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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 3 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Natuu! Sáb 10 Mar 2012, 10:47 pm

6




Por la tarde, cuando la luz comenzaba a languidecer, Rodrigo aparcó el coche a escasos metros del piso. Joe bromeó con la posibilidad de subirlo con cuidado por el bordillo y acercarlo hasta el mismo portal para no tener que caminar tanto. Se les veía agotados después de una ardua jornada en un terreno empinado en el que les había costado mantenerse en pie. Rodrigo reclinó el respaldo de su asiento y se acomodó para mostrarle lo confortable que resultaría pasar allí la noche. Joe, que en unas horas estaría en su camastro de la prisión, le respondió con una carcajada. Abandonó el vehículo, lo rodeó por su parte delantera y arrastró su cansancio hasta la acera sin dejar de reír.
De pronto, un fuerte empujón le arrojó contra la pared. Sintió el impacto en la espalda y en la cabeza. Una presión en el cuello le cortó la respiración. Todo duró un instante. Un instante en el que su cerebro procesó la información como si la acción hubiera transcurrido a cámara lenta. Mientras identificaba el rostro furioso de su agresor advirtió que, a su derecha, Rodrigo salía del automóvil y se abalanzaba en su ayuda. Dirigió hacia él su mano abierta. Aunque asfixiado por el aplastamiento de su garganta, consiguió gemir un «no» para asegurarse de que su amigo se detuviera. Tenía ante él al maldito Carlos, que con un brazo le aprisionaba las costillas y con el otro le pulverizaba la tráquea dejándole sin aire. No necesitaba añadir a sus problemas la agresión a un agente de la ley.
—¿Me recuerdas? —Preguntó entre dientes el comisario—. ¿Tienes alguna idea de quién soy?
—Sí... —respondió con voz rota—. Eres... el cabrón que me metió en la cárcel.
—¡Exacto! —Exclamó apretando un poco más, pues le pareció escucharle hablar con demasiada facilidad—. Soy el cabrón que te envió a la cárcel y también soy el cabrón que volverá a hacerlo si te pasas de listo.
Joe trató de respirar con lentitud. Tal vez así llegaría un poco más de aire a sus pulmones.
—No he... hecho nada. —Intentó apartar el brazo con sus manos. Carlos hundió el codo con más saña.
—¿Nada? Ten cuidado conmigo, porque puedo ponerte las cosas difíciles. Muy difíciles.
—Estoy seguro de eso —aceptó justo antes de que el ahogo le provocara un ataque de tos.
El comisario aflojó un poco y después le soltó. No quería que se le asfixiara entre las manos. Al menos no de momento. Estaba seguro de que podría controlarle sin necesidad de llegar tan lejos.
—Bien. Me alegra que comencemos a entendernos. —Se frotó con chulería su permanente rastro de barba—. Y ahora escucha con atención. —Aproximó el rostro para amenazarle en voz baja—: No vuelvas a acercarte a ella. Te juro que no tendré ningún problema en acabar contigo si lo haces.
Joe, que ya había recuperado el aliento, no fue capaz de callarse al ver su preocupación.
—¿A qué temes? —Sonrió con impertinencia—. ¿A qué me la vuelva a follar y de nuevo prefiera mis polvos a los tuyos?
—¡Maldito cabrón! —exclamó al tiempo que le encajaba el puño en la boca del estómago. Joe se dobló de dolor—. Debes de ser un puto suicida para provocarme de esa forma. ¿Acaso crees que bromeo? ¡Responde! —Exigió entre dientes—. ¿Crees que estoy bromeando?
Demasiado dolorido para hablar, Joe negó con un gesto de cabeza. El comisario le sujetó las solapas de la cazadora y las alzó hasta levantarle con ellas la barbilla.
—Estás avisado —murmuró con amenazante voz baja—. Ni siquiera te atrevas a mirarla a distancia. —Le soltó y se arregló los cuellos de su propio abrigo, después los puños que cubrían su impecable camisa blanca—. No voy a permitir que ningún cabrón como tú le haga daño. Te estaré vigilando muy estrechamente, así que no cometas ninguna estupidez —aconsejó en tono conciliador. Acto seguido se volvió con tranquilidad, como si nada hubiera ocurrido, y cruzó la calle para dirigirse a su coche.
Rodrigo, que se había mantenido a distancia, reaccionó alarmado. En dos zancadas se plantó al lado de su amigo.
—¿Qué ha sido eso? ¿Quién era ese tipo y de qué cojones estaba hablando?
Joe le hizo un gesto para que aguardara hasta que recuperara el aliento. El dolor en el estómago no le permitía erguirse y pasar aire por su dolorida tráquea era toda una tortura. Pero Rodrigo estaba demasiado asustado, demasiado furioso como para concederle unos segundos de tregua.
—Era un poli —se respondió—. Era un poli, y si le he entendido bien tú has hecho una visita a la tipa esa, ¿no es cierto? —volvió a preguntar al tiempo que movía los pies de un lado a otro, incapaz de quedarse quieto.
—Algo parecido —murmuró con una lastimosa voz ronca—. Y ese «poli» es el comisario.
—¿El comisario? Pero... ¿te has vuelto loco? ¡Dios! —Exclamó llevándose las manos a la cabeza—. Se acabó el puto plan y se acabó todo.
—De eso ni hablar —opinó Joe con los brazos sobre el estómago—. Todo sigue igual, sin cambios.
—Definitivamente, estás loco. En cuanto ese hombre se entere irá a por ti. Además de que se ocupará de que a la tipa no le pase nada.
—Todo está calculado. —Intentó erguirse y aulló de dolor. Continuó doblado sobre sí mismo—. No podrá inculparme por mucho que sospeche, y tampoco podrá encubrirla a ella.
El que una vez le hubieran pillado con droga no le hacía responsable de toda la que encontraran a su alrededor. No tenía que pasarse la vida demostrando su inocencia. En todo caso eran los demás los que deberían probar su culpabilidad. Y él no iba a dejar ningún rastro que les permitiera hacerlo.
—Seguramente eso empeorará las cosas —opinó Rodrigo—. Se vengará a su manera, y seguro que tiene mucho donde escoger.
—Pero a ella nadie la librará de la cárcel. —El dolor no le dejó sonreír—. Lo que ese policía quiera hacer conmigo será un pequeño daño colateral sin demasiada importancia —bromeó con acidez.
—Sí, sin ninguna importancia —repitió con enfado—. Al fin y al cabo, estás acostumbrado a que te jodan. ¿No es verdad?
Joe volvió a sufrir un ataque de tos. Puso la mano en horizontal y la otra tocando la palma interior, en vertical. Pedía tiempo muerto, como en un partido de baloncesto, para ver si de esa forma Rodrigo se apiadaba un poco.
—Bien. No hables si no puedes —concedió todavía nervioso—. Pero escucha lo que tengo que decirte. Esto no es lo que habíamos preparado. Si quieres destrozar tu vida hazlo, pero no cuentes conmigo para conseguirlo.
—Ya me has enseñado lo que necesitaba saber —resopló suavemente para soportar el dolor—. El resto es cosa mía.
Estaba comprobado que el comisario sabía golpear. Pensó que después de lo que le había provocado un solo revés, no quería saber cómo eran sus verdaderas palizas.


Era noche cerrada. En los jardines de Botica Vieja los árboles continuaban desnudando sus ramas. _____, desde la ventana de su habitación, contemplaba el vuelo silencioso con el que a la luz de las farolas las hojas alcanzaban el suelo. Ella miraba sin disfrutar del hermoso espectáculo. Ni siquiera veía las luces que, desde el otro lado de la ría, vestían al Palacio Euskalduna y al centro comercial Zubiarte. Tenía el pensamiento muy lejos de aquella hermosa postal nocturna.
Desde que había visto a Joe, el pasado, que nunca dejó de repetirse en su memoria, había cobrado más intensidad, más crudeza. Tenía la sensación de que en unos meses de su vida llegaron a concentrarse sus mayores dudas y sus más arriesgadas decisiones, su mayor felicidad y su más cruel amargura. Había tenido un miedo atroz a enamorarse de él. Pero ni aun soportando todo el temor y las dudas del mundo había sido capaz de apartarse de su lado. Debió haber sabido que su corazón no podría resistirse a su delicadeza, a su ternura, a su felicidad, a su risa contagiosa. Desde el primer momento luchó contra la tentación de cruzar los límites para mirarlo de cerca, para escuchar su voz y su risa, para comprobar si su piel olía como imaginaba. Después ya no fue capaz de alejarse. Él se convirtió en la droga sin la que no podía pasar ni un solo día. La droga que siempre supo que sería su perdición.
«¿Cómo podía luchar contra ti?», susurró, inmóvil junto a la ventana. «¡Si eras tan romántico, tan tierno, tan sorprendente!» Las lágrimas convertían las luces en manchas borrosas y brillantes. Con la mirada perdida se adentró en el pasado, en un turbador e inolvidable encuentro en el Iruña.
Ella ha tomado su café. Joe ha cogido la taza para girarla boca abajo sobre el plato. Ya lo ha hecho en otra ocasión dejándola desconcertada. Esta vez se jura que no se quedará con la duda.
—¿Qué es esto? ¿Brujería? —se interesa riendo.
—Algo parecido —bromea él—. Mi abuela me enseñó un poco de magia.
La mira con gesto divertido y misterioso. Ella no deja de pensar que tanta seducción en un delincuente puede ser un problema o al menos lo está siendo para ella. Se siente atrapada en el fondo de esos ojos castaños, pero le gusta estarlo. Le gusta sentir el hormigueo en su pecho cuando él le sonríe o el temblor en su corazón cada vez que intenta besarla. Solo se arrepiente de haberse dejado llevar por la inconsciencia cuando ya está lejos de él. Cuando redacta sus informes y omite que ha tomado contacto con el sospechoso. Cuando está sola y se recalca que enamorarse sería un tremendo error.
—¿Cuánta magia te enseñó? —Pregunta como si le estuviera acusando de haberla hechizado—. ¿Haces vudú, conjuros, lees las líneas de la vida?
Algo chispea en sus ojos castaños. «Tal vez la magia», piensa en ese momento.
—¿Me permites? —ruega él mientras le señala la mano sin atreverse a rozarla.
Ella la extiende con la palma abierta y la posa sobre la izquierda de Joe. Él toma aire cuando siente su roce. Desliza la yema de los dedos por las líneas que debe leer. Lo hace despacio, sin ocultar que disfruta de la finura del tacto.
—Es hermosa. Tiene unas preciosas líneas curvas. ¿Ves ese punto en el centro? —La mira un instante y vuelve a poner la atención en la delicada piel mientras él mismo se responde—: ese soy yo; tu eje, tu principio y tu fin, tu amor, tu vida.
Los ojos de _____ centellean de felicidad mientras una sonrisa cándida se le instala en los labios.
—Deja de hacer el tonto y léeme el futuro —dice entre risas.
—No puedo —confiesa sin dejar de acariciarla—. No sé hacerlo. Mi abuela no leía las líneas de la mano ni echaba el Tarot ni consultaba una bola de cristal. Tenía una pequeña herboristería en la que, además de vender remedios para casi todos los males existentes, interpretaba los posos de café. —Con una mirada tierna ruega que le perdone el atrevimiento, pero no la suelta.
_____ emite una risa temblorosa. En realidad toda ella tiembla. También la mano de la que Joe se ha apoderado con la inesperada artimaña. No intenta recuperarla. El roce de sus dedos le provoca un grato estado de embriaguez, una plácida felicidad que se resiste a perder.
—¿Cómo se hace? ¿Qué ves en la taza?
—Dibujos —explica él—. Están en el fondo, pero también en las paredes, y dependiendo de la distancia que tengan con el borde el significado cambia. Es como mirar las nubes y descubrir formas, pero sabiendo qué quiere decir cada cosa.
—¿Crees que todo está escrito en nuestros posos de café?
—¡Ojalá lo estuviera! —susurra—. Ojalá pudiera ver mi destino unido al tuyo en los dibujos de una taza o en las líneas de tu mano o en el fondo de tus ojos de titanio.
—¿Titanio? —pregunta sorprendida. Los dedos de Joe siguen rozando la sensible piel de su mano y a ella le cuesta respirar.
—Sí, titanio. ¿Te has fijado en ese tono cambiante del Gugen cuando le da la luz del sol o el reflejo de la luna, o cuando lo humedece la lluvia? —Sonríe al verlos brillar—. Así son tus ojos. Así de hermosos, así de inalcanzables.
El rostro de _____ enrojece. Le tirita la risa y le tiemblan los labios, y Joe baja la mirada hacia ellos. Se le ve torpe, desconcertado, y ella sabe que no es el modo en el que suele actuar ante una mujer.
—¿A cuántas chicas has dejado asombradas con esa magia que te enseñó tu abuela? —pregunta con más curiosidad de la que quiere aparentar.
—Tan solo a ti. —Esta vez es a él a quien le flaquea la risa—. Quiero decir que eres tú la única mujer a la que he intentado asombrar con esto. No sé si lo he conseguido.
_____ asiente con una leve inclinación de su rostro. Después vuelve los ojos hacia su mano.
—¿Me la devuelves, por favor? —musita enrojeciendo de nuevo.
—Cualquier deseo tuyo, hasta el que consideres más insignificante, es un mandato para mí. —Pero no la suelta inmediatamente. Le va acariciando los dedos con suavidad, deslizándolos entre los suyos como si le costara perderlos.
—No sé si debo creerte —dice posando en él sus ojos claros y brillantes.
Su duda no es tan simple como parece. Él es un delincuente y ella, a pesar de toda su experiencia con personajes de todas las calañas, solamente es capaz de ver su lado amable y tierno. Eso le hace desconfiar de su capacidad para la misión que le han encomendado.
—¿De verdad no lo sabes? —Susurra a la vez que acerca el rostro—. ¿No es evidente que solo vivo para verte, que me tienes en tus manos desde que entraste en mi corazón?
Él continúa acortando el espacio que queda entre sus labios. Va a besarla. _____ interpone sus dedos y él los roza con suavidad. Una risa clara surge de su boca. Es el modo en el que le pide disculpas por haberlo intentado de nuevo, y la previene de que volverá a hacerlo en cuanto tenga ocasión.
«¿Cómo podía luchar contra ti?», volvió a preguntarse _____, con la frente apoyada en el cristal frío de la ventana. «¿Cómo podía no enamorarme de ti?», repitió controlando un estremecimiento, con la mirada perdida en las manchas brillantes que se reflejaban en las frías aguas de la ría.


