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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

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Mensaje por zai Dom 18 Mar 2012, 12:42 pm

Hola nueva lectora :)
siguela quiero saber que pasa cuando Joe se despierte
y si pon Maraton :)
zai
zai


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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 4 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Dom 18 Mar 2012, 2:45 pm

quiero cap!!!!!!
noooo..mejor pon maraton!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 4 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Natuu! Dom 18 Mar 2012, 10:54 pm

9




Despertó con un terrible dolor de cabeza que no le permitía abrir los ojos. Se sentía como si una manada de elefantes circulara por su cerebro después de que le hubiera pateado todo el cuerpo. Trató de recordar qué había hecho el día anterior, dónde se había llevado aquella monumental paliza que le tenía molido. Le llegó la imagen de un vaso de whisky, la de un camarero negándose a servirle una copa más y la de él mismo respondiendo que si lo que temía era que no le pagara una vez que estuviera borracho, se quedara con su billetera mientras él bebía.
El dolor le traspasó hasta alcanzarle el alma cuando le llegó el olor a azahar. Lo percibió con más intensidad que ninguna de las mañanas en que había pensado en ella. Esta vez resultó tan real que sintió que la tenía al lado, entre las sábanas.
Abrió los ojos con cautela, como si temiera que el más leve movimiento pudiera romperle. Volvió a cerrarlos, convencido de que el alcohol que aún circulaba por sus venas le estaba jugando una mala pasada. Recordó aquella habitación, las paredes blancas con pequeñas flores azules, el mullido edredón blanco... y a ella, con el cabello revuelto sobre la almohada, dándole los buenos días con ojos somnolientos, emanando el dulce aroma que ahora le envolvía como entonces.
Suspiró con fuerza y se juró que no volvería a emborracharse. La resaca hacía que los recuerdos resultaran tan vivos que dolían con la intensidad de lo físico.
Volvió a abrir los ojos. Inmóvil, observó el cuarto. No; esa visión no se la provocaba ni la resaca ni la intensidad de un recuerdo.
Lo que veía era real, lo que detectaba su olfato era real. Lo irreal era que él estuviera en la cama de _____. Le recorrió un estremecimiento. ¿Qué había hecho esa noche? ¿De qué tendría que arrepentirse esa mañana?
Abandonó el lecho de un salto y sintió que el dolor le resquebrajaba el cerebro. Se sentó en el borde del colchón, apoyó los codos en las rodillas y presionó los dedos sobre sus sienes. Nunca imaginó que los restos de una borrachera pudieran martirizar de ese modo tan preciso. Lo merecía, pensó avergonzándose de sí mismo. Merecía esa enorme pesadez por estúpido, por haber caído en lo que siempre aborreció de su padre.
De nuevo generó fuerzas para levantarse. Descubrió sus botas junto a la puerta. Se las puso y ató los cordones con lentitud, tratando de tranquilizarse antes de enfrentarse a ella. Si hubiera podido elegir se habría esfumado por la ventana, como un ladrón, para no descubrir qué motivo le había llevado hasta esa casa y esa habitación.
La encontró en la cocina manipulando la cafetera. Parado en el quicio de la puerta, observó el cabello que le caía desordenado sobre la espalda, su camiseta azul celeste, sus vaqueros gastados y los gruesos calcetines blancos que llevaba en lugar de zapatillas. Seguía teniendo el mismo aspecto adorable que un día le robó el corazón. Recordó las mañanas en las que era él quien se levantaba, dejándola dormida, y preparaba el desayuno para dos; para los dos. Miró hacia el frigorífico. Después de más de cuatro años la palabra «Tsamoha» continuaba allí, formada por letras imantadas de colores brillantes. En el pasado le había gustado moverlas para que ella encontrara su mensaje al despertar. Apartaba a un lado la s y la h, giraba boca abajo una a para convertirla en una e, y escribía «Te amo». Era una de las muchas formas que tenía de decirle que ella era toda su vida cuando en verdad era su vida. Ahora esa mujer representaba su mayor tormento.
Contrajo los dedos hasta convertirlos en dos puños crispados mientras todos los músculos de su cuerpo se tensaban.
—¿Dónde has dormido?
Ella se sobresaltó. La cafetera se desprendió de sus manos y golpeó la encimera de granito. Se había estado preparando para ese momento. Había pensado en la sorpresa de Joe al despertar allí, había imaginado las explicaciones que le pediría. Incluso, inocentemente, había ensayado algunas respuestas. Pero esa pregunta la desconcertó; el tono exigente y brusco con el que la hizo la dejó sin ánimo para responder.
—¿El tiempo te ha convertido en una maleducada? —preguntó ante su quietud—. Tal vez siempre lo fuiste, pero conmigo te tocó hacer el papel de mujer amable y dulce. ¿Quieres contestarme? —insistió sin moverse—. ¿En qué cama has dormido?
_____ se volvió despacio. Antes de que él apareciera se había repetido que no debía temerle, que nunca le haría daño. Se había dicho que el odio que le demostraba no era real; al menos no todo lo real que aparentaba. Pero ahora Joe estaba allí, haciendo alarde de toda su rudeza, y aunque ella no sintió miedo volvió a notarse vulnerable.
—En la que era de mis padres —respondió con timidez. Le aturdía verle allí, en su casa, saliendo de su habitación con la camiseta arrugada y el rostro fatigado, como muchas dulces mañanas que nunca olvidaría.
Joe tomó aire con suavidad, tratando de no mostrar su inmenso alivio. Solo entonces entró, despacio, y se detuvo junto a la silla de la que pendía su cazadora. Quería salir de allí cuanto antes. No se sentía tan seguro de sí mismo como otras veces. Estar en esa casa le aceleraba el corazón, debilitaba su fortaleza y su odio. No podía enfrentarse a esa mujer donde sabía que tenía asegurada la derrota.
La miró de nuevo. Le pareció que el tiempo no había pasado por ella. Estaba igual de hermosa. Tal vez más. Sí, decidió con rabia, estaba más mujer, más hermosa, más deseable.
—¿Qué hago aquí? —dijo con arranque, apretando los dientes hasta que el suplicio de la jaqueca se le hizo insoportable.
—Estabas borracho, en los jardines de ahí enfrente. —Sus ojos se dirigieron un instante hacia la ventana. Entender que Joe no terminaba de recordar lo ocurrido la noche anterior la había dejado más tranquila. Pensaba que sería más sencillo para los dos si él creía que su secreto seguía estando a salvo.
—No es eso lo que te he preguntado —razonó con frialdad—. ¿Cómo he llegado aquí?
_____ no recordó ninguno de los razonamientos que había ensayado. Alzó los hombros aceptando su culpa y su voz vibró al responder con la semilla verdad.
—Yo te traje.
—¿Te pedí ayuda? —la interrumpió apoyando las manos en el respaldo de la silla y sin dejar de atravesarla con la frialdad de sus cansados ojos castaños.
Ella suspiró nerviosa.
—En la situación en la que tú estabas no se suele solicitar...
—Así que no te pedí ayuda —dijo con sarcasmo—. Y, por supuesto, tampoco pedí que me dejaras dormir en tu casa, ¿verdad? —Ella negó silenciosa—. Entonces, ¿qué cojones hago aquí?
La maleducada forma de hacer la pregunta hizo mella en el alma de _____. Comenzaba a sospechar que cuanto más herido e inseguro se sentía, más déspota se mostraba con ella.
—Había una temperatura muy baja, estaba nevando. —Se abrazó a sí misma, como si el frío le naciera a ella de dentro—. Ibas a pasar la noche tumbado en el banco. Habrías muerto.
Joe sacudió la cabeza despacio. Hasta el más leve movimiento aumentaba el terrible dolor que llevaba encajado entre las sienes y la nuca.
—¿Haces estas cosas con cualquiera al que encuentras tirado en la calle o lo mío ha sido un acto especial? —aguardó, pero ella siguió mirándole sin responder—. ¡Contesta, maldita sea! ¡Si tanto te gusta jugar a la buena samaritana deberías unirte a una ONG en lugar de dedicarte a la decoración!
Sonrió con insolencia al ver el desconcierto en el rostro de _____. En aquel instante toda la lluvia y todo el frío que había soportado siguiéndola, merecieron la pena.
Tras el primer impacto, ella trató de razonar. Era evidente que la había acechado, que la había esperado ante su casa y la había seguido por las calles de Bilbao. Ahora que sabía que aún la amaba, quería creer que lo hubiera hecho tan solo por verla, negándose a pensar que sus intenciones pudieran ser otras. Le observó coger su cazadora y su gorro de lana, pero continuó en silencio.
—No quiero nada que provenga de alguien tan miserable como tú —espetó él ante su mudez—. Si por casualidad me ves necesitando ayuda, y aunque creas que está a punto de aplastarme un Airbus, hazte a un lado y deja que ocurra. —Tensó la mandíbula y afiló el odio en sus ojos—. No vuelvas a hacer buenas obras conmigo.
_____ necesitó ver su lado dulce. Lo recordó en el banco, rodeado de suaves copos de nieve, reconociendo que no había dejado de amarla y reprochándole su falta de corazón.
—No esperaba...
—Me alegro por ti —la interrumpió con insolencia a la vez que le daba la espalda para marcharse—. Quien no espera nada no se decepciona nunca.
_____ apretó con fuerza los dedos sobre sus brazos. Cuando escuchó el golpe con el que él cerró la puerta del piso, dejó que las lágrimas se deslizaran silenciosas. Acababa de comprobar que le resultaba más difícil soportar el desprecio de Joe ahora que comprendía que nacía de su amor y no de su odio.
«Quien no espera nada...», se repitió él, un momento después, mientras descendía en el ascensor, con los ojos cerrados y la atormentada frente apoyada en el metal frío que rodeaba la hilera de pulsadores. ¡Había esperado tanto de ella! Lo había esperado todo; ella se lo prometió todo. Por eso la decepción fue tan amarga, tan mortal. Por eso no terminaba de olvidarla. Por eso el odio que sentía por ella acababa volviéndose una y otra vez contra sí mismo.


El comisario se decepcionó con la respuesta del joven policía. Se levantó y rodeó su escritorio con gesto impaciente.
—No puedo creer que no esconda nada sucio. No sería lógico que le hubiéramos pillado en lo único ilegal que ha hecho en su vida. —Se detuvo ante la ventana y repitió con aire ausente—: No sería lógico.
—No he encontrado nada, señor, pero... —se aflojó con agobio el cuello de la camisa— es que tampoco sé qué debo buscar. No se me permite acercarme a él ni a la gente que le rodea y su ficha policial ya la conoce usted. Aparte de su detención por tráfico de drogas, no tiene ni una miserable multa de tráfico.
—Demasiado limpio para ser cierto —opinó el comisario—. Es listo el cabrón —añadió frotando con suavidad su áspera y cuidada barba—. Estoy seguro de que aquella vez le pillamos porque tenía al enemigo en casa y se confió.
—Hay cosas que no se ven si uno no está cerca —opinó cauteloso—. Permita que le siga con mucha discreción...
—No —respondió con rotundidad—. Eso está totalmente descartado.
Siguió inmóvil junto a la ventana mientras el agente se mantenía firme y a la espera, en el centro del despacho. Los minutos transcurrieron en silencio mientras pensaba qué podía hacer para proteger a _____. Necesitaba algo eficaz, pero que no le obligara a romper la promesa de no vigilarla ni a ella ni al tipo que ya una vez le complicó la vida.
—Está bien —dijo al fin, volviéndose hacia el policía—. Investiga a sus amigos, pero asegurándote de que nadie te descubre haciéndolo.
—Cuente con eso, señor —aseguró con aire solemne.
—Y a sus mujeres —añadió como si se le hubiera ocurrido de pronto—. Al parecer ha tenido muchas. Intima con ellas. Alguna se confiará y te contará cualquier cosa que sepa. Busca alguna despechada. —Miró de arriba abajo a su agente, valorando el atractivo que pudiera tener para el sexo contrario—. Se te dan bien las chicas, ¿no?
El policía sonrió con timidez, pero sacó pecho con evidente orgullo.
—Sí, señor. Se me dan tan bien con uniforme como sin él —declaró sonriendo con presunción.
—Quiero resultados —exigió Carlos demasiado pensativo como para prestar atención a su jactancia—. Y los quiero lo antes posible.
Al quedarse solo volvió a sentarse ante su escritorio. Soltó los puños de su camisa y los dobló sobre las mangas, dos veces. Estaba realmente preocupado. Él, que acostumbraba tenerlo todo bajo control, lo había perdido en lo más importante: la seguridad de la mujer que amaba. Llevaba años temiendo la vuelta de aquel malnacido, presintiendo que _____ ni podría ni querría luchar contra él. Y al fin sus peores temores se estaban cumpliendo.
Maldijo en silencio.
¿Cómo podía ayudarla si ella le ataba de pies y manos? ¿Cómo podía deshacerse de aquel tipo si, a pesar de todo, ella le seguía queriendo?
Desalentado, descolgó el teléfono para llamar a la tienda. Quería hablar con _____. Necesitaba escuchar su voz, saber que estaba bien, decirle que pasaría a buscarla para acompañarla a casa, para llevarla a cenar, para invitarla al teatro, para tomar un simple café mientras la miraba a los ojos y le contaba cosas que la hicieran reír.


—Ha llamado el señor Ayala, nuestro cliente más pomposo.
Fue lo primero que _____ escuchó, de labios de Lourdes, al llegar a la tienda el lunes. Días atrás, las dos le habían presentado el proyecto para su casa de la playa y él no había reaccionado como esperaron. Había examinado en silencio los planos, las había escuchado a ellas con atención, pero al finalizar les pidió unos días para pensarlo despacio y descubrir qué era lo que no le gustaba.
—¿Qué ha dicho? —preguntó ansiosa, petrificada ante el mostrador.
—No le gusta nada de lo que le hemos preparado —respondió con gesto de derrota.
—Hemos... —_____ toqueteó con dedos nerviosos un botón de su abrigo—. ¿Hemos perdido a nuestro mejor cliente?
Lourdes alzó los hombros y frunció los labios en señal de impotencia.
—Ha averiguado qué es lo que no le gusta. Dice que no quiere papeles y telas pintadas en serie. Quiere algo hecho exclusivamente para él.
—Pero... pero nosotras podríamos conseguir eso —dijo con desconcierto.
—¡Exacto! —gritó Lourdes, echándose a reír—. Perdóname, pero no he podido evitar hacerte sufrir un poquito. Le he dicho que algunas de las casas con las que trabajamos podrían hacer algo exclusivamente para él.
_____ suspiró aliviada, y su rostro recuperó su suave tonalidad. Sacó la correa de su bolso por el brazo y la cabeza, y lo dejó en el mostrador.
—Me has dado un susto de muerte. —Su sonrisa indicó que ya lo había olvidado—. ¿Le has hablado de que eso engrosará el presupuesto?
—Al parecer, el dinero no es problema. Me ha dicho que la casita es de su esposa. La ha heredado de sus padres. Está haciendo todo esto sin que ella lo sepa. Asegura que este será el dinero mejor gastado de toda su vida.
—¡Vaya! Además de millonario y caballero, es romántico y detallista.
—... y guapo. No olvides lo de guapo —exclamó Lourdes con buen humor.
—Y guapo —concedió _____ mientras se quitaba la bufanda y los guantes, y recogía su bolso—. Tenemos que decidir qué proveedor sería el apropiado para hacer esto —dijo pasando a la trastienda—. No podemos meter la pata esta vez.
—Hay algo más —indicó Lourdes yendo tras ella—. Quiere que la persona encargada de diseñar sus piezas visite la casa y hable con él. Según sus propias y genuinas palabras: «Para que se impregne de la esencia del lugar y consiga que casa y espacio se integren con armonía.» —Alzó las cejas y sonrió mirando a _____—. ¿Cómo te has quedado?
Ella permaneció pensativa unos segundos y sonrió.
—Suena bien. Espero que sepa realmente lo que quiere y no nos vuelva locos a todos.
—Me dio la sensación de que lo sabe con exactitud. —Las campanillas de la puerta señalaron la llegada de un comprador—. Ve pensando en qué fabricante puede hacer esto. Sobre todo lo de enviarnos a uno de sus diseñadores.
Lourdes salió. _____ terminó de quitarse el abrigo y lo colgó en el perchero. Puso sobre él el bolso, la bufanda y los guantes. Lo hizo despacio, al tiempo que visionaba en su mente los estilos de las firmas que les suministraban las más distinguidas piezas.


