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Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Jajaja Grazie nena bienvenida!!!♫ Laura Jonas ♥ escribió:Apunta otra nueva lectora en tu nove!
:D
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
4
Terrestre
Cuando sonó la última campana, recogí mis libros y traté literalmente de escapar, deseosa de evitarme los pasillos atestados de gente. Ya me habían dado bastantes empujones por un día; ya me habían interrogado y observado lo suficiente. A pesar de mis esfuerzos, no había tenido ni un momento de tranquilidad; durante las horas libres Molly me había arrastrado de aquí para allá para presentarme a sus amigas, que me habían acribillado a preguntas como auténticas ametralladoras. A pesar de todo había llegado al final del día sin ningún contratiempo y eso ya me parecía un motivo de satisfacción.
Mientras esperaba a Gabriel me entretuve frente a la verja de la entrada, guarecida bajo la sombra de las palmeras. Me recliné contra una de ellas y apoyé la cabeza en su superficie fresca e irregular. Me maravillaba la variedad de la vegetación terrestre. Las palmeras, sin ir más lejos, me parecían una creación tan extraña como sorprendente. Tenían cierto aire de centinelas con aquellos troncos tan rectos y esbeltos, y la explosión de sus ramas en lo alto me recordaba los cascos con penacho de la guardia de un palacio. Mientras permanecía allí, observé a los alumnos que iban saliendo y se subían a los coches. Tiraban la mochila, se quitaban la chaqueta y enseguida se los veía mucho más relajados. Algunos se iban al pueblo, a reunirse en algún café o en sus locales favoritos.
Yo no estaba nada relajada: me sentía sobrecargada de información; la cabeza me zumbaba mientras intentaba ordenar todo lo que había observado en aquellas horas. Ni siquiera la energía inagotable con la que habíamos sido creados podía impedir la sensación de agotamiento que me estaba entrando. Lo único que deseaba era volver a casa y ponerme cómoda.
Divisé a Gabriel bajando por la escalinata principal, seguido por un grupito de admiradores; la mayoría, chicas. Viendo el interés que había despertado, cualquiera habría dicho que era un personaje famoso. Las chicas siguieron tras él un buen trecho, aunque procurando que no se notara demasiado. A juzgar por su aspecto, Gabe se las había arreglado para mantener la compostura y el aplomo durante todo el día, aunque su manera de apretar la mandíbula y el aire algo alborotado de su pelo me decían que ya debía de tener ganas de volver a casa. Las chicas se quedaron con la palabra en la boca cuando se volvió a mirarlas. Conocía a mi hermano y deducía que, a pesar de su serenidad aparente, a él no le hacía gracia aquel tipo de atención. Parecía más avergonzado que halagado.
Ya casi había llegado a la verja cuando una morenita de muy buena figura se tropezó delante de él, fingiendo con muy poca maña una caída accidental. Gabe la sujetó en sus brazos antes de que se fuera al suelo. Se oyeron algunos grititos admirados entre las chicas que había alrededor, y me pareció que algunas rabiaban de celos simplemente porque a ellas no se les había ocurrido la idea. Pero tampoco había mucho que envidiar: Gabe se limitó a sujetar a la chica para que no perdiera el equilibrio, recogió las cosas que se le habían caído de la mochila, volvió a tomar su propio maletín sin decir palabra y siguió caminando. No estaba haciéndose el antipático; sencillamente no veía la necesidad de decir nada. La chica se lo quedó mirando afligida y sus amigas se apresuraron a apiñarse alrededor, quizá con la esperanza de que se les pegara algo del glamour del momento.
—Pobrecito, ya tienes un club de admiradoras —le dije, dándole unas palmaditas en el brazo, mientras echábamos a caminar hacia casa.
—No soy el único —respondió Gabriel—. Tú tampoco has pasado inadvertida precisamente.
—Sí, pero nadie ha intentado hablar conmigo. —No quise contarle mi encuentro con Joseph Jonas. Algo me decía que Gabriel no lo vería con buenos ojos.
—Demos gracias, podría haber sido peor —añadió secamente.
Cuando llegamos a casa, le conté a Ivy nuestra jornada punto por punto. Gabriel, que no había disfrutado ni mucho menos de cada detalle, permanecía permanecía en silencio. Ivy reprimió una sonrisa cuando le expliqué la historia de la chica que se había desplomado en sus brazos.
—Las adolescentes pueden ser bastante poco sutiles en ocasiones —comentó, pensativa—. Los chicos no son tan transparentes. Es muy interesante, ¿no te parece?
—A mí me parece que están todos muy perdidos —dijo Gabe—. Me pregunto si alguno de ellos sabe realmente de qué va la vida. No se me había ocurrido que tendríamos que empezar de cero. Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.
Se quedó en silencio y los tres recordamos la tarea épica que teníamos por delante.
—Ya sabíamos que no iba a ser fácil —murmuró Ivy.
—¿Sabéis lo que he descubierto? —dije—. Según parece, han pasado un montón de cosas en este pueblo en los últimos meses. Me han contado algunas historias espantosas.
—¿Como qué? —preguntó Ivy.
—Dos estudiantes murieron en extraños accidentes el año pasado. Y ha habido brotes de enfermedades, incendios y un montón de cosas raras. La gente empieza a darse cuenta de que algo va mal.
—Por lo visto, hemos llegado justo a tiempo —comentó Ivy.
—¿Pero cómo vamos a dar con los responsables? —pregunté.
—No podemos localizarlos por ahora —explicó Gabriel—. Hemos de limitarnos a paliar las consecuencias y esperar a que hagan acto de presencia otra vez. Créeme, no se retirarán sin plantar batalla.
Nos quedamos los tres callados, considerando la perspectiva de enfrentarnos a los seres causantes de tanta destrucción.
—Bueno, yo he hecho una amiga hoy —anuncié, más que nada para aligerar un poco el ánimo depresivo que se estaba adueñando de todos. Lo dije como si fuera un logro de gran importancia, pero ellos me miraron con aquella mezcla consabida de inquietud y censura.
—¿Tiene algo de malo? —añadí a la defensiva—. ¿Es que no puedo hacer amistades? Creía que la idea era justamente mezclarse con la gente.
—Una cosa es mezclarse y otra… ¿Te das cuenta de que las amigas requieren tiempo y energía? —dijo Gabriel—. Porque ellas querrán apegarse.
—¿En el sentido de fundirse físicamente? —pregunté, perpleja.
—No. Me refiero a que querrán tener una relación más estrecha en el sentido emocional —me explicó mi hermano—. Las relaciones humanas pueden llegar a unos extremos de intimidad antinaturales. Eso nunca lo entenderé.
—También pueden representar una distracción —se sintió obligada a añadir Ivy—. Sin olvidar que la amistad siempre entraña ciertas expectativas. Procura elegir con cuidado.
—¿Qué clase de expectativas?
—Las amistades humanas se basan en la confianza. Los amigos comparten sus problemas, intercambian confidencias y…
Fue perdiendo impulso a medida que hablaba hasta que se interrumpió. Sacudió su cabeza dorada y le pidió ayuda a Gabriel con la mirada.
—Lo que Ivy quiere decir es que cualquiera que se haga amiga tuya empezará a hacer preguntas y a esperar respuestas —dijo Gabe—. Querrá formar parte de tu vida, lo cual es peligroso.
—Bueno, muchas gracias por el voto de confianza —repliqué, indignada—. Sabéis que no haría nada que pudiera poner en peligro la misión. ¿Tan estúpida creéis que soy?
Me gustó contemplar las miradas culpables que cruzaron. Yo quizás era más joven y menos experimentada que ellos, pero eso no les daba derecho a tratarme como a una idiota.
—No, no lo creemos —dijo Gabriel, conciliador—. Y naturalmente que confiamos en ti. Sólo queremos evitar que las cosas se compliquen.
—Descuida —dije—. Pero aun así deseo experimentar lo que es la vida de una adolescente.
—Hemos de tener cuidado. —Alargó el brazo y me dio un apretón en la mano—. Nos han confiado una tarea que es mucho más importante que nuestros deseos individuales.
Dicho así, parecía que tuviese razón. ¿Por qué habría de ser siempre tan sabio y tan irritante? ¿Y por qué resultaba imposible seguir enfadada con él?
En la casa me sentía mucho más relajada. Habíamos conseguido hacerla nuestra en muy poco tiempo. Estábamos manifestando un rasgo típicamente humano —personalizar un espacio específico e identificarse con él—, y la verdad, después del día que habíamos pasado, aquel lugar me resultaba como un santuario. Incluso Gabriel, aunque se habría resistido a reconocerlo, empezaba a sentirse a gusto allí. Raramente no molestaba nadie llamando al timbre (la imponente fachada debía de amedrentar a los visitantes), así que, una vez en casa, teníamos toda la libertad para hacer lo que nos apeteciera.
Aunque a lo largo del día había tenido tantas ganas de volver, ahora no sabía qué hacer con mi tiempo. Para Gabriel e Ivy no había problema. Ellos siempre estaban absortos leyendo un libro, o tocando el piano de media cola, o preparando algo en la cocina con los brazos hasta el codo de harina. Yo no tenía ninguna afición y no hacía más que deambular por la casa. Decidí concentrarme un rato en las tareas domésticas. Saqué un montón de ropa lavada y la doblé. El ambiente se no taba algo cargado porque la casa había estado cerrada todo el día, así que abrí algunas ventanas mientras me dedicaba a ordenar un poco la mesa del comedor. Recogí unas espigas muy aromáticas del patio y las coloqué en un esbelto jarrón. Advertí que había un montón de propaganda en el buzón y me hice una nota mental para comprar uno de esos adhesivos de «No se acepta correo comercial» que había visto en otros buzones de la calle. Eché una ojeada a un folleto antes de tirarlo todo a la basura y vi que habían abierto en el pueblo una nueva tienda de deportes. Se llamaba, con escasa originalidad, SportsMart, y el folleto anunciaba las ofertas de inauguración.
Me sentía extraña realizando todas aquellas tareas corrientes cuando toda mi existencia estaba muy lejos de serlo. Me pregunté qué andarían haciendo en ese momento las demás chicas de diecisiete años: quizás ordenando sus habitaciones ante el ultimátum exasperado de sus padres; o escuchando a sus grupos favoritos en un iPod; o enviándose mensajes de texto y haciendo planes para el fin de semana; o revisando su correo electrónico… Cualquier cosa, en lugar de estudiar.
Nos habían puestos deberes en tres materias al menos y yo me los había anotado con diligencia en mi diario escolar, a diferencia de la mayoría de mis compañeros, que parecían confiar alegremente en su memoria. Me dije que debería empezar ya para tenerlos al día siguiente, pero sabía que apenas me llevaría tiempo hacerlos y que difícilmente iban a plantearme un gran esfuerzo intelectual. Vamos, que estaban chupados. Seguro que me sabría la respuesta a todas las preguntas, así que la idea de ponerme maquinalmente a hacer los deberes me parecía una pérdida de tiempo. Aun así, arrastré con desgana la mochila a mi habitación.
A mí me había tocado la del desván, que quedaba en lo alto de la escalera y miraba al mar. Incluso con las ventanas cerradas se oía el rítmico sonido de las olas rompiendo contra las rocas. Había un estrecho balcón con una balaustrada de rejilla, una silla de mimbre y una mesita, desde donde se veían las barcas cabeceando en el agua. Me senté un rato allí con el rotulador en la mano y el libro de psicología delante, abierto por una página con el epígrafe «Respuesta galvánica de la piel».
Necesitaba mantener ocupada mi mente, aunque sólo fuera para dejar de pensar en mis encuentros con el delegado de Bryce Hamilton. Era como si lo tuviese presente todo el rato: sus ojos penetrantes, su corbata ligeramente ladeada. Las palabras de Molly no dejaban de resonar en mi interior: «Yo, de ti, no iría a por él… Lleva demasiado lastre encima». Me preguntaba por qué me sentía tan intrigada, y por mucho que trataba de quitármelo de la cabeza, no lo conseguía. Me obligaba a pensar en otras cosas, pero pasaba un rato y allí lo tenía otra vez: su rostro flotaba en la página que trataba de leer; la imagen de su muñeca con aquel cordón de cuero trenzado interrumpía mis pensamientos. Me habría gustado saber cómo era Emily; y cómo te sentías al perder a una persona que amabas.
Fingí que ordenaba un poco la habitación antes de bajar a la cocina y ofrecerle mi ayuda a Gabriel para preparar la cena. Él seguía sorprendiéndonos a Ivy y a mí con aquella dedicación abnegada a la tarea de cocinar para todos. En parte lo hacía para mimarnos, pero también porque le parecía fascinante manipular y cocinar los alimentos.
Como la música, aquello le proporcionaba un desahogo creativo. Cuando entré, estaba de pie junto a la mesa de mármol blanco, limpiando un surtido de setas con un trapo a cuadros. De vez en cuando fruncía el ceño y consultaba un libro de cocina apoyado en un atril metálico. Había puesto en remojo, en un cuenco pequeño, unos trozos de una cosa que parecía corteza oscura. Leí por encima de su hombro el nombre de la receta: risotto de setas. Parecía algo ambicioso para un principiante, pero enseguida tuve que recordarme a mí misma que él era Gabriel, el arcángel, y que siempre destacaba en todo aunque no tuviera práctica.
—Espero que te gusten las setas —dijo, viendo mi expresión de curiosidad.
—Me figuro que estamos a punto de descubrirlo —respondí, sentándome a la mesa. Me gustaba mirarlo trabajar y siempre me asombraba la destreza y la precisión de sus movimientos. En sus manos, las cosas más corrientes parecían transformarse. La transición de ángel a humano había sido mucho menos brusca para Gabe e Ivy; ellos parecían ajenos a las trivialidades cotidianas, pero al mismo tiempo daban la impresión de saber muy bien lo que se hacían. Además, se habían acostumbrado en el Reino a percibirse mutuamente y habían conservado esa facultad durante nuestra misión. Yo les resultaba mucho más difícil de descifrar, y eso les preocupaba.
—¿Te apetece un té? —le dije, deseosa de colaborar—. ¿Dónde está Ivy?
Justo en ese momento entró ella en la cocina, con unos pantalones de lino, una camiseta sin mangas y el pelo todavía húmedo de la ducha. Había algo diferente en su aspecto: ya no tenía el mismo aire soñador de antes y me pareció ver una expresión decidida en su rostro. Daba la impresión de tener otras cosas en la cabeza, porque en cuanto le serví el té, se excusó y salió de nuevo. La había visto aquella tarde, además, escribiendo una página tras otra en su cuaderno.
—¿Le pasa algo? —le pregunté a Gabriel.
—Sólo pretende que las cosas sigan avanzando —respondió.
No tenía ni idea de cómo pensaba Ivy lograr una cosa así, pero envidiaba su manera de marcarse objetivos. ¿Cuándo descubriría yo la mía? ¿Cuándo tendría la satisfacción de saber que había hecho algo que valiera la pena?
—¿Y cómo va a conseguirlo?
—Ya sabes que a tu hermana nunca le faltan ideas. Seguro que se le ocurrirá algo.
¿Se estaría haciendo el misterioso? ¿No se daba cuenta de que me sentía totalmente perdida?
—¿Y yo qué debería hacer? —pregunté, aunque me salió un tonillo irascible que yo misma aborrecía.
—Ya se te ocurrirá —dijo—. Date tiempo.
—¿Y mientras?
—¿No decías que querías experimentar lo que es ser un adolescente? —Me dirigió una sonrisa animosa, disolviendo como de costumbre todo mi malestar.
Eché un vistazo al cuenco donde había aquellas tiras negras flotando en un líquido turbio.
—¿Esta corteza forma parte de la receta?
—Son setas porcini. Hay que ponerlas en remojo antes de cocinarlas.
—Mmm… parecen deliciosas —mentí.
—Se consideran un manjar. No te preocupes, te encantarán.
Le pasé una taza de té y seguí observándolo para entretenerme. Sofoqué un grito cuando el afilado cuchillo que estaba usando se le escapó y le hizo un corte en la punta del dedo índice. La visión de la sangre me sobresaltó, como un recordatorio alarmante de la vulnerable naturaleza de nuestros cuerpos. Aquella sangre cálida y escarlata era tan humana que resultaba muy extraño verla brotar de la piel de mi hermano. Pero Gabriel ni siquiera se había estremecido. Simplemente se llevó el dedo a los labios y, cuando lo retiró, ya no quedaba nirastro de la herida. Se lavó las manos con el dispensador de jabón del fregadero y continuó cortando meticulosamente.
Tomé un trozo del apio que iba a formar parte de la ensalada y lo mastiqué, abstraída. La gracia del apio, pensé, debía de estar en la textura más que en el sabor, porque a decir verdad no tenía mucho gusto, aunque resultaba crujiente. Por qué lo comía la gente voluntariamente no me cabía en la cabeza, dejando aparte su valor nutritivo. Una buena nutrición implicaba un cuerpo más sano y también una vida más larga. Los humanos le tenían un miedo exagerado a la muerte, aunque no podía esperarse otra cosa dada su ignorancia sobre lo que venía después. Ya descubrirían a su debido tiempo que no había nada que temer.
La cena de Gabriel resultó, como siempre, un éxito. Incluso Ivy, que no disfrutaba realmente de la comida, se quedó impresionada.
—Otro gran triunfo culinario —dijo después del primer bocado.
—Un sabor increíble —añadí por mi parte.
La comida era otra de las maravillas que ofrecía la vida terrenal. No dejaba de asombrarme que cada alimento pudiera tener una textura y un sabor tan distinto —amargo, agrio, salado, cremoso, ácido, dulce, picante—, e incluso a veces más de uno al mismo tiempo. Algunos alimentos me gustaban y otros me daban ganas de enjuagarme la boca, pero todos resultaban una experiencia única.
Gabriel despachó con modestia nuestros elogios y la conversación versó una vez más sobre las novedades de la jornada.
—Bueno, un día menos. Creo que ha ido bastante bien, aunque no me esperaba encontrar tantos estudiantes de música.
—No te sorprendas si muchas experimentan un repentino interés por la música después de verte —dijo Ivy, sonriendo.
—Bueno, al menos eso me proporciona un material con el que trabajar —respondió Gabe—. Si son capaces de ver la belleza de la música, también serán capaces de descubrirla en los demás e incluso en el mundo.
—¿Pero no te aburres en clase? —le pregunté—. Quiero decir, tú ya tienes acceso a todo el conocimiento humano.
—Supongo que él no se concentra en el contenido —dijo Ivy—. Más bien trata de captar otras cosas.
A veces mi hermana tenía una manera irritante de hablar con acertijos, como si esperase que todo el mundo la entendiera.
—Bueno, yo sí me he aburrido —insistí—. Sobre todo en química. He llegado a la conclusión de que no es lo mío.
Mi manera de decirlo le arrancó a Gabriel una risita gutural.
