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Mensaje por hange. Sáb 28 Jul 2018, 9:00 pm

No te preocupes mujer, esperamos Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193
hange.
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Mensaje por Bart Simpson Jue 02 Ago 2018, 12:39 am


Holi Coven of salem - Página 6 1187795894
Perdón por no haberme pasado antes. Vengo para avisar que no he subido mi ficha a pesar de que ya está terminada porque hace poco formatearon mi laptop, guardé toda la información que tenía en unas memorias y pues... no sé dónde coño están las jodidas memorias Coven of salem - Página 6 3232760151
Pero planeo subir la fecha en cuanto termine con un cap de otra fic so... no tardaré demasiado; al igual que dejaré los comentarios correspondientes a los capítulos que se han posteado... Bye Coven of salem - Página 6 77880782


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Mensaje por hange. Dom 05 Ago 2018, 10:05 pm

kandeeee :
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Mensaje por hange. Dom 05 Ago 2018, 10:06 pm

Hades. escribió:

Holi  Coven of salem - Página 6 1187795894
Perdón por no haberme pasado antes. Vengo para avisar que no he subido mi ficha a pesar de que ya está terminada porque hace poco formatearon mi laptop, guardé toda la información que tenía en unas memorias y pues... no sé dónde coño están las jodidas memorias Coven of salem - Página 6 3232760151
Pero planeo subir la fecha en cuanto termine con un cap de otra fic so... no tardaré demasiado; al igual que dejaré los comentarios correspondientes a los capítulos que se han posteado... Bye  Coven of salem - Página 6 77880782


Jajajaja no te preocupes Jen, tu busca las fichas y te esperamos Coven of salem - Página 6 1857533193
hange.
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Mensaje por indigo. Vie 17 Ago 2018, 4:52 pm

Voy a subir pronto, lo juro por los dioses Coven of salem - Página 6 3373640616
Ya solo me quedan tres partes, espero subir la semana que viene * cruza los dedos *
indigo.
indigo.


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Mensaje por indigo. Dom 19 Ago 2018, 8:29 am

he terminado el capítulo Coven of salem - Página 6 918334782 en cuanto tengo el comentario de Dani y lo corrija lo subo Coven of salem - Página 6 1477071114
indigo.
indigo.


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Mensaje por hange. Dom 19 Ago 2018, 9:48 am

AAAAAAAAAAAAAAAA
Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193 Coven of salem - Página 6 1857533193
hange.
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Mensaje por indigo. Dom 19 Ago 2018, 1:33 pm

Aquí el comentario, siento haber tardado tanto. En un rato subo mi capítulo  Coven of salem - Página 6 1054092304

Dani Coven of salem - Página 6 1477071114:
indigo.
indigo.


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Mensaje por indigo. Dom 19 Ago 2018, 3:38 pm

holi:


CAPÍTULO 04 // PARTE 01 .
aurora raven & huxley delacour.





El reloj bombea como el pulso. Tic-tac. La sangre se expande empapando la punta de mis zapatillas. Tic-tac. Mis manos también están manchadas: cálidas, pegajosas. Tic-tac. El cuerpo se enfría y yo me dejo ir. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac…

Me transporto a un mundo sensorial donde el tiempo no me alcanza. Por primera vez, no hay reloj que me diga cuándo levantarme, timbre que me zarandee de un aula a otra o que marque mi horario de comida. El sol entra y sale de su escondite varias veces desde que estoy aquí.

El hambre me devora. El sueño me reclama. Da igual. Lo único que siento es el tacto duro del anillo en una mano y la carta arrugada en la otra. En una mano mi verdadera naturaleza, en la otra, la cruda realidad de mi existencia.

En ningún momento aparto la vista. El rostro desfigurado de mi padre, del que ya es imposible adivinar los rasgos, acapara toda mi atención. Sé que tengo partes de él pegadas en mi cara. Todavía noto el fantasma de sus manos aprisionando mi cuello, con intención de asfixiarme hasta la muerte. Es curioso, porque en muchas ocasiones no he dormido por las noches creyendo que esa sería la noche en la que Rufus se decidiría a terminar con mi vida.
Hay padres que, simplemente, no quieren a sus hijos.

Sin embargo, ahora que conozco los motivos por los que me odiaba, podría sentir pena. Si yo fuese capaz de sentir algo, claro. Incluso, puede que un poco de esa empatía que tanto se venera. Mi madre nos condenó la existencia a ambos. A Rufus arrebatándole la posibilidad de encontrar el amor y a mí la capacidad para sentirlo. Ambos, títeres de sus caprichos maquiavélicos.

Un ruido chirriante me sobresalta, a continuación, una luz blanca inunda el salón momentáneamente. Coches. Hay alguien en la puerta de mi casa. Vuelvo a la realidad de un bofetón. Y con ella llega todo, en especial el olor. Insoportable, descompuesto, humano: el olor de mi padre. Reprimo las arcadas tapándome la boca con el dorso de la mano. Mi cuerpo está tan agarrotado tras días en la misma posición que me duele incluso la tentativa de moverme. Procuro incorporarme, pero me fallan las piernas la primera vez y debo realizar varios intentos antes de conseguirlo. Me mareo y la estancia gira a mi alrededor. Renqueo hasta el aparador bajo la ventana para sostenerme. La falta de alimento y de sueño me juegan una mala pasada.

PUM.

La puerta de entrada explota y sus restos salen disparados en distintas direcciones, acompañados por una ráfaga de viento que disuelve el ambiente enrarecido. Incapaz de reaccionar, varias astillas me rozan los brazos, desgarrándome la sudadera y abriéndome la piel. Aunque mi mente ya funciona, mi anatomía continúa en parálisis. En lugar de salir corriendo, me quedo mirando el rectángulo donde antes estaba la puerta. La luz de la luna se vierte en la entrada en un ángulo agudo, no es especialmente intensa, pero parpadeo porque noto que se me queman las retinas.

¿Cuántos días han pasado? ¿Dos? ¿Tres? Trago saliva y es como si me pasaran lijas por la garganta. Muero de sed.
Permanezco estática, estatua humana. Tres siluetas aparecen en la puerta, sus sombras se alargan hacía mí. La del centro es más pequeña, las que la flanquean: grandes y corpulentas, monstruosas. Sus sombras rozan mis zapatillas ensangrentadas. Aguardo, porque no sé qué otra cosa puedo hacer.

La figura central se adelanta a las otras dos. Sus pasos generan ruidos sordos en la madera del porche, lleva tacones, debe ser una mujer. Cruza el marco de la puerta sin prisa, cautelosa.

Toc, toc.

Mi corazón acompaña los taconeos.

Toc, toc.

Se me eriza el vello del cuerpo.

Toc, toc.

Y, entonces…

—¡Qué olor tan desagradable! —exclama manoteando frente a su cara. Saca un pañuelo del bolsillo y se cubre el rostro con él.

La observo, paralizada como estoy. Ella repite el proceso conmigo. Parecemos gatos, agazapados, alerta. Como tiene la cara tapada, apenas puedo adivinar sus facciones. Frente ancha y ojos negros, pequeños, escondidos tras unas gafas de pasta. El pelo rojo, mal planchado, me recuerda a una pelusa gigante. Delgada y larga, si se pusiera de perfil podría desaparecer. Viste con elegancia y extravagancia divididas: vestido recto de topos negro y un abrigo de bisón. A saber cuántos animales han muerto para confeccionarlo.

—Menudo estropicio que has montado.

Aparta el pañuelo de su rostro; cuadrado, arrugado y de boca pequeña. Da un paso al frente, entrando en el salón. Observa el cadáver desfigurado de mi padre y los restos de carne y cartílago pegados a las paredes. Carece de impresión, como si estuviera observando una obra de arte estrafalaria, pero incapaz de despertar su interés.  

—No era necesario tanto exhibicionismo, Aurora.

«Sabe mi nombre». El vello del cuerpo se me eriza de nuevo, alerta.

—¿Quién eres? —Mi voz entona ronca y cavernosa. Demasiados días sin pronunciar palabra.

Antes de que responda, las dos sombras que la acompañan entran en casa. Hombres. Llevan trajes negros y gafas de sol en su pelo rubio teñido. Me doblan en tamaño y altura. Si hubiese posibilidad alguna de fiarme de esta extraña señora, se esfuman en cuanto los veo.

—Soy una amiga. Hemos venido a buscarte.

Me aparto del mueble que me sirve de sujeción despacio. Las palabras de mi abuela se dibujan en mi cerebro: «Dirígete a Nueva Orleans, allí estarás a salvo. Te están esperando». Hace poco que descubrí que mi abuela me mintió durante toda la vida, me cuesta confiar en su palabra.

—No voy a irme a ninguna parte contigo.

Según la abuela hay un aquelarre de brujas aguardando por mí en la ciudad. Donde me protegerán, entrenarán y ayudarán a controlar mis recién descubiertos poderes. Sin embargo, yo tengo otros planes en mente…

La mujer sonríe, sus labios teñidos de rojo destellan en la oscuridad. Tiene un aire a Cruella De Vil, pienso. Los dos gorilas aprietan los puños a sus costados y adoptan una posición de defensa. Me planteo la idea de saltar por la ventana. Si actúo rápido quizás pueda alcanzarla antes de que les dé tiempo a reaccionar.

—Yo que tú no lo haría, puedes hacerte daño. —Ha adivinado mis intenciones.

Comienzo a desesperar. Si no hago algo, acabarán llevándome. No hay salida. Estoy tan débil que no llegaré a ningún sitio. La única manera de escapar es desaparecer, disolverme en el aire. Ojalá fuese capaz de hacerlo… Y, como si ese pensamiento transcendiera mi cerebro, siento un tirón en el estómago y un hormigueo me retuerce el cuerpo.

Todavía me da tiempo a ver la cara de fastidio y el gritito indignado de Cruella De Vil antes de disolverme en el aire.


Aterrizo sin ningún tipo de clases. Quiero decir, que me doy una hostia monumental contra el suelo. Desorientada y atontada, me quedo tumbada unos segundos. Intentando recuperar el aliento. Todo me da vueltas y vomitaría de no ser porque no hay en mi estómago. Un desagradable regusto a tierra me inunda la boca. Aún con los ojos cerrados, palpo el suelo. Noto piedras y arena. Un viento gélido me zarandea y su silbido me rodea.

Tomo un momento de respiración de toda la locura en la que se ha convertido mi vida desde el masacre para pensar en lo que acaba de ocurrir. En que he hecho magia, por segunda vez, tan solo con desearlo. Algo ha despertado en mi cuerpo: como si la verdad sobre quién soy hubiese activado la magia dormida en mi interior. Solo tengo que quererlo.

Los segundos se transforman en minutos. Podría quedarme aquí para siempre. Teletransportarme me ha robado el poco aliento que me quedaba. Sigo quieta durante lo que parecen horas. Consciente e inconsciente a momentos. Sin prestar atención al frío que hace temblar mi cuerpo. No encuentro motivos para levantarme.

Entonces, recuerdo otras de las palabras que mi abuela escribió en la carta. «En ningún lugar estarás completamente a salvo. Nuestro mundo está en guerra y las brujas desempañamos un papel fundamental. Pase lo que pase: no te dejes atrapar».  

Abro los ojos. Mi mirada choca contra una hilera eterna de lápidas. Deslustradas, ladeadas: vigías de la madrugada. «Estoy en casa», proceso. Acto seguido me digo que tengo que levantarme así se me quede la piel pegada al suelo. Si Cruella De Vil sabía que estaba en casa de mi padre el próximo lugar donde me buscará será aquí. Cualquiera buscaría aquí.

Consigo sentarme a duras penas. Tiemblo por el frío, el cerebro me baila sin sujeción dentro del cráneo y la imagen del cementerio de Morgan City se desdibuja en mis ojos. Lucho contra el cansancio, el hambre y la sed. Logro levantarme. Dejo que mis pies se asienten sobre el suelo. Tomo una bocanada de aire que me congela por dentro. Acto seguido, me interno entre las lápidas, como tantas otras veces antes.

Me dejo el aliento y las fuerzas con cada zancada, pero al cabo de un rato consigo llegar a la vivienda de las Raven. Escondida entre los sauces, en la zona más apartada del cementerio. La piedra blanca reluce en la oscuridad, en la que danzan sombras de brazos afilados. El precinto policial se zarandea con el viento emitiendo un zumbido molesto y constante, como cientos de avispas cantando.

Allí, dentro del mausoleo, había encontrado los cadáveres de mi familia días atrás. Y, a raíz de aquel hecho: todo había cambiado.

Un paso tras otro, alcanzo el edificio. Traspaso la cinta policial: cae a mis pies. He llegado a la meta. Me precipito contra la puerta y logro trastabillar, atravesando la densa oscuridad del interior, hasta el fregadero. Abro el grifo y mi boca sedienta recibe el chorro de agua. Bebo y bebo hasta que me duele el estómago. Aferro los dedos al borde del fregadero, acompañada por los arañazos de los árboles contra las ventanas.

Obligo a mis pulmones a calmarse. Al tiempo que me advierto que será solo un momento. No puedo entretenerme.
A causa de mis carencias emocionales, soy incapaz de mantener el estado de alerta. No es hasta que veo peligrar mi estado físico cuando mi cerebro percibe la amenaza. En ese aspecto, mi funcionamiento no se diferencia mucho del de un animal.

En este preciso momento, sin embargo, soy consciente de que a pesar de encontrarme físicamente a salvo: Cruella y sus matones vienen a por mí. Debo ser rápida. El tiempo ha vuelto a transcurrir. No pienso dejarme capturar.
Mis respiraciones entran en sintonía poco después y, es cuanto necesito para ponerme en marcha. Camino de nuevo hacia la puerta para pulsar el interruptor de la luz. Mucho menos debilitada que antes.

