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Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN

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Mensaje por Monse_Jonas Mar 04 Mar 2014, 11:10 pm

Nombre: Pídeme lo que quieras.
Autor: Megan Maxwell
Adaptación: Si.
Advertencias: Alto contenido erotico.
Otras páginas: No sé.



Tras la muerte de su padre, el prestigioso empresario alemán Joe Zimmerman decide viajar a España para supervisar las delegaciones de la empresa Müller. En la oficina central de Madrid conoce a _____, una joven ingeniosa y simpática de la que se encapricha de inmediato. _____ sucumbe a la atracción que el alemán ejerce sobre ella y acepta formar parte de sus juegos sexuales, repletos de fantasías y erotismo. Junto a él aprenderá que todos llevamos dentro un voyeur, y que las personas se dividen en sumisas y dominantes... Pero el tiempo pasa, la relación se intensifica y Joe empieza a temer que se descubra su secreto, algo que podría marcar el principio o el fin de la relación.


Última edición por Monse_Jonas el Mar 04 Mar 2014, 11:23 pm, editado 1 vez
Monse_Jonas
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Mensaje por Monse_Jonas Mar 04 Mar 2014, 11:18 pm

Capitulo Uno
Qué pesadita es mi jefa.
Sinceramente, al final tendré que pensar lo mismo que media empresa: que ella y Miguel, el guaperas de mi compañero, tienen un lío. Pero no. No quiero ser mal pensada y entrar en la misma ruleta en la que todas mis compañeras han entrado. El cuchicheo.
Desde enero trabajo para la empresa Müller, una compañía de fármacos alemanes. Soy la secretaria de la jefa de las delegaciones y, aunque mi trabajo me gusta, me siento explotada muy a menudo. Vamos… que sólo le falta a mi jefa atarme a la silla y echarme un chusco de pan para comer. Cuando por fin termino el montón de trabajo que mi querida jefa me ha ordenado tener listo para el día siguiente, dejo los informes sobre su mesa y regreso a la mía. Cojo el bolso y me voy sin mirar atrás. Necesito salir de la oficina o acabaré saliendo en las noticias como la asesina en serie de jefas que se creen el ombligo del mundo. 
Son las once y veinte de la noche… ¡Vaya horitas!
En la calle llueve a mares. ¡Perfecto! Chaparrón de verano. Llego hasta la puerta y, tras echarle valor al asunto, corro hacia el parking donde me espera mi amado León. Entro en el garaje como una sopa y, tras darle al botón del mando, Leoncito pestañea sus luces dándome la bienvenida. ¡Es más mono…!
Rápidamente me meto en él. No soy miedosa, pero no me gustan los parkings y menos aún si son tan solitarios como éste a estas horas. Inconscientemente, comienzo a recordar películas de terror en las que la chica camina por uno de  ellos y un desalmado vestido de negro aparece y la acuchilla hasta morir. ¡Joder, qué mal rato! 
En cuanto estoy dentro del coche, cierro los pestillos, abro el bolso, saco un pañuelo de papel y me seco la cara. ¡Estoy empapada! Pero justo cuando voy a meter las llaves en el contacto… ¡zas!, se me caen. Maldigo a oscuras y me agacho para buscarlas.
Toco el suelo con la mano. A la derecha no están. A la izquierda tampoco. Vaya… encuentro el paquete de chicles que busqué hace días. ¡Bien! Sigo toqueteando el suelo del coche y por fin las encuentro. Entonces oigo unas risas cercanas y miro a mí alrededor con cuidado para que no me vean.
¡Oh, Dios mío!
Entre risas y colegueo veo acercarse a mi jefa y a Miguel. Parecen divertidos. Eso me pone de mala leche. Yo currando hasta las once y pico y ellos, de parranda. ¡Qué injusticia! De pronto, mi jefa y Miguel se apoyan en la columna de al lado y se besan.
¡Vaya tela…!
¡No me lo puedo creer!
Semiagachada en el interior de mi automóvil para que no me vean, contengo la respiración. Por favor… ¡por favor! Si se dan cuenta de que estoy ahí, me muero de la vergüenza. Y no. No quiero que eso ocurra. De repente, mi jefa suelta el bolso y sin ningún miramiento toca con decisión la entrepierna de Miguel. ¡¡¡Le está tocando el paquete!!!
¡Por todos los santos! Pero ¿qué estoy viendo?
¡Dios! Ahora es Miguel quien le mete mano a ella por debajo de la falda. Se la sube, la empuja hacia arriba contra la columna y se comienza a refregar contra ella. ¡¡Qué fuerte!!
¡Ay, madre! ¿Qué hago?
Quiero marcharme. No quiero ver lo que hacen pero tampoco puedo salir de allí. Si arranco el coche, sabrán que los he pillado. Así que, agazapada y sin moverme, no puedo dejar de mirar lo que hacen. Entonces, Miguel vuelve a apoyarla en el suelo y la obliga a dar la vuelta. La  coloca sobre el capó del coche y le baja las bragas, primero con la boca y luego con las manos. ¡Joder, le estoy viendo el culo a mi jefa! ¡Qué horror! Y en aquel momento escucho a Miguel preguntarle: 
—Dime, ¿qué quieres que te haga?
Mi jefa, como una gata en celo, murmura entregada por completo a la causa.
—Lo que quieras… lo que tú quieras.
¡Qué fuerte, por Dios, qué fuerte! Y yo en primera fila. Sólo me faltan las palomitas.
Miguel vuelve a empujarla sobre el capó. Le abre las piernas y mete la boca en el sexo de ella. ¡Ay, madre! Pero ¿de qué estoy siendo testigo? Mi jefa, doña Tiquismiquis, suelta un gemido y yo me tapo los ojos. Pero la curiosidad, el morbo o como se llame me puede y me los destapo de nuevo. Sin pestañear veo cómo él, tras relamerse, se separa unos centímetros de ella y le mete un dedo, luego dos y, levantándose, la agarra de su pelazo oscuro y tira de él mientras mueve sus dedos a un ritmo que, para qué negarlo, haría  suspirar a cualquiera. 
—¡Síiiiiiiiiiiiii!—escucho gemir a mi jefa.
Respiro con dificultad.
Me va a dar algo.
¡Qué calor!
Me guste o no, ver aquello me está poniendo frenética, y no precisamente por estar de los nervios. Mis relaciones sexuales son normalitas, tirando a predecibles, así que lo cierto es que ver aquello en vivo y en directo me está excitando.
Miguel se baja la bragueta de su pantalón gris. Saca un más que aceptable pene de su interior… ¡Vaya con Miguel! Y me quedo ojiplática cuando veo que se lo clava de una sola estacada. ¡Me muero! Pero de placer… Vamos, justo por lo que está jadeando mi jefa.
Mis pezones están duros y, de pronto, me doy cuenta de que me los estoy tocando. Pero ¿cuándo he metido mi mano por el interior de la blusa? Rápidamente saco mi mano de ahí, pero mis pezones y el centro de mi deseo protestan. ¡Ellos quieren más! Pero no. Eso no puede ser. 