—Bueno, habrá que descubrir qué es lo tuyo. Ve probando, a ver cuál te gusta más.
—Me gusta la literatura —dije—. Hemos empezado a ver la adaptación al cine de Romeo y Julieta.
No se lo expliqué a ellos, pero la verdad era que aquella historia de amor me fascinaba. El hecho de que los dos protagonistas quedaran tan profunda e irrevocablemente enamorados después de su primer encuentro me había provocado una gran curiosidad por saber lo que debía de sentirse en el amor humano.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Ivy.
—Es impresionante. Aunque la profesora se ha puesto furiosa cuando uno de los chicos ha hecho un comentario sobre la señora Capuleto.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que era una MQMF, cosa que debe de ser ofensiva, porque la señorita Castle lo ha llamado gamberro y lo ha sacado de clase. Gabe, ¿qué es una MQMF?
Ivy sofocó la risa tapándose la boca con una servilleta, mientras Gabriel reaccionaba de un modo que nunca le había visto. Se puso como la grana y se removió incómodo en su silla.
—Son las siglas de una obscenidad de adolescentes, me imagino —musitó.
—Ya, pero ¿qué significa?
Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas.
—Es un término que usan los adolescentes varones para describir a una mujer que es madre y, al mismo tiempo, atractiva.
Carraspeó y se levantó a toda prisa para rellenar la jarra de agua.
—Seguro que esas iniciales significan algo —insistí.
—Sí —respondió Gabriel—. ¿Tú te acuerdas, Ivy?
—Creo que significa «madre que me… fascina» —dijo mi hermana.
—¿Sólo eso? —exclamé—. Tanto alboroto por nada. La verdad, creo que la señorita Castle debería relajarse un poquito.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
5
Pequeños milagros
Una vez terminada la cena y lavados los platos, Gabriel salió a la terraza con un libro, aunque empezaba a oscurecer, mientras Ivy seguía limpiando y fregando superficies que ya se veían inmaculadas. Estaba empezando a volverse obsesiva en su afán de limpieza, pero tal vez fuese su manera de sentirse más cerca de nuestro hogar. Yo abarqué el salón con una mirada buscando algo que hacer. En el Reino, el tiempo no existía y por tanto no hacía falta llenarlo de ninguna manera. Encontrar cosas que hacer, en cambio, era muy importante en la Tierra; era lo que le daba un propósito a la vida.
Gabriel debió de detectar mi inquietud porque pareció desechar enseguida la idea de leer y se asomó por la puerta.
—¿Por qué no salimos todos a dar un paseo y mirar la puesta de sol? —nos propuso.
—Magnífica idea. —Me sentí animada en el acto—. ¿Vienes, Ivy?
—Primero voy a buscar algo de ropa para abrigarnos todos —dijo—. Hace mucho frío por la noche.
Puse los ojos en blanco ante su exceso de precaución. Yo era la única que sentía el frío y ya me había puesto mi abrigo. En sus visitas anteriores, Ivy y Gabriel habían adaptado sus cuerpos para mantener una temperatura normal; a mí aún me faltaba mucho para habituarme.
—Pero si ni siquiera vas a notar el frío —objeté.
—Ésa no es la cuestión. Podrían vernos y darse cuenta de que no lo sentimos, y llamaríamos la atención.
—Ivy tiene razón —dijo Gabe—. Mejor no arriesgarse.
Subió arriba y regresó enseguida con dos gruesos suéteres.
Nuestra casa estaba situada en lo alto de la cuesta, de manera que para llegar a la playa teníamos que zigzaguear por una serie de peldaños de madera cubiertos de arena. Era una escalera tan estrecha que teníamos que caminar en fila india. Yo no dejaba de pensar que habría sido mucho más cómodo desplegar las alas y descender planeando a la playa. No se me ocurrió decírselo ni a Gabriel ni a Ivy, porque ya sabía que me echarían un discursito en cuanto lo insinuara. Ya entendía lo peligroso que habría sido volar en nuestras circunstancias, no hacía falta que me lo explicaran. Habría sido un método infalible de que se descubriera nuestra tapadera. Así pues, tuvimos que recorrer aquellos peldaños para mortales —los ciento setenta— antes de llegar a la orilla del mar.
Me quité los zapatos para disfrutar el contacto de las sedosas partículas bajo mis pies. En la Tierra había infinidad de cosas en las que reparar. Hasta la arena era compleja; cambiaba de color y de textura, y era casi iridiscente allí donde daba el sol. Aparte de la arena, advertí que la playa albergaba otros modestos tesoros: caparazones nacarados, fragmentos de vidrio pulidos por el oleaje, alguna sandalia medio enterrada o una pala abandonada, y unos diminutos cangrejos blancos que entraban y salían a toda prisa por los orificios de las rocas encharcadas. Estar tan cerca del océano era estimulante para los sentidos; parecía rugir como un ser vivo, llenándome la mente con un rumor que se apagaba y volvía a alzarse inesperadamente. El estruendo casi me ensordecía, y el aire fresco y salado me picaba en la garganta y la nariz. El viento me azotaba las mejillas y me las dejaba rosadas y medio escocidas. Pero yo empezaba a amar cada minuto que pasaba allí. Cada instante de la existencia humana parecía traer una nueva experiencia.
Caminamos por la orilla perseguidos por la espuma de la marea, que ya empezaba a subir. A pesar de la decisión que había tomado de aprender a controlarme más, no pude resistir el impulso de salpicar a Ivy con el pie. La miré para ver si se había enfadado, pero ella se limitó a comprobar que Gabriel seguía muy adelantado para enterarse y luego pasó al contraataque. Su patada envió por el aire un arco de espuma, que se derramó como una lluvia de rubís sobre mi cabeza. Gabriel se volvió al oírnos reír y meneó la cabeza con asombro ante nuestras travesuras. Ivy me guiñó un ojo, haciendo un gesto hacia él. Comprendí lo que tenía en mente y obedecí con mucho gusto. Gabriel apenas pareció notar mi peso cuando salté sobre su espalda y le rodeé el cuello con los brazos; echó a correr por la playa a tal velocidad que el viento me zumbaba en los oídos. Allí subida volvía a sentirme como mi antiguo ser: como si estuviera más cerca del Cielo. Casi como si volara.
Gabriel frenó bruscamente y, mientras yo me soltaba y aterrizaba en la arena húmeda, recogió unas algas viscosas, se las lanzó a Ivy y le dio en toda la cara. Ella escupió al notar aquellos filamentos salados y amargos en la boca.
—Espera y verás —farfulló—. ¡Te vas a arrepentir!
—No creo —se mofó Gabriel—. Primero habrás de pillarme.
Durante el crepúsculo aún se veían algunas personas en la playa principal tomando los últimos rayos de sol antes de que se levantara, como había predicho Ivy, el viento gélido de la noche, o simplemente disfrutando de una cena de picnic. Una madre y una niña recogían ya sus cosas cerca de donde estábamos. De repente la niña, que no debía de tener más de cinco o seis años, corrió hacia su madre llorando. Se le veía una roncha en su bracito regordete, seguramente una picadura de insecto que se le había inflamado al rascarse. Aún lloraba con más fuerza mientras la madre hurgaba en su bolsa, buscando alguna pomada. Al final sacó un tubo de gel de aloe vera, pero no acertaba a calmar a su hija para aplicársela.
La mujer pareció aliviada cuando Ivy se acercó para echarle una mano.
—Qué picadura más fea —ronroneó suavemente.
El sonido de su voz serenó en el acto a la criatura, que alzó la vista y la miró como si la conociera de toda la vida. Ivy abrió el tubo y le puso un poco de pomada en la piel inflamada.
—Esto te aliviará —dijo.
La niña la observaba maravillada, y noté que enfocaba la mirada un poco por encima de su cabeza, hacia donde estaba su halo. Normalmente sólo era visible para nosotros. ¿Sería posible que la cría, con la conciencia aguzada de los niños, hubiera percibido la aureola de Ivy?
—¿Ya te sientes mejor? —le preguntó.
—Mucho mejor —asintió la niñita—. ¿Has hecho magia? Ivy se echó a reír.
—Tengo un toque mágico.
—Gracias por su ayuda —dijo la joven madre mientras miraba desconcertada cómo se desvanecía ante sus ojos la marca y la hinchazón del bracito de su hija, hasta que no quedó más que una piel suave e impecable—. Esto sí que funciona.
—De nada —dijo Ivy—. Son increíbles las cosas que consigue la ciencia hoy en día.
Sin entretenernos, seguimos por la playa hacia el pueblo.
Cuando llegamos a la calle principal ya eran las nueve, pero aún se veía gente aunque fuese un día laborable. El centro era muy pintoresco. Estaba lleno de tiendas de antigüedades y de cafés donde te servían té y pasteles glaseados con juegos de porcelana desparejados. Todas las tiendas habían cerrado ya, salvo el único pub del pueblo y la heladería. Apenas habíamos dado unos pasos cuando oí que alguien me llamaba alzando la voz, porque justo en la esquina había un cantante tocando el banjo.
—¡(Ta)! ¡Aquí!
Al principio no estaba segura de que la cosa fuera conmigo. A mí nunca me habían llamado (Ta) . El nombre que me habían asignado en el Reino era (Tn) y nadie me lo había abreviado nunca. Pero había cierto matiz íntimo en «(Ta)» que me gustó. Ivy y Gabriel se quedaron de piedra. Cuando me giré, vi a Molly sentada con un grupo de amigos en un banco, delante de la heladería. Iba con un vestido sin espalda ni mangas que resultaba del todo inapropiado para el tiempo que hacía, y se había acomodado en el regazo de un chico con el pelo aclarado por el sol y unos shorts de surf tropicales. Él no paraba de acariciarle la espalda desnuda con sus manos enormes. Molly agitaba la suya con entusiasmo y me hacía señas para que me acercara. Miré vacilante a Ivy y Gabriel. No parecían muy contentos. Aquél era precisamente el tipo deinteracción que ellos querían evitar y advertí que Ivy se había puesto toda rígida ante el alboroto que había armado Molly. Pero tanto Ivy como Gabriel sabían que pasar con todo descaro de ella contravenía las leyes más elementales de cortesía.
—¿No vas a presentarnos a tu amiga, (Tn)? —dijo Ivy.
Me puso una mano en el hombro y me acompañó hasta donde se encontraba Molly con sus amigos. El surfista pareció molesto cuando ella se soltó de su abrazo, pero enseguida se distrajo examinando a Ivy con la boca abierta y unos ojos como platos que absorbían todas las simetrías de su cuerpo. Cuando Molly vio de cerca a mis hermanos adoptó exactamente la misma expresión maravillada que ya había visto todo el día en el colegio. Esperé a que dijese algo, pero se había quedado muda. Abrió y cerró la boca como un pez varias veces, hasta que recuperó la compostura y esbozó una sonrisa vacilante.
—Molly, ésta es Ivy, mi hermana; y éste mi hermano Gabriel —le dije a toda prisa.
Sus ojos pasaban del uno a la otra, y sólo acertó a tartamudear un «hola». Enseguida desvió la mirada con timidez, cosa que me dejó pasmada, porque yo la había visto todo el día charlando libremente con los chicos, coqueteando y provocándolos con su encanto, para alejarse a continuación revoloteando como una mariposa exótica.
Gabriel la saludó como saludaba a todas las personas que acababa de conocer, o sea, con una educación impecable y una expresión amistosa pero distante.
—Encantado de conocerte —dijo con una leve inclinación. Ivy fue más cálida y le dirigió a Molly una sonrisa amable. La pobre chica parecía abrumada bajo una tonelada de ladrillos.
Unos gritos estridentes interrumpieron aquel momento de incomodidad. El jaleo venía de un grupo de jóvenes fornidos que salían del pub tan completamente borrachos que ni siquiera se daban cuenta del ruido que hacían; o les daba lo mismo. Dos de ellos se habían encarado y se movían en círculo con los puños apretados y la cara contraída. Era evidente que estaba a punto de armarse una reyerta. Algunas de las personas que se habían tomado un café en la terraza se apresuraron a refugiarse dentro. Gabriel se adelantó y nos dejó a las tres a su espalda para protegernos. Uno de los jóvenes, un tipo sin afeitar con el pelo oscuro y desgreñado, lanzó el primer golpe. Se oyó un crujido cuando el puño impactó contra la mandíbula. El otro se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo mientras sus demás compañeros los jaleaban.
En el rostro habitualmente impasible de Gabriel apareció una expresión de repugnancia. Nos dejó allí atrás y avanzó a grandes zancadas hacia el centro de la refriega. Algunos mirones lo observaron perplejos, sin duda preguntándose qué pretendía. Gabriel agarró al moreno y lo levantó con una facilidad asombrosa, teniendo en cuenta lo que debía de pesar. Luego le dio la mano a su compañero, que tenía el labio hinchado y ensangrentado, lo ayudó a ponerse de pie y se interpuso entre ambos. Uno de ellos intentó darle un puñetazo, pero Gabriel, impertérrito, interceptó el golpe en el aire. Enfurecidos por su intervención, los dos jóvenes unieron sus fuerzas y volcaron sobre él toda su furia. Se pusieron a lanzarle puñetazos a lo loco, pero sus golpes fallaron uno tras otro a pesar de que Gabriel ni siquiera se había movido. Al final, acabaron cansándose y se desplomaron los dos en el suelo, jadeando por el esfuerzo.
—Idos a casa —les dijo Gabriel con una voz que resonaba como un trueno. Era la primera vez que les dirigía la palabra y la autoridad de su tono pareció despejarlos instantáneamente. Se demoraron unos instantes, como decidiendo qué hacían, y se alejaron tambaleantes, ayudados por sus amigos y todavía soltando maldiciones entre dientes.
—Uau, ha sido alucinante —dijo Molly, hablando a borbotones, cuando Gabriel regresó a nuestro lado—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Eres un experto karateka o algo así?
Gabriel se desentendió por completo.
—Soy pacifista —dijo—. No hay nada bueno en la violencia.
Molly se devanó los sesos buscando una respuesta.
—Bueno… ¿queréis sentaros con nosotros? —dijo finalmente—. El helado de menta con chocolate está de muerte. Mira, (Ta), prueba un poco…
Antes de que pudiera poner alguna objeción, se acercó y me puso la cucharilla en la boca. Una cosa fría y escurridiza se me empezó a disolver en la lengua. Parecía transformarse rápidamente y perder su consistencia aterciopelada para convertirse en un líquido que se me escurría por la garganta. Estaba tan helado que me daba dolor de cabeza, y me lo tragué tan deprisa como pude.
—Es fantástico —murmuré con toda sinceridad.
—Te lo he dicho. Ven, voy a buscarte…
—Me temo que ya hemos de volver a casa —la cortó Gabriel con cierta brusquedad.
—Ah… bueno, claro —dijo Molly.
Me supo mal por ella, que hacía lo posible para disimular su decepción.
—Quizás otro día —le propuse.
—Claro —respondió más animada, volviéndose hacia sus amigos—. Nos vemos mañana, (Ta). Eh, espera, casi se me olvida: tengo una cosa para ti. —Buscó en su bolso y sacó un tubo del brillo de labios Melon Sorbet que había probado en el colegio—. Me has dicho que te gustaba, así que te he conseguido uno.
—Gracias, Molly —tartamudeé. Era el primer regalo terrenal que recibía y me sentí conmovida por su gentileza—. Muy amable de tu parte.
—No tiene importancia. Que lo disfrutes.
No hubo comentarios sobre mi nueva amiga de camino a casa, aunque advertí que Ivy y Gabriel se miraban varias veces de modo significativo. Estaba demasiado cansada para descifrar qué querían decir.
Mientras me preparaba para acostarme, me miré en el espejo del baño, que ocupaba toda una pared. Me había costado un poco acostumbrarme. Poder ver qué aspecto tenía era nuevo para mí. En el Reino veías a los demás, pero nunca tu propia imagen. A veces captabas un instante tu reflejo en los ojos de otro, pero incluso entonces no pasaba de ser algo muy borroso, como el boceto de un pintor todavía sin color ni detalles.
Poseer forma humana implicaba que ese boceto se perfilaba y encarnaba. Ahora veía cada pelo y cada poro de mi piel con toda claridad. Comparada con las demás chicas de Venus Cove, debía de resultar extraña. Mi piel pálida era como el alabastro, mientras que ellas lucían un buen bronceado. Tenía ojos grandes marrones y unas pupilas tremendamente dilatadas. Molly y sus amigas no parecían cansarse de experimentar con su pelo; yo, en cambio, lo llevaba con la raya en medio y me lo dejaba suelto y con sus ondas naturales de color castaño. Tenía una boca de labios llenos, rojo coral, que, según sabría más adelante, me daban un aspecto enfurruñado.
Suspiré, me recogí el pelo con un nudo flojo en lo alto de la cabeza y me puse mi pijama de franela, que tenía un estampado de vacas danzantes en blanco y negro. A pesar de mi escasa experiencia, dudaba mucho de que llegaran a sorprender a ninguna chica de Venus Cove con una prenda tan poco glamurosa. Me la había comprado Ivy y no podía negar que era cómoda: la más cómoda que poseía. A Gabe le había tocado un pijama parecido con un estampado de barcos de vela, pero todavía no se lo había visto puesto.
Subí a mi habitación. Me encantaba su sencilla elegancia, y especialmente aquellas puertas acristaladas que se abrían al estrecho balcón. Me gustaba dejarlas un poquito entornadas y tenderme bajo el dosel de muselina para escuchar el sonido de las olas. Me daba una sensación de paz permanecer así, con el olor a salitre que entraba en la habitación y el sonido de fondo del piano, que Gabriel tocaba en la planta baja. Siempre me adormilaba escuchando los compases de Mozart o el murmullo de la conversación de mis hermanos.
En la cama me estiraba a mis anchas, disfrutando del tacto fresco de las sábanas. Me sorprendía que la sola perspectiva de dormir me resultase tan atractiva, teniendo en cuenta que nosotros no teníamos demasiada necesidad de sueño. Ya sabía que Ivy y Gabriel no se acostarían hasta las primeras horas de la madrugada, pero para mí había sido un día lleno de novedades y estaba agotada. Bostecé y me acurruqué de lado, todavía con la cabeza llena de pensamientos y preguntas que mi cuerpo exhausto decidió postergar.
Mientras me iban hundiendo en el sueño, me imaginé que un extraño se colaba silenciosamente en mi habitación. Noté su peso en el colchón cuando se sentó al borde de la cama. Estaba segura de que observaba cómo dormía, pero yo no me atrevía a abrir los ojos porque sabía que no sería más que un producto de mi imaginación y quería que la ilusión se prolongara un poco más. El chico levantó la mano para apartarme un mechón de los ojos y luego se inclinó para besarme en la frente. Fue como sentir el contacto de unas alas de mariposa. No me alarmé; sabía que podía confiar plenamente en aquel desconocido. Oí cómo se levantaba para cerrar las puertas del balcón antes de marcharse.