Después de dos días de lluvia, los restos de nieve ni siquiera se mantenían en las cimas de los montes más altos. Esa mañana había amanecido con un cielo despejado y un tímido sol de invierno despertando por el horizonte. En la trasera de la camioneta Joe viajaba con aire ausente, sujetando un cigarrillo entre los dedos a la espera de llegar al destino y poder encenderlo.
—¿Pensando en la chica de la otra noche? —bromeó Rodrigo empujándole el hombro con el suyo.
—No empieces otra vez —advirtió riendo—. Te dije que dormí en casa de un amigo porque estaba demasiado borracho como para ir a ninguna otra parte.
—No, si lo de demasiado borracho lo entendí —aseguró en voz baja—. Lo que me cuesta creer es que no fuera una chica quien se apiadara de ti.
—Ni siquiera había chicas. —Se colocó el cigarro entre los labios y friccionó la palma de una mano contra la otra para calentarlas—. Y, si me estás machacando con esto por todo lo que te preocupaste por mí, ya te he pedido perdón. Ni siquiera sabía lo que hacía cuando apagué el móvil. Seguramente me molestaba el sonido de llamada.
—¡Y yo esperando a que encendieras el dichoso teléfono!
—Lo siento, amigo —dijo dándole una palmada sobre la rodilla—. Ni siquiera puedo decirte en qué tenía la cabeza, porque no recuerdo nada de lo que hice.
—No te preocupes por eso. Una vez, cogí una cogorza tan grande que me fui a la cama con una chica y me desperté con un hombre.
Joe se echó a reír. Recuperó el pitillo y comenzó a girarlo de nuevo entre los dedos.
—¡No me fastidies! No se puede confundir algo así.
—Te aseguro que se puede —afirmó sin dejar de sonreír—. Sobre todo si el cabrón va vestido de mujer, se mueve como una mujer y te susurra como una mujer. Gracias a Dios los dos estábamos lo bastante cocidos como para no poder hacer nada. Lo recuerdo y aún siento escalofríos.
—¡Vaya situación embarazosa! Por fortuna, yo dormí solo —alzó una ceja para mirar a Rodrigo—, ¿de acuerdo?
—De acuerdo; dormiste solo —repitió fingiendo no creerle—. Por cierto, di a tu «amigo» que la próxima vez te despeje antes de meterte en la cama. Si te acuestas en plena borrachera la resaca es mucho peor. Que te dé un café bien cargado o te meta bajo la ducha o...
La repentina risa de Joe sobresalió del tono bajo de la conversación. Algunos hombres se volvieron a mirarle.
—No habrá próxima vez —le aseguró—. Una y no más.
—¿Lo sabe Bego? —preguntó Rodrigo de improviso.
—Ni lo sabe ni lo sabrá. La dejé en el portal de su casa diciéndole que me encontraba cansado. Después me metí en el primer bar con el que me topé y bebí hasta reventar. —La sonrisa desapareció del rostro de Rodrigo—. ¡Eso mismo sentiría ella! —expresó Joe—. Si se lo cuento comenzará a darle vueltas y llegará a la conclusión de que bebí porque no estoy bien a su lado o porque quiero dejarla, y no sé cómo hacerlo. Cualquiera de esas cosas absurdas que la harían daño. Y yo la quiero —dijo en voz baja—. Ella es lo único que tengo.
—Tal vez si comienzas contándole por qué bebiste.
—Eso no mejoraría las cosas. Es preferible olvidar esa noche. —Le asaltó la imagen de _____ esperándole en la cocina, y se frotó con fuerza los párpados cerrados—. Nunca ocurrió.
Necesitaba fumar. El corto trayecto hasta la zona que iban a limpiar esa jornada se le estaba haciendo eterno. El cigarro comenzaba a abrasarle los dedos. Sacó el mechero y se inclinó para protegerlo del viento. Tras dos intentos fallidos, Rodrigo se colocó ante él y ahuecó las manos alrededor de la llama. Cuando el pitillo humeó regresó a su sitio.
—Dices que quieres a Bego —dijo volviendo a apoyar la espalda en la pared del camión—. ¿Cuánto la quieres?
Joe echó el humo, despacio, con los ojos cerrados, sin ninguna prisa por responder.
—Más de lo que imaginas —musitó al fin—. A veces pienso que podríamos formar una familia y ser felices juntos. Pero nunca se lo digo. Me parece egoísta por mi parte quedarme con su amor y entregarle tan solo mi cariño.
Rodrigo calló un momento. Se sentía culpable cada vez que le abordaban los celos, pero no podía evitarlos. A pesar de lo mal que veía la mayor parte del tiempo a su amigo, a pesar de los años de prisión, envidiaba su lugar. Y eso, pensaba él, solo podía significar que estaba enamorado sin remedio o que se estaba volviendo loco.
—Ella... ¿ella cree que la amas?
—No —murmuró Joe—. Ella sabe exactamente lo que hay. Y dice que no le importa.
Rodrigo le observó, como siempre que hablaban de Bego, y otra vez creyó ver la inquietud que provoca el cargo de conciencia.
—Pero a ti sí te importa.
Joe no respondió. Aplastó el cigarro contra el suelo de la camioneta y miró el cielo azul. Recordó los momentos que pasaba con ella, la paz, el sosiego, las risas, la casi felicidad que sentía cuando estaban juntos. Después pensó en la angustiosa soledad que le golpeaba el resto del tiempo, cuando era _____ quien se adueñaba de su mente.


La mayor parte de la habitación estaba sumida en una tenue penumbra. Una leve y macilenta claridad llegaba hasta la cómoda, que tenía el cajón inferior abierto. Algunas camisetas, cuidadosamente dobladas, habían sido apartadas a un lado para dejar al descubierto una serie de folios con dibujos. Sobre la alfombra, los pies desnudos de _____ se frotaban entre sí para darse calor mientras ella apoyaba la espalda en el edredón blanco, que colgaba a un costado de la cama. La luz procedente de la lamparita que estaba sobre la mesilla, junto al reloj que marcaba las cuatro de la mañana, la iluminaba con suavidad.
Contemplaba un dibujo. El que más significado tenía para ella de todos cuantos conservaba. Era su propio rostro sobre una mullida almohada blanca, con los ojos cerrados. Era una imagen que transmitía paz, la misma paz que descubrió en Joe mientras la pintaba. Lo recordaba igual que si estuviera ocurriendo en ese instante.
Es por la mañana y la luz del alba aún busca un camino por el que asomarse. Ella abre los ojos, despacio, con una dulce y maravillosa desgana. Descubre encendida la luz del escritorio, junto a la cómoda, y a Joe dibujando en uno de sus cuadernos. Se queda quieta, contemplando la estampa que ofrece su perfecto cuerpo desnudo: sus musculosas piernas, su vientre plano, sus fuertes brazos, su atractivo perfil absorto en las líneas que traza sobre el papel.
Finge dormir cuando advierte que se vuelve. Ve, entre las sombras y la luz que proyectan sus pestañas, que él la contempla con dulzura y que después vuelve a enfrascarse en su obra. Sonríe por dentro al comprender que ella es su inspiración de esa mañana. Y espera, paciente, dichosa, sintiendo en su piel la caricia cálida de la mirada de su hombre.
—Tramposa —le escucha decir de pronto.
—¿Yo?... ¿Yo, tramposa? —pregunta con teatralidad.
Joe sigue trazando rápidas líneas curvas que ella intuye que son sus cabellos enredados entre los blancos pliegues del edredón.
—No sonreías cuando he comenzado a dibujarte —musita en voz baja, como si no quisiera despejarla por completo.
—¡Y ahora tampoco! —protesta sin levantar la cabeza de la almohada—. No he movido ni una pestaña.
—Oh, sí que las has movido. Y además me llamabas. —Deja el lapicero sobre el escritorio. Una seductora sonrisa le ilumina el rostro—. Me pedías que abandonara lo que estaba haciendo y que fuera a abrazarte y a llenarte de besos. —Ladea el rostro para mirarla desde su misma posición—. Dime que no lo he imaginado.
Ella se echa a reír mientras él se levanta despacio y conduce su espléndida desnudez hacia la cama.
—He estado quietecita —reitera entre risas—, no he sonreído y tampoco he dicho ni media palabra.
—Pero las has pensado —insiste rozando las mantas con los dedos— y yo sé escuchar tus pensamientos.
—¿Y puedes decirme qué estoy pensando ahora? —pregunta a la vez que un agradable cosquilleo comienza a templarle la piel.
—Que por qué estoy hablando tanto aquí fuera, cuando tú me esperas ahí dentro. —Se introduce entre las sábanas, se tiende junto a ella y le pasa el brazo por la cintura. Ella le ciñe las caderas con sus piernas.
—¿Esto de leer la mente es otra magia que te enseñó tu abuela? —susurra melosa.
—No. Esto es un poco de la magia que me has enseñado tú —musita al tiempo que sus labios buscan su boca.
La besa con la pasión dulce de las veces en las que se aman despacio, descubriendo y saboreando cada milímetro de piel con todos los sentidos y toda el alma.
—A veces creo que no podrías vivir sin dibujar —dice cuando él se aparta para dejarla respirar.
Joe le desliza la yema de su dedo índice por el contorno del rostro, como si lo trazara sobre un lienzo.
—No podría vivir sin dibujarte a ti —puntualiza con dulzura—. Sin ver tus ojos, sin oír tu voz, sin rozar tu piel. No podría vivir sin respirar de tu aliento.
Ella le peina con los dedos los mechones cafés que le rozan la frente. Los aparta y se queda mirándole a los ojos.
—La intensidad con la que lo vives todo me sigue asustando.
—¿Quieres que te ame un poco menos? —bromea besándole con suavidad la nariz.
—¡No! —Se encoge hasta casi desaparecer en el hueco que él le ofrece entre sus brazos y su cuerpo—. Me gusta que me quieras así, que me necesites así. Me gusta saber que tu mundo comienza y termina en mí, como el mío comienza y termina en ti.
Él la abraza con fuerza. Ella, con la mejilla pegada a su pecho, puede oír cómo se le acelera el corazón.
Ahora, sentada sobre la alfombra y con la cabeza apoyada en esa misma cama, volvía a escuchar aquel apasionado latido, a sentir sus caricias, a escuchar sus «te amo». Pero ahora estaba sola, evocando con un dibujo la paz y la dicha que sintió aquella mañana.
Miró hacia el cajón de la cómoda. Allí guardaba más diseños hechos por Joe. Cada vez que los contemplaba se repetía que sería la última vez; que los metería en una caja y los guardaría en lo alto de un armario para dejar de hacerse daño con recuerdos. Pero todo seguía en el mismo lugar, oculto bajo sus prendas, apartado de la vista, pero cerca, dispuesto para ser descubierto cada vez que sintiera la necesidad de regresar a los días felices del pasado.
Guardaba algo más en aquel cajón. Una novela de misterio para la que Joe había diseñado la cubierta, dos revistas de las que también eran suyas las portadas y la carátula del tercer disco de un grupo de rock: los diseños que con más orgullo le había mostrado al hablarle de su trabajo, que le apasionaba.
Dejó el dibujo en el suelo, frente a sus pies. Apoyó el mentón en las rodillas y se abrazó a sus helados tobillos. Mientras miraba los delicados trazos que formaban las cejas y los párpados cerrados, pensó en el brillante futuro que Joe había tenido por delante cuando todo ocurrió. Estaba segura de que si la vida no se le hubiera roto aquella tarde, ahora no estaría talando árboles, sino diseñando cosas importantes.
Cerró los ojos con fuerza. Las manos de Joe no estaban hechas para trabajos duros. Había nacido para crear cosas hermosas. No podía desperdiciar su talento de aquel modo, no le parecía justo que un error del pasado le cambiara de aquel modo todo su futuro.
Se secó las lágrimas con los dedos. De modo inconsciente su mirada terminó vagando por el papel pintado de la habitación, por las pequeñas flores azules que alguien había trazado con mano firme.
Volvió a pensar en el señor Ayala y su casa en la playa, en su disconformidad con los dibujos en serie, en su interés por que el artista visitara el lugar para que pudiera trasladar esa magia al interior de cada estancia.
Joe podía hacer algo así, razonó una vez más. Podía hacer cualquier cosa que quisiera con sus manos, sobre todo si esta requería de sensibilidad. Podía crear las imágenes más hermosas del mundo. Pero estaba desbrozando montes.
Se encogió contra la cama y apoyó la frente en sus piernas. El destino, la casualidad o quien fuera, había puesto ante ella un trabajo perfecto para Joe. Algo que le ayudaría en la adaptación a este mundo en el que era evidente que andaba perdido. Le resultaba revelador que en plena borrachera hubiera acabado justo frente a su casa. Pensó que, inconscientemente, había buscado su ayuda. Pero la cosa no era tan sencilla como hablar con él, proponerle que hiciera unos diseños y esperar que aceptara. Sabía que mientras no volviera a perder la conciencia en litros de alcohol, rechazaría cualquier cosa, buena o no, que procediera de ella.


—Mira bien esta cara y dime si te suena —preguntó el comisario tendiéndole dos fotografías de una ficha policial.
El joven las cogió y se movió unos pasos hacia la luz. Estaban en un parking subterráneo, en la planta más baja, en la zona ciega para las cámaras de vigilancia. Nadie debía verlos juntos; nadie podía sospechar que uno de los chicos malos de Carmona trabajaba en realidad para él. Por eso nunca lo llamaba por su nombre, por eso sus encuentros se reducían a los inevitables para pasarse información; excepto ese, en el que los motivos fueron más personales.
—No lo he visto nunca. Debe de ser importante para que se haya tomado la molestia de llamarme —dijo mientras se demoraba en la imagen frontal del desconocido.
—Se le conoce como Trazos —informó el comisario—. Cumple condena por tráfico de drogas y acaba de salir con el tercer grado. Si mantiene contacto con Carmona o con cualquier otro cabrón de su calaña, quiero saberlo.
—Cuente con eso, jefe —prometió devolviéndole las fotos—. Aunque de momento todo sigue tranquilo. Nadie ve a Carmona y sus hombres no violan ni las normas de circulación.
—¡Y todo por esa maldita y desastrosa redada que hicimos! —Su furia contenida durante días explotó—. ¿Cómo cojones se enteraron?
El sonido de un motor le hizo callar. Un coche entró en la planta y se dirigió al extremo más iluminado.
—Eso debería preguntarlo yo —dijo el chico cubriéndose con la capucha de la sudadera—. ¿Alguno de sus polis se fue de la lengua? ¿Alguno es asalariado de ese hombre?
—No desconfío de mis hombres. —Abrió la portezuela de su coche—. De todos modos ese malnacido tiene amigos hasta en el infierno.
—Vigile a su gente, «gran jefe» —se mofó volviéndose en dirección a la salida de peatones—. Si tiene alguna fuga de nada va a servirle la información que yo le consiga.



