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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

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Mensaje por Julieta♥ Miér 28 Mar 2012, 10:27 pm

es muy triste la vida de joe
pero nooooo...como se iba a meter a traficar con drogas nooooo!!!!!!!!!!
muy triste
siguela!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 6 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Nani Jonas Jue 29 Mar 2012, 9:23 am

gracias por subir los dos caps
joe se puso celoso de carlos aunqe el lo dude son celos
por otro lado no me gusta qe se ponga a traficar con drogas
pero bueno asi son las cosas siguela pronto plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 6 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Natuu! Jue 29 Mar 2012, 3:04 pm

17



Fue Joe el primero en llegar. Aparcó su Renault frente a la casa metiendo un par de ruedas en la cuneta. Encendió un cigarro con el que aliviar la espera y bajó un tercio de la ventanilla para dar salida al humo. Se apoyó en el respaldo y movió el espejo retrovisor para avistarla apenas llegara.
Consumía ya el tercer pitillo cuando reconoció el Fiat verde que _____ tenía cuatro años atrás. Apretó los dientes al sentir un vuelco en el interior del pecho y subió el cristal.
Salió poniéndose la cazadora, con la colilla suspendida entre los labios y entrecerrando los ojos para divisarla a través de la hilera de humo ascendente. La vio detener el coche tras el suyo, buscar algo en el asiento del copiloto, abrir la portezuela y sacar ligeramente la cabeza.
—¡El aire es helador! —exclamó a la vez que trataba de ponerse el abrigo sin levantarse.
Joe no respondió. Alzó el cuello de la cazadora para protegerse del viento frío mientras contemplaba la lucha que ella mantenía con su prenda.
La había amado. La había amado con adoración, la había amado con estúpida ceguera. Había estado dispuesto a dar hasta la última gota de su sangre por ella. Por ella, que seguía siendo igual de hermosa, de dulce, de delicadamente femenina. Igual de engañosa.
Abandonó esos pensamientos cuando la tuvo enfrente, con la bufanda cubriéndole la boca y el bolso colgado del hombro.
—Cuando quieras —dijo de forma escueta. Quería dejar claro que no pensaba iniciar ninguna conversación y que todo su interés se limitaba a su trabajo en el interior de la casa.
La expresión dichosa de _____ se oscureció. Cruzó la carretera y abrió la verja de acceso al jardín. Le entristecía encontrar a Joe casi siempre a la defensiva, con ese escudo de impertinencia con el que insistía en protegerse.
Subieron directamente al ático, acompañados por el sonido de sus pasos en los peldaños del veteado mármol ocre. Ella se paró junto a la puerta de la habitación que buscaban y se hizo a un lado; Joe la sobrepasó evitando rozarla. Recorrió la estancia examinando la inclinación del techo, el claro suelo de madera, el ventanal que ocupaba toda la pared frontal.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó _____, tras él.
—No —respondió sin volverse—. Solo preciso de un poco de silencio.
Ella caminó con exagerado sigilo hasta la ventana. Desde esa altura se divisaba toda la playa, desierta por lo desapacible del tiempo. El cielo se veía gris y pesado y el viento soplaba con ímpetu alzando olas virulentas. Un pequeño grupo de arriesgados surfistas cabalgaban, con sus endebles tablas, sobre un mar encrespado y furioso, desafiando a la naturaleza.
Trató de centrarse en lo que veía queriendo ignorar que Joe estaba a su espalda, pero no pudo. Su presencia la afectaba de tal manera que a ratos creía sentir su aliento en la nuca con una calidez tan real que le erizaba la piel.
Cuando se volvió lo encontró inmóvil, con los ojos cerrados, inspirando con suavidad y absorbiendo sensaciones que después convertiría en dibujos. El amor le estalló a _____ en el corazón al contemplar su expresión serena, sin rastro de tensión. Solo su corto cabello le diferenciaba del hombre dulce y apasionado que una vez la enamoró. Se imaginó deslizando las yemas de sus dedos por los carnosos labios que tantas veces la habían besado, acariciándole la mejilla, los relajados párpados que ocultaban a sus ojos castaños.
Hasta que de pronto retuvo el aliento. Retrocedió unos pasos y deseó haber sido más prudente.
Joe la miraba sorprendido. Había abierto los ojos y se había encontrado con una mirada que no terminaba de entender. Hubo un tiempo en que interpretar los mensajes silenciosos de una mujer le resultó sencillo. Pero, tras el aislamiento con el mundo, había perdido esa facultad. Solo así podía explicarse lo irracional de lo que había creído distinguir.
—Voy a por las pinturas —dijo deseando salir de allí para recuperar el aplomo.
_____ suspiró al quedarse a solas. Pensó que la sospecha de que tenía por delante unos días difíciles comenzaba a convertirse en una realidad.
Pero se equivocó. Su segundo día en ese idílico lugar fue más relajado. Joe llegó con una actitud más neutra, y ella se atrevió a sentarse en el suelo de la habitación, en una esquina alejada, para contemplarle trazando líneas que después llenaba de color. Le sorprendió la rapidez con la que movía sus dedos colocando los tonos en los lugares precisos para que captaran y reflejaran la luz. Durante la larga jornada compartieron algunas palabras y muchos silencios, pero, sobre todo, abundantes miradas; miradas encontradas, miradas fugaces, miradas furtivas.
Al tercer día Joe había pasado de la tensión que le provocaba tenerla durante horas tras él, a desear su silenciosa compañía. Solo a veces, cuando le asaltaban recuerdos que le envenenaban la calma, se volvía y la miraba con fiereza. Entonces ella se levantaba y desaparecía durante un rato.
La última tarde la dedicó a dar los últimos retoques a la obra ya terminada. Mientras lo hacía le oprimía un vago sentimiento de pérdida y se preguntó si podía deberse a que jamás volvería a tener un trabajo como ese. El destino había decidido que debía derribar árboles, no plasmarlos en diseños.
Dejó el pincel sobre la paleta y miró su obra desde el centro de la habitación calculando dónde debía añadir luz, y dónde, algunos trazos de sombra.
—Impresionante —dijo _____, a su espalda. Se volvió hacia ella. Estaba apoyada en el marco de la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho—. El señor Ayala va a quedar fascinado.
La observó con la misma expresión interesada con la que había estado contemplando el dibujo. No le había dado las gracias por que le hubiera conseguido ese trabajo. Cada vez que había estado a punto de hacerlo se había mordido la lengua hasta percibir el sabor a óxido de la sangre. No podía olvidar que, aunque a veces ella fuera un bálsamo, también era la herida. Solo aliviaba un daño que ella misma le había provocado.
Avanzó despacio sin dejar de analizarla, pero con tan poca eficacia que no advirtió que, nerviosa, apretaba la espalda contra el marco de madera. Llegado a su altura apoyó ambas manos en la repisa de la ventana y miró al exterior.
—¡Por qué tiene que ser todo tan condenadamente difícil! —murmuró con ronquera.
—No tiene por qué serlo —dijo ella sin llegar a entenderle.
—Lo es, aunque no queramos —aseguró con aire ausente—. Nacimos sufriendo y provocando dolor, y así seguimos hasta el fin de los días. Es una ley no escrita, pero es una ley. —Inspiró hondo y la miró de soslayo—. Y uno no puede saltarse la ley, ¿verdad?
_____ le miró durante unos segundos tratando de sobreponerse a su ya familiar acidez. «Tú lo sabes bien», habría podido responderle, pero no quiso herirle. Nunca olvidaba que sus ataques eran solo instintivas defensas.
En silencio, introdujo las manos en los bolsillos del abrigo y alzó los hombros como si tuviera frío. Miró hacia el mar. Los osados surfistas de cada fin de semana esta vez eran dos, y por la arena corrían a la par un enorme perro y su amo.
Joe la oyó suspirar, bajito y sin fuerzas, y se sintió culpable. Ella siempre era amable. Siempre. Por más grosero e hiriente que se mostrara, ella seguía siendo amable.
—Voy a salir un rato —indicó _____ cuando sintió que le faltaba aire—. Así te dejo que termines con tranquilidad.
Al quedarse a solas, Joe volvió a percibir un tenue latido de lástima junto a un retumbar de resentimiento. Cada vez sentía más nostalgia del pasado, más miedo al futuro. Cada vez el dolor de vivir se le hacía más grande y difícil de soportar.
La vio recorrer el sendero de piedras encajadas en el jardín y descender la pequeña pendiente hasta alcanzar la playa. La contempló, como otros días, quitarse las botas y los calcetines, dejarlos sobre una pequeña roca y alejarse por la arena con los pies descalzos y seguramente ateridos de frío.
—¿Qué tienes, mujer, que ni aun odiándote con toda mi alma consigo alejarme de ti? ¿Qué es lo que tienes? —murmuró mientras sus nudillos blanqueaban sobre la madera del alféizar.
Apretó los dientes y la maldijo hasta que le sangró el corazón.
Ella podía hacer lo que quisiera, pero él se iba. Bajaría, montaría en su coche y desaparecería sin despedirse. Sí, eso haría. Ya había terminado el dibujo y se llevaba sensaciones para los que le quedaban por terminar en casa. Pero también cargaba con otras sensaciones, bien confusas, que no había esperado encontrarse.
Recogió sus pinturas y pinceles y los metió en la caja de cartón. Antes de salir definitivamente del cuarto echó un último vistazo a su obra. Cada pincelada en esa pared le recordaba un instante de los vividos durante cuatro largos días. _____ respirando tras él, _____ dedicándole un cumplido, _____ saliendo compungida porque él le había respondido con desaire o mirado con recelo. Podía identificar cada trazo hecho con sosiego, con dicha, con amargura, con rabia.
Salió, por la puerta acristalada del salón, a la zona del jardín que daba al mar y volvió a contemplarla. La observó caminar un tramo y sentarse sobre la arena, frente a los surfistas.
Ella era dueña de hacer lo que quisiera, volvió a decirse. Y mientras rodeaba la casa para salir a la carretera sintió que la angustia le encogía el pecho. Angustia porque se encaminaba a su eterna soledad, angustia porque se alejaba de _____.
Se detuvo al avistar el coche tras la valla. Apretó los párpados y se pasó la mano por la cabeza. Acabaría volviéndose loco. Sentía que le estaba venciendo esa parte de sí que no controlaba; ese sentimiento irracional y a veces autodestructivo. Odiaba a esa mujer y, sin embargo, se empeñaba en tenerla cerca.
Ajena a esa lucha, _____ se entristecía porque esos días de encuentro habían llegado a su fin. Había dejado a Joe a punto de terminar el trabajo y sospechaba que ya se habría marchado, como había hecho cada una de las tardes, sin molestarse en despedirse. Y esa forma de irse, igual que cada desaire, cada mala palabra o cada simple gesto agrio se le seguían clavando muy hondo.
Le danzó el alma al escuchar sonido de pisadas en la arena. No tenía que volverse para saber que era él. Sentía su presencia igual que captaba sus volubles estados de ánimo sin necesidad de mirarle.
Contuvo el aliento cuando advirtió que se detenía y lo soltó al notar que se sentaba a su lado. Lo percibió tranquilo, relajado, y se sintió feliz a pesar de la significativa distancia que él había dejado entre ambos.
Joe aspiró con fuerza el aire frío con olor a mar y posó la mirada en el enérgico oleaje. Palpó la cajetilla de tabaco tras el cuero de su cazadora, lo dejó donde estaba y apoyó los antebrazos sobre las rodillas.
—Parece divertido —dijo admirando las acrobacias de los surfistas.
—En verano, con sol y un agua más caliente, puede que sí —respondió dichosa.
Joe miró disimuladamente hacia sus pies. Sus dedos, enrojecidos de frío, jugaban a enterrarse una y otra vez en la arena. Sonrió para sí ante esa contradicción y volvió a guardar silencio. Un silencio apacible, casi cómplice, en el que los dos se perdieron durante largos y sosegados minutos.
—Siempre me ha gustado el mar —comentó él de pronto, sin apartar la vista del horizonte—. Es hermoso. Puedo pasar horas simplemente mirándolo.
—Un atardecer en el mar es una de las cosas más bonitas que existen —opinó _____ encogiendo las piernas y abrazándose a ellas.
Se sentía eufórica. Que él no se hubiera ido, como el resto de las tardes, ya le parecía un motivo para estar dichosa; que se hubiera acercado a acompañarla y que estuviera manteniendo una conversación relajada, la aflicción que le habían provocado todos sus desaires. Hasta la distancia que había guardado creyó ver que se acortaba.
—Y un amanecer —añadió Joe, que lamentó no haberlo disfrutado junto a ella mientras estuvieron juntos—. Me gusta la sensación de libertad que me provoca. Me da fuerza, me da calma, me da vida.
—A mí, contemplar algo tan inmenso me hace sentir muy pequeña.
—Es que eres pequeña —se burló con un asomo de sonrisa.
Los problemas, los rencores, las amarguras; todo se desvaneció en un instante, el pensamiento se volvió perezoso y ellos se encontraron cómodos y despreocupados.
_____ le miró falsamente ofendida, ocultando que la inesperada broma le había inflamado su ya copiosa felicidad. Pero él continuó mirando al frente, como si no hubiera dicho nada especial, y ella se dejó llevar. Cogió un puñado de arena de entre sus pies descalzos y se lo lanzó sin demasiada fuerza.
Él se volvió sorprendido. No entendía qué le había pasado por la cabeza para hacer algo así, y durante unos breves e interminables segundos la miró tratando de averiguarlo. Encontrarse con su expresión inquieta y su risa contagiosa le terminó de confundir. Sacudió la manga de su cazadora y volvió a mirar al frente para disimular la media sonrisa incontrolable que se le había instalado en el rostro.
Le gustaba estar junto a ella sin esa tensión que le acalambraba los músculos. No sentir dolor en el alma ni amargura en la boca a pesar de tenerla cerca era una insólita novedad. Tal vez, con el tiempo, podría alcanzar por sí mismo esa calma de espíritu.
Un nuevo impacto, esta vez en el hombro, interrumpió sus pensamientos. Se quedó inmóvil, calibrando qué cantidad de granos se le habían introducido por el cuello. Los sintió deslizarse, fríos y ásperos, por el torso. Bajó la cremallera de su cazadora y ahuecó el jersey y la camiseta para que los incómodos invasores abandonaran su cuerpo, y volvió a mirarla.
Ella se mordía los labios, insegura, preguntándose si esta vez había ido demasiado lejos. Pero la abierta sonrisa de Joe la tranquilizó. Se levantó animada, le sonrió con desafío y se inclinó para armarse de nuevo.
—Así que pequeña, ¿eh? —dijo en tono amenazador y alzando su mano cerrada.
Joe obedeció a un primer impulso. Llenó sus dos puños con arena a la vez que ella echaba a correr para que su lanzamiento no la alcanzara.
No lo pensó. No tuvo tiempo. Salió tras su cabello que volaba al viento, tras el sonido de su risa que se mezclaba con el rumor de las olas.
No distinguió si fue ella quien cayó, si él mismo se arrojó llevándosela consigo. La tenía bajo su cuerpo, más cerca de lo que había pensado que volvería a tenerla. Le envolvía su conocido y embriagador olor, la escuchaba respirar y podía verse en sus ojos cálidos del color del titanio. Dejó de escuchar su risa, miró sus mechones castaños extendidos por la arena y bajó despacio la cabeza. Recordaba el sabor de sus besos; lo recordaba casi con precisión. Llevar ese gusto en su boca le había amargado durante años. Ahora quería percibirlo de nuevo.
Y eso era lo peor que podía ocurrirle.
Pero deseó quedarse. Por alguna loca razón deseó quedarse allí, contemplando sus labios y el parpadeo sorprendido de sus pestañas. Quedarse escuchando el agitado sonido de su aliento, el acelerado latir de su corazón.
No era capaz de imaginar un lugar mejor...
... ni peor.
Porque él no debería estar allí.
Se puso en pie, confundido, nervioso, mortificado de nuevo en cuanto dejó de sentir su contacto, y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ella dudó, confusa, hasta que le vio desplegar los dedos con impaciencia. Entonces los agarró y dejó que la alzara.
—Espero no haberte hecho daño —musitó Joe, con sus brillantes ojos castaños clavados en los suyos.
—No. No, no —murmuró incapaz de vocalizar nada diferente. De pronto sintió el frío que le entumecía los pies.
Joe asintió con un leve movimiento de sus pupilas y le dio la espalda para volver hacia la casa.
Le urgía escapar de allí. Quería coger el coche y conducir hacia cualquier lugar lejos de ella y de lo que había sentido. Pero se llevaba, encajado muy dentro, un afilado sentimiento de culpabilidad. Se consideraba estúpido, traidor a la memoria de su hermano y a sí mismo.
¿Cómo había podido participar en su broma, ir tras ella? ¿Cómo había podido desear besarla? Manu debía de estar revolviéndose en su tumba, avergonzándose de él. ¡Valiente vengador estaba hecho, tan torpe, tan débil, tan malditamente simple y humano!
Y lo peor de todo era que se había sentido bien. Tan bien como no recordaba haber estado nunca con nadie más que con ella.