—Es lo que pediste que te consiguiera —indicó Rodrigo con los brazos cruzados sobre el pecho—. El coche más barato que pudiera encontrar. Este anda y además le funciona la radio —añadió con orgullo.
Joe rodeó el viejo Renault. La pintura roja hacía años que había perdido el brillo. Se agachó para examinar las ruedas. Tres de ellas no tenían tapacubos y ninguna conservaba el dibujo de las cubiertas. Pensó que tendría que cambiarlas en cuanto le sobrara un poco de pasta.
—Es perfecto. —Se puso en pie y frotó sus manos sobre las perneras de sus vaqueros—. No se puede pedir más por lo que he pagado por él.
—Por dentro está mejor —comentó Rodrigo, que entró para ocupar el asiento del copiloto.
Joe colocó sus dedos en la manilla y recordó el tacto suave de su lujoso Audi. Abrió la portezuela y observó el interior con detenimiento.
—Me gustaban los coches —reveló a media voz cuando se sentó sobre la desgastada tapicería—. Siempre había tenido cascajos como este, pero llegó un momento en el que dispuse de dinero y me compré un Audi grande, potente. —Sonrió al recordarlo—. A las chicas les encantaba. Era color plata. Cuando aceleraba a fondo y entraba el turbocompresor, devoraba distancia y parecía que iba a salir volando.
—Conozco esa sensación.
—No había terminado de pagarlo cuando todo ocurrió. El cuero aún olía a nuevo la última vez que lo conduje para ir a ese maldito polígono. —Crispó las manos sobre el volante—. Y ahora estoy aquí, con otro trasto. Todo termina volviendo a su origen.
—No siempre —opinó Rodrigo—. Tuviste mala suerte, pero no tiene por qué repetirse. —Le miró de soslayo para comprobar su reacción—. Y no se repetirá si no quieres.
—No quiero —murmuró con la mirada perdida.
—Pues comienza a pensar en el futuro en lugar de en el pasado. —Le vio tensarse y se contuvo para no amargarle el que debía ser un gran momento—. La vida es excelente, y como me llamo Rodrigo que tú vas a comenzar a vivirla. ¿Te has fijado que es rojo como los Ferrari? —dijo asomándose por la ventanilla abierta—. ¡Vamos, arranca el bólido!
Joe respiró despacio y observó los pedales, la palanca de cambios, el volante. Sonrió nervioso y miró a su amigo.
—No estoy seguro de saber hacerlo.
—¡Claro que sabes! Esto es como andar en bici o como follar. —Alzó una ceja en un gesto de complicidad—. No me has contado detalles pero... comprobaste que no se te había olvidado, ¿no?
Su sonrisa respondió por él. Cogió aire con los ojos cerrados y lo dejó salir despacio. Pisó el embrague, se aseguró de que la palanca estaba en la posición de punto muerto y giró la llave. Le gustó el sonido del motor. No quiso compararlo con el de su Audi. Aquello pertenecía al pasado. Este era ahora su coche, igual que esto que dolía sin ninguna pausa era ahora su vida.
—Pon la radio y busca algo potente —pidió Rodrigo—. ¡Esto es una fiesta y vamos a meternos una dosis de adrenalina! —Le miró sonriendo con afecto—. Te hace mucha falta.
También él lo sabía. Le agradeció en silencio su ayuda y su preocupación y pasó a manipular el dial hasta que sonó una canción de U2. Subió el volumen y miró el indicador del depósito de gasolina. Estaba lleno. Colocó las manos sobre el volante y miró al frente sin ver otra cosa que el infinito para circular. Recordó que antes le gustaba la vida, le gustaban las chicas, le gustaban los coches y adoraba la velocidad. «Puedo volver a hacerlo», pensó. Y en ese momento estaba seguro de que lo haría. Se sentía feliz, se sentía vivo. ¿Por qué no iba a ser ese un nuevo y definitivo comienzo?
—¿Tienes algún plan para hoy? —Preguntó sin apartar la vista de la carretera—. ¿Algo que nos obligue a volver a una hora concreta?
—Ninguno —respondió Rodrigo, que se acomodó en el asiento y estiró las piernas.
—Bien —exclamó, y su risa llenó el interior del coche—. Yo tampoco.


El primer pedido que hicieron al nuevo fabricante había esperado en la trastienda desde primera hora de la mañana. Ahora desenvolvían cada rollo de tela y lo colocaban en la zona de baldas que despejaron entre las dos, unos días atrás. El papel pintado lo iban apilando dentro de sus propias cajas, dejando bien visible la referencia de cada modelo.
_____ rasgó el grueso papel marrón que cubría una pieza. Un color fucsia brillante con dibujos dorados provocó la admiración de Lourdes. Comentó que aquel tejido quedaría perfecto tapizando los sofás de su salón. _____ asintió sin ninguna emoción mientras empujaba la pesada bobina hacia el estante.
—Llevas unos días que no eres tú —comentó Lourdes ayudándola a trasladar la pieza—. Estás triste, ausente. ¿Qué te preocupa?
_____ suspiró suave y hondo. Tenía el corazón comprimido y encajado en la boca del estómago. Era una sensación angustiosa que le carcomía lentamente y sin descanso.
—He visto a alguien a quien amé mucho —reveló al tiempo que comenzaba con otro envoltorio.
—¡Menuda sorpresa! Empezaba a creer que no tenías corazón para enamorarte. —Le posó la mano sobre el pecho para hacerla reír—. Parece ser que sí. ¡Y late!
—Ojalá no lo tuviera y nunca me hubiera enamorado de él.
La sonrisa de Lourdes se apagó al entender que la actitud abatida de su amiga no invitaba a bromas.
—Nunca me has hablado de tus relaciones, y creo que este es un buen momento para comenzar —indicó con suavidad mientras se sentaba en la escalera de tres peldaños, junto a las baldas—. Somos amigas también para lo malo. ¡Anda, cuéntame qué es eso que todavía te hace sufrir!
—Me enamoré sabiendo que era una locura que cambiaría mi vida. No tuve voluntad para alejarme de él cuando estuve a tiempo. En realidad —opinó entrecerrando los párpados—, creo que nunca estuve a tiempo, que me enamoré en cuanto lo vi por primera vez.
—¿Cuánto hace de todo eso?
—Fue antes de que pusiéramos la tienda.
—¿Estaría acertada al suponer que fue por eso por lo que dejaste el cuerpo de policía? ¿Fue por él? ¿Fue por ese hombre?
—Sí. Fue por ese hombre. —Suspiró de nuevo y terminó de retirar el papel. Apareció un llamativo ramaje verde sobre un fondo blanco—. Cuando le perdí sentí la necesidad de cambiar de vida, de comenzar de nuevo con cualquier cosa que no me lo recordara.
—¿Sigues amándole? —se interesó con cautela, temerosa de dañarla.
_____ se entretuvo en rozar los dibujos de hojas con las yemas de los dedos, con expresión ausente.
—Le llamaban Trazos —dijo evitando la pregunta—. Trabajaba en una empresa de diseño gráfico. Era un artista con mucha sensibilidad. —Miró a su amiga y curvó ligeramente los labios al no oírle hacer la eterna pregunta de cada vez que hablaban de hombres—. Y sí, era muy guapo, con unos fascinantes ojos castaños y una sonrisa capaz de derretir la voluntad más firme —aseguró recordando cómo había fundido la suya.
La Lourdes que se teñía el pelo de rojo chillón y se bebía la vida como si fueran sorbos del mejor champán, hubiera bromeado con la posibilidad de conocer a un hombre como aquel, pero entendió que no era el momento.
—¿Qué pasó? —preguntó con los codos apoyados en sus rodillas.
—No quiero hablar de eso. De verdad. Me aflige recordar todo el daño que le hice. —Se pasó la mano por los ojos como si espantara alguna visión—. Jamás podré perdonármelo.
Lourdes abrió la boca para preguntar qué clase de daño era ese que le había dejado tan extremado sentimiento de culpa, pero no pudo hacerlo. _____ la interrumpió mientras comenzaba con un nuevo paquete y tomaba una actitud defensiva.
—Deberíamos darnos más prisa. —Sus dedos temblaron al rasgar un nuevo papel marrón—. Aún nos queda trabajo para un buen rato y, por si no te has dado cuenta, ahí fuera continúa cayendo aguanieve. Me congelaré antes de llegar a casa.


El día siguiente amaneció sin rastro de lluvia, pero con un cielo gris sólido y una temperatura casi glacial. Joe, protegido por una gruesa parka reflectante, manejó la pesada motosierra para derribar árboles y limpiar y dividir los troncos. De vez en cuando miraba hacia el tortuoso mar de nubes grisáceas y pensaba en unos ojos del color del titanio. Se resistía a reconocer que echaba de menos la labor de acecharla, de verla. No era un enfermo masoquista al que le gustara padecer. Porque eso fue lo que hizo durante todo el tiempo que la vigiló: sufrir física y mentalmente. Entonces, ¿qué era lo que añoraba? Se preguntó mientras se acercaba a otro viejo pino. ¿Qué era lo que le gustaba de esas agónicas persecuciones o de su único y exaltado enfrentamiento, cuando tensionaba los músculos para contener su rabia?... Ella. Ella se había convertido en su única razón de ser y de existir. Era ella quien le había mantenido vivo en la cárcel; ella, quien le sostenía en pie ahora. Ella y su férreo deseo de verla hundida en el mismo infierno al que le arrojó a él.
La hoja de la motosierra, empujada por sus fuertes brazos, penetró en la madera como si esta fuera de mantequilla. Al grito de «¡árbol va!» para que todos prestaran atención a la caída, un mastodonte de veinte metros se derrumbó sobre un suelo cubierto de frescos helechos.
Joe volvió a mirar al cielo, hacia los ojos de titanio. Recordó el miedo que había brillado en ellos mientras todo el cuerpo de _____ temblaba. También él había sufrido con aquel encuentro. Se había flagelado a sí mismo con recuerdos únicamente para herirla a ella. Pero había merecido la pena. Se había sentido vivo contemplando el temor que la dejó sin habla. Ahora sabía que odiar le hacía bien.
Al fin y al cabo el odio era un sentimiento más poderoso que el amor, más intenso y apasionado. Cerró los ojos con fuerza y deseó odiarla con la misma estúpida ceguera con la que la había amado. Tal vez así podría sentirse tan vivo como se sintió entonces.