Natuu!
Natuu!


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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 4 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Natuu! Dom 18 Mar 2012, 10:57 pm

10




Le sudaban las manos al sacar la llave de dientes limados de su bolsillo. Tenía el presentimiento de que algo iba a salir mal. Eran las seis y media de la tarde. Si _____ era fiel a sus costumbres no llegaría a su casa hasta las ocho, y él necesitaba apenas unos minutos para comprobar si el método de Rodrigo servía en esa cerradura. Pero nada de cuanto se decía le daba la suficiente tranquilidad.
Primero había probado con el portal. La oscuridad de la tarde le había ayudado a mantener la calma. Había caminado despacio, buscando alcanzar su objetivo cuando el tramo de calle se encontrara desierto. Todo había ido bien, pero ahora era diferente; estaba dentro, en el rellano, el último lugar del mundo en el que podía ser descubierto.
Volvió a ordenarse serenidad. La tranquilidad y la rapidez eran sus principales bazas para salir bien de semejante locura. Introdujo la llave en la ranura y resopló aliviado al ver que encajaba. Se frotó las palmas de las manos en las perneras de sus vaqueros negros. Respiró hondo y sacó el mechero de un bolsillo de la cazadora. Golpeó la llave con firmeza y, casi al mismo tiempo, la giró. El cerrojo cedió y la puerta se abrió unos centímetros. Sonrió a pesar de que la tensión le tenía agarrotados todos los músculos. La hora de la venganza estaba un poco más cerca.
Empuñó la manilla dispuesto a alejarse cuanto antes. Pero se quedó inmóvil recordando todo el tiempo que le había costado a _____ llevarle a ese piso. Entonces no le pareció extraña su actitud. Pensó que temía perder su independencia, enamorarse hasta el punto de necesitarle para siempre. No le importó que se resistiera tanto. Lo consideró una prueba de que terminaría amándole con la misma loca intensidad con la que él la amaba. No supo ver que no estaba en sus planes permitirle entrar a formar parte de su verdadera vida. Por eso no vio nada extraño en que de pronto cambiara y le pidiera que la acompañara a esa casa. Entonces le pareció la rendición definitiva al amor que sentía por él: le mostraba el lugar en el que vivía y le abría las puertas para que él entrara cuando quisiera.
Después, cuando cayó el telón y ella dejó de fingir, eso pasó a ser una de las muchas preguntas para las que nunca encontraría respuesta.
«Tampoco las necesito», pensó furioso, al tiempo que cerraba para salir de allí.
La puerta del ascensor se abrió a su espalda. Soltó la manilla, guardó la llave y el encendedor en un bolsillo y se volvió despacio, para comprobar si debía inventarse una explicación o podía irse sin más problema.
Una sensación gélida le recorrió las venas. La sonrisa que comenzaba a dibujarse en su boca se transformó en una mueca burda; nada, comparado con el gesto de sorpresa que descompuso el pálido rostro de _____. Mirándola, Joe supo que debía explicar su presencia allí antes de que ella comenzara a sospechar algo extraño.
—Como no estabas ya me iba. Quería... —Se detuvo. Había empezado a hablar sin saber qué decir—. Creo que... que es muy probable que el otro día me salvaras realmente la vida. —Se frotó los músculos agarrotados de la nuca mientras seguía improvisando—. Debí... agradecértelo. O al menos no debí comportarme de un modo tan grosero.
_____ sonrió nerviosa. Retorció entre los dedos la correa de su bolso mientras sus ojos brillaban, dichosos y atónitos; estaba ante la oportunidad que no pensó que tendría.
—Gracias... —dijo con voz temblorosa, pero Joe ya comenzaba a bajar la escalera—. ¡Espera! Hay algo que quiero decirte.
Él se detuvo y se volvió despacio. Los peldaños que había descendido dejaban sus rostros a la misma altura.
—Tú y yo no tenemos nada de qué hablar.
—Por favor —musitó mirándole directamente a los ojos.
Joe se estremeció al recordar esas dos palabras dichas por ella en otro tiempo, pero en ese mismo tono ahogado. Una breve ráfaga, veloz como la luz, le llevó hasta la sensación de las sábanas revueltas, a la de sus manos sobre la suave y cálida piel de _____, a la del sonido dulce de sus jadeos, a la de su apagado «por favor» cuando le aseguraba que no podría soportar más placer.
—Por favor —volvió a decir mientras él se sorprendía de que hubiera bastado la fugacidad de un instante para que se le acelerara el corazón y se le secara la boca.
—No tiene ningún sentido. Yo no debería estar aquí.
—No te robaré mucho tiempo —insistió sonriendo con torpeza—. Apenas unos minutos. Es que... —Apartó la mirada para revolver en el interior de su bolso.
Joe se tensó al verla introducir la verdadera llave en la ranura. No estaba seguro de que no se notara que había sido manipulada, sobre todo para una persona tan cuidadosa y observadora como recordaba que había sido ella.
—Unos minutos —concedió únicamente para distraer su atención.
Y esperó con las pupilas clavadas en la escalera por la que hacía rato debió haber desaparecido. El chasquido de la puerta al abrirse le devolvió el alma al cuerpo y volvió a permitirle respirar.
Atravesó tras ella el umbral y se detuvo mientras la veía deshacerse de la bufanda. Sin dejar de mirarla, sacó el tabaco, encendió un cigarro y cerró la puerta en la que apoyó después la espalda. Le provocó un oscuro placer verla volverse atónita y desconcertada. Se preguntó cómo actuaría si supiera lo que le tenía preparado, y casi deseó decírselo. Aproximarse, pararse cuando estuviera a punto de beberse su aliento y susurrarle, muy bajito, que cogiera aire porque no tardaría en estar encerrada en una celda húmeda, fría y maloliente en la que aborrecería respirar.
Ella no necesitó preguntar. Al ver su actitud desafiante comprendió que no pasaría de la entrada y que se iría antes de que se hubiera cumplido un solo minuto.
—No sé cómo explicarte esto —dijo con una dulce sonrisa.
—No te esfuerces —aconsejó con mofa—. Yo me voy.
—Tenemos un cliente que quiere que decoremos su casa de la playa —insistió con la esperanza de retenerle al menos unos segundos.
—¿Y qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó con frialdad.
—Quiere dibujos con alma y eso lo pueden hacer muy pocos creadores. Pensé que tú...
Volvió a enmudecer al verlo apartarse de la pared con inquietante parsimonia y acercarse despacio, sacudiendo el cigarro para que la ceniza cayera sobre la inmaculada alfombra persa.
—¿Me estás ofreciendo un puto trabajo? —rugió conteniendo un estallido de furia—. Te advertí que no volvieras a hacer buenas obras conmigo —le recordó con una calma rígida—. Arregla tu vida mientras puedas y deja en paz la mía, que es perfecta desde que tú no estás en ella. —Tras la sentencia le dio la espalda para marcharse.
—Aguarda un momento...
Él se volvió sin soltar la manilla con la que comenzaba a abrir la puerta.
—Ya he estado más tiempo del que debería. Está claro que ni siquiera debí venir. —Disfrutó del temblor indeciso en los labios de _____—. Sobre todo porque en ningún momento me he arrepentido de nada de lo que dije.
—Deja al menos que te explique lo que...
—No existe nada que yo quiera escuchar de tu boca —murmuró mientras en el fondo de sus ojos se le enconaba la ira—. Hace mucho que estás muerta para mí.
Ella no respondió. Se encogió mientras le veía abandonar la casa. Se preguntó por qué la había buscado, cuál había sido la verdadera finalidad de aquella extraña visita, qué le bullía en la cabeza para comportarse de ese modo tan absurdo, como no fuera, simplemente, la necesidad de herirla.
Joe descendió por la escalera con paso rápido. Precisaba desfogar toda la furia que al final había estado conteniendo. Que ella tratara de ayudarle le hacía aflorar sus más irascibles demonios. No existía nada que pudiera pagar la muerte de Manu, ni los más de cuatro años que él había permanecido encerrado, ni las noches que aún tendría que pasar en prisión. Como esta, en la que ella se acostaría en su cama, arropada por su mullido edredón blanco, mientras él lo haría en un pequeño camastro en el que se dibujaban las sombras de unas rejas, con el murmullo continuo de sonidos y voces de presos y de las almas que allí penaban al no encontrar salida entre los muros.


Joe se ajustó el casco de protección y continuó con los resistentes guantes de cuero. Ante él, gruesos pinos de unos quince metros aguardaban a que la precisión de alguna afilada herramienta acabara con muchos de ellos. Era una propiedad particular y el dueño quería excavar una pista por la que poder desplazarse con su todoterreno.
—¿Qué tal ayer? —preguntó Rodrigo, que se acercó subiéndose la cremallera de su parka fluorescente.
—Bien —respondió con la vista fija en las cimas balanceantes de los pinos más altos—. La puerta se abre sin problema.
—¿No te vio nadie? ¿Ningún vecino?
—Nadie —indicó sin dudar—. Ahora solo falta que me digan que puedo ir a por el dichoso paquete.
—¿Cómo puedo convencerte de que desistas?
—¿Cómo puedo convencerte yo de que tengo que hacer esto?
—¡Maldita sea, Joe! No entiendo cómo no... —tosió al sentir que volvían a tener compañía. Uno de los chicos nuevos preguntaba por el modo correcto de colocarse el casco. Rodrigo se ocupó mientras Joe volvía a subir a la trasera de la camioneta para coger un hacha.
Esa mañana no utilizó la motosierra. Los árboles, excesivamente altos y gruesos, necesitaban de la destreza de los taladores con más experiencia. Él, junto a otros compañeros, se dedicó a desmochar las ramas para dejar el tronco limpio y listo para ser transportado.
Agradeció que su trabajo no conllevara la responsabilidad de otras veces. Seguía teniendo el pensamiento donde no debía. Cada nuevo día pensaba en _____ con más frecuencia, con más intensidad. Ese proceso le tenía desconcertado. Sobre todo porque, una gran parte de las veces, ella llegaba junto a recuerdos gratos, divertidos, apasionados.
Pero la odiaba. De eso seguía estando seguro.
Un nuevo grito de «árbol va» alertó a los hombres. Los que estaban en su trayectoria de caída se apartaron con rapidez. Todos excepto Joe. Él, perdido en sus pensamientos, siguió desroñando uno de los ejemplares ya caídos.
Un gran pino comenzó a inclinarse hacia un lado. Sus largas y espesas ramas se agitaron en el aire sin encontrar nada a lo que sujetarse. Rodrigo calculó con la mirada el punto de desplome. Sintió que el corazón le estallaba al descubrir a su amigo en la zona del impacto. Gritó su nombre con todas sus fuerzas, pero él continuó ausente mientras el árbol se precipitaba contra el suelo.
Joe desapareció bajo el amasijo de ramas.
Los miembros del equipo se precipitaron en su ayuda. Lo hicieron con la eficaz celeridad que les daba el haber asistido a situaciones de absoluta emergencia. Varios hombres se ocuparon de mutilar las ramas, otros las apartaron con rapidez para llegar hasta el herido. Joe apareció, encogido sobre sí mismo y con los brazos protegiendo su rostro.
—Estoy bien —musitó sin moverse cuando escuchó voces y sintió que tocaban sus ropas—. Estoy bien.
Rodrigo llegó abriéndose paso entre los que rodeaban a su amigo. Se agachó junto a él y le puso la mano sobre el hombro. Un gemido de Joe hizo que la apartara.
—Trata de mover los brazos y las piernas, muy despacio —le pidió con preocupación.
Con un quejido, Joe se volvió hasta quedar de espaldas en el suelo, con las articulaciones extendidas. Tenía rasponazos en una mejilla y el mentón.
—De verdad —dijo sin abrir aún los ojos—. Estoy bien. Solo me han golpeado las ramas. Me duele un poco la cabeza y el hombro, pero no es nada importante.
—¿Seguro? —volvió a preguntar.
—Seguro —respondió sin moverse.
—¡No ha ocurrido nada! —gritó Rodrigo al resto de los compañeros—. Vamos a dejarle respirar.
Los hombres se apartaron y, entre murmullos de alivio, volvieron al trabajo. Rodrigo continuó agachado. El corazón le seguía martilleando contra el pecho.
—¿Me juras que estás bien?
—Sí —dijo con una exhalación.
Abrió los ojos y trató de incorporarse. Sintió el dolor en el hombro y volvió a dejarse caer. Rodrigo terminó de relajarse cuando le escuchó reír.
—¿Te parece gracioso? —le reprendió incapaz de enfadarse como debía—. ¡Podías haberte matado!
—Me río de mi estupidez. No lo vi —reconoció dándole la mano para que le ayudara a levantarse—. Ni lo vi ni escuché el grito de aviso.
Rodrigo tiró y él se puso en pie. Entonces apreció el peligro en toda su dimensión. La providencia había querido que sobre él coincidiera el hueco entre dos gruesas ramas y, un metro más a su izquierda, todo el peso del cuerpo del árbol. No se atrevería a volver a decir que la suerte le era esquiva. No, después de que unos centímetros le hubieran librado de serias lesiones y un mísero metro le hubiera salvado la vida.
—Me preocupas —confesó Rodrigo—. Este no es un trabajo en el que se pueda estar en Babia. Si no terminas con la historia de esa poli, será esa historia la que termine contigo.
—Descuida. No volverá a ocurrir. —Se quitó los guantes y sacudió sus ropas—. Procuraré estar más atento.
Rodrigo alzó las cejas para mostrarle lo poco que creía en esa promesa.
—Vete a desinfectarte eso. —Le señaló el rostro al tiempo que se apartaba para incorporarse al trabajo.
Joe se tocó la mejilla mientras se dirigía a la camioneta y se miró los dedos. La escasa sangre le indicó que los raspones no eran profundos. Sin detenerse, miró a su amigo. En ese momento alzaba un hacha y comenzaba a desmochar el pino que había estado a punto de aplastarle. Se sintió culpable por haberle ocultado que se había visto con _____, pero no quería agobiarle con más preocupaciones. Opinaba que ya cargaba con suficientes por su causa.