Yo no hago esas cosas. Minutos después, tras varios gemidos y bamboleos, Miguel y mi jefa se recomponen. ¡Olé! ¡Ya han terminado! Se meten en el coche y se marchan. Respiro aliviada. 
Cuando por fin vuelvo a quedarme sola en el parking, me incorporo de mi escondrijo y me siento en el asiento de mi coche. Las manos me tiemblan. Las rodillas también. Y noto que mi respiración está acelerada. Exaltada por lo que acabo de presenciar, cierro los ojos mientras me tranquilizo y pienso cómo sería tener sexo de ese calibre. ¡Caliente!
Diez minutos después, arranco el coche y salgo del parking. Me voy a tomar unas cervezas con mis amigos. Necesito refrescarme y refrescar mi calenturienta… mente. 
Monse_Jonas
Monse_Jonas


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Mensaje por aranzhitha Miér 05 Mar 2014, 5:43 am

Hola! nueva lectora!
Síguela!
aranzhitha
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Mensaje por Juulii1D Miér 05 Mar 2014, 8:17 am

holaaa!! soy de la otro novela !!!! jajaja y te sigo en esta tambien!!  me encantoo la sinopsis !! siguelaaaaaaaaaaa Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN 961472736
Juulii1D
Juulii1D


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Mensaje por chelis Miér 05 Mar 2014, 12:29 pm

Pero que espectáculo y jajjaajajaja pobre de la rayiiss!!!!!... Sigueeeeee pooorrrfiiiissssss....
Y nueva lectora!!!
chelis
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Mensaje por *annie d' jonas* Miér 05 Mar 2014, 3:30 pm

Haha me eh muerto de la risa!! XD
Y la rayis muy penosa por el expectaculo
Nueva lectora!! Sigueee
*annie d' jonas*
*annie d' jonas*


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Mensaje por chelis Miér 05 Mar 2014, 4:34 pm

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Mensaje por aranzhitha Miér 05 Mar 2014, 6:58 pm

Síguela!
aranzhitha
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Mensaje por chelis Miér 05 Mar 2014, 7:41 pm

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Mensaje por Monse_Jonas Miér 05 Mar 2014, 11:47 pm

