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Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
2
Codependencia
Al día siguiente Molly y yo nos encontrábamos con las demás chicas en el patio que daba al oeste, que se había convertido en nuestro sitio favorito. Molly había cambiado desde que había perdido a su mejor amiga el año anterior. La muerte de Taylah a manos de Jake Thorn había significado una alarma para mi familia. No habíamos previsto el alcance de los poderes de Jake hasta el día en que acuchilló a Taylah en la garganta para hacernos llegar el mensaje.
A partir de ese momento Molly, llevada por su sentimiento de lealtad, se distanció de su viejo círculo de amistades, y yo la seguí. No me importaba cambiar. Sabía que el instituto Bryce Hamilton debía de traerle muchos recuerdos dolorosos y yo quería ofrecerle mi apoyo de todas las maneras en que me fuera posible. Además, nuestro nuevo grupo era más o menos igual que el antiguo. Estaba formado por chicas con las que nos habíamos relacionado de vez en cuando pero con quienes nunca habíamos intimado mucho, pero como conocían a las mismas personas y cotilleaban sobre las mismas cosas, integrarse en su grupo fue pan comido.
En el antiguo grupo de Taylah había mucha crispación y yo sabía que Molly no se relajaba con ellas. De vez en cuando, y sin que viniera a cuento, las conversaciones se interrumpían de forma incómoda, se producían ese tipo de silencios en los que todo el mundo pensaba lo mismo: «¿Qué diría Taylah en estos momentos?». Pero nadie osaba decirlo en voz alta. Yo tenía la sensación de que las cosas nunca volverían a ser iguales para esas chicas. Habían intentado que todo volviera a ser normal, pero casi siempre parecía que lo hacían con demasiada intensidad. Se reían demasiado fuerte, y sus chistes siempre parecían ensayados. Era como si, dijeran lo que dijesen o hicieran lo que hiciesen, siempre hubiera algo que les recordara la ausencia de Taylah. Esta y Molly habían sido el alma del grupo, habían ejercido la autoridad en muchas cosas. Ahora que Taylah no estaba y que Molly se había apartado de ellas por completo, las chicas habían perdido a sus mentoras y se encontraban totalmente perdidas.
Era doloroso ver cómo se esforzaban por manejar la pena, un sentimiento que no podían mostrar por miedo a desatar emociones que fueran demasiado difíciles de controlar. Yo deseaba fervientemente decirles que no debían contemplar la muerte como el final sino como un nuevo comienzo, y explicarles que Taylah, simplemente, había pasado a un nuevo plano de la existencia, un plano que no era esclavo del mundo físico. Deseaba decirles que Taylah todavía estaba allí, solo que ahora era libre. Pero, por supuesto, no podía comunicarles lo que sabía: no solo significaría infringir el código más sagrado y descubrir nuestra presencia en la Tierra, sino que además me echarían del grupo por lunática.
Nuestras nuevas amigas se habían reunido alrededor de unos cuantos bancos de madera tallada que se encontraban debajo de un arco de piedra que ya habían hecho suyo. Una de las cosas que no había cambiado era su carácter territorial: si cualquier extraño pasaba por nuestra zona por casualidad, no se quedaba mucho rato, las miradas fulminantes que recibía bastaban para alejarlo. Unas nubes oscuras y amenazadoras empezaban a cubrir el cielo, pero las chicas nunca iban dentro a no ser que no quedara otra alternativa. Así que se encontraban sentadas, como siempre, con el pelo perfectamente arreglado y las faldas subidas por encima de las rodillas para aprovechar los débiles rayos de sol que se filtraban entre las nubes y que moteaban el patio con su luz suave.
La fiesta de Halloween prevista para el viernes había servido para subir el ánimo de todo el mundo y suscitaba mucha excitación. Se iba a celebrar en una casa abandonada que se encontraba a las afueras de la ciudad y que pertenecía a la familia de uno de los mayores, Austin Knox. Su bisabuelo, Thomas Knox, la había construido en 1868, unos cuantos años después de que terminara la Guerra de Secesión. Fue uno de los primeros fundadores de la ciudad y su casa, a pesar de que hacía años que la familia Knox no entraba en ella, estaba protegida por las leyes del patrimonio histórico y no se podía derruir, por lo que se encontraba vacía y deshabitada. Era una ruina, un vieja casa de campo con unos enormes porches a cada lado y rodeada solamente de campos y una carretera desierta. La gente del lugar la llamaba la casa de Boo Radley —por el inquietante y huraño personaje de la película Matar a un ruiseñor; nadie entraba ni salía nunca de ella— y Austin afirmaba haber visto el fantasma de su bisabuelo detrás de una de las ventanas de arriba. Según Molly era perfecta para una fiesta: por allí nunca pasaba nadie excepto algún que otro camionero o alguien que saliera por error de la carretera. Además, quedaba muy apartada de la ciudad, así que nadie podría quejarse del ruido. Al principio se trataba de una pequeña reunión, pero por algún motivo la noticia había corrido y en esos momentos toda la escuela hablaba de ello. Incluso algunos de los estudiantes de segundo curso habían conseguido invitaciones.
Me encontraba sentada al lado de Molly, que llevaba sus rizos anaranjados recogidos sobre la cabeza en un moño flojo. Sin maquillaje, con esos ojos grandes y azules y con sus labios rojos y bien dibujados parecía una muñeca de porcelana. No se había podido contener y se había puesto un poco de brillo de labios, pero aparte de eso había renunciado a todo lo demás: seguía con su intento de ganarse la admiración de Gabriel. Yo creía que para entonces ya debería haber superado el inútil enamoramiento que tenía por mi hermano, pero la verdad era que sus sentimientos solo parecían haberse hecho más intensos.
Yo prefería a Molly sin maquillaje; me gustaba su aspecto cuando aparentaba la edad que tenía en lugar de parecer diez años mayor.
—Voy a disfrazarme de colegiala mala —anunció Abigail.
—O sea, ¿que te vas a disfrazar de ti misma? —dijo Molly con sorna.
—A ver cuál es tu idea genial, pues.
—Voy a ir de Campanita.
—¿De qué?
—La pequeña hada de Peter Pan.
—No es justo —se quejó Madison—. ¡Hicimos el pacto de que todas iríamos de conejitas de Playboy!
—Las conejitas están pasadas —dijo Molly echándose el pelo hacia atrás con un movimiento de cabeza—. Por no decir que son horteras.
—Perdón —interrumpí—, pero ¿no se supone que los disfraces tienen que dar miedo?
—Oh, Bethie —exclamó Savannah con un suspiro—. ¿Es que no te hemos enseñado nada?
Sonreí con resignación.
—Refréscame la memoria.
—Básicamente, todo esto no es más que una magnífica… —empezó Hally.
—Digamos que es una oportunidad para alternar con el sexo opuesto —intervino Molly fulminando a Hally con la mirada—. El disfraz tiene que dar miedo y ser sexy a la vez.
—¿Sabíais que, antes, Halloween trataba del Samhain? —dije—. La gente le tenía miedo de verdad.
—¿Quién es Sam Hen? —Hallie parecía desconcertada.
—No es «quién» sino «qué» —repuse—. En cada cultura es distinto. Pero, en esencia, la gente cree que es la noche del año en que el mundo de los muertos se encuentra con el de los vivos; es cuando los muertos pueden caminar entre nosotros y poseer nuestros cuerpos. La gente se disfrazaba para engañarlos y mantenerlos alejados.
Todas me miraron con un nuevo respeto.
—Oh, Dios mío, Bethie —exclamo Savannah estremeciéndose—. Qué manera de meternos miedo.
—¿Recordáis cuando hicimos esa sesión de espiritismo en el séptimo curso? —preguntó Abigail.
Todas asintieron con entusiasmo.
—¿Que hicisteis qué? —farfullé, incapaz de disimular mi asombro.
—Una sesión de espiritismo es…
—Ya sé lo que es —repuse—. Pero no deberíais jugar con esas cosas.
—¡Ya te lo dije, Abby! —exclamó Hallie—. Ya te dije que era peligroso. ¿Recuerdas que la puerta se cerró de golpe?
—Sí, fue tu madre quien la cerró —replicó Madison.
—Pero no pudo ser ella. Estuvo todo el rato en la cama durmiendo.
—Da igual. Creo que deberíamos intentarlo otra vez el viernes. —Abigail frunció el ceño con expresión traviesa—. ¿Qué decís, chicas?
—Yo no —contesté, decidida—. No voy a meterme en esto.
Las demás se miraron y me di cuenta de que mi negativa no las había convencido.
—Son muy infantiles —le dije a Joe en tono de queja mientras nos dirigíamos juntos a la clase de francés. A nuestro alrededor los portazos, las llamadas de megafonía y las conversaciones se sucedían, pero Joe y yo habitábamos nuestro propio mundo—. Quieren hacer una sesión de espiritismo y disfrazarse de conejitas.
—¿Qué tipo de conejitas? —preguntó con expresión suspicaz.
—Creo que dijeron de Playboy. Sea lo que sea.
—Creo que es posible —asintió Joe riéndose—. Pero no dejes que te arrastren a hacer nada que te resulte incómodo.
—Son mis amigas.
—¿Y qué? —Se encogió de hombros—. Si tus amigas se tiraran de un acantilado, ¿tú también lo harías?
—¿Por qué tendrían que tirarse de un acantilado? —pregunté, alarmada—. ¿Es que alguna de ellas tiene problemas en casa?
Joe se rio.
—Es solo una manera de hablar.
—Pues es absurda —repuse—. ¿Crees que debería disfrazarme de ángel? ¿Como en la versión cinematográfica de Romeo y Julieta?
—Bueno, no dejaría de tener cierta ironía —dijo Joe, sonriendo—. Un ángel que se hace pasar por un humano que se hace pasar por un ángel. Me gusta. Jajaja me encanto esa parte!!
Cuando entramos en clase y nos sentamos el señor Collins nos miró mal. Me pareció que no le gustaba tanta cercanía entre Joe y yo, y no pude evitar preguntarme si sus tres matrimonios fracasados no lo habrían dejado un poco harto del amor.
—Espero que vosotros dos podáis bajar de vuestra burbuja de amor y quedaros con nosotros el tiempo suficiente para aprender algo durante el día de hoy —comentó, cortante.
Los compañeros de clase rieron por lo bajo. Me sentí incómoda y bajé la cabeza para evitar sus miradas.
—Todo en orden, señor —contestó Joe—. La burbuja está diseñada para permitirnos aprender desde dentro de ella.
—Es usted muy ingenioso, Jonas —repuso el señor Collins—. Pero una clase no es lugar para romances. Cuando acaben con el corazón roto, sus notas se resentirán. L'amour est comme un sablier, avec le coeur remplir le vide du cerveau.
Conocía esa cita, de un escritor francés llamado Jules Renard. Traducida decía: «El amor es como un reloj de arena, en que el corazón se llena y el cerebro se vacía». Me desagradó su aire engreído y seguro, dando por hecho que nuestra relación estaba condenada al fracaso. Quise protestar, pero Joe se dio cuenta y me tomó la mano por debajo de la mesa, se inclinó un poco hacia mí y me murmuró al oído: —Seguramente no es muy buena idea ponerse chula con uno de los profesores que puntuarán los exámenes finales.
Miró al profesor y, con el tono responsable propio de un delegado, dijo:
—Comprendido, señor, gracias por su interés.
El señor Collins pareció satisfecho y volvió a concentrarse en escribir los subjuntivos en la pizarra. No pude resistirme y le saqué la lengua a sus espaldas.
Al terminar Hallie y Savannah, que también estaban en nuestra clase de francés, se acercaron hasta mí en las taquillas y me cogieron de ambos brazos con gesto amistoso.
—¿Qué tienes ahora? —preguntó Hallie.
—Mates —contesté con suspicacia—. ¿Por qué?
—Perfecto —repuso Savannah—. Ven con nosotras.
—¿Sucede algo?
—Solo queremos hablar contigo. Ya sabes, una charla entre amigas.
—Vale —asentí despacio, devanándome los sesos para adivinar qué debía de haber hecho para merecer esa extraña intervención por su parte—. ¿De qué? —De ti y de Joseph —soltó Hallie—. Mira, no te va a gustar lo que vamos a decirte, pero somos tus amigas y estamos preocupadas por ti.
—¿Por qué estáis preocupadas?
—No es muy sano que paséis tanto tiempo juntos —explicó Hally en tono experto.
—Sí —se entremetió Savannah—. Parece que estéis pegados el uno al otro o algo. Nunca os veo separados. Tú vas donde va Joseph, Joseph va donde vas tú… todo el puñetero rato.
—¿Y eso es malo? —pregunté—. Es mi novio. Quiero pasar mi tiempo con él.
—Claro que sí, pero es que esto es demasiado. Necesitas poner cierta distancia. —Hallie hizo hincapié en la palabra «distancia», como si fuera un término médico.
—¿Por qué?
Las miré insegura. Me preguntaba si Molly les habría puesto esa idea en la cabeza o si de verdad era su opinión. Habíamos sido amigas durante todo el verano, pero me parecía un poco pronto para que me ofrecieran sus consejos sobre mis relaciones. Por otro lado, hacía menos de un año que yo era una adolescente, es decir, me sentía a merced de su experiencia. Era cierto que Joe y yo estábamos muy unidos, cualquier tonto se daba cuenta de ello. La pregunta era: ¿nuestra proximidad era antinatural? A mí no me parecía tan poco saludable, dado todo lo que habíamos pasado juntos. Por supuesto, esas chicas no sabían nada de nuestras vicisitudes.
—Es un hecho que está estudiado —aseguró Savannah, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos—. Mira, te lo puedo demostrar. —Metió la mano en su mochila y sacó un manoseado ejemplar de la revista Seventeen—. Hemos encontrado este test.
Abrió la brillante portada de la revista y pasó las páginas hasta que encontró una sección ilustrada con unas orejas de perro. Una foto mostraba a una pareja joven, sentados el uno contra la espalda del otro y unidos por unas cadenas que los sujetaban por la cintura y los tobillos. Ambos tenían una expresión confusa y consternada. El test se titulaba: «¿Tienes una relación codependiente?».
—Nosotros no estamos tan mal —protesté—. La cuestión es cómo nos sentimos, no cuánto tiempo pasamos juntos. Además, no creo que el test de una revista pueda valorar los sentimientos.
—Seventeen da consejos muy fiables… —empezó a decir Savannah con apasionamiento.
—Está bien, no hagas el test —la interrumpió Hallie—. Pero contesta unas preguntas, ¿vale?
—Venga —accedí.
—¿De qué equipo de fútbol eres?
—Del Dallas Cowboys —dije sin dudar.
—¿Y eso por qué? —preguntó Hallie.
—Porque es el equipo de Joe.
—Comprendo —asintió Hallie en tono de complicidad—. ¿Y cuándo fue la última vez que hiciste algo sin Joe?
No me gustaba el tono que estaba adoptando, parecía una fiscal en un juicio.
—Hago muchas cosas sin Joe —afirmé con displicencia.
—¿De verdad? ¿Dónde está ahora?
—Tiene una sesión práctica de primeros auxilios en el gimnasio —informé, satisfecha—. Van a repasar reanimación cardiopulmonar, aunque él ya lo aprendió en noveno durante un curso de seguridad en el agua.
—Vale —dijo Savannah—. ¿Y qué va a hacer a la hora del almuerzo?
—Tiene una reunión con el equipo de waterpolo —contesté—. Hay un chico nuevo y Joe quiere que se entrene como defensa.
—¿Y a la hora de la cena?
—Va a venir a casa para asar unas chuletas en la barbacoa.
—¿Desde cuándo te gustan las chuletas? —Las dos arquearon las cejas.
—A Joe le gustan.
—Caso cerrado. —Hallie se cubrió el rostro con las manos.
—De acuerdo, es verdad que pasamos mucho tiempo juntos —asentí con mal humor—. Pero ¿qué tiene eso de malo?
—Que no es normal, eso es lo que tiene de malo —anunció Savannah pronunciando cuidadosamente cada una de las palabras—. Tus amigas son igual de importantes, pero parece que ya no te interesamos. Todas las chicas sienten lo mismo, incluso Molly.
Me quedé sin saber qué decir. Por fin pareció que una niebla se disipaba y comprendí el motivo de esa discusión: las chicas se sentían abandonadas. Era cierto que siempre parecía que rechazaba sus invitaciones porque quería pasar ese tiempo con Joe. Yo pensaba que solo se trataba de que prefería pasar mis ratos libres con la familia, pero quizás había sido poco sensible sin darme cuenta. Valoraba su amistad y en ese mismo momento me prometí ser más atenta con ellas.
—Lo siento —les dije—. Gracias por ser sinceras conmigo. Prometo hacerlo mejor.
—Genial. —Hallie sonrió de oreja a oreja—. Bueno, pues puedes empezar viniendo con nosotras al último evento que tenemos planeado para la fiesta de Halloween.
—Por supuesto —asentí, deseando compensarlas de algún modo—. Me encantará. ¿Qué es? —No había terminado la pregunta que ya intuí que estaba a punto de caer en una trampa.
—Vamos a contactar con los muertos, ¿recuerdas? —dijo Savannah—. No se permiten chicos.
—Una sesión de espiritismo —anunció Hallie con alegría—. ¿No te parece genial?
—Genial —asentí con contundencia.
Se me ocurrían un montón de palabras para describir lo que tenían pensado hacer, pero «genial» no era una de ellas.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Ah que amigas tan metíches!!
Joe es un amor!
Síguela!
Joe es un amor!
Síguela!
aranzhitha
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
3
Una noche nefasta
El viernes llegó antes de lo que esperaba. No me atraía la idea de la fiesta de Halloween y hubiera preferido pasar la noche en casa con Joe, pero no me pareció justo imponerle mi deseo de aislamiento.
Al ver mi disfraz, Gabriel agitó la cabeza con un gesto de sorpresa. Consistía en un fino vestido de satén blanco, unas sandalias de tiras que tomé prestadas de Molly y un par de alas pequeñas y completamente sintéticas que había alquilado en la tienda de disfraces de la ciudad. Era una parodia de mí misma y Gabriel, tal como había pensado, no se mostró nada convencido.
—Es un poco obvio, ¿no te parece? —preguntó con ironía.
—En absoluto —repliqué—. Si alguien sospecha de que somos sobrehumanos, esto lo despistará.
—Bethany, eres una mensajera del Señor, no una detective de una película de espías de serie B. Tenlo presente.
—¿Quieres que cambie de disfraz? —pregunté con un suspiro.
—No, no quiere —intervino Ivy, tomándome de la mano y dándome unas palmaditas en el dorso—. El disfraz es encantador. Al fin y al cabo, solo es una fiesta del colegio.
Miró a Gabriel de tal forma que terminó con la discusión. Gabriel se encogió de hombros. Aunque se hacía pasar por profesor de música de Bryce Hamilton, parecía que las intrigas del mundo de la adolescencia estaban fuera de su alcance.
Joe llegó a casa disfrazado de vaquero: con tejanos descoloridos, botas de cuero marrón y una camisa a cuadros. Incluso se había puesto un sombrero de cowboy de piel.
—¿Truco o trato? —dijo, sonriendo.
—Sin ánimo de ofender, pero no te pareces a Batman en nada.
—No es necesario ponerse antipática, señorita —repuso Joe adoptando un marcado acento texano—. ¿Estás lista para salir? Los caballos esperan.
Me reí.
—Piensas estar así toda la noche, ¿verdad?
—Probablemente. Te vuelvo loca, ¿a que sí?
Mi hermano tosió con fuerza para recordarnos su presencia. Siempre se sentía incómodo ante las muestras de afecto.
—No lleguéis muy tarde —dijo Ivy—. Saldremos a primera hora de la mañana hacia Black Ridge.
—No te preocupes —le prometió Joe—. La traeré a casa en cuanto el reloj dé la medianoche.
Gabriel meneó la cabeza.
—¿Es que no podéis dejar de ser la viva expresión de todos los tópicos del mundo?
Joe y yo nos miramos con una sonrisa.
—No —respondimos al unísono.
La vieja casa abandonada se encontraba a media hora en coche. Los faros de los vehículos de los asistentes a la fiesta moteaban la oscura carretera, y a nuestro alrededor no había más que campo abierto. Esa noche nos sentíamos extrañamente eufóricos. Era una sensación rara, como si los estudiantes de Bryce Hamilton fuéramos los amos del mundo entero. Para nosotros, esa fiesta señalaba el final de una época y eso nos despertaba sentimientos contradictorios: estábamos a punto de graduarnos y de empezar a dar forma a nuestro futuro. Era el comienzo de una nueva vida y, aunque teníamos la esperanza de que estuviera llena de promesas, no podíamos dejar de sentir cierta nostalgia por todo lo que dejábamos atrás. La vida universitaria, y toda la independencia que ella implicaba, se encontraba a la vuelta de la esquina; muy pronto las amistades serían puestas a prueba y algunas relaciones no soportarían el examen.
El cielo nocturno parecía más amplio que nunca y una gran luna creciente iba a la deriva entre retazos de nubes. Mientras conducía, miré a Joe de reojo. Se le veía totalmente relajado al volante del Chevy, su rostro no mostraba la menor inquietud. Íbamos a una velocidad constante y sujetaba el volante con una mano. La luz de la luna se filtraba por la ventanilla y le iluminaba la cara. Giró la cabeza, me miró y unas sombras bailaron sobre sus armoniosas facciones.
—¿En qué estás pensando, cielo? —preguntó.
—En que podría conseguir algo mucho mejor que un cowboy —bromeé.
—Estás tentando mucho a la suerte esta noche —repuso Joe con seriedad fingida—. ¡Soy un vaquero al límite!
Reí aunque no acababa de comprender la alusión. Le hubiera podido preguntar a qué se refería, pero lo único que me importaba era que estábamos juntos. ¿Qué más daba si me perdía algún que otro chiste? Eso hacía que lo nuestro fuera todavía más interesante.
Circulábamos por una sinuosa carretera invadida por la maleza, siguiendo a una destartalada camioneta ocupada por chicos del último curso que se habían bautizado a sí mismos como «manada de lobos». No sabía muy bien qué significaba, pero todos ellos llevaban pañuelos de color caqui, y se habían pintado unas rayas negras sobre la cara y el pecho, como las marcas de guerra.
—Una excusa cualquiera para quitarse la camiseta —se mofó Joe.
Los chicos se habían repantigado en la caja trasera de la camioneta y se dedicaban a fumar un cigarrillo tras otro mientras daban buena cuenta de un barril de cerveza. En cuanto la camioneta aparcó soltaron un aullido lobuno, saltaron al suelo y se dirigieron hacia la casa. Uno de ellos se detuvo para vomitar en un arbusto. Cuando hubo vaciado todo el contenido de su estómago, se incorporó y continuó corriendo.
La casa recreaba la típica temática de Halloween: era vieja y laberíntica, con un porche desvencijado que ocupaba toda la fachada. Necesitaba urgentemente una mano de pintura; la blanca original estaba completamente cuarteada y desconchada, y por debajo de ella asomaba el color agrisado de las planchas de madera, lo que otorgaba al lugar un marcado aspecto de abandono.
Austin debía de haber reclutado a todas sus amigas para que lo ayudaran en la decoración, porque el porche brillaba de calaveras iluminadas y barritas luminosas, pero las ventanas del piso de arriba estaban oscuras. En los alrededores no se percibía la menor señal de civilización: si había algún vecino, debía de encontrarse demasiado lejos para ser visible. Comprendí por qué habían elegido esa casa para la fiesta: allí podríamos hacer todo el ruido que quisiéramos y nadie podría oírnos. La idea me hizo sentir un tanto incómoda. Lo único que separaba la carretera de la casa era una destartalada cerca que había conocido días mejores. En medio del prado adyacente, a unos cien metros de donde nos encontrábamos, había un espantapájaros sujeto a un palo: tenía el cuerpo inerte y la cabeza le colgaba a un lado de forma inquietante.
—Eso es espeluznante —murmuré acercándome a Joe—. Parece completamente real.
Joe me pasó un brazo por los hombros.
—No te preocupes. Solo persigue a las chicas que no saben apreciar a sus novios como merecen.
Le propiné un codazo, juguetona.
—¡No tiene ninguna gracia! Además, mis amigas creen que sería saludable que tú y yo pasáramos algún tiempo separados.
—Bueno, yo discrepo.
—¡Eso es porque quieres toda mi atención!
—Ten cuidado, que te van a oír…
La casa ya se había llenado de gente. El interior estaba iluminado con farolillos y velas, pues el lugar llevaba tanto tiempo deshabitado que habían cortado la luz. A nuestra izquierda se levantaba una sinuosa escalera, pero los escalones estaban gastados y podridos: era evidente que los padres de Austin habían dejado que todo se deteriorara. Habían colocado velas sobre cada uno de los escalones y la cera goteaba sobre la madera formando charcos que parecían hielo. En el amplio pasillo se abrían varias habitaciones vacías que, supuse, en esos momentos estarían ocupadas por parejas ebrias. De todas formas, la oscuridad resultaba inquietante. Recorrimos todo el pasillo entre chicos y chicas con variados disfraces; algunos se habían esforzado mucho en su elaboración. Se veían colmillos de vampiro, cuernos de demonio y mucha sangre de mentira. Un chico altísimo, disfrazado de la Muerte y con el rostro completamente oculto bajo una capucha pasó por nuestro lado. Vi a Alicia del país de las maravillas (en versión zombi), a una siniestra muñeca de trapo, a Eduardo Manostijeras y a alguien con una careta inspirada en Hannibal Lecter. Apreté con fuerza la mano de Joe. No quería fastidiarle la noche, pero todo eso me resultaba ligeramente escalofriante. Era como si todos los personajes de todas las historias de terror hubieran cobrado vida a nuestro alrededor. Lo único que aligeraba ese aire fantasmagórico era el continuo bullicio de las conversaciones y las risas. Entonces alguien conectó un iPod al equipo de música y, de repente, la casa se llenó de música a un volumen tan alto que las vibraciones sacudieron todo el polvo de la araña de luces que teníamos sobre la cabeza.
