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Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
ahh no quiere que se separe de Joe!
pero sus hermanos tienen razon!
siguela!!
pero sus hermanos tienen razon!
siguela!!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Perdón por desaparecer pero aún estoy
deprimida, la razón??
Bueno todo este asunto de que los chicos se
separan, siempre fueron tan unidos
pero bueno Kevo va a ser papá y de verdad
que me alegro por ellos siempre me parecieron
una linda pareja.
Ademas de las diferencias que tuvieron respecto
a los estilos de música de cada quien Dios... no lo creo
pero como dijeron antes que ser una banda son familia
y siempre van a apoyarse unos a los otros y de verdad me
alegro, pero que hay de nosotras??
En fin en un rato subo!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
ah no estes mal Lemoine! Por algo pasan las cosas y es mejor que se separen ahorita que todavia estan bien, que despues salgan peleados y no se hablen, sobre todo son familia y siempre los veremos juntos!
Siguela pronto!!
Siguela pronto!!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Si tienes razón amm me llamo Tanyaaranzhitha escribió:ah no estes mal Lemoine! Por algo pasan las cosas y es mejor que se separen ahorita que todavia estan bien, que despues salgan peleados y no se hablen, sobre todo son familia y siempre los veremos juntos!
Siguela pronto!!
sorprendentemente mi novio
me dijo lo mismo
que era mejor ahorita y no ya cuando ni
se pudieran ver...
Yo me quede asi de enserio??
Jamas pensé escuchar de TI esas palabras (es que no los puede ni ver)
pero bueno ya estoy mejor :P
ya subo!!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
11
Colada de pies a cabeza
La puerta se abrió antes de que llamara siquiera, e Ivy apareció en el umbral con expresión preocupada. Gabriel aguardaba impertérrito en la sala; podría haber sido la figura de un cuadro, tan inmóvil se le veía. Normalmente aquello me habría provocado un remordimiento abrumador, pero yo aún tenía en mis oídos la voz de Joseph, sentía en la espalda el contacto de su mano cuando me había hecho pasar al Sweethearts, y seguía percibiendo la fresca fragancia de su colonia.
En el fondo, cuando me había descolgado del balcón ya tenía la seguridad de que Gabriel detectaría mi ausencia de inmediato. Sin duda habría deducido a dónde había ido y con quién. Seguramente se le habría pasado por la cabeza la idea de venir a buscarme, aunque enseguida la habría desechado. Ni él ni Ivy deseaban llamar la atención en público.
—No deberíais haber esperado levantados, no corría el menor peligro —dije. Aunque no era mi intención, sonó demasiado displicente por mi parte, más descarado que contrito—. Lo lamento si os he preocupado —añadí.
—No, no lo lamentas, (Tn) —dijo Gabriel en voz baja. Aún no había levantado la vista—. No lo lamentas. De lo contrario, no lo habrías hecho.
No soportaba que no me mirase.
—Gabe, por favor —empecé, pero él me acalló alzando la mano.
—Me inquietaba la idea de que nos acompañaras en esta misión y ahora has demostrado que eres totalmente imprevisible. —Daba la impresión de que aquellas palabras le dejaban un mal sabor de boca—. Eres joven e inexperta: tu aura es más cálida y más humana que la de cualquier otro ángel que haya conocido, y sin embargo fuiste escogida. Yo ya intuía que tendríamos problemas contigo, pero los demás creyeron que todo saldría bien. Ahora veo, no obstante, que ya has tomado una decisión; has preferido un capricho pasajero a tu propia familia.
Se levantó bruscamente.
—¿Podemos hablar al menos? —pregunté. Todo aquello sonaba demasiado dramático y yo estaba segura de que no tendría por qué serlo si lograba que Gabriel me entendiera.
—Ahora no. Es tarde. Lo que tengas que decir, puede esperar hasta mañana.
Y sin más, nos dejó solas.
Ivy me contempló con ojos tristes y agrandados. Me horrorizaba acabar la noche de aquel modo tan amargo, sobre todo teniendo en cuenta que me había sentido más feliz que nunca hacía un momento.
—Habría preferido que Gabriel no hiciera su numerito de mensajero de la desgracia —mascullé.
Ivy pareció repentinamente agotada.
—¡(Tn), no digas esas cosas! Lo que has hecho esta noche está mal aunque todavía no seas capaz de verlo. Quizá no entiendas ahora nuestros consejos, pero lo mínimo que puedes hacer es pensártelo bien antes de que la cosa se te vaya de las manos. Con el tiempo te darás cuenta de que no es más que un encaprichamiento. Tus sentimientos por ese chico pasarán.
Ivy y Gabriel me hablaban con enigmas. ¿Cómo querían que viera el problema si ni siquiera eran capaces de formularlo? Yo era consciente de que mi salida con Joseph representaba una desviación menor respecto a nuestros planes. Pero ¿qué tenía de malo, a fin de cuentas? ¿De qué servía estar en la Tierra y acumular experiencias humanas si íbamos a restarles toda importancia? A pesar de lo que considerasen mejor mis hermanos, no quería que mis sentimientos por Joseph «se me pasaran». Eso lo convertía a él en algo parecido a un resfriado que acabaría por salir de mi organismo. Yo nunca había ansiado la presencia de alguien de un modo tan absorbente y avasallador. Me vino a la cabeza una expresión que había leído en alguna parte: «El corazón quiere lo que el corazón desea». No recordaba de dónde procedía, pero quien lo hubiese escrito había acertado de lleno. Si Joseph era una enfermedad, entonces yo no quería curarme. Si la atracción que sentía por él constituía un delito que tal vez podría merecer un castigo divino, que así fuera: que cayera sobre mí, no me importaba.
Ivy subió a su habitación y yo me quedé sola con Phantom, que parecía saber por instinto lo que me hacía falta. Se acercó y me restregó el hocico por detrás de las rodillas, sabiendo que así me obligaba a agacharme y a acariciarlo. Al menos uno de los miembros de mi hogar no me odiaba.
Subí a mi habitación, me quité la ropa y la dejé amontonada en el suelo. No tenía sueño; más bien me sentía oprimida por la sensación de estar atrapada. Me metí en la ducha y dejé que el agua caliente me golpeara los hombros y me aflojara un poco la musculatura. Aunque habíamos acordado que nunca lo haríamos, ni siquiera dentro de casa, para evitar que nos vieran, liberé parcialmente las alas y dejé que presionaran el panel de cristal de la ducha. Las tenía agarrotadas después de tantas horas plegadas y me parecía que me pesaban el doble a medida que se empapaban. Eché la cabeza hacia atrás, dejando que el agua me corriera por la cara. Ivy me había pedido que me pensara bien lo que estaba haciendo, pero yo, por una vez, no quería pensar: sólo quería ser.
Me sequé deprisa y, con las alas todavía húmedas, me metí en la cama. Lo último que deseaba era herir a mis hermanos, pero mi corazón parecía petrificarse en cuanto se me cruzaba la idea de no ver nunca más a Joseph. Me habría gustado que estuviera en mi habitación en aquel momento. Y sabía lo que le habría pedido: que me liberase de mi prisión. Estaba segura de que él no habría vacilado. En mi imaginación, yo era la doncella amarrada a los raíles del tren. Y el rostro de mi torturador alternaba entre el de mi hermano y el de mi hermana. No ignoraba que aquello era irracional, que estaba convirtiendo la situación en un melodrama, pero no podía parar. ¿Cómo podría explicarles que Joseph era mucho más que un chico por el que estaba colada? Nos habíamos visto sólo unas pocas veces, pero eso era lo de menos. ¿Cómo podría hacerles ver que un encuentro como aquél no se produciría de nuevo aunque permaneciese en la Tierra un millar de vidas? Eso lo sabía sin la menor duda; para algo poseía aún mi sabiduría celestial. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que mis días en aquel planeta verde estaban contados.
Lo que no podía prever, y no me atrevía siquiera a preguntar, era lo que sucedería cuando los poderes del Reino se enterasen de mi transgresión. No creía que la reacción fuera indulgente. Aun así, ¿sería excesivo pedir un poco de compasión y de comprensión? ¿No las merecía yo igual que cualquier ser humano, que habría sido perdonado sin vacilación alguna? Me preguntaba qué pasaría después. ¿Caería en desgracia? Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda ante la sola idea, pero luego la imagen de Joseph volvió a inundarme de calor.
El asunto no volvió a salir a colación a la mañana siguiente ni durante todo el fin de semana. El lunes a primera hora, Gabriel se enfrascó en el ritual de preparar el desayuno en silencio. Y aquel silencio se prolongó hasta que llegamos a las puertas de Bryce Hamilton y nos separamos.
Molly y sus amigas me procuraron la distracción que necesitaba. Dejé que su conversación me envolviera; me servía para dejar de pensar un rato. Esta vez la fuente de diversión consistía en diseccionar con crueldad las últimas pifias de sus profesores más odiados. Según decían, el señor Phillips daba toda la impresión de haberse cortado el pelo con un cortacésped; la señorita Pace llevaba unas faldas que habrían servido mejor de alfombras y la señora Weaver, con aquellos pantalones entallados que le llegaban hasta los pechos, había sido apodada «Doña Pantaleona». La mayoría de ellas miraban a los profesores como si fueran extraterrestres y no merecieran la cortesía más mínima, pero, pese a sus carcajadas, no se burlaban con verdadera malicia. Simplemente estaban aburridas.
La conversación derivó a asuntos más importantes.
—¡Animaos, que pronto saldremos de compras!
—dijo Hayley—. Hemos pensado que podríamos ir en tren a la ciudad y recorrer las tiendas de Punch Lane. ¿Vendrás, Molly?
—Contad conmigo —respondió ella—. ¿Tú, Ta)?
—Aún no sé si asistiré al baile —dije.
—¿Cómo se te ocurre siquiera la idea de perdértelo? —Molly me miraba horrorizada, como si sólo un auténtico Apocalipsis pudiera justificar que dejaras de asistir.
—Bueno, para empezar no tengo pareja.
No se lo había confesado a Molly, pero varios chicos habían sacado el tema cuando me habían pillado sola entre clases. Yo me los había quitado de encima con evasivas. Les decía a todos que no sabía si iría, lo cual no era del todo mentira. Estaba ganando tiempo y acariciando en secreto la esperanza de que Joseph me lo pidiera.
Una chica llamada Montana puso los ojos en blanco.
—No te preocupes. El vestido es mucho más importante. Aun en el peor de los casos, siempre puedes encontrar a alguien.
Iba a decir algo así como que tenía que consultar mi agenda cuando noté que un brazo vigoroso me rodeaba los hombros. Todas se quedaron paralizadas, con la mirada fija por encima de mi cabeza.
—¿Qué tal, chicas? ¿Os importa si os robo a (Ta) un minuto? —preguntó Joseph.
—Bueno, estábamos en medio de una conversación importante —protestó Molly, mientras entornaba los ojos con suspicacia y me miraba expectante.
—Os la traigo enseguida —dijo Joseph.
Demostraba cierta familiaridad conmigo que no se les pasó por alto a ninguna de ellas. Aunque me gustó, también me sentí incómoda por haberme convertido en el centro de atención. Joseph me llevó a una mesa vacía.
—¿Se puede saber qué haces? —susurré.
—Según parece, estoy tomando la costumbre de acudir a rescatarte —respondió—. ¿O preferías pasarte el resto del almuerzo hablando de bronceadores y de pestañas postizas?
—¿Y tú cómo sabes siquiera que existen esas cosas?
—Tengo hermanas —contestó.
Se había arrellanado cómodamente en su asiento sin hacer caso de las miradas de reojo que nos dirigían desde todas direcciones. Algunas de envidia; otras, de curiosidad. Joseph habría sido bien recibido en cualquier mesa de aquella cafetería atestada, pero había preferido sentarse conmigo.
—Parece que estamos llamando la atención —le dije, muerta de vergüenza.
—A la gente le encanta el cotilleo, eso no podemos evitarlo.
—¿Por qué no estás con tus amigos?
—Tú eres más interesante.
—No tengo nada de interesante —le dije, con una nota de pánico en la voz.
—No estoy de acuerdo. Hasta tu modo de reaccionar cuando te digo que eres interesante… es interesante.
Nos interrumpieron dos chicos más pequeños que se acercaron a la mesa.
—Hola, Joe. —El más alto lo saludó con un gesto respetuoso—. El concurso de natación ha sido brutal. He ganado cuatro de las siete eliminatorias.
—Buen trabajo, Parker —le dijo Joseph, adoptando con toda facilidad su papel de delegado y tutor—. Sabía que íbamos a darles una paliza a los de Westwood.
El chico sonrió lleno de orgullo.
—¿Tú crees que puedo llegar a las nacionales? —preguntó, ilusionado.
—No me extrañaría. El entrenador estaba muy contento. Sobre todo, no faltes al entrenamiento de la semana que viene.
—Dalo por hecho —dijo el chico—. ¡Nos vemos el miércoles!
Joseph asintió y los dos chocaron los puños.
—Nos vemos, chico.
Advertí a simple vista que se le daba bien el trato con la gente; era afable sin dar pie a un exceso de familiaridad. Cuando el chico se hubo ido, cambió de expresión y volvió a concentrarse, como si lo que yo fuese a decir tuviera mucha importancia. Eso me provocó un hormigueo y me arrancó una sonrisa. Noté en el pecho que me iban a subir los colores y enseguida me puse toda roja.
—¿Cómo lo haces? —pregunté para disimular mi confusión.
—¿El qué?
—Hablar con tanta facilidad con la gente.
Joseph se encogió de hombros.
—Gajes del oficio. Ah, casi se me olvida. Te he arrastrado hasta aquí para devolverte una cosa. —Del bolsillo de la chaqueta se sacó una larga e iridiscente pluma blanca moteada de rosa—. Me la encontré ayer en el coche después de dejarte en casa.
Le arranqué la pluma de la mano y la metí entre las tapas de mi agenda. No se me ocurría cómo podía haber acabado en su coche. Yo llevaba las alas firmemente dobladas.
—¿Un amuleto de la suerte? —me preguntó Joseph, clavándome con curiosidad sus ojos de color turquesa.
—Algo así —respondí con cautela.
—Pareces disgustada. ¿Pasa algo? —Me apresuré a menear la cabeza y desvié la mirada—. Ya sabes que puedes confiar en mí.
—En realidad, aún no lo sé.
—Lo descubrirás cuando pasemos más tiempo juntos —dijo—. Soy un tipo muy leal.
Yo no lo escuché. Estaba demasiado ocupada repasando las caras de la gente, por si veía la de Gabriel entre ellas. Sus temores no parecían ahora tan infundados.
—¡Menudo entusiasmo! —exclamó Joseph, riéndose. Sus palabras me devolvieron al presente con un sobresalto.
—Perdona. Estoy un poco preocupada hoy.
—¿Puedo echarte una mano?
—No lo creo, pero gracias por preguntarlo
—¿Sabes?, guardarse secretos es poco recomendable en una relación. —Se arrellanó en su asiento con los brazos cruzados.
—¿Quién habla de una relación? Además, no estamos obligados a compartirlo todo. Cualquiera diría que estamos casados.
—Ah, ¿quieres casarte conmigo? —dijo Joseph. Advertí que varias caras se volvían con curiosidad—. Yo creía que empezaríamos despacio e iríamos viendo sobre la marcha. Pero, bueno, ¡qué demonios!
Puse los ojos en blanco.
—Estate calladito o tendré que darte un cachete.
—Uau —dijo, en plan guasón—. La amenaza suprema. No creo que me hayan dado nunca un cachete.
—¿Insinúas que no puedo hacerte daño?
—Al contrario, creo que tienes la capacidad de causar estragos.
Lo miré desconcertada y me ruboricé hasta la raíz del cabello al comprender lo que quería decir.
—Muy gracioso —dije secamente.
Extendió el brazo sobre la mesa y me rozó el mío. Sentí que me estremecía por dentro.
No podía evitarlo. Mi relación con Joseph Jonas se volvió enseguida del todo absorbente. Mi antigua vida parecía de repente muy lejana. Desde luego, yo no añoraba el Cielo como lo añoraban Gabriel e Ivy. A ellos, la vida en la Tierra les hacía pensar a todas horas en las limitaciones de la carne. A mí, me hacía pensar en las maravillas que entrañaba ser humano.
Desarrollé una destreza especial para ocultar mis sentimientos ante mis hermanos. Estaban al corriente de lo que pasaba, claro, pero debían de haber acordado guardarse sus comentarios por negativos que fueran. Eso al menos se lo agradecía. Notaba que se había abierto entre nosotros una grieta que no existía antes. Nuestra relación parecía haberse vuelto más frágil y en la mesa se producían silencios incómodos. Cada noche me dormía con el murmullo de fondo de sus cuchicheos en el piso de abajo, y no tenía ninguna duda de que el tema de conversación era mi desobediencia. Decidí no hacer nada para salvar la creciente distancia que se había creado entre nosotros, aunque sabía que podía llegar a lamentarlo más tarde.
Por ahora, tenía otras cosas en que pensar. De repente me hacía ilusión levantarme por la mañana y saltar de la cama sin necesidad de que Ivy viniese a despertarme. Me entretenía delante del espejo, haciendo pruebas con mi pelo y viéndome a mí misma como tal vez me vería Joseph. Rebobinaba algunos retazos de conversación y evaluaba la impresión que podía haber causado. Unas veces me sentía satisfecha por alguna frase ingeniosa que había soltado; otras, me reprendía a mí misma por haber cometido alguna torpeza. Pensarme salidas graciosas y memorizarlas para el futuro se convirtió en un pasatiempo.