No había vuelto a ese café desde que Joe la echó exigiéndole que no regresara nunca. Había obedecido porque sentía que él tenía todo el derecho moral de estar allí, incluso de expulsarla. Y no habría regresado nunca de haber sabido en qué otro lugar podría encontrarse con él.
Se sentó junto a la mesita de mármol blanco mirando hacia la entrada como siempre la había esperado Joe. Pensó que verlo llegar le proporcionaría tiempo para recomponerse de la emoción antes de tenerlo al lado. Había tomado la firme determinación de hablarle de nuevo del trabajo. Lo había decidido aun sabiendo que tendría que volver a padecer su actitud ácida, sus impertinencias, sus desprecios.
La cafetería se fue llenando de parejas y grupos de jóvenes. Ella había dejado su abrigo en la silla de al lado para que nadie se la llevara sin que se diera cuenta, pues estaba del todo ausente vagando la mirada entre la puerta de entrada y el tostado contenido de su taza. Además del desasosiego que le provocaba saber que volvería a verle, no dejaba de preguntarse cómo iba a convencerle; qué podía decirle, suponiendo que él le permitiera decir algo.
No recordaba que ninguna espera le hubiera parecido tan larga como esa. Ni siquiera las veces en las que aguardó, desde el interior de su coche, a que él saliera de casa, de su trabajo o de cualquiera de los locales de copas que frecuentaba los fines de semana. Su vigilancia había sido tranquila, demasiado tranquila. De ahí sus primeros recelos de que él fuera el delincuente que necesitaban para pillar a Carmona. Llegó a creer que en algún punto fallaba la información que tenían. Pero no fue así. Todas las dudas que llegó a plantearse fueron echadas por tierra por el comisario y, a veces, hasta por el propio Joe. Como la noche en la que le habló del significado de Trazos.
Entonces ella aún alimentaba la incertidumbre de que fuera un hombre honrado. Por eso nunca le permitía que la acompañara a casa. No podía dejarle saber quién era ella realmente, dónde vivía. Era un sospechoso. No debía proporcionarle datos con los que pudiera localizarla después, cuando la misión hubiera acabado.
Pero le amaba. Le amaba y quería creer que era el fascinante hombre que ella veía cuando le miraba a los ojos.
Y en un instante regresó a aquella noche, al piso de Joe, a su cama.
Han hecho el amor. Él está tumbado boca arriba, ella descansa la cabeza en su hombro y le acaricia el torso con las yemas de los dedos. Piensa en cómo hacer la pregunta sin levantar sospechas.
—Creo que deberíamos buscarte un apodo para cuando triunfes con tus dibujos —dice al fin conteniendo la respiración—. Estaría bien que fuera algo raro y desconocido como Picasso, Goya, Dalí.
Joe la abraza al tiempo que suelta una carcajada.
—Me gustan. Cualquiera de ellos es lo bastante extraño como para que encaje con alguien como yo.
La actitud inocente y confiada de Joe la hace juzgarse rastrera. Siente que no tiene ningún derecho a dudar de él, menos aún a sonsacarle información de modo tan sucio. Dispuesta a rectificar, se incorpora hasta apoyar los brazos en su pecho y coloca sobre ellos la barbilla.
—¡Bueno! —exclama—. Tal vez no sea tan buena idea. La verdad es que Joe Jonas suena perfecto para un artista.
Él le peina el cabello con los dedos y lo mantiene atrás, apartado por completo de su rostro. La mira así, libre del adorno de su cabellera castaña.
—A mí me parece una idea perfecta —musita—. A la primera mujer de mi vida se le ocurrió algo parecido.
Una dolorosa punzada vuela a encajarse en el alma de _____. Pero, por encima de esa cruda sensación, le aflora el temor a escuchar la palabra que despejará sus dudas o confirmará que él es un delincuente. Suspira agobiada de pronto. Él no puede tener ningún apodo. Sencillamente no puede.
—Así que no he sido muy original.
—Más de lo que crees. —Suelta el pelo y lo acaricia al tiempo que lo deja caer sobre la almohada—. No imaginas lo que esto, que puede parecer una tontería, significa para mí.
—¿El que yo pretenda ponerte un sobrenombre?
Joe enreda los dedos en los mechones que a ella le caen sobre la nuca.
—Me llaman Trazos —revela con satisfacción—. Y la mujer maravillosa que me lo puso fue mi ama. Por eso me emociona que tú, la mujer sin la que esa vida que ella me dio carecería de sentido, haya pensado en que mi habilidad para el dibujo merece un apodo.
Trazos. Una sola palabra basta para destrozar la última de sus estúpidas esperanzas. Los datos no están equivocados.
—Me emociona compartir este honor con tu madre —confiesa con sinceridad, apoyando la mejilla en su pecho para que él no alcance a ver la sombra del desánimo en sus ojos—. Así que el sentido de Trazos está en tu destreza.
—Mi afición a dibujar me viene desde que era apenas un renacuajo. —Recorre con los dedos la espina dorsal de _____, en dirección a su cintura—. Mi aita llamaba a mis creaciones «garabatos sin sentido». Mi ama le regañaba y solía decir que eran trazos que con el tiempo se convertirían en brillantes dibujos. —Sonríe emocionado—. Eso me gustó. Después, cada vez que hacía algo se lo mostraba para que me lo repitiera. Entonces ella comenzó a llamarme Trazos. Por eso seré Trazos eternamente, me lo digan los demás o no.
—Por lo que veo la querías mucho —dice sin moverse.
—¿Cómo podía no quererla? —La estrecha con fuerza y besa su cabello—. Fue lo más dulce y especial de mi vida. Cuando ella faltó ya no...
_____ se aprieta contra su pecho. Desea morir ahí, entre sus brazos, escuchando los latidos de su corazón. Morir amándolo para que nunca llegue el momento de verlo esposado en el asiento trasero de un coche policial.
Joe olvida lo que fuera que le ha hecho quedarse en silencio. Entierra el rostro en la cabellera de _____ y revuelve para abrirse un sendero.
—¿Qué pasa, mi amor? —susurra al alcanzar la suavidad de su cuello—. ¿He dicho algo que te ha molestado?
Ella continúa pegada a él, silenciosa, incapaz de mantener por más tiempo las lágrimas.
Joe se remueve en la cama hasta poder abarcarle el rostro con las manos. Se lo alza y la mira con tierna preocupación.
—No es nada —musita ella—. Me has hablado de que soy una de las dos mujeres más importantes de tu vida y he sentido que no merezco tanto.
—Te amo —susurra con una radiante sonrisa—. Te amo de tal manera que cuando no estoy contigo solo respiro para mantenerme vivo hasta volver a encontrarte. Tú llenas toda mi vida. Soy yo quien no merece tanto.
—¡Dios mío, Joe! —exclama en un sollozo. Trata de bajar la cabeza para ocultarse de nuevo, pero él la mantiene inmóvil. Sonríe mientras le seca las mejillas con sus pulgares.
—Amar duele a veces, ¿verdad? —Ella afirma en silencio—. Eso es bueno. Significa que no nos cabe tanto amor y nos golpea por los costados para apretarse e ir haciendo hueco. Sabe que nunca tendrá espacio suficiente, porque jamás dejará de crecer.
Nuevas lágrimas brotan de los ojos de Joe, que se pregunta por qué el destino no los ha unido antes. Antes de que ella se convirtiera en policía, antes de que él hubiera cruzado al otro lado de la ley.
—¿Dónde has estado durante toda mi vida? —pregunta apenada.
—Buscándote —susurra al tiempo que comienza a enjugarle las lágrimas, esta vez con los labios.
Joe le ha jurado, cientos de veces, que ella es su vida. Lo ha jurado y lo ha demostrado con actos. Pero la emoción y la sencillez con la que lo dice esa noche le llenan a ella el alma de remordimientos.
Remordimientos que, ahora, después de los años, seguían martirizándola con la misma intensidad. Pues una cosa fue el delincuente al que juzgó y condenó la justicia, y otra bien distinta, el hombre que la amó con toda su alma y al que ella correspondió con mentiras.
Apartó a un lado su taza de café. Apoyó los codos sobre la mesa y se frotó la frente con los dedos. No era momento de recordar el pasado. Era mejor centrarse y prepararse para la conversación que deseaba mantener con él.
Pero dos horas después seguía sentada en el mismo lugar, ante la misma taza con café ya frío y sin ninguna esperanza de que Joe apareciera.


Pulsó el botón que alejaba el dibujo de una silueta humana con una diana en el centro del pecho. Dejó que se deslizara hasta el fondo de la galería mientras él se ajustaba las gafas protectoras. El agente Gómez guardó silencio cuando le vio empuñar su arma reglamentaria y esperó. El comisario efectuó sobre el objetivo los seis disparos que le quedaban en el cargador y accionó el mecanismo que lo acercaba de nuevo.
—Así que no has avanzado demasiado. —Se retiró los cascos que amortiguaban las molestas detonaciones en ese espacio cerrado.
—Debo ser cuidadoso, señor. He tomado confianza con algunas de sus antiguas amigas. Ahora tengo que averiguar con cuáles de ellas mantuvo alguna relación. No puedo nombrarle si no quiero levantar sospechas.
—Trabaja al ritmo que creas conveniente, pero no te duermas. Recuerda que esto me urge.
El carril se detuvo. El blanco quedó frente a ellos. Las seis balas habían hecho un único y grueso agujero, pero no en la diana. La herida mortal estaba en el punto en el que a la silueta, de haber tenido vida, le habría latido el corazón.
—Descuide, señor. —Se mantuvo erguido, casi firme—. También he entrado en contacto con algunos de los amigos del hermano pequeño. Parecen buenos chicos. —El comisario pulsó para que el grueso papel agujereado viajara de nuevo hasta el final—. Ellos sí que hablan del chico fallecido y lamentan lo que le ocurrió.
—Fue el típico caso del chico que admira a su hermano mayor, que lo considera un héroe —opinó agitando la cabeza con pesar—. Lástima que ese admirara a un maldito cabrón y acabara muerto por su culpa. —Sustituyó con habilidad el cargador vacío por uno lleno—. Si fue capaz de conducir a su propio hermano a la muerte, ¡qué no podría hacer con alguien que no lleve su misma sangre!
Cogió su arma con ambas manos, apuntó tensando la mandíbula y disparó las quince balas del cargador. Después se quitó las protecciones de los oídos y las gafas. No se molestó en acercar la señal para comprobar su puntería. Sabía que todos los proyectiles habían encajado en lo que sería el cerebro si el contorno hubiera correspondido al de un enemigo a batir.


_____ llevaba rato en la trastienda, en el pequeño despacho. La tarjeta de uno de sus mejores proveedores le abrasaba los dedos. Pertenecía al que Lourdes y ella habían elegido para la decoración de la casa de la playa. El sentido común le decía que llamara y le expresara las exigencias del cliente. No había conseguido ver a Joe. No había motivos para seguir esperando y arriesgarse a perder el trabajo más interesante que habían conseguido en años.
Pero no quería rendirse. No hasta que hubiera agotado todas las posibilidades.
Dejó la tarjeta sobre la mesa, al lado del teléfono, y pasó a la tienda. Lourdes se despedía en la puerta de una joven pareja. Ella aguardó a que regresara.
—Quiero pedirte algo —dijo mientras cerraba el catálogo de tejidos que su amiga había dejado abierto—. Es sobre el señor Ayala.
—¿Has hablado con el proveedor? —preguntó comenzando a enrollar una pieza de tela ocre con dibujos dorados que había extendido en el mostrador.
—Eso precisamente quería contarte. —Sus dedos repasaban sin cesar el anagrama abultado de la tapa del muestrario—. Me gustaría que el amigo del que te hablé se hiciera cargo de ese proyecto.
—¡El artista! —exclamó con expresión dichosa—. Pensaba que no te veías con él.
—Así es. Pero puedo intentar localizarle. —Evitó decir que ya había comenzado a hacerlo—. Si tú estás de acuerdo en que se ocupe de esto, por supuesto.
Lourdes colocó el rollo de tejido en las baldas y se volvió hacia _____ con actitud pensativa.
—Si te entendí bien, él nunca ha diseñado telas o papeles pintados. ¿Crees que será capaz?
—Lo creo. No sería la primera vez que alguien apuesta por un brillante ilustrador gráfico. El que no tenga ideas preconcebidas de lo que debe ser el diseño de una pared puede dar un resultado fabuloso. —Se mordisqueó los labios y suplicó con la mirada—. Sé que nadie lo haría como él.
—¿Me aseguras que esto no obedece, únicamente, a un deseo de tenerlo cerca?
—No arriesgaría así nuestro negocio —aseguró con gravedad—. Él puede hacerlo y puede hacerlo mejor que nadie que tú o yo conozcamos.
—De acuerdo —aceptó Lourdes sonriendo con toda la amplitud de sus labios pintados de rojo—. Confío en tu buen criterio. Pero eso nos plantea otro problema.
—Ya. Tengo que localizarle cuanto antes —se adelantó _____.
—Exacto. No podemos entretener al cliente eternamente, a no ser que queramos perderlo.
—Te prometo que eso no ocurrirá. Si no doy con él y lo convenzo para que acepte durante esta semana, el lunes, a primera hora, llamo al proveedor que tenemos elegido.
—Ok. —Alzó las cejas sospechosamente satisfecha—. Puede que de esto saquemos varias cosas buenas: un verdadero artista para nuestra pequeña empresa y que tú te perdones eso tan terrible que le hiciste.
—No, Lourdes. Lo del artista es más que probable, lo otro puede que nunca ocurra —dijo colocándose el pelo tras la oreja con dedos trémulos.
—Pues me parece una verdadera lástima.
Sin ganas de conversar, _____ volvió a la trastienda con la pena ensombreciéndole sus ojos grises. Su pensamiento estaba ocupado en buscar un modo de dar con Joe. Su última esperanza la había puesto en los sábados del café Iruña. Que él hubiera faltado la tarde en la que ella le buscó no quería decir que no fuera a acudir ninguna otra.
Pero no podía jugárselo todo a una única posibilidad. Tenía que existir otro modo más rápido de dar con él. Una forma de averiguar dónde estaba viviendo.
Y lo había, pensó de pronto.
Había alguien. Conocía a alguien que podía ayudarle a encontrarlo. Ahora, su duda se centraba en descubrir si ese alguien estaría dispuesto a ayudarla.






Natuu!
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Mensaje por Natuu! Dom 18 Mar 2012, 11:01 pm

