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Paraiso Robado( Nick y y tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
. Nadie había descubierto su breve y mal concebido matrimonio con _______ Bancroft. Hacía once años de eso. Hacía once años...
–Usted nunca se ha casado –añadió la periodista–, y me preguntaba si tiene intenciones de hacerlo algún día...
Nick se relajó al oír aquellas palabras.
–No descarto el matrimonio –declaró concisamente.
Noviembre de 1989
En Chicago una multitud deambulaba por la avenida Michigan. Caminaban lentamente, debido en parte a la suavidad de aquel día de noviembre, pero también a gran cantidad de compradores arremolinados ante escaparates de los grandes almacenes Bancroft & Company, espectacularmente adornados para las fiestas navideñas.
Desde su inauguración en 1891, Bancroft había pasado de un pintoresco edificio de dos plantas, con marquesinas abovedadas de color amarillo en las ventanas, a una estructura de catorce pisos de mármol y cristal que ocupaba toda una manzana. Un detalle había permanecido inalterable desde el principio: los dos porteros uniformados hacían guardia a ambos hados de la entrada principal. Este pequeño toque de lujosa elegancia constituía el símbolo visible de la insistencia de Bancroft en ofrecer dignidad y gracia a sus clientes.
Los dos ancianos porteros, en tan fiera competencia que apenas se habían hablado durante los treinta años que llevaban trabajando juntos, observaron la llegada de un BMW negro. Ambos hombres estaban deseando que el chófer detuviera el vehículo en su respectiva zona.
El coche pareció detenerse en la curva, ante Leon, que contuvo el aliento; pero cuando el BMW se deslizó hasta el otro extremo de la puerta, el viejo portero lanzó un suspiro de irritación. Su adversario le ganaba la partida.. «Viejo miserable», se dijo Leon, pensando en Ernest.
–Buenos días, señorita Bancroft –saludó Ernest solícito, abriendo la portezuela del coche con una reverencia. Veinticinco años atrás había abierto la del coche del padre de _______, había visto a la joven por primera vez y le había dicho exactamente las mismas palabras y con la misma reverencia.
–Buenos días, Ernest –le contestó _______ con una sonrisa. Al salir del vehículo, tendió las llaves al portero–. ¿Quiere rogarle a Carl que me aparque coche? Hoy tenía que cargar muchas cosas y no habría podido llevarlas en brazos desde el aparcamiento. –Esta clase de servicio era otro detalle con que Bancroft obsequiaba a su clientela.
–Por supuesto, señorita Bancroft.
–Transmítale mis saludos a Amelia –añadió la joven, refiriéndose a la esposa del portero. _______ conocía bien a muchos de los antiguos empleados de casa, que eran ya como de la familia para ella. En cuanto a los almacenes (el establecimiento principal de una cadena de la que formaban parte otras siete tiendas repartidas en varias ciudades del país), para _______ era como si estuviera en la mansión en que había crecido o en su propio apartamento.
De pie en la acera, _______ contempló el gentío agolpado frente a los escaparates. En su rostro apareció una sonrisa y su corazón se inundó de calor. Era un sentimiento que surgía cada vez que miraba la elegante fachada de Bancroft; un sentimiento de orgullo, de entusiasmo y furiosa protección. Sin embargo, hoy su felicidad era mucho mayor, ilimitada, pues la noche anterior Parker la había tomado entre sus brazos y le había dichocon tierna solemnidad que la amaba y quería casarse con ella. Después le deslizó en el dedo el anillo de compromiso.
–Este año los escaparates están mejor que nunca –comentó a Ernest, admirando entre la multitud los asombrosos resultados del talento y la destreza de Lisa. Gracias a su trabajo en Bancroft, Lisa Pontini era ya conocida y aclamada en su profesión. Estaba previsto que dentro de un año se jubilara el jefe del departamento de diseño, la joven ocupara su puesto.
Ansiosa por encontrar a Lisa y contarle la noticia de su compromiso, _______ abrió la portezuela trasera del coche, sacó dos maletas y varios montones de carpetas llenas de documentos. Luego se dirigió al interior del edificio. En cuanto cruzó la puerta, un guardia de seguridad acudió en su auxilio.
–¿Puedo ayudarla, señorita Bancroft?
_______ se dispuso a rechazar el ofrecimiento, pero lo cierto es que ya le dolían los brazos. Además sentía el vivo deseo de pasear un poco por los almacenes antes de ir a ver a Lisa y gozar de lo que al parecer iba a convertirse en un día cuyo volumen de ventas marcaría un nuevo hito, ante la multitud de compradores que se agolpaba en los pasillos y frente los mostradores.
–Gracias, Dan, se lo agradeceré –aceptó por fin, mientras se desprendía de su carga.
Al dirigirse hacia los ascensores, se alisó instintivamente la bufanda de seda que cruzaba las solapas de su abrigo blanco, se metió las manos en los bolsillos y pasó por la sección de cosméticos. Sufrió los empujones de la numerosa clientela, que se encaminaba hacia el centro de la nave en busca de los ascensores. Sin embargo, el gentío y la algarabía le complacieron.
Inclinó la cabeza y miró los árboles blancos de Navidad, de una altura de diez metros. Estaban decorados con brillantes luces rojas, grandes lazos de terciopelo y enormes adornos de cristal del mismo color. Alegres guirnaldas decoradas con trineos y campanas pendían de los pilares espejados que sostenían las naves, y el sistema de megafonía desgranaba alegremente las notas de Deck the Halles. Una mujer, de pie ante una cristalera de carteras, vio a _______ y propinó un codazo a su acompañante. Luego musitó:
–¿No es esa _______ Bancroft?
La otra mujer miró a su vez hacia donde le indicaba y confirmó:
–Sí que lo es Y el periodista que dijo que se parecía a Grace Kelly de joven estaba en lo cierto.
_______ las oyó, aunque apenas escuchó. En los últimos años se había acostumbrado a ser foco de atención de la gente y de los medios de comunicación. La revista Women’s Wear Daily la había definido como «la personificación de la elegancia serena» y Cosmopolitan como «totalmente chic». En cuanto al Wall Street Journal se refería a ella como a «la princesa reinante de Bancroft». Por el contrario, los miembros del consejo de administración solían llamarla «el dolor de muelas».
Esta última opinión era la única que le importaba a _______. Lo que revistas y periódicos dijeran de ella le era indiferente, a menos que tuviera relación con los grandes almacenes. Sin embargo, lo que pensaran los miembros del directorio era harina de otro costal, ya que podían cerrarle el paso y cortar las alas de su sueño: la continua expansión de Bancroft por otras ciudades. En cuanto al presidente, su padre, no la trataba con mayor entusiasmo o afecto que los directores.
Pero aquel día, ni siquiera la batalla con su padre y el resto del equipo directivo podían ensombrecer su dicha. Era tan feliz que le resultó difícil contenerse y no ponerse a tararear el villancico que sonaba por los altavoces. En lugar de eso, hizo una travesura que de niña le encantaba. Se acercó a una de las columnas de espejos y, mirándose, fingió remeterse detrás de la oreja un mechón de pelo, después sonrió e hizo una mueca al agente de seguridad que sabía estaba dentro, en el hueco, al acecho de rateros.
Se volvió y se encaminó hacia las escaleras mecánicas. Lisa había tenido la idea de decorar cada planta con un color distinto y de armonizar los matices en función del género a la venta. En opinión de _______ era una idea muy efectiva, como comprobó al llegar a la segunda planta, donde estaba la sección de peletería y de los modelos exclusivos. Allí todos los árboles de Navidad estaban ornamentados con un malva suave y relucientes lazos de oro. Frente a las escaleras mecánicas, sentado ante una reproducción de su casa, estaba un Papá Noel vestido en blanco y oro. Tenía un maniquí sobre la rodilla: una hermosa mujer envuelta en un magnífico camisón francés, que con un dedo apuntaba a un abrigo de armiño forrado a malva, cuyo precio era de veinticinco mil dólares.
_______ sonrió al admirar la atmósfera de lujo desbordante, una provocación para los compradores que se aventuraran en aquella sección. A juzgar por el gran número de hombres que estaban mirando las pieles y de las mujeres que se estaban probando los vestidos de grandes diseñadores, el señuelo era acertado. En aquella sección, todo diseñador que trabajara para la empresa tenía su propio salón para despliegue de sus colecciones. _______ recorrió el pasillo principal saludando aquí y allá con una inclinación de la cabeza a empleados conocidos. En el salón de Geoffrey Beene dos rollizas mujeres, luciendo abrigos de armiño, admiraban un ceñido vestido adornado con abalorios azules. La etiqueta del precio marcaba siete mil dólares.
–Con ese vestido parecerás una bolsa de patatas, Margaret –advertía una a la otra.
Haciendo caso omiso, la mujer se volvió hacia la vendedora y preguntó:
–Supongo que no tendrá la talla veinte de este vestido, ¿verdad?
En el salón contiguo una señora apremiaba a su hija, una adolescente de unos dieciocho años, para que se probara un traje de terciopelo de Valentino, mientras una vendedora permanecía discretamente atenta unos pasos más allá, esperando ser útil.
–Si te gusta –protestaba la chica, dejándose caer en el sofá–, póntelo tú. No voy a ir a tu est/úpida fiesta. Ya te dije que quería pasar la Navidad en Suiza.
–Ya lo sé, querida –le replicó la madre con expresión culpable y arrepentida–, pero pensamos que esta vez sería agradable que pasáramos juntos las fiestas. –La malhumorada adolescente no parecía dispuesta a dar su brazo a torcer.
_______ miró su reloj y advirtió que ya era la una y se dirigió a los ascensores, ansiosa por encontrar a Lisa y darle la buena noticia. Se había pasado la mañana en la oficina del arquitecto revisando los planos del edificio de Houston. Y le esperaba una tarde muy ocupada.
El cuarto de diseño era, en realidad, un enorme almacén situado en el sótano. El lugar estaba atestado de mesas de dibujo, maniquíes desmembrados, gigantescas piezas de tela y los accesorios de todo tipo utilizados en los escaparates de exhibición durante la última década.
_______ se abrió paso en aquel caos que le resultaba tan familiar. Como parte de su primer aprendizaje había trabajado en todos los departamentos de los almacenes.
–Lisa –llamó, y una docena de ayudantes de su amiga levantaron la cabeza–. ¿Lisa?
–¡Aquí! –respondió una voz amortiguada. Una de las mesas fue desplazada y de debajo emergió la cabeza de Lisa–. ¿Qué pasa ahora? –preguntó irritada, clavando la mirada en las piernas de _______–. ¿Cómo se puede trabajar con tantas interrupciones?
–Eso digo yo –convino _______ al tiempo que se sentaba sobre la mesa y sonreía ante el sorprendido rostro de su amiga–. Nunca he sabido cómo encuentras aquí las cosas, y menos todavía cómo eres capaz de crearlas.
–¡Hola! –saludó Lisa, arrastrándose por debajo de la mesa–. He estado intentando instalar unos alambres aquí abajo para tener la lista para la representación de la cena de Navidad que llevaremos a cabo en la sección de muebles. ¿Cómo te fue anoche con Parker?
–Oh, bien. Más o menos como de costumbre. –mintió _______, y con la mano izquierda empezó a juguetear con la solapa de su abrigo, moviéndola ostensiblemente. Llevaba puesto el anillo de compromiso, un zafiro. El día anterior, le había dicho a Lisa que tenía el presentimiento de que Parker iba a declararse.
Lisa puso los brazos en jarras.
–¿Cómo de costumbre...? Por dios, _______, se divorció hace dos años y has estado saliendo con él desde hace nueve meses. Pasas con sus hijas tanto tiempo como con él. Eres hermosa e inteligente, los hombres se enamoran de ti en cuanto te ven, pero Parker ha estado frecuentándote durante mucho tiempo y muy de cerca. Me parece que pierdes el tiempo con ese hombre. Si el muy idi/ota quisiera casarse contigo, hace tiempo que lo habría dicho.
–Me lo ha dicho –confirmó _______ con una sonrisa triunfal, pero Lisa había iniciado su crítica habitual y tardó un poco en reaccionar.
–De todos modos, no es tu tipo. Lo que tú necesitas es un hombre que te saque de esa corteza conservadora en que vives encerrada. Alguien que te obligue a hacer cosas impulsivas, locuras, como votar a un demócrata una vez o ir a la Ópera los viernes en lugar de los sábados. Parker se parece demasiado a ti, es demasiado metódico, demasiado estable, demasiado prudente, demasiado... ¿Bromeas? ¿Se te ha declarado?
_______ asintió, y la mirada de Lisa reparó por fin en el zafiro negro engastado en su anticuada montura.
–¿Tu anillo de compromiso? –preguntó cogiéndole la mano, y al examinar el anillo dejó de sonreír y frunció el entrecejo–. ¿Qué es esto?
–Es un zafiro –le contestó _______, impasible ante la falta de entusiasmo de su amiga. En primer lugar, siempre le había gustado la franqueza de Lisa, pero además, ni siquiera ella, que amaba a Parker, podía convencerse de que el anillo era deslumbrantemente hermoso. Se trataba de una bonita reliquia familiar. La complacía, eso era todo.
–Supuse que era un zafiro, pero ¿qué son esas piedras más pequeñas? No brillan como los buenos diamantes.
–Tienen un corte antiguo, sin muchas facetas. El anillo también es antiguo. Perteneció a la bisabuela de Parker.
–No podía permitirse uno nuevo, ¿eh? –bromeó Lisa, y agregó–: ¿Sabes, _______? Hasta que te conocí creía que los ricos compraban cosas magníficas sin mirar el precio.
–Eso hacen los nuevos ricos –puntualizó _______–– El dinero viejo es dinero tranquilo.
–Bueno, pues, entonces el dinero viejo podría aprender algo del nuevo. Vosotros, guardáis las cosas hasta que se estropean. Si me comprometo alguna vez y el tipo intenta regalarme el viejo anillo de su bisabuela, lo mando al diablo. ¿Y de qué está hecho el engarce? No es que reluzca mucho –concluyó con voz escandalizada.
–Es platino –le replicó _______, sofocando la risa.
–Lo sabía. Supongo que ese material no se gasta y por eso alguien lo encargó de platino, hace un par de siglos.
–Así es –confirmó _______, y por fin se echó a reír.
–De veras, _______ –añadió Lisa, riendo con su amiga–, si no fuera porque te sientes obligada a ser un anuncio viviente de Bancroft, todavía vestirías las prendas de la universidad.
–Solo si fueran muy resistentes. –Sin fingir más, Lisa abrazó a su amiga.
–No te llega a la suela de los zapatos. Nadie te llega a la suela de los zapatos.
–Es perfecto para mí –aseguró _______–. Mañana por la noche se celebra el baile a beneficio de la ópera. Te daré dos entradas, una para ti y otra para Phil. –_______ se refería al fotógrafo comercial con quien salía Lisa–. Después habrá una fiesta en que anunciaremos nuestro compromiso.
–Phil está en Nueva York, pero yo iré igualmente. Después de todo, si Parker va a formar parte de nuestra familia, tengo que aprender a quererlo. –Con una sonrisa incontenible, añadió–: Aunque sonría a las viudas...
–Lisa –dijo _______ con tono más serio–, a Parker no le gustan tus bromas sobre banqueros y tú lo sabes. Ahora que estamos comprometidos, ¿me harás el favor de dejar de incordiarlo?
–Lo intentaré –prometió Lisa–. No más peleas ni chistes de banqueros.
–¿También dejarás de llamarlo señor Drysdale?
–Dejaré de ver las reposiciones de Beverly Hillbillies –aseguró Lisa.
–Gracias –le contestó _______, y se puso de pie. Lisa se apartó de pronto, muy preocupada por las arrugas de una gran pieza de terciopelo rojo.
–¿Pasa algo?
–¿Que si pasa algo? –replicó Lisa volviendo el rostro, en el que lucía una sonrisa demasiado amplia–. ¿Qué iba a pasar? Mi mejor amiga se ha comprometido con el hombre de sus sueños. ¿Qué vas a ponerte mañana por la noche? –preguntó súbitamente para cambiar de tema.
–Todavía no lo sé. Mañana pasaré por la segunda planta y elegiré algo impactante. Aprovecharé para mirar también los vestidos de novia. Parker quiere un casamiento importante, sin que le falte un solo detalle. Por el hecho de que ya pasó por una boda formal a lo grande, no quiere dejarme a mí sin ella.
–¿Sabe lo de tu otro...? Me refiero a lo de tu otro matrimonio.
–Lo sabe –contestó _______ con voz más bien sombría–. Se mostró muy amable y comprensivo... –Se interrumpió cuando por el sistema de megafonía sonaron insistentemente unas campanadas. Los clientes estaban acostumbrados y no hacían caso, pero los jefes de departamento sabían que se trataba de un código y se detenían a escuchar por si se trataba del suyo, en cuyo caso se apresuraban a responder. _______ oyó dos campanadas cortas seguida de otra tras una breve pausa.