Ahora Molly y su grupo de amigas me daban envidia. Lo que ellas daban por descontado —un futuro en este planeta— yo no lo tendría nunca. Ellas se harían mayores, formarían sus propias familias, desarrollarían una carrera y llegarían a tener toda una vida de recuerdos con la pareja que escogieran. Yo no pasaba de ser una turista que vivía un tiempo de prestado. Sabía que ya sólo por ese motivo debería haber puesto freno a mis sentimientos en lugar de darles pábulo. Pero si algo había descubierto sobre los romances adolescentes era que su intensidad no tenía nada que ver con la duración. Lo normal eran tres meses; seis marcaban un punto de inflexión; y si una relación llegaba a durar un año, la pareja ya estaba más o menos comprometida. Yo no sabía cuánto tiempo tenía en la Tierra, pero tanto si era un mes como un año, no iba a desperdiciar ni un solo día. Al fin y al cabo, cada minuto pasado con Joseph habría de formar parte de los recuerdos que me harían falta para sostenerme durante toda la eternidad.
No me resultaba difícil acumular tales recuerdos, porque ahora no pasaba un día entero sin tener algún tipo de contacto con él. Habíamos adquirido la costumbre de buscarnos el uno al otro siempre que disponíamos de tiempo libre. A veces no era más que una breve conversación junto a las taquillas, o el simple hecho de tomar juntos el almuerzo a toda prisa. Cuando no estaba en clase, me encontraba siempre alerta: mirando por encima del hombro, tratando de sorprenderlo en cuanto saliera del cuarto de las taquillas, aguardando a que subiera al estrado durante las asambleas, guiñando lo ojos para divisarlo entre los jugadores del campo de fútbol. Molly insinuó en plan sarcástico que igual me hacían falta unas gafas.
Si no tenía entrenamiento, Joseph me acompañaba por la tarde a casa y se empeñaba en cargar con mi mochila. Nos cuidábamos de alargar el trayecto dando un rodeo por el pueblo y haciendo una parada en Sweethearts, que se había convertido rápidamente en «nuestro» lugar favorito.
A veces charlábamos de cómo nos había ido el día; otras veces permanecíamos sentados en un relajado silencio. A mí llegaba a hipnotizarme aquel flequillo siempre oscilante, sus ojos del color de la miel, la costumbre que tenía de alzar una ceja. Su rostro me resultaba tan fascinante como una obra de arte. Con mis sentidos aguzados, había aprendido a detectar su fragancia. Incluso antes de verlo, percibía que andaba cerca simplemente por aquel aroma fresco que impregnaba el aire.
A veces, durante aquellas tardes bañadas de sol, miraba alrededor temiendo que cayese sobre mí un castigo celestial. Me sentía observada por miradas furtivas que iban reuniendo pruebas de mi mala conducta. Pero no sucedía nada.
En buena parte gracias a Joseph, dejé de ser una intrusa y pasé a formar parte de la vida de Bryce Hamilton. Mi relación con él me permitió descubrir que la popularidad era transferible. Así como podías parecer culpable por simple asociación, podías obtener el reconocimiento de la gente por idéntico motivo. Casi de la noche a la mañana me gané la aceptación general sencillamente porque figuraba entre los amigos de Joseph Jonas. Incluso Molly, que al principio había procurado que perdiera mi interés en él, parecía haberse calmado. Cuando Joseph y yo estábamos juntos llamábamos la atención, pero ahora era más bien admiración y no sorpresa lo que despertábamos. Notaba la diferencia incluso cuando estaba sola. Todos me saludaban con gesto simpático al cruzarnos en el pasillo, me daban conversación en clase mientras esperábamos que llegara el profesor o me preguntaban qué tal me había ido el último examen.
Nuestro contacto en el colegio, de todos modos, era limitado porque en casi todas las asignaturas íbamos a clases distintas. Mejor así. De lo contrario, habría corrido el riesgo de seguirlo a todas partes como un perrito faldero. Dejando aparte el francés —la única clase que compartíamos—, su fuerte eran las mates y las ciencias, mientras que a mí me atraían más las artes.
—La literatura es mi asignatura preferida —le anuncié un día en la cafetería, como si acabara de hacer un descubrimiento crucial. Llevaba mi librito de términos literarios y lo abrí al azar—. Apuesto a que no sabes qué es un encabalgamiento.
—Ni idea, pero suena muy doloroso —respondió Joseph.
—Es cuando el verso de una poesía continúa en el siguiente.
—¿No sería más fácil poner puntos?
Ésa era una de las cosas que me encantaban de él: su visión del mundo era siempre en blanco y negro. Me eché a reír.
—Seguramente, pero quizá no resultaría tan interesante.
—La verdad, ¿qué es lo que te gusta tanto de la literatura? —me preguntó con genuino interés—. No soporto que no haya nunca respuestas correctas o equivocadas. Todo está abierto a la interpretación.
—Bueno, a mí me gusta que cada persona pueda entender de un modo distinto la misma palabra o la misma frase —contesté—. Puedes pasarte horas discutiendo el significado de un poema y no llegar al final a ninguna conclusión.
—¿Y no te parece frustrante? ¿No quieres saber la respuesta?
—A veces es mejor dejar de intentar que las cosas encajen. La vida misma no es tan definida, siempre hay zonas grises.
—Mi vida está muy bien definida —dijo—. ¿La tuya no?
—No —murmuré con un suspiro, pensando en el conflicto con mis hermanos—. Para mí el mundo es confuso y desordenado. A veces resulta agotador.
—Me parece que a lo mejor tendré que cambiar tu visión del mundo —repuso Joseph.
Nos miramos en silencio unos instantes y yo me sentí como si sus brillantes ojos de color almendras pudieran ver el interior de mi mente y sacar a la luz mis ideas y mis sentimientos más recónditos.
—¿Sabes?, es muy fácil identificar a los estudiantes de literatura —prosiguió con una sonrisa.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Son los que andan por ahí con boina y con esa expresión de «yo sé una cosa que tú no sabes».
—¡No es justo! —exclamé—. Yo no lo hago.
—No, tú eres demasiado auténtica para eso. No cambies nunca, y bajo ninguna circunstancia se te ocurra llevar una boina.
—Haré lo posible —dije con una carcajada.
Sonó el timbre, indicando el comienzo de la clase siguiente.
—¿Qué tienes ahora? —me preguntó.
A modo de respuesta, agité alegremente ante sus narices mi glosario de literatura.
Siempre me gustaba asistir a la clase de literatura de la señorita Castle. Era un grupo muy variopinto a pesar de que sólo fuéramos doce alumnos. Había dos chicas góticas de aire lúgubre, con una gruesa raya de lápiz de ojos y unas mejillas tan empolvadas de blanco que parecía que nunca hubieran visto el sol. Luego había un grupo de chicas diligentes con cintas en el pelo e impecables estuches de lápices que tenían una auténtica obsesión con las notas. Éstas solían estar demasiado ocupadas tomando apuntes para intervenir en las discusiones de la clase. Sólo había dos chicos: Ben Carter, un tipo engreído pero inteligente, con un corte de pelo alternativo, a quien le encantaba discutir; y Tyler Jensen, un fornido jugador de rugby que siempre llegaba tarde y se pasaba la hora entera con expresión pasmada sin decir nada. Su presencia allí era un misterio para todos.
Debido al reducido tamaño del grupo nos habían relegado a una exigua clase situada en la parte antigua del colegio, justo al lado de las oficinas de administración. Como aquella aula no la usaba nadie más, nos habían dejado apartar los pupitres y colgar carteles en las paredes. Mi preferido era uno de Shakespeare caracterizado como un pirata y con un pendiente en la oreja. La única ventaja de aquel rincón era que se veían por las ventanas los prados de delante y una calle flanqueada de palmeras. A diferencia de lo que sucedía en otras asignaturas, el ambiente en literatura nunca resultaba amuermado. Al contrario, incluso el aire mismo parecía cargado de ideas que rivalizaban por hacerse oír.
Me senté al lado de Ben y observé cómo veía a sus grupos favoritos en el portátil, una actividad que no interrumpía ni siquiera cuando había dado comienzo la clase. La señorita Castle llegó con una taza de café y un montón de fotocopias. Era una mujer alta y delgada, de unos cuarenta años, con ojos soñadores y una mata de pelo oscuro y ensortijado. Llevaba siempre blusas de color pastel y unas gafas de montura gruesa colgadas del cuello con un cordón rojo. Por su porte y su manera de hablar, sin duda se habría sentido más a gusto en una novela de Jane Austen: una de esas historias con damas, carruajes y salones de conversación ingeniosa y chispeante. Sentía pasión por su materia y, fuera cual fuese el texto que estudiáramos, ella se identificaba vívidamente con cada heroína. Sus lecciones resultaban tan animadas que la gente se detenía a veces y se asomaba un momento al aula, donde la señorita Castle aporreaba la mesa con saña, nos ametrallaba a preguntas o gesticulaba como loca para ilustrar mejor su explicación. No me habría sorprendido entrar un día y encontrármela de pie en el escritorio o colgada de una lámpara.
Habíamos empezado el trimestre estudiando Romeo y Julieta en paralelo con los sonetos de amor de Shakespeare. Ahora nos encomendó la tarea de escribir nuestros propios poemas de amor, que habríamos de leer en clase. Entre el grupito de las estudiosas, que nunca hasta entonces habían tenido que recurrir a su imaginación, cundió el pánico: aquello no iban a poder encontrarlo en Internet.
—¡No sabemos qué escribir! —gemían—. ¡Es demasiado difícil!
—Pensad un poco —dijo la señorita Castle con su voz delicada.
—A nosotras no nos pasa nada interesante.
—No tiene por qué ser personal —dijo para engatusarlas—. Puede ser perfectamente producto de vuestra imaginación.
Las chicas seguían sin encontrar la inspiración.
—¿No podría ponernos un ejemplo? —insistieron.
—Nos hemos pasado todo el trimestre viendo ejemplos —dijo la señorita Castle con desaliento. Pero entonces se le ocurrió una idea como punto de partida—. Pensad en las cualidades que encontráis atractivas en un chico.
—Bueno, yo creo que la inteligencia es algo importante —aventuró una chica llamada Bianca.
—Obviamente, debería tener un buen empleo —añadió su amiga Hannah.
La señorita Castle pareció totalmente desconcertada. La eximió de responder un comentario procedente de otro sector.
—Sólo son interesantes las personas oscuras y angustiadas —dijo Alicia, una de las góticas.
—Las chavalas no deberían hablar tanto —farfulló Tyler desde la última fila. Era lo primero que le oíamos en todo el trimestre y la señorita Castle pareció dispuesta a pasar por alto su tono despectivo.
—Gracias, Tyler —dijo con implícito sarcasmo—. Acabas de demostrar que la búsqueda de pareja es un asunto estrictamente individual. Hay quien dice que no podemos elegir a la persona de la que nos enamoramos; que es el amor quien nos elige. A veces la gente se enamora de la antítesis exacta de todo aquello que creían estar buscando. ¿Alguna otra idea?
Ben Carter, que no había parado de poner los ojos en blanco con expresión martirizada, se tapó la cara con las manos.
—Las grandes historias de amor han de ser trágicas —solté de repente.
—¿Sí? —me alentó la señorita Castle.
—Bueno, tomemos a Romeo y Julieta, por ejemplo. Si su amor se vuelve más intenso es porque los mantienen separados.
—Vaya cosa. Los dos acaban muertos —dijo Ben con un bufido.
—Habrían terminado divorciándose si hubieran seguido vivos —declaró Bianca—. ¿Nadie se ha fijado en que Romeo sólo necesita cinco segundos para pasar de Rosalinda a Julieta?
—Porque se da cuenta de que Julieta es LA chica en cuanto la ve —argumenté.
—¡Por faaavor! —replicó Bianca—. No puedes saber que amas a alguien a los dos minutos. Él sólo pretendía llevársela a la cama. Romeo no es más que el típico adolescente salido.
—Él no sabía nada de ella —dijo Ben—. Todos esos encendidos elogios se refieren a sus atributos físicos: «Julieta es un sol», bla, bla, bla. Lo único que piensa es que es un bombón.
—Yo creo que es porque, después de conocerla, el resto de la gente le parece insignificante —comenté—. Él sabe en el acto que ella se va a convertir en su mundo entero.
—Oh, Dios —gimió Ben.
La señorita Castle me dirigió una sonrisa significativa. Siendo como era una romántica incurable, no podía sino ponerse del lado de Romeo. A diferencia de la mayoría de los profesores de Bryce Hamilton, que parecían hacer carreras a ver quién llegaba primero al aparcamiento en cuanto sonaba el último timbre, ella no parecía harta de todo. Era una soñadora. Me daba la impresión de que si le hubiera dicho que yo era un ser celestial enviado a la Tierra para salvar el mundo, ella ni siquiera habría parpadeado.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
12
Gracia salvadora
Yo nunca había visto a Dios. Había sentido Su presencia y oído Su voz, pero no había llegado a estar cara a cara con Él. Su voz no era como la gente imaginaba, estruendosa y retumbante como en las películas de Hollywood; más bien resultaba sutil como un susurro, y se deslizaba por nuestros pensamientos con tanta delicadeza como una brisa entre los juncos. Ivy lo había visto. Las audiencias en la corte de Nuestro Padre estaban reservadas sólo a los serafines. Gabriel, por su parte, poseía como arcángel el nivel más alto de interacción humana. Veía todos los grandes sufrimientos, esos que muestran las noticias: guerras, desastres naturales, enfermedades. Actuaba guiado por Nuestro Padre y trabajaba con sus demás congéneres para reorientar a la Tierra en la buena dirección. Aunque Ivy tuviera línea directa con Nuestro Creador, era del todo imposible obligarla a hablar de ello. Muchas veces Gabriel y yo habíamos intentado arrancarle información en vano. Curiosamente, yo había acabado imaginándome a Dios de la misma manera que Miguel Ángel, o sea, como un sabio anciano con barba sentado en su trono del cielo. Mi imagen mental no sería seguramente muy exacta, pero había algo indiscutible: fuera cual fuese su apariencia, Nuestro Padre era la encarnación absoluta del amor Por mucho que yo disfrutara de mis días en la Tierra, había algo que sí echaba de menos del Cielo: allí todo estaba claro, nunca había conflictos ni disensiones, dejando aparte la rebelión histórica que había concluido con la primera y única expulsión del Reino. Pero de eso (aunque había alterado para siempre el destino de la humanidad) raramente se hablaba.
En el Cielo yo conocía vagamente la existencia de un mundo más oscuro, pero se trataba de uno muy alejado de nosotros y los ángeles normalmente estábamos demasiado ocupados para pensar en él. Cada uno teníamos asignado un puesto y unas responsabilidades: algunos recibíamos a las almas nuevas llegadas al Reino y tratábamos de facilitar su tránsito; otros se materializaban junto al lecho de los moribundos para ofrecer consuelo a sus almas en el momento de partir; y otros eran ángeles de la guarda adscritos a los seres humanos. Yo me ocupaba de las almas de los niños que acababan de entrar en el Reino. Mi trabajo consistía en confortarlas, en explicarles que volverían a ver a sus padres a su debido tiempo si abandonaban todas sus dudas. En fin, era una especie de ujier celestial para preescolares.
Me alegraba no ser un ángel de la guarda, porque solían estar saturados de trabajo. Su misión consistía en escuchar las oraciones de las numerosas personas que estaban a su cargo y en librarlas de todo daño, lo cual podía resultar realmente frenético: una vez vi a un guardián que tenía que acudir en socorro de un niño enfermo, de una mujer metida en un divorcio espinoso, de un hombre que había sido despedido y de la víctima de un accidente de tráfico… todo a la vez. Había trabajo de sobras y nunca éramos suficientes para dar abasto.
Joseph y yo estábamos sentados en el claustro, a la sombra de un arce, tomando el almuerzo. Yo no podía dejar de percibir la cercanía de su mano, que descansaba apenas a unos centímetros de la mía. Una mano delgada pero masculina, con un sencillo anillo de plata en el índice. Estaba tan absorta mirándola que apenas lo oí cuando me habló.
—¿Te puedo pedir un favor?
—¿Qué? Ah, claro. ¿Qué quieres?
—¿Podrías revisar el discurso que he escrito? Me lo he leído dos veces, pero estoy seguro de que se me han pasado cosas.
—Claro. ¿Para qué es?
—Para una convención de delegados que hay la semana que viene —dijo sin darle importancia, como si fuera algo que hiciera todos los días—. No hace falta que te lo leas ahora. Llévatelo a casa si quieres.
—No, no hay problema.
Me halagaba que valorase mi opinión hasta ese punto. Extendí las hojas sobre la hierba y me las leí de cabo a rabo. El discurso era muy elocuente, pero había cometido algunos errores gramaticales menores que identifiqué con facilidad.
—Eres buena correctora —comentó—. Gracias.
—No hay de qué.
—En serio, te debo una. Si se te ocurre algo que pueda hacer por ti, dímelo.
—No me debes nada —dije.
—Sí, claro que sí. Por cierto, ¿cuándo es tu cumpleaños? La pregunta me dejó patidifusa.
—No me gustan los regalos —me apresuré a decir, por si estaba barajando alguna idea.
—¿Quién ha hablado de regalos? Sólo te he preguntado tu fecha de nacimiento —El 30 de febrero —dije, soltando la primera fecha que me vino a la cabeza.
Joseph alzó las cejas.
—¿Estás segura?
Me entró pánico. ¿Qué habría hecho mal ahora? Repasé los meses mentalmente y advertí mi error. Uf… ¡febrero sólo tenía veintiocho días!