11




Joe aceleró la marcha de modo inconsciente. Bego alargó el brazo para alcanzar el borde de su cazadora y tiró hacia sí. Él se detuvo riendo por su torpeza de cometer una y otra vez el mismo error y aguardó a que ella avanzara los pasos que le había sacado de ventaja. La estrechó por la cintura y la pegó a su costado.
—¿Te he dicho alguna vez que eres mi cielo? —le preguntó al tiempo que se amoldaba a su caminar tranquilo.
—¿Soy tu cielo porque te estoy enseñando a pasear en la tierra? —preguntó ella a su vez, riendo emocionada por la demostración de cariño.
—Algo así. —La besó en la frente con mimo—. Algo así.
Continuaron en dirección al piso de Bego, en la plaza Zabálburu. Esa tarde Joe había tenido un interés especial en que se vieran. Había algo que necesitaba contarle, algo que no podía arriesgarse a revelar por teléfono.
Alumbrado por la luz amarillenta de una farola, Joe echó un rápido vistazo a su reloj de muñeca, inquieto porque el tiempo avanzaba y aún no había comentado nada.
—¿Ya es la hora? —preguntó Bego.
—Diez minutos. Ni uno más, si quiero firmar a tiempo de evitarme dificultades.
Bego ajustó la alarma de su propio reloj, para asegurarse de que eso no ocurriera, y volvió a pegarse a él para que la abrazara de nuevo.
—Tengo otro problema —dijo Joe de pronto.
—¿Qué tipo de problema? —preguntó con sus grandes ojos negros abiertos de par en par.
—Algo que descubrí el sábado, cuando pensaba que todo se ponía en marcha. No te lo había contado aún porque he estado tratando de dar con la solución.
—Por lo que veo no lo has conseguido. ¿Qué es lo que pasa? —insistió adelantándose para detenerse frente a él y hacer que se detuviera.
—Que no es tan sencillo como yo había supuesto —indicó mientras ella le rozaba con mimo los arañazos de su mejilla—. El domicilio es sagrado. El juez no emite una orden de registro sin un motivo muy poderoso, y un chivatazo no basta por muy fiable que este sea. Según están las cosas, pienso en otro lugar o lo olvido todo.
Bego reaccionó como si hubiera recibido la mejor noticia que podía desear.
—Tal vez eso sea lo mejor —opinó animosa—. Sabes que nunca me ha gustado esto de la venganza.
Joe resopló. Le pasó el brazo por los hombros, la acercó a su costado y comenzó a caminar de nuevo junto a ella.
—No voy a desistir, Bego, y lo sabes. No hagas lo mismo que Rodrigo.
Aceleró el paso al entrar en la plaza.
—Tú mismo has dicho...
—He dicho que tengo que pensar otra forma de hacerlo. —La condujo hacia la zona ajardinada, apartada de la acera y los peatones, y se detuvo ante un banco vacío—. Al parecer, si metiera la droga en un coche o un negocio no habría problemas —dijo en voz baja—. Ahí sí que actuaría la poli en cuanto recibieran el aviso.
—Ella tiene coche —musitó apagada, como si se resistiera a darle ideas.
—Lo tenía entonces —aclaró él—. Ahora no lo sé. No se lo he visto. Tendría que vigilarla de nuevo para comprobarlo.
Bego se encogió de hombros y suspiró. Pensar en que él volviera a pasar horas acechando a _____ la angustiaba.
—Olvídalo —insistió sin demasiadas esperanzas.
—Está su tienda de decoración —continuó Joe sin prestarle oídos—. Pero Rodrigo dice que ni se me ocurra pensarlo. Que no es tan sencillo entrar en un comercio como hacerlo en un piso.
Sacó el tabaco del bolsillo de su cazadora. Bego le observó, pensativa, encender un cigarro y dar una larga y profunda calada.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó al tiempo que le veía expulsar el humo.
—No lo sé. Seguramente planear otra cosa. Tiene que haber algo.
—Si consiguieras un contrato de trabajo y un domicilio fijo en otra ciudad, ¿dejarían que te desplazaras a vivir donde fuera?
—Imagino que sí —respondió confuso—. Tendría que informar y esperar una decisión, pero no creo que pusieran impedimentos.
—¡Vayámonos! —dijo de pronto—. Vayámonos lejos.
—Bego... —musitó como una súplica—. No puedo construir mi futuro huyendo de mi pasado. Puedo ser muchas cosas, pero nunca un cobarde.
—Eso no es huir. Es cambiar de vida.
—Pero es que mi vida siempre ha estado aquí y la he perdido. La he perdido. ¿Entiendes lo que eso significa? —Se volvió hacia las luces del centro de la plaza, arrojó con rabia el pitillo al suelo y lo aplastó con el pie—. Nunca recuperaré mi vida si me marcho.
—Perdona. —Introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo—. No caí en que... Lo siento.
Joe se volvió hacia ella al percibir la pena en el tono de su voz.
—No te disculpes. —Le rozó la barbilla con los dedos—. Solo estabas pensando en lo que consideras mejor para mí, y te lo agradezco. Te agradezco toda la ayuda que me prestas.
—No es ayuda lo que te doy. Es amor —susurró.
—Amor a cambio de nada.
—Amor a cambio de tenerte conmigo. Con eso me basta.
—No debería ser así...
Ella siseó para acallarlo a la vez que le colocaba un dedo sobre los labios.
—Ya hemos hablado suficiente sobre esto. No volveremos a hacerlo. Te amo y me quieres. Eso es lo único que importa.
Joe la abrazó por la cintura mientras ella se colgaba de su cuello besándole en la boca. La alarma sonó en el reloj de Bego. Se iniciaba la cuenta atrás para que Joe acudiera a pasar otra noche de reclusión.


El camarero puso sobre la mesa dos cafés y una copa de coñac, y volvió a dejarlos solos. Carlos sacó su tarjeta de crédito y la colocó sobre la bandejita plateada que contenía la cuenta. _____ no protestó. Con los años había comprendido que él pagaría siempre, aunque la invitación hubiera partido de ella. Tenía una idea muy particular de lo que debería ser un caballero cuando acompaña a una mujer.
—¿Cómo va el asunto de Carmona? —preguntó ella mientras rasgaba el sobrecito de azúcar y lo vertía en su café.
—Desesperadamente lento —reveló ralentizando el sonido de cada sílaba—. A este paso me jubilaré y ese cabrón seguirá viviendo como un respetable y multimillonario hombre de negocios que se hizo a sí mismo.
—El dinero lo compra todo, incluso la honradez —opinó sin dejar de remover el oscuro brebaje con la cucharilla.
—El dinero y los amigos poderosos —puntualizó Carlos—. Pero algún día cometerá un error del que ninguno de sus influyentes contactos podrá sacarlo. Solo tenemos que estar cerca cuando eso ocurra y actuar sin darle tiempo de reacción.
—Llevas años intentándolo, pero es escurridizo y está bien arropado. —Volvió a pensar en el desastroso final de aquella larga operación.
—Espero conseguirlo pronto. —Alzó levemente el vaso imitando un brindis—. Tengo infiltrado a un elemento que se va ganando su confianza. Es la primera vez que hace algo así, pero tiene agallas. El problema está siendo que últimamente no parecen moverse esos condenados. El chico dice que tenga paciencia porque las cosas van bien, pero a veces la pierdo.
—No la pierdas. Sabes que los confidentes a veces funcionan. Seguro que en esta ocasión te favorece la suerte.
—La verdadera suerte sería conseguir pruebas de los negocios que Carmona se trae con toda esa gente poderosa. Pero se cuidan bien de no dejar evidencias, los muy cabrones.
—Siempre caen los últimos de la cadena, los más pringados —dijo con aire ausente y girando aún la cucharilla en el interior de la taza.
Carlos bebió de su copa mientras la estudiaba en silencio.
—Vas a desgastar la porcelana del fondo —musitó. Ella levantó la cabeza volviendo al presente—. No me has invitado a cenar para hablar de Carmona, ¿verdad? Te conozco lo bastante como para saber que quieres pedirme algo.
—Hemos cenado juntos muchas veces —se disculpó—, y lo hemos hecho por el simple placer de vernos y conversar.
—Muchas —repitió satisfecho—. Y si por mí fuera lo haríamos las trescientas sesenta y cinco noches de cada año, sin olvidar la del bisiesto —bromeó tratando de contrarrestar el nerviosismo que traslucía _____—. Pero hoy es diferente, lo sé. Así que, comienza. —Le cubrió una mano con las suyas para infundirle ánimo—. Dime qué quieres, porque sabes que no puedo negarte nada.
—Está bien. —Soltó por fin la cucharilla, a un lado del plato—. Es cierto que necesito tu ayuda. —Clavó en él su mirada sincera—. Quiero la dirección de Joe.
Por un instante la sorpresa dejó paralizado al comisario. Su sonrisa se transformó en unos labios finos y apretados, en un semblante tenso.
—¿Para qué la quieres? —preguntó arrugando el ceño y afilando la mirada.
—Tengo... Lourdes y yo tenemos un trabajo perfecto para...
—Ya tiene un trabajo —interrumpió con sequedad—. Y no me digas que el que pretendes ofrecerle tú es más adecuado. Eso no debería preocuparte.
_____ traqueteó sobre la mesa con las yemas de los dedos. No le sorprendía la reacción de Carlos. Había pedido su ayuda porque la necesitaba casi con desesperación, no porque hubiera dado por hecho que la conseguiría.
—No quiero discutir contigo. No tendría ningún sentido. Solo necesito que me digas dónde está viviendo.
—¿Cómo puedes pedirme eso cuando sabes que lo considero un peligro para ti? Si, por la razón que sea, ese cabrón ha dejado de molestarte, no voy a ser yo el que vuelva a acercarte a él. Es un mal tipo y los dos lo sabemos.
—Soy una mujer adulta, Carlos —dijo con gesto de fastidio—. Sé cuidarme sola.
—Pues no lo parece —respondió él con la misma aspereza—. Hay una frase que mi abuela solía repetir a mi hermana cuando la veía insistir con algún chico. «El ratón corriendo detrás del gato», decía mientras se santiguaba. Algunas veces esa frase es muy cierta, como en este caso. Me cuesta creer que tú, una mujer inteligente, quieras convertirte en ese insensato ratón.
—Siempre dices que no puedes negarme nada —le recordó, ignorando el resto de sus comentarios.
—Y es cierto. Pero esta vez me has pedido lo único que no puedo concederte —suspiró tratando de recuperar la serenidad—. Entiéndeme, por favor. No puedo hacer otra cosa.
—Di más bien que no quieres —le desafió mirándole a los ojos.
Durante un momento Carlos se mantuvo inmóvil y pensativo, como si estudiara hasta dónde llegaría en esta ocasión la terquedad de _____.
—No quiero —susurró despacio—. No quiero que te haga daño.
—Sabes que encontraré el modo de dar con él, con o sin tu ayuda.
La decepción se unió a la impotencia que ya dominaba en los sagaces ojos marrones del comisario.
—Está bien. Ya que insistes te diré dónde puedes encontrarle. —Tomó un trago de coñac y después observó con detenimiento el líquido cobrizo—. En Basauri. —Dejó la copa sobre la mesa y volvió a mirarla—. En la puerta de la prisión, de lunes a jueves, cinco minutos antes de las nueve de la noche. Nunca se atrasa, porque, aunque no lo parezca, es un preso y sigue cumpliendo condena. Pero eso ya lo sabías —comentó con sorna—. ¡¿Quieres evitarle la humillación de esperarlo a la salida o la entrada de su centro de internamiento?! Esa estupidez no cambiará la clase de hombre que es.
—Gracias por la detallada información —ironizó cogiendo su bolso de la silla de al lado.
El comisario la atrapó por la muñeca para retenerla.
—Lo siento. Lo siento mucho. —La soltó confundido por su propia brusquedad, y se frotó con rabia la frente—. ¡Maldita sea! ¡¿Por qué tiene que ser siempre ese tipo el causante de que me comporte como un cabrón contigo?! Lo único que quiero es verte feliz. Por favor —rogó al ver que ella no abandonaba la idea de irse—. Al menos espera a que me cobren la cuenta para que pueda llevarte.
_____ resopló mirando hacia otro lado. Volvió a sentarse rígida, sin soltar la correa del bolso, que apoyó sobre sus muslos. Cuidó que su espalda no rozara el respaldo. Confiaba que cuanto más incómoda se mostrara ella, peor se sintiera él.
—Estoy cansada y quiero volver a casa —manifestó con frialdad.
—Como quieras. Tú mandas.
Y realmente mandaba, pensó mientras hacía un gesto al camarero para que se aproximara. Él se moría por complacerla siempre, sin importarle lo que tuviera que hacer para conseguirlo. Pero no esta vez. No para acercarla a ese cabrón del que sabía que no recibiría nada bueno.


Rodrigo nunca imaginó que pasaría una tarde de sábado a solas con Bego. Ni siquiera lo pensó cuando abrió la puerta y se encontró con ella, que llegaba buscando a Joe.
—Creí que estaba contigo —le había dicho él.
—No sé dónde está, pero lleva todo el día con el teléfono apagado —había respondido ella con sus preciosos ojos negros pugnando por contener las lágrimas.
Se le había partido el corazón al verla triste. En aquel momento deseó tener cerca a su amigo para agarrarle del cuello y advertirle que no volviera a hacerla sufrir. Pero lo que hizo fue rogar a Bego que no se fuera. Pedirle que pasara a tomar algo mientras esperaban a que Joe llegara.
Él se sirvió una copa. Ella pidió que le preparara una infusión.
—A veces necesita estar solo —comentó, un poco después, con intención de animarla—. Tantos años encerrado, siendo un simple número, sin ningún control sobre sí mismo. Todo eso destroza el cerebro del hombre más fuerte. Ahora precisa tiempo para poner orden en su cabeza, seleccionar lo que quiere recordar y decidir qué debe sepultar. Quemar puentes nunca es fácil.
Ella se arrellanó en el sofá con el vaso entre las manos, como si precisara del calor que la infusión despedía a través del vidrio.
—Créeme que lo entiendo, pero a veces me duele que no busque mi compañía en esos momentos de flaqueza.
— Él te quiere —murmuró sin dejar de mirarla.
Un lánguido brillo en los negros y exóticos ojos de Bego enterneció a Rodrigo.
—¿Te habla de mí? —preguntó ella con una tímida sonrisa.
—Muchas veces. —Advirtió la ansiedad con la que esperaba oír algo agradable—. Dice que tú eres su paz, su norte.
—Es bonito que sienta eso.
—Sí, es bonito que alguien te necesite de esa forma.
La sonrisa de Bego se apagó. Se acercó el vaso a los labios, olió el contenido con los ojos cerrados y volvió a mirarle.
—Tú sabes que no está enamorado de mí, ¿verdad?
—No hay secretos entre nosotros —dijo correspondiendo a su franqueza.
—¿Qué opinas de nuestra relación?
—No opino. Nadie puede valorar las relaciones de los demás. Cada uno vivimos como queremos, como podemos, como nos dejan. Todos perseguimos la felicidad y cada cual lo hace a su manera.
Ella se quedó en silencio. Bebió de su infusión con la mirada perdida en la pared blanca que tenía enfrente.
Rodrigo pensó que ese era el momento de cambiar de conversación, de hablarle de cosas que no le hicieran daño.
—¡Cinco idiomas! —exclamó con admiración—. Tu trabajo debe de ser apasionante.
—Sí que lo es. —Rodrigo fingió no ver las dos lágrimas que ella se enjugó con los dedos—. Sobre todo porque es diferente cada día y eso me permite conocer a personas muy interesantes.
—¿En qué cambia? —preguntó con verdadera curiosidad.
—La empresa ofrece toda clase de servicios de traducción —suspiró bajito y volvió a frotarse los párpados—. Mi trabajo consiste en ir a encuentros y reuniones y traducir al mismo tiempo que los clientes conversan.
—¿Es por eso que viajas a menudo?
—Es otro de los aspectos que me atrae. —Esbozó un amago de sonrisa—. Ya sabes que viajar me encanta.
En unos momentos Rodrigo pasó de hablar para hacerle olvidar el mal rato a escucharla fascinado. Volvió a envidiar a Joe, que podía disfrutar de la compañía de esa mujer siempre que quisiera. Cuanto más la conocía, menos entendía que no le apeteciera hacerlo a todas horas. Estaba seguro de que, si él estuviera en su lugar, jamás se cansaría de mirarla.