Nos abrimos paso por entre la gente y en el salón nos encontramos con Molly y las chicas, que se habían acomodado en un tresillo de tapizado deslucido. La mesilla de café que tenían delante ya estaba repleta de vasos y botellas de whisky medio vacías. Molly había seguido con su idea y se había presentado disfrazada de Campanita, con un vestido verde de bordes desiguales, zapatillas de bailarina y dos alas de hada. Pero había elegido con atención todos los detalles para que hicieran juego con el espíritu de Halloween: llevaba unas cadenas de plata alrededor de las muñecas y los tobillos, y se había embadurnado el rostro y el cuerpo con sangre de mentira y barro. Del pecho le sobresalía la empuñadura de una daga. Incluso Joe se mostró impresionado y alzó las cejas con cara de aprobación.
—Una Campanita gótica. Buen trabajo, Molly —reconoció.
Nos sentamos en un diván, al lado de Madison, que había mantenido su palabra y se había convertido en una conejita de Playboy: un corsé negro, una colita peluda y un par de orejitas blancas. Llevaba el maquillaje de los ojos corrido de tal forma que parecía que tuviera dos ojos negros. Bebió todo el contenido de un vaso y lo dejó en la mesa con un golpe seco y un gesto de victoria.
—Vosotros dos sois unos muermos —balbució cuando nos apretujamos a su lado—. ¡Estos disfraces son lo peor!
—¿Qué tienen de malo? —preguntó Joe en un tono que indicaba claramente que no le podía importar menos su opinión y que solo lo preguntaba por educación.
—Pareces Woody de Toy Story —repuso Madison, de repente incapaz de reprimir un ataque de risa—. Y tú, Beth, ¡venga! Por lo menos te habrías podido disfrazar de Ángel de Charlie. Ninguno de los dos dais nada de miedo.
—Pues tu vestido tampoco es especialmente terrorífico —intervino Molly para defendernos.
—No estoy tan seguro —dijo Joe.
Ahogué una carcajada poniéndome la mano sobre la boca. A Joe nunca le había caído muy bien Alison. Bebía y fumaba demasiado, y siempre daba su opinión sin que nadie se la pidiera.
—Cállate, Woody —farfulló Madison.
—Me parece que aquí hay alguien que debería dejar el vaso tranquilo un rato —le aconsejó Joe.
—¿No tienes que ir a un rodeo o algo?
Joe se puso en pie sin contestarle al ver que justo en ese momento su equipo de waterpolo entraba en la sala y anunciaba su llegada con un prolongado grito de guerra colectivo. Al ver que Joe se les acercaba, lo saludaron.
—¡Eh, tío!
—Colega, ¿que haces con este traje?
—¿Te ha convencido Beth de esto?
—¡Tío, estás muy pillado! —Uno de los chicos le saltó a la espalda como un chimpancé y lo tumbó al suelo.
—¡Sal de encima!
—¡Yuuuujuuuuu!
Estallaron en carcajadas, enredándose en una divertida escaramuza. Cuando Joe consiguió librarse de ellos le habían quitado toda la ropa excepto los tejanos; el pelo, que estaba perfectamente peinado cuando llegamos, lo tenía totalmente revuelto. Me miró y se encogió de hombros, como diciéndome que él no era responsable del comportamiento de sus amigos, y se puso una camiseta negra que uno de los chicos le lanzó.
—¿Estás bien, Osito? —pregunté un poco preocupada mientras le arreglaba el pelo: no me gustaba que sus amigos jugaran tan a lo bruto. Mis atenciones provocaron que sus amigos arquearan las cejas, asombrados.
—Beth —Joe me puso una mano sobre el hombro—, tienes que dejar de llamarme así delante de la gente.
—Lo siento —repuse avergonzada.
Joe se rio.
—Venga, vamos a tomar algo.
Nos hicimos con una cerveza para Joe y un refresco para mí, y fuimos a sentarnos en un mullido sofá que alguien había arrastrado hasta el porche trasero de la casa. Del alero del tejado colgaban unos farolillos de papel rosas y verdes que iluminaban el deteriorado patio con una luz tenue. Más allá de este, los campos se alejaban hasta lindar con un bosque denso y oscuro.
Aparte del salvaje comportamiento de los invitados de dentro, fuera la noche era quieta y tranquila. Un tractor oxidado descansaba abandonado entre la crecida hierba. Justo pensaba en lo pintoresco de ese entorno, que parecía una pintura de tiempos remotos, cuando una pieza de ropa interior de encaje cayó a nuestros pies desde una de las ventanas laterales de la casa. Me sonrojé al darme cuenta de que detrás de la ventana había una pareja y que no se encontraban precisamente enzarzados en una conversación profunda y significativa. Aparté rápidamente la mirada e intenté imaginar el aspecto que debía de haber tenido esa casa antes de que la familia Knox la dejara caer en la ruina. Seguro que había sido imponente y hermosa durante los días en que las chicas todavía llevaban carabina y los bailes consistían en elegantes valses al son de un magnífico piano; nada parecido al torbellino y a los embates que tenían lugar dentro en ese momento. Antiguamente los encuentros sociales eran elegantes y comedidos, muy distintos del caos que se había desatado en la vieja casa esa noche. Imaginé que, en ese mismo porche —aunque nuevo, pulido y adornado con una madreselva enredada en sus columnas—, un hombre con una chaqueta con faldón se inclinaba en una reverencia ante una mujer que llevaba un vaporoso vestido. En mi imaginación, el cielo estaba estrellado y la doble puerta de entrada a la casa se encontraba abierta para que la música de dentro inundara la noche.
—Halloween es una mierda.
Las palabras de Ben Carter, de mi clase de literatura, interrumpieron mi ensueño. El chico se acercó a nosotros. Le hubiera contestado, pero sentí el fuerte brazo de Joe que me rodeaba y me resultó difícil concentrarme en otra cosa. Con el rabillo del ojo vi que su mano colgaba relajadamente de mi hombro. Me gustaba ver que llevaba el anillo de plata: era un símbolo de que él pertenecía a alguien, que no estaba disponible para nadie más que para mí. Aunque eso parecía extraño en un chico de dieciocho años tan guapo y tan popular: cualquier extraño que se encontrara con él, que viera su cuerpo perfecto, su tranquila mirada de color ambar, su encantadora sonrisa y el mechón de cabello castaño que ondeaba sobre su frente, se hubiera dado cuenta de que podría tener a todas las chicas que quisiera.
Cualquiera hubiera dado por supuesto que, al igual que todo adolescente normal, él estaría disfrutando de las ventajas de ser joven y atractivo. Solo quienes lo conocían sabían que Joe estaba totalmente comprometido conmigo. Joe no solo era guapo hasta quitar el hipo, sino que era un líder admirado y respetado por todo el mundo. Yo lo amaba y lo admiraba, pero todavía no acababa de creerme que era mío. No podía comprender por qué había tenido tanta suerte. A veces me preocupaba pensar que quizá fuera un sueño y que, si me desconcentraba, todo aquello se desvanecería ante mis ojos. Pero él continuaba sentado a mi lado, firme y sólido. Cuando se hizo evidente que yo me había perdido en mis pensamientos, le contestó a Ben.
—Relájate, Carter, solo es una fiesta —rio.
—¿Y tu disfraz? —le pregunté, obligándome a volver a la realidad.
—Yo no me disfrazo —contestó, cínico.
Ben era la clase de chico que lo encontraba todo pueril y por debajo de su nivel. Conseguía mantener su sentido de superioridad a base de no participar en nada pero, al mismo tiempo, siempre aparecía en el último momento por si acaso se perdía algo.
—Por dios, es asqueroso —dijo con una mueca al ver la ropa interior de encaje en el suelo del porche—. Espero no pillarme nunca tanto de alguien como para consentir en hacerlo en un tractor.
—Lo del tractor no lo sé —bromeé—, pero me apuesto lo que sea a que un día te enamorarás y no podrás hacer nada al respecto.
—Imposible. —Ben levantó los brazos y los cruzó sobre su cabeza, desperezándose y cerrando los ojos—. Estoy demasiado amargado y hastiado.
—Podría intentar montarte una cita con una de mis amigas —ofrecí. Me gustaba la idea de hacer emparejamientos y tenía mucha confianza en mis artes—. ¿Qué te parece, Abby? No tiene novio, es guapa y no es demasiado exigente —Dios Santo, no, por favor —repuso Ben—. Seríamos la peor pareja de la historia.
—¿Perdón? —La falta de confianza de Ben en mis habilidades me disgustó.
—Te perdono lo que quieras —se burló Ben—. Mi decisión es firme. No me voy a dejar emparejar con una Barbie que bebe tinto de verano y lleva tacones de aguja. No tendríamos nada que decirnos excepto«adiós».
—Me alegra saber que tienes tan buena opinión de mis amigas —le dije, contrariada—. ¿Es eso lo que piensas de mí?
—No, tú eres distinta.
—¿Por qué?
—Eres rara.
—¡No lo soy! —exclamé—. ¿Qué tengo de raro? Joseph, ¿crees que soy rara?
—Tranquilízate, cielo —dijo Joe con los ojos brillantes de humor—. Estoy seguro de que Carter lo dice en el mejor de los sentidos.
—Bueno, pues tú también eres raro —le devolví, consciente de lo irascible que me estaba mostrando.
Él rio y terminó la cerveza que estaba tomando.
—Solo un raro puede reconocer a otro raro.
En ese momento, unas voces estridentes nos llamaron la atención. La puerta se abrió y unos chicos del equipo de waterpolo salieron al porche. Pensé que era increíble hasta qué punto me recordaban a los cachorros de león, saltando los unos sobre los otros y rodando por el suelo. Se acercaron desordenadamente hasta donde estábamos nosotros y Joe meneó la cabeza con una ligera expresión de amonestación. Entre ellos reconocí a Wesley y a Lawson. Era fácil distinguirlos: Wesley tenía el pelo liso y oscuro y las cejas juntas y bajas; Lawson tenía rizos rubios y claros y unos caídos ojos de un ambar apagado que no brillaba como el color de ojos de Joe. Al verme, me saludaron con un gesto de la cabeza y volví a pensar en la época en que los hombres daban un golpe de tacón y se inclinaban ante una dama. Les devolví el saludo con una sonrisa. No conseguí animarme a hacer lo que mis amigas llamaban «asentimiento de superioridad»: me hacía sentir como si me encontrara en uno de esos vídeos que Molly veía en MTV, donde unos hombres encapuchados con cadenas de oro rapeaban sobre otros «tíos».
—Venga, Jonas —lo animaron los chicos—. Nos vamos al río.
Joe soltó un gemido.
—Vamos allá.
—Ya conoces las reglas —gritó Wesley—. El último que llegue se baña desnudo.
—Dios Santo, realmente han descubierto la cima de la estimulación intelectual —refunfuñó Ben.
Joe se puso en pie con gesto renuente y lo miré, sorprendida.
—No vas a ir, ¿no? —pregunté.
—Esta carrera es una tradición en Bryce —repuso riendo—. Lo hacemos cada año, estemos donde estemos. Pero no te preocupes, nunca llego el último.
—No estés tan seguro —alardeó Lawson saltando del porche y corriendo a toda velocidad hacia el bosque que se encontraba en la parte trasera del terreno—. ¡Llevo ventaja!
Los demás chicos siguieron su ejemplo, empujándose los unos a los otros sin contemplaciones mientras corrían. Avanzaron chocando entre sí por los matorrales en dirección a campo abierto, como en una estampida.
Cuando hubieron desaparecido de la vista, dejé a Ben con sus reflexiones filosóficas y fui adentro en busca de Molly. Ella y las chicas habían cambiado de sitio y las encontré apiñadas con actitud misteriosa al pie de las escaleras. Abigail llevaba una gran bolsa de papel debajo del brazo. Todas estaban muy serias.
—¡Beth! —Molly me agarró del brazo en cuanto llegué a su lado—. Me alegro de que estés aquí: estamos a punto de empezar.
—¿Empezar el qué? —pregunté con curiosidad.
—La sesión de espiritismo.
Ahogué un gemido: así que no se habían olvidado. Tenía la esperanza de que abandonaran el plan en cuanto empezaran a divertirse en la fiesta.
—No podéis hablar en serio, chicas —dije, pero me di cuenta de que me miraban con absoluta sinceridad. Intenté una estrategia distinta—: Eh, Abby, Hank Hunt está fuera. Parece que le iría bien un poco de compañía.
Abigail estaba loca por Hank Hunt desde el primer curso y no había dejado de desbarrar sobre él desde entonces. Pero esa noche ni siquiera él podía despistarla del plan que se traían entre manos.
—A quién le importa Hank Hunt —repuso Abigail en tono de mofa—. Esto es súper más importante. Vamos a buscar una habitación vacía.
—No —dije, negando firmemente con la cabeza—. Venga, chicas, ¿es que no podemos encontrar otra cosa que hacer?
—Pero es Halloween —protestó Hallie con un mohín infantil—. Queremos hablar con los fantasmas.
—Los muertos deben quedarse donde están —contesté—. ¿Es que no podéis jugar a pescar manzanas con la boca o algo?
—No seas tan aguafiestas —dijo Savannah. Se puso en pie y empezó a tirar de mí escaleras arriba. Las demás nos siguieron con gran excitación—. ¿Qué puede pasar?
—¿Es una pregunta retórica? —respondí, apartándome—. ¿Qué puede no pasar?
—No creerás de verdad en fantasmas, ¿no, Bethie? —preguntó Madison—. Solo queremos divertirnos un poco.
—Creo que no deberíamos jugar con esto —dije con un suspiro.
—Vale, pues no vengas —me cortó Hallie con aspereza—. Quédate aquí abajo sola a esperar a Joe, como haces siempre. Sabíamos que te rajarías de todas maneras. Nos divertiremos sin ti.
Me miró con una expresión dolida y las demás asintieron con la cabeza, apoyándola. Yo no conseguía hacerles entender el peligro que su plan conllevaba. ¿Cómo explicar a unas niñas que es peligroso jugar con fuego si nunca se han quemado? Deseé que Gabriel estuviera allí. Él emanaba autoridad y hubiera sabido exactamente qué decir para hacerlas cambiar de opinión: siempre ejercía ese efecto en las personas. En cambio, allí estaba yo, como una ceniza aguafiestas. Vaya ángel guardián estaba hecha. Sabía que no tenía el poder de impedirles nada, pero no podía permitir que continuaran sin mí. Si pasaba algo, por lo menos estaría con ellas para enfrentarme con lo que se encontraran. Las chicas ya estaban subiendo escaleras arriba cogidas del brazo y susurraban con gran excitación.
—Chicas —llamé—. Esperad… voy con vosotras.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
4
Cruzar la raya
Arriba, la casa olía a rancio y a moho. En el rellano, el papel de pared de color marfil se desprendía a tiras a causa de la humedad. Aunque todavía llegaba a nuestro oídos el fragor de la fiesta de abajo, el ambiente en la segunda planta era de un silencio sobrenatural, como si en cualquier momento fuera a suceder algo paranormal. Las chicas se entusiasmaron:
—Es el sitio perfecto —dijo Hallie.
—Seguro que este lugar ya está encantado —añadió Savannah con el rostro ruborizado por la emoción.
De repente, mi preocupación parecía desproporcionada con respecto a la situación real. ¿Era posible que estuviera exagerando? ¿Por qué siempre daba por sentado lo peor y permitía que mi carácter precavido aguara el buen ánimo de todos los que me rodeaban? Me reprendí mentalmente por mi costumbre de sacar conclusiones demasiado deprisa: ¿qué posibilidades tenían de contactar con el otro lado unas chicas que solo querían divertirse? Era sabido que ese tipo de comunicaciones se establecían, pero se necesitaba la presencia de un médium experto. A los espíritus errantes no les gustaba ser motivo de diversión de unos adolescentes. Lo más probable era que las chicas acabaran aburriéndose al ver que no conseguían los resultados que habían esperado.
Seguí a Molly y a las chicas hasta la habitación que había sido el cuarto de invitados. Una gruesa capa de polvo y suciedad oscurecía los cristales de sus altas ventanas. La estancia estaba completamente vacía excepto por un desvencijado somier de hierro que se encontraba apoyado contra una de las mugrientas ventanas. El somier había sido blanco, pero el paso del tiempo lo había cubierto con una pátina de color mantecoso. Encima del mismo se extendía un desteñido cubrecama que mostraba un estampado de rosas. Pensé que la familia Knox no venía a esa vieja casa de campo ni siquiera para visitarla, por no hablar ya de invitar a nadie a pasar el verano. Los marcos de las ventanas se veían resecos por el sol y no había ninguna cortina que velara la luz de la luna. La habitación daba al oeste y desde allí vi el bosque que se encontraba detrás de la propiedad y el espantapájaros que montaba guardia en el prado: la brisa nocturna le agitaba el sombrero de paja que llevaba sobre la cabeza.
Sin necesidad de instrucciones, las chicas se sentaron con las piernas cruzadas formando un círculo encima de una raída alfombra. Abby metió la mano con mucho cuidado dentro de la bolsa de papel que llevaba, como si fuera a extraer un objeto de valor inestimable, y sacó una güija envuelta en un trapo de felpa de color verde tan gastado que hubiera podido pasar por una pieza de anticuario.
—¿De dónde has sacado eso?
—Mi abuela me lo ha dado —aclaró Abby—. Fui a visitarla a Savannah el mes pasado.
Con exagerada ceremonia, Abby depositó el tablero en el centro del círculo que habíamos formado. Yo solamente había visto una güija en los libros, pero esta me pareció más decorada de lo que hubiera esperado. A ambos lados del tablero, formando dos líneas rectas, había las letras del abecedario, números y otros símbolos que no reconocí. En los otros dos extremos había las palabras «Sí» y «No», en mayúsculas y rodeadas por unas florituras. Incluso alguien que nunca en su vida hubiera visto una güija se habría dado cuenta de la conexión que tenía con las artes oscuras. Luego Abby quitó el papel de seda con que había envuelto una frágil copa de jerez, lo dejó a un lado y colocó la copa del revés encima de la tabla.
—¿Cómo funciona esto? —quiso saber Madison.
Aparte de mí, ella era la única que no se mostraba muy excitada, pero sospeché que eso más bien se debía a que en ese cuarto no había ni chicos ni alcohol y no a que estuviera preocupada por lo que pudiera suceder.
—Hace falta un objeto conductor, como un trozo de madera o un vaso del revés, para comunicarse con el mundo de los espíritus —explicó Abby, disfrutando del papel de experta que había adoptado—. Todos los de nuestra familia tenemos fuertes poderes psíquicos, así que sé de qué hablo. Necesitamos unir todas nuestras energías para que funcione. Tenemos que concentrarnos y poner el dedo índice en el pie de la copa. No hagáis demasiada presión porque la energía se puede atascar y entonces no funciona. Cuando hayamos contactado con el espíritu, este deletreará el mensaje que quiera comunicarnos. Vale, empecemos. Pongamos todas el dedo en la copa. Con suavidad.
Dejé hacer a Abby: se mostraba muy convincente, teniendo en cuenta que debía de estar inventándoselo todo en ese mismo momento. Las chicas llevaron a cabo sus instrucciones de buen grado.
—¿Y ahora qué? —preguntó Madison.
—Esperaremos a que se mueva.
—¿De verdad? —Molly puso los ojos en blanco—. ¿Eso es todo? ¿Y si cualquiera de nosotras, simplemente, empuja la copa y dice lo que quiere?
Abby la fulminó con la mirada.
—Es muy fácil ver la diferencia entre un mensaje falso y uno de un espíritu, Mad. Además, los espíritus saben cosas que nadie más sabe. —Se echó el pelo hacia atrás con un gesto de la cabeza—. Tú no puedes comprenderlo. Yo lo sé porque tengo mucha práctica. Bueno, ¿preparadas para empezar? —preguntó con voz solemne.
Clavé las uñas con fuerza en la alfombra deseando poder encontrar alguna manera de salir de la habitación sin que me vieran. El chasquido de una cerilla me sobresaltó y vi que Molly iba a encender unas velas que alguien había colocado en el suelo: acercó la cerilla a la mecha de las velas que, inmediatamente, se iluminaron con un siseo.
—Intentad no moveros bruscamente durante la sesión —dijo Abby mirándome fijamente—. No hay que asustar al espíritu. Tiene que sentirse cómodo con nosotras.
—¿Lo sabes por experiencia o porque lo has visto en Cuarto milenio? —preguntó Madison con sarcasmo, incapaz de reprimirse.
—Todas las mujeres de mi familia han estado siempre conectadas con «el otro lado» —dijo Abby.
No me gustó el tono con que remarcó las palabras «el otro lado», como si estuviera contando una historia de fantasmas durante un campamento escolar.
—¿Has visto un fantasma alguna vez? —preguntó Hallie en voz baja.
—Sí, lo he visto —declaró Abby con una seriedad mortal—. Y por eso voy a hacer de médium esta noche.
Yo no sabía si Abby decía la verdad o no. A veces la gente tiene breves visiones de los muertos cuando estos pasan de un mundo al otro, pero lo más común es que se trate del producto de una imaginación desenfrenada. Es fácil que una pequeña sombra o un efecto de luz se confundan con un suceso sobrenatural. A mí no me sucedía eso, yo era capaz de notar la presencia de los espíritus constantemente: estaban por todas partes. Si me concentraba, podía saber cuáles vagaban perdidos, cuáles acababan de pasar al otro lado y cuáles buscaban a sus seres queridos. Gabriel me había aconsejado que me desconectara de ellos, pues no eran responsabilidad nuestra. Recordé la vez en que mi antigua amiga Alice vino a decirme adiós cuando falleció, el año anterior. La vi brevemente, al otro lado de la ventana de mi habitación, porque enseguida desapareció. Pero no todos los espíritus eran tan amables como Alice: aquellos que no podían desprenderse de sus apegos terrenales vagaban durante años y, con el tiempo, se iban volviendo retorcidos hasta que, al final, acababan enloqueciendo de tanto ver a su alrededor una vida de la que nunca más podrían formar parte. Perdían el contacto con los seres humanos y acababan sintiendo resentimiento contra ellos. Incluso muchas veces actuaban de forma violenta. Me pregunté si Abby se mostraría tan interesada en el tema si supiera la verdad de lo que pasaba en el otro lado. Pero no podía decírselo, no sin delatarme por completo.
Las chicas asintieron con la cabeza, felices de delegar el papel de médium en ella. Noté que Molly, que estaba a mi lado, se estremecía.
—Y ahora daos las manos —dijo Abby—. Y pase lo que pase, no os soltéis. Tenemos que formar un círculo de protección: si el círculo se rompe, el espíritu queda libre.
—¿Quién te ha dicho eso? —susurró Savannah—. ¿Si nos soltamos, no se termina la sesión simplemente?
—Sí, y si se trata de un espíritu benigno, al soltarnos se irá a descansar; pero si es un espíritu maligno, tendremos que ir con mucho cuidado. No sabemos quién puede venir.
—¿Y qué tal si invocamos a un espíritu benigno? —sugirió Madison.
Abby le dirigió una mirada desdeñosa.
—¿Por ejemplo Casper?
A Madison no le hizo gracia que se burlara de ella, pero todas sabíamos que Abby tenía razón.
—Supongo que no —asintió.
—Entonces saldrá lo que salga.
Me mordí la lengua para no hacer ningún comentario sobre el plan«infalible» de Abby. Realizar una sesión de espiritismo la única noche del año en que era posible que funcionara era extremadamente estúpido. Meneé la cabeza e intenté alejar esos pensamientos. Me dije a mí misma que no se trataba más que de un juego infantil, de algo típico que hacían casi todos los adolescentes para divertirse. Cuanto antes termináramos, antes podríamos regresar abajo y disfrutar del resto de la noche.
Molly y Savannah, sentadas cada una a mi lado, me tomaron de la mano con fuerza. Noté el sudor en sus palmas y percibí en ellas una mezcla de miedo y excitación. Abby bajó la cabeza y cerró los ojos. El cabello rubio le cayó delante de la cara y tuvo que interrumpir la invocación para recogérselo en una cola de caballo con una goma que llevaba en la muñeca. Luego se aclaró la garganta con gran dramatismo, nos miró con expresión amenazante y empezó a hablar en voz baja y entonando, como si cantara.
—¡Espíritus que erráis por esta Tierra, os invoco a que os presentéis ante nosotras! No os haremos ningún daño. Solamente queremos contactar con vosotros. No tengáis miedo. Si tenéis algo que contar, estamos aquí para escucharlo. Repito, no os haremos ningún daño; a cambio, os pedimos que tampoco nos hagáis daño alguno.