Hacía rato que había caído el último de los árboles marcados para la tala. Rodrigo detuvo la motosierra y miró alrededor. El trabajo de dividir los troncos en fracciones había terminado. Ahora, algunos hombres se afanaban en desmocharlos con las hachas y otros en transportar las ramas hasta el camión. Se acercó a Joe, que resopló tras terminar de despiezar el suyo y cargó la motosierra sobre el hombro derecho.
—¿Bajamos y nos echamos un cigarrito? —preguntó Rodrigo señalando con un gesto hacia la carretera.
—Tú odias el tabaco —dijo comenzando a descender la ladera.
—Pero un cigarrito no me hará daño, ¿no? —insistió yendo tras él.
Joe se limitó a reír mientras cuidaba de no tropezar con troncos y ramas. Jamás había visto a su amigo con un pitillo entre los labios y dudaba que esta fuera a ser la primera vez.
Dejaron las pesadas herramientas en la trasera del camión y junto a ellas los cascos, las gafas protectoras y los guantes. Después se acercaron a la valla de hormigón que separaba el arcén del río, bien lejos del combustible y cualquier otra cosa de fácil ignición.
—¿De verdad quieres uno? —dijo Joe al tiempo que abría la cajetilla.
—Me he propuesto entenderte y voy a comenzar por descubrir qué encuentras en esta cosa para que solo te separes de ella mientras duermes o dibujas.
Joe convirtió su risa en irónica carcajada, pero le entregó un cigarro y lo encendió. La primera inhalación provocó a Rodrigo un violento acceso de tos.
—Horrible —consiguió decir con voz ahogada a la vez que el humo irrumpía por su boca—. Esto te tiene que hacer polvo los pulmones. —Cogió oxígeno con teatralidad—. ¡No sé cómo puedes maltratar así a tu cuerpo, hombre!
—Te lo he explicado —aspiró de su propio pitillo—. Me ayuda a no pensar.
—Tal vez ese sea el problema, que no piensas las cosas antes de hacerlas —tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie—. Porque hay un nuevo problema; uno del que no me has hablado, ¿verdad?
—Yo no pienso y tú lo haces demasiado —bromeó, y al instante siguiente recuperó la seriedad—. Pero tienes razón. Hay un problema. —Se apoyó en la barandilla y miró a los compañeros que seguían trabajando en la ladera—. Busco su compañía. Independientemente del odio que siento por ella, me gusta tenerla cerca.
Rodrigo no necesitó oír ningún nombre para saber de quién hablaba. Sacudió la cabeza con pesar y se sentó a su lado, hombro con hombro.
—Por una vez en la vida me habría gustado estar equivocado —se lamentó—. Pero hay evidencias que no se pueden tapar con nada. Siempre he tenido claro que la amabas.
Joe rio por lo bajo. No se había atrevido a pensar en esas palabras, pero ahí estaba su amigo, que a veces parecía su conciencia, diciendo una vez más lo que a él le aterraba siquiera preguntarse.
—No lo digas ni en broma. —Consumió una buena parte del cigarro en una sola y ansiosa inspiración—. ¿Qué clase de hombre sería si la amara después de lo que me hizo?
—Uno de verdad —respondió aun sabiendo que no había sido una pregunta—. Uno que cuando ama lo hace para siempre y por encima de todo; incluso de las traiciones.
—¡Valiente consuelo sería ese! No. No la amo. La nece... —Tragó al sentir que las palabras se le atravesaban en la garganta—. Creo que... ¡Dios, no lo sé! —Se frotó la cara con energía—. En realidad, ella fue el motivo que encontré para seguir vivo hasta salir y cobrarme la deuda. Ahora es posible que esté confundiendo las cosas. Me he convencido de que la necesito y...
—Creo que insistes en engañarte. Haz caso a mi sexto sentido esta vez. Te guste o no, estás pillado por esa mujer.
—No es eso —resopló despacio y volvió a mirarle—. De todos modos, todo esto terminará pronto. —Arrojó el cigarro al suelo y lo destrozó, rabioso, con la gruesa suela de su bota—. La aplastaré como ella me aplastó a mí.
—¿De verdad crees que si la destruyes dejarás de atormentarte con ella? Porque, si es así, no entiendo que no lo hayas hecho todavía.
Joe volvió a contemplar la ladera cubierta de troncos y ramas. No quería hacerse esa pregunta. Llevaba tiempo preguntándose demasiadas cosas.
—Debemos volver al trabajo —dijo a la vez que se volvía para marcharse.
—¿Y Bego? —Rodrigo alzó la voz para que se detuviera.
Lo hizo. Se volvió despacio, con el ceño arrugado.
—¿Qué pasa con ella?
—Hace semanas que no la ves —indicó poniéndose en pie.
—Sabe que estoy ocupado con el trabajo —trató de justificarse sin demasiada energía.
—¿Tanto como para no ir a verla ni una sola tarde? —Joe resopló incómodo—. Deberías poner orden en tu vida —aconsejó Rodrigo con afecto.
—¿En qué vida? —preguntó alzando los hombros con impotencia—. ¿En qué vida voy a poner orden? —volvió a decir mientras se alejaba hacia el camión. Allí cogió una gran hacha para unirse a los hombres que separaban las ramas de los árboles abatidos.


—¿Cuánto te queda para terminar ese último diseño? —preguntó Bego.
Era sábado. Joe, que había pasado esa tarde en el Iruña, perdido una vez más en sus pensamientos, la había llevado a cenar a un buen restaurante para hacerse perdonar por haberla tenido una vez más en el olvido. La disculpa de que utilizaba todas las horas posibles en dibujar para terminar cuanto antes con la historia tenía su parte negativa: ahora ella tenía prisa.
—¿Una semana? —insistió ante su silencio.
—No creo que pueda terminar en una semana —opinó Joe revolviendo su café y vagando la mirada en el movimiento del oscuro líquido—. Es una habitación, pero no es un único dibujo. Además, piensa que los días de labor no dispongo apenas de tiempo.
—¿Dos semanas? —machacó ansiosa por conocer la respuesta.
—¡No lo sé, Bego; no puedo saberlo! —voceó con impaciencia.
Los que ocupaban las mesas más cercanas se volvieron a mirarle. Apretó la mandíbula, como el bárbaro insensible que se sentía en ese momento.
—Disculpa —respondió, seria y dolida—. Lamento ser quien tenga más interés de los dos en que todo esto acabe.
Una inspiración larga y profunda aportó a Joe un poco de calma.
—Perdóname tú a mí. —Dejó la cucharilla sobre el plato y pegó la espalda al respaldo de la silla—. Últimamente me irrito con facilidad.
Se crispaba, sí, y cada vez más a menudo, pero solamente con ella. No le pasaba igual con _____, y esa condenada diferencia contribuía a aumentarle el mal humor.
Bego clavó el pequeño tenedor en el borde de su porción de tarta de chocolate. Separó un pequeño trozo y dudó si ofrecérselo, ya que él no había pedido postre, pero su gesto serio la hizo desistir.
—¿Hay algo que te inquieta? —Sus exóticos ojos negros le examinaron con atención.
Joe apartó los suyos para mentir.
—No. Todo está bien.
Necesitaba un cigarro, necesitaba salir de allí, necesitaba dejar de pensar en el último y maldito fin de semana.
—¿Cuándo van a aceptar lo de tus días de vacaciones? —preguntó ella con suavidad para no volver a alterarle—. Si no tuvieras que ir a dormir a la cárcel dispondrías de más tiempo.
—Ya han respondido —dijo sin ningún ánimo—. No me conceden los permisos de todo el año a la vez, pero sí la mitad.
Ella pasó por alto que hubiera tenido que sonsacarle la buena noticia, e hizo las cuentas con rapidez.
—¿Veinticuatro días? —preguntó con regocijo.
—Veinticuatro días —repitió—. Pero como solo cuentan los cuatro por semana que duermo en prisión, eso los convierte en mes y medio de plena libertad.
Bego le tomó la mano izquierda que él apoyaba en el borde de la mesa y se la acarició con mimo. Él simplemente dejó que lo hiciera.
—Eso es maravilloso. —Le costó mantener sin lágrimas a su emoción—. Y ahora no estoy pensando en que vayas a tener más tiempo para terminar los diseños. Me alegro por ti; porque por un tiempo volverás a vivir como un verdadero hombre libre.
—Sí. Puede que me venga bien. —La miró a los ojos y vio el amor y la fidelidad de siempre—. ¿Por qué sigues preocupándote por mí?
Sus palabras la alarmaron. Creía que a esas alturas de la relación él ya no debería hacerse esas preguntas. Temía que se debiera a que la cercanía de _____ comenzaba a alejarlo de ella. Se le contrajo el corazón al preguntarse qué más estaba consiguiendo esa mujer.
—Porque te amo —susurró guardándose sus recelos—. Y algún día tú me amarás de la misma forma.
—Dios sabe que lo intento —confesó con pena—. Te juro que lo intento. Eres el sueño de cualquier hombre. El problema es que yo olvidé cómo se sueña.
—Volverás a hacerlo. Cuando todo esto termine te sentirás liberado del pasado y volverás a hacerlo —sonrió inclinándose sobre la mesa—. Y entonces te enamorarás de mí —aseguró con cariño, acercándose hasta poder besarlo en los labios.
Él no se movió al sentir el primer roce. Recordó la invitadora boca de _____, su cabello revuelto sobre la arena... ¿Por qué pensaba en eso ahora? ¿Por qué se preguntaba cómo sería besarla después de tantos años? ¿Por qué los besos de Bego no le causaban ninguna emoción?