Había anochecido cuando Joe se sentó ante el volante de su viejo coche. Había salido de casa con la disculpa de ver a unos antiguos amigos, y Rodrigo se había alegrado de que hiciera un poco de vida social.
No arrancó el motor de inmediato. No estaba seguro de lo que iba a hacer. Era difícil encontrar una justificación para acecharla de nuevo, incluso para sí mismo.
Se quitó el gorro de lana y los guantes, y se quedó inmóvil, con la mirada perdida en el cristal del parabrisas donde comenzaban a estrellarse unos finos copos de nieve. Pensó en Bego. También ella le hacía sentir vivo. Especialmente cuando le acariciaba excitándole hasta que sus recuerdos desaparecían y su único propósito era dar y conseguir placer. Era agradable no tener en la mente otra cosa que no fuera sexo. Sexo y ternura. Lo malo era que el resto del tiempo dominaban sus pensamientos oscuros. Tal vez por eso pensaba en _____. Porque ella conseguía que todas esas negras cavilaciones, toda esa ira, todo ese odio inflexible se convirtieran en una dolorosa sensación de estar vivo, de tener una finalidad. Después de todo, ella seguía siendo su única razón para desear que su corazón no se detuviera aún; no había nada extraño en su obsesión por volver a verla.
Con la conciencia más tranquila por las razones que él mismo inventaba, giró la llave de contacto. El sonido sordo no encontró respuesta en el motor. Suplicó en voz baja que aquel trasto se pusiera en marcha al segundo intento. Volvió a girar la llave y nada ocurrió. Apretó la mandíbula mientras lo intentaba dos veces más. Finalmente golpeó el volante con los puños cerrados y gritó como un animal en cruda agonía.
Unos minutos después salió jurando entre dientes y volcó en el vehículo toda su impotencia. Golpeó el neumático delantero con el pie, una y otra vez, hasta que se sintió ridículo.
Volvió a abrir la portezuela para coger el gorro y los guantes. Se pasó las manos por la cabeza para sacudir las partículas de nieve antes de calarse la lana hasta las cejas. Pensó que aquello era un aviso del cielo, del infierno o de quien fuera para que no se acercara a _____. Si necesitaba ayuda podía acudir a Bego y dejarse querer por ella. Lo había hecho muchas veces y siempre le había dado resultado. Era una sensación menos duradera pero más sosegada, con la que se sentía un hombre como cualquier otro. Iría en tren, pensó al tiempo que se ponía los guantes y caminaba hacia Lehendakari Aguirre, directo a la estación y a la mujer que esa noche le iluminaría las sombras.



















Perdón por la tardanza (:


Natuu!!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por DanyelitaJonas Dom 11 Mar 2012, 1:56 pm

que no vaya con bego yo tampoco quiero que este con ella

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Mensaje por Julieta♥ Dom 11 Mar 2012, 4:56 pm

quiero otro capppp...cada vez se pone mas interesante!!!!!
Julieta♥
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Mensaje por Julieta♥ Lun 12 Mar 2012, 6:48 pm

donde andas!!!!!!
quiero cappp!!!!!
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Mensaje por DanyelitaJonas Lun 12 Mar 2012, 8:45 pm

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Mensaje por Natuu! Lun 12 Mar 2012, 11:50 pm

7




De los fenómenos meteorológicos que _____ conocía, era, sin duda, la nieve la que más le atraía, con los copos descendiendo a cámara lenta desde las plúmbeas nubes, a merced del viento que desviaba la dirección de millones de ellos en un baile aéreo para pintar el paisaje de luz. A veces, en medio de esa danza, resonaba en su interior un vals vienés y entonces la visión se convertía en un placentero espectáculo.
Esa noche de viernes el aire soplaba recio. Los pequeños copos se mecían a ritmo de vals bajo las luces brillantes de la ciudad. Pero en su mente no sonaba ninguna melodía, sino que continuaba ocupada en preocupaciones y recuerdos.
No acostumbraba a llegar tarde a casa, pero por segundo día consecutivo, Lourdes y ella tuvieron trabajo en el almacén. El nuevo proveedor tenía unos diseños espectaculares y ellas se emocionaron demasiado al hacer el primer pedido. Lo comprobaron al desempaquetar y acomodar las piezas, que les llevó más de un día. Sin embargo, estaban tranquilas porque sabían que un género como ese tendría buena acogida entre su clientela.
Mientras caminaba por las calles de Bilbao, las mariposas de su paraguas fueron difuminándose bajo una fina y esponjosa capa blanca.
Cruzó la ría por el puente de Deusto y descendió la escalera de caracol hasta Botica Vieja. Continuaba por la acera que la conducía a casa cuando algo llamó su atención y le hizo levantar el paraguas para otear al frente. Eran las inconfundibles luces azules de un coche de la Ertzaintza, y calculó que estaban a la altura de su vivienda.
Las fuerzas le flaquearon al presentir una desgracia y aun así pudo acelerar el paso. Pensó en la adorable viejecita que vivía en su misma planta, puerta con puerta. Pensó en los cuatro niños pequeños que enredaban en el piso de arriba las mañanas de los días festivos. Todo lo pensó, menos lo que percibió cuando todavía le quedaban unos metros para llegar. Dos policías tenían inmovilizado a un sujeto de ropa oscura y gorro de lana.
El mismo corazón que a veces no se encontraba se aceleró hasta dejarla sin aliento. Sabía quién era ese hombre. Lo supo sin necesidad de verle el rostro y antes de distinguir su cazadora negra. Él apoyaba las manos en la pared, junto a su portal, mientras uno de los agentes le cacheaba y el otro le gritaba que no se moviera.
Le llegó el inconfundible tono de su voz. Le escuchó decir algo sobre que se habían equivocado. Pero lo que consiguió fue despertar la furia del ertzaina, que con una mano enguantada en cuero empujó sobre su cabeza para aplastarla contra la pared. Joe tuvo el reflejo de volverse a un lado para evitar el golpe en pleno rostro. En ese momento _____ se detuvo a unos pasos de él y se encontró mirándole a los ojos. No le pareció que estuviera asustado, tal vez porque nadie podía estar más asustado de lo que ella estaba. Él la miraba con desprecio, con rencor. Pensó que solo un animal podía mantener esa actitud desafiante aun sabiéndose perdido.
Se arrimó al edificio y cerró el paraguas. Un pequeño charquito de agua y nieve se formó junto a sus botas marrones.
—¿Qué ocurre? —preguntó a los agentes con la mayor tranquilidad que pudo fingir.
—Nada que le concierna, señorita —indicó al tiempo que alcanzaba las esposas que colgaban de su cinto—. Haga el favor de no detenerse.
El policía ordenó a Joe que pusiera las manos en la espalda. Él obedeció con lentitud, sin apartar los ojos del rostro aturdido de _____, pero los cerró al notar el frío metal cercándole las muñecas. No era la primera vez. Sabía lo que venía a continuación: encierro, soledad, desesperanza. Volvió a abrirlos para enfrentarse por última vez a ella. Pensó que la había fastidiado, que su sed de venganza tendría que seguir esperando hasta que recuperara la libertad tras cumplir la totalidad de su condena.
_____ ojeó a su derecha, hacia el portal. No podía subir a casa dejándolo allí. No importaba qué intención había tenido al acechar esa noche su casa. Ella no podía abandonarlo. Al volver a mirarle le pareció ver en sus ojos una sonrisa cínica. Tampoco eso le hizo cambiar de opinión, pero se preguntó si él rechazaría su ayuda en un momento como aquel.
—Sí que me concierne, agente —dijo con aplomo—. Este hombre había quedado conmigo aquí, junto a mi casa, y yo me he retrasado un poco.
Ninguno de los ertzainas mostró sorpresa. El que cacheaba siguió con su minucioso examen, palpando sobre las piernas centímetro a centímetro.
—Debe de estar equivocada, señorita —opinó el que inmovilizaba a Joe—. Échele un vistazo.
Le arrancó sin miramientos el gorro, que llevaba hundido hasta las cejas. Con la misma rapidez con que la lana desaparecía de su cabeza, volvió a golpearle contra la pared para que no se moviera.
_____ dio un respingo al sentir el dolor en su propia sien. Contempló de nuevo sus ojos. No le sorprendió que continuaran desafiantes, glaciales. Agarró su bolso, que llevaba en bandolera, y lo colocó sobre su pecho. Ni siquiera ella supo si lo hizo por necesidad de interponer algo entre su cuerpo y la frialdad de Joe o porque necesitaba abrazarse a cualquier cosa.
—Estoy segura, agente —insistió—. ¿Qué ha hecho para que le detengan?
No le respondió. La miró con atención, como si tratara de buscar parecidos con alguna descripción.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó el policía arrugando el ceño.
—_____. _____ Zabalegui. —El que se ocupaba del cacheo se detuvo al escucharla—. Hasta hace unos años fui agente de la Brigada Especial de Investigación de Estupefacientes, en la Policía Nacional —comentó buscando un poco de afinidad que pudiera concederle alguna ventaja—. No entiendo qué ha podido hacer este hombre mientras me esperaba.
—Debe de haber algún error. Estamos aquí para protegerla a usted de un tipo de sus características —dijo señalando a Joe—. Tenemos información de que es peligroso y la acecha.
_____ pensó en Carlos. Se le encendió la sangre al comprender que su primera sospecha había sido cierta. Los agentes no habían interceptado a Joe porque pasaran por allí durante una de sus rondas y les hubiera parecido sospechoso. De algún modo, el comisario había conseguido que el cuerpo de la Ertzaintza le pusiera vigilancia.
Joe apretó los dientes para llamarse «estúpido, estúpido, estúpido». Sabía que el comisario no bromeaba cuando le dijo que cuidaría sus pasos. Pero él era un estúpido, se repitió, al que se le nublaba la razón ante cualquier cosa que afectara a _____. Por eso había pasado más de cuatro años en prisión. Por eso estaba ahora esposado contra una pared. Por eso le obligarían a sobrevivir de nuevo entre muros.
—Alguien les ha dado mal la información —perseveró. No había perdido aún la esperanza de convencerlos—. Nadie duda que muchas mujeres estén necesitando su ayuda, pero no es mi caso. A mí nadie me acecha.
—¿Está segura de que no tiene problemas con este tipo?
—Por supuesto. Y si no le sueltan se encontrarán con un par de denuncias. La de él y la mía.
El policía permaneció quieto unos segundos. Después hizo una señal a su compañero para que vigilara los movimientos del sospechoso mientras él se acercaba al coche patrulla. Descendió a la calzada y se detuvo a medio camino, colocó las manos sobre las caderas y miró hacia los lados, dudando. Por fin entró en el vehículo y se comunicó por radio con la central.
Joe continuó inmóvil, como si la mano del agente siguiera presionándole. Le bastaba con observar el rostro de ella para saber cómo iban las cosas, y de momento solo veía preocupación. Estaba sorprendido por esa actitud. No entendía por qué estaba mintiendo para defenderle, por qué estaba contradiciendo las órdenes del comisario. De pronto asimiló algo que le había escuchado hacía un momento: la confirmación de que ya no era policía.
«¡Déjalo marchar!», escuchó decir a su espalda. No pudo ver el alivio en el rostro de _____, porque él mismo cerró los ojos al sentir el suyo. Para él, pensar en volver a la cárcel era pensar en la muerte. La escuchó dar las gracias a los agentes mientras sus manos quedaban en libertad. No se movió. Se frotó las muñecas sin grilletes hasta que escuchó alejarse al coche patrulla.
—No se van a ir —comentó _____ en voz baja—. No han terminado de creerme y están confundidos. Antes de abandonar la zona van a asegurarse de que todo va bien.
—¿Ahora eres adivina? —exclamó con rudeza. Se volvió para contemplar cómo se perdían en la distancia las luces traseras del coche. Se sorprendió al verlos detenerse junto a la acera, a dos manzanas.
—Si te vas ahora volverán a detenerte —insistió al tiempo que sacaba las llaves de su bolso.
Se acercó a la puerta y trató de introducir una de ellas en la cerradura. Le temblaban las manos. Quiso fingir tranquilidad, pero no pudo. La ranura había encogido desde la mañana. Volvió a intentarlo una vez y otra. No se atrevió a levantar la vista para comprobar si Joe seguía allí. «¡Tranquilízate por Dios!», se dijo antes de hacer un nuevo intento.
Se quedó sin aire en los pulmones cuando él le arrebató las llaves sin ninguna contemplación y abrió con limpieza. Sus dedos, hasta entonces ateridos de frío, reaccionaron al contacto encendiéndose cual ramas al calor del fuego.
Él, incómodo por el involuntario roce, retrocedió para dejarla pasar. Fue tras ella y se detuvo cuando la vio ascender los dos escalones que llevaban al ascensor.
—Disfrutas cuando mientes.
_____ se volvió despacio, sin poder creer lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo dices? —preguntó notando cómo le nacía la furia.
—Que disfrutas mintiendo, manipulando. —Dio dos pasos más—. Solo así se entiende el numerito que has montado ahí fuera.
—¿Numerito? ¡Te acabo de librar de la cárcel! —exclamó abriendo los ojos de par en par—. ¿O no entiendes lo sencillo que es quebrantar el tercer grado?
—¿Acaso he pedido tu ayuda? —Avanzó otro paso. Los dos escalones dejaron el rostro de _____ a la altura del suyo—. ¿Acaso he pedido tu lástima? —Ella se abrazó con fuerza al bolso y retrocedió de espaldas, asustada por el fuego que despedían sus ojos—. ¿Qué es esto, poli? —preguntó con una sonrisa satisfecha—. Me tienes miedo y aun así me has incitado a entrar aquí, contigo.
—No te atreverás a hacerme daño —musitó sin apartar la mirada—. La policía sabe que estás aquí. No eres tan estúpido.
—¿Hasta qué punto estás segura de eso? —Se mofó, y ascendió los peldaños por la satisfacción de verla temblar.
—He mentido por ti, pero te lo advierto —dijo alejándose hasta que su espalda tropezó con el ascensor—: Como vuelva a verte por esta calle o me abordes en cualquier otro lugar, yo misma avisaré a la policía. Todavía no sé qué hacías vigilando mi casa ni qué quieres de mí.
—De nuevo preguntas qué quiero de ti, pero lo sabes. —Se adelantó hasta llegar a su lado y susurró pegado a ella—: Estoy seguro de que lo sabes.
—¡Lárgate! —ordenó con toda la entereza que pudo mostrar.
Joe no se apartó. Durante unos segundos gozó de su desconcierto.
—Volveremos a vernos —prometió esbozando media sonrisa misteriosa. Después le dio la espalda y descendió hacia la salida.
Otro temor, distinto al que había sentido hacía un instante, llenó el corazón de _____ de pequeños alfileres que no le dejaban respirar.
Con el alma encogida en su cuerpo tembloroso, observó el paso altivo con el que cruzó la carretera y alcanzó los jardines. No quería perderle de vista. Temía que de un momento a otro apareciera el coche patrulla y todo volviera a comenzar. Dudaba que pudiera serle de alguna ayuda si le aprendían de nuevo. Cuando salió de su campo de visión apagó la luz del portal para no ser vista desde el exterior, descendió los escalones y se acercó al cristal de la puerta. Nevaba con suavidad. Joe caminaba junto a la barandilla que separa el paseo de la ría. Se había puesto el gorro de lana. Llevaba la cabeza baja, los hombros hundidos, las manos en los bolsillos de la cazadora. Nunca le había visto andar así, como si vagara. No pudo contener las lágrimas al pensar que así era él cuando estaba solo, cuando creía que nadie le veía. Eso era en lo que la cárcel y ella le habían convertido.