La habitación se sumió en un silencio mortal. Las chicas se miraban con incomodidad. Me di cuenta de que más de una se arrepentía ahora de haber mostrado tanto entusiasmo por la idea de Abby y hubiera preferido encontrarse en el piso de abajo bebiendo con sus amigas y flirteando con los chicos. Apreté la mandíbula y me esforcé por alejar mis pensamientos de la desagradable ceremonia que se estaba desarrollando ante mí. El sentido común me decía que molestar a los muertos no solamente era poco inteligente, sino también desconsiderado. Además, iba contra todo lo que me habían enseñado acerca de la vida y de la muerte. ¿Es que esas chicas no habían oído nunca la expresión «descanse en paz»? Quise soltarles las manos y salir de la habitación, pero sabía que Abby se pondría furiosa y que yo tendría que llevar la etiqueta de aguafiestas durante todo el año. Suspiré profundamente con la esperanza de que pronto se aburrieran al ver que no obtenían ninguna respuesta y de que abandonaran el juego. Molly giró la cabeza hacia mí e intercambiamos una mirada de escepticismo.
Pasaron cinco largos minutos durante los cuales solamente oíamos nuestra propia respiración y la repetida invocación de Abby. Justo cuando las chicas empezaban a mostrar signos de impaciencia y alguna de ellas se quejaba de un calambre en la pierna, la copa de cristal empezó a vibrar. Todas nos sobresaltamos y nos enderezamos con una atención renovada. La copa continuó vibrando durante unos instantes y luego empezó a desplazarse sobre el tablero deletreando una frase. Abby, en su papel de médium, anunciaba cada una de las letras elegidas por la copa hasta que formaron un mensaje completo.
«Parad. Parad ahora. Salid de aquí. Estáis todas en peligro.»
—Uau, esto parece emocionante —dijo Madison en tono de burla.
Las demás se miraron con expresión de incertidumbre, intentando decidir quién era la responsable de esa broma. Pero puesto que todas teníamos el dedo sobre la copa, era imposible saber quién la había movido. Noté que Molly me apretaba la mano con más fuerza y vi que la copa volvía a moverse para escribir un mensaje.
«Parad. Escuchad. El Diablo está aquí.»
—¿Por qué tenemos que creerte? —preguntó Abby sin contemplaciones—. ¿Te conocemos?
La copa se movía ahora trazando amplias curvas, completamente sola. Cruzó todo el tablero y se fue directamente hacia la palabra «Sí».
—Vale, esto es una broma —dijo Madison—. Venga, confesad. ¿Quién ha sido?
Abby ignoró la protesta.
—Cállate, Mad. Nadie lo está haciendo —replicó Hallie en tono tajante—. Estás cortando el rollo.
—No esperaréis que me crea…
—Si te conocemos, dinos tu nombre —insistió Abby.
La copa se quedó paralizada durante unos largos segundos.
—Ya os he dicho que todo esto no es más que una imbecilidad —empezó a decir Madison.
Justo en ese momento, la copa volvió a moverse sobre el tablero. Al principio parecía dudar, se quedaba unos instantes ante unas letras y, de repente, se apartaba de ellas, como si quisiera tomarnos el pelo. Me pareció que su comportamiento era inseguro, como el de un niño que no sabe del todo lo que está haciendo. Pero al final recorrió el tablero y formó la sílaba «Tay». Entonces volvió a detenerse, como sin saber qué hacer.
—Puedes confiar en nosotras —animó Abby.
La copa volvió a colocarse en el centro del tablero y, desde allí, volvió a realizar un recorrido hasta que hubo deletreado las últimas tres letras: «lah».
Fue Molly quien rompió el incómodo silencio:
—¿Taylah? —murmuró en un hilo estrangulado de voz. Se secó con furia las lágrimas y nos miró a todas, rabiosa—. Vale, esto no tiene ninguna gracia —dijo entre dientes—. ¿Quién ha sido? ¿Qué puñetas os pasa, chicas?
Su acusación provocó que todas negaran con la cabeza y protestaran.
—Yo no he sido —dijeron—. No he hecho nada.
Sentí un escalofrío por toda la espalda. En lo más hondo de mí sabía que ninguna de las chicas era capaz de caer tan bajo y hacer aparecer a su amiga muerta en ese juego. La muerte de Taylah todavía estaba muy presente y nadie se hubiera atrevido a bromear al respecto. Y eso solo podía significar una cosa: que Abby había contactado, había traspasado la barrera. Nos encontrábamos en terreno peligroso.
—¿Y si no es una broma? —sugirió Savannah, insegura—. Ninguna de nosotras está tan mal de la cabeza para hacer algo así. ¿Y si de verdad es ella?
—Solamente hay una manera de saberlo —repuso Abby—. Tenemos que pedirle que nos dé alguna señal.
—Pero acaba de decirnos que paremos —protestó Molly—. ¿Y si no quiere que la volvamos a invocar?
—Sí. ¿Y si intentaba advertirnos? —dijo Hallie estremecida.
—Sois muy crédulas. —Madison puso los ojos en blanco—. Adelante, Abby, invócala, no va a pasar nada malo.
Abby se inclinó hacia delante curvando la espalda sobre la güija.
—Te lo ordenamos —dijo con voz profunda—. Preséntate aquí y muéstrate.
Al otro lado de la ventana, una nube oscura cruzó el cielo tapando la luna y cerrando el paso a la plateada luz que hasta ese momento había iluminado la habitación. Por un momento noté a Taylah, que emitía un calor tan fuerte como el de mis manos. Pero con la misma rapidez con que había aparecido, su presencia se desvaneció dejando un espacio frío en el aire.
—Te lo ordenamos —repitió Abby con mayor énfasis—. Preséntate.
El viento hizo vibrar los cristales de las ventanas. De repente, la habitación pareció muy fría y Molly me apretó los dedos de la mano con tanta fuerza que casi me cortó la circulación.
—¡Adelante! —ordenó Abby—. ¡Muéstrate!
En ese instante la ventana se abrió y un fuerte viento se arremolinó en la habitación, apagando las velas. Algunas de las chicas soltaron un chillido y se apretaron las manos con más fuerza todavía. Sentí el viento en la nuca, como el contacto de unos dedos fríos y muertos. Me estremecí y me encogí, intentando protegerme de él. Oí que Savannah lloriqueaba y me di cuenta de que sentía lo mismo que yo. Seguramente esas chicas no se daban cuenta de muchas cosas, pero en ese momento cualquiera habría sido capaz de percibir una presencia en el cuarto, una presencia en absoluto amistosa.
Entonces supe que tenía que decir algo antes de que fuera demasiado tarde.
—¡Tenemos que detener esto! —grité—. Ha dejado de ser un juego.
—No puedes irte ahora, Beth. Lo echarás todo a perder. —Abby recorrió el cuarto con la mirada—. ¿Hay alguien aquí? —preguntó—. Haz una señal si puedes oírme.
Oí que Hallie ahogaba una exclamación y vi que la copa, bajo nuestros dedos, se deslizaba silenciosamente sobre el tablero de la güija. Se detuvo encima de la palabra «Sí». Noté que ahora Savannah tenía la palma de la mano completamente sudorosa.
—¿Quién está haciendo esto? —susurró Molly.
—¿Por qué has venido? —preguntó Abby—. ¿Tienes algún mensaje para alguna de nosotras?
La copa volvió a desplazarse por el tablero y respondió lo mismo:«Sí».
—¿Para quién es? —preguntó Abby—. Dinos a quién has venido a ver.
La copa se dirigió hasta la letra «A». Luego dibujó un elegante círculo y continuó de letra en letra formando unas palabras. Abby pareció confundida mientras formaba mentalmente el nombre.
—¿Annabel Lee? —dijo, extrañada—. Aquí no hay nadie con ese nombre.
Sentí como si una garra de hielo me aferrara el corazón. Ese nombre no debía de significar nada para ninguna de ellas, pero significaba mucho para mí. Todavía lo recordaba de pie, fuera de la clase, leyendo el poema con voz aterciopelada: «Hace largos, largos años / En un reino frente al mar / Vivía una hermosa doncella. / Llamadla así: Annabel Lee». También recordé la manera en que sus oscuros ojos se clavaron en los míos y la insoportable quemazón que sentí en lo más hondo. Esa misma sensación me inundaba ahora: noté que se me secaba la garganta y que me resultaba difícil respirar. ¿Era posible que fuera él? ¿Era posible que un juego tan inocente hubiera provocado algo tan monstruoso? No quería creerlo, pero al ver las expresiones de confusión a mi alrededor supe que no me equivocaba. Ese mensaje iba dirigido a mí, solamente a mí. Jake Thorn había regresado y se encontraba en esa misma habitación, con nosotras.
Mi reacción instintiva fue alejarme de inmediato, pero me resistí. La voluntad de proteger a las demás fue lo único que me lo impidió. Recé para que todavía tuviéramos tiempo de dar por terminada la sesión de la forma adecuada y devolver a ese demonio que habíamos invocado al lugar de donde había venido.
—Dinos qué es lo que quieres —dijo Abby tragando saliva y en un tono de voz mucho más grave que antes.
¿Qué hacía esa chica? ¿No se daba cuenta de hasta qué punto estábamos en peligro? Ya estaba casi preparada para encargarme de la situación y decirle a Abby que parara cuando el pomo de la puerta empezó a girar con fuerza. Vibraba y daba vueltas de un lado a otro, como si una fuerza invisible intentara salir por la puerta. Pero eso, por pura lógica, era imposible: la puerta no estaba cerrada con llave. Ese suceso fue demasiado para algunas de las chicas.
—Intentad mantener la calma —les aconsejé en un tono tan tranquilo como me fue posible.
Pero ya era demasiado tarde. Molly soltó las manos de sus dos compañeras y se apartó del círculo a cuatro patas. Al hacerlo dio un puntapié al tablero y este salió disparado por el suelo de madera; la copa de jerez voló por el aire y cayó a mi lado haciéndose añicos. En ese momento sentí que una corriente de aire fuerte y helado me golpeaba el pecho, y me quedé casi sin respiración. La puerta de la habitación se abrió de par en par chirriando sobre los goznes.
—¡Molly! —chilló Hallie al ver lo que acababa de suceder—. ¿Qué has hecho?
—No quiero seguir jugando —dijo Molly con voz entrecortada y llorando. Se abrazó el cuerpo con fuerza como si de esa manera pudiera mantener el calor—. Beth tenía razón, ha sido una idea estúpida y no deberíamos haberlo hecho.
Me puse en pie y busqué a tientas el interruptor de la luz, pero al recordar que la casa tenía la electricidad cortada se me hizo un nudo en el estómago.
—No pasa nada, Molly.
Le pasé un brazo por encima de los hombros y la abracé, intentando ocultar el pánico que me inundaba; alguien tenía que mantener la calma. Molly temblaba sin poder controlarse. Quise decirle que no era nada más que un juego tonto y que al cabo de un rato todas nos estaríamos riendo de lo que había pasado, pero en el fondo sabía que no se trataba de un pasatiempo inofensivo. Le froté los brazos y le dije lo más tranquilizador que se me ocurrió en esos momentos:
—Ahora bajaremos y haremos como si no hubiera pasado nada.
—No creo que sea tan fácil.
Abby habló con tono siniestro y en voz baja. Todavía estaba arrodillada en el suelo recogiendo los trozos de cristal de la copa y tenía la vista fija en el suelo.
—Para ya, Abby —dije, enojada—. Ya la has asustado bastante. Déjalo estar, ¿vale?
—No, Beth, no lo entiendes. —Abby levantó la mirada hasta mí y vi que su actitud condescendiente había desaparecido del todo. Sus ojos azules tenían ahora una expresión tan alarmada como los de Molly—. Acaba de romper el círculo.
—¿Y qué? —pregunté.
—Sea lo que sea lo que hemos invocado, estaba atrapado dentro del círculo —susurró Abby—. Hubiéramos podido hacerlo regresar. Pero ahora —continuó con voz temblorosa mientras miraba a su alrededor con intranquilidad—, Molly lo ha dejado libre.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
SAAANTOOOOSS Y CENTELLAAAASS!!!.. POR ESO NO ES BUENO JUGAR CON ESAS COOOSAAAASSSS!!!!
chelis
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
Presten atención a la imagen chicas. Verán porque!!
5
Carretera al infierno
Desde el rellano observé a mis amigas que, histéricas, bajaban atropelladamente las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Muy pronto correría la noticia de que se había aparecido un fantasma en la noche de Halloween. Aunque realmente nadie había visto nada, no me cabía ninguna duda de que la historia sería recreada de forma muy imaginativa varias veces antes de que la noche acabara.
De repente me sentí mareada y tuve que sujetarme a la barandilla para no caerme. Hasta el momento, lo que se suponía que tenía que ser una noche de diversión se había convertido en todo lo contrario. Yo ya había tenido bastante de esa fiesta: era hora de irse. Lo único que tenía que hacer era encontrar a Joe y pedirle que me llevara a casa. Cuando se me pasó el mareo me dirigí a la cocina, donde se estaba llevando a cabo una actividad mucho más inocente. Un grupo de chicas y chicos jugaban a pescar con la boca las manzanas de un barreño de estaño lleno de agua que habían encontrado en el granero y depositado en el centro de la habitación. En ese momento, una de las chicas estaba a cuatro patas jugando: inspiraba profundamente, aguantaba la respiración y sumergía el rostro en el agua. Los demás la alentaban con gritos de ánimo. Al fin, con el cabello mojado pegado al cuello y a los hombros, se sentó sobre los talones y miró triunfalmente a todos mientras sujetaba una rosada manzana entre los dientes. Entonces alguien me empujó hacia delante y me di cuenta de que me había unido inadvertidamente a la fila de espera.
—¡Es tu turno!
Me sentí rodeada por un hervidero de cuerpos calientes. Planté los pies en el suelo con fuerza, resistiéndome:
—No quiero jugar. Solo miraba.
—¡Venga! —insistieron—. Inténtalo.
Pensé que sería más fácil probar a pescar una manzana que resistirme a su entusiasmo. A pesar de que mi voz interior me incitaba a salir corriendo, a abandonar esa casa, me arrodillé delante del barreño, que me devolvió mi imagen distorsionada por las ondulaciones del agua. Apreté los ojos con fuerza e intenté sacarme de encima la sensación de peligro. Cuando los volví a abrir, lo que vi en el agua hizo que se me parara el corazón. Justo detrás del reflejo de mi cara vi un rostro demacrado y de esqueléticas facciones que se medio ocultaba bajo una capucha. Mostraba una mano retorcida, como una garra, con la que sujetaba algo. ¿Era una hoz? Alargó la otra mano hacia mí y pareció que sus dedos, sobrenaturalmente largos, se enrollaban alrededor de mi cuello como tentáculos. Aunque sabía que era imposible, esa figura me resultaba sobrecogedoramente familiar. Ya había visto antes ese ropaje negro en libros y pinturas, lo conocía de lo que había aprendido en casa e, incluso, de lo que había visto esa noche de Halloween: era una representación de la muerte… la figura de la Muerte. Pero ¿qué quería de mí? Yo no era mortal, así que debía de encontrarse allí por otro motivo. Debía de tratarse de un mal presagio. Pero ¿un presagio de qué? Me invadió el pánico y me abrí paso entre el círculo de chicos y chicas en dirección a la puerta trasera.
Cuando salí fuera todavía se oían las ahogadas protestas porque no había querido participar en el juego. Me apreté el pecho con fuerza sin hacerles caso, intentando tranquilizar mi corazón. El aire fresco me ayudaba un poco, pero no conseguía quitarme de encima la sensación de que esa fantasmagórica figura de la Muerte me había seguido y me acechaba, a la espera de encontrarme a solas y ahogarme con sus finísimos dedos.
—Beth, ¿qué haces aquí fuera? ¿Te encuentras bien?
Oí un sonido extraño y me di cuenta de que era yo misma quien lo emitía: mi respiración era entrecortada. Conocía esa voz, pero no era la de Joe, tal como hubiera deseado. Ben Carter bajó del porche, vino a mi lado, me sujetó por los hombros y me dio un par de sacudidas, como si me quisiera sacar de un trance. Ese contacto humano me hizo sentir un poco mejor.
—Beth, ¿qué ha pasado? Me ha parecido que te ahogabas…
El pelo, despeinado, le caía sobre los ojos marrones, que me observaban con una expresión de alarma. Yo me esforzaba por recuperar la respiración, sin éxito, y empecé a caer hacia delante. Si él no hubiera estado allí para sujetarme me habría desplomado al suelo. Ben creyó que yo misma me había provocado ese estado de sofoco.
—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó después de comprobar que no me estaba muriendo. Me miró con atención. Tras su expresión preocupada vi que otro pensamiento emergía—: ¿Has bebido?
Estaba a punto de negarlo con vehemencia, pero pensé que esa era, seguramente, la explicación más creíble que podía ofrecer de mi imprevisible comportamiento.
—Quizá —repuse, soltándome de él para ponerme en pie. Me aparté un poco y tuve que hacer un esfuerzo por reprimir las lágrimas—. Gracias por ayudarme —le dije precipitadamente—. Estoy bien, de verdad.
Mientras me alejaba de él, una única pregunta me atormentaba: ¿dónde estaba Joe? Algo iba mal, lo notaba. Todos mis instintos celestiales me decían que teníamos que irnos de allí. Inmediatamente.
En el patio delantero encontré un sauce llorón y fui a apoyarme en su tronco robusto. Todavía veía a Ben, que se había quedado de pie en el porche y me miraba con expresión confundida y preocupada. Pero en esos momentos no me podía permitir preocuparme por haberlo ofendido: tenía cosas más importantes en que pensar. ¿Era posible que pudiera estar ocurriendo de nuevo? ¿Era posible que los demonios hubieran regresado a Venus Cove? Sabía con seguridad que en ese lugar ya no quedaba nada maligno, porque Gabriel e Ivy se habían encargado de que así fuera. Jake había sido expulsado: yo misma lo había visto consumirse en medio de las llamas. No era posible que hubiera vuelto. Pero ¿por qué tenía todo el vello del cuerpo erizado? ¿Por qué me recorrían esos escalofríos de la cabeza a los pies, como si unos rayos eléctricos me atravesaran las venas?
Me sentía como si me estuvieran persiguiendo. Desde donde me encontraba, en el camino de grava, se veían perfectamente los campos de detrás de la casa y el denso bosque que había más allá de ellos. Se veía el espantapájaros del prado, con la cabeza caída sobre el pecho. Deseé que Joe estuviera, en esos momentos, regresando del lago. Sabía que tan pronto como lo viera todo mi miedo desaparecería, como el reflujo de la marea. Cuando estábamos juntos éramos fuertes, podíamos protegernos el uno al otro. Necesitaba encontrarlo.
Justo en ese momento una ráfaga de viento agitó la hierba seca a mi alrededor. Los ropajes del espantapájaros empezaron a aletear con fuerza y la cabeza se le levantó: sus ojos negros me miraron fijamente. El corazón me dio un vuelco y solté un chillido agudo. Di media vuelta y corrí de regreso a la casa.
No había recorrido un gran trecho cuando me tropecé con alguien.
—Uau, cálmate —dijo un chico saltando a un lado para esquivarme—. ¿Qué sucede? Pareces un poco alterada.
Arrastraba demasiado las palabras al hablar para ser un demonio. Al levantar la cabeza comprobé que tampoco tenía el aspecto de serlo: además de que no llevaba disfraz, me pareció que lo conocía de algo. Por fin me di cuenta de que se trataba de Ryan Robertson, el antiguo novio de Molly del colegio; eso hizo que me bajara un poco el pánico. Se encontraba con un grupo de gente que acababa de salir al porche y entre los dedos sujetaba un cigarrillo a medio consumir. Los demás me miraron con un desinterés indolente. Un aroma penetrante y amargo, extrañamente acre, que no conseguía identificar, llenaba el aire.
Me llevé una mano a la mejilla, que me hervía, agradeciendo el aire frío de la noche en la piel.
—Estoy bien —dije, esforzándome por que mi tono resultara convincente. Lo último que deseaba era provocar una alarma innecesaria solo por mi recelo.
—Me alegro. —Ryan entrecerró los ojos con expresión soñadora—. No quisiera que no estuvieras bien, no sé si me entiendes.
Fruncí el ceño con desconfianza, no me parecía que sus palabras fueran coherentes. ¿O era cosa mía? ¿Me estaba volviendocompletamente loca, o la culpa la tenía esa estrafalaria fiesta?
En ese momento la puerta del porche se cerró con un golpe seco y di un respingo. Molly apareció en el porche.
—¡Beth, estás ahí! —Pareció aliviada al verme y bajó los escalones de un salto—. ¡Qué manera de asustarme! No sabía dónde estabas. —Miró a Ryan y a los demás con aire desdeñoso—. ¿Qué estás haciendo con estos?
—Ryan me estaba ayudando —farfullé.
—Soy una persona muy servicial —declaró Ryan, indignado.
Molly vio el cigarrillo liado a mano que sujetaba entre los dedos.
—¿Estás colocado? —le preguntó dándole un golpe en el hombro.
—Colocado, no —aclaró Ryan—. Creo que la palabra es «intoxicado».
—¡Qué pringado eres! —espetó Molly—. Se supone que me tienes que acompañar a casa con el coche. No pienso pasar la noche en este lugar de mala muerte.
—Para de lloriquear. Conduzco mejor si estoy colocado —dijo Ryan—. Se me agudizan los sentidos. Por cierto, creo que necesito un cubo…
—Si vas a vomitar, no lo hagas a mi lado —repuso Molly, cortante.
—Creo que tendríamos que dar la fiesta por acabada —le dije a mi amiga—. ¿Me ayudas a buscar a Joe?
Mi sugerencia suscitó una ola de protestas por parte de Ryan y sus amigos.
—Claro —respondió Molly poniendo los ojos en blanco—. No creo que esta noche pueda ser más extraña ya.
Justo empezábamos a dirigirnos hacia el interior de la casa en busca de Joe cuando el chirrido de una motocicleta al derrapar sobre la hierba nos hizo girar la cabeza: todos percibimos cierta urgencia en el frenazo con que se detuvo, despidiendo la grava del suelo por los aires. Molly se cubrió los ojos para protegerse de la potente luz del faro delantero. El motorista saltó al suelo con agilidad y sin apagar el motor. Iba vestido de manera informal, con una chaqueta de aviador de cueroy una gorra de béisbol puesta del revés. Inmediatamente reconocí el cuerpo alto y musculoso de Wesley Cowan. Joe y yo pasábamos cada viernes por la tarde por delante de su casa cuando regresábamos de la escuela, y siempre lo encontrábamos en el patio limpiando el viejo Merc de su padre para tenerlo a punto para el fin de semana de fiesta que le esperaba. Jugaba a waterpolo con Joe, y yo sabía que era uno de sus mejores amigos. Al igual que mi novio, Wes era uno de los chicos que menos se dejaban impresionar. Había pocas cosas que consiguieran alterar su actitud confiada. Resultaba sorprendente verlo en esos momentos, con la camisa sucia y una expresión preocupada en el rostro.
Molly lo sujetó del brazo con un gesto automático.
—Wes, ¿qué sucede?
Le costaba respirar y tuvo que esforzarse por pronunciar las palabras.
—Ha habido un accidente en el lago —jadeó—. ¡Que alguien llame al 911!
Ryan y sus amigos recuperaron la sobriedad al instante y todos sacaron los teléfonos móviles de sus bolsillos.
—No tengo línea —anunció Ryan después de unos minutos de intentar llamar. Agitó el teléfono, frustrado, y maldijo en voz baja—. No debe de haber cobertura.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Molly.
Antes de hablar, Wesley me dirigió una extraña mirada: era casi como si implorara, como si me pidiera perdón.
—Le provocamos para que se tirara en picado desde uno de los árboles, pero había unas rocas bajo el agua. Se ha dado un golpe en la cabeza y no recupera el sentido.
Mientras hablaba no apartaba los ojos de mí ni un momento. ¿Por qué me miraba solamente a mí? Yo permanecí en silencio, pero un terror frío empezó a atenazarme como una garra de dedos largos y helados. No hablaba de Joe. No podía tratarse de Joe. Joe era el chico responsable que había venido a la fiesta para vigilar a los demás. Lo más seguro era que mi novio, en esos momentos, estuviera empleando sus conocimientos de primeros auxilios en espera de que llegara una ambulancia. Pero sabía que mi corazón no dejaría de martillear con fuerza hasta que pudiera comprobarlo con mis propios ojos. Por fin, alguien hizo la pregunta que yo no me atrevía a formular:
—¿Quién se ha hecho daño?
Wesley se mostraba destrozado por el sentimiento de culpa y dudó una fracción de segundo más de la cuenta, así que supe la respuesta antes de que pronunciara una palabra.
—Jonas.
Lo dijo en un tono vacío, desprovisto de cualquier emoción, pero de eso no me di cuenta hasta mucho después cuando repasé la escena mentalmente. En ese momento lo único que noté fue que las piernas me fallaban. Mi peor miedo —mucho peor que cualquier cosa que pudiera sucederme a mí— era que Joe sufriera algún daño. Y ahora acababa de ocurrir. Por un momento ese hecho me desbordó y tuve que apoyarme en Ryan, que intentó sujetarme a pesar de que le había hecho perder el equilibrio. Así que esa era la consecuencia de que Joe y yo decidiéramos pasar un tiempo separados. No podía creerme que el destino fuera tan cruel. Esa había sido la única noche en que nuestros caminos se habían distanciado, y él estaba inconsciente. Wes se llevó las manos a la cabeza y gimió.
—Chicos, estamos totalmente jodidos.
—¿Iba pasado? —preguntó Ryan.
—Claro que sí —dijo Wes—. Todos lo íbamos.
Durante todo el tiempo que hacía que Joe y yo llevábamos juntos, él nunca había bebido más de dos cervezas. Tampoco lo había visto tocar ningún destilado ni una sola vez: pensaba que hacerlo era un acto de irresponsabilidad. Por lo tanto, no era capaz de imaginármelo borracho ni mostrando una actitud imprudente, no me cuadraba.