–Es mi código –dijo suspirando y poniéndose de pie–. Tengo que ir enseguida. Dentro de una hora hay una reunión de directivos y todavía tengo que leer unas notas.
–¡No les facilites nada! –dijo Lisa, mientras se agachaba para meterse de nuevo debajo de la mesa.
A _______ le recordó a una niña pelirroja y desgreñada que jugaba en una tienda improvisada en el comedor familiar. _______ se dirigió al teléfono colgado de la pared, cerca de la puerta, y llamó a la operadora de los almacenes.
–_______ Bancroft –dijo–. Acaba de tocar mi código.
–Sí, señorita Bancroft –confirmó la operadora–. El señor Braden, del departamento de seguridad, pregunta si puede usted acudir a la oficina con urgencia. Se trata de algo importante.
–Usted nunca se ha casado –añadió la periodista–, y me preguntaba si tiene intenciones de hacerlo algún día...
Nick se relajó al oír aquellas palabras.
–No descarto el matrimonio –declaró concisamente.
Noviembre de 1989
En Chicago una multitud deambulaba por la avenida Michigan. Caminaban lentamente, debido en parte a la suavidad de aquel día de noviembre, pero también a gran cantidad de compradores arremolinados ante escaparates de los grandes almacenes Bancroft & Company, espectacularmente adornados para las fiestas navideñas.
Desde su inauguración en 1891, Bancroft había pasado de un pintoresco edificio de dos plantas, con marquesinas abovedadas de color amarillo en las ventanas, a una estructura de catorce pisos de mármol y cristal que ocupaba toda una manzana. Un detalle había permanecido inalterable desde el principio: los dos porteros uniformados hacían guardia a ambos hados de la entrada principal. Este pequeño toque de lujosa elegancia constituía el símbolo visible de la insistencia de Bancroft en ofrecer dignidad y gracia a sus clientes.
Los dos ancianos porteros, en tan fiera competencia que apenas se habían hablado durante los treinta años que llevaban trabajando juntos, observaron la llegada de un BMW negro. Ambos hombres estaban deseando que el chófer detuviera el vehículo en su respectiva zona.
El coche pareció detenerse en la curva, ante Leon, que contuvo el aliento; pero cuando el BMW se deslizó hasta el otro extremo de la puerta, el viejo portero lanzó un suspiro de irritación. Su adversario le ganaba la partida.. «Viejo miserable», se dijo Leon, pensando en Ernest.
–Buenos días, señorita Bancroft –saludó Ernest solícito, abriendo la portezuela del coche con una reverencia. Veinticinco años atrás había abierto la del coche del padre de _______, había visto a la joven por primera vez y le había dicho exactamente las mismas palabras y con la misma reverencia.
–Buenos días, Ernest –le contestó _______ con una sonrisa. Al salir del vehículo, tendió las llaves al portero–. ¿Quiere rogarle a Carl que me aparque coche? Hoy tenía que cargar muchas cosas y no habría podido llevarlas en brazos desde el aparcamiento. –Esta clase de servicio era otro detalle con que Bancroft obsequiaba a su clientela.
–Por supuesto, señorita Bancroft.
–Transmítale mis saludos a Amelia –añadió la joven, refiriéndose a la esposa del portero. _______ conocía bien a muchos de los antiguos empleados de casa, que eran ya como de la familia para ella. En cuanto a los almacenes (el establecimiento principal de una cadena de la que formaban parte otras siete tiendas repartidas en varias ciudades del país), para _______ era como si estuviera en la mansión en que había crecido o en su propio apartamento.
De pie en la acera, _______ contempló el gentío agolpado frente a los escaparates. En su rostro apareció una sonrisa y su corazón se inundó de calor. Era un sentimiento que surgía cada vez que miraba la elegante fachada de Bancroft; un sentimiento de orgullo, de entusiasmo y furiosa protección. Sin embargo, hoy su felicidad era mucho mayor, ilimitada, pues la noche anterior Parker la había tomado entre sus brazos y le había dichocon tierna solemnidad que la amaba y quería casarse con ella. Después le deslizó en el dedo el anillo de compromiso.
–Este año los escaparates están mejor que nunca –comentó a Ernest, admirando entre la multitud los asombrosos resultados del talento y la destreza de Lisa. Gracias a su trabajo en Bancroft, Lisa Pontini era ya conocida y aclamada en su profesión. Estaba previsto que dentro de un año se jubilara el jefe del departamento de diseño, la joven ocupara su puesto.
Ansiosa por encontrar a Lisa y contarle la noticia de su compromiso, _______ abrió la portezuela trasera del coche, sacó dos maletas y varios montones de carpetas llenas de documentos. Luego se dirigió al interior del edificio. En cuanto cruzó la puerta, un guardia de seguridad acudió en su auxilio.
–¿Puedo ayudarla, señorita Bancroft?
_______ se dispuso a rechazar el ofrecimiento, pero lo cierto es que ya le dolían los brazos. Además sentía el vivo deseo de pasear un poco por los almacenes antes de ir a ver a Lisa y gozar de lo que al parecer iba a convertirse en un día cuyo volumen de ventas marcaría un nuevo hito, ante la multitud de compradores que se agolpaba en los pasillos y frente los mostradores.
–Gracias, Dan, se lo agradeceré –aceptó por fin, mientras se desprendía de su carga.
Al dirigirse hacia los ascensores, se alisó instintivamente la bufanda de seda que cruzaba las solapas de su abrigo blanco, se metió las manos en los bolsillos y pasó por la sección de cosméticos. Sufrió los empujones de la numerosa clientela, que se encaminaba hacia el centro de la nave en busca de los ascensores. Sin embargo, el gentío y la algarabía le complacieron.
Inclinó la cabeza y miró los árboles blancos de Navidad, de una altura de diez metros. Estaban decorados con brillantes luces rojas, grandes lazos de terciopelo y enormes adornos de cristal del mismo color. Alegres guirnaldas decoradas con trineos y campanas pendían de los pilares espejados que sostenían las naves, y el sistema de megafonía desgranaba alegremente las notas de Deck the Halles. Una mujer, de pie ante una cristalera de carteras, vio a _______ y propinó un codazo a su acompañante. Luego musitó:
–¿No es esa _______ Bancroft?
La otra mujer miró a su vez hacia donde le indicaba y confirmó:
–Sí que lo es Y el periodista que dijo que se parecía a Grace Kelly de joven estaba en lo cierto.
_______ las oyó, aunque apenas escuchó. En los últimos años se había acostumbrado a ser foco de atención de la gente y de los medios de comunicación. La revista Women’s Wear Daily la había definido como «la personificación de la elegancia serena» y Cosmopolitan como «totalmente chic». En cuanto al Wall Street Journal se refería a ella como a «la princesa reinante de Bancroft». Por el contrario, los miembros del consejo de administración solían llamarla «el dolor de muelas».
Esta última opinión era la única que le importaba a _______. Lo que revistas y periódicos dijeran de ella le era indiferente, a menos que tuviera relación con los grandes almacenes. Sin embargo, lo que pensaran los miembros del directorio era harina de otro costal, ya que podían cerrarle el paso y cortar las alas de su sueño: la continua expansión de Bancroft por otras ciudades. En cuanto al presidente, su padre, no la trataba con mayor entusiasmo o afecto que los directores.
Pero aquel día, ni siquiera la batalla con su padre y el resto del equipo directivo podían ensombrecer su dicha. Era tan feliz que le resultó difícil contenerse y no ponerse a tararear el villancico que sonaba por los altavoces. En lugar de eso, hizo una travesura que de niña le encantaba. Se acercó a una de las columnas de espejos y, mirándose, fingió remeterse detrás de la oreja un mechón de pelo, después sonrió e hizo una mueca al agente de seguridad que sabía estaba dentro, en el hueco, al acecho de rateros.
Se volvió y se encaminó hacia las escaleras mecánicas. Lisa había tenido la idea de decorar cada planta con un color distinto y de armonizar los matices en función del género a la venta. En opinión de _______ era una idea muy efectiva, como comprobó al llegar a la segunda planta, donde estaba la sección de peletería y de los modelos exclusivos. Allí todos los árboles de Navidad estaban ornamentados con un malva suave y relucientes lazos de oro. Frente a las escaleras mecánicas, sentado ante una reproducción de su casa, estaba un Papá Noel vestido en blanco y oro. Tenía un maniquí sobre la rodilla: una hermosa mujer envuelta en un magnífico camisón francés, que con un dedo apuntaba a un abrigo de armiño forrado a malva, cuyo precio era de veinticinco mil dólares.
_______ sonrió al admirar la atmósfera de lujo desbordante, una provocación para los compradores que se aventuraran en aquella sección. A juzgar por el gran número de hombres que estaban mirando las pieles y de las mujeres que se estaban probando los vestidos de grandes diseñadores, el señuelo era acertado. En aquella sección, todo diseñador que trabajara para la empresa tenía su propio salón para despliegue de sus colecciones. _______ recorrió el pasillo principal saludando aquí y allá con una inclinación de la cabeza a empleados conocidos. En el salón de Geoffrey Beene dos rollizas mujeres, luciendo abrigos de armiño, admiraban un ceñido vestido adornado con abalorios azules. La etiqueta del precio marcaba siete mil dólares.
–Con ese vestido parecerás una bolsa de patatas, Margaret –advertía una a la otra.
Haciendo caso omiso, la mujer se volvió hacia la vendedora y preguntó:
–Supongo que no tendrá la talla veinte de este vestido, ¿verdad?
En el salón contiguo una señora apremiaba a su hija, una adolescente de unos dieciocho años, para que se probara un traje de terciopelo de Valentino, mientras una vendedora permanecía discretamente atenta unos pasos más allá, esperando ser útil.
–Si te gusta –protestaba la chica, dejándose caer en el sofá–, póntelo tú. No voy a ir a tu est/úpida fiesta. Ya te dije que quería pasar la Navidad en Suiza.
–Ya lo sé, querida –le replicó la madre con expresión culpable y arrepentida–, pero pensamos que esta vez sería agradable que pasáramos juntos las fiestas. –La malhumorada adolescente no parecía dispuesta a dar su brazo a torcer.
_______ miró su reloj y advirtió que ya era la una y se dirigió a los ascensores, ansiosa por encontrar a Lisa y darle la buena noticia. Se había pasado la mañana en la oficina del arquitecto revisando los planos del edificio de Houston. Y le esperaba una tarde muy ocupada.
El cuarto de diseño era, en realidad, un enorme almacén situado en el sótano. El lugar estaba atestado de mesas de dibujo, maniquíes desmembrados, gigantescas piezas de tela y los accesorios de todo tipo utilizados en los escaparates de exhibición durante la última década.
_______ se abrió paso en aquel caos que le resultaba tan familiar. Como parte de su primer aprendizaje había trabajado en todos los departamentos de los almacenes.
–Lisa –llamó, y una docena de ayudantes de su amiga levantaron la cabeza–. ¿Lisa?
–¡Aquí! –respondió una voz amortiguada. Una de las mesas fue desplazada y de debajo emergió la cabeza de Lisa–. ¿Qué pasa ahora? –preguntó irritada, clavando la mirada en las piernas de _______–. ¿Cómo se puede trabajar con tantas interrupciones?
–Eso digo yo –convino _______ al tiempo que se sentaba sobre la mesa y sonreía ante el sorprendido rostro de su amiga–. Nunca he sabido cómo encuentras aquí las cosas, y menos todavía cómo eres capaz de crearlas.
–¡Hola! –saludó Lisa, arrastrándose por debajo de la mesa–. He estado intentando instalar unos alambres aquí abajo para tener la lista para la representación de la cena de Navidad que llevaremos a cabo en la sección de muebles. ¿Cómo te fue anoche con Parker?
–Oh, bien. Más o menos como de costumbre. –mintió _______, y con la mano izquierda empezó a juguetear con la solapa de su abrigo, moviéndola ostensiblemente. Llevaba puesto el anillo de compromiso, un zafiro. El día anterior, le había dicho a Lisa que tenía el presentimiento de que Parker iba a declararse.
Lisa puso los brazos en jarras.
–¿Cómo de costumbre...? Por dios, _______, se divorció hace dos años y has estado saliendo con él desde hace nueve meses. Pasas con sus hijas tanto tiempo como con él. Eres hermosa e inteligente, los hombres se enamoran de ti en cuanto te ven, pero Parker ha estado frecuentándote durante mucho tiempo y muy de cerca. Me parece que pierdes el tiempo con ese hombre. Si el muy idi/ota quisiera casarse contigo, hace tiempo que lo habría dicho.
–Me lo ha dicho –confirmó _______ con una sonrisa triunfal, pero Lisa había iniciado su crítica habitual y tardó un poco en reaccionar.
–De todos modos, no es tu tipo. Lo que tú necesitas es un hombre que te saque de esa corteza conservadora en que vives encerrada. Alguien que te obligue a hacer cosas impulsivas, locuras, como votar a un demócrata una vez o ir a la Ópera los viernes en lugar de los sábados. Parker se parece demasiado a ti, es demasiado metódico, demasiado estable, demasiado prudente, demasiado... ¿Bromeas? ¿Se te ha declarado?
_______ asintió, y la mirada de Lisa reparó por fin en el zafiro negro engastado en su anticuada montura.
–¿Tu anillo de compromiso? –preguntó cogiéndole la mano, y al examinar el anillo dejó de sonreír y frunció el entrecejo–. ¿Qué es esto?
–Es un zafiro –le contestó _______, impasible ante la falta de entusiasmo de su amiga. En primer lugar, siempre le había gustado la franqueza de Lisa, pero además, ni siquiera ella, que amaba a Parker, podía convencerse de que el anillo era deslumbrantemente hermoso. Se trataba de una bonita reliquia familiar. La complacía, eso era todo.
–Supuse que era un zafiro, pero ¿qué son esas piedras más pequeñas? No brillan como los buenos diamantes.
–Tienen un corte antiguo, sin muchas facetas. El anillo también es antiguo. Perteneció a la bisabuela de Parker.
–No podía permitirse uno nuevo, ¿eh? –bromeó Lisa, y agregó–: ¿Sabes, _______? Hasta que te conocí creía que los ricos compraban cosas magníficas sin mirar el precio.
–Eso hacen los nuevos ricos –puntualizó _______–– El dinero viejo es dinero tranquilo.
–Bueno, pues, entonces el dinero viejo podría aprender algo del nuevo. Vosotros, guardáis las cosas hasta que se estropean. Si me comprometo alguna vez y el tipo intenta regalarme el viejo anillo de su bisabuela, lo mando al diablo. ¿Y de qué está hecho el engarce? No es que reluzca mucho –concluyó con voz escandalizada.
–Es platino –le replicó _______, sofocando la risa.
–Lo sabía. Supongo que ese material no se gasta y por eso alguien lo encargó de platino, hace un par de siglos.
–Así es –confirmó _______, y por fin se echó a reír.
–De veras, _______ –añadió Lisa, riendo con su amiga–, si no fuera porque te sientes obligada a ser un anuncio viviente de Bancroft, todavía vestirías las prendas de la universidad.
–Solo si fueran muy resistentes. –Sin fingir más, Lisa abrazó a su amiga.
–No te llega a la suela de los zapatos. Nadie te llega a la suela de los zapatos.
–Es perfecto para mí –aseguró _______–. Mañana por la noche se celebra el baile a beneficio de la ópera. Te daré dos entradas, una para ti y otra para Phil. –_______ se refería al fotógrafo comercial con quien salía Lisa–. Después habrá una fiesta en que anunciaremos nuestro compromiso.
–Phil está en Nueva York, pero yo iré igualmente. Después de todo, si Parker va a formar parte de nuestra familia, tengo que aprender a quererlo. –Con una sonrisa incontenible, añadió–: Aunque sonría a las viudas...
–Lisa –dijo _______ con tono más serio–, a Parker no le gustan tus bromas sobre banqueros y tú lo sabes. Ahora que estamos comprometidos, ¿me harás el favor de dejar de incordiarlo?
–Lo intentaré –prometió Lisa–. No más peleas ni chistes de banqueros.
–¿También dejarás de llamarlo señor Drysdale?
–Dejaré de ver las reposiciones de Beverly Hillbillies –aseguró Lisa.
–Gracias –le contestó _______, y se puso de pie. Lisa se apartó de pronto, muy preocupada por las arrugas de una gran pieza de terciopelo rojo.
–¿Pasa algo?
–¿Que si pasa algo? –replicó Lisa volviendo el rostro, en el que lucía una sonrisa demasiado amplia–. ¿Qué iba a pasar? Mi mejor amiga se ha comprometido con el hombre de sus sueños. ¿Qué vas a ponerte mañana por la noche? –preguntó súbitamente para cambiar de tema.