—Buenas noches, (Tn) —susurró la voz de Joseph Jonas—. Dulces sueños.
—Buenas noches, Joseph —murmuré adormilada; pero al abrir los ojos descubrí que la habitación estaba vacía. Sentí los párpados demasiado pesados para mantenerlos abiertos, y la tenue luz de las farolas y el murmullo del mar se desvanecieron mientras me vencía un sueño profundo y tranquilo.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Chicas cuando ponga...
(Ta) es el apodo en este caso es el de Beth
ya que se llama Bethany o Bethie como a veces le
dice Molly!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
si la visito Joe o es un sueño??
Me encantan todos!
Gabe es tan lindo!
Siguela!!
Me encantan todos!
Gabe es tan lindo!
Siguela!!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
aranzhitha escribió:si la visito Joe o es un sueño??
Me encantan todos!
Gabe es tan lindo!
Siguela!!
Jajaja no, solo se lo imagino ;)
edito y subo!!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
6
Clase de francés
Alguien pronunciaba mi nombre. Aunque intenté no hacer ni caso, la voz insistía y me vi obligada a emerger de las cálidas profundidades del sueño.
—¡Despierta, dormilona!
Abrí los ojos y vi que la luz de la mañana se derramaba en la habitación como un líquido dorado. Entorné los párpados, me incorporé y me restregué los ojos. Ivy estaba de pie junto a la cama con una taza en la mano.
—Prueba esto. Es horrible, pero te despierta.
—¿Qué es?
—Café. Muchos humanos creen que no pueden pasarse sin él para funcionar como es debido.
Me senté y sorbí aquel brebaje amargo y oscuro, conteniendo las ganas de escupirlo. Me pregunté cómo era posible que la gente llegara a pagar para tomárselo, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que la cafeína me pasara a la sangre y entonces tuve que reconocer que me sentía más despejada.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Hora de levantarse.
—¿Y Gabe?
—Creo que ha salido a correr. A las cinco de la mañana ya estaba levantado.
—¿Qué mosca le ha picado? —gemí, apartando las mantas de mala gana, como una genuina adolescente.
Me pasé un peine por el pelo, me lo recogí en un moño informal, me lavé la cara y bajé a la cocina. Gabriel había regresado ya y se había puesto a preparar el desayuno. Acababa de ducharse y tenía el pelo peinado hacia atrás, lo cual le daba un aire leonino. Solamente llevaba una toalla anudada en la cintura y su firme torso relucía bajo el sol de la mañana. Las alas las tenía del todo contraídas; sólo se le veía una línea ondulada entre los omoplatos. Estaba junto a los fogones, con una espátula de acero inoxidable en la mano.
—¿Crepes o gofres? —preguntó. No le hacía falta darse la vuelta para saber quién acababa de entrar.
—No tengo mucha hambre —le dije disculpándome—. Me parece que voy a saltarme el desayuno; ya tomaré algo más tarde.
—Nadie sale de esta casa con el estómago vacío. —Parecía tajante al respecto—. Venga, ¿qué va a ser?
—¡Es demasiado pronto, Gabe! ¡No me obligues, me va a sentar mal! —Sonaba como una cría tratando de saltarse las coles de Bruselas.
Gabriel pareció ofendido.
—¿Insinúas que mis platos te sientan mal?
Uf. Procuré corregir mi error.
—Claro que no. Es sólo…
Me tomó por los hombros y me miró atentamente.
—Bethany —dijo—, ¿sabes lo que pasa cuando el cuerpo humano no tiene suficiente combustible?
Sacudí la cabeza irritada, previendo ya que iba a exponerme una serie de hechos que no podría discutir.
—Que no funciona, sencillamente. No podrás concentrarte, incluso puede que te sientas mareada. —Hizo una pausa para que recibiera todo el impacto de sus palabras—. No creo que te haga gracia desmayarte en tu segundo día de colegio, ¿no?
Esto último tuvo el efecto que esperaba. Me dejé caer en una silla mientras me imaginaba desvanecida en el suelo por falta de nutrición y rodeada de caras alarmadas que me observaban desde arriba. Quizás incluso la de Xavier Woods, que de repente ya no querría saber nada de mí.
—Tomaré crepes —le dije derrotada, y Gabriel se volvió hacia los fogones con expresión satisfecha.
A medio desayuno, sonó el timbre. Me pregunté quién llamaría a aquella hora tan poco común; nos habíamos cuidado de mantenernos alejados de los vecinos. Ivy y yo miramos a Gabriel expectantes. Él tenía la facultad de percibir el pensamiento de las personas que andaban cerca, cosa muy útil en muchas circunstancias. El don celestial de Ivy residía en el poder curativo de sus manos. El mío aún estaba por determinar; al parecer, se manifestaría en el momento adecuado.
«¿Quién es?», dijo Ivy sólo con los labios.
—La vecina de al lado —susurró Gabriel—. No hagáis caso; igual se marcha.
Nos quedamos los tres callados e inmóviles, pero la vecina no era de las que se dejan disuadir fácilmente. Apenas dos minutos después, oímos con sorpresa el chasquido de la cancela lateral y a continuación la vimos en la ventana, saludándonos con entusiasmo con la mano. A mí me pareció indignante su intromisión, pero mis hermanos mantuvieron la compostura.
Gabriel fue a abrir la puerta y volvió seguido de aquella mujer cincuentona de pelo rubio platino y cara bronceada. Llevaba un montón de joyas de oro, un pintalabios rojo intenso y un chándal aterciopelado. Traía bajo el brazo una gran bolsa de papel. Pareció aturdida un instante cuando nos vio a los tres juntos. No la culpaba; debíamos de ofrecer una visión desconcertante.
—Hola —dijo jovialmente, inclinándose sobre la mesa para darnos la mano—. Yo, de ustedes, revisaría este timbre. Parece que no funciona. Soy Beryl Henderson, la vecina de al lado.
Gabriel se ocupó de las presentaciones e Ivy, siempre la perfecta anfitriona, le ofreció una taza de té o de café y puso una bandeja de magdalenas en la mesa. Me fijé en que la señora Henderson miraba a Gabriel prácticamente de la misma manera que las chicas del colegio.
—Oh, no, muchas gracias —dijo, rechazando la invitación—. Sólo quería pasar un momentito a saludar, ahora que ya están instalados. —Dejó la bolsa sobre la encimera—. He pensado que a lo mejor les apetecería un poco de mermelada casera. He puesto de albaricoque, de higos y de fresa. No sabía cuál les gustaría más.
—Ha sido muy amable, señora Henderson. —Ivy desplegaba toda su cortesía, pero Gabriel ya se estaba impacientando.
—Oh, llámame Beryl —dijo—. Ya verás que todos somos así en este barrio. Buenos vecinos.
—Me alegra saberlo —respondió ella.
Me maravillaba que siempre tuviera preparada una respuesta para cualquier circunstancia. A mí, en cambio, en unos minutos ya se me habría olvidado el nombre de la mujer.
—Y usted es el nuevo profesor de música de Bryce Hamilton, ¿verdad? —prosiguió como si nada la señora Henderson—. Tengo una sobrina muy dotada para la música que quiere empezar a tocar el violín. Ése es su instrumento, ¿cierto?
—Uno de ellos —repuso Gabriel con tono distante.
—Gabriel toca muchos instrumentos —añadió Ivy, lanzándole a él una mirada exasperada.
—¡Muchos! ¡Ay, Dios, cuánto talento! —exclamó la señora Henderson—. La mayoría de las noches lo oigo tocar desde el porche. ¿Y vosotras, chicas? ¿También tenéis dotes musicales? ¡Qué buen hermano ha de ser usted para cuidar de ellas mientras sus padres están lejos!
Ivy suspiró. La noticia de nuestra llegada y todo nuestro historial parecían haberse convertido en la comidilla del pueblo.
—¿Vendrán pronto sus padres? —inquirió la señora Henderson, mirando alrededor teatralmente, como si esperase que salieran de golpe de un armario.
—Confiamos en verlos pronto —dijo Gabriel, mirando el reloj.
Beryl aguardó a que se explicara un poco más y, al ver que no lo hacía, adoptó otra línea de interrogatorio.
—¿Ya conocen a alguien en el pueblo? —A mí me divertía observar que cuanto más se esforzaba en arrancarle información, menos comunicativo se mostraba Gabriel.
—No hemos tenido mucho tiempo para alternar —intervino Ivy—. Hemos estado muy ocupados.
—¡Que no habéis tenido tiempo! —clamó Beryl—. ¡Unos jóvenes tan atractivos! Habremos de hacer algo al respecto. En el pueblo hay varias discotecas a la última. Os las tendré que enseñar yo misma.
—Me encantaría —dijo Gabriel con voz inexpresiva.
—Hmm, señora Henderson… —empezó Ivy, dándose cuenta de que la conversación no tenía visos de acabarse.
—Beryl.
—Perdón, Beryl, pero es que tenemos un poquito de prisa para llegar a tiempo al colegio.
—Desde luego. Tonta de mí, aquí cotorreando. Bueno, si necesitáis cualquier cosa no dudéis en pedirla. Ya veréis que formamos una pequeña comunidad muy unida.
Por culpa del «momentito» de Beryl me perdí la primera media hora de literatura inglesa, y Gabe se encontró a toda la clase de séptimo curso tirando bolas de papel al ventilador del techo. Yo tenía a continuación una hora libre y me encontré con Molly junto a las taquillas. Ella me rozó la mejilla con la suya a modo de saludo y, mientras yo dejaba mis libros, me hizo un resumen de sus aventuras de la noche anterior en Facebook. Por lo visto, un chico llamado Chris le había enviado al despedirse más besos y abrazos de lo normal, y ahora Molly especulaba sobre si aquello marcaba o no una nueva fase en su relación. Los Agentes de la Luz habían despojado nuestra casa de cualquier tecnología que pudiera representar una «distracción», así que no me enteraba demasiado de lo que me contaba Molly. Disimulé asintiendo a intervalos regulares y ella no pareció advertir mi ignorancia.
—¿Cómo puedes saber on-line lo que alguien siente realmente? —pregunté.
—Para eso están los emoticonos, tonta —me explicó—. Aunque quizá tampoco haya que tomárselos demasiado en serio. ¿Sabes qué día es hoy?
Molly, según iba descubriendo, tenía la desconcertante costumbre de saltar de un tema a otro sin previo aviso.
—6 de marzo —dije.
Ella sacó una agenda de color rosa y, con un gritito de excitación, tachó el día con un rotulador.
—Sólo faltan setenta y dos días —dijo con la cara arrebolada.
—¿Para qué?
Me miró con incredulidad.
—¡Para el baile de promoción, pringada! Nunca en mi vida he esperado una cosa con tanta ilusión.
A mí normalmente me habría ofendido que me llamaran «pringada», pero no me había costado mucho darme cuenta de que las chicas allí usaban los insultos como apelativos cariñosos.
—¿No es un poco pronto para pensar en eso? —insinué—. Faltan más de dos meses.
—Sí, ya, pero es EL acontecimiento del año y la gente empieza a planearlo con antelación.
—¿Por qué?
—¿Hablas en serio? —Me miró con unos ojos como platos—. Es un rito iniciático, la única fiesta que recordarás toda tu vida, dejando aparte el día de tu boda. Es el pack completo: limusinas, trajes, parejas atractivas, baile. Es nuestra noche para actuar como princesas.
A mí se me ocurrió que algunas ya se comportaban así a diario, pero me mordí la lengua.
—Suena divertido —comenté.
En realidad, todo el montaje me sonaba ridículo y yo decidí allí mismo ahorrármelo a toda costa. Ya podía figurarme cómo censuraría Gabriel una fiesta semejante, tan centrada en la pura vanidad y en las cosas más superficiales.
—¿Tienes idea de con quién te gustaría ir? —me preguntó Molly, dándome un codazo insinuante.
—Todavía no —respondí, escurriendo el bulto—. ¿Y tú?
—Bueno —bajó la voz—, Casey le contó a Taylah que había oído a Josh Crosby diciéndole a Aaron Whiteman… ¡que Ryan Robertson piensa pedírmelo!
—Uau —dije, simulando que había entendido aquel galimatías—. Suena fantástico.
—Ya, es cierto. —Soltó un gritito—. Pero no se lo digas a nadie. No quiero gafarlo.
Sonrió de oreja a oreja y, antes de que pudiera reaccionar, marcó con un círculo una fecha de mediados de mayo en mi agenda escolar y la rodeó con un gran corazón rojo. Luego me la devolvió y tiró la suya en su taquilla, que estaba hecha un auténtico desbarajuste. Había libros amontonados de cualquier manera, carteles de grupos famosos pegados en las paredes y un surtido variado de brillos de labios y de cajas de caramelos de menta esparcidos por el fondo. En mi taquilla, en cambio, los libros estaban alineados en fila, mi chaqueta colgada del gancho y mis horarios, pintados con códigos de colores y pegados en la cara interior de la puerta. No sabía cómo arreglármelas para ser desordenada igual que un humano; todos mis instintos clamaban exigiendo orden. Esa máxima según la cual la Limpieza y la Pureza van juntas no podría ser más exacta.
Seguí a Molly a la cafetería, donde matamos el tiempo hasta que ella tuvo que irse a clase de mates y yo a la de francés. Primero había de pasar otra vez por mi taquilla para recoger los libros de la asignatura, que eran grandes y engorrosos. Los amontoné encima de la carpeta y me agaché para sacar también el diccionario inglés-francés, que estaba encajado en la parte del fondo.
—Eh, forastera —dijo una voz a mi espalda. Me sobresalté y me incorporé tan deprisa que me di en la cabeza con el techo de la taquilla—. ¡Cuidado!
Me giré en redondo y vi a Joseph Jonas allí de pie, con aquella media sonrisa que ya le había visto en nuestro primer encuentro. Ahora iba con el uniforme deportivo: pantalones de chándal azul marino, un polo blanco y una chaqueta de deportes con los colores del colegio sobre el hombro. Me froté la coronilla y lo miré. Me preguntaba por qué hablaría conmigo.
—Lamento haberte asustado —dijo—. ¿Estás bien?
—Perfectamente —respondí.
Me sorprendió verme otra vez deslumbrada por su aspecto. Él había fijado en mí sus ojos de color ámbar, con las cejas levemente alzadas, y esta vez estaba tan cerca que advertí incluso que tenía vetas cobrizas y plateadas en el iris. Se pasó la mano por el mechón que aleteaba sobre su frente, enmarcándole el rostro.
—Eres nueva en Bryce Hamilton, ¿verdad? Ayer apenas pudimos hablar.
No se me ocurría nada que responder, de modo que asentí y me miré los zapatos. Levantar la vista de nuevo fue un enorme error, porque sostener su mirada me provocó la misma poderosa reacción física que había experimentado la última vez. Me sentí como si cayera desde una gran altura.
—Me han dicho que has vivido en el extranjero —prosiguió, sin dejarse intimidar por mi silencio—. ¿Qué hace una chica viajada como tú en un pueblo perdido como Venus Cove?
—Estoy aquí con mi hermano y mi hermana —musité.
—Sí, ya los he visto por ahí —dijo—. No son gente que pase desapercibida, ¿no crees? —Vaciló un instante—. Ni tú tampoco.
Noté que se me subían los colores y me aparté un poco. Me sentía tan febril que estaba segura de que irradiaba calor.
—Llego tarde a la clase de francés —dije, recogiendo los libros con prisas y casi tropezándome por el pasillo.
—¡El centro de idiomas es por el otro lado! —me gritó, pero yo no me volví.
Cuando al fin encontré el aula, comprobé aliviada que el profesor acababa de llegar. El señor Collins, que no me parecía ni me sonaba demasiado francés, era un hombre alto y larguirucho con barba. Iba con una chaqueta de tweed y un pañuelo en el cuello.
La clase era pequeña y estaba a tope. Localicé con la mirada el asiento libre más cercano y sofoqué un grito al ver a la persona que estaba sentada al lado. El corazón me daba brincos en el pecho mientras me acercaba. Inspiré hondo y traté de serenar mis nervios. Sólo era un chico, al fin y al cabo.
Joseph Jonas parecía ligeramente divertido cuando me senté a su lado. Procuré no hacer caso y me concentré en buscar la página del libro que el señor Collins había escrito en la pizarra.
—No te será fácil estudiar francés con eso —oí que me susurraba Joseph al oído. Entonces descubrí muerta de vergüenza que, en mi confusión, me había equivocado de libro. Lo que tenía delante no era mi gramática francesa, sino un libro sobre la Revolución francesa. Noté que las mejillas se me ponían como un tomate por segunda vez en menos de cinco minutos y me eché hacia delante, tratando de tapármelas con el pelo.
—Señorita Church —dijo el señor Collins—, ¿sería tan amable de leer en voz alta el primer pasaje de la página noventa y seis, titulado: À la bibliothèque?
Me quedé paralizada. No podía creerlo. Iba a verme obligada a declarar delante de todo el mundo que me había equivocado de libro en mi primera clase. Quedaría como una incompetente integral. Ya me disponía a abrir la boca para empezar a disculparme cuando Joseph me deslizó su libro con disimulo por encima del pupitre.
Lo miré agradecida y empecé a leer el pasaje con soltura, a pesar de que yo nunca había leído ni hablado aquel idioma. Así eran las cosas para nosotros: apenas empezábamos a realizar una actividad, ya destacábamos en ella. Cuando terminé, el señor Collins se había apostado junto a nuestro pupitre. Había leído el pasaje con fluidez, tal vez con demasiada fluidez, y sólo entonces caí en la cuenta de que debería haber pronunciado mal algunas palabras, o al menos haberme trabucado un par de veces. Pero no se me había ocurrido. En parte, tal vez, porque había tratado de alardear delante de Joseph Jonas para compensar mis anteriores torpezas.
—Habla usted con la facilidad de un nativo, señorita Church. ¿Es que ha vivido en Francia?
—No, señor.
—¿O ha estado allí de visita?
—No, por desgracia.
Le eché un vistazo a Joseph, que enarcaba las cejas, impresionado.
—Entonces habremos de atribuirlo a un don natural. Tal vez estaría mejor en mi clase avanzada —sugirió el señor Collins.
—¡No! —exclamé. No quería llamar más la atención y prefería que el señor Collins dejara de una vez el tema. Me prometí no ser tan perfecta en la próxima ocasión—. Todavía tengo mucho que aprender —le aseguré—. La pronunciación es mi fuerte, pero en gramática no es que me aclare demasiado.
El señor Collins pareció satisfecho con mi explicación.
—Jonas, prosiga donde lo ha dejado la señorita Church —dijo. Bajó la vista y frunció los labios—. ¿Dónde está su libro?
Yo se lo pasé apresuradamente, pero Joseph no hizo ademán de aceptarlo.