La estancia se ve iluminada con un amarillo tenue y polvoriento, procedente de la bombilla desnuda que cuelga sobre la mesa de la cocina, que ocupa casi todo el espacio libre. Todo se ve rodeado por una tensa quietud. Por una paz artificial. Todo continua igual que la última vez que visité el mausoleo, salvo por la ventana rota, tan solo unos días atrás: cuando encontré los cuerpos descuartizados de mis tías y mi abuela.

Voy hasta las alacenas en busca de algo comestible. Ni siquiera me acerco a la nevera, el olor a comida putrefacta inunda mis fosas nasales. Encuentro galletas, cereales y unas cuantas barritas energéticas. También hay mermelada casera de higos, la especialidad de mi tía Aria. Cojo todo y me siento en el banco de madera, a la mesa. Me meto tres galletas enteras a la boca. Al tiempo que unto una gran capa de mermelada en otra. Engullo ávida, sin modales. Hasta que noto una arcada que me obliga a parar. Mi cuerpo, privado de comida durante tantos días, rechaza la abundante cantidad de alimento.

Mientras aguardo a que la comida se asiente, lanzo una mirada exhaustiva a la cocina. Vuelve a molestarme el orden que reina aquí. La mesa conserva su caos habitual: con velas a medio consumir, torres de libros de Herbología, Geología y leyendas paranormales. La baraja del tarot que utilizaba mi tía Clarissa con sus clientes se encuentra desperdigada a mi lado. El mortero de la tía Jazmin, volcado, con los pétalos de rosas derramados en una esquina. Y comprendo qué es lo que me perturba. Que la casa parece detenida en el tiempo, en el momento exacto antes de que masacraran a mi familia.

Debían estar las cinco aquí sentadas, después de una ronda por el cementerio, pasando el rato. Ajenas a que cuando menos se lo esperasen una criatura destrozaría la ventana y acabaría con sus vidas. Y que yo las encontraría horas más tarde. Tate, con el pecho desgarrado por unas garras descomunales: con la carta y el anillo a un lado. Clarissa, con las manos arrancadas y medio rostro desfigurado por los mordiscos. Aria, irreconocible salvo por su ropa. Y, por último, Jazmin, tumbada de espaldas a escasos centímetros de la puerta, con un brazo extendido tratando de alcanzarla. Me da por preguntarme si trataron de pedir ayuda, si lucharon. Cuatro brujas contra una bestia.  

Llamé a la policía antes de encontrar la carta en la que mi abuela me lo confesaba todo. Quizá, de haberlo sabido antes, no lo habría hecho. El forense determinó que se había tratado de un ataque animal, seguramente perpetuado por unos cuantos lobos. A pesar de la escasa probabilidad de que varios lobos vagaran por las calles de Morgan City sin llamar la atención. Pero, para ellos, que son seres racionales, las que criaturas como yo solo existimos en la ficción y no podía existir otra explicación.

Tenían razón: fue un lobo. Del tipo que puedes cruzarte todos los días de camino al trabajo pensando que no es más que una persona como tú. A mi familia la había asesinado un licántropo.

Cierro el puño, la galleta que sostengo se descuartiza en migajas. La sangre se me incendia y unas ganas determinadas de encontrar al autor de los asesinatos e infringirle las mismas heridas que les hizo a ellas me invaden. No puedo llorar, no puedo echar de menos, no siento dolor. Pero, desde aquella noche, cuando lo pienso: puedo experimentar una ínfima parte de eso que llaman ira. La suficiente como para no querer parar hasta que dé con esa bestia.

«Aurora. Muévete, el tiempo».

Me levanto de la mesa y traspaso la puerta que lleva a las escaleras donde están las habitaciones y el baño. Desde fuera, esto no parece más que uno de los muchos mausoleos del cementerio. Pero dentro, es una casa como cualquier otra. La casa donde crecí porque mi padre no me toleraba más de dos días seguidos.

Cuando me cruzo con el reflejo en el espejo del baño me doy cuenta de lo demacrada que estoy. Tengo el pelo negro apelmazado, a causa de la suciedad. La cara llena de sangre y restos de carne, barro y tierra. Mis ojos azules y grandes, se encuentran rodeados por ojeras descomunales. Me doy una ducha rápida y a continuación, voy a mi habitación. Agarro mi vieja mochila del instituto y la lleno con unas cuantas mudas limpias. Me visto con unos vaqueros, una sudadera y mi anorak. Regreso al baño y de la ropa sucia, rescato el anillo y la carta de Tate.
Dudo sobre ponerme el anillo o no. Al hacerlo, lo estoy aceptando. Que, aunque no me haga ni puñetera gracia, soy una bruja y, no una cualquiera. Que van a darme caza. Que nada volverá a ser tan monótono y cómodo como hasta ahora.

Al final, lo introduzco en el dedo índice.  

Ya está.

Aurora Raven. Bruja y experimento fallido.

Realizo una última parada en la cocina para guardar las sobras de comida. Abro uno de los cajones en busca de la caja de madera en la que mi abuela guardaba el dinero: también la meto en la mochila. Estoy a punto de marcharme cuando caigo en la cuenta de que he dejado todas mis huellas en la casa. «Cubre tus pasos, el más mínimo detalle puede ser una pista para que nuestros enemigos te encuentren». De nuevo, la carta, tatuada en mi cerebro.

Me acerco hasta el fregadero del mueble, saco un bidón de gasolina que solían usar para quemar los cuerpos en el crematorio. Miro la cocina una última vez y comienzo a rociarla con gasolina. Aquí acaba mi antigua vida. Que el fuego la mate, que se lleve las mentiras, la normalidad..., hasta que solo queden cenizas.

Tiro el bidón vacío al suelo y me paso el dorso de la mano por la frente, sudando. El olor fuerte de la gasolina me abrasa los pelos de la nariz: mezclado con el aroma a caléndula y romero. Mi pecho se fatiga, debido a la falta de sueño.

Agarro una caja de cerillas de encima de la mesa. Ahora sí, se acabó.

Me dirijo hacia la puerta, con la vista fija en la madera rayada del suelo. Retumban mis pasos, huecos. Un brillo metálico, junto a la mesilla en la que dejaban las llaves, llama mi atención. Me agacho para ver de qué se trata.  
Es una pulsera de cuero, con una media luna de plata colgando de ella. Tiene restos de sangre y unos cuantos pelos de color negro enganchados entre los nudos.

Del asesino. «El más mínimo detalle puede ser una pista…». Sin pensarlo, la guardo en el bolsillo trasero de mi pantalón. Vuelvo a incorporarme e inmediatamente después, abro la puerta. Una corriente de aire frío choca contra mi cuerpo: zarandea mi ropa y hace que el pelo corto, aún mojado, se me pegue en las mejillas.

La oscuridad fuera es densa, casi palpable. En este tramo del pequeño bosque, la luna es incapaz de filtrar sus rayos. Le doy la espalda a la noche. Saco una cerilla y la enciendo. Observo la llama diminuta, aferrando la cerilla entre pulgar e índice. Parpadea a causa del viento que traspasa mi cuerpo.

Sin alargar más el momento, tiro la cerilla dentro. Y, enseguida, el suelo comienza a arder. Se propaga, se alza e impone su calor. Cierro la puerta y retrocedo, de espaldas, sin dejar de mirar. Las llamas ya tienen al menos un metro de altura, las veo ascender por las ventanas. Es curioso, como algo tan pequeño, combinado con la sustancia correcta, puede destruir algo que tiene siglos de vida, en segundos.

En cuestión de minutos, yo seré lo único que quede de este aquelarre. Yo, que ni siquiera tenía constancia de pertenecer a uno, que había crecido creyendo que mis tías y mi abuela solo eran una panda de mujeres excéntricas.

La última Raven.

Podría quedarme aquí durante horas: hasta que no quedaran más que cimientos carbonizados. De nuevo, tengo que recordarme que estoy en peligro. Que debo marcharme. Ajusto las tiras de la mochila, girando sobre mis propios pasos. Doy la espalda a mi pasado con una facilidad a la que muchos sorprendería.

Me adentro entre los árboles. Mis pasos rompen las hojas secas. Sigo débil, pero con la fuerza suficiente para llegar a la estación de autobuses y abandonar Morgan City. Entonces, por fin, podré dormir.

Como era de esperar, no llego muy lejos. Antes incluso de poner un pie en la zona de las tumbas, diviso tres figuras que serpentean entre las lápidas en pos a mi posición. Me preparo para recibirlos. Hasta que mi cuerpo se alerte, se sienta en peligro y pueda hacer de nuevo ese truco de desaparecer y aparecer en otra parte.

Cuando solo nos separan tres metros, el naranja desteñido del pelo de Cruella brilla bajo la luna. Al verme, quieta en la linde los árboles, se detiene. Sus acompañantes hacen lo mismo, como si sus movimientos estuvieran ligados a los de la mujer. Ella jadea y su cuerpo huesudo tiembla.

—Aurora, deja de jugar —advierte. Me habla como si fuese una niña traviesa que acabara de colmar el cupo de su paciencia—. Ven conmigo, cuanto antes lo hagas, antes podremos ponerte a salvo.

En cuanto percibo sus palabras, mi cuerpo se activa. Experimento un torrente de energía recorriéndome de arriba abajo. Revitalizante, poderoso. Vibro a causa de esa corriente. Cruella está ya a dos metros. Cree que ha ganado, al ver que no me muevo.

«Venga, desaparece». Insto a lo que sea que me brinde la capacidad de hacerlo. La energía pesa dentro de mi cuerpo, se concentra. Y, entonces, estalla. Siento el tirón en el estómago y el mareo.

—¡Maldita cría! —exclama la señora, al verme desaparecer.

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Me atraparon en Tallahassee, casi una semana después. He de reconocer que Myrtle —así se llama en realidad Cruella— jugó una partida magistral. El gato aguardó en las sombras a que el disfuncional ratón bajara la guardia. Lo acorraló en un callejón sin salida, paralizándolo con serbal para que no desapareciera y lo dejó inconsciente.
Cuando el ratón despertó: estaba encerrado en una mansión victoriana de Nueva Orleans.

Permanezco sentada al borde de la cama, adormilada aún. Han pasado dos desde que llegué. Solo hizo falta una para abandonar mis intentos por darme a la fuga. Cuando descubrí que en Nueva Orleans habitan casi la totalidad de las especies sobrenaturales de este mundo de locos y, que las estadísticas indican que aquí tengo más posibilidades de hallar lo que busco. Por otro lado, como poseedora de uno de los anillos, soy una de las candidatas a convertirme en la Suprema. No es algo a lo que pueda renunciar así como así. Cordelia se encargó de dejármelo claro. Y, muy a mi pesar, necesito los entrenamientos. Debo aprender a controlar mis poderes, que aún se resisten y agotan si hago un uso excesivo de ellos.  

Cuando encuentre al licántropo, tendré control y poder suficientes para acabar con él. Es lo que me repito todas las mañanas. Me aferro a esta idea de la misma manera que una leona se aferraría a sus crías. Con garras y dientes desvestidos.

Sin más preámbulos, abandono la inmensa cama y me dirijo al baño para darme una ducha. Con el cansancio crujiendo mis huesos. El día anterior, Cordelia nos dio una sesión de conocimiento nocturno que se había extendido hasta altas horas de la madrugada. Pasamos horas escuchándola parlotear sobre nuestros antecedentes. Ella nos asegura que es necesario. Pero, en el fondo, todas sabemos que está tratando de evitar lo inevitable: entrenarnos para la guerra que se afana en atrasar.

Una vez limpia y vestida, tardo más tiempo del normalmente establecido en abrir la puerta. Aún no he salido y ya necesito regresar. Agotada ante la sola perspectiva de tener que poner en marcha, otro día más, este teatro de humanidad. Responde, pregunta, saluda, despídete… Es tedioso, molesto. Tener que concentrarme en cada palabra que me dirigen, determinar el tono emocional, la intención, catalogarla, emular una respuesta acertada.
Pero, es necesario. Mantiene mi mente ocupada y me aleja de la inmersión en mi hueco. Fingir ser una humana normal, impide que me deje llevar por los instintos básicos de un animal.

Camino sosegada por el pasillo del segundo piso. Retardando cuanto puedo la llegada a la cocina. Con suerte, quizá no haya nadie desayunando para cuando llegue y, pueda comer en soledad. Pero las voces y el sonido hueco de la vajilla, que se propaga hasta el vestíbulo, señala lo contrario.

Siguen todos en el comedor, a excepción de Cordelia, que toma el desayuno en su despacho o mucho antes de que nos despertemos. Mis compañeras comen en silencio, cada una con sus asuntos. Ran mueve la cabeza como si escuchara una canción y charla con Salem, el gato metomentodo, al tiempo que remueve sus cereales. Catha, perdida en un sitio diferente a este, desmenuza su tostada. Y, por último, Ava, que mordisquea una fresa sin dejar de leer su libro. Reparo en Spalding cuando estoy tomando asiento. Quieto junto al aparador de los platos, como una estatua de mal gusto. Cruzamos una mirada momentánea.

—¡Buenos días! —exclama Ran, con una sonrisa que le ocupa hasta el sitio de las mejillas.

«Educación. Saluda».

—Hola. —Pero yo no sonrío, no puedo. Todo cuanto puedo hacer es modular el tono de voz para que suene un poco más suave que de costumbre.

Agarro una tostada para saciar el hambre. Y, observo. Es curioso cómo una situación tan mundana como el desayuno, puede verse alterada dependiendo de cuáles y cómo sean las personas que participan en él. El de hoy; sosegado, tranquilo, silencioso. Recuerdo el primero al primero que tuve que enfrentarme en esta mansión. La presentación que hizo Cordelia sobre mí: «Esta es Aurora Raven, su llegada ha sido dificultosa. Tratadla bien». La tanda de preguntas que me soltaron Ran y Catha, la mirada evaluadora de Ava, que había llegado a penas una semana antes que yo. Preguntaron, pero ya sabían. El gato se lo había contado todo. Que asesiné a mi padre, mis tías y mi abuela descuartizadas por una bestia. Aunque, por supuesto, creían que la muerte de mi padre había sido un desafortunado accidente. Incluso Cordelia. Perdió el control de sus poderes, fue un terrible daño colateral.