–Todavía no lo sé. Mañana pasaré por la segunda planta y elegiré algo impactante. Aprovecharé para mirar también los vestidos de novia. Parker quiere un casamiento importante, sin que le falte un solo detalle. Por el hecho de que ya pasó por una boda formal a lo grande, no quiere dejarme a mí sin ella.
–¿Sabe lo de tu otro...? Me refiero a lo de tu otro matrimonio.
–Lo sabe –contestó _______ con voz más bien sombría–. Se mostró muy amable y comprensivo... –Se interrumpió cuando por el sistema de megafonía sonaron insistentemente unas campanadas. Los clientes estaban acostumbrados y no hacían caso, pero los jefes de departamento sabían que se trataba de un código y se detenían a escuchar por si se trataba del suyo, en cuyo caso se apresuraban a responder. _______ oyó dos campanadas cortas seguida de otra tras una breve pausa.
–Es mi código –dijo suspirando y poniéndose de pie–. Tengo que ir enseguida. Dentro de una hora hay una reunión de directivos y todavía tengo que leer unas notas.
–¡No les facilites nada! –dijo Lisa, mientras se agachaba para meterse de nuevo debajo de la mesa.
A _______ le recordó a una niña pelirroja y desgreñada que jugaba en una tienda improvisada en el comedor familiar. _______ se dirigió al teléfono colgado de la pared, cerca de la puerta, y llamó a la operadora de los almacenes.
–_______ Bancroft –dijo–. Acaba de tocar mi código.
–Sí, señorita Bancroft –confirmó la operadora–. El señor Braden, del departamento de seguridad, pregunta si puede usted acudir a la oficina con urgencia. Se trata de algo importante.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
14
Las oficinas de seguridad estaban situadas en la planta sexta, discretamente escondidas tras una falsa pared. Como vicepresidenta de operaciones, el departamento de seguridad estaba bajo la jurisdicción de _______.
Rodeada de trenes eléctricos y victorianas casas de muñecas, abriéndose paso entre el gentío, _______ avanzó pensando en quién habían atrapado esta vez. Si requerían su presencia, debía de tratarse de alguien importante, pues por un simple ratero no la llamarían. Tal vez se tratara de un empleado. Desde los ejecutivos hasta los vendedores eran sometidos a la más estricta vigilancia. Aunque los rateros cometían el ochenta por ciento de los hurtos, los mayores perjuicios económicos los causaba el otro veinte por ciento. A diferencia de aquellos, que solo podían robar lo que lograban esconder, los empleados tenían muchas oportunidades y métodos para saquear diariamente las tiendas. El mes anterior, el departamento de seguridad había atrapado a un vendedor que había estado extendiendo créditos falsos a amigos, por inexistentes devoluciones de mercancía. Y dos meses atrás un comprador de joyería fue despedido por aceptar sobornos, hasta una suma de diez mil dólares, para adquirir artículos de inferior calidad, cosa que hizo en connivencia con tres proveedores. _______ siempre creyó que había algo muy sórdido y enfermizo en un empleado ladrón o estafador de la empresa en que prestaba sus servicios. A ella le resultaba difícil no sentirse traicionada. Tensa, se detuvo ante una puerta sobre la que se leía: «Mark Braden, Director de Seguridad y Prevención de Pérdidas». Entró en la sala de espera anexa a la oficina de Mark.
Dos mujeres se hallaban sentadas en sendas sillas de vinilo y aluminio, pegadas a la pared. Una era joven, de poco más de veinte años; la otra, una anciana de más de setenta. Ambas estaban vigiladas por un guardia de seguridad uniformado. La joven se acurrucaba en la silla, con los brazos cruzados sobre el pecho y rastros de lágrimas en sus mejillas. Parecía pobre y asustada, una ruina humana. En agudo contraste, la anciana era el vivo retrato de la alegría y la elegancia: una muñeca antigua de porcelana, vestida con un traje Chanel rojo y negro. Se sentaba muy erguida, con el bolso de mano pegado a las rodillas.
––Buenos días, querida –gorjeó con voz aguda al ver a _______–. ¿Cómo te encuentras hoy?
–Muy bien, señora Fiorenza –contestó _______, ahogando su sentimiento de frustración al reconocer a la dama. El marido de Agnes Fiorenza no solo era un respetado pilar de la comunidad, padre de un senador del estado, sino también miembro del equipo directivo de Bancroft. Esto último hacía que la situación fuera muy delicada, razón por la cual _______ había sido convocada por el jefe de seguridad–. ¿Cómo está usted? –le preguntó _______ espontáneamente.
–Muy desdichada. Hace media hora que me tienen aquí, aunque le he dicho al señor Braden que se me está haciendo tarde. Dentro de media hora tengo que asistir a un almuerzo en honor del senador Fiorenza, que se sentirá contrariado sino me ve. Después tengo que hablar ante la Junior League. ¿Crees que podrías instar al señor Braden?
–Veré qué puedo hacer –le contestó _______, pero en su rostro no se reflejaba más que la indiferencia cuando abrió la puerta de Mark. Lo encontró bebiendo café, inclinado sobre su escritorio y hablando con el agente que había sorprendido a la joven ladronzuela.
Mark Braden eran un hombre atractivo, de cuarenta y cinco años, pelo rojizo y ojos castaños. Había sido especialista de seguridad en las fuerzas aéreas, y ahora, en Bancroft, se tomaba el trabajo tan a pecho como en su antiguo empleo. _______ lo respetaba y confiaba en él, además de resultarle simpático.
–He visto a Agnes Fiorenza en la sala de espera. Quiere que te diga que por tu culpa va a llegar tarde a un almuerzo muy importante –comentó con tono irónico.
Braden levantó una mano con gesto de desesperanzado disgusto; luego la dejó caer y repuso:
–Mis instrucciones son que te las arregles tú con ese viejo murciélago.
–¿Qué ha robado esta vez?
–Un cinturón Lieber, un bolso Givenchy y esto. –Le mostró a _______ unos grandes pendientes de cristal azul. Habrían quedado ridículos colgando de las orejas de la diminuta y anciana mujer.
–¿Cuánto crédito le queda? –preguntó _______, refiriéndose a la cuenta que el resignado marido de la dama mantenía abierta en los grandes almacenes para cubrir los hurtos de su mujer.
–Cuatrocientos dólares. No cubren lo robado.
–Hablaré con ella, pero primero me gustaría que me ofrecieras una taza de café. –_______ estaba harta de pasar por alto la actitud de la anciana, mientras que otros, como la joven sentada a su lado, sentía sobre sus hombros todo el peso de la ley–. Le diré a los porteros que no dejen entrar a la señora Fiorenza –decidió _______ conciente de que podría despertar las iras del marido de la mujer–. ¿Qué se llevaba la joven?
–Un traje de esquí de niño, mitones y un par de suéteres. Lo niega –añadió encogiéndose de hombros un gesto fatalista, al tiempo que le tendía a _______ la taza de café–. La hemos grabado en vídeo. El valor total es de doscientos dólares.
_______ asintió y bebió un sorbo de café. Le habría gustado de todo corazón que la pobre mujer hubiera confesado. Negando el hurto, obligaba a Bancroft a probarlo y a llevarla a los tribunales. De lo contrario, la empresa corría el riesgo de enfrentarse a una querella por detención injusta.
–¿Tiene antecedentes penales?
–Según mi contacto en el departamento de policía, no.
–¿La dejarías ir sin cargos si firma una confesión?
–¿Para qué?
–Llevarla ante el juez es caro, y además no está fichada. Por otra parte, me parece muy desagradable que una vez más, la señora Fiorenza salga de esta con una simple reprimenda por robar artículos de lujo que muy bien puede pagar, mientras que una pobre mujer es denunciada por hurtar ropa para su hijo.
–Te propongo un trato. Tú destierras a Fiorenza y yo dejo ir a la otra con tal que confiese su hurto. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –aceptó _______ enfáticamente.
–Que entre la anciana –ordenó Mark al agente de seguridad.
La señora hizo su entrada envuelta en una nube de perfume Joy, sonriendo pero con una ligera expresión de turbación.
–Dios mío, cuánto me ha hecho esperar, señor Braden.
–Señora Fiorenza –dijo _______, tomando las riendas del asunto–, ya son muchas las veces que nos pone usted en un compromiso a causa de su insistencia de llevarse cosas sin pagar por ellas.
–Oh, _______, se que puedo resultar fastidiosa, pero eso no justifica tu tono de censura.
–¡Señora Fiorenza! –exclamó _______ irritada, al ver que la mujer le hablaba como si se estuviera dirigiendo a un niño mal educado–. Hay gente que se pasa años en la cárcel por robar cosas de menor valor que esas. –Señaló el cinturón, el bolso y los pendientes–. Ahí fuera hay una joven que ha robado ropa de abrigo para un niño, y corre el peligro de terminar en la cárcel. En cambio usted... usted roba tonterías que no necesita...
–Por el amor de Dios, _______ –interrumpió la señora Fiorenza, asombrada–, No irás a pensar que tomé esos pendientes para mi uso personal. No soy tan egoísta, lo sabes muy bien. También hago obras de caridad.
Confusa, _______ vaciló.
–¿Insinúa que dona las cosas que hurta? ¿Cosas como estos pendientes?
–¡Qué graciosa! –replicó la anciana alzando su cara de muñeca china con expresión escandalizada–. ¿Qué caridad sería esa? Estos pendientes son horribles. Los cogí para dárselos a mi doncella. Tiene un gusto detestable y la harán feliz. Aunque en mi opinión deberías decirle a quien los compró para Bancroft que artículos así no favorecen en nada la imagen del negocio. Están bien para Goldblatt, pero...
–Señora Fiorenza –le interrumpió _______ sin hacer caso de las absurdas palabras de la señora–, el mes pasado le advertí que si volvíamos a sorprenderla llevándose algo no tendría más remedio que prohibirle entrada.
–No hablas en serio.
–Muy en serio.
–¿Vas a prohibirme la entrada?
–Sí.
–¡Es un ultraje!
–Lo siento.
–Mí marido lo sabrá –declaró la anciana, con voz más bien tímida y patética.
–Se enterará si usted se lo dice –puntualizó _______, intuyendo que la dama sentía más miedo que ira.
La señora Fiorenza irguió la cabeza y habló, pero su tono desmentía el desdén de sus palabras:
–No tengo el menor deseo de volver a hacer compras aquí. En lo sucesivo, lo haré en I. Magnin. Allí no se les ocurriría, ni remotamente, tener en el mostrador unos pendientes tan horrorosos como estos.
Cogió el bolso que momentos antes había dejado sobre el escritorio, se arregló el suave y blanco pelo con las manos y salió con aire altivo. Apoyada contra la pared, _______ miró a los dos empleados de seguridad y bebió un sorbo de café. Se sentía triste e incómoda como si hubiera abofeteado a una anciana. Después de todo, el marido de la señora Fiorenza desembolsaba el valor de los robos de su mujer. En consecuencia, Bancroft no perdía dinero... excepto cuando la ladrona escapaba impune.
Al cabo de unos segundos _______ se dirigió a Mark.
–¿No te parece que tenía un aspecto... patético? A mí me dio esa impresión.
–A mí no.
–Es por su propio bien, supongo –prosiguió _______ al tiempo que escrutaba la extraña mirada del jefe de seguridad–. Tal vez al castigarla en lugar de hacer la vista gorda le hayamos dado una lección. ¿De acuerdo?
Braden sonrió con lentitud, como si estuviera divirtiéndose. Luego, sin responder a _______, tomó el teléfono y apretó cuatro botones.
–Dan –dijo a uno de los agentes de seguridad de la planta principal–, la señora Fiorenza va a salir. Detenla e insiste en que te entregue el cinturón Lieber que lleva en el bolso. Exacto –prosiguió sonriendo ante la sorprendida expresión de _______–, el mismo cinturón por cuyo robo la has detenido antes. Se lo acaba de llevar de mi escritorio.
Cuando colgó, _______ se había sacudido su asombrada pesadumbre. Miró su reloj y pensó en la reunión de directivos.
–Te veré más tarde en la reunión. ¿Tienes listo tu informe?
–Sí. Mi departamento marcha bien. Hemos reducido las pérdidas aproximadamente en un ocho por ciento en relación con el año pasado.
–Eso es maravilloso –comentó _______ con sinceridad.
Ahora más que nunca, _______ deseaba que su división resplandeciera. El cardiólogo de su padre insistía en que este debería retirarse de Bancroft o, en el peor de los casos, tomarse seis meses de vacaciones. Philip se había decidido por la última opción y, el día anterior, se había entrevistado con el directorio para discutir quién lo sustituiría en la presidencia mientras él estaba ausente. Más allá de eso, _______ solo sabía que aspiraba ardientemente a ser ella la presidenta en funciones. Al menos cuatro de los otros vicepresidentes votarían a su favor. Había trabajado muy duro, más que nadie, y aunque no durante tanto tiempo como dos de los vicepresidentes, lo había hecho con una diligencia feroz y con un éxito que nadie podía negarle.
Además, la presidencia de la compañía la había ostentado siempre un Bancroft y, de no ser ella una mujer, sin duda habría sustituido inmediatamente a su padre, con el beneplácito de todos. Su abuelo era más joven que ella cuando se hizo cargo de la presidencia, pero no había tenido que luchar contra el prejuicio paterno según el cual las mujeres estaban descartadas, ni tampoco contra un consejo de administración todopoderoso.
El poder del consejo era, en parte, producto de la política de la propia _______ que, con arduos esfuerzos, consiguió su objetivo de expansión. Se había necesitado mucho capital para instalar sucursales en otras ciudades, y tanto dinero solo se obtuvo cotizando en bolsa. Hubo que vender acciones del paquete de Bancroft, y ahora cualquiera podía tener una participación, equivalente a un voto. Como resultado, los integrantes de la junta eran elegidos por los accionistas –a los que tenían que rendir cuentas de su gestión–, en lugar de ser títeres escogidos y controlados por Philip Bancroft. Lo peor para _______ era que todos los miembros de la junta poseían grandes paquetes de acciones, lo que les otorgaba mayor poder de voto. No obstante, había un aspecto positivo, y era que muchos de ellos habían figurado entre los doce miembros del antiguo consejo; eran viejos amigos o conocidos del mundo de los negocios del padre y del abuelo de _______. Estos tendían a obrar todavía según las indicaciones de Philip Bancroft.
_______ necesitaba la presidencia interina para demostrarle a su padre y al directorio que, cuando él se jubilara, ella podía sustituirlo con toda solvencia.
Si su padre la recomendaba como presidenta interina, sin duda los miembros de la junta la aceptarían. Sin embargo, Philip no se había mostrado entusiasmado ante la idea de que _______ lo sustituyera. En realidad no había dicho nada en un sentido ni en otro, lo que a su hija le resultaba indignante. De la reunión de Philip con la junta no había trascendido nada, ni siquiera la fecha del nombramiento de un presidente interino.
_______ dejó la taza de café sobre la mesa de Mark y observó el pequeño traje de invierno hurtado por la joven que estaba sentada en la sala de espera. La prenda le recordó que nunca podría ser madre y sintió la punzada de tristeza que este pensamiento solía provocarle. No obstante, hacía tiempo que había aprendido a ocultar sus emociones en el trabajo. Sonrió con normalidad y, dirigiéndose a la puerta, dijo:
Las oficinas de seguridad estaban situadas en la planta sexta, discretamente escondidas tras una falsa pared. Como vicepresidenta de operaciones, el departamento de seguridad estaba bajo la jurisdicción de _______.
Rodeada de trenes eléctricos y victorianas casas de muñecas, abriéndose paso entre el gentío, _______ avanzó pensando en quién habían atrapado esta vez. Si requerían su presencia, debía de tratarse de alguien importante, pues por un simple ratero no la llamarían. Tal vez se tratara de un empleado. Desde los ejecutivos hasta los vendedores eran sometidos a la más estricta vigilancia. Aunque los rateros cometían el ochenta por ciento de los hurtos, los mayores perjuicios económicos los causaba el otro veinte por ciento. A diferencia de aquellos, que solo podían robar lo que lograban esconder, los empleados tenían muchas oportunidades y métodos para saquear diariamente las tiendas. El mes anterior, el departamento de seguridad había atrapado a un vendedor que había estado extendiendo créditos falsos a amigos, por inexistentes devoluciones de mercancía. Y dos meses atrás un comprador de joyería fue despedido por aceptar sobornos, hasta una suma de diez mil dólares, para adquirir artículos de inferior calidad, cosa que hizo en connivencia con tres proveedores. _______ siempre creyó que había algo muy sórdido y enfermizo en un empleado ladrón o estafador de la empresa en que prestaba sus servicios. A ella le resultaba difícil no sentirse traicionada. Tensa, se detuvo ante una puerta sobre la que se leía: «Mark Braden, Director de Seguridad y Prevención de Pérdidas». Entró en la sala de espera anexa a la oficina de Mark.