—Antes nunca estabas cansada —dijo Carlos, parado junto a la puerta de la cocina—. Íbamos a menudo al cine, al teatro, a cenar. Nunca ponías disculpas absurdas.
_____ colocó las dos tacitas manchadas de café en el lavavajillas. Le hubiera extrañado que Carlos se fuera sin hacer ninguna observación a su negativa de salir esa noche de sábado.
—Ya te lo he dicho: estoy cansada y quiero acostarme pronto —señaló volviéndose hacia él.
El comisario apoyó el hombro en el marco de madera y sonrió.
—Si en el fondo te creo. Sé que no acostumbras mentir.
—Pero hay algo que quieres decir antes de irte, ¿verdad? —consultó con sorna.
—Siempre me has conocido mejor que nadie —declaró con orgullo. Después la miró como si pretendiera leer en sus ojos—. El pasado fin de semana estuviste con él, ¿no es cierto?
—Y también el anterior —respondió con sinceridad—. Fue por cuestión de trabajo.
Carlos se cruzó de brazos, tenso y a pesar de todo sonriente.
—Es listo el cabrón. —Soltó una risa cínica—. Se inventa una tarea en la casa para tenerte cerca. ¿No te inquieta eso?
_____ le miró con desafío.
—La idea de pintar directamente en la pared de una de las habitaciones partió del señor Ayala. Él no ha inventado nada, y menos aún pensando en mí.
—¿Durmieron allí? —preguntó casi sin pensar.
—¿Y qué si lo hicimos? —dijo con dureza—. No debo explicaciones a nadie. Pero, como estoy intentando no alterarme, te las voy a dar —declaró con mal gesto—. Fuimos hasta Cuberris y volvimos aquí todos y cada uno de los cuatro días que duró el trabajo. ¿Eso te tranquiliza?
—En absoluto —dijo entre dientes—. Lo está consiguiendo de nuevo, ¿verdad? —preguntó al tiempo que se acercaba.
—¿Qué quieres decir?
—Que está logrando que confíes de nuevo en él, que no razones con sensatez. Lo está haciendo, ¿no es cierto? —Ella suspiró para mostrar que le aburría la conversación—. ¡Por el amor de Dios, _____, es un delincuente!
—¡Está pagando su deuda con la justicia! —aclaró con ardor—. Todos merecemos segundas oportunidades.
—¿Cómo sabes que no sigue metido en la misma mierda? —Crispó los dedos sobre la madera de la silla que había ocupado hacía un rato.
—No quiero seguir hablando de esto, Carlos —dijo yendo hacia la puerta—. Estoy cansada y quiero dormir.
—Dime una cosa. —Ella se volvió a mirarle—. Si descubres que sigue quebrantando la ley, ¿te alejarás de él?
—Sé que está limpio. Lo sé. —Carlos insistió con un movimiento de cejas, y ella continuó—: Pero si tuvieras razón, si resultara no ser el hombre honrado que creo que es, no cambiaría nada. Nunca le daré la espalda.
—¿Pero es que no te preguntas qué quiere de ti después de lo que pasó? No puedo entender que eso no te alarme.
—No te estoy pidiendo que lo entiendas —declaró con destemplanza—. Para serte sincera, me trae sin cuidado si lo haces o no.
Los ojos del comisario relampaguearon heridos y sus labios se comprimieron en un gesto de impotencia. Comprender que la estaba perdiendo definitivamente a punto estuvo de hacerle perder el control. Empujó el respaldo de la silla y lo estampó en el borde de la mesa. Quiso responder, pero todo cuanto le llegaba a la boca eran palabras que ella no le perdonaría. La señaló con el dedo tratando de advertirle que eso no terminaría bien y salió llevándose consigo su frustración, sus temores y sus consejos.


















Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por Nani Jonas Jue 29 Mar 2012, 3:59 pm

ai joe deseo besar a la rayis y yo me hago una pregunta
porqe simplemente no lo hiso jajaja natu sube un cap mas
porfavor esta nove es hermosa anda plis
Nani Jonas
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Mensaje por Julieta♥ Jue 29 Mar 2012, 9:13 pm

noooooo

joe debio besarla

q tontis jejejjee

siguelaaaaaaaaaaaaaaaaa
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Nani Jonas Vie 30 Mar 2012, 8:43 am

siguela porfavor
Nani Jonas
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Mensaje por Julieta♥ Vie 30 Mar 2012, 6:07 pm

sube cap!!!!!!!!!!!!!
no nos dejes con la intriga!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Natuu! Vie 30 Mar 2012, 11:48 pm

18



Pagó las revistas al quiosquero y este le devolvió el cambio en monedas. Las guardó en el bolsillo del abrigo y sujetó las publicaciones con el brazo izquierdo, pegadas a su pecho. Después, con expresión lastimosa, se encaminó hacia la tienda.
Llevaba días en los que nada le daba ánimos. A Joe le quedaba un último diseño que no tardaría en entregar, y ahí terminaría todo. Lo más probable era que nunca más volvieran a verse.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y se las secó con la suave lana gris de sus guantes. Hacía rato que había anochecido. Las farolas y los escaparates de los comercios iluminaban la calle y ella caminó por el centro, con la cabeza gacha para que nadie la viera llorar.
Tomó aire al avistar la tienda, se frotó las mejillas y ensayó una sonrisa.
Llevaba esa mueca, rígida y artificial, encajada en el rostro, cuando abrió la puerta y sonó el tintineo de bienvenida. Y, de pronto, todo ese artificio se hizo verdad: sus ojos chispearon sorprendidos y su boca dibujó un emocionado arqueo.
Él interrumpió su conversación con Lourdes y se volvió al oír el sonido que anunciaba una llegada. Se pasó la mano por la nuca, azorado. Se había acercado con la única intención de ver a _____, había entrado sin tener claro qué disculpa utilizar para su visita, y ahora que la tenía enfrente seguía sin ocurrírsele ninguna.
La pelirroja se le adelantó con la explicación.
—He pedido a Joe que eche un vistazo a los muebles y que nos diga si pueden encajar con el diseño que aún tiene entre manos. —Sonrió a _____, orgullosa de la hazaña de haberle retenido hasta que ella llegara.
Joe soltó aire, aliviado. Con la cazadora abierta, introdujo las manos en los bolsillos de sus vaqueros, encogió los hombros y sonrió con torpeza.
_____, ensordecida por los latidos de su aturdido corazón, se acercó sin dejar de mirarle.
—Es una sorpresa encontrarte aquí —murmuró soltando las revistas sobre el mostrador.
Lourdes tosió con suavidad y le pellizcó el dorso de la mano mientras fingía interesarse por las portadas.
—Sí, qué sorpresa —intervino con agilidad—. Yo también se lo he comentado: ¡bendita casualidad, hoy que necesitábamos tu opinión! —Y ella misma rio su ocurrencia.
_____ no se atrevió a confirmar la mentira, pero tampoco la objetó. Ante su silencio Joe comprendió que debía hacer algún comentario.
—Yo le he respondido que... —tragó, y el nudo en su garganta aumentó de tamaño—, que por mi parte no hay problema.
Una apocada sonrisa fue el comedido agradecimiento de _____.
Al cabo de unos minutos ocupaban el despacho. Sentados ante el escritorio, uno al lado del otro, examinaron muebles, lámparas y adornos, y lo hicieron sin preocuparse de que el tiempo avanzara y llegara el momento del cierre. _____ disfrutó de la sensación de estar junto al hombre del pasado, el dulce y tierno, el tímido que se acercaba sin rozarla. Joe, por su parte, encontró lo que buscaba al entrar allí esa tarde: había deseado sentir de nuevo esa calma que le acompañó mientras pintaba con ella al lado; esa serenidad que le invadió al mirar al mar, sentado en la arena; esa inconsciencia que consiguió borrarle los malos recuerdos cuando la escuchó reír. Había querido volver a sentirse bien, y no conocía otro modo de hacerlo que estando con ella.
Pero esa paz, tan verdadera como extraña, terminó de pronto cuando Lourdes abrió la puerta y les dedicó una mueca apagada.
—Lamento decirles que se ha hecho tarde. Y tú tienes visita —informó con lástima a _____.
Se apartó, y en su lugar asomó el comisario con una hermosa rosa blanca de tallo largo. La sonrisa se le congeló en la boca y las palabras de disculpa que llevaba preparadas se le extinguieron en la garganta.
Entró, con los ojos fijos en Joe, y se paró junto a la mesa.
—No esperaba verte aquí —dijo en voz baja y templada—. En realidad no esperaba verte en ningún sitio.
Joe cerró con rudeza el catálogo.
—Yo también me alegro de verte —respondió poniéndose en pie.
—¿De visita? —insistió el comisario clavando en él sus incisivos ojos ámbar.
_____ se levantó, suspirando con exageración y arrastrando escandalosamente la silla, y se acercó a los dos hombres.
—Estamos trabajando —aclaró tratando de no mostrar lo contrariada que se sentía.
—Sí, trabajo —repitió Joe—. Pero no te preocupes. —Cogió su cazadora sin apartar los ojos de él—. Ya me iba.
Carlos hinchó el pecho. A punto de posar su mano en la cintura de _____ la apartó y la introdujo en el bolsillo. No tenía claro cuál podía ser su reacción. Se conformó con acercarse hasta rozarla como si fuera suya.
—Espero que esto no se convierta en una costumbre.
Joe captó su gesto posesivo y amenazante, su advertencia de que ella le pertenecía, el recordatorio de que iría a por él si insistía en mantenerse cerca.
—¿Lo de encontrarnos tú y yo? —Rio por lo bajo al tiempo que se ponía la prenda—. Yo también espero que no se convierta en costumbre.
El comisario apretó los dientes, furioso por la impertinencia. Pero ni por un segundo olvidó que _____ estaba presente, por lo que no se permitió ningún error.
—Abrígate —aconsejó con calma—. Hace mucho frío ahí fuera.
Joe se subió la cremallera hasta el cuello y sonrió con guasa. Miró a _____ y se despidió con la mirada; un gesto tierno que para nada reflejaba el coraje que sentía.
Ella le contempló salir y al momento se sintió invadida por el desánimo. Había esperado una despedida diferente: una sonrisa dibujada tan solo en sus ojos, unas palabras dulces enviadas en silencio a su corazón... Le había faltado una última imagen amable de él que pudiera guardar para siempre en su memoria.
Se acercó al escritorio y comenzó a ordenar los muestrarios.
Quería retrasar el momento de hablar con Carlos. Estaba furiosa con él, pero tampoco encontraba nada específico que echarle en cara.
Suspiró al tiempo que él le ofrecía la rosa y, con voz susurrante, le pedía disculpas por su comportamiento de la noche anterior y le suplicaba que le permitiera acompañarla a casa.


Joe introdujo el portarretratos con la foto de Manu y cerró el cajón de la mesilla con un golpe. Hacía semanas que no se acercaba al cementerio. Le avergonzaba pararse ante su tumba y hablarle como había hecho tantas veces. No podría hacerlo mientras no supiera cómo explicarle lo que estaba ocurriendo con _____; no podría hacerlo mientras se sintiera indigno. Esa noche ni siquiera podía mirar su fotografía. Le provocaba verdadera vergüenza encontrarse con el infantil e inocente rostro de su hermano.
Se reprochaba haber sentido celos cuando apareció el comisario. No conseguía engañarse diciéndose que había sido rabia, impotencia, resentimiento. Porque, sí, había experimentado todas esas cosas, pero por encima de todas ellas le había hostigado la irracionalidad de los celos.
Encendió un cigarro y miró hacia el escritorio. Allí, protegido por un quebradizo papel de seda, estaba el último de los diseños, ya terminado. ¿Por qué no lo había entregado aún? ¿Por qué se resistía a romper el último lazo con _____? ¿Por qué no lo hacía, pronunciaba las palabras que ponían en marcha su plan y terminaba con todo?
Sobre la cama, vibró y sonó el móvil. Se acercó para leer en la pantalla iluminada. Era Bego, y llamaba por tercera vez en la última media hora. Lo cubrió con la almohada para amortiguar el sonido. Se acercó a la ventana y expulsó el humo, que se dispersó por la superficie del cristal. Contempló la calle a través de esa neblina tóxica hasta que el teléfono enmudeció.


Durante todo el día, mientras talaba árboles y despiezaba troncos, había tenido una sola obsesión: volver a verla. Volver a sentir esa paz, esa inconsciencia. En su habitación ya no estaba la imagen acusadora de su hermano, con lo que al llegar a casa sus ganas no encontraron nada que las retuviera. Se duchó, se cambió de ropa y condujo su coche hasta el parking de Indautxu.
Lo necesitaba. Necesitaba con desesperación todo lo que ella le hacía sentir.
Ascendió a la superficie por la escalera automática y se detuvo al inicio de la calle Ercilla. El acelerado ritmo de su respiración le había secado la boca. Trató de inspirar pequeñas cantidades de aire y expulsarlas despacio, pero no consiguió nada. Ahogado como se sentía, encendió un cigarro. Unas pocas aspiraciones, profundas y lentas, le calmarían. Le temblaban los dedos. No recordaba dónde había dejado los malditos guantes. Probablemente en el coche. Pero ¡qué importaba! Estaba yendo hacia ella cuando sabía que no debía hacerlo. Llevaba años sabiéndolo y aun así no iba a hacer nada para evitarlo.
Arrojó el cigarro, lo aplastó con el pie y siguió su camino.
No supo qué iba a decir hasta que la tuvo enfrente, con sus hermosos y sorprendidos ojos abiertos de par en par.
—¿Qué clase de muebles van a poner en la habitación del ático? —preguntó tratando de no resultar absurdo.
La sorpresa y la felicidad brillaban disimuladamente en los ojos de _____ cuando respondió:
—¿Si te los enseño nos dejarás conocer tu opinión?
Escucharla le dio a Joe serenidad. Por eso no le importó que los dos supieran que era un tonto pretexto; ni dudó en seguir acudiendo cada tarde, después del trabajo, para reunirse con ella en el pequeño despacho e ir repasando las diferentes estancias de la casa.
Ojearon infinidad de muestrarios, hablaron, rieron y hasta en alguna rara ocasión bromearon. En lo que sí pusieron especial atención fue en que no tropezaran sus manos en las mismas tapas, en las mismas hojas. Pero eso no siempre fue posible. Cuando sus dedos se encontraban los retiraban con rapidez y pedían disculpas. Después se quedaban en silencio durante largo tiempo, inquietos, sin saber qué decir ni cómo comportarse. A veces volvían a hablar a un tiempo, y eso provocaba leves sonrisas que aligeraban la tensión.
Y esta vez no fue la brisa con olor a mar la que les relajó el espíritu hasta hacerles olvidar quienes eran. Esta vez no fue abandonar la mirada por el horizonte ni oír el murmullo de las olas lo que consiguió que Joe arrinconara el hecho de que ella fuera la culpable de su desgracia. Esta vez, el inesperado milagro tuvo lugar entre cuatro paredes, mientras contemplaban y hablaban de simples muebles.
Para el viernes, ojeando con pena el último muestrario, los dos estaban ebrios de palabras, de silencios, de miradas, de sonrisas, de roces por descuido y alguno hasta causado con intención. Al tropezar sus manos sobre la fotografía de una chaise longue en madera de cerezo ninguno se apresuró a apartarla como en otras ocasiones. Guardaron silencio, sí, pero lo hicieron mientras sus dedos se rozaban con suavidad y prudencia.
Se miraron a un tiempo. Sus rostros quedaron tan cercanos que entre ellos apenas si quedó espacio para la respiración. _____ sintió calor en las mejillas y sequedad en la boca. Se humedeció los labios, nerviosa, consciente de que el aire que respiraba era el aliento agitado que él despedía.
Joe la oyó suspirar y deseó besarla, igual que le ocurrió al tenerla entre su cuerpo y la arena. Bajó la cabeza, despacio, hacia los atrayentes y apetecibles labios. En ese instante su deseo era más poderoso que ninguna otra razón. No podía elegir la dignidad cuando tenía a su lado la boca más deseable y pecaminosa de cuantas había probado nunca.
Antes de alcanzar a rozarla sintió la suave brisa de su aliento acariciándole la piel, como entonces...
De pronto fue plenamente consciente de lo que, por segunda vez en pocos días, había estado a punto de hacer. Se levantó sin dejar de mirar los abiertos y sorprendidos ojos grises, arrepentido de su deshonrosa debilidad. Cogió la cazadora y huyó sin ser consciente, aún, de que eso de lo que escapaba se lo llevaba consigo: la brasa candente del deseo. Esa que una vez prendida ni el aire más hiriente y gélido podría apagarle.
Salió abrumado de vergüenza y de culpa. En el exterior el cielo derramaba una gruesa y fría lluvia, y él, con las manos en los bolsillos, se dejó empapar mientras sus ojos vertían sus propias lágrimas.
Caminó sin que le importara hacia dónde lo hacía, sin molestarse siquiera en arrimarse al amparo de los aleros. Toda su obsesión fue encontrar una razón que le justificara. Pero no tenía excusa el desear a la mujer a la que debería odiar con cuerpo y alma. Porque la deseaba como sabía que no la había deseado nunca. La deseaba hasta el delirio. No, no existía alegato posible, porque había instantes, como ese, en los que habría dado lo que le restaba de vida por una noche. Por unas horas. Por unos minutos en los que pudiera hacerla suya en silencio. En el más completo y desconsolado silencio.