—¿Qué tenéis pensado hacer hoy? —pregunta Ran, mirándonos a cada una por turnos. Era la que más se esforzaba por crear un vínculo entre nosotras.

—Ya sabes, esto y lo otro... —responde Catha, dispersa.

Ni Ava ni yo respondemos. «Contesta si te hablan directamente. No gastes energía si no es necesario».  

—¿Os ha comido la lengua el gato? —añade Salem, intentando sonreír con su boca gatuna.

Tengo que hurgar durante un rato en mi almacenamiento para comprender lo que acababa de hacer. Chiste: Dicho, ocurrencia o historia breve, narrada o dibujada, que encierra un doble sentido, una burla, una idea disparatada, etc., y cuya intención es hacer reír.

Me doy cuenta de que me he quedado mirándolo cuando sus ojos verdes, rasgados, me devuelven la mirada. Bufa en mi dirección y se le erizan los pelos.

—No me caes bien —anuncia—. Miras extraño. Era como una cámara de vigilancia que almacena todo lo que ocurre a su alrededor para más tarde analizarlo.

Al final, es el gato quien da la definición más acertada. Observo, analizo. Estudio a las personas con las que debo convivir, resalto sus cualidades y defectos más arraigados, hago una lista sobre las respuestas más comunes que debo entonar.

Salem orbita con la cola, llenando la mantequilla de pelos negros. Me cuesta determinar si espera una respuesta. Pero Rain intercede:

—¡Salem, no seas maleducado! —Lo regaña, pensando que ha podido ofenderme.

Ran me trata con dulzura y nana en la voz: creo que piensa que estoy traumatizada por lo que ocurrió. Que, en realidad, no soy de esta manera. Tratarme bien y crear un ambiente de confianza, son la solución. Procuro no coincidir con ella. Es una de esas personas que invirtieron tiempo en mí y acabaron decepcionadas, heridas.

—Tiene un poco de razón —interviene Ava, por primera vez. Sin apartar la vista de su libro—. La muchacha es rara.

Ava es quien más me gusta. Porque no me hace ni el menor caso. Así es más sencillo, una persona menos en la que invertir energía fingiendo.

—El anillo de nuestras antepasadas locas nos eligió, vivimos en una casa con un mayordomo que parece tener intención de merendarnos y un gato metomentodo. Todas somos un poco raras—. Catha se sofoca a medida que habla, aunque es difícil saber hasta qué punto, debido al tono oscuro de su piel.

—No es mi culpa que la gente no se dé cuenta de mi presencia cuando quieren hablar de temas privados. —Se defiende Salem.

Ran ríe por la ironía y le rasca detrás de la oreja. El gato pone mala cara, pero se le escapa un ronroneo placentero.
Catha y yo nos miramos. Puedo ver cuánto le molesta a Catha esta situación. De la misma manera que sé que no me está defendiendo. Lo hace para observar mi reacción. Es un huracán de preguntas, amiga del conocimiento. Le gusta saber con quién está tratando. Busca guías en mi piel que la ayuden a entenderme.

—Ya —respondo.

Frunce el ceño ante mi estoicidad. Esperando más de lo que recibe. Vuelvo a mi tostada, trabando la vista en la cristalera. Varios suspiros a coro me llegan a los oídos. Pronto, Catha y Ran se embarcan en una conversación. Ava cierra el libro y se marcha con una escueta despedida poco después. Decido hacer lo mismo. Sin despedidas.
Al pasar por el lado de Spalding, este me susurra:

—Cordelia quiere verte en su despacho.

Prosigo mi camino sin detenerme, con ganas de tomar la puerta de salida en lugar de subir las escaleras en dirección al despacho. Pero sé que debo hacerlo. Comportarme. Obedecer.

Olvido llamar a la puerta y la abro sin pedir permiso. La directora del aquelarre está sentada tras el escritorio, con una taza de té vacía a su lado. La estancia se encuentra en penumbra. Sonríe ante mi llegada.

—Querías verme —afirmo, quieta sobre la alfombra.

Me invita a sentarme en una de las sillas orejeras, en mi lado del escritorio. Mis piernas obedecen y camino sin ruido hasta que me dejo caer en la silla acolchada.

Cordelia continúa sonriendo. No se asemeja para nada a la imagen premeditada que me había hecho de ella. Tomando a Myrtle y los Gorilas como referencia había esperado que fuese una mezcla entre Reina Malvada y Voldemort. Sin embargo, esta mujer —además de tener nariz—, combina la elegancia natural con una pose regia que la ayuda en su cargo como directora, un aura cálida y una preocupación genuina por nosotras.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Me gustaría saber cómo te encuentras.

«No me encuentro».

—Creo que esta conversación no te llevará a ninguna parte —procuro advertirla.

Hubo un tiempo, cuando era pequeña, en el que acudía con frecuencia a la consulta de un psiquiatra infantil. Querían saber qué ocurría conmigo. Llegaron a pensar que podía sufrir el síndrome de Asperger o, incluso, autismo. De un día para otro, Tate dejó de llevarme. Creo que fue cuando descubrió que esto era obra de mi madre, que lo que me ocurría no podía solucionarlo la medicina convencional, ni ningún tipo de medicina extraordinaria.

Estar aquí, sentada con Cordelia, me recuerda a los días de consulta.

—¿Por qué lo dices? —pregunta. Su voz es de piano; melodiosa, acompasada, pero no demasiado alta.

Arremeto mi pelo corto tras la oreja. Trato de leer su expresión para hacerme una idea de lo que tengo que responder para que se quede satisfecha y me deje tranquila. Nada: es un lienzo en blanco.

Mis tías me enseñaron a hacerlo. En lugar de instruirme en el mundo de la brujería —que me hubiese venido de perlas, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos—, se aseguraron de que pudiera comportarme como un ser social. Nada de hechizos, yo tuve que aprender de memoria la definición de todas y cada una de las emociones. Cuándo una persona experimentaba alguna, cómo reaccionar y responder ante ellas. Me enseñaron bien, si me esfuerzo, nadie sospecha que no funciono del todo bien. El problema es que cuando te aprendes algo de memoria y surgen imprevistos, no tienes recursos a los que acudir.

Como ahora. El pragmatismo de Cordelia me deja sin guion.

—Sé a dónde quieres llegar con esta conversación. La he tenido cientos de veces. —Cuando esto ocurre, me limito a ser yo misma.

La directora se inclina hacia a mí, queriendo crear un ambiente íntimo y confiado. El olor de su colonia de rosas me pica en las fosas nasales: hago todo lo que puedo por no estornudar.

—Has pasado por una experiencia traumática recientemente… —deja la frase en el aire. Pausa para observar mi reacción. No me inmuto. Prosigue—: Puede que pienses que estar triste y llorar no servirá de nada. Pero te ayudará a sanar, Aurora.

Las personas acostumbran a pensar que reprimo mis emociones, que soy fría y dura como una roca. No lo entienden. Antes, yo tampoco lo comprendía.

—Para sanar hay que tener una herida. —Es un punto a mi favor, desde luego. Sin tristeza, ni nada, solo una reminiscencia de lo que puede ser ira. Tengo la cabeza despejada para encontrar al asesino de mi familia.

Cordelia parpadea y abre los labios unos milímetros. Trata de ocultar el espanto. Sus ojos me dicen que acaba de comprender algo.

—Tate no se equivocaba, eres…

Así que mi abuela se lo contó. Que mi madre hechizó a mi padre para que se enamorase de él, que soy fruto de ese engaño y, en consecuencia: estoy incapacitada sentir. Maldita por el simple hecho de existir. Me pregunto hasta qué punto se conocían, si le confío mi naturaleza cuando ni siquiera fue capaz de contármelo a mí.  

Me levanto de la silla sin generar ruido. Observo a Cordelia desde las alturas. A esta distancia encuentro otra capa suya: la contemplo frágil, ingenua y atormentada.

—Comprenderás que no hay nada que puedas hacer. Soy como soy. Ellas lo intentaron durante años y fracasaron.
No malgastes tu tiempo.

Cordelia se levanta ayudándose del borde del escritorio. Parece conmocionada y en sus ojos brilla la lástima.

—Subestimas el poder de la magia, Aurora —intenta detenerme, extendiendo la mano hacia mí—. Toda maldición puede romperse.

Suspiro. Ignorando su mano, apartándome.

—No te ofendas, pero mi abuela era mayor que tú, con mucha más experiencia. Si ella no pudo arreglarme, dudo que tú seas capaz de hacerlo—. Cordelia frunce el ceño, dolida. Que me enseñaran a comportarme no significa que lo emplee siempre. Es extenuante tener que seguir una pauta todo el tiempo.

Me doy la vuelta para marcharme. Si mi tía Jazmin estuviese aquí y esta fuera una de sus clases, me diría: «Y ahora sentirías frustración. Que es lo que se siente ante una situación que no puedes cambiar».  

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Recibo el mensaje a medio pasillo, justo después de abandonar a Cordelia y sus buenas intenciones en el despacho. «En media hora, ya sabes dónde».  Bloqueo el teléfono y lo devuelvo al bolsillo. Llevo esperando este mensaje desde hace dos días y ya empezaba a creer que no lo recibiría nunca. Sin tiempo que perder, paso rápidamente por mi habitación para coger la bandolera.

Cuando ya tengo un pie en el porche, Ran se cuela en mi campo de visión, con una energía aplastante que me echa para atrás. Su mano descansa en mi muñeca, sin hacer presión, caliente y amigable. Intento no ser demasiado brusca al apartarme. Pero no soporto que me toquen. Mi cuerpo rechaza el contacto. Además, por lo que tengo entendido, ella es capaz de ver el futuro. Así que, con más motivo, prefiero evitar el contacto físico.

—¡Espera, te acompaño! —Es una afirmación, no una pregunta. Antes de poder rechazar su propuesta, Ran ya está en el porche, esperándome.

—Ni siquiera sabes adónde voy —digo, aún quieta entre la casa y el exterior.

—¿Vas al centro?

Asiento, de mala gana. Soy capaz de evitar la verdad, alterarla, interpretarla de distintas formas. Sin embargo, cuando me hacen una pregunta directa, que no admite grises entre el sí y el no. No puedo mentir. No sé hacerlo.

—Perfecto. —Ran comienza a bajar los escalones con premura—. Iremos juntas hasta allí.

Espero que el «hasta allí» solo signifique hasta allí y no sea una de esas cosas que se dicen, como «una más y me voy a casa». Ran parece una buena persona. «Las buenas personas merecen tu esfuerzo, no tu desinterés», me repetía la tía Clarissa todas las mañanas antes de dejarme en el colegio. Puede que fracasaran en su intento de convertirme en funcional. Pero a base de tanta repetición, consiguieron enseñarme a ser un intento.

Las tres primeras calles son un silencio absoluto, interrumpido solo por el sonido del cortacésped en las casas vecinas y el bullicio cada vez más cercano del centro. Ran tararea una melodía desconocida a mi lado. Yo me concentro en el calor pegajoso y sudoroso de principios de julio. En las gotas de sudor de mi frente y la camiseta que se me pega en el cuerpo.

—¿Ya has pedido el traslado a la universidad?

Ran inicia lo que se llama una «conversación superflua», con la intención de romper un silencio incómodo. Las personas no se llevan bien con el silencio, menos si se encuentran en compañía de otra persona. Requieren palabras, necesitan que la otra persona vea que se interesa, que no le da igual.

La miro de reojo, mientras esperamos a que un semáforo se ponga en verde.

«Responde, muéstrate agradecida por su interés».

—Sí, en septiembre empezaré el tercer curso de Antropología.

Me dedica una sonrisa genuina. Por la forma en la que se cruza de brazos, comprendo que espera que le haga la misma pregunta que ella me ha hecho a mí. Un intercambio. Yo me preocupo y tú también.

El semáforo se pone en verde.

—¿Qué estudias tú? —Hago lo que se espera de mí, como siempre. Pero en mi voz no se ve reflejada la curiosidad que porta la de Ran.

—Medicina —informa, tomando la calle hacia la derecha, ya solo nos faltan un par de avenidas para llegar al barrio francés—. Es duro, pero gratificante, ¿sabes?

Espero que sea una pregunta retórica. Porque yo no sé las connotaciones indirectas con las que las personas formulan interrogativas. Yo solo sé seguir el manual. Cuando Ran ve que no digo nada más, me regala de nuevo una de sus sonrisas. Esta me quiere decir que no me preocupe, que sabe que he pasado por una situación complicada, que me tome mi tiempo para abrirme.

—No sois para nada a como imaginé que seríais —suelta.

Me desconciertan sus palabras. ¿Cómo puedes imaginarte la personalidad de una persona que no conoces?

—Humm.

Ran se ríe y veo que se sonroja levemente. Ha pensado que ha quedado como una tonta delante de mí.

—No puedes culparme —se defiende, creo que en broma. Porque no hay ninguna amenaza—. Pasé dos años en esa casa esperando a que llegara alguien a hacerme compañía.

Por lo que me contó ella misma. Catha fue la primera en hacerla compañía. Poco después la siguió Ava y, finalmente, yo.

—A lo mejor alguna de las otras cumple tus apuestas —respondo.

Ran me guiña un ojo, pensando que he hecho algún tipo de broma. Unos segundos después, se para en seco, casi siendo atropellada por una mujer que venía por la otra dirección.

—Ven, por aquí llegaremos antes.