—Lo lamento, señor, se me han olvidado los libros. Me acosté muy tarde anoche. Gracias por compartirlo, (Ta).
Habría deseado protestar, pero Xavier me cerró la boca con una mirada. El señor Collins lo observó con severidad, escribió algo en su cuaderno y regresó a su mesa rezongando.
—No es que esté dando muy buen ejemplo como delegado. Quédese un momentito al final.
Concluida la clase, esperé afuera a que Joseph terminase con el señor Collins. Sentía que al menos debía darle las gracias por ahorrarme aquel bochorno.
Se abrió la puerta y lo vi salir con la misma despreocupación que si estuviera dando un paseo por la playa. Me miró y sonrió complacido por el hecho de que lo hubiera esperado. Yo había quedado con Molly durante el descanso, pero la idea se paseó vagamente por mi cabeza y se esfumó en el acto. Cuando él te miraba, no era difícil olvidarse incluso de respirar.
—De nada, y tampoco es para tanto —dijo antes de que yo pudiera abrir la boca.
—¿Cómo sabes lo que te iba a decir? —pregunté, mosqueada—. ¿Y si pretendía reñirte por meterte en apuros?
Me miró con aire socarrón.
—¿Estás enfadada? —dijo. Otra vez aquella media sonrisa bailándole en los labios… Como decidiendo si la situación era lo bastante divertida para justificar una sonrisa completa.
Dos chicas pasaron por nuestro lado y me dirigieron miradas asesinas. La más alta le hizo a Joseph un gesto.
—Eh, Joe —dijo con voz almibarada.
—Hola, Lana —respondió en un tono simpático pero indiferente. Era evidente que no tenía ningún interés en hablar con ella, pero la chica no parecía darse cuenta.
—¿Cómo te ha ido en el examen de mates? —insistió—. Yo lo he encontrado superdifícil. Igual necesito un profesor particular.
Saltaba a la vista que él la miraba distraídamente, como quien mira la pantalla de un ordenador. Lana no paraba de cotorrear y de contonearse como para que pudiera apreciar todas sus curvas. Cualquier otro chico no habría resistido la tentación de echarle un buen vistazo, pero los ojos de Joseph no se apartaron ni un milímetro de su rostro.
—Yo creo que me ha ido bien —dijo—. Marcus Mitchell da clases. Habla con él si crees que realmente te hace falta.
Lana entornó los ojos, obviamente irritada por haber ofrecido tanto y recibido tan poco.
—Gracias —se limitó a decir, y se alejó airada.
Joseph no parecía consciente de haberla ofendido, y si lo era, no le afectaba. Se volvió hacia mí con una expresión muy distinta. Se le veía tan serio como si estuviera tratando de resolver un enigma. Procuré reprimir un acceso de placer; seguramente miraba así a muchas chicas y Lana, simplemente, tenía la desdicha de ser la excepción.
Recordé lo que me habían contado de Emily y me reprendí por ser tan vanidosa como para creer que mostraba un interés especial en mí.
Antes de que pudiéramos seguir hablando apareció Molly en el pasillo y nos miró sorprendida. Se acercó con cautela, como si temiera interrumpir.
—Hola, Molly —dijo Joseph, al ver que ella no iba a iniciar la conversación.
—Hola —respondió y me tiró de la manga con gesto posesivo. Ahora adoptó la vocecita zalamera de una cría—. Ven a la cafetería, me muero de hambre. El viernes, al salir, quiero que vengas a casa. Taylah tiene una hermana esteticista y va a conseguir mascarillas para todas. Será una pasada.
Siempre trae montones de muestras para que nos las apliquemos en casa.
—Suena impresionante —dijo Joseph con un entusiasmo fingido que me arrancó una risita—. ¿A qué hora tengo que ir?
Molly no le hizo ni caso.
—¿Vendrás, (Ta)?
—He de preguntárselo a Gabriel. Ya te diré —respondí.
Detecté en Joseph una expresión de sorpresa. ¿Qué era lo que encontraba desconcertante?, ¿la idea de pasarse una tarde probándose mascarillas o el hecho de que tuviera que pedirle permiso a mi hermano?
—Ivy y Gabriel también pueden venir —dijo Molly, recuperando su tono normal.
—No creo que les haga demasiada gracia. —Vi que no le sentaba bien mi respuesta y me apresuré a añadir—: Pero se lo diré de todos modos.
Ella volvió a sonreír.
—Gracias. Oye, ¿puedo hacerte una pregunta? —Le lanzó una mirada hostil a Joseph, que todavía seguía allí—. En privado.
Él alzó las manos, como rindiéndose, y se alejó. Yo reprimí el impulso de llamarlo. Molly bajó la voz y me susurró:
—¿Ha dicho Gabriel… mmm… algo de mí?
Ni Gabriel ni Ivy me habían dicho nada de ella desde que nos la habíamos encontrado en la heladería; se habían limitado a repetirme su advertencia sobre los peligros de hacer amistades. Pero por el tono que empleaba comprendí que se había quedado cautivada con Gabriel y no quise decepcionarla.
—En realidad, sí —dije, confiando en sonar convincente. Sólo en un caso estaba permitido mentir: cuando podías evitarle a alguien un dolor innecesario. Pero aun así, siempre costaba.
—¿De veras? —Su rostro se iluminó de golpe.
—Claro —respondí, mientras me decía a mí misma que, estrictamente, no había mentido. Gabriel había mencionado a Molly, sólo que no en el contexto que ella ansiaba—. Dijo que se alegraba de que hubiera encontrado a una amiga tan agradable.
—¿Dijo eso? No puedo creer que advirtiera siquiera mi presencia. ¡Es guapísimo! Perdona, (Ta), ya sé que es tu hermano, pero está que arde.
Molly me tomó eufórica del brazo y me arrastró a la cafetería. Joseph también estaba allí, sentado con un grupo de atletas. Esta vez, cuando nuestros ojos se encontraron, le sostuve la mirada. Mientras lo hacía, sentí que me quedaba en blanco, que no podía pensar en nada salvo en su sonrisa: aquella sonrisa perfecta y encantadora que le creaba unas arruguitas casi imperceptibles en el rabillo de los ojos.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
7
Fiesta
Molly no había dejado de percibir mi interés en Joseph Jonas y decidió darme un consejo aunque no se lo hubiera pedido.
—La verdad es que no creo que sea tu tipo —dijo, retorciéndose los rizos mientras hacíamos cola para el almuerzo.
Yo no me separaba de ella para evitar que me dieran empujones los alumnos que pretendían llegar al mostrador. Los dos profesores encargados tenían pinta de estar bastante agobiados y procuraban no hacer demasiado caso del pandemónium que los rodeaba. No paraban de mirar el reloj y de contar los minutos que les quedaban antes de poder regresar al santuario de la sala de profesores.
Intenté no prestar atención a los codos que se me clavaban, ni a las manchas pegajosas del suelo que habían dejado las bebidas derramadas, y continué hablando con ella.
—¿A quién te refieres?
Ella me dirigió una mirada ladina, como diciendo que no me iba a servir de nada hacerme la ingenua.
—Reconozco que Joseph es uno de los tipos más sexis del colegio, pero todo el mundo sabe que es problemático. Las chicas que lo intentan acaban con el corazón destrozado. Luego no digas que no te he avisado.
—No parece una persona cruel —le dije, llevada por el deseo de defenderlo, aunque, de hecho, apenas sabía nada de él.
—Mira, (Ta). Enamorarte de Joseph sólo servirá para que acabes herida. Ésa es la verdad.
—¿Y cómo es que eres tan experta en la materia? —pregunté—. ¿No habrá sido el tuyo uno de esos corazones destrozados?
Le había formulado la pregunta en broma, pero Molly se puso muy seria de golpe.
—Pues más bien sí.
—Uy, perdona. No tenía ni idea. ¿Qué pasó?
—Bueno, a mí me gustaba desde hacía siglos y, al final, me harté de lanzarle insinuaciones y le pedí que saliéramos.
Me lo dijo todo de carrerilla, como si hubiese sucedido hacía mucho y ya no importase.
—¿Y?
—Nada. —Se encogió de hombros—. Me rechazó. Con educación, eso sí. Me dijo que me veía como una amiga. Pero aun así fue el momento más humillante de mi vida.
No podía decirle que lo que acababa de contarme no era tan terrible. En realidad, la conducta de Joseph podía considerarse sincera, incluso honrada. Al hablar de corazones destrozados, Molly me lo había pintado como una especie de sinvergüenza. Pero lo único que él había hecho había sido declinar una invitación de la mejor manera posible. No obstante, yo ya había aprendido lo suficiente sobre la amistad femenina para saber que la compasión era la única respuesta admisible.
—No hay derecho —prosiguió en tono acusador—. Andar por ahí, un tipo tan espectacular, haciéndose el simpático con todos, pero sin permitir que nadie se le acerque…
—¿Pero él les da a entender a las chicas que quiere algo más que una amistad? —pregunté.
—No —reconoció—, pero sigue siendo totalmente injusto. ¿Cómo va a estar alguien demasiado ocupado para tener novia? Ya sé que suena duro, pero en algún momento habrá de dejar atrás a Emily. Ella no va a volver. En fin, basta de hablar de don Perfecto. Espero que puedas venir a casa el viernes. Así nos sacaremos un rato de la cabeza a esos pesados con pantalones.
—Si estamos aquí no es para alternar —dijo Gabriel cuando le pedí permiso para ir a casa de Molly.
—Quedaré como una maleducada si no voy —argüí—. Además, es el viernes por la noche. No hay colegio al día siguiente.
—Ve si quieres, (Tn) —dijo mi hermano, suspirando—. Yo diría que hay maneras más provechosas de pasar una velada, pero no me corresponde a mí prohibírtelo.
—Sólo por esta vez —dije—. No se convertirá en una costumbre.
—Eso espero.
No me gustaba lo que parecían implicar sus palabras ni la insinuación de que estaba perdiendo de vista nuestro objetivo. Pero no dejé que eso me amargara. Yo deseaba experimentar todas las facetas de la vida humana. Al fin y al cabo, así podría comprender mejor nuestra misión.
El viernes, a eso de las siete, ya me había duchado y puesto un vestido de lana verde. Combiné el vestido con unas botas de media caña y unas medias oscuras, e incluso me puse un poco del brillo de labios que me había regalado Molly.
Me sentía complacida con el resultado; se me veía un poco menos paliducha de lo normal.
—No hace falta que te arregles tanto, no vas a un baile —me dijo Gabriel al verme.
—Una chica siempre debe esforzarse en estar lo mejor posible —dijo Ivy, saliendo en mi defensa y guiñándome un ojo. Quizá tampoco le habían parecido bien mis planes de pasar la velada con Molly y su pandilla, pero ella no era rencorosa y sabía cuándo había que dejar correr las cosas para evitar conflictos.
Me despedí de ambos con un beso y me dirigí hacia la puerta. Gabriel había insistido en acompañarme con el jeep negro que habíamos encontrado en el garaje el primer día, pero Ivy había logrado disuadirlo, diciéndole que aún había mucha luz y que no corría ningún peligro, puesto que la casa de Molly quedaba sólo a unas calles. Lo que sí acepté fue el ofrecimiento de Gabriel de pasar a recogerme. Acordamos que lo llamaría cuando estuviera lista para regresar.
Sentí una oleada de placer mientras caminaba por la calle. El invierno llegaba a su fin, pero el viento que me agitaba el vestido era frío aún. Aspiré la limpia fragancia del mar, mezclada con el fresco aroma de las plantas de hoja perenne. Me consideraba una privilegiada por estar allí, caminando por la Tierra, convertida en un ser que sentía y respiraba. Era mucho más emocionante que observar la vida desde otra dimensión. Contemplar desde el Cielo la vida agitada y tumultuosa que se desarrollaba abajo venía a ser como asistir a un espectáculo. Estar en el escenario, en cambio, quizá daba más miedo, pero resultaba también más excitante.
Se me pasó el buen humor en cuanto llegué al número 8 de Sycamore Grove. Examiné la casa pensando que había anotado mal el número. La puerta estaba abierta de par en par y parecía que hubieran encendido todas las luces de la casa. De la sala de estar salía una música a todo volumen y en el porche se pavoneaban un montón de adolescentes más bien ligeros de ropa. No podía ser allí. Comprobé la dirección que la propia Molly me había escrito en un trozo de papel y vi que no me había equivocado. Entonces empecé a reconocer algunas caras del colegio; dos o tres me saludaron con la mano. Subí las escaleras de la casa, que era de estilo bungalow, y poco me faltó para tropezarme con un chico que estaba vomitando por un lado de la terraza.
Consideré la posibilidad de dar media vuelta y regresar a casa. Me inventaría un dolor de cabeza para disimular ante Ivy y Gabriel. Sabía de sobras que ellos no me habrían permitido asistir si hubieran sabido en qué consistía realmente la velada «para chicas» de Molly. Pero se impuso mi curiosidad y decidí entrar un momentito, sólo para saludar a Molly y disculparme antes de hacer mutis por el foro.
En el pasillo principal, que hedía a humo y colonia, había una aglomeración de cuerpos apretujados. La música estaba tan alta que la gente había de gritarse al oído para hacerse oír. Como el suelo retumbaba y los invitados bailaban dando bandazos, tenía la sensación de que me encontraba atrapada en medio de un terremoto. La percusión sonaba con tal fuerza que me taladraba los tímpanos. Percibía la atmósfera viciada y un olor a cerveza y bilis que impregnaba el aire. En conjunto, la escena me resultó tan dolorosamente abrumadora que estuve a punto de perder el equilibrio. Pero aquello era la vida humana, pensé, y yo estaba decidida a experimentarla por mí misma aunque me hiciera sentir al borde del colapso. Así pues, inspiré hondo y seguí adelante.
Había gente joven en cada rincón de la casa: unos fumando, otros bebiendo y algunos envueltos en un estrecho abrazo. Me abrí paso zigzagueando entre la multitud y observé fascinada a un grupo que jugaba a un juego que uno de ellos llamó la Caza del Tesoro. Las chicas se ponían en fila y los chicos les lanzaban malvaviscos al escote desde corta distancia. Una vez que acertaban, tenían que retirar el malvavisco usando sólo la boca. Las chicas se reían, dando grititos, mientras los chicos hundían la cabeza en su pecho.
No veía a los padres de Molly por ningún lado.
Quizás habían salido durante el fin de semana. Me pregunté cómo reaccionarían si vieran su hogar sumido en semejante caos. En el salón de atrás había algunas parejas entrelazadas en los sofás de cuero marrón, haciéndose mimos medio borrachos. Se veían botellas de cerveza vacías por todas partes, y las patatas fritas y las pastillas de chocolate que Molly había puesto en cuencos de vidrio estaban hechas picadillo en el suelo. Identifiqué entre todas aquellas caras la de Leah Green, una de las amigas del grupo de Molly, y me acerqué a ella. Estaba de pie junto a las puertas cristaleras que daban a una terraza con piscina.
—¡(Ta)! ¡Has venido! —me gritó por encima de la música atronadora—. ¡Una fiesta fantástica!
—¿Has visto a Molly? —respondí, también a gritos.
—En el jacuzzi.
Me escabullí de las garras de un chico ebrio que trataba de arrastrarme hacia la melé de los que bailaban y esquivé a otro que me llamó «hermano» y pretendía darme un abrazo. Una chica lo apartó, disculpándose.
—Disculpa a Stefan —chilló—. Ya va ciego.
Asentí y me deslicé afuera, mientras me hacía una nota mental para añadir aquellas nuevas palabras en el glosario que estaba compilando.
El suelo de la terraza también estaba cubierto de botellas vacías y tuve que caminar con cuidado para no tropezarme. Pese al frío, había adolescentes con bikinis y shorts tirados junto a la piscina o metidos a presión en el jacuzzi. Las luces arrojaban un resplandor azulado e inquietante sobre los cuerpos juguetones. De repente, un chico desnudo pasó corriendo por mi lado y se zambulló en la piscina. Emergió enseguida tiritando, pero con aire satisfecho, mientras los demás lo aclamaban a gritos. Procuré que no se me notara lo horrorizada que estaba.
Sentí un gran alivio cuando localicé por fin a Molly emparedada en el jacuzzi entre dos chicos. Se levantó al verme, estirándose como un gato y entreteniéndose para que los chicos pudieran admirar su cuerpo húmedo y firme —(Ta), ¿cuándo has llegado? —preguntó con voz cantarina.
—Ahora mismo —respondí—. ¿Es que ha habido cambio de planes? ¿Qué ha pasado con las mascarillas?
—¡Ay, chica, desechamos esa idea! —dijo, como si la cosa no tuviera la menor importancia—. Mi tía se ha puesto enferma, así que mamá y papá pasarán todo el fin de semana fuera. ¡No podía dejar escapar la ocasión de montar una fiesta!
—Sólo he venido a saludar. No puedo quedarme —le dije—. Mi hermano cree que nos estamos poniendo mascarillas faciales.
—Bueno, pero él no está aquí, ¿no? —Sonrió con picardía—. Y lo que Hermanito Gabriel no sepa no va a hacerle ningún daño. Venga, tómate una copa antes de irte. No quiero que te metas en líos por mi culpa.
En la cocina nos encontramos a Taylah, detrás del mostrador, preparando una mezcla en una licuadora. Tenía alrededor una colección de botellas impresionante. Leí algunas de las etiquetas: ron blanco del Caribe, escocés de malta, whisky, tequila, absenta, Midori, bourbon, champagne. Los nombres no me decían gran cosa. El alcohol no había sido incluido en las materias de mi entrenamiento; una laguna de mi educación.
—¿Nos sirves unos Taylah Special a (Ta) y a mí?
—le dijo Molly, rodeándola con sus brazos, mientras balanceaba las caderas siguiendo el ritmo.
—¡Marchando dos Special! —exclamó Taylah, y llenó dos vasos de cóctel casi hasta el borde con aquel combinado verdoso.
Molly me puso uno en la mano y dio un buen trago del suyo. Nos abrimos paso hasta la sala. La música atronaba con tanta fuerza por los dos enormes altavoces situados en las esquinas que incluso el suelo vibraba. Husmeé mi bebida con recelo.
—¿Qué tiene? —le pregunté a Molly por encima del estruendo.
—Es un cóctel —dijo—. ¡Salud!
Di un trago por educación y me arrepentí en el acto. Era de un dulzón repulsivo, pero al mismo tiempo me quemaba en la garganta. Decidida a no ser tildada de aguafiestas, continué de todos modos bebiéndolo poco a poco. Molly se lo estaba pasando en grande y me arrastró entre la masa de gente que bailaba en el centro. Bailamos juntas unos minutos; luego la perdí de vista y me encontré rodeada de una multitud de desconocidos. Intenté hallar algún resquicio entre los cuerpos apretujados, pero en cuanto se abría un hueco, volvía a cerrarse. Varias veces advertí con sorpresa que mi vaso se llenaba de nuevo, como si hubiera una legión de camareros invisibles.