No encendió ninguna luz. _____ entró en casa y dejó que la costumbre la condujera hasta su habitación. Sin ánimos ni para quitarse el abrigo, soltó el bolso y se dejó caer de bruces sobre la cama. Hundió el rostro en el edredón y sollozó desconsolada.
¿Cómo había podido ser tan estúpida? Había visto amor en sus ojos, sí, ¿pero acaso no sabía ya que él la amaba? Debería haber estado preparada para eso, pero su mirada, apasionada y confundida mientras se acercaba con la indecisa intención de besarla, le hizo creer que un nuevo comienzo era posible. ¡Estúpida, estúpida, estúpida! Él era su pasado. Siempre sería su pasado.
La llamada a la puerta la sobresaltó. Se giró boca arriba mirando al techo donde se reflejaba la luz que llegaba desde las farolas a través de la ventana. Esta noche no estaba en condiciones de soportar los consejos y las advertencias de Carlos. Tampoco su charla amistosa que siempre la ponía de buen humor.
Pero el timbre volvió a sonar con insistencia. Resignada, se levantó y se quitó los guantes y el abrigo. Se secó las lágrimas con las manos y se frotó las mejillas. Según se dirigía a la entrada encendió la luz del pasillo.
El corazón se le detuvo un instante cuando lo vio en la penumbra del rellano. Chorreaba agua como si hubiera permanecido horas bajo el diluvio. Ella se quedó inmóvil, con la mano en la manilla de la puerta, tratando de apreciar su semblante en la oscuridad.
Joe inspiró con energía a pesar de que sus fuerzas hacía mucho que le habían abandonado. Dudó, pero no por él. Él se había torturado hasta tomar la decisión de aceptar las consecuencias sin importarle cuáles fueran. Dudó por ella, por su respuesta. Temió que apenas escuchara lo que pensaba decirle le pidiera que se fuera.
Atrapó aire de nuevo y lo expulsó con lentitud, como si dejarlo marchar doliera.
—Te deseo —confesó al fin, con voz rota—. Llevo más de cuatro años deseándote... Cuatro años soñando con abrazarte, con besarte... —Contrajo las manos en el interior de los empapados bolsillos—. Cuatro años anhelando sentir el calor de tus brazos alrededor de mi cuerpo... el roce de tus labios... —Avanzó un paso que le sacó de las sombras. Su descarnado deseo llameaba en sus ojos castaños—. Cuatro años muriéndome de necesidad de entrar en ti... esperando entrar en ti para volver a sentirme vivo.
Las piernas de _____ flaquearon y se aferró con fuerza al tirador metálico. No podía creer que el hombre de su vida, el hombre que tenía razones para guardarle resentimiento eterno, le estuviera confesando que la había echado de menos, que la necesitaba.
—¿Cuánto... tiempo más vas a esperar? —musitó sofocada y anhelante.
Él expandió el pecho y se llenó los pulmones de oxígeno. Con un suspiro más animal que humano lo exhaló al tiempo que se abalanzaba sobre ella despojándose de la cazadora. Devoró con avidez su boca, y sus manos se deslizaron por sus caderas buscando las redondeados y firmes glúteos. Toda su contención estalló a un tiempo. Su necesidad física y su hambre de espíritu se fundieron hasta que no pudo discernir cuál de los dos buscaba satisfacción con más urgencia.
La llevó consigo hasta encontrar el apoyo de la pared. Ella gimió al sentir el impacto en su espalda... como aquella primera vez. Pero en esta ocasión no existía la prisa y la emoción por descubrirse. Esta vez la celeridad de Joe era ansiosa, desesperada. Sus besos apenas si la dejaban respirar y sus caricias eran rápidas, precisas y efectivas. No había atenciones ni palabras amorosas. No había seducción. Todo era como una enloquecedora carrera con la que saciar con precipitación años de dolorosa carencia.
No supo cuándo le desabrochó los pantalones. Reparó en ello cuando él se apartó para deslizárselos de un tirón. Después la alzó, sujetándola por los glúteos, y le incitó a que le rodeara con sus piernas las caderas, también desnudas.
Lo hizo con firmeza, dispuesta a entregarse. Su mente se anticipó al placer y su garganta emitió un ronco e involuntario gemido.
—Espera —susurró él sin aliento—. Espera. Quiero sentir tu piel en la mía.
Jadeó ahogado al tiempo que le soltaba los botones de la blusa. Ella le sacó el jersey por la cabeza y se quedó mirando sus ojos. Su castaño de hielo ardía con la misma fiebre del pasado. Dejó de verlos cuando él la penetró y el gozo le hizo cerrar los suyos.
—Di que me amas —suplicó Joe entre jadeos—. Dilo como si fuera verdad.
—Te amo —gimió mientras él la embestía con fiereza—. Te amo, te amo, te amo.
Joe atrapó de nuevo su boca, y _____ no supo si para acallarla o porque necesitaba besarla mientras entraba en ella y se apoderaba de todo su ser; el ser que nunca dejó de pertenecerle.
La dejó respirar para gritar como un animal herido cuando sintió que a ella le llegaba el orgasmo y él dejó de retener el suyo.
No la soltó. Resolló junto a su boca mientras recuperaba el aliento. Ella estrechó el encierro formado por sus piernas para no perder el contacto con su cuerpo y le acarició la cabeza, todavía empapada de lluvia. Le sintió estremecerse y recordó que había dicho que necesitaba sus abrazos. Suspiró, fatigada aún, y le estrechó con fuerza contra su pecho. Sonrió al escuchar un ronco sonido de alivio.
Joe permaneció inmóvil, temeroso de que cualquier simpleza pudiera acabar con el lánguido gozo que sentía, con la placentera extenuación. La piel de _____ olía y sabía como la recordaba, su boca tenía el gusto que recordaba, su cuerpo le colmaba hasta desbordarle tal y como recordaba.
—Te amo —la oyó susurrar...
... y en un instante le cubrió la boca con la palma de la mano y la miró a los ojos, encendido y furioso.
—Ahora no —murmuró tenso—. Ahora no.
Parpadeó sorprendida, pero aceptó con un movimiento silencioso.
Entonces Joe aflojó la presión de su mano y la escurrió despacio hacia la barbilla. Cuando contempló sus labios, enrojecidos y lastimados, volvió a someterlos al dominio de su boca y a iniciar nuevas y apremiantes caricias.
Ella gimió al sentir la precisión y la urgencia con la que la invadían sus dedos. Se arqueó para proporcionarle un mejor acceso, y la respuesta salvaje y directa de Joe le dijo que tampoco esta vez la poseería despacio.
Intentó susurrar que le amaba. Él la sujetó por el cuello, sin ninguna ternura, y volvió a silenciarle la boca con la suya.

















Natuu!
Natuu!
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Mensaje por DanyelitaJonas Sáb 31 Mar 2012, 1:02 pm

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA QUE INCREIBLE CAP PORFAVOR SUBE OTRO
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Mensaje por Nani Jonas Sáb 31 Mar 2012, 2:03 pm

qe lindo cap alfin joe le confeso qe la necesita
wiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii ahora solo falta qe reconosca lo mucho
qe la ama jajaja siguela pronto plis
Nani Jonas
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Mensaje por Nani Jonas Sáb 31 Mar 2012, 2:04 pm

wiiiiiiiiiiiiiiii volvi a pasar de pagina
eso merece un cap de regalo no? jajaja
siguela plis
Nani Jonas
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Mensaje por Natuu! Dom 01 Abr 2012, 12:22 am

19



La luz de un día frío y gris entristecía las primeras horas de la mañana. Una fina lluvia perseveraba desde que finalizó el fuerte chaparrón de la noche anterior. El cementerio de Derio estaba prácticamente vacío. Una pareja de ancianos rezaba, bajo la protección de un paraguas negro, ante un panteón con la figura en granito de un abatido ángel, y una mujer caminaba a lo lejos al abrigo de los cipreses. Ante la sepultura de piedra gris estaba Joe, de pie, soportando la humedad como quien aguanta un merecido castigo eterno.
Esta vez no había ofrenda. Ninguna flor robada iba a concederle la indulgencia de su hermano.
—Hace mucho que no vengo a verte. Perdóname —pidió mirando hacia los lados porque le avergonzaba poner sus ojos sobre la lápida—. Últimamente estoy haciendo cosas que...
Se pasó la mano por la cara, de arriba abajo, para aguantar las lágrimas. No pudo contenerse. Se dejó caer de rodillas sobre la tierra y durante unos minutos lloró en silencio, con los puños crispados en el borde de la húmeda losa.
—Te he fallado. —Sollozó y bajó la cabeza—. No soy tan fuerte como creía. No sé lo que siento cuando estoy con ella, pero sea lo que sea no duele, Manu. No duele. ¡Y estoy cansado de que todo me duela! —Se apartó las lágrimas con rabia. Quería mostrarse fuerte ante él a pesar de haberse derrumbado—. No volverá a ocurrir. No volveré a acostarme con ella ni a verla. Ni siquiera pensaré en ella... —Se detuvo al comprender que estaba mintiendo a su hermano y se estaba mintiendo a sí mismo—. ¡Maldita sea, Manu! La he besado, la he tenido entre mis brazos, la he... —rugió con impotencia—. Pero esto no cambia nada. Pagará lo que nos hizo. Lo juro.
Se secó el rostro, que siguió empapándose con el lloro silencioso del cielo, y cerró los ojos para oír el suave lamento de los cipreses. Por un instante envidió la paz perpetua de los muertos.
Y con esa desgana de vivir volvió a preguntarse por qué le abría ella los brazos, por qué le dejaba entrar en su cuerpo, por qué se mostraba tan dispuesta si nunca le quiso. Qué quería, qué buscaba. Pero, igual que le ocurría con tantas otras preguntas que se hacía sin descanso, tampoco para estas encontró respuesta, aunque sí la feroz necesidad de buscarla de nuevo para ahogarse en ella.
—No voy a pedirte perdón —dijo de pronto—. No lo merezco. Sé que voy a volver a caer, hermano. Sé que voy a olvidarme de la poca dignidad que me queda y la voy a buscar porque... —durante unos segundos se frotó los párpados con los dedos—, porque con ella estoy vivo. Jodido y miserable, pero vivo. Por eso cuando... cuando esto acabe, cuando ella esté entre rejas, cuando ya no pueda verla aunque me maten las ganas, volveré y te pediré perdón. No antes. —Una suave ráfaga de viento arrancó lastimeros gemidos a los cipreses y llegó hasta él para acariciarle el rostro—. Y, por favor, cuida de ama. —Las lágrimas regresaron para rodar por sus mejillas—. Dile que la echo de menos.
Reanudó el recorrido con los dedos por el nombre de Manu. Justo sobre él, igualmente inundado de lluvia, estaba tallado el de su padre. Lo ignoró deliberadamente para ir a rozar el de su madre. Lo tocó con dulzura mientras con una pena infinita le susurraba un «te quiero».
No le quedaba alma cuando, media hora después, salió del cementerio por la puerta principal. Sentía que estaba traicionando a quienes quería, a quienes necesitaba. Y todo por sentirse, durante unos miserables momentos, un poco más vivo.
—Está muy solo ahí, en esa fosa —escuchó decir a su derecha. Se detuvo y se volvió despacio. Junto al muro, resguardado de la llovizna por un paraguas negro, el comisario le miraba con gesto retador—. ¿Te gustaría hacerle compañía?
No respondió. Estaba cansado. La conciencia le pesaba tanto como la losa bajo la que se descomponía el joven cuerpo de su hermano, y eso consumía todo su ánimo y todas sus fuerzas.
—Tal vez te apetezca ahorrarte los viajes cada vez que quieras estar un rato con él. Si es así, puedo darte ese gusto —siguió diciendo sin moverse—. Aunque tal vez prefieras venir de vez en cuando y después largarte para seguir con tu mierda de vida. ¿Es eso? —preguntó en tono jocoso.
Una furia ácida le estalló a Joe en las entrañas y se le dispersó hasta adueñarse de todo su ser, borrándole el cansancio. Con la mente nublada se abalanzó hacia el comisario, dispuesto a partirle la sonrisa.
—¡Maldito cabrón! —exclamó agarrándole por las solapas del abrigo.
Y al mirarle descubrió que en el ámbar de sus ojos brillaba el regodeo por que estuviera respondiendo a su provocación.
Sobre sus cabezas, las gotas de lluvia rebotaban en el nylon tenso del paraguas a un ritmo tan desacompasado como el bombear de su sangre. Luchó por contenerse destrozándose los dedos contra el paño del abrigo y mordiendo hasta triturarse los dientes. Si golpeaba a un agente de la ley acabaría con los privilegios del tercer grado, y eso era lo que el malnacido quería que hiciera.
Durante eternos segundos calibró si le compensaba dominar el violento instinto que le presionaba las sienes. Y, finalmente, entre desahogar su furia contra aquel miserable o la libertad, no le quedaron demasiadas dudas.
Lo soltó con un gesto de asco y le dio la espalda.
—Eres un jodido cobarde —profirió el comisario riendo y arreglándose la ropa—. ¿Cuándo te follaron en la cárcel se quedaron también con tus agallas?
Joe decidió ignorarle y comenzó a andar con lentitud hacia el aparcamiento. Intuía que por la boca del condenado poli hablaban los celos, el resentimiento, las ganas de quitarlo de en medio. Y en ese momento él tenía algo más importante en lo que centrarse que en una pelea en la que demostrarse quién de los dos podía ser más estúpido.
Él había regresado al cansancio, a la desgana, a la necesidad de alejarse de allí para dejar de oír, en el susurrar de los cipreses, las recriminaciones que le hacían los muertos.
—Aléjate de ella —aconsejó el comisario sin alterarse—. Déjala en paz o acabarás sabiendo cómo soluciono yo mis problemas.