La casa estaba a oscuras, y la habitación de Rodrigo, cerrada. Joe no se había dado prisa en llegar; sin embargo, ahora necesitaba hablar con su amigo. Le apremiaba sincerarse, contarle la estupidez que había cometido esa noche. Pero eso lo pensaba cuando el silencio de la casa le devolvía al presente y a todo lo que Rodrigo estaba haciendo por él. Hasta ese momento había estado bebiendo de recuerdos hasta que se sintió ebrio de nostalgias y amarguras.
Había salido de Botica Vieja pegado a la ría. Cuando se alejó lo suficiente para que ella no le viera, se detuvo junto a la barandilla metálica pintada en blanco. Fumó un cigarro mientras contemplaba cómo desaparecían los pequeños copos al tomar contacto con las aguas oscuras de la ría. No había hallado la fuerza que le provocaba odiarla y había estado a punto de perder su libertad por verla; solo por verla. Mientras expulsaba el humo que se mezclaba con la nieve en su caída pensó en todas las locuras que había hecho por acercarse a ella. Y las seguía haciendo. Primero fueron por amor, ahora por simple y puro rencor.
Llegó a preguntarse qué daría porque esa mujer desapareciera de la faz de la tierra. Nada, se había respondido. No concebía un mundo sin ella. No imaginaba en qué volcaría su rabia y su frustración. No. Estaba seguro de que él existía porque ella seguía estando allí recordándole su obligación de saldar cuentas.
Había consumido un cigarro tras otro utilizando las minúsculas colillas para encender el siguiente hasta acabar con todos; había recibido la nieve sobre su gorro, sus hombros y su espalda hasta sentir la humedad en sus huesos; había recordado sus apasionados encuentros del pasado con ella hasta que con un crujido se le rompió el corazón. Ahora estaba en casa, parado ante la puerta de la habitación de Rodrigo bajo la que se apreciaba una delgada línea de luz.
Rebufó antes de golpear la madera con suavidad. La voz de su amigo le indicó que pasara. Antes de hacerlo soltó de una sola vez el aliento y se frotó las manos sobre la dura tela de los vaqueros.
Lo encontró en la cama, recostado sobre dos almohadones y el cabecero. Leía una de sus novelas de misterio.
—¿Qué tal te ha ido? —Colocó el punto de libro y dejó la novela.
—Hay algo que... —Joe se frotó la nuca a la vez que tragaba—. Hay algo que tengo que contarte.
Se sentó sobre el colchón, a los pies de la cama. Tres segundos después se levantó y caminó hasta la ventana. Sin detenerse se acercó a la cabecera retorciendo los dedos de una mano sobre los de la otra.
—¿Quieres parar? —pidió Rodrigo, que comenzó a preocuparse—. No puede ser tan grave eso que vas a contarme.
—¡No, claro! —exclamó Joe con una sonrisa nerviosa—. No es nada malo. Es... —Se friccionó de nuevo la nuca, agarrotada por la tensión—. ¡El coche! —dijo de pronto—. Es el dichoso coche, que no arranca cuando hace tanto frío como hoy.
—Me habías asustado —rio aliviado—. Con lo que te han cobrado por él, lo raro es que arranque alguna vez —señaló con guasa.
—Lo sé —confesó Joe sentándose de nuevo en el borde de la cama.
Comentó la posibilidad de proteger el motor con cartones mientras continuaran los fríos glaciales. Así no tendría más sorpresas. Rodrigo bromeó con que tenían un Ferrari que dormía al raso. La risa acabó cuando Joe indicó que tenía algo más que contarle. Rodrigo se quedó inmóvil. Conocía aquella mirada fija. Intuía que algo no iba bien.
—No fastidies, hombre —dijo frunciendo el ceño.
—La he visto. La he visto en Deusto.
—¿Y qué cojones quiere decir eso? —bramó arrojando el libro sobre la mesilla—. ¿Que la has visto por casualidad? ¿Que la has visto de lejos?
—Que he estado con ella, hablando.
—¿Y me lo dices así, tan tranquilo, después de que llevamos una hora diciendo idioteces? —reprochó con rabia—. ¿Era más importante decirme que el puto coche no arranca cuando te jodes de frío?
—Hay más —dijo Joe sin perder la calma. Rodrigo abrió con desmesura los ojos, incrédulo—. Al parecer le han puesto protección. Vi pasar un coche patrulla muy despacio. Me oculté, pero volvieron en un par de minutos. Me dieron el alto, me pusieron las esposas y...
—¡No lo puedo creer! ¿Le han puesto protección por ti, para protegerla de ti?
—... y ella llegó —continuó contando Joe como si no le hubiera oído—. Me vio allí y salió en mi defensa.
—¡Maldita sea! ¿No quedó bastante claro que no volverías a verla? ¿Dónde te has dejado el sentido común? —preguntó furioso—. Soy testigo de que eres un hombre listo. Es más difícil sobrevivir en la cárcel que aquí fuera. No sé antes, pero desde que te conocí siempre supiste qué hacer, qué decir, cómo pasar desapercibido, cómo parar los pies a quienes intentaron joderte. ¿Tengo que creer que el comisario tiene razón y en el fondo eres un puto suicida?
—Necesitaba verla —dijo con sinceridad—. ¿Has odiado alguna vez a alguien?
—A mi padre —respondió sin saber adónde conducía esa pregunta—. Es un cabrón egoísta y exigente. Por eso le evito y voy a ver a mi madre cuando sé que él no está.
—Entonces sabes que el odio te mantiene despierto, vivo —comenzó a explicarse—. El odio no te deja hundirte. El odio es, en sí mismo, un poderoso motivo para vivir. Hoy yo no tenía un buen día. —Apoyó los antebrazos en las rodillas y bajó la cabeza—. Necesitaba recordar qué hago aquí en lugar de hacerlo Manu. Cuando la veo y la odio, me odio menos a mí mismo y casi me siento bien. —Cogió aire sin demasiada energía—. Solo pretendía verla de lejos.
Rodrigo sintió lástima al apreciar sus hombros hundidos y la mirada clavada en la alfombra. Apartó los almohadones y se tumbó para dirigir la suya al techo.
—El odio te sirvió en la cárcel, pero ahora deberías tratar de olvidarlo porque aquí no te hace falta. Cuando ella te visitó...
—No le dije lo que debía —interrumpió—. Acababa de ver morir a mi hermano, de perder mi libertad, de perderla a ella... Dijo que me quería. —Alzó la cabeza y emitió una risa amarga—. ¿Puedes creerlo? Que me quería y que no sabía lo que iba a ocurrir aquella tarde. ¡Cómo podía pensar ella que iba a dejar que me explicara nada! El amor no se explica, se da —dijo con rabia—. Se da aun cuando no sepas si te van a devolver algo a cambio. —Se frotó el rostro con las manos para recordarse que estaba aquí, ahora. Algunos recuerdos dolían como si no hubiera pasado el tiempo—. Grité pidiendo que me sacaran de allí después de decirle que estaba muerta para mí. Pero nunca lo ha estado —reconoció por primera vez—. No ha pasado ni un día sin que piense en ella. Es una obsesión que no desaparecerá hasta que me haya vengado.
—¿De verdad no piensas desistir de eso? —preguntó con preocupación.
—Nunca. —La negativa surgió como un gruñido fiero—. No descansaré hasta habérselo hecho pagar como la miserable zorra que es. Y lo haré en cuanto pueda disponer de la coca.
—Está bien, pero al menos mantente alejado de ella —trató de convencerle—. No querrás que te jodan por la estupidez de acecharla, ¿no? Además, piensa que si comienzan a vigilar su casa no podrás hacer nada contra ella.
—No volveré a verla. Aunque mi vida esté llena de putos malos días como el de ayer, no volveré a acercarme a ella —sentenció al recordar el modo en que trató de mortificarla amenazándola con que se encontrarían de nuevo.


—Quiero que le investigues, pero de modo extraoficial —ordenó el comisario al agente Gómez, un novato que desde el primer momento le había inspirado confianza—. No existen motivos para hacerlo de otro modo; para la justicia está limpio. Lo que hizo lo está pagando de acuerdo con lo que marca la ley.
—¿Quiere que le siga con discreción?
—¡No! No, no. —Reforzó su negativa alzando la mano. Temía provocar un serio enfado en _____ si volvía a descubrirle. Ya solo confiaba en su propia cautela—. Pero busca en su pasado y entre la gente que le rodea. Quiero saberlo todo. No creo que aquel fuera su primer y único delito.
—¿Por qué, señor? Si tiene alguna sospecha podemos empezar por ahí.
—No tengo nada. Simplemente, no me cuadra que le pilláramos con un kilo de cocaína y esa fuera su primera vez —opinó rozando con los dedos su eterna incipiente barba. Ese sonido áspero le ayudaba a pensar—. Nadie comienza tan fuerte. Ha cometido más delitos que no conocemos, estoy seguro. Si los averiguamos, tendremos su pasado. Con solo tirar del hilo nos conducirá a su presente sin necesidad de ponerle vigilancia.
«No voy a volver a discutir con _____ por él», se juró cuando tras terminar de dar instrucciones se quedó a solas. «No me arriesgaré a perderla por ese cretino, pero tampoco dejaré que la dañe.»
No había razonado con tanta tranquilidad cuando le comunicaron lo que había ocurrido la noche anterior. Entonces había estallado en cólera dando un manotazo a los informes que tenía sobre la mesa y arrojándolos al suelo. Ya tenían al condenado Joe. Solo restaba notificar que estaba acechando a la policía que le metió entre rejas, le habrían rebajado al segundo grado y el problema habría dejado de existir. Pero lo que más le dolía era la actitud de _____. Había mentido por salvar a ese malnacido. Y había mentido porque aún le amaba.
Por unos momentos se le había nublado la razón. La desesperación le hizo pensar en soluciones drásticas y poco profesionales, pero al final había prevalecido el sentido común. _____ no le olvidaría mientras no se convenciera de que había sido y seguía siendo un delincuente. En el fondo, pensó, lo que estaba ocurriendo no era del todo malo. Le había confirmado sus sospechas de que a pesar de los años transcurridos ella seguía queriendo a ese tipo, y además le daba la ocasión de solucionarlo. Abrirle los ojos. Debía abrirle los ojos a lo que aquel personaje era, y hacerlo antes de que saliera herida.
Entretanto aguardaría, pensó al tiempo que se frotaba las sienes con los dedos. Aguardaría confiando en que el susto que la Ertzaintza le había dado esa noche le mantuviera alejado. El problema estaba en que le iba a costar morderse las ganas de intervenir de un modo directo, contundente y definitivo.
La impotencia le hizo estrellar el puño contra la mesa.
Necesitaba que al menos esto le saliera bien, ya que la resolución del asunto más importante de su carrera continuaba resistiéndosele: Carmona, el narcotraficante que llevaba años siendo su pesadilla. Que hubiera salido limpio, también de la última redada, era la mayor frustración profesional que había tenido en mucho tiempo. Sospechaba que alguien le había pasado la información, cosa no demasiado difícil, dada la cantidad de amigos influyentes que tenía.