Joe no había buscado, de modo consciente, el rincón del café Iruña. Habían sido sus pensamientos los que guiaron los pasos que él creyó dar sin ningún rumbo. Fue su necesidad de recordar, de zarandear a su alma la que le había llevado a sentarse de nuevo ante la pequeña mesa de mármol.
Llevaba toda una semana pensando en cómo devolver a _____ una parte de su traición y aún no había dado con nada que tuviera sentido. Pero no quería resignarse a olvidar la venganza. Ni siquiera quería preguntarse si podía hacerlo. Sabía que no podía, porque esa locura se había convertido en la obsesión que, irracionalmente, le mantenía cuerdo. Toda vida necesita una finalidad y él había encontrado la suya.
Pero seguía sin saber cómo podía llevarla a cabo.
Sus dedos temblaron al coger por el asa su taza vacía. Había pasado mucho tiempo desde que volteó, por última vez, la de _____ para leerle el poso y todavía recordaba aquel momento con claridad. Especialmente el gesto, atento y fascinado, con el que ella atendió sus explicaciones. Se le había dado condenadamente bien aparentar, durante meses, ser una mujer dulce y enamorada.
Invirtió la taza con rapidez, sin darse tiempo a pensarlo. Apoyó los codos sobre la mesa y cogió el pitillo entre los dedos para aspirar con ansia. Se dijo que era infantil que quisiera leer su poso y, si a pesar de eso iba a hacerlo, era ridículo que ese simple acto le llenara el cuerpo de recuerdos.
Apartó la taza y expulsó el humo mientras miraba hacia la oscuridad de la calle, más allá de la luz de las farolas, entre los árboles, hacia las ramas medio desnudas que se alargaban hasta perderse en un cielo negro. Se preguntó qué estaba haciendo con su vida, qué estaba haciendo con la vida de Bego; por qué no podía disfrutar del amor que ella le daba y olvidar la amargura que le provocaba pensar en _____. Tal vez la verdadera condena era esa y había tenido que salir de la cárcel para descubrirlo.
Trató de desviar la constante dirección de sus pensamientos hacia otra que le trajera recuerdos agradables. En ese rincón había pasado tardes realmente especiales con la única compañía de sus cuadernos y sus lápices. Solo había necesitado levantar la cabeza del papel y mirar a su alrededor en busca de una cara, unos ojos, un gesto que le emocionara. Volvió a hacerlo. Giró el rostro a su derecha... pero lo que vio, lejos de emocionarle, le enfureció con tal intensidad que los músculos se le agarrotaron hasta dolerle.
Ese era su rincón, esa era su tarde de sábado y ese era el recuerdo de su casi perfecta vida que ella había destruido. Pero volvía a entrar allí para martirizarle, para contemplar al hombre sin pasado ni futuro en el que le había convertido.
—¿Puedo sentarme? —dijo, y Joe rugió para sus entrañas y retuvo el aliento.
—No —respondió con sequedad.
Aún no sabía que _____ llegaba dispuesta a soportarlo todo a cambio de que le permitiera hablarle del trabajo.
Ella arrastró la silla y se sentó, con el abrigo puesto y atado hasta el cuello y el bolso en bandolera. Observó con preocupación los rasponazos que le cruzaban la mejilla.
—¿Qué parte del no, no has entendido? —dijo él con sorna, y volvió a inspirar el pitillo para tranquilizarse—. ¿Puedo saber qué cojones haces aquí si ya te advertí que no volvieras?
—Este es el único sitio en el que tenía la esperanza de encontrarte —confesó bajando las manos hasta su regazo—. Necesito hablar contigo.
—Pues tienes un problema —indicó con desdén—, porque yo no tengo el menor interés en escucharte.
—Y yo no tengo intención de marcharme hasta que lo hayas hecho —aseguró, y continuó como si él le hubiera pedido que lo hiciera—. Te estoy ofreciendo la posibilidad de volver a crear. Te ruego que vuelvas a pensarlo, porque...
—¿Volver a pensarlo? —Frunció el ceño con incredulidad—. ¿Es que acaso crees que lo he pensado durante un solo puto segundo?
—No malgastes tu vida cortando árboles cuando puedes hacer lo que te gusta —musitó haciendo caso omiso a sus malos modos.
—¡No me conoces! —interrumpió al tiempo que aplastaba el pitillo contra el cenicero—. El Joe que fui murió aquella tarde, junto a mi hermano. Este que ves se ha forjado en un infierno en el que nunca has estado, por suerte para ti —indicó con ironía.
—No, no he estado encerrada allí, pero eso no significa que no sepa lo que cuesta volver a integrarse en el mundo que te olvidó durante años. Hay estudios de psicólogos que...
—¡¿Me estás haciendo un jodido psicoanálisis?! —preguntó furioso.
—Escucha, por favor —dijo de modo acelerado al verle coger el tabaco y el encendedor—. Esto no tiene nada que ver con analistas ni con nada extraño. Es algo que tú puedes hacer y que te ayudará a comenzar de nuevo de la forma en la que te gustaría hacerlo.
—¿Me jodiste la vida y ahora te preocupa si mi trabajo me conviene o no? —preguntó furioso—. ¡Olvídame! —exigió poniéndose en pie—. No me interesa tu maldita ayuda. No me interesa nada que venga de ti.
Fue poniéndose la cazadora mientras se dirigía a la salida.
_____ se frotó los párpados con las manos, decepcionada. Temblaba de pies a cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos se fijó en la taza volcada sobre el plato. Se le encogió el corazón al recordar la ternura con la que Joe solía leerle los posos, su dulzura, su risa, sus ganas de vivir. Pensó que todo eso seguía estando allí, en algún lugar escondido dentro del hombre amargado que la acababa de dejar plantada.
Se levantó y echó a correr hacia la calle. No podía abandonarle por el hecho de que él se lo hubiera pedido, se dijo al tiempo que alcanzaba la acera y miraba hacia los lados. No encontró rastro de él. Desesperada, se lanzó hacia su derecha; el tramo más corto de calle y por el que pensó que existían más posibilidades de que hubiera desaparecido en tan breve espacio de tiempo.
Lo descubrió nada más doblar la esquina. Caminaba con paso rápido y resuelto, con las manos en los bolsillos y la cabeza erguida.
Otra carrera y, cuando todavía le faltaban unos metros para darle alcance, se dirigió a él en voz muy alta.
—Si el problema es que no quieres tener nada que ver conmigo, te prometo que ni siquiera me verás. —Varios transeúntes se volvieron a mirarla, pero él continuó su camino. Ella voceó más fuerte, sin dejar de avanzar—. Tengo una socia. Puedes tratarlo todo con ella. Puedes ir a la tienda cada vez que necesites cualquier cosa. Yo no te molestaré.
Joe se detuvo. Ella se paralizó a pesar del largo trecho que aún les separaba. Estaba sin aliento por la carrera, por la tensión, por la duda, porque tenía ante ella al hombre que amaba con todo su corazón.
También a Joe le faltó el aire al oírle nombrar la tienda. Ella había dicho que podía entrar cuando quisiera. Entrar cuando quisiera, sin necesidad de forzar ninguna cerradura. Simplemente, entrar. Esa era la solución que había estado buscando. Si podía entrar y salir con libertad, no le resultaría difícil encontrar el modo de colocar la droga en algún lugar que la inculpara.
Se volvió a mirarla. Estaba parada junto a la boca del metro. Temblaba, y en su rostro se advertía la ansiedad con la que aguardaba su respuesta. Ansiedad parecida a la que mostró otras veces, mientras fingió ser quien no era. Comenzó a sentir pena por ella, pero le duró un instante. Si ella no tuvo ninguna piedad cuando le engatusó para tenderle una trampa, él no se la tendría ahora que estaban cambiando las tornas.
—¿Qué tendría que hacer? —gritó sin molestarse en acortar la distancia.
—Lo que siempre hiciste; dibujar —respondió ella conteniendo la emoción.
Ninguno reparó en la expectación que causaban a su alrededor, en las miradas de curiosidad, en los cuchicheos, en las sonrisas. Los dos tenían la atención puesta en algo más importante.
Joe se acercó despacio, sin apartar sus ojos de ella, sorprendido de lo sencillo que le iba a resultar engañarla.
—¿Dibujar, qué? —preguntó cuando estuvo a su altura.
—Diseños que después se imprimirían en papeles pintados y telas. Sí, ya sé que nunca lo has hecho, pero te resultaría sencillo. —Hablaba de modo precipitado, como si creyera que aún le iba a faltar tiempo para convencerlo—. En la tienda podrías ver lo que hacen otros diseñadores y te darías cuenta de que tú también puedes hacerlo.
—¿Me dirían qué debo dibujar?
—No —respondió con rapidez—. No, no. Si aceptaras tendrías que ir hasta la playa de Cuberris, en Ajo, ver la casa y la naturaleza que la rodea, y hablar con el dueño. Él te diría qué quiere que se sienta al entrar en cada habitación, y tú tendrías que conseguir eso con tus dibujos. Es un reto al que pocos se atreverían a enfrentarse.
La tentación era grande. Y era grande por algo más que tener acceso a la tienda. Era grande porque podría trabajar en lo que seguía siendo su pasión, y era grande porque podría verla a ella sin necesidad de perseguirla ni mentir a nadie.
—¿Qué ganarías tú con esto? —preguntó con desconfianza.
—Un cliente satisfecho.
Joe soltó una suave e irónica risa mientras en sus ojos danzaba la incredulidad. No cambió el gesto cuando se acercó a su rostro y le susurró:
—¿Ahora qué es lo que quieres tú de mí?
—Puede que lo mismo que tú —le desafió inmóvil y expectante.
Entonces sí se le deshizo la sonrisa. No por la preocupación, sino por la intriga. Lo que ella estuviera planeando no le inquietaba porque esta vez ya la conocía, ya estaba alerta, ya estaba listo para ser él quien asestara el golpe definitivo.
—Probaré. —No mostró ninguna emoción—. Veré la casa, hablaré con el tipo, y si me convence aceptaré el trabajo.
—No te arrepentirás —aseguró ella temblando de modo ya ostensible—. Pero no hay mucho tiempo para decidirse. Hablaré con el cliente esta noche. Tal vez quiera verte mañana mismo, aprovechando que es domingo.
—¿Cómo lo sabré?
—Puedo llamarte por teléfono.
Él volvió a reír negando lentamente con la cabeza.
—Yo te llamaré a ti.
«Yo te llamaré a ti» fue la frase que durante mucho tiempo _____ recitó para no darle datos de sí misma. Ahora, al escucharla de sus labios, sintió que merecía esa respuesta. Abrió el bolso con celeridad y sacó una tarjeta de visita. Se la tendió con cuidado de no rozarle los dedos.
—Ahí tienes el teléfono de la tienda, el de mi casa y también mi móvil. Puedes llamarme esta noche o... o mañana por la mañana. Cuando prefieras.
Joe inclinó la pequeña cartulina hacia la luz que emergía de la boca del metro, y leyó «_____ Zabalegui», y, debajo, con letra más pequeña y cursiva, «arte e imaginación». Le resultó curioso, pero no preguntó. La guardó en el bolsillo interior de su cazadora y volvió a mirar a _____ con gesto cínico, en silencio, disfrutando de su incomodidad hasta que la escuchó decir:
—Mi socia y el cliente te esperarán en...
—Quiero que estés tú —interrumpió con rudeza.
Y se alejó, sin más. Alcanzó la Gran Vía y desapareció al doblar la esquina en dirección a la plaza Circular y Abando.
Ella no pudo moverse. Permaneció encogida, como si el intenso frío le hubiera penetrado por la gruesa tela del abrigo. Se preguntaba qué, de todo cuanto le había dicho, había obrado el milagro. No recordaba ni la mitad de las palabras que habían salido de su boca, pero sí las que había pronunciado Joe. Sobre todo las últimas. Esa petición rotunda, más bien orden indiscutible, que la había dejado aturdida.





















Chicas aquí les dejo tres capítulos largos, que serían el maraton.
¡Bienvenida zai♥jonas! (:


Natuu!


Última edición por Natuu! el Lun 19 Mar 2012, 1:28 pm, editado 1 vez
Natuu!
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Mensaje por zai Lun 19 Mar 2012, 12:42 pm

ME ENCANTARON LOS CAPITULOS!!!!!!!!!
AMO ESTA NOVE :D :D
Este Joe y su orgullo pero bueno por lo menos ahora van a estra mas cerca "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 4 450641
y ese quiero que estes tu me mato :)

SIGUELA PRONTO POR FAVOR "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 4 681836

AHHH Y GRACIAS POR LA BIENVENIDA
zai
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Mensaje por Julieta♥ Lun 19 Mar 2012, 5:26 pm

vme encataron los caaaapsss
pobre joe
pero si es verdad q el tenia negocio con las drogas???
ya quiero saber!!!
sigue pronto plisssssssssss
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Nani Jonas Mar 20 Mar 2012, 10:34 am

ai natu gracias por subirnos maraton estuvo genial
sube cap pronto plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por Natuu! Miér 21 Mar 2012, 7:08 pm

