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Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Estoy completamente enamorada de esta novela! No hay vuelta atrás.
Un millón de gracias por tomarte el tiempo para pasar los nombres y subir la novela !! :')
Un abrazo y que andes muy bien!! :D
Un millón de gracias por tomarte el tiempo para pasar los nombres y subir la novela !! :')
Un abrazo y que andes muy bien!! :D
Augustinesg
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
16
Lazos familiares
El anuncio de que Joseph iba a tener el honor de ser nuestro primer invitado a cenar despertó mis suspicacias. No pude evitar preguntarme cuál sería el motivo oculto tras aquella invitación. Hasta ahora, la actitud de Gabriel respecto a Joseph había oscilado entre el desdén y la indiferencia.
—¿Por qué vas a invitarlo? —le pregunté.
—¿Y por qué no? —replicó—. Ahora ya sabe quiénes somos, así que no veo qué mal podría hacer. Además, hay ciertas normas básicas que debemos establecer.
—¿Como por ejemplo?
—La importancia de la confidencialidad, para empezar.
—No conoces a Joseph. Es tan capaz de irse de la lengua como yo —le dije. Capté la ironía que encerraban mis palabras en cuanto las pronuncié.
—Lo cual no sirve para inspirar mucha confianza, ¿no te parece? —comentó.
—No te preocupes, (Tn), sólo queremos conocerlo —me dijo Ivy, dándome una palmadita maternal. Luego miró a Gabriel con toda la intención—. Nos conviene que se sienta cómodo. Si vamos a confiar en él, tiene que poder confiar en nosotros.
—¿Y si está ocupado esta noche? —objeté.
—No lo sabremos si no se lo preguntas —replicó Gabriel.
—Ni siquiera conservo su número.
Gabriel fue al armario del pasillo, volvió con una gruesa guía telefónica y la tiró sin contemplaciones sobre la mesa.
—Seguro que figura ahí —dijo con irritación.
Era evidente que no iba a dejarse disuadir, así que no discutí más y salí a regañadientes para hacer la llamada. El único gesto de protesta que me permití fue subir los peldaños tan ruidosamente como pude. Nunca había llamado a casa de Joseph y respondió una voz desconocida.
—Hola, habla Claire.
Una voz llena de aplomo y de educación. Yo había acariciado secretamente la esperanza de que no atendiera nadie. Me daba la impresión de que si algo podía echar para atrás a Joseph era una velada con mi extravagante familia. Consideré la posibilidad de colgar y decirle a Gabriel que no conseguía comunicarme, pero me daba cuenta de que era poco práctica: adivinaría que le estaba mintiendo y me obligaría a llamar de nuevo. O peor aún: se empeñaría en llamar él mismo.
—Hola, soy (Tn) Church —dije con una vocecita tan tímida que apenas reconocí—. ¿Podría hablar con Joseph?
—Claro —respondió la chica—. Voy a buscarlo. —Oí cómo dejaba el auricular y luego su voz resonando por la casa—. ¡Joseph, al teléfono! —Me llegaron unos ruidos amortiguados y voces de niños riñendo. Finalmente, oí unos pasos y la voz soñolienta de Joseph reverberó en el auricular.
—Hola, soy Joseph.
—Hola, soy yo.
—Hola, yo. —Alzó un poco la voz—. ¿Va todo bien?
—Bueno, depende de cómo lo mires —respondí.
—¿Qué ha pasado? —Ahora sonaba muy serio.
—Mi familia sabe que lo sabes. Ni siquiera he tenido que decírselo yo.
—Jo, qué rapidez. ¿Cómo se lo han tomado?
—No muy bien —reconocí—. Pero después Gabriel se ha reunido con el Cónclave y…
—Perdón… ¿con qué?
—Es un consejo de autoridades. Demasiado complicado para explicártelo ahora mismo, pero se le consulta siempre que las cosas, hum, se desvían de su curso.
—Ya… ¿y cuál ha sido el resultado?
—Bueno… nada.
—¿Qué significa «nada»?
—Han dicho que por ahora las cosas pueden quedarse como están.
—¿Y lo nuestro? ¿Qué pasa con eso?
—Al parecer, estoy autorizada a seguir viéndote.
—Ah, entonces son buenas noticias, ¿no?
—Creo que sí, pero no estoy segura. Escucha, Gabriel actúa de un modo extraño: quiere que vengas esta noche a cenar.
—Bueno, suena bien.
Permanecí en silencio, sin compartir su optimismo.
—Tranquila, me las arreglaré.
—No estoy tan segura de que yo pueda.
—Lo superaremos juntos —me dijo Joseph—. ¿A qué hora quieres que vaya?
—¿A las siete está bien?
—Sin problemas. Nos vemos entonces.
—Joseph… —musité, mordiéndome una uña—. Estoy preocupada. Esto va a ser como la prueba de fuego. ¿Qué pasa si sale mal? ¿Y si tiene malas noticias para nosotros? ¿Tú crees que serán malas?
—No, no lo creo. Y deja de ponerte nerviosa. Por favor. Hazlo por mí.
—Vale. Perdona. Es que toda nuestra relación parece pender de un hilo, y hasta ahora han sido clementes, sí, pero esta cena podría ser decisiva, y no entiendo por qué Gabe…
—Ay, madre —gimió Joseph—. ¿Has visto lo que has conseguido? Ahora me estoy poniendo nervioso yo.
—Ni se te ocurra. ¡Tú eres el tranquilo!
Se echó a reír y me di cuenta de que había simulado su nerviosismo para convencerme. No estaba nada preocupado.
—Tú relájate. Ve a bañarte o tómate una copa de coñac.
—Vale.
—Lo segundo iba en broma. Los dos sabemos que no aguantas las bebidas fuertes.
—Te veo muy tranquilo.
—Porque lo estoy. (Ta). ¿La serenidad no debería ser, bueno, cosa tuya? Te preocupas demasiado. En serio, irá todo bien. Incluso me arreglaré para impresionarles.
—No, ¡ven como vas siempre! —grité, pero él ya había colgado.
Se presentó a la hora en punto, con un traje gris claro a rayas y una corbata roja de seda. Algo había hecho con su pelo para que no le bailara todo el rato ni le cayera sobre la cara. Traía bajo el brazo un ramo de rosas amarillas de tallo largo, envuelto en celofán verde y atado con rafia. Tuve que mirarlo dos veces cuando abrí la puerta. Él sonrió al ver mi cara.
—¿Me he pasado? —preguntó.
—¡No, estás impresionante! —le dije, complacida por el esfuerzo que había hecho. Pero enseguida se me nubló la expresión.
—¿Por qué pareces tan aterrorizada entonces? —Me hizo un guiño, lleno de confianza—. Los voy a encandilar.
—Sobre todo no hagas bromas. No las captan.
Me había entrado canguelo y me temblaban las rodillas.
—Está bien, nada de bromas. ¿He de ofrecerme para bendecir la mesa?
No tuve más remedio que reírme, no pude evitarlo.
Aunque yo tenía que ejercer de anfitriona y hacerlo pasar a la sala de estar, nos entretuvimos en la puerta como conspiradores. No sabía lo que iba a depararnos la velada y, por instinto, me inclinaba a postergar el comienzo todo lo posible. Además, yo sólo sentía en aquel momento que Joseph era mío y que nos teníamos el uno al otro; lo demás no importaba. A lo mejor se había engalanado más de la cuenta para una cena improvisada, pero lo cierto era que tenía un aspecto muy llamativo con sus hombros musculosos, sus insondables ojos cafés y todo el pelo echado hacia atrás. Era mi héroe de cuento de hadas. Y como correspondía con semejante héroe, yo sabía sin lugar a dudas que no se daría a la fuga si las cosas se ponían feas. Joseph se mantendría firme, y cualquier decisión que tomara se basaría en su propio criterio. Al menos con eso podía contar.
Ivy adoptó el papel de anfitriona con toda naturalidad. Le encantaron las flores y se pasó toda la cena dándole conversación a Joseph y haciendo lo posible para que se sintiera a gusto. La severidad no acababa de cuadrar con su carácter y el corazón se le ablandaba en cuanto llegaba a la conclusión de que una persona era sincera. La sinceridad de Joseph era auténtica; y había sido eso justamente lo que le había granjeado su popularidad y proporcionado el puesto de delegado del colegio. Gabriel, por su parte, lo observaba con recelo.
Mi hermana se había esforzado de veras con el menú. Había preparado una sopa aromática de patata y puerros, seguida de trucha al horno y de una bandeja de verduras asadas. Yo sabía que había crema catalana de postre, porque había visto las tarrinas en la nevera. Ivy incluso había enviado a Gabe a comprar un soplete de cocina para caramelizar la capa de azúcar de encima. Y por si fuera poco, había puesto la mesa con todos los objetos de plata y la vajilla de porcelana. Había vino en un escanciador —un vino con sabor a bayas— y agua mineral con gas en una jarra de vidrio.
Las velas iluminaban nuestros rostros con su cálido resplandor. Al principio comíamos en silencio y la tensión era palpable. Ivy oscilaba con la mirada de Joseph a mí y sonreía demasiado, mientras que Gabriel se ensañaba furiosamente con la comida, como si las patatas que tenía en el plato fuesen la cabeza de Joseph.
—Una cena estupenda —dijo al final Joseph, aflojándose la corbata y con las mejillas encendidas por el vino.
—Gracias. —Ivy le dedicó una sonrisa radiante—. No estaba segura de si te gustaría.
—No soy muy complicado en cuestión de gustos, pero esto era superior —dijo, ganándose otra sonrisa.
Por mi parte, yo seguía tratando de descifrar el objetivo de aquella cena tan poco ortodoxa. Gabriel sin duda se proponía algo más que alternar socialmente. ¿Estaba tratando de captar la personalidad de Joseph? ¿Acaso no se fiaba de él? No acababa de verlo claro, y Gabriel, aparte de un par de comentarios, apenas nos había dirigido la palabra.
Al final, hasta la pobre Ivy se quedó sin recursos y la conversación se extinguió del todo. Atisbé a Joseph mirando fijamente su plato, como si las verduras que se había dejado fueran a revelarle los misterios del universo. Intenté darle un toque a Ivy con el pie por debajo de la mesa, para que siguiera animando la charla, pero le di sin querer a Joseph en la espinilla. Él se sobresaltó y dio un respingo en su silla, y poco le faltó para derramar su copa de vino. Retiré el pie con una sonrisita contrita y me quedé inmóvil.
—Y dime, Joseph —preguntó Ivy, dejando el tenedor, aunque todavía tenía el plato lleno—, ¿qué clase de cosas te interesan?
Él tragó saliva, incómodo.
—Hmm… bueno, lo típico. —Carraspeó—. Los deportes, el colegio, la música…
—¿Qué deportes practicas? —preguntó Ivy, con un interés más bien exagerado.
—Waterpolo, rugby, béisbol, fútbol —recitó Joseph de un tirón.
—Es muy bueno —añadí, servicial—. Deberías verlo jugar. Es el capitán del equipo de waterpolo. Y también es el delegado del colegio… aunque eso ya lo sabes.
Ivy decidió cambiar de tema.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en Venus Cove?
—Toda mi vida. No he vivido en ningún otro sitio.
—¿Tienes hermanos?
—Somos seis en total.
—Me imagino que debe de ser divertido formar parte de una gran familia.
—A veces —asintió Joseph—. Otras, es sólo ruidoso. Nunca dispones de mucha privacidad.
Gabriel eligió aquel momento para interrumpir con muy poco tacto.
—Hablando de privacidad, creo que has hecho hace poco un interesante descubrimiento…
—Interesante no es la palabra que yo usaría —repuso Joseph, a quien aquella pregunta repentina no le había pillado para nada con la guardia baja.
—¿Qué palabra emplearías?
—Pues… algo así como alucinante.
—Más allá de como quieras describirlo, hemos de dejar claras algunas cosas.
—No pienso contárselo a nadie, si es eso lo que le inquieta —contestó Joseph en el acto—. Deseo proteger a (Ta) tanto como usted.
—(Tn) tiene una elevada opinión de ti —dijo Gabriel—. Espero que su afecto no sea inmerecido.
—Sólo puedo decir que (Ta) es muy importante para mí y que me propongo cuidar de ella.
—En el lugar de donde venimos, la gente no es juzgada por sus palabras —afirmó Gabriel.
Joseph se quedó tan pancho.
—Entonces tendrá que esperar y juzgarme por mis actos.
Aunque Gabriel no hizo ningún intento de aligerar la tensión, advertí por su mirada que le había sorprendido el aplomo de Joseph. No se había dejado intimidar y su mejor armadura era su franqueza. Cualquiera podía apreciar que Joseph se guiaba por su propia ética, cosa que tenía que inspirarle admiración incluso a Gabe.
—Ya ve, tenemos una cosa vital en común —prosiguió Joseph—. Los dos amamos a (Ta).
Un espeso silencio se adueñó del comedor. Ni Gabriel ni Ivy se esperaban una declaración semejante y se quedaron pasmados. Quizás habían subestimado para sus adentros la intensidad de los sentimientos de Joseph por mí. Ni siquiera yo misma podía creer que hubiera dicho aquellas palabras en voz alta. Hice un esfuerzo para mantener la compostura y seguir comiendo en silencio, pero no pude evitar que se me iluminara la cara con una sonrisa y alargué el brazo hasta el otro lado de la mesa para estrecharle a Joseph la mano. Gabriel miró para otro lado con toda intención, pero yo todavía se la estreché con más fuerza. El verbo «amar» reverberaba en mi cerebro, como si alguien lo hubiera conjugado a gritos por un altavoz. Él me amaba. A Joseph Jonas le tenía sin cuidado que fuese pálida como un fantasma, que apenas comprendiera cómo funcionaba el mundo y que tuviese tendencia a soltar plumas blancas. Aun así me quería. Me amaba. Me sentí tan feliz que, si Joseph no me hubiera tenido sujeta de la mano, habría empezado a flotar por los aires.
—En ese caso, podemos pasar rápidamente al segundo punto de la noche —dijo Gabriel, ahora inesperadamente incómodo—. (Tn) tiende a meterse en situaciones complicadas y en este momento sólo nos tiene a nosotros para cuidar de ella.
Me irritaba aquel modo de hablar de mí en tercera persona, como si no estuviera presente, pero me pareció que no era el momento adecuado para interrumpir.
—Si vas a pasar mucho tiempo a su lado —continuó—, debemos asegurarnos de que puedes protegerla.
—¿Es que no lo ha demostrado ya? —pregunté, perdiendo ya la paciencia. Estaba decidida a darle fin a aquel suplicio—. Fue él quien me rescató de la fiesta de Molly, y nunca ha pasado nada malo mientras estaba a su lado.
—(Tn) no conoce cómo funciona el mundo —dijo Gabriel, como si no me hubiera oído—. Aún tiene mucho que aprender y eso la vuelve particularmente vulnerable.
—¿Hace falta que hables de mí como si fuera un bebé? —le solté.
—Tengo mucha experiencia cuidando bebés —bromeó Joseph—. Puedo traer mi currículum, si quiere.
Ivy tuvo que taparse con la servilleta para ocultar su sonrisa; en el rostro de Gabriel, en cambio, no percibí ni el más mínimo cambio de expresión.
—¿Estás seguro de que sabes dónde te estás metiendo? —le preguntó Ivy, mirándolo fijamente.
—No —reconoció—. Pero estoy dispuesto a descubrirlo.
—No podrás volverte atrás una vez que nos hayas prometido lealtad.
—No vamos a ninguna guerra —mascullé. Nadie me hizo caso.
—Lo comprendo —dijo Joseph, sosteniéndole la mirada a Ivy.
—No lo creo —murmuró Gabriel—. Pero ya lo comprenderás.
—¿Hay algo más que considere que debo saber? —le preguntó Joseph.
—Todo a su debido tiempo —respondió mi hermano.
Al fin me encontré a solas con Joseph. Aguardaba sentado en el borde de la bañera mientras yo me cepillaba los dientes, cosa que me había acostumbrado a hacer después de cada comida.
—No ha sido tan terrible. —Joseph se recostó contra la pared—. Me temía que fuese peor.
—¿Me estás diciendo que no han conseguido ahuyentarte?
—Qué va —dijo, despreocupado—. Tu hermano es algo vehemente, pero las dotes culinarias de tu hermana lo compensan.
Me eché a reír.
—No te preocupes por Gabe. Siempre es así.
—No me preocupa. Me recuerda un poco a mi madre.
—No se te ocurra decírselo a él. —Me entró una risita tonta.
—Creía que no usabas maquillaje —dijo Joseph, tomando un lápiz de ojos del estante.
—Me lo compré por complacer a Molly —dije, buscando el elixir bucal—. Me ha convertido en una especie de proyecto personal.
—¿En serio? Bueno, a mí me gustas tal cual.
—Gracias. Pero yo creo que a ti no te iría mal un toquecito. Blandí el lápiz hacia él, sonriendo.
—No, ni se te ocurra. —Se agachó—. Ni hablar.
—¿Por qué no? —dije, poniendo morros.
—Porque soy un hombre. Y los hombres no llevan maquillaje a menos que sean del rollo emo o toquen en un grupo.
—Porfa —insistí.
Capté un destello en sus ojos cafés.
—Vale…
—¿En serio? —dije, entusiasmada.
—¡No! No soy tan fácil de convencer.
—Muy bien. —Hice otro mohín—. Pues entonces voy a hacer que huelas como una chica…
Antes de que pudiera detenerme, agarré el frasco de perfume y le rocié el pecho. Él se husmeó la camisa con curiosidad.
—Afrutado —concluyó—, con un punto de almizcle.
Me desternillé de risa.
—¡Eres absurdo!
—Quieres decir irresistible —dijo Joseph.
—Sí —asentí—, absurdamente irresistible.
Me incliné para besarlo y justo entonces llamaron a la puerta. Ivy asomó la cabeza, y Joseph y yo nos apartamos de golpe.
—Me envía tu hermano para controlar —dijo, arqueando una ceja—. Para asegurarme de que no os proponéis nada malo.