Carlos no se sorprendió cuando, unas horas después, vio entrar a _____. Lo que sí le extrañó fue la calma con la que lo hizo y la desgana con la que se sentó frente a él. Se quedó quieta, mirándole a los ojos. Y ese reclamo silencioso le tocó más hondo que cualquier grito colérico.
—Lo siento —musitó apenado—. Creí que hacía lo mejor para ti. Sospechaba que no iba a abandonar en su empeño, y debes reconocer que acerté.
—Te pedí que le dejaras en paz —dijo mostrando decepción.
—Y lo hice. No le vigilaban a él, sino a ti. Si no hubiera merodeado por tu casa nadie le habría molestado —aseguró colocando la mano sobre su corazón como si jurara sobre la Biblia—. Busqué el modo de cumplir mi palabra y protegerte al mismo tiempo.
—Esto podía haber terminado con su libertad, y lo sabes —insistió a pesar de creer en su palabra—. No tenemos ningún derecho a destrozar la vida que seguramente le está costando retomar.
—Él es responsable de sus actos igual que tú y yo lo somos de los nuestros. —Apoyó los codos en la mesa y cerró una mano sobre la otra—. Sabe que tiene que ser un buen chico si quiere seguir en libertad. Cuando ayer decidió acecharte, solo Dios sabe con qué perversa intención, lo hizo conociendo los riesgos. Si aun así se expone no culpes a nadie más que a él.
—No quiero discutir esto contigo —declaró dirigiendo la vista hacia las carpetas amarillas que se amontonaban en un extremo del escritorio.
—Yo tampoco quiero discutir contigo. No lo hacíamos desde... —apretó los párpados y comprimió los puños hasta que sus nudillos blanquearon—. ¿Por qué tiene que ser siempre él el motivo de nuestras discusiones? Ese hombre solo nos ha traído problemas. ¡Mándalo al infierno de una vez!
—¡Ya lo hice! —gritó clavando los dedos en el asa de su bolso—. Lo hicimos —corrigió sin abrir apenas la boca—. Le robamos su vida entera y le encerramos en el infierno.
—Eso es lo que en un estado de derecho le ocurre a la gente como él. —Abrió dos carpetas y las colocó frente a ella—. Deja de culparte por haber cumplido con tu deber y protégete de él.
_____ apartó la vista. No podía contemplar fichas policiales con las fotos de frente y de perfil, sin pensar en Joe y en todo cuanto tuvo que pasar, comenzando por la humillante sesión fotográfica.
—No se trata de eso. Me culpo porque le amaba y aun así le mentí. Me culpo porque le debía una fidelidad que no le entregué.
—¿Qué le debías a alguien que juraba amarte y te ocultó que era un delincuente? Fue él quien intentó jugar contigo.
—Él nunca jugó con mi vida; yo sí jugué con la suya. —Los ojos se le llenaron de lágrimas que se negó a derramar—. ¡Y deja de vigilarle! —exigió con brusquedad—. Ahora es un ciudadano como los demás.
—¡Ya, claro! Como la otra vez, ¿no? —ironizó—. Entonces también asegurabas que era un hombre con una vida normal, que nos habíamos equivocado con él, ¿recuerdas?
—Esta vez es distinto.
—Según tú, aquella vez también era distinto. —Se frotó la inedia barba, pensativo y dolido—. Fue nuestra primera desavenencia. ¿Has olvidado tu empeño en convencerme de que no era nuestro hombre?
No, no lo había olvidado. Lo recordaba. Le recordaba a él, furioso, haciéndole repetir, como a una niña de escuela y para que por sí misma comprendiera que no había errores, la información que le habían facilitado al comienzo de la investigación.
—Entonces te pregunté qué era lo que no encajaba —continuó diciendo Carlos—. «Nada», me reconociste. «Todo concuerda.» Así que te ordené que siguieras con tu trabajo. No imaginas lo que me costó hablarte como tu superior. —La miró con una mezcla de amor y pena—. Nunca lo había hecho y nunca pensé que lo haría. Pero veía lo que te estaba pasando con ese tipo.
—No actuaba como un delincuente —insistió sin fuerzas.
—Pero lo era —sentenció—. Y mucho más de lo que suponíamos. Creíamos seguir a un simple camello, y te juro que pensé que de todos cuantos manteníamos vigilados en aquella operación él sería el último en conducirnos a Carmona. Y ya lo viste. Nos encontramos con la sorpresa de que también él traficaba.
—Te repito que ahora es distinto. Y si no lo es me da igual —dijo como última defensa—. Quiero que dejes de vigilarnos a él y a mí.
—Ya lo he hecho. Tomé esa decisión antes de que llegaras. Pero me gustaría saber qué haremos si se te vuelve a acercar.
—Soy una mujer adulta. —Se levantó y se quedó un instante frente a la mesa, ocultando el temor que en realidad le inspiraba Joe—. Sé cuidarme sola.
Caminó hacia la salida, con paso digno. Cuando alcanzó la puerta sintió en su espalda el roce del cuerpo de Carlos y vio su mano posarse en la madera.
—Por favor —suplicó él. Miraba su cabello sin atreverse a tocarlo—. No te vayas así. Estoy intentando hacer las cosas como tú quieres. Te juro que lo estoy intentando. Soy culpable de querer protegerte. Es... —soltó una risa nerviosa—, es un vicio del que no consigo deshacerme.
Ella se volvió con gesto impaciente.
—Resultaría agradable si no me cuidaras con tanto celo —censuró, pero se dejó llevar por la lástima al verle preocupado—. Puedes tranquilizarte. Sigue en pie lo que te prometí. Te llamaré en cuanto crea que necesito ayuda. Pero si vuelves a causarle algún problema, yo...
—No lo haré —susurró consciente al fin de que no tenía más remedio que mantenerse apartado—. Pero tampoco bajaré la guardia. No confío en él. Nunca lo hice.
—Lo sé. Me quedó bastante claro entonces. —Hizo un gesto para que le permitiera salir—. Pero dejemos el pasado donde está. Ahora te ruego que no te extralimites con él.
Carlos apartó el brazo y retrocedió sin ganas, inspirando el ligero aroma a azahar.
—Tú mandas —musitó justo antes de que ella se girara y comenzara a alejarse. La contempló lamentando que se fuera con ese aire de tristeza y sin añadir ninguna palabra cariñosa.























Perdón por la tardanza (:

Natuu!
Natuu!
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Mensaje por DanyelitaJonas Mar 13 Mar 2012, 3:41 pm

no te preocupes sube caps cuando puedas, la nove cada dia esta mas interesante deberias subir maraton andale siiiii
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Mensaje por Julieta♥ Mar 13 Mar 2012, 8:32 pm

yo se que joe aun la ama...
no e ssolo odio...yo lo se
siguela plisss
no tardes!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Nani Jonas Miér 14 Mar 2012, 8:47 am

joe aun ama ala rayis aunqe no lo qiera aceptar
siguela plis
Nani Jonas
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Mensaje por Julieta♥ Miér 14 Mar 2012, 6:44 pm

quiero capppp!!!!
Julieta♥
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Mensaje por Nani Jonas Jue 15 Mar 2012, 11:31 am

siguela plis
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"Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada] - Página 3 Empty Re: "Antes y después de odiarte" (Joe&Tú) [Terminada]

Mensaje por Julieta♥ Jue 15 Mar 2012, 7:11 pm

siguela!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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Mensaje por Natuu! Vie 16 Mar 2012, 12:06 am

