobra después de que ha hecho el amor con su legítima esposa.
Pero no preguntó. Y es que también él la deseaba aun después de descubrir que pertenecía a otro. Se mantuvo en silencio, esperando el regreso del vuelo de los fieles quebrantahuesos mientras el aire le acariciaba y le envolvía con un excitante olor a moras.


Las cortinas descorridas del ventanal permitían que la habitación se abriera al frondoso verde de los árboles de las mimosas y a los tonos amarillos y cobrizos de los arces. Era un espectáculo que se podía disfrutar desde la cama de dos metros con cabecero de caoba. Por algo era el mejor jardín de La Moraleja y pertenecía a una de las familias con más fortuna y linaje de todo Madrid.
Aún faltaba alrededor de media hora para que anocheciera, y Diego se ajustaba la corbata sobre una elegante camisa de seda blanca. Sentada frente al tocador, Helena, su esposa, luchaba con el cierre de su collar de diamantes. En unos minutos su jardín se llenaría de coches de lujo y su casa, de invitados importantes. De ellos dos se esperaba que fueran los perfectos anfitriones; y lo serían. Manejaban las fiestas y las relaciones públicas como nadie.
Helena admiró en el espejo cómo lucían los diamantes sobre el escote palabra de honor de su vestido negro. El collar, junto a otros dos brillantes que ya adornaban sus orejas, era el toque que había elegido para un vestido que costaba una fortuna.
—Diego, querido. ¿Puedes abrochármelo? —pidió con delicadeza. Y dio una calada al cigarrillo que volvió a dejar sobre el cenicero—. Acabaré rompiéndome alguna uña.
Diego dejó su corbata a medio anudar y se acercó a su esposa.
Nunca la hacía esperar. La mimaba, la consentía, la obedecía. Así había conseguido enamorarla, adorándola como a ella le gustaba que hiciera todo el mundo. La inmensa fortuna de la familia la había convertido en un ser orgulloso y prepotente que precisaba ser venerada como si fuera una diosa.
Lo supo en cuanto la vio por primera vez, mientras él limpiaba las cuadras del club de hípica, y ella llegó agitando su melena negra, exigiéndole que ensillara su caballo sin importarle que sólo fuera quien cargaba con el estiércol. La catalogó con rapidez y se juró que ella sería su billete para el mundo de lujo del que soñaba con llegar a formar parte.
Supo darle lo que una mujer hermosa como ella, pero insatisfecha porque nadie saciaba sus extrañas apetencias, buscaba pero no sabía pedir: obediencia, pero con mirada altiva; sumisión, pero sin perder el orgullo. Hizo que se sintiera dueña de la voluntad de un hombre arrogante que odiaba someterse.
Por eso, cuando ella le provocó hasta excitarlo como a un demonio para después fingir que se resistía, él la forzó en el interior de una sucia cuadra de caballos sabiendo que eso era lo que quería y que si se lo daba sería suya para siempre.
Unos meses después conseguía entrar por la puerta grande, con una boda religiosa en la que estaban invitados políticos destacados, personajes influyentes y empresarios poderosos. Y todo eso estaba ya a su alcance tan solo por satisfacer el ego y los bajos instintos de una hermosa, discreta y viciosa heredera.
Entonces le pareció un pago insignificante.
Ahora, después de casi diez años de matrimonio, y aunque él manejaba con eficacia la empresa familiar, seguía manteniendo el mismo juego con ella. La halagaba y adoraba cuando ella quería. Discutía cuando ella quería. Se sometía cuando ella quería, pero mostrando siempre la impotencia del hombre duro y fiero que odiaba agachar la cabeza. Eso la hacía sentirse poderosa. Y él quería que se sintiera poderosa y satisfecha para que siempre le estuviera agradecida. Eso también exigía que él la violentara cada poco tiempo, siempre que ella le desafiaba a que lo hiciera mientras fingía que le tenía terror.
Todo valía con tal de mantener la posición social por la que había vendido su alma, no al diablo, sino a la mujer que se la iba a mancillar durante todo el tiempo que fuera la dueña de la fortuna.
Pero tanto fingir y tanto manosear a alguien a quien no amaba comenzaba a pasarle factura. Sobre todo desde que _____, la verdadera mujer de su vida, había desaparecido para castigarle. Porque él estaba seguro de que ése era el motivo de su huida: castigarle y obligarle a que tomara la decisión de separarse.
Sabía que tendría que hacerlo si no quería perderla. Sobre todo después de la gravedad de la última humillación. Ella sólo le perdonaría si le presentaba los documentos de divorcio.
Lo haría, se dijo mientras ajustaba el cierre del collar de su esposa. Le pediría el divorcio y se casaría con _____.
Le pediría el divorcio en cuanto encontrara fuerzas para hacerlo.
Besó el cuello de Helena, justo sobre el brillante del cierre, y la miró en la imagen que se reflejaba en el espejo.
—Estás muy hermosa —afirmó para agradarla una vez más.
El brillo lascivo de sus ojos de ámbar le dijo que no había elegido un buen momento para el halago.
—Ahora no —imploró Helena, con voz temblorosa—. Los invitados están a punto de llegar. No me fuerces ahora, por favor —y el terciopelo del vestido indicó que comenzaba a separar las piernas bajo la tela.
Diego, resignado, deslizó las manos por el interior del escote hasta aprisionar los senos calientes y erguidos.
—No, por favor —volvió a suplicar, ya entre gemidos—. No me obligues ahora.
Diego le lamió el cuello y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, introduciéndose en la boca el diamante para no olvidar por qué hacía todo eso.
—Ahora mando yo —le susurró, haciendo acopio de la violencia que ella esperaba recibir—. Ahora mando yo, y tú harás todo lo que yo te ordene.




















Natuu! :happy:
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por Julieta♥ Mar 24 Abr 2012, 10:46 am

como asiii
la rayis s emetio ocn el aun sabiendo q era casado????
q malll
pobre d emi joe esta sintiendo cosas por la rayis y esta confundido :(
sigue plisssssssssssssss
Julieta♥
Julieta♥


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