—Digo, el 30 de abril —me corregí tímidamente.
Joseph se echó a reír.
—Eres la primera persona que conozco que olvida la fecha de su cumpleaños.
Incluso cuando hacía el ridículo como esa vez, las conversaciones con Joseph resultaban siempre atractivas Era capaz de hablar de las cosas más triviales de un modo que las hacía fascinantes. Además, me encantaba el sonido de su voz y lo habría escuchado encandilada aunque se hubiera puesto a leer la guía telefónica. Me preguntaba si aquello estaría entre los síntomas del enamoramiento.
Mientras él tomaba notas en los márgenes de su discurso, yo le di un mordisco a mi focaccia vegetal. No pude reprimir una mueca al notar un regusto amargo en mis papilas gustativas. Gabriel nos había introducido en la mayoría de alimentos, pero aún había muchas cosas que no había probado. Levanté la tapa con recelo y examiné la sustancia que embadurnaba el pan bajo las verduras —¿Esto qué es? —le pregunté a Joseph.
—Creo que se conoce como berenjena —repuso—. Aunque en los restaurantes de moda lo llaman aubergine, a la francesa.
—No. Me refiero a esto —dije, señalando una pasta verdosa.
—No sé, déjame ver.
Lo miré mientras daba un mordisquito para probarlo y masticaba, concentrado.
—Pesto —dictaminó.
—¿Por qué habrá de ser todo tan complicado? —dije, irritada—, incluidos los sándwiches.
—Tienes mucha razón —murmuró, pensativo—. La salsa al pesto te complica un montón la vida.
Se puso a reír y dio otro mordisco, mientras me pasaba su sándwich de ensalada, todavía intacto.
—No seas tonto —le dije—. Cómete el tuyo. Ya me las arreglaré con el pesto.
Pero él se negó a devolvérmelo y yo me di por vencida y me comí el suyo, disfrutando de la familiaridad que existía entre nosotros.
—No te sientas mal —dijo—. Soy un chico; me como cualquier cosa.
De camino a las clases después del almuerzo nos tropezamos con un gran alboroto en el pasillo. La gente hablaba con agitación de un accidente. Nadie sabía quién lo había sufrido, pero los estudiantes se dirigían en masa hacia la entrada, frente a la cual se había formado un corro enorme. Percibí el pánico en el ambiente y yo misma sentí una oleada en mi pecho.
Seguí a Joseph entre la multitud, que se abría instintivamente para dejar paso al delegado. Lo primero que vi, ya en el exterior, fue el suelo cubierto de cristales. El reguero llegaba hasta un coche con el capó destrozado y humeante. Dos alumnos de último curso habían chocado de frente. Uno estaba de pie junto a su coche, completamente aturdido. Por suerte, sólo había sufrido unos arañazos. Mi mirada voló de su Volkswagen abollado al otro coche, ahora empotrado con él. Advertí sobresaltada que la conductora seguía dentro, derrumbada sobre el volante. Incluso a distancia se veía que estaba gravemente herida.
La gente miraba boquiabierta sin saber muy bien qué hacer. Sólo Joseph mantuvo la cabeza fría y echó a correr enseguida para pedir ayuda y alertar a los profesores.
Aunque no muy segura de lo que hacía, y más bien siguiendo un impulso, me acerqué al coche. El humo era muy espeso y empecé a toser. La puerta del conductor había quedado espachurrada con el impacto y casi se había desprendido del chasis. Sin hacer caso del metal ardiente que me lastimaba las manos, acabé de retirarla del todo. Me quedé paralizada al ver de cerca a la chica. Le salía sangre en abundancia de un corte en la frente; tenía la boca abierta, pero los ojos cerrados, y el cuerpo totalmente inerte.
Incluso en el Cielo, yo siempre me había sentido desfallecer cuando veía las escenas sangrientas que se desarrollaban en la Tierra. Pero ese día apenas fui consciente de ello. Con todo cuidado, tomé a la chica por debajo de las axilas y empecé a tirar de ella. Pesaba más que yo, así que agradecí que llegaran corriendo dos grandullones, todavía con el uniforme de gimnasia. Entre los tres depositamos a la víctima en el suelo, a una distancia prudencial del coche humeante.
Comprendí que la ayuda de los chicos acababa allí, porque los dos se limitaban a mirar nerviosos por encima del hombro, aguardando a que llegara alguien. No había tiempo que perder.
—Mantened a la gente a distancia —les dije, y me concentré por completo en la chica. Me arrodillé a su lado y le puse dos dedos en el cuello, tal como Gabriel me había enseñado una vez. No le encontraba el pulso. No había signos visibles de que aún respirara. Llamé mentalmente a Gabriel para que acudiera en mi ayuda; yo no tenía la menor posibilidad de solventar aquello por mi cuenta. Ya estaba perdiendo la batalla. La sangre seguía manando de la herida de la frente y le había dejado a la chica todo el pelo apelmazado. Tenía una palidez mortal en la cara y cercos azulados bajo los ojos. Me temía que había sufrido heridas internas, pero no podía determinar dónde.
—Aguanta —le susurré al oído—. La ambulancia está en camino.
Le había sujetado la cabeza con las manos, y mientras notaba cómo se me humedecían de sangre caliente y pegajosa, me concentré para enviar a través de su cuerpo toda mi energía curativa. Sabía que apenas tenía unos minutos para ayudarla. Su cuerpo prácticamente había abandonado la lucha y yo sentía que su alma intentaba desprenderse ya. Pronto estaría contemplando su propio cuerpo inerte desde fuera.
Me concentré con tal intensidad que temí perder también el conocimiento. Procuré sobreponerme al mareo y volví a concentrarme aún más profundamente. Me imaginé una fuente de poder que brotaba desde muy dentro de mí, que se propagaba a través de mis arterias y cargaba de energía las puntas de mis dedos para fluir hacia aquel cuerpo tendido en el suelo. Mientras dejaba que se derramase de mí todo aquel poder, pensé que quizá —sólo quizá— la chica sobreviviría.
Oí a Gabriel antes de verlo, instando a la gente a abrir paso. Hubo un suspiro general de alivio entre los estudiantes ante la llegada de una autoridad. Ahora ellos quedaban absueltos de cualquier responsabilidad; lo que pudiera suceder ya no estaba en sus manos Mientras Joseph socorría al otro conductor, Gabriel se arrodilló a mi lado y utilizó su poder para cerrar las heridas de la chica. Trabajaba rápido y en silencio, palpando delicadamente las costillas rotas, el pulmón perforado, la muñeca torcida, que se había partido tan fácilmente como una ramita. Cuando llegaron los enfermeros, la chica volvía a respirar con normalidad, aunque todavía no había recobrado el conocimiento. Noté que Gabriel había dejado sin curar varios cortes menores, seguramente para no levantar sospechas.
Mientras los enfermeros depositaban a la chica en la camilla, sus amigas se nos acercaron histéricas —¡Grace! —gritaba una de ellas—. ¡Oh, Dios mío! ¿Está bien?
—¡Gracie! ¿Qué ha pasado? ¿Nos oyes?
—Está inconsciente —dijo Gabriel—, pero se pondrá bien.
Aunque las chicas seguían sollozando y se abrazaban unas a otras, me di cuenta de que Gabriel las había aplacado.
Tras ordenar a los alumnos que regresaran a clase, Gabriel me tomó del brazo y me llevó hacia la escalinata de la entrada, donde Ivy nos estaba esperando. Joseph, que no había entrado en el colegio con los demás, vino corriendo al ver mi cara.
—(Ta), ¿estás bien? —El viento le alborotaba el pelo castaño y la tensión se le notaba en las venas prominentes del cuello.
Quería contestarle, pero me faltaba el aliento y todo me daba vueltas. Noté que Gabriel estaba deseoso de que nos dejaran solos.
—Será mejor que vuelvas a clase —le dijo a Joseph, adoptando su tono profesoral.
—Esperaré a (Ta) —respondió Joseph, mientras recorría con la vista mi pelo enmarañado y mi blusa manchada de sangre. Yo me sujetaba del brazo de mi hermano.
—Necesita un minuto para reponerse —dijo Gabriel fríamente—. Puedes venir más tarde a ver cómo está.
Joseph se mantuvo firme.
—No pienso irme si (Ta) no me lo pide.
Me pregunté qué cara se le habría quedado a Gabriel ante su réplica, pero al volver la cabeza para verlo, sentí como si el escalón fuese a ceder bajo mis pies. ¿O eran mis rodillas las que flaqueaban? Aparecieron manchas negras en mi campo visual y me apoyé en Gabriel con más fuerza.
Joseph gritó mi nombre y dio un paso hacia mí (eso fue lo último que recordé después), mientras yo me desplomaba blandamente en los brazos de mi hermano Me desperté en el entorno familiar de mi habitación. Estaba acurrucada bajo la colcha y notaba que las puertas del balcón permanecían entornadas porque me llegaba una leve brisa con el olor a salitre del mar. Alcé un poco la cabeza y me concentré en algunos detalles relajantes, como la pintura medio descascarillada del alféizar de la ventana o las manchitas del entarimado tamizadas por la luz ámbar del atardecer. Mi almohada era blanda y olía a lavanda. Hundí otra vez la cabeza, reacia a moverme. Entonces vi la hora en el despertador… ¡las siete de la tarde! Llevaba horas durmiendo, me pesaban los miembros como si fueran de plomo. Me entró un acceso de pánico cuando noté que no podía mover las piernas… hasta que descubrí que Phantom estaba sentado encima.
Dio un bostezo y se estiró al ver que me había despertado. Acaricié su pelaje sedoso y él me miró con sus ojos incoloros y tristones.
—Vamos —murmuró—. Todavía no es tu hora de ir a dormir.
Debí de incorporarme demasiado bruscamente porque sentí que se me venía encima una oleada de fatiga y poco me faltó para volver a caerme hacia atrás. Deslicé las piernas fuera de la cama y me levanté con un gran esfuerzo. No me fue fácil, pero logré echarme encima la bata y bajar tambaleante a la planta baja, donde sonaba de fondo el Ave María de Schubert. Me dejé caer en la silla más cercana. Gabriel e Ivy debían de estar en la cocina. Me llegaba un aroma de ajo y jengibre. Enseguida vinieron a recibirme: Ivy secándose las manos con un trapo y ambos sonriendo, cosa que me sorprendió porque hacía tiempo que no pasábamos de la cortesía más imprescindible.
—¿Cómo te sientes? —Ivy me acarició la cabeza con sus dedos esbeltos.
—Como si me hubiera atropellado un autobús —repuse con sinceridad—. No entiendo qué ha pasado. Me sentía perfectamente hasta ese momento.
—Tú sabes por qué te has desmayado, (Tn) —dijo Gabriel.
Lo miré sin entender.
—He estado comiendo bien, he seguido todos tus consejos.
—No tiene nada que ver con eso —me interrumpió mi hermano—. Ha sido porque le has salvado la vida a esa chica.
—Esta clase de cosas pueden dejarte agotada —añadió Ivy. Reprimí una carcajada.
—Pero, Gabe, ¡si has sido tú quien le ha salvado la vida!
Ivy miró a nuestro hermano, como indicándole que me debía una explicación, y se alejó discretamente para poner la mesa.
—Yo sólo le he curado las heridas físicas —dijo Gabriel.
Lo miré estupefacta. Creí que estaba de broma.
—¿Qué quieres decir con «sólo»? En eso consiste salvar a alguien. Si una persona recibe un disparo y tú le sacas la bala y le curas la herida, la has salvado.
—No, (Tn), esa chica estaba a punto de morir. Si no le hubieras transmitido tu energía vital, habría sido inútil todo lo que yo hubiese hecho. No basta con cerrar las heridas para recuperar a alguien cuando ha llegado a ese punto. Tú le has hablado; ha sido tu voz la que la ha traído de vuelta, tu propia energía la que ha impedido que su alma abandonara el cuerpo.
No podía creer lo que me estaba diciendo. ¿Yo había salvado una vida humana? Ni siquiera era consciente de que poseía la capacidad para hacerlo. Creía que mis poderes en la Tierra no servían más que para serenar los ánimos o para ayudar a recuperar objetos perdidos. ¿Cómo era posible que hubiera encontrado en mí la fuerza necesaria para salvar a una chica al borde de la muerte? El poder sobre el océano, sobre el cielo y sobre la vida humana era el don específico de Gabriel. Nunca se me habría pasado por la cabeza que mis poderes pudieran ser mayores de lo que yo creía Ivy me miró desde el otro lado del salón con los ojos brillantes de orgullo.
—Enhorabuena —dijo—. Es un gran paso para ti.
—Pero ¿cómo es que me encuentro tan mal ahora? —pregunté, otra vez consciente de que me dolía todo el cuerpo.
—El esfuerzo para revivir a alguien puede llegar a ser muy debilitante —me explicó Ivy—, especialmente las primeras veces. Le provoca una conmoción a tu envoltura humana. Pero no siempre será así; te acostumbrarás y, al final, serás capaz de recuperarte mucho más deprisa.
—¿Quieres decir que podré hacerlo otra vez? —pregunté—. ¿No ha sido un golpe de suerte?
—Si lo has hecho una vez es que puedes volver a hacerlo —dijo Gabriel—. Todos los ángeles poseen la capacidad, pero hay que desarrollarla con la práctica.
A pesar de mi cansancio, me sentía repentinamente animada y devoré la cena con apetito. Luego Gabriel e Ivy se negaron a que los ayudara a fregar. Ivy me arrastró a la terraza y me obligó a tenderme en una hamaca.
—Has tenido un día agotador —me dijo.
—Pero no soporto convertirme en una inútil.
—Ya me ayudarás dentro de un rato. Tengo un montón de gorros y bufandas que tejer para el mercadillo de beneficencia. —Ivy siempre encontraba tiempo para conectarse con la comunidad, aunque fuese mediante tareas modestas—. A veces son las pequeñas cosas las que cuentan —añadió.
—Ya. Aunque la idea es donar a esos mercadillos tus ropas viejas, no hacer otras nuevas —dije para tomarle el pelo.
—Bueno, nosotras no llevamos tanto tiempo aquí y no tenemos nada viejo —respondió Ivy—. Alguna cosa he de darles. Me sentiría fatal, si no. Además, yo las hago en un santiamén.
Me tumbé en la hamaca y me envolví los hombros con una manta de angora, mientras intentaba procesar todo lo sucedido aquella tarde.
Por un lado, ahora me parecía entender mejor el propósito de nuestra misión. Nunca me había sentido tan confusa, sin embargo. Acababa de tener un ejemplo excelente de lo que debía hacer: proteger la santidad de la vida. Pero yo me había pasado todo mi tiempo absorta en una obsesión adolescente por un chico que en realidad no sabía nada de mí. «Pobre Joe», pensé. Nunca llegaría a entenderme, por mucho que lo intentara. No era culpa suya. Él sólo podía saber hasta donde yo se lo permitiera. Y por mi parte, había estado tan ocupada en mantener las apariencias que no me había parado a pensar que tarde o temprano habría de desmantelar esa fachada. Joseph se encontraba atado a la vida humana, a una existencia de la que yo nunca podría formar parte. La satisfacción que había sentido por mi éxito de aquella tarde se desvaneció sin más y me dejó con una extraña sensación de entumecimiento.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
13
Rompiendo el sello
La misa del domingo era el único momento en el que tenía la sensación de poder reconectarme con mi hogar. El sólo hecho de arrodillarme en un banco y de escuchar los acordes del Agnus Dei me retrotraía a mi antiguo ser. En el interior de la iglesia reinaba una etérea tranquilidad que no podía encontrarse en ninguna otra parte. Era una sensación de frescor y de paz, como estar en el fondo del océano. Y siempre, en cuanto franqueaba las puertas, tenía la impresión de hallarme en un lugar seguro. Ivy y yo ayudábamos los domingos en el altar, y Gabriel acompañaba al padre Mel a la hora de dar la Sagrada Comunión. Al acabar, nos quedábamos un rato a charlar.
—La congregación está creciendo —nos comentó un día—. Cada semana veo caras nuevas.
—Quizá la gente esté empezando a darse cuenta de lo que es importante de verdad —dijo Ivy.
—O será que siguen vuestro ejemplo —dijo el padre Mel, sonriendo.
—La Iglesia no debería necesitar defensores —repuso Gabriel—; ha de hablar por sí misma.
—No importa el motivo de la gente para venir —dijo el padre Mel—. Lo importante es lo que encuentran aquí.
—Lo único que nosotros podemos hacer es guiarlos por el buen camino —asintió Ivy —En efecto, no podemos obligarlos a tener fe —observó el padre Mel—. Pero sí podemos demostrarles su enorme poder.
—Y también rezar por ellos —añadí.
—Desde luego. —El padre Mel me hizo un guiño—. Y algo me dice que el Señor escucha cuando vosotros lo llamáis.
—No nos escucha más que al resto —sentenció Gabriel. Yo percibía que le preocupaba delatarse demasiado. Aunque nunca le habíamos insinuado siquiera al padre Mel de dónde veníamos, se había creado un tácito entendimiento entre nosotros. Era lógico, pensaba yo. Él era sacerdote, al fin y al cabo: empleaba todo su tiempo en conectarse con las fuerzas celestiales.
—Sólo podemos confiar en que Él otorgue su bendición a este pueblo —añadió Gabriel.
Lo ojos azules del padre Mel destellaron mientras nos contemplaba a los tres.
—Yo creo que ya lo ha hecho.