Toma un callejón lleno de salidas traseras, que parece desembocar en una de las calles principales del barrio francés. La sigo. Saco el móvil para ver la hora. Solo me quedan quince minutos para poder llegar a la cita a tiempo.

Desembocamos en la festividad ininterrumpida y la viveza del punto de conversión de la ciudad. Con su arquitectura mixta, con la huella de distintas potencias europeas, pero siempre predominando el estilo colonial. Fachadas de distintos colores, columnas de estuco que sostienen terrazas llenas de vegetación. Las tiendas; desde pastelerías, bares y estudios de arte hasta tiendas esotéricas. El murmullo constante del jazz, que nunca sabes con exactitud de dónde procede. Todo ello dotado de vida por medio de la conversión de lugareño y turistas en busca de las leyendas más macabras que caracterizan a la ciudad.

Pero si tan solo supieran que no somos leyendas. Que pisan el mismo suelo adoquinado que vampiros, hombres lobo y brujas, dudo que vinieran aquí por pie propio.

—Vamos, Aurora. —Me llama Ran, que se ha adelantado unos cuantos pasos.

«Iremos juntas hasta allí». Hablaba en sentido figurado. Tengo que encontrar la manera de librarme de ella.

—En realidad… —trato de decir cuando la alcanzo.  

No tengo oportunidad de completar la frase. Ran frena de súbito, en su cuerpo se acumula una tensión palpable y su rostro, se llena de arrugas horrorizadas. Sus ojos rasgados forman una apertura imposible. El estado de alarma de Ran se propaga hasta mi cuerpo. Se me eriza la piel y comienzo a otear los alrededores, en busca de la amenaza que ha provocado su reacción. No veo nada. Solo transeúntes y un coche de policía frente a nosotras. Dos agentes se apoyan sobre el capó.

—Oh no, oh no… —murmura Ran en tono agudo, moviendo la cabeza en distintas direcciones, como si estuviese acorralada—. Es Darby, yo…

La miro con el ceño fruncido, sin enterarme de nada. Vuelvo a mirar hacia los agentes de policía, que parecen ser el origen de su perturbación. Uno de los agentes, que tiene los mismos rasgos asiáticos que ella, parece reconocerla. ¿Habrá hecho algo ilegal?

—¡Vayamos por otra parte! —exclama rezumando nerviosismo, casi puedo olerlo.

Sale corriendo hacia el otro lado de la calle, esperando que la siga. Pero no lo hago. No me queda más tiempo que invertir en Ran y sus cosas de humana. Así que doy media vuelta y corro hacia el callejón que nos ha traído hasta el barrio francés.

Me camuflo detrás de un cubo de basura. Compruebo varias veces que no hay nadie por los alrededores. Emulo la fachada del casino Harrah’s en mi cabeza y animo a mi cuerpo a ir allí. Noto el ya familiar tirón en el estómago antes de desaparecer.

Puede que Ran sea buena persona y merezca mi interés. Pero mi abuela y mis tías también lo eran. Y mi único interés real es encontrar a su asesino.



Aterrizo en una de las calleas anodinas de Canal St., encogida sobre mi propio estómago. Respiro hondo varias veces, controlando las náuseas que aparecen como síntoma cada vez que me teletransporto. No han desaparecido cuando empiezo a correr de nuevo.

La fachada del casino Harrah’s, con sus letras de color dorado brillante, me dan la bienvenida dos minutos después de la hora que ponía en el mensaje. Me recoloco un poco el pelo y entro en el bar. A estas horas, el sitio se encuentra prácticamente vacío. Salvo por unos cuantos hombres y mujeres trajeados que toman copas en la ovalada barra de roble reluciente. El camarero, vestido como si fuese a un acto de suma importancia, porta un aura de aburrimiento. Camino por la alfombra de color rojo, que amortigua el ruido de mis zapatillas, a la zona más apartada de la cristalera principal. En uno de los reservados, cerca de los servicios, encuentro a Randy. Copa de Bourbon en mano, casi vacía.

—Llegas tarde. —Me recibe con los brazos estirados sobre el respaldo de su asiento. Sonrisa ladina y una pierna cruzada sobre la otra.

Es una de esas personas bellas: rasgos duros y definidos, piel alabastrina y ojos claros, que recuerdan a una escultura neoclásica.  Tan bello…, pero tan podrido por dentro.  

—¿Qué has averiguado? —tomo asiento frente a él, sin prestarle atención.

Cambia de postura, se pone recto, apoyándose sobre la mesa; se acerca a mí, inclinando la cabeza. No me aparto porque su intención es intimidarme, pero debo usar toda mi fuerza de voluntad para no hacerlo.

—Directa al grano —sonríe y la mueca se asemeja más a la expresión que pondría un asesino en serie cuando está a punto de cortarle la cabeza a su víctima que a una sonrisa—. Hay que tomarse las cosas con calma, Chica Cuervo.

Conocí a Randy por casualidad la semana pasada, en el autobús. Se sentó en el asiento contiguo al mío, me lanzó una de esas miradas depredadoras y aseguró que podría ayudarme. Sabía que era una de las brujas del anillo —ese es el término que empleó—. Randy lo sabe todo. Se mueve por el mundo sobrenatural, recopilando información. No es fiel a ninguna especie, clan o aquelarre. Sino al que ofrezca la suma de dinero más cuantiosa. Por el precio correcto, vendería a su propia madre.

—¿Qué has averiguado? —repito, haciendo caso omiso a sus palabras.

Randy suspira.

—El dinero. —Cambia su pose de depredador por la de comerciante. Me recuerda a un zorro, poco de fiar y dispuesto a clavarte los dientes a la menor oportunidad.

Abro la bandolera y saco los billetes. Se los enseño, como si sostuviera un abanico de cartas. Veo el brillo de ansía en sus ojos. Estira la mano para agarrarlo, pero antes de que tenga la oportunidad escondo la mano con el dinero tras la espalda.

—Primero la información —exijo.

Marca la mandíbula y me parece escuchar cómo le grujen los nudillos. Quiere llevar la voz cantante, sentirse poderoso. Pero aquí no hay música y va a jugar bajo mis reglas.

—¿Y bien? —alzo una ceja, expectante.

Me señala con su largo dedo índice, asintiendo. No sé qué significa, no me importa. Empiezo a cansarme de que me haga perder el tiempo.

Lunar Phase, a las afueras del barrio francés —suelta, dejándose caer con los brazos cruzados contra el asiento, antes de abandonar un trozo de papel sobre la mesa, con la dirección escrita. Lo recojo—. Uno de los lobos que buscas trabaja allí, se llama Huxley.

Pocos días después de despertarme en la mansión, pregunté a Cordelia por el resto de especies que habitaban la ciudad. Dije que quería saber si estábamos tan amenazadas como me había dicho Tate, para no levantar sospechas. Así fue cómo descubrí que había toda una manada de lobos —aparte de unos cuantos clanes de vampiros y bastantes más aquelarres de los que habría imaginado—. Pero nadie conocía su guarida y si Cordelia sabía las coordenadas exactas donde habitaba la manada, no estaba dispuesta a compartirlas. El bosque era inmenso y podría tirarme años buscándola sin obtener resultados. Por eso había aceptado la ayuda de Randy.

—Bien.

—Ahora cumple con tu parte del trato —increpa, extendiendo la mano sobre la mesa.

Deposito el dinero sobre ella cuidándome de no tocarlo. Randy comienza a contar los billetes y yo aprovecho para levantarme.

—¡Eh, aquí no está todo! —exclama, enfurecido, mirándome desde abajo—. ¡Falta la mitad!

Lo miro por encima del hombro.

—Te daré el resto mañana, si la información es de fiar —explico.

Randy se muestra rápido. Se incorpora y me intercepta por la muñeca, retorciéndome el brazo. Tiene las aletas de la nariz dilatadas y muestra los dientes, como si gruñera. Se me escapa una mueca de dolor. Y lo siento otra vez. El fuego propagándose por mi cuerpo, las ganas de hacer daño. Lo mismo que experimenté en el mausoleo antes de reducirlo a cenizas.

—¿De verdad quieres enfrentarte a una bruja? —bisbiseo, cerniéndome sobre él. A punto de dejarme de llevar, notando la vibración de las ondas sonoras en el aire, aguardando a mis órdenes.

Por suerte, consigo controlarme. No puedo llamar la atención. Pasar desapercibida es la mejor carta que puedo jugar en este momento. Volar la cabeza de Randy, como volé la de mi padre, no es la definición precisa de pasar desapercibida. Puede que Cordelia no los mencionase, pero la ciudad está llena de cazadores. Aguardando a que demos movimientos en falso.

Randy batalla con su ego. Frunce el ceño, masculla incoherencias. Al final, me suelta con brusquedad. Se deja caer de nuevo, dando un puñetazo al asiento, derrotado. Después de todo, solo sigue siendo un humano con tendencias a zorro.

—Ya me parecía —digo, antes de empezar a alejarme.

Solo he dado dos pasos cuando Randy habla

—Bien jugado, Chica Cuervo. Ya veremos si te muestras tan segura cuando te encuentre.  

Hago caso omiso de sus palabras. Pero su amenaza, retumba en mi cabeza durante unos segundos, más de los necesarios. Da igual, me digo. Lo importante es que estoy un paso más cerca de dar con la manada de lobos.  

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Son más de las cuatro de la tarde cuando regreso a la mansión. Tras el encuentro con Randy, fui directa a Lunar Phase. Pero su hora de apertura no es hasta las siete. Mi único descubrimiento hasta ahora ha sido su localización. Comí en una cafetería cercana por si el tal Huxley aparecía. No tuve esa suerte. Aunque tampoco hubiese tenido forma de reconocerlo. Todo cuanto sabía era su nombre.

Unos pasos huecos en los azulejos pulidos me advierten que alguien se acerca al vestíbulo. Cordelia aparece la zona este de la casa en el momento que comienzo a subir las escaleras. Mantiene los puños apretados junto a los pliegues de su vestido, una expresión contrita y ojos que intentan buscar respuestas en los míos. Yo también lo intento, aunque sigue mostrándose tan enigmática como de costumbre. Bien podría estar mirándome con pena, cautela o miedo. Pero no podría afirmar ninguna de las tres opciones.

—Te has perdido la comida —saluda. Mata la distancia que la separa de mí y se posa junto a la barandilla de las escaleras.

—Ya.

Aguarda a que dé una explicación, pero hasta donde tengo entendido, no estoy obligada a ello. En teoría, podemos ir a donde queramos siempre que seamos cautelosas y no salgamos de la ciudad.

Finalmente, Cordelia suspira con pesar y se le hunden los hombros como si soportara el peso de un elefante. Me mira con decepción. Como si me hubiera planteado un enigma al que he respondido de manera errónea. Pero es su culpa, ya la advertí de que no podía hacer nada conmigo.

—Catha tampoco se ha presentado —continúa con el interrogatorio, aunque cambia de culpable—. ¿Sabes dónde está?

—No—. Catha desaparece con frecuencia, suele regresar sucia, cansada y, a veces, incluso magullada. Pero lo que sea que haga, ni me incumbe, ni me importa.

Pongo el pie en el siguiente escalón, esperando que comprenda que voy a marcharme.

—Aurora, me preocupo por vosotras —suelta de pronto. Sin yo pedírselo. Las personas dan demasiadas explicaciones por las que nadie pregunta—. No quiero inmiscuirme más de lo necesario en vuestras vidas. Pero debo asegurarme de que sois conscientes de la amenaza que se cierne sobre nuestra especie. Cualquier movimiento en falso, rodearse de las compañías inadecuadas…

—Soy consciente, créeme.  

Sus labios rosados y finos permanecen entreabiertos, a punto de decir añadir algún que otro argumento. Al final, los sella, manteniéndolos en su mente.

—Bien —afirma, acompañándolo con un recto movimiento de cabeza.

—Bien —coreo.

Comienzo a subir los escalones antes de que tenga oportunidad de decirme algo más. Mi lenguaje corporal, sin embargo, no impide que vuelva a pronunciar mi nombre. Debo concedérselo, Cordelia es una mujer persistente. La miro por encima del hombro, sin girarme por completo.

—Esta noche tenemos clase. No faltes.

Bajo la cabeza en señal de que la he escuchado y, por fin, me marcho. Espero que, en la sesión de hoy, nos enseñe algo de utilidad. Porque hasta ahora lo único que hemos aprendido es a catalogar plantas, semillas e ingredientes que sirven sobretodo para hechizos curativos. Y yo, personalmente, prefiero no llegar a la parte de la curación si me veo envuelta en un combate. Ojalá que el resto de las chicas del anillo —como nos llama Randy—, lleguen pronto a la mansión. Así podremos empezar con los entrenamientos reales.

Cuando llego a mi habitación, corro las cortinas y cierro la ventana para frenar el calor vespertino. Me tumbo en la cama, bocarriba y con las manos cruzadas sobre el estómago. Miro el techo, blanco impoluto y mi cabeza no tarda en asimilar la misma tonalidad. No sé cuánto tiempo pasa hasta que reacciono y abandono el letargo. Pero al incorporarme, veo que la luz que se cuela traspasa las cortinas, es mucho más tenue, sumiendo la estancia en una escala de grises.

Me levanto de un salto, reprochándome mi tendencia innata a apagarme. Una de las muchas taras de mi condición. Si no hay nada externo que me obligue a funcionar, simplemente no lo hago. Puedo pasarme horas quieta, como si fuese una muñeca aguardando a que llegue su niña a darle un uso.

Miro la hora en el teléfono: las seis. Tengo una hora para prepararme e ir al barrio francés de nuevo. Abro el armario, saco una camiseta blanca y unos vaqueros oscuros. Mi vestuario es una sucesión infinita de negro, blanco y gris: que se mezcla con la ropa negra que ya contenía el armario cuando lo abrí por primera vez. Nunca me ha preocupado mi aspecto, para empezar, ni siquiera entiendo por qué tenemos que vestirnos si nacimos sin ropa. Los animales no se disfrazan ni se llenan de abalorios. Pero mis tías, como con todo, también me enseñaron a vestirme.  