—No —protesté, paralizada—. Joseph no bebe.
—¿Que no? Bueno, siempre hay una primera vez.
—¡Cierra la boca y llama a una ambulancia! —gritó Molly. Noté que me pasaba el brazo por encima de los hombros y sentí el roce de sus rizos caoba sobre mi mejilla mientras murmuraba a mi oído—: No pasa nada, Bethie, seguro que se pondrá bien.
Wesley nos observaba. Su pánico parecía haber dado paso a un perverso deleite ante mi angustia. Los demás se habían juntado y todo el mundo quería dar su opinión sobre lo que debía hacerse en ese momento. Sus conversaciones me llegaban como un vocerío sin sentido.
—¿Ha sido un golpe muy fuerte? ¿Deberíamos llevarlo a un médico?
—Como llamemos al 911 estamos jodidos.
—Ah, claro, excelente idea —repuso alguien con sarcasmo—. Entonces esperemos a ver si recupera el sentido por sí mismo.
—¿Ha sido muy grave, Wes?
—No estoy seguro. —Wesley se mostraba derrotado—. Se ha hecho un corte en la cabeza. Le ha salido bastante sangre…
—Mierda. Tenemos que pedir ayuda.
Pensar en Joe tumbado en el suelo y rodeado de sangre me hizo poner en acción.
—¡Llevadme con él! —Me precipité atropelladamente hacia donde se encontraba Wesley—. ¡Que alguien me guíe hasta el lago!
Molly se puso a mi lado de inmediato y me sujetó por los hombros con una actitud tranquilizadora y, a la vez, autoritaria.
—Cálmate, Beth —dijo—. ¿Alguien la puede llevar en coche?
—No seas estúpida, Molly. El lago está en el bosque —dijo Ben—. No se puede ir en coche. Que alguien vaya a la ciudad y llame a una maldita ambulancia.
No podía continuar perdiendo el tiempo con esas deliberaciones simplistas mientras Joe estaba herido y sabiendo que mis poderes de curación podían ayudarlo.
—Voy para allá —anuncié al tiempo que arrancaba a correr.
—¡Espera! Yo puedo llevarte. —Wes, de repente, volvía a mostrar preocupación—. Iremos más deprisa que si corres a oscuras —añadió abatido, como si supiera que llevarme hasta Joe no lo ayudaría a sentirse menos culpable del accidente.
—No —intervino Molly, protectora—. Deberías quedarte aquí mientras vamos a buscar a un médico.
—¿Y si llamamos a su padre? —sugirió alguien—. Es cirujano, ¿no?
—Buena idea. Busquemos su número de teléfono.
—El señor Jonas es un tío guay, no nos delatará.
—Pero ¿cómo vais a hablar con él si no hay cobertura? —Ben parecía exasperado—. ¿Por telepatía?
Yo me esforzaba por impedir que las alas se me desplegaran y volar hasta Joe. Se trataba de una reacción natural de mi cuerpo y no estaba segura de poder reprimirla durante mucho rato más. Miré a Wesley con impaciencia.
—¿A qué estamos esperando?
Por toda respuesta, montó en la moto y me ofreció el brazo para que pudiera sujetarme al subir. La motocicleta brillaba a la luz de la luna como si fuera un insecto extraterrestre.
—Eh, ¿y el casco? —preguntó Ben con aspereza mientras Wes ponía el motor en marcha.
Yo sabía que le molestaba la despreocupada temeridad de los deportistas del colegio, pero su rostro también mostraba preocupación por mí, dado el cuestionable sentido de la responsabilidad que tenía Wesley. Entendía que Ben solo se estaba mostrando protector conmigo pero en ese momento yo tenía un único objetivo, y era llegar hasta donde se encontraba Joe.
—No hay tiempo. —Wes fue cortante. Me agarró los dos brazos y me los colocó alrededor de su cintura—. Sujétate fuerte —ordenó—. Y no te sueltes en ningún momento.
Dimos unas cuantas vueltas sobre el mismo eje antes de lanzarnos por el camino en dirección a la oscuridad de la carretera.
—¿El lago no está en la otra dirección? —grité con fuerza para hacerme oír por encima del rugido del motor.
—Un atajo —gritó Wes.
Intenté concentrarme en Joe para ver si podía detectar el estado de sus heridas, pero me quedé en blanco. Me sorprendió, pues normalmente era capaz de percibir su estado de ánimo antes incluso que él mismo. Gabriel me había dicho que, en caso de que él tuviera algún problema, yo lo percibiría de inmediato. Pero esta vez no lo conseguía. ¿Era debido a que me había puesto demasiado tensa por nuestra ridícula sesión de espiritismo?
Wes acababa de enfilar la carretera y empezaba a aumentar la velocidad cuando oí una voz detrás de nosotros que me llamaba por mi nombre. A pesar del estruendo del motor supe que se trataba de la voz más querida para mí, la que había esperado oír durante toda la noche, y me sentí revivir. Wes frenó en seco y la moto dio media vuelta derrapando hasta detenerse. Joe estaba de pie, iluminado por la luz de la luna, a un lado de la carretera. Sentí un instantáneo alivio en el corazón: parecía completamente sano.
—¿Beth?
Pronunció mi nombre con cautela. Se encontraba a unos metros de nosotros y yo estaba tan emocionada de verlo sin ninguna herida que ni siquiera se me ocurrió pensar que algo fallaba. No me paré a pensar por qué Joe parecía tan sorprendido al vernos.
—¿Adónde vais, chicos? —preguntó—. Wes, ¿de dónde diablos has sacado esa moto?
—¡Joe! —grité, aliviada—. ¡Gracias a Dios que has recuperado la conciencia! ¿Cómo tienes la cabeza? Todo el mundo está muy preocupado. Tenemos que regresar para decirles que estás bien.
—¿La cabeza? —se extrañó, la consternación de su rostro más marcada ahora—. ¿De qué estás hablando?
—¡Del accidente! Quizá tengas una conmoción cerebral. Wes, déjame bajar de aquí.
—Beth, estoy bien. —Joe se rascó la cabeza—. No me ha pasado nada.
—Pero yo creía que… —empecé a decir, pero me callé de repente.
Joe no solo parecía estar bien, sino que en su cuerpo no había ninguna señal de que hubiera sufrido un accidente. Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando nos habíamos separado: llevaba puestos los tejanos y una camiseta negra ajustada. Noté que adoptaba una actitud defensiva. Sus ojos cafes como el ambar se oscurecieron, como si acabara de comprender algo.
—Beth —dijo, despacio—. Quiero que bajes de esa moto.
—¿Wes? —Le di unos golpecitos en el hombro.
En ese momento me di cuenta de que él no había pronunciado ni una palabra durante mi conversación con Joe. La moto todavía vibraba, pero la persona que se encontraba delante de mí permanecía inmóvil con la mirada fija hacia delante.
Joe quiso avanzar un paso, pero algo se lo impedía.
—Beth, ¿me oyes? Baja ahora mismo. —Joe se esforzaba por hablar con calma, pero no me pasó desapercibido que su voz tenía un sordo tono de urgencia.
Planté con determinación los dos pies en el suelo para apaciguar a Joe, pero cuando quise apartar los brazos de la cintura de Wes, este dio un acelerón y la moto salió disparada hacia atrás. Tuve que sujetarme a él incluso con mayor fuerza para no caerme al suelo.
Hasta ese momento creía que todo eso no estaba siendo más que una complicada broma de Wes que para Joe no resultaba en absoluto divertida. Entonces este se pasó las manos por la cabeza con gesto de impotencia y arrugó la frente, angustiado. En sus ojos percibí una expresión que no había vuelto a ver desde esa funesta noche en el cementerio, cuando presenció, indefenso, mi captura. Ahora me miraba de la misma forma, como quien busca desesperadamente una salida a pesar de saber que se encuentra acorralado. Era como si se enfrentara a una serpiente venenosa que pudiera atacar en cualquier momento, como si cualquier movimiento en falso pudiera ser fatal. Wes dio varias vueltas con la moto sin motivo aparente, disfrutando de la angustia que provocaba. Joe soltó un grito e intentó correr hacia delante, pero una barrera invisible se lo impedía; apretó la mandíbula y se lanzó contra esa barrera, pero no sirvió de nada. La moto continuaba dando vueltas en todas direcciones.
—¿Qué está pasando? —grité cuando la moto por fin se detuvo en medio de una nube de polvo—. Joe, ¿qué pasa?
Ahora estábamos más cerca de Joe y vi que sus ojos expresaban un dolor profundo, además de rabia y una intensa frustración por no poder ayudarme. En ese momento supe que me encontraba ante un verdadero peligro. Quizá los dos estábamos en peligro.
—Beth… ese no es Wes.
Esas palabras me provocaron un escalofrío en lo más profundo del cuerpo y un sentimiento de derrota me invadió. Intenté soltarme de Wes para saltar de la moto, pero no podía mover los brazos. Parecían sujetos por una fuerza invisible.
—¡Para! ¡Déjame bajar! —supliqué.
—Demasiado tarde —contestó Wes, pero ya no era Wes.
Ahora su voz era suave y fina, y hablaba con un acento pulido, perfecto. Hubiera reconocido esa voz en cualquier parte: hacía mucho tiempo que me perseguía en mis pesadillas. Noté que el cuerpo que abrazaba se transformaba bajo mi tacto. El pecho ancho y bien definido, los brazos musculosos, se estilizaron y perdieron su calor. Las anchas manos de Wesley se adelgazaron y adoptaron un color blanquecino. La gorra de béisbol salió volando y descubrió unos mechones de pelo negro y brillante que revolotearon al viento. Por primera vez giró la cabeza para mirarme de frente. Verlo tan de cerca hizo que se me revolviera el estómago. El rostro de Jake no había cambiado en absoluto. El cabello oscuro que le caía hasta los hombros contrastaba con la palidez de su rostro. Reconocí esa nariz grande y ligeramente curvada en la punta, y esos marcados pómulos, como tallados en piedra, que Molly una vez comparó con los de un modelo de Calvin Klein. Sus pálidos labios dibujaron una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes pequeños y blancos. Solo los ojos eran distintos: parecían vibrar con una energía oscura y ya no eran verdes ni negros, sino que habían adoptado una apagada tonalidad rojiza. Igual que el color de la sangre seca.
—¡NO! —gritó Joe con una mueca de desesperación. Pero su voz se perdió en la carretera, ahogada por el viento—. ¡APÁRTATE DE ELLA!
Lo que sucedió después fue confuso. Sabía que Joe había sido liberado de alguna forma porque lo vi correr a toda velocidad hacia mí. Noté mis brazos libres y quise saltar de la motocicleta, pero un fuerte dolor en la cabeza hizo que me diera cuenta de que Jake me sujetaba por el pelo. Conducía con una sola mano. Hice caso omiso del dolor y me debatí contra él para soltarme, pero mis esfuerzos no sirvieron de nada.
—Te tengo —susurró. Era el susurro de un depredador satisfecho.
Jake dio gas y oí que el motor cobraba vida, como una fiera enrabiada. La motocicleta dio una sacudida y arrancó hacia delante.
—¡Joe! —grité justo cuando llegaba hasta nosotros.
Ambos alargamos el brazo al mismo tiempo y nuestros dedos estuvieron a punto de tocarse, pero Jake hizo virar la moto violentamente y el vehículo golpeó a Joe en un costado. El golpe seco del impacto fue perfectamente audible. Chillé al ver que Joe salía despedido hacia atrás y rodaba a un lado de la carretera, inerte. A partir de ese momento no conseguí verlo otra vez. La moto lo dejó atrás a toda velocidad y él quedó envuelto en una nube de polvo. Con el rabillo del ojo entreví que un grupo de gente empezaba a subir por la carretera, alertados por el escándalo. Yo sentía un peso tan grande en el pecho que me resultaba difícil respirar. Recé para que encontraran a Joe a tiempo y pudieran ayudarlo.
La motocicleta avanzó vertiginosamente por la carretera desierta que se retorcía delante de nosotros como una serpiente. Jake conducía a tal velocidad que cada vez que tomábamos una curva nuestros cuerpos quedaban casi paralelos al suelo. Todas las células de mi cuerpo se desesperaban por regresar al lado de Joe, mi único amor, la luz de mi vida. La imagen de su cuerpo inerte al lado de la carretera me constreñía el pecho con tanta fuerza que no conseguía respirar. El dolor que sentía era tan intenso que no me importaba dónde pudiera llevarme Jake, ni qué horrores pudieran estarme esperando. Solamente necesitaba saber que Joe estaba bien, que no continuaba tumbado sin vida en el suelo. Procuré no pensar en lo peor, aunque la palabra«muerto» me resonaba en la cabeza, clara como el tañido de una campana. Tardé unos momentos en darme cuenta de que estaba llorando: unos profundos sollozos sacudían mi cuerpo y unas lágrimas hirvientes me cruzaban el rostro.
No podía hacer nada más que apelar al Creador, rezarle, suplicarle, pactar con él: lo que fuera con tal de que protegiera a Joe. No podía soportar que lo arrancaran de mi lado de esa manera. Yo era capaz de soportar la confusión emocional, de aguantar la tortura física más intensa. Podía resistir el Armagedón y el fuego santo arrasando la tierra, pero no podía hacerlo sin él. Entonces se me ocurrió una idea extraña: si Jake había matado a Joe, tendría que pagar por ello. No me importaba que las leyes divinas lo prohibieran: yo buscaría vengarme de mi pérdida. Estaba dispuesta a perdonar cualquier delito excepto ese crimen y, que Dios me ayudara, Jake recibiría su merecido. Deseé magullar y destrozar ese cuerpo que tenía delante, castigarlo por volver a contaminar mi vida con su oscura presencia. Me sentía infectada solo por estar cerca de él. Pensé en inclinarme a un lado para hacer volcar la motocicleta. Sabía que a la velocidad que íbamos probablemente acabaríamos ambos heridos sobre el asfalto, pero estaba desesperada.
Antes de que mis pensamientos continuaran por esa descontrolada senda, sucedió algo que no hubiera podido imaginar ni siquiera en la más retorcida de las pesadillas. Debería haberme sentido aterrorizada, la mera idea de ello debería haberme hecho perder la conciencia. Era algo tan difícil de imaginar que no sentí nada excepto una sensación de asco que nacía en el núcleo de mi ser y se extendía por todo mi cuerpo como un veneno. La carretera desafiaba la gravedad y, de repente, se elevaba por delante de nosotros. Una grieta profunda se abrió en el centro. La carretera se abría y la grieta se ensanchaba como una cavernosa boca hambrienta que fuera a tragarnos. El viento que me azotaba la cara se hizo más caliente y una nube de vaho se levantó desde el asfalto roto. El vacío profundo que emanaba del suelo me hizo saber inmediatamente de qué se trataba: nos dirigíamos directamente a una entrada al Infierno.
Entonces caímos en ella.
Solté un grito al notar que la moto se quedaba suspendida en el aire un instante. Jake apagó el motor y nos sumergimos silenciosamente en el vacío. Miré hacia arriba y vi que la abertura se cerraba sobre nuestras cabezas ocultando la luna, los árboles, las cigarras y la tierra que yo tanto amaba.
No tenía ni idea de cuánto tiempo pasaría hasta que volviera a verla otra vez. La última cosa que supe fue que caíamos y que el eco de mis gritos nos envolvió hasta que la oscuridad nos consumió.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
6
Bienvenida a mi mundo
Miré a mi alrededor, aterrorizada y temblando bajo mi delgado vestido de satén. No recordaba en absoluto cómo había llegado hasta allí. Tenía el cabello empapado de sudor y las mullidas alitas del disfraz habían desaparecido. Supuse que se me habrían caído durante la turbulenta carrera en la moto.
Nada en ese lugar me resultaba remotamente familiar. Me encontraba sola en un oscuro callejón de adoquines. Unos hilos de niebla se arremolinaban a mis pies y el ambiente estaba imbuido de un olor penetrante y extraño. Olía a algo podrido, como si el mismo aire estuviera muerto. Me pareció que me encontraba en una parte abandonada de alguna ciudad, porque se veía el turbio perfil de unos rascacielos y chapiteles a lo lejos. Pero no parecían reales, eran como los edificios de alguna fotografía desvaída y antigua, borrosos y sin ningún detalle. A mi alrededor solamente había unas paredes de ladrillo llenas de groseros grafitis. El cemento se había desprendido en algunos puntos y muchos de los agujeros habían sido tapados con papeles de periódico. Oí (o me pareció oír) el correteo de ratas detrás de ellas. Había contenedores repletos desperdigados por todas partes y los muros a ambos lados del callejón no tenían ninguna abertura excepto en dos casos: dos ventanas que habían sido tapiadas con tablones de madera. Levanté la cabeza y no vi el cielo, solamente una inquietante extensión de oscuridad, pálida en algunas partes y densa como el alquitrán en otras. Era una oscuridad que parecía respirar como un ser vivo, mucho más que la simple ausencia de luz.
Una farola antigua que emitía un resplandor lechoso me permitió distinguir una motocicleta negra que se encontraba solamente a unos metros de mí. No se veía al motorista por ninguna parte. Al verla, todo a mi alrededor empezó a darme vueltas y tuve que hacer un esfuerzo por concentrarme en la situación en que me encontraba. Quería comprender qué había sucedido, pero la memoria me fallaba. Recordaba retazos de imágenes que no formaban ninguna secuencia coherente: una casa desvencijada al lado de una carretera, una sonriente calavera de calabaza iluminada por dentro, las risas y las bromas de unos adolescentes, el áspero rugido de un motor y alguien que me llamaba por mi nombre. Pero eran como las imágenes de un rompecabezas que se empieza a recomponer. Era como si mi propia mente me prohibiera tener acceso a unos recuerdos que me resultarían imposibles de soportar. Solamente podía darles caza en unos fragmentos que no significaban nada. De repente, una vívida imagen pareció cruzar la barrera de la memoria y no pude reprimir un grito ahogado: me encontraba de nuevo arriba, paralizada por el miedo, mientras una moto conducida por un chico de cabello negro se precipitaba temerariamente a través de una grieta abierta del suelo. ¿Cómo era eso posible?
Me pareció que llevaba mucho tiempo en ese callejón desierto, aunque no hubiera podido decir cuánto. Mis pensamientos eran lentos y espesos, me resultaba arduo navegar entre ellos. Me apreté las sienes y se me escapó un gemido. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado, notaba las consecuencias incluso físicamente: las piernas me temblaban como si acabara de correr una maratón.
—Hacen falta un par de días para acostumbrarse —oí que decía una voz dulzona.
Jake Thorn apareció por entre las sombras y vino a mi lado. Me hablaba con familiaridad, como si él y yo nos conociéramos tanto que toda formalidad fuera superflua. Su repentina presencia me puso alerta.
—Mientras tanto, es posible que notes cierta desorientación y la garganta seca —añadió.
Su actitud despreocupada resultaba asombrosa. A pesar de mi confusión, deseé gritarle; lo habría hecho si no hubiera sentido la garganta tan reseca.
—¿Qué has hecho? —conseguí decir con voz ronca—. ¿Dónde estoy?
—No tienes por qué alarmarte —contestó.
Pensé que intentaba mostrarse tranquilizador sin conseguirlo y que por eso su tono resultaba condescendiente. Lo miré sin hacer ningún esfuerzo por ocultar mi escepticismo.
—Relájate, Beth, no corres ningún peligro.
—¿Qué hago aquí, Jake? —fue más una orden que una pregunta.
—¿Es que no es evidente? Eres mi invitada, Beth, y voy a encargarme de todo para que tu estancia aquí sea placentera.
Su mirada tenía una expresión inesperadamente ansiosa, y por un momento no supe qué contestar. Lo miré con los ojos muy abiertos.
—No te preocupes, Beth. Este lugar puede ser muy divertido si estás con las personas adecuadas.
Casi como confirmando esa afirmación, la tierra empezó a vibrar bajo nuestros pies y una canción que recordaba del verano anterior resonó en las paredes. Parecía venir de detrás de unas sólidas puertas de acero que había al final del callejón. Tenían el aspecto de ser la entrada a una prisión de máxima seguridad. Pero no se trataba de una cárcel: un cartel de neón que parpadeaba sobre las puertas indicaba que era una especie de local llamado ORGULLO. La palabra se desplazaba a lo largo de la fachada por encima de unas plumas de pavo real.
—Orgullo es uno de nuestros clubs más populares —explicó Jake—. Y es la única manera de entrar. ¿Vamos?
Con un ademán cortés me indicó que caminara delante de él, pero mis piernas parecían haber echado raíces en el suelo y se negaban a cooperar. Jake tuvo que tomarme del brazo y llevarme hasta allí.
La niebla se despejó y un hombre y una mujer aparecieron, de pie, delante de las puertas. La mujer era pálida y delgada como un insecto, vestía solamente unos pantalones cortos negros con lentejuelas y un sujetador de piel, y calzaba unos zapatos que tenían la plataforma más grande que yo había visto nunca. Unas finas cadenitas plateadas y colgadas de unos ganchitos plateados en el sujetador le llegaban hasta el ombligo formando una cortina que le cubría el torso. Llevaba el pelo rubio platino, muy corto. Entre los labios sujetaba un cigarrillo. Me sorprendió ver que el aspecto del hombre era incluso más elaborado que el de su compañera: en los ojos se había dibujado una raya que los destacaba con fuerza, llevaba las uñas pintadas de color negro, se cubría el pecho desnudo con un chaleco de cuero y los pantalones, de cuadros, se le estrechaban en los tobillos. Llevaba piercings en todas las partes del cuerpo que quedaban a la vista. La mujer se pasó la lengua, que lucía una bolita plateada, por los labios con expresión lasciva. Sus ojos recorrieron mi cuerpo con una mirada hambrienta.
—Vaya, vaya —susurró cuando nos acercamos a la entrada—. Mira lo que ha cazado el gatito. Si es una muñequita reluciente.
—Buenas noches, Larissa… Elliott.
El saludo de Jake fue recibido con una inclinación de cabeza de ambos. El hombre sonrió y miró a Jake con aprobación.
—Parece que alguien se ha llevado algo que no le pertenece. Jake esbozó una sonrisa satisfecha.
—Ah, sí que me pertenece.
—Bueno, está claro que ahora sí.
La chica soltó una carcajada grave y gutural. Se había pintado los ojos con una línea que se curvaba hacia arriba y le confería una expresión felina en la mirada.
Esa manera de hablar de mí como si yo no estuviera presente me resultó inquietante. Me hacía sentir como si fuera una especie de trofeo. Si no me hubiera sentido tan desorientada, me habría quejado. Pero solamente fui capaz de preguntar una cosa, y lo hice con una voz que me sonó infantil y desamparada: —¿Quiénes sois?
El chico chasqueó la lengua con desaprobación.
—Es evidente que no sale mucho.
—¡Eso no es asunto tuyo! —repliqué.
Los dos estallaron en carcajadas.
—Además es divertida —comentó la mujer. Ambos bajaron la cabeza hacia mí y me estudiaron con una concentración enervante—. ¿Qué más sabe hacer?
—Oh, lo típico —contesté, cortante y enojada—: volteretas hacia atrás, lanzamiento de cuchillo, ese tipo de cosas.
Jake suspiró, repentinamente aburrido.
—¿Podemos pasar a otra cosa, por favor?
La mujer asintió con un encogimiento de hombros y se agachó un poco para mirarme directamente a los ojos:
—¿Quieres saber quiénes somos, muñequita? —preguntó—. Somos los perros de la puerta.
—¿Disculpa? —Me había quedado perpleja.
—Vigilamos las puertas. Nadie puede entrar ni salir sin nuestro visto bueno.
—Pero como sois unos VIP —el hombre hizo un ademán hacia ambos lados de su cuerpo—, podéis entrar directamente, ¿o debería decir «bajar»?
—¿Y si no quiero hacerlo? —repuse, desafiante.
El hombre arqueó una ceja con expresión burlona e hizo un gesto con la mano indicando el callejón.
—Cariño, ¿es que ves algún otro sitio adónde ir?
Tuve que admitir que tenía razón. En el callejón no había nada más que una negrura opresiva y mareante capaz de devorar a cualquiera. Solamente había una puerta, una dirección que tomar. Aunque la sola idea de atravesarla me intranquilizaba, sabía que no podía ser tan peligroso como caminar por esa oscuridad a solas. No sabía quién o qué podía encontrar por allí. Todavía no sabía dónde me encontraba. Sentí el aliento caliente de Jake en la oreja.
—No pasa nada —murmuró—. Yo te protejo.
Me resultaba extraña la manera en que todos ellos esperaban que tomase una decisión. Como si de verdad tuviera alternativa.
Hinché el pecho y di un paso hacia delante con fingido atrevimiento.
La mujer sonrió ampliamente mostrando todos sus dientes. Me tomó la muñeca y me hizo girar el brazo hacia arriba. Su contacto era frío, como el de una garra, pero mantuve la calma. Me sujetó la muñeca hacia arriba mientras Elliott apretaba algo en la parte interna de mi brazo. Creí que me iba a doler, pero me di cuenta de que solamente me había hecho una marca con tinta en la piel. Era el sello de admisión al local, un dibujo de un rostro sonriente.
La chica apretó un botón y las pesadas puertas se abrieron. Jake me cedió el paso hacia un enorme vestíbulo enmoquetado del cual partían un sinfín de retorcidos tramos de escaleras que se perdían en todas direcciones, como en un laberinto. No tuve tiempo de inspeccionarlo más a fondo, pues Jake me empujó rápidamente hacia la escalera central. A medida que descendíamos bajo el suelo, el volumen de la música se iba haciendo más fuerte. Al final era tan sobrecogedor que eché un vistazo hacia atrás, en dirección a las puertas abiertas. La chica pareció leerme la mente.