Capitulo Dos

Al día siguiente, cuando llego a la oficina, todos parecen felices. Me cruzo con Miguel y no puedo evitar sonreír. Él y la jefa. Si ellos supieran que los vi… Pero, como no quiero pensar en ello, me dirijo hacia mi mesa y mientras enciendo mi ordenador veo que se acerca hasta mí.
—Buenos días, _____.
—Buenos días.
Miguel, además de ser mi compañero, es un tipo muy simpático. Desde el primer día que llegué a la oficina ha sido un encanto conmigo y nos llevamos muy bien. Casi todas en el curro babean por él, pero, no sé por qué, en mí no surte el mismo efecto. ¿Será que no me gustan los bomboncitos sonrientes? Pero, claro, ahora, sabiendo lo que sé y habiéndole visto su aparatito en acción, no puedo evitar mirarlo de otra forma mientras intento no gritar: «¡Torero!». 
—¿Recuerdas que esta tarde hay reunión general?
—Ajá.
Como es de esperar, sonríe, me agarra del brazo y dice…
—Venga, vamos a tomarnos un café. Sé que te mueres por un cafetito y una tostada de la cafetería.
Sonrío yo también. Cómo me conoce el puñetero… Además de simpático y guapo, al tío no se le escapa una. Ése, junto a su perpetua sonrisa, es el gran atractivo de Miguel. No olvida detalle. De ahí que se lleve a las churris de calle.
Cuando llegamos a la cafetería de la novena planta, vamos a la barra, pedimos nuestra consumición y nos dirigimos a nuestra mesa.
Digo nuestra mesa porque siempre nos sentamos allí. Se nos unen Paco y Raúl. Una parejita gay con la que me llevo muy bien. Como siempre hacen, me besuquean el cuello y me hacen reír. Los cuatro comenzamos a hablar e inconscientemente recuerdo lo que vi la noche anterior en el parking. ¡Miguel y la jefa! Vaya polvazo más morboso que se marcaron ante mi cara. ¡Vaya con mi compañero, es un portento el chico!
—¿Qué te pasa? Te noto distraída —pregunta Miguel.
Eso me reactiva. Lo miro y le respondo, intentando olvidar las imágenes que por mi mente pululan:
—Estoy en Babia, lo sé. Mi gato cada día está más apagadito y…
—Qué pena, el Currito —murmura Paco y Raúl me hace un gesto comprensivo.
—Vaya, lo siento, preciosa —responde Miguel, mientras me coge la mano.
Durante un rato hablamos de mi gato y eso me pone aún más triste. Adoro a Curro e, inevitablemente, cada día que pasa, cada hora, cada minuto, su vida se acorta un poco más. Es algo que aprendí a asumir desde que el veterinario me lo dijo, pero aun así me cuesta. Me cuesta mucho. 
De pronto, mi jefa llega, rodeada por varios hombres, como siempre. ¡Es una comehombres! Miguel la mira y sonríe. Yo me callo. Mi jefa es una mujer muy atractiva. Vamos, una cincuentona potente, una morena de rompe y rasga, soltera pero no entera, y a la que se le han atribuido varios líos en la empresa. Se cuida como nadie y no falta ni un solo día al gimnasio. O sea, que le gusta… gustar.
—_____ —me interrumpe Miguel—. ¿Te queda mucho?
Vuelvo en mí y dejo de mirar a mi jefa para mirar mi desayuno. Doy un trago al café y contesto:
—¡Acabado!
Los cuatro nos levantamos y salimos de la  cafetería. Debemos comenzar a trabajar. 
Una hora después, tras hacer las fotocopias pertinentes y acabar el recurso, me dirijo al despacho de mi jefa. Llamo con los nudillos y entro.
—Aquí tiene el contrato finalizado para la delegación de Albacete.
—Gracias —responde escuetamente mientras lo ojea.
Como de costumbre, me quedo parada ante ella a la espera de sus órdenes. El pelo de mi jefa me encanta, tan ondulado, tan cuidado. Nada que ver con mi pelo moreno y liso que suelo recoger en un moño sobre mi cabeza. Suena el teléfono y antes de que me mire lo cojo.
—Despacho de la señora Mónica Sánchez. Le atiende su secretaria, la señorita Flores, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Buenos días, señorita Flores —responde una voz profunda de hombre con cierto tonillo guiri—. Soy Joe Zimmerman. Querría hablar con su jefa.
Al reconocer aquel nombre, reacciono rápidamente.
—Un momento, señor Zimmerman.
Mi jefa, al escuchar aquel apellido, suelta los papeles que hasta ese momento sujetaba y, tras arrancarme literalmente el teléfono de las manos, dice con una encantadora sonrisa en los labios:
—Joe… ¡qué alegría saber de ti! —Tras un pequeño silencio, continúa—: Por supuesto, por supuesto. ¡Ah! Pero ¿ya has llegado a Madrid?… —Entonces suelta una risotada más falsa que un euro con la cara de Popeye y susurra—: Por supuesto, Joe. A las dos te espero en recepción para comer.