Al día siguiente del accidente, Joseph tenía una competición durante la hora libre de la mañana, así que me pasé el rato escuchando hablar a Molly y Taylah de una tienda de ropa de las afueras del pueblo. Al parecer, vendían etiquetas de marca falsificadas tan bien hechas que resultaba imposible adivinar que no eran auténticas. Me preguntaron si quería acompañarlas y yo estaba tan ensimismada que acepté sin pensármelo. Incluso cuando me invitaron a una fogata en la playa para aquel sábado por la noche, asentí maquinalmente sin fijarme siquiera en los detalles de la invitación.
Me alegré cuando llegó al fin la quinta hora; Joseph y yo asistíamos juntos a la clase de francés. Me producía una sensación de alivio que compartiéramos la misma aula, a pesar de que no iba a ser capaz de concentrarme. Necesitaba desesperadamente hablar con él, aunque todavía no hubiera decidido qué iba a decirle. Sólo sabía que ya no podía esperar más.
Lo tenía casi al alcance de la mano y había de contenerme para no tocarlo furtivamente. En parte porque quería asegurarme de que no era producto de mi imaginación, pero también porque veníamos a ser como dos imanes que se atraen mutuamente, y resistirse resultaba más doloroso que sucumbir. Los minutos avanzaban penosamente y parecía que el tiempo se hubiera ralentizado a propósito sólo para fastidiarme.
Joseph percibió mi desazón y, cuando sonó el timbre, se quedó sentado mirando cómo desfilaban los demás. Mientras yo hacía comedia, recogiendo los lápices y los libros, él permaneció muy quieto, sin tamborilear siquiera con los dedos. Algunos curiosos nos echaron un vistazo, seguramente con la esperanza de pillar algún retazo de conversación susceptible de convertirse en un jugoso cotilleo.
—Te llamé anoche, pero nadie atendió —dijo, viendo que yo me debatía sin saber cómo empezar—. Estaba preocupado por ti.
Jugueteé, nerviosa, con la cremallera del plumier, que parecía atascada. Se me debía de notar la incomodidad porque Joseph se levantó y me puso las manos en los hombros.
—¿Qué pasa, (Ta)? —Tenía una arruga entre las cejas que ya conocía bien y que aparecía siempre que estaba preocupado.
—El accidente de ayer me dejó extenuada —dije—. Ahora ya estoy mejor.
—Estupendo. Pero tengo la impresión de que hay algo más.
A pesar del poco tiempo que hacía que nos conocíamos, Joseph siempre se las arreglaba para descifrar mis humores; en cambio, sus propios ojos no delataban nada de lo que él pudiera sentir. No desvió la vista; su mirada ámbar era como un láser perforándome.
—Mi vida es bastante complicada —empecé, indecisa.
—¿Por qué no intentas explicármelo? A lo mejor te sorprendo.
—Esta situación —dije—, tú y yo saliendo juntos, está resultando más difícil de lo que había previsto. —Hice una pausa—. Es mejor de lo que me habría imaginado nunca, pero yo tengo otras responsabilidades, otros deberes que no puedo dejar de lado.
Me salió una voz estridente mientras una oleada de emoción me estallaba en el pecho. Me detuve y respiré hondo.
—Está bien, (Ta) —dijo Joseph—. Ya sé que tienes un secreto.
Sentí un repentino escalofrío de temor y al mismo tiempo una sensación de alivio. Si Joseph sabía que era una farsante y una mentirosa, quería decir que había fracasado estrepitosamente en nuestra misión. La regla número uno para los Agentes de la Luz era mantener nuestra identidad en secreto mientras nos esforzábamos en recomponer el mundo: quedar al descubierto podía dar lugar fácilmente a situaciones caóticas. Pero por otra parte, aquello podía significar también que Joseph había decidido aceptarme de todos modos y que la verdad no le había impulsado a alejarse de mí.
—¿Lo sabes? —susurré.
Él se encogió de hombros.
—Es obvio que ocultas algo. No sé lo que es, pero sí sé que te atormenta.
No respondí de inmediato. Yo deseaba más que nada contárselo todo, dejar que mis secretos y temores fluyeran como el vino derramado de una
botella, manchándolo todo a su paso.
—Comprendo que por un motivo u otro no puedes o no quieres hablar de ello —continuó Joseph—. Pero no has de hacerlo. Yo puedo respetar tu intimidad.
—Eso no sería justo contigo.
Me sentía más desgarrada que nunca. La sola idea de separarme de él me provocaba un dolor en el pecho, como si se me partiera en dos el corazón.
—¿No crees que eso debo decidirlo yo?
—No me lo pongas más difícil. ¡Estoy tratando de protegerte!
—¿Protegerme? —Se echó a reír—. ¿De qué?
—De mí —dije en voz baja, dándome cuenta de lo ridículo que sonaba.
—A mí no me pareces demasiado peligrosa. A menos que te conviertas en un hombre lobo por las noches…
—No soy lo que parezco.
Me aparté de él, como si pretendiese ocultarme. Ahora me sentía débil y carente de energía. Me apoyé en la pared, sin atreverme a sostener su mirada.
—Nadie lo es. Escucha, ¿te crees que no me he dado cuenta de que hay algo diferente en ti? Me basta con mirarte.
—¿A qué te refieres? —pregunté con curiosidad.
—No lo sé. Pero sí sé que eso es lo que me gusta de ti.
—Lo que estoy tratando de explicarte es que, aunque te guste, eso no me convierte en lo que tú deseas o necesitas.
—¿Qué crees que necesito?
—Alguien con quien tener una relación sincera. ¿Qué sentido tendría, si no?
—¿Pretendes decirme que tú no puedes ser esa persona? —me preguntó con una expresión indescifrable. Su rostro parecía impasible, desprovisto de emoción. Después de todo lo que había tenido que pasar, supuse, no era el tipo de persona que lleva el corazón en la mano.
Sabía que él sólo pretendía ponerme las cosas más fáciles, pero la crudeza de su pregunta tuvo el efecto contrario. Ahora que la idea había salido a la luz, sonaba demasiado definitiva. Yo aún estaba debatiéndome para encontrar las palabras adecuadas y me inquietó que mi silencio pudiera ser interpretado como un signo de indiferencia.
—Está bien —prosiguió Joseph—. Comprendo que no debe de ser fácil para ti y no quiero complicarte más las cosas. ¿Serviría de algo que me mantuviera alejado durante un tiempo?
¡Qué imprevisibles y contradictorias llegaban a ser las emociones humanas! Me había pasado los últimos minutos tratando de insinuar aquella misma idea, pero ahora descubrí que su pronta disposición a alejarse me dejaba destrozada, aunque lo hiciera por mi bien. En realidad, ni siquiera yo misma sabía qué reacción me había esperado, pero desde luego no era aquélla. ¿Pretendía ver cómo caía de rodillas y me declaraba su amor eterno? Eso evidentemente no iba a hacerlo, pero yo no podía dejar que se fuera: no creía que fuese capaz de resistirlo.
—¿Así que eso es todo? —pregunté con voz estrangulada—. ¿No voy a verte más?
Joseph parecía confuso.
—Un momento… ¿no es eso lo que quieres?
—¿No se te ocurre nada más? —le solté—. ¿Ni siquiera vas a tratar de disuadirme?
—¿Pretendes que intente hacerte cambiar de opinión?
Ahora reapareció su sonrisa socarrona y cariñosa.
Hice una pausa para pensar. Sabía muy bien lo que debía responder. Un simple «no» pondría fin a todo y volvería a dejar las cosas como estaban antes de que nos encontráramos en aquel pasillo, frente al laboratorio de química, cuando yo había salido para que no se viera mi resplandor en la oscuridad. Pero no tenía fuerzas para decirlo. Habría sido una mentira.
—Quizás es eso lo que quiero que hagas —dije lentamente.
—A mí me da la impresión de que no sabes lo que quieres, (Ta) —murmuró Joseph. Alzó la mano y me secó con el pulgar una lágrima que se deslizaba por mi mejilla.
—No quiero complicarte la vida —respondí, sorbiéndome la nariz, aunque me daba cuenta de lo irracional que debía de sonar—. Eres tú el que dijo que preferías las cosas bien definidas.
—Me refería a las ideas, no a la gente. Y tal vez no me importaría un poquito de complicación —dijo—. Las relaciones sinceras están sobrevaloradas.
Gemí de pura frustración.
—Tienes una respuesta para todo.
—¿Qué puedo decir? Es un don. —Estrechó mi mano entre las suyas—. Tengo una idea. ¿Qué tal si te doy algo que te ayude a tomar una decisión más fácilmente?
—De acuerdo —asentí—. Si crees que va a ayudarme.
Antes de que entendiera lo que sucedía, Joseph ya había tomado mi rostro en sus manos y me alzaba la barbilla hacia él. Sus labios rozaron los míos con la suavidad de una pluma, pero bastó con eso para que me estremeciera. Me gustó su modo de sujetarme, como si yo fuese muy frágil y pudiera romperme si apretaba demasiado. Apoyó su frente en la mía como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Un calor delicioso empezó a derramarse por mi cuerpo y yo me incorporé, buscando sus labios. Le devolví el beso con una urgencia apasionada y lo rodeé con mis brazos. Me fundí con él y dejé que nuestros cuerpos se juntaran. Sentía su calor a través de la fina tela de la camisa y percibía los latidos de su corazón acelerado.
—Bueno, bueno… —me susurró al oído, sin apartarse aún.
Permanecimos entrelazados hasta que Joseph se retiró suavemente, pero con decisión. Me colocó un mechón suelto detrás de la oreja y me dedicó una de sus medias sonrisas de ensueño.
—¿Y bien? —preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho. Yo estaba totalmente confusa.
—¿Qué?
—¿Te ha ayudado a cambiar de opinión?
Por toda respuesta, hundí los dedos en su suave pelo castaño y lo atraje hacia mí.
—Creo que sí —respondí con indisimulado placer.
Aquel día descubrí que deseaba algo más que su compañía: anhelaba tocarlo. Ya no albergaba ninguna duda en mi interior. Sentía que me ardía la cara allí donde él me había tocado y lo único que deseaba era que volviera a hacerlo. Sólo unas horas antes había creído sinceramente que no me quedaba más remedio que alejarme de él, porque no veía ningún modo factible de hacerle comprender quién era yo de verdad. Ahora veía que sí había otra manera. Sería considerada una grave transgresión y acarrearía un castigo (¿quién sabía cuál?), pero me resultaba menos espantosa que separarme de él. Si servía para ahorrarnos el dolor de la separación, estaba dispuesta a afrontar las consecuencias.
Lo único que tenía que hacer era bajar la guardia y dejar que Joseph participara de mi secreto.
—Quiero que estemos juntos —le dije—. No creo que nunca haya deseado tanto una cosa.
Joseph me acarició la mano y entrelazamos nuestros dedos. Tenía su cara tan cerca que me tocaba la punta de la nariz con la suya. Se inclinó y me susurró al oído:
—Si me quieres… ya me tienes.
No pude dejar de suspirar agitadamente mientras él trazaba un camino de besos desde mi oreja a mi cuello. El aula entera y todo lo que nos rodeaba se disolvió como nieve al sol.
—Sólo una cosa —dije, apartándolo con cierta dificultad. Él me miraba con aquellos penetrantes ojos cafés y poco me faltó para que se me fuera el santo al cielo—. Esto no va a funcionar a menos que sepas la verdad.
Si Joseph me importaba tanto como me decía mi corazón palpitante, entonces se merecía la verdad.
Si luego resultaba que era demasiado para él y no podía asimilarla, eso tal vez significara que mis sentimientos no eran correspondidos y yo debería aceptarlo. En cualquier caso, había llegado el momento de acabar con la farsa. Joseph tenía que conocer mi verdadero yo, no la versión idealizada que existiera en su cabeza. Dicho de otro modo, tenía que conocer la versión sin censurar o, tal como decía la expresión humana, con pelos y señales.
—Soy todo oídos —me dijo con expectación.
—Ahora no. No va a ser nada fácil y necesito más tiempo del que tenemos ahora.
—Entonces, ¿dónde? —preguntó, desconcertado.
—¿Irás este fin de semana a la fogata de la playa? —inquirí a toda prisa, porque ya empezaban a entrar los alumnos para la siguiente clase.
—Iba a preguntarte si querías que fuéramos juntos.
—De acuerdo —susurré—. Te lo contaré entonces.
Joseph me dio un beso rápido y salió del aula. Yo me aferré al borde del pupitre más cercano. Me faltaba el aliento, como si acabara de correr una maratón.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
aww la rayiz salvo a una persona
aunque creo que esta cometiendo un error
al querrer contarle todo a Joe!
el cielo la puede castigar!
siguela!!
aunque creo que esta cometiendo un error
al querrer contarle todo a Joe!
el cielo la puede castigar!
siguela!!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Aaaaaaay!!!!
Esto es hermoso, no encuentro palabras para describir semejante novela. Sea ya desde la forma de escribir, como relata la historia, los acontecimientos, los personajes y la trama, todo parece ser maravillosamente logrado. Me fascina, me mantiene completamente expectante ante los siguientes capítulos.
Un millón de gracias por subir la novela! Hace rato buscaba una de este calibre. Y mira que he leído haha
Un abrazo enorme!
Por cierto, mi nombre es Augustine. Un placer :)
Esto es hermoso, no encuentro palabras para describir semejante novela. Sea ya desde la forma de escribir, como relata la historia, los acontecimientos, los personajes y la trama, todo parece ser maravillosamente logrado. Me fascina, me mantiene completamente expectante ante los siguientes capítulos.
Un millón de gracias por subir la novela! Hace rato buscaba una de este calibre. Y mira que he leído haha
Un abrazo enorme!
Por cierto, mi nombre es Augustine. Un placer :)
Augustinesg
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Augustinesg escribió:Aaaaaaay!!!!
Esto es hermoso, no encuentro palabras para describir semejante novela. Sea ya desde la forma de escribir, como relata la historia, los acontecimientos, los personajes y la trama, todo parece ser maravillosamente logrado. Me fascina, me mantiene completamente expectante ante los siguientes capítulos.
Un millón de gracias por subir la novela! Hace rato buscaba una de este calibre. Y mira que he leído haha
Un abrazo enorme!
Por cierto, mi nombre es Augustine. Un placer :)
Hola nena bienvenida!!
Y ni te imaginas lo que se viene
me alegra de que te guste
creeme al final la amaras
tambien es una novela que yo
habia buscado por un tiempo
debido a su trama y cuando termine de leerla
simplemente la AME y mira que yo tambien he leido jajaja
ahora estoy con Vampire Academy estoy en el cuarto libro
y es fantastica te la recomiendo son 6 libros en total
tambien la saga Existence son 3, por eso no subi muy bien
estos dias desde el viernes antepasado jejeje
lei en 2 dias la saga existence :P pero bueno
ya subo!!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Ay! Estas como yo!!
La saga existence fue maravillosa! Tarde en terminarla porque tenía que esperar a que subieran los libros. No los había publicado todavía Abbi Glines. Imagínate mi grado de desesperación haahh.
Vampire Academy? Me lo voy a agendar!
Ahora estoy con una saga que se llama Medianoche. Las has leído? Está buena. Pero la que me fascina es la saga de Eternidad, la de oscuros que la terminé a principio de año (también, esperando que se publicaran los libros haha) y una que empecé y me terminé en 2 días también, se llama La selección. Señor, gracias por tanta creatividad hahah.
Te prometo que es un placer! No siempre se encuentra gente tan sedienta de lectura como nosotras. Urra por eso!
:D
La saga existence fue maravillosa! Tarde en terminarla porque tenía que esperar a que subieran los libros. No los había publicado todavía Abbi Glines. Imagínate mi grado de desesperación haahh.
Vampire Academy? Me lo voy a agendar!
Ahora estoy con una saga que se llama Medianoche. Las has leído? Está buena. Pero la que me fascina es la saga de Eternidad, la de oscuros que la terminé a principio de año (también, esperando que se publicaran los libros haha) y una que empecé y me terminé en 2 días también, se llama La selección. Señor, gracias por tanta creatividad hahah.
Te prometo que es un placer! No siempre se encuentra gente tan sedienta de lectura como nosotras. Urra por eso!
:D
Augustinesg
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
jajaja totalmente de acuerdoAugustinesg escribió:Ay! Estas como yo!!
La saga existence fue maravillosa! Tarde en terminarla porque tenía que esperar a que subieran los libros. No los había publicado todavía Abbi Glines. Imagínate mi grado de desesperación haahh.
Vampire Academy? Me lo voy a agendar!
Ahora estoy con una saga que se llama Medianoche. Las has leído? Está buena. Pero la que me fascina es la saga de Eternidad, la de oscuros que la terminé a principio de año (también, esperando que se publicaran los libros haha) y una que empecé y me terminé en 2 días también, se llama La selección. Señor, gracias por tanta creatividad hahah.
Te prometo que es un placer! No siempre se encuentra gente tan sedienta de lectura como nosotras. Urra por eso!
:D
y sobre esas sagas no las he leido
pero ahora estan en mi lista de...
Por leer jejeje y es larga eehh
es que en serio cuando empiezo con un libro
no puedo parar hasta terminar :P
ahorita estoy tratando de conseguir
una que se llama; El beso del vampiro.
segun lo que se son 3 libros pero solo el primero
esta traducido los otros dos aun estan en
Aleman creo, estoy desesperada por ese jeje
Gracias señor por tanta imaginación!!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
14
Desafiando a la gravedad
A lo largo de la semana, la fogata de la playa se perfiló como una sombra amenazante en mi imaginación. Me aterrorizaba lo que había planeado, pero también sentía una rara excitación. Ahora que había tomado la decisión, era como si me hubiese quitado un gran peso de encima. Después de todo el tiempo que había pasado debatiéndome, me sentía sorprendentemente segura de mí misma. Ensayaba una y otra vez para mis adentros las palabras que utilizaría para decirle la verdad a Joseph, y hacía sutiles ajustes cada vez.