—En realidad —empecé, indignada—, estábamos…
—A punto de salir —me cortó Joseph. Abrí la boca para discutir, pero él me lanzó una mirada tajante— tajante—. Es su casa, jugamos con sus reglas —murmuró.
Mientras me arrastraba fuera, advertí que Ivy lo miraba con renovado respeto.
Nos sentamos en el columpio del jardín, rodeándonos el uno al otro con el brazo. Joseph se soltó un momento para subirse las mangas de la camisa y luego arrojó entre la hierba la deshilachada pelota de tenis de Phantom. Éste la recogía en un periquete, pero luego se resistía a soltarla, así que había que arrancarle de los dientes la pelota empapada de babas. Joseph se echó hacia atrás para lanzársela y se limpió la mano con las hierbas. Yo aspiraba su fresca y limpia fragancia. No podía dejar de pensar que habíamos salido prácticamente ilesos de la primera prueba. Joseph había cumplido su palabra y no se había dejado intimidar; al contrario, se había mantenido firme con una convicción inquebrantable. No sólo lo admiraba más que nunca, sino que disfrutaba del hecho de que estuviera en casa y, por si fuera poco, como invitado, no como un intruso.
—Me pasaría la noche aquí —murmuré, con los labios pegados a su camisa.
—¿Sabes lo que resulta más extraño? —me dijo.
—¿Qué?
—Lo normal que parece todo.
Enrolló en sus dedos un mechón de mi pelo y yo vi, reflejadas en su gesto, nuestras vidas entrelazadas.
—Ivy se hacía la dramática cuando ha dicho que no hay marcha atrás —le dije.
—No importa, (Ta). No quiero que mi vida vuelva a ser como antes de conocerte. Creía tenerlo todo, pero en realidad me faltaba algo. Ahora me siento una persona completamente distinta. Quizá suene trillado, pero me siento como si hubiera estado dormido mucho tiempo y acabara de despertarme… —Hizo una pausa—. No puedo creer que haya dicho una cosa así. ¿Qué estás haciendo conmigo?
—Te estoy convirtiendo en un poeta —me mofé.
—¿A mí? —refunfuñó, fingiendo indignación—.
La poesía es cosa de chicas.
—Has estado estupendo durante la cena. Me siento orgullosa de cómo te has portado.
—Gracias. ¿Quién sabe?, quizás en unas cuantas décadas llegue a caerles bien a tus hermanos.
—Ojalá tuviéramos tanto tiempo —suspiré, y en el acto me arrepentí de haberlo dicho. Se me había escapado sin querer. Me habría abofeteado a mí misma por estúpida. ¡Qué manera tan infalible de arruinar el momento!
Joseph se quedó tan callado que me pregunté si me habría oído siquiera. Noté sus dedos cálidos en la barbilla. Me alzó la cara y nos miramos directamente a los ojos. Entonces se acercó y me besó suavemente. El dulce sabor de sus labios permaneció en los míos cuando se apartó. Se inclinó y me susurró al oído:
—Encontraremos una salida. Te lo prometo.
—Tú no puedes saberlo —le dije—. Esto es diferente…
—(Ta) —dijo, poniéndome un dedo en los labios—. Yo no rompo mis promesas.
—Pero…
—Sin peros… Tú confía en mí.
Después de que Joseph se marchara, nadie parecía tener ganas de irse a la cama, a pesar de que ya eran más de las doce. Gabriel padecía insomnio, eso ya lo sabíamos; no era infrecuente que él o Ivy se quedaran levantados hasta bien entrada la madrugada. Pero esta vez los tres estábamos desvelados. Ivy nos ofreció tomar algo caliente y ya estaba sacando la leche de la nevera cuando Gabriel la detuvo.
—Se me ocurre algo mejor —dijo—. Creo que nos conviene relajarnos a los tres. Nos lo merecemos.
Ivy y yo adivinamos en el acto a qué se refería y ni siquiera tratamos de disimular nuestro entusiasmo.
—¿Ahora, quieres decir? —preguntó Ivy, sujetando el cartón de leche, que no se le había escurrido de las manos por poco.
—Claro, ahora mismo. Pero hemos de darnos prisa; amanecerá dentro de pocas horas.
Ivy soltó un chillido.
—Danos un momento para cambiarnos. Enseguida bajamos.
Tampoco yo podía contener la impaciencia. Aquélla iba a ser la manera perfecta de desahogar la euforia que sentía por el giro que habían tomado las cosas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido la oportunidad de estirar las alas de verdad. Mi pequeña demostración en el acantilado ante Joseph apenas podía considerarse un ejercicio. Si para algo había servido, si acaso, había sido para darme más ganas y recordarme lo rígidas y agarrotadas que las tenía. Había intentado desplegarlas y flotar un poco por mi habitación con las cortinas corridas, pero no había hecho más que chocar con el ventilador del techo y golpearme las piernas con los muebles. Mientras me cambiaba y me ponía una camiseta holgada, sentí una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Realmente iba a disfrutar aquel vuelo nocturno. Bajé corriendo y los tres nos deslizamos en silencio por el jardín hacia el jeep negro aparcado en el garaje.
Era una experiencia muy distinta circular por la carretera de la costa de madrugada. El aire estaba impregnado de la fragancia de los pinos. El mar parecía casi sólido, como un manto de terciopelo tendido sobre la Tierra. Todas las persianas estaban cerradas y las calles se veían completamente vacías, como si la gente hubiera hecho de pronto las maletas y hubiera evacuado la zona. El pueblo, cuando lo atravesamos en silencio, también parecía desierto. Nunca lo había visto dormido. Estaba acostumbrada a ver gente por todas partes: circulando en bicicleta, comiendo patatas fritas en el muelle, dejándose adornar el pelo con cuentas de colores o comprándole bisutería a la artista local que montaba su tenderete en la acera casi todos los fines de semana. Pero a aquella hora todo permanecía tan inmóvil que me daba la sensación de que éramos los únicos seres vivos en el mundo. Pese a las historias siniestras que la gente solía asociar con la madrugada, aquél era el mejor momento para conectar con las fuerzas celestiales.
Gabriel condujo durante una hora por una carretera recta y luego se metió por una pista accidentada, flanqueada de matorrales, que ascendía hacia lo alto en zigzag. Sabía dónde estábamos. Gabriel había tomado la ruta de la Montaña Blanca, así llamada porque la cima solía estar cubierta de nieve a pesar de encontrarse tan cerca de la costa. Desde Venus Cove se divisaba la silueta de la montaña como si fuera un monolito gris pálido que se alzara sobre un cielo tachonado de estrellas.
Había niebla y se volvía más y más espesa a medida que subíamos. Cuando ya no pudo distinguir bien la carretera, Gabriel aparcó y nos bajamos. Estábamos en mitad de una pista estrecha y sinuosa que seguía ascendiendo por la ladera; nos rodeaban a ambos lados, como centinelas, unos enormes abetos que apenas nos dejaban ver el cielo. Veíamos relucir las gotas de rocío en las copas de los árboles, y nuestro aliento se condensaba en contacto con el aire gélido. Una capa de hojarasca y corteza amortiguaba nuestros pasos; las ramas cubiertas de musgo y los helechos nos rozaban la cara. Nos alejamos de la carretera y nos adentramos en el bosque. Los rayos de la luna se abrían paso en algunos puntos entre la fronda, iluminando nuestro camino. Los árboles parecían susurrarse unos a otros y nos llegaba el crujido amortiguado de pequeñas pezuñas. A pesar de la oscuridad, ninguno de nosotros tenía miedo. Sabíamos que aquél era un paraje muy apartado. Nadie iba a encontrarnos allí.
Ivy fue la primera en despojarse de la chaqueta para hacer lo que todos deseábamos. Se irguió ante nosotros con la espalda bien recta y la cabeza hacia atrás, de manera que su pálida melena le cayera junto a la cara y sobre los hombros como un nimbo dorado. Todo su cuerpo resplandecía a la luz de la luna y su figura escultural parecía de un mármol blanco y sin tacha. Sus miembros se perfilaban con curvas prolongadas y elegantes, como un árbol joven.
—Nos vemos ahí arriba —dijo, tan excitada como una cría.
Cerró los ojos un instante, inspiró hondo y se alejó corriendo. Se deslizó ágilmente entre los árboles, rozando apenas el suelo con los pies, y tomó velocidad hasta que su imagen se volvió casi borrosa. Y súbitamente se elevó por los aires con impresionante destreza, con la misma facilidad con la que un cisne emprende el vuelo. Sus alas, esbeltas pero poderosas, atravesaron la camiseta holgada que llevaba y se alzaron hacia el cielo como si fueran criaturas vivientes. Aunque parecieran tan sólidas en reposo, brillaban como una capa de raso cuando se encontraban en vuelo.
Eché a correr y sentí que mis propias alas empezaban a agitarse y que desgarraban su prisión de tela. Una vez liberadas, aceleraron sus movimientos y, un instante más tarde, me alcé por los aires para reunirme con Ivy. Volamos un rato de modo sincronizado, ascendiendo poco a poco y lanzándonos bruscamente en picado. Luego fuimos a posarnos en las ramas de un árbol. Radiantes de felicidad, miramos hacia abajo y vimos a Gabriel a nuestros pies. Ivy se inclinó y se dejó caer desde lo alto. Desplegó las alas, frenando su caída, y se elevó de nuevo con un grito de placer.
—¿A qué esperas? —le gritó a Gabriel antes de perderse en el espesor de una nube.
Él nunca hacía nada con prisas. Primero se despojó de la chaqueta y las botas; luego se quitó la camiseta pasándosela por la cabeza. Entonces lo vimos desplegar las alas y, súbitamente, el remilgado profesor de música desapareció ante nuestros ojos para dar paso al majestuoso guerrero celestial que constituía su auténtica naturaleza. Aquél era el ángel que, eones atrás, había reducido una ciudad a escombros por sí solo. Su figura entera destellaba como si fuese de metal pulido. Su estilo al volar era distinto del nuestro: carecía de precipitación, resultaba más estructurado y reflexivo.
Por encima de las copas de los árboles, me envolvían la niebla y las nubes. Sentía la espalda cubierta de gotitas de agua. Batí las alas con furia y me elevé aún más. Deseché cualquier pensamiento y remonté el vuelo, dejando que mi cuerpo girase y se retorciera, trazando círculos sobre los árboles. Notaba cómo se liberaba toda la energía tanto tiempo retenida. Vi que Gabriel se detenía un momento en el aire para comprobar que yo no había perdido el control. A Ivy sólo la divisaba de vez en cuando, y sólo como un destello de color ámbar entre la niebla.
La mayor parte del tiempo eludíamos cualquier interacción. Era una ocasión extremadamente personal para volver a sentirnos completos y abrazar la clase de libertad que sólo podía sentirse de verdad en el Reino de los Cielos. Nuestro sentido de la individualidad no podía transmitirse con palabras. La humanidad que habíamos asumido parecía quedar atrás mientras nos compenetrábamos con nuestra auténtica forma.
Volamos así durante lo que debieron de ser varias horas, hasta que Gabriel emitió un zumbido grave y melódico, como una nota de oboe, que era la señal para que descendiéramos.
Cuando volvimos a subir al jeep, pensé que me sería imposible dormir una vez que llegáramos a casa. Estaba demasiado eufórica, y sabía que pasarían horas antes de que se me pasara aquella exaltación. Pero me equivocaba. El trayecto de vuelta por la carretera sinuosa resultó tan sedante que me hice un ovillo en el asiento de atrás como un gatito y me quedé completamente dormida mucho antes de llegar a Byron.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
17
La calma antes de la tormenta
Mi relación con Joseph pareció profundizarse tras la cena con mi familia. Nos daba la impresión de haber recibido permiso para expresar nuestras emociones sin temor a represalias. Empezábamos a pensar y a movernos en perfecta sincronía, como una sola entidad con dos cuerpos distintos. Aunque hacíamos un esfuerzo para no desconectarnos de la gente que nos rodeaba, a veces no podíamos evitarlo. Incluso tratamos de asignar unas horas específicas para estar con otras personas. Pero, cuando lo hacíamos, los minutos parecían avanzar penosamente y nuestra conducta nos resultaba tan artificiosa que volvíamos a gravitar el uno hacia el otro antes de que pasara media hora.
Durante los almuerzos, Joseph y yo nos habíamos habituado a sentarnos juntos en nuestra propia mesa al fondo de la cafetería. La gente pasaba de vez en cuando para hacer algún comentario jocoso o para preguntarle a «Jonas» los detalles de la próxima regata de remo, pero raramente trataban de sentarse con nosotros y tampoco se atrevían a lanzarnos la menor indirecta sobre nuestra relación. Se limitaban a orbitar a nuestro alrededor, manteniendo una distancia prudencial. Si intuían que compartíamos algún secreto, al menos tenían la educación de no fisgonear.
—Salgamos de aquí —me dijo Joseph, recogiendo sus libros.
—Hasta que no acabes tu redacción, no.
—Ya he terminado.
—Has escrito tres líneas.
—Tres líneas muy meditadas —objetó Joseph—. La calidad importa más que la cantidad, ¿recuerdas?
—Sólo pretendo asegurarme de que te mantienes centrado. No quiero que te distraigas de tus objetivos por mi culpa.
—Un poco tarde para eso —bromeó Joseph—. Eres una tremenda distracción y una pésima influencia.
—¡Cómo te atreves! —exclamé, siguiéndole la broma—. Es del todo imposible que yo represente una mala influencia para nadie.
—¿De veras? ¿Y eso por qué?
—Porque soy la bondad personificada. Una chica intachable.
Joseph frunció el entrecejo, sopesando aquella declaración.
—Hum —murmuró—. Tendremos que hacer algo al respecto.
—¡Cualquier cosa con tal de saltarse los deberes!
—Quizá sea más bien que tengo el resto de mi vida para alcanzar mis objetivos. ¿Quién sabe cuánto tiempo te tendré?
Noté que todo el desenfado de la conversación se disolvía en cuanto pronunció aquellas palabras. Aquel tema solíamos evitarlo: no hacía más que llevarnos a la confusión, como todas las cosas que quedan fuera de nuestro control.
—No pensemos en eso.
—¿Cómo no voy a pensarlo? ¿A ti no te quita el sueño por las noches?
La conversación tomaba un derrotero que no me gustaba.
—Claro que sí. Pero ¿para qué estropear el tiempo que pasamos juntos hablando de ello?
—A mí me parece que deberíamos hacer algo —dijo con irritación. Sabía que no era contra mí y que enseguida se transformaría en tristeza—. Al menos deberíamos intentarlo.
—No podemos hacer nada —murmuré—. Me temo que no te das cuenta de con quién estás lidiando. ¡No puedes andarte con tonterías con las fuerzas del universo!
—¿Y qué ha sido del libre albedrío? ¿O sólo era un mito?
—¿No se te olvida algo? Yo no soy como tú, o sea que esas normas no rigen conmigo.
—Pues deberían.
—Quizá… Pero ¿qué pretendes?, ¿organizar una recogida de firmas?
—No tiene gracia, (Ta). ¿Tú quieres irte a casa?
—me preguntó mirándome a los ojos.
No se refería a Byron, desde luego.
—No puedo creer que hayas de preguntármelo siquiera.
—Entonces, ¿por qué no te fastidia tanto como a mí?
—Si yo pensara que había algún modo de quedarme, ¿crees que dudaría? —grité—. ¿Crees que estaría dispuesta a separarme de la persona más importante de mi vida?
Joseph me miró. Sus ojos cafés se veían más oscuros y sus labios apretados trazaban una línea severa.
—Sean quienes sean, ellos no deberían controlar nuestra vida —dijo—. No estoy dispuesto a perderte. Ya pasé por eso una vez y voy a asegurarme a toda costa de que no vuelve a suceder.
—Joseph… —empecé, pero él me puso un dedo en la boca.
—Sólo contéstame una pregunta. Si quisiéramos pelear, ¿qué posibilidades tendríamos?
—¡No lo sé!
—Pero ¿hay alguna posibilidad?, ¿alguien a quien pedir ayuda?, ¿algo que podamos intentar, aunque sea poco probable que resulte? —Lo miré a los ojos y percibí en ellos una ansiedad que no había visto otras veces. Joseph siempre parecía tranquilo y relajado—. He de saberlo, (Ta). ¿Hay alguna posibilidad, por pequeña que sea?
—Tal vez —dije—. Pero me da miedo descubrirlo.
—A mí también, pero no podemos pensar así. Hemos de tener fe.
—¿Aunque al final no sirva para nada?
—Tú acabas de decir que hay una posibilidad. —Entrelazó sus dedos con los míos—. Es lo único que necesitamos.
Durante las últimas semanas me había sentido un poco culpable porque me había distanciado de Molly, pero ella se había resignado a estar conmigo sólo cuando Joseph tenía otras ocupaciones. No debía de sentarle muy bien que él monopolizara la mayor parte de mi tiempo, pero Molly era realista y consideraba que las amistades habían de pasar a segundo plano cuando empezaba una relación, sobre todo si era tan intensa como la nuestra. Al parecer, había superado ya el rencor que le tenía antes a Joseph y, aunque aún estaba lejos de considerarlo amigo suyo, parecía dispuesta a aceptarlo como uno de los míos.
Una tarde, mientras Joseph y yo paseábamos por el pueblo, vimos a Iyv bajo un roble en compañía de un chico moreno que estaba en último año en Bryce Hamilton. Éste llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás y la camisa bien arremangada para mostrar sus brazos musculosos.
Hablaba con una permanente sonrisa en los labios. Yo nunca había visto a mi hermana tan confusa. El chico parecía tenerla acorralada; ella agarraba la bolsa de la compra con una mano y con la otra se recogía nerviosamente el pelo detrás de la oreja. Era evidente que estaba buscando la manera de escapar.
Le di un codazo a Joseph.
—¿Qué está pasando ahí?
—Parece que Chris Bucknall se ha armado al fin de valor para pedirle que salga con él —dijo Joseph.
—¿Lo conoces?
—Está en mi equipo de waterpolo.
—No creo que sea el tipo de Ivy.
—No me extraña —dijo Joseph—. Es un auténtico sinvergüenza.
—¿Qué hacemos?
—¡Eh, Bucknall! —gritó—. ¿Podemos hablar un momento?