Y tras decir esto, cuelga y me mira.
—Pídeme cita para la peluquería para dentro de media hora. Después, reserva para dos en el restaurante de Gemma.
Dicho y hecho. Cinco minutos más tarde sale de la oficina escopeteada y regresa hora y media después con su pelo más lustroso y bonito y con el maquillaje retocado. A las dos menos cuarto veo que Miguel toca con los nudillos en su puerta y entra. ¡Vaya tela! No quiero ni pensar lo que estarán haciendo. Pasados cinco minutos oigo risotadas. A las dos menos cinco, la puerta se abre, salen los dos y mi jefa se me acerca. 
—_____, ya te puedes ir a comer. Y recuerda: estaré con el señor Zimmerman. Si a las cinco no he vuelto y necesitas cualquier cosa, llámame al móvil.
Cuando la bruja mala y Miguel se van respiro por fin aliviada. Me suelto el pelo y me quito las gafas. Después recojo mis cosas y me dirijo hacia el ascensor. Mi oficina está en la planta diecisiete y el ascensor se para en varias plantas para ir recogiendo a otros trabajadores, así que siempre suele tardar en llegar a la planta baja. De pronto, entre la planta seis y la cinco, el ascensor da un trompicón y se detiene del todo. Saltan las luces de emergencia y Manuela, la de paquetería, se pone a chillar.
—¡Ay, virgencita! ¿Qué ocurre?
—Tranquila —respondo—. Se habrá ido la luz y seguro que pronto vuelve.
—¿Y cuánto va a tardar?
—Pues no lo sé, Manuela. Pero si te pones nerviosa, vas a pasar un ratito malo y se te hará eterno. Así que respira y verás cómo la luz vuelve en un pispás.
Pero veinte minutos después, la luz sigue brillando por su ausencia y Manuela, junto a varias chicas de contabilidad, entra en pánico. Percibo que tengo que hacer algo.
Vamos a ver. A mí no me gusta nada estar encerrada en un ascensor. Me agobia mucho y comienzo a sudar. Si entro en pánico, será peor, de modo que decido buscar soluciones. Lo primero, me recojo el pelo en la nuca y lo sujeto con un bolígrafo. Después le paso mi botellita de agua a Manuela para que beba e intento bromear con las chicas de contabilidad mientras reparto chicles con sabor a fresa. Pero mi calor va en aumento, así que finalmente saco un abanico de mi bolso y comienzo a abanicarme. ¡Qué calor!
En ese momento, uno de los hombres que se mantenían en un segundo plano apoyado en el ascensor se acerca a mí y me agarra por el codo.
—¿Te encuentras bien?
Sin mirarlo y sin dejar de abanicarme, le contesto:
—¡Uf! ¿Te miento o te digo la verdad?
—Prefiero la verdad.
Divertida, me vuelvo hacia él y, de repente, mi nariz choca contra una americana gris. Huele muy bien. Perfume caro.
Pero ¿qué hace tan cerca de mí? Inmediatamente doy un paso hacia atrás y lo miro para ver de quién se trata. Desde luego, es alto, le llego a la altura del nudo de la corbata. También es castaño, tirando a rubio, joven y con ojos claros. No me suena de nada y, al ver que me mira a la espera de una contestación, cuchicheo para que sólo él me pueda oír.
—Entre tú y yo, los ascensores nunca me han gustado y como no se abran las puertas en breve, me va a entrar el nervio y…
—¿El nervio?
—Aja…
—¿Qué es «entrar el nervio»?
—Eso, en mi idioma, es perder la compostura y volverse loca —le respondo, sin parar de abanicarme—. Créeme. No querrías verme en esa situación. Incluso, como me descuide, me pongo a echar espumarajos por la boca y la cabeza me da vueltas como a la niña de El exorcista. ¡Vamos, todo un numerito! —Mis nervios aumentan y le pregunto, en un intento por calmarme—: ¿Quieres un chicle de fresa?
—Gracias —responde y coge uno.
Pero lo gracioso es que lo abre y me lo mete en la boca a mí. Lo acepto soprendida y, sin saber por qué, abro otro chicle y hago la operación a la inversa. Él, divertido, también lo acepta.
Miro a Manuela y compañía. Siguen histéricas, sudorosas y descoloridas. De modo que, dispuesta a que mi histerismo no aumente, intento entablar conversación con el desconocido.
—¿Eres nuevo en la empresa?
—No.
El ascensor se mueve y todas se ponen a chillar.
Yo no voy a ser menos. Me agarro al brazo del hombre en cuestión y le retuerzo la manga. Cuando soy consciente, lo suelto en seguida.
—Perdón… perdón —me disculpo.
—Tranquila, no pasa nada.