Joseph se comportaba ya como si fuéramos pareja, cosa que me encantaba. Eso nos colocaba a los dos en un mundo propio y exclusivo al que nadie más tenía acceso. Y significaba que nos tomábamos en serio nuestra relación y que creíamos que tenía futuro. No era un simple capricho del que acabaríamos cansándonos: estábamos contrayendo un compromiso el uno con el otro. Cada vez que lo pensaba, no podía impedir que se me pintase en la cara una gran sonrisa. Desde luego, recordaba las advertencias de Ivy y Gabriel y su convicción de que no era posible que existiera un futuro para los dos juntos. Pero todo eso había dejado de importar ya. Podían abrirse los cielos y llover fuego y azufre; nada me borraría la sonrisa de la cara. Ése era el efecto que él tenía en mí: una explosión de felicidad en mi pecho, que se esparcía por mi cuerpo con un hormigueo y me hacía estremecer de pies a cabeza.
Una vida con Joseph parecía preñada de promesas. Pero él ¿seguiría deseándola cuando le revelase mi identidad?
Procuraba ocultar mi euforia ante Ivy y Gabriel. Bastante les había costado recuperarse de mi última escapada con Joseph; no creía que fuesen capaces de soportar otra. Cada vez que me sentaba con ellos me sentía como un agente doble y no paraba de preguntarme si mi expresión me delataría. Pero que mis hermanos pudieran leer la mente humana no significaba que pudiesen leer la mía, y mi capacidad para hacer comedia debía de haber mejorado, porque mi entusiasmo pasó inadvertido y sin mayores comentarios. Se me ocurrió pensar que por fin comprendía el significado de la expresión «la calma que precede a la tormenta». Todo parecía transcurrir sin sobresaltos, pero yo sabía que las apariencias engañan y estaba a punto de producirse una explosión. La tensión, la cólera y la culpa borboteaban bajo la superficie de nuestra representación de una familia feliz, listas para irrumpir brutalmente en la superficie en cuanto Ivy y Gabriel descubrieran mi traición.
—Uno de mis alumnos me ha preguntado hoy si existe el limbo —dijo Gabriel una noche durante la cena. Me pareció irónico que la conversación derivase hacia la cuestión del castigo de los pecados.
Ivy dejó el tenedor en el plato.
—¿Y qué has dicho?
—Que nadie lo sabe.
—¿Por qué no le has dicho que sí? —le pregunté.
—Porque las buenas obras deben ser voluntarias —me explicó mi hermano—. Si las personas saben con seguridad que serán juzgadas, actuarán sólo por eso.
Ahí no cabía discusión.
—¿Qué es el limbo, de todos modos?
Sabía bastante sobre el Cielo y el Infierno, pero nunca me habían hablado sobre aquel punto intermedio de la vida eterna.
—Se presenta con distintas apariencias —dijo Ivy—. Puede ser una sala de espera, o una estación de tren…
—Algunas almas afirman que es aún peor que el Infierno —añadió Gabriel.
—Qué disparate —me burlé—. ¿Por qué habría de ser peor?
—La nada eterna —dijo Ivy—. Un año tras otro esperando un tren que no llega, aguardando a que alguien pronuncie tu nombre. Las almas pierden la noción del tiempo y todo se acaba convirtiendo en un mismo instante borroso e inacabable. Entonces suplican que las envíen al Cielo, o intentan arrojarse ellas mismas al Infierno. Pero no hay salida, y las almas deambulan sin rumbo. Y nunca se acaba, Bethany. Pasarán siglos en la Tierra y ellas seguirán allí.
—Ah —murmuré. Fue lo único que se me ocurrió.
Me pregunté si un ángel podía ser exiliado al limbo.
El martes, a la hora del almuerzo, me senté con Molly y las demás chicas en el césped, bajo un sol radiante de mediodía. Las ramas de los árboles empezaban a llenarse de brotes verdes y todo parecía volver a la vida. La mole imponente de Bryce Hamilton se alzaba a nuestra espalda, arrojando su sombra sobre un grupo de bancos dispuestos en círculo alrededor del anciano roble. La hiedra ascendía serpenteando en torno a su tronco en un abrazo amoroso. A lo lejos, hacia el oeste, veíamos el mar extendiéndose hacia el horizonte y las nubes que se desplazaban perezosamente por encima. Nos estiramos todas sobre la hierba exuberante, dejando que el sol nos diera en la cara. Yo me sentía audaz y me atreví a alzarme la falda por encima de las rodillas.
—¡Así se hace! —gritaron las chicas, aplaudiendo mis progresos y comentando que me estaba convirtiendo en «una de ellas». Enseguida se entregaron a los cotilleos habituales sobre los profesores y las amigas ausentes.
—La señorita Lucas es una auténtica bruja —se quejó Megan—. Me ha hecho repetir el trabajo sobre la Revolución rusa porque lo encuentra «desaliñado». ¿Qué pretende decir con eso?
—Pues que lo hiciste media hora antes de entregarlo —comentó Hayley—. ¿Qué te esperabas?, ¿una matrícula de honor?
Megan se encogió de hombros.
—Yo creo que está celosa porque es tan peluda como el yeti.
—Deberías presentar una queja —dijo muy en serio una chica llamada Tara—. Te está discriminando descaradamente.
—Estoy de acuerdo, la ha tomado contigo —empezó Molly. Y de pronto se quedó muda y con la mirada fija en una figura que cruzaba el césped a grandes zancadas.
Me volví para identificar el motivo de aquel trance repentino y vi a cierta distancia a Gabriel, caminando hacia el centro de música. Tenía cierto aire solitario con aquella mirada remota y el estuche de la guitarra al hombro. Hacía tiempo que había abandonado el protocolo del colegio en cuanto a indumentaria y esta vez llevaba sus tejanos rajados con una camiseta blanca y un chaleco a rayas. Nadie se había atrevido a recriminárselo. ¿Por qué iban a hacerlo? Gabriel se había vuelto tan popular que se habría armado un gran jaleo entre los estudiantes si hubiera tenido que renunciar a su puesto. Advertí que Gabe parecía a sus anchas en aquel ambiente. Caminaba con desenvoltura y todos sus movimientos fluían con naturalidad. Parecía que venía en nuestra dirección, lo cual hizo que Molly se incorporase de golpe y empezara a alisarse sus rizos enmarañados. Sin embargo, Gabriel se desvió bruscamente en otra dirección. Perdido en sus propios pensamientos, ni siquiera nos había dedicado una mirada. Molly se quedó cariacontecida.
—¿Qué podemos decir del señor Church? —murmuró Taylah al divisarlo, decidida a continuar con su deporte favorito. Yo llevaba tanto rato callada, absorta como estaba en mis fantasías (me veía abandonada en un islote perdido del Caribe o cautiva en un barco pirata, esperando a que Joseph viniera a rescatarme) que parecían haberse olvidado de mi presencia; de lo contrario, no se habrían atrevido a hablar de Gabriel delante de mí.
—Nada —dijo Molly a la defensiva—. Es una auténtica leyenda.
Casi veía girar los engranajes de su mente. Sabía que su fascinación por Gabriel había ido en aumento en las últimas semanas, en buena parte por la actitud distante que él adoptaba. No deseaba que Molly sufriera el desaire al que inevitablemente habría de conducir aquel encaprichamiento. Gabriel era de piedra, por decirlo así, y totalmente incapaz de corresponder a sus sentimientos. Estaba tan alejado de la vida humana como el Cielo de la Tierra. Cuando él contemplaba a la humanidad, lo único que veía eran almas en peligro, y casi no distinguía entre hombres y mujeres. Me daba cuenta de que Molly incurría en el error de suponer que Gabriel funcionaba como los demás jóvenes que ella conocía: tipos con las hormonas disparadas, incapaces de resistir los encantos femeninos si la chica en cuestión jugaba sus cartas con destreza. Pero Molly, naturalmente, no tenía ni idea de quién era Gabriel. Él podía haber adoptado forma humana, pero en su naturaleza —a diferencia de mí— no había nada ni siquiera remotamente humano. En el Cielo lo conocían como el Ángel de la Justicia.
—Es un poquito rígido —dijo Clara.
—¡Para nada! —le espetó Molly—. Ni siquiera lo conoces.
—¿Y tú sí?
—Ojalá.
—Bueno, sigue suspirando.
—Es un profesor —intervino Megan— y tiene veintitantos.
—Los profesores de música están justo en el límite —dijo Molly con optimismo.
—Sí, pero justo por el lado contrario —replicó Taylah—. Olvídate, Molly. Él no juega en nuestra liga.
Molly entornó los ojos como si le hubiesen lanzado un desafío.
—No sé —dijo—. Yo prefiero pensar que juega en su propia liga.
Se hizo un brusco silencio, como si acabaran de advertir mi presencia, y cambiaron rápidamente de tema.
—Bueno —exclamó Megan con más jovialidad de la cuenta—. Volviendo al baile de promoción…
Cuando Joseph me dejó aquella tarde en casa, me encontré a Ivy preparando pastelitos en la cocina. Tenía la nariz algo manchada de harina y un brillo muy especial en los ojos, como si el proceso de elaboración le resultara fascinante. Había ordenado pulcramente todos los ingredientes en una hilera de vasos medidores y ahora estaba empezando a distribuirlos formando dibujos de simetría perfecta. Ninguna mano humana habría sido capaz de semejante filigrana. Los pastelitos parecían obras de arte en miniatura más que un producto pensado para comer. Me ofreció uno en cuanto entré.
—Tienen un aspecto fantástico —le dije—. ¿Puedo hablar contigo de una cosa?
—Claro.
—¿Tú crees que Gabriel me dejará ir al baile del colegio? Ivy hizo un alto y levantó la vista.
—Joseph te ha pedido que vayas con él, ¿no?
—¿Y qué si me lo ha pedido? —repliqué a la defensiva.
—Cálmate, (Tn) —me dijo mi hermana—. Estará muy guapo con un esmoquin…
—¿Me estás diciendo que no ves objeción?
—No. Me parece que haréis muy buena pareja.
—Ya, tal vez. Si consigo ir.
—No seas tan negativa —me reprendió—. Veremos qué le parece a Gabriel. Pero es una fiesta organizada por el colegio y sería una lástima perdérsela Me sentía impaciente por oír el veredicto. Arrastré a Ivy afuera y fuimos a buscar a Gabriel por la playa, a donde había ido a dar un paseo. La costa, por un lado, se extendía sinuosamente hacia la playa principal, donde había surfistas cabalgando las olas y heladerías ambulantes aparcadas bajo las palmeras. Por el otro lado, si aguzabas la vista, divisabas un panorama mucho más salvaje, con los abruptos acantilados de la Costa de los Naufragios y un promontorio llamado el Peñasco. Era una zona conocida por sus peligrosos vientos, por su oleaje embravecido y sus violentas corrientes. Algunos submarinistas se aventuraban a veces a buscar restos de los numerosos navíos que se habían hundido a lo largo de los años por aquella zona, pero normalmente no se veían más que gaviotas flotando tranquilamente en el agua.
Divisamos a nuestro hermano sentado sobre una roca, contemplando el mar. Con el reflejo del sol en su camiseta blanca, parecía rodeado de un aura de luz. Estaba demasiado lejos y no le veía la cara, pero me imaginé que tendría una expresión de profunda añoranza. A veces había en Gabriel una tristeza inefable que él procuraba ocultar. Yo creía que se debía a la carga de conocimientos que no podía compartir con nadie. Él sabía mucho más que Ivy, y no debía de ser fácil cargar solo con todo eso. Conocía todos los horrores del pasado y yo intuía que podía ver también las tragedias que aún habían de producirse. No era de extrañar que fuera pesimista. No tenía a nadie en quien confiar. Su servicio al Creador del universo llevaba aparejado un aislamiento total, lo que le confería una austeridad en sus modales que podía resultar incómoda para quienes no lo conocían. Los jóvenes lo adoraban, pero los adultos reaccionaban invariablemente como si los estuviera juzgando.
Gabriel se sintió observado y se volvió hacia nosotras. Di un paso atrás, porque tuve la impresión de que nos estábamos entrometiendo en su soledad, pero él cambió de expresión en cuanto nos vio e hizo señas para que nos acercáramos.
Cuando llegamos a su lado, nos ayudó a subir por las rocas y nos quedamos allí sentados un rato.
Yo pensé que no lo había visto tan relajado en mucho tiempo.
—¿Por qué tengo la sensación de que se avecina una encerrona? —murmuró Gabriel.
—Por favor, ¿puedo ir al baile de promoción? —le dije sin más.
Gabriel sacudió la cabeza, divertido.
—No sabía que querías asistir. No creía que te interesara.
—Es que va todo el mundo —le dije—. Es de lo único que hablan las chicas desde hace meses. Se llevarían una decepción si yo no fuera. Para ellas es muy importante. —Le di unos golpecitos en el brazo—. No me digas que piensas perdértelo.
—Me encantaría, pero me han pedido que ayude a vigilar —me respondió, nada ilusionado ante semejante perspectiva—. No sé cómo se les ocurren estas ideas. A mí todo el montaje me parece una pérdida de tiempo y de dinero.
—Forma parte de la vida del colegio —dijo Ivy—. ¿Por qué no te lo tomas como una especie de investigación?
—Exacto —añadí—. Estaremos en el meollo del asunto. Si lo que queríamos era mirar las cosas a distancia, podríamos habernos quedarnos en el Reino.
—Pero no habrá que vestirse de gala, ¿no? —preguntó Gabriel.
—¡Para nada! —dije, escandalizada—. Bueno, quizás un poquito.
Él dio un suspiro.
—Bueno, supongo que es sólo una noche.
—Y tú estarás allí para controlar —añadí.
—Ivy, esperaba que tú me acompañaras —dijo Gabriel.
—Claro —respondió mi hermana, aplaudiendo. Era típico de ella entusiasmarse una vez que nos habíamos puesto de acuerdo—. ¡Será fantástico!
La atmósfera estaba templada y despejada el sábado por la noche: el tiempo ideal para una fogata en la playa. El cielo tenía un matiz aterciopelado y soplaba del sur una brisa que mecía los árboles, como si se hicieran reverencias unos a otros. Yo debería haberme sentido al borde de la histeria, pero en mi interior todo me parecía perfectamente lógico. Estaba a punto de unir nuestros mundos, por contradictorios que fueran, y de cimentar así mi relación con Joseph.
Elegí cuidadosamente lo que iba a ponerme aquella noche y acabé decidiéndome por una falda holgada y una blusa de estilo campesino con el cuello bordado. Cuando bajé, Gabriel e Ivy estaban en el salón; Gabe leyendo las letras minúsculas de un texto religioso con ayuda de una lupa: una estampa tan incongruente, dado su físico juvenil, que tuve que reprimir una risita. Ivy, por su parte, trataba en vano de adiestrar a Phantom dándole algunas órdenes básicas.
—Siéntate, Phantom —le decía, con esa voz empalagosa que la gente suele reservar para los bebés—. Hazlo por mami.
Yo estaba segura de que Phantom no obedecería mientras utilizase aquel tono con él. Era un perro muy inteligente y no le gustaba que lo tratasen como si fuera tonto. Me imaginaba que su expresión sólo podía ser de desdén.
—No llegues demasiado tarde —me advirtió Gabriel.
Él sabía que me iba a dar una vuelta por la playa con Molly y sus amigos, y también que entre ellos estaría Joseph. No había puesto ninguna objeción, así que me figuré que estaba empezando a calmarse en lo tocante a mi vida social. El peso que suponía sobrellevar nuestra misión implicaba que a veces uno de nosotros necesitaba rehuir un rato sus deberes. Nadie protestaba cuando él se iba a correr en solitario, ni cuando Ivy se encerraba en el anexo de invitados con su bloc de dibujo como única compañía, así que no había motivo para no concederme a mí la misma licencia cuando necesitaba airearme un poco.
Confiaban en mí lo suficiente como para no hacer demasiadas preguntas, y yo me odiaba a mí misma al pensar que iba a traicionarlos. Pero ya no había marcha atrás: quería hacer partícipe a Joseph de mi mundo secreto, deseaba con locura llegar a ese grado de intimidad. Junto a esa determinación, no dejaba de haber en mí un miedo persistente a que esa transgresión me acarreara un severo castigo. Pero yo procuraba alejar de mi mente la preocupación y la llenaba con la imagen de Joseph. A partir de aquella noche, nos enfrentaríamos juntos a todo.
No pensaba quedarme hasta muy tarde: sólo el tiempo suficiente para contarle mi secreto a Joseph y enfrentarme con su reacción, fuera cual fuese. Había revisado una y otra vez todas las posibilidades y las había acabado reduciendo a tres. Podía quedarse cautivado, consternado o aterrorizado. ¿Me tomaría por una pieza de museo?
¿Llegaría a creer la verdad cuando por fin me armase de valor para decirla, o pensaría que era una broma de mal gusto? Estaba a punto de descubrirlo.
—(Tn) ya sabe cuidarse de sí misma —dijo Ivy—. ¡Siéntate, Phantom! ¡Siéntate!
—No es (Tn), sino el resto del mundo lo que me preocupa —dijo Gabriel—. Ya hemos visto algunas de las estupideces más corrientes. Vete con cuidado y mantente ojo avizor.