—Estoy un poco liado, colega —contestó el chico.
—¿Ya te has enterado? —insistió Joseph—. El entrenador quiere ver a todo el mundo en su despacho después del partido.
—¿Ah, sí? ¿Para qué? —preguntó Chris sin volverse.
—No estoy seguro. Creo que para hacer la lista para las pruebas de la próxima temporada. El que no se presente, no entra.
Chris Bucknall pareció alarmado.
—He de irme —le dijo a Ivy—. Pero no te preocupes, cielo. Ya te pillaré más tarde.
Mientras el grandullón se alejaba, Ivy le dirigió una sonrisa agradecida a Joseph.
Gabriel e Ivy parecían haber aceptado a Joseph. Él no se entrometía en nuestra vida cotidiana, pero se había convertido en un accesorio habitual de la misma. Empezaba a sospechar que a mis hermanos les gustaba tenerlo cerca. Primero porque así delegaban en él la tarea de no perderme de vista, y segundo porque les resultaba útil cuando tenían que trabajar con artilugios técnicos. Gabriel había notado que sus alumnos le lanzaban miradas de extrañeza porque no sabía arreglárselas con el reproductor de DVD, e Ivy quería promocionar su programa de servicios sociales a través del sistema de correo electrónico del colegio. Los dos habían recurrido a Joseph. Por muchos conocimientos que tuvieran mis hermanos, la tecnología venía a ser un campo minado para ellos porque cambiaba constantemente. Gabriel había dejado a regañadientes que Joseph le enseñara cómo enviar correos a sus colegas de Bryce Hamilton y cómo manejar un iPod. A veces me parecía que Joseph hablaba un idioma completamente distinto, con términos tan extraños como Bluetooth, gigabyte yWiFi. Si se hubiera tratado de otra persona, yo habría desconectado en el acto, pero a mí me encantaba oír el sonido de su voz, hablara de lo que hablase. Podía pasarme horas observando cómo se movía y escuchándole hablar, y lo almacenaba todo en mi memoria.
Además de ser nuestro ángel de la guarda en materia tecnológica, Joseph se había tomado tan en serio su responsabilidad como «guardaespaldas» que me veía obligada a recordarle que yo no era de cristal y que me las había arreglado perfectamente antes de su aparición. No obstante, Gabriel e Ivy le habían confiado la misión de cuidar de mí y él estaba decidido a mantener su palabra y a convencerles de su integridad. Ahora era él quien me recordaba que bebiera agua en abundancia para no deshidratarme y quien se encargaba de desviar las preguntas sobre mi familia que me formulaban mis compañeros más curiosos. Incluso se tomó un día la libertad de contestar por mí, cuando la señorita Collins preguntó por qué no había podido terminar un trabajo en la fecha fijada.
—(Ta) tiene un montón de deberes ahora mismo —explicó—. Lo entregará al final de la semana.
Era capaz incluso de hacerlo por mí si llegaba a olvidarme y de entregarlo sin que yo me enterase.
Se ponía tremendamente protector siempre que se me acercaba alguien que no era de su gusto.
—Oh-oh —musitó una tarde, sacudiendo la cabeza, cuando un chico llamado Tom Snooks me preguntó si quería dar una vuelta con él y sus amigos.
—¿Por qué no? —pregunté, enfadada—. Parece simpático.
—No es la clase de persona que te conviene.
—¿Por qué?
—Tú preguntas mucho, ¿no?
—Sí. Dime por qué.
—Bueno, porque le gustan demasiado las hierbas aromáticas.
Me lo quedé mirando tan perpleja que tuvo que explicarse.
—Se pasa el día con María de los Canutos —me insinuó, esperando a ver si lo captaba. Al ver que no, puso los ojos en blanco—. Mira que eres boba.
La verdad es que si no hubiera sido por él, mi vida en Bryce Hamilton habría sido mucho más difícil. Yo era más bien proclive a meterme en situaciones delicadas. Los líos parecían venir a mi encuentro, aunque yo hiciera todo lo posible para evitarlos. Me pasó un día, por ejemplo, mientras atravesaba el aparcamiento para ir a la clase de inglés.
—¡Eh, cielo! —dijo una voz a mi espalda.
Me giré en redondo. Era un chico larguirucho de último año, con el pelo rubio y la cara llena de acné. Estaba en mi clase de biología, pero casi nunca asistía. Lo había visto a veces en la calle, fumando detrás de los contenedores de basura o derrapando salvajemente con su coche. Siempre iba flanqueado por tres amigos que se reían de un modo desagradable.
—Hola —musité, nerviosa.
—Me parece que no nos han presentado como es debido —dijo con una sonrisita—. Me llamo Kirk.
—Encantada. —No le miré a los ojos. Había algo en su actitud que me incomodaba.
—¿No te han dicho nunca que tienes unas lolas estupendas? —me preguntó.
Los que iban detrás sofocaban la risa.
—¿Perdón? —No había comprendido lo que decía.
—Me gustaría conocerte mejor, ya me entiendes. —Dio un paso hacia mí y me aparté instintivamente—. Vamos, no seas vergonzosa, nena.
—He de irme a clase.
—Seguro que puedes saltarte unos minutos —dijo, con mirada impúdica—. Me basta con uno rápido.
Me agarró del hombro.
—¡No me toques!
—¡Ah, es más peleona de lo que parece! —exclamó, sin dejar de reírse y agarrándome con más fuerza.
—¡Quítale las manos de encima!
Suspiré de alivio al ver que Joseph se plantaba a mi lado, erguido y desafiante. Me pegué a él instintivamente, sintiéndome a salvo. Se había apartado el pelo de la cara y entornaba sus ojos cafés con furia.
—No estaba hablando contigo —dijo Kirk, soltándome—. Esto no es asunto tuyo.
—Sus problemas son asunto mío también.
—¿Ah, sí? ¿Te ves capaz de pararme los pies?
—Tócala otra vez y verás —le advirtió Joseph.
—¿Quieres jaleo?
—Tú decides.
Joseph se quitó la chaqueta y se arremangó. Llevaba la corbata floja y, en la base de su garganta, vi brillar su crucifijo de plata. Su desarrollada musculatura resaltaba bajo la camisa del uniforme. Tenía un torso mucho más ancho que Kirk, cosa que éste captó de un vistazo.
—Vamos, tío —le aconsejó uno de sus amigotes, y añadió bajando la voz—: Es Joseph Jonas.
Aquello pareció frenar a Kirk.
—¡Bah! —Escupió en el suelo, me lanzó una mirada asquerosa y se alejó airadamente.
Joseph me rodeó los hombros con el brazo y yo me arrimé más a él, aspirando su fresca fragancia.
—Algunos necesitarían que les enseñaran modales —dijo con desdén. Yo levanté la vista.
—¿Te habrías metido en una pelea por mí?
—Claro —respondió sin vacilar.
—Pero ellos eran cuatro.
—Me enfrentaría al ejército de Megatrón para defenderte.
—¿De quién?
Joseph sacudió la cabeza y sonrió.
—Siempre se me olvida que tenemos distintos puntos de referencia. Digamos que a mí no me dan miedo cuatro matones de poca monta.
Joseph no sabía gran cosa de ángeles, pero sí de la gente en general. Intuía lo que querían mucho mejor que yo y, por tanto, podía evaluar con más conocimiento de causa en quién confiar y con quién mantener una distancia prudencial. Yo no ignoraba que Ivy y Gabriel seguían preocupados por las consecuencias de nuestra relación, pero notaba que Joseph me proporcionaba una energía y una seguridad en mí misma que me volvía mucho más fuerte para ejercer el papel que me correspondiera en nuestra misión. Aunque él no acabase de entender la naturaleza de nuestra tarea en la Tierra, había tomado conciencia de que no debía distraerme ni apartarme de ella. Y al mismo tiempo, su inquietud por mi bienestar bordeaba la obsesión, porque llegaba a preocuparse por las cosas más insignificantes, como por ejemplo mi nivel energético.
—No has de preocuparte por mí —le recordé un día en la cafetería—. A pesar de lo que piense Gabriel, sé cuidar de mí misma.
—Me limito a cumplir con mi cometido —replicó—. Por cierto, ¿ya has almorzado?
—No tengo hambre. Gabriel nos prepara unos desayunos monumentales.
—Toma, cómete esto —me dijo, lanzándome una barrita energética. Como atleta que era, siempre parecía llevar encima una provisión inagotable. Según la etiqueta, aquélla contenía anacardos, coco, albaricoque y semillas.
—No puedo comérmelo. ¡Lleva alpiste!
—Son semillas de sésamo, están repletas de energía. No quiero que acabes agotada.
—¿Por qué habría de agotarme?
—Porque debes de tener bajo el nivel de glucosa en sangre, así que no discutas.
Cuando se empeñaba en cuidar de mí, era preferible no discutir con él.
—Vale, mami —le dije, dándole un mordisco a aquella correosa barrita—. Por cierto, sabe a cartón.
Apoyé la cabeza en sus brazos fuertes y bronceados, reconfortada como siempre por su solidez.
—¿Tienes sueño? —me preguntó.
—Phantom se ha pasado la noche roncando y yo no he tenido valor para sacarlo de mi habitación.
Joseph dio un suspiro y me acarició la cabeza.
—A veces te pasas de buena. No creas que no he notado que sólo has dado un mordisco a esa barrita. Venga, termínatela.
—Por favor, Joseph, ¡alguien te va a oír!
Recogió la barrita y la paseó por el aire, emitiendo una especie de zumbido con los labios.
—Todavía será más embarazoso si tengo que empezar a jugar a los avioncitos.
—¿Qué avioncitos?
—Es un truco que emplean las madres para que coman los niños más testarudos.
Me eché a reír y aprovechó la ocasión para meterme volando la barrita dietética en la boca.
A Joseph le encantaba contar historias de su familia; y a mí escucharlas. Cuando se ponía a hablar, me quedaba totalmente absorta. Últimamente las anécdotas versaban sobre la boda inminente de su hermana mayor. Yo lo interrumpía con preguntas frecuentes, deseosa de conocer los detalles que él omitía. ¿De qué color eran los vestidos de las damas de honor? ¿Cómo se llamaba el primo al que habían reclutado para llevar los anillos? ¿Quiénes preferían un grupo de rock que un cuarteto de cuerda? ¿Al final serían de satén blanco los zapatos de la novia? Si no sabía la respuesta, me prometía averiguarla.
Mientras comía, Joseph me explicó que no había manera de que su madre y su hermana se pusieran de acuerdo en los detalles de la boda. Claire quería montar la ceremonia en el jardín botánico local, pero su madre opinaba que era un entorno demasiado «primitivo». Los Jonas eran feligreses de la parroquia de Saint Mark’s, con la cual la familia había mantenido desde antiguo una estrecha relación. La madre deseaba que la boda tuviera lugar allí y, durante la última discusión, había llegado a amenazar con no asistir si la ceremonia no se celebraba en una Casa de Dios. Según ella, si los votos no se hacían en un lugar santificado ni siquiera tenían validez. Al final llegaron a un acuerdo: la ceremonia se haría en la iglesia y la recepción en un pabellón junto a la playa. Joseph sofocaba la risa mientras me contaba la historia, divertido por las extravagancias de las mujeres de su familia. Yo no podía dejar de pensar que su madre y Gabriel congeniarían a las mil maravillas.
A veces me sentía excluida de esa parte de su existencia. Era como si él llevase una doble vida: la que compartía con su familia y sus amigos, y el profundo vínculo que lo unía a mí.
—¿No piensas nunca que no estamos hechos el uno para el otro? —le pregunté, apoyando la barbilla en las manos y tratando de descifrar su expresión.
—No, no lo pienso —dijo sin vacilar ni un segundo—. ¿Y tú?
—Bueno, lo único que sé es que esto no estaba previsto. Alguien ahí arriba ha metido la pata en serio.
—Lo nuestro no es ningún error —insistió Joseph.
—No, pero lo que digo es que hemos ido en contra del destino. No es esto lo que habían planeado para nosotros.
—Me alegro de la confusión, ¿tú no?
—Por mí sí.
—¿Pero?
—Pero no quiero convertirme en una carga para ti.
—No eres ninguna carga. Puedes resultar exasperante y no hacer caso de los consejos, pero nunca eres una carga.
—No soy exasperante.
—Se me olvidaba añadir que no tienes mucho ojo para conocer a la gente, ni siquiera a ti misma.
Le alboroté el pelo, regodeándome con la sensación de suavidad que sentía en los dedos.
—¿Tú crees que le caería bien a tu familia? —pregunté.
—Claro. Confían en mi criterio para casi todas las cosas.
—Sí, pero… ¿y si me encontraran extraña?
—Ellos no son de ese estilo, pero, bueno, ¿por qué no lo averiguas tú misma? Ven este fin de semana a conocerlos. Hace días que quería proponértelo.
—No sé —me escabullí—. Me siento incómoda entre desconocidos.
—Ellos no lo son —dijo—. Yo los conozco de toda la vida.
—Quiero decir para mí.
—Son parte de lo que yo soy, (Ta). Significaría mucho para mí que pudieran conocerte. Ya han oído bastante de ti.
—¿Qué les has contado?
—Sólo lo buena que eres.
—Tan buena no soy. Si no, no estaríamos en esta situación —A mí nunca me han atraído las chicas completamente buenas. En fin, ¿vendrás?
—Me lo pensaré.
Yo había esperado que me lo pidiera y quería decirle que sí, pero temía en parte sentirme demasiado distinta de ellos. Después de lo que había oído de aquella madre tan conservadora, no me apetecía que me juzgaran. Joseph vio mi expresión.
—¿Cuál es el problema? —preguntó.
—Si tu madre es una mujer religiosa, quizá sea capaz de reconocer a un ángel caído cuando lo vea.
La objeción, una vez pronunciada en voz alta, sonaba bastante estúpida.
—Tú no eres un ángel caído. ¿Por qué has de ponerte tan melodramática?
—Lo soy en comparación con Ivy y Gabriel.
—Bueno, dudo mucho que mi madre vaya a darse cuenta. Yo tuve que enfrentarme con el escuadrón de Dios, ¿recuerdas? Y no traté de escaquearme.
—Eso es cierto.
—Entonces, decidido. Pasaré a buscarte el sábado a las cinco. Tu clase de literatura está a punto de empezar. Te acompaño.
Mientras recogía mis libros, resonó en la cafetería el eco de un trueno. La luz del sol que se colaba por los ventanales desapareció bruscamente el cielo se oscureció, amenazando lluvia. Ya habíamos oído que el tiempo primaveral no iba a durar, pero resultaba decepcionante igualmente. La temporada lluviosa llegaba a ser muy fría en aquella parte de la costa.
—Está a punto de llover —dijo Joseph, mirando el cielo.
—Adiós, sol —gemí.
Apenas lo había dicho, empezaron a caer gruesas gotas. Y en un abrir y cerrar de ojos, una tupida cortina de lluvia estaba tamborileando en el techo de la cafetería. Miré a los estudiantes que cruzaban corriendo el claustro, cubriéndose la cabeza con la carpeta. Un par de chicas de tercero permanecían a cielo abierto, dejando que la lluvia las empapase y riéndose histéricamente. Se las iban a cargar cuando aparecieran en clase caladas hasta los huesos. Vi a Gabriel dirigiéndose hacia el ala de música con expresión preocupada. Su paraguas se inclinaba, azotado por el viento enfurecido que se había levantado.
—¿Vamos? —me dijo Joseph.
—Quedémonos un rato a mirar la lluvia. No hay nada muy interesante en literatura ahora mismo.
—¿Ésa es la (Ta) mala?
—Me parece que hemos de revisar tu definición de mala. ¿No puedo quedarme contigo durante esta clase?
—¿Y que luego tu hermano me acuse de ser una mala influencia? Ni hablar. Por cierto, me he enterado de que hay un nuevo alumno. Un intercambio con un colegio de Londres. Y creo que está en tu clase. ¿No sientes curiosidad?
—No mucha. Tengo aquí todo lo que necesito. —Deslicé el dedo por su mejilla, disfrutando de la suavidad de sus contornos.
Joseph me tomó el dedo y me besó la punta antes de depositármelo con firmeza en mi regazo.
—Escucha, ese chico podría venirte como anillo al dedo. Según radio macuto ya lo han expulsado de tres colegios. Lo han enviado aquí para regenerarse, supongo que porque cualquier posibilidad de meterse en líos le queda muy lejos. Su padre es un magnate de los medios de comunicación. ¿Ahora estás más interesada?
—Tal vez un poquito.
—Bueno, ve a clase de literatura, a ver qué tal es.
—Vale, vale. Pero, oye, yo ya tengo conciencia; y bastante me atormenta por sí sola. No me hace falta otra.
—Yo también te quiero, (ta).
Al evocar más tarde aquel día, habría de recordar la lluvia y la expresión de Joseph. Aquel cambio de tiempo marcó también un cambio en nuestras vidas que ninguno de los dos habría podido prever. Mi vida en la Tierra hasta entonces había transcurrido entre dramas menores y angustias de adolescente, pero estaba a punto de descubrir que aquellos problemas habían sido sólo un juego de niños comparados con lo que vino a continuación. Supongo que eso sirvió para enseñarnos un montón sobre lo que era importante en la vida. Y no creo que hubiéramos podido evitarlo. Formaba parte de nuestra historia desde el principio. Al fin y al cabo, las cosas habían discurrido con relativa suavidad; era inevitable que tropezáramos con algún bache. Sólo que no esperábamos que el impacto fuese tan fuerte.
El bache en cuestión había venido desde Inglaterra y tenía nombre: Jake Thorn.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
18
El Príncipe Oscuro
Aunque fuera de largo la más interesante de todas mis materias, no estaba de humor para una clase de literatura. Me apetecía quedarme más rato con Joseph; separarme de él me producía siempre una especie de dolor físico, como un calambre en el pecho. Cuando llegamos al aula, estreché sus dedos con más fuerza y lo atraje hacia mí. No importaba cuánto tiempo pasáramos juntos: nunca me parecía suficiente, siempre quería más. Cuando se trataba de él, me entraba un apetito voraz que no había modo de satisfacer.