Al abrir la puerta y encontrarla en el rellano, una mezcla de satisfacción y rabia asaltó a Rodrigo. Satisfacción por tenerla allí, deslumbrante y risueña, y rabia porque era evidente que Joe había vuelto a dejarla plantada.
Le dolió tener que darle la respuesta que iba a borrar su hermosa y siempre deseada sonrisa.
—No está —maldijo para sí cuando vio que se afligían sus grandes ojos negros—. Ha salido pronto esta tarde.
—¿Adónde ha ido? —Su voz fue apenas un susurro.
Rodrigo se juró que mataría a Joe apenas lo viera.
—No te quedes ahí. Pasa y hablamos —pidió haciéndose a un lado para despejar la entrada.
Ella vaciló. Sabía que no era buena conversadora cuando estaba triste o enfadada. Pero tampoco tenía claro qué iba a hacer cuando saliera de allí. Aceptó su invitación. Pasó a su lado y fue directa a la cocina.
Cuando Rodrigo entró tras ella miró con preocupación a su alrededor suplicando que no hubiera ningún desorden. Un botellín de cerveza vacío fue lo único que estaba donde no debía. Se apresuró a retirarlo de encima de la mesa.
—¿Dónde está? —preguntó de nuevo, sin hacer ningún movimiento que indicara que pensaba quitarse el abrigo, soltar el bolso o cualquier otra cosa que le aportara comodidad—. Vuelve a tener el teléfono desconectado.
Rodrigo, que se acercaba al cubo en el que dejaban el vidrio, se detuvo al escucharla.
—No lo sé —respondió volviéndose para mirarla con cariño—. Pero deberías preguntárselo. Deberían poner claras algunas cosas antes de continuar con su relación.
—¿Qué tipo de cosas?
—Tú las conoces mejor que yo. Me las has enumerado más de una vez. —Bego desvió la mirada, incómoda—. Joe es mi amigo, le quiero, pero también por ti siento... —Se mordió los labios a tiempo—. Temo que les haga daño. —Ella negó con la cabeza—. No hablo de un daño intencionado, y lo sabes. Pero hay cosas. Por ejemplo esa mujer.
—Esa mujer no es nadie —dijo con desprecio—. Joe tuvo innumerables novias antes de que ella llegara.
—Pero a ninguna la quiso así.
—Nunca estará con ella. No puede, después de lo que le hizo.
—Es posible que tengas razón. —Dejó el botellín en la mesa. Ya no le preocupaba el desorden—. Pero también es probable que jamás se la quite de la mente.
—Lo hará cuando esto acabe.
La observó, pensativo. No vio en sus ojos la misma seguridad que ponía en sus palabras; tenía miedo a perderlo y el único modo que había encontrado para defenderse era no reconocerlo.
—Creo que deberían hablarlo.
—Lo hemos hablado muchas veces. Todo está claro entre nosotros, no te preocupes. —Sacó el móvil del bolso y marcó el teléfono de Joe. Se lo colocó en el oído y colgó casi al momento—. Puede que se haya quedado sin batería; a veces le ocurre —sugirió en voz baja—. Si aparece por aquí o te llama le dices que...
—No te vayas. —Reparó en que había puesto demasiada vehemencia y atemperó el tono—. Iba a salir, pero puedo cambiar mis planes.
—Por mí no lo hagas.
—Te aseguro que no lo hago por ti —declaró con una sonrisa—. Has comentado alguna vez que te gusta el cine. Podemos ir a ver una película y a inflarnos de palomitas. —Se animó a continuar al no observar rechazo—. Estoy abierto a todo: aventuras, terror, risas, lágrimas, una empalagosa y romántica historia de amor. Tú elijes.
—Hoy no seré una acompañante divertida.
—No es necesario que lo seas. Esta vez soy yo quien tiene que resultar divertido para levantarte el ánimo. —Bego rio, y él se sintió feliz—. ¿Ves? Has sonreído con solo oírmelo decir.
—¿Por qué eres siempre tan amable?
Introdujo las manos en los bolsillos del pantalón y encogió los hombros.
—Me caes bien. Me gusta tu compañía, tu conversación, y... —sonrió, azorado— y el plan que tenía para hoy era tremendo. Si aceptas mi invitación me estarás salvando la vida.
—¡Qué gran responsabilidad pones sobre mis hombros! —bromeó sin ningún ánimo.
—Prometo que lo pasarás bien. Y, después, si quieres, podemos volver aquí por si ha regresado Joe. No es un mal plan, ¿no te parece?
—No. No es un mal plan —aceptó con una sonrisa triste—. Y podemos aprovechar para que me cuentes algo que me causa mucha curiosidad.
—Lo que me pidas —prometió, atento y complaciente.
Ella le sonrió agradecida, sin reparar en que la miraba con turbada admiración.
—Es sobre el motivo que te llevó a la cárcel —aclaró—. ¿Cómo pudiste gastar treinta mil euros en unos pocos días?
Rodrigo se cubrió los ojos con la mano y rio, pudoroso. Gastar esa escandalosa cantidad fue un placer y una absoluta locura. Lo que le parecía realmente complicado era explicárselo a ella sin morirse de vergüenza.


Durante todo el sábado, _____ anduvo por la tienda como un alma en pena. Sonriente unos ratos, cabizbaja otros y ausente en todo momento. Lourdes había tratado de sonsacarle qué había ocurrido desde la tarde anterior, cuando la dejó trabajando con Joe, pero ella se las había ingeniado para responder sin aclararle nada.
Por la tarde, y viendo que su amiga estaba demasiado conversadora, decidió trabajar a solas en el almacén. Desenvolver las piezas de tela de un pequeño pedido y colocarlas en los estantes no requería de mucha atención.
Desde la noche anterior no sabía qué debía pensar ni cómo debía sentirse. Él había llegado pidiendo sus brazos y ella se los había abierto. Pero después nada transcurrió como había esperado. Joe le había dejado ver su rabia, su dolor, pero no su amor ni su ternura.
Sentada sobre la pequeña escalera de tres peldaños, rasgó el papel que envolvía una pieza azul y la colocó en el estante más bajo. Se cubrió la cara con las manos y se dobló sobre sus rodillas con un gemido. No sabía cómo detener la sucesión de recuerdos que la saturaban de amargura.
Quería creer que no sentiría ese dolor si el final hubiera sido otro menos abrupto, menos frío. Ninguno de los dos había terminado aún de recuperar el aliento cuando él comenzó a apartarse. Lo hizo despacio, mirándola con una intensidad que la dejó clavada a la pared, muda pero suplicándole con los ojos. Notó, por sus movimientos, que se colocaba y se abrochaba el pantalón. Se preguntó de dónde sacaba fuerzas para vestirse cuando ella no las encontraba ni para respirar con normalidad. Él se agachó para coger su jersey y ella aprovechó ese instante para cerrar los ojos y suspirar. Cuando los abrió lo tenía de nuevo enfrente, observándola mientras se ponía la prenda.
Ella esperó inútilmente a que hablara.
Debió haber dicho algo para ayudarla a soportar la vergüenza que sintió al verlo totalmente vestido, mirarse y descubrirse medio desnuda: la blusa abierta, el sujetador enrollado por encima de los pechos, el pantalón y las braguitas por el suelo. Debió haber dicho algo cuando la vio enrojecer de humillación. Pero solo se comunicó con sus expresivos ojos castaños, con su gesto confuso, con su aire indeciso, incluso con sus labios que se separaron varias veces para no pronunciar ni media palabra.
Aún se agachó una vez más para recoger su cazadora, junto a la puerta. Desde allí volvió a abrir la boca, a humedecerse los labios, a tragarse lo que fuera que había estado a punto de decir.
Había sentido frío al quedarse sola. Se había apresurado a recoger el pantalón del suelo y había terminado sentada, abrazada a su ropa y sin saber si debía reír o llorar.
La voz de su amiga, que llegaba con debilidad, le hizo reaccionar. Irguió la espalda y comenzó a descubrir un nuevo rollo de tela.
—Te hablaba a ti —dijo Lourdes asomando medio cuerpo—. Te preguntaba si ayer terminaron de mirar los muebles.
—Sí —respondió sin entender el motivo de la consulta—. Contrastamos opiniones para todas las estancias.
—Entonces viene por ti —dijo con una resplandeciente sonrisa.
—¿Qué? ¿Quién viene a qué?
—Ese que aseguras que no es tu chico. Acaba de llegar, es de noche, estamos a punto de cerrar. —Guiñó el ojo con cariño—. Conclusión: viene por ti.
_____ se levantó y salió rauda hacia la tienda. A través del cristal del escaparate lo vio, apoyado en uno de los árboles alineados en el centro de la calle y expulsando el humo de un pitillo.
—Pero no va a entrar —opinó Lourdes, a su espalda—. Me encantaría que lo hiciera, como Richard Gere, en Oficial y caballero, cuando irrumpe en la lúbrica y saca a la chica en brazos. —Suspiró con teatralidad—. Pero este se va a quedar ahí fuera, esperando a que seas tú quien salga.
_____ no la escuchó. La presencia de Joe solamente podía significar una cosa: quería repetir. El hombre al que amaba con todo el corazón había llegado a buscarla porque quería acostarse con ella, y ella, que se moría por perderse en sus brazos, iba a aceptarle sin hacer ninguna pregunta, ningún reproche.
Se volvió y regresó precipitadamente al almacén. Cogió sus cosas y volvió a salir. Se ponía el abrigo con prisa cuando, esta vez sí, escuchó a Lourdes.
—No lo dejes escapar de nuevo. —_____ la miró con una sonrisa apocada—. Ese hombre te quiere. No la fastidies, porque no creo que la vida te dé más oportunidades con él.
Suspiró mientras se colgaba el bolso y tiraba de la manilla. Al alcanzar la calle se quedó quieta junto a la puerta, esperando indecisa. Transcurrieron unos interminables segundos hasta que él volvió la cabeza y la vio. Y a partir de ese instante ya no quitó los ojos de ella.
Se incorporó al tiempo que daba una última calada a su cigarro, lo arrojó al suelo y lo destrozó con la punta del zapato. Después se acercó despacio, temeroso de llegar y no saber qué decir. Pensaba que era evidente el motivo que le había llevado allí, y estaba seguro de que ella lo sabía.
Cuando estuvo a su lado siguió mirándola en silencio. Seguía sin entender por qué, la noche anterior, no le había rechazado a pesar de ser la mujer de otro. Pero tampoco le importaba. Únicamente necesitaba que ahora volviera a decirle que sí.
_____ entendió su silencio porque a ella le ocurría lo mismo. Había cosas que no era necesario expresar, y esta era una de ellas. Apartó la mirada y comenzó a andar hacia Licenciado Poza para, desde allí, tomar las calles que con más rapidez les condujeran a casa.
Él cogió aliento y la siguió. En tres pasos ya caminaban a la par, tan silenciosos como si fueran extraños, sordos al ruido de la ciudad, percibiendo tan solo el golpear de sus corazones y el sonido de sus pisadas en las baldosas de las aceras.
La noche era clara. Una redonda y brillante luna se asomaba por entre los tejados para contemplarlos con curiosidad. Hacía frío. _____ se llevó la mano al cuello y descubrió que con la prisa no había cogido la bufanda. Los guantes sí. Los llevaba en los bolsillos del abrigo, uno en cada lado. Los sacó y trató de ponérselos, pero no consiguió hacer encajar sus temblorosos dedos en sus respectivos y estrechos espacios. Fue como si la lana hubiera encogido una, dos, incluso tres tallas. Los introdujo de nuevo en los bolsillos y con ellos las manos, que comenzaban a quedársele congeladas.
Desde el puente de Deusto, Joe oteó el edificio en el que vivía _____ y los árboles que ocultaban las ventanas de su piso. Pensó que en unos minutos estarían allí, la abrazaría de nuevo, la besaría, la haría gritar de gozo. Cogió una gran bocanada de aire frío que azotaba siguiendo el curso de la ría. Deseó no sentir ese remordimiento que le impedía disfrutar el instante en toda su intensidad. Deseó volver al pasado, porque entonces la habría cogido de la mano para correr juntos hasta el portal y comérsela a besos en el ascensor. Deseó perder la memoria, mirarla sin reconocerla y amarla con la libertad de la primera vez.
Comenzaron a descender la escalera de caracol. _____ deseó pararse entre la gruesa columna central y la pared del viejo puente. Anheló quedarse en ese refugio escondido a las miradas para abrazarse a Joe, para besarle y decirle que le amaba. Pero continuó descendiendo con la mirada fija en los peldaños de piedra.
Ignoraba que él había tenido similar intención: inmovilizarla en esa zona ciega, besarla, internar las manos bajo el abrigo y tocarle esa piel que le enloquecía. No se atrevió. Acercarse a ella le costaba casi tanto como después le dolía alejarse.
El siguiente tramo daba al exterior, a las preciosas vistas de los jardines de Botica Vieja, de la ría, del Centro Zubiarte y del Palacio Euskalduna. Después se adentraron por última vez tras la columna.
Joe se humedeció los labios y crispó los dedos en el interior de los bolsillos. Se juró que no lo haría, que esperaría hasta llegar a su destino.
Pero su deseo fue más fuerte.
Se adelantó un paso y se detuvo frente a ella. Hundió los dedos en su cabello y la besó en los labios. Comenzó con suavidad, pero en un instante la abrazaba y la devoraba con ansia.
El sonido de pasos sobre sus cabezas les indicó que en unos segundos tendrían compañía.
Joe la desgastó con los ojos mientras reunía fuerzas para soltarla. A los ruidos, cada vez más próximos, se les añadieron murmullos y risas. No quedaba tiempo para dudas. Siguiendo un impulso le pasó el brazo por los hombros y la arrimó a él para terminar de bajar la escalera.
Cuando quiso darse cuenta caminaban juntos, como en el pasado, pero él llevaba un pertinaz desasosiego estrujándole el corazón.