Pero no puedo estar tranquila. ¿Cómo voy a estar tranquila encerrada en un ascensor? De repente noto un picor en mi cuello. Abro mi bolso y saco un espejito del neceser. Me miro en él y empiezo a maldecir.
—¡Mierda, mierda! ¡Me estoy llenando de ronchones!
Veo que el hombre me mira sorprendido. Yo me retiro el pelo del cuello y se lo enseño.
—Cuando me pongo nerviosa me salen ronchones en la piel, ¿lo ves?
Él asiente y yo me rasco.
—No —dice, sujetándome la mano—. Si haces eso, empeorarás.
Y ni corto ni perezoso se agacha y me sopla en el cuello. ¡Oh, Dios! ¡Qué bien huele y qué gustito da sentir ese airecito! Dos segundos más tarde, me doy cuenta de que hago el ridículo al soltar un gemidito. 
¿Qué estoy haciendo?
Me tapo el cuello e intento desviar el tema.
—Tengo dos horas para comer y, como sigamos aquí, ¡hoy no como!
—Supongo que tu superior entenderá la situación y te permitirá llegar un poco más tarde.
Eso me hace sonreír. Éste no conoce a mi jefa.
—Creo que supones mucho. —Llena de curiosidad, le digo—: Por tu acento eres…
—Alemán.
No me extraña. Mi empresa es alemana y teutones como aquél pululan todos los días por allí. Pero, sin poder evitarlo, lo miro con una sonrisita maliciosa.
—¡Suerte en la Eurocopa!
Entonces él, con gesto serio, se encoge de hombros.
—No me interesa el fútbol.
—¡¿No?!
—No.
Sorprendida de que a un tío, a un alemán, no le guste el fútbol, me hincho orgullosa al pensar en nuestra selección y susurro para mí:
—Pues no sabes lo que te pierdes.
Sin inmutarse, él parece leerme la mente y se acerca de nuevo a mi oreja, poniéndome la carne de gallina.
—De todas formas, ganemos o perdamos aceptaremos el resultado —me susurra.
Dicho esto, da un paso atrás y regresa a su sitio.
¿Le habrá molestado mi comentario?
Yo lo imito y me doy la vuelta para no tener que verlo. Miro el reloj; las tres menos cuarto. ¡Mierda! Ya he perdido tres cuartos de hora de mi comida y ya no me da tiempo a llegar al Vips. Con las ganas que tenía de comerme un Vips Club… ¡En fin! Pararé en el bar de Almudena y me comeré un bocata. No tengo tiempo para más.
De pronto, las luces se encienden, el ascensor reanuda su marcha y todos en su interior aplaudimos.
¡Yo la primera!
Movida por la curiosidad, vuelvo a mirar al desconocido que se ha preocupado por mí y veo que él sigue observándome. Vaya, con luz es más alto y más ¡sexy!
Cuando el ascensor llega a la planta cero y las puertas se abren, Manuela y las de contabilidad salen de su interior como caballos desbocados entre chillidos e histerismos. Cómo me alegro de no ser así. La verdad es que soy un poco chicazo. Mi padre me crió así. Sin embargo, cuando salgo, me quedo parada al ver a mi jefa.
—¡Joe, por el amor de Dios! —oigo que dice—. Cuando he bajado para encontrarme contigo e irnos a comer y he recibido tu Whatsapp diciéndome que estabas encerrado en el ascensor ¡creí morir! ¡Qué angustia! ¿Estás bien?
—Perfectamente —responde la voz del hombre que ha hablado conmigo sólo unos momentos antes.
De pronto, mi cabeza rebobina. Joe. Comida. Jefa. ¿Joe Zimmerman, el jefazo, es a quien le he dicho que soy como la niña de El exorcista y le he metido un chicle de fresa en la boca? Me pongo como un tomate y me niego a mirarlo a la cara. 
¡Dios! ¡Qué ridícula soy!
Deseo escapar de allí cuanto antes, pero entonces siento que alguien me agarra del codo.
—Gracias por el chicle… ¿señorita?
—_____ —responde mi jefa—. Ella es mi secretaria.
El ahora identificado como señor Joe Zimmerman asiente y, sin importarle la cara de mi jefa, porque no la mira a ella si no a mí dice:
—Entonces es la señorita _____ Flores, ¿verdad?
—Sí —respondo como si fuera boba. ¡Como una lela total!
Mi jefa se cansa de no sentirse la protagonista del momento y lo agarra posesivamente del brazo, tirando de él.
—¿Qué tal si nos vamos a comer, Joe? ¡Es tardísimo!
Como si me hubieran plantado en el vestíbulo de la empresa, yo levanto mi cabeza y sonrío. Instantes después, aquel impresionante hombre de ojos claros se aleja, aunque, antes de salir por la puerta, se vuelve y me mira. Cuando por fin desaparece suspiro y pienso: «¿Por qué no me habré estado calladita en el ascensor?». 
Monse_Jonas
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Mensaje por Monse_Jonas Miér 05 Mar 2014, 11:48 pm