—No pasa nada si llego unos minutos tarde —dije para engatusarle —Ni hablar —replicó Joseph, quitando uno a uno los dedos con los que lo agarraba de la manga—. Vas a entrar puntualmente.
—Te estás convirtiendo en un repelente —rezongué.
Él no hizo caso y me puso los libros en las manos. Ahora casi nunca me dejaba llevar ningún peso cuando me acompañaba. La gente debía tomarme por una perezosa incurable viéndome deambular por ahí con las manos vacías, mientras Joseph me seguía cargado con mis pertenencias.
—Yo puedo llevar perfectamente mis propias cosas, Joe. No soy ninguna inválida, ¿sabes?
—Ya —respondió, lanzándome su adorable media sonrisa—. Pero a mí me gusta estar a tu disposición.
Antes de que pudiera detenerme, le eché los brazos al cuello y lo arrastré a un hueco entre las taquillas. La culpa era suya, qué caramba, por plantarse allí delante con aquel pelo castaño tan suave bailándole sobre los ojos, con la camisa del uniforme por fuera y el cordón de cuero trenzado ciñéndole la muñeca y casi confundiéndose con su piel bronceada. Si no quería que le atacara, que no se pusiera en mi camino.
Joseph dejó caer sus propios libros y me devolvió el beso con pasión, sujetándome el cuello con ambas manos y apretándose contra mí. Algunos rezagados que corrían a sus clases nos miraron con todo descaro.
—¡Buscaos una habitación! —nos soltó uno, pero nosotros no le hicimos ni caso. Durante ese momento el espacio y el tiempo se desvanecían: sólo existíamos nosotros dos, en nuestra propia dimensión personal, y yo apenas podía recordar dónde estaba ni quién era. No distinguía donde terminaba mi ser y empezaba el suyo. Lo cual me recordaba un pasaje de Jane Eyre en el que Rochester le dice a Jane que la ama como si fuera su propia carne. Así era exactamente como amaba a Joseph.
Entonces se separó de mí —Es usted muy mala, señorita Church —jadeó, con una sonrisa en los labios y una voz remilgada—. Y yo estoy totalmente indefenso ante sus encantos. Bueno, ahora creo que llegamos tarde los dos.
Por suerte para mí, la señorita Castle no era el tipo de profesora que se preocupara por la puntualidad. En cuanto entré y fui a sentarme entre las primeras filas, me entregó una carpeta.
—Hola, (Ta) —me dijo—. Estábamos hablando de la introducción al primer trimestre. He decidido asignaros un trabajo de escritura creativa por parejas. Habréis de preparar juntos y leer en clase un poema sobre el amor, como preludio para el estudio que realizaremos acto seguido de los grandes poetas románticos: Wordsworth, Shelley, Keats y Byron. Antes de empezar, ¿alguien tiene algún poema favorito que desee compartir con todos nosotros?
—Yo tengo uno —dijo una voz refinada desde el fondo. Me volví para identificar quién poseía aquel inconfundible acento inglés. Todo el mundo había enmudecido de asombro. Era el nuevo. «Qué valor —pensé—. Mira que meterse en semejante compromiso el primer día…» O eso, o era un tremendo vanidoso.
—¡Gracias, Jake! —gorjeó la señorita Castle con entusiasmo—. ¿Quieres venir a recitarlo?
—Desde luego.
El chico que avanzaba con aplomo entre las filas no era como yo había esperado. Había algo en su apariencia que hizo que se me encogiera el estómago. Era alto y delgado, y su pelo largo, oscuro y liso se le desparramaba sobre los hombros. Tenía pómulos prominentes, lo que le daba un aire demacrado. Su nariz se curvaba ligeramente en la punta y sus ojos oscuros se agazapaban bajo unas cejas muy marcadas.
Iba con tejanos negros y una camiseta del mismo color, y tenía tatuada una serpiente que se enroscaba alrededor de su antebrazo. El hecho de no llevar uniforme en su primer día no parecía preocuparle demasiado. Es más: se movía con la firmeza y la arrogancia de quien se considera por encima de las normas. No podía negarse: era guapísimo. Pero había algo en él que iba más allá de la belleza. ¿Gracia, encanto, elegancia?, ¿o algo más peligroso?
Su mirada provocativa barrió toda la clase. Antes de que yo pudiera bajar la vista, sus ojos se encontraron con los míos y permanecieron un rato observándome. Luego esbozó una sonrisa aplomada.
—«Annabel Lee», un romance de Edgar Allan Poe —anunció con toda calma—. Quizás os interese saber que Poe se casó con su prima de trece años, Virginia, cuando él tenía veintisiete. Ella murió dos años más tarde de tuberculosis.
Todo el mundo lo miraba hechizado. Cuando al fin empezó a recitar, su voz pareció derramarse como un almíbar e inundar la clase entera.
Hace largos, largos años,
En un reino frente al mar,
Vivía una hermosa doncella, Annabel,
Llamadla así: Annabel Lee,
Que sólo deseaba que la amara,
Que sólo quería amarme a mí.
En un reino frente al mar,
Vivía una hermosa doncella, Annabel,
Llamadla así: Annabel Lee,
Que sólo deseaba que la amara,
Que sólo quería amarme a mí.
Aunque muy niños los dos,
En aquel reino nos amamos
La bella Annabel Lee y yo,
Con un amor sin igual
En aquel reino nos amamos
La bella Annabel Lee y yo,
Con un amor sin igual
Que los serafines desde el cielo
Envidiaban con rencor.
Envidiaban con rencor.
Y fue así que de las nubes,
En aquel reino junto al mar
Surgió un mal viento helado,
Ay, Annabel, hace ya tanto,
Y me la dejó yerta en las manos.
En aquel reino junto al mar
Surgió un mal viento helado,
Ay, Annabel, hace ya tanto,
Y me la dejó yerta en las manos.
Yerta y helada, sus deudos
Vinieron y me la arrebataron
Para encerrarla frente al mar
En un sepulcro de mármol.
No tan dichosos allá en el cielo,
Por celos de ella y de mí,
Por celos de ella y de mí,
Fueron los ángeles traicioneros
(Bien lo saben en aquel reino)
Quienes alzaron de noche al viento
Dejando helada a mi Annabel Lee.
(Bien lo saben en aquel reino)
Quienes alzaron de noche al viento
Dejando helada a mi Annabel Lee.
Pero más fuerte era nuestro amor
Que el amor de otros más sabios
O de los que sólo nos aventajaban en años.
Que el amor de otros más sabios
O de los que sólo nos aventajaban en años.
Y ni los ángeles que están en lo alto,
Ni los demonios en las honduras del mar,
Podrán separarme jamás de ti,
Mi bella, mi dulce Annabel Lee.
Pues no brilla la luna sin decirme en sueños
Annabel, Annabel Lee,
Annabel, Annabel Lee,
Ni se alzan las estrellas sin hablarme de los ojos
De mi bella Annabel Lee.
De mi bella Annabel Lee.
Y así permanezco la noche entera con ella
Mi amada, mi vida, mi novia sin par,
En aquel sepulcro de la orilla,
En su tumba resonante junto al mar.
No se me escapó, cuando Jake terminó de recitar, que todas las mujeres de la clase, incluida la señorita Castle, lo miraban extasiadas como si su caballero andante acabara de llegar con su reluciente armadura. Incluso yo misma debía reconocer que su actuación había resultado impresionante. Había declamado de un modo conmovedor, como si Annabel Lee hubiera sido el amor de su vida. A juzgar por su manera de mirarlo, algunas chicas parecían dispuestas a abalanzarse sobre él para consolarlo por su pérdida.
—Una interpretación muy expresiva —susurró la señorita Castle—. Debemos recordarlo para cuando llegue la velada de jazz y poesía. Bueno, estoy segura de que esto habrá servido para inspiraros y sugeriros ideas de vuestra propia cosecha. Ahora quiero que os juntéis por parejas y que discutáis ideas para el poema. La forma es totalmente libre. Dad rienda suelta a vuestra imaginación. Cualquier licencia poética será bienvenida.
La gente empezó a cambiar de asiento y a distribuirse de dos en dos. De vuelta a su sitio, Jake se detuvo frente a mi mesa.
—¿Quieres que vayamos juntos? —me susurró—. Tengo entendido que tú también eres nueva.
—Bueno, ya llevo un tiempo aquí —respondí, no muy contenta con la comparación.
Jake interpretó mi respuesta como un sí y se sentó sin más a mi lado. Luego se arrellanó cómodamente en su silla, con las manos en la nuca.
—Me llamo Jake Thorn —dijo, mirándome con sus ojos oscuros entornados y tendiéndome la mano: la cortesía en persona.
—(Tn) Church —repuse, ofreciéndole mi mano con cautela.
En lugar de estrechármela, como yo esperaba, le dio la vuelta y se la llevó a los labios con un ridículo gesto de galantería.
—Es un gran placer conocerte.
Estuve a punto de soltar una carcajada. ¿Pretendía que me lo tomase en serio? ¿Dónde creía que estábamos? No me reí porque me quedé mirándolo a los ojos. Eran de color verde oscuro y poseían una intensidad llameante. Y no obstante, había un matiz hastiado en su expresión que sugería que había vivido mucho más que la mayoría de los chicos de su edad. Su mirada me recorrió de arriba abajo y tuve la sensación de que no se había dejado nada. Llevaba un colgante de plata alrededor del cuello: una media luna con extraños símbolos grabados.
Tamborileó con los dedos en la mesa.
—Bueno —dijo—, ¿alguna idea?
Yo lo miré desconcertada.
—Para el poema —me recordó, enarcando una ceja.
—Empieza tú. Yo aún estoy pensando.
—Muy bien. ¿Prefieres alguna metáfora en particular? ¿Una selva exuberante?, ¿el arco iris?, ¿algo por el estilo? —Se echó a reír como si fuera un chiste privado—. Yo tengo debilidad por los reptiles.
—¿Y eso qué se supone que significa? —pregunté con curiosidad.
—Tener debilidad por algo significa que te gusta.
—Ya sé lo que significa, pero ¿por qué los reptiles?
—Piel dura y sangre fría —dijo Jake con una sonrisa.
Repentinamente se desentendió de mí y garabateó una nota en un trozo de papel. Lo estrujó en una bola y se la lanzó a las dos chicas góticas, Alicia y Alexandra, que estaban en la fila de delante, inclinadas sobre sus cuadernos, escribiendo con brío. Se volvieron a mirar enojadas, pero cambiaron de expresión en cuanto vieron quién era el remitente. Entonces se apresuraron a leer la nota y a cuchichear entre ellas, muy excitadas. Alicia le echó una miradita a Jake por debajo del flequillo y asintió de un modo casi imperceptible. Jake guiñó un ojo y volvió a arrellanarse en su asiento con aire satisfecho.
—O sea que el tema es el amor —prosiguió como si nada.
—¿Cómo? —pregunté estúpidamente.
—Para nuestro poema. —Me miró de soslayo—. ¿Ya has vuelto a olvidarlo?
—Estaba distraída.
—¿Preguntándote qué les he dicho a esas chicas? —comentó con picardía.
—¡No! —me apresuré a responder.
—Sólo pretendo hacer amistades —dijo, ahora con una expresión franca e inocente—. Siempre es duro ser el nuevo.
Sentí una punzada de compasión.
—Estoy segura de que harás amigos muy deprisa —le dije—. Todo el mundo fue muy amable cuando llegué. Y cuenta conmigo si necesitas que alguien te enseñe todo esto.
Sus labios se retorcieron en una sonrisa.
—Gracias, (Tn). Te tomo la palabra.
Permanecimos durante un rato en silencio, sopesando ideas, hasta que Jake me hizo otra pregunta.
—Oye, ¿qué hacéis aquí para divertiros?
—Bueno… —Hice una pausa—. Yo paso la mayor parte del tiempo con mi familia. Y con mi novio.
—¡Ah, conque hay un novio! ¡Qué bueno! —Sonrió—. No es que me sorprenda. Naturalmente que tienes novio… con esa cara. ¿Quién es el afortunado?
—Joseph Jonas —contesté, avergonzada por su cumplido.
—¿Tiene intención de tomar los hábitos pronto?
Fruncí el ceño.
—Es un nombre muy bonito —repliqué a la defensiva—. Quiere decir «luz». ¿No has oído hablar de san Francisco Javier? (Bueno chicas como ya sabrán el nombre real del personaje es Xavier)
Él sonrió con aire burlón.
—¿No era el que perdió la chaveta y se fue a una cueva?
—En realidad —lo corregí— a mí me parece más bien que decidió vivir con sencillez y renunciar a las comodidades mundanas.
—Ya veo. Perdón por el error.
Me removí incómoda en mi asiento.
—¿Y qué te parece tu nuevo hogar? —me preguntó más tarde.
—Venus Cove es muy agradable para vivir. La gente es auténtica —respondí—. Aunque alguien como tú quizá lo encuentre aburrido.
—No lo creo —dijo, mirándome—. Ya no, si hay gente como tú.
Sonó el timbre y recogí a toda prisa mis libros, deseosa de reunirme con Joseph.
—Nos vemos, (Tn) —dijo Jake—. Quizá seamos más productivos la próxima vez.
Me asaltó una sensación de inseguridad cuando le di alcance a Joseph junto a las taquillas. Me sentía intranquila y lo único que deseaba era acomodarme entre sus brazos protectores, a pesar de que ya me pasaba así la mayor parte del día. En cuanto guardó sus libros, me acurruqué contra su pecho y me aferré a él como una lapa.
—Uau —dijo, estrechándome con fuerza—. Yo también me alegro de verte. ¿Estás bien?
—Sí —respondí, enterrando la cara en su camisa y aspirando su fragancia—. Te echaba de menos, nada más.
—Sólo hemos estado separados una hora. —Rio—. Venga, salgamos de aquí.
Caminamos hasta el aparcamiento. Gabriel e Ivy le habían dado permiso para llevarme a casa en coche de vez en cuando, cosa que él consideraba un gran progreso. Lo tenía aparcado en el sitio de siempre, a la sombra de una hilera de robles, y se adelantó a abrirme la puerta. No sabía qué se creía que iba a pasarme si me dejaba abrirla a mí misma. Quizá temía que se desprendiera de las bisagras y me aplastara, o que yo me torciera la muñeca al manejar la palanca. O acaso era que lo habían educado con excelentes modales anticuados.
Joseph no arrancó el motor hasta que coloqué en el asiento de atrás la mochila y me puse el cinturón de seguridad. Gabriel le había explicado que yo era la única de nosotros tres que podía sufrir heridas y dolor: mi forma humana podía resultar dañada. Joseph se lo había tomado muy a pecho y salió del aparcamiento con un aire de intensa concentración.
Pese a su prudencia, sin embargo, no pudo impedir lo que sucedió a continuación. Cuando ya salíamos a la avenida, una reluciente moto negra salió disparada de improviso y se nos cruzó por delante. Joseph frenó bruscamente, haciendo derrapar el coche y evitando por poco la colisión. Viramos a la derecha y chocamos con el bordillo. Yo me fui hacia delante; el cinturón me paró en seco y me retuvo contra el asiento con un doloroso tirón. La moto se alejó rugiendo calle abajo, dejando una estela de gases. Joseph lo miró mudo de asombro antes de volverse para comprobar que yo estaba bien. Sólo al ver que no me había pasado nada, dio rienda suelta a su rabia.
—¿Quién demonios era ése? —rugió—. ¡Menudo idiota! ¿Has visto cómo conducía? Si llego a averiguar quién es, que el Cielo me ayude, te aseguro que lo voy a moler a palos.
—No se le veía la cara con ese casco —murmuré.
—Ya nos enteraremos —gruñó Joseph—. No se ven muchas Kawasaki Ninja ZX-14 por aquí.
—¿Cómo es que conoces tan bien el modelo?
—Soy un chico. Me gustan las motos.
Joseph me llevó a casa todavía furioso. Escrutaba el tráfico y no les quitaba ojo a los conductores vecinos, como si el incidente pudiera repetirse. Cuando nos detuvimos frente a Byron, ya se había calmado un poco.
—He preparado limonada —nos dijo Ivy abriendo la puerta. Tenía un aire tan doméstico con su delantal que a los dos se nos escapó una sonrisa—. ¿Por qué no pasas, Joseph? —le preguntó—. Puedes hacer los deberes con (Tn).
—Uh, no, gracias. Le he prometido a mi madre que le haría unos recados —dijo, eludiendo la invitación.
—Gabriel no está.
—Ah, bueno, entonces sí. Gracias.
Mi hermana nos hizo pasar y cerró la puerta. Phantom salió disparado de la cocina al oírnos y se abalanzó sobre nuestras piernas a modo de saludo.
—Primero los deberes; luego el paseo —le dije.
Desplegamos los libros sobre la mesa del comedor. Joseph tenía que terminar un trabajo de psicología y yo había de analizar una viñeta humorística para la clase de historia. La viñeta mostraba al rey Luis XVI, de pie junto al trono, al parecer muy satisfecho de sí mismo. Mi tarea consistía en interpretar el significado de los objetos que había alrededor.
—¿Cómo se llama eso que sujeta en la mano? —le pregunté a Joseph—. No lo veo bien.
—Parece un atizador —respondió.
—Dudo muchísimo que Luis XVI se ocupara de atizar el fuego. Yo diría que es un cetro. ¿Y qué es lo que lleva puesto?
—Hum… ¿un poncho? —sugirió Joseph.
Puse los ojos en blanco.
—Voy a sacar un sobresaliente con tus consejos.
A decir verdad, ni la tarea que me habían asignado ni las notas con las que recompensaran mis esfuerzos me interesaban lo más mínimo. Las cosas que deseaba aprender no venían en los libros; procedían de la experiencia y de la relación con la gente. Pero Joseph estaba concentrado en su trabajo de psicología y no quería distraerlo más, así que volví a examinar la viñeta. Mi capacidad de atención resultó muy efímera.
—Si pudieras rectificar una sola cosa de toda tu vida, ¿cuál sería? —le pregunté, mientras le hacía cosquillas a Phantom en el hocico con las plumas de mi bolígrafo de fantasía. Él lo agarró entre los dientes, creyendo que era un bicho peludo, y se alejó muy ufano con él.