Dos mujeres se hallaban sentadas en sendas sillas de vinilo y aluminio, pegadas a la pared. Una era joven, de poco más de veinte años; la otra, una anciana de más de setenta. Ambas estaban vigiladas por un guardia de seguridad uniformado. La joven se acurrucaba en la silla, con los brazos cruzados sobre el pecho y rastros de lágrimas en sus mejillas. Parecía pobre y asustada, una ruina humana. En agudo contraste, la anciana era el vivo retrato de la alegría y la elegancia: una muñeca antigua de porcelana, vestida con un traje Chanel rojo y negro. Se sentaba muy erguida, con el bolso de mano pegado a las rodillas.
––Buenos días, querida –gorjeó con voz aguda al ver a _______–. ¿Cómo te encuentras hoy?
–Muy bien, señora Fiorenza –contestó _______, ahogando su sentimiento de frustración al reconocer a la dama. El marido de Agnes Fiorenza no solo era un respetado pilar de la comunidad, padre de un senador del estado, sino también miembro del equipo directivo de Bancroft. Esto último hacía que la situación fuera muy delicada, razón por la cual _______ había sido convocada por el jefe de seguridad–. ¿Cómo está usted? –le preguntó _______ espontáneamente.
–Muy desdichada. Hace media hora que me tienen aquí, aunque le he dicho al señor Braden que se me está haciendo tarde. Dentro de media hora tengo que asistir a un almuerzo en honor del senador Fiorenza, que se sentirá contrariado sino me ve. Después tengo que hablar ante la Junior League. ¿Crees que podrías instar al señor Braden?
–Veré qué puedo hacer –le contestó _______, pero en su rostro no se reflejaba más que la indiferencia cuando abrió la puerta de Mark. Lo encontró bebiendo café, inclinado sobre su escritorio y hablando con el agente que había sorprendido a la joven ladronzuela.
Mark Braden eran un hombre atractivo, de cuarenta y cinco años, pelo rojizo y ojos castaños. Había sido especialista de seguridad en las fuerzas aéreas, y ahora, en Bancroft, se tomaba el trabajo tan a pecho como en su antiguo empleo. _______ lo respetaba y confiaba en él, además de resultarle simpático.
–He visto a Agnes Fiorenza en la sala de espera. Quiere que te diga que por tu culpa va a llegar tarde a un almuerzo muy importante –comentó con tono irónico.
Braden levantó una mano con gesto de desesperanzado disgusto; luego la dejó caer y repuso:
–Mis instrucciones son que te las arregles tú con ese viejo murciélago.
–¿Qué ha robado esta vez?
–Un cinturón Lieber, un bolso Givenchy y esto. –Le mostró a _______ unos grandes pendientes de cristal azul. Habrían quedado ridículos colgando de las orejas de la diminuta y anciana mujer.
–¿Cuánto crédito le queda? –preguntó _______, refiriéndose a la cuenta que el resignado marido de la dama mantenía abierta en los grandes almacenes para cubrir los hurtos de su mujer.
–Cuatrocientos dólares. No cubren lo robado.
–Hablaré con ella, pero primero me gustaría que me ofrecieras una taza de café. –_______ estaba harta de pasar por alto la actitud de la anciana, mientras que otros, como la joven sentada a su lado, sentía sobre sus hombros todo el peso de la ley–. Le diré a los porteros que no dejen entrar a la señora Fiorenza –decidió _______ conciente de que podría despertar las iras del marido de la mujer–. ¿Qué se llevaba la joven?
–Un traje de esquí de niño, mitones y un par de suéteres. Lo niega –añadió encogiéndose de hombros un gesto fatalista, al tiempo que le tendía a _______ la taza de café–. La hemos grabado en vídeo. El valor total es de doscientos dólares.
_______ asintió y bebió un sorbo de café. Le habría gustado de todo corazón que la pobre mujer hubiera confesado. Negando el hurto, obligaba a Bancroft a probarlo y a llevarla a los tribunales. De lo contrario, la empresa corría el riesgo de enfrentarse a una querella por detención injusta.
–¿Tiene antecedentes penales?
–Según mi contacto en el departamento de policía, no.
–¿La dejarías ir sin cargos si firma una confesión?
–¿Para qué?
–Llevarla ante el juez es caro, y además no está fichada. Por otra parte, me parece muy desagradable que una vez más, la señora Fiorenza salga de esta con una simple reprimenda por robar artículos de lujo que muy bien puede pagar, mientras que una pobre mujer es denunciada por hurtar ropa para su hijo.
–Te propongo un trato. Tú destierras a Fiorenza y yo dejo ir a la otra con tal que confiese su hurto. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –aceptó _______ enfáticamente.
–Que entre la anciana –ordenó Mark al agente de seguridad.
La señora hizo su entrada envuelta en una nube de perfume Joy, sonriendo pero con una ligera expresión de turbación.
–Dios mío, cuánto me ha hecho esperar, señor Braden.
–Señora Fiorenza –dijo _______, tomando las riendas del asunto–, ya son muchas las veces que nos pone usted en un compromiso a causa de su insistencia de llevarse cosas sin pagar por ellas.
–Oh, _______, se que puedo resultar fastidiosa, pero eso no justifica tu tono de censura.
–¡Señora Fiorenza! –exclamó _______ irritada, al ver que la mujer le hablaba como si se estuviera dirigiendo a un niño mal educado–. Hay gente que se pasa años en la cárcel por robar cosas de menor valor que esas. –Señaló el cinturón, el bolso y los pendientes–. Ahí fuera hay una joven que ha robado ropa de abrigo para un niño, y corre el peligro de terminar en la cárcel. En cambio usted... usted roba tonterías que no necesita...
–Por el amor de Dios, _______ –interrumpió la señora Fiorenza, asombrada–, No irás a pensar que tomé esos pendientes para mi uso personal. No soy tan egoísta, lo sabes muy bien. También hago obras de caridad.
Confusa, _______ vaciló.
–¿Insinúa que dona las cosas que hurta? ¿Cosas como estos pendientes?
–¡Qué graciosa! –replicó la anciana alzando su cara de muñeca china con expresión escandalizada–. ¿Qué caridad sería esa? Estos pendientes son horribles. Los cogí para dárselos a mi doncella. Tiene un gusto detestable y la harán feliz. Aunque en mi opinión deberías decirle a quien los compró para Bancroft que artículos así no favorecen en nada la imagen del negocio. Están bien para Goldblatt, pero...
–Señora Fiorenza –le interrumpió _______ sin hacer caso de las absurdas palabras de la señora–, el mes pasado le advertí que si volvíamos a sorprenderla llevándose algo no tendría más remedio que prohibirle entrada.
–No hablas en serio.
–Muy en serio.
–¿Vas a prohibirme la entrada?
–Sí.
–¡Es un ultraje!
–Lo siento.
–Mí marido lo sabrá –declaró la anciana, con voz más bien tímida y patética.
–Se enterará si usted se lo dice –puntualizó _______, intuyendo que la dama sentía más miedo que ira.
La señora Fiorenza irguió la cabeza y habló, pero su tono desmentía el desdén de sus palabras:
–No tengo el menor deseo de volver a hacer compras aquí. En lo sucesivo, lo haré en I. Magnin. Allí no se les ocurriría, ni remotamente, tener en el mostrador unos pendientes tan horrorosos como estos.
Cogió el bolso que momentos antes había dejado sobre el escritorio, se arregló el suave y blanco pelo con las manos y salió con aire altivo. Apoyada contra la pared, _______ miró a los dos empleados de seguridad y bebió un sorbo de café. Se sentía triste e incómoda como si hubiera abofeteado a una anciana. Después de todo, el marido de la señora Fiorenza desembolsaba el valor de los robos de su mujer. En consecuencia, Bancroft no perdía dinero... excepto cuando la ladrona escapaba impune.
Al cabo de unos segundos _______ se dirigió a Mark.
–¿No te parece que tenía un aspecto... patético? A mí me dio esa impresión.
–A mí no.
–Es por su propio bien, supongo –prosiguió _______ al tiempo que escrutaba la extraña mirada del jefe de seguridad–. Tal vez al castigarla en lugar de hacer la vista gorda le hayamos dado una lección. ¿De acuerdo?
Braden sonrió con lentitud, como si estuviera divirtiéndose. Luego, sin responder a _______, tomó el teléfono y apretó cuatro botones.
–Dan –dijo a uno de los agentes de seguridad de la planta principal–, la señora Fiorenza va a salir. Detenla e insiste en que te entregue el cinturón Lieber que lleva en el bolso. Exacto –prosiguió sonriendo ante la sorprendida expresión de _______–, el mismo cinturón por cuyo robo la has detenido antes. Se lo acaba de llevar de mi escritorio.
Cuando colgó, _______ se había sacudido su asombrada pesadumbre. Miró su reloj y pensó en la reunión de directivos.
–Te veré más tarde en la reunión. ¿Tienes listo tu informe?
–Sí. Mi departamento marcha bien. Hemos reducido las pérdidas aproximadamente en un ocho por ciento en relación con el año pasado.
–Eso es maravilloso –comentó _______ con sinceridad.
Ahora más que nunca, _______ deseaba que su división resplandeciera. El cardiólogo de su padre insistía en que este debería retirarse de Bancroft o, en el peor de los casos, tomarse seis meses de vacaciones. Philip se había decidido por la última opción y, el día anterior, se había entrevistado con el directorio para discutir quién lo sustituiría en la presidencia mientras él estaba ausente. Más allá de eso, _______ solo sabía que aspiraba ardientemente a ser ella la presidenta en funciones. Al menos cuatro de los otros vicepresidentes votarían a su favor. Había trabajado muy duro, más que nadie, y aunque no durante tanto tiempo como dos de los vicepresidentes, lo había hecho con una diligencia feroz y con un éxito que nadie podía negarle.
Además, la presidencia de la compañía la había ostentado siempre un Bancroft y, de no ser ella una mujer, sin duda habría sustituido inmediatamente a su padre, con el beneplácito de todos. Su abuelo era más joven que ella cuando se hizo cargo de la presidencia, pero no había tenido que luchar contra el prejuicio paterno según el cual las mujeres estaban descartadas, ni tampoco contra un consejo de administración todopoderoso.
El poder del consejo era, en parte, producto de la política de la propia _______ que, con arduos esfuerzos, consiguió su objetivo de expansión. Se había necesitado mucho capital para instalar sucursales en otras ciudades, y tanto dinero solo se obtuvo cotizando en bolsa. Hubo que vender acciones del paquete de Bancroft, y ahora cualquiera podía tener una participación, equivalente a un voto. Como resultado, los integrantes de la junta eran elegidos por los accionistas –a los que tenían que rendir cuentas de su gestión–, en lugar de ser títeres escogidos y controlados por Philip Bancroft. Lo peor para _______ era que todos los miembros de la junta poseían grandes paquetes de acciones, lo que les otorgaba mayor poder de voto. No obstante, había un aspecto positivo, y era que muchos de ellos habían figurado entre los doce miembros del antiguo consejo; eran viejos amigos o conocidos del mundo de los negocios del padre y del abuelo de _______. Estos tendían a obrar todavía según las indicaciones de Philip Bancroft.
_______ necesitaba la presidencia interina para demostrarle a su padre y al directorio que, cuando él se jubilara, ella podía sustituirlo con toda solvencia.
Si su padre la recomendaba como presidenta interina, sin duda los miembros de la junta la aceptarían. Sin embargo, Philip no se había mostrado entusiasmado ante la idea de que _______ lo sustituyera. En realidad no había dicho nada en un sentido ni en otro, lo que a su hija le resultaba indignante. De la reunión de Philip con la junta no había trascendido nada, ni siquiera la fecha del nombramiento de un presidente interino.
_______ dejó la taza de café sobre la mesa de Mark y observó el pequeño traje de invierno hurtado por la joven que estaba sentada en la sala de espera. La prenda le recordó que nunca podría ser madre y sintió la punzada de tristeza que este pensamiento solía provocarle. No obstante, hacía tiempo que había aprendido a ocultar sus emociones en el trabajo. Sonrió con normalidad y, dirigiéndose a la puerta, dijo:
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
–Hablaré con la mujer ahí fuera. ¿Cómo se llama?
Mark le dio el nombre y _______ salió de la oficina.
–Soy _______ Bancroft, señora Jordan.
La ladrona, una joven madre de tez pálida, se puso de pie.
–He visto su fotografía en los diarios –musitó Sandra Jordan–. Sé quién es usted. ¿Y qué?
–Bueno, si usted sigue negando haber cometido estos robos, la empresa no tendrá más alternativas que acusarla judicialmente.
Tan hostil era la actitud de la señora Jordan, que si _______ no hubiera sabido lo que se había llevado y no hubiera advertido el brillo de las lágrimas en sus ojos, habría renunciado a ayudarla.
–Escúcheme con atención, señora Jordan, porque quiero ayudarla. Si no sigue mi consejo tendrá que cargar con las consecuencias. Supongamos que usted se empeña en negar el robo y que la dejamos ir sin denunciarla y sin demostrar su culpabilidad. En tal caso, usted podría acusarnos de detención y retención ilegal. La empresa no puede arriesgarse a ser objeto de una querella judicial de esta índole, por lo que si usted insiste en su actitud, nos obligará a pasar por todo el proceso jurídico, puesto que la hemos detenido. ¿Me he explicado bien? Hay un vídeo en que se la ve hurtando prendas de niño. Fue filmado por una de las cámaras de seguridad. Se lo mostraremos al tribunal, no solo para probar que usted es culpable, sino sobre todo para probar que nosotros somos inocentes del delito de acusarla sin razón. ¿Comprende?
_______ hizo una pausa y miró fijamente el rostro rígido de la joven, incapaz de adivinar si esta se daba cuenta de que le estaba tendiendo un cable.
–¿Debo creer que ustedes sueltan a los ladrones de tiendas con tal que admitan su culpabilidad? –inquirió entre incrédula y desdeñosa.
–¿Es usted una ladrona, señora Jordan? –le replicó _______–. ¿Una vulgar ladrona? –Antes de que la mujer contestara, añadió–: Las ladronas de su edad suelen llevarse vestidos para ellas, o joyas y perfumes. Usted ha robado ropa de niño. Prefiero pensar que es una madre desesperada, que actúa por la necesidad de que su niño no pase frío.
La joven, más acostumbrada a enfrentarse con un mundo cruel que con uno amable, se derrumbó ante _______. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
–He visto en la tele que nunca se debe admitir nada sin la presencia de un abogado.
–¿Tiene abogado?
–No.
–Si no admite el robo necesitará uno.
Sandra Jordan tragó saliva y dijo:
–Antes de confesar, ¿firmaría usted un escrito... un papel legal, renunciando a acusarme ante la policía?
Aquella propuesta era nueva para _______. Sin consultar con los abogados de la empresa no podía estar segura de que tan inusual procedimiento no acarreara luego complicaciones jurídicas como por ejemplo un soborno o algo parecido. Así pues, meneó la cabeza.
–Complica usted las cosas innecesariamente, señora Jordan.
La joven madre se estremeció entre el miedo y la duda. Exhaló un hondo y tembloroso suspiro y luego preguntó a _______:
–Si confieso haber robado esas prendas, ¿me da usted al menos su palabra de que luego no me echará a la policía encima?
–¿Aceptaría mi palabra? –inquirió _______ a su vez.
La señora Jordan contempló un instante el rostro de _______.
–¿Debería hacerlo? –preguntó por fin, con voz temblorosa a causa del miedo.
–Sí –respondió. _______ asintió con una expresión dulce en el rostro
Tras vacilar de nuevo un instante, volvió a suspirar y finalmente susurró, asintiendo con la cabeza.
–Sí. Yo... robé esas cosas.
Mark Braden había salido del despacho y _______ le miró de reojo.
–La señora Jordan admite los hechos.
–Está bien –dijo Mark con tono inexpresivo. Llevaba en la mano un impreso, que le tendió a la triste mujer junto con un bolígrafo.
–Usted no mencionó –dijo Sandra, mirando a _______– que tendría que firmar una confesión.
–Cuando la haya firmado, podrá marcharse –le aclaró _______ con voz amable, y la mujer volvió a mirarla fijamente. Luego, con mano temblorosa, firmó y le devolvió el papel impreso a Mark Braden.
–Puede marcharse, señora Jordan –dijo Braden. La joven se agarró al respaldo de la silla, apunto de sufrir un desmayo de alivio. Clavó la mirada en _______.
–Gracias, señorita Bancroft.
–De nada.
_______ caminaba ya por el pasillo y estaba a punto de llegar a la sección de juguetería cuando la alcanzó Sandra Jordan.
–¿Señorita Bancroft? –_______ se volvió y la joven siguió hablando–. La he visto... en las noticias de la tele varias veces, aunque en sitios lujosos, vestida con pieles y trajes a medida. Bueno, quiero decirle que en persona es aún más bonita.