Avanzó casi a ciegas por el pasillo. Pretendía irse sin que se notara, sin encender ninguna luz, sin decir adiós.
Se detuvo ante el suave resplandor que ofrecía la puerta abierta de la cocina. Las farolas aún estaban encendidas, pero la difusa claridad que se filtraba por entre las cortinas era la del incipiente amanecer. El claror sobre la blanca superficie del frigorífico le hizo fijarse en que esta vez las letras imantadas sujetaban una fotografía.
Se volvió para mirar atrás, hacia la habitación de _____. No escuchó nada que le indicara que ella había despertado. Entonces, tan sigiloso como un ladrón, se acercó a contemplar la imagen. Era la misma foto de Tsamoha que _____ tenía en la mesa del despacho.
La tomó entre los dedos y durante unos instantes observó los enormes y expresivos ojos negros que una vez creyó que llegaría a conocer.
Con un suspiro silencioso devolvió la foto a su lugar y la sujetó con una letra en cada una de las dos esquinas inferiores. Recorrió con los dedos el rugoso trazado de la T mientras se sumía en remembranzas.
No había oído el sonido de pasos de hacía un instante, ni había reparado en que _____ llevaba unos segundos junto a la puerta mirándole con triste embeleso.
—¿Te vas? —la oyó decir con voz apenada.
Se sobresaltó. Allí, parada en medio de las sombras, la sábana con la que cubría su cuerpo resplandecía con la tenue luz de la mañana. Observó su pelo revuelto, sus hombros desnudos, y recordó los momentos apasionados que habían compartido esa noche. Había sido diferente a la primera vez. El cuerpo le había pedido un ritmo más lento, más cadencioso con el que disfrutar de cada segundo que la tuvo pegada a su piel para que el éxtasis resultara más largo e intenso; para pretender, aunque fuera por una fracción de segundo, que los últimos años no hubieran existido y que ella siguiera siendo la dueña de su vida y de su corazón. Y así lo había sentido hasta que abrió los ojos y descubrió que se había quedado dormido entre sus brazos; hasta que experimentó el placer de despertar, verla respirar y recordar cómo había gemido para él... Entonces había llegado la desazón, el remordimiento.
—¿Te vas? —repitió al suponer que no la había escuchado.
—Sí. Tengo que... —Se frotó la nuca, incómodo, mientras inventaba un motivo.
—Tienes que terminar el último diseño —dijo ella.
—Sí. Eso es. —Escondió las manos en los bolsillos como si de ese modo pudiera borrar el que ella le hubiera visto acariciar el pasado—. Tengo que aprovechar el domingo para avanzar.
_____ encogió los dedos de sus pies descalzos y alzó un poco más el amasijo de sábanas que arrebujaba contra su pecho.
—Cuando nos lo entregues... —Pensarlo ya la asfixiaba. Cogió aliento—. ¿Cuándo nos lo entregues desaparecerás? —preguntó con temor.
—No —susurró mirándola sin conseguir ver sus ojos en la oscuridad—. No.
Sonrió aliviada y él se preguntó si podría tenerla cuantas veces quisiera hasta que llegara el momento de olvidarla para siempre. Existía un peligro, y él lo sabía. Pero también estaba su imperiosa necesidad de ella. Únicamente debía decidir si saciar esa apetencia merecía el riesgo de terminar necesitándola con más crudeza.
La miró fijamente mientras se acercaba. Cuando pudo apreciar el gris de sus ojos se detuvo a observarlos, y por su brillo entendió que por alguna incomprensible razón ella seguiría recibiéndole. Cada milímetro de su piel le palpitó bajo la ropa anticipándose a lo que sabía que iba a sentir cuando volviera a tenerla.
Y decidió que el resto no importaba.
Que él pudiera vivir en continuo martirio echando de menos esos momentos de pasión, mientras ella consumía sus días en la cárcel, no importaba.
Minúsculas partículas de placer le brotaban todavía por los poros de su cuerpo cuando, sin decir una palabra, reanudó con lentitud sus pasos hacia la salida.
Al escuchar _____ el sonido de la puerta que advertía que ya estaba sola, apoyó la sien en el marco de madera sin apartar los ojos de las letras que él había acariciado. Estaba segura de que esa noche habían hecho el amor. Esa vez, sí, le había sentido a él. Esa vez, además del gozo físico, él le había entregado su ser y sus caricias le habían rozado el alma para llenársela de ternura y de esperanza.
Suspiró al tiempo que se acercaba al frigorífico. Observó que la s y la h estaban ligeramente desplazadas hacia arriba para sujetar la foto. Las que Joe utilizó incontables veces para escribirle «Te amo» continuaban en su lugar.
Las rozó con los dedos y recordó otra mañana muy diferente a esa.
Joe y ella hacen el amor mientras el sol entra por la ventana y les acaricia la piel desnuda. Se aman, hasta acabar exhaustos y jadeantes, y después continúan tocándose con languidez. Ella sugiere que le apetece algo fresco y jugoso, él la besa apasionadamente en los labios y salta de la cama para buscar en la cocina.
Lo espera hasta que no soporta echarlo de menos por más tiempo.
Sale en su busca sin ponerse nada que la cubra y lo encuentra alterando el lugar y la posición de las letras para forma un Te amo. Él la mira de arriba abajo con admiración, la abraza y le da a morder una gran ciruela amarilla.
—¿Qué quiere decir Tsamoha? —Se interesa—. Siempre lo pienso al cambiarlas de orden y poner boca abajo esa e para convertirla en una horrible a —ríe, divertido—, pero después olvido preguntártelo.
—Tsamoha es una niña a la que amadriné cuando tenía dos añitos. —Sus ojos brillan con ternura al recordarlo—. Ha crecido mucho desde entonces. Es preciosa y la adoro.
—¿La conoces? —Da un bocado a la fruta y se la ofrece de nuevo.
—Aún no, pero lo haré. El viaje es costoso y no quiero ir con las manos vacías. Estoy ahorrando para...
—No hace falta que lo hagas —la interrumpe, radiante—. Yo te pagaré ese viaje y todo lo que quieras llevarle.
Ella siente una punzada en el corazón. Le mira con ojos sorprendidos y la tez de pronto blanquecina.
—Estamos hablando de mucho dinero —musita con preocupación—. No puedo aceptar un regalo así.
—¡Claro que puedes! Si nos hubiéramos conocido hace unos años ni siquiera hubiera podido invitarte a un café —dice, satisfecho de poder hablar en pasado—. Pero ahora tengo una pequeña fortuna —exagera con una sonrisa de felicidad—. Y no se me ocurre una forma mejor de gastarla que haciendo felices a las personas a las que quiero. Y a ti te amo con toda mi alma.
_____ apretó con fuerza los párpados al recordar la angustia que sintió al escucharle hablar con tanta ligereza de dinero. Se había negado a creerle un delincuente, había discutido con el comisario y hasta había cuestionado que los informes fueran correctos. Pero su generoso gesto se convirtió en el motivo que con más firmeza le hizo dudar de su honestidad.
También en aquel momento había cerrado los ojos para soportar el impacto. Entonces él la había abrazado con ternura y le había rogado que no se preocupara, que podía permitirse un gasto como ese. Que él también disfrutaría del viaje acompañándola a conocer a la niña si eso la hacía sentir mejor. Había resultado irónico que tratara de tranquilizarla hablándole de lo que solo podía aumentar su inquietud.
Acarició de nuevo las letras, esta vez únicamente con la mirada. No quiso devolverlas a su posición y tampoco componer con ellas la palabra que nadie salvo él podía formar. Únicamente podía soñar con que volviera a hacerlo cada mañana, durante todos los amaneceres de su vida, para que ella la encontrara al despertar. Pero para que ese milagro se diera antes debían hablar de los errores que cometieron en el pasado, y eso iba a resultar imposible. Lo pensó cuando los intentos que ella había hecho esa noche, él los había silenciado mordiéndole la boca con apasionada fiereza.


Volvían a estar en la planta más baja del parking, en la peor iluminada, en la ciega a las cámaras de vigilancia, y el confidente volvía a estar descontrolado.
—No me gusta que me engañen, aunque quien lo haga asegure que va a pagarme cojonudamente bien.
—Era mejor que no lo supieras —se justificó el comisario—. Y si lo piensas con calma me darás la razón.
El chico resopló, se llevó las manos a la nuca y se alejó unos pasos, tenso y silencioso. Regresó al cabo de unos segundos, para seguir hablando en voz baja.
—¿Sabe el acojono que tuve? —preguntó entre dientes y acercándole el rostro—. Cuando nos reunieron a todos en la vieja nave ya sospeché algo, pero cuando cerraron las puertas, con todos dentro, me di por jodido.
—Pero mantuviste la calma, como siempre, y no ocurrió nada.
—¡No habría podido hacer ni un puto movimiento aunque hubiera querido! —bramó con expresión desencajada—. Sé bien cómo arreglan las cuentas esos jodidos perturbados. Cuando Carmona dijo «tenemos entre nosotros a un soplón», me quedé sin sangre en las venas porque toda se me amontonó en el cerebro. Pensé que me estallaba la cabeza.
Se apartó una vez más, con las manos de nuevo en la nuca, como un detenido. El comisario guardó silencio dejando que se desahogara a su manera.
No tardó en volver al rincón oscuro.
—Carmona empezó a andar hacia nosotros y mientras lo hacía me miraba a mí, solamente a mí, venía a por mí... —Inspiró con la boca abierta, como si se ahogara—. Estuve a punto de sacar mi arma, no para defenderme, sino para pegarme un tiro antes de que esos putos desgraciados me pusieran las manos encima. En el último momento se volvió hacia el hombre que estaba a mi izquierda y le puso la pistola en la frente. Y entonces tuve miedo de que me notaran el alivio. ¡Si hubiera sabido que yo no era el único que estaba en esto habría estado más tranquilo, joder! —reprochó con impotencia.
—Y ahora estarías muerto. Si los dos hubieran conocido la existencia del otro, él habría intentado librarse inculpándote y habrían caído los dos —el joven le miró entrecerrando los ojos—. Reconocerás que mi forma de hacer las cosas te ha salvado la vida.
—Puede que sí —dijo sin reconocerlo del todo—, pero tenga claro que me largo. Esperaré hasta pasarle toda la información. No meta la pata otra vez, jefe. Termine con esto, págueme como me prometió y no volverá a verme nunca más.
—Tú cumple con tu parte y yo cumpliré con la mía.
—Usted prepare bien a sus hombres, porque en unos días llega el cargamento desde Colombia. Carmona piensa que ha limpiado de soplones la casa y ahora le urge recuperar el tiempo perdido. Tiene a dos de sus retrasados buscando a un tipo al que se supone que ya tenían localizado —rio por lo bajo—. Parece ser que quiere saldar una vieja cuenta de la que todavía no he conseguido información. Les pone la sangre a esos jodidos cabrones —bromeó con una mueca nerviosa.





















Natuu!! :happy:

Natuu!
Natuu!