Al cerrar las puertas, me fijo en la mochila que saqué de casa el día que intenté huir. Me agacho, casi como si tuviera una urgencia fisiológica y, abro el bolsillo exterior. Noto el tacto frío del metal en la punta de los dedos, al sacarlo, emite un destello momentáneo en la penumbra del armario. La pulsera del asesino. Sostengo el objeto a la altura de mis ojos y la media luna danza como un péndulo. Hechizante. No sé por qué la conservo. En un primer momento pensé que podría resultarme útil, una pista. Pero hasta ahora solo ha resultado ser una prueba de lo que ocurrió. Una reliquia sin valor.

La devuelvo a su sitio, cojo la bandolera y abandono la habitación. Si la información de Randy es verídica, puede que esta sí encuentre una pista.

Al tiempo que estoy cerrando la puerta, se abre la de enfrente. Por ella aparece Ran, que me lanza una mirada fulminante en cuanto me ve. Primero, no entiendo su reacción. Después recuerdo que la dejé tirada por la mañana en medio de su precipitada huida. Duda unos segundos si pararse o marcharse, sin rebajar el enfado en su mirada. Finalmente, decide lo segundo y se echa al pasillo: haciendo resonar sus pasos con intención.

«Si haces daño a alguien, tienes que pedir perdón». Casi puedo escuchar el timbre grave y cantarín de mi abuela, retumbando en mi cráneo. Suspiro. «No tengo tiempo para estas tonterías, abuela, intento encontrar a tu asesino», me hubiese gustado responderla.

Pero, a pesar de todo, hago caso a su recuerdo. Corro por el pasillo detrás de Ran. La alcanzo en el giro que lleva hacia las escaleras.
—Ran. —La llamo, a un metro de distancia.

Gira con gracilidad sobre sus talones, como si fuese un paso ensayado. Cruza los brazos bajo las costillas. Ran es dulce y en una primera impresión, podrían tacharla de inocente. Pero con su barbilla alzada, deja claro que, de inocente, no tiene ni la pose.

—¿Qué?

—Lo siento —«Pero no basta con pedir perdón, tienes que explicar por qué lo sientes, para que sea sincero», mi abuela regresa. Ando hasta que me sitúo frente a Ran—. Siento haberte dejado tirada antes. Tenía algo importante y llegaba tarde.

Ran me mira de arriba abajo, entrecerrando los ojos al punto de que se convierte en dos rendijas del grosor de una uña.

—No pareces sentirlo demasiado… —apunta, no sin razón. Porque en mi boca nunca serán más que palabras opacas. Ran continúa observándome, imagino que está tomando una decisión. Con cada segundo, pierdo más la paciencia y comienzo a sentirme nerviosa. Después de lo que parece una eternidad, descruza los brazos y esboza una sonrisa—. Pero te perdono, no soy del tipo rencoroso.

Me da una palmada en el hombro para reforzar sus palabras. Y, de súbito, se pone rígida como una estatua y acaba hundiendo los dedos en mi hombro, con tanta fuerza, que se me escapa un chillido.
—¡¿Qué estás haciendo?! —bramo, luchando por zafarme de la presión que ejerce.

Ran no me escucha, tiene la vista perdida, vacía. Me mira, pero es como si yo no estuviese aquí. Intento hacer palanca con mi mano, sin éxito. El dolor me viaja por el brazo, hasta la punta de los dedos.
—¡Ran! —grito, esperando que reaccione. Nada.

Chillo su nombre varias veces más, al tiempo que me retuerzo. Hasta que, de pronto, con la misma rapidez con la que se ha puesto así, me suelta y vuelve en sí. Doy unos pasos hacia atrás, con precaución, sin apartarla de mi campo de visión. Parpadea, desorientada. Aguardo, con la respiración entrecortada.

¿Qué demonios acaba de ocurrir?

Cuando Ran termina de volver en sí, advierto en su mirada un brillo distinto al de hace unos segundos. Es su manera de mirarme, como si…

—¿Te encuentras bien? —pregunto, por pura curiosidad.

Da un paso hacia atrás, con el ceño fruncido y una expresión de desconfianza y precaución que nunca antes me había dedicado. «Ha visto algo. Algo de mí que le ha dado miedo».
Ran carraspea.

—Eh…, esto, sí —consigue decir, recuperando su pose relajada—. No sé qué me ha pasado.

—Vale.

Me dedica una sonrisa sin dientes, que no alcanza sus ojos. Es una de esas sonrisas forzadas que se dan cuando quieres ocultar tus emociones. Cuando quieres hacer creer a alguien que no ha pasado nada. ¿Qué habrá visto?, me pregunto. Pero tengo respuestas mucho más importantes que encontrar.

—Me marcho —añado.

Ran asiente.

Cuando paso por su lado, se aparta, como si desprendiera descargas eléctricas y no quisiera ser electrocutada.

Bueno, con suerte, lo que sea que haya visto la anima a dejar de perder su tiempo conmigo.


indigo.
indigo.


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Coven of salem - Página 6 Empty Re: Coven of salem

Mensaje por indigo. Dom 19 Ago 2018, 3:39 pm


CAPÍTULO 04 // PARTE 02.
aurora raven & huxley delacour.



Lunar Phase se encuentra en una de las calles secundarias del barrio, alejada del bullicio y la fatigosa vida nocturna. Aun así, puede escucharse el latido unánime de las festividades asiduas. Aquí apenas si hay establecimientos, salvo por una pequeña boutique y la cafetería en la que había comido. Los edificios tienen grietas en la pintura y ofrecen un atractivo decadente, todos pintados en azul y rojo pastel, alternados entre sí.
Salvo por una pareja de ancianos y un pequeño grupo de chicas de mi edad que caminan en dirección a la calle de St. Louis, está vacía.

Me tomo unos momentos para observar la fachada del bar. Sobria, vacua y apagada. La puerta es de color rojo, con dos rectángulos de cristal, hay pegado un cartel en el que se requiere personal. Del marco superior, cuelga un trozo de madera con el nombre del lugar escrito en caligrafía irregular. Una ventada a cada lado de la puerta, abovedadas, con rejas de hierro pintadas de un negro ónice. A través de los cristales se escucha el murmullo de la actividad que se sucede dentro.

Giro el pomo con determinación. Desemboco en un establecimiento de una sola estancia, destartalado. El suelo es de madera oscura, crujiente a los pies y paredes revestidas de ladrillo rojo, del que cuelgan fotografías de alguna celebridad del jazz. La barra se encuentra a la izquierda, ocupando casi la totalidad del espacio, de caoba, apariencia robusta y con relieves de aspecto románico. A cada lado, hay una puerta: una conduce a los servicios y la otra reza «Privado». La pared tras la barra, está llena de estantes con bebidas alcohólicas y vasos de distintas formas y tamaños. Se encuentra ocupada por una mujer que pasa la mediana edad, aunque estilizada y de aspecto fiero. Sus ojos negros contrastan con su piel de la misma tonalidad. A su lado, un hombre más desvencijado, arrugado y con manchas de edad, prepara un cóctel con parsimonia.

Por la superficie del local, hay un puñado cuantioso de mesas de distintos estilos y en distintas fases de antigüedad. Pocas de ellas se encuentran ocupadas y casi todas por hombres de ceño fruncido, con una copa en la mano. Al fondo, hay un escenario en el que una banda afina y limpia sus respectivos instrumentos. Sobre ellos, ancladas en entre los ladrillos, hay unas letras de neón que forman el nombre del local. La erre parpadea, luchando por no fundirse.

Oteo el lugar en busca del que puede ser el tal Huxley, pero no hay ni rastro. Quizá se encuentra en el almacén o no ha comenzado su turno. No han pasado ni diez minutos de la hora de apertura. Y no tengo intención de marcharme hasta que aparezca.

Desciendo los tres escalones y camino hacia la barra. Me subo a uno de los taburetes, en la esquina más alejada del escenario, cerca de la salida. La mujer nota mi presencia, se queda con un vaso a medio secar. Tiene las cejas finas y marcadas, además de unos pómulos prominentes. Desde la cercanía, veo un sopor en la inmensidad de sus ojos que me echa para atrás. Se queda mirándome más tiempo del que considero necesario. Hasta que reacciona:

—Bienvenida al Lunar Phase. —Su voz es monótona, aunque potente, recogiendo parte la fiereza de su aspecto—. ¿Qué te pongo? —señala hacia los estantes.

—¡Tenemos una forastera! —interviene el hombre con animosidad. Se arruga una pasa cuando me sonríe.

—Un refresco, de lo que sea —respondo a la mujer, sin saber qué responde a la cordialidad del anciano.

—Me llamo Annabeth y este es mi padre, Cosme —se presenta, al tiempo que agarra un vaso y empieza a echarle cubitos de hielo con una pinza.

—Un placer —pronuncio de manera automática.

Poco después, Annabeth, deposita la bebida frente a mí. Le doy las gracias y, de nuevo, se queda más tiempo del necesario observándome. Tal vez no esté acostumbrada a recibir clientes nuevos.

Le doy un trago al refresco y de la bandolera, saco el libro que estoy leyendo. Lo encontré en el invernadero de la mansión. Es un volumen antiguo, escrito a mano, una guía sobre cómo elaborar contrahechizos y antídotos para maldiciones. No es sumamente entretenido, pero leer me ayuda a mantenerme despierta. De la misma manera que las historias de ficción me sirven de pequeños manuales para entender la complejidad humana.

Me sumo en la lectura y, poco a poco, el local comienza a llenarse de vida, para mi sorpresa. A los borrachos se suman grupos de todas las edades. El ruido pronto se convierte en una presencia palpable: formada por gritos, conversaciones y la música de la banda de jazz. Annabeth baja las luces y nos sume en una semioscuridad blanquecina, como si el lugar estuviese iluminado con luz de luna.

Los taburetes a mi lado se llenan de gente que me da codazos sin intención. La lectura se vuelve imposible y decido cerrar el libro. Ha pasado casi una hora desde que llegué y, aún no hay rastro del hombre lobo. Si trabajara aquí, ya tendría que haber llegado. Cierro el puño.

Cuando comienzo a pensar que Randy me ha timado, veo a un chico que se abre paso entre la multitud a codazos, con ademanes presurosos. Alcanza la barra, a mi altura y, apoyando la mano sobre la superficie, se impulsa y la traspasa de un salto. Grácil, sin esfuerzo. Me llega su aroma: huele a pino y a madera.

—¿Dónde demonios estabas, muchacho? —inquiere el anciano, Cosme.

—Lo siento, lo siento —se disculpa al tiempo que le quita de las manos la coctelera cogiendo el relevo de su tarea. Cosme hace un ademán negativo con la cabeza.  

Es casi tres cabezas más alto que el anciano. De constitución atlética, brazos fuertes, espaldas anchas y músculos que se insinúan bajo la camiseta negra que lleva. Tiene el pelo corto, con rizos alocados, de color castaño claro. Su rostro es simétrico: mandíbula marcada y boca alargada, de esas dadas a la risa. Sin embargo, lo que más llama la atención de él son sus ojos verdes, claros y con cierto brillo salvaje, peligroso. Es guapo, de ese tipo que hace perder el raciocino a la población femenina.

¿Será él? Me pregunto, sin sacarle los ojos de encima. Sigo todos sus movimientos, intentando buscar algún indicio de su parte sobrenatural.  

Es Annabeth quien me da las respuestas que busco:

—¡Huxley, como vuelvas a llegar tarde te doy de comer a los caimanes! —Lo regaña, atizándole con el trapo que lleva al hombro.

Este se ríe, con una risa melodiosa y gutural al mismo tiempo, a la vez que alza los brazos para protegerse.

Yo también me reiría si supiera.

«Te encontré», pienso para mis adentros.  


Me dedico a observarlo durante las horas siguientes. Haciéndome una pregunta tras otra. Nunca he tenido la cabeza tan llena como en este momento.

¿Cuántos serán? ¿Cómo consigo averiguar su paradero? ¿Cuál es la mejor forma de actuar? Y, las más importantes, las que se imponen sobre las otras: ¿Será él el asesino? ¿Fueron sus garras las que las despedazaron hasta la muerte?

Bebo de mi segundo refresco, agazapada entre la multitud, cuidándome de que no se dé cuenta que analizo hasta el más nimio de sus movimientos. No, la verdad es que no tiene pinta de asesino. Rezuma vigor entre las mesas, recogiendo los vasos vacíos, alegría cuando trata con los demás y, bromea con los clientes entre copa y copa. Ni siquiera parece sobrenatural. Pero si algo he aprendido, es que nadie es quien aparenta ser.

Otra pregunta me aborda, esta vez, formulada con desaliento. ¿Si el asesino ni siquiera está en Nueva Orleans? ¿Y si la manada de Huxley no tiene nada que ver con lo que ocurrió aquella noche en el mausoleo? «Paciencia», me recrimina una voz en mi cabeza. En caso de que esté equivocada, siempre puedo marcharme. Da igual si tardo meses o, incluso años. No tengo prisa, la venganza es un plato que se sirve frío.

La banda marca la nota final y la multitud aplaude, borracha. La cantante, que desde mi posición no es más que una cabeza perdida en la lejanía, recibe los vítores con una sonrisa apostada, de dientes grandes, al tiempo que su vestido blanco se balancea. No muchos aplausos después, abandona el escenario, saliendo de mi campo de visión. Sin embargo, los músicos aguardan con los dedos preparados sobre sus respectivos instrumentos.

