Eternos {N.C

Acabo de terminar de leer los dos capítulos y me quedé así

targaryen: Lo primero de todo es que me he enamorado del nombre de Astoria, tengo una debilidad por los nombres extraños. Y su abuela también me ha encandilado. Me sorprendió que precisamente con la parte de su pasado con la que soñó perteneciera también al pasado de su abuela. Me imagino a la mujer si se llega a enterar de que Alice es en realidad Astoria. Me gusta mucho como escribes  y me encantó el capítulo.

coco:Pues a mí tu comentario no me ha parecido para nada una caca, a ti también te digo que me encantó el nombre de Wednesday, probablemente os diga esto a todas lskjflka. Sus hermanos son un amor, yo quiero hermanos así. Me imaginé a la abuela entrando a la habitación y viéndolos a todos apelotonados en la cama, no sé, eso me ha hecho reír un poco. Y el pobre Luke que estaba solo, y los sueños relacionados y sobre todo: ¡la llegada de las cartas! me ha encantado el capítulo coco, escribes muy bien.

Me pondré a escribir después de comer, y como gracias vuestros capítulos me he inspirado lo subiré hoy por la tarde c:

―Maya, márchate, por favor… ―la apremió con los ojos cargados de preocupación y de algo más que ella no pudo descifrar.

Con rabia se soltó de las manos del chico, chocando con dura corteza de un árbol.

―No pienso irme sin ti.
―Por favor ―rogó.
―¡No, Román, no me voy a ninguna parte!

Él, siempre con una calma imperturbable que a Maya sacaba de sus casillas, caminó hacia ella para acortar la distancia. Le rodeó las caderas con sus musculosos brazos y la atrajo hacia sí. Hundiendo la nariz en sus rizos, impregnándose de su olor por última vez.

―Estaré bien, nos reuniremos al otro lado del bosque, cuando consiga despistarlos.

Maya alzó la vista, encontrándose con sus ojos. Ajenos al paso del tiempo, a las reencarnaciones. En todas las vidas eran iguales, era su marca distintiva. A través de los cuales, Maya siempre conseguía reconocerlo. Se mordió el labio para que no le temblara. Debía mostrarse fuerte.

―¿Cuántas veces tenemos que perdernos el uno al otro para que comprendas que separarnos siempre es la peor elección? ―dijo, tratando de hacer que atendiera a razones.
―Esta vez será diferente, les llevamos ventaja. Todo saldrá bien. Te lo prometo.

Al mirarle de nuevo a los ojos, supo que era una decisión irrebatible. Román no cedería ante sus ruegos. Y si quería ser útil de alguna de las maneras, debía marcharse cuanto antes para darle ventaja.

―Te quiero, acuérdate de eso antes de hacer una tontería ―le agarró las mejillas entre sus pequeñas manos y le besó.
―Lo haré, nos vemos dentro de un rato.


Verona se despertó con un grito que la desgarró los músculos desde dentro. Su pulsó palpitaba a la velocidad de un potro joven y tenía una capa de sudor por el cuerpo.

«Solo es un sueño, uno de tus estúpidos sueños», se dijo para calmarse.

Se levantó de un salto de la cama y prácticamente, se lanzó sobre la ventana para abrirla. Buscando desesperadamente un poco de aire. Una vez conseguido su propósito, se dejó caer sobre el alféizar acolchado de su ventana, rodeando sus piernas, en un abrazo propio. Fuera de su habitación, la niebla engullía los canales y las calles de la ciudad de Venecia. Era como una presencia palpable, mortecina. Tras los palacetes unos rayos de sol tímidos comenzaron a asomar, preparándose para el día. Decidió no volver a la cama, no solo por el temor que le producía volver a soñar, sino porque dentro de poco tendría que levantarse.

Transcurridos unos minutos, era casi capaz de respirar con normalidad. Sin embargo, lo que no desapareció fue la angustia, apostillada en su pecho con pegamento ultra fuerte, negándose a desaparecer. Verona tenía tatuada en su mente los ojos de aquel chico ―tan familiares ya―, el sabor del beso, el dolor de Maya circulando por sus venas. Sabía que jamás se encontrarían al final de bosque y que irremediablemente, volverían a perderse.