Para entonces ya me sentía mareada y tambaleante, lo que atribuí a mi falta de costumbre a la música ruidosa y al gentío. Daba sorbos a mi bebida con la esperanza de que al menos me refrescara. Gabriel siempre nos daba la lata sobre la importancia de mantener nuestros cuerpos hidratados.
Me estaba terminando mi tercer cóctel cuando sentí un deseo irresistible de desplomarme sin más en el suelo. Pero no llegué a caerme. De repente noté que una mano vigorosa me sujetaba y me guiaba fuera del tumulto. Sentí que me agarraba con más fuerza cuando di un tropezón. Dejé todo mi peso a merced del desconocido y permití que me llevase afuera. Me ayudó a acomodarme en un banco del jardín, donde me senté cabizbaja, todavía con el vaso en la mano.
—No te conviene pasarte con ese mejunje.
El rostro de Joseph Jonas se fue perfilando poco a poco en mi campo de visión. Llevaba unos tejanos desteñidos y un polo verde de manga larga bastante ajustado, que realzaba su torso mucho más que el uniforme del colegio. Me aparté el pelo de los ojos y noté que tenía la frente cubierta de sudor.
—¿Pasarme en qué?
—Hmm… con lo que estás bebiendo… porque es bastante fuerte —dijo, como si fuese obvio.
Se me empezaba a revolver el estómago y sentía un martilleo en la cabeza. Quería decir algo, pero no me acababan de salir las palabras a causa de las oleadas de náuseas. Me apoyé débilmente contra él; me sentía a punto de llorar.
—¿Sabe tu familia dónde estás? —me dijo.
Meneé la cabeza, cosa que provocó que todo el jardín empezara a darme vueltas.
—¿Cuántos de éstos te has tomado?
—No sé —musité atontada—. Pero no acaba de sentarme bien.
—¿Estás acostumbrada a beber?
—Es la primera vez.
—Oh, cielos. —Joseph sacudió la cabeza—. Ahora se explica que tengas tan poco aguante.
—¿Cómo…? —Me eché hacia delante y casi me fui al suelo.
—Uf —dijo, sujetándome—. Será mejor que te lleve a casa.
—Enseguida me encontraré bien.
—No, qué va. Estás temblando.
Descubrí con sorpresa que tenía razón. Se fue adentro a recoger su chaqueta, volvió enseguida y me la puso sobre los hombros. Tenía su olor y resultaba reconfortante.
Molly se nos acercó con paso vacilante.
—¿Cómo va? —preguntó, demasiado alegre para que le incomodara la presencia de Joseph.
—¿Qué estaba bebiendo (Ta)? —preguntó él.
—Sólo un cóctel —respondió Molly—. Vodka, más que nada. ¿No te encuentras bien, (Ta)?
—No, para nada —explicó Joseph, cortante.
—¿Qué puedo traerle? —murmuró Molly, totalmente perdida.
—Yo me encargo de que llegue sana y salva a casa —concluyó, e incluso en aquel estado no se me escapó su tono acusador.
—Gracias, Joseph. Te debo una. Ah, y procura no contarle demasiado a su hermano. No parece muy comprensivo.
El olor a cuero de los asientos del coche de Joseph me resultó relajante, pero aun así me sentía como si me ardiera todo por dentro. Percibí sólo vagamente el traqueteo del coche durante el trayecto y luego la sensación de ser conducida a tientas hasta la puerta. Me mantenía consciente y oía lo que sucedía alrededor, pero estaba demasiado adormilada para abrir los ojos. Se me cerraban sin que pudiera evitarlo.
Como los tenía cerrados, no vi la expresión de Gabriel cuando abrió la puerta. Pero no se me escapó su tono alarmado.
—¿Qué ha pasado?, ¿está herida? —Noté que me cogía la cabeza con las manos.
—No, no tiene nada —dijo Joseph—. Sólo ha bebido demasiado.
—¿Dónde estaba?
—En la fiesta de Molly.
—¿Qué fiesta? No nos hablaron de ninguna fiesta.
—No ha sido culpa de (Ta). Creo que ella tampoco lo sabía.
Noté que pasaba a los brazos de mi hermano.
—Gracias por traerla a casa —dijo Gabriel con un tono que no daba pie a más conversación.
—No hay de qué —dijo Joseph—. Se le ha ido la cabeza un rato; quizá convendría que le echasen un vistazo.
Hubo una pausa mientras Gabriel meditaba su respuesta. Yo estaba segura de que no hacía falta llamar a un médico. Además, una revisión médica pondría de manifiesto ciertas anomalías que no era posible explicar. Pero eso Joseph no lo sabía, así que esperé la respuesta de Gabriel.
—Nosotros nos ocuparemos de ella —dijo al fin.
Sonó medio raro, como si tuviese algo que ocultar. Me habría gustado que hubiera intentado parecer más agradecido. Joseph me había rescatado, al fin y al cabo. Si no hubiera sido por él, porque me había visto en apuros, todavía estaría en casa de Molly. Y quién sabía lo que podría haber pasado.
—Muy bien. —Detecté un matiz suspicaz en la voz de Joseph e intuí que se resistía a marcharse. Pero ya no tenía motivo para seguir allí—. Dígale a (Ta) que espero que se recupere pronto.
Oí sus pasos bajando la escalera y crujiendo sobre la grava, y luego el ruido de su coche al arrancar. Lo último que recordé más tarde fue el contacto de las manos de Ivy, acariciándome la frente, y la sensación de su energía curativa difundiéndose por todo mi cuerpo.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
8
Phantom
No tenía ni idea de qué hora sería cuando me desperté. Notaba un martilleo incesante en mi cabeza y sentía como si tuviera la lengua de papel de lija. Me costó ordenar de un modo coherente la secuencia de la noche anterior y, cuando lo logré, pensé que mejor habría sido no hacerlo. Sentí una oleada de vergüenza mientras evocaba mi aturdimiento, mis balbuceos, mi incapacidad para tenerme en pie. Recordé que Gabriel me había tomado en brazos y que había en su voz un tono de inquietud pero también de decepción. Ivy me había desnudado y acostado como si fuese una cría, y recordaba haberle visto una expresión de consternación en la cara. Mientras ella me cubría con las mantas, había oído a Gabriel en la puerta dándole otra vez las gracias a alguien.
Luego empecé a recordar que me había pasado casi todo el tiempo en la fiesta de Molly desplomada contra el cálido cuerpo de un desconocido. Gemí en voz alta cuando visualicé vívidamente el rostro de aquel extraño. De entre todos los gallardos caballeros que habrían podido acudir en mi ayuda, ¿por qué tenía que haber sido justamente Joseph Jonas? ¿En qué estaría pensando Nuestro Señor en Su infinita sabiduría? Me esforcé en reunir los fragmentos de nuestra breve conversación, pero mi memoria se negaba a ofrecerme detalles.
Me sentía abrumada por una mezcla mortificante de remordimiento y humillación. Me ardían las mejillas del bochorno. Me oculté bajo la colcha y me hice un ovillo, deseando quedarme allí para siempre. ¿Qué pensaría ahora de mí Joseph Jonas, el flamante delegado de Bryce Hamilton?¿Qué pensaría todo el mundo de mí? Apenas llevaba una semana en el colegio y ya había avergonzado a mi familia y proclamado a los cuatro vientos que era una novata integral en las cosas de la vida. ¿Cómo no me había dado cuenta de lo fuertes que eran aquellos cócteles? Y por si fuera poco, les había demostrado a mis hermanos que era incapaz de cuidar de mí misma y de arreglármelas sin su ayuda.
Me llegaban voces amortiguadas desde abajo. Gabriel e Ivy conversaban entre susurros. Noté que me ardían otra vez las mejillas mientras pensaba en la posición en que los había colocado. ¡Qué egoísta había sido al no considerar el impacto que mis actos tendrían también en ellos! Su reputación estaba en peligro igual que la mía. Mejor dicho, la mía había quedado hecha trizas sin paliativos. Consideré la posibilidad de que nos marcháramos y empezáramos de nuevo en otro sitio. Gabriel e Ivy no esperarían que me quedase en Venus Cove después de haberme puesto en ridículo de aquella manera. Ya casi daba por supuesto que aparecerían de un momento a otro para darme la noticia y que empezaríamos a recoger en silencio nuestras cosas para trasladarnos a un nuevo destino. No habría tiempo para despedidas; los lazos que había establecido allí quedarían reducidos a un puñado de recuerdos entrañables.
Pero nadie subía y, al final, no tuve otro remedio que aventurarme a bajar para afrontar las consecuencias de lo que había hecho. Me miré un instante en el espejo del pasillo. Tenía un aspecto frágil y sombras azuladas bajo los ojos. El reloj me informó de que ya casi era mediodía.
Ivy estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo un bordado con increíble destreza, mientras que Gabriel permanecía frente a la ventana, más erguido que un párroco en el púlpito.
Tenía las manos entrelazadas a la espalda y miraba pensativo el océano. Fui a la nevera, me serví un zumo de naranja y me lo bebí a toda prisa para apagar la furiosa sed que sentía.
Gabriel no se volvió, pero yo sabía que percibía mi presencia. Me estremecí: una bronca airada me habría sentado mejor que aquella muda recriminación. Me importaba demasiado la estima de Gabriel para estar dispuesta a perderla. Si no para otra cosa, su cólera habría servido para aliviar en cierta medida mi culpa. Deseaba que se volviera para verle al menos la cara.
Ivy dejó su bordado y me miró.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó. No sonaba ni enfadada ni defraudada, cosa que me desconcertó.
Me llevé sin querer las manos a las sienes, que aún me palpitaban.
—Podría estar mejor, la verdad. —El silencio se cernía en el aire como un sudario—. Lo siento mucho —continué con un tono sumiso—. No sé cómo ocurrió. Me siento como una cría.
Gabriel se volvió a mirarme con sus ojos grises, pero sólo vi en ellos el profundo afecto que me tenía.
—No te apures, (Tn) —dijo con su compostura de siempre—. Ahora que somos humanos estamos condenados a cometer algunos errores.
—¿No estáis enfadados? —exclamé, mirando a uno y otro alternativamente. La piel nacarada de ambos relucía con un brillo luminoso y tranquilizador.
—Claro que no —dijo Ivy—. ¿Cómo vamos a culparte de algo que no podías controlar?
—Ésa es la cuestión justamente —repuse—. Que debería haberlo sabido. A vosotros no os hubiera pasado. ¿Por qué soy la única que comete errores?
—No seas demasiado severa contigo misma —me aconsejó Gabriel—. Recuerda que ésta es tu primera visita aquí. Las cosas te irán mejor con el tiempo.
—Es fácil olvidar que la gente es de carne y hueso, y no indestructible —añadió Ivy.
—Procuraré tenerlo presente —dije, más animada.
—Ya sólo me queda sacarte ese taladro que notas en la cabeza —me dijo Gabriel.
Todavía con mi pijama de franela, me puse a su lado para observarlo mientras sacaba ingredientes de la nevera. Los midió y los vertió en una licuadora con la precisión de un científico. Por fin, me tendió un vaso lleno de un líquido turbio y rojizo.
—¿Qué es? —pregunté.
—Zumo de tomate y yema de huevo con un toque de pimentón —explicó—. Según la enciclopedia médica que leí anoche es uno de los mejores remedios para la resaca.
El olor y el aspecto del brebaje era asqueroso, pero el martilleo de mi cabeza no parecía que fuese a apaciguarse espontáneamente. Así pues, me tapé la nariz y me bebí el vaso entero. Después se me ocurrió que Ivy podría haberme curado la resaca poniéndome dos dedos en las sienes, pero quizá lo que pretendían mis hermanos era que aprendiera a cargar con las consecuencias de mis actos.
—Creo que hoy deberíamos quedarnos en casa, ¿no? —dijo Ivy—. Hemos de tomarnos un poco de tiempo para reflexionar.
Nunca me habían dejado los dos tan maravillada como en aquel momento. La tolerancia que habían mostrado sólo podía describirse como sobrehumana, cosa que era sin duda.
Comparados con el resto de la gente, nosotros vivíamos como cuáqueros: sin televisión, ni ordenadores ni teléfonos móviles. Nuestra única concesión al estilo de vida terrenal del siglo XXI era un teléfono fijo que nos habían conectado en cuanto nos instalamos. Nosotros veíamos en la tecnología una influencia nociva que fomentaba una conducta antisocial y socavaba los valores familiares. Nuestro hogar era un sitio para estar juntos, no para pasar el tiempo comprando por Internet o mirando estúpidos programas televisivos.
Gabriel, en especial, odiaba la influencia de la televisión. Durante la preparación para nuestra misión nos había mostrado para subrayar esta idea el principio de un programa. Consistía en una serie de personas con problemas de obesidad a las que dividían en grupos y les ofrecían platos tentadores para ver si conseguían resistirse. Los que cedían a la tentación recibían severos reproches y quedaban eliminados. Resultaba repulsivo, decía Gabriel, jugar con las emociones de la gente y cebarse en sus debilidades. Y aún era más repugnante que el público mirase semejante crueldad como un entretenimiento.
Así pues, aquella tarde no recurrimos a la tecnología para entretenernos, sino que pasamos el rato tumbados en la terraza, leyendo, jugando al Scrabble o simplemente enfrascados en nuestros pensamientos. Tomarnos tiempo para reflexionar no significaba que no pudiéramos hacer mientras tanto otras cosas; sólo quería decir que las hacíamos en silencio y que procurábamos dedicar un rato a analizar nuestros éxitos y fracasos. O más bien, que Ivy y Gabriel analizaban sus éxitos y yo contemplaba mis fracasos. Miraba el cielo y mordisqueaba tajadas de melón. Había llegado a la conclusión de que la fruta era mi comida favorita; su frescura dulce y limpia me recordaba nuestro hogar. Mientras seguía mirando, reparé en que el sol aparecía en el cielo como una bola de un blanco deslumbrante. Enfocarlo directamente me cegaba y me dañaba los ojos. En el Reino la iluminación era distinta. Nuestro hogar estaba inundado de una luz suave y dorada que podíamos tocar y que se deslizaba entre nuestros dedos como una miel cálida. Aquí, en cambio, la luz era más violenta, pero también —en cierto sentido— más real.
—¿Habéis visto esto? —Ivy apareció con una bandeja de fruta y queso y tiró el periódico en la mesa con disgusto.
—Ajá —asintió Gabriel.
—¿Qué pasa?
Me incorporé y estiré el cuello para ver los titulares. Atisbé la fotografía que abarcaba la portada. Se veía gente corriendo en todas direcciones: hombres que trataban en vano de proteger a las mujeres, madres que recogían a los niños caídos en el polvo. Algunos rezaban apretando los párpados; otros abrían la boca en gritos silenciosos. Detrás, las llamas se elevaban hacia el cielo y la humareda oscurecía el sol.
—Bombardeos en Oriente Medio —dijo mi hermano, dándole la vuelta al periódico con un gesto rápido. Ya no hacía falta: la imagen se me había quedado grabada a fuego en el cerebro—. Más de trescientos muertos. Sabes lo que esto significa, ¿no?
—¿Que nuestros Agentes allí no están haciendo bien su trabajo? —Me salió una voz trémula.
—Que no pueden hacer bien su trabajo —me corrigió Ivy.
—¿Quién se lo impide? —pregunté.
—Las fuerzas de la oscuridad se están imponiendo a las fuerzas de la luz —dijo Gabriel gravemente—. Cada vez más.
—¿Acaso crees que sólo el Cielo envía representantes a la Tierra? —Ivy parecía impacientarse un poco ante mi lentitud para comprender la situación—. Tenemos compañía.
—¿Y no podemos hacer nada?
Gabriel meneó la cabeza.
—Nosotros no podemos actuar sin autorización.
—¡Pero ha habido trescientos muertos! ——Que no pueden hacer bien su trabajo —me corrigió Ivy.
—¿Quién se lo impide? —pregunté.
—Las fuerzas de la oscuridad se están imponiendo a las fuerzas de la luz —dijo Gabriel gravemente—. Cada vez más.
—¿Acaso crees que sólo el Cielo envía representantes a la Tierra? —Ivy parecía impacientarse un poco ante mi lentitud para comprender la situación—. Tenemos compañía.
—¿Y no podemos hacer nada?
Gabriel meneó la cabeza.
—Nosotros no podemos actuar sin autorización.
—¡Pero ha habido trescientos muertos! —protesté—. ¡Eso debería contar!
—Claro que cuenta —repuso Gabriel—. Pero no han sido requeridos nuestros servicios. A nosotros nos han asignado un puesto y no podemos abandonarlo porque haya sucedido algo terrible en otra parte del planeta. Nuestras instrucciones son que permanezcamos aquí y vigilemos Venus Cove. Por algo será.
—¿Y qué pasa con toda esa gente? —pregunté, todavía con la imagen de sus rostros horrorizados destellando en mi mente.
—Lo único que podemos hacer es rezar para que se produzca una intervención divina.
A media tarde nos dimos cuenta de que la despensa estaba casi vacía. Aunque me sentía débil, me ofrecí para hacer unas compras en el pueblo. Confiaba en que el paseo me ayudara a borrarme aquellas imágenes turbadoras de la mente y a pensar en otra cosa que no fueran las calamidades humanas.
—¿Qué traigo? —pregunté, tomando un sobre que había a mano para anotar la lista en el dorso.
—Fruta, huevos y un poco de pan de esa tienda francesa que acaban de abrir —me dijo Ivy.
—¿Quieres que te lleve? —me propuso Gabriel.
—No, gracias. Cogeré la bicicleta. Me hace falta ejercicio.
Lo dejé leyendo, fui a recoger la bicicleta en el garaje y metí en la cesta una bolsa de lona doblada. Ivy se había puesto a recortar los rosales y me dijo adiós con la mano cuando pasé por delante del jardín pedaleando.
El trayecto de diez minutos hasta el pueblo me resultó tonificante después de tantas horas durmiendo como un zombi. El aire fresco y limpio, impregnado del aroma de los pinos, contribuyó a disipar mi abatimiento. No quería que mis pensamientos derivasen hacia Joseph Jonas y deseaba cerrar el paso a los recuerdos de la noche anterior. Pero, claro, mi mente seguía sus propios derroteros y no pude dejar de estremecerme al evocar la firmeza de sus brazos mientras me sujetaba, y la caricia de la tela de su camisa en mi mejilla, y el contacto de su mano al apartarme el pelo de la cara con un gesto rápido, tal como había hecho también en mi sueño.