Joseph dejó su propio bolígrafo y me miró, socarrón. —¿No querrás decir: cuál es la variable independiente en el Experimento de la Prisión de Stanford?
—Vaya rollo —dije.
—Me temo que no todos hemos recibido la bendición del conocimiento divino.
Di un suspiro.
—No entiendo cómo te interesan estas cosas.
—No me interesan. Pero no me queda otro remedio —dijo—. He de entrar en la universidad y conseguir un trabajo si quiero seguir adelante. Ésa es la realidad. —Se echó a reír—. Bueno, no en tu caso, supongo; pero en el mío seguro que sí.
No tenía respuesta. Sólo de imaginarme a Joseph haciéndose mayor, obligado a trabajar un día sí y otro también para mantener a una familia hasta la muerte, me daban ganas de llorar. Yo quería que su vida fuera más fácil y que la pasara conmigo.
—Lo siento —murmuré.
Él deslizó su silla para acercarse más.
—No lo sientas. Yo preferiría mucho más hacer esto…
Se inclinó y me besó el pelo, deslizando lentamente los labios hasta encontrar mi barbilla y, finalmente, mi boca.
—Preferiría mucho más pasarme todo el tiempo hablando contigo, estando a tu lado, descubriéndote —añadió—. Pero aunque me haya metido en esta locura, eso no significa que pueda abandonar todos mis otros planes. No podría, por mucho que lo deseara. Mis padres esperan que entre en una universidad de elite. —Frunció el ceño—. Es muy importante para ellos.
—¿Y para ti? —pregunté.
—Supongo que también —respondió—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Asentí. Yo sabía bien lo que era tener que cumplir las expectativas de tu familia.
—Has de hacer algo que te satisfaga también a ti —le dije.
—Por eso estoy contigo.
—¿Cómo se supone que voy a estudiar si me sigues diciendo cosas como ésta? —me quejé.
—Tengo muchas más guardadas del mismo estilo —dijo, burlón.
—¿A eso dedicas tu tiempo libre?
—Me has pillado. Lo único que hago es prepararme frases para impresionar a las mujeres.
—¿A las mujeres?
—Perdón. A una mujer —rectificó al ver cómo me enfurruñaba—. Una mujer que vale por mil.
—Venga ya, cierra el pico. No trates de arreglarlo ahora.
—Tan misericordiosa —Joseph sacudió la cabeza—, tan compasiva y dispuesta a perdonar.
—No te pases, amigo —le dije, adoptando voz de matón. Joseph bajó la cabeza.
—Te pido perdón… Ja, soy un calzonazos.
Continué con mi tarea de historia mientras él acababa de redactar su informe. Aún le quedaban un montón de deberes, pero al final quedó claro que yo representaba una distracción excesiva. Justo cuando acababa de resolver su tercer problema de trigonometría, noté su mano deslizándose sobre mi regazo. Le di un ligero cachete.
—Continúa estudiando —le dije cuando levantó la vista—. Nadie te ha dado permiso para parar.
Sonrió y escribió algo al pie de la hoja. Ahora la solución decía:
«Halla x si (x)=2sen3x, sobre el dominio —22
x=(Ta)
—¡Para de hacer el tonto!—¡De eso nada! ¡Es la verdad! Tú eres mi solución para todo —replicó—. El resultado final siempre eres tú. X siempre es igual a (Ta).
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
19
Entre los Jonas
Me tenía inquieta la perspectiva de conocer el sábado a la familia de Joseph. Ya me había invitado varias veces y no podía negarme sin dar la impresión de que no tenía el menor interés. Además, él no iba a aceptar un no por respuesta.
No es que yo no quisiera conocerlos; pero más bien me daba terror la reacción que pudieran tener al conocerme a mí.
En el colegio, pasados los nervios del primer día, nunca me había preocupado demasiado la impresión que pudiera causar. Pero en el caso de la familia de Joseph la cosa cambiaba; ellos sí eran importantes. Yo deseaba caerles bien y quería que pensaran que Joseph había salido ganando al conocerme. En definitiva, deseaba contar con su aprobación. Molly me había explicado un sinfín de historias sobre su ex novio, un tal Kyle, a quien sus padres nunca habían mirado con buenos ojos, hasta el punto de no permitirle entrar en su casa. Estaba segura de que el clan de los Jonas no se pondría en mi contra hasta ese extremo, pero si no llegaba a gustarles, su influencia podía pesar lo suficiente como para afectar a los sentimientos de Joseph.
El sábado, Joseph apareció con su coche en el sendero cuando apenas faltaban dos minutos para las cinco, tal como habíamos quedado. Nos dirigimos hacia su casa, que se hallaba en la otra punta del pueblo: un trayecto de unos diez minutos. Al llegar a su calle, me zumbaban en el cerebro un centenar de pensamientos negativos. ¿Y si creían que mi palidez natural se debía a una enfermedad o a una adicción a las drogas? ¿Y si pensaban que no estaba a la altura de Joseph y que él se merecía algo mejor? ¿Y qué pasaría si hacía o decía sin querer algo embarazoso, como solía ocurrirme cuando me ponía nerviosa? ¿Y si sus padres, ambos médicos, percibían que había algo raro en mí? ¿No formaba parte de su trabajo darse cuenta de esas cosas? ¿Y si Claire o Nicola pensaban que mi ropa estaba pasada de moda? En realidad, no creía que por ese lado tuviera que haber ningún problema, porque Ivy me había ayudado a elegir el conjunto: un vestido azul marino de crepé con cuello redondo y botones de color crema. En palabras de Molly, elegante y con un toque francés. Pero todo lo demás estaba en el aire y dibujaba un gran interrogante.
—¿Por qué no te relajas? —dijo Joseph cuando me pasé las manos por el pelo y me alisé el vestido por décima vez desde que habíamos salido—. Casi te oigo el corazón desde aquí. Son buena gente, van a la iglesia todos los domingos. Has de gustarles a la fuerza. Y si no fuera así, lo cual es imposible, no te darías ni cuenta. Pero te van a adorar; ya te adoran.
—¿Qué quieres decir?
—Les he hablado de ti y se mueren por conocerte desde hace tiempo —dijo—. O sea que deja de comportarte como si fueras a encontrarte con el verdugo.
—Podrías ser más comprensivo —repliqué de mal humor—. Tengo motivos para preocuparme. ¡Eres tan antipático a veces!
Joseph estalló en carcajadas.
—¿Me has llamado antipático?
—Por supuesto. ¡Te importa un bledo que esté nerviosa!
—Claro que me importa —dijo, armándose de paciencia—. Pero te estoy diciendo que no tienes por qué preocuparte. Mi madre ya es tu fan número uno y todos esperan con emoción el momento de conocerte. Durante un tiempo albergaron la sospecha de que eras una invención mía. Te lo cuento para que te sientas mejor, porque me importa cómo te sientes, y ahora exijo que retires ese insulto. No puedo seguir viviendo con el estigma de haber sido tildado de «antipático».
—Lo retiro. —Me eché a reír—. Pero eres un zopenco.
—Mi autoestima está sufriendo hoy un rapapolvo —dijo, meneando la cabeza—. Primero antipático, ahora zopenco… Esto supongo que me convierte en un zopenco antipático.
—Es que estoy nerviosa. —Se me borró la sonrisa—. ¿Y si me comparan con Emily? ¿Y si no creen que esté a su altura?
—(Ta). —Joseph tomó mi rostro entre sus manos y me obligó a mirarlo—. Eres una persona increíble. Eso lo verán de entrada. Además, a mi madre no le gustaba Emily.
—¿Por qué?
—Era demasiado impulsiva.
—¿En qué sentido? —pregunté.
—Tenía problemas —contestó Joseph—. Sus padres estaban divorciados, ella no veía a su padre y a veces hacía cosas sin pensárselas. Yo siempre estaba ahí para mantenerla a salvo, gracias a Dios, pero esa manera de ser no le granjeó demasiadas simpatías entre mi familia.
—Si pudieras cambiar el destino y tenerla otra vez contigo, ¿lo harías? —pregunté.
—Emily está muerta —respondió—. Así han sido las cosas. Luego apareciste tú. Tal vez entonces estaba enamorado de ella, pero ahora estoy enamorado de ti. Y si volviera mañana, seguiría siendo mi mejor amiga, pero tú serías mi novia igualmente.
—Perdona, Joe —murmuré—. A veces tengo la sensación de que sólo estás conmigo porque perdiste a la chica para la que estabas predestinado.
—¿Pero es que no te das cuenta, (Ta)? —insistió—. Mi destino no era estar con Em; mi destino era amarla y perderla. Tú eres la persona para la que estoy predestinado.
—Creo que ahora lo entiendo. —Cogí su mano y se la apreté un poco—. Gracias por explicármelo. Ya sé que parezco una cría.
Él me guiñó un ojo.
—Una cría adorable.
En casa de Joseph todo tenía un aire confortable. Era un edificio grande y bastante nuevo, de estilo neogeorgiano, con setos pulcramente recortados y una puerta principal reluciente flanqueada de columnas. Adentro, las paredes estaban pintadas de blanco y había parquet de madera en el suelo. La parte delantera, con un lujoso salón, estaba reservada a los invitados, mientras que el espacio diáfano de detrás, que se abría a una terraza con piscina, era donde pasaba la mayor parte del tiempo aquella familia de ocho miembros. Había unos enormes sofás con mullidos cobertores frente a una televisión de pantalla plana montada en la pared. La mesa estada atestada con un surtido de cachivaches de chicas adolescentes; en una esquina había una cesta de ropa doblada y, junto a la puerta trasera, se veían alineados varios pares de zapatillas. En la pared opuesta a la tele había un rincón de juegos con una colección entera de Barbies, camiones y puzles, sin duda pensado para tener entretenidos a los más pequeños. Un gato rojizo se acurrucaba en una canasta.
Quizá tenía que ver con el olor a comida que había en el aire o con las voces que resonaban al fondo, pero todo el lugar daba una sensación acogedora a pesar de su tamaño.
Joseph me llevó a una cocina enorme donde su madre trataba frenéticamente de terminar de cocinar y de arreglar la casa al mismo tiempo. Parecía a cien por hora, pero aun así se las arregló para dedicarme una cálida sonrisa cuando entré. Reconocí las facciones de Joseph en las suyas a primera vista. Ambos tenían la misma nariz recta y unos vívidos ojos ámbar.
—¡Tú debes de ser (Ta)! —dijo, poniendo una sartén a fuego lento y acercándose para darme un abrazo—. Hemos oído hablar mucho de ti. Yo soy Bernadette, aunque puedes llamarme Bernie como todo el mundo.
—Encantada de conocerla, Bernie. ¿Necesita ayuda? —le pregunté enseguida.
—¡Vaya, eso no se oye muy a menudo por aquí! —respondió.
Me tomó del brazo y me mostró un montón de servilletas que doblar y una pila de platos que secar. El padre de Joseph, que estaba encendiendo la barbacoa en la terraza, bajo la sombra de unos toldos triangulares, entró un momento a saludarme. Era un hombre alto y delgado, con una mata de pelo castaño y gafas redondas de profesor.
Ahora entendía de dónde le venía a Joseph su estatura.
—¿Ya la habéis puesto a trabajar? —dijo con una risotada, estrechándome la mano y presentándose como Peter.
Joseph me dio un apretón en el hombro y salió para ayudar a su padre con la barbacoa. Mientras ponía la mesa con Bernie, observé el maravilloso desorden doméstico que reinaba en la casa. Había un partido de béisbol en la televisión y oía ruido de pasos arriba, y también las notas de una pieza sencilla de clarinete que alguien debía de estar ensayando. Bernie se afanaba a mi lado, poniendo fuentes sobre la mesa. Era todo deliciosamente cotidiano y normal.
—Perdona el desbarajuste —me dijo, disculpándose—. El otro día fue el cumpleaños de Jasmine y está todo manga por hombro.
Sonreí. No me importaba que imperase el desorden. Para mi sorpresa, me sentía como en casa.
—¡Te dije que no tocases mis cuchillas de afeitar! —gritó una chica mientras bajaba ruidosamente las escaleras.
Joseph, que había entrado a recoger unos platos, dio un suspiro exagerado.
—Ahora sería el momento si quieres escapar —susurró.
—¡Por el amor de Dios, tienes un paquete entero! ¡Deja ya de lloriquear! —replicó otra voz.
—Era la última y ahora ha quedado impregnada de tus células asquerosas. —Sonó un violento portazo y apareció una chica de rizos castaños recogidos con una cinta. Llevaba unos pantalones cortos de licra, como si acabase de hacer deporte, y un top rojo sin mangas—. Mamá, ¿quieres decirle a Claire que no se meta más en mi habitación?
—¡No he entrado en tu habitación! ¡Te la has dejado en el baño! —gritó Claire desde detrás de la puerta.
—¿Por qué no te largas de una vez y te vas a vivir con Luke? —le replicó a voz en cuello su hermana.
—¡Lo haría si pudiera, créeme!
—¡Te odio! ¡No hay derecho!
De repente la chica pareció advertir mi presencia y dejó de gritar para examinarme de arriba a abajo.
—¿Quién es ésta? —preguntó con brusquedad.
—¡Nicola! —la reprendió su madre—. ¿Dónde están tus modales? Es (Ta). (Ta), acércate, ésta es mi hija de quince años, Nicola.
—Encantada de conocerte —dijo de mala gana—. Aunque no entiendo cómo se te ocurre salir con él —añadió, señalando con la cabeza a Joseph—. Es un pringado total y sus chistes dan pena.
—Nicola está atravesando ahora mismo la crisis de la adolescencia y ha perdido el sentido del humor —me explicó Joseph—. De lo contrario, apreciaría mi ingenio.
Nicola le dirigió una mirada asesina. Yo me vi liberada de hacer comentarios porque en ese momento hizo su entrada la hermana mayor, Claire. Tenía el pelo liso como Joseph y le caía suelto sobre los hombros. Llevaba una chaqueta de punto negra y botas altas. A pesar del duelo de berridos al que acababa de asistir, se le veía en la cara que era simpática.
—Uau, Joe, ¡no nos habías dicho que (Ta) fuera tan despampanante! —dijo, acercándose y dándome un abrazo.
—En realidad sí lo dije —replicó Joseph.
—Pues no te creímos. —Claire se echó a reír—. Hola, (Ta), bienvenida al zoológico.
—Enhorabuena por tu compromiso —dije.
—Gracias, aunque es un momento muy desquiciante, no sé si Joe te habrá puesto al corriente. Ayer mismo recibí una llamada de la empresa de cátering diciendo…
Joseph sonrió y nos dejó que siguiéramos charlando. No es que yo tuviera mucho que decir, pero Claire hablaba por los codos de la organización de la boda y, por mi parte, la escuchaba encantada. Me intrigaba que una ocasión tan feliz tuviera que ser tan complicada. Según ella, todo lo que podía salir mal estaba saliendo mal, y no dejaba de preguntarse si habría roto un espejo o algo así para merecer tan mala suerte.
Bernie entró en la cocina buscando a Joseph, que se asomó por la puerta trasera con unas tenazas en la mano.
—Joe, cariño, sube un momento y haz bajar a los pequeños para que conozcan a (Ta). Están viendo El rey león. —Bernie se volvió hacia mí—. Es la única manera de tenerlos tranquilos un rato.
Joseph me guiñó un ojo y desapareció por el pasillo. Al cabo de dos minutos, lo oí bajar por la escalera; sus pasos rápidos y firmes seguidos de otros más livianos, de piececitos descalzos bajando en tropel. Madeline y Michael eran los más pequeños: rubios, con grandes ojos castaños y la cara manchada de chocolate. Jasmine, que acababa de cumplir nueve años, era una niña muy seria de enormes ojos azules. Llevaba el pelo largo, al estilo de Alicia en el País de las Maravillas, recogido con una cinta de raso.
—¡(Ta)! —exclamaron Michael y Madeline, tras un breve instante de timidez. Vinieron corriendo y, tomándome cada uno de una mano, me arrastraron al rincón de juegos. Bernie no sabía muy bien si permitir aquel asalto, pero a mí no me importaba. Siempre me habían gustado las almas infantiles, y aquello venía a ser lo mismo, sólo que con más alboroto.
—¿Jugarás con nosotros? —me rogaron.
—Ahora no —dijo Bernie—. Esperad a que terminemos de cenar para molestar a la pobre (Ta).
—Yo me siento a su lado —anunció Michael.
—No, me siento yo —dijo Madeline, dándole un empujón—. Yo la he visto primero.
—¡No, señora!
—¡Sí, señor!
—Eh, eh. Los dos podéis sentaros al lado de (Ta) —dijo Claire, agarrándolos y haciéndoles cosquillas.
De pronto noté a mi lado la presencia de una figura menuda. Jasmine me miraba desde abajo con sus grandes ojos claros.
—Hacen mucho ruido —murmuró—. A mí me gusta el silencio.
Joseph, que acababa de entrar, se rio y le alborotó el pelo.
—Ésta es muy pensativa —dijo—. Siempre en las nubes con las hadas.
—Yo creo en las hadas —dijo Jasmine—. ¿Y tú?
—Desde luego —respondí, arrodillándome junto a ella—. Yo creo en todas esas cosas: hadas, sirenas y ángeles.
—¿En serio?
—Sí. Y entre tú y yo: las he visto.
Jasmine abrió mucho los ojos, y también su boquita de labios rosados.
—¿De veras? Ojalá pudiera verlas.
—Claro que puedes. Sólo tienes que mirar con mucha atención. A veces las encuentras donde menos te lo esperas.
Cuando llegó el momento de sentarse a cenar descubrí que Bernie y Peter habían preparado un festín, pero me entró una repentina inquietud al ver todas aquellas fuentes de carne de cerdo, salchichas y costillas asadas en la barbacoa. Joseph debía de haber olvidado decirles que yo no comía carne. No era tanto una cuestión ética, sino sencillamente que nuestra constitución no toleraba bien la carne. Nos resultaba difícil digerirla y nos dejaba aletargados. Pero incluso de no haber sido así, yo no habría querido probarla. La sola idea me revolvía el estómago. Y sin embargo, se habían tomado tantas molestias que no conseguía reunir el valor para decírselo.