—Demasiado tarde para cambiar de opinión, cariño —dijo—. Bienvenida a nuestro mundo.
Y cerró las puertas a nuestras espaldas.
Continué bajando las estrechas escaleras detrás de Jake hasta que llegamos a una gran pista de baile en la cual se apiñaban multitud de cuerpos. Los puños se elevaban en el aire y las cabezas se agitaban siguiendo el ritmo de la música. El suelo de la pista era un ajedrez de luces que se encendían y se apagaban. Me sorprendió ver que había personas de todas las edades: los miembros delgados y cubiertos con vestimentas de cuero de los mayores suponían un potente contraste al lado de la descubierta piel de los jóvenes. Y mi asombro aumentó al ver que allí también había niños: les habían asignado la tarea de limpiar las mesas y servir las bebidas. Lo único que tenían todos en común —tanto los jóvenes como los viejos— era la expresión vacía del rostro. Parecía que su presencia fuera solo física y que una parte vital de ellos hubiera sido borrada. Semejaban sonámbulos sometidos a ese baile mecánico que solo interrumpían para tomar otro trago de alcohol. Ocasionalmente, bajo esas caras como máscaras, advertí unos ojos inquietos o un tic nervioso, como si algo nefasto estuviera a punto de suceder. La música que sonaba era una pieza hecha con ordenador que únicamente decía una frase: «Estoy en Miami, zorra». El suelo de cemento pulido se iluminaba bajo el parpadeo de las luces y formaba sombras sobre los cuerpos que no dejaban de moverse siguiendo el tiempo de la música. La mezcla del olor a tabaco, alcohol y perfume era abrumadora.
Yo nunca había entrado en un club, así que no podía compararlo con nada, pero este me parecía surrealista. El techo se encendía en una miríada de pequeñas luces y las paredes estaban tapizadas de terciopelo rojo: parecían sofás puestos en vertical. Por todo el perímetro de la sala había unos cubos blancos que servían como mesas, además de unos asientos bajos de terciopelo que se veían ajados por el uso. Unas lámparas de forma cónica resplandecían encima de las mesas, y la barra, que se curvaba a lo largo de uno de los laterales del club, reproducía la forma de la lava derramada. Allí, sentados en unos altos taburetes, unos impávidos guardas de seguridad vestidos con trajes negros sujetaban sus bebidas. Tras la barra, una mujer muy atractiva manejaba vasos y lanzaba botellas con una habilidad propia de una artista de circo. Una melena de rizados mechones que despedían destellos dorados le enmarcaba el rostro. Llevaba un vestido de color rojo muy ceñido y confeccionado como si un vendaje de ropa le rodeara el cuerpo, y unas tiras de tela dorada se le enroscaban en los brazos. Nos miró con gesto distraído y ni siquiera cuando alguien le pidió una copa cambió de actitud.
Jake y yo avanzamos lentamente por entre la masa de cuerpos en dirección a la barra. La gente se apartaba poco a poco para dejarnos paso. Sin dejar de bailar, sus ojos seguían todos nuestros movimientos. Incluso alguien alargó la mano para tocarme. Jake emitió un siseo amenazador y le lanzó una mirada asesina, y la curiosidad del mirón se desvaneció al instante. Al llegar a la barra, Jake saludó a la camarera con un formal gesto de cabeza y ella se lo devolvió con expresión de inseguridad.
—¿Qué querrás tomar? —me preguntó Jake. El volumen de la música le obligó a gritar para hacerse oír.
—No quiero beber nada. Solo quiero saber dónde estoy.
—Ya no estás en Kansas —dijo, como Dorothy en El mago de Oz. Jake se rio de su propio chiste.
De repente sentí la urgencia de hacer que me escuchara, de hacerle saber lo asustada que me sentía.
—Jake —insistí, agarrándolo del brazo—. No me gusta esto. Quiero marcharme. Por favor, llévame a casa.
Jake se quedó tan perplejo por el contacto de mi mano que pareció que le costaba contestar.
—Debes de estar muy cansada —dijo finalmente—. He sido poco considerado al no darme cuenta. Por supuesto, te llevaré a casa.
Hizo una señal a dos hombres de traje negro y gafas de sol que parecían unos armarios y que estaban de pie ante la barra. Era absurdo que llevaran gafas, puesto que estábamos casi a oscuras en un local subterráneo.
—Esta señorita es mi invitada. Llevadla al hotel Ambrosía —ordenó Jake—. Aseguraos de que llega sana y salva al piso ejecutivo, arriba de todo. La están esperando.
—Espera, y tú, ¿dónde vas? —pregunté.
Jake dirigió sus ardientes ojos hacia mí y sonrió, como disfrutando al ver que dependía de él.
—Tengo unos asuntos que atender. Pero no te preocupes, ellos se encargarán de todo. —Miró a los guardaespaldas—. Sus vidas dependen de ello.
Sin modificar la expresión impasible de su rostro los guardaespaldas asintieron brevemente con la cabeza. Al momento me encontré en medio de dos muros de músculos que me acompañaron fuera del club apartando sin miramientos a cualquiera que se acercara demasiado.
Al llegar al vestíbulo de la entrada miré por detrás de mis guardaespaldas y vi que el Orgullo solamente era uno de los varios clubes que, como catacumbas, reposaban bajo tierra. De las tenebrosas profundidades de una de las escaleras nos llegaron unos gemidos ahogados y por ella aparecieron casi de inmediato dos hombres con traje que arrastraban a una chica de aspecto desaliñado con el rostro surcado por las marcas de las lágrimas sobre el maquillaje. Llevaba un corsé con blondas y una falda de algodón que ni siquiera le cubría la parte alta de los muslos. Se debatía por soltarse de los dos hombres sin conseguirlo. Sus ojos tropezaron con los míos y me di cuenta del terror que sentía. De forma instintiva di un paso hacia delante para ayudarla, pero uno de mis guardaespaldas me lo impidió.
Me sacudí sus manos de encima y, en un intento por mostrar desenfado, imité la forma de hablar de las chicas de la escuela:
—Qué mal rollo, ¿no? —Pensé que cuanto más alarmada me mostrara, menos información me darían.
—Por su aspecto, diría que la suerte la ha abandonado —contestó uno de los guardaespaldas.
El otro acababa de marcar un número en el móvil y estaba comunicando nuestra localización a una persona al otro extremo de la línea.
—¿Suerte? —pregunté, repitiendo la palabra.
—En la sala de juego —contestó él, como si fuera algo evidente.
—¿Adónde se la llevan?
Esta vez el guardaespaldas se limitó a menear la cabeza, como si no pudiera creer mi ignorancia, y me acompañó hasta un coche grande de ventanillas ahumadas que acababa de aparcar ante la puerta del club. Era extraño ver un coche allí dentro, pero me di cuenta de que los túneles subterráneos eran lo bastante anchos para que dos coches pudieran pasar a la vez, así que se utilizaban como calles. Me abrieron la puerta trasera y los guardaespaldas se sentaron cada uno a mi lado, de tal forma que quedé hundida entre sus dos voluminosos cuerpos. Sus ropas desprendían un fuerte olor a tabaco.
El coche avanzó un buen rato por el sinuoso túnel que parecía abrirse en espiral hacia ninguna parte. De vez en cuando algunos juerguistas se apartaban al vernos llegar. Cuando nos hubimos alejado de la zona de los clubes, la gente con que nos cruzábamos no parecía estar de fiesta: vagaban sin rumbo, con los ojos vacíos y los rostros inexpresivos, como muertos vivientes. Al fijarme en ellos, me di cuenta de que su piel tenía un tono grisáceo.
Finalmente, al otro extremo de un túnel que bajaba en marcada pendiente nos encontramos con un altísimo edificio que había sido, quizá, blanco, pero que ahora mostraba un tono apergaminado. Debía de tener, por lo menos, veinte pisos de altura. Su estilo era clásico, con unas molduras que adornaban la parte superior de las ventanas.
Entramos por una puerta giratoria a un amplio y opulento vestíbulo. El hotel estaba construido de tal forma que los distintos pisos y las habitaciones daban al hall desde todos los ángulos, así que la impresión era la de encontrarse en un laberinto. El vestíbulo estaba presidido por una cortina de luces doradas que colgaban desde el techo hasta el suelo, pasando por detrás de una fuente de mármol que se encontraba en el centro y que estaba decorada con ninfas y cupidos retozando en el agua. Al lado de la mesa de recepción estaba el ascensor, una gigante caja transparente con forma de cápsula. El personal del hotel vestía pulcros uniformes y se movía con aire muy ocupado en comparación con el abandono que imperaba en los clubes.
Cuando entré, todos se quedaron inmóviles y me miraron como buitres durante un instante; luego regresaron a sus quehaceres. A pesar de que su aspecto era en apariencia normal, percibí que sus miradas tenían algo salvaje, algo que me hacía sentir incómoda. Me alegraba de estar escoltada por esos dos fornidos guardaespaldas: no me hubiera gustado encontrarme allí en medio sola.
—Bienvenida al Ambrosía —me dijo una mujer desde detrás de la mesa de recepción en un tono alegre y despreocupado. Con su traje chaqueta y el moño con que se recogía el cabello rubio hubiera sido la viva imagen de la eficiencia de no ser por su fija mirada de tiburón—. La estábamos esperando. Sus habitaciones están listas. —Una mirada penetrante desmentía el tono de desenfado con que hablaba mientras sus dedos, de manicura impecable, bailaban sobre un teclado con un sonido suave y metálico—. Le hemos reservado el ático.
—Gracias —dije—. Es un bonito hotel. ¿Le importaría decirme dónde estoy?
—¿Jake no se lo ha dicho? —preguntó la mujer olvidándose por un momento de su actitud de profesionalidad.
Miró a mis guardaespaldas con incredulidad, y estos se miraron con asombro, como diciendo que su trabajo consistía solamente en cumplir las órdenes. Empezaba a costarme contener el miedo que me atenazaba el estómago: parecía estar extendiéndose por todo mi cuerpo como una colonia de hongos.
—Bueno, querida —los ojos de la recepcionista brillaron, oscuros—, se encuentra usted en Hades. Siéntase como en su casa.
Deslizó una tarjeta de plástico por encima de la pulida mesa en dirección a mí.
—¿Perdón? —repuse—. ¿No querrá decir… no puede ser que…? —Se me cortó la voz.
Por supuesto, al instante supe lo que había querido decir. Gracias a mis clases sabía incluso que la traducción literal era «lo no visto». Pero mi cabeza se negaba a aceptar que fuera verdad. Hasta que no me lo dijeran en voz alta, no tendría que creerlo.
—También conocido como Infierno —añadió la recepcionista—. Pero que Jake no oiga que lo llama así. Él prefiere el nombre más clásico de Hades. Y ya sabe usted lo pedante que puede ser un príncipe demoníaco.
Solo pude comprender una parte de lo que decía, porque había dejado de escucharla. Las rodillas me temblaban. Lo último que vi fue a mis guardaespaldas precipitándose hacia mí y el suelo de mármol que se acercaba velozmente a mi cara.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
No lo puedo creeerrr!!!!.... Esto es realmente maaalooo!!!!..... Que harán Gabriel e ivy??????..... O joe que hará el???.....
chelis
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
7
Bajo tierra
Me desperté en medio de un silencio ensordecedor. Una luz lechosa se filtraba en la habitación. Me froté los ojos y miré a mi alrededor: lo primero que vi fueron unos sillones delante de una chimenea desde la que las últimas ascuas encendidas proyectaban sombras en todos los objetos de la habitación, confiriendo un aspecto difuminado al mobiliario. Los muebles, de madera oscura, eran suntuosos, y una araña de cristal pendía de un techo ornamentado.Me encontraba en una cama de cabecero de roble, entre sábanas de satén dorado y bajo un cubrecama de un vivo color borgoña. Llevaba puesto un camisón pasado de moda con puños de blonda. Me pregunté adónde habría ido a parar mi disfraz, pues no recordaba habérmelo quitado. Me senté en la cama y observé todo lo que había a mi alrededor, desde la mullida alfombra del suelo y los pesados tapices de terciopelo que cubrían las paredes hasta la enorme bandeja de bienvenida del hotel que reposaba encima de una mesa de vidrio de patas doradas con forma de garra. A los pies de la cama se extendía una enorme alfombra de piel de leopardo. La cama estaba repleta de blandas almohadas y un número excesivo de cojines con borlas. Sentí una cosa fría y olorosa pegada a la mejilla y vi que las almohadas estaban cubiertas de rojos pétalos de rosa.
Contra una de las paredes había un enorme tocador de mármol con un espejo incrustado de piedras preciosas. Encima había un cepillo de nácar y varios espejitos de mano, además de varios perfumes que tenían aspecto de ser caros, y varias cremas y lociones en botellitas de cristal azul. Una bata de seda de color marfil colgaba del respaldo de una elegante silla. Delante del fuego habían colocado de forma estratégica dos sillones orejeros. La puerta del baño estaba abierta y desde donde estaba vi los grifos dorados sobre una bañera antigua. No parecía que la decoración siguiera ningún criterio concreto, era más bien como si alguien hubiera elegido lo más lujoso y opulento de una revista de interiorismo y lo hubiera colocado de cualquier manera en esa habitación.
Encima de la mesilla me habían dejado una bandeja con una tetera humeante y un plato con pastelillos. Fui a abrir la puerta pero la encontré cerrada con llave. Sentía la garganta seca, así que me serví una taza de té y me senté sobre la mullida alfombra mientras bebía y organizaba mis pensamientos. A pesar del lujo que me rodeaba, sabía que era una prisionera.
Se habían llevado la tarjeta de plástico así que no podía salir de la habitación. Y aunque consiguiera escapar y llegar hasta el vestíbulo, allí me encontraría en medio de los aliados de Jake. Podía intentar cruzarlo corriendo y escabullirme, pero ¿hasta dónde llegaría sin que volvieran a capturarme?
Solamente había una cosa que sabía con absoluta certeza: la frialdad pétrea que sentía en el pecho era una prueba de que me habían arrancado de lo que más amaba. Me encontraba allí a causa de Jake Thorn, pero ¿cuál era su motivo? ¿La venganza? Si era así, ¿por qué no me había matado cuando podía haberlo hecho? ¿Es que deseaba prolongar de alguna manera mi sufrimiento? ¿O tenía algún otro propósito, como era habitual en Jake? Parecía sincero cuando aseguraba desear mi comodidad. Mis conocimientos sobre el Infierno eran superficiales, pues los de mi casta nunca se aventuraban por aquí. Me concentré intentando recordar retazos de información que Gabriel pudiera haber compartido conmigo, pero fue en vano. Solo había oído decir que en alguna parte, en las profundidades, había un abismo oscuro repleto de criaturas que era imposible de imaginar. Jake debía de haberme traído hasta aquí como castigo por haberlo humillado. A no ser que… de repente se me ocurrió una idea nueva. Jake no se había mostrado especialmente vengativo, y lo cierto era que sus ojos mostraban una excitación extraña. ¿Era posible que creyera de verdad que yo podía ser feliz aquí? ¿Un ángel en el Infierno? Eso solo demostraba lo poco que comprendía. Mi único objetivo era regresar a casa, con mis seres queridos. Este no era mi mundo y nunca lo sería. Sabía que cuanto más tiempo pasara aquí, más difícil resultaría encontrar el camino de regreso a casa. De una cosa sí estaba segura: algo así no había sucedido nunca antes. Un ángel nunca había sido capturado, arrancado de la tierra y arrastrado a una prisión de fuego. Quizá todo esto iba más allá del extraño apego que Jake mostraba hacia mí. Quizás algo terrible estaba a punto de suceder.
Unas grandes ventanas ocupaban toda la extensión de una de las paredes de la habitación, pero a través de ellas solamente se veía una niebla espesa y gris. Aquí no existía el amanecer, y el alba no era más que una luz difusa que parecía proceder de alguna grieta de la tierra. Pensar que no volvería a ver la luz del sol en mucho tiempo me llenó los ojos de lágrimas. Pero las reprimí. Tomé la bata de seda y me la puse. Fui al baño para lavarme la cara y cepillarme los dientes, y luego me senté ante el tocador para cepillarme el pelo y quitarme los nudos que se me habían hecho. El silencio que reinaba en esa habitación de hotel resultaba incómodo, era como si me encontrara encerrada en una tumba sumergida en el fondo del mar. Todos los ruidos que hacía resonaban con una fuerza exagerada. De repente recordé, con una punzada de nostalgia, mi despertar en Venus Cove. Siempre iba acompañado de una algarabía de sonidos: los acordes de la música, el canto de los pájaros y las pisadas de Phantom al subir las escaleras.
Visualicé con todo detalle mi dormitorio: su picado suelo de tablones de madera y el destartalado escritorio. Si cerraba los ojos podía casi revivir la sensación de suavidad del blando cubrecama blanco sobre mi piel y la de recogimiento que me producía el dosel de la cama, como si me encontrara enroscada en mi propio nido. Allí las mañanas se anunciaban con un alba plateada que rápidamente se transformaba en un estallido de rayos dorados de sol. La luz bañaba los tejados de las casas y bailaba sobre las olas del océano iluminando toda la ciudad. Recordé que siempre me despertaba con el canto de los pájaros y la brisa golpeando ligeramente las puertas del balcón, como si quisiera despabilarme. Incluso las veces en que la casa estaba vacía, el océano siempre estaba allí, llamándome, recordándome que no estaba sola. Cerré los ojos y rememoré las mañanas en que bajaba a la cocina y encontraba a Gabriel recorriendo las cuerdas de su guitarra con dedos perezosos, y el olor apetitoso de las tostadas que llenaba la cocina. Pero no recordaba la última vez que había visto a mi familia, ni cómo nos habíamos separado. Pensar en Venus Cove me producía un breve pálpito de esperanza en el corazón, como si pudiera regresar a mi antigua vida por un acto de voluntad. Pero al cabo de un instante ese sentimiento desaparecía dejando paso a una desesperanza tan grande que pesaba como una roca en mi corazón.
Abrí los ojos y vi mi propio reflejo en el espejo. Al instante me di cuenta de que algo había cambiado. No es que se hubieran transformado mis rasgos: mis ojos eran igual de grandes y tenían el mismo color marrón salpicado de tonos dorados y verdes; las orejas de ratoncillo eran igual de pequeñas, y mi piel de porcelana tenía el mismo tono rosado. Pero la expresión de mis ojos era desconocida: mi mirada, que antes era brillante de curiosidad, ahora aparecía muerta. La chica del espejo parecía perdida.
Una temperatura agradable caldeaba la habitación y a pesar de ello temblaba. Me dirigí rápidamente al armario y saqué el primer vestido que encontré: uno largo de tul con mangas abultadas. Suspiré y rebusqué a ver si encontraba algo más adecuado, pero allí dentro no había ni una sola pieza de ropa práctica, solo vestidos de noche que llegaban al suelo o trajes chaqueta tipo Chanel y blusas de seda. Me decidí por lo más sencillo que encontré (un vestido de manga larga y falda hasta las rodillas de un arrugado terciopelo verde) y unas manoletinas. Luego me senté en la cama y esperé a que sucediera algo.
Recordaba bien Venus Cove y a mi familia, pero sabía que me olvidaba de algo o de alguien. Era como una quemazón en la parte posterior de la cabeza, como una llamada insistente, y el esfuerzo por recordar me resultaba agotador. Sentía un dolor sordo en lo más profundo de mí, pero no podía recordar a qué se debía. Llegué a desear que Jake apareciera para hablar con él, por si eso podía ayudarme a recuperar ese recuerdo. Era como si percibiera ciertos recuerdos en lo más profundo de la memoria, pero cada vez que intentaba sacarlos a la superficie se me escapaban.
En ese momento me sobresaltó el chasquido de la tarjeta de plástico que abría la puerta. Una chica de rostro redondo entró en la habitación. Llevaba un uniforme de servicio: un sencillo vestido de color marrón agrisado con el logotipo del hotel Ambrosía en el bolsillo, unos calcetines de color beis y unos cómodos zapatos de cordones. Llevaba el pelo, del color de la miel, recogido en una cola de caballo y sujeto con un pasador.
—Disculpe, señorita, ¿desea que arregle la habitación ahora o prefiere que vuelva más tarde?
Sus gestos eran tímidos y mantenía la mirada baja para evitar mis ojos. Detrás de ella vi un carrito lleno de productos de limpieza y montones de trapos limpios.
—Oh, no es necesario —repuse, queriendo ser amable, pero mi respuesta solo sirvió para hacerla sentir incómoda. Se quedó sin saber qué decir, esperando mis órdenes—. Bueno, ahora está bien —rectifiqué acercándome a uno de los sillones orejeros.
La chica pareció muy aliviada. Aunque no podía tener más de dieciséis años, se movía con una eficiencia experimentada mientras tensaba la ropa de cama y cambiaba el agua del jarrón. Su presencia me resultó extrañamente tranquilizadora. Quizás era la abierta inocencia de su rostro, tan rara en medio de ese estrafalario lugar.
—¿Puedo preguntarte cómo te llamas? —dije.
—Soy Hanna —contestó sin dudar.
Me di cuenta de que su acento era un poco forzado, como si su idioma materno fuera otro.
—¿Y trabajas en este hotel?
—Sí, señora. Me han asignado a su servicio. —Mi rostro debió de delatar mi confusión, porque enseguida añadió—: Soy su criada.
—¿Mi criada? —repetí—. No necesito una criada.
La chica malinterpretó mi irritación, como si fuera contra ella.
—Me esforzaré mucho —aseguró.
—Estoy convencida —repuse—. Pero el motivo de que no necesite una criada es que no pienso quedarme aquí mucho tiempo.
Hanna me dirigió una mirada extraña y negó con la cabeza vehementemente.
—No puede irse —aseguró—. El señor no permite que nadie se vaya. No hay salida.
Inmediatamente se cubrió la boca con la mano, como si hubiera hablado más de la cuenta.
—No pasa nada, Hanna —la tranquilicé—. A mí puedes contarme lo que sea, no diré una palabra.
—Se supone que no debo hablar con usted. Si el príncipe se enterara…
—¿Te refieres a Jake? —pregunté en tono burlón—. ¡No es ningún príncipe!
—No debería decir cosas así en voz alta, señorita —susurró Hanna—. El señor Thorn es el príncipe del Tercer Círculo, y la traición es un delito capital.
Debí de mostrarme completamente confundida.
—Hay nueve Círculos en este mundo, y cada uno de ellos está gobernado por un príncipe —explicó—. Jake gobierna esta región.
—¿Y quién fue el idiota que le dio tanto poder? —solté, y al ver la expresión de alarma de Hanna, rectifiqué rápidamente—. Quiero decir… ¿cómo fue eso?
—Él es uno de los Originales.
Hanna se encogió de hombros, como si esas seis palabras lo explicaran todo.
—He oído hablar de ellos —dije.
Esa palabra me sonaba. Estaba segura de haber oído a mi hermano Gabriel emplearla, y sabía que tenía que ver con el principio de los tiempos y de la creación.
—Cuando Gran Papi perdió la gracia y cayó… —empezó a contar Hanna después de echar una mirada furtiva en dirección a la puerta.
—¿Perdón? —la interrumpí—. ¿Qué acabas de decir?
—Así es como lo llamamos aquí abajo.
—¿A quién?
—Bueno, supongo que usted lo conoce como Satán o Lucifer.
Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar en mi mente.
—Cuando Lucifer cayó del Cielo, hubo ocho ángeles que le juraron lealtad… —continué yo en su lugar.
—Sí. —Hanna asintió enérgicamente con la cabeza.
—Miguel los echó junto con su líder rebelde, y se convirtieron en los primeros demonios. Desde entonces, ellos han empleado todos los medios disponibles para sembrar el caos en la Tierra como venganza por haber sido expulsados.
Hice una pausa para dejar que esas palabras calaran. Se me ocurrió una idea tan extraña que me hizo fruncir el ceño.
—¿Qué sucede, señorita? —preguntó Hanna al ver mi expresión.
—Es que es difícil de imaginar —dije—. Jake antes era un ángel.
—Yo no diría «difícil»; más bien «imposible». —La respuesta de Hanna fue tan directa que tuve que sonreír.
Pero no podía quitarme esa idea de la cabeza. Jake y yo compartíamos genealogía. Teníamos un hacedor común, pero él se había convertido en alguien que estaba muy lejos del objetivo para el cual fue creado. Siempre lo había sabido, pero supongo que deseaba tanto borrarlo de mi cabeza que nunca me había permitido pensarlo a fondo. No podía aceptar que el Jake que yo conocía, el Jake que había intentado destruir mi ciudad y a la gente que yo amaba hubiera sido alguna vez como yo. Sabía de los Originales: eran los sirvientes más fieles de Lucifer, los que estuvieron con él desde el mismo principio. A lo largo de toda la historia de los seres humanos, él los había enviado a ocupar los más altos escalones de la sociedad, y ellos se habían infiltrado en las comunidades de la Tierra para continuar corrompiendo a la humanidad. Se introdujeron en las filas de la política y de la legislación, desde donde podían ejercer su poder destructor con impunidad. Su influencia era venenosa. Eran indulgentes con los hombres, se alimentaban de sus debilidades y los utilizaban para sus propios intereses. Se me ocurrió una idea atroz: si Jake trabajaba para un poder mayor que él, ¿quién era realmente el culpable de todo lo que había sucedido hasta el momento?