Y, para mi sorpresa, es Huxley quien toma el relevo: los bordes de su silueta se iluminan en contraluz con el cartel de neón. La multitud guarda un silencio susurrante, al tiempo que Huxley afina la guitarra colgada a su cuello. Cuando está preparado, asiente en dirección al pianista. Este, con una sonrisa centelleante, hunde los dedos en las teclas. Los presentes aplauden y, Huxley, sonríe regalándoles un hoyuelo, al tiempo que guiña un ojo con socarronería. Disfruta la atención. Un ególatra.

Identifico la canción antes incluso de que su voz entre en juego. A pesar de que la melodía no es la misma que salía del gramófono de mi abuela. La canción que ponían en repetición cada domingo desde que puedo recordar, mientras cocinaban.

Georgia is in my mind.

Huxley comienza a cantar. Su voz es baja, grave, pero potente. Consigue mantener a todo el mundo callado, en un trance conmovido. A mí no me gusta la música. Porque no la percibo como los demás. Las canciones, a mis oídos, no son más que un conjunto de palabras pocas veces con sentido, acompañadas por una melodía.

—Es bueno, el canalla, ¿verdad? —La voz de Cosme, repentina, me sobresaltó. Estaba apoyado a mi lado, guiñando un ojo.

—Canta bien —confirmo.

—Por eso no lo hemos echado todavía —explica, ganándose miradas de reproche de los asistentes, por atreverse a irrumpir el hechizo—. Siempre anda llegando tarde, pero nos llena el local con su espectáculo.

Trato una muesca de sonrisa, sin éxito. Me doy la vuelta hacia el escenario, la canción está a punto de finalizar. Noto la vibración de mi teléfono, es la alarma: poco más de una hora para medianoche. Tengo que irme ya para llegar a tiempo a la clase de Cordelia. Necesito evitarme dar explicaciones y que me atosigue con su enervante preocupación.

Dejo el dinero sobre la barra y me abro camino entre los cuerpos sudorosos hasta la salida. En lo alto de las escaleras, me giro de nuevo, justo cuando la canción finaliza. Las paredes vibran con los aplausos. Miro a Huxley una última vez y me lanzo a la noche.

Al menos, ya he encontrado a uno de ellos. Ahora solo tengo que hallar la manera de que me lleve hasta su paradero.

Me alejo del bar por la calle vacía y silenciosa. Una brisa fresca baila entre mi pelo, llevándose parte del sofoco del verano. Camino tranquila, sin prisas. Hasta que percibo una presencia detrás de mí. Demasiado cerca para ser un simple transeúnte. Escucho sus pasos y su respiración.

Un latigazo de alerta me recorre la espalda. Y sé que no estoy siendo paranoica. Mantengo la calma, sin dar indicios de que lo he notado. No acelero mis pasos, no hago nada que no estuviese haciendo hasta el momento. Sin embargo, con disimulo, intento echar un vistazo por encima del hombro, entre los mechones de pelo.

Reconozco el verde de sus ojos antes que sus facciones. Es él, el hombre lobo, Huxley. A menos de un metro de distancia. Acechándome, como si fuese una presa.

Mis piernas me dictan que salga corriendo y ponga toda la distancia posible. Obligo a mi parte racional a frenarlas. Aumento la velocidad de mis pasos un tanto, no lo suficiente para que lo advierta, para llegar cuando antes a la bifurcación de la calle.

En cuanto tomo el giro, obligo a mi cuerpo a desaparecer. Solo para materializarme un segundo más tarde justo por detrás de Huxley, quien, sin esperárselo, mira a ambos lados de la calle preguntándose qué ha ocurrido.

—Detrás de ti —anuncio y, mi voz, reverbera con el eco de la calle desierta.

Se da la vuelta como un resorte y por la expresión agresiva de su rostro comprendo que debería haberme esfumado a la otra punta de la ciudad. Pero, ahora, estoy demasiado mareada para poder hacerlo otra vez.

Huxley, con una velocidad sobrehumana, se abalanza sobre mí. Me agarra de las muñecas y me estampa contra la pared de uno de los edificios. El cerebro me baila en dentro del cráneo a causa del golpe. Me retuerzo, intentando zafarme. Huxley me tiene agarrada con las muñecas, al tiempo que me aplasta el resto del cuerpo con su torso. Es como si se me hubiese caído encima un trozo de cemento.

Lo miro, su rostro está a escasos centímetros del mío. Su respiración choca contra mi nariz y puedo ver mi cuerpo apresado en sus pupilas claras, llameantes.

—Suéltame, gilipollas —insulto, aun retorciéndome.

Gruñe contra mi cara, ejerciendo más fuerza con su cuerpo. Un dolor punzante me inunda las costillas. Gimo, aunque quiera escupirle.

—¿Qué quieres de mí? —exige saber, al mismo tiempo, examina mi rostro de arriba abajo.

—Eres tú el que me ha abordado en mitad de la calle —rebato. Tengo que encontrar la manera de librarme. Pero la magia parece haberme abandonado.

—Te crees que soy idiota.

—No te conozco para afirmarlo, pero tus preguntas encajan en la categoría de idiotez, sí —respondo.

Mi irremediable honestidad, lo cabrea más. Hasta el punto que, con su siguiente gruñido, le aparecen dos colmillos. Sus ojos tornan del verde a un dorado intenso, de pupilas dilatadas, casi proyectando luz propia en medio de la creciente oscuridad de la calle. Lo peor, sin embargo, son las garras en las que se han convertido sus uñas: que se me clavan profundamente en la carne de las muñecas. Suelto un chillido cavernoso.

Me retuerzo de nuevo, al tiempo que la sangre recorre mis brazos, caliente y pegajosa.

—Llevas toda la noche observándome, dime por qué —ruge, con una voz gutural y salvaje.

—Estaba disfrutando de la actuación. —Lo cual, no es mentira, aunque disfrutar no sea una palabra que pueda aplicar directamente a mí.

Hunde las uñas con más ahínco en mi carne, me muerdo la lengua para no gritar, aunque se me saltan un par de lágrimas y se me nubla la vista.

—Buen intento. —Se le aclara la voz y los colmillos vuelven a su tamaño normal—. Sé que eres una bruja, apestas a ella. Te voy a dar otra oportunidad, ¿por qué estabas observándome?

El dolor me mantiene tan ocupada que tardo un momento en reaccionar. No respondo, sino que lo miro, con la barbilla alzada. Respiro, intento serenarme.

—¡Responde! —grita, sin paciencia. Siento una ola de repulsión en mi estómago, como si degustase en mi paladar un sabor nauseabundo.

Me aferro a eso con garras invisibles, para encontrar la fuerza que se me escapa con la sangre de mis muñecas. Consigo que se prenda la llama de la ira. Y, al contrario que con Randy esta mañana, no hago nada por contenerlo. Dejo que me invada, que llene mi cuerpo vacío. Hasta que consigo escuchar las ondas sonoras que emite el aire. verlas oscilando ante mis ojos como si tuviese la visión empañada por una cortina de agua. No sé muy bien cómo funciona todavía, la primera y única vez que aparecieron fue la noche que asesiné a Rufus.

Lo que sí sé, es que, al concentrarme lo suficiente, puedo utilizarlas solo con desearlo.

Y es lo que hago, ordeno que se introduzcan por el canal auditivo de Huxley y comiencen a vibrar con la fuerza de un enjambre de avispas en su cerebro. Inmediatamente, este me suelta, se lleva las manos a la cabeza y cae de rodillas, como suplicando clemencia, al tiempo que se escapa una mezcla entre aullido y grito de su pecho.

Las siento vibrar a mi alrededor, dentro de mí, el mundo se convierte en una melodía zozobrante en la que yo dirijo la batuta. Lleno los pulmones de aire, concentrada en Huxley, a mis pies, ahora tirado de lado, con la frente arrugada en un gesto ininterrumpido de sufrimiento. Vuelve a gritar. Si continuo, acabaré matándolo. Y, quiero hacerlo. Quiero que le estalle la cabeza en cientos de pedazos de hueso y cartílago. Me siento llena, de poder y de algo. De eso de lo que me privó mi madre.

«Sigues necesitándolo. Usa la cabeza, Aurora». No puedo matarlo, no puedo convertirme en el objetivo de su manada y perder mi oportunidad. Ni propiciar la guerra que se teje día tras día en la ciudad. Debo ser inteligente, consecuente… tengo que ser yo. Imparcial, sin emociones.

Freno en seco. El mundo deja de vibrar a mi alrededor y regresa el silencio. Al que se le suma el un cansancio extenuante, como si hubiese corrido durante horas. Mis rodillas tiemblan, amenazando con tirarme al asfalto, junto a mi atacante.

Huxley deja de aferrarse a su cráneo, se le relajan las facciones, pero continua quieto como un cadáver.  

—Voy… a… matarte —masculla, con un hilo de voz, sin siquiera abrir los ojos.

—Eso ya lo veremos.

Hago acopio de la última remesa de fuerza que me queda y consigo desaparecer de allí.

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Caigo de bruces contra una pared, clavándome algo grueso y polvoriento en la nariz. Sufro un ataque de tos a causa del polvo. Me impulso con los brazos, ganándome un latigazo de dolor en ambas muñecas, aún sangrantes.

Consigo que se me enfoque la vista y me veo rodeada de estanterías rebosantes de libros de todos los tamaños y colores. Huele a vela y papel. Es la biblioteca de la mansión.

—¿A ti qué demonios te ha pasado?

Sobresaltada por la repentina voz, busco a mi alrededor, entre la sucesión infinita de estanterías que me rodean sin ningún tipo de orden. Hasta que, a mi derecha, sentada en una mesa, encuentro a Catha. Tiene un tomo largo y deslustrado abierto frente a ella. Tiene el pelo más alborotado que de costumbre, cada mechón apuntando en una dirección distinta, creo que veo un trozo de hoja enredado en uno de ellos. Expresión contrita y mandíbula apretada. Me fijo en que mantiene el brazo derecho pegado al pecho, como agarrado en un cabestrillo invisible.

Escondo mis brazos detrás del cuerpo, notando cuchillazos en las hendiduras que han dejado las garras de Huxley, aún a sabiendas de que es tarde para ocultarlas. Además, tengo la camiseta negra llena de sangre.

—No te incumbe —carraspeo. Me arrastro hasta la mesa en la que está Catha. El cuerpo me bombea y siento un cansancio hueco en cada fibra de músculo. Demasiada magia en muy poco tiempo.

Eleva una ceja.

—Vivimos bajo el mismo techo, si va a venir alguien a cortarme la yugular quiero saberlo —contradice, dando toques sobre la superficie de la mesa con la uña.

—Nadie vendrá —afirmo. Se me escapa una mueca de dolor.

«…creo». Quizá Huxley ya marcha hacia la mansión para cumplir su promesa de acabar con mi vida, acompañado por su manada. Pero lo veo poco probable. Solo tengo que atender a los hechos y a lo poco que sé. Los lobos viven escondidos en las inmediaciones del bosque, tratan de mantenerse ajenos a la guerra y de no exponerse.  Dudo que inicien una contienda por una bruja traspapelada.

—Además, podría preguntarte lo mismo —añado segundos después, bajo la atenta mirada de mi acompañante.
Con la barbilla, señalo su brazo, que no ha movido ni un centímetro. Catha junta las cejas, formando arrugas en su entrecejo.

Touché.

Sin embargo, sus labios tensos me dicen que se muere por preguntar, por saber el origen de mi sangre. Pero atiende a su precaución, creyendo que yo formularé las mismas preguntas que ella a mí. Cuando no es así. Lo único que me importa es que mantenga la boca cerrada y no le cuenta a nadie esto. Tal como ella desea que haga yo.

Saco los brazos de detrás de la espalda, ya no tiene sentido esconderlos. Líneas de sangra me recorren los brazos. Con los codos apoyados en la mesa, examino de cerca las heridas. Pequeñas medias lunas que expulsan sangre, que arden como el demonio.

Ojalá Cordelia nos hubiese enseñado cómo curarnos. Si ve las heridas, preguntará hasta que confiese. Se acabará la libertad y la tendré acechando sobre mi hombro como un buitre planea sobre los moribundos.

—Hagamos una cosa —declama Catha, llamando mi atención. La miro entre mis manos, se ha inclinado sobre la mesa—. Tú me ayudas y yo te ayudo.

—¿Cómo? —pregunto, descendiendo los brazos.

—He encontrado un hechizo de curación —explica, arrastrando el libro hasta el centro de la mesa, al tiempo que señala unas palabras desdibujadas, en latín—. Pero estoy cansada y no soy capaz de realizarlo con precisión —confiesa, frustrada consigo misma—. Lo pronunciamos juntas, nos curamos y aquí no ha pasado nada.

Sospeso su propuesta. Es tentadora, sin embargo, al aceptar: le deberé un favor. «Y ella a ti también». La bombilla de luz amarilla, titila sobre nuestras cabezas. Catha se muestra impaciente, resopla.

—No tenemos toda la noche, Aurora —apremia, continuando con los golpecitos en la mesa—. Tenemos sesión y pronto vendrán a buscarnos.

La miro de lado, decidiendo si fiarme de ella o no. Pero, no tengo muchas opciones.

—De acuerdo —cedo por fin, deseando librarme del dolor físico.

Catha suspira, relajada.

—Lee las palabras y dame la mano —dirige, extendiendo el brazo que no tiene dolorido hacia a mí—. A la de tres, las pronunciamos juntas. Hay que repetirlas hasta que surtan efecto.

Asiento, para que sepa que la he entendido. Me doy cuenta de que esta es la primera vez, más allá de la teletransportación, que voy a hacer magia de manera controlada, intencionada. No como hace apenas quince minutos, en el callejón, donde he estado a punto de perder el control.

—Una, dos, tres… —entona Catha, a la luz de vela casi consumida que hay en la mesa.