–Gracias –le contestó _______, sonriendo con cierta timidez.
–Y... quiero que sepa que nunca hasta hoy había robado nada. –Sus ojos parecían suplicar a _______ que la creyera–. Mire –dijo sacando una billetera de la cartera y mostrándole una fotografía. Era el rostro de un bebé de enormes ojos azules y una encantadora sonrisa desdentada–. Es mi hija Jenny –anunció Sandra con voz sombría y tierna–. Enfermó gravemente la semana pasada. Según el médico, necesita más calor, pero no puedo pagar la electricidad. Pensé que si tenía prendas de abrigo... –Se le llenaron los ojos de lágrimas–. Cuando quedé embarazada el padre me abandonó, pero no importa porque Jenny y yo estamos juntas y es todo lo que necesitamos. Pero si perdiera a Jenny... no podría resistirlo.
Abrió la boca como para añadir algo, pero luego echó a correr por el pasillo entre cientos de osos de peluche. _______ la siguió con la mirada, pero en su mente solo había sitio para el bebe de la fotografía, con su moño rosa en el pelo y su sonrisa de querubín.
Poco después, un agente de seguridad detenía a Sandra Jordan cuando esta alcanzaba la puerta del establecimiento.
–Señora Jordan, espere un momento al señor Braden –le ordenó el agente
Sandra se echó a temblar al comprender que le habían tendido una trampa al firmar la confesión. Sin duda sería detenida por la policía. Vio venir a Braden, que llevaba una gran bolsa transparente de Bancroft en la mano. Sandra clavó la mirada en el trajecito de invierno, en los suéteres, en todo cuanto había robado. Por si fuera poco, habían añadido un osito de peluche, algo que ella no intentó llevarse.
–¡Me han mentido! –exclamó con voz estrangulada cuando Mark Braden le tendió la bolsa.
–Estas cosas son para usted, señora Jordan –le informó el jefe de seguridad, con una sonrisa impersonal y con el tono de quien está lanzando un discurso y cumpliendo órdenes. Inmersa en una bruma de gratitud e incredulidad, Sandra cogió la bolsa y se la llevó protectoramente al pecho–. Feliz Navidad de parte de Bancroft –añadió Mark con voz queda.
Pero Sandra sabía que aquellos regalos no procedían de él ni de la empresa. Elevó la mirada al techo y, con los ojos llenos de lágrimas, trató de encontrar a la hermosa joven que había contemplado la foto de Jenny con sonrisa tan cariñosa. Creyó verla, a _______ Bancroft, de pie, con su abrigo blanco, allá arriba, sonriéndole. Creyó verla, pero no estaba segura porque la emoción la cegaba.
–Dígale –susurró con voz ahogada a Braden– que Jenny y yo le damos las gracias.
15
Las oficinas de los ejecutivos estaban situadas en la planta catorce, a ambos lados de un amplio pasillo alfombrado, que se abría en abanico en varias direcciones en el espacio circular de la zona de recepción.
En las paredes de la recepción colgaban las fotografías de todos los presidentes de Bancroft Los marcos, dorados, lucían bellos adornos. Confortables sillones y sofás ofrecían al visitante un cómodo descanso durante su espera. A la izquierda del escritorio de la recepcionista se hallaba el despacho y la sala de reuniones privadas, que tradicionalmente ocupaba el presidente de Bancroft. A la derecha estaban las oficinas de los ejecutivos, y los despachos de las secretarias estaban separadas por tabiques de madera de caoba tallada, que eran funcionales y ornamentales a la vez.
_______ salió del ascensor e instintivamente dirigió la mirada hacia la fotografía de James Bancroft, el fundador de Bancroft & Company, su bisabuelo. «Buenas tardes, bisabuelo», se dijo la joven, como solía hacer desde su niñez. Sabía que era una tontería, pero el hombre de la fotografía, con su abundante barba y pelo rubio y el cuello almidonado tenía algo que le inspiraba afecto. Eran los ojos. A pesar de la pose de extremada dignidad, aquellos vivos ojos azules despedían al mismo tiempo una mirada audaz y traviesa.
Sin duda había sido un hombre audaz. En 1891 James Bancroft decidió romper con una tradición: en lo sucesivo cobraría los mismos precios a todos los clientes. Hasta entonces, los compradores locales pagaban menos que los forasteros, tanto si acudían a Bancroft como a otro almacén.
James Bancroft colocó un discreto letrero en el escaparate de su establecimiento, a la vista de los transeúntes: «Un precio para todo el mundo». Poco después, James Cash Pinney, otro atrevido comerciante de Wyoming, adoptó la misma medida y al cabo de una década pasó por ser el introductor de la misma. Sin embargo, _______ sabía, puesto que lo había leído en un viejo diario, que fue Bancroft y no Pinney quien unificó primero los precios para una clientela heterogénea.
A los retratos de sus otros antepasados _______ apenas les dedicaba una mirada de soslayo, y aquel día ninguna. Su atención estaba puesta en la reunión del día.
Cuando _______ entró en la sala de conferencias, advirtió que reinaba un extraño silencio. La atmósfera era tensa. Como la propia joven, todos albergaban la esperanza de que Philip Bancroft ofreciera en la sesión de hoy una clave con respecto a su sustituto temporal. _______ se sentó en una silla, a un extremo de la larga mesa, y saludó con la cabeza a los nueve hombres y una mujer que, como ella, ostentaban el rango de vicepresidentes y constituían el cuadro ejecutivo de Bancroft. En la empresa la jerarquía era eficiente y estaba formada de una manera muy simple. Además del interventor, responsable de la división financiera, y del asesor jurídico en jefe, que dirigía el departamento jurídico, había otros cinco vicepresidentes que al mismo tiempo eran gerentes de las distintas secciones. Todos ellos se encargaban de las compras no solo de la central de Bancroft, en Chicago, sino también de las sucursales. Por separado, cada uno de ellos era responsable de un determinado grupo de artículos. Contaban con gerentes propios, que les rendían cuentas, y estos a su vez tenían comerciales y oficinistas subordinados. Pero en última instancia, eran los vicepresidentes quienes cargaban con la responsabilidad de los éxitos o los fracasos de sus respectivos departamentos.
La posición de _______ como vicepresidente de operaciones era especial. Sobre ella recaía la responsabilidad del resto de las caras de Bancroft. Desde seguridad y personal hasta expansión y planificación, todo giraba en su órbita. Pero ella había encontrado su sitio en esta última área, donde la huella de la joven era ya visible en la comunidad de comerciantes. En efecto, aparte de los cinco nuevos grandes almacenes inaugurados bajo su mandato, había terrenos para otros cinco edificios, y de hecho en dos de ellos ya estaban construyendo.
La otra mujer sentada a la mesa de conferencias estaba a cargo de la comercialización creativa. Su misión consistía fundamentalmente en predecir los nuevos rumbos de la moda y, en consecuencia, hacer recomendaciones a los cinco vicepresidentes encargados de las compras generales. Theresa Bishop era el nombre de la mujer que en la actualidad ostentaba este cargo. Sentada frente a _______, hablaba en voz baja con el interventor.
–Buenos días.
La voz de Philip Bancroft sonó fuerte y viva. Con paso enérgico se dirigió a la cabecera de la mesa y ocupó su sitio. Sus siguientes palabras pusieron en tensión a todos los presentes.
–Si se preguntan ustedes si he tomado ya una decisión en cuanto al presidente interino, la respuesta es no. Cuando lo haga, serán debidamente informados. Propongo que aparquemos este asunto y vayamos al grano, esto es, la situación del negocio. –Se volvió hacia Ted Rothman, el vicepresidente encargado de la compra de cosméticos, ropa íntima, zapatos y abrigos–. Ted, según informes de anoche, en todas nuestras sucursales las ventas de abrigos han bajado un once por ciento con respecto a la misma semana del año pasado. ¿Qué explicación tienes?
–Mi explicación –le contestó Rothman con una sonrisa– es que el invierno se ha demorado y los clientes están aplazando las compras de prendas de abrigo. Una cosa así es de esperar. –Se levantó y se dirigió a una de las pantallas de ordenador empotradas en un armario de la pared y empezó a manipular el teclado. Hacía tiempo que el sistema informático de los grandes almacenes había sido puesto al día, a un alto costo, por _______. De este modo, siempre estaban disponibles las cifras de cualquier departamento, así como las cifras de la semana, del mes o del año anterior, con lo cual se establecían comparaciones de inmediato–. Las ventas de abrigos de Boston, donde las temperaturas bajaron este fin de semana... –hizo una pausa, observando la pantalla– han subido un diez por ciento en relación con la semana pasada.
–¡No me interesa la semana pasada! Quiero saber por qué las ventas de abrigos son inferiores a las del año pasado.
_______ había hablado por teléfono con un contacto en la revista Women’s Wear Daily. Miró a su padre, que se estaba exaltando.
–Según WWD –intervino–, las ventas de abrigos han descendido en todas las cadenas, no solo en la nuestra. En la edición de la semana que viene saldrá un artículo sobre ello.
–No quiero excusas, sino explicaciones –replicó su padre mordazmente. _______ se estremeció. Desde el día en que le había obligado a admitir su valor como ejecutivo de Bancroft, Philip se había esforzado por demostrarle, a ella y a todos los demás, que no por ser su hija iba a recibir un trato preferencial. Más bien todo lo contrario.
–La explicación –dijo _______ con voz serena– está en las chaquetas. Las ventas de chaquetas de invierno han subido un doce por ciento en toda la nación. Compensan el descenso de la venta de abrigos.
Philip se limitó a asentir con la cabeza. Luego se volvió hacia Rothman y lo interpeló con voz cortante.
–¿Qué vamos a hacer con los abrigos sobrantes?
–Hemos reducido nuestras compras, Philip –le informó Rothman, manteniendo la calma–. No esperamos tener excedentes. –Al ver que no añadía que Theresa Bishop le había recomendado comprar más chaquetas y menos abrigos, Gordon Mitchell, el vicepresidente a cargo de la adquisición de vestidos, accesorios y ropa infantil, no perdió la oportunidad de denunciar la omisión de este dato.
–Si mal no recuerdo –intervino–, compramos chaquetas en lugar de abrigos porque Theresa nos informó de que la tendencia de las mujeres a llevar faldas más cortas induciría a comprar chaquetas y no abrigos. –_______ sabía que si Mitchell había hablado en favor de Theresa no era porque quisiera ensalzarla, sino porque no podía consentir que Rothman se anotara el punto. Mitchell nunca perdía una oportunidad de ridiculizar a los otros vicepresidentes de compras. Era un hombre mezquino y malicioso, que a _______ le había inspirado repulsión desde el primer momento, a pesar de ser atractivo.
–Estoy seguro de que todos somos conscientes de la clarividencia de Theresa en lo que respecta a las tendencias de la moda –comentó Philip maliciosamente. No le gustaba que las mujeres fueran vicepresidentes y todo el mundo lo sabía. Theresa suspiró pero no miró a _______ en busca de complicidad y simpatía, pues en ese caso ambas darían indicios de mutua dependencia y, por lo tanto, de debilidad. Sabían que no podían permitirse el lujo de parecer vulnerables ante los ojos de su formidable presidente.
Philip ojeó sus notas y luego se encaró de nuevo con Ted Rothman.
–¿Qué hay del nuevo perfume que se dispone a introducir esa estrella del rock?
–Carisma –se apresuró a aclarar Rothman, que conocía también el de la rockera–. Se llama Cerril Alderly. Además de estrella del rock es un símbolo sexual que...
–Sé quién es –lo interrumpió Philip–. ¿Seremos nosotros quienes obtengamos la primicia?
–Todavía no lo sabemos –repuso Rothman, incómodo. Los perfumes eran uno de los productos que más beneficios generaban. Tener la exclusividad de introducir una nueva esencia en una gran ciudad era todo un golpe, que implicaba publicidad gratis por parte del fabricante y de la estrella que acudía a los grandes almacenes a efectuar la promoción. Como consecuencia, un gran flujo de compradoras se arremolinaban ante los mostradores para probar el último producto y adquirirlo.
–¿Qué quieres decir con eso de que aún no lo sabemos? Afirmaste que estaba virtualmente arreglado.
–Aderly está poniendo trabas –admitió Rothman, cada vez más nervioso–. Según tengo entendido, quiere echar por la borda su imagen de estrella del rock y adquirir la de buena actriz, pero...
Philip dejó caer el bolígrafo sobre la mesa. En su rostro se dibujaba una expresión de disgusto.
–¡Por Dios! Me importan un bledo los proyectos personales de esa señora. Lo único que quiero saber es si será Bancroft quien presente el perfume, y si no es así, por qué no.
–Philip, estoy intentando explicártelo –dijo Rothman con tono afable–. Aderly quería presentar su nuevo perfume en un establecimiento con clase, que apoyara su nueva imagen.
–¿Y qué otro tiene más clase que Bancroft? –replicó Philip, frunciendo el entrecejo. Sin esperar respuesta, prosiguió–: ¿Sabes si está manteniendo contactos con algún otro establecimiento?
–Sí. Con Marshal Field.
–Un sinvergüenza. Field no está ni remotamente a nuestra altura. No pueden hacer por Aderly lo que haríamos nosotros.
–En este momento, el problema parece ser precisamente nuestra «clase». –Ted Rothman alzó la mano con gesto conciliador cuando vio que el rostro de Philip enrojecía de ira–. Escucha. Cuando empezamos a negociar con Aderly, ella deseaba dar una imagen de clase, pero ahora su agente y sus consejeros le aconsejan que es un error enterrar su imagen de gran rockera y de símbolo sexual, que tantos adeptos conquistó entre los adolescentes. Por eso han entablado negociaciones con Field. Sería una especie de compromiso, un término medio entre ambas imágenes.
–Quiero la exclusiva, Ted –declaró Philip lisa y llanamente–. Lo digo en serio. Ofréceles un porcentaje mayor de los beneficios, si es necesario. O diles que contribuiremos a sus gastos de publicidad en Chicago. No ofrezcas más de lo estrictamente indispensable.
–Haré todo lo que pueda.
–¿No es eso lo que has estado haciendo desde el principio? –lo desafió Philip y, sin esperar respuesta, se dirigió al vicepresidente sentado al lado de Rothman y luego a todos los demás, uno por uno. Todos fueron sometidos al mismo interrogatorio. Las ventas eran excelentes y sus hombres, personas muy capaces, cosa que Philip sabia de sobra. Sin embargo, su talante había empeorado en proporción directa a su estado de ánimo.
Gordon Mitchell fue el último en sufrir las lacerantes críticas de su presidente.
–Los vestidos Dominic Avanti son infernales. Parecen restos de serie del año pasado y no se venden.
–Una de las razones de su escasa salida –prorrumpió Mitchell con tono amargo y acusador, clavando la mirada en el jefe de Lisa– es que su gente hizo lo que pudo para que los artículos Avanti parecieran ridículos. ¿Qué idea fue esa de poner a los maniquíes sombreros y guantes con lentejuelas?
El jefe de Lisa, Neil Nordstrom, miró con aire desafiante al furioso vicepresidente. Era una mirada plácida e irónica.
–Por lo menos –declaró– Lisa Pontini y su equipo se las arreglaron para que pareciera interesante algo que no lo es.
–¡Basta, caballeros! –intervino Philip, un tanto cansado–. ¿Sam? –Sam Green se sentaba a su izquierda y era el principal asesor jurídico de la firma–. ¿Qué hay de la querella que entabló contra nosotros aquella mujer...? La que dijo haber tropezado en la sección de muebles y haberse dañado la espalda.
–Un fraude –repuso Sam–. Nuestra aseguradora ha descubierto que esta es la quinta querella que entabla contra comerciantes, y siempre por la misma razón. No vamos a llegar a ningún acuerdo con ella, y si nos lleva ante el juez, sin duda perderá.
Philip asintió y su fría mirada se posó en _______.
–¿Qué hay de los contratos de bienes inmuebles en Houston? ¿Estás empeñada en comprar?
–Sam y yo estamos perfilando los últimos detalles. El vendedor consiente en dividir su propiedad y nosotros estamos dispuestos a redactar un contrato.
Philip le respondió con un leve gesto de asentimiento. Haciendo girar su sillón, se encaró con el interventor, sentado a su derecha.
–Y tú, Allen. ¿De qué tienes que informarnos?
El interventor tenía la mirada fija en su arrugado bloc de notas amarillo. Como encargado principal de las finanzas de la Bancroft Corporation, Allen Stanley estaba al mando de todas las cuestiones económicas, incluyendo el departamento de crédito de la firma. En opinión de _______, el hecho de que Stanley estuviera medio calvo y aparentara diez años más de los cincuenta y cinco que tenía, se debía, con toda probabilidad, a sus veinte años de tensas refriegas dialécticas con su presidente, Philip Bancroft. Los interventores y sus equipos no generaban ingresos, como tampoco las divisiones jurídicas y de personal. En lo que a Philip concernía, estas tres divisiones debían ser toleradas como un mal necesario, pero las consideraba poco más que parasitarias. Además, a Philip lo enfurecía que los jefes de estas divisiones siempre estuvieran explicándole por que no podían hacer esto o lo otro, en lugar de explicarle cómo hacerlo y aportar soluciones. A Allen Stanley le faltaban cinco años para retirarse, y a veces _______ se preguntaba si ese hombre viviría para verse jubilado.