Chicas aquí les dejo el segunda capi y bueno les quería decir que éste libro es parte de una trilogía y éste libro contiene 65 capítulos!!! así que les subiré los capítulos completos, ya que son muchos espero les guste y gracias por sus comentarios. 
Monse_Jonas
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Mensaje por chelis Jue 06 Mar 2014, 11:17 am

Creo que bendito elevador!!!!!.... Sino fuera por el no se hubieran conocido!!!!!.....
Y descuida me encanta la nove!!!!
chelis
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Mensaje por aranzhitha Jue 06 Mar 2014, 2:31 pm

Awww me encanta!
Síguela!
aranzhitha
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Mensaje por chelis Jue 06 Mar 2014, 4:33 pm

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Mensaje por Monse_Jonas Jue 06 Mar 2014, 8:35 pm

Capitulo Tres
A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina, la primera persona que me encuentro al entrar en la cafetería es el señor Zimmerman. Noto que levanta la vista y me mira, pero yo me hago la sueca. No me apetece saludarlo.
Ahora ya sé quién es y siempre he pensado que los jefazos cuanto más lejos, mejor. Lagarto, lagarto… Pero la verdad es que este hombre me pone nerviosa. Desde su posición y escondido tras el periódico, intuyo que me está observando, que me está estudiando. Levanto los ojos y ¡zas! Tengo razón. Me bebo rápidamente el café y me voy. Tengo que trabajar.
Durante el día vuelvo a coincidir con él en varios sitios. Pero cuando toma posesión del antiguo despacho de su padre, que está frente al mío y conectado por el archivo al de mi jefa, ¡me quiero morir! En ningún momento se dirige a mí, pero puedo sentir su mirada vaya por donde vaya. Intento esconderme tras la pantalla del ordenador, pero es imposible. Él siempre encuentra la manera de cruzar su mirada con la mía.
Cuando salgo de la oficina, me voy directa al gimnasio. Una clase de spinning y un rato en el jacuzzi tras terminarla me quitan todo el estrés acumulado y llego a mi casa como una malva, lista para dormir.
Los siguientes días, más de lo mismo. El señor Zimmerman, ese guapo jefazo con el que he comenzado a soñar y al que toda la oficina venera y lame el culo, aparece por todos los lados por donde me muevo, y eso hace que me ponga nerviosa.
Es serio, borde y apenas sonríe. Pero noto que me busca con la mirada y eso me desconcierta.
Los días van pasando y, finalmente, una mañana cruzo un par de sonrisitas con él. Pero ¿qué estoy haciendo? Ese día ya no cierra la puerta de su despacho y su ángulo de visión es aún mejor. Me tiene totalmente controlada. ¡Qué agobio por Dios!
Por si fuera poco, cada día que coincido con él en la cafetería me observa… me observa… y me observa. Aunque, cuando me ve aparecer con Miguel o los chicos, se va rápidamente. ¡Qué descanso!
Hoy estoy liadísima con cientos de papeles que la tiquismiquis de mi jefa me ha pedido. Como siempre, parece no recordar que Miguel, aunque sea el secretario del señor Zimmerman, es quien debe ocuparse del cincuenta por ciento del papeleo que gestionamos.
A la hora de comer aparece el objeto de mis sueños húmedos en el despacho y, tras clavar su insistente mirada sobre mí, entra en el despacho de mi jefa sin llamar para salir dos segundos después los dos juntos e irse a comer.
Cuando me quedo sola, me siento por fin aliviada. No sé qué me pasa con ese hombre, pero su presencia me acalora y me hace hervir la sangre. Tras recoger un poco mi mesa decido hacer lo mismo que ellos y me voy a comer. Pero es tal el agobio de papeles que sé que me espera que, en vez de utilizar mis dos horitas para ello, salgo sólo una hora y regreso en seguida.
Al llegar, meto mi bolso en mi cajonera, cojo mi iPod y me pongo mis auriculares. Si algo me gusta en esta vida es la música. Mi madre nos enseñó a mi padre, a mi hermana y a mí que la música es lo único que amansa a las fieras y reduce los males. Ése, entre otros muchos, es uno de sus legados y quizá por eso adoro la música y me paso el día tarareando canciones. Nada más encender el iPod comienzo a cantar mientras me lío con el papeleo. ¡Mi vida se reduce al papeleo!
Entro en el despacho de la tiquismiquis de mi jefa cargada con carpetas y abro una especie de vestidor que utilizamos como archivo. Ese vestidor comunica con el despacho del señor Zimmerman, pero, como sé que no está, me relajo y comienzo a archivar mientras canturreo:
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
a pesar del dolor, eres tú quien me inspira.
No somos perfectos, somos polos opuestos.
Te amo con fuerza, te odio a momentos.
Te regalo mi amor, te regalo mi vida,
te regalaré el Sol siempre que me lo pidas.