8




Cuando andaban uno al lado del otro, sin rozarse, no lo hacían a la par durante mucho tiempo. Joe aceleraba, sin ser consciente de ello, y terminaba dejando atrás a Bego. Ella se aturdió la primera vez que se vio incapaz de seguirle el paso. Él le pidió perdón. Le explicó que era algo que hacía de modo reflejo. Había dado cientos de paseos en el patio de la prisión, siempre al mismo ritmo, casi siempre solo, como un cuerpo al que le hubieran incorporado un piloto automático. Tenía que estar muy pendiente para no tomar, también ahora, aquel rápido y obsesivo ritmo. Por eso, mantener el paso lento de Bego le gustaba y sentía que le hacía bien. Ella le retenía con un beso y una sonrisa cada vez que apreciaba que le rebasaba un poco.
La tarde de ese sábado recorrieron la Gran Vía cubiertos por el mismo paraguas, arrullados por el golpear de la lluvia sobre la tela impermeable de suaves flores. Fue Joe quien lo sujetó, asegurándose de que a ella no le cayera ni una gota, sin importarle que él se estuviera empapando el costado izquierdo.
—¿Por qué dice Rodrigo que tienes que probar la llave en casa de... —se negó a nombrarla—, de esa?
—Al parecer funciona en un noventa por ciento de las cerraduras convencionales —respondió Joe—. No puedo arriesgarme a llegar allí el día, con todo preparado, y no poder abrir la puerta. Cuando consiga el paquete será para deshacerme cuanto antes de él, no para tenerlo en casa ni pasearlo de un lado a otro como un inconsciente.
—¿Y si compruebas que no va? —preguntó con preocupación.
—Él me enseñará otro método. Tranquila —le susurró al oído—. Conoce unos cuantos y de un modo u otro daremos con el apropiado para la cerradura que ella tenga.
Bego le había pedido, incontables veces, que desistiera de esa locura. Esta vez se mordió la lengua y calló. Presentía que sus súplicas volverían a resbalar por sus oídos sordos. De haber intuido que ya se había encontrado con _____, la preocupación le hubiera llevado a insistirle sin ninguna tregua.
—¿Cómo sabe tanto sobre estas cosas? —interrogó sin importarle mostrar desconfianza.
—Ha tenido amigos de todas las calañas. El que se la lio con el aval bancario le enseñó los secretos de las cerraduras, a hacer el puente en un coche —sonrió recordando el comentario de Rodrigo—. Bromea diciendo que nunca se sabe cuándo vas a necesitar hacer uso de alguna de esas habilidades. Pero es un hombre legal. Eso puedo asegurártelo.
Pasaban ante el edificio de la Diputación cuando ella le dijo que quería enseñarle unas botas en un escaparate. Aseguró que no las había comprado porque dudaba entre unas con cremallera delantera y otras que simulaban atarse con una hilera de pequeños botoncitos. Joe la estrechó más fuerte y le besó el cabello diciendo que estaría encantado de ayudarla en la elección, y que sería un placer hacerlo también con ropa interior si lo necesitaba.
—¿Tendrías paciencia para ver cómo me pruebo un modelo tras otro? —preguntó con voz melosa. Él le revolvió el pelo con el rostro hasta encontrar su oreja, donde le susurró:
—Una paciencia infinita.
Bego aún reía cuando, en la plaza de Moyúa, intentó girar a la izquierda. Él la atrajo hacia sí para corregir el rumbo y continuar de frente, por el semáforo que llevaba al centro de la plaza. Se detuvieron en tierra de nadie tirando cada cual hacia un lado diferente.
—Crucemos en línea recta —propuso Joe señalando el camino en medio del aburguesado jardín estilo francés que cubría el centro de la rotonda—. Hay menos gente y dejaremos de tropezar con otros paraguas.
Bego miró hacia el amplio camino, trazado por setos bajos de boj, y a la fuente de agua y luz rodeada de bancos.
—Sería perfecto si no fuera porque mis botas nos esperan por allí —indicó tirando de nuevo de él. Joe perdió la sonrisa cuando comprendió que «allí» era la peatonal calle Ercilla. Recordó el escaparate lleno de calzado junto al que había pasado horas vigilando la tienda de decoración. No podía volver allí en ese momento, se dijo a la vez que sujetaba contra sí a Bego para que cejara en su intento de arrastrarle.
—¿Es imprescindible que las miremos hoy? —preguntó con esperanza aún de convencerla.
—Tiene que ser hoy, mi amor. ¡Anda, me interesa mucho tu opinión! —Esta vez agarró la cazadora de cuero para tirar con fuerza.
Riendo como una niña, salió del cerco de protección del paraguas. La lluvia comenzó a mojar su pelo negro, los hombros de su abrigo y su rostro radiante. Joe fingió sonreír mientras la observaba, la cogía de la mano y la impulsaba para retornarla a su lado.
—Seguro que no has pasado entre esos macizos de flores de noche y con lluvia —susurró, seductor, ciñéndola por la cintura—. Al menos no lo has hecho conmigo.
Bego apoyó la cabeza en su pecho y disfrutó de sus mimos.
—Me agrada que me propongas algo tan romántico —musitó, y Joe comenzó a recuperarse del sobresalto—. Pero lo haremos después de decidir lo de mis botas —dijo alzando el rostro y dándole un sonoro beso en los labios.
Él todavía la retuvo un instante. Lo último que deseaba era ver a _____ mientras llevaba a Bego del brazo, pero al parecer no podría evitarlo. Se resistió al nuevo tirón con el que ella intentó arrancarle del suelo. Finalmente dejó de insistir. Aceptó sin palabras. La estrechó por los hombros cuidando de que el paraguas la cubriera por completo y avanzó hacia Ercilla preparándose para lo que sabía que sentiría al verla.
No vio las botas. No atendió a las explicaciones de Bego. Respondió con monosílabos cada vez que le pareció escuchar una pregunta.
No pudo apartar los ojos de la tienda de enfrente.
En el interior ya habían encendido las luces y pudo verla con claridad tras el mostrador, explicando algo a un hombre vestido con elegancia. «Sí», respondió a otra pregunta de Bego mientras contemplaba a _____ reír. «Sí», volvió a decir cuando apreció que acompañaba al cliente hasta la puerta. No tuvo fuerzas para bajar el paraguas y ocultarse. Toda su energía había desaparecido en unos minutos. La observó estrechar la mano del tipo y despedirse con una sonrisa. Y él volvió a responder con un «sí».
—Gracias, mi amor —exclamó Bego—. Estaba casi segura de que elegirías esas.
Joe miró hacia el escaparate y trató de centrarse, pero ya era tarde. Ni siquiera supo de qué calzado habían estado hablando. Se frotó la nuca, confuso, y observó la expresión dichosa de Bego. Ella no merecía que la tratara con aquella indiferencia. Se inclinó y la besó con suavidad en los labios para compensarla por lo que acababa de hacer, pero sobre todo para perdonarse a sí mismo.
—Vamos —la oyó susurrar, y la rodeó con el brazo.
Se prometió que no se volvería a mirar atrás, pero su propósito se esfumó en cuanto comenzó a alejarse. Se volvió una vez y otra. Se volvió hasta que doblaron la esquina y la tienda desapareció de su vista.
Un rato después, habían cerrado el paraguas y se protegían junto al portal del piso de Bego. Ella le había pedido, de nuevo, que subiera a saludar a sus padres, a los que había visto un par de veces hacía años. En esta ocasión Joe justificó su negativa aduciendo que estaba cansado y que pasaría a verlos cualquier otro día. Bego aceptó su decisión sin protestar. Creía saber que no se sentía preparado para presentarse ante ellos como el novio de su hija. Le resultaba evidente que temía las ataduras afectivas igual que le sobrecogían las rejas físicas. Era muy consciente de todas las inseguridades que Joe había hecho suyas en la cárcel.
Para él era algo mucho más complejo que ni siquiera trataba de explicarse. Además de su inseguridad y su baja autoestima, estaba el maldito tercer grado. Sabía que cualquier torpeza que cometiera le obligaría a cumplir entre muros lo que le quedaba de condena. También contaba lo que pretendía hacer para acabar con _____. Y, por qué negarlo, le coartaba sobremanera el que no fuera amor lo que sentía por Bego. No podía mirar de frente a sus padres mientras escondiera tantos sucios secretos, mientras no creyera que había dejado atrás su otra vida y que podía comenzar una nueva junto a su hija.
A pesar de lo mucho que Bego insistió para que se llevara su paraguas floreado, Joe se fue sin él. No le preocupaba la lluvia, que para esa hora descendía mezclada con minúsculos copos de nieve. Caminó en dirección a Abando sin molestarse en protegerse bajo los aleros de los edificios, con las manos en los bolsillos de su cazadora y el que amenazaba con convertirse en su eterno gorro de lana.
Se detuvo ante la puerta abierta de un pequeño bar casi vacío. Recordó que su padre justificaba sus borracheras diciendo que bebía para olvidar, para ahogar sus penas en grados y grados de alcohol. Se preguntó si era cierto, si alguna vez, durante algunos miserables minutos, su padre había arrinconado su desgracia hasta el punto de olvidar quién era y quiénes le necesitaban.
También él había intentado olvidar sin conseguirlo. Había probado con todo, excepto con la compañía de un vaso de cualquier clase de licor.
Desoyó a su sentido de la cordura y entró con decisión. Se sentó junto a la barra, en uno de los extremos, y pidió un whisky largo, sin hielo. Lo bebió deprisa, como si en verdad pretendiera emborracharse hasta no recordar cuál era su nombre. Hizo un gesto al camarero para que volviera a llenarle el vaso. Esta vez se paró a contemplar el líquido cobrizo mientras sacaba el paquete de tabaco. Prendió un cigarro y pensó en _____, en lo sucio que había jugado desde el primer momento. Si su intención había sido acostarse con él para seguirle los pasos de cerca, ¿por qué no lo hizo la primera vez que se vieron, o la segunda, o la tercera? ¿Por qué esperó hasta que él no pudo pensar en nada ni nadie que no fuera ella?
Aplastó con rabia el pitillo contra el cenicero. Esa noche necesitaba algo fuerte que realmente adormeciera el cerebro. Cogió su vaso y lo bebió sin respirar. Sintió deslizarse fuego por su garganta y alcanzar el estómago. Aspiró con la boca entreabierta para contrarrestar el ardor al tiempo que pedía que le llenaran de nuevo el vaso. No reparó en la mirada inquieta del camarero ni en su gesto de duda. Apoyó los codos en el mostrador y vagó la mirada por las botellas ordenadas en las baldas de la pared.
Recordó la tarde de aquel sábado, un sábado diferente.
Ha decidido hacer algo para acabar con la rutina de verla una sola vez a la semana, con el castigo de echarla de menos durante siete interminables días, con la tortura de necesitarla y no tenerla nunca.
La espera en la puerta del Iruña en lugar de hacerlo, como de costumbre, en el rincón del fondo.
—Cambiemos el café por un paseo —le pide apenas llega, y ella acepta con su tierna sonrisa de ángel.
Recorren la calle Colón de Larreátegui, pasan junto a la plaza Zabalgune, donde avista a Manu, que fuma y ríe junto a un grupo de chicos de su edad, y continúan hasta el parque Doña Casilda. Al principio caminan en silencio. Después ella comienza a hablar de cine, de películas en blanco y negro, de Casablanca. A Joe le turba andar a su lado, bien cerca, queriendo creer que a ella le ocurre lo mismo. A veces, sus manos se rozan en el espacio que queda entre los vaqueros de él y la falda de ella. Entonces se queda sin aire y durante unos minutos vuelve a reinar el silencio.
Ya en el parque, la conduce por uno de los senderos que llegan hasta La Pérgola. Busca intimidad. Una intimidad no demasiado evidente ni demasiado solitaria ni demasiado oscura. Aquel pasillo circular le parece perfecto: abierto al exterior, pero con numerosas columnas que lo separan del resto del parque y un techo tejido con las ramas verdes de las glicinias.
Han recorrido media galería cuando él se decide a dejar a un lado los sentimientos ficticios de las películas para hablar de otros reales. Los suyos.
—Tengo que decirte algo.
No es lo que dice, sino el modo susurrado y dulce en que lo dice, lo que despierta la alerta en _____. Él va a declararse, piensa, y ella no puede aceptarle por más que desee hacerlo.
—¿Sobre Casablanca? —bromea fingiendo tranquilidad.
Joe sonríe. Camina hacia la columna en la que ella se ha detenido.
—Sabes que no. Creo que hasta intuyes de qué quiero hablarte. —Se para y la mira a los ojos—. Bromeas o cambias de conversación cada vez que trato de desnudar mis sentimientos. Por eso te he traído aquí —reconoce alzando los hombros y escondiendo las manos en los bolsillos de su cazadora—. Porque yo no puedo seguir así.
—Así, ¿cómo? —pregunta aun cuando ha entendido lo que dice y cuando lo único que desea hacer es acercarse a él y besar la sonrisa torpe que dibuja su boca.
—Así, como hasta ahora —indica sin dejar de mirarla—. Viéndote unas horas cada sábado y muriendo el resto de la semana por no saber dónde estás o si volverás a nuestra siguiente cita.
—¿Desconfías de mí? —pregunta apoyando la espalda sobre las rugosas ramas de la glicinia que ascienden rodeando la columna.
—Confío en ti —susurra avanzando de nuevo hasta rozarla con su aliento—. Pero me vuelvo un maldito paranoico cuando no puedo verte. Y son demasiados los días que me privas de tu presencia.
También ella se priva de la suya, piensa _____, que le cuesta la vida vigilarle cada día a distancia sin ceder a la tentación de acercarse. Verse con él de vez en cuando ya es un alto riesgo que no debería estar corriendo.
—Tal vez podamos quedar también a mitad de semana... —comienza a proponer con inconsciencia.
—No me has entendido. O tal vez sí. —Ladea el rostro con un gesto de complicidad—. Quiero verte los lunes, los martes, los miércoles... Quiero verte todos los días del resto de mi vida.
Ella sonríe y se retira el pelo sujetándolo tras la oreja. Tiembla de arriba abajo. Se aplasta contra la columna a pesar de que hace rato siente que se le clavan en la espalda las ásperas ramas de la enredadera.
—¿No estás...? —Se le escapa una risa temblorosa—. ¿No estás corriendo demasiado?
—Sí. Puede que tengas razón —reconoce—. Pero es que tú vas tan despacio que me atormentas.
—Yo creo que... estamos bien así —musita con el corazón palpitándole en la garganta.
—No —susurra traspasándola con los ojos—. No. No estamos bien. Yo no estoy bien —precisa—. Necesito verte más, pero sobre todo necesito saber si sientes algo por mí.
—Me gusta estar contigo —dice bajando y ocultándole la mirada.
—¿Solo eso? —Coloca las yemas de dos dedos bajo su barbilla y la alza con suavidad. Le parece que sus ojos grises titilan como estrellas—. Entonces son mis ganas las que me hacen ver ese brillo en tus ojos cuando me miras. —Sus palabras suenan como un susurro tenue—. Son mis ganas las que me hacen verte temblar cuando te rozo, como veo que tiemblas ahora. Son mis ganas las que me dicen que a veces te quedas sin voz, que te vibra la risa, que se te encienden las mejillas. Son mis ganas de descubrir cualquier detalle que me indique que sientes algo por mí. Son mis ganas de ver lo que no existe las que me están volviendo loco.
_____ se queda inmóvil, imaginando que extiende los brazos y se cuelga de su cuello diciéndole que le ama, que es el hombre más maravilloso que ha conocido y que le amará por toda la eternidad. En cambio, con voz apagada dice lo que a ella misma le parece una estupidez.
—Tenemos... una bonita amistad. No la mezclemos con cosas que puedan estropearla.
Joe apoya la mano en el borde de ladrillos rojos, sobre la cabeza de _____. Sigue con la mirada la cenefa azul que surca por el centro de la columna, desde la base hasta el techo de ramas y hojas, tratando de recuperarse de la herida que le ha abierto lo de «bonita amistad».
—No necesito más amigas —musita volviendo su atención a _____—. Y desde luego no necesito tener como amiga a la mujer que me roba el sueño.
—Pues, no... —traga saliva y clava los dedos en la correa de su bolso—, no se me ocurre otra solución.
—¿De verdad no hay sitio para mí en tu vida? —susurra tan cerca de ella que puede escucharla respirar.
—No lo sé —dice sin atreverse a mirarle—. De verdad que no lo sé. —Coge aire y lo expele despacio por la boca entreabierta.
—¿Qué pasa? —pregunta intranquilo—. Dime qué temes. —Ella le escucha en silencio—. A veces presiento que hay algo en mí que te provoca desconfianza. Dímelo. Déjame saber qué te preocupa y yo aclararé tus dudas.
«Ahora o nunca», piensa _____. Pero no se atreve. Por más que quiere negárselo, él sigue siendo un trabajo. No puede confesarle que es policía ni hablarle de la operación en la que está participando. Ya son suficientes las normas que ha incumplido para estar cerca de él.
—No estaría aquí, contigo, si no creyera en ti —reconoce con timidez—. Pero... tengo miedo de que esto no salga bien.
—¡¿De que no salga bien?! —exclama con alivio—. ¿Y cómo lo sabrás si no te arriesgas? Te amo. Te amo como jamás pensé que llegaría a amar a nadie. Tuviste que aparecer en mi vida para enseñarme que el amor no era lo que yo creía, sino esto que estoy sintiendo por ti.
—¿Qué sientes por mí? —pregunta tan esperanzada como temerosa.
—No es fácil de explicar con palabras. —Peina con dedos torpes su melena clara—. Me falta el aire cuando te veo llegar y siento que muero cuando te despides. Estás en mi pensamiento cada segundo del día y en mis sueños durante todas las noches. Daría... —suspira mirándola a los ojos—, daría la mitad de mi vida si con ello pudiera asegurarme de que pasaría la otra media contigo.
Una felicidad enorme e inquieta se instala en el pecho de _____, que siente que le abandonan las fuerzas. Despide el aire de un único golpe, como si hasta su aliento hubiera escapado de su control. Que Joe la ame de esa forma la llena de dicha, pero también de un racional y justificado miedo.
—Me asustas —confiesa aun cuando no puede revelarle todos sus motivos—. Quien es capaz de amar con esa intensidad, puede odiar de la misma manera.
—Yo no odio. No he odiado ni odiaré jamás a nadie. Además —dice riendo—, necesito todas mis fuerzas para amarte. Te aseguro que no soy un tipo peligroso.
—No —manifiesta ella, tan bajo que parece que se lo dice a sí misma—. No creo que lo seas.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —musita al tiempo que le roza los mechones que le descansan en la sien—. Si me lo dices tal vez pueda solucionarlo.
—Puede que ninguno —reconoce con una sonrisa tímida.
Joe percibe su flaqueza igual que a veces nota sus dudas. Contiene el aliento mientras desliza los dedos por la finura del cabello hasta alcanzarle el hombro.
—Me muero por besarte —susurra acercándose hasta que ni el aire puede circular entre su cuerpo y el de ella—. ¿Me das tu permiso? —_____ duda con sus últimas fuerzas—. ¿Puedo? —vuelve a preguntar con un suave hilo de voz.
Se inclina despacio al verla suspirar. Le roza los labios con los suyos. No puede discernir quién de los dos tiembla con más intensidad. Tal vez él mismo, se dice cuando no puede mantener las manos firmes al rozar la suave piel de su cuello, al internar los dedos por el nacimiento de su pelo castaño, al acariciarle con los pulgares las mejillas, al sujetarle el rostro para besarla con toda la ternura que puede reunir para que ella no quiera separarse nunca de él. No la suelta hasta que se queda sin aire, hasta que el deseo le encoge el estómago y el corazón le golpea el pecho como si le faltara espacio.
—Te quiero —musita _____, vencida, cuando se mira en sus ojos castaños que brillan tan emocionados como los suyos.
Esta vez es ella quien busca sus labios. Le coge de las solapas de la cazadora y lo atrae hacia sí. En ese momento todos sus temores desaparecen. Solo están él, ella y la verdad que le confesará en cuanto encuentre el momento apropiado.
De nuevo la falta de aliento les obliga a separarse. Joe toma la mano de _____ y la posa sobre su corazón, que sigue acometiendo con fuerza en busca de una morada más amplia.
—Esto es por ti —susurra adorándola con los ojos—. Late solo por ti y se detendrá si algún día dejas de amarme.
Joe golpeó con el puño cerrado sobre la madera de la barra del bar mientras recordaba aquella maldita frase: «Se detendrá si algún día dejas de amarme.» ¡Como si ella le hubiera amado alguna vez! se dijo al tiempo que bajaba los ojos y se encontraba con que le habían rellenado su vaso de whisky. Lo observó unos instantes preguntándose cuántos de ellos serían necesarios para adormecer por completo el cerebro de un hombre.
«Se detendrá si algún día dejas de amarme», musitó en aquel mismo instante _____ mientras rozaba las hojas de glicinia dibujadas en una de las piezas de tela. Se había quedado sola en la trastienda, ordenando tejidos, y había vuelto a recordar el momento en el que Joe se le declaró. Lo hacía a menudo. Pensaba en sus dulces palabras de amor y se preguntaba si un corazón podría dejar de latir al sentirse traicionado. Ahora, tras su encuentro, sabía que el corazón de Joe se había revestido de una infranqueable capa fría y dura, y le dolía asumir que lo hubiera hecho en el momento en el que dejó de quererla y comenzó a odiarla.