—Tui gratia lovis, tui gratia sit cura. —Nuestras voces se mezclan y se propagan por las estanterías. Cierro los ojos como un acto reflejo—. Tui gratia lovis, tui gratia sit cura

En un principio, no ocurre nada. Pero la tercera vez que las palabras abandonan nuestros labios, siento un torrente de energía que nace de mi cuerpo. Viaja, revitalizante, a través de mi sangre. El cansancio se borra a su paso. Como si fuese una corriente de agua que apagara el fuego y relajara mis músculos.

Tui gratia lovis, tui gratia sit cura.

La energía se concentra en mis muñecas, noto un tirón molesto en cada raja. Abro los ojos en el momento exacto para ver cómo las hendiduras se borran de mi piel. Llevándose consigo el dolor.

Catha me suelta de súbito, como si hubiese recibido un cortocircuito. Abre los ojos hasta el nacimiento del cabello. Mueve su brazo magullado, flexionando los dedos, al tiempo que lo menea de arriba abajo. Una sonrisa y un brillo de triunfo se dibujan en sus facciones ensombrecidas por la sombra que produce la estantería a su espalda.

—¡Qué pasada! —exclama, exultante de emoción. Casi parece que va a ponerse a realizar el baile de la victoria de un momento a otro—. ¿Lo has sentido? El poder… —Se mira las manos, como si no fuese del todo consciente de sus capacidades.

Comprendo lo que quiere decir. Aunque, al contrario que ella, ahora siento el golpe del vacío resonando en mi pecho. Siempre me pasa lo mismo. No llego a sentir nada que pueda catalogar con alguna emoción. Pero cuando hago magia, como antes en el callejón, me siento llena. Como si hubiese recibido un chute de adrenalina. Y disfruto tanto de esa sensación de llenura, que tiendo a perder el control. Por eso asesiné a Rufus, porque nunca en mi vida había experimentado una cosa así: no estar vacía y quería más de ese no estar. Y, también por eso, casi le vuelo la cabeza a mi única pista, Huxley.

Arrastro la silla hacia atrás, dispuesta a marcharme.

—Voy a cambiarme.

Catha se queda con la boca entreabierta.

—Es muy difícil entablar una conversación contigo —reprocha.

Encojo los hombros.

—Nos vemos ahora —me despido, ya sorteando estanterías en dirección a las escaleras de madera que desembocan en el sótano.

—¡Algún día me contarás todos tus secretos! —chilla Catha, aunque no me suena como una amenaza, sino más
bien, como una promesa.

«Ni siquiera yo sé cuáles son los secretos que me rodean».  


Me froto la sangre de los brazos con premura, hasta que consigo que desaparezcan. Estos se me quedan sonrojados y vibrantes por el roce de la pastilla de jabón. Me cambio la camiseta por una negra y unos pantalones del mismo color, tal y como indica el reglamento. Termino en el momento en el que unos golpes en la puerta restallan en el dormitorio.

Abro la puerta de inmediato. Ava está al otro lado, con su pose perezosa latente en su quietud.
—Cordelia me ha pedido que venga a buscarte —explica, poniendo los ojos en blanco—. Intenta no llegar tarde a las sesiones, siempre tiende a pensar que nos ha secuestrado alguna criatura.

Cierro la puerta a mi espalda.

—Cordelia se preocupa demasiado —respondo.

Ava eleva los labios, aunque no lo suficiente como para considerarlo una sonrisa.

—No seré yo quien lo contradiga.

Caminamos por la casa, en dirección al invernadero. Ambas en silencio. Al contrario que Ran, Ava no siente esa imperiosa necesidad por crear ruido. Así que no tengo por preocuparme por aparentar ser algo que no soy. Es cómodo y, la comodidad, es todo a lo que aspiro en mis relaciones.

Llegamos al invernadero poco después, las ventanas de chapa recogen la luz tenue de las velas, dando al jardín un ambiente como de cuento. Paso por la puerta detrás de Ava. El aire cargado y caliente me llena las fosas nasales: con esta particular mezcla de olores, entre trópico, bosque y cocina. Hay tantas plantas, que se hace dificultoso respirar.

Cordelia está en la esquina de la mesa que ocupa el centro del lugar, Ran y Catha en el lado derecho, con un fondo de plantas de diversos colores tras ellas. Cruzo una mirada momentánea con la segunda. Cordelia suspira de alivio al verme.

—Te dije que estaría en su habitación —dice Ava, situándose en el lado izquierdo de la mesa, enfrentada a nuestras compañeras. Me pongo a su lado.

Hay incienso de cáñamo y romero encendido, además de un par de velas con olor a vainilla. El olor me echa para atrás y me pica en la nariz.

Todas miramos a Cordelia, aguardando que dé comienzo la sesión. Estas reuniones sin provecho se repiten al menos dos veces por semana, extendiéndose durante horas. En las que nuestra directora habla y habla sobre historias de brujas —nuestra historia—, de la unión, el equilibrio y la energía. Hay veces, que casi prefiero las plantas.

Junta las manos sobre el pecho, como si rezara. Nos dedica una mirada a cada una, entre el humo ascendente del incienso.

—¿Vamos a probar algún hechizo? —pregunta Ran, emocionada como una niña pequeña. Poco queda de la actitud arisca y cautelosa de hace unas horas. Aunque no me dirige ni una sola mirada.

—Estaría bien —secunda Ava, agazapada sobre la mesa, con los brazos cruzados y el rostro apoyado sobre ellos.

—A mí me gusta que nos cuentes historias, el conocimiento es poder. —Catha rechaza la propuesta de las demás, ganándose una mira orgullosa de Cordelia. Así es ella, que siempre quiere saberlo todo.

Ava resopla y Catha la responde sacándole la lengua.

—Las alianzas —comienza a decir Cordelia, con una voz insinuante, de narradora profesional—. Como sabréis, nuestro mundo funciona en base a ellas: las labradas y las que no llegan a cuajar. Sirven para mantener la paz entre los distintos aquelarres, clanes y manadas que habitan un mismo territorio.

—¿Y los cazadores? —quiere saber Catha, que tiene la costumbre de interrumpir. Ran se tensa a su lado.

Es la primera vez que sale a colación el tema de los cazadores. Todas sabemos que existen, que están aquí, en Nueva Orleans y, en el fondo, a todas nos preocupa que comiencen a darnos caza. Puede que, por el momento, lo único que hagamos sean estas sesiones de adoctrinamiento. Pero seguimos siendo las Septem Filii, en nosotras ha resurgido el poder por el que fuimos masacradas siglos atrás. Nuestra aparición ha propiciado esta guerra. Y, como yo lo veo: o bien querrán erradicarnos o, utilizarnos.

—Los cazadores pocas veces son partícipes de estas alianzas, recordad que su propósito es erradicar a las amenazas sobrenaturales. —La voz de Cordelia se tiñe de pesadumbre.

—Seguro que hacen excepciones —añade Ava.

—Siempre hay excepciones —secunda Ran, aferrada a los bordes de la mesa.

Cordelia aguarda por si alguna tiene intención de decir algo más. Me mira a mí, directamente. Con la costumbre de recibir más de mí de lo que puedo dar. Ante el silencio convenido, procede:

—Sin embargo, las alianzas más importantes, son las que se forjan en tiempos de guerra… —Una pausa dramática para crear ambiente—: y las brujas, somos las aliadas más solicitadas, a causa de nuestro poder. Durante siglos, el resto de criaturas sobrenaturales ha querido utilizarnos para su beneficio. Involucrarnos en sus contiendas por medio de amenazas y promesas más bien descafeinadas.

—¿Y esto a qué viene? Ninguna alianza perdura en la guerra, ni siquiera la más antigua—inquiere Ava, incorporándose, con las mismas granas que tengo yo de marcharme a mi habitación—. Al final, cada facción mira por sus propios intereses.

—Por eso lo dice —interrumpo, sorprendiéndome a mí misma—. Quiere que seamos conscientes de que van a querer usarnos como a títeres—. No aparto la vista de nuestra directora en ningún momento. Deseando que mis palabras, sumadas a las peticiones de mis compañeras, la animen de una vez a enseñarnos cómo defendernos.

—Maravilloso —resopla Catha.

La directora asiente, vuelve a mirarnos a las cuatro, incluso a los huecos vacíos a nuestro lado, como si pudiera visualizar a las brujas que aún faltan.

—Sed inteligentes, cautas y no os dejéis embaucar —advierte Cordelia, con templanza y firmeza en su voz—. Somos una fuerza natural y poderosa, no necesitamos a nadie.

Sus palabras están muy bien como discurso, pero la realidad es otra. Puede que ella se una fuerza natural y poderosa. Pero yo soy solo una bruja inexperta. Dispuesta a aliarme con la criatura más despreciable si eso me beneficia a conseguir mi objetivo.

Unos aplausos huecos retumban en el invernadero. Nos sobresaltamos y miramos hacia la entrada, donde encontramos a Fiona Goode, la Suprema. Con un elegante traje en color crema y unos tacones de aguja. Sostiene una copa de vino en la mano y su habitual gesto de suficiencia.

Cordelia suelta un suspiro de pesar al ver a su madre.

—Querida, por qué en lugar de soltarles discursos, las enseñas algo de utilidad para que puedan combatir la que se les viene encima —contradice, con una sonrisa petulante extendiéndose en su rostro.


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Tras la aparición estelar de la Suprema, Cordelia nos mandó a todas a la cama, mientras mantenía un duelo de miradas con su madre. Según nos alejábamos por el jardín, en dirección a la mansión: pudimos escuchar los murmullos airados de su discusión.

Fiona guarda esa costumbre por hacer entradas triunfales, llamando la atención y perturbando el orden. Realmente, es lo único que hace: molestar y alterar a Cordelia. Todavía desconozco la razón por la que está en Nueva Orleans.

Doy una vuelta en la cama, notando el colchón duro en mi espalda. Llevo horas dando vueltas, incapaz de dormir. El sueño me rehúye y ya son más de las cuatro de la madrugada. Cierro los ojos e intento, otra vez, sin éxito, dormir.
Llegado un momento, desisto del empeño y me levanto. Camino al armario y vuelvo a sacar la pulsera del fondo de mi mochila. Sentada en el suelo frío, la observo. Pienso en el altercado con Huxley de esta noche. Me va a resultar imposible acercarme a él de nuevo sin que intenta arrancarme la cabeza. Y, por otro lado, está el hecho de que puede olerme. Así que seguirlo desde lejos tampoco parece factible.

Apoyo la frente en la mano. Me siento acorralada, como aquel día en el callejón, cuando Myrtle me atrapó. Me cruzo con el anillo que propició todo este entuerto. De plata y una pequeña piedra de turmalina negra en forma de cuervo en el centro.
«Has sido bendecida con un don natural, pero como cualquier don: debe ser trabajado y estudiado. Fórmate, no confíes solo en lo que te viene dado». De nuevo, acuden a mí las palabras que Tate tatuó en la carta.

Fórmate.

Me levanto del suelo, con la pulsera aferrada en mi mano. Recojo las zapatillas de deporte y, con ellas en la mano libre, salgo de la habitación. Camino por la mansión a oscuras y en silencio, tratando de no hacer ruido. Llego a la puerta del sótano en menos de dos minutos, el sonido de las cigarras se cuela por las paredes de la casa, junto con el del viento. Se trata de una puerta blanca reluciente en la oscuridad. El pomo es de cristal tallado: adoptando un color diferente según a la dependencia a la que quieras acceder. Por el momento, yo solo sé llegar al sótano.

Con la mano del anillo, necesario para activar el pomo y como medida para que solo seamos nosotras las que podamos acceder a él, lo hago girar. Este se ilumina con un deslustrado azul cian. Desciendo por las estrechas escaleras y desemboco en una estancia fría, de paredes de ladrillo, repleta de puertas que conducen a salas de diverso uso. Aunque, a mí, solo me interesa la biblioteca.

Me siento en el último escalón a calzarme las zapatillas antes de recorrer el lugar hasta su final, donde se encuentra la puerta que conduce a la biblioteca.

Una vez allí, busco el interruptor de la luz a tientas. Bajo las escaleras de madera y me quedo quieta en el centro, observando las estanterías colocadas sin orden ni concierto. Está todo tan abarrotado de libros, que después de pasar aquí unas horas acaba resultando claustrofóbico, debido a la falta de ventanas.

Tomo asiento en una silla olvidada, cerca de la mesa en la que he estado con Catha unas horas atrás. Los libros están colocados sin ningún tipo de orden: los grimorios mezclados con las novelas de ficción. Podría tirarme aquí días antes de dar con lo que busco.

Entonces, un recuerdo toca las paredes del presente. Cuando era niña, la tía Aria solía sentarme en una silla, frente a la estantería donde tenían los libros. Me hacía cerrar los ojos, después, ella me decía un título. Uno que yo tenía que repetir en mi cabeza, al tiempo que visualizaba, imaginado que este abandonaba su lugar y acababa en mi regazo. Y, lo hacía, el libro acababa en mis piernas.

Siempre he pensado que era la tía Aria la que los depositaba ahí. Que no se trataba más que de un juego un tanto extraño. Pero ahora, quizás…

Sello los párpados. Y empiezo a jugar.

«Hechizo de localización». Entono sin voz. Segundos después algo me golpea los pies. Abro los ojos, allí está: un libro sin títulos, con las solapas de color verde oliva. Después de todo, no era un juego tonto. Repito el proceso. «Ocultamiento». Otro libro choca contra mis pies.

Recojo ambos y camino hasta la mesa. Paso la siguiente hora buscando ambos hechizos. Primero el que necesito para ocultar mi esencia de bruja. Memorizo las palabras, extiendo las manos con las palmas hacia arriba y respiro hondo varias veces, tal como nos ha enseñado Cordelia.

Phasmatos isolate invisibilis obiectum murus.

Entono las palabras dos veces, como indica el grimorio. Un pequeño reguero de energía recorre mi piel, desde la punta de la cabeza hasta los pies. Supongo que ha funcionado.