Cuando Allen habló, lo hizo con voz cuidadosamente precisa, pero también, y todos lo advirtieron, un tanto vacilante.
–El mes pasado tuvimos un número sin precedentes de peticiones de tarjetas de crédito. Casi ocho mil.
–¿Cuántas has aprobado?
–Alrededor del sesenta y cinco por ciento.
–¿Cómo diablos justificas el rechazo de tres mil peticiones sobre un número de ocho mil? –replicó Philip furioso, subrayando cada palabra con un golpe de su Waterman sobre la mesa–. ¡Estamos intentando aumentar el número de clientes con tarjetas de crédito y tú los rechazas con la misma rapidez con que ellos acuden a nosotros! No será necesario que te diga que esas tarjetas de crédito nos reportan intereses suculentos. Y todo ello sin contar las compras que tres mil clientes potenciales no harán en Bancroft porque no se les ha concedido una tarjeta de crédito. –Como si de pronto se acordara de su débil corazón, hizo un esfuerzo para calmarse que no pasó inadvertido a _______.
–Las peticiones rechazadas eran de gente que no merece crédito, Philip –le contestó Allen con voz firme y razonable–. Tramposos que no pagan sus compras ni el interés de sus tarjetas. Puedes pensar que perdemos dinero al rechazar esas solicitudes, pero en mi opinión le hemos ahorrado a Bancroft una fortuna en impagos. He establecido requisitos básicos, sin los cuales no se da una tarjeta, y esas tres mil personas no cumplían tales requisitos.
–Porque son demasiado estrictos –intervino Gordon Mitchell.
–¿Qué te hace pensar eso? –le preguntó Philip, siempre dispuesto a encontrar en falta al interventor.
–Lo digo –replicó Mitchell con maliciosa satisfacción– porque mi sobrina me ha contado que Bancroft acaba de rechazar su petición de una tarjeta.
–Entonces es que no merece crédito –replicó el interventor.
–¿De veras? –inquirió a su vez Mitchell, arrastrando las palabras–. ¿Será por eso que Field y Macy le han renovado sus tarjetas? Según mi sobrina, que es estudiante universitaria de tercer año, en la negativa decías que no tenía un historial de crédito adecuado. Supongo que eso significa que no pudiste encontrar dato alguno sobre ella, ni positivo ni negativo.
El interventor asintió, con su pálido rostro crispado.
–Es obvio que si eso es lo que decía nuestra carta, es lo que en efecto sucedió.
–¿Y qué me dices de Field y Macy? –exigió Philip, inclinándose hacia delante–. Por lo visto tienen más acceso a la información que tú y tu gente.
–Te equivocas. Todos obtenemos la información de la misma fuente, la misma oficina de crédito. Es evidente que las exigencias de esas tiendas no son tan estrictas como las mías.
–¡No son tuyas, maldita sea! Esta firma no es tuya...
_______ intercedió, consciente de que el interventor defendería sus actos y los de su equipo con toda vehemencia, pero no se atrevería a atacar a Philip recordándole sus propias deficiencias, incluyendo esta. Movida por el generoso deseo de sacar a Stanley del atolladero, y evitar una prolongada batalla dialéctica que tendrían que sufrir pasivamente todos, interrumpió la diatriba de su padre.
Mark le dio el nombre y _______ salió de la oficina.
–Soy _______ Bancroft, señora Jordan.
La ladrona, una joven madre de tez pálida, se puso de pie.
–He visto su fotografía en los diarios –musitó Sandra Jordan–. Sé quién es usted. ¿Y qué?
–Bueno, si usted sigue negando haber cometido estos robos, la empresa no tendrá más alternativas que acusarla judicialmente.
Tan hostil era la actitud de la señora Jordan, que si _______ no hubiera sabido lo que se había llevado y no hubiera advertido el brillo de las lágrimas en sus ojos, habría renunciado a ayudarla.
–Escúcheme con atención, señora Jordan, porque quiero ayudarla. Si no sigue mi consejo tendrá que cargar con las consecuencias. Supongamos que usted se empeña en negar el robo y que la dejamos ir sin denunciarla y sin demostrar su culpabilidad. En tal caso, usted podría acusarnos de detención y retención ilegal. La empresa no puede arriesgarse a ser objeto de una querella judicial de esta índole, por lo que si usted insiste en su actitud, nos obligará a pasar por todo el proceso jurídico, puesto que la hemos detenido. ¿Me he explicado bien? Hay un vídeo en que se la ve hurtando prendas de niño. Fue filmado por una de las cámaras de seguridad. Se lo mostraremos al tribunal, no solo para probar que usted es culpable, sino sobre todo para probar que nosotros somos inocentes del delito de acusarla sin razón. ¿Comprende?
_______ hizo una pausa y miró fijamente el rostro rígido de la joven, incapaz de adivinar si esta se daba cuenta de que le estaba tendiendo un cable.
–¿Debo creer que ustedes sueltan a los ladrones de tiendas con tal que admitan su culpabilidad? –inquirió entre incrédula y desdeñosa.
–¿Es usted una ladrona, señora Jordan? –le replicó _______–. ¿Una vulgar ladrona? –Antes de que la mujer contestara, añadió–: Las ladronas de su edad suelen llevarse vestidos para ellas, o joyas y perfumes. Usted ha robado ropa de niño. Prefiero pensar que es una madre desesperada, que actúa por la necesidad de que su niño no pase frío.
La joven, más acostumbrada a enfrentarse con un mundo cruel que con uno amable, se derrumbó ante _______. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
–He visto en la tele que nunca se debe admitir nada sin la presencia de un abogado.
–¿Tiene abogado?
–No.
–Si no admite el robo necesitará uno.
Sandra Jordan tragó saliva y dijo:
–Antes de confesar, ¿firmaría usted un escrito... un papel legal, renunciando a acusarme ante la policía?
Aquella propuesta era nueva para _______. Sin consultar con los abogados de la empresa no podía estar segura de que tan inusual procedimiento no acarreara luego complicaciones jurídicas como por ejemplo un soborno o algo parecido. Así pues, meneó la cabeza.
–Complica usted las cosas innecesariamente, señora Jordan.
La joven madre se estremeció entre el miedo y la duda. Exhaló un hondo y tembloroso suspiro y luego preguntó a _______:
–Si confieso haber robado esas prendas, ¿me da usted al menos su palabra de que luego no me echará a la policía encima?
–¿Aceptaría mi palabra? –inquirió _______ a su vez.
La señora Jordan contempló un instante el rostro de _______.
–¿Debería hacerlo? –preguntó por fin, con voz temblorosa a causa del miedo.
–Sí –respondió. _______ asintió con una expresión dulce en el rostro
Tras vacilar de nuevo un instante, volvió a suspirar y finalmente susurró, asintiendo con la cabeza.
–Sí. Yo... robé esas cosas.
Mark Braden había salido del despacho y _______ le miró de reojo.
–La señora Jordan admite los hechos.
–Está bien –dijo Mark con tono inexpresivo. Llevaba en la mano un impreso, que le tendió a la triste mujer junto con un bolígrafo.
–Usted no mencionó –dijo Sandra, mirando a _______– que tendría que firmar una confesión.
–Cuando la haya firmado, podrá marcharse –le aclaró _______ con voz amable, y la mujer volvió a mirarla fijamente. Luego, con mano temblorosa, firmó y le devolvió el papel impreso a Mark Braden.
–Puede marcharse, señora Jordan –dijo Braden. La joven se agarró al respaldo de la silla, apunto de sufrir un desmayo de alivio. Clavó la mirada en _______.
–Gracias, señorita Bancroft.
–De nada.
_______ caminaba ya por el pasillo y estaba a punto de llegar a la sección de juguetería cuando la alcanzó Sandra Jordan.
–¿Señorita Bancroft? –_______ se volvió y la joven siguió hablando–. La he visto... en las noticias de la tele varias veces, aunque en sitios lujosos, vestida con pieles y trajes a medida. Bueno, quiero decirle que en persona es aún más bonita.
–Gracias –le contestó _______, sonriendo con cierta timidez.
–Y... quiero que sepa que nunca hasta hoy había robado nada. –Sus ojos parecían suplicar a _______ que la creyera–. Mire –dijo sacando una billetera de la cartera y mostrándole una fotografía. Era el rostro de un bebé de enormes ojos azules y una encantadora sonrisa desdentada–. Es mi hija Jenny –anunció Sandra con voz sombría y tierna–. Enfermó gravemente la semana pasada. Según el médico, necesita más calor, pero no puedo pagar la electricidad. Pensé que si tenía prendas de abrigo... –Se le llenaron los ojos de lágrimas–. Cuando quedé embarazada el padre me abandonó, pero no importa porque Jenny y yo estamos juntas y es todo lo que necesitamos. Pero si perdiera a Jenny... no podría resistirlo.
Abrió la boca como para añadir algo, pero luego echó a correr por el pasillo entre cientos de osos de peluche. _______ la siguió con la mirada, pero en su mente solo había sitio para el bebe de la fotografía, con su moño rosa en el pelo y su sonrisa de querubín.
Poco después, un agente de seguridad detenía a Sandra Jordan cuando esta alcanzaba la puerta del establecimiento.
–Señora Jordan, espere un momento al señor Braden –le ordenó el agente
Sandra se echó a temblar al comprender que le habían tendido una trampa al firmar la confesión. Sin duda sería detenida por la policía. Vio venir a Braden, que llevaba una gran bolsa transparente de Bancroft en la mano. Sandra clavó la mirada en el trajecito de invierno, en los suéteres, en todo cuanto había robado. Por si fuera poco, habían añadido un osito de peluche, algo que ella no intentó llevarse.
–¡Me han mentido! –exclamó con voz estrangulada cuando Mark Braden le tendió la bolsa.
–Estas cosas son para usted, señora Jordan –le informó el jefe de seguridad, con una sonrisa impersonal y con el tono de quien está lanzando un discurso y cumpliendo órdenes. Inmersa en una bruma de gratitud e incredulidad, Sandra cogió la bolsa y se la llevó protectoramente al pecho–. Feliz Navidad de parte de Bancroft –añadió Mark con voz queda.
Pero Sandra sabía que aquellos regalos no procedían de él ni de la empresa. Elevó la mirada al techo y, con los ojos llenos de lágrimas, trató de encontrar a la hermosa joven que había contemplado la foto de Jenny con sonrisa tan cariñosa. Creyó verla, a _______ Bancroft, de pie, con su abrigo blanco, allá arriba, sonriéndole. Creyó verla, pero no estaba segura porque la emoción la cegaba.
–Dígale –susurró con voz ahogada a Braden– que Jenny y yo le damos las gracias.
15
Las oficinas de los ejecutivos estaban situadas en la planta catorce, a ambos lados de un amplio pasillo alfombrado, que se abría en abanico en varias direcciones en el espacio circular de la zona de recepción.
En las paredes de la recepción colgaban las fotografías de todos los presidentes de Bancroft Los marcos, dorados, lucían bellos adornos. Confortables sillones y sofás ofrecían al visitante un cómodo descanso durante su espera. A la izquierda del escritorio de la recepcionista se hallaba el despacho y la sala de reuniones privadas, que tradicionalmente ocupaba el presidente de Bancroft. A la derecha estaban las oficinas de los ejecutivos, y los despachos de las secretarias estaban separadas por tabiques de madera de caoba tallada, que eran funcionales y ornamentales a la vez.
_______ salió del ascensor e instintivamente dirigió la mirada hacia la fotografía de James Bancroft, el fundador de Bancroft & Company, su bisabuelo. «Buenas tardes, bisabuelo», se dijo la joven, como solía hacer desde su niñez. Sabía que era una tontería, pero el hombre de la fotografía, con su abundante barba y pelo rubio y el cuello almidonado tenía algo que le inspiraba afecto. Eran los ojos. A pesar de la pose de extremada dignidad, aquellos vivos ojos azules despedían al mismo tiempo una mirada audaz y traviesa.
Sin duda había sido un hombre audaz. En 1891 James Bancroft decidió romper con una tradición: en lo sucesivo cobraría los mismos precios a todos los clientes. Hasta entonces, los compradores locales pagaban menos que los forasteros, tanto si acudían a Bancroft como a otro almacén.
James Bancroft colocó un discreto letrero en el escaparate de su establecimiento, a la vista de los transeúntes: «Un precio para todo el mundo». Poco después, James Cash Pinney, otro atrevido comerciante de Wyoming, adoptó la misma medida y al cabo de una década pasó por ser el introductor de la misma. Sin embargo, _______ sabía, puesto que lo había leído en un viejo diario, que fue Bancroft y no Pinney quien unificó primero los precios para una clientela heterogénea.
A los retratos de sus otros antepasados _______ apenas les dedicaba una mirada de soslayo, y aquel día ninguna. Su atención estaba puesta en la reunión del día.
Cuando _______ entró en la sala de conferencias, advirtió que reinaba un extraño silencio. La atmósfera era tensa. Como la propia joven, todos albergaban la esperanza de que Philip Bancroft ofreciera en la sesión de hoy una clave con respecto a su sustituto temporal. _______ se sentó en una silla, a un extremo de la larga mesa, y saludó con la cabeza a los nueve hombres y una mujer que, como ella, ostentaban el rango de vicepresidentes y constituían el cuadro ejecutivo de Bancroft. En la empresa la jerarquía era eficiente y estaba formada de una manera muy simple. Además del interventor, responsable de la división financiera, y del asesor jurídico en jefe, que dirigía el departamento jurídico, había otros cinco vicepresidentes que al mismo tiempo eran gerentes de las distintas secciones. Todos ellos se encargaban de las compras no solo de la central de Bancroft, en Chicago, sino también de las sucursales. Por separado, cada uno de ellos era responsable de un determinado grupo de artículos. Contaban con gerentes propios, que les rendían cuentas, y estos a su vez tenían comerciales y oficinistas subordinados. Pero en última instancia, eran los vicepresidentes quienes cargaban con la responsabilidad de los éxitos o los fracasos de sus respectivos departamentos.
La posición de _______ como vicepresidente de operaciones era especial. Sobre ella recaía la responsabilidad del resto de las caras de Bancroft. Desde seguridad y personal hasta expansión y planificación, todo giraba en su órbita. Pero ella había encontrado su sitio en esta última área, donde la huella de la joven era ya visible en la comunidad de comerciantes. En efecto, aparte de los cinco nuevos grandes almacenes inaugurados bajo su mandato, había terrenos para otros cinco edificios, y de hecho en dos de ellos ya estaban construyendo.
La otra mujer sentada a la mesa de conferencias estaba a cargo de la comercialización creativa. Su misión consistía fundamentalmente en predecir los nuevos rumbos de la moda y, en consecuencia, hacer recomendaciones a los cinco vicepresidentes encargados de las compras generales. Theresa Bishop era el nombre de la mujer que en la actualidad ostentaba este cargo. Sentada frente a _______, hablaba en voz baja con el interventor.
–Buenos días.
La voz de Philip Bancroft sonó fuerte y viva. Con paso enérgico se dirigió a la cabecera de la mesa y ocupó su sitio. Sus siguientes palabras pusieron en tensión a todos los presentes.
–Si se preguntan ustedes si he tomado ya una decisión en cuanto al presidente interino, la respuesta es no. Cuando lo haga, serán debidamente informados. Propongo que aparquemos este asunto y vayamos al grano, esto es, la situación del negocio. –Se volvió hacia Ted Rothman, el vicepresidente encargado de la compra de cosméticos, ropa íntima, zapatos y abrigos–. Ted, según informes de anoche, en todas nuestras sucursales las ventas de abrigos han bajado un once por ciento con respecto a la misma semana del año pasado. ¿Qué explicación tienes?
–Mi explicación –le contestó Rothman con una sonrisa– es que el invierno se ha demorado y los clientes están aplazando las compras de prendas de abrigo. Una cosa así es de esperar. –Se levantó y se dirigió a una de las pantallas de ordenador empotradas en un armario de la pared y empezó a manipular el teclado. Hacía tiempo que el sistema informático de los grandes almacenes había sido puesto al día, a un alto costo, por _______. De este modo, siempre estaban disponibles las cifras de cualquier departamento, así como las cifras de la semana, del mes o del año anterior, con lo cual se establecían comparaciones de inmediato–. Las ventas de abrigos de Boston, donde las temperaturas bajaron este fin de semana... –hizo una pausa, observando la pantalla– han subido un diez por ciento en relación con la semana pasada.