—¡A sus órdenes! —dije, haciéndole un saludo militar y pasando por alto las punzadas de culpabilidad que sentía en el pecho. Aquello no me lo iba a perdonar Gabriel así como así.
—¡Siéntate, Phantom! —decía Ivy con su tonillo arrullador—. ¡Sobre el trasero!
—¡Ay, por Dios! —Gabriel dejó el libro y apuntó a Phantom con un dedo—. Siéntate —le ordenó con voz grave.
Phantom lo miró tímidamente y se tendió en el suelo.
Ivy frunció el ceño, decepcionada
—¡Yo llevaba todo el día intentándolo! ¿Por qué será que sólo hacen caso de la autoridad masculina?
Descendí con ligereza los estrechos escalones y empecé a recorrer el sendero lleno de maleza que iba a la playa. A veces se distinguían en la arena huellas de serpiente, o se cruzaba una lagartija a toda velocidad. Las ramitas se quebraban bajo mis pies con un chasquido. La arboleda era tan densa en algunos puntos que formaba un espeso dosel por el que sólo se colaba alguna que otra esquirla del sol del atardecer. Una orquesta de cigarras ahogaba los demás sonidos, salvo el rugido del océano. Si me perdía, siempre podría orientarme siguiendo el rumor de su oleaje.
Llegué a la playa de arena blanca y sedosa, que crujía bajo mis pies. Habían decidido montar la fogata cerca de los acantilados porque sabían que la zona estaría desierta. Me encaminé hacia allí pensando que aquel paisaje parecía mucho más escabroso de noche. No había más que un pescador solitario plantado en la orilla. Lo observé mientras recogía el sedal para examinar su captura; enseguida volvió a arrojar al agua el cuerpo palpitante del pez. Advertí que el océano cambiaba de color con la distancia: era azul oscuro en lo más profundo, allí donde se juntaba con el horizonte; casi aguamarina en medio; y de un verde claro y vidrioso entre el oleaje que lamía la orilla. Vi un promontorio que se destacaba a lo lejos y un faro blanco encaramado en lo alto. Desde donde yo estaba, parecía del tamaño de un dedal.
Para entonces ya empezaba a oscurecer. Oí ruido de voces y luego distinguí a varias figuras que iban apilando apuntes, exámenes, hojas de ejercicios y otros materiales inflamables en un gran montón para encender la fogata. No había música atronando ni una masa apretada de cuerpos, como en la fiesta de Molly. Aún eran pocos los presentes y se limitaban a tumbarse en la arena, echando tragos de cerveza y pasándose cigarrillos liados a mano. Molly y sus amigas todavía no habían llegado.
Joseph estaba sentado en un tronco caído y medio enterrado en la arena. Llevaba tejanos, una holgada sudadera azul claro y la cruz de plata colgada al cuello. Tenía una botella a medias en la mano y se reía a carcajadas de la imitación que estaba haciendo uno de los chicos. La luz de las llamas bailaba en su rostro, dándole un aspecto más cautivador que nunca —Eh, (Ta) —dijo alguien, y los demás me saludaron con la mano o con un gesto de cabeza. ¿Había dejado la gente por fin de considerarnos material de «interés informativo»?, ¿habían aceptado ya que íbamos los dos en el mismo paquete? Sonreí a todos tímidamente y me deslicé enseguida junto a Joseph, donde me sentía segura.
—Tienes un olor increíble —me dijo y se inclinó para besarme en lo alto de la cabeza. Algunos de sus amigos silbaron, le dieron codazos o pusieron los ojos en blanco.
—Venga. —Me ayudó a levantarme—. Vamos.
—¿Ya os marcháis? —se mofó uno de sus amigos —Sólo vamos a dar un paseo —dijo Joseph con buen talante—. Si no tienes inconveniente.
Oímos algunos silbidos a nuestra espalda mientras nos alejábamos del grupo y del calor de la fogata recién encendida. Procedían del círculo de los amigos íntimos de Joseph y sabía que no pretendían ofender. Sus voces se amortiguaron enseguida para convertirse en un zumbido lejano.
—No puedo quedarme hasta muy tarde, Joseph.
—Ya me lo figuraba.
Me puso un brazo sobre los hombros despreocupadamente, mientras recorríamos la playa en silencio hacia los acantilados, convertidos ya en negras siluetas dentadas que se recortaban contra el cielo nocturno. La cálida presión del brazo de Joseph hacía que me sintiera protegida. Sabía que la fría sensación de inseguridad regresaría en cuanto me separase de él.
Cuando me hice un corte en el pie con el filo de una concha, Joseph se empeñó en llevarme en brazos. En la oscuridad, por suerte, él no podía ver cómo se me curaba el corte por sí mismo. Aunque el dolor ya se había mitigado, seguí aferrada a él, decidida a disfrutar de la situación. Relajé todo mi cuerpo, dejando que se fundiera con el suyo. En mi entusiasmo por pegarme todo lo posible a él, le metí sin querer un dedo en el ojo. Me sentí tan torpe como una colegiala, justamente cuando debería haberme comportado con la grácil levedad de un ángel. Me disculpé una y otra vez.
—No pasa nada, aún me queda otro —bromeó, mientras le lloraba el ojo a causa del golpe. Él parpadeaba y lo guiñaba para librarse de las lágrimas.
Volvió a depositarme en el suelo cuando llegamos a una ensenada arenosa sumida bajo la sombra del acantilado. Las rocas dentadas formaban un arco natural, como la entrada a otro mundo, y la luz de la luna le daba a la arena un tono azul nacarado. Una empinada serie de escalones conducía hasta lo alto, desde donde se disfrutaba de la mejor vista del faro. En el agua, junto a la orilla, sobresalían a la superficie formaciones rocosas dispersas como monolitos. Casi nadie solía aventurarse por allí, salvo algún grupo ocasional de turistas. La mayoría prefería quedarse en la playa principal, donde tenían a mano los cafés y las tiendas de regalos. Aquel sitio estaba totalmente apartado: no había nada ni nadie a la vista. El único sonido era el de los embates del mar: como un centenar de voces hablando una lengua misteriosa.
Joseph se sentó y apoyó la espalda contra la fría roca. Yo me quedé rondando a su lado, sin querer aplazar más lo inevitable pero sin saber cómo empezar. Ambos sabíamos a qué habíamos venido: yo quería desahogarme y contarle al fin mi secreto. Me imaginaba que Joseph había estaba aguardando aquel momento tanto como yo, pero no sabía lo que se le venía encima.
Ahora se quedó en silencio, esperando mis palabras, pero yo tenía la boca completamente seca. Se suponía que era mi gran momento. Había planeado revelarle mi identidad aquella noche. Durante toda la semana me había parecido que el tiempo transcurría lentamente, que las horas desfilaban a paso de tortuga. Pero ahora que había llegado al fin el momento, era como si quisiera ganar un poco más de tiempo. Me sentía como una actriz que olvida bruscamente su texto, aunque durante los ensayos previos le saliera a la perfección. Sabía lo que debía decirle básicamente, pero no recordaba cómo hacerlo, ni con qué gestos acompañarlo ni en qué orden iba a explicárselo Deambulé de aquí para allá por la orilla, retorciéndome las manos, mientras me preguntaba cómo empezar. A pesar de que hacía una noche templada, sentía escalofríos, y mi vacilación estaba empezando a impacientar a Joseph.
—Sea lo que sea, (Ta), dímelo de una vez. Podré resistirlo.
—Gracias, pero la cosa es un poquito más complicada.
Me había imaginado la escena más de un centenar de veces, pero ahora no me salían las palabras.
Joseph se levantó y me puso las manos en los hombros para tranquilizarme —Escucha. No importa lo que estés a punto de contarme, eso no va a cambiar lo que pienso de ti. Es imposible.
—¿Por qué imposible?
—No sé si te has dado cuenta, pero estoy loco por ti.
—¿De veras? —dije, complacida por aquella súbita distracción.
—¿No lo habías notado? Mal asunto. Tendré que ser más demostrativo de ahora en adelante.
—Eso será si todavía deseas que sigamos juntos después de esta noche.
—Cuando me conozcas mejor, descubrirás que no soy de los que salen corriendo. Me cuesta mucho tiempo tomar una decisión sobre la gente, pero, una vez que la he tomado, me mantengo firme a su lado.
—¿Incluso si te has equivocado?
—No creo que me equivoque contigo.
—¿Cómo puedes decir eso cuando no sabes lo que voy a contarte? —murmuré.
Joseph abrió los brazos, dispuesto a recibir el golpe.
—Deja que te lo demuestre.
—No puedo —negué con voz entrecortada—. Tengo miedo. ¿Y si no quieres volver a verme nunca más?
—Eso no va a suceder, (Ta) —dijo, ahora con tono más enérgico. Bajó la voz y añadió con toda seriedad—: Ya sé que es un trago difícil, pero vas a tener que confiar en mí.
Lo miré a los ojos, que relucían como dos estanques de miel, y comprendí que tenía razón. Confiaba en él.
—Primero dime una cosa —murmuré—. ¿Qué es lo más espeluznante que te ha pasado en tu vida?
Joseph reflexionó unos instantes.
—Bueno, mirar desde lo alto de un descenso en rápel de treinta metros fue bastante espeluznante. Y una vez, en un viaje con el equipo de waterpolo infantil, incumplí una de las normas y el entrenador Benson me agarró por su cuenta. Es un tipo bastante intimidante cuando quiere y me hizo pedazos. No me dejó participar al día siguiente en el partido contra Creswell.
Por primera vez me dejó impresionada su inocencia humana; si aquélla era su definición de una experiencia terrorífica, ¿qué posibilidades tenía de sobrevivir ante la bomba que yo estaba a punto de soltar?
—¿Y ya está? —pregunté, aunque me salió un tono más brusco de lo que pretendía—. ¿Eso ha sido lo más espeluznante de todo?
Me miró a los ojos.
—Bueno, supongo que podrías incluir aquella noche también, cuando me llamaron para decirme que había habido un incendio en casa de mi novia. Aunque de eso preferiría no hablar…
—Lo siento. —Miré al suelo. No entendía cómo había sido tan estúpida para olvidarme de Emily. Joseph conocía una pérdida, una tristeza y un dolor que yo no había experimentado.
—No lo sientas. —Me cogió la mano—. Sólo escucha: vi a la familia después. Estaban todos en la calle y yo por un momento pensé que no había pasado nada. Esperaba verla entre ellos. Me acerqué dispuesto a consolarla. Pero entonces vi la cara de su madre. Una cara… bueno, como si ya no tuviera motivo para seguir viviendo. Entonces lo supe. No sólo había desaparecido su casa: Emily también se había ido.
—¡Qué espanto! —susurré, mientras notaba que se me llenaban los ojos de lágrimas. Joseph me las secó con el pulgar.
—No te lo cuento para afligirte —me dijo—. Te lo cuento para que sepas que no puedes asustarme. Puedes decirme lo que sea. No saldré corriendo.
Así pues, inspiré hondo y empecé la confesión que habría de cambiar nuestras vidas para siempre.
—Quiero que sepas que si todavía me quieres después de esta noche… en fin, que nada podría hacerme más feliz. —Joseph sonrió y alargó una mano para acariciarme, pero yo lo detuve—. Déjame terminar primero. Voy a procurar explicártelo de la mejor manera posible.
Él asintió, cruzando los brazos, y me prestó toda su atención. Durante una fracción de segundo, lo vi como si fuera un colegial sentado en primera fila: un chico ansioso por complacer, expectante ante las instrucciones del profesor.
—Sé que te parecerá una locura —le dije—, pero quiero que me mires caminar.
Parpadeó con cierta perplejidad, pero no discutió.
—Está bien.
—Pero no me mires a mí; mira la arena.
Sin apartar la vista de su rostro, describí lentamente un círculo alrededor de él —¿Qué has notado? —pregunté.
—Que no dejas huellas —respondió Joseph, como si fuera la cosa más evidente del mundo—. Un truco guay. Seguramente te haría falta comer un poco más.
Por ahora, todo bien. No era fácil desconcertarle. Sonreí con tristeza, me senté a su lado y giré el pie para que pudiera ver la planta. La piel, suave y de color melocotón, se veía intacta.
—Antes me he cortado…
—Pero no hay ningún corte —dijo Joseph, arrugando la frente—. ¿Cómo puede…?
Antes de que pudiera terminar, le tomé la mano y me la puse en el estómago —¿Notas la diferencia? —pregunté.
Sus dedos recorrieron delicadamente mi vientre. Se detuvo al llegar justo al centro y presionó un poco, buscando con el pulgar la hendidura del ombligo.
—No vas a encontrarlo —dije, antes de que pronunciase palabra—. No tengo.
—¿Qué te pasó? —preguntó Joseph. Debía figurarse que había sufrido algún accidente y que era sólo una secuela.
—No me pasó nada. Es lo que soy.
Casi percibía su esfuerzo mental para tratar de encajar todas las piezas.
—¿Quién eres? —Fue apenas un susurro —Estoy a punto de mostrártelo. ¿Te importaría cerrar los ojos? No los abras hasta que yo te lo diga.
Cuando comprobé que los tenía del todo cerrados, me apresuré a subir de tres en tres los empinados escalones del acantilado. Una vez arriba, avancé de puntillas y me situé en el borde, justo por encima de donde estaba Joseph. El suelo de roca era áspero e irregular, pero conseguí mantener el equilibrio. Aunque estaba a unos diez metros, la altura no me intimidó. Sólo confiaba en ser capaz de llevar a cabo mi plan. El corazón me palpitaba, casi me daba brincos en el pecho. Oía dos voces a la vez en mi cabeza. «¿Qué estás haciendo?», gritaba una. «¿Te has vuelto loca? ¡Baja corriendo, vuelve a casa! ¡Todavía no es demasiado tarde!» La otra voz tenía otras ideas. «Ya has llegado hasta aquí —decía—. No puedes echarte atrás ahora. Tú sabes bien cuánto le quieres. Nunca podrás estar con él si no lo haces. Muy bien, sí, pórtate como una cobarde y márchate. Deja que siga con su vida y que se olvide de ti. Espero que disfrutes de tu eterna soledad.»
Me tapé la boca con la mano para no gritar de pura frustración. No tenía sentido darle más vueltas. Ya había tomado mi decisión.
—¡Ya puedes abrir los ojos! —le grité a Joseph.
Primero miró alrededor sorprendido y sólo después levantó la vista. Agité la mano cuando me vio —¿Qué haces ahí arriba? —Detecté una nota de pánico en su voz—. Esto no tiene ninguna gracia, (Ta). Baja ahora mismo antes de que te hagas daño.
—No te preocupes. Ya bajo —le dije—. A mi manera.
Di un paso más y me balanceé al borde del acantilado, depositando todo mi peso en el pulpejo de los pies. La roca me arañaba la piel, pero yo apenas lo notaba. Era como si ya estuviera volando. Me invadía el deseo imperioso de sentir de nuevo el viento alborotándome el pelo.
—¡Basta ya, (Ta)! ¡No te muevas, voy a buscarte! —oí que gritaba Joseph, pero yo ya no le escuchaba.
Mientras el viento me agitaba las ropas, extendí los brazos y me dejé caer desde lo alto del acantilado. Si hubiera sido humana, habría sentido que se me subía el estómago a la boca; yo, en cambio, noté que mi corazón se aligeraba y que todo mi cuerpo hormigueaba de pura embriaguez. Caí en picado hacia el suelo, disfrutando de la presión del viento en mis mejillas. Joseph dio un grito y corrió a atraparme, pero sus esfuerzos eran inútiles. Esta vez no necesitaba que me salvaran. A medio camino, bajé los brazos y dejé que se produjera la transformación. Una luz cegadora surgió del interior de mi cuerpo, brotando de cada poro y haciendo que me resplandeciera la piel como un metal candente. Vi que Joseph retrocedía, protegiéndose los ojos con una mano. Noté que mis alas se liberaban de detrás de mis omoplatos y explotaban bruscamente, haciendo trizas la fina tela de la blusa. Completamente desplegadas, arrojaban sobre la arena una larga sombra, como si yo fuera un pájaro majestuoso.
Joseph se había agazapado y advertí que la luz palpitante lo deslumbraba. Yo me sentía expuesta y desnuda mientras planeaba allá arriba y batía las alas para sostenerme en el aire. Pero también experimentaba una extraña euforia. Sentía con placer cómo se extendían los tendones de mis alas, muy necesitados de ejercicio; últimamente pasaban demasiado tiempo agarrotados bajo las ropas. Contuve la tentación de volar más alto y de zambullirme entre las nubes. Me limité a planear unos instantes y luego descendí de golpe y me posé suavemente en la arena. La incandescencia que me rodeaba empezó a extinguirse en cuanto mis pies tocaron suelo firme.
Joseph se frotaba los ojos y parpadeaba, tratando de recuperar la visión. Finalmente, me vio. Dio un paso atrás, estupefacto, con los brazos caídos y flácidos, como si no supiera bien qué hacer con ellos. Yo permanecí frente él, todavía con la piel encendida. Los restos de mi camisa me colgaban como tentáculos. Un par de alas prominentes se arqueaban a mi espalda, ligeras como plumas, pero con un aspecto poderoso. Tenía el pelo echado hacia atrás y sabía que el cerco de luz en torno a mi cabeza debía brillar como nunca.
—¡Joder, la Virgen! —soltó Joseph.
—¿Te importaría no blasfemar? —le dije educadamente. Él me miró, sin saber qué decir—. Lo sé —añadí, suspirando—. Ésta no te la esperabas. —Señalé la playa con un gesto—. Ahora puedes irte, si quieres.