Cuando el sol se impuso sobre la niebla, decidió que era hora de comenzar con la rutina diaria. Se levantó y estiró los músculos, que se le habían quedado agarrotados. Caminó hacia el baño buscando a tientas el interruptor. Al pasar frente al espejo, se obligó a retroceder, observando su reflejo en él. Por un momento, no fue su reflejo el que vio, sino el de una chica rubia de ojos azules. Vio a Maya.

¿Habéis tenido alguna vez la sensación de no ser la persona que eres?, y no, no me refiero al hecho de no comportarse como realmente eres. Sino a ser otra persona, en el sentido más literal de la palabra. Verona Crosello sí, una parte sepultada por las mentiras en el fondo de su ser sabía que ella no era solo una huérfana a la que abandonaron en un orfanato, sino que su historia se remontaba mucho más atrás. Verona era varias personas a la vez. Lo presentía, al igual que su rareza alcanzaba límites insospechados. Que se extendían tanto o más que la niebla veneciana.

¿Pero cómo se reconocía algo así?, ¿cómo se explicaba con palabras que crees haber vivido más vidas?, ¿cómo demostraba a sí misma que ésos sueños eran recuerdos?, ¿cómo se hacía todo eso sin que tu próxima parada fuera un centro psiquiátrico?

Como ella no tenía las respuestas, decidió hacer lo que llevaba años haciendo; convencerse a sí misma que todos esos sueños eran producto de una imaginación desbordada, sugestionada por las historias de amor que Fifí le contaba desde que era una niña.

Se metió en pátina de la ducha, abrió el grifo del agua caliente y dejó que el vapor le desentumeciera los músculos, y con suerte, también la cabeza.

Unas horas después estaba vestida, peinada y con la mente clara. Cerró la puerta del dormitorio y descendió los dos pisos que la separaban de un delicioso desayuno. Tratando de no fijar su atención en los miles de estrafalarios artilugios que conformaban la decoración del palacete en el que se había criado. Muchos de aquellos objetos le ponían los pelos de punta, como la máscara tiki que habitaba al pie de las escaleras. Siempre que miraba las cuencas vacías del objeto tenía la sensación de que la engulliría.

En el último tramo de escaleras le llegó el olor tostado del café, entremezclado con el dulzón de los gofres caseros que solía preparar Fifí.

―Buenos días ―saludó al introducirse en el diminuto rectángulo que era la cocina.

Allí encontró a Fiona, la mujer que la adoptó a los ocho años y que le brindó su apellido. Fiona era una escritora del género romántico reconocida nacionalmente. Verona pensaba que se necesitaba ser al menos la mitad de raro que Fifí para ser un escritor.

―Te has levantado muy temprano, para ser sábado ―comentó recubriendo de caramelo los gofres. Verona sintió que se le
hacía la boca agua.

―No tenía sueño, así puedo ensayar un rato con el piano antes de que Alessia me obligué a acudir a su tertulia en el teatro.

Por supuesto, Fifí no conocía la clase de sueños que la atormentaban desde los quince años. No sabía que en una ocasión, sus deseos de conocer a Los Beatles se le fueron de las manos y cuando abrió los ojos los cuatro estaban de pie frente a ella. Solo fueron unos cuantos segundos, pero le asustó lo suficiente como para no desear ver a nadie nunca más.

―Genial, llevas muchos días sin practicar.

El piano era lo único certero en su vida, se fundía con la música, no sabía dónde empezaban ni terminaban sus dedos. No era Verona ni ninguna de las chicas que visitaban sus sueños… solo ella.  

Ayudó a Fifí a sacar los platos a la mesa del jardín y después, disfrutaron de un agradable desayuno, acompañadas por el olor de los zarzales de rosas de la mujer, con los que fabricaba un jarabe de rosas que Verona nunca había visto en ningún lugar.

Tras lavar los platos se sentó al piano, donde pasó la mayor parte de la mañana. Escuchando el sonido de la máquina de escribir de fondo ―pues Fiona se negaba a usar un ordenador―, y el barbullo del exterior. Casi agradeció que Alessia, su mejor amiga desde que tenía memoria, no apareciera por allí. Tocó canción tras canción, volcando su rabie y frustración en cada nota. Las cuales se entrelazaban unas con otras, reacias a separarse. Cuando se dispuso a terminar, el sonido del timbre la sobresaltó.