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Joe tuvo que dar algunas explicaciones a Bego. No la había visto el sábado y tampoco sabía si podría encontrarse con ella en algún momento de ese domingo. Ante la imposibilidad de decirle la verdad sin herirla, se escudó en su necesidad de estar solo, de poner en orden sus ideas, de encontrar un nuevo plan que sustituyera al que había tenido que abandonar.
La misma disculpa utilizó con Rodrigo cuando este le pidió cuentas de lo que había hecho el día anterior. Le pareció curiosa la mezcla de enfado y satisfacción con la que le habló del tiempo que había compartido con Bego, de la cena que habían preparado entre los dos mientras esperaban a que él llegara. Pero no le extrañó que lo que mostrara no fuera solamente enojo. Ella era una criatura maravillosa, capaz de robar el corazón de un hombre en una sola tarde.
La conversación entre los dos amigos fue breve. Joe engulló deprisa el desayuno especial de los festivos y salió de casa sin haber dicho nada de su encuentro en el café ni del lugar en el que iba a pasar una buena parte de ese día.
Antes de preocupar a ninguno de los dos, quería asegurarse de que aceptaría el trabajo.
Se desplazó hasta Cuberris en su viejo coche. Cuando llegó, _____ y el cliente le esperaban conversando en el jardín delantero, junto a la carretera.
—Es un placer conocer a un verdadero artista —le había dicho, estrechándole la mano, el que le fue presentado como el señor Ayala—. Me han dejado a mí la responsabilidad de convencerte, pero dejaré que sea el lugar quien lo haga. Él te hablará mejor que yo. Sé que tienes la sensibilidad que se necesita para escucharle.
Joe se preguntó qué le había contado _____ de él para que se mostrara tan fascinado. De lo que estuvo casi seguro era de que no le había dicho que era un presidiario. Sabía cómo reaccionaba la gente ante los que habían pasado un tiempo entre rejas, y él le trataba con respeto, casi con reverencia.
_____ le contempló a distancia. Había decidido no tomar parte activa en la conversación para no interferir de forma negativa. Pero no quiso perderse ninguna de sus reacciones. Sobre todo la primera, cuando llegaron a la zona trasera del chalé y les azotó el recio viento del norte.
A Joe, la sensación que le invadió le resultó indescriptible. Se llenó los ojos y el alma contemplando el encrespado mar de frente y los rocosos acantilados que custodiaban la playa por ambos lados. A sus pies, el césped al que apenas un metro de pendiente herbácea y rocas separaba de la fina y dorada arena. Y el cliente quería que esa grandiosa sensación de libertad imperara en todos los espacios de la casa.
Le pareció curioso. Nadie más que él podía sentir lo que era la libertad. Nadie mejor que él podía recrearla entre cuatro paredes. Nadie, con más precisión que él, podía abrir ventanas imaginarias donde solo había muros. Al fin y al cabo era lo que, en su lucha por subsistir, había estado haciendo durante cuatro largos años.
Una vez dentro de la vivienda, le resultó más difícil ignorar la presencia de _____. Si bien era cierto que ella hablaba poco y siempre con el cliente, también lo era que estaban en un espacio cerrado y que hasta las estancias más amplias parecían encogerse cuando la tenía cerca. Un único roce tuvo con ella. Un roce leve y casual de sus manos, al coincidir ambos en la entrada al salón. Él crispó los puños sin mirarla, y el celo con el que se movió a partir de ese momento evitó más contactos y proximidades.
Cuando consiguió centrarse descubrió que dotar de identidad a esas paredes podía ser una labor sencilla a la vez que apasionante. Por los enormes ventanales entraba con ímpetu la luz, el cielo, el mar, los árboles... la vida.
El señor Ayala le dio autonomía para hacer lo que quisiera, pero adelantó que rechazaría cualquier cosa que no estuviera a la altura de sus expectativas. Tal y como había avanzado _____, era un gran reto. Un reto bien distinto a todos cuantos se había enfrentado durante la última y oscura parte de su existencia. Y, sí, le apetecía hacerlo. Le apetecía volver a trabajar con lápices de colores, a tratar de sorprender con cosas hermosas.
Aunque aún le quedaba por oír la parte que terminaría con sus pocas dudas.
—Esta pared frontal la quiero pintada a mano —dijo el dueño de la casa al mostrarle la habitación del ático—. Ya sabes, como los frescos de las grandes capillas.
Pintar en esa casa llena de luz, con los ojos en esa pared y el mar a su espalda...
En un arranque de emoción, dijo que aceptaba el trabajo. Selló el acuerdo con un apretón de manos con el cliente, que mostró abiertamente su satisfacción y le dio las gracias. El semblante dichoso de _____, que se mantuvo ligeramente apartada, volvió a confundirle.
Iban a trabajar en un mismo proyecto. Por más que se lo repetía no conseguía asimilar esa irracionalidad. Aunque lo que más le inquietaba era que no podía asegurar que la idea le desagradara del todo.
Un rato después, al abandonar la casa por el jardín delantero, escuchó el sonido de pasos acelerados.
—Me alegra que hayas aceptado —dijo _____ cogiendo aire con fuerza al cruzar tras él la verja—. Te gustará, ya lo verás.
Joe cerró hasta arriba su cazadora y no respondió. No terminaba de entender cuál era su intención.
Al llegar a la carretera ella miró hacia el viejo Renault rojo. Lo había hecho, también, al verlo aparecer unas horas antes. Joe supuso que lo estaba comparando con el lujoso Audi.
—Veo que te agrada el cambio —ironizó sin poder resistirse—. A mí también. Este es más rápido, más seguro, más práctico. Es el coche de los sueños de cualquiera.
Una ráfaga de viento, fría y con olor a sal, revolvió el cabello de _____, elevándolo como a hilos de cometa y arrojándolo después sobre su rostro. Reunió los mechones con sus manos, los enrolló entre sí y los aprisionó en el interior de su abrigo. Se subió las solapas y metió las manos en los bolsillos, agradecida por no haberse sentido obligada a responder a la acidez de Joe.
—Estaría bien que pasaras por la tienda —dijo a cambio, escogiendo con cuidado cada palabra—. Ver tejidos y papeles te puede dar una idea de cómo se trabaja en esto.
Joe apoyó las manos sobre el capó delantero, pensativo. En la ausencia de voces se escuchó con más claridad el enérgico sonido del mar y el agitar del viento entre las ramas de los árboles. Alzó los ojos hacia los que tenía enfrente y volvió a preguntarse qué diablos buscaba esa mujer.
—¿Por qué lo haces? —preguntó volviéndose hacia ella—. Y no me digas que por tener un cliente satisfecho. Quiero la verdad.
_____ cogió una bocanada de aire húmedo y frío.
—La verdad —repitió rehuyéndole su mirada inquisidora—. La verdad es que, de todos los dibujantes que conozco, tú eres el único que puede conseguir lo que el cliente quiere.
Furioso, le sujetó la cara con su mano diestra y ella no tuvo más opción que mirarle.
—Me crees estúpido, ¿verdad? —reprochó sin el más leve pestañeo.
La tenía cerca, tan cerca que podía oír su inquieta respiración y respirar él a su vez el aroma a azahar que recordaba. Las yemas de sus dedos reaccionaron al contacto templándole la piel, como hicieron infinitas veces en el pasado, como habían hecho también hacía un rato cuando la rozó sin pretenderlo.
La soltó con brusquedad y crispó de nuevo los puños. Enfurecido consigo por su imprudencia de acercarse hasta volver a tocarla, entró en el coche y casi al instante arrancó el motor.
_____ se recuperó con rapidez del impacto que le causó su inesperada violencia, pero la tensión de su cuerpo no desapareció con la misma facilidad.
—¡Espera! —le exigió golpeando con la palma abierta el cristal de la ventanilla—. No hemos terminado.
Joe metió la primera velocidad y el vehículo avanzó con lentitud.
Se recordó a sí mismo agarrado a otra ventanilla abierta, la de un taxi, de madrugada, frente a un local de copas.
—Por favor —suplica él—. Dame tu teléfono, algo, cualquier cosa con la que pueda localizarte. Una cita, un lugar, una hora —implora con una sonrisa—. Iré a la luna si me aseguras que allí podré verte.
En el interior del coche, _____ ríe, halagada y dichosa, pero no se compadece.
—Dejemos que sea el destino quien decida si debemos volver a encontrarnos.
—No me fío del destino —bromea él a la vez que se inquieta al escuchar el sonido del motor—. Te ha tenido escondida hasta ahora, el muy cabrón. —Deja escapar una risa impaciente—. Si no hacemos algo, seguro que te vuelve a reservar durante otros veinte o treinta años. Ahora que te he descubierto no podría esperar tanto tiempo sin volverme loco.
El taxista acelera y ella no le indica que se detenga.
—Suéltate o te harás daño —advierte a Joe, se coloca dos dedos sobre los labios y le lanza un beso.
—Una cita —grita desesperado—. Solo una cita —repite al apartarse para que el vehículo no le arrastre.
Pero el taxi desaparece, y, con él, la mujer a la que dos horas atrás ni siquiera conocía. Dos simples horas en las que se le ha quedado clavada en su mente y en su corazón. Dos malditas horas que terminarán marcando el resto de su vida.
Y ahora era ella quien intentaba que él le prestara atención desde el otro lado de la ventanilla.
Frenó el coche, bajó el cristal y la miró un instante.
—Pasaré por la tienda —dijo con su habitual parquedad, mostrando que él sí había terminado, y volvió a poner el coche en movimiento.
—Sabes dónde queda, ¿verdad? —preguntó cargada de ironía.
Joe ni se detuvo ni dijo una palabra. Los dos conocían la respuesta.
El espejo retrovisor le devolvió la imagen de _____, parada en medio de la carretera, contemplando cómo él se alejaba. Le pareció pequeña, confiada, indefensa a pesar del veneno que sabía que llevaba dentro. Por fin la tenía, y si su percepción no estaba equivocada, la tenía más cerca y en mejor posición de lo que, mientras preparó su venganza, llegó a imaginar que la encontraría.


A Joe le hubiera gustado hacerse esperar. No presentarse en la tienda ese lunes y tal vez tampoco en los dos o tres días posteriores. Pero le pudo la impaciencia. Había dormido mal, preguntándose si realmente encontraría allí la solución. Unas cuantas veces había despertado, ahogado y sudoroso, en medio de pesadillas con la policía, con _____, con él de nuevo en prisión. Por fortuna pasaba la noche en el piso y pudo abrir la ventana para respirar aire puro, salir de la habitación y caminar hasta la cocina para convencerse de que no había rejas, que seguía estando libre. No quiso arriesgarse a pasar otra noche parecida alojado entre cuatro asfixiantes paredes con una puerta sellada con un cerrojo.
La tarde del día anterior, tras regresar de la playa de Cuberris, había estado con Bego para atenuar sus remordimientos por el poco tiempo que venía dedicándole. La llegada del anochecer les había encontrado en Basauri, en la cama de Joe, donde cada uno se desvivió por saciar la necesidad y el vacío que intuía que sentía el otro. Después, adormecido ya su sentimiento de culpa y satisfecha su necesidad de hombre, la llevó a casa. Lo hizo sin prisa, demorándose en el trayecto con la intención de llegar lo bastante tarde como para que no insistiera, una vez más, en que subiera a ver a sus padres.
Ahora estaba de nuevo en Bilbao. Eran las siete de la tarde y la oscuridad era total. Por primera vez caminó por el centro de la calle Ercilla, hacia la luz de la tienda, en lugar de ocultarse por los costados.
Desde el instante en que empujó la puerta y escuchó el sonido de bienvenida, todos sus sentidos se pusieron en estado de alerta. Iba a verla de nuevo. Iba a tenerla cerca. Iba a escuchar su voz mientras alimentaba la rabia y el odio que sentía por ella.
La rabia y el odio que se encendieron en cuanto la vio.
Estaba al fondo, tras el mostrador, hablando con la pelirroja. Él caminó despacio, nutriendo su ira y soltando la cremallera de su cazadora. Esta vez no había gorro de lana que recordara al presidiario que era. Llegaba dispuesto a causar buena impresión, precisamente porque sus intenciones no eran buenas.
—Buenas tardes —saludó sin dirigirse a ninguna de las dos mujeres en concreto—. Veo que he acertado con el sitio —dijo con una ironía que solo _____ pudo captar.
—Mi nombre es Lourdes —anunció tendiéndole la mano—. Y, por la reacción de mi amiga, tú debes de ser Joe. Me han hablado mucho de ti.
—Creo que estoy en manifiesta desventaja. —Miró a _____ y curvó los labios con una sonrisa cínica—. A mí nadie me ha hablado de ti.
—Es mi socia —interrumpió, y ya no supo cómo continuar.
Lourdes voló rauda a sacarla del aprieto, o al menos esa fue su primera intención.
—Si la mitad de lo que me ha contado de ti es cierto, va a ser un placer trabajar con tus diseños y contigo.
_____ enrojeció con violencia cuando sintió sobre sí la mirada de Joe, y le dio la espalda para buscar en una de las baldas. Mientras ellos hablaban rozó los lomos de los catálogos y escogió uno con tapas de piel negra. Lo hizo con lentitud, para dar tiempo a que las mejillas le dejaran de arder. Cuando lo dejó sobre el mostrador estaba más tranquila y había dejado de jurarse que ahogaría a su amiga.
—Esta casa tiene muy buenos diseños —dijo mientras lo abría por una página al azar.
Joe prestó atención mientras ella le explicaba detalles con voz trémula. Eso le desconcertó. La observó tratando de entender a qué se debía aquel temblor, ya que era consciente de que, por alguna razón, ella había dejado de temerle.
El tintineo de la puerta le sacó de sus pensamientos. Una atractiva y elegante mujer entró saludando con animosidad.
—Deberían ir adentro para trabajar sin interrupciones —aconsejó Lourdes—. Yo me encargo de los clientes.
_____ orientó los ojos hacia ella suplicando que no la dejara sola. La sonrisa satisfecha de Lourdes le indicó que estaba encantada de hacerlo; que en realidad había estado esperando la oportunidad de apartarse. Y una vez más deseó ahogarla.
Suspiró evitando mirar directamente a Joe. No culpaba a su amiga. Ella no podía saber el desasosiego que le causaba encontrarse con él a solas; no podía imaginar lo cruel que se mostraba cuando no se veía obligado a fingir amabilidad. Y tampoco pensaba contárselo.
Sin otra opción, suspiró resignada, cerró el pesado catálogo y lo cogió entre los brazos.
—Acompáñame —dijo con un hilo de voz mientras se dirigía hacia una puerta al fondo del establecimiento.
Él no había esperado que una primera visita a la tienda fuera a resultarle tan provechosa. Había pensado que necesitaría algunas más para encontrar una disculpa que le condujera al almacén. Pero allí estaba, en ese espacio de paredes revestidas con baldas repletas de rollos de telas y papeles pintados. No había un rincón, sino muchos donde podría ocultar cualquier cosa.
_____ avanzó hacia una puerta a su izquierda. Estaba demasiado inquieta como para reparar en el comportamiento de Joe, que estudiaba cada recodo calibrando cuáles podían ser los mejores escondrijos.
—Es nuestro despacho —indicó sin volverse por si al hacerlo descubría que lo tenía demasiado cerca.
Él contempló la suavidad con la que su cabello acariciaba su espalda rígida, y mientras lo hacía algo se le incendió en las entrañas. El rencor. Rencor por que le hubiera dejado conocer la felicidad que suponía amarla, rencor por que le hubiera alentado a soñar con que la tendría a su lado eternamente.
Caminó tras ella tratando de aplacar su fuego. Se dijo que ahora era él quien extendía las redes para atraparla. Que tenía que ser igual de frío, igual de efectivo que ella fue en el pasado. «Yo soy ahora el cazador sin alma», se repitió hasta que al entrar en el despacho sintió que sus entrañas se habían convertido en hielo.
_____ se sentó ante un antiguo y bien cuidado escritorio de caoba. Colocó el catálogo sobre la mesa y lo abrió por la primera página.
—He estado mirando entre nuestros muestrarios —contó nerviosa, al tiempo que Joe se quitaba la cazadora y tomaba asiento frente a ella—. Por muchos motivos creo que este es perfecto. Tiene colecciones muy especiales.
Se quedó quieta, casi rígida, mientras él deslizaba una hoja tras otra y examinaba los diseños. Fueron unos breves minutos en los que ella ni siquiera pudo respirar con normalidad.
—Hay diferentes texturas de papeles y de tejidos —comentó él sin levantar la vista—. ¿También eso puedo decidirlo yo?
—Por supuesto. Serán tus creaciones —manifestó comenzando a tranquilizarse al ver que la conversación transcurría casi con normalidad—. Tú decides cómo debe ser el resultado final. —Él siguió curioseando entre los distintos modelos, y ella continuó—: He pedido a la firma que nos envíen otro catálogo para que puedas quedártelo. Mañana mismo lo tendremos aquí.
—No creo que lo necesite. Me bastará con echar un vistazo a este.
—Puede que tengas razón, pero también es posible que te surja alguna duda mientras trabajas y quieras volver a ojearlo.
—Vendré a por él —dijo cerrando el muestrario y mirándola a los ojos. Su expresión fue la fría y desafiante de siempre.
—Perfecto. —El nerviosismo la invadió de nuevo. No sabía qué hacer con sus manos, con sus ojos, con su corazón, que latía atropellado ante el descarado escrutinio al que la sometía.
Él sacó el paquete de tabaco y deslizó un cigarro con la parsimonia de quien acaba de realizar un gran esfuerzo y precisa relajarse.
—No puedes fumar aquí. —Joe entrecerró los ojos, como retándola a repetirlo, y ella insistió con seguridad—: Lo siento, pero esto está lleno de cosas que arderían con facilidad. Nadie puede fumar aquí.
Sin ninguna prisa introdujo el cigarro en la cajetilla y la dejó sobre la mesa, de tal manera que, en lugar de un acto de consideración, pareció un gesto de abierto desafío.
—¿Se trabaja con una medida establecida en estas cosas? —consultó con media sonrisa cínica.
—Con unas cuantas. —Se humedeció los labios con precipitación—. Puedes amoldarte a la que tu diseño necesite o a la que tú prefieras. Todas están detalladas aquí. —Señaló las últimas páginas.
—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó al abandonar la silla y ponerse en pie—. Es que tengo un poco de prisa. ¡Es lo que tiene ser un recluso! —La sonrisa le bailó esta vez en los ojos—. Aunque ya no eres poli seguro que sabes mucho de eso.
_____ sintió una dolorosa punzada en el pecho. No había noche en la que no lo imaginara durmiendo en una fría celda, sobre un estrecho y duro camastro.
—Lo sé, sí —reconoció bajando con abatimiento los párpados—. Y no, no creo que haya nada más que precises saber. De todos modos, siempre que te surja alguna duda puedes llamarme o... o venir por aquí.
Joe se puso con lentitud la cazadora, se alzó el cuello y guardó el tabaco en uno de los bolsillos. Un pequeño montoncito de tarjetas llamó su atención. Cogió una y la leyó para sí. Después volvió a dejarla solitaria, en el centro de la mesa, y le dio unos suaves golpecitos con las yemas de los dedos.
—Arte e imaginación —rio con suavidad.
_____ lo recibió como una acusación. Pensó que, para él, ella no podía dedicarse a algo que no fuera detener, encarcelar, mentir, destrozar vidas.
—No soy decoradora, como lo es Lourdes. Tan solo hice unos cursos —indicó aun estando segura de que él lo sabía—. No puedo engañar a quienes confían en mí para la decoración de sus hogares.
Joe se tensó tratando de dominar la rabia que le provocaba oírle hablar de confianza. Según ella, cualquier desconocido que entrara en su tienda merecía su honradez; cualquiera excepto él, que le había confiado su vida, que la había amado más que a nadie.
Al final no pudo contenerse. Apoyó las manos sobre la mesa y adelantó el cuerpo hasta tener los ojos grises frente a los suyos.
—No puedes engañar a los que confían en ti —masculló en voz baja—. Buena frase. Muy buena frase —recalcó con acidez mientras ella dejaba de respirar—. ¿Esta era tu intención al ofrecerme el trabajo? ¿Tan mezquino te parezco que crees que no me jodiste bastante y quieres seguir haciéndolo? —Apretó los dientes y no le dejó tiempo para contestar—. Tranquila, porque esta vez no lo vas a conseguir. Puedes estar segura de que no dejaré que lo hagas.
Se apartó mirándola con frialdad mientras cerraba hasta el cuello la cremallera de su cazadora. Comprimió los labios y le dio la espalda para salir de allí.
_____ se estremeció. No podía creer que le hubiera ofendido de una forma tan burda, tan involuntaria. No debió ocurrir. Ella sabía bien la facilidad con la que solía estallarle el resentimiento, y se prometió que elegiría sus palabras con más cuidado del que ya lo hacía. Eso contando con que su desafortunado comentario no lo hubiera estropeado todo.