Dejé la bicicleta atada con cadena en el soporte que había frente a la oficina de correos y me encaminé al supermercado. Cuando ya llegaba a la puerta, me detuve para dejar que salieran dos mujeres: una de ellas vieja y algo encorvada, la otra robusta y de mediana edad. Esta última ayudó a la anciana a sentarse en un banco, volvió a la tienda y pegó un cartel en el escaparate. Al lado del banco, obedientemente sentado junto a la mujer, había un perro gris plateado. Era la criatura más extraña que había visto. Su expresión pensativa y reconcentrada parecía casi humana, e incluso sentado sobre sus patas traseras mantenía su cuerpo erguido con una actitud majestuosa. Tenía los carrillos algo caídos, el pelaje lustroso y satinado y los ojos tan incoloros como la luz de la luna.
La anciana mostraba un aire apesadumbrado que me llamó la atención. Al mirar el cartel comprendí sin más el motivo. Era un anuncio que ofrecía el perro «gratis a un buen hogar».
—Es lo mejor, Alice, ya lo verás —le dijo la más joven con tono práctico—. Tú quieres que Phantomsea feliz, ¿no? Él no podrá seguir contigo cuando te mudes. Ya conoces las normas.
La otra meneó la cabeza tristemente.
—Pero estará en un lugar extraño y no entenderá nada. Nosotros, en casa, tenemos nuestras pequeñas costumbres.
—Los perros son muy adaptables. Bueno, volvamos antes de que se haga la hora de cenar. Seguro que empieza a sonar el teléfono en cuanto entremos por la puerta.
La mujer llamada Alice no parecía compartir la convicción de la otra. Vi que retorcía con sus dedos nudosos la correa del perro y que se los llevaba luego al pelo, que tenía recogido en un moño medio deshecho en la nuca. No parecía tener ninguna prisa por moverse, como si levantarse del banco implicara sellar un trato que aún no había podido considerar a fondo.
—¿Pero cómo sabré yo que lo cuidan bien? —dijo.
—Nos vamos a asegurar de que quien se lo quede acepte llevarlo de visita a tu nuevo hogar.
Se había deslizado una nota de impaciencia en el tono de la más joven, y advertí que cada vez levantaba más la voz. Respiraba de un modo agitado y se le empezaban a formar gotitas de sudor en las sienes, tan empolvadas como el resto de su rostro. No paraba de mirar el reloj.
—¿Y si lo olvidan? —Alice sonaba irritada.
—Seguro que no —replicó su acompañante con desdén—. Bueno, ¿necesitas algo antes de que te lleve a casa?
—Sólo una bolsa de golosinas para Phantom. Pero no las de pollo, ésas no le gustan.
—¿Por qué no te esperas aquí un momento mientras yo entro a comprarlas?
Alice asintió y miró a lo lejos, resignada. Se inclinó para rascarle detrás de las orejas a Phantom, que levantó los ojos con un aire de perplejidad. Parecían entenderse en silencio aquel animal y su dueña.
—¡Qué perro tan bonito! —le dije, a modo de presentación—. ¿De qué raza es?
—Es un weimaraner —respondió Alice—. Pero por desgracia ya no va a seguir siendo mío por mucho tiempo.
—Sí. No he podido evitar oír la conversación.
—Pobre Phantom. —Alice suspiró y se agachó para hablarle al perro—. Tú sabes muy bien lo que pasa, ¿verdad? Pero te estás portando como un valiente.
Me arrodillé para darle a Phantom unas palmaditas. Él me husmeó con cautela y me tendió su enorme pezuña.
—Qué raro —dijo Alice—. Normalmente es más reservado con la gente que no conoce. Debes de ser una amante de los perros.
—Ah, me encantan los animales —dije—. Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué no puede mudarse el perro con usted?
—Me traslado a Fairhaven, la residencia de ancianos del pueblo. ¿Has oído hablar de ella? No admiten perros.
—¡Qué lástima! —dije—. Pero no se preocupe. Estoy segura de que un perro como Phantom encontrará otro dueño enseguida. ¿Tiene ganas de trasladarse?
La mujer pareció sorprendida por la pregunta.
—¿Sabes?, eres la primera que me lo pregunta. Supongo que me da igual una cosa que otra. Me sentiré mejor cuando lo de Phantom esté resuelto. Yo esperaba que se lo quedara mi hija, pero ella vive en un apartamento y no puede ser.
Mientras Phantom restregaba contra mi mano su esponjoso hocico, se me ocurrió una idea. Quizás aquel encuentro era una ocasión que me ofrecía la Providencia para enmendarme por mi irresponsabilidad. ¿No era para eso, al fin y al cabo, para lo que estaba allí, es decir, para ejercer una influencia benéfica en la gente, y no para centrarme en mis propias obsesiones? Yo no podía hacer gran cosa para solucionar una crisis que se desarrollaba en la otra punta del mundo, pero allí tenía una situación en la que podía ser de ayuda.
—Tal vez podría quedármelo yo —le propuse impulsivamente. Sabía que si me lo pensaba mejor, me echaría atrás. El rostro de Alice se iluminó en el acto.
—¿De veras podrías? ¿Estás segura? —dijo—. Sería maravilloso. Nunca encontrarás un amigo más fiel, te lo aseguro. Bueno, ya se ve que le has caído bien. Pero ¿qué dirán tus padres?
—No les importará —dije, confiando en que mis hermanos vieran mi decisión del mismo modo que yo—. ¿Estamos de acuerdo, entonces?
—Ahí viene Felicity. —Alice sonrió ampliamente—. Vamos a darle la buena noticia.
Phantom y yo miramos cómo se alejaban en coche las dos mujeres: una secándose los ojos; la otra, visiblemente aliviada. Aparte de un gañido lastimero dirigido a su dueña y de una mirada conmovedora, Phantom parecía impertérrito por el hecho de encontrarse de repente en mis manos, como si comprendiera por instinto que aquélla era la mejor solución dadas las circunstancias. Aguardó fuera con paciencia mientras yo hacía la compra. Luego colgué la bolsa de un lado del manillar, até su correa del otro lado y arrastré la bicicleta hasta casa.
—¿Te ha costado encontrar la tienda nueva? —me gritó Gabe al oírme llegar.
—Ay, lo siento, se me ha olvidado el pan —dije, mientras entraba en la cocina con Phantom pisándome los talones—. Pero he pillado una auténtica ganga.
—Oh, (Tn) —exclamó Ivy, entusiasmada—.
¿Dónde lo has encontrado?
—Es una larga historia —respondí—. Alguien que necesitaba que le echaran una mano.
Les resumí mi encuentro con Alice. Ivy le acariciaba la cabeza a Phantom y él le puso el hocico en la mano. Había en sus ojos claros y melancólicos algo casi sobrenatural, como si realmente nos perteneciera a nosotros.
—Espero que podamos quedárnoslo.
—Claro —dijo Gabriel sin darle más vueltas—. Todo el mundo necesita un hogar.
Ivy y yo nos afanamos en prepararle a Phantomun sitio para dormir y elegimos un cuenco especial para él. Gabriel nos observaba, con el principio de una sonrisa asomando en la comisura de sus labios. Sonreía tan raramente que cuando lo hacía era como si surgiera el sol entre las nubes.
Estaba claro que Phantom iba a ser mi perro. Él ya me miraba como si fuese su madre adoptiva y me seguía por toda la casa a grandes zancadas. Cuando me derrumbé en el diván, se acurrucó a mis pies como una bolsa de agua caliente y enseguida empezó a roncar suavemente. A pesar de su tamaño, Phantom era de naturaleza más bien indolente y le costó poco tiempo integrarse del todo en nuestra pequeña familia.
Después de cenar, me duché y me acomodé en el sofá con la cabeza de Phantom en mi regazo. Su afecto ejercía sobre mí un efecto terapéutico. Me sentía tan relajada que casi se me había olvidado lo sucedido la noche anterior.
Entonces alguien llamó a la puerta con los nudillos.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
9
No se admiten chicos
Phantom dio un gruñido, marcando territorio, salió de un salto de la sala de estar y se puso a husmear furiosamente por debajo de la puerta.
—¿Qué hace ése aquí? —masculló Gabriel.
—¿Quién? —susurramos Ivy y yo a la vez.
—Nuestro heroico delegado del colegio.
El sarcasmo de Gabriel iba por mí.
—¿Joseph Jonas está ahí fuera? —pregunté incrédula, mientras me echaba un vistazo disimulado en el espejo que había sobre la chimenea. Era temprano, pero yo ya llevaba mi pijama con su estampado de vacas y el pelo recogido con un clip. Ivy se dio cuenta y pareció divertida ante mi ataque de vanidad.
—No le dejes pasar, por favor —supliqué—. Estoy hecha un adefesio.
Me moví inquieta de un lado para otro mientras mis hermanos decidían qué hacer. Después del espectáculo que había dado en la fiesta de Molly, Joseph Jonas era la última persona a la que deseaba ver. Más aún: era la persona a la que deseaba evitar a toda costa.
—¿Se ha marchado? —pregunté al cabo de un minuto.
—No —dijo Gabriel—. Y no parece tener intención de hacerlo.
Me puse a hacerle gestos frenéticos a Phantom para que se apartara de la puerta.
—¡Ven aquí, hombre! —le susurré, tratando de silbar por lo bajini—. ¡Basta, Phantom!
El perro no me hizo ni caso y metió aún más la nariz por debajo de la puerta.
—¿Qué querrá? —le pregunté a Gabriel.
Mi hermano hizo una pausa. Su rostro se ensombreció.
—Esto me parece un tanto impertinente.
—¿El qué?
—¿Cuánto hace que conoces a ese joven?
—Para ya, Gabe. ¡Eso es asunto mío! —le solté.
—Por favor. —Ivy se puso de pie, meneando la cabeza—. Seguro que nos ha oído a estas alturas. Además, no podemos hacernos los sordos. Le hizo un favor a (Tn), ¿recuerdas?
—Al menos espera a que suba a mi habitación —susurré, pero ella ya estaba en la puerta, apartando a Phantom y ordenándole que se sentara. Cuando volvió a la sala, lo hizo seguida de Joseph Jonas, que tenía el aspecto de siempre, aunque con el pelo algo alborotado por el viento. Viendo que Joseph no representaba ninguna amenaza, Phantom volvió a tenderse con un suspiro en su rincón del sofá. Gabriel se limitó a hacer un gesto de saludo con la cabeza.
—Sólo quería comprobar que (Ta) ya se encontraba bien —dijo Joseph, indiferente a la fría acogida de Gabriel.
Comprendí que era el momento de que yo dijese algo, pero las palabras no me salían.
—Gracias otra vez por traerla a casa —intervino Ivy apresuradamente. Por lo visto, ella era la única que se acordaba de los buenos modales—. ¿Te apetece beber algo? Ahora mismo iba a preparar chocolate caliente.
—Gracias, pero no puedo quedarme mucho —dijo Joseph.
—Bueno, al menos siéntate un momento —le indicó Ivy—. Gabriel, ¿puedes echarme una mano en la cocina?
Gabriel la siguió de mala gana.
Ahora que me había quedado sola con Joseph fui consciente de lo ridículamente formales que debíamos de resultar: no había televisión a la vista, mis hermanos preparaban chocolate caliente y yo me disponía acostarme a las ocho. Vaya panorama.
—Bonito perro —dijo Joseph. Se agachó y Phantom le husmeó la mano con cautela antes de empezar a restregarla con el hocico con gran entusiasmo. Yo casi había esperado que Phantom se pusiera a gruñir; así al menos habría tenido un motivo para creer que Joseph no era completamente perfecto. Pero por ahora estaba superando todos los exámenes con nota.
—Me lo he encontrado hoy —dije.
—¿Te lo has encontrado? —Joseph enarcó una ceja—. ¿Tienes la costumbre de adoptar perros extraviados?
—No —dije irritada—. Su dueña estaba a punto de trasladarse a una residencia.
—Ah, debe de ser el perro de Alice Butler.
—¿Cómo lo sabes?
—Éste es un pueblo muy pequeño. —Se encogió de hombros—. Anoche me quedé preocupado, ¿sabes?
Me miraba fijamente.
—Ya estoy bien —respondí con voz trémula. Traté de sostenerle la mirada, pero me sentí mareada y desvié la vista.
—Tendrías que mirar con más cuidado a quién consideras tu amiga.
Había una especie de familiaridad en su manera de hablarme, como si nos conociéramos desde hacía mucho. Era desconcertante y, a la vez, excitante.
—No fue culpa de Molly. Yo debería haber sido más prudente.
—Tú eres muy distinta de las chicas de por aquí —prosiguió.
—¿Qué quieres decir?
—No sales demasiado, ¿verdad?
—Supongo que se me puede considerar más bien hogareña.
—Una novedad muy agradable.
—Me gustaría parecerme más al resto de la gente.
—¿Por qué dices eso? No tiene ningún sentido fingir algo que no eres. Podrías haberte metido en un buen lío anoche. —Sonrió repentinamente—. Suerte que estaba allí para salvarte.
No sabía si hablaba en serio o en broma.
—¿Cómo voy a poder devolverte tu amabilidad? —dije con un punto de coqueteo en mi voz.
—Hay una cosa que podrías hacer… —dijo, dejando la frase en suspenso.
—¿Qué?
—Salir un día conmigo. ¿Qué te parece el próximo fin de semana? Podríamos ir al cine, si quieres.
Me quedé demasiado pasmada para responder. ¿Había oído bien? ¿Joseph Jonas, el chico más inaccesible de todo Bryce Hamilton, me invitaba a salir? ¿Dónde estaba Molly ahora que la necesitaba? Mi vacilación duró un segundo más de la cuenta y él se la tomó como una reticencia por mi parte.
—No pasa nada si no te apetece.
—No… ¡me gustaría!
—Estupendo. ¿Qué te parece si me das tu número para que me lo grabe en mi móvil? Ya concretaremos los detalles.
Se sacó del bolsillo de la cazadora un aparatito negro y reluciente. Mientras lo veía destellar en la palma de su mano, oí un ruido de platos en la cocina. No tenía tiempo que perder.
—Será mejor que me des tú el tuyo; yo te llamaré —me apresuré a decirle.
Él no puso objeción. Tomé un periódico de la mesita de café, arranqué una esquina y se la di.
—No tengo bolígrafo —dijo.
Cogí el que había dejado Gabriel como punto en el libro encuadernado en piel que estaba leyendo Joseph escribió varios dígitos, añadiendo una carita sonriente, y yo me guardé el papel justo a tiempo para dedicarles una sonrisa beatífica a mis hermanos, que entraban ya con unas tazas en una bandeja.
Acompañé a Joseph a la puerta. Sus ojos se detuvieron en la ropa que llevaba puesta. La intensidad había desaparecido de su rostro para dar paso a su media sonrisa característica.
—Bonito pijama, por cierto —dijo, y continuó contemplándome con curiosidad.
Yo me vi incapaz de desprenderme de su mirada. No sería difícil, pensé, pasarse el día mirando esta cara sin aburrirse. Se suponía que los humanos tenían defectos físicos, pero en su caso no lo parecía. Repasé sus rasgos —la boca sinuosa como un arco de flechas, la piel suave, el hoyuelo de la barbilla— y me resistí a creer que fuera real. Bajo la cazadora llevaba una camisa deportiva y vi que tenía colgada del cuello una cruz plateada con un cordón de cuero. Era la primera vez que reparaba en ella.
—Me alegro de que te guste —dije, con más aplomo.
Se echó a reír. Su risa sonaba como el repique de la campana de una iglesia.
Gabriel e Ivy hicieron un esfuerzo para disimular la alarma que debieron de sentir cuando les comuniqué mi intención de verme con Joseph el siguiente fin de semana.
—¿De veras te parece una buena idea? —preguntó Gabriel.
—¿Por qué no? —pregunté con tono desafiante. Empezaba a encontrarle el gusto a la idea de tomar mis propias decisiones y no quería verme despojada tan deprisa de mi independencia.
—(Tn), por favor, considera las repercusiones de un acto semejante. —Ivy hablaba con calma, pero tenía el ceño fruncido y una expresión de temor se había adueñado de su rostro.
—No hay nada que considerar. Vosotros dos siempre exageráis. —Ni siquiera a mí me convencía aquel argumento tan confiado, pero me resistía a aceptar que hubiese motivos para recelar—. ¿Qué problema hay?
—Sencillamente que tener citas no es ni ha sido nunca parte de nuestra misión —dijo Gabriel con tono cortante y una mirada gélida.
Me daba cuenta de que no hacía más que alimentar sus dudas sobre mi idoneidad. Estaba visto que yo era demasiado sensible a los caprichos y fantasías humanos. Un vocecita me aconsejaba en mi interior que diera un paso atrás y reflexionara; que reconociera que una relación con Joseph era peligrosa y egoísta en las actuales circunstancias. Pero otra voz más potente acallaba cualquier otro pensamiento y exigía que lo volviera a ver.
—Quizá sería más prudente actuar con discreción durante un tiempo —apuntó Ivy con menos dureza—. ¿Por qué no elaboramos juntas algunas ideas para fomentar la conciencia social en el pueblo?
Sonaba igual que una profesora tratando de contagiar el entusiasmo en un proyecto escolar.
—Esas ideas son tuyas, no mías.
—Podrías llegar a hacerlas tuyas —me animó Ivy.
—Yo quiero encontrar mi propio camino.
—Vamos a continuar esta discusión en otro momento, cuando puedas pensar con más claridad —dijo Gabriel.
—¡No quiero que me traten como a una niña! —le solté y me di media vuelta desafiante, chasqueando la lengua para que me siguiera Phantom.
Nos sentamos en lo alto de la escalera; yo echando humo y Phantom restregando su hocico en mi regazo. Mis hermanos, creyendo que no podía oírles, siguieron hablando en la cocina.
—Me cuesta creer que sea capaz de ponerlo todo en peligro por un capricho pasajero —decía Gabriel.
Lo oía pasearse de un lado para otro.
—Sabes muy bien que (Tn) nunca haría algo así a propósito —respondió Ivy, intentando limar asperezas. Ella no soportaba que hubiera fricciones entre nosotros.
—¿Y qué está haciendo entonces? ¿Tiene la menor idea de por qué estamos aquí? Ya sé que hemos de ser comprensivos con su falta de experiencia, pero se está comportando deliberadamente de un modo rebelde y obstinado. Ya no la reconozco. La tentación siempre se presenta para ponernos a prueba. Llevamos aquí sólo unas semanas y (Tn) ni siquiera parece tener la energía suficiente para resistirse a los encantos de un chico atractivo.
—Ten paciencia, Gabriel. No tiene por qué ir más lejos…
—¡Está poniendo a prueba mi paciencia! —exclamó, aunque enseguida recobró el dominio de sí mismo—. ¿Tú qué sugieres?
—No le pongas trabas y el asunto morirá por sí solo. Si te empeñas en llevarle la contraria la situación cobrará más importancia y hasta valdrá la pena luchar por ella.
El silencio de Gabriel indicaba que estaba sopesando la sabiduría de las palabras de Ivy.