—Me pregunto qué es lo que Jake quiere de mí —dije.
—Eso es fácil —repuso Hanna con su curioso acento. Parecía feliz de resultar útil, de ofrecerme una información que yo no conocía—. Solo quiere que usted sea feliz. Después de todo, usted es su prometida.
Al principio me reí creyendo que me estaba gastando una terrible broma de mal gusto. Pero cuando observé su rostro redondo y aniñado, esos ojos grandes y marrones, supe que se había limitado a repetir una información que había oído previamente.
—Creo que tengo que ir a ver a Jake —dije despacio, esforzándome por disimular el pánico creciente que sentía—. Ahora mismo. ¿Me puedes llevar hasta él?
—Sí, señorita —respondió con prontitud—. Precisamente el príncipe ha dado orden de verla.
Hanna me guio por los mortecinos pasillos del hotel Ambrosía. Se desplazaba sobre la gruesa moqueta como si fuera un fantasma. Todo a nuestro alrededor mostraba una quietud sobrecogedora, y si el hotel tenía otros clientes no había ni señal de ellos. Entramos en el ascensor de cristal que esperaba suspendido en el aire como una burbuja. Desde dentro se veía, abajo, el vestíbulo y la recargada fuente central.
—¿Adónde vamos? —pregunté—. ¿Es que Jake tiene una mazmorra especial en la cual se hace cargo de sus asuntos?
—No. —Hanna se tomaba todas mis palabras en serio; el sarcasmo no hacía mella en ella—. Hay una sala de reuniones en la planta baja.
Nos detuvimos ante dos imponentes puertas de madera. La reticencia a entrar de Hanna era evidente.
—Es mejor que entre usted sola, señorita —comunicó, como callándose algo—. Sé que a usted no le hará ningún daño.
No discutí con ella. Desde luego, no quería exponerla a los caprichos del carácter de Jake. Ahora que iba a verlo otra vez cara a cara no sentía ningún miedo. De hecho, deseaba tener una confrontación con él aunque solo fuera para decirle lo que pensaba de él y de su espantoso plan. Ya había hecho lo peor; no podía hacer nada más para hacerme daño.
Al entrar, Jake parecía irritado, como si hubiera estado esperando mucho rato. En la sala también había una chimenea, y Jake se encontraba de pie delante, de espaldas a ella. Iba vestido con mayor formalidad que su habitual atuendo negro: llevaba un pantalón hecho a medida, una camisa de cuello desabrochado y un esmoquin de un vivo color púrpura. Los reflejos del fuego de la chimenea bailaban sobre su rostro pálido. Tenía exactamente el mismo aspecto que yo recordaba, con los largos mechones de pelo negro que le caían sobre los ojos, brillantes, como los de un tiburón. Al verme empezó a dar vueltas por la habitación deteniéndose de vez en cuando para observar algún detalle. En medio de la mesa había un jarrón con unas rosas de tallo largo; Jake tomó una de ellas, la olió y empezó a juguetear con ella con una mano. Hizo caso omiso de las espinas, así como de la sangre que empezó a bajarle por los dedos, como si no la notara en absoluto. Pensé que seguramente así era y, al cabo de un instante, vi que las heridas se le habían cerrado.
La sala de reuniones estaba presidida por una mesa imponente y tan pulida que en ella se reflejaba todo el techo. A su alrededor había unas sillas giratorias con respaldos altos. La pared tras la cabeza de la mesa estaba ocupada por una pantalla gigante que, en ese momento, mostraba diversas imágenes de los distintos clubes. Miré, fascinada, los cuerpos brillantes de sudor que bailaban tan apretados los unos contra los otros que parecían un solo ser. Aunque solamente era una imagen en la pantalla, verlo me provocó cierto mareo. De repente, la imagen cambió y en la pantalla aparecieron esquemas estadísticos y cálculos numéricos. Al cabo de un momento, los incansables bailarines volvieron a aparecer. Parecía que algunos eran seleccionados y se hacían unos cálculos sobre ellos.
—¿Qué te parecen mis ratas de club? —se jactó Jake—. ¡Condenados a beber y a bailar durante toda la eternidad! Fue idea mía.
Con una mano sujetaba una copa de la cual iba sorbiendo un líquido de color ámbar. Un cigarrillo a medio consumir descansaba sobre el borde de un cenicero.
Alguien tosió y me di la vuelta: Jake y yo no estábamos solos. Un chico que no parecía mayor que yo se encontraba sentado en la esquina más alejada de la sala de reuniones y acariciaba un gato dormido. Iba vestido con una camisa a cuadros y unos pantalones tan grandes que se los tenía que sujetar con tirantes. Llevaba el pelo, marrón, con un flequillo cortado de forma irregular, como si lo hubieran hecho con unas tijeras de esquilar. Se había sentado con las puntas de los pies hacia dentro, igual que un niño.
—Beth, te presento a Tucker. Es uno de mis ayudantes y va a cuidar de ti. Tucker, levántate y estréchale la mano —ladró Jake, y se giró hacia mí de inmediato para añadir—: Te pido disculpas por sus groseros modales.
Jack lo trataba como si fuera un animal de compañía que necesitara ser entrenado. Tucker se levantó para acercarse a mí, y vi que cojeaba ostensiblemente arrastrando la pierna derecha. Me ofreció una mano grande y callosa. Tenía una profunda cicatriz que le iba desde la base de la nariz hasta la parte superior del labio, haciendo que este se levantara ligeramente y dibujándole una perpetua mueca en el rostro. A pesar de su corpulencia, me pareció una persona vulnerable. Le dirigí una sonrisa, pero él se limitó a fruncir el ceño con mala expresión y apartó la mirada.
Los movimientos de Tucker habían despertado al gato, un siamés que tampoco era muy amistoso. Al verme, arqueó la espalda y bufó con ferocidad.
—Me parece que no le gusta la competencia —comentó Jake en tono meloso—. Basta de pataletas, Fausto. Bethany, ¿qué tal te estás adaptando? Siento que tu llegada tuviera que ser tan dramática, pero no se me ocurrió ninguna otra manera.
—¿De verdad? —repliqué—. Yo creía que te gustan las cosas al límite, ya que eres tan payaso.
Intenté que mis palabras fueran muy ofensivas. No estaba de humor para seguirle la corriente. Jake abrió mucho la boca fingiendo sorpresa mientras se la cubría con una mano.
—Vaya, vaya, hemos aprendido a ser sarcásticos. Eso está bien. No puedes ir por la vida siempre como una pastorcilla inocente.
Jake me recordaba un camaleón por la facilidad que tenía en cambiar de aspecto para mezclarse con el entorno. En su casa parecía muy distinto a como yo lo recordaba en la escuela. En Bryce Hamilton se había mostrado como un chico seguro de sí mismo, pero al mismo tiempo como un tanto marginal: aunque tenía su grupo de seguidores, su mayor atractivo era la subcultura que representaba. Sabía que no pertenecía allí y no hacía el menor esfuerzo por disimularlo. Más bien parecía disfrutar al atraer la atención de todos, y mostraba una petulante satisfacción cada vez que conseguía ejercer su seductora influencia en un estudiante. Pero siempre tenía que estar alerta, preparado ante cualquier eventualidad que pudiera darse. En cambio, aquí, en su casa, Jake se mostraba completamente relajado, con los hombros caídos y la sonrisa perezosa. Aquí disponía de todo el tiempo del mundo y su autoridad no era cuestionada.
Giró la cabeza con gesto impaciente y se dirigió a Tucker: —¿Vas a servir una copa de vino a mi invitada o te vas a quedar ahí pasmado como un sapo gordo e inútil?
El chico se apresuró hasta una mesilla baja, tomó una copa de pie alto y la llenó con un líquido rojo de un escanciador. Luego se acercó y me la dejó delante con gesto hosco.
—No quiero una copa —le dije a Jake, cortante, mientras apartaba la copa de vino—. Quiero saber qué me has hecho. Hay cosas que quiero recordar, pero mi memoria está bloqueada. ¡Desbloquéala!
—¿Para qué quieres recordar tu vida pasada? —Jake sonrió—. Lo único que necesitas saber es que eras un ángel y que ahora eres mi ángel.
—¿De verdad piensas que puedes retenerme aquí sin sufrir las consecuencias? ¿Sin sufrir una venganza divina?
—De momento no me está yendo muy mal —se rió Jake—. Además, ya era hora de que te alejaras de esa ciudad de paletos. Está claro que no te dejaba evolucionar.
—¡Me pones enferma!
—Bueno, bueno, no nos peleemos en tu primer día aquí. Por favor, siéntate. —Jake adoptó un repentino tono de agasajo, como si fuéramos dos amigos que se volvieran a encontrar después de una larga separación—. Tenemos muchas cosas de que hablar.
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Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
8
Sin salida
—No voy a hablar de nada contigo hasta que me devuelvas mis recuerdos —dije, apretando los dientes—. No tenías derecho a quitármelos.—Yo no te he quitado tus recuerdos, Beth —se mofó Jake—. Aunque resulta halagador que me creas con el poder suficiente para hacerlo. Quizá los he enterrado temporalmente, pero, si buscas bien, los encontrarás. Yo, en tu lugar, los abandonaría y empezaría de nuevo.
—¿Me enseñarás a hacerlo? Yo sola no sé cómo.
—Dame un buen motivo para que lo haga. —Jake se recostó en la silla e hizo un mohín—. Estoy segura de que los malinterpretarás para hacerme parecer el malo.
—¡Lo digo en serio: basta de jueguecitos!
—Bethany, ¿no se te ha ocurrido pensar que quizás hago todo esto por tu propio bien? Quizás esté mejor así.
—Jake, por favor —dije con tono amable—. No soy la misma persona sin ellos. No me reconozco. ¿Qué sentido tiene tenerme aquí si ni siquiera sé quién soy?
Jake soltó un suspiro exagerado, como si mi petición fuera una enorme imposición.
—Oh, de acuerdo. —Se levantó y atravesó la habitación hasta mí en un único y fluido movimiento—. Déjame pensar qué puedo hacer.
Colocó dos fríos dedos sobre mi sien derecha y presionó ligeramente. Eso fue todo. A partir de ese momento, los recuerdos inhibidos me inundaron en avalancha, hasta el punto de que tuve que apoyarme en la mesa para no perder el equilibrio. Si hasta ese momento había podido recordar solo la pacífica vida en Byron, ahora todas las piezas perdidas del rompecabezas se pusieron en su lugar. Supe cuál era el núcleo del que derivaba todo lo demás: vi la noche de la fiesta de Halloween, pero esta vez no estaba sola. Una persona de deslumbrantes ojos ámbar, cabello con destellos dorados y una sonrisa tan cautivadora que me hacía temblar las piernas se encontraba a mi lado. Recordar el rostro de Joe me provocó una felicidad indescriptible.
Pero duró poco tiempo. Al cabo de unos segundos otro recuerdo borró despiadadamente el primero: el cuerpo de Joe yacía inerte en la polvorienta carretera mientras una motocicleta se alejaba a toda velocidad en medio de la oscuridad. Esa imagen me abatió tanto que deseé poder borrármela de la memoria. Me dolía todo el cuerpo a causa del dolor de nuestra separación y de la visión de su cuerpo en el suelo. No podía vivir sabiendo que él se había ido. Solamente si supiera que Joe estaba vivo y que se encontraba bien sería capaz de soportar mi exilio en ese páramo olvidado de Dios. Pero sin él no me sentía capaz de conservar ninguna voluntad de vivir. En ese momento me di cuenta de que, tanto si era insensatez o sabiduría, toda mi felicidad procedía de una única fuente. Si esta se cerraba, no sería capaz de seguir adelante. No querría hacerlo.
—Joseph —murmuré con un hilo de voz. Me sentía como si la habitación se hubiera quedado sin oxígeno. ¿Por qué era tan sofocante el ambiente allí dentro? No me podía sacar esa imagen de la cabeza—. Por favor, dime que se encuentra bien.
Jake puso los ojos en blanco.
—Es típico. Debería haber sabido que tus pensamientos serían para él.
Yo me esforzaba por reprimir las lágrimas.
—¿Es que no tenías suficiente con raptarme? ¿Cómo te has atrevido a hacerle daño? Eres un cobarde despiadado y sin corazón.
La rabia tomó el lugar de mi debilidad: apreté los puños y empecé a golpear a Jake en el pecho. Él no hizo nada para detenerme, simplemente esperó a que se me pasara.
—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó. No me sentía mejor, pero sí experimenté un ligero alivio—. Prescindamos del melodrama. El chico guapo no está muerto, solo un poco maltrecho.
—¿Qué? —pregunté, levantando la cabeza.
—El golpe no lo mató —dijo Jake—. Solamente lo dejó inconsciente.
El alivio que sentí al oír esas palabras me hizo revivir. Elevé una plegaria de agradecimiento al poder superior, el que fuese, que lo había salvado. ¡Joe estaba vivo! Respiraba y caminaba, aunque lo hiciera un poco más magullado que antes.
—Supongo que es mejor así —dijo Jake esbozando una seca sonrisa—. Su muerte hubiera hecho que empezáramos con mal pie.
—¿Prometes que nunca le harás daño? —le pregunté con irritación.
—«Nunca» es mucho tiempo. Digamos que de momento está a salvo.
No me gustaba lo que ese «de momento» implicaba, pero decidí no tentar a la suerte.
—¿Y Gabriel e Ivy no corren ningún peligro?
—Juntos tienen una fuerza formidable —dijo—. En cualquier caso, ellos nunca formaron parte del plan. Mi único interés consistía en traerte a ti aquí y eso ya está hecho, aunque durante un tiempo no estuve muy seguro de ser capaz de lograrlo. A un demonio no le resulta fácil arrastrar a un ángel hasta el Infierno, ¿sabes? Ni siquiera creo que haya ocurrido nunca. —Jake se mostraba satisfecho de ese logro.
—Pues a mí me parece que te ha sido fácil.
—Bueno —concedió con una sonrisa—. No creí que pudiera volver a emerger después de que el santurrón de tu hermano me mandara de regreso aquí. ¡Pero entonces esas tontas amiguitas tuyas empezaron a convocar a los espíritus en Venus Cove! No me creía tanta suerte. —Los ojos de Jake fulguraban como ascuas—. No es que la invocación fuera muy poderosa; solamente consiguieron despertar a algún espíritu intranquilo que estuvo más que dispuesto a ofrecerme su lugar.
—¡Pero ellas no intentaban invocar a ningún demonio! —exclamé en tono defensivo—. Se supone que en una sesión de espiritismo solo se llama a los espíritus.
No me podía quitar de encima la sensación de culpa. Había decidido hacer oídos sordos en lugar de esforzarme por impedirles que llevaran a cabo esa sesión; incluso hubiera podido romper en pedazos el tablero y lanzarlo por la ventana.
—La verdad es que fue más bien un golpe de suerte —dijo Jake—. En esas situaciones nunca se sabe qué se va a desenterrar.
Le dirigí una mirada malhumorada.
—No me mires así, no fue culpa mía del todo. No te hubiera podido traer aquí si tú no hubieras aceptado mi invitación.
—¿Qué invitación? —pregunté con sarcasmo—. No recuerdo que me preguntaras si quería hacer una parada en el Infierno.
—Te invité a que subieras a la moto y tú aceptaste —afirmó Jake en tono de suficiencia.
—Eso no cuenta, me engañaste. ¡Yo creía que eras otra persona!
—Mala suerte. Las reglas son las reglas. Además, ¿hasta qué punto eres tan ingenua? ¿No te pareció terriblemente extraño que el señor Responsable se tirara en picado al río desde lo alto de un árbol? Ni siquiera yo creí que te lo tragaras. Precisamente tú deberías haberlo sabido, pero, en cambio, solo tardaste un segundo en perder tu confianza en él. Tú misma sellaste tu destino al aceptar subir a la moto. No tuvo nada que ver conmigo.
Esas palabras me impactaron como puñetazos. Al ver que tomaba conciencia de mi propia estupidez, Jake empezó a reírse. Nunca había oído una risa tan vacía y hueca. Alargó los brazos y me tomó de las manos.
—No te preocupes, Beth. No voy a permitir que un pequeño error cambie la opinión que tengo de ti.
—Déjame ir a casa —supliqué.
Tenía cierta esperanza de que, oculto en lo más profundo de su mente, todavía existiera un resto de consideración y que pudiera sentir una pizca de remordimiento, una punzada de culpa, algo que me permitiera llegar a un trato con él. Pero no podía estar más equivocada.
—Ya estás en casa —declaró Jake en tono monótono mientras se llevaba mis manos hasta su pecho. Su cuerpo era blando como el barro, y por un momento creí que mis dedos se hundirían en el hueco donde su corazón debería haber estado—. Siento mucho no poder ser un ser humano —dijo, arrastrando las palabras—. Pero tú también tienes algunas anomalías, así que no creo que estés en disposición de juzgar.
Me soltó una mano y sus dedos aletearon sobre la zona de mi espalda en que se encontraban mis alas.
—Por lo menos yo tengo corazón, que es más de lo que tú puedes decir —repliqué—. No me extraña que no seas capaz de sentir nada.
—En eso te equivocas. Tú me haces sentir cosas, Beth. Por eso te tienes que quedar. El Infierno es mucho más brillante si estás en él.
Me solté de su mano.
—No tengo por qué hacer nada. Quizá sea tu prisionera, pero no tienes ningún poder sobre mi corazón. Tarde o temprano, Jake, tendrás que aceptarlo.
Di media vuelta con intención de marcharme.
—¿Adónde te crees que vas? —preguntó Jake—. No puedes ir por ahí sin compañía. No es un lugar seguro.
—Eso está por ver.
—Quiero que lo pienses bien.
Pero yo ya me alejaba con paso inseguro.
—¡Déjame en paz! —grité sin girarme—. No me importa lo que quieras.
—Luego no digas que no te avisé.
Al salir al vestíbulo encontré a Hanna, que me esperaba, diligente.
—Me largo de este infierno —anuncié mientras me dirigía hacia la puerta giratoria. No había nadie en el mostrador del vestíbulo, así que pensé que quizá podría salir sin que me detuvieran.
—¡Señorita, espere! —advirtió Hanna caminando a mi lado—. ¡El príncipe tiene razón, será mejor que no salga ahí fuera!
Sin hacerle caso, atravesé la puerta giratoria y salí en medio de la nada. Extrañamente, nadie intentó detenerme. Yo no tenía ningún plan, pero eso no me importaba: quería poner toda la distancia posible entre Jake y yo. Además, si ese lugar tenía una entrada, solo debía encontrarla. Pero mientras corría por los humeantes túneles, las palabras de Hanna no dejaban de resonarme en la cabeza: «No hay salida».
Detrás del hotel Ambrosía, los túneles eran largos y oscuros. Por todas partes se veían botellas de cerveza vacías y chasis de viejos coches completamente carbonizados y retorcidos. Las personas que deambulaban por allí parecían atrapadas en un extraño aturdimiento; nadie percibía mi presencia. Sus miradas, completamente vacías, indicaban claramente que eran ánimas condenadas. Pensé que si era capaz de encontrar la calle que habíamos seguido para llegar al hotel, quizá podría convencer a los perros de las puertas para que me dejaran salir.
A medida que me internaba en los túneles noté que una rara neblina invadía el ambiente y empecé a percibir un olor como a cabello chamuscado que, al final, se hizo tan fuerte que tuve que cubrirme la boca con la mano. La niebla se arremolinaba a mi alrededor y parecía conducirme hacia delante. Cuando desapareció, me di cuenta de que no me encontraba cerca del Orgullo, el club a través el cual había entrado. No tenía ni idea de dónde estaba, pero noté una fuerte presencia de algo maligno, un profundo helor en la sangre. Para empezar, me vi rodeada de desconocidos. No hubiera sabido cómo calificarlos, y aunque estaba segura de que una vez habían sido personas, ahora no se los podía llamar así. Más bien parecían espectros. Deambulaban sin propósito, apareciendo y desapareciendo por unas oscuras grietas. A pesar de sus miradas vacías y de sus manos que intentaban aferrarse al aire, su energía estaba muy presente. Me concentré en el que en ese momento estaba más cerca de mí, intentando comprender qué sucedía. Era un hombre y vestía un traje elegante, llevaba un pulcro corte de pelo y unas gafas de montura de metal. Al cabo de un momento, una mujer se materializó delante de él rodeada por el escenario de una cocina. La imagen temblaba, como si fuera un espejismo, pero tuve la sensación de que para ellos era más real. Los dos se enzarzaron en una acalorada discusión. Me sentía mal por estar viéndolos, como si estuviera entrometiéndome en una cuestión muy íntima.
—Ni una mentira más. Lo sé todo —dijo la mujer.
—No tienes ni idea de lo que dices —contestó el hombre con voz trémula.
—Lo que sí sé es que te dejo.
—No digas eso.
—Me voy con mi hermana un tiempo. Hasta que las cosas se resuelvan.
—¿Se resuelvan? —El hombre se mostraba cada vez más alterado.
—Quiero el divorcio.
La mujer habló en tono tan decidido que el hombre se hundió y emitió un gemido grave y largo.
—Cállate.
—No pienso seguir aguantando que me trates como una mierda. Me voy para ser feliz sin ti.
—Tú no vas a ninguna parte.
El hombre tenía una actitud corporal amenazadora, pero ella no se daba cuenta.
—Aparta de mi camino.
Ella intentó apartarlo de un empujón para pasar y él tomó un cuchillo de encima de la mesa. Aunque el cuchillo que yo veía no era real, la hoja brillaba y parecía sólida. Él se lanzó contra ella y la empujó, y la mujer cayó de espaldas sobre la mesa. No vi que levantara el cuchillo, pero al cabo de un instante lo vi clavado firmemente entre las costillas de ella. En lugar de sentir culpa, la visión de la sangre provocó en el hombre un frenesí febril. La apuñaló repetidamente en el mismo sitio sin hacer caso de sus gritos hasta que la herida era una masa de carne y sangre. Entonces lanzó el cuchillo al suelo y soltó el cuerpo de su mujer, que todavía tenía los ojos desorbitados y las mejillas manchadas de sangre. Cuando ella cayó al suelo, la imagen entera se desvaneció en el aire.
Me apreté contra un rincón de una pared. Sentía la garganta atenazada, no podía respirar, y no podía parar el temblor de mis manos. No iba a olvidar fácilmente esa escena. El hombre parecía aturdido, daba vueltas en círculo y, por un terrible momento, tuve miedo de que notara mi presencia. Pero entonces la mujer volvió a aparecer ante él, sin ninguna herida.
—Ni una mentira más. Lo sé todo —dijo.
Era como si alguien hubiera apretado el botón de replay de un DVD. Me di cuenta de que la espeluznante escena iba a repetirse delante de mis ojos. Las personas que la habían protagonizado estaban condenadas a revivirla eternamente. Las otras almas que vagaban a mi alrededor también revivían sus propios delitos del pasado: asesinatos, violaciones, agresiones, adulterios, robos, traiciones. La lista era interminable.
Siempre me había planteado el concepto del mal en términos filosóficos, pero ahora lo sentía alrededor de mí, palpable, real. Regresé corriendo por donde había venido y no paré. A veces percibía cosas que pasaban por mi lado y me rozaban o se agarraban al extremo de mi vestido, pero me soltaba y continuaba corriendo. No me detuve hasta que sentí que si daba otro paso, mis pulmones quedarían colapsados.
De repente me di cuenta de que en algún momento me había desviado, pues los túneles habían desaparecido. Me encontraba en un amplio espacio circular que tenía una abertura parecida a un cráter, a unos metros delante de mí, con los bordes encendidos en ascuas. No veía qué sucedía dentro, pero oía gritos y chillidos. Nunca había visto nada que se pareciera remotamente a aquello. Entonces ¿por qué me resultaba tan extrañamente familiar? «El Lago de Fuego aguarda a mi dama.» ¿Era posible que la críptica nota que había encontrado en mi taquilla tantos meses atrás se refiriera a este lugar? Supe que no debía acercarme. Supe que lo correcto era dar media vuelta y encontrar el camino de regreso al hotel Ambrosía, aunque fuera mi prisión. Fuera lo que fuese lo que acechaba en este lugar, no estaba preparada para verlo. Hasta el momento, el Hades había sido un mundo surrealista compuesto de túneles subterráneos, oscuros clubes nocturnos y un hotel vacío. Mientras daba los primeros pasos hacia el foso supe que eso iba a ser muy diferente.
Los indescriptibles gemidos de los ocupantes del cráter llegaron hasta mí mucho antes de que llegara a él. Siempre había creído que las representaciones medievales del Infierno, con esos cuerpos retorcidos y esos instrumentos de tortura, no eran más que una manera de asustar y controlar al pueblo ignorante. Pero ahora sabía que esas historias eran ciertas.
No era fácil ver qué sucedía a través del resplandor carmesí que irradiaba el foso, pero sí estaba claro que había dos grupos: los torturadores y los torturados. Los primeros llevaban arneses de piel y botas; algunos también capuchas, como los verdugos. Los torturados iban desnudos o vestían con harapos. Desde las paredes de tierra colgaban todo tipo de instrumentos de hierro diseñados para infligir dolor. Vi sierras, hierros para marcar a fuego vivo y tenazas oxidadas. Arriba, en el suelo, había cubas llenas de aceite hirviendo, un aparato de tortura y carbones al rojo vivo. Había cuerpos encadenados a postes, colgados de vigas y sujetos a crueles máquinas. Las almas se retorcían y chillaban mientras los torturadores continuaban su maligno trabajo sin detenerse. Arrastraron a un hombre desnudo por el suelo y lo obligaron a meterse en un cajón metálico que cerraron e introdujeron en un horno. Vi cómo el cajón se encendía despacio hasta que empezó a resplandecer primero con un color naranja y luego rojo. Del interior salieron unos apagados gritos de agonía, y eso pareció divertir a los demonios. Otro hombre, que se encontraba atado a un poste con unas cuerdas, miraba hacia arriba con expresión suplicante. Al principio no me di cuenta de que el tejido amarillento que le colgaba de la pierna como una pieza de ropa tendida al sol era su propia piel. Lo estaban despellejando vivo.