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Mensaje por DanyelitaJonas Dom 01 Abr 2012, 10:13 am

AME ESTE CAP LA NOVE CADA DIA SE PONE MEJOR

SIGUELA
DanyelitaJonas
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Mensaje por Julieta♥ Dom 01 Abr 2012, 3:51 pm

sigue!!!!!!!!!!!!!

pobre joe pobre rayis.....joe seguira con su venganza despues de lo que paso??? sabiendo que no puede vivir son la rayis

sigue!!!!!!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Natuu! Dom 01 Abr 2012, 10:32 pm

20



El sonido de platos y cubiertos les llegaba desde la cocina. Rodrigo, empeñado en que conversaran sobre su situación, había insistido en preparar la cena mientras ellos se quedaban en el salón. Pero los minutos avanzaban y, sentados uno junto al otro, no articulaban palabra.
Joe fumaba con aire ausente. Le preocupaba que la velada se alargara demasiado. Esa noche pensaba ir a casa de _____ pasara lo que pasase.
Los pensamientos de Bego estaban más embrollados y oscuros. Necesitaba que él le explicara por qué cada vez se veían menos, por qué mantenía apagado su teléfono, dónde había estado la tarde y la noche del día anterior. Pero Joe actuaba como si no hubiera nada que contar, mucho menos aclarar. Y tanta calma fue alterándole a ella los nervios.
Cuando se decidió a hablar le costó mantener su furia tras el cristal de sus grandes ojos oscuros.
—He visto que tienes terminados los diseños —lanzó con irritada satisfacción—. Los vi ayer, mientras esperaba inútilmente a que vinieras.
Él inhaló el cigarro, aparentemente tranquilo, pero su voz sonó tensa.
—Son delicados. —La miró de soslayo comprimiendo los labios—. Nadie puede tocarlos.
—No lo hice. Los vi a través del papel de seda —aclaró, ofendida—. Me sorprendió. Decías que no los tenías listos.
Joe expulsó el humo con calma. Estaba claro que iba a ser una conversación difícil. Sobre todo porque esta vez no tenía ninguna intención de apaciguarle el mal humor.
—Ya ves que sí —respondió apoyando los codos en las rodillas y llevándose el pitillo a los labios.
—¿Cuánto tiempo hace que están terminados?
—Más de una semana —confesó con aplomo.
Bego resopló para contenerse.
—¿Por qué no los has entregado todavía?
Joe descargó la ceniza del cigarro. Lo hizo con lentitud, dejando que el extremo encendido rodara por el centro del cenicero. Necesitaba mantener el control. Los ya habituales interrogatorios a los que le sometía Bego comenzaban a molestarle a pesar de reconocer que él, con su proceder, era el único culpable de esa actitud.
—¿Cuándo se los vas a dar? —insistió.
—En cuanto la vea. —Volvió a inhalar el pitillo, despacio, dominándose.
También ella trataba de contener su enfado. Aún esperaba que él se confiara sin que tuviera que sacarle cada palabra.
—¿Por qué no lo hiciste ayer? Estuviste con ella, ¿no? —preguntó, dudosa, albergando la esperanza de estar equivocada.
Él carraspeó mirando al frente sin ningún deseo de responder. Ni deseaba ni podía hablarle de _____.
—No me gusta que traten de controlarme —dijo con frialdad.
—No es control —declaró tan asombrada como herida—. Quiero saber por qué no apareciste ni me llamaste ni...
Calló cuando le vio levantarse y dirigirse a la ventana.
—He pasado una buena parte de mi vida en la que controlaban con quién hablaba, cuántos minutos hablaba, cuánto tiempo tardaba en comer o en ducharme. —Observó la calle, pensativo—. Creo que llegaron a controlar hasta cuántas veces respiraba al día. —Se volvió hacia ella—. Así que no lo intentes, Bego. Nadie volverá a someterme jamás.
—Tan solo era una pregunta —puntualizó apretando los dedos contra sus muslos hasta clavarse las uñas—. ¿Ahora tampoco puedo preguntar?
—La primera ha sido una pregunta. La segunda ha sido una pregunta. Las demás son mucho más que simples preguntas.
—¡No tendría que hacértelas si fueras más sincero! —reprochó, herida.
Joe se pasó la mano por la cabeza. Quería evitar causarle más daño, pero no encontraba el modo de hacerlo. Se quedó quieto, frotándose la nuca mientras el tabaco se consumía entre sus dedos.
—Sí —respondió rehuyéndole la mirada.
—¿Y eso qué quiere decir? —Se puso en pie temblando por lo que continuaba presintiendo—. ¡Maldita sea, Joe! ¿Qué me has querido decir?
Él se le acercó, apagó el cigarro en el cenicero y encontró valor para mirarla de frente.
—Estuve con ella anoche.
Bego sintió sus palabras como dagas retorciéndose en su corazón. Las lágrimas la asaltaron de pronto y no fue capaz de contenerlas. Se dejó arrastrar por la rabia y comenzó a golpearle el pecho con los puños cerrados.
Él la dejó desahogar su furia. Se sentía merecedor de mucho más que ese comprensible arrebato.
—¿Cómo has... podido? —preguntó mientras seguía aporreándole—. ¡Maldito seas, Joe! ¿Cómo has podido hacerme esto? — Él continuó sin responder. Esperó pacientemente hasta que los golpes y los gritos se debilitaron. Entonces le cogió con suavidad las manos, con intención de consolarla—. ¡No me toques! —exclamó ella, apartándolas con brusquedad—. No quiero que me toques con esas manos con las que la has... —Apretó los párpados y ahogó las palabras que le costaba pronunciar.
—Lo siento, Bego. No imaginas cuánto lo siento —dijo, abatido—. Te ruego que me perdones, que entiendas...
—¿Cómo quieres que te entienda? —preguntó a la vez que se dejaba caer en el sofá, derrumbada porque sus peores temores se hubieran convertido en realidad. Se cubrió la cara con las manos y sollozó con fuerza.
Joe se sentó sobre la pequeña mesa, frente a ella. Le partía el alma verla sufrir. Contuvo el deseo de tocarla porque estaba seguro de que ella no se lo permitiría.
—Te juro que luché con todas mis fuerzas para que esto no ocurriera, pero...
—¡No te atrevas a repetir eso! —exigió alzando el rostro—. ¡Nadie te obligó a acostarte con ella!
—Es algo que no pude controlar y aún no sé por qué. —Bufó con impotencia—. No tuve intención de herirte. No te lo mereces, por eso me duele...
—¡Claro que no lo merezco! —volvió a interrumpirle, furiosa—. He estado contigo siempre que me has necesitado. He puesto en tus manos mi vida, mis sueños, todas mis ilusiones. ¿Y ahora qué? ¿Ahora qué se supone que debo hacer después de saber que te acuestas con... con ella? —Él bajó la cabeza, pensativo—. ¿Esa es toda la explicación que vas a darme? ¿Un lo siento y después silencio?
—No hay nada que pueda decir para reparar el daño que te estoy haciendo.
Ella volvió a esconder la cara entre las manos y lloró desconsolada.
—No soy capaz de entenderlo —musitó entre sollozos—. ¿Cómo has podido abrazarla y besarla después de que te destrozara la vida y acabara con la de tu hermano? ¡Explícamelo porque no lo entiendo!
Recordar a Manu le constriñó de dolor y de culpa. Apretó los parpados y respiró hondo.
—No puedo responderte, Bego. En realidad no puedo explicarte nada.
Ella trató de golpearle de nuevo, pero las fuerzas la abandonaron antes de conseguirlo. Dejó los puños inertes sobre su pecho y apoyó en ellos la frente para llorar, esta vez en silencio.
Joe la rodeó con sus brazos, agotado y hundido.
—No puedo explicarlo —repitió en voz baja—. Y tampoco quiero engañarte diciéndote que no volverá a ocurrir. Pero sí puedo prometerte que acabará pronto. Ella pagará por lo que nos hizo.
Bego se retiró, con las mejillas húmedas y los ojos enrojecidos.
—¿Por qué te mientes y por qué tratas de mentirme?
—No lo hago. Mi vida y mi cabeza son una maraña que no consigo entender, pero hay una cosa que sí tengo clara: le haré pagar por lo que hizo.
—¡¿Y por qué no lo haces ya?! —suplicó con énfasis—. Solo tienes que realizar una llamada. Yo puedo hacerla por ti.
Joe se puso en pie y retrocedió hasta el otro extremo de la mesa.
—Eso es algo que debo hacer yo, y lo sabes —resopló con fuerza—. Se lo debo a Manu.
—Entonces, ¿qué pretendes que haga yo mientras decides si ya te la has follado lo suficiente? —gritó con rabia.
Ella tenía razón. No era justo ni honesto tenerla esperando cuando era otra mujer la que ocupaba su mente y le suscitaba deseo. No podía aprovecharse de ella hasta ese extremo. Bajó la cabeza para no ver su reacción ante lo que iba a decirle.
—Deberíamos dejar de vernos. —Cogió aire al sentir que le temblaba la voz—. No quiero hacerte más daño.
—¿Me estás apartando de tu vida? —reprochó acercándose a él con los ojos colmados de nuevas lágrimas.
—No —dijo volviéndose a mirarla—. Te estoy pidiendo un tiempo. No quiero estar contigo mientras me consume... —Se mordió los labios para interrumpirse—. Eres lo mejor que me ha pasado en años —confesó con ternura—, pero en estos momentos solo puedo hacerte sufrir. Los dos sabemos que estarías mejor sin mí.
Bego le miró perpleja, consciente de que aún existía una esperanza, aunque esta fuera la más humillante que hubiera podido imaginar.
—No lo puedo creer —murmuró de modo casi imperceptible al comprender que acabaría olvidándose de su dignidad y aceptando cualquier cosa que le mantuviera a su lado. Él le acarició las mejillas y esta vez ella dejó que lo hiciera.
—Esto terminará y todo volverá a ser como antes —dijo enjugándole las lágrimas con los pulgares—. Te lo prometo. Aunque sigo creyendo que deberías alejarte de mí. Mereces ser feliz y no sé si conmigo lo lograrás algún día.
Ella cerró los ojos, abatida, y le dio la espalda. No iba a aceptar la separación porque le amaba y porque estaba convencida de que _____ terminaría haciéndole daño. Sentía que su lugar seguía estando allí, esperando su regreso para recoger, de nuevo, los pedazos en los que esa mujer iba a dejarle el corazón.
Joe esperó largos minutos y, cuando comprendió que no volvería a hablarle, comenzó a alejarse. El tiempo pasaba deprisa y quería desfogarse de nuevo con _____. Ni los lloros de Bego ni sus propios remordimientos impedirían que lo hiciera.
Cogió su parka del sofá, con gesto cansado. Cuando alcanzó la puerta se volvió un momento. Ella continuaba cabizbaja y hundida, y él se sintió un desdichado miserable.
—Te lo prometo —volvió a decir. Y al volverse tropezó con el rostro desconcertado de Rodrigo.
Fue un instante de indecisión, de miradas tensas, de preguntas silenciosas. Hasta que su amigo juró entre dientes y se hizo a un lado dejándole espacio para que saliera.
A Rodrigo se le rompió el corazón al verla, pero se quedó quieto, sin saber si debía dejarla a solas o quedarse, si debía hablar o mantenerse callado. Contuvo el aliento cuando la vio avanzar hacia él. Abrió los brazos para recibirla, la estrechó contra su pecho y la arropó mientras la sentía llorar.