Por suerte, no tuve que hacerlo yo.
—(Ta) no come carne —dijo Joseph sin darle mayor importancia—. ¿No os lo había dicho?
—¿Por qué no? —preguntó Nicola.
—Busca «vegetariano» en el diccionario —replicó en plan sarcástico.
—No importa, cielo —dijo Bernie, tomando mi plato y llenándolo de patatas, verduras asadas y ensalada de arroz—. No hay problema. —Y siguió echando aunque el plato ya estaba repleto.
—Mamá… —Joseph se lo quitó de las manos y me lo puso delante—. Me parece que ya tiene de sobras.
Una vez servido todo el mundo, vi que Nicola cogía sin más el tenedor. Ya se disponía a tomar un bocado de arroz cuando su madre la detuvo con una mirada fulminante.
—Joe, cariño, ¿quieres bendecir la mesa?
Nicola dejó caer el tenedor adrede con gran estrépito.
—Shh… —susurró Jasmine.
Toda la familia bajó la cabeza. Claire sujetó a Madeline y Michael para que se estuvieran quietos.
Joseph se persignó.
—Demos gracias al Señor por los alimentos que vamos a recibir. Y tengamos presentes, por amor a Jesús, a los que pasan necesidad. Amén.
Al terminar, levantó la vista y me miró una fracción de segundo a los ojos antes de dar un sorbo de soda. Había en su mirada un entendimiento y una lealtad hacía mí tan profunda que me dio la sensación de que nunca lo había amado tanto.
—Bueno, (Ta) —dijo Peter—, Joe nos ha contado que te has trasladado aquí con tu hermano y tu hermana.
—Exacto —asentí. Ya notaba que se me atragantaba la comida ante la cuestión inevitable: «¿Y qué me dices de tus padres?». Pero la pregunta no llegó a producirse.
—Me encantaría conocerlos —se limitó a decir Bernie—. ¿También son vegetarianos?
Sonreí.
—Lo somos los tres.
—Qué raro —dijo Nicola.
Bernie la taladró con la mirada, pero Joseph se echó a reír.
—Ya descubrirás que el mundo está lleno de vegetarianos, Nic —le dijo.
—¿Tú eres novia de Joe? —intervino Michael, mientras mareaba las alubias por el plato y las pinchaba con el tenedor.
—No juegues con la comida —le dijo Bernie, pero Michael no la escuchaba. Me miraba fijamente, aguardando una respuesta.
Me volví hacia Joseph, sin saber lo que debía o no debía decir delante de su familia.
—¿Verdad que tengo suerte? —le dijo él a su hermanito.
—Uf, ahórranos los… —empezó Nicola, pero Claire la silenció de un codazo.
—Yo voy a echarme novia pronto —declaró Michael, muy serio.
Todos se pusieron a reír.
—Tienes tiempo de sobras, hijito —dijo su padre—. No hay prisa.
—Pues yo no quiero ningún novio, papi —opinó Madeline—. Los chicos son sucios y dejan todo hecho un asco cuando comen.
—Me figuro que los de seis años, sí. —Joseph sofocó una risita—. Pero no te preocupes, luego mejoran.
—Aun así no quiero ninguno —insistió Madeline, enojada.
—Yo te apoyo —dijo Nicola.
—¿Pero qué dices? ¡Si tú tienes novio! —exclamó Joseph—. Aunque en tu caso sea casi lo mismo que seguir soltera.
—Cierra el pico —le soltó Nicola—. Y no tengo novio desde hace dos horas, para que te enteres.
A nadie pareció preocuparle saberlo, salvo a mí.
—¡Ay, qué mala noticia! —dije—. ¿Estás bien?
Claire soltó una risotada.
—Ella y Hamish rompen una vez a la semana por lo menos —me explicó—. Se reconcilian cuando se acerca el sábado.
Nicola se puso de morros.
—Esta vez es definitivo. Y estoy bien, (Ta), gracias por preguntarlo —añadió, abarcando a todos los demás con una mirada furibunda.
—Nic será una solterona —dijo Michael con una risita.
—¿Qué? —explotó ella—. ¿Cómo sabes siquiera lo que significa esa palabra? ¡Sólo tienes cuatro años!
—Lo dijo mami —respondió Michael.
Bernie tosió y casi se atragantó con la comida. Peter y Joseph se taparon con la servilleta para disimular la risa.
—Gracias, Michael —dijo Bernie—. Lo que quería decir es que tal vez deberías reconsiderar tu modo de tratar a la gente si quieres que sigan a tu lado. No hace falta enfadarse todo el rato.
—¡Yo nunca me enfado! —Nicola dejó el vaso de golpe sobre la mesa, derramando parte de su contenido.
—A Hamish le tiraste la pelota de tenis a la cabeza —dijo Claire.
—¡Porque me había dicho que mi vestido era demasiado corto! —gritó Nicola.
—¿Y qué? —preguntó Joseph.
—Que se lo tenía que haber callado. Era un comentario fuera de lugar.
—Ya. Y por eso merecía que le reventaras los sesos con una pelota de tenis —asintió Joseph—. Totalmente lógico.
—Encuentro muy agradable tener al fin a una chica invitada en casa —dijo Bernie para zanjar la disputa—. Luke y Hamish vienen continuamente, pero es algo muy especial que (Ta) haya venido esta noche.
—Gracias —dije—. Me alegro mucho de estar aquí.
Sonó el teléfono móvil de Claire y ella se excusó y fue a atender la llamada. Volvió unos segundos después, tapando el auricular con la mano.
—Es Luke. Se ha retrasado un poco, pero ya no tardará. —Hizo una pausa—. Sería más sencillo si pudiera quedarse a dormir.
—Ya sabes lo que tu padre y yo pensamos al respecto —le dijo Bernie—. Hemos tenido esta conversación otras veces.
Claire se volvió implorante hacia su padre, que simuló estar absorto en su plato.
—No depende de mí —musitó, avergonzado.
—¿No va siendo hora de aflojar un poco? —le dijo Joseph a su madre—. Ya han fijado fecha y todo.
Bernie se mantuvo inflexible.
—No es apropiado. Imagínate el ejemplo que daría así.
Joseph se agarró la cabeza con las manos.
—Podría dormir en la habitación de invitados.
—¿No te estarás ofreciendo para montar guardia toda la noche? No, ya me lo parecía. Mientras viváis bajo este techo, las normas las fijarán vuestros padres.
Joseph soltó un gruñido, dando a entender que ya había oído aquel discursito otras veces.
—No hace falta reaccionar así —dijo Bernie—. He criado a mis hijos de acuerdo con ciertos valores, y el sexo antes del matrimonio no se consiente en esta familia. Espero que tú, Joseph, no hayas cambiado de opinión al respecto.
—¡Desde luego que no! —proclamó él con exagerada seriedad—. ¡La sola idea me repugna!
Sus hermanas no pudieron contenerse y sus carcajadas aliviaron un poco el ambiente. Enseguida se unieron a ellos los pequeños, que no tenían ni idea de qué se reían, pero no querían quedarse al margen.
—Perdona, (Ta) —dijo Claire cuando recuperó el aliento—. Mamá nos suelta un discursito de tanto en tanto, aunque nunca se sabe cuándo va a tocar.
—No tienes por qué disculparte, querida. Estoy segura de que (Ta) comprende lo que digo. Parece una persona responsable. ¿Es religiosa tu familia?
—Mucho —dije, sonriendo—. Creo que congeniará con ellos.
Durante el resto de la noche hablamos de cosas más inofensivas. Bernie me hizo un montón de preguntas siempre discretas sobre mis intereses en el colegio y mis sueños para el futuro. Joseph ya había previsto que la conversación tomaría esos derroteros y yo había ensayado las respuestas con antelación. Claire trajo a la mesa un ejemplar de Novias y me pidió mi opinión sobre una infinidad de vestidos y de pasteles de boda. Nicola se hacía la enfurruñada y soltaba comentarios sarcásticos cuando se dirigían a ella. Los pequeños vinieron a sentarse en mi regazo a la hora de los postres y Peter empezó a contar lo que Jasmine llamaba los «chistes de papá». joseph permanecía a mi lado muy satisfecho, con un brazo sobre mis hombros, y metía baza en la conversación de vez en cuando.
Yo jamás había vivido una experiencia tan parecida a la vida terrenal normal y corriente, y disfruté cada minuto de aquella noche. La familia de Joseph, pese a sus pequeñas trifulcas, parecía tremendamente unida, cariñosa y humana, y yo me moría de ganas de compartir un don tan precioso. Ellos conocían mutuamente sus virtudes y sus flaquezas, y se aceptaban sin restricciones. Me maravillaba lo sinceros que eran y lo mucho que sabían unos de otros; incluso las minucias más insignificantes, como sus helados o sus películas favoritas.
—¿Vale la pena la nueva peli de James Bond? —preguntó Nicola en un momento dado.
—No te gustará, Nic —contestó Joseph—. Demasiada acción para ti.
Gabriel, Ivy y yo compartíamos un vínculo de confianza, pero no nos conocíamos hasta tal punto. La mayoría de nuestras reflexiones las hacíamos para nuestros adentros y no las manifestábamos, quizá porque a nosotros no se nos exigía que tuviéramos una personalidad propia y definida y porque, por lo tanto, no dedicábamos tiempo a desarrollarla. Como espectadores que éramos, no teníamos decisiones que tomar ni dilemas morales que resolver. Haber alcanzado la unión con el universo significaba que no necesitábamos mantener conexiones personales. El único amor que se suponía que sentíamos era general y abarcaba a todos los seres vivientes.
Advertí con una punzada que estaba empezando a sentirme más identificada con los humanos que con mi propia estirpe. Los humanos parecían querer conectarse profundamente unos con otros; temían y ansiaban a la vez la intimidad. En una familia era imposible guardar secretos. Si Nicola estaba de mal humor, todo el mundo se enteraba. Si su madre se llevaba una decepción, sólo tenían que mirarle la cara para notarlo. Tratar de fingir allí era una pérdida de tiempo y de energía.
Al terminar la velada, sentía un enorme agradecimiento hacia Joseph. Haberme permitido conocer a su familia era uno de los mayores regalos que podía haberme hecho.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó al dejarme en casa.
—Agotada —reconocí—. Pero feliz.
Esa noche pensé una cosa que nunca se me había ocurrido hasta entonces. El comentario de Bernie sobre el sexo antes del matrimonio me había tocado la fibra sensible. No ignoraba que nosotros dos podíamos mantener relaciones sexuales, porque yo había asumido forma humana y estaba capacitada para entablar cualquier tipo de interacción física. Pero ¿cuáles serían las consecuencias de semejante acto?
Decidí abordar el tema con Ivy. Aunque no aquella noche. No quería arruinar mi excelente estado de ánimo.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
20
Señal de peligro
Abrí la puerta de la clase de literatura y lo primero que vi fue a Jake Thorn sentado con desparpajo en el borde del escritorio de la señorita Castle. La miraba fijamente a los ojos y ella estaba muy ruborizada. Comprendí que no me habían oído entrar porque ninguno de los dos se volvió. Jake llevaba su lustroso pelo oscuro peinado hacia atrás y se le veían los pómulos más afilados que nunca. Sus ojos verdes se clavaban en la señorita Castle con la sugestión hipnótica de una serpiente a punto de lanzarse al ataque. Había una rosa roja en el escritorio, y sólo entonces advertí que él había posado suavemente su mano esbelta sobre la de ella. No se oía ningún ruido en el aula, únicamente la respiración entrecortada de la señorita Castle.
—Esto es del todo inapropiado —susurró.
—¿Según qué ley? —Jake hablaba con voz grave y aplomada.
—La del colegio, para empezar. ¡Eres alumno mío!
Él soltó una risita.
—Ya soy bastante mayor. Lo suficiente para tomar mis propias decisiones.
—¿Y si nos descubren? Perderé mi puesto, nunca más podré trabajar como profesora. Yo…
Oí que sofocaba un grito y vi que Jake le ponía un dedo en los labios y le recorría lentamente la garganta hasta la base del cuello.
—Podemos ser discretos.
Cuando ya se inclinaba sobre ella, y la señorita Castle cerraba los ojos, sonó un tremendo porrazo a mi espalda, seguido de una sarta de maldiciones. A Ben, que acababa de llegar, se le había enganchado la mochila en la puerta. Jake se apartó del escritorio con agilidad felina, mientras la señorita Castle, totalmente aturdida, se apresuraba a revolver sus papeles y alisarse el pelo.
—Hola —gruñó Ben al pasar por mi lado, sin percatarse de la escena que acababa de interrumpir. Se desplomó en su silla y escrutó el reloj con el ceño fruncido—. Ni siquiera es tarde.
Me senté detrás de él mientras iban llegando los demás y miré fijamente mi pupitre. Alguien, raspando la superficie, había escrito: «La literatura está muerta. La muerte es una mierda». No quería mirar a Jake; estaba consternada. Pero sabía que no tenía derecho a estarlo: Jake había cumplido los dieciocho, podía insinuarse a quien quisiera. Y además, no era asunto mío.
Debería haber previsto que él no iba a permitir que me hiciera la distraída. En efecto, se deslizó en el asiento contiguo.
—Hola —dijo con voz almibarada. Sus ojos resultaban aún más cautivadores que su voz. Cuando los miraba de frente, me costaba desviar la vista.
Las cosas estaban cambiando en Bryce Hamilton. No era fácil precisar qué era lo que había cambiado, ni cuándo, pero el colegio parecía distinto. Ahora se percibía más cohesión donde al principio sólo había disparidad. Nunca había participado la gente con tanto entusiasmo en las actividades escolares y, a juzgar por los carteles que habían aparecido por todas partes, la concienciación sobre temas globales iba en aumento. Yo no podía atribuirme ningún mérito por esas mejoras; había estado demasiado ocupada adaptándome al ambiente y conociendo a Joseph como para pensar en nada más. No: el cambio se debía enteramente a la influencia de Gabriel e Ivy.
Desde el principio, la gente de Venus Cove había reconocido la voluntad de Ivy de ayudar a los demás. Aunque ella no asistía a clases, sí venía al colegio en busca de apoyo para una serie de causas que iban desde los derechos de los animales a la protección del medio ambiente. Hacía campaña con su discreción habitual; no necesitaba gritar para transmitir sus argumentos. En Bryce Hamilton la habían invitado a hablar en las asambleas para informar de las campañas y cuestaciones con fines caritativos que se organizaban en el pueblo. Si se montaba una feria de repostería, un túnel de lavado o un concurso de Miss Venus Cove para recoger fondos, era Ivy la que solía estar detrás. Parecía haber creado por sí misma todo un programa de servicios sociales en el pueblo, y había un grupo reducido pero creciente de voluntarios que se habían sumado para echar una mano los miércoles por la tarde. El colegio había introducido incluso, como alternativa a las actividades deportivas de la tarde, un programa de voluntariado que consistía en colaborar con las organizaciones caritativas locales, haciéndoles la compra a los ancianos de la comunidad o trabajando en el comedor popular de Port Circe. Algunos, hay que reconocerlo, simulaban interés sólo para acercarse a Ivy, pero la mayoría se sentían genuinamente estimulados por su dedicación.
A falta de dos semanas para el baile de promoción, sin embargo, todos los proyectos y servicios sociales habían quedado provisionalmente aparcados. Las chicas se hallaban en un estado que bordeaba la obsesión. Costaba creer que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Parecía que hubiera sido ayer cuando Molly había marcado la fecha con un círculo en mi agenda mientras me afeaba mi falta de entusiasmo. Para mi sorpresa, descubrí que ahora yo esperaba la gran noche tan ansiosa como las demás. Aplaudía y daba chillidos como ellas cuando salía el tema y me tenía sin cuidado parecer pueril.
Un viernes, después de clase, me encontré con Molly y las demás frente al colegio para emprender aquella expedición de compras a Port Circe que llevábamos tanto tiempo planeando. Port Circe, que quedaba al sur, a media hora en tren, era una población considerablemente más grande —tendría unos doscientos mil habitantes— y buena parte de la gente que vivía en Venus Cove se desplazaba allí a diario para trabajar. Los adolescentes, por su parte, solían ir de compras o intentaban colarse en las discotecas con documentos falsos.
Gabriel me había dejado una tarjeta de crédito, recomendándome que fuese sensata y que no olvidara la irrelevancia de todos los bienes materiales. Sin duda intuía el peligro que representaban un puñado de adolescentes sueltas con una tarjeta de crédito, pero no tenía por qué preocuparse porque yo no creía que fuera a encontrar nada que me convenciera. Mis gustos en cuestión de ropa eran exigentes y me había hecho una idea muy clara de cómo quería presentarme la noche del baile. Había puesto el listón bastante alto. Esa noche, al menos, quería parecer y sentirme como un ángel en la Tierra.
Estaba un poco nerviosa cuando nos dirigimos a la estación por la calle principal. Era mi primera experiencia en un medio de transporte público. Aunque me hiciera ilusión, no podía evitar sentirme un poco intimidada. Cuando llegamos, seguí a las demás por un paso subterráneo y subí a un andén de aspecto anticuado. Hicimos cola frente a la taquilla y le compramos los billetes al hombre de bigotes grises que había tras la ventanilla. El tipo meneó la cabeza ante al alboroto que armaban las chicas, pero yo le dediqué una amplia sonrisa mientras me guardaba el billete en el monedero.
Fuimos a sentarnos en los bancos de madera alineados a lo largo del andén y aguardamos a que llegara el expreso de las cuatro y cuarto. Las chicas no paraban de charlar y de teclear mensajes a velocidad supersónica para quedar con los chicos del colegio Saint Dominique de Port Circe. Molly dijo que estaba muerta de sed y se compró una lata de cola light en una máquina expendedora. Yo seguí tranquilamente sentada hasta que la llegada del tren me provocó un tremendo sobresalto.