—Se dará cuenta con el tiempo de que su deseo es imposible.
—Espero que tengas razón —dijo Gabriel—. ¿Comprendes ahora por qué me preocupaba que interviniera en esta misión?
—Ella no nos desafía deliberadamente —respondió Ivy.
—No, pero la profundidad de sus emociones es antinatural tratándose de uno de nosotros —observó Gabriel—. Nuestro amor a la humanidad ha de ser general: amamos a la humanidad, no establecemos vínculos individuales. (Tn), en cambio, parece amar profunda, incondicionalmente: como un humano.
—Lo he notado —asintió ella—. Eso significa que su amor es mucho más poderoso que el nuestro, pero también más peligroso.
—Exacto —dijo Gabriel—. Con frecuencia esa clase de emoción no puede contenerse. Si permitimos que se desarrolle, pronto se nos podría escapar de las manos.
No quise escuchar más y entré en mi habitación. Me desplomé en la cama al borde de las lágrimas. Esa reacción tan vehemente me sorprendió a mí misma y la erupción de la emoción contenida me dejó jadeando. Sabía muy bien lo que me pasaba: me estaba identificando con mi envoltura carnal y con los sentimientos que iban unidos a ella. Me producía una sensación de precariedad e inestabilidad, como una montaña rusa desvencijada. Notaba el latido de la sangre en mis venas, las ideas dándome vueltas en la cabeza y mi estómago encogiéndose de frustración. Me ofendía profundamente que hablasen de mí como si yo no fuera más que un espécimen de laboratorio, y su convicción implícita de que estaba haciendo algo malo, por no hablar de su falta de fe en mí, me dejaba consternada. ¿Por qué se empeñaban en impedirme una relación que ansiaba con toda mi alma? ¿Y qué quería decir Ivy exactamente con «imposible»? Actuaban como si Joseph fuera un pretendiente que no estuviera a la altura de sus exigencias. ¿Quiénes eran ellos para juzgar algo que ni siquiera había empezado? Yo le gustaba a Joseph Jonas; por el motivo que fuera, él me consideraba digna de atención. Y no iba a permitir que los temores paranoicos de mi familia lo ahuyentaran. Me sorprendía mi disposición a asumir la atracción humana que sentía por Joseph. Mis sentimientos hacia él crecían a una velocidad peligrosa, pero yo lo permitía con plena conciencia. Debería haberme asustado y, en cambio, lo que me sentía era intrigada. Sí, me intrigaba el hueco doloroso que había notado en el pecho al considerar la posibilidad de rechazarlo, y también aquella reacción física —como si se me contrajeran todos los músculos— que experimentaba al recordar las palabras de mi hermano. ¿Qué me sucedía?, ¿acaso estaba perdiendo mi divinidad?, ¿me estaba volviendo humana?
Dormí sólo a ratos aquella noche y también tuve mi primera pesadilla. Me había habituado ya a la experiencia humana de soñar, pero aquello era distinto. Esta vez me vi llevada ante un Tribunal Celestial formado por un jurado de figuras con toga y sin rostro. No distinguía a uno de otro. Ivy y Gabriel también se hallaban presentes, pero observaban la escena desde lo alto de una galería con expresión impasible. Tenían la vista fija en el jurado y se negaron a mirarme incluso cuando los llamé. Yo aguardaba a que anunciaran el veredicto, pero luego comprendí que ya se había producido. No había nadie que hablase en mi favor, nadie que me defendiera.
Y entonces sentí que caía. Todo lo que me resultaba familiar se desmoronaba y convertía en polvo: las columnas de la sala de justicia, las figuras togadas y, finalmente, también los rostros de Gabriel e Ivy. Seguía cayendo, desplomándome en un viaje interminable a ninguna parte. Luego todo quedó inmóvil y me encontré aprisionada en un espacio vacío. Había caído de rodillas, con la cabeza gacha y las alas rotas y ensangrentadas. No podía levantarme. La luz fue extinguiéndose hasta que me vi rodeada de una oscuridad sofocante, tan densa que al alzar las manos no me las vi. Estaba sola en aquel mundo sepulcral. Me vi a mí misma como la encarnación de la vergüenza suprema: un ángel caído de la Gracia.
Se acercaba una figura oscura de contornos borrosos. Al principio mi corazón brincó de esperanza ante la posibilidad de que fuera Joseph, pero mis ilusiones se fueron al traste cuando percibí por instinto que lo que se aproximaba era de temer. A pesar del dolor que sentía en todos mis miembros me alejé todo lo que pude e intenté desplegar las alas, mas habían quedado demasiado dañadas y no me obedecían. La figura ya estaba muy cerca y se cernía sobre mí. Sus rasgos se perfilaron lo justo para permitirme ver una sonrisa en su rostro: una sonrisa posesiva. No podía hacer nada, sólo dejarme consumir por las sombras. Aquello era el fin. Estaba perdida.
Por la mañana, como suele ocurrir, vi las cosas de otra manera. Ahora me inundaba una nueva sensación de estabilidad.
Ivy entró a despertarme, con la fragancia a freesia que la seguía siempre como un cortejo.
—He pensado que te apetecería un café —dijo.
—Estoy empezando a cogerle el gusto —respondí y empecé a darle sorbos a la taza que me ofrecía, ahora ya sin hacer muecas. Ella se sentó con aire envarado al borde de la cama.
—Nunca había visto a Gabriel tan enfadado —le dije, deseosa de suavizar las cosas, al menos con ella—. Siempre lo he considerado… no sé… algo así como infalible.
—¿No se te ha ocurrido que él puede tener ya sus propios problemas? Si esto no sale bien, Gabriel y yo habremos de asumir la responsabilidad.
Aquellas palabras me sentaron como un puñetazo. Noté que se me agolpaban las lágrimas en los ojos.
—No quisiera perder tu aprecio.
—Y no lo has perdido —me tranquilizó—. Gabriel quiere protegerte, simplemente. Lo único que pretende es ahorrarte cualquier cosa que pudiera herirte.
—No veo por qué habría de ser malo pasar un rato con Joseph. ¿Tu cómo lo ves? Sinceramente.
Ivy no estaba arisca como Gabe y, cuando me cogió la mano, comprendí que ya había perdonado mi transgresión. Pero la rigidez de su postura y sus labios apretados me decían que su actitud ante aquel asunto no había cambiado.
—Lo que creo es que debemos ser cuidadosos y no empezar cosas que no podamos continuar. No sería justo, ¿no crees?
Las lágrimas que había estado aguantando se me desbordaron entonces de un modo incontenible. Sentí una gran tristeza mientras Ivy me abrazaba y me acariciaba el pelo.
—He sido una estúpida, ¿no?
Dejé que la voz de la razón se impusiera. Apenas conocía a Joseph Jonas, y no creía que él derramase un mar de lágrimas si descubría que no podíamos salir por el motivo que fuera. Me estaba comportando como si nos hubiésemos prometido, y de repente todo aquello parecía un poquito absurdo. Quizá se me había contagiado el espíritu de Romeo y Julieta. Sentía dentro de mí que existía un vínculo profundo e insondable entre Joseph y yo, pero tal vez me equivocaba. ¿Sería posible que fueran todo imaginaciones mías?
Yo poseía en mí la fuerza necesaria para olvidar a Joseph; la cuestión era si quería hacerlo. No podía negarse que Ivy tenía razón. Nosotras no pertenecíamos a este mundo, no teníamos ningún derecho sobre él ni sobre nada de lo que pudiese ofrecer. No lo tenía yo, desde luego, para entrometerme en la vida de Joseph. Los ángeles sólo éramos mensajeros y portadores de esperanza. Nada más.
Cuando Ivy ya había salido, saqué el papel con el número de Joseph del bolsillo en el que había permanecido toda la noche. Desenrollé el apretado cilindro y lo fui rompiendo en pedacitos muy pequeños. Salí al balcón, los tiré por el aire y observé con tristeza cómo se los llevaba el viento.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
10
Rebelde
Desentenderme de la invitación de Joseph resultó más fácil de lo previsto, porque él no vino al colegio durante toda la semana. Tras una discreta indagación, supe que se había ido a un campamento de remo. Libre del peligro de tropezarme con él, me sentí más relajada. No sabía si habría tenido el valor de suspender la cita de haberlo tenido delante, mirándome con aquellos ojos cafes. De hecho, no sabía si habría sido capaz de decirle gran cosa, en vista de la torpeza que había demostrado a la hora de charlar con él.
Durante los almuerzos, me sentaba con Molly y sus amigas en el claustro y escuchaba sin interés la letanía interminable de quejas que desgranaban sobre el colegio, los chicos y los padres. Sus conversaciones seguían siempre la misma pauta y a mí me daba la sensación de saberme cada frase de memoria. Aquel día, el baile de promoción era el tema estrella; nada sorprendente tampoco.
—¡Ay, Dios, he de decidir tantas cosas! —dijo Molly, estirándose como una gata sobre el asfalto. Sus amigas se hallaban desparramadas alrededor: algunas en los bancos de madera, con las faldas arremangadas para aprovechar los efectos de aquel sol de principios de primavera. Yo permanecía a su lado con las piernas cruzadas, estirándome la falda recatadamente para taparme las rodillas.
—¡Uf, y que lo digas! —asintió Megan Judd, acomodando la cabeza en el regazo de Hayley y alzándose también la blusa para que le diera el sol en la barriga—. Anoche empecé la lista.
Sin incorporarse, abrió su diario escolar, donde tenía pegadas un montón de etiquetas de marcas de ropa.
—Escucha —prosiguió, leyendo una página con la esquina doblada—. Pedir hora para la manicura francesa, buscar unos zapatos sexis, comprarme un bolsito, decidir qué joyas me pongo, encontrar el peinado de alguna celebridad para copiarlo, decidirme por un spray bronceador: Hawaian Sunset o Champagne, reservar una limusina. Y la lista todavía continúa…
—Se te ha olvidado lo más importante —dijo Hayley—. Encontrar el vestido.
Las demás se echaron a reír ante semejante descuido.
A mí me dejaba perpleja que se empeñaran en analizar con tanto detalle una fiesta que aún quedaba tan lejos, pero me abstuve de comentarlo. No creía que les hubiera gustado.
—Va a salir carísimo —suspiró Taylah—. Me parece que acabaré pasándome del presupuesto y gastándome hasta el último dólar que me he sacado trabajando en esa panadería tan cutre.
—Yo soy rica —dijo Molly, orgullosa—. Llevo ahorrando todo lo que he ganado en la farmacia desde el año pasado.
—A mí me lo van a pagar todo mis padres —alardeó Megan—. Están dispuestos a correr con todos los gastos si apruebo los exámenes. Incluso un autobús de fiesta, si queremos.
Las demás la miraron impresionadas.
—Pues arréglatelas como sea para no cagarla en ningún examen —le dijo Molly.
—Bueno, tampoco le pidas milagros —comentó Hayley, riendo.
—¿Alguien tiene pareja ya? —preguntó otra.
Unas pocas levantaron el dedo; las que mantenían relaciones estables no debían preocuparse. Todas las demás seguían aguardando con desesperación a que alguien se lo pidiera.
—Me gustaría saber si Gabriel piensa ir —musitó Molly, volviéndose hacia mí—. Todos los profesores están invitados.
—No sé —dije—. Él más bien rehúye estas cosas.
—Deberías pedírselo a Ryan —sugirió Hayley—. Antes de que se lo lleve otra.
—Sí, los buenos desaparecen enseguida —asintió Taylah.
Molly pareció ofendida.
—No puedes saltarte la norma, Hayley —dijo—. Es el chico el que ha de pedírtelo.
Taylah soltó un bufido.
—Pues buena suerte.
—A veces pareces idiota, Molly. —Hayley suspiró—. Ryan mide uno ochenta, está cachas, es rubio y juega a lacrosse. No será una lumbrera, pero, vaya, no sé a qué estás esperando.
—Quiero que me lo pida él —dijo Molly con un mohín.
—Quizá sea tímido —apuntó Megan.
—Uf, ¿tú lo has mirado bien? —Taylah puso los ojos en blanco—. No creo que sea un tipo con problemas de autoestima.
A continuación se desarrolló un debate sobre si era mejor un vestido largo o un modelito de cóctel. La conversación se había vuelto tan banal que me entraron unas ganas urgentes de escapar. Musité como excusa que tenía que comprobar en la biblioteca si había llegado un libro.
—Arggg, (Ta), las únicas que andan por la biblioteca son las pringadas —dijo Taylah—. Podría verte alguien.
—Y pensar —gimió Megan— que hemos de pasarnos allí la quinta hora para acabar ese absurdo trabajo de investigación…
—¿De qué has dicho que iba? —preguntó Hayley—. Algo de política en Oriente Medio, ¿no?
—¿Dónde está Oriente Medio? —quiso saber una chica llamada Zoe, que siempre llevaba su pelo rubio amontonado en lo alto de la cabeza como una corona.
—Es una región situada cerca del Golfo Pérsico —dije—. Abarca todo el sudoeste de Asia.
—No creo, (Ta). —Taylah se echó a reír—. Todo el mundo sabe que Oriente Medio está en África.
Me habría gustado irme con Ivy, pero ella estaba ocupada en el pueblo. Se había unido al equipo parroquial y ya andaba reclutando gente. Había mandado hacer insignias para promocionar el mercadillo y también panfletos sobre las injustas condiciones de trabajo en el Tercer Mundo. La fama de su belleza estaba contribuyendo a aumentar la recaudación del grupo parroquial. Los jóvenes del pueblo acudían a comprarle insignias a montones con la esperanza de que les diera su número o al menos una palmadita de agradecimiento. Ivy se había propuesto defender a la Madre Tierra en Venus Cove y propugnaba un regreso a la naturaleza. En fin, algo así como una filosofía ecologista: comida orgánica, espíritu comunitario y el poder del mundo natural sobre todas las cosas materiales.
Como no podía recurrir a su compañía, me encaminé hacia el departamento de música para ver si encontraba a Gabriel.
El ala de música se encontraba en la parte más antigua del colegio. Del vestíbulo principal me llegaba un rumor de cánticos y empujé las pesadas puertas de madera. Era un espacio enorme, con techos altos y retratos de ceñudos directores alineados a lo largo de las paredes. Gabriel se encontraba frente a un atril dirigiendo la coral de tercer curso. Todas las corales habían adquirido popularidad desde su llegada; de hecho, había tantas nuevas incorporaciones femeninas en la coral de último año que habían de ensayar en el auditórium.
Gabriel les estaba enseñando a los de tercero sus himnos favoritos para cuatro voces, acompañado al piano por la delegada de música, Lucy McCrae. Mi entrada interrumpió el canto. Gabriel se volvió para ver a qué se debía aquella distracción y, al hacerlo, la luz de una vidriera iluminó su pelo dorado de tal modo que casi me pareció en llamas por un instante.
Lo saludé con una seña y escuché al coro mientras reanudaba su canto.
Aquí estoy, Señor. ¿Acaso soy yo, Señor?
Te he oído llamar en medio de la noche.
Iré yo, Señor, si Tú me guías.
Llevaré a tu pueblo en el corazón.
Aunque algunos desafinaban y el piano casi no se oía, la pureza de las voces resultaba arrebatadora. Me quedé hasta que sonó la campana marcando el final del almuerzo. Salí de allí con la sensación de haber recibido un oportuno recordatorio de lo que importaba de verdad.Te he oído llamar en medio de la noche.
Iré yo, Señor, si Tú me guías.
Llevaré a tu pueblo en el corazón.
Los siguientes días se deslizaron borrosamente uno tras otro. Cuando quise darme cuenta, ya era viernes y había concluido una semana más. Los participantes en el campamento de remo, según oí decir, habían regresado después del almuerzo, pero no había visto ni rastro de ellos y supuse que se habrían vuelto directamente a casa. Me pregunté si Joseph habría deducido que yo había perdido el interés en vista de que no había tenido noticias mías. ¿O estaría esperando aún mi llamada? Me molestaba que aguardase en vano, pero ahora ni siquiera tendría la oportunidad de verlo y explicárselo.
Cuando fui a recoger mis cosas, vi que habían metido un pequeño rollo de papel en la ranura de mi taquilla. Cayó al suelo en cuanto abrí la puerta. Lo desenrollé y leí el mensaje, escrito con una letra redondeada y juvenil.
SI CAMBIAS DE OPINIÓN, ESTARÉ EL SÁBADO
EN EL CINE MERCURY A LAS 9.
Lo leí varias veces. Incluso con un simple pedazo de papel, Joseph se las arreglaba para ejercer en mí el mismo efecto mareante. Sujeté su nota tan delicadamente como si fuera una antigua reliquia. No se desanimaba fácilmente, lo cual me gustaba. «Así que esto —pensé— es lo que se siente cuando te persigue un chico.» Me daban ganas de dar saltos de alegría, pero conseguí mantener la calma. No obstante, aún seguía sonriendo cuando me encontré con Gabriel e Ivy. No conseguía adoptar una expresión de serenidad, aunque fuese fingida.
—Pareces muy satisfecha de ti misma —dijo Ivy al verme.
—He sacado buena nota en el examen de francés —mentí.
—¿Es que creías que ibas a suspender?
—No, pero siempre es agradable ver lo negro sobre blanco.
Me sorprendía descubrir lo fácil que me resultaba mentir. Cada vez me salía mejor, lo cual no era nada bueno.
Gabriel parecía contento con mi cambio de humor. No se me escapaba que se había sentido culpable en los últimos días. Él no soportaba ver a nadie afligido, y mucho menos por su causa. No lo culpaba por su severidad. Difícilmente podría echarle en cara que no fuera capaz de identificarse con lo que me sucedía. Él estaba centrado en supervisar nuestra misión y yo ni siquiera podía imaginarme la tensión que ello debía suponerle. Ivy y yo dependíamos totalmente de él, y los poderes del Reino confiaban en su sabiduría. No dejaba de ser comprensible que quisiera evitarse complicaciones, y eso era justamente lo que Gabriel temía que pudiera acarrear mi contacto con Joseph.
En todo caso, la euforia que me había provocado el mensaje de éste me duró el resto de la tarde. El sábado, sin embargo, me encontré otra vez debatiéndome sobre lo que debía hacer. Tenía unas ganas locas de ver a Joseph, pero era consciente de que se trataba de un impulso temerario y egoísta. Gabriel e Ivy eran mi familia y ellos confiaban en mí. No podía dar a propósito ningún paso que pudiese poner en peligro su posición.
La mañana del sábado discurrió sin novedades. Hice algunos recados y llevé a Phantom a correr por la playa. Cuando llegué a casa a primera hora de la tarde, empecé a ponerme nerviosa. Logré disimular mi agitación durante la cena. Después, Ivy nos obsequió con algunas canciones acompañada a la guitarra por Gabriel, que tenía una vieja acústica. La voz melodiosa de Ivy le habría arrancado lágrimas a un criminal redomado. Y cada nota que tocaba Gabriel tenía una suavidad inigualable.