Joe se detuvo ante la cafetera y observó cómo el oscuro brebaje comenzaba a filtrarse hasta el interior del recipiente de cristal. Un instante después volvía a caminar de un lado a otro de la cocina. Hacía rato que no oía el sonido del agua de la ducha. En unos segundos aparecería Rodrigo y él le esperaba ansioso por contarle lo acontecido durante los últimos días. Había recorrido la distancia desde la cárcel imaginando su reacción, y ahora quería contemplarla.
Cogió la cazadora, que al entrar había arrojado sobre la mesa, y la colgó en el respaldo de una de las sillas. No había terminado cuando escuchó los pasos de su amigo.
—¿Hoy te han soltado antes o has venido haciendo sprint? —bromeó Rodrigo en cuanto le vio.
—Un poco de cada. Tengo algo importante que contarte —tomó aliento antes de continuar—. ¿Qué pensarías si te dijera que he dado con la forma de entrar en la tienda?
Rodrigo agarró con fuerza la jarra con café recién hecho y se volvió. Una señal de alarma brillaba en sus ojos marrones.
—Me acojonaría.
—Pues la tengo —respondió Joe con gesto complacido.
—¡No jodas, hombre! Creí que había quedado claro que eso no se puede hacer.
Joe cogió dos tazas del armario y las dejó sobre la mesa.
—Tranquilo. No necesito forzar ninguna cerradura.
—Entonces, ¿por qué me sigue preocupando tu sonrisa de satisfacción? —consultó con los dedos crispados en el asa de vidrio.
—Siéntate y escucha —dijo Joe por toda respuesta mientras ocupaba una de las sillas.
Rodrigo cogió en su otra mano la jarra con leche caliente y dejó las dos sobre la mesa, al lado del azucarero y las cucharillas. Después se sentó frente a su amigo.
—Desembucha —pidió con aprensión.
—_____ ha estado unos días detrás de mí, ofreciéndome un trabajo. Se trata de hacer unos diseños.
—¡No me embrolles, hombre! —estalló Rodrigo—. Quedamos en que te ibas a mantener lejos de esa tipa. ¿Ahora vuelves a verla y quieres hacerme creer que ha sido ella quien te ha buscado?
—Sabía que te costaría creerlo, aunque no esperaba que dudaras de mí —dijo con reticencia, sirviendo el café en las dos tazas.
Rodrigo, impaciente por conocer más detalles, aceleró el proceso añadiendo él la leche.
—¡Júrame que no has sido tú quien la ha buscado, y en todo caso explícame qué quiere de ti y qué es eso del puto trabajo!
La mirada de Joe se endureció durante unos segundos.
—Prometí que no volvería a acercarme a ella y así lo he hecho —aseguró con forzada calma—. Ella sólita ha caído en la trampa al buscarme para proponerme algo perfecto. Y aún no entiendo por qué lo ha hecho —continuó seguro de que habían terminado los malos entendidos—. Le dije que me dejara en paz. Te juro que no tenía ninguna intención de aceptar ese trabajo, hasta que le escuché hablar de la tienda.
—¡No me jodas! —Apartó su taza sacudiendo el café y derramándolo por el borde—. ¿No me digas que aceptaste para tener acceso a su negocio?
Joe trató de tranquilizarse. No quería discutir por algo que debería ser un motivo para alegrarse.
—Sí, acepté. —Cogió la cucharilla y comenzó a remover con insistencia su café, en el que no había vertido azúcar—. Comprendí que eso solucionaba todos mis problemas y por supuesto acepté.
—¡Maldita sea! —exclamó Rodrigo poniéndose en pie y empujando la silla hasta hacerla chocar contra la pared—. ¿Se puede saber dónde te has dejado el cerebro? —preguntó al tiempo que le daba la espalda y se alejaba hacia la ventana.
—¡Tranquilo, ¿ok?! —gritó Joe golpeando la mesa con el puño cerrado.
Sacó el tabaco del bolsillo de su cazadora y prendió un cigarro. Nada le sosegaba tanto como inspirar y espirar el humo con lentitud.
—Es que las cosas no son tan sencillas como tú las pintas —contestó Rodrigo volviéndose hacia él de nuevo—. Desde el comienzo te has saltado tus propias normas y esto ya no se parece en nada a tu plan original.
—¡Pero es mi problema y es mi jodido plan! —gritó—. No te preocupes si no te gusta, porque no necesito tu ayuda —aseguró alejando su taza, que fue a colisionar con la de Rodrigo.
—¡Pues tu plan es una puta mierda, y lo sabes! —masculló entre dientes—. Te la estás jugando, y me pregunto si merece la pena.
Joe se levantó y se lanzó hacia su amigo. Se detuvo ante él como si un ser invisible le hubiera sujetado por la espalda. Le miró a los ojos y aspiró el pitillo con más apremio del que sabía que necesitaba.
—¿Y tú me preguntas si merece la pena? —Asió el cigarro con las yemas de dos dedos—. Creí que lo sabías mejor que nadie.
—Y lo sé. Pero también sé que si fueras más racional te dedicarías únicamente a vivir tu vida —opinó clavándole su dedo índice en el pecho.
Joe soltó una risa inquieta. El esfuerzo por contenerse le recordó los años en los que callar y aguantar fue lo único que le permitieron hacer. Expelió el humo despacio, diciéndose que quien ahora le desafiaba era su amigo.
—El odio nunca es racional —aseguró mirándole sin pestañear—. Sobre todo cuando emerge de un daño tan atroz como el que ella me hizo. ¿Has intentado ponerte alguna vez en mi lugar? —preguntó apretando la mandíbula—. ¿Lo has hecho? ¿Has imaginado que una maldita mujer se mete en tu vida, en tu cama, consigue que te enamores de ella como un perro y después te deja y se lleva todo, absolutamente todo lo que tienes? ¿Has pensado en cómo de eternas han sido mis noches bajo esas mantas ásperas sabiendo que pagaba el precio de haberla poseído entre suaves y delicadas sábanas? No. ¡Claro que no lo has hecho! Si lo hubieras vislumbrado siquiera, me entenderías, y no me entiendes.
—¡Te entiendo! —chilló volviendo a empujar el índice contra su pecho—. Te entiendo, pero no puedo comprender que estés dispuesto a perderlo todo de nuevo por ella. Sé lo que va a ocurrir, y me jode. Me jode asumir que vas a dejar que te hunda por segunda vez.
—Es muy posible, pero no me preocupa. Me basta con saber que la arrastraré hasta mi infierno. —Su boca formó una sonrisa rígida antes de volver a apoderarse del pitillo—. Estoy seguro de que ese trayecto es menos terrible cuando se hace en una compañía como la suya.
Rodrigo agitó con suavidad la cabeza sin dejar de mirarle.
—¿Por qué insistes en cavar tu tumba? Tienes cosas en tu vida que no entiendo que no te mueras por conservar. Especialmente a Bego. Ella te quiere.
—Sí, me quiere y lo entenderá cuando se lo cuente. Ella sí sabe lo importante que es todo esto para mí —continuó ironizando.
—¿No le estás pidiendo demasiado? —preguntó Rodrigo empujado por un destello de celos y rabia.
—Para lo poco que le doy, ¿quieres decir? —Alzó las cejas en un gesto de cinismo—. ¿Ahora, aparte de loco, también soy un puto egoísta?
—Eres tú quien lo ha dicho —aclaró con la misma impertinencia.
Joe regresó junto a la mesa y aplastó el cigarro en el cenicero, en silencio y durante largo rato, hasta hacerlo trizas.
—Nada ni nadie me hará cambiar de idea —dijo cogiendo las tazas aún llenas del desayuno—. Lo haré, y no importa el precio que me toque pagar. —Despacio y pensativo las llevó hasta el fregadero—. Me lo debo, pero sobre todo se lo debo a Manu, que fue quien más perdió.
—¿Y qué le debes a Bego?
Se quedó inmóvil. Se había preguntado muchas veces cómo podría pagarle tanta fidelidad. Ella era quien atenuaba la amargura de su alma y quien satisfacía sus deseos de hombre a pesar de que jamás le había hecho ninguna promesa.
—Todo. —Atrapó aire con los ojos cerrados—. Todo y nada, supongo. —Le dio la espalda y repitió—: Todo y nada.
Salió de la cocina. Comenzaba a sentirse culpable y no necesitaba más remordimientos. Ya tenía bastantes. Además, como cada mañana, le acuciaba la necesidad de meterse bajo la ducha para quitarse de encima el rancio olor a cárcel.
Rodrigo juró en voz baja mientras vertía el café por el desagüe. Después fregó los cacharros, ausente y cabizbajo. Miró varias veces el reloj, la hora para salir hacia el trabajo estaba al caer. Pensó que esta vez los dos llevarían en su cabeza una nueva e idéntica preocupación.


De nuevo era una mañana fría, una mañana de viento; una mañana perfecta para caminar sin prisa hasta el centro de Bilbao, pensó _____ cuando, apenas salió del portal, inspiró el delicioso olor a invierno.
—Buenos días —emitió una voz masculina, a su izquierda.
_____ cruzó las solapas de su abrigo sobre la bufanda de lana y se volvió.
Carlos estaba en la acera, con el hombro apoyado en la pared del edificio, un gran ramo de rosas blancas en las manos y una media sonrisa en la boca.
—Espero ser bien recibido. —Le mostró las flores—. Un pequeño soborno para que perdones mi comportamiento del otro día. Fui un completo imbécil, lo sé. No quiero perder tu amistad, _____. —Sus ojos, fijos en ella, expresaron lo mismo que sus palabras—. Por nada del mundo querría perder tu amistad.
—Yo tampoco quiero perder la tuya —confesó con llaneza—. Pero no voy a permitir que interfieras en mi vida. Siempre has cuidado de mí, y te lo agradezco. Pero no puedes pretender tomar decisiones que no te atañen.
—Lo siento. Tienes razón y lo sé. Un amigo no puede ser un guardaespaldas ni un padre, menos aún el marido celoso que parezco a veces. —Se frotó la nuca con gesto azorado—. Prometo que no volverá a ocurrir.
—Me alegra escuchar eso —sonrió al decirlo.
Carlos advirtió en sus ojos aquel antiguo brillo plateado que durante un tiempo hizo que él se consumiera de intranquilidad y de celos.
—Lo conseguiste. Hablaste con él, ¿verdad? —afirmó más que preguntó.
—Así es —ratificó atenta a sus disimulados signos de contrariedad.
—¿Y aceptó el trabajo? —insistió ante la sospecha de que el punto de desánimo, que creía verle, se debiera a que no había logrado su objetivo. Una débil sonrisa le sacó del error—. ¿Puedo opinar sobre esto? —tanteó mientras sus nudillos blanqueaban sobre los tallos de las rosas. No entendía que Joe hubiera aceptado la ayuda de _____ cuando debería odiarla. Le inquietaba lo que pudiera estar buscando.
—Claro que puedes —dijo ella con suavidad—. Y no es necesario que me digas que no te gusta lo que estoy haciendo. Lo sé muy bien, pero voy a ayudarle a pesar de todo.
—No desapruebo esto por capricho. Es una locura que estés cerca de él. Ya fue una locura la primera vez, y entonces lo sabías igual que lo sabes ahora. —Se frotó el mentón buscando sosegarse antes de continuar—. Pero ya que no vas a hacerme ningún caso, quiero que sepas que pase lo que pase estaré contigo. Y prometo que no te diré que ya te lo advertí.
Su último comentario la hizo sonreír. El resto la inquietó porque en el fondo de su alma sabía que él tenía razón.
—Te lo agradezco. —Carlos negó con la cabeza mientras la adoraba con los ojos—. No es necesario que te diga que si te necesito, te llamaré.
—Eso no me tranquiliza demasiado. —Trató de no mostrar la verdadera dimensión de su disgusto.
_____ se enterneció al ver que no cejaba en su preocupación.
Contempló el ramo de rosas que él continuaba sujetando con su mano izquierda.
—¿No es este mi soborno? —Se lo arrancó dando un pequeño tirón y lo acercó a la nariz para inspirar su aroma—. Acepto si me prometes que esto queda entre nosotros y que no me detendrás por cohecho.
El comisario rio, más relajado. En su mirada se advertían la admiración y el amor que sentía por ella.
—De acuerdo —aceptó sobre todo el cambio de conversación—. Me gusta eso de que quede entre nosotros. —Se ajustó los puños de la camisa, que asomaban bajo las mangas del abrigo. Sus ojos volvían a brillar seductores y misteriosos—. También me gustaría que me permitieras acompañarte a la tienda y que me dijeras que esta noche puedo pasar a buscarte para llevarte a cenar.
—Está bien —dijo risueña—. Creo que es lo menos que me debes como desagravio. —Carlos asintió satisfecho—. Pero antes subamos a casa un momento. Quiero poner el soborno en un jarrón con agua para que no se estropee. —Arrugó la nariz. Él se la acarició con las yemas de los dedos—. Y también invitarte a un café con el que sellemos la paz. ¿Tienes tiempo para eso?
—Siempre tengo tiempo para ti —aseguró Carlos pasándole el brazo por la cintura para conducirla hacia la puerta—. Y si no lo tengo lo saco de donde sea. Además, los dos sabemos que eres tú quien manda en esta «relación» —añadió riendo.


















Perdón por la tardanza (:


Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por Julieta♥ Miér 21 Mar 2012, 10:22 pm

jajaj pobre carlos...estar enamorado que no le correspondan es d e lo peor
siguel apronto plisss
amo esta nove...ya te lo habia dicho?? ...creo q si ...pero igual
la amo!!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Nani Jonas Jue 22 Mar 2012, 8:51 am

a de ser muy feo qe solo te usen para apagar necesidades de
hombre pobre Bego aunqe no deja de caerme mal la verdad
siento lastima por ella siguela pronto plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por Julieta♥ Jue 22 Mar 2012, 9:09 pm

quiero cappppppppppppppppp
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por DanyelitaJonas Vie 23 Mar 2012, 9:28 am

SIGUELA QUEREMOS CAP
DanyelitaJonas
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Mensaje por Nani Jonas Vie 23 Mar 2012, 10:12 am

siguela plis
Nani Jonas
Nani Jonas


http://misadatacionesnanijonas.blogspot.mx/

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Mensaje por Natuu! Vie 23 Mar 2012, 1:51 pm

En un ratito mas les subo capitulo chicas
Acabo de llegar de la escuela y estoy muy cansada
Dormire un poquito y despues me levanto directo a subir cap (:
Natuu!
Natuu!


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