Al principio no fue más que un sordo retumbo, como un trueno lejano. Pero luego fue cobrando fuerza progresivamente y enseguida todo el andén se puso a vibrar bajo mis pies. Súbitamente, el tren surgió de una curva traqueteando a tal velocidad que me pregunté si el maquinista sería capaz de frenar. Me levanté de un salto sin poder contenerme y me pegué contra la pared del andén mientras los vagones, que no parecían nada estables, aminoraban la marcha ruidosamente hasta detenerse. Todas me miraron boquiabiertas.
—¿Qué haces? —me preguntó Taylah, mirando alrededor avergonzada por si alguien había presenciado mi numerito.
Yo examiné el tren con desconfianza.
—¿Se supone que ha de hacer tanto ruido?
Se abrieron las puertas metálicas y salió una oleada de gente. En uno de los vagones las puertas volvieron a cerrarse de golpe, pillándole a un hombre los faldones del abrigo. Solté un grito y las chicas estallaron en carcajadas. El hombre aporreó la ventanilla hasta que abrieron de nuevo y se alejó airado, lanzándonos una mirada furibunda.
—Ay, (Ta) —farfulló Molly, agarrándose la barriga y todavía partiéndose de la risa—. Cualquiera diría que nunca habías visto un tren.
Aquella mastodóntica hilera de cajones metálicos interconectados, más que un sistema fiable de transporte, me parecía un arma de destrucción masiva.
—No parece nada seguro —dije.
—¡No seas boba! —Molly me agarró de la muñeca y me arrastró hacia la puerta abierta—. ¡Se nos va a escapar!
El interior del tren no estaba tan mal. Molly y las demás chicas se lanzaron sobre una hilera de asientos, sin hacer ningún caso de las miradas irritadas de los pasajeros que había al lado. Mientras nos dirigíamos traqueteando a Port Circe, me incorporé en mi asiento y observé a la gente. Me sorprendió la gran variedad de personas que usaban el transporte de masas: desde ejecutivos trajeados hasta colegiales sudorosos, e incluso una anciana vagabunda que llevaba unas pantuflas ribeteadas de felpa. No me resultaba agradable verme rodeada por toda aquella gente y sentirme casi expulsada del asiento cada vez que el tren paraba con una sacudida, pero me dije que debía agradecer todas las experiencias humanas que pudiera almacenar. Todo aquello concluiría demasiado pronto.
Al llegar a nuestra parada, nos unimos al gentío que se abría paso a empujones para bajar del tren y salir a la plaza principal de Port Circe. Ciertamente, aquello no tenía nada que ver con el ambiente adormilado de Venus Cove. Las calles, flanqueadas de árboles, eran amplias y en el horizonte se dibujaba la silueta de los rascacielos y de las agujas de las iglesias. Molly se empeñó en serpentear entre el tráfico congestionado en lugar de cruzar por los pasos de peatones. Había gente de compras por todas partes. Vimos a un vagabundo de barba blanca sentado en las escalinatas de la catedral; tenía profundas arrugas alrededor de los ojos, llevaba sobre los hombros una manta gris del ejército y golpeaba una taza de hojalata. Hurgué en el bolsillo buscando alguna moneda, pero Molly me detuvo.
—No debes acercarte a gente como ésa —me dijo—. Es peligroso. Seguramente es drogadicto o algo así.
—¿A ti te parece que tiene pinta de drogadicto? —objeté.
Molly se encogió de hombros y siguió caminando, pero yo retrocedí para ponerle al hombre en la mano un billete de diez dólares. Él me agarró del brazo.
—Dios te bendiga —dijo.
Cuando alzó el rostro, vi que era ciego.
Las chicas decidieron que debíamos dividirnos. Unas se fueron a una pequeña tienda de una calleja adoquinada que salía de la plaza principal, mientras que Molly, Taylah y yo entramos directamente en unos grandes almacenes con puertas de cristal giratorias y un suelo de mármol ajedrezado. Me alegraba librarme un rato del ajetreo de la calle.
Alcé la cabeza hacia la rejilla del aire acondicionado con alivio.
—Esto es Madisons —me explicó Molly como si hablase con un marciano—. Venden una gran variedad de productos en sus distintas plantas.
—Gracias, Molly, creo que me hago una idea. ¿Dónde queda la sección de mujer?
—¿Estás de broma? No vamos a pisarla, eso es para pringadas. Nosotras vamos a Mademoiselle, en la tercera planta. Tienen cosas increíbles, te lo aseguro, y mucho más baratas que en esas boutiques tan exclusivas. Sólo porque a Megan le salga el dinero de las orejas…
Hicieron falta dos horas revisando percheros, y la ayuda de dos dependientas muy pacientes, para que Molly y Taylah encontraran finalmente unos vestidos de su gusto. Eso sí, recorrieron todos los percheros sin dejarse uno, desechando docenas de conjuntos porque les parecían demasiado anticuados, descocados, formales, ñoños o no lo bastante sexis. Olvidando que ya lo habían discutido otras veces, se enzarzaron en un interminable debate sobre la longitud ideal del vestido. Por lo visto, justo por encima de la rodilla era demasiado de colegiala; por debajo resultaba geriátrico y a media pantorrilla sólo lo llevaban las chicas que se compraban la ropa en las tiendas de segunda mano. Lo cual no dejaba más que dos opciones aceptables: o mini o hasta el suelo, sin intermedio posible. Y a fe que lo discutieron como si fuese un asunto de trascendencia nacional, aunque la cosa se extendió para abarcar otras materias anexas: con volantes o sin volantes, sin tirantes o sin espalda ni mangas, de satén o de pura seda. Yo las seguía de aquí para allá como sonámbula, procurando mantener su ritmo y no demostrar lo agotada que estaba.
Tras lo que pareció una deliberación inacabable, Taylah se decidió por un vestido corto y sin espalda de tafetán color melocotón, con los bajos abombados. Era ideal para exhibir sus piernas torneadas, aunque le diera todo el aspecto de un pastelito de hojaldre, a mi entender.
Vi un modelito que me pareció que le sentaría perfecto a Molly y se lo señalé. La dependienta coincidió conmigo en el acto.
—Ese color le sentaría de maravilla —le dijo a Molly.
—Es precioso —asintió ella.
—Bueno, ¿a qué esperas? —dijo Taylah—. Pruébatelo.
Al cabo de unos minutos, Molly salió del probador como si hubiera experimentado una transformación y dejado de ser una colegiala desgarbada para convertirse en una diosa. Incluso algunas clientas se pararon para admirarla. Hicimos que se girase para examinarla desde todos los ángulos. Era un vestido largo de estilo griego, con el hombro desnudo y una fina tira dorada. La tela envolvía con suaves pliegues su figura sinuosa y se derramaba luego como un líquido hasta el suelo. Pero lo más increíble era el color: un bronce deslumbrante que se irisaba según cómo le daba la luz. Entonaba con el matiz rojizo de sus rizos y realzaba su cutis rosado.
—Uau… —resopló Taylah—. Creo que hemos encontrado tu vestido. Tú y Ryan vais a hacer una pareja impresionante.
—¿Cómo?, ¿te lo ha pedido? —le pregunté.
Molly asintió.
—Le ha costado, pero sí.
—¿Por qué no me lo habías contado? —le dije.
—Tampoco es que sea una noticia bomba.
—¿Bromeas? —exclamó Taylah—. Llevas varias semanas hablando de él. Ahora sí que es perfecto. Tienes todo lo que querías.
—Eso creo —asintió ella, aunque no se la veía tan entusiasmada como siempre. ¿Estaría pensando aún en Gabriel? Tal vez Molly estaba cambiando, y Ryan Robertson, con toda su planta y sus músculos, ya no podía satisfacerla.
Para Taylah y Molly había concluido la búsqueda angustiosa y el alivio se reflejaba claramente en sus caras. Los zapatos y demás accesorios podían esperar; ya habían encontrado unos vestidos que les venían a la perfección. En cuanto a mí, yo no había visto nada ni remotamente atractivo. Todos los vestidos me parecían más o menos iguales: o demasiado recargados y cubiertos de lazos y lentejuelas, o totalmente insulsos. Yo quería algo sencillo y llamativo a la vez, algo que me permitiera destacar entre la multitud y que dejara sin aliento a Joseph. No era nada fácil y no veía muchas posibilidades de conseguirlo. En parte me avergonzaba un poco de mi vanidad recién adquirida, pero mis deseos de impresionar a Xavier se imponían.
—¡Venga, (Ta)! —dijo Molly, cruzando los brazos con expresión obstinada—. ¡Tiene que haber algo que te guste! No nos vamos a ir hasta que lo encuentres.
Traté de protestar, pero ella, ahora que ya tenía resuelto su conjunto, se entregó generosamente a la tarea de encontrar uno para mí. Sólo por su insistencia me probé un vestido tras otro, pero ninguno parecía quedarme bien.
—¡Estás chiflada! —me dijo cuando llevábamos una hora buscando—. ¡A ti todo te queda de fábula!
—Claro, ¡estás tan delgada! —dijo Taylah, rechinando de dientes.
—¡Aquí hay uno! —gritó Molly. Sacó un vestido de blanco satén con una serie de pliegues en abanico—. Una réplica de Marilyn Monroe. ¡Pruébatelo!
—Es precioso —asentí—. Pero no es lo que estoy buscando.
Ella dio un suspiro y tiró el vestido sobre la percha.
Salí de Madisons con un escaso botín: un frasco de esmalte de uñas llamado Whisper Pink y un par de aros de plata de ley. Poca cosa para todo el tiempo y el esfuerzo dedicados.
Nos encontramos con las demás en el café Starbucks. Había varias bolsas de marca esparcidas a sus pies y se les habían unido dos chicos con chaqueta de rayas y la camisa sin remeter.
—Me muero de hambre —proclamó Molly—. Mataría por una de esas galletas gigantes Taylah alzó un dedo admonitorio.
—Ensalada y nada más hasta el día del baile —le dijo.
—Tienes razón —gimió Molly—. ¿Se puede tomar café?
—Con leche desnatada y sin azúcar.
Cuando llegué al fin a casa, mi desaliento resultaba difícil de disimular. La expedición de compras no había dado resultado y no sabía dónde iba a encontrar un vestido. Ya había recorrido todas las tiendas de Venus Cove hacía semanas y lo único que me quedaba era un par de almacenes de segunda mano.
—¿No ha habido suerte? —Ivy no parecía sorprendida—. ¿Te has divertido al menos?
—No, la verdad. Ha sido una pérdida de tiempo. Sólo puedes probarte un número limitado de vestidos antes de que todos empiecen a parecerte iguales.
—No te preocupes. Ya encontrarás algo. Aún queda mucho.
—Da igual. No existe lo que yo quiero. Ni siquiera debería molestarme en asistir.
—Venga ya —dijo Ivy—. No puedes hacerle eso a Joseph. Tengo una idea: ¿por qué no me dices qué clase de vestido quieres y te lo hago yo?
—No puedo pedirte una cosa así. Tienes cosas más importantes en que pensar —Me apetece hacértelo —insistió ella—. Además, no me costará mucho tiempo; y ya sabes que soy capaz de hacer exactamente lo que deseas.
Tenía razón. Ivy podía convertirse en una diestra modista en cuestión de horas. No había nada de lo que no fueran capaces ella y Gabriel cuando se les metía entre ceja y ceja.
—¿Por qué no dedicamos un rato a mirar revistas a ver si hay algo que te gusta?
—No me hace falta ninguna revista. Lo tengo en la cabeza.
Ella sonrió.
—Está bien. Entonces cierra los ojos y envíamelo.
Cerré los ojos y me imaginé la noche del baile: Joseph y yo tomados del brazo bajo un arco de luces de fantasía. Él con su esmoquin, con su fresca fragancia y un mechón sobre los ojos. Y yo a su lado, con el modelito de mis sueños: un vestido largo de color marfil irisado, con la falda de seda en tono crema y una capa de puntilla antigua. El canesú estaba salpicado de perlas; las mangas, muy ceñidas, tenían una hilera de botones de satén y el cuello, un ribete dorado de capullos de rosa diminutos. La tela parecía entretejida con finísimos rayos de luz y emitía un leve resplandor nacarado. En los pies llevaba unas delicadísimas zapatillas de satén bordado con cuentas.
Miré a Ivy, un poco avergonzada. No era un encargo sencillo precisamente.
—Esto es pan comido —dijo mi hermana—. Te lo puedo hacer en un santiamén.
El lunes, a la hora del almuerzo, me senté sola en la cafetería. Joseph estaba en el entrenamiento de waterpolo, y Molly y las chicas en el comité organizador del baile: tenían una reunión para decidir los últimos detalles de la decoración y la distribución de asientos. Cuando me instalé en una mesa y empecé a comerme mi plato de lechuga, la gente me miró con curiosidad, seguramente por no verme acompañada, pero yo apenas me di cuenta. Como de costumbre, Joseph ocupaba todos mis pensamientos; todavía más cuando no estábamos juntos. Ahora, al sorprenderme contando los minutos que faltaban para volver a verlo, pensé que debería emplear mejor mi tiempo y decidí marcharme a la biblioteca. Aquél era el único sitio del colegio donde resultaba aceptable estar solo. Me propuse dedicar el resto de la hora del almuerzo a estudiar las causas de la Revolución francesa.
Acababa de recoger mis libros de la taquilla y estaba atajando por un angosto corredor cuando oí una voz a mi espalda.
—Hola.
Me di la vuelta y vi a Jake Thorn apoyado en una pared con los brazos cruzados. El pelo lacio y oscuro le enmarcaba la cara, siempre tan pálida, y los labios se le retorcían en una sonrisa sardónica. Ahora ya llevaba el uniforme de Bryce Hamilton, pero con un estilo totalmente personal, o sea, sin la corbata y con el cuello de la camisa alzado, y además con una cazadora gris con capucha, en lugar de la chaqueta. Los pantalones le colgaban holgadamente de sus estrechas caderas, y en vez del calzado reglamentario iba con unos zapatos de piel blanca. Por primera vez me fijé en que lucía un diamante incrustado en la oreja izquierda, además del misterioso colgante alrededor del cuello. Le dio una larga calada a un cigarrillo y exhaló un anillo de humo.
—No deberías fumar aquí —le advertí, mientras me preguntaba cómo podía burlarse con tanto descaro de las normas del colegio—. Te vas a meter en un lío.
—¿En serio? —repuso, fingiendo preocupación—. Pues a este sitio lo llaman el rincón de los fumadores.
—Todavía hay profesores de guardia.
—He descubierto que nunca llegan por aquí. Se limitan a merodear sin alejarse mucho de la sala de profesores, contando los minutos para poder regresar adentro a tomar café y hacer crucigramas.
—Será mejor que lo apagues antes de que te vea alguien.
—Si tú lo dices…
Aplastó la colilla con el tacón y la lanzó de una patada a un macizo de flores justo cuando la señorita Pace, la vieja y gruñona bibliotecaria, pasaba a toda prisa echándonos un vistazo suspicaz.
—Gracias, (Ta) —dijo Jake, cuando la mujer ya se había alejado—. Creo que acabas de salvarme la piel.
—No hay de qué —respondí, sonrojándome por su melodramática expresión de gratitud—. Todo resulta más complicado cuando no sabes cómo funcionan las cosas. Debías de tener mucha libertad en tu colegio anterior.
—Bueno, digamos que corrí ciertos riesgos. Y algunos no valieron la pena. De ahí mi exilio a este colegio. ¿Sabes?, los antiguos romanos preferían la muerte al exilio. Aunque al menos el mío no es permanente.
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?
—Todo el que sea necesario para que me regenere.
Me eché a reír.
—¿Hay alguna posibilidad de éxito?
—Yo diría que muchas si me encontrara bajo buenas influencias —dijo con toda la intención. Bruscamente entornó los ojos, como si se le acabara de ocurrir algo—. No te veo sola a menudo. ¿Dónde anda ese asfixiante Príncipe Encantador tuyo? Espero que no esté enfermo.
—Joseph está entrenando —me apresuré a responder.
—Ah, deportes. La invención de los pedagogos para mantener a raya las hormonas revolucionadas.
—¿Cómo?
—No importa. —Se frotó su barba incipiente con gesto pensativo—. Dime, ya sé que tu novio es un atleta. Pero ¿se le da bien la poesía?
—A Joseph se le dan bien la mayoría de las cosas —alardeé.
—¿De veras? Qué suerte la tuya —dijo, arqueando una ceja.
Su actitud me desconcertaba, pero desde luego no se lo iba a demostrar. Decidí que lo mejor sería cambiar de tema.
—¿Dónde vives aquí? —le pregunté—. ¿Cerca del colegio?
—Ahora ocupo unas habitaciones encima del salón de tatuajes —contestó Jake—. Hasta que encuentre un alojamiento más estable.
—Creía que estarías con una familia de acogida —dije, sorprendida.
—Uf, sería como vivir con unos parientes aburridos, ¿no? Prefiero mi propia compañía.
—¿Y a tus padres les parece bien? —Encontraba chocante que viviera solo. Aunque pareciese maduro y desenvuelto, no dejaba de ser un adolescente.
—Te hablaré de mis padres si tú me hablas de los tuyos. —Sus ojos oscuros taladraron los míos como rayos láser—. Sospecho que tenemos muchas más cosas en común de lo que creemos. Por cierto, ¿qué haces el domingo por la mañana? He pensado que podríamos trabajar en nuestra obra maestra.
—El domingo por la mañana voy a la iglesia.
—Por supuesto.
—Puedes venir, si quieres.
—Gracias, pero soy alérgico al incienso.
—Qué lástima.
—Es la desgracia de mi vida.
—Bueno, tengo que irme a estudiar —dije poniéndome en movimiento, porque ya había perdido bastante tiempo.
Él se me plantó delante con aire despreocupado.
—Antes de que te marches… mira, ya tengo el primer verso de nuestro poema. —Sacó un papel arrugado del bolsillo y me lo lanzó sin fuerza—. No seas muy severa conmigo. No es más que un principio. Podemos continuar como quieras a partir de ahí.
Me regaló una sonrisa y se alejó lentamente. Fui a sentarme a un banco cercano y alisé el papel. La letra de Jake era estrecha y elegante, más bien alargada. Nada que ver con el estilo juvenil de Joseph, que odiaba la letra ligada; a su modo de ver, daba mucho trabajo y resultaba demasiado elaborada. Jake escribía, en cambio, como si hiciera un trabajo de caligrafía y sus letras se movían por la página como si estuvieran bailando. Pero lo que me dejó patidifusa no fue su caligrafía, sino las siete palabras que había escrito:
«Ella tenía la cara de un ángel.»