Lo único que veía a mi alrededor era sangre, carne rasgada y heridas purulentas. No tardé más de unos segundos en sentir que la bilis me subía por la garganta. Me tiré sobre el suelo seco y agrietado y me tapé los oídos. El olor y el sonido eran insoportables. Empecé a alejarme a rastras, sobre rodillas y manos, pues no me creí capaz de ponerme en pie sin desmayarme.
Había avanzado solamente unos metros por el polvo cuando una bota me pisó la mano. Levanté la cabeza y me vi rodeada por tres torturadores con látigos que se habían dado cuenta de mi presencia. Sus rostros implacables no tenían nada de humano y todos sus movimientos iban acompañados por un ruido de cadenas. Al observarlos con mayor detenimiento vi que no eran más que chicos en edad escolar. Resultaba incongruente tanta crueldad en esas caras perfectas.
—Parece que tenemos una visita —dijo uno de ellos, dándome ligeros puntapiés con la bota. Hablaba con cierta cadencia y con un ligero acento español. Con la punta del pie levantó el extremo de mi vestido, descubriendo mis piernas, y sentí que la punta de la bota subía de forma incómoda por ellas.
—Está buena —gruñó uno de sus compañeros.
—Esté buena o no, no es de buena educación ir dando vueltas por zonas restringidas sin haber sido invitada —intervino el tercer demonio—. Yo digo que le demos una lección.
Sus ojos destellaban como dos trozos de mármol. Tenía los labios abultados y arrastraba las palabras. El cabello, rubio, le caía sobre los ojos y la cara, de facciones marcadas.
—Yo la he pillado primero —objetó el otro—. Cuando haya terminado, podrás enseñarle lo que quieras.
Me dirigió una amplia sonrisa. Era de una constitución más fornida que los otros. Un flequillo cobrizo le cubría los ojos y tenía una nariz porcina y cubierta de pecas.
—Olvídalo, Yeats —lo amenazó el primero de los chicos, que tenía la cabeza llena de rizos negros—. No hasta que sepamos quién la envía.
Yeats acercó su cara a la mía. Sus pequeños dientes me recordaron los de una piraña.
—¿Qué hace una cosita tan bonita como tú dando vueltas sola por un sitio como este?
—Me he perdido —dije, temblando—. Estoy en el hotel Ambrosía y soy la invitada de Jake.
Intentaba parecer importante, pero no me atreví a encontrarme con su mirada.
—Maldita sea. —El chico rubio pareció preocupado—. Está con Jake. Supongo que será mejor no pasarse demasiado con ella.
—No me lo trago, Nash —repuso Yeats, cortante—. Si de verdad estuviera con Jake no habría llegado hasta aquí.
De repente la cabeza empezó a darme vueltas. Pensé que mi cuerpo no podría aguantar mucho más. Yeats se mostró poco impresionado.
—Si vas a vomitar, hazlo allá. Acaban de pulirme las botas. Vomité. El pecho me ardía.
—¡Venga, en pie! —Yeats me agarró y me obligó a incorporarme. Miró a los otros con expresión de triunfo mientras pasaba un brazo alrededor de mi cintura—. ¿Qué dices, te aprovechamos un poco? ¿Qué te parece un poco de público?
Sentí la callosidad de sus manos mientras intentaba desabrocharme el vestido.
—Si pertenece a Jake y él se entera, quién sabe qué… —El chico que se llamaba Nash parecía nervioso.
—Cierra la boca —le espetó Yeats y, girándose hacia el otro, añadió—: Diego, ayúdame a sujetarla.
—Quitadle las sucias pezuñas de encima —dijo una voz tan fría y amenazadora que parecía capaz de cortar el acero.
Jake apareció por entre las sombras. Llevaba el oscuro pelo suelto, lo cual, añadido a su expresión furiosa, le confería una ferocidad animal. Se lo veía mucho más peligroso que los otros. De hecho, al lado de él, los tres chicos parecían aficionados o niños malos acabados de pillar en una travesura. En presencia de Jake perdieron toda su arrogancia y se mostraron arrepentidos; él los dominaba, su actitud de autoridad los acobardaba. Si en el Infierno había escalones de poder, ese trío ocupaba uno de los más bajos.
—No sabíamos que ya tenía… dueño —dijo Diego en tono de disculpa—. De lo contrario, no la hubiéramos tocado.
—Intenté decirles que era… —empezó Nash, pero Diego lo hizo callar con la mirada.
—Tenéis suerte de encontrarme de buen humor —dijo Jake entre dientes—. Y ahora, fuera de mi vista antes de que yo mismo os ponga en el potro de tortura.
Los tres chicos salieron corriendo como conejos hacia el foso de donde habían salido. Jake me ofreció su brazo y me llevó lejos de allí. Era la primera vez que me alegraba su presencia.
—Bueno… ¿has visto muchas cosas? —preguntó.
—Lo he visto todo.
—Intenté advertirte. —Parecía que lo lamentaba de verdad—. ¿Quieres que intente borrarte los recuerdos? Tendré cuidado de no tocar ninguno de los anteriores.
—No, gracias —respondí, incapaz de reaccionar—. Tenía que verlo.
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Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
9
El Lago de los Sueños
Mi sufrimiento aumentaba cada día que pasaba sin tener noticias de Venus Cove.Solamente podía pensar en que yo ya no formaba parte de la vida de mis seres queridos. Sabía que debían estar muertos de preocupación. ¿Habrían adivinado que Jake me había traído aquí, o estaban a punto de denunciar mi desaparición? Sabía que si me encontrara prisionera en cualquier punto de la Tierra, mis hermanos me localizarían. Pero no tenía ni idea de si sus sentidos podrían llegar hasta el centro de la Tierra.
Cuando pensaba en mi familia, recordaba las cosas más sencillas: cómo mi hermano experimentaba en la cocina manejando la comida como si fuera un arte; cómo mi hermana me cepillaba el cabello con una habilidad que solo ella tenía. Pensaba en los dedos de mi hermano, que conseguían que cualquier instrumento se rindiera a su voluntad; pensaba en la cascada de cabello dorado de Ivy. Pero casi todo el tiempo pensaba en Joe: en las simpáticas arruguitas que se le formaban a los lados de los ojos cada vez que sonreía, y en el olor que quedaba en el Chevy después de que comiéramos hamburguesas y patatas fritas delante del océano con la capota plegada. A pesar de que tan solo habían pasado pocos días de mi desaparición, a cada momento que pasaba sentía una tristeza mayor. Lo peor de todo era que sabía que Joe se estaría echando la culpa a sí mismo y que yo no podía hacer nada para aplacar ese sentimiento.
El tiempo se había convertido en mi peor enemigo. Mientras me encontraba en la Tierra me resultaba precioso porque no sabía hasta cuándo duraría, pero aquí se me hacía eterno e inmensurable. Lo más difícil de soportar era el aburrimiento. No solamente me encontraba prisionera en el apagado mundo de Jake, sino que también era un ángel en el Infierno y su elite me trataba con burla o curiosidad malsana. Casi todo el rato me sentía como una atracción de feria. Ese lugar parecía tener algo que me devoraba por dentro, como un cáncer. Era fácil rendirse —dejar de pensar, dejar de luchar—, y ya me daba cuenta de que me estaba pasando. Me aterrorizaba pensar que un día pudiera despertarme y no sentir ninguna preocupación por el sufrimiento humano, ni por si yo vivía o moría.
Después de mi encuentro con ese agujero del terror y de lo que vi allí, pasé días sumida en una profunda depresión. Tenía poco apetito, pero Hanna era paciente conmigo. El ayudante de Jake, Tucker, me había sido asignado como guardaespaldas personal, por lo que siempre estaba cerca de mí, aunque rara vez hablaba. Ambos se habían convertido en mis constantes compañeros.
Una noche se encontraban los dos en mi habitación, como siempre. Hanna intentaba convencerme de que tomara un par de sorbos de un caldo que me había preparado mientras que Tucker se entretenía arrugando unos papeles y lanzándolos al fuego de la chimenea para ver cómo se encendían. Rechacé el postre que Hanna me ofrecía y su rostro se crispó de angustia. Tucker la miró y meneó la cabeza: se entendían sin palabras. Hanna soltó un largo suspiro y dejó la bandeja con la cena; él volvió a lanzar bolas de papel al fuego. Yo me enrosqué a los pies de la cama: la antigua Bethany Church se sentía muerta y enterrada; sabía que el horror que había visto me acompañaría siempre.
El zumbido de la tarjeta de plástico en la puerta nos sobresaltó a todos. Jake entró en la habitación sin previo aviso, tan seguro de su autoridad que no se le ocurrió que podía estar invadiendo mi intimidad, como si tener acceso a mí en cualquier momento fuera uno de sus derechos. Tucker se puso en pie, azorado, sin saber cómo parecer útil, pero Jake no le hizo caso y se dirigió directamente hacia mí observándome con atención. A diferencia de Tucker, yo no hice ningún esfuerzo por incorporarme, ni siquiera volví la cabeza para mirarle.
—Tienes un aspecto horrible —comentó—. Me sabe mal tener que decírtelo.
—No quiero verte —repuse en tono desganado.
—Creí que a estas alturas ya habrías comprendido que en este lugar hay cosas mucho peores que verme. Venga, no puedes culparme de lo que viste. Yo no creé este lugar aunque ejerza cierta jurisdicción sobre él.
—¿Es que disfrutas infligiendo dolor, torturando? —le pregunté con voz débil y mirándolo a los ojos—. ¿Es que te excita?
—Cálmate. —Jake pareció ofendido—. Yo no torturo a nadie personalmente. Tengo cosas más importantes que hacer.
—Pero sabes que todo eso ocurre —insistí—. Y no haces nada al respecto.
Jake intercambió una mirada divertida con Tucker, que me observaba con el ceño fruncido, como si yo fuera una idiota.
—¿Y por qué motivo debería hacer algo? —preguntó.
—Porque son personas —repuse, desfallecida.
Hablar con Jake siempre resultaba agotador; era como correr en círculo sin llegar a ninguna parte.
—No, la verdad es que son las almas de personas que fueron muy malas durante su vida —me explicó con paciencia.
—Nadie merece esto… no importan los crímenes que hayan cometido.
—¿Ah, no? —Jake cruzó los brazos—. Entonces es que no tienes ni idea de lo que la humanidad es capaz de hacer. Además, todos ellos tuvieron la oportunidad de arrepentirse y prefirieron no hacerlo. Así es como funciona el sistema.
—¿Sí? Bueno, pues tu sistema da asco. Convierte a la buena gente en monstruos.
—Esa es la diferencia entre tú y yo: tú insistes en que los humanos son básicamente buenos a pesar de que todas las pruebas demuestran lo contrario. Los seres humanos… ¡agg! —Jake se estremeció—. ¿Qué tienen de noble? Comen, se aparean, duermen, luchan… No son más que organismos básicos. Mira lo que millones de ellos le han hecho al planeta: su mera existencia contamina su Tierra y tú nos culpas a nosotros de ello. Si los humanos son el mayor logro de Dios, este debería revisar su diseño a fondo. Mira a Tucker, por ejemplo. ¿Por qué crees que lo tengo aquí? Es para recordarme la falibilidad de Dios.
Tucker se sonrojó, pero Jake no pareció darse cuenta.
—Las personas son mucho más que eso —repliqué, en parte para desviar su atención de la vergüenza de Tucker—. Son capaces de soñar, de tener esperanzas, de amar. ¿Es que eso no cuenta?
—Pues esos son todavía peores, porque deliran. Quítate toda compasión de encima, Bethany, aquí no te va a hacer ningún bien.
—Prefiero morir a ser como tú —contesté.
—Eso no es posible —repuso Jake con jovialidad—. Aquí no puedes morir. Solo en la Tierra existen nociones tan ridículas como la vida y la muerte. Ese es otro de los pequeños caprichos de tu padre.
Por suerte, unas voces procedentes de fuera y la abrupta entrada de una mujer en mi habitación me evitaron tener que continuar discutiendo con Jake. La mujer apareció con una actitud de aplomo digna de una celebridad.
—Se supone que esta es mi habitación —refunfuñé—. ¿Por qué todo el mundo cree que puede entrar sin…?
Al observar con mayor detenimiento a esa mujer, me callé de golpe. Se trataba de la camarera de los tatuajes que había visto en el Orgullo. Habría sido difícil olvidar la mirada asesina que me había dirigido entonces. Ahora me consideró brevemente, como si mi presencia fuera tan poco notoria que no valiera la pena dedicarle tiempo ni esfuerzo. Estaba muy enojada. Pasó al lado de Tucker con gesto brusco y una expresión tensa en los labios.
—Así que es aquí donde te escondes —le dijo a Jake en tono de reproche.
—Me preguntaba cuánto tardarías en aparecer —contestó Jake con desgana—. ¿Sabes que te estás ganando fama de acosadora?
—Qué pena que la mala reputación no sirva una mierda —replicó ella.
Jake le hablaba con cierto tono de desdén, pero a ella eso parecía divertirla.
—Beth, te presento a Asia, mi… mi personalísima… ayudante personal. Se estresa mucho cuando no sabe dónde encontrarme.
Yo me incorporé para observarla mejor. Asia era una mujer alta y atractiva, como una amazona. Iba provocativamente vestida con un top dorado y una minifalda de piel. El pelo, negro azabache y ensortijado, enmarcaba unas facciones felinas. Tenía unos labios exageradamente llenos, maquillados con brillo, que no acababan de juntarse nunca. Su actitud física me recordaba la de un boxeador, con los hombros siempre ligeramente echados hacia atrás. Su piel, brillante y de color café, parecía recién untada de aceite. Calzaba unos zapatos extraordinarios que parecían piezas de arte: eran unos botines beis de tacón de aguja y acordonados que dejaban los dedos al descubierto.
—Son unos Jimmy Choo —dijo, leyéndome el pensamiento—. Divinos, ¿verdad? Jake los manda hacer para mí cada estación del año.
Sus ojos llameantes me miraban con una expresión que yo conocía bien. La había visto en otras ocasiones en los ojos de las chicas de la escuela, cuando querían dejar bien clara una advertencia: «no tocar». Asia no tenía que decirme nada más, su expresión era bien clara. Era la amante de Jake y me estaba dirigiendo un claro aviso: si apreciaba mi vida, Jake estaba fuera de mis posibilidades. Para que su relación con Jake quedara manifiesta, enroscó sus brazos alrededor de su torso como un áspid, frotándose y apretándose contra él. Él deslizó una mano por uno de los pulidos muslos de ella, pero sus ojos expresaban aburrimiento. Asia me observaba de pies a cabeza con un gesto que dejaba claro que no se sentía impresionada por lo que veía.
—¿Así que esta es la zorrita de la que todo el mundo habla? Qué pequeña, ¿no?
Jake chasqueó la lengua.
—Asia, juega limpio.
—No comprendo a qué viene tanto alboroto —continuó ella, que ahora caminaba a mi alrededor con paso de pantera—. Si quieres saber mi opinión, cariño, creo que estás bajando el listón.
—Bueno, nadie te la ha pedido. —Jake le dirigió una mirada de advertencia—. Y ya hemos hablado de esto; Beth es especial.
—¿Estás diciendo que yo no lo soy? —Asia se llevó las manos a las caderas y arqueó las cejas con gesto de flirteo.
—Oh, no, tú eres muy especial —rio Jake—. Pero de una forma distinta. No creas que tus talentos no han sido apreciados.
—¿Y a qué viene este vestido de Mary Sue? —preguntó Asia, tirando de uno de los volantes de mis mangas—. ¿Es que te has vuelto un fetichista de las bellezas sureñas? Es muy pura. Ese es el rollo, ¿verdad? Pero ¿en serio la tienes que vestir como si tuviese doce años?
—¡A mí no me ha vestido nadie! —repliqué.
—¡Oh, qué mona! —Asia me dirigió una mirada irónica—. ¡Si habla!
—Le estaba contando a nuestra invitada cómo funcionan las cosas aquí —dijo Jake, dirigiendo la conversación a un terreno menos espinoso—. Le estaba intentando explicar que aquí la muerte y la vida no tienen ningún sentido. ¿Te importaría ayudarme en una pequeña demostración?
—Con gusto —asintió Asia.
Se colocó delante de él, echó la cabeza hacia atrás y, con ademán seductor, se desabrochó el top. Luego se lo quitó, quedándose solamente con el sujetador puesto y luciendo la suave piel de color chocolate con leche de todo el torso. Jake recorrió su cuerpo con mirada apreciativa un instante y, rápidamente, se dio la vuelta y tomó el atizador que se encontraba colgado al lado de la chimenea. Me di cuenta demasiado tarde de cuál era su intención y un grito se me quedó helado en la garganta: Jake acababa de apretar la punta del instrumento contra el pecho de ella. Yo esperaba oír un aullido de dolor, ver sangre, esperaba cualquier cosa excepto lo que sucedió. Asia se limitó a inhalar profundamente, estremeciéndose de placer, y cerró los ojos en éxtasis. Cuando los abrió y vio mi expresión de horror, estalló en carcajadas. Tenía el atizador clavado varios centímetros en el pecho, pero no se veía ninguna señal de herida. Parecía que se hubiera fundido con su cuerpo, como si siempre hubiera formado parte de él. Asia tomó el atizador con las dos manos y tiró de él. Se oyó un chasquido asqueroso, como de succión, y al cabo de unos segundos la suave piel ya se había cerrado sobre el pequeño y limpio orificio que el instrumento había hecho.
—¿Lo ves? —dijo Asia—. La muerte no tiene nada que hacer con nosotros. Más bien trabaja para nosotros.
—Pero yo no estoy muerta —espeté sin pensarlo dos veces.
Asia, que había dejado caer el atizador al suelo, se agachó para cogerlo de nuevo.
—¿Por qué no lo comprobamos? —dijo entre dientes.
Se acercó a mí a una velocidad de fiera, pero Jake fue más rápido y se interpuso entre ella y yo, quitándole el atizador de un manotazo. La tiró sobre el sofá y se agachó encima de ella apretando la punta del instrumento contra su garganta. Los ojos de Asia brillaban de excitación. Hizo rechinar los dientes mientras se frotaba las caderas con las manos.
—Bethany no es un juguete —dijo Jake, como si riñera a una niña traviesa—. Intenta verla como si fuera tu hermanita.
Asia levantó las dos manos en signo de rendición, pero no pudo reprimir una mueca de profunda decepción.
—Antes eras más divertido.
—No le hagas caso. —Jake me miró—. Se acostumbrará a ti con el tiempo.
«Eso si sobrevivo», pensé con amargura.
—No tiene sentido —dije—. ¿Cómo es posible que torturéis a esas almas si no pueden sentir dolor?
—Yo no he dicho que ellas no puedan sentir dolor —explicó Jake—. Solamente los demonios somos inmunes a él. Las almas, por el contrario, lo sienten todo agudamente. La belleza del Infierno consiste en que se regeneran para revivirlo todo otra vez.
—El círculo de la tortura se repite constantemente —dijo Asia con ojos enloquecidos—. Los podemos hacer trizas y a la puesta de sol vuelven a estar enteros. Los pobres imbéciles se sienten tan aliviados cuando se acercan al final… Deberías verles la cara cuando se levantan sin ninguna cicatriz en el cuerpo y todo vuelve a comenzar.
Mi rostro debió de dejar traslucir el mareo que estaba sintiendo. Me senté en una silla y me apoyé sobre el codo. Jake, quitándose de encima las manos de Asia, se acercó a mí. Me puso un dedo helado bajo la barbilla para hacerme levantar la cabeza.
—Dime qué sucede —pidió en un tono sorprendentemente vacío de todo sarcasmo.
—No me siento bien —me limité a decir.
—La pobrecita se ha mareado —se burló Asia entonando las palabras como en una canción.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Jake.
Sin darme cuenta dirigí la mirada hacia Asia. Sabía que no era sensato convertirla en mi enemiga, pero su mera presencia me hacía sentir indispuesta. Jake la miró por encima del hombro con aire displicente.
—Vete —le ordenó sin dudar.
—¿Qué?
Asia parecía verdaderamente sorprendida, incluso insegura de que Jake se dirigiera a ella.
—¡Ahora!
Estaba claro que ella nunca antes había sentido que perdía el favor de Jake, y no le gustó. Me dirigió una última mirada fulminante y salió de la habitación tempestuosamente. Cuando se hubo ido respiré, aliviada. La malignidad que Asia emanaba resultaba debilitante, como si se alimentara de mi fuente de vida.
—Tucker, sírvenos una copa —ordenó Jake.
Tucker se reanimó de inmediato. Se dirigió al tocador, cogió el decantador y llenó unas copas de cristal. Luego se las ofreció a Jake con un gesto que era una mezcla de miedo y de odio. Jake me acercó una de las copas.
—Bébete esto.
Di unos sorbitos de ese líquido brillante y tibio. Me sentí mejor. Al tragarlo me quemó por dentro, pero de alguna manera tuvo un efecto soporífero.
—Necesitas conservar la energía —me dijo Jake pasándome un brazo por la cintura con despreocupación. Al instante lo aparté—. No tienes por qué estar siempre tan a la defensiva.
Jake se balanceó juguetonamente en uno de los postes de la cama y saltó a mi lado con tanta agilidad que no tuve tiempo de reaccionar. Su rostro, aunque extrañamente tenebroso, resultaba hermoso bajo la tenue luz que nos rodeaba. Esbozó una sonrisa. Noté que tenía la respiración agitada. Sus ojos negros recorrieron mi cara sin prisas. Siempre encontraba la manera de hacerme sentir desnuda y vulnerable.
—Solo tienes que hacer un esfuerzo por sentirte feliz —murmuró mientras me recorría el brazo con la punta del dedo.
—¿Cómo puedo hacerlo, si me siento más triste que en toda mi vida? —dije. No tenía mucho sentido intentar ocultar mis sentimientos.
—Comprendo que te aferres a un amor perdido —repuso Jake en un tono que parecía casi sincero—. Pero ese humano no puede hacerte feliz porque nunca podrá comprender de verdad quién eres.
Me aparté un poco de él, pero me sujetó el brazo con más fuerza y empezó a seguir las venas que se transparentaban bajo mi piel. Me estremecí al recordar que su contacto siempre me producía una desagradable quemazón, pero esta vez fue distinto. El tacto de su dedo era casi tranquilizador; supuse que era debido a que ahora me encontraba en su territorio, así que él podía manipularlo todo como quisiera.
Cuando Jake se hubo marchado, me seguía costando calmarme. Tucker, que no dejaba de andar de un lado a otro de la puerta, me hacía sentir todavía más incómoda. En lugar de jugar con el fuego, se había sacado un aparato electrónico del bolsillo y jugaba compulsivamente para matar el tiempo.
—Puedes sentarte —sugerí, pensando que su cojera debía de molestarlo, pues no paraba de cambiar de postura y de pasar el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
Levantó la cabeza un instante, sorprendido por mi muestra de amabilidad.
—No se lo diré a nadie —añadí, sonriendo.
Tucker dudó un momento, pero luego se relajó y se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta.
—Tendría que echar una cabezada —me dijo. Era la primera vez que le oía hablar y que me miraba directamente. Su voz no sonaba como había esperado. Era suave y dulce, y tenía un melodioso acento del sur. Pero su tono sonaba sorprendentemente hastiado para alguien de su edad—. No se preocupe por Asia, no la molestará mientras yo esté por aquí. —Se mostró orgulloso de su capacidad de guardaespaldas—. Es una buena pieza, pero a mí no me engañan fácilmente a pesar de lo que puedan pensar todos.
—No estoy preocupada —le aseguré—. Confío en ti, Tucker.
—Puede llamarme Tuck —añadió.
—De acuerdo.
Tuck dudó un instante y finalmente me miró con interés.
—¿Por qué está siempre tan triste?
—¿Tan evidente es? —sonreí ligeramente.
Tuck se encogió de hombros.
—Se le nota en los ojos.
—Es que pienso en mis seres queridos… —dije— y en si los volveré a ver algún día.
Su rostro adoptó brevemente una expresión de dolor, como si mis palabras le hubieran despertado algunos recuerdos.
—Puede volver a verlos, si quiere —murmuró.
¿Le había oído bien? De repente recuperé todas mis esperanzas y tuve que dominarme para que no me temblara la voz.
—¿Perdón? —pregunté, despacio.
—Ya me ha oído —farfulló Tuck.
—¿Estás diciendo que existe una salida de aquí?
—No he dicho eso —repuso—. He dicho que puede verlos otra vez.
Esta vez parecía ligeramente enojado por tener que explicar algo que debería haber sido evidente. De repente pensé que ese torpe chico de flequillo esquilado quizá supiera más de lo que decía. ¿Era posible que su fidelidad a Jake fuera fingida? ¿Era posible que hubiese una persona en el Hades a la que le quedara un vestigio de conciencia? ¿Me estaba diciendo Tuck que estaba dispuesto a ayudarme? Solamente había una forma de averiguarlo.
—Explícame de qué estás hablando, Tuck —le pedí con el corazón acelerado.