La casa estaba sumida en el más completo silencio cuando regresó Joe, bien entrada la madrugada. La mano le había dejado de doler y los rasponazos se habían convertido en una fea mancha de sangre seca.
Entró con sigilo al cuarto de baño y se deshizo de la cazadora dejándola caer al suelo. Abrió el grifo del lavabo y puso la palma abierta bajo el chorro de agua. Apretó los dientes al sentir el escozor.
—¿Qué cojones estás haciendo? —increpó Rodrigo abriendo la puerta de golpe, con el torso desnudo y un ajustado bóxer negro—. ¿Cómo puedes ser tan cabrón y descerebrado como para estar acostándote con esa dichosa poli?
Joe no le miró.
—En este momento tengo un problema mayor que ese.
—¿Mayor que ese? —se mofó, irritado—. No lo has debido medir bien, porque es enorme. No puedes tratar así a Bego. No lo merece. —Golpeó con el puño la pared de azulejos—. Y tú tampoco, después de lo que esa mujer hizo con tu vida.
—No. Bego no lo merece —aceptó cerrando el grifo—. En eso tienes razón.
Del pequeño armario que quedaba frente a su rostro sacó un sobre de gasas y un botellín de cristal transparente. Apretó los dientes al verter alcohol sobre la herida.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Rodrigo con preocupación al ver los feos raspones.
—¿Recuerdas los tipos que parecían seguirnos por Bilbao? —Rodrigo afirmó—. Pues iban a por mí. Me los he encontrado hace un rato, en Deusto.
—¿Los hombres del comisario?
Joe volvió a echar alcohol sobre su mano. Esta vez su rostro no cambió. Miró a Rodrigo con gesto serio.
—Estoy jodido. Ahora sí que estoy bien jodido.
—¡No fastidies! No tienen nada contra ti. Aunque encontraran la droga no tendrían pruebas de que... —Se detuvo de pronto—. No la han encontrado, ¿verdad?
—No es ese el problema —resopló mientras se secaba con unas gasas—. Es algo que... —Apretó los párpados—. ¡Maldita sea mi suerte!
—Dime de una vez qué ha pasado porque me tienes en ascuas.
Continuó con los ojos cerrados tratando de entender qué era lo que buscaban esos hombres.
Había salido tarde de casa de _____. El cielo estaba cubierto y la noche era oscura. Había caminado, hacia el lugar en el que había estacionado el coche, con el pensamiento en las horas que había pasado con ella, en que iba a echar de menos esos turbios y excitantes encuentros.
Tan absorto avanzaba que a punto estuvo de tropezar con unos borrachos que salían de un local de copas y striptease. Los evitó como pudo y continuó adelante. No se había alejado demasiado cuando dos tipos, enormes como gladiadores, se pusieron a su altura, uno a cada lado. No tuvo tiempo de preocuparse. Los reconoció al primer vistazo. Eran los mismos que les habían perseguido por la Gran Vía. Seguía sin recordar de qué los conocía, pero no dudó que eran hombres del comisario.
—¡Por fin volvemos a vernos! —exclamó el de la cicatriz, que le aprisionaba por su izquierda—. ¡Llevamos meses esperando ansiosos que nos den luz verde para cazarte, pero una vez levantada la veda te nos has resistido un poco! ¿Has pedido cambio de horario en la trena?
El otro tipo le rio la gracia dando un codazo a Joe para que la compartiera como si fuera un compinche más.
—Ok —dijo Joe con paciencia—. Me complace haberles alegrado la noche, pero ahora lárguense y déjenme en paz.
Esta vez los dos rieron al unísono.
—¡Te hemos dejado en paz durante más de cuatro años, cabrón! —dijo en el mismo tono jocoso.
Joe aceleró el paso y ellos le siguieron el ritmo sin inmutarse. Parecía divertirles que tratara de dejarlos atrás.
—No he hecho nada que esté fuera de la ley —afirmó, cada vez más molesto—. Estoy limpio, así que busquen a otro a quien aburrir.
Regresaron las carcajadas de los dos hombres. El que parecía llevar el mando volvió a tomar la palabra.
—Esa es la retahíla que todos tenemos preparada para cuando nos pilla la pasma. Pero a nosotros nos la trae floja que seas un buen hombre o un cabrón. Tienes algo que es del jefe y se lo vas a dar esta misma noche. Justo antes de que te metamos un tiro entre ceja y ceja. —Empleó los dedos para simular el disparo en la frente.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Esos tipos no hablaban como polis, no actuaban como polis. Esos tipos no eran polis.
—¿Quién es su jefe? —preguntó con todos los sentidos en estado de alerta.
—¿Has oído al graciosillo este? Pretende no saber quién es el jefe —dijo con guasa—. Escucha bien, mamón. —Cabreado de pronto, le clavó entre las costillas el cañón de la pistola—. Se acabó la charla. Vas a venir con nosotros, vas a montar en nuestro coche como un chico obediente y te llevaremos delante de ese al que finges no conocer.
—¿Para qué? —preguntó tratando de ganar tiempo a la vez que miraba a los costados calculando hasta dónde podría llegar si trataba de escapar.
—Para joderte vivo después de que hayas devuelto lo que te llevaste.
En un instante recordó dónde había visto al de la cicatriz y le llegaron a la mente las palabras que escuchó aquella maldita tarde. Ahora sabía para quién le buscaban.
—Carmona... —musitó sin dejar de prestar atención a la carretera desierta.
—¡Mira tú por dónde empiezas a recuperar la memoria! Seguro que con un poco más de presión esta noche terminarás recordándolo todo.
Su tono de mofa evidenció que pensaba contemplar cómo le ayudaban a acelerar el proceso. Eso si no se encargaba de hacerlo él mismo.
Las carcajadas fueron esta vez más fuertes. Sintió que el cañón de la pistola aflojaba la presión sobre su costado. Vio los faros de tres coches al inicio de la calle. En unos segundos estarían a su altura. Si saltaba a la calzada en el instante justo en el que llegaba el primero, cruzaría por delante y ellos no podrían perseguirle hasta que hubiera pasado el último. Se tensó mientras seguía escuchándoles reír. Si calculaba mal acabaría bajo las ruedas. Pero si tenía que morir esa noche prefería hacerlo así que en manos de aquellos trastornados hijos de puta.
Estimó la velocidad a la que se acercaban los faros. Contó mentalmente y se arrojó a la carretera al tiempo que los dos tipos reaccionaban y se lanzaban tras él.
Su cálculo resultó tan ajustado que una vez superado el obstáculo le golpeó el espejo retrovisor, lanzándolo hacia el suelo. Le aterró el tiempo que estaba a punto de perder. Mientras caía adelantó las manos y al chocar contra el asfalto rodó sobre su cuerpo para levantarse con rapidez. No quiso mirar atrás para ver si sus perseguidores esperaban o se arriesgaban a pasar sorteando los otros coches. Corrió sujetándose el corazón entre los dientes. Corrió sabiendo que era su vida lo que estaba en juego y se refugió en el primer portal que encontró abierto. Se sentó en la escalera, alejado de las vistas del exterior, y esperó hasta que estuvo seguro de que el peligro había pasado.
Rodrigo, que había escuchado sin atreverse a respirar, tomó asiento en el borde de la bañera porque no le sostenían las piernas.
—¿Y qué tienes tú que pertenezca a ese hombre?
—No lo sé. —Se volvió y se apoyó en el lavabo—. Pero, aquella maldita tarde, justo antes de que todo se precipitara, Carmona miró el interior de mi bolsa de deporte. La sujetaba uno de los hombres que me ha seguido. Dijo algo así como «aquí no está todo». —Alzó las manos con desaliento—. No entendí nada.
—¿No dijo qué cosa faltaba?
—No hubo tiempo. Ya lo sabes. —Cerró los ojos y bufó con agobio—. No volví a pensar en esa frase, hasta hoy. —Se frotó la nuca agarrotada—. No tengo nada que pertenezca a ese tipo. Nada.
—¿Y por qué no se lo explicas?
—Imposible. Si él se ha empeñado en que tengo algo, lo tengo. Si me pillan, cuanto más insista en que no sé nada, más me torturarán para que cante lo que quieren saber.
—¡Pues sí que estamos jodidos! ¿Crees que sabrán dónde vives?
—Si lo supieran ya habrían venido a por mí. Han dicho que llevan tiempo buscándome, y si lo hacen entre la gente con la que andaba en el pasado ninguno les conducirá hasta aquí. Tan solo podría hacerlo Bego, pero no tienen por qué saber de ella.
Por primera vez se alegró de haber perdido amigos, de no frecuentar los mismos lugares, de no haber hablado a nadie de dónde y con quién estaba viviendo.
—¿Estás seguro de eso?
—Sí, lo estoy. Además tú no tienes ninguna relación con mi pasado ni este pueblo tiene nada que ver conmigo.
—Eso me tranquiliza un poco, pero ¿qué vamos a hacer?
—Tú nada. Yo, andarme con ojo y no bajar la guardia en ningún momento; sobre todo cuando se me acabe el permiso y vuelva a la cárcel. No se arriesgarán a acercarse por allí, pero pueden esperar por los alrededores y... —Cogió la cazadora del suelo y sacó el paquete de tabaco—. ¡Malditos cabrones! ¿Es que no van a dejarme nunca en paz?
—No podemos cruzarnos de brazos y esperar a que se olviden de ti.
—Son peor gente de lo que imaginas —dijo encendiendo un cigarro—. Y no, no se olvidarán de mí. Nunca se olvidarán de mí.


Mantenerse alerta pasó a ser una de sus preocupaciones. Cambió ligeramente de aspecto. Sustituyó su cazadora de cuero por una gruesa parka verde militar y renunció a continuar rasurándose la cabeza. Dejó de caminar sumido en pensamientos para hacerlo oteando continuamente hacia los lados y, cada poco tiempo, también a su espalda.
Su principal obsesión; la que le angustiaba, la que le calmaba, la que le daba y le quitaba vida, seguía siendo _____. Poco importaban las broncas de Rodrigo, que aseguraba que mantenerse cerca de ella acabaría siendo su perdición. Más le preocupaba el sufrimiento de Bego, pero a pesar de ello estaba dispuesto a que nada le privara de sus encuentros. Después de tantos años de inmenso vacío, y antes de que llegara el final, necesitaba llenarse de esas intensas pasiones que solo ella había sabido provocarle.
Por eso acudía cada noche, sin faltar una, al piso de Deusto. Para tomar todo cuanto quería, todo cuanto necesitaba, todo cuanto seguiría perteneciéndole si ella no le hubiera traicionado.
No supo ver los pequeños cambios que se sucedían con un encuentro tras otro, unas caricias tras otras. Unos besos tras otros.
Poco a poco fueron desapareciendo las veces en las que la poseía como un animal herido y se iba casi sin despedirse. Lo que comenzó siendo para él un desahogo rápido, se fue transformando en noches enteras de caricias que no siempre buscaban la finalidad del sexo. Ni el desapego de él en cuanto desaparecía el orgasmo, ni la preocupación de ella en no dar ni pedir más de lo que él quisiera, impedían que durante el sueño sus brazos y piernas se enredaran y sus cuerpos descansaran el uno en el otro.
Pero el tiempo y la repetición convierten en cotidianas las cosas más extrañas.
Joe, que se fue impregnando de ella como esperaba, no llegó a saciarse como pretendía. Su cuerpo y su alma fueron necesitando cada vez un poco más de ese alivio que solo ella les daba. Y terminó disfrutando de las noches para arrepentirse y martirizarse durante los largos días, mientras no la tenía cerca.
—¿Quieres manzanilla, melisa, jazmín, té verde? —preguntó _____, una de esas noches, después de casi dos semanas de ardientes encuentros, mientras miraba en el cajón de las infusiones.
—¿No es peligroso? —preguntó Joe. Ella volteó el rostro para mirarle con curiosidad—. Mezclar relajantes con un poderoso excitante, ¿no es peligroso? —aclaró pegándose a su espalda y pasándole los brazos por la cintura.
_____ sonrió con disimulo y cogió dos bolsitas de melisa. Le gustaban esos ratos en los que hablaban de cualquier cosa, como una pareja normal y no como adultos que se encontraran solo para acostarse. Además, tenía la esperanza de que, al fin, él permitiera que una de esas charlas terminara en la explicación que ella necesitaba darle.
—No tenemos por qué mezclarlos. —Le siguió el juego, deseosa de alargar la conversación—. Primero nos tomamos la infusión y un rato después... —Se detuvo con un incontrolado gemido. Él le mordisqueaba el cuello al tiempo que sus dedos recogían pequeños pliegues de tela que le iban alzando el borde del vestido. Cuando las manos le alcanzaron las caderas desnudas, ella emitió un ronco sonido de complacencia.
Joe gruñó excitado y se la llevó consigo hasta el centro de la cocina. La giró para tenerla frente a sí y la hizo retroceder hasta tropezar con la mesa.
Levantó el tejido hasta la cintura sin perder el contacto con sus ojos grises y le rozó las ingles con las yemas de los dedos. Ella se estremeció y él sintió la garganta repentinamente seca. Se humedeció los labios y tragó.
_____ trató de hablar, temblorosa y excitada, pero él la interrumpió atrapando su boca como hacía siempre que la quería en silencio. Le comió los labios derritiéndola mientras él mismo se quedaba sin voluntad.
La soltó el tiempo justo para mirar hacia la mesa y asegurarse de que estaba vacía.
—Entiendo que quieres algo más fuerte que una infusión —bromeó ella, sin aliento, mientras se le escurrían de los dedos los preparados de hierbas.
La tendió sobre la pulcra madera y se colocó entre sus piernas. Volvió a besarla de forma arrebatada. Terminó de enrollarle el tejido hasta pegarlo a su cuello y le mordisqueó los pechos a través del encaje blanco del sujetador a la vez que sus dedos se abalanzaban directamente hacia su sexo. La sintió estremecer, la escuchó gemir y apartó la boca para dejarla respirar y mirarla a los ojos.
—Quiero dibujarte así —susurró al verla con los párpados entrecerrados y las pestañas aleteando de excitación—. No sé qué me pasa, pero te dibujo a todas horas; con lápiz, sin él... —confesó casi de modo inconsciente. _____ sonrió con dulzura y él perdió el poco aliento que le quedaba—. Creo que me estoy volviendo loco —susurró, sorprendido por su propia revelación, y escondió la cara en la suave curvatura entre su hombro y su cuello—. Abrázame —pidió con voz ronca—. Abrázame muy fuerte. Abrázame todo lo fuerte que puedas.
Inspiró al sentir sus brazos rozándole la espalda y notó cómo su delicado olor a azahar le penetraba y recorría su cuerpo hasta encontrarle el alma. Escuchó los agitados latidos de su corazón y besó con ternura la suavidad de su piel.
Nada era comparable a eso. Ni siquiera entrar en ella y estallar en el placer más absoluto. Nada se podía comparar con la paz que sentía cuando ella lo encerraba en el cálido refugio de sus brazos.


Había tardes en las que a Joe le costaba esperar a que llegara la noche para encontrarse con _____. Cuando eso ocurría se acercaba a la tienda sabiendo que, apenas asomara, ella se apresuraría a salir a su encuentro dejando a Lourdes a cargo de todo.
Ese fue uno de esos días en los que llegó a buscarla ansioso por recorrer con ella las calles, cruzar el puente, descender por la escalera de caracol y subir en el ascensor gastándola a besos.
Pero esa tarde, con la pelirroja ausente del comercio, esperó pacientemente a que llegara la hora de cierre. Husmeó entre papeles pintados y telas mientras _____ atendía a los clientes, pero sin dejar de mirarla más allá de unos segundos. Tan pendiente estuvo de ella que no advirtió que, desde la calle, unos ojos les acechaban con excesivo interés. Ni reparó en ello un rato después, cuando salieron y él bajó la persiana y la afianzó a la cerradura encajada en el suelo. Menos aún se percató de que estaban siendo acechados cuando la ayudó a enrollarse la bufanda, tiró de los extremos para acercarla y la besó sin prisa en la boca. Y es que ella le hacía olvidarlo todo, incluso su necesidad de mantenerse vigilante para seguir con vida.
La tomó por la cintura y la arrimó a su costado. Deseaba recorrer con ella las calles más largas y desiertas que les condujeran a Deusto. No era consciente del peligro que suponía alejarse del gentío.
Al detenerse en el segundo semáforo se inclinó para susurrarle al oído. Por entre su cabello castaño, unos pocos metros más atrás, creyó distinguir dos rostros inquietamente conocidos. Rígido, volvió su mirada al frente sin tiempo a comprobar si la visión era real o simple producto de su imaginación. Su primer pensamiento fue para _____. Debía mantenerla a salvo de esos hombres. Le pasó el brazo por el cuello y la llevó contra sí para evitar que vieran su rostro. Ahora su urgencia consistía en escapar de allí. En ese momento no era solo su vida la que estaba en juego.
—¿Qué pasa? —preguntó ella al sentirlo tenso y percibir que su respiración se aceleraba.
Se ladeó para besarla en los labios. El corazón le retumbaba con fuerza y sus sentidos estaban en completa alerta. Pudo ver que los tipos mantenían la distancia para no ser descubiertos. Y él se preparó para el instante en que el semáforo cambiara a verde. Entonces los peatones de uno y otro lado de la calle se cruzarían formando un pequeño tumulto.
—¡Corre conmigo! —susurró en el último instante.
La sujetó con fuerza por la cintura y salió abriéndose paso entre la gente. Llevaba la cabeza baja para no sobresalir y ser localizado. _____ iba sin aliento, sobre todo cuando la alzaba y ella sentía que sus pies no tocaban el suelo.
La hizo girar bruscamente hacia la izquierda y no se detuvo hasta alcanzar la parte trasera del kiosco de prensa.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar ella, con la espalda apoyada en el cristal y respirando jadeante.
—Necesitaba besarte a solas —susurró. Y lo hizo a la vez que temblaba por dentro.
El corazón de _____ se aceleró hasta acompasarse a los feroces latidos que golpeaban el agitado pecho de Joe. Correspondió a sus besos con descuido mientras se preguntaba de qué se estaban escondiendo, hasta dónde alcanzaba la gravedad de lo que le estaba ocultando esta vez.






















Natuu! ;)
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