Oculta por la penumbra de su habitación, _____ respiraba con dificultad junto a la ventana. Vigilaba los movimientos de una figura oscura sentada en un banco del parque. Lo había descubierto al regresar del trabajo acompañada por Carlos. Se le había congelado la sangre cuando lo reconoció a pesar de que solo pudo apreciar su espalda. Le costó continuar la conversación y reír las bromas, pero la necesidad de que él no advirtiera la presencia de Joe la ayudó. Comprendía que el comisario no miraba hacia los lados por no alterarla, y temía que volviera a hacerlo en cuanto se quedara solo. Mientras forzaba la sonrisa calibró el peligro de que le viera. Se encontraba al otro lado del parque, frente a la barandilla que separa el paseo de la ría. Además, nevaba de forma copiosa, lo que dificultaba la visión de la sombra inmóvil.
Demoró cuanto pudo el momento de despedirse y al final lo hizo con prisa. Fue al advertir que Joe se reclinaba hacia un lado, despacio, dejándose caer en la superficie del banco. Lo vio desaparecer tras el respaldo y pensó que en aquel momento nadie, ni siquiera Carlos, podría verlo.
Subió a casa con un escalofrío apremiándola por la espalda. En el ascensor pulsó sin cesar el botón de la segunda planta, como si no supiera que no por eso iba a ascender a mayor velocidad. Entró en el piso a la carrera y se precipitó hacia la ventana para asegurarse de que Carlos se alejaba y comprobar si Joe continuaba en el mismo lugar.
Después de una hora también ella seguía allí, quieta y con el abrigo aún puesto. Los pocos movimientos que había advertido en Joe la tenían confundida. Se había enderezado y asegurado contra el respaldo. Un rato después había oscilado hacia los lados de forma extraña, y se había inclinado hacia delante hasta apoyar el cuerpo sobre sus piernas. Y desde entonces, nada. Ni un signo que indicara que seguía estando vivo. Una fina capa de nieve cubría su gorro de lana y la espalda de su cazadora negra, como si formaran parte del paisaje.
Sobresaltada, se hizo a un lado cuando le vio erguirse. Se sujetó el corazón con la mano y trató de tranquilizarse. Él no podía verla desde esa distancia, sobre todo estando la casa a oscuras.
Volvió a pegarse al cristal. Joe se había levantado y caminaba con paso vacilante hacia la barandilla. Al parecer no dominaba bien los movimientos de su cuerpo. El corazón de _____ se comprimió hasta dolerle al advertir que tenía toda la apariencia de estar herido. En apenas tres metros dio bandazos hacia uno y otro lado sin demasiado control. No pudo respirar con alivio cuando le vio alcanzar uno de los balaustres de hierro y agarrarse a él. Estaba junto a las oscuras y frías aguas de la ría y sus gestos seguían mostrando una alarmante inestabilidad.
Salió de casa con la presteza con la que el aire escapa de un suspiro, pulsó el botón de llamada del ascensor pero corrió escaleras abajo. En el exterior seguía nevando con derroche. Miles de copos danzaban bajo la luz de las farolas y cambiaban de pronto de dirección como orquestados por el ritmo de ese vals vienés. Pero ella avanzó deprisa, con los ojos clavados en la silueta amada que se dibujaba contra la baranda pintada en blanco.
Detuvo la carrera al alcanzar el paseo. Contempló la espalda vencida y desgarbada de Joe, y su preocupación se convirtió en dolorosa pena. Dominó el deseo de llamarlo por su nombre. Con la emoción humedeciéndole los ojos, introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo y avanzó unos pasos en silencio.
Los pies de Joe tropezaron entre sí y su mano se escurrió del apoyo. _____ extendió los brazos y se precipitó en su ayuda. No llegó a tocarlo. Se detuvo al ver que con un nuevo traspié él recuperaba su frágil estabilidad y se giraba para sujetarse, esta vez, con su mano diestra. En ese momento la asaltó un fuerte olor a alcohol. Estaba borracho, borracho hasta casi perder el sentido.
Joe la miró sorprendido. Pensó en que había pasado horas bebiendo por su causa, para sacársela del pensamiento, para olvidar el día en que se enamoró de ella. Había metido en su cuerpo, de un golpe, más alcohol del que había tomado desde que estaba en libertad y ahora ella estaba allí, ante él. Sonrió resignado al reconocer que se le daba mal beber, se le daba mal olvidar, se le daba mal alejarse de quien le hacía mal.
—Tú... —Intentó señalarla con el dedo—. ¿Vienes a contemplar tu obra?
_____ bajó los brazos y se encogió dentro de su abrigo. Verlo de ese modo le partió el alma. No era solo la profunda embriaguez y el aturdimiento que asomaba tras su desganada sonrisa. Era la tristeza y la desesperanza de sus ojos castaños que ya había visto en otra ocasión, en la cárcel, tras el grueso cristal que les separaba cuando él la echó de su lado.
—Aléjate de ahí, por favor —le rogó con suavidad—. Es peligroso.
Joe entrecerró los ojos para tratar de enfocarla, pero ella se movía y, sin cesar, se le convertía en dos. Trató de descifrar lo que le había dicho. Lo había escuchado con claridad, pero su cerebro no le dio sentido a ninguna de esas palabras. Entonces cayó en la cuenta de que estaba demasiado ebrio. Dio un paso en busca de la seguridad del banco que acababa de abandonar. Todo volvió a darle vueltas. Retrocedió, bajó los párpados y se sujetó de nuevo al balaustre.
—Vete —pidió consciente por un segundo de su terrible estado—. Este espectáculo no... no es para ti.
—Por favor —insistió temerosa de que su inestabilidad acabara arrojándole a la ría—. Aquí no estás bien. Vete a casa.
—¿A qué casa?... Yo no... tengo casa. —La miró, pero sus enrojecidos ojos no consiguieron centrar la imagen—. Yo no tengo... nada.
Sus palabras la hirieron más que todas las ofensas que le había dedicado en los últimos días. Ella sabía muy bien todo cuanto había perdido, siempre se sentiría culpable por eso.
—Sé que estás viviendo fuera de Bilbao —pronunció despacio—. Por favor, trata de recordar dónde. Yo puedo llevarte hasta allí.
Joe no la escuchó. Todo giraba a su alrededor: los árboles, las farolas, los edificios del fondo, el banco que pretendía alcanzar para sentirse seguro. Soltó el soporte de hierro y arrastró los pies sobre el suelo, que se movía como la cubierta de un barco en aguas violentas. Con el corazón encogido, _____ le siguió dispuesta a sujetarle si llegaba a perder por completo el equilibrio. Pero no hizo falta. Tras algunos tropiezos él consiguió sentarse y abandonarse contra el respaldo.
—¿Todavía e... estás aquí? —preguntó cuándo volvió a mirarla con los ojos entrecerrados.
—No voy a dejarte solo —declaró con firmeza, parada ante él—. Cogeré el coche y te llevaré a tu casa.
—¿Quién de los dos ha... ha bebido más? —dijo en medio de una risa torpe y descontrolada—. Te he dicho que no te... tengo casa, que no tengo a... a nadie. —Su rostro cambió y volvieron a humedecerse sus ojos—. Tengo a Bego... —rectificó como si la hubiera recordado de pronto—. Ella me quiere de verdad... pero yo... yo sigo...
«Bego», repitió _____ para sí. La recordaba bien. Una bella mujer que nunca pudo disimular los celos que la devoraban cada vez que la veía con Joe. Después de tanto tiempo, ahora era ella quien sentía una punzada de celos atravesándole el alma.
Derrotado por un profundo mareo, Joe hundió los hombros, apoyó los codos en sus piernas y dejó caer la cabeza. _____ se agachó frente a él. Deseó acariciarle su corto pelo café, deseó rozarle la barbilla y alzarle el rostro, deseó decirle lo importante que él era para ella. Pero trató de mirarle a los ojos sin rozarle siquiera.
—¿Dónde vive Bego? —dijo con lentitud para hacerse entender.
Él no la escuchó. Volvió a estar perdido en algún punto impreciso de su memoria. Tenía momentos de absoluto aturdimiento en los que olvidaba quién era y dónde estaba. En otros le volvía una conciencia amarga, torpe y dolorosa.
—¿Sabes lo que... es perderlo todo y acabar encerrado en una... una...? ¿Cómo se llama...? —preguntó de pronto con voz insegura y pastosa—. Es como si algo... hubiera ocupado mi sitio. Yo necesito... —Apretó los párpados al sentir que el suelo se movía bajo sus pies—. Necesito que mi... mi mundo vuelva a ser como era antes.
Un viento helado revolvió la melena de _____ y un grueso mechón le cayó hacia el rostro. No lo apartó. Tenía toda su atención puesta en Joe y sus labios, amoratados por el frío. Se emocionó al posar con cuidado los dedos sobre una de sus rodillas. Presionó con suavidad intentando que le prestara atención.
—Por favor, trata de centrarte y piensa en Bego —le pidió con ternura—. ¿Recuerdas dónde está su casa? Es posible que estés viviendo con ella.
Él la miró igual que si la acabara de descubrir; recorrió cada uno de sus rasgos como si la estuviera dibujando en su pensamiento.
—No —respondió con una conmovedora sonrisa—. Con Bego no. Con Bego no... Cómo podría... —Sus dedos temblaron al rozarle el mechón y apartarlo con torpeza de su frente—. Llevo años intentando odiarte... Y te... te odio... —farfulló al tiempo que su mirada se enternecía—. Te odio y te amo, _____. Te odio y te amo... y eso... —Gimió como un niño asustado y se dejó caer de nuevo, apoyando el peso del cuerpo sobre sus piernas.
_____ se quedó sin oxígeno en los pulmones. Todo desapareció a su alrededor. El mundo entero dejó de existir. Solo quedaban Joe, sentado en ese banco, y ella, que le miraba a través de los mullidos copos que se habían quedado suspendidos en el aire, como el rodar del tiempo. La felicidad por lo que había escuchado le expandía el corazón hasta no caberle en el pecho. Él la amaba. La amaba a pesar de su absoluto sufrimiento, a pesar de haberlo perdido todo por su causa. «Te amo más que a mi vida», le había dicho incontables veces, y había sido cierto. Tan cierto que ni aun odiándola como la odiaba había dejado de quererla.
Se llevó la mano al pecho y se obligó a contenerse. No podía abrazarle como deseaba, ni pedirle perdón como deseaba, ni hablarle de su amor como deseaba. No era Joe quien se había confesado sino su alma, a la que volvería a amordazar en el instante en que se sintiera sobrio.
Joe murmuró algo del todo ininteligible y se dejó caer de lado, sobre la superficie fría del banco. _____ se puso en pie con rapidez. Le preocupaba que de un instante a otro pudiera quedarse dormido y ella fuera incapaz de despertarle.