Hacia las ocho y media subí a mi habitación y vacié mi armario para ordenarlo. Por mucho que me esforzara, las ideas relacionadas con Joseph se abrían paso en mi mente con el ímpetu de un tren acelerado. A las nueve menos cinco, ya sólo podía pensar en él esperándome en la calle mientras los minutos desfilaban de modo exasperante. Visualicé el momento en el que comprendería que no iba a presentarme. En mi imaginación, lo vi encogerse de hombros, salir del cine y seguir con su vida. El dolor que me provocó esa idea resultó excesivo; y antes de que pudiera pensármelo, había tomado ya mi bolso y abierto las puertas del balcón, y me encontraba deslizándome por la espaldera de la pared hacia el jardín. Me dominaba un deseo ardiente de ver a Joseph, aunque fuera sin hablar con él.
Me deslicé a tientas por la calle oscura, doblé a la izquierda y seguí adelante, directamente hacia las luces del pueblo. Algunas personas que circulaban en coche se volvieron a mirarme: una chica pálida y de aire fantasmal, corriendo calle abajo con el pelo ondeando al viento. Me pareció ver a la señora Henderson atisbando entre las persianas de su salón, pero fue sólo una impresión y ni siquiera volví a pensar en ella Tardé como diez minutos en encontrar el cine Mercury. Pasé por delante de un café llamado The Fat Cat, que parecía atestado de jóvenes estudiantes. La música de una máquina sonaba a todo volumen y los chicos, tirados por los sofás, bebían batidos y compartían cuencos de nachos. Algunos bailaban enloquecidos sobre las baldosas ajedrezadas. También pasé por The Terrace, uno de los restaurantes de lujo del pueblo, situado en la planta baja de un antiguo hotel victoriano. Las mejores mesas estaban en el balcón que discurría a lo largo de la fachada, y en cada una destellaban las velas de un candelabro. Dejé atrás la nueva panadería francesa y el súper donde había conocido a Alice y Phantom unas semanas atrás. Cuando llegué al cine Mercury, iba a tal velocidad que me pasé de largo y tuve que volver sobre mis pasos al darme cuenta de que la calle terminaba bruscamente.
El cine era de los años cincuenta y había sido remodelado hacía poco respetando el estilo de la época. Estaba lleno de objetos retro. El linóleo del suelo era blanco y negro; los sofás, de vinilo anaranjado oscuro con patas cromadas; las lámparas parecían platillos volantes. Me vi un instante en el espejo que había detrás del puesto de golosinas. Respiraba agitadamente por la excitación y se me veía aturdida de tanto correr.
El vestíbulo estaba desierto cuando llegué y no se veía a nadie en la cafetería. Los carteles anunciaban un ciclo de Hitchcock. Ya debía de haber empezado la película. Joseph habría entrado solo o se habría ido a casa.
Oí carraspear a alguien a mi espalda de un modo exagerado, tal como suele hacerse para llamar la atención. Me volví.
—No resulta guay llegar tarde si te pierdes la peli.
Joseph llevaba puesta su habitual sonrisa irónica, unos pantalones cortos azul marino y un polo de color crema.
—No puedo —dije, jadeante—. He venido sólo para decírtelo.
—Para eso no hacía falta venir corriendo hasta aquí. Podías haberme llamado.
Tenía una mirada juguetona. Me devané los sesos para encontrar una respuesta que no me hiciera parecer del todo ridícula. Mi primer impulso fue decirle que había perdido su número, pero no quería mentirle.
—Bueno, ya que estás aquí —prosiguió—, ¿qué tal un café?
—¿Y la película?
—La puedo ver otro día.
—Bueno, pero sólo un rato. Nadie sabe que he salido —le confesé.
—Hay un sitio a dos calles, si no te importa caminar un poco El café se llamaba Sweethearts. Joseph me puso la mano en la espalda para hacerme pasar y yo sentí que me llegaba el calor de su palma. Noté también un extraño hormigueo hasta que comprendí que había puesto la mano justo en el punto donde se unían mis alas cuidadosamente plegadas. Me apresuré a apartarme con una risita nerviosa.
—Eres una chica extraña —dijo, divertido.
Me alegró que pidiera un reservado, porque yo prefería estar a cubierto de miradas indiscretas. Ya habíamos llamado un poco la atención al bajar por la calle juntos. En el interior del café reconocí varias caras del colegio, pero eran alumnos que no conocía personalmente y no tuve que saludarlos. A Joseph sí lo vi haciendo gestos de saludo a derecha e izquierda antes de sentarnos. ¿Serían amigos suyos? Me pregunté si nuestra salida se convertiría el lunes en la comidilla del colegio.
El local era acogedor y yo empecé a sentirme más relajada. Había una iluminación amortiguada y las paredes estaban cubiertas de carteles de películas antiguas. En la mesa había postales de anuncio con la obra de pintores locales. La carta incluía batidos variados, café, pasteles y copas de helado. Apareció una camarera con zapatillas en blanco y negro. Yo pedí chocolate caliente y Joseph un café con leche. La camarera lo miró con una sonrisa coqueta mientras tomaba nota.
—Espero que te guste el sitio —dijo Joseph cuando ella se hubo marchado—. Suelo venir aquí después de entrenar.
—Es bonito —dije—. ¿Te entrenas mucho?
—Dos tardes y la mayoría de los fines de semana. ¿Y tú? ¿Te has apuntado a alguna actividad?
—Todavía no. Me lo estoy pensando.
Joseph asintió.
—Estas cosas llevan su tiempo. —Cruzó cómodamente los brazos y se arrellanó en su asiento—. Bueno, cuéntame de ti.
Era la pregunta que me había temido.
—¿Qué quieres saber? —dije con cautela.
—En primer lugar, por qué habéis elegido Venus Cove. No es que sea un lugar muy llamativo, que digamos.
—Precisamente por eso —dije—. Digamos que nos hemos decidido por otro estilo de vida. Estábamos cansados de gente sofisticada y queríamos instalarnos en un sitio tranquilo. —Sabía que aquella respuesta resultaría aceptable; no faltaban familias que se habían trasladado allí por motivos similares—. Ahora te toca contar a ti.
Supuse que se habría dado cuenta de que yo quería evitarme más preguntas, pero no importaba. A Joseph le gustaba charlar, no hacía falta que lo animaran. A diferencia de mí, se mostraba muy abierto y no tenía reparos en dar información personal. Me contó anécdotas de su familia e incluso me ofreció la versión abreviada de la historia de los Jonas.
—Somos seis hermanos; yo, el segundo. Mis padres son médicos: mamá ejerce como médico de cabecera en el pueblo y papá es anestesista. Mi hermana mayor, Clare, ha seguido los pasos de mis padres y ya está en segundo año de medicina. Vive en la universidad, pero viene a casa cada fin de semana. Acaba de prometerse con su novio, Luke; llevan cuatro años juntos. Luego vienen mis tres hermanas menores: Nicola tiene quince; Jasmine, ocho; y Madeline está a punto de cumplir los seis. El más pequeño es Michael, de cuatro años. ¿Ya he conseguido aburrirte?
—No, es fascinante. Sigue —lo animé. Me intrigaba conocer los detalles personales de una familia humana normal y quería escuchar más. ¿Acaso me daba envidia su vida?, me pregunté.
—Bueno, he ido a Bryce Hamilton desde el jardín de infancia. Mi madre se empeñó en que fuera a un colegio católico. Es una persona conservadora. Lleva con mi padre desde los quince años. ¿Te imaginas? Prácticamente han crecido juntos.
—Deben de tener una relación muy estrecha.
—Bueno también han pasado sus altibajos, pero nunca ha sucedido nada que no hayan sido capaces de superar.
—Suena como una familia muy unida.
—Sí, es verdad, aunque mamá puede resultar un poquito demasiado protectora.
Me imaginé que sus padres debían tener grandes aspiraciones para su hijo mayor.
—¿Tú también estudiarás medicina?
—Seguramente —dijo, encogiéndose de hombros.
—No pareces muy entusiasmado.
—Bueno, me interesó el diseño durante un tiempo, pero digamos que la idea no recibió grandes apoyos.
—¿Y eso?
—No se considera una carrera seria, ¿entiendes? La perspectiva de invertir tanto dinero en mi educación para verme convertido al final en un parado no entusiasmaba a mis padres.
—¿Y qué me dices de lo que tú quieres?
—A veces los padres saben lo que es mejor para ti.
Daba la impresión de aceptar de buen talante las decisiones de sus padres y se le veía dispuesto a dejarse guiar por las esperanzas que habían depositado en él. Su vida parecía planeada de antemano y no me lo imaginaba desviándose de esa ruta prefijada. En ese sentido me identificaba con él: mi experiencia humana se producía con unas directrices y unos límites estrictos, y cualquier intento de apartarme de mi camino no sería contemplado con benevolencia. Por suerte para Joseph, sus errores no despertarían la ira del Cielo. Al contrario, pasarían a formar parte de su experiencia.
Cuando ya casi teníamos vacías nuestras tazas, Joseph decidió que nos hacía falta una «inyección de glucosa» y pidió un pastel de chocolate: una ración que nos sirvieron con arándanos y nata montada en un plato blanco enorme, acompañado de dos cucharitas. A pesar de que me animó a «lanzarme», yo me limité a tomar pedacitos del borde con toda delicadeza. Cuando terminamos, se empeñó en pagar la cuenta y pareció ofenderse al ver que pretendía poner mi parte. La rechazó con un gesto y dejó al salir un billete en una jarra para las propinas (el rótulo decía: BUEN KARMA).
Sólo cuando estuvimos fuera me di cuenta de la hora.
—Ya sé que es tarde —dijo Joseph, descifrando mi expresión—. Pero ¿qué tal un paseo? Aún no quiero llevarte a casa.
—Ya estoy metida en un grave aprieto.
—En ese caso, no vendrá de diez minutos.
Era consciente de que debía dar por terminada la velada; Ivy y Gabriel se habrían dado cuenta ya de mi ausencia y estarían preocupados. Y no es que no me importara, pero no soportaba la idea de separarme de Joseph ni un momento antes de lo necesario. Mientras estaba con él, me sentía henchida de una felicidad arrolladora que hacía que el resto del mundo se difuminara y no pasara de ser más que un ruido de fondo. Era como si los dos estuviéramos encerrados en una burbuja privada; nada que no fuera un terremoto podría pincharla.
Deseaba que la noche se prolongase eternamente.
Caminamos hacia el mar. Cuando llegamos al final de la calle, vimos que estaban montando en el paseo marítimo un parque de atracciones itinerante: un recurso muy popular para la gente con críos, que necesitaban airearse después de todo el invierno encerrados. Había una noria balanceándose al viento y vimos los autos de choque esparcidos por la pista. Un castillo hinchable amarillo relucía a la media luz.
—Echemos un vistazo —propuso Joseph con entusiasmo infantil.
—No creo que esté abierto siquiera —dije—. No nos dejarán entrar. —El parque de atracciones tenía un aire desvencijado que más bien me echaba para atrás—. Además, ya casi ha oscurecido del todo.
—¿Y tu espíritu de aventura? Podemos saltar la valla.
—No me importa echar un vistazo, pero no pienso saltar ninguna valla.
Resultó que no había ninguna valla y entramos directamente. Tampoco había mucho que ver, sólo varios hombres tensando cuerdas y moviendo maquinaria. No nos hicieron ni caso. Sentada en los escalones de una caravana, vimos a una mujer fumando; llevaba un vistoso vestido y unos brazaletes hasta el codo que tintineaban sin parar. Tenía profundas arrugas alrededor de los ojos y la boca, y su pelo oscuro empezaba a encanecer en las sienes.
—Ah, jóvenes enamorados —dijo al vernos—. Lo siento, chicos. Aún lo tenemos cerrado.
—Lo siento —dijo Joseph con educación—. Ya nos vamos.
La mujer dio una larga calada a su cigarrillo.
—¿Os gustaría que os echara la buenaventura? —nos propuso con voz áspera—. Ya que estáis aquí.
—¿Es usted vidente? —le pregunté. No sabía si mostrarme escéptica o intrigada. Era cierto que algunos humanos poseían una percepción especial y que podían tener premoniciones, por así llamarlas, aunque la cosa no pasaba de ahí. Algunos eran capaces de ver espíritus o de detectar su presencia, pero el término «vidente» me resultaba un poco exagerado.
—Por supuesto —respondió la mujer—. Ángela la Mensajera, para serviros. —Su nombre me desconcertó; se parecía demasiado a «ángel» para no resultar inquietante—. Venga, no os voy a cobrar —añadió—. A ver si se anima un poco la noche.
El interior de la caravana apestaba a comida rápida. Había velas parpadeando en una mesita y tapices con flecos colgados de las paredes. Ángela nos indicó que nos sentáramos.
—Tú primero —le dijo a Joseph, tomándole la mano y estudiándola atentamente. Por la expresión de él, estaba claro que se lo tomaba más bien a broma—. Bueno, tienes la línea del corazón curvada, lo cual quiere decir que eres un romántico—comenzó la mujer—. La línea de la cabeza corta significa que eres directo y no te andas con rodeos. Percibo en ti una poderosa energía azul que indica que tienes algo heroico en la sangre, pero también que estás destinado a sufrir un gran dolor. De qué tipo, no estoy segura. Pero debes prepararte porque no está muy lejos.
Joseph fingió que se lo tomaba en serio.
—Gracias —le dijo—. Ha sido muy perspicaz. Te toca, (Ta).
—No, yo prefiero pasar —murmuré.
—No hay que temer al futuro, sino enfrentarlo —dijo Ángela, y su manera de decirlo resultaba casi un desafío.
Extendí la mano de mala gana para que me la leyera. Aunque tenía los dedos ásperos y callosos, su contacto no resultaba desagradable. En cuanto abrí la palma, ella pareció erguirse ligeramente.
—Lo veo todo blanco —dijo con los ojos cerrados, como si estuviera en trance—. Percibo una felicidad indescriptible. —Abrió los ojos—. Tienes un aura increíble. Déjame ver las líneas. Aquí tenemos una línea del corazón continua, lo cual sugiere que sólo amarás una vez en tu vida… Y luego, veamos… ¡Dios mío!
Me extendió más los dedos para tensar la piel.
—¿Qué? —pregunté, alarmada.
—¡Tu línea de la vida! —exclamó la mujer con unos ojos como platos—. Nunca había visto nada igual.
—¿Qué pasa con mi línea de la vida? —pregunté ansiosa.
—Querida… —Su voz se convirtió en un susurro—. No tienes.
Volvimos a pie en silencio a buscar el coche de Joseph.
—Qué raro, ¿no? —dijo por fin mientras me abría la puerta.
—Desde luego —asentí, fingiendo despreocupación—. Pero bueno, ¿quién cree en videntes?
Joseph acababa de sacarse el permiso y el coche —un descapotable azul restaurado del 56— había sido su regalo de Navidades. Metió la llave y puso primera antes de manipular el dial de la radio para sintonizar una emisora. Con tono melifluo, el locutor daba en ese momento la bienvenida a los oyentes del programa, que se llamaba Jazz de noche. Percibí un aroma agradable: una combinación del cuero de los asientos y de una fragancia fresca que tal vez fuera la de su colonia.
Yo sólo había subido a nuestro jeep hasta entonces, de manera que no estaba preparada para el rugido de aquel motor antiguo y me aferré instintivamente al asiento en cuanto arrancamos. Joseph me echó un vistazo, alzando las cejas.
—¿Vas bien?
—¿Este coche es seguro?
—¿Me tomas por un mal conductor? —preguntó en plan socarrón.
—Confío en ti —respondí—. Pero no si sé tanto en los coches.
—Si te preocupa la seguridad, harías bien en seguir mi ejemplo y ponerte el cinturón.
—¿El qué?
Joseph meneó la cabeza con incredulidad.
—Me preocupas —murmuró.
—¿Vas a tener problemas? —me preguntó cuando paramos delante de Byron. Vi que habían dejado encendida la luz del porche, lo cual quería decir que habían advertido mi escapada.
—Me tiene sin cuidado, la verdad —contesté—. Me lo he pasado bien.
—Yo también. —La luz de la luna centelleó en la cruz que llevaba al cuello.
—Joseph… —dije, titubeando—. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—Bueno, me pregunto… ¿por qué me has pedido que saliera esta noche contigo? Es que Molly me habló… bueno, de…
—¿Emily? —Suspiró—. ¿Qué pasa con ella? —Apareció un matiz defensivo en su tono—. La gente no puede dejar de hablar, ¿verdad? Es lo que pasa en los pueblos pequeños. Se pirran por cualquier cotilleo.
No me atrevía a mirarle a los ojos. Me daba la sensación de haber cruzado una frontera, pero ya no podía echarme atrás.
—Me explicó que nunca has querido salir con ninguna otra chica. O sea que siento cierta curiosidad… ¿Por qué yo?
—Emily no era sólo mi novia —dijo Joseph—. Era mi mejor amiga. Nos entendíamos de una manera difícil de explicar y nunca podré reemplazarla. Pero cuando te conocí… —Su voz se apagó.
—¿Me parezco a ella? —pregunté.
Él se echó a reír.
—No, para nada. Pero cuando estoy contigo tengo la misma sensación que tenía con ella.
—¿Qué clase de sensación?
—A veces conoces a una persona y se produce automáticamente un clic: te sientes a gusto con ella, como si la hubieras conocido toda tu vida y no tuvieras que fingir ni hacerte pasar por lo que no eres.
—¿Tú crees que a Emily le importaría —pregunté—, quiero decir, que te sintieras así conmigo?
Joseph sonrió.
—Esté donde esté, Em querría que yo fuera feliz.
Yo sabía muy bien dónde estaba, pero deseché la idea de compartir esa información con él por ahora. Bastante fuerte resultaba ya que no supiera para qué servía el cinturón de seguridad y que no tuviera línea de la vida en la mano. Me pareció que ya había habido suficientes sorpresas por una noche.
Permanecimos en silencio unos minutos. Ninguno de los dos quería romper el hechizo del momento.
—¿Tú crees en Dios? —pregunté al fin.
—Eres la primera persona que me lo pregunta —dijo Joseph—. La mayoría de la gente ve la religión como un modo de distinguirse y de parecer original.
—¿Y tú?
—Yo creo en un poder superior, en una energía espiritual. Creo que la vida es demasiado compleja para ser sólo un accidente, ¿no estás de acuerdo?
—Completamente —respondí.
Me bajé aquella noche del coche de Joseph con la certeza de que el mundo tal como lo conocía había cambiado de modo irrevocable. Mientras subía las escaleras de la puerta principal no pensaba en el sermón que me esperaba, sino en cuánto tiempo habría de pasar para volver a verlo. Había un montón de cosas de las que quería hablar con él.
Lemoine
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