A continuación, me levanto de la mesa y de la estantería que queda a mi derecha, saco una montaña de mapas de la ciudad, que encontré hace un par de días por casualidad. Busco el del bosque y lo extiendo frente a mí. Enciendo las cuatro velas y coloco cada una en una esquina.  Agarro la pulsera, extiendo la mano y dejo que cuelgue. Muevo la muñeca de manera que la media luna oscile en círculos. No tengo la más remota idea de si funcionará, porque, como ya he dicho: hay posibilidades de que el asesino no esté en la ciudad. Estoy a punto de salir de dudas.

«Allá vamos».

Phasmatos tribum, nas ex veras. Phasmatos tribum, nas ex veras…  

Repito las palabras tantas veces que pierdo la cuenta. Hasta que la pulsera sale despedida de mi mano y choca en un punto del mapa. La recojo: ha caído en medio de la laguna, casi a las afueras del bosque. Pero al menos ya sé que estoy siguiendo la dirección correcta. Satisfecha, marco con una cruz el lugar. Cierro los grimorios y me marcho de la biblioteca.

Tras darme una ducha rápida y cambiarme de ropa, bajo a la cocina a por algo de desayunar antes de marcharme al bosque. Con el mapa bien guardo en el bolsillo de la chaqueta. Con el amanecer inminente, aparece el sueño. Sin embargo, sé que no voy a ser capaz de descansar hasta que vaya a comprobar la cruz en el mapa.

Vierto el café recién hecho en una taza, la acuno entre mis dedos siempre fríos. Y, de pronto, la mezcla marrón comienza a borbotear como si estuviera en ebullición, aparto las manos rápidamente, enrojecidas.

—Qué…

—Hola.

El corazón me da una voltereta. Al girarme, veo a una niña sentada sobre la encimera de enfrente, al lado de fuegos. Tiene el pelo castaño oscuro, fino, que le cae sobre los hombros. Ojos oscuros, acunando una luminosidad traviesa. Su labio superior tiembla, reprimiendo lo que supongo será una sonrisa. No debe de tener más de diez años, pero sus piernas largas casi rozan el parqué.

—¿Y tú quién eres?

—Me llamo Anya —responde.

Cruzo los brazos sobre las costillas, apoyándome en la encimera. La observo unos segundos, me resulta familiar, pero al mismo tiempo estoy segura de que es la primera vez que la veo. ¿Será una de las Septem filii?

—¿Cómo te llamas tú?

Frunce el ceño y se concentra en mis ojos, sus manos se aferran a los bordes de la encimera. Se le dibuja un profundo gesto de concentración.

—Te lo digo si me dices qué haces aquí —ofrezco, queriendo despertar su curiosidad infantil.

Parpadea, parece decepcionada y extrañada a partes iguales. A continuación, sonríe con astucia.

—Vale, pero primero tu nombre. —Con su pequeña mano, me invita a pronunciarme.

—Aurora.

—Como la de la Bella Durmiente —hila, ladeando un poco la cabeza—. Espero que tú no seas tan tonta como para pincharte con una aguja.

Alzo las cejas, sorprendida por su descaro.

—Tu turno —digo, realizando el mismo gesto que ella.

Antes de contestar, se apea de la encimera y cae con fuerza al suelo. Se acerca a mí, de nuevo con gesto de concentración, me llega al hombro y casi puede mirarme de frente.

—He venido a ver a mi hermana —confiesa por fin.

—¿Quién es tu hermana?

—Yo. —Ava se materializa en la puerta de la cocina, con una bata de seda negra sobre su camisón. El pelo alocado y el sueño cubriendo sus facciones—. ¿Se puede saber qué haces aquí? Mamá me ha llamado histérica, pensaba que...

Anya dibuja una mueca de fastidio, muy parecida a las que suele poner su hermana. Camina hasta ella, tornando la expresión a una más dulce y cariñosa: la abraza. Ava le devuelve el abrazo desganada. Se parecen mucho, por eso la niña me resultaba tan familiar.

—Me aburría, así que he venido a verte —dice por toda explicación.

—Pues la próxima vez que lo hagas, avisa. Ya sabes lo que puede pasar.
Anya se separa de ella con gesto de fastidio. Vuelve a mirarme. Me doy la vuelta para coger la taza de café, aún demasiado caliente.

—Tu amiga es rara.

Ava intenta no reírse. Pero yo me hubiera reído si pudiese. Me gustan los niños y su sinceridad.

—No seas maleducada. —La regaña, pidiéndome disculpas con la mirada.

—Pero es que es verdad, tú también lo piensas —acusa Anya, frunciendo el ceño.

Ava la dedica el mismo gesto.

—¿Qué te he dicho de leer los pensamientos de los demás?

«Así que puede leer la mente».

—¡No lo hago a propósito! —Se defiende, dando un golpe en el suelo con su zapatilla—. Además, a Aurora no puedo leérselos, no piensa en nada.

Ava me mira de reojo, su hermana sigue mirándola a ella, enfadada por la regañina. Yo decido que es momento de marcharme.

—Adiós.

Dejo la taza de café sin probar de nuevo en su sitio y salgo por la puerta de la cocina. Una vez fuera, visualizo el bosque y me teletransporto hasta allí.


Camino durante horas por la oscuridad del bosque, donde los árboles aún tapan la mañana. Sin saber si estoy siguiendo la ruta correctamente. Podría haber buscado una foto de la laguna en internet y materializarme allí directamente. Sin embargo, estoy acostumbrándome demasiado a hacer uso de la teletransportación para desplazarme. Por otro lado, no sé qué encontraré allí, prefiero ser precavida.

Ni siquiera tengo intención de hacer nada. Por mucho que encuentre la localización de la manada, sigo sin saber quién es el asesino. Y, sobre todo, sigo siendo una bruja inexperta. Las cosas no van a ser tan fáciles y rápidas.

Cuando ya son más de las ocho de la mañana, veo la laguna a unos diez metros de distancia. En calma, casi como pintada en el suelo. Tomo una actitud cautelosa, guardándome de no pisar ninguna rama. Me acerco hasta la linde del bosque y me escondo detrás de un pino. Allí, el suelo es un lodazal de barro en el que se me hunden los pies.
La laguna es inmensa, de agua oscura y ondas expansivas a causa del viento. Tal es su magnitud, que ni siquiera puede advertirse la otra orilla. Varios grupos de juntos se mecen de un lado a otro.

No hay nada que advierta que aquí habiten personas. Ni humo por encima de las copas de los árboles, ni balsas para cruzar la laguna. Nada. Salvo el arrullo de las cigarras, que empiezan a cantar al sol. Dejo caer la frente contra el tronco del árbol. Agotada, por la caminata y la escasez de horas de sueño. No, desde luego que no va a ser tan sencillo. El hechizo localizador no es tan preciso como esperaba…

Escucho un crujido, como de una rama partiéndose, cerca de mí. Entro en estado de alerta y, evitando hacer movimientos bruscos, muevo la cabeza intentando localizar al causante. Entonces la encuentro, a pocos metros hacia mi izquierda.

Cathasach, agazapada como yo tras uno de los árboles. Así que aquí es donde viene cuando desaparece. ¿Estará buscando también la manada? Antes de que pueda reaccionar, sus ojos oscuros chocan con los míos.

Su boca forma una «o» de sorpresa y sus cejas se elevan tanto que casi le llegan hasta su pelo ensortijado. Permanecemos así, petrificadas, dos animales que se evalúan. Haciéndonos preguntas en silencio. Hasta que Catha realiza un lento y largo gesto de asentimiento.

Entiendo lo que quiere decirme.

«Yo no digo nada si tú no lo haces».

Como en la biblioteca, la noche anterior. Aunque, conociéndola, dudo que se mantenga callada y no me avasalle a preguntas.

Repito su gesto para hacer ver que la he entendido. Aparta la pista y se aleja en dirección opuesta, pasando la mano por cada uno de los árboles. Cuando desaparece entre la maleza, un coro de aullidos se abre paso por el aire, propagándose hasta mi piel, provocando que se me erice hasta el último pelo del cuerpo.

Están aquí, en alguna parte. Quizá al otro lado o a kilómetros. Pero están aquí.

Cierro los ojos y, hago lo que mejor se me da: desaparecer.

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Llego al Lunar Phase una media hora antes de su hora de apertura. Me detengo en la acera de enfrente y compruebo que el cartel de «Se necesita personal», no ha desaparecido. Tras dormir durante casi todo el día y pasar una hora decidiendo cuál sería mi próximo movimiento, aquí estoy. A punto de trazarlo.

Corretear por el bosque sin descanso, a riesgo de cruzarme con Huxley o alguno de sus amigos, es un riesgo que no estoy dispuesta a correr. Primero tengo que averiguar la identidad del asesino. Y, Huxley sigue siendo mi mejor carta para ello. Qué mejor manera para acercarme a él que siendo su compañera de trabajo. En un lugar lleno de gente, donde no pueda hacerme daño por mucho que lo desee.

Me acerco a la puerta, pego el rostro contra la cristalera. Veo a Annabeth entre las mesas, pasando un trapo húmedo sobre la superficie. Doy unos cuentos golpes para llamar su atención. Cuando me localiza, parece sorprendida de verme, pero, acude a mi encuentro. Quita la cerradura y abre, aunque solo lo suficiente para que quepa su silueta.

—No hemos abierto —saluda, con su tono distante y fiero.

—He venido por el puesto de trabajo —replico, señalando el cartel.

Intento adoptar una posición serena, mantener el rostro despejado y, supongo, que aparentar normalidad mundana. Annabeth entrecierra los ojos, dubitativa. Ojalá supiera algún hechizo que influyera en la toma de decisiones de las personas. Si no consigo el trabajo, mi plan se va al traste.

Cuando estoy convencida de que va a cerrarme la puerta en las narices, dice:

—De acuerdo, pasa. —Abre la puerta en su totalidad y se aparta. Cuando ya estoy dentro, vuelve a echar el pestillo.
Permanezco quieta al pie de las escaleras, intentando mostrarme displicente, servicial. Annabeth se apoya contra la barandilla de las escaleras. Me evalúa de arriba abajo. Sonríe.

—No creo ni que llegues a los estantes más altos —comenta, con sus gruesos labios dibujando una expresión que podría catalogar dentro de empatía o, también, de mofa.

—Usaré un taburete.

—¿Tienes experiencia como camarera?

«No he trabajado en mi vida».

—Aprendo rápido —aseguro. Maldigo a mi madre en mi fuero interno, podría haberme dejado al menos la capacidad de mentir.

Annabeth chista, meneando la cabeza con desaprobación. Se acabó, adiós a mi plan. Unos segundos después, la mujer se encoge de hombros y suspira. Se cuelga el trapo al hombro.

—El sueldo es una miseria y son muchas horas de trabajo —continúa replicando.

—¿Es consciente de que se está saboteando a usted misma? —replico, sin comprender lo que pretende.

La mujer oculta una sonrisa. Odio a la gente que no sigue un patrón de comportamiento constante. Nunca sé por dónde van a salir ni qué tengo que responder.

—De acuerdo, empiezas esta noche.

Sin más dilación, desciende las escaleras hasta las mesas. Frunzo el ceño, no puede ser tan sencillo. Confusa, la sigo.

—¿Ya está?

Annabeth toma asiento sobre una de las mesas.

—No voy a darte una fiesta de bienvenida, si es lo que esperas. —Se burla.

—No me refería a eso —contradigo. Sé que debería callarme, he conseguido el trabajo, pero me veo incapaz—. Ni siquiera me ha preguntado mi nombre.

Me dedica una sonrisa ladeada, superior.

—Porque ya lo sé todo de ti, Aurora Raven.
indigo.
indigo.


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Mensaje por hange. Lun 20 Ago 2018, 8:29 pm

DIOSMIO LO AME TANTO KATE TE PASASTEEEEEE
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hange.
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http://www.wattpad.com/user/EmsDepper
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Mensaje por Ariel. Lun 27 Ago 2018, 2:42 pm

Esto fue espectacular Kate!!! Coven of salem - Página 6 2841648573 Te quedo buenisimo nena!
Te dejare un lindo comentario en cuanto pueda, pero queria decirte que me encanto Aurora y su historia es intrigante!!! Esplendido chica!!
Ariel.
Ariel.


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Mensaje por indigo. Miér 29 Ago 2018, 5:44 am

Ayyy, gracias chicas, me alegra que os haya gustado Coven of salem - Página 6 1477071114

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indigo.
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Mensaje por Bart Simpson Sáb 22 Sep 2018, 2:49 am


Okay, debo admitir que el prólogo atrapa desde la primera oración y eso es genial creepygusta

Lo curioso es que el anillo siempre vuelve a su dueño, y este caso no era la excepción.

Me encanta lo de los anillos, el simplemente pensar en eso me acaba de dar más ideas Coven of salem - Página 6 3232760151 y demasiadas preguntas Coven of salem - Página 6 3417461789
Además lo de la guerra entre los seres mágicos, si mal no recuerdo, en American Horror Story: Coven, no aparecía esto, lo cual hace la novela mucho más interesante Coven of salem - Página 6 4098373783

—Así que... una de estas mocosas será la próxima Suprema

¡Es la puta ama, wn! Coven of salem - Página 6 77880782 Coven of salem - Página 6 77880782 Coven of salem - Página 6 77880782
Me encanta la relación de odio-amistad-odio que lleva con Myrtle Coven of salem - Página 6 4098373783 (su nombre simplemente me hace pensar en Myrtle la llorona de HP(?)

Me encantó el prólogo; es bastante atrapador(?) lamento comentar mil millones de años después pero al fin aquí estoy... seguiré leyendo.


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Mensaje por Bart Simpson Sáb 22 Sep 2018, 2:53 am


CANDELUSHKA Coven of salem - Página 6 2027361961 :


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