No somos perfectos, sólo polos opuestos.
Mientras que sea junto a ti, siempre lo intentaría
¿Qué no daría…?
—Señorita Flores, canta usted fatal.
Esa voz. Ese acento.
La carpeta que tengo en las manos se me cae al suelo por el susto. Me agacho a cogerla y, ¡zas!, coscorrón que me meto con él. Con el señor Zimmerman. ¡Con la angustia instalada en mi cara por la cantidad de meteduras de pata que estoy cometiendo con ese supermegajefazo alemán…! Lo miro y me quito los auriculares.
—Lo siento, señor Zimmerman —murmuro.
—No pasa nada. —Toca mi frente y pregunta con familiaridad—. ¿Tú estás bien?
Como un muñequito de esos que hay en las partes traseras de algunos coches, asiento con la cabeza. Otra vez me ha vuelto a preguntar si estoy bien ¡Qué mono! Sin poder evitarlo, mis ojos y todo mi ser le hacen un escaneo en profundidad: alto, pelo castaño con mechas rubias, treinta y pocos años, fibroso, ojos azules, voz profunda y sensual… Vamos, un pibonazo en toda regla.
—Siento haberte asustado —añade—. No era mi intención.
Vuelvo a mover mi cabeza como un muñeco. ¡Seré boba! Me levanto del suelo con la carpeta en mis manos y pregunto:
—¿Ha venido con usted la señora Sánchez?
—Sí.
Sorprendida, porque no la he oído entrar en su despacho, comienzo a intentar salir del archivo, cuando el alemán me agarra del brazo.
—¿Qué cantabas?
Aquella pregunta me pilla tan de sorpresa que estoy a punto de soltarle: «¿Y a ti qué te importa?». Pero, afortunadamente, contengo mi impulsividad.
—Una canción.
Sonríe. ¡Dios! ¡Qué sonrisa!
—Lo sé… La letra me gustó. ¿Qué canción es?
—Blanco y negro de Malú, señor.
Pero parece que mis palabras le hacen gracia. ¿Se estará riendo de mí?
—¿Ahora que sabes quién soy me llamas señor?
—Disculpe, señor Zimmerman —aclaro con profesionalidad—. En el ascensor no lo reconocí. Pero ahora que ya sé quién es, creo que debo tratarlo como se merece.
Él da un paso hacia mí y yo doy otro hacia atrás. ¿Qué hace?
Él vuelve a dar otro paso y yo, al intentar hacer lo mismo, me pego contra el archivador. No tengo salida. El señor Zimmerman, ese tío sexy al que hace unos días metí un chicle de fresa en la boca, está casi encima de mí y se está agachando para ponerse a mi altura.
—Me gustabas más cuando no sabías quién era —murmura.
—Señor, yo…
—Joe. Mi nombre es Joe.
Confundida y atacada de los nervios por el morbo que ese gigante me está provocando, trago el nudo de emociones que me cosquillea por todo el cuerpo.
—Lo siento, señor. Pero no creo que esto sea correcto.
Y, sin pedirme permiso, me quita el bolígrafo que me sujeta el moño y mi lacio y oscuro pelo cae alrededor de mis hombros. Yo lo miro. Él me mira también. Y a nuestras miradas le sigue un más que significativo silencio en el que los dos respiramos con irregularidad.
—¿Se te ha comido la lengua el gato? —me pregunta, rompiendo el silencio.
—No, señor —respondo al punto del colapso.
—Entonces, ¿dónde has dejado a la chica chispeante del ascensor?
Cuando voy a responder, oigo las voces de mi jefa y Miguel que entran en el despacho. Zimmerman pega su cuerpo al mío y me ordena callar. Sin saber muy bien por qué, le hago caso.
—¿Dónde está _____? —oigo que pregunta mi jefa.
—Casi con seguridad, te diría que en la cafetería. Habrá ido a por una Coca-Cola. Tardará en regresar —responde Miguel, y cierra la puerta del despacho de mi jefa.
—¿Seguro?
—Seguro —insiste Miguel—. Vamos, ven aquí y déjame ver qué llevas hoy bajo la falda.
¡Dios! Esto no puede estar pasando.
El señor Zimmerman no debería ver lo que creo que esos dos están a punto de hacer. Pienso. Pienso cómo entretenerlo o despistarlo, pero no se me ocurre nada. Aquel hombre está casi encima de mí, sin quitarme ojo.
—Tranquila, señorita Flores. Dejémoslos que se diviertan —me susurra.
¡Me quiero morir!
¡¡Qué vergüenza!!
Instantes después no se oye nada a excepción del sonido de las bocas y las lenguas de esos dos al chocar. Asustada ante aquel incómodo silencio, miro por la abertura de la puerta del archivo y me tapo la boca al ver a mi jefa sentada sobre su mesa y a Miguel manoseándola. Mi respiración se agita y Zimmerman sonríe desde su altura. Me pasa la mano por la cintura y me acerca más a él.
—¿Excitada? —me pregunta.
Lo miro y no hablo. No pienso contestar esa pregunta. Estoy avergonzada por lo que estamos presenciando los dos juntos. Pero sus ojos inquisidores se clavan en mí y él acerca todavía más su boca a la mía.
—¿Te excita más el fútbol que esto? —insiste.
¡Oh, Dios! Me excita él. Él, él y él.
¿Cómo no excitarme con un hombre como ése encima de mí y ante una situación semejante? ¡A la porra el fútbol! Al final, vuelvo a asentir como  un muñequito. No tengo vergüenza.