—Existe una manera —se limitó a decir.
—¿Me la puedes contar?
—No se la puedo contar —repuso—. Pero se la puedo mostrar. —Se llevó uno de sus grandes dedos a los labios a modo de aviso—. Pero debemos tener cuidado. Si nos descubren… —Se interrumpió.
—Solo dime qué tengo que hacer —dije con determinación.
—En el Hades hay cinco ríos. Uno es para olvidar la vida pasada, pero hay otro que permite regresar a ella. Bueno, por lo menos temporalmente —explicó Tuck—. Al beber de sus aguas, uno recibe la capacidad de visitar a sus seres queridos siempre que quiera.
—¿Visitarlos cómo?
—Proyectándose —dijo Tucker.
Parecía que cuanto más hablaba él, menos comprendía yo de qué estaba hablando. Lo miré sin entender. Mis expectativas empezaban a dar paso a la decepción. Era incluso posible que Tucker no estuviera del todo cuerdo. El hecho de que yo depositara tantas esperanzas en lo que pudiera decirme no era más que una muestra de mi desesperación.
Tuck percibió mi desconfianza y se esforzó por ser más claro.
—Hay cosas que no se explican en los libros. Beber las aguas del Lago de los Sueños provoca un estado parecido al trance que permite al espíritu separarse del cuerpo físico. Hace falta cierta habilidad, pero para alguien como usted no debería suponer ningún problema. Cuando aprenda a hacerlo, podrá ir a donde quiera.
—¿Cómo sé que no estás mintiendo?
Tucker pareció desanimarse ante mi falta de confianza.
—¿Por qué habría de mentirle? Jake me lanzará al fondo del foso si lo descubre.
—Entonces, ¿por qué me quieres ayudar? ¿Por qué te arriesgas?
—Digamos que solo busco una revancha —dijo—. Además, parece que le iría muy bien hacer una visita a su casa.
El pobre intento de mostrar sentido del humor me hizo sonreír.
—¿Tú has conseguido ir? A casa, me refiero.
Sus ojos mostraron desamparo.
—Cuando averigüé cómo hacerlo, ya no tenía mucho sentido. Todos mis conocidos ya se habían ido. Pero usted sí puede ir a ver a sus seres queridos, porque todavía están vivos.
Las posibilidades que ese lago me ofrecía me llenaron de esperanza.
—Llévame allí ahora —supliqué.
—No tan deprisa —previno—. Puede ser peligroso.
—¿Cuán peligroso?
—Si bebe demasiado, quizá luego no se despierte. —¿Y eso es muy malo?
La pregunta se me había escapado antes de darme cuenta.
—No lo es, si no le importa pasar el resto de su vida en coma, viendo a su familia cada día como se ve a los personajes de una película, pero sin ser capaz de hablar con ellos ni de tocarlos. ¿Es eso lo que quiere?
Negué con la cabeza a pesar de que me parecía bastante mejor que lo que tenía en esos momentos.
—De acuerdo —dije—. Tú te encargas de la dosis. ¡Pero tienes que llevarme allí ahora mismo!
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
10
El banquete del Diablo
Habíamos llegado casi a la puerta cuando, de repente, esta se abrió con un chasquido sordo y Jake apareció de forma inesperada en la habitación. Sobresaltados, Tuck y yo nos separamos, yendo cada uno hacia un lado, intentando disimular. Jake arqueó una ceja y me miró con gesto socarrón. Llevaba puesto un esmoquin negro y un pañuelo de seda al cuello.
—Me alegro de que todavía estés levantada, querida —me dijo con esa irritante formalidad tan suya, como si acabara de salir de una película de los años cincuenta—. Espero que tengas apetito. He venido a buscarte para ir a cenar. Es lo que hace falta para subir los ánimos por aquí.
—La verdad es que estoy muy cansada —contesté, intentando escabullirme—. Precisamente pensaba irme a la cama.
—¿De verdad? Porque pareces totalmente despierta —repuso escrutándome el rostro—. Más que despierta… diría que pareces emocionada por algo. Estás ruborizada.
—Eso es porque hace demasiado calor aquí —contesté—. En serio, Jake, pensaba irme a dormir pronto…
Me esforcé por mantener un tono de seguridad, pero Jake me cortó con un gesto de la mano.
—No hay excusa que valga. No pienso aceptar un no por respuesta, así que date prisa y vístete.
Me sorprendió que fuera capaz de esos cambios de humor tan imprevisibles. Podía mostrarse siniestro y amenazador y, sin previo aviso, emocionado como un niño pequeño. De repente su buen humor pareció incluso más intenso y sonrió:
—¡Además, quiero presumir de ti!
Miré a Tucker implorándole con los ojos, pero él volvió a mostrar su típica inexpresividad. Yo no podía hacer ni decir nada que no nos pusiera en terreno peligroso.
—Solo quiero estar sola —le dije a Jake.
—Bethany, debes comprender que tu nueva posición conlleva algunos deberes. Hay gente importante que desea conocerte. Así que… volveré dentro de veinte minutos y tú ya estarás lista.
No era una petición. Ya casi había llegado a la puerta cuando se detuvo, como si se le acabara de ocurrir otra idea:
—Por cierto —dijo, sin volverse—. Ponte algo rosa esta noche. Les encantará.
La cena tuvo lugar en un elegante comedor subterráneo iluminado por una pantalla de fuego que se encontraba en uno de los extremos. En lugar de tapices, las paredes desplegaban una colección de armas que incluía escudos romanos, mazos de púas y estacas largas y afiladas, como las que debió de tener Vlad el Empalador en su castillo rumano del siglo XIV.
Jake y yo fuimos los primeros en llegar, así que esperamos en el vestíbulo mientras los camareros servían un aperitivo en bandejas de plata y llenaban las altas copas con champán francés. El sonido de las risas anunció la llegada de los invitados. Al ver a la gente allí convocada supe que se trataba de la elite de la corte de Jake. Todos se acercaban a él para mostrarle sus respetos y me miraban con una fascinación no disimulada. La mayoría iban elegantemente vestidos con cuero y pieles. Yo, con mi vestido rosa de cuello festoneado y falda hasta las rodillas, me sentía marcadamente fuera de lugar. Pero me alivió no ver a Asia por ninguna parte. Me pregunté si su ausencia había sido impuesta. Estaba segura de que, si era así, eso solo conseguiría aumentar su resentimiento hacia mí.
Al poco tiempo, un gong marcó el momento de sentarse a la mesa y todos nos dirigimos a nuestras sillas, alrededor de la larga y veteada mesa de roble que se encontraba en el comedor. En su calidad de anfitrión, Jake se sentó en el centro. Yo, con actitud sombría, me hundí en la silla que me habían asignado a su lado. Justo enfrente de nosotros se encontraban Diego, Nash y Yates, a quienes había conocido en el foso, acompañados de tres mujeres muy bien vestidas. De hecho, todos los invitados eran guapos, tanto las mujeres como los hombres, pero de una forma que me resultaba extraña e inquietante. Sus rasgos estaban perfectamente dibujados, como tallados en cristal, y sin embargo eran muy distintos a los de Ivy y Gabriel. Pensar en mi hermano y mi hermana me provocó una punzada de dolor y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me mordí el labio inferior con fuerza para reprimirlas. Quizá fuera ingenua, pero sí sabía lo poco sensato que sería mostrar vulnerabilidad ante una compañía como esa.
Observé los rostros que me rodeaban. Eran como los de las aves rapaces: mostraban disimulo y miraban con agudeza. Sus sentidos parecían afinados, como si pudieran percibir olores y sonidos que solo los animales salvajes programados para cazar sienten. Sabía que se podían mostrar seductores y atrayentes cuando merodeaban una presa humana. Aunque su belleza impresionaba, a veces entreveía, breve y sutilmente, la sombra de las facciones reales que se ocultaban tras esas máscaras perfectas. Y lo que veía me acobardaba. Me costaba disimular la fuerte impresión que había recibido al ver que ese aspecto humano era simplemente un disfraz.
En su verdadera forma, los demonios eran cualquier cosa menos perfectos. Sus rostros auténticos estaban más allá de lo meramente horroroso. Observé a una mujer escultural que tenía unos rizos largos y de color chocolate. Su piel era blanca como la leche, y sus ojos almendrados de un color azul eléctrico. La delicada curva de la nariz y la redondez de los hombros la hacían parecer una diosa griega. Pero tras ese aspecto sofisticado, era la viva imagen de la putrefacción: tenía la cabeza deforme, la frente abultada y la barbilla puntiaguda como una daga; la piel se veía manchada y amoratada, como si hubiera recibido golpes, y tenía la cara irritada por el llanto y llena de ronchas; la nariz se le levantaba hacia la frente de tal manera que parecía un hocico; era completamente calva excepto por unos pocos pelos delgados y enmarañados que le caían sobre la cara; los ojos se le veían apagados e irritados y la boca no era más que una abertura por la cual se entreveían dientes malformados y encías podridas cada vez que echaba la cabeza hacia atrás y se reía. A mi alrededor solamente veía fogonazos de imágenes parecidas y empecé a sentir náuseas.
—Intenta no mirarlos fijamente —me advirtió Jake susurrándome al oído—. Simplemente relájate y no te obsesiones con eso.
Le hice caso y me di cuenta de que si seguía su consejo, esas imágenes desaparecían y los rostros de todo el mundo volvían a recuperar su belleza y crueldad. Pero mi falta de participación finalmente atrajo la atención de todos y se confundió con grosería.
—¿Qué sucede, princesa? —preguntó Diego, que se encontraba frente a mí—. ¿Nuestra hospitalidad no está a la altura de tus requisitos?
Pareció que todos se hubieran estado reprimiendo hasta ese momento, porque el comentario de Diego fue como un detonador y los demás se animaron a expresar sus pensamientos en voz alta.
—Vaya, vaya, un ángel en el infierno. —Rio una pelirroja a quien Jake llamaba Eloise—. Quién hubiera dicho que llegaría el día en que eso sucediera.
—¿Se va a quedar mucho tiempo? —se quejó un hombre que llevaba una barba exageradamente cuidada—. Apesta a virtud y ya me está dando dolor de cabeza.
—¿Y qué te crees, Randall? —replicó alguien—. Los virtuosos siempre resultan agotadores.
—¿Es virgen? —preguntó la pelirroja—. Hace mucho que no se ve a una virgen por aquí abajo. ¿Nos podremos divertir un poco con ella, Jake?
—¡Oh, sí, compartámosla!
—O sacrifiquémosla. He oído decir que la sangre de una virgen hace maravillas con el cutis.
—¿Todavía tiene las alas?
—Por supuesto que sí, tarado, no las va a perder todavía.
Me puse rígida, alarmada por la idea de que pudiera quedarme sin mis alas, pero Jake me tocó el hombro con gesto tranquilizador y me miró como diciendo que ya me lo explicaría todo después.
—Esta vez os habéis superado, Majestad —agasajó otro de los invitados.
Las voces se enredaban en un parloteo indistinguible. Eran como un montón de niños compitiendo para ver quién llamaba más la atención. Jake toleró su comportamiento un rato, pero al final dio un puñetazo sobre la mesa con tanta fuerza que hizo temblar toda la vajilla.
—¡Basta! —gritó con fuerza para hacerse oír por encima del barullo de voces—. Bethany no está disponible y yo no la he traído aquí para que se enfrente a un interrogatorio. Tened la amabilidad de recordar que es mi invitada.
Algunos de ellos parecieron avergonzados por haber contrariado involuntariamente a su anfitrión.
—Exacto —asintió Nash en tono adulador mientras levantaba la copa—. Permitidme ser el primero en proponer un brindis.
De repente, y por primera vez, mi atención se dirigió hacia la mesa, que estaba repleta de todo tipo de manjares. Todos los platos eran abundantes y extravagantes. Alguien había puesto gran atención en la disposición de la mesa, pues las servilletas de lino, la cubertería de plata y las copas de cristal habían sido colocadas siguiendo una meticulosa alineación. Había faisán asado, patés, tablas de quesos cremosos y bandejas de frutas exóticas. Las botellas de vino, que todavía estaban polvorientas, superaban en número a los comensales. Era evidente que los demonios no creían en la continencia; probablemente allí abajo el pecado mortal de la glotonería fuera un rasgo de carácter muy apreciado.
A pesar de que todo el mundo me miraba con expectación, no hice ningún esfuerzo por tocar la copa que me habían servido. Jake me dio un ligero puntapié por debajo de la mesa y me miró como diciendo:«No me avergüences ahora». Pero yo no tenía ningún interés en ayudarle a salvar la cara en esa compañía.
—Por Jake y su encantadora nueva adquisición —continuó Nash, que ya había renunciado a esperar mi participación.
—Y por nuestra eterna fuente de guía e inspiración —añadió Diego, dirigiéndome una mirada fulminante—. Lucifer, dios del Inframundo.
No sé por qué elegí ese momento para hablar. No me sentía especialmente osada, así que quizá fuera la indignación lo que me permitió recobrar el habla.
—Yo no diría que es exactamente un dios —intervine con un desdén despreocupado.
A mi alrededor se hizo un silencio consternado. Jake me miró, asombrado por mi estupidez. Quizá su capacidad de protegerme en el Hades tuviera algún límite y yo acababa de cruzarlo. Entonces Yeats diluyó la tensión: estalló en carcajadas y empezó a aplaudir. Los demás lo imitaron, igualmente ansiosos por pasar por alto mi falta de tacto y no arruinar la noche. Yeats me miró con expresión divertida, pero el tono con que me habló resultaba claramente amenazador:
—Espero que pronto conozcas a Gran Papi. Le vas a encantar.
—¿Gran Papi? —Recordé que Hanna había utilizado ese mismo apelativo absurdo. Parecía sacado de una película de la mafia—. No puede ser que hables en serio —dije—. ¿De verdad lo llamáis así?
—Te darás cuenta de que aquí no somos mucho de formalidades —continuó Yeats—. Solo somos una gran familia feliz.
—A veces lo llamamos Papa Luci —intervino Eloise, vaciando la copa de un solo trago—. Quizá también te deje llamarlo así cuando lo conozcas un poco más.
—No tengo intención de llamarlo de ninguna forma —declaré, tajante.
—Es una pena —repuso Yeats—, ya que estás aquí a instancias de él.
¿Qué quería decir con eso? Miré a Jake con enojo, exigiéndole en silencio una explicación. Él me sonrió con expresión lánguida y dio un trago de vino. Luego tomó mi copa y me la ofreció para que yo hiciera lo mismo.
—¿Por qué no hablamos de esto después, querida? —dijo al tiempo que soltaba un suspiro exagerado. Me pasó un brazo sobre los hombros con gesto posesivo y me colocó un mechón de pelo suelto tras la oreja—. Esta noche hay que divertirse. Los asuntos serios pueden esperar.
Al final, los demonios perdieron todo interés en mí y se concentraron en comer y beber hasta que el letargo los invadió. Para su esbeltez, mostraban un apetito voraz. Al cabo de unas cuantas horas, algunos de los invitados se excusaron de la mesa y se alejaron tambaleándose hacia una abertura en la piedra de la pared que conducía a una cámara interior. Se oyeron resoplidos y un desagradable sonido de arcadas acompañado del correr del agua, pero nadie prestó atención. Luego los invitados regresaron a la mesa, tomaron las servilletas para limpiarse las comisuras de los labios con gesto elegante y continuaron comiendo.
—¿Adónde han ido? —pregunté inclinándome un poco hacia Jake.
Diego me oyó y respondió en su lugar.
—Al vomitorio, por supuesto. Últimamente los mejores restaurantes lo tienen.
—Es asqueroso —dije, apartando la mirada.
Jake se encogió de hombros.
—Muchos hábitos culturales resultan desagradables a los foráneos. Beth, no has probado bocado. Espero que el vomitorio no te haya quitado el apetito.
—No tengo hambre.
Rechazar la comida era un gesto simbólico que, sabía, no podría mantener de forma indefinida. Empezaba a perder fuerzas y, tarde o temprano, necesitaría alimento si es que pensaba sobrevivir. Jake frunció el ceño y me miró con desagrado.
—De verdad, deberías tomar algo. ¿En serio que no puedo ofrecerte nada tentador? —Tomó una bandeja de fruta y la colocó delante de mí. La fruta se veía madura y tenía un aspecto delicioso. Parecía recién arrancada del árbol: la piel todavía estaba húmeda de rocío—. ¿Qué tal una cereza? —dijo, haciendo oscilar una ante mí. Mi estómago empezaba a hacer ruido—. O un caqui. ¿Los has probado alguna vez?
Cortó uno de ellos por la mitad, dejando al descubierto la jugosa carne. Cortó un trocito que pinchó con la punta del cuchillo y me lo ofreció.
Quise apartar la cara, pero el olor era embriagador. Estaba segura de que la comida normal no era tan incitante. Ese olor parecía penetrar todo mi cuerpo, como una provocación. Quizás un pequeño bocado de fruta no me haría ningún mal. Ese pensamiento me provocó un alivio vertiginoso. Pero eso no era normal. Se suponía que la comida era un sustento, el alimento para el cuerpo; así era como Gabriel la había descrito siempre. Yo había experimentado la sensación de hambre muchas veces en la Tierra, pero lo que sentía en ese momento era ansia. A pesar de todo, por muy hambrienta que me sintiera, no pensaba compartir la comida con Jake Thorn. Aparté la bandeja con un gesto brusco.
—Al tiempo —dijo Jake, casi como si se consolara a sí mismo—. Eres fuerte, Beth, pero no tanto como para impedir que te doblegue.
Cuando el banquete terminó, la reunión se trasladó a un espacio iluminado por velas y lleno de almohadas y alfombras esparcidas por el suelo. Los invitados parecieron haberse librado del sopor y empezaron a acariciarse y a tocarse los unos a los otros con una urgencia cada vez mayor. No hubo ningún acoplamiento, solamente se apretaban los unos contra los otros dándose placer. Uno de los hombres dirigió una mirada lasciva a Eloise y ella respondió arrancándole la camisa con los dientes. Me aparté con discreción al ver que ella empezaba a lamerle el pecho provocándole gemidos de satisfacción. Jake y yo éramos los únicos que continuábamos sentados.
—¿No te unes a ellos? —le pregunté en tono desafiante.
—El libertinaje resulta un poco anticuado después de dos mil años.
—¿Así que piensas probar el celibato para cambiar un poco? —Mi tono de voz no podía ser más mordaz.
—No, solo estoy buscando algo más. —Me miró de una forma que me desconcertó y me hizo sentir casi triste.
—Bueno, pues no lo vas a encontrar conmigo —repuse con severidad.
—Quizás esta noche no. Pero a lo mejor, un día, me ganaré tu confianza. Puedo permitirme ser paciente. Después de todo, dispongo de toda la eternidad para intentarlo.
Al final, mi actitud taciturna fue demasiado incluso para Jake, que permitió que me retirara temprano de la fiesta. Regresé a la relativa seguridad del hotel Ambrosía en una limusina. Tucker ya me estaba esperando en el vestíbulo, aparentemente para acompañarme a mi habitación.
—¿Cómo puedes soportarlo? —pregunté malhumorada mientras entrábamos en el ascensor—. ¿Cómo puede alguien soportar esto? Es todo horrible y vacío.
Tucker me miró con reproche y apretó el botón del ascensor que, creí, nos llevaría hasta el ático.
—Sígame —se limitó a decir.
Cuando salimos del ascensor caminamos en silencio por un pasillo vacío hasta que llegamos ante un suntuoso tapiz colgado de una de las paredes. Los coloridos hilos de seda habían sido tejidos con gran habilidad. La escena mostraba a un grupo de demonios, emplumados como aves de presa, que se lanzaban volando sobre un hombre encadenado a una roca. Algunos de ellos le arrancaban la carne, y otros lo destripaban. A pesar de que era un tapiz, la expresión de agonía del hombre estaba tan bien conseguida que me hizo estremecer.
Tucker apartó un extremo del tapiz y vi que, detrás, había unas escaleras talladas en la roca viva. Parecían descender mucho, como si penetraran en la misma raíz del hotel. Aquí el aire tenía un olor muy distinto al del perfumado vestíbulo: era un olor rancio, de humedad. No había ninguna luz, así que no veía a más de un palmo hacia delante.
—No se aleje de mí —dijo Tucker.
Bajé detrás de él, sujetándome a un extremo de su camisa para no perderlo de vista, y nos introdujimos en esa agobiante oscuridad. Las escaleras eran estrechas y bajaban en cerrados círculos, pero conseguimos llegar al final. Cuando Tucker se detuvo, una especie de brasero que se encontraba sujeto a uno de los muros se encendió. Parecía que nos encontrábamos en un canal subterráneo de aguas turbias y verdosas. Sentí una brisa a mis pies y, si escuchaba con atención, oía unas débiles voces que susurraban mi nombre. Las paredes de roca estaban cubiertas de musgo y del techo caían innumerables gotas de agua. Vi un bote de madera amarrado a una plataforma que estaba cerca de las escaleras. Tucker soltó las amarras y lanzó la cuerda al suelo de la embarcación.
—Suba —me dijo—. Y procure no hacer ningún ruido. Nada tiene que ser perturbado.
No me gustó que dijera «nada» en lugar de «nadie». Me sentía inquieta.
—¿Como qué? —pregunté, pero Tucker se había concentrado en conducir el bote y se negaba a explicar nada más.
Me senté, tensa, sujetándome con fuerza a los bordes del bote mientras los remos penetraban el agua fangosa del canal. Percibía algunos movimientos bajo la superficie del canal. De repente, el agua se rizó como si unas grandes rocas pasaran rozando la superficie por debajo.
—¿Qué es eso? —susurré, alarmada.
—Shh —hizo él—. No haga ningún ruido.
Obedecí, pero volví a mirar hacia el agua. De repente vi unas burbujas que se formaban por encima de algo pálido e hinchado que empezaba a emerger. Vi que estábamos rodeados de unas cosas redondas que flotaban como boyas sobre el río. Volqué ligeramente el cuerpo fuera del bote para acercarme y averiguar qué eran esas extrañas formas, pero cuando vi de qué se trataba tuve que taparme la boca para ahogar un grito. Eran cabezas humanas que flotaban, frías y muertas, alrededor de nosotros. Sus ojos vacíos nos miraban directamente en medio de una corona de pelo que se esparcía por el agua como matas de algas. La cabeza de una mujer se acercó a nosotros: vi que tenía la piel arrugada y agrisada, igual que les sucede a los seres humanos después de pasar demasiado tiempo en la bañera. Impactó contra el casco del bote. La mirada de aviso de Tucker me impidió hacer ninguna otra pregunta.
Finalmente, Tucker amarró el bote a un saliente y salté al suelo, aliviada. Habíamos llegado a un hueco en la roca que tenía el tamaño de una pequeña cala. En el centro del mismo había una charca de agua que emitía destellos diamantinos. De ella partían varias corrientes hacia un destino desconocido. El agua era tan transparente que se veía el fondo cubierto de guijarros. A nuestro alrededor, la roca de las paredes era tan fina al tacto como la seda. Interrogué a Tucker con la mirada, sin saber si ya podía hablar o no.
—Este es el sitio del que le hablé —dijo—. Este es el Lago de los Sueños.
—¿El que me va a llevar de regreso a casa? —pregunté, recordando nuestra última conversación que Jake interrumpió.
—Sí —respondió Tuck—. No físicamente, por supuesto. Pero podrá viajar allí con la mente.
—¿Y ahora qué?
—Si da un trago de este agua, podrá ver aquello que su corazón más desee. El agua actúa como una droga, pero se queda en su torrente sanguíneo de forma permanente. Podrá proyectarse a cualquier parte que desee, en cualquier momento.
No necesitaba que me incitara más. Me apresuré a arrodillarme a la orilla del lago y tomé un poco de agua con la palma de la mano. Sin dudar ni un momento, me acerqué la mano a los labios y bebí con ansia.
Se oía un murmullo parecido al zumbido de las cigarras que tenía un efecto hipnótico. Acerqué el rostro a la superficie del agua y observé con atención, esperando ver alguna señal. Al hacerlo, me sentí como desconectada de mi cuerpo, como si estuviera entrando en un estado de trance. De repente noté algo en el pecho, tal que si me acabaran de golpear con un pesado saco, que me hizo sacar todo el aire de los pulmones. Y todo ese aire que acababa de exhalar formó una esfera visible que flotaba delante de mí, a pocos centímetros del agua, repleta de miles de pequeñísimas esferas de luz blanca que se desplazaban furiosamente de un lado a otro. Me quedé observando cómo descendía y desaparecía.
—No se preocupe —susurró Tucker—. El lago está leyendo sus recuerdos para saber a dónde llevarla.
Durante unos instantes no sucedió nada, solo se oía la respiración de ambos. Tucker me decía algo, pero su voz me llegaba muy apagada. Luego dejé de oírlo y me di cuenta de que lo estaba viendo desde arriba. El lago y todo el entorno empezó a desaparecer de mi visión, aunque yo sabía que continuaba estando allí.
Sentí cierto pánico al notar que otra visión se formaba a mi alrededor. Al principio se veía pixelada, como en una imagen demasiado aumentada de tamaño. Pero poco a poco fue ganando nitidez y todo el miedo que sentía desapareció.
En su lugar, una oleada de emoción me invadió con tal fuerza que me sentí como precipitándome de cabeza dentro de un remolino. Estaba regresando a casa.
Lemoine
Re: Halo y Hades: Un Ángel Enamorado (Joseph)
aaaaaaaaahhh!!!!... Sigueeeee porfiiiisssss!!!!!...
chelis
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