Joseph permaneció inmóvil un instante, mirándome con unos ojos como platos. Luego me rodeó lentamente y noté que me rozaba las alas delicadamente con los dedos. Aunque no lo pareciera, eran delgadas como pergamino y apenas pesaban. Noté por su expresión que se había quedado maravillado ante aquellas plumas blancas tan frágiles y ante las finísimas membranas que se vislumbraban a través de la piel translúcida.
—Uau —dijo, pasmado—. Es tan…
—¿Monstruoso?
—Increíble —dijo—. Pero ¿quién eres entonces? No puedes ser…
—¿Un ángel? —respondí—. Premio.
Joseph se frotó la nariz, mientras trataba de encontrarle sentido a todo aquello.
—No puede ser real —dijo al fin—. No lo entiendo.
—Claro que no —susurré—. Mi mundo y el tuyo están a años luz —¿Tu mundo? —preguntó, incrédulo—. Esto es demencial.
—¿El qué?
—Estas cosas son pura fantasía. ¡No suceden en la vida real!
—Es real. Yo soy real.
—Ya —contestó—. Lo más espeluznante es que te creo. Perdona, necesito un minuto…
Se desplomó en la arena con la cara contraída, como quien trata de resolver un enigma indescifrable. Intenté figurarme lo que sucedía en su cabeza. Debía de ser un caos total. Tendría millones de preguntas.
—¿Estás enfadado? —pregunté —¿Enfadado? —repitió—. ¿Por qué habría de estarlo?
—Por no habértelo dicho antes.
—Estoy intentando entenderlo.
—Ya entiendo que no debe de ser fácil. Tómatelo con calma.
Permaneció en silencio un buen rato. Su pecho subía y bajaba agitadamente. Debía de estar produciéndose una gran lucha en su interior. Se incorporó y pasó una mano lentamente alrededor de mi cabeza. Yo sabía que sus dedos detectarían el calor que emitía mi halo.
—Vale, o sea que los ángeles existen —admitió al fin, hablando despacio, como si se estuviera convenciendo a sí mismo—. Pero ¿qué haces aquí, en la Tierra?
—Ahora mismo somos miles los que estamos distribuidos bajo apariencia humana por todo el planeta —respondí—. Formamos parte de una misión.
—¿Con qué objetivo?
—Es difícil de explicar. Estamos aquí para ayudar a la gente a reconectarse entre sí, a amarse unos a otros. —Joseph me miraba confuso, así que procuré explicarme—. Hay demasiada ira en el mundo, demasiado odio, lo cual espolea a las fuerzas oscuras y las estimula. Una vez desatadas, es casi imposible dominarlas. Nuestro trabajo consiste en contrarrestar toda esa negatividad, en impedir que se produzcan más desastres. Este lugar, por ejemplo, se ha visto afectado gravemente.
—¿Estás diciendo que las cosas malas que han sucedido aquí se deben a las fuerzas oscuras?
—Más o menos.
—Y con «fuerzas oscuras» te refieres al demonio, ¿no?
—Bueno, a sus representantes al menos.
Joseph parecía a punto de echarse a reír, pero se contuvo.
—¡Qué locura! ¿Quién se supone que te ha enviado a esta misión?
—Creía que eso resultaría obvio.
Joseph me miró incrédulo.
—No querrás decir…
—Sí.
Me miró consternado, como si un huracán lo hubiese lanzado por los aires y hubiera vuelto a arrojarlo al suelo. Se apartó el pelo de la frente.
—¿Me estás diciendo… que Dios existe de verdad?
—No estoy autorizada a hablar de ello —contesté, pensando que sería mejor que la conversación no fuera más lejos—. Hay cosas que quedan más allá de la comprensión humana. Me vería en un aprieto si intentara explicártelo. Ni siquiera deberíamos pronunciar su nombre.
Joseph asintió.
—Pero ¿hay vida después de la muerte? —dijo—. ¿Un Cielo?
—Sin duda.
—Entonces… —Se frotó la barbilla, pensativo—. Si existe el Cielo, es lógico pensar… que también debe de haber…
Completé su pensamiento.
—Sí, también. Pero, por favor, basta de preguntas por ahora.
Joseph se masajeó las sienes, como buscando la mejor manera de procesar toda aquella información.
—Perdona —le dije—. Comprendo que debe de ser abrumador.
Él me tranquilizó con un gesto, mientras seguía tratando de hacerse una idea coherente.
—A ver si me aclaro. Los ángeles estáis metidos en una misión para ayudar a la humanidad… ¿y tú has sido destinada a Venus Cove?
—En realidad, Gabriel es un arcángel —lo corregí—. Pero, por lo demás, sí.
—Ah, vale. Así se explica que sea tan poco impresionable —dijo Joseph con ligereza.
—Eres la única persona que lo sabe —le advertí—. No puedes decirle una palabra a nadie.
—¿A quién voy a contárselo? —exclamó—. ¿Y quién va a creerme, además?
—Bien observado.
Se echó a reír de improviso.
—Mi novia es un ángel —dijo, y luego lo repitió en voz más alta, cambiando el énfasis, probando a ver qué tal sonaba—. Mi novia es un ángel.
—Baja la voz, Joseph —le advertí.
Sonaba tan extravagante y tan sencillo a la vez que no pude reprimir una risita. Cualquier otra persona habría entendido al oírle que no era más que un adolescente enamorado manifestando su rendida admiración. Sólo nosotros dos lo entendíamos de otra manera. Ahora compartíamos un secreto: un peligroso secreto que nos acercaba más que nunca. Era como si hubiéramos sellado un vínculo, cerrando la brecha entre ambos y volviéndolo definitivo.
—Me preocupaba muchísimo que no quisieras saber nada de mí en cuanto lo descubrieras.
Suspiré con una gran sensación de alivio.
—¿Bromeas? —Alargó la mano y enrolló en su dedo un mechón de mi pelo—. Debo de ser el tipo más afortunado del mundo.
—¿Cómo es eso?
—¿No te parece obvio? Tengo aquí mismo mi pequeña parcela del Cielo.
Me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia sí. Yo restregué la nariz contra su pecho, aspirando su fragancia.
—¿Me prometes no hacer demasiadas preguntas?
—Sólo respóndeme ésta —replicó—. Supongo que esto hace que lo nuestro sean un gran… —Completó la frase meneando el dedo y chasqueando la lengua con seriedad. Me alegró que se le hubiera pasado la impresión y que empezara a comportarse como el de siempre.
—No sólo grande —dije—, sino el más grande.
—No te preocupes. Me encantan los desafíos.
jajaja me encanta cuando dice - Joder la Virgen!!
jajaja mori de risa :P
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
15
El Cónclave
—Bueno, y ahora, ¿qué? —preguntó Joseph.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora que sé lo tuyo.
—No tengo ni idea, la verdad. Nunca se había dado entre nosotros una situación parecida —reconocí.
—O sea que por mucho que seas un ángel… —vaciló.
—Eso no implica que tenga respuesta para todo —dije, concluyendo su frase.
—Creía que sería una de las ventajas.
—Por desgracia, no.
—Bueno, a mí me parece que mientras nadie más lo sepa, estás a salvo. Porque en cuestión de secretos, yo soy una tumba. Pregunta a mis amigos.
—Sé que puedo confiar en ti. Pero tienes que saber otra cosa. —Hice una pausa. Aquélla iba a ser la parte más difícil.
—De acuerdo. —Joseph pareció armarse de valor.
—Has de comprender que tarde o temprano la misión concluirá y que tendremos que volvernos a casa —le expliqué.
—A casa, en el sentido… —Levantó los ojos al cielo.
—Exacto.
Aunque debía de esperarse la respuesta, aparecieron en su rostro indicios de desazón. Sus ojos color ámbar se oscurecieron y en sus labios se dibujó un rictus de contrariedad.
—Y después, ¿volverás alguna vez? —preguntó con voz tirante.
—No lo creo —murmuré—. Y si llego a volver, no es probable que sea pronto. Ni siquiera al mismo sitio.
Joseph se puso rígido.
—¿Y tú no tienes ni voz ni voto? —preguntó con una nota de incredulidad—. ¿Qué hay del libre albedrío?
—Ése fue un don otorgado a la humanidad, ¿recuerdas? A nosotros no nos incumbe. Mira, si hay alguna manera de que me quede, todavía no se me ha ocurrido —proseguí—. Yo ya sabía al venir que no iba a ser algo permanente, que al final habríamos de marcharnos. Pero no esperaba encontrarte. Y ahora que te he encontrado…
—No puedes irte —dijo Joseph sencillamente, con el mismo tono desapasionado con el que podría haber dado la previsión del tiempo: chubascos ocasionales a última hora. Traslucía seguridad, como retando a cualquiera a desafiar su convicción.
—Yo siento lo mismo —le dije, frotándole los hombros para aliviar la tensión que lo atenazaba—, pero no depende de mí.
—Es tu vida —replicó.
—No es así exactamente. Yo estoy, como si dijéramos, con un contrato de alquiler.
—Tendremos que renegociar las cláusulas del contrato.
—¿Cómo pretendes hacerlo? No es como llamar por teléfono, ¿sabes?
—Déjame pensarlo.
Debía reconocer que su determinación era impactante y típicamente humana. Me acurruqué entre sus brazos.
—No hablemos más esta noche —le propuse. No quería arruinar el momento dándole vueltas a algo que no podíamos cambiar. Por ahora, me bastaba con que deseara que me quedase a su lado y con su disposición a enfrentarse incluso con los poderes celestiales para conseguirlo—. Ahora mismo estamos juntos; no nos amarguemos pensando en el futuro. ¿Vale?
Joseph asintió y se dejó llevar en cuanto pegué mis labios a los suyos. La tensión pareció desaparecer en un instante, y los dos caímos sobre la arena. Notaba cómo encajaban a la perfección nuestros cuerpos. Él me rodeaba la cintura con los brazos mientras yo le deslizaba los dedos por el pelo y le acariciaba la cara. Nunca había besado a nadie más, pero sentía como si una extraña se hubiera apoderado de mi cuerpo: una extraña que sabía muy bien lo que se hacía. Ladeé la cabeza para reseguir su mandíbula con los labios, bajando por el cuello y continuando por la clavícula. Él contuvo la respiración un momento. Me tomó la cara con ambas manos, acariciándome el pelo y poniéndomelo detrás de las orejas.
No sabría decir cuánto tiempo permanecimos así, entrelazados sobre la arena, a ratos fundidos en un abrazo, a ratos mirando la luna y el acantilado que se alzaba sobre nosotros. Lo único seguro es que cuando quise darme cuenta, había pasado mucho más tiempo de lo que pensaba. Me incorporé, sacudiéndome la arena de la ropa y de la piel.
—Se ha hecho tarde —dije—. He de volver a casa.
La imagen de Joseph desparramado sobre la arena, con su pelo castaño desordenado y una media sonrisa en los labios, resultaba tan seductora que me entró la tentación de tenderme de nuevo a su lado. Pero me las arreglé para serenarme y me dispuse a volver por donde habíamos venido.
—Eh, (Ta) —me dijo, levantándose—. Igual te convendría… hum, taparte.
Necesité un momento para advertir que aún se me veían las alas perfectamente entre la camisa desgarrada.
—¡Ah, sí, gracias!
Me lanzó su sudadera y yo me apresuré a pasármela por la cabeza. Me iba muy grande y prácticamente me llegaba a medio muslo, pero era cálida y agradable y olía deliciosamente a él. Cuando nos separamos, hice todo el trayecto hasta casa corriendo con la sensación de que seguía a mi lado. Pensaba dormir con la sudadera y empaparme de su fragancia.
Al llegar al patio trasero de Byron, que estaba cubierto de maleza, me pasé rápidamente los dedos por el pelo y me alisé la ropa para que pareciese que venía de dar un inocente paseo en grupo, y no de una cita secreta en una playa bañada por la luz de la luna. Luego me desplomé en el pesado columpio de madera, que rechinó bajo mi peso. Apoyé la mejilla en la áspera soga, que colgaba de la rama retorcida del roble, y miré hacia el interior de la casa. Por la ventana del salón vi a mis hermanos sentados bajo la luz de lámpara: Ivy tejiendo unos guantes y Gabriel tocando la guitarra. Mientras los contemplaba, sentí que los fríos dedos de la culpa me envolvían el pecho.
Había luna llena y su claridad azulada inundaba el jardín e iluminaba una estatua medio derruida que sobresalía entre los arbustos. Era un ángel de expresión severa que alzaba la vista hacia el cielo, con las manos entrelazadas sobre el pecho en un gesto de devoción. Gabriel la consideraba una pobre imitación y más bien desagradable, pero Ivy la encontraba bonita. A mí, personalmente, siempre me había resultado algo inquietante. No sabía si la luz me jugaba una mala pasada o eran sólo imaginaciones mías, pero mientras contemplaba la estatua en la penumbra me pareció que volvía los ojos para mirarme y que me apuntaba acusadoramente con un dedo.
La ilusión no duró más que un segundo, pero bastó para que saltara de golpe del columpio. Éste se bamboleó hacia atrás y fue a chocar con el tronco ruidosamente. Antes de que pudiera echarle otro vistazo al ángel para comprobar si no estaría perdiendo el juicio, oí que se deslizaban y abrían del todo las puertas cristaleras. Ivy apareció en la terraza como un espectro. La luz de la luna alumbraba su piel blanca como la nieve y resaltaba las venas verde azuladas de sus brazos y su pecho.
—¿(Tn), eres tú? —hablaba con voz almibarada, y la expresión de su rostro parecía tan confiada que me resultó mortificante. Se me hizo un nudo en el estómago y me entraron náuseas. Me vislumbró entre las densas sombras del roble—. ¿Qué haces ahí? Entra.
Dentro de casa, todo resultaba familiar y tranquilizador. La luz amarillenta de la lámpara se reflejaba en las tablas del suelo; la cama de Phantom, con su estampado de pezuñas, ocupaba su sitio habitual junto al sofá; y los libros de arte de Ivy y las revistas de decoración se hallaban cuidadosamente ordenadas sobre la mesita de café.
Gabriel levantó la vista cuando entré.
—¿Una buena velada? —me preguntó con una sonrisa. Intenté devolvérsela, pero me pareció que tenía paralizados los músculos de la cara. Era como si el peso de lo que había hecho me abrumara y me hundiera la cabeza bajo el agua, de tal manera que no podía respirar. Cuando estaba con Joseph me resultaba fácil olvidar que yo tenía otro lugar en el mundo y que no sólo le debía lealtad a él.
No me arrepentía de haberle revelado la verdad, pero yo no soportaba los subterfugios, especialmente cuando tenían que ver con mi familia. Me aterrorizaba pensar cómo reaccionarían mis hermanos cuando descubrieran lo que había hecho. ¿Sería capaz de hacerles comprender mis motivos? Pero lo que más miedo me daba era que los poderes del Reino suspendieran nuestra misión o exigiesen mi retirada inmediata. En uno u otro caso, me vería obligada a abandonar la Tierra y a separarme de la persona que más me importaba.
Gabriel debía de haber advertido que llevaba puesta la sudadera de Joseph, pero se abstuvo de hacer comentarios. Aunque una parte de mí deseaba confesarlo todo allí mismo, me obligué a morderme la lengua. Me disculpé por llegar tarde, alegué que estaba cansada y me excusé sin más, rechazando la taza de chocolate que me ofrecía Ivy y las galletas que ella misma había preparado aquella tarde.
Gabriel me llamó cuando ya estaba al pie de la escalera y yo aguardé mientras se acercaba. El corazón se agitaba en mi pecho. Mi hermano tenía unas dotes de observación terroríficas y estaba segura de que había notado que yo no era la de siempre. Esperaba que me mirase fijamente, que empezara a hacerme preguntas extrañas o a lanzarme acusaciones, pero lo único que hizo fue ponerme una mano en la mejilla (noté el frío metal de sus anillos) y darme un beso en la frente. Su rostro exquisito parecía totalmente relajado aquella noche. Algunos mechones de pelo rubio se le habían escapado de la cinta que se ponía a veces para recogérselo. Sus ojos de color lluvia habían perdido parte de su severidad y me miraban con genuino afecto fraternal.
—Me siento orgulloso de ti, (Tn) —dijo—.
Has hecho grandes progresos en poco tiempo y estás aprendiendo a tomar mejores decisiones. Llévate arriba a Phantom. Te andaba buscando muy ansioso hace un rato.
Me hizo falta toda mi fuerza de voluntad para contener las lágrimas.
Arriba, ya acostada y con el cálido cuerpo dePhantom a mi lado, dejé que fluyeran con toda libertad. Sentía que mis mentiras se me deslizaban por dentro como serpientes, envolviéndome poco a poco y apretándome con sus anillos. Me parecía que exprimían todo el aire de mis pulmones y me estrechaban el corazón. Aparte de la culpa lacerante que recorría mi cuerpo como un veneno, me invadía un temor espantoso. ¿Seguiría en la Tierra cuando despertase? No lo sabía. Quería rezar, pero no podía. Estaba demasiado avergonzada, después de los pecados que había cometido, para hablar con Nuestro Padre. Sólo llevaba unas horas con mi secreto y ya me sentía deshecha.
Junto a la sensación de culpa y vergüenza, sin embargo, había una ira latente ante la conciencia de que mi destino no se hallaba en mis manos. Joseph me había inoculado esa idea. El futuro de mi relación con él sería decidido sin mi intervención, y lo peor de todo era que yo no sabía cuándo. Mi estancia en la Tierra no venía con una fecha de caducidad definida. ¿Y si ni siquiera tenía la oportunidad de despedirme de él? Aparté las mantas de una patada a pesar de que sentía un frío glacial. Empezaba a pensar que no podía concebir mi existencia sin la compañía de Joseph. No quería.