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Listo niñas les dejo 5 capitulos por los
dias que no subi disfrutenlos!!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
ah ese Jake me da mala espina!!
Aww la familia de Joe es un amor!!
Y ni que decir de Joe!!
Y Gabe e Ivi ya lo aceptan!
Gracias por los capis!
Siguela pronto!!
Aww la familia de Joe es un amor!!
Y ni que decir de Joe!!
Y Gabe e Ivi ya lo aceptan!
Gracias por los capis!
Siguela pronto!!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Holaaa niñas,,
solo paso para decirles
que me voy de vacaciones
a la ciudad donde
vivia antes,, y estoy super emocionada
asì que si no subo seguido
es por eso
jaja bueno tampoco es como
si las fuera a dejar
pero queria que supieran que si no subo
o no doy señales de vida es por eso
es que voy a ver a mis amigos
y bueno eso... pero ya!!!
XOXOXOXOXOXOXOXOXOXOXOXO
solo paso para decirles
que me voy de vacaciones
a la ciudad donde
vivia antes,, y estoy super emocionada
asì que si no subo seguido
es por eso
jaja bueno tampoco es como
si las fuera a dejar
pero queria que supieran que si no subo
o no doy señales de vida es por eso
es que voy a ver a mis amigos
y bueno eso... pero ya!!!
XOXOXOXOXOXOXOXOXOXOXOXO
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
aww ok, que te diviertas mucho!!
Esperare capitulos!!
Esperare capitulos!!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Hola nenas!!!
ya casi estoy de regreso
vuelvo a mi casa el
jueves asi que ese mismo dia
les subo capituloS,, vale??
Que esten bien niñas!!!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
21
Ahogo
¿Qué quería decir con aquella frase? «Ella tenía la cara de un ángel.» Sentía como si esas palabras se me hubieran quedado grabadas a fuego en el cerebro. Como si, en una fracción de segundo, Jake me hubiera desnudado y dejado temblorosa y totalmente expuesta. ¿Podría ser que hubiera adivinado mi secreto? ¿Sería ésa su manera de hacer un chiste retorcido?
Entonces reaccioné y me dominó una furia repentina. Dejé de lado mis planes de estudiar la Revolución francesa y entré otra vez disparada para buscar a Jake. Crucé a toda prisa los pasillos desiertos, volví a la cafetería y repasé uno a uno los grupitos dispersos por las mesas. Pero no estaba allí. Sentí un espasmo de temor en el pecho. Sabía que la sensación iría en aumento si no hacía algo rápido. Tenía que localizar a Jake y preguntarle qué significaba aquello antes de que empezara la clase siguiente; de lo contrario, me corroería por dentro durante el resto del día.
Lo encontré junto a su taquilla.
—¿A qué viene esto? —le pregunté, encarándome con él y agitando el papel antes sus narices.
—¿Cómo dices?
—No tiene ninguna gracia.
—No lo pretendía.
—No estoy de humor para jueguecitos. Dime qué querías decir con esto.
—Hmm. Deduzco que no te gusta —dijo—. No te preocupes, podemos tirarlo. No hace falta acalorarse.
—¿En qué estabas pensando cuando lo escribiste?
—Me pareció que era un buen punto de partida, simplemente. —Se encogió de hombros—. ¿Te he ofendido o algo así?
Inspiré hondo para serenarme y me obligué a mí misma a recordar cómo había propuesto la señorita Castle aquel trabajo a la clase. Primero nos había hecho un breve resumen de la tradición del amor cortés y nos había leído varios poemas de Petrarca, así como algunos sonetos de Shakespeare. Se había referido a la idealización y al culto a la mujer a distancia. ¿Sería posible que Jake se hubiera atenido simplemente a esas referencias? Ahora mi furia se revolvió contra mí misma por haberme precipitado a sacar conclusiones.
—No me he ofendido —le dije, sintiéndome ridícula. La furia y el temor se habían extinguido tan deprisa como habían llegado. Yo no podía echarle la culpa a Jake simplemente porque se le hubiera ocurrido la palabra «ángel» para escribir un poema de amor. Me estaba poniendo paranoica con cualquier referencia al mundo celestial, pero lo más probable era que hubiera recurrido a aquella palabra con toda la inocencia. Ni siquiera era original: ¿cuántos poetas habían hecho comparaciones similares a lo largo de la historia?
—Está bien —añadí—. Lo trabajaremos más en clase. Perdona si me he puesto un poco loca.
—No pasa nada, todos tenemos días raros.
Me dedicó una sonrisa —esta vez normal, sin su expresión sardónica— y me tocó el brazo para tranquilizarme.
—Gracias, me parece guay tu actitud —le dije, tratando de imitar lo que Molly habría dicho en una situación parecida.
—Yo soy así —respondió.
Observé cómo se alejaba para reunirse con un grupito en el que estaban Alicia, Alexandra y Ben, de nuestra clase de literatura, además de otros chicos que iban con la corbata floja y el pelo desaliñado: estudiantes de música, supuse. Todos lo rodearon como devotos en cuanto se acercó y empezaron a charlar animadamente. Me alegró que ya hubiera encontrado un grupo y se hubiera integrado.
Me fui a mi taquilla, todavía con una sensación de incomodidad. No fue sino después de recoger mis libros, mientras esperaba a que Joseph viniera a buscarme, cuando me di cuenta de que sentía un cierto malestar físico. No era propiamente dolor, sino más bien como si me hubiera quemado un poco tomando el sol. Me picaba la piel del brazo, debajo del codo, justo donde me había tocado Jake. Pero ¿cómo era posible que su simple contacto me hubiera hecho daño? Sólo me había puesto suavemente la mano en el brazo, y yo no había notado nada raro en el momento.
—Pareces abstraída —me dijo Joseph mientras nos íbamos juntos a la clase de francés. Me conocía muy bien, no se le escapaba nada.
—Sólo estaba pensando en el baile —le respondí.
—¿Por eso tienes esa cara tan triste?
Decidí quitarme a Jake Thorn de la cabeza. El dolor del brazo probablemente no tenía nada que ver con él. Debía haberme arañado sin darme cuenta con la puerta de la taquilla o con el pupitre.
Tenía que dejar de exagerar por todo.
—No estoy triste —dije a la ligera—. Ésta es mi expresión pensativa. La verdad, Joseph… ¿aún no me conoces?
—Uf, qué fallo.
—Con eso no basta.
—Lo sé. Puedes aplicarme el castigo que creas conveniente.
—¿Te he dicho ya que he decidido qué apodo ponerte?
—No sabía que me estabas buscando uno.
—Bueno, pues he considerado el asunto seriamente.
—¿Y cuál ha sido la conclusión?
—Gallito —anuncié con orgullo.
Joseph hizo una mueca.
—Ni hablar.
—¿No te gusta? ¿Qué me dices de Abejorrito?
—Peor.
—¿Monito Peludo?
—¿No tendrás un poco de cianuro?
—Bueno, ya veo que hay gente muy difícil de contentar.
Nos cruzamos con un grupo de chicas que estaban absortas estudiando en una revista los vestidos de las famosas y me acordé de la otra noticia que quería contarle.
—¿Te he dicho ya que Ivy me está haciendo el vestido? Espero que no le dé demasiados quebraderos de cabeza.
—¿Para qué están las hermanas, si no?
—¡Me pone tan contenta que vayamos juntos! —Suspiré—. Va a ser perfecto.
—¿Tú estás contenta? —susurró—. Pues imagínate yo, que voy a ir con un ángel.
—¡Shh! —Le tapé la boca con la mano—. Acuérdate de lo que le prometiste a Gabe.
—Calma, (Ta). Nadie tiene oído supersónico por aquí. —Me dio un besito en la mejilla—. Y la fiesta va a ser fantástica. Cuéntame cómo será el vestido Fruncí los labios y me negué a revelarle ningún detalle.
—¡Va, venga!
—No. Tendrás que esperar hasta la gran noche.
—¿No puedo saber al menos el color?
—No, no, no.
—Qué crueles llegáis a ser las mujeres.
—Joe…
—¿Sí, cielo?
—Si te lo pidiera, ¿me escribirías un poema?
Me miró con aire burlón.
—¿Estamos hablando de un poema de amor?
—Supongo.
—Bueno, no puedo decir que sea mi fuerte, pero tendré algo para ti a última hora.
—Tampoco hace falta —dije, riendo—. Era sólo una pregunta.
Siempre me asombraba su deseo de complacerme. ¿Habría algo que no estuviera dispuesto a hacer si se lo pedía?
Joseph y yo teníamos que dar aquel día en clase una conferencia en francés y habíamos decidido hacerla sobre París, la ciudad del amor. A decir verdad, no habíamos investigado mucho; Gabriel nos había facilitado toda la información. Ni siquiera habíamos tenido que abrir un libro o una página de Internet.
Fue Joseph el que empezó cuando nos llamó la señora Collins, y me fijé en que las demás chicas lo miraban atentamente. Traté de ponerme en su lugar: tener que mirarlo anhelante desde lejos sin llegar a conocerlo nunca… Contemplé su piel ligeramente bronceada, sus fascinantes ojos almendrados, su media sonrisa, sus brazos musculosos y los mechones de color castaño claro que le caían sobre la frente. Seguía llevando su crucifijo de plata colgado del cuello con un cordón de cuero. En fin, era impresionante. Y era todo mío.
Estaba tan arrobada admirándolo que ni siquiera advertí que había llegado mi turno. Joseph carraspeó para devolverme a la realidad y yo me apresuré a exponer mi parte, hablando de las vistas románticas y de la maravillosa cocina que ofrecía París. Mientras hablaba, me di cuenta de que en vez de mirar al resto de la clase para tratar de interesarlos, no hacía otra cosa que lanzarle miradas de soslayo a Joseph. Estaba visto que no podía quitarle los ojos de encima ni un minuto.
Cuando concluí, Joseph me levantó en brazos por los aires en un gesto espontáneo.
—Arg, ¿por qué no os buscáis una habitación? —clamó Taylah—. C’est trés… repugnante.
—Bueno, ya está bien —dijo la señora Collins, separándonos.
—Disculpe —dijo Joseph con una sonrisa contrita—. Sólo pretendíamos hacer la presentación lo más auténtica posible.
La señora Collins nos miró airada, pero el resto de la clase estalló en carcajadas.
La noticia de nuestra actuación corrió como la pólvora y Molly no dejó pasar la primera oportunidad para refregármelo.
—Así que Joseph y tú estáis del todo colados el uno por el otro —me dijo con envidia.
—Sí. —Procuré reprimir la sonrisa que me salía sin querer cuando pensaba en él.
—Todavía no puedo creer que estés con Joe Jonas —dijo, menando la cabeza—. O sea, no me entiendas mal. Tú eres espectacular y tal, pero las chicas le han ido detrás durante meses sin que él moviera una ceja. La gente ya creía que nunca superaría lo de Emily. Y de pronto, apareces tú…
—Yo tampoco me lo puedo creer a veces —dije con modestia.
—Reconoce que resulta bastante romántica su manera de cuidarte, como un caballero con su reluciente armadura. —Molly soltó un suspiro—. Ojalá algún chico me tratara así.
—Tú tienes a un montón de tipos chalados por ti —le dije—. Te siguen a todas partes como perritos falderos.
—Sí, ya. Pero no es lo mismo que lo vuestro —repuso—. Vosotros sí parecéis conectados. Los demás sólo quieren una cosa. —Hizo una pausa—. Bueno, seguro que tú y Joseph os montaréis vuestro rollito y tal, pero da la impresión de que hay algo más.
—¿Qué rollito? —repetí, intrigada.
—Ya me entiendes. En la cama. —Soltó una risita—. No tiene que darte vergüenza decírmelo, yo también lo he hecho prácticamente… Bueno, casi.
—No estoy avergonzada. Y no nos hemos montado nada.
Ella abrió unos ojos como platos.
—¿Me estás diciendo que tú y Joseph…?
—¡Shh! —Agité las manos para que bajase el tono mientras los de la mesa de al lado se volvían a mirarnos—. ¡No, claro que no!
—Perdona. Me has sorprendido. En fin, yo pensaba que habríais… Pero otras cosas sí, ¿no?
—Claro. Vamos de paseo, nos cogemos de la mano, compartimos el almuerzo…
—¡Por el amor de Dios, (Ta)! ¿De dónde sales? —refunfuñó—. ¿Tengo que deletreártelo todo? —Entornó los ojos—. Un momento… ¿se la has visto alguna vez?
—¿El qué? —estallé.
—Ya me entiendes —dijo con énfasis—. ¡Eso!
Se señaló la zona de la ingle hasta que comprendí a qué se refería.
—¡Oh! —exclamé—. Yo no haría una cosa así.
—Bueno, ¿él no te ha insinuado que quiere más?
—¡No! —repliqué, indignada—. A Joseph no le interesan ese tipo de cosas.
—Eso dicen todos al principio —dijo Molly cínicamente—. Tú dale tiempo. Por fantástico que sea Joseph, todos los chicos quieren lo mismo.
—¿De veras?
—Claro, cariño. —Me dio unas palmaditas en el brazo—. Deberías estar preparada.
Me quedé callada. Si en algún tema confiaba en su opinión era en cuestión de chicos; en ese terreno no se podía negar que estaba bien cualificada: había tenido experiencia suficiente para saber de qué hablaba. Me sentí repentinamente incómoda. Yo había dado por supuesto que a Joseph no le importaba mi incapacidad para satisfacer todos los aspectos de nuestra relación. Al fin y al cabo, nunca había sacado el tema ni había insinuado que figurase entre sus expectativas. Pero ¿cabía la posibilidad de que me ocultase sus verdaderos deseos? Que nunca hablara de ello no significaba que no lo tuviera en la cabeza. Él me amaba porque yo era diferente, pero los seres humanos tenían aun así ciertas necesidades… algunas de las cuales no podían dejarse de lado indefinidamente.
—Ay, Dios mío, ¿has visto al nuevo? —me dijo Molly, interrumpiendo mis pensamientos. Levanté la vista. Jake Thorn acababa de pasar por nuestro lado. Sin mirarme siquiera, cruzó toda la cafetería y fue a sentarse a la cabecera de una mesa de unos quince alumnos mayores, que lo miraban con una extraña mezcla de adoración y respeto.
—No ha perdido el tiempo para reclutar amigos —le comenté a Molly.
—¿Te sorprende? Ese tipo está muy bueno.
—¿Tú crees?
—Sí, en un estilo oscuro y siniestro. Podría ser modelo con esa cara.
Todos los admiradores de Jake tenían un aire similar: cercos oscuros bajo los ojos y cierta tendencia a bajar la cabeza y rehuir la mirada de cualquiera ajeno a su grupo. Observé cómo los contemplaba Jake, con una sonrisa satisfecha en la cara, como un gato con un plato de leche.
—Está en mi clase de literatura —dije, sin darle importancia.
—¡Oh, Dios! Qué suerte la tuya —gimió Molly—. Bueno, ¿y cómo es? A mí me parece un rebelde.
—Es bastante inteligente, de hecho.
—Maldita sea. —Hizo un mohín—. Ésos nunca van por mí. A mí sólo me tocan los musculitos descerebrados. Pero bueno, por probar no se pierde nada.
—No creo que sea buena idea —comenté.
—Eso es fácil de decir teniendo a Joe Jonas —replicó Molly.
Nos interrumpió un grito desgarrador procedente de las cocinas, seguido de un ruido de pasos precipitados y voces despavoridas. Los que estaban en la cafetería se miraron inquietos y algunos se levantaron titubeando para investigar. Uno de ellos, Simon Laurence, se quedó petrificado en la entrada de la cocina. Se llevó una mano a la boca y dio media vuelta, completamente lívido, como si estuviera a punto de vomitar.
—Eh, ¿qué ha pasado?
Molly agarró del brazo a Simon cuando pasó por nuestro lado.
—Una de las cocineras —farfulló—. Se le ha volcado una freidora y le ha quemado las piernas de mala manera. Acaban de llamar a una ambulancia.
Se alejó tambaleante.
Yo bajé la vista a mi plato y traté de concentrarme para enviar hacia la cocina energía curativa, o al menos para mitigar el dolor. Era más efectivo si veía a la persona herida o podía tocarla, pero habría levantado sospechas entrando en la cocina y seguro que me habrían sacado de allí antes de poder acercarme a la cocinera. Me quedé en mi sitio, pues, y traté de hacer todo lo posible. Pero algo fallaba: no conseguía canalizar bien la energía. Cada vez que lo intentaba, sentía que algo la bloqueaba y la hacía rebotar. Era como si otra fuerza interceptara la mía como un muro de hormigón y la devolviera hacia mí. Tal vez estaba cansada, simplemente. Me concentré aún más, pero sólo sirvió para tropezarme con una resistencia más fuerte.
—Hmm, (Ta)… ¿qué te pasa? Parece como si estuvieras estreñida —me soltó Molly, arrancándome de mi trance.
Sacudí la cabeza y le dirigí una sonrisa forzada.
—Es que hace calor aquí.
—Sí, vamos. Tampoco podemos hacer gran cosa —dijo, apartando su silla y poniéndose de pie.
La seguí en silencio hacia la salida.
Al pasar junto a la mesa de Jake y de sus nuevos amigos, él levantó la vista y me clavó sus ojos oscuros. Durante una fracción de segundo, sentí que me ahogaba en sus profundidades.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Hola niñas!!
Soy la prima de Tany
me dio su nombre de usuario
y contraseña para que
les subiera este cap
les comento que regresa el jueves pero
hubo unos cambios y regresa el Viernes o Sabado
asì que me pidio que les subiera este cap
porque se los iba a subir el jueves en cuanto llegara
pero como no podra...
en Fin espero que les alla gustado
y les aconsejo que no dejen de leer
porque es una trilogía estupenda se las recomiendo
ampliamente chicas...
Bueno es todo,, BYE!!
Soy la prima de Tany
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Lemoine
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