–¡No me interesa la semana pasada! Quiero saber por qué las ventas de abrigos son inferiores a las del año pasado.
_______ había hablado por teléfono con un contacto en la revista Women’s Wear Daily. Miró a su padre, que se estaba exaltando.
–Según WWD –intervino–, las ventas de abrigos han descendido en todas las cadenas, no solo en la nuestra. En la edición de la semana que viene saldrá un artículo sobre ello.
–No quiero excusas, sino explicaciones –replicó su padre mordazmente. _______ se estremeció. Desde el día en que le había obligado a admitir su valor como ejecutivo de Bancroft, Philip se había esforzado por demostrarle, a ella y a todos los demás, que no por ser su hija iba a recibir un trato preferencial. Más bien todo lo contrario.
–La explicación –dijo _______ con voz serena– está en las chaquetas. Las ventas de chaquetas de invierno han subido un doce por ciento en toda la nación. Compensan el descenso de la venta de abrigos.
Philip se limitó a asentir con la cabeza. Luego se volvió hacia Rothman y lo interpeló con voz cortante.
–¿Qué vamos a hacer con los abrigos sobrantes?
–Hemos reducido nuestras compras, Philip –le informó Rothman, manteniendo la calma–. No esperamos tener excedentes. –Al ver que no añadía que Theresa Bishop le había recomendado comprar más chaquetas y menos abrigos, Gordon Mitchell, el vicepresidente a cargo de la adquisición de vestidos, accesorios y ropa infantil, no perdió la oportunidad de denunciar la omisión de este dato.
–Si mal no recuerdo –intervino–, compramos chaquetas en lugar de abrigos porque Theresa nos informó de que la tendencia de las mujeres a llevar faldas más cortas induciría a comprar chaquetas y no abrigos. –_______ sabía que si Mitchell había hablado en favor de Theresa no era porque quisiera ensalzarla, sino porque no podía consentir que Rothman se anotara el punto. Mitchell nunca perdía una oportunidad de ridiculizar a los otros vicepresidentes de compras. Era un hombre mezquino y malicioso, que a _______ le había inspirado repulsión desde el primer momento, a pesar de ser atractivo.
–Estoy seguro de que todos somos conscientes de la clarividencia de Theresa en lo que respecta a las tendencias de la moda –comentó Philip maliciosamente. No le gustaba que las mujeres fueran vicepresidentes y todo el mundo lo sabía. Theresa suspiró pero no miró a _______ en busca de complicidad y simpatía, pues en ese caso ambas darían indicios de mutua dependencia y, por lo tanto, de debilidad. Sabían que no podían permitirse el lujo de parecer vulnerables ante los ojos de su formidable presidente.
Philip ojeó sus notas y luego se encaró de nuevo con Ted Rothman.
–¿Qué hay del nuevo perfume que se dispone a introducir esa estrella del rock?
–Carisma –se apresuró a aclarar Rothman, que conocía también el de la rockera–. Se llama Cerril Alderly. Además de estrella del rock es un símbolo sexual que...
–Sé quién es –lo interrumpió Philip–. ¿Seremos nosotros quienes obtengamos la primicia?
–Todavía no lo sabemos –repuso Rothman, incómodo. Los perfumes eran uno de los productos que más beneficios generaban. Tener la exclusividad de introducir una nueva esencia en una gran ciudad era todo un golpe, que implicaba publicidad gratis por parte del fabricante y de la estrella que acudía a los grandes almacenes a efectuar la promoción. Como consecuencia, un gran flujo de compradoras se arremolinaban ante los mostradores para probar el último producto y adquirirlo.
–¿Qué quieres decir con eso de que aún no lo sabemos? Afirmaste que estaba virtualmente arreglado.
–Aderly está poniendo trabas –admitió Rothman, cada vez más nervioso–. Según tengo entendido, quiere echar por la borda su imagen de estrella del rock y adquirir la de buena actriz, pero...
Philip dejó caer el bolígrafo sobre la mesa. En su rostro se dibujaba una expresión de disgusto.
–¡Por Dios! Me importan un bledo los proyectos personales de esa señora. Lo único que quiero saber es si será Bancroft quien presente el perfume, y si no es así, por qué no.
–Philip, estoy intentando explicártelo –dijo Rothman con tono afable–. Aderly quería presentar su nuevo perfume en un establecimiento con clase, que apoyara su nueva imagen.
–¿Y qué otro tiene más clase que Bancroft? –replicó Philip, frunciendo el entrecejo. Sin esperar respuesta, prosiguió–: ¿Sabes si está manteniendo contactos con algún otro establecimiento?
–Sí. Con Marshal Field.
–Un sinvergüenza. Field no está ni remotamente a nuestra altura. No pueden hacer por Aderly lo que haríamos nosotros.
–En este momento, el problema parece ser precisamente nuestra «clase». –Ted Rothman alzó la mano con gesto conciliador cuando vio que el rostro de Philip enrojecía de ira–. Escucha. Cuando empezamos a negociar con Aderly, ella deseaba dar una imagen de clase, pero ahora su agente y sus consejeros le aconsejan que es un error enterrar su imagen de gran rockera y de símbolo sexual, que tantos adeptos conquistó entre los adolescentes. Por eso han entablado negociaciones con Field. Sería una especie de compromiso, un término medio entre ambas imágenes.
–Quiero la exclusiva, Ted –declaró Philip lisa y llanamente–. Lo digo en serio. Ofréceles un porcentaje mayor de los beneficios, si es necesario. O diles que contribuiremos a sus gastos de publicidad en Chicago. No ofrezcas más de lo estrictamente indispensable.
–Haré todo lo que pueda.
–¿No es eso lo que has estado haciendo desde el principio? –lo desafió Philip y, sin esperar respuesta, se dirigió al vicepresidente sentado al lado de Rothman y luego a todos los demás, uno por uno. Todos fueron sometidos al mismo interrogatorio. Las ventas eran excelentes y sus hombres, personas muy capaces, cosa que Philip sabia de sobra. Sin embargo, su talante había empeorado en proporción directa a su estado de ánimo.
Gordon Mitchell fue el último en sufrir las lacerantes críticas de su presidente.
–Los vestidos Dominic Avanti son infernales. Parecen restos de serie del año pasado y no se venden.
–Una de las razones de su escasa salida –prorrumpió Mitchell con tono amargo y acusador, clavando la mirada en el jefe de Lisa– es que su gente hizo lo que pudo para que los artículos Avanti parecieran ridículos. ¿Qué idea fue esa de poner a los maniquíes sombreros y guantes con lentejuelas?
El jefe de Lisa, Neil Nordstrom, miró con aire desafiante al furioso vicepresidente. Era una mirada plácida e irónica.
–Por lo menos –declaró– Lisa Pontini y su equipo se las arreglaron para que pareciera interesante algo que no lo es.
–¡Basta, caballeros! –intervino Philip, un tanto cansado–. ¿Sam? –Sam Green se sentaba a su izquierda y era el principal asesor jurídico de la firma–. ¿Qué hay de la querella que entabló contra nosotros aquella mujer...? La que dijo haber tropezado en la sección de muebles y haberse dañado la espalda.
–Un fraude –repuso Sam–. Nuestra aseguradora ha descubierto que esta es la quinta querella que entabla contra comerciantes, y siempre por la misma razón. No vamos a llegar a ningún acuerdo con ella, y si nos lleva ante el juez, sin duda perderá.
Philip asintió y su fría mirada se posó en _______.
–¿Qué hay de los contratos de bienes inmuebles en Houston? ¿Estás empeñada en comprar?
–Sam y yo estamos perfilando los últimos detalles. El vendedor consiente en dividir su propiedad y nosotros estamos dispuestos a redactar un contrato.
Philip le respondió con un leve gesto de asentimiento. Haciendo girar su sillón, se encaró con el interventor, sentado a su derecha.
–Y tú, Allen. ¿De qué tienes que informarnos?
El interventor tenía la mirada fija en su arrugado bloc de notas amarillo. Como encargado principal de las finanzas de la Bancroft Corporation, Allen Stanley estaba al mando de todas las cuestiones económicas, incluyendo el departamento de crédito de la firma. En opinión de _______, el hecho de que Stanley estuviera medio calvo y aparentara diez años más de los cincuenta y cinco que tenía, se debía, con toda probabilidad, a sus veinte años de tensas refriegas dialécticas con su presidente, Philip Bancroft. Los interventores y sus equipos no generaban ingresos, como tampoco las divisiones jurídicas y de personal. En lo que a Philip concernía, estas tres divisiones debían ser toleradas como un mal necesario, pero las consideraba poco más que parasitarias. Además, a Philip lo enfurecía que los jefes de estas divisiones siempre estuvieran explicándole por que no podían hacer esto o lo otro, en lugar de explicarle cómo hacerlo y aportar soluciones. A Allen Stanley le faltaban cinco años para retirarse, y a veces _______ se preguntaba si ese hombre viviría para verse jubilado.
Cuando Allen habló, lo hizo con voz cuidadosamente precisa, pero también, y todos lo advirtieron, un tanto vacilante.
–El mes pasado tuvimos un número sin precedentes de peticiones de tarjetas de crédito. Casi ocho mil.
–¿Cuántas has aprobado?
–Alrededor del sesenta y cinco por ciento.
–¿Cómo diablos justificas el rechazo de tres mil peticiones sobre un número de ocho mil? –replicó Philip furioso, subrayando cada palabra con un golpe de su Waterman sobre la mesa–. ¡Estamos intentando aumentar el número de clientes con tarjetas de crédito y tú los rechazas con la misma rapidez con que ellos acuden a nosotros! No será necesario que te diga que esas tarjetas de crédito nos reportan intereses suculentos. Y todo ello sin contar las compras que tres mil clientes potenciales no harán en Bancroft porque no se les ha concedido una tarjeta de crédito. –Como si de pronto se acordara de su débil corazón, hizo un esfuerzo para calmarse que no pasó inadvertido a _______.
–Las peticiones rechazadas eran de gente que no merece crédito, Philip –le contestó Allen con voz firme y razonable–. Tramposos que no pagan sus compras ni el interés de sus tarjetas. Puedes pensar que perdemos dinero al rechazar esas solicitudes, pero en mi opinión le hemos ahorrado a Bancroft una fortuna en impagos. He establecido requisitos básicos, sin los cuales no se da una tarjeta, y esas tres mil personas no cumplían tales requisitos.
–Porque son demasiado estrictos –intervino Gordon Mitchell.
–¿Qué te hace pensar eso? –le preguntó Philip, siempre dispuesto a encontrar en falta al interventor.
–Lo digo –replicó Mitchell con maliciosa satisfacción– porque mi sobrina me ha contado que Bancroft acaba de rechazar su petición de una tarjeta.
–Entonces es que no merece crédito –replicó el interventor.
–¿De veras? –inquirió a su vez Mitchell, arrastrando las palabras–. ¿Será por eso que Field y Macy le han renovado sus tarjetas? Según mi sobrina, que es estudiante universitaria de tercer año, en la negativa decías que no tenía un historial de crédito adecuado. Supongo que eso significa que no pudiste encontrar dato alguno sobre ella, ni positivo ni negativo.
El interventor asintió, con su pálido rostro crispado.
–Es obvio que si eso es lo que decía nuestra carta, es lo que en efecto sucedió.
–¿Y qué me dices de Field y Macy? –exigió Philip, inclinándose hacia delante–. Por lo visto tienen más acceso a la información que tú y tu gente.
–Te equivocas. Todos obtenemos la información de la misma fuente, la misma oficina de crédito. Es evidente que las exigencias de esas tiendas no son tan estrictas como las mías.
–¡No son tuyas, maldita sea! Esta firma no es tuya...
_______ intercedió, consciente de que el interventor defendería sus actos y los de su equipo con toda vehemencia, pero no se atrevería a atacar a Philip recordándole sus propias deficiencias, incluyendo esta. Movida por el generoso deseo de sacar a Stanley del atolladero, y evitar una prolongada batalla dialéctica que tendrían que sufrir pasivamente todos, interrumpió la diatriba de su padre.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
–La última vez que hablamos de este asunto –le dijo a Philip con voz cortés pero firme– afirmabas que los hechos demuestran que los estudiantes universitarios a menudo son malos pagadores. Tú mismo ordenaste a Allen que les negara la tarjeta de crédito salvo en raras excepciones.
Se produjo un grave silencio en la sala de reuniones, el silencio temeroso y expectante que surgía siempre que _______ se oponía a su padre. Pero hoy la tensión era más evidente que nunca, porque todos esperaban un signo de indulgencia por parte de Philip para con su hija... en el caso de que ella fuera la elegida para sucederle en la presidencia interina. En realidad, Philip Bancroft no era más exigente que sus colegas de Saks o Macy o cualquier otro gran comerciante al por menor. _______ lo sabía. Lo que la molestaba no eran sus exigencias, sino sus maneras bruscas y su estilo autocrático. Los ejecutivos reunidos alrededor de aquella mesa eran personas que habían elegido esa profesión sabiendo de antemano que exigía un trabajo frenético. La jornada de sesenta horas semanales no era la excepción, sino la norma, si uno quería llegar hasta la cima. _______, como el resto, lo sabía, como también sabía que en su caso concreto aún sería peor. Tendría que librar una batalla más dura y larga que los demás, si quería alcanzar una presidencia que le habría sido otorgada con menos esfuerzo de no haber nacido mujer.
Había decidido intervenir en el debate sabiendo que, si por una parte podía ganarse el respeto de su padre, por la otra sufriría su desproporcionado resentimiento. Philip le dedicó una mirada desdeñosa.
–¿Qué sugerirías tú, _______? –le preguntó, sin desmentir ni confirmar que, en efecto, era él quien se había mostrado contrario a la concesión de tarjetas a los estudiantes.
–Lo mismo que sugerí la última vez. A los estudiantes universitarios sin antecedentes negativos deberíamos otorgarles la tarjeta pero con un crédito máximo de, pongamos, quinientos dólares. Al final del año, si la gente de Allen está satisfecha con los pagos, podría ampliarse ese crédito.
Philip la miró un momento, luego prosiguió con el orden del día, como si no hubiera oído las palabras de su hija. Una hora después, cerró su carpeta de piel de ciervo con las notas de la reunión y se dirigió a los presentes.
–Hoy tengo una desmesurada agenda de reuniones. Caballeros... y señoras –añadió con voz condescendiente que a _______ siempre le despertaba deseos de darle un puntapié–, no podemos detenernos a pasar revista a los mejores vendedores de la semana. Se aplaza la reunión. –Luego, con tono indiferente, se dirigió a Allen Stanley–. Concédeles tarjetas a los estudiantes que no tengan malos antecedentes. Por ahora les pondremos un techo de quinientos dólares.
Eso fue todo. No felicitó a _______ por la idea, no le dijo una sola palabra de reconocimiento. Se comportó como lo hacía casi siempre que su hija demostraba tener buen criterio: terminaba aceptando sus sugerencias, pero con reservas y sin una palabra de alabanza. No obstante, todo el mundo sabía que las sugerencias de _______ eran muy valiosas. Incluso Philip Bancroft.
_______ reunió sus notas y salió de la sala de reuniones al lado de Gordon Mitchell que, aparte de ella misma, era el candidato a la presidencia interina con más posibilidades. Ambos lo sabían. Gordon tenía treinta y siete años y más experiencia que _______ en el comercio minorista, lo que le confería una ligera ventaja; pero en cambio, hacía solo tres años que trabajaba en Bancroft, contra los siete de ella. Y, aún más importante, _______ había encabezado la expansión de Bancroft por el país. Para conseguirlo tuvo que discutir con padre y luego convencer a los banqueros de la empresa, remisos a otorgar préstamos de tanta envergadura. Ella misma había elegido la ubicación de cada nueva sucursal y había tenido un papel básico durante el período de construcción primero y de abastecimiento después, incluyendo la infinidad de detalles que una empresa así conllevaba. Por todo ello, y por su amplia experiencia previa de trabajo en las distintas divisiones de Bancroft, era un candidato mucho más versátil que Mitchell. Su visión global de la empresa era más amplia.
_______ lanzó una mirada de soslayo a su competidor y se dio cuenta de que este estaba observándola con expresión calculadora.
–Philip me ha dicho que cuando se vaya hará un crucero, siguiendo las indicaciones de su médico –empezó a decir Gordon mientras avanzaban por el alfombrado pasillo, flanqueado por las mesas de las secretarias de los vicepresidentes...... ¿Dónde piensa...? –Se interrumpió al ver que su secretaria se ponía de pie y, elevando un poco la voz, le informaba de una llamada.
–El señor Bender está en la línea privada. Según su secretaria se trata de algo urgente.
–Le dije que no atendiera el teléfono de mi línea privada, señorita Debbie –le replicó Gordon con acritud. Se excusó ante _______ y entró en su despacho, cerrando la puerta tras de sí.