―¿Puedes abrir? ―gritó Fifí desde su despacho.

―Sí.

Caminó hacia la puerta, donde se encontró al cartero.

―Correo ―le tendió el fajo de cartas de mala manera y se marchó sin decir adiós.

Cerró la puerta de una patada y revisó el correo. La mayoría eran cartas de los admiradores de Fiona y unas cuantas facturas. Le llamó la atención un sobre envejecido, de color amarillento y tacto áspero. Se llevó una sorpresa mayúscula al ver que estaba dirigido a ella.

¿Quién podía escribirle una carta?

Abandonó el resto sobre la mesilla del salón y se sentó en el tresillo para abrir la que le pertenecía…

La vida te coloca en el lugar preciso, en el que encajas. Verona pasó todos los años de su vida pensando que no pertenecía a ningún sitio en concreto, que era una pieza del puzle de la vida que no encajaba con ninguna. Eso pensó, hasta que leyó la carta.

Tal vez no estuviera tan loca como parecía, de hecho, según aquella carta no lo estaba en absoluto. Los sueños eran recuerdos que el subconsciente había recuperado, ese chico, existía de verdad, en alguna parte, aunque no lo recordase de verdad. Verona acababa de encontrar la explicaciones que buscaba, pero… ¿qué se suponía que debía hacer con ella?


―Mátame si quieres, pero jamás te diré dónde está.

De entre las sombras, apareció una figura alta. Damen observó sus ojos, los había observado muchas veces a lo largo de los años, en períodos de tiempo interrumpidos. Su captor, soltó una carcajada malévola que le puso los pelos de la nuca de punta.

―Oh muchacho, eres un poco ingenuo, ¿cuándo aprenderás que dejarla sola es siempre una mala idea?

Con furia, abandonando la resignación ante la que se había vencido, comenzó a luchar contra las cuerdas que le mantenían las manos y los pies aprisionados.

―¿Dónde está.., dónde está América?, ¿qué has hecho con ella, maldito infeliz? ―bramó, notaba las heridas abiertas en sus muñecas, por culpa de la fuerza que estaba ejerciendo.  

Una sonrisa socarrona elevó acudió a los labios del monstruo que se cernía sobre él. Las sombras, le cortaban el rostro por mitad de la cara. Podría haberse hecho pasar por un demonio sin problemas.

―Lo que hago siempre, matarla.


Izan meneó la cabeza con insistencia para deshacerse de la pesadilla que le había atormentado aquella noche, tratando de concentrarse en las palabras del señor Wallis, su profesor de física. Aunque fue en balde, la evocación la había provocado el mismo dolor que aquella mañana al despertar entre gritos.

Odiaba las pesadillas.

Pasó el resto de la clase mordiendo la punta del bolígrafo, centrándose en el sonido que hacía el tictac del reloj de la pared. Pero ni eso pudo conseguir, sus pensamientos estaban en otro lugar. Con América, con Maya, con Ariel… las chicas a las que llevaba perdiendo en sus sueños desde hacía años.

¿Cómo le podía doler tanto algo que no era real?

En el fondo Izan sabía que no se trataba solo de sueños, y que el hombre que el chico al que veía también era él, sus ojos eran los mismos. O tal vez, su mente no funcionaba bien y le gustaba confundirlo, más de lo que en realidad estaba.

Un chico llamado Chad, con el pelo rojo como el fuego miraba de reojo, casi aterrorizado, a su amada Sunny. La chica tenía los ojos en blanco y peleaba sin ser del todo consciente de sus acciones. Habían decidido que esta vez él sería el que trataría de salvarse. Dedicó una última mirada al amor de todas sus vidas, que esta vez tenía el pelo rubio ceniza, y luego echó a correr por el monte.
Abrió la carta mientras bebía zumo de manzana, y una gota cayó en el sobre. Era imposible salvarlo, pues ya estaba bastante destrozado. Leyó el contenido rápidamente. Por fin entendía cosas, muchas cosas. Por fin sus sueños de parejas eternas tenían sentido. Por fin Calypso era alguien real. Por fin podría recordar todo.