Zimmerman, al verme tan alterada, también mueve su cabeza. Mira por la rendija y me arrastra hasta quedar ambos delante del hueco de la puerta. Lo que veo me deja sin habla. Mi jefa se encuentra abierta de piernas sobre la mesa, mientras Miguel pasea su boca con avidez por la entrepierna de ella. Cierro los ojos. No quiero ver aquello. ¡Qué vergüenza! Instantes después, el alemán, que continúa agarrándome con fuerza, vuelve a empujarme contra el archivador y pregunta cerca de mi oreja:
—¿Te asusta lo que ves?
—No… —Él sonríe y yo añado entre cuchicheos—: Pero no me parece bien que los estemos mirando, señor Zimmerman. Creo que…
—Mirarlos no nos hará daño y, además, es excitante.
—Es mi jefa.
Hace un gesto afirmativo y, mientras pasea su boca por mi oreja, susurra:
—Daría todo lo que tengo porque fueras tú quien esté sobre la mesa. Pasearía mi boca por tus muslos, para después meter mi lengua en tu interior y hacerte mía.
Boquiabierta.
Pasmada.
Alucinada.
Pero ¿qué me ha dicho ese hombre?
Impresionada y altamente excitada, voy a contestarle una fresca cuando, de repente, todo mi cuerpo reacciona y siento que mi vientre se deshace. Lo que ese hombre acaba de decir me altera y no lo puedo disimular, por mucho que sea una grosería por su parte. Entonces, el recorrido de sus labios se detiene frente a mi boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda lengua, la pasa por mi labio superior, después por el inferior y, finalmente, me da un leve y dulce mordisquito en el labio.
No me muevo. ¡No puedo ni respirar!
Al ver que mi respiración se agita, vuelve a sacar su lengua e, inconscientemente, abro la boca. Quiero más. Sus pupilas se dilatan. Seguro de lo que está haciendo, mete su lengua en el interior de mi boca y, con una pericia que me deja sin sentido, comienza a moverla hasta hacerme perder el sentido.
Olvidándome de todo, respondo a sus exigencias y en seguida siento que soy yo la que se aprieta contra su recio pecho en busca de algo más. Me dejo llevar por mi deseo. Durante unos segundos, nos besamos apasionadamente en el más absoluto de los silencios mientras escuchamos los placenteros gemidos de mi jefa. Mi cuerpo tiembla al contacto con su cuerpo. Siento cómo sus manos me aprietan el trasero y deseo gritar… pero ¡de gusto! Instantes después, saca su lengua de mi boca y, sin apartar sus azules ojos de mí, pregunta:
—¿Cenas conmigo?
Vuelvo a mover la cabeza, pero esta vez para negarme. No pienso cenar con él. Es el jefazo, el dueño de la empresa. Pero mi respuesta parece no agradarle y afirma:
—Sí. Cenas conmigo.
—No.
—¿Te gusta llevarme la contraria?
—No, señor.
—¿Entonces?
—Yo no ceno con jefes.
—Conmigo sí.
Su proximidad es irresistible y el nuevo asalto a mi boca es arrebatador. Si antes hubo llamaradas, ahora es puro fuego. Ardor… Calor… Y cuando consigue que toda yo me convierta en gelatina entre sus manos, vuelve a sacar su lengua de mi boca y amaga una sonrisa. ¡Me encantan esos amagos!
Sin habla y perturbada, lo miro. ¿Qué narices estoy haciendo?
Sin moverse un milímetro de su posición, saca una Blackberry negra y comienza a teclear en ella. Minutos después oigo que llaman a la puerta de mi jefa, mientras él me pide silencio. Miguel y ella se recomponen rápidamente y no puedo evitar sorprenderme de su capacidad de reacción. Segundos después, Miguel abre.
—Disculpe, señora Sánchez —dice un desconocido—. El señor Zimmerman quiere tomar un café con usted. La espera en la cafetería de la planta nueve.
A través de la puerta entreabierta y aún con el alemán encima, veo cómo Miguel se marcha y mi jefa saca un neceser de uno de los cajones de su mesa. Se repasa los labios rápidamente y, tras colocarse el pelo y la ropa, sale del despacho. En ese momento, siento que la presión que ejerce ese hombre sobre mí se relaja y me suelta.
—Escuche, señor Zimmerman…
Pero no me deja hablar. Vuelve a ponerme un dedo en la boca. Me siento tentada de morderlo, pero me contengo. Y, tras abrir las puertas del archivo, me mira y me dice:
—De acuerdo. No nos tutearemos. —Camina hacia la puerta y añade con una seguridad aplastante—: La paso a recoger por su casa a las nueve. Póngase guapa, señorita Flores.
Y yo, me quedo mirando la puerta como una tonta.
Pero ¿de qué va este tío?

Quiero gritar que no, pero si lo hago, toda la oficina me oiría. Acalorada y frenética salgo del archivo y, mientras camino hacia mi mesa, suena mi móvil. Un mensaje. Lo abro y me quedo a cuadros cuando leo: «Soy el jefe y sé dónde vive. No se le ocurra no estar preparada a las nueve en punto».
Monse_Jonas
Monse_Jonas


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