Fuera, Debbie Novotny se mordió un labio y observó como se alejaba _______ Bancroft. Siempre que llamaba la «secretaria del señor Bender», Gordon se ponía tenso, se excitaba visiblemente; y por supuesto, siempre cerraba la puerta para que no se oyera la conversación telefónica. Hacía ya casi un año que venía prometiéndole matrimonio a Debbie tan pronto como se divorciara de su mujer. Pero ahora Debbie vivía en el temor de que «la secretaria del señor Bender» fuera, en realidad, otra amante de Gordon. Después de todo, el jefe le había hecho otras promesas hasta hoy incumplidas, tales como promocionarla al rango de vendedora y concederle un aumento de sueldo. ¿No le estaría haciendo perder el tiempo con su promesa de matrimonio? Con el corazón en un puño, Debbie descolgó cautelosamente el auricular. La voz de Gordon se oía en un susurro: un susurro de alarma.
–Te dije que no me llamaras a la oficina.
–Cálmate, seré breve –le replicó Bender–, Todavía tengo un cargamento de mie/rda de esas blusas de seda que me compraste, así como una montaña de bisutería. Te daré el doble de comisión si me quitas de encima esta basura.
Era una voz de hombre. Debbie se sintió tan aliviada que ya iba a colgar cuando de pronto se dio cuenta de que lo que estaba oyendo sonaba a soborno.
–No puedo –replicó Gordon–. He visto tu última remesa de blusas y de joyería, y es realmente material muy mediocre. Hasta ahora nuestro arreglo había funcionado porque enviabas artículos de cierta calidad. Pero este último... Si alguien lo ve, querrá saber quién lo ha comprado y por qué. Cuando investiguen, mis jefes de ventas me señalarán con el dedo diciendo que yo les ordené adquirir esas cosas de tu almacén.
–Si eso te preocupa –replicó Hender–, échalos a los dos y así no podrán señalarte.
–Tendré que hacerlo, pero eso no cambiará nada. Escucha, Bender –añadió Gordon con fría resolución–, nuestra relación ha sido beneficiosa para ambos, pero ahora ha concluido. Es demasiado arriesgada. Así es. Además, creo que van a ofrecerme la presidencia interina, y en tal caso, ya no estaré directamente involucrado en las compras.
La voz de Bender subió de volumen y se tomó amenazadora.
–Escúchame bien, cretino, porque solo voy a decírtelo una vez. Tú y yo hemos hecho un buen negocio con esto y tus ambiciones personales son algo aparte, algo que me tiene sin cuidado. El año pasado te pagué cien mil...
–Te repito que hemos terminado.
–No hasta que yo lo diga, y pasará mucho tiempo antes de que lo haga. Crúzate en mi camino y haré una llamada al viejo Bancroft...
–Para decirle ¿qué? –se mofó Gordon–. ¿Que he rechazado tu soborno porque no quiero adquirir la basura que me ofreces?
–No. Para comunicarle que soy un honrado hombre de negocios y que me has expoliado, comisión tras comisión, a cambio de permitir que tu gente compre mi buena mercancía. Eso no es soborno, sino extorsión. –Hizo una pausa para dejar que Gordon asimilara sus palabras y luego prosiguió–:
También tendrás que preocuparte de lo que opine la comisión de impuestos. Si reciben una llamada anónima y te hacen una inspección, apuesto a que se enterarán de que no has declarado los cien mil. Querido amigo, la evasión de impuestos es un fraude. Sí, extorsión y fraude...
A pesar de que su creciente pánico le nublaba los sentidos, Gordon no dejó de percibir un sonido metálico como el de un archivo al cerrarse.
–Espera un minuto –le dijo a Bender–. Tengo que sacar algo de mi portafolios. –En lugar de eso, se dirigió a la puerta y la abrió discretamente. Vio a su secretaria con el auricular pegado a la oreja, y cubriendo el micrófono con la mano. En su teléfono solo había una línea abierta. Gordon cerró con el mismo cuidado la puerta del despacho. Estaba muy pálido y furioso.
–Tendremos que terminar la discusión esta noche. Llámame a mi casa –le dijo a Bender.
–Te advierto...
–Está bien. Llámame. Algo se nos ocurrirá.
Un tanto aplacado, Bender se mostró conciliador.
–Así está mejor. Soy un tío razonable. Como tendrás que rechazar el cargo, te aumentaré la comisión.
Gordon colgó y apretó el botón del intercomunicador.
–Debbie, entra, por favor. –Soltó el botón y profirió–: Est/úpida pu/ta entrometida.
Debbie abrió la puerta. Sentía un nudo en el estómago y sus ilusiones con respecto a Gordon estaban destrozadas. Además, sabía que sería incapaz de disimular. La culpa se reflejaría en su rostro...
–Cierta la puerta con llave. –Pronunció estas palabras con fingida sensualidad y mientras se acercaba al sofá–. Ven aquí –añadió.
Confundida por el contraste de su voz y la frialdad de su mirada, Debbie se acercó con cautela. Sofocó un grito de sorpresa cuando Gordon tiró de ella, tomándola en sus brazos.
–Sé qué has estado escuchando –musitó el jefe, reprimiendo el impulso de estrangularla–. Lo hago por nosotros dos. Cuando después del divorcio mi mujer termine conmigo, quedaré sin un centavo. Necesitaré dinero... para darte lo que mereces. Lo comprendes, ¿verdad, mi amor?
Debbie miró aquel rostro apuesto, vio la súplica en sus ojos y lo entendió. Creyó en él. Gordon le bajó el cierre del vestido, desnudándola. Ella le abrazó, ofreciéndole su cuerpo, su amor, su silencio.
_______ se disponía a hablar por teléfono cuando su secretaria entró en el despacho.
–Estaba sacando fotocopias –explicó Phyllis Tilsher, una joven de veintisiete años, inteligente e intuitiva, sensata en todo excepto en una cosa: la irresistible atracción que sentía por los hombres más irresponsables y menos dignos de confianza. Era una debilidad que había discutido entre risas con _______ durante los años en que habían trabajado juntas–. Te ha llamado Jerry Keaton, de personal. –Con su eficacia habitual, empezó a informar a _______ de todas las llamadas recibidas en su ausencia–. Dice Jerry que existe la posibilidad de que uno de los empleados presente querella por discriminación.
–¿Ha hablado con nuestra asesoría jurídica?
–Sí, pero quiere hablar también contigo.
–Tengo que volver al despacho del arquitecto para echar un último vistazo a los planos de la futura sucursal de Houston –señaló _______–. Dile a Jerry que no podré verlo hasta el lunes por la mañana.
–Está bien. También ha llamado el señor Savage... –Se interrumpió cuando Sam Green llamó discretamente a la puerta.
–Perdón –se excusó Sam, dirigiéndose a ambas mujeres–. _______, ¿puedes concederme unos minutos?
Ella asintió.
–¿Qué ocurre?
–Acabo de hablar por teléfono con Ivan Thorp –declaró Sam, acercándose a la mesa de _______–. Podría surgir un obstáculo en Houston.
_______ se había pasado más de un mes en Houston en busca de una buena ubicación, no solo para un nuevo edificio de Bancroft, sino para todo un centro comercial. Por fin había localizado unos terrenos situados muy cerca de The Gallería. Un sitio ideal. Durante meses habían negociado con los propietarios, Thorp Development.
–¿Qué clase de obstáculo?
–Cuando le dije que estábamos dispuestos a formalizar un contrato me salió con que tal vez tenga un comprador para todas sus propiedades, incluidos esos terrenos.
Thorp Development era un holding de Houston, propietario de varios edificios de oficinas, centros comerciales y tierras. No era ningún secreto que los hermanos Thorp querían venderlo todo. La noticia la había dado el Wall Street Journal.
–¿De veras crees que tienen un comprador? ¿O quieren arrancarnos una oferta más alta?
–Probablemente sea esto último, pero quería que supieras que quizá tenemos competencia no prevista.
–Lo arreglaremos, Sam. Quiero que nuestra nueva sucursal se construya allí. Será la joya de la corona. No me importaban tanto las sucursales anteriores. La ubicación es perfecta. Houston se está recuperando de una crisis económica, pero los precios de la construcción todavía son asequibles. Cuando abramos las puertas, su economía estará en pleno auge.
_______ miró la hora y se puso de pie. Eran las tres de un viernes por la tarde, lo que significaba que el tráfico estaría empezando a empeorar.
–Tengo que correr –se excusó con una sonrisa cortés–. A ver si tu amigo de Houston consigue averiguar si es verdad lo del presunto comprador de Thorp.
–Le he llamado. Está trabajando en ello.
16
La limusina de Nick se abría paso entre el denso tráfico de un viernes por la tarde en el centro de Chicago. Desde el asiento trasero, Nick levantó la mirada del informe que estaba leyendo cuando Spencer O’Hara sorteó atrevidamente un taxi, se saltó un semáforo en rojo, hizo sonar el claxon con insistencia y obligó a un grupo de intrépidos peatones a apartarse a toda prisa del camino. A menos de tres metros del aparcamiento subterráneo de Haskell Electronics, Spencer frenó en seco y enfiló el camino de entrada después de un brusco trayecto.
–Lo siento, Nick –dijo sonriendo. Por el retrovisor vio que el jefe frunció el entrecejo.
–Uno de estos días –le replicó Nick, exasperado– quiero que me expliques por qué te empeñas en convertir a los peatones en adornos del capó. –Su voz quedó ahogada cuando el morro de la limusina se inclinó hacia abajo y las ruedas chirriaron. Descendían por la laberíntica rampa, hasta el estacionamiento reservado a los ejecutivos de la compañía. La rampa era más bien estrecha y la limusina casi rozaba la pared. A Spencer O’Hara le importaba un bledo qué clase de automóvil llevaba entre manos, siempre conducía como un adolescente ajeno al peligro, como si llevara una rubia sobre las rodillas y un paquete de seis cervezas en el asiento. Si los reflejos de O’Hara no siguieran siendo los de un joven, hacía tiempo que habría perdido su carnet de conducir y probablemente hasta su propia vida.
Spencer O’Hara era tan leal como atrevido. Gracias a ambas cosas, diez años atrás le había salvado la vida a Nick en Sudamérica, arriesgando la propia. El camión conducido por Nick se quedó sin frenos, precipitándose por un terraplén e incendiándose. Spencer sacó a Nick de entre los hierros y las llamas y, como recompensa, recibió una caja de whisky y la gratitud eterna de aquel joven que ahora era el propietario de un gran imperio económico.
Bajo la chaqueta, colgando del hombro, Spencer llevaba una automática, la misma que había comprado años atrás, cuando con Nick tuvo que pasar con el coche ante los piquetes de huelga de los camioneros de una compañía de transportes que Intercorp acababa de adquirir. Nick pensaba que la pistola era innecesaria. Aunque Spencer no medía más de un metro setenta, tenía una masa corporal de cien kilos de músculo sólido como la roca, un rostro belicoso nada agraciado y un ceño francamente amenazador. El empleo de guardaespaldas le venía mejor que el de chófer, pues tenía aspecto de boxeador y conducía como un maníaco.
–Hemos llegado –informó Spencer, arreglándoselas para detenerse sin brusquedad ante el ascensor privado de los grandes ejecutivos–. Hogar, dulce hogar.
–Solo por un año –puntualizó Nick mientras cerraba el maletín.
Cuando Nicholas Farrell adquiría una compañía, solía permanecer durante un par de meses en la sede, tiempo suficiente para consultar con sus propios hombres la valoración presentada por los dirigentes de la empresa en cuestión. Pero hasta ahora solo habían comprado firmas fundamentalmente sanas, que no obstante se encontraban en el atolladero por estar descapitalizadas. Nick se limitaba a introducir cambios menores, con el fin de adaptar las operaciones de la empresa al esquema de Intercorp. Con Haskell el problema era muy distinto. Habría que desterrar los antiguos métodos y procedimientos, redefinir los beneficios, ajustar salarios, alterar lealtades. Habría que levantar una gran planta industrial en la suburbana Southville, donde Nick ya había adquirido las tierras. Entre la flota mercante que acababa de comprar y Haskell, tenía ante sí un período de actividad frenética, de largas jornadas que le ocuparían el día y a menudo parte de la noche. Pero eso era lo que había hecho durante años. Al principio, impulsado por el ansia desesperada de triunfo, para probarse y demostrar que podía hacerlo; y ahora, cuando su éxito había superado sus más ambiciosos sueños, seguía trabajando con igual énfasis, pero ya no por amor al trabajo o al éxito, sino por inercia. Y porque tampoco veía alternativa más placentera. Cuando se divertía, lo hacía con la misma intensidad que cuando trabajaba, aunque ni una cosa ni la otra daban demasiado sentido a su existencia.
Sin embargo, el reto de Haskell parecía haber despertado en él cierta excitación, porque el desafío era grande. Al introducir la llave en el ascensor directo pensaba que tal vez en ese punto se hubiera equivocado. Había creado un conglomerado enorme comprando firmas bien administradas, apetecibles, que necesitaban el apoyo financiero de Intercorp. Tal vez debería haber adquirido unas cuantas que necesitaran algo más de dinero y unos simples retoques. Su equipo de compra se había pasado dos semanas en Haskell, evaluando. Se encontraban arriba reunidos, esperándolo, y él se sentía deseoso de empezar.
En la planta dieciséis la recepcionista contestó el teléfono y escuchó la información que le daba el guardia uniformado de la planta baja, que también actuaba como recepcionista. Cuando colgó, Valerie se dirigió a la mesa de una secretaria.
–Dice Peter Duncan que una limusina plateada acaba de entrar en el aparcamiento –le susurró a su compañera–. Cree que es Farrell.
–El plateado debe de ser su color favorito –ironizó Joanna, dirigiendo la mirada hacia la placa de plata, de unos dos metros cuadrados, con la insignia de Intercorp, que colgaba de la pared de detrás de su mesa.
Dos semanas después del triunfo definitivo de la compra hostil por parte de Intercorp, había llegado una legión de carpinteros a cuyo frente iba un hombre que se identificó como director de diseño de interiores del conglomerado. Cuando al cabo de otras dos semanas se marchó, toda la zona de recepción de la planta cien, así como la sala de reuniones y el futuro despacho de Nick Farrell habían sido completamente redecorados. Donde antes había alfombras orientales raídas por el tiempo y muebles de madera oscura con las suaves huellas de su edad, ahora se veían alfombras plateadas que cubrían hasta el último milímetro del suelo y modernos sofás de piel, con pequeñas mesas de café enfrente y a los lados. Aquellos cambios obedecían a un rasgo muy conocido de Nick Farrell: cada nueva adquisición de Intercorp sufría de inmediato una metamorfosis física, para presentar el mismo aspecto que el resto de las empresas de la sociedad.
Valerie, Joanna y otra secretaria de esta planta estaban ya familiarizadas no solo con la fama y las rarezas de Nick Farrell, sino también con su falta de tacto. A los pocos días de la compra de Haskell, el presidente de la firma, Vern Haskell, había sido obligado a retirarse prematuramente. Igual destino corrieron dos de los vicepresidentes, uno de ellos hijo del propio Vern, el otro su yerno. Un vicepresidente que rehusó retirarse fue despedido. Los despachos de estos hombres –situados en esa planta, pero al otro lado del edificio– estaban ahora ocupados por tres verdugos de Farrell. Otros tantos ocupaban despachos en otras zonas del edificio. Según la vox populi espiaban a todos, hacían preguntas curiosas y componían listas, sin duda de las futuras víctimas.
Por si fuera poco, los despidos no se limitaban a los altos cargos. La secretaria del mismísimo señor Haskell tuvo que elegir entre marcharse o trabajar para un ejecutivo de rango menor. El señor Farrell insistió en traer a su propia secretaria de California, lo que había provocado una ola de resentimiento entre las secretarias de los ejecutivos que aún se mantenían en sus cargos. Sin embargo, eso no fue nada comparado con lo que tuvieron que afrontar: la presencia de la secretaria de California. Eleanor Stern era una mujer de pelo blanco, erguida y extremadamente flaca; una tirana entrometida que las observaba a todas como un halcón, y que todavía utilizaba términos como «impertinencia» y «propiedad». Llegaba a la oficina antes que nadie y era la última en marcharse. Cuando la puerta de su despacho estaba abierta, podía oír la más callada risa femenina o cualquier susurro. Entonces se situaba en el umbral como un furioso sargento, hasta que se extinguía todo sonido que no tuviera nada que ver con el trabajo. Por esa razón, Valerie contuvo el impulso de llamar a varias de las secretarias para decirles que había llegado Farrell y pudieran ausentarse de sus puestos con cualquier pretexto para echarle un vistazo al ogro.
Las revistas y los periódicos sensacionalistas lo presentaban como a un hombre atractivo, apuesto y sofisticado, que salía con estrellas de cine