Horas más tarde seguía debatiéndome furiosamente con mis pensamientos. Nada había cambiado, salvo que tenía la almohada empapada de lágrimas. Me dormía con un sueño entrecortado. Me despertaba y me incorporaba de golpe, escrutando la oscuridad, como si intuyera una presencia que venía a imponerme un castigo. «Mía es la venganza; yo pagaré, dice el Señor.» En un momento dado, vi al despertarme una figura encapuchada que supuse que venía a darme mi merecido, pero resultó que no era más que el abrigo colgado del perchero que había junto a la puerta.
Después de semejante susto me daba miedo cerrar los ojos, como si hacerlo me volviera más vulnerable. Era algo irracional, desde luego. Yo sabía perfectamente que si venían a por mí, no importaría si estaba despierta o dormida. Me hallarían en cualquier caso totalmente indefensa.
Por la mañana, estaba hecha una piltrafa emocional. Cuando me lavé y me miré al espejo, me di cuenta de que, además, se me notaba. Tenía la cara mucho más blanca de lo normal y se me veían bajo los ojos unos cercos muy marcados. Ahora tenía toda la pinta de un ángel caído que ha perdido la Gracia.
Cuando bajé y me encontré la cocina vacía, comprendí en el acto que algo andaba mal. No recordaba ni una sola mañana en la que Gabriel no me hubiera recibido con el desayuno preparado. Le había dicho muchas veces que me lo podía preparar yo misma, pero él se empeñaba en seguir haciéndolo, como un padre abnegado, y decía que lo disfrutaba. Ahora, sin embargo, la mesa estaba vacía y la cocina desierta. Me dije que no podía ser más que una alteración sin importancia de la rutina. Fui a la nevera a servirme un zumo de naranja, pero me temblaban tanto las manos que derramé la mitad en la encimera. Limpié el estropicio con una toalla de papel, mientras trataba de ahuyentar el miedo que me atenazaba la garganta.
Sentí la presencia de Ivy y Gabriel antes de verlos o de oírlos entrar. Aparecieron los dos juntos en el umbral, unidos en una silenciosa condena, mirándome con rostros pétreos e inexpresivos. No me hizo falta que me lo dijeran con palabras. Lo sabían. ¿Era mi desasosiego lo que me había delatado? Debería haberme esperado su reacción, pero aun así me sentó como una bofetada. Durante largos minutos no pude pronunciar palabra. Quería correr y ocultar mi rostro en el pecho de Gabriel; suplicar su perdón, sentir sus brazos estrechándome. Pero sabía que allí no encontraría ningún consuelo. A pesar de la representación habitual de los ángeles como seres dotados de un amor y una compasión inagotables, yo no ignoraba que eran capaces de adoptar una actitud muy distinta: una actitud severa y despiadada. El perdón estaba reservado para los humanos. A éstos siempre se les perdonaba. Teníamos tendencia a mirarlos como si fueran niños, a considerar que los «pobrecitos» no sabían hacerlo mejor. En mi caso, en cambio, las expectativas eran mucho más altas. Yo no era humana, sino uno de ellos, y no tenía excusa.
No se oía nada, salvo el goteo del grifo y mi respiración entrecortada. No podía soportar aquel silencio. Habría resultado más fácil si me hubieran atacado abiertamente, si me hubieran amonestado o expulsado. Cualquier cosa, en fin, menos aquel silencio ensordecedor —¡Ya sé lo que os debe parecer a vosotros, pero tenía que decírselo! —exploté.
La cara de Ivy estaba congelada en una mueca de horror, pero la de Gabriel parecía petrificada.
—Lo lamento —proseguí—. No puedo evitar sentir lo que siento por él. Significa muchísimo para mí.
Nadie respondió.
—Decid algo, por favor —supliqué—. ¿Qué va a suceder ahora? Nos van a ordenar que volvamos al Reino, ¿verdad? No volveré a verlo nunca más.
Rompí en un acceso de sollozos sin lágrimas y me agarré del borde de la encimera para sostenerme. Ninguno de mis hermanos hizo ademán de venir a consolarme. No los culpaba. Fue Gabriel quien rompió el silencio. Volvió sus acerados ojos grises hacia mí con una expresión llameante. Cuando habló al fin, lo hizo con un tono lleno de ira.
—¿Tienes idea de lo que has hecho? —dijo—. ¿Te das cuenta del peligro en el que nos has puesto a todos?
Su cólera iba en aumento, eso era evidente. Afuera, se levantó un viento furioso que sacudió los cristales. Un vaso se hizo añicos bruscamente sobre la encimera. Ivy le puso a Gabriel las manos en los hombros. Él pareció reaccionar y se dejó guiar hacia la mesa, donde se sentó dándome la espalda. Sus hombros subían y bajaban de modo desacompasado mientras procuraba dominarse. ¿Dónde había quedado ahora su paciencia inagotable?
—Por favor —dije en un susurro casi inaudible—. Ya sé que no es excusa, pero creo…
—No lo digas. —Ivy se volvió con una mirada de advertencia—. No digas que lo amas.
—¿Queréis que os mienta? —pregunté—. He intentado no sentirme así, de veras que lo he intentado, pero él no es como los demás humanos. Es diferente. Él… comprende.
—¿Comprende? —dijo Gabriel con una voz trémula muy alejada de su calma habitual. Siempre había creído que no había nada capaz de alterar su compostura—. Sólo un puñado de mortales a lo largo de la historia ha estado cerca de comprender lo divino. ¿Insinúas que tu amigo del colegio es uno de ellos?
Di un paso atrás. Nunca le había oído hablar en aquel tono.
—¿Qué voy a hacerle? —musité, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas—. Estoy enamorada de él.
—Tal vez, pero tu amor es inútil —dijo Gabriel sin la menor comprensión—. Tú tienes el deber de mostrar amor y compasión a la humanidad entera y tu vínculo exclusivo con ese chico es un error Pertenecéis a mundos distintos. Es imposible. Has puesto en peligro tu propia vida y también la suya.
—¿La suya? —repetí, llena de pánico—. ¿Qué quieres decir?
—Cálmate, Gabriel —dijo Ivy, agarrándolo del hombro—. El problema ya ha surgido y ahora hemos de ocuparnos de él.
—¡Necesito saber qué va a pasar! —grité—. ¿Nos ordenarán que volvamos al Reino? Por favor, tengo derecho a saberlo.
Me horrorizaba que me vieran en aquel estado, tan desesperada y fuera de mí, pero de una cosa estaba segura: si quería impedir que todo mi mundo se viniera abajo, debía conservar a Joseph.
—Yo diría que has perdido todos tus derechos. Ahora sólo se puede hacer una cosa —dijo Gabriel.
—¿Qué? —pregunté, tratando de no sonar histérica.
—Debo hablar con el Cónclave.
Sabía que se refería al círculo de arcángeles que se convocaba únicamente para intervenir en las situaciones extremas. Eran los más sabios, los más poderosos de su casta, sólo por debajo de Nuestro Creador. Evidentemente, Gabriel se sentía necesitado de ayuda.
—¿Les explicarás cómo ha sucedido? —le pregunté.
—No hará falta —replicó—. Ya lo sabrán.
—¿Qué sucederá entonces?
—Ellos darán su veredicto y nosotros obedeceremos.
Y sin más, abandonó la cocina. Al cabo de unos instantes, oímos que salía por la puerta principal.
Y
La espera resultó atroz. Ivy preparó unas tazas de manzanilla y se sentó conmigo en la sala, aunque daba la impresión de que había descendido una nube oscura entre nosotras. Estábamos en la misma habitación, pero nos separaba un abismo. Phantom también parecía inquieto; percibía que las cosas iban mal y enterró su hocico en mi regazo
Traté de quitarme de la cabeza la idea de que, según cual fuese el veredicto, tampoco a él volvería a verlo.
No sabíamos a dónde había ido Gabriel, pero Ivy dijo que seguramente se trataría de algún lugar desierto y desolado donde poder comunicarse con los arcángeles sin interferencias humanas. Venía a ser como conectarse a Internet por satélite: tenías que encontrar el sitio adecuado para establecer la conexión y, cuantos menos humanos a la vista, mejor captabas la señal. Gabriel necesitaba un sitio para meditar a sus anchas y comunicarse con las fuerzas del universo.
Yo no sabía gran cosa de los otros seis integrantes del coro angélico de Gabriel; sólo conocía sus nombres y su fama. Me pregunté si alguno se mostraría comprensivo con mi caso.
Miguel era el líder del coro. Era un Príncipe de la Luz, un ángel de la virtud, la honestidad y la salvación. A diferencia de los demás, Miguel era el único que ejercía como Ángel de la Muerte. Rafael era conocido como la Medicina de Dios, porque era un sanador y tenía la misión de supervisar el bienestar físico de sus protegidos en la Tierra. Estaba considerado como el más afectuoso de los arcángeles. Uriel recibía el nombre de Fuego del Señor, pues era el ángel del castigo y había sido uno de los encargados de asolar Sodoma y Gomorra. Raguel tenía como misión vigilar a los demás miembros del coro y asegurarse de que se comportaban de acuerdo con las leyes del Señor. Zeraquiel, ángel del sol, mantenía una constante vigilancia del Cielo y la Tierra. El papel de Remiel era el de supervisar las visiones divinas de los elegidos en la Tierra. También tenía el deber de conducir las almas al juicio cuando llegaba su hora.
Y por supuesto, estaba Gabriel. A él se le conocía como el Héroe de Dios y como guerrero principal del Reino, y decían que se sentaba a la izquierda del Padre. Pero así como los otros arcángeles eran más distantes, yo a él lo consideraba un hermano, un protector y un amigo. Recordé un dicho humano sobre el poder de los lazos de sangre. Eso era lo que sentía respecto a Gabe e Ivy, que formábamos parte del mismo espíritu. Esperaba no haber destruido ese lazo por un descuido.
—¿Qué crees que dirán? —le pregunté a Ivy por quinta vez. Ella soltó un profundo suspiro.
—La verdad es que no lo sé, (Tn) —contestó con voz remota—. Nos dieron instrucciones bien claras de que no quedáramos al descubierto. Nadie esperaba que esa norma fuera transgredida y, por tanto, ni siquiera se habló de las consecuencias.
—Debes odiarme —murmuré.
Ella me miró.
—No puedo decir que comprenda en qué estabas pensando —repuso—, pero sigues siendo mi hermana.
—Ya sé que no puedo justificar lo que he hecho.
—Tu encarnación es muy distinta de la nuestra. Tú sientes las cosas apasionadamente. Para nosotros, Joseph es como cualquier otro humano; para ti, representa algo totalmente distinto.
—Para mí lo es todo.
—Eso es una temeridad.
—Lo sé.
—Convertir a alguien en el centro de tu mundo no puede conducir sino al desastre. Hay demasiados factores que se escapan de tus manos.
—Lo sé —repetí con un suspiro.
—¿Hay alguna posibilidad de que puedas retractarte y reprimir tus sentimientos? —me preguntó Ivy—. ¿O es impensable?
Meneé la cabeza.
—Ya es demasiado tarde.
—Me esperaba tu respuesta.
—¿Por qué soy tan diferente? —le pregunté al cabo de un rato—. ¿Por qué tengo estos sentimientos? Tú y Gabe controláis lo que sentís. Yo… es como si no tuviera el menor control.
—Eres joven —dijo Ivy lentamente.
—No es eso. —Me retorcí las manos—. Ha de haber algo más.
—Sí —asintió mi hermana—. Eres más humana que ningún otro ángel que yo haya conocido. Te has identificado profundamente con la vida terrenal. Tu hermano y yo añoramos nuestro hogar, y esto nos resulta ajeno. Tú, en cambio, encajas aquí a la perfección. Como si éste hubiera sido siempre tu lugar.
—¿Por qué? —pregunté.
Mi hermana meneó la cabeza.
—No lo sé.
Por un instante capté un deje melancólico en su mirada y me pregunté si, en algún rincón recóndito de su mente, no desearía comprender mi absorbente amor por Joseph. Pero la expresión se desvaneció de inmediato.
—¿Crees que Gabriel llegará a perdonarme?
—Nuestro hermano se encuentra en un plano de la existencia distinto —me explicó Ivy—. Está menos habituado a los errores y tiene la sensación de que tus fallos son suyos en última instancia. Él vivirá todo esto como un fracaso suyo, no tuyo. ¿Entiendes?
Asentí y no me molesté en hacerle más preguntas. Ya sólo nos quedaba esperar y eso podíamos hacerlo en silencio.
Los segundos pasaban despacio y los minutos se estiraban y parecían horas. Mis temores crecían y se atenuaban a intervalos, como las olas del mar. Sabía que si volvía al Reino estaría de nuevo con mis hermanas y hermanos, pero también completamente sola, con el resto de la eternidad para suspirar por lo que había tenido en la Tierra. Eso suponiendo que me permitieran regresar al Reino. Nuestro Creador, aunque misericordioso y lleno de amor, reaccionaba mal ante los desafíos. Existía la posibilidad de que fuese excomulgada. No quería ni imaginarme cómo debía ser el Infierno, había oído algunas historias y me bastaba con eso. A los pecadores, según las leyendas, los colgaban de los párpados, los quemaban y torturaban, los hacían pedazos y volvían a remendarlos. Decían que el lugar apestaba a carne quemada y pelo chamuscado y que había ríos de sangre. Naturalmente, no me creía nada de todo aquello, pero sólo de pensarlo me daban escalofríos.
Me constaba que mucha gente en la Tierra no creía que existiera un sitio como el Infierno. No sabían lo equivocados que estaban. Los ángeles como yo no tenían ni idea de cómo era, pero de una cosa estaba segura: que no quería descubrirlo por mí misma. Un arcángel como Gabriel debía de saber mucho más sobre el reino oscuro, pero tenía terminantemente prohibido hablar de ello.
Di un respingo al oír la puerta y el corazón empezó a retumbarme bajo las costillas. Un instante después, Gabriel se plantó ante nosotras con los brazos cruzados y una expresión agobiada, pero tan inescrutable como de costumbre, por lo demás. Ivy se levantó y se puso a su lado, aunque sin el menor entusiasmo por escuchar el veredicto.
—¿Qué han decidido? —estallé, incapaz de soportar el suspense.
—El Cónclave lamenta haber recomendado a (Tn) para la misión —dijo Gabriel con los ojos fijos en mí—. Esperaba más de un ángel de su categoría.
Empecé a temblar. «Ya está —pensé—; se acabó.» Volvía al lugar del que procedía. Se me pasó por la cabeza intentar escapar, pero sabía de sobras que era inútil. No había un solo rincón de la Tierra donde pudiera esconderme. Me levanté, hice una reverencia y me dirigí a las escaleras.
Gabriel entornó los párpados. —¿Se puede saber a dónde vas? —A hacer los preparativos para irme —respondí, armándome de valor para mirarle a los ojos.
—¿Irte?, ¿adónde?
—A casa.
—Tú no te vas a casa, (Tn). Ninguno de nosotros —dijo—. No me has dejado terminar. Tus acciones han provocado una gran decepción, pero la propuesta del Cónclave para que se pusiera fin a tu misión ha sido denegada.
Me dio un vuelco el corazón.
—¿Por quién?
—Por un poder superior.
Me aferré con uñas y dientes a aquella brizna de esperanza.
—¿Me estás diciendo que nos quedamos?, ¿que no me envían de vuelta?
—Por lo visto, se han invertido demasiados esfuerzos en esta misión como para echarlo todo por la borda simplemente por un contratiempo menor. En consecuencia, la respuesta es sí, nos quedamos.
—¿Y Joseph? —pregunté—. ¿Tengo permiso para verle?
Gabriel pareció irritado, como si la decisión que se había tomado respecto a ese punto fuese del todo intrascendente.
—Se te permite seguir viendo al chico mientras permanezcamos aquí. Puesto que ya conoce nuestra identidad, impedirte que lo vieras sería más perjudicial que otra cosa.
—¡Oh, gracias! —empecé, pero Gabriel me interrumpió.
—No tienes que dármelas, la decisión no ha sido mía.
Nos quedamos los tres sumidos en un doloroso silencio que se prolongó varios minutos, hasta que yo me atreví a romperlo.
—Por favor, Gabriel, no sigas enfadado conmigo. En realidad, tienes todo el derecho a estarlo, pero al menos comprende que no lo he hecho adrede.
—No me interesa escucharte, (Tn). Ya tienes a tu novio, date por satisfecha.
Y me dio la espalda. Enseguida noté, reconfortada, que Ivy me ponía las manos en los hombros. Mi estado de ánimo pasó en un instante de la sensación de catástrofe a las rutinas de la vida cotidiana. Lo cual confirmaba que nos quedábamos con más contundencia que nada de lo que Gabriel pudiese decir.
—He de ir al supermercado —dijo Ivy—. No me vendría mal algo de ayuda.
Miré a Gabriel, esperando su aprobación.
—Ve con ella y échale una mano —dijo con tono más agradable, mientras terminaba de madurar en su cabeza una idea—. Esta noche seremos cuatro.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
owww todo lo que ha pasado!!
casi muero cuando Gabriel e Ivie se enteraron!!
pero lo bueno es que se quedan!
como que tengo sospecha de lo que esta pasando en el cielo!
siguela!! quiero mas!!
casi muero cuando Gabriel e Ivie se enteraron!!
pero lo bueno es que se quedan!
como que tengo sospecha de lo que esta pasando en el cielo!
siguela!! quiero mas!!
aranzhitha
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