—No hagas eso —rogó con voz trémula—. Estás borracho. Tu cuerpo no regula bien la temperatura. —Le agarró por las solapas y pugnó hasta volver a erguirle contra el respaldo—. Si te quedas aquí te cubrirá la nieve y mañana te encontrarán muerto.
—¿Y qué te importa? —protestó apartándola torpemente—. No eres mi madre —añadió con la rebeldía propia de un niño.
—Soy alguien que se preocupa por ti —dijo con ternura, resistiéndose a hacerse a un lado.
Joe intentó señalarla de nuevo con su vacilante dedo índice. Lo dejó caer de golpe. Su mirada distraída indicó que había vuelto a perderse.
—Corto árboles... —balbuceó como si lo hiciera sin ningún sentido—. Asesino árboles... Iré al infierno por... por eso. —Expulsó el aire con un gesto de agotamiento, cerró los ojos y trató de tumbarse de nuevo en el banco.
_____ le cogió del hombro haciendo acopio de fuerzas para tratar de enderezarlo.
—Intenta ponerte en pie y ven conmigo —le rogó con suavidad y paciencia—. Te llevaré a casa.
—No me... toques —murmuró—. Aquí estoy bien... estoy bien —repitió con voz vaga mientras se acomodaba sobre los listones cubiertos de nieve.
_____ se tapó el rostro con las manos. Iba a resultar imposible sacarlo de allí si él no accedía a acompañarla. Suspiró con vigor antes de volver a mirarlo. Era un hombre derrotado al que amaba con toda su alma.
Le tocó el hombro de nuevo y le zarandeó con suavidad. Él abrió los ojos enrojecidos y extenuados.
—Bego está ahí —mintió para que cooperara—. Solo tenemos que cruzar los jardines y la carretera, y la verás. Te espera para llevarte a casa.
—¿Bego...? —repitió sin saber de quién hablaban.
—Sí, Bego. Ella te quiere, ¿recuerdas? —preguntó con cariño.
Una hermosa sonrisa se formó en el rostro de Joe mientras asentía con la cabeza. Trató de levantarse, pero no encontró fuerzas.
—Estoy un... un poco mareado... solo un poco... Algo... algo me ha sentado mal.
—Lo sé —susurró mientras aguantaba las lágrimas que en su interior se deslizaban hirientes—. Yo te ayudaré a llegar donde te espera. —Volvió a mentir, y se sintió miserable por engañarle cuando estaba tan indefenso—. Pero tienes que ayudarme porque yo sola no podré contigo. Tenemos que caminar un poco.
Joe la miró agradecido.
—Te amo. —Su rostro se dulcificó al decirlo—. Te odio y te amo... mujer sin corazón.
«Mujer sin corazón», se repitió _____ mientras le pedía que le pasara el brazo por el hombro y le ayudaba a levantarse. Ojalá tuviera razón, pensó, y le desapareciera ese corazón en el que guardaba y guardaría siempre más amor y sufrimiento del que se sentía capaz de soportar.
No habían dado tres pasos cuando Joe ya había olvidado a Bego. Pero siguió andando. Se dejó llevar como un niño grande y confiado, sin ninguna conciencia de lo que hacía.
No les resultó fácil atravesar los jardines y alcanzar el paso de peatones para cruzar la calle. Joe hacía lo posible por mantenerse en pie, pero era ella quien soportaba su peso y equilibraba, cada vez que se iban hacia los lados, para no acabar en el suelo. Además, los momentos en los que él parecía estar más consciente hacía cosas infantiles como pararse y mirar al cielo para que la nieve le cayera sobre el rostro. Reía y la invitaba a que no fuera tan estirada e hiciera lo mismo. A pesar de la carga y de lo ridículo de la situación, _____ se relajó. Le resultaba agradable tenerlo cerca sin que la tratara con odio; era agradable escucharlo reír, aunque fuera de modo torpe y pastoso; era agradable sentir su aliento, por mucho que este apestara a alcohol.
—Me gusta cómo hueles —dijo él, con la nariz pegada a su cuello, justo cuando terminaron de cruzar la carretera.
—Tú también hueles muy bien —le respondió ella con una sonrisa de felicidad. Ese era su Joe en estado puro, sin dolor, sin corazas, sin odios, aunque con una borrachera indecente.
Después de la hazaña de acceder al portal y entrar al ascensor sin que él se desplomara, la cosa cambió. Joe dejó de balbucir palabras con sentido en medio de otras ininteligibles. Se sumió en el sopor y sus esfuerzos por mantenerse en pie fueron menos eficaces. _____ tuvo que emplearse a fondo para que no se le escapara de los brazos mientras abría la puerta del piso y le conducía hasta la cocina. Le ayudó como pudo a sentarse en una silla. Quería hacer un café bien cargado que le despejara, pero pronto se dio cuenta de que no podía dejarlo solo. Ya no tenía ninguna estabilidad y en cuanto trataba de soltarlo se escurría hacia alguno de los lados con riesgo de acabar estrellado contra el suelo.
Sin pérdida de tiempo, por si se le desvanecía por completo, abrió la cremallera de su cazadora y la echó hacia atrás desrizándosela por los brazos y dejándola caer en el respaldo de la silla. Le quitó el gorro empapado y lo dejó sobre la mesa. No pudo evitar pasar la mano sobre el corto cabello café ahora que él estaba indefenso y ausente. Se le encogió el alma y se le desataron las lágrimas al acariciarle por primera vez en años; por primera y última vez en años. Él dejó caer la cabeza hacia ella hasta apoyarla contra su vientre sin decir ni una palabra; ya no le quedaban fuerzas. _____ lo estrechó contra sí mientras una emocionada pena le destrozaba el corazón que Joe aseguraba que no tenía.
Cargó con él por el pasillo hasta su habitación y lo acostó con cuidado sobre la cama sin deshacer. Le quitó las botas y le cubrió hasta el cuello con una colcha tejida con lanas de colores.
—Mujer sin corazón —volvió a balbucir él desde la inconsciencia, y _____ soltó el cobertor sintiéndose morir por dentro. Inclinada sobre la cama aguardó un poco por si continuaba hablando, pero el movimiento acompasado de su pecho le indicó que se había sumergido en el mundo de los sueños.
Los copos se estrellaban con suavidad contra el cristal de la ventana, como pidiendo permiso para entrar. Con una dolorosa sensación entretejiéndose en el pecho, ella se acercó y observó a lo lejos el banco en el que había descubierto a Joe. Una delicada capa de nieve revestía los listones de madera mientras él descansaba ahora en la cama. Corrió las cortinas para que no le despertara la luz cuando llegara el amanecer, y lo contempló desde allí. Tenía el rostro relajado y tierno que ella recordaba. El del hombre adorable que le leía los posos del café; el que la dibujaba en sus cuadernos; el que movía las letras imantadas que ella tenía en su frigorífico; el que reía llevándola de la mano por las calles; el que le juraba que la amaba más que al aire, más que al sol, más que a la vida misma.
Suspiró acongojada y se acercó a la cómoda. Abrió con cuidado uno de los cajones y sacó dos de los muchos informes que había atesorado durante los últimos años. Quería repasar aquellos documentos, volver a leer sobre las secuelas que un encarcelamiento de más de dos o tres años deja en una persona. Tal y como había presentido, había identificado muchas de ellas en Joe durante las tres veces que le había visto, pero sobre todo en esta última en la que lo encontró desprovisto de corazas. Y ella se sentía tan culpable como impotente.
Allí mismo, de pie, abrió el primero de los informes. Estaba realizado por un profesor titular de la Facultad de Psicología de Madrid. Algunas palabras parecieron despegarse del papel para llamar su atención: «Todo lo vive con una gran ansiedad. No encaja en su propio mundo; siente que ha perdido su sitio. El silencio le abruma. Alteraciones del sueño. Dificultad para elaborar un proyecto de futuro. Dificultad para establecer relaciones. Dificultad para asumir el protagonismo de su vida. Necesidad de proteger sus sentimientos. Necesidad de amar.»
Dificultad, dificultad... Necesidad, necesidad...
Sintió que se ahogaba. Lo cerró y trató de serenarse mirando a Joe. Verlo acostado en su cama la inundaba de ternura, pero también de temor al pensar en el momento en el que abriera los ojos y se encontrara allí. ¿Recordaría algo de lo que había dicho? ¿Recordaría haberle confesado que la amaba?
«Los borrachos y los niños dicen siempre la verdad.» Se preguntó qué había de cierto en aquella manida frase. Sabía que el alcohol desnuda el alma y hace aflorar los sentimientos. Inhibe la parte del cerebro que es capaz de crear, de inventar, de mentir. Por lo tanto, no era descabellado pensar que cuando alguien ebrio abre la boca, de ella solo pueden salir verdades.
... y él había asegurado amarla. Le había confesado el secreto que escondía bajo sus capas de hostilidad, de cinismo, de dolor. Le había abierto su corazón sin ser consciente de que lo hacía.
Dejó los informes sobre la cómoda. Se acercó de nuevo a la cama y se sentó en el borde. Lo hizo con cuidado aun sabiendo que ni un terremoto podría despertarlo. Apartó un poco la colcha de lana. La mano izquierda destacaba, inerte, sobre la blancura del edredón. Contuvo el aliento y se atrevió a rozarle los largos y delgados dedos con las yemas de los suyos. Una oleada de sensaciones le recorrió el cuerpo para ir a clavársele en el alma. ¡Había acariciado tantas veces esas manos y tantas veces esas manos la habían acariciado a ella! La habían peinado, la habían vestido, la habían desvestido. Las había visto trazar hermosos dibujos.
No pudo contener las lágrimas. Cuando las sintió correr por sus mejillas reparó en que tampoco necesitaba ocultarlas. Él estaba allí, pero no la vería. Podía llorar cuanto quisiera. Podía mirarle cuanto quisiera. Y también podía tumbarse junto a él y escucharle respirar durante toda la noche.
Se tendió en un lado de la cama, con tiento, y se volvió de costado. Contempló su hermoso perfil mientras volvía a rozar su mano. Nunca pensó que volvería a tenerlo así, tan cerca. Sentía que estaba ante un increíble e inesperado regalo y lo iba a aceptar. Solo tenía que asegurarse de no quedarse dormida.





















Perdón por la tardanza chicas, no tenia internet.
Pero ya estoy aquí (:



Natuu!
Natuu!
Natuu!


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Mensaje por DanyelitaJonas Vie 16 Mar 2012, 3:45 pm

NO TE PREOCUPES NOSOTRAS ENTENDEMOS DEBERIAS SUBIR MARATON LA NOVE CADA VES SE PONE MEJOR

SIGUELA
DanyelitaJonas
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Mensaje por Julieta♥ Vie 16 Mar 2012, 9:31 pm

UUUUUUUU...POBRE RAYIS, POBRE JOE...QUE SITUACION TAN DIFICIL...QUE VA A PASAR CUADNO DESPIERTE!!!!! YA QUIERO SABER SIGUE!!!!!!!!!!!
Julieta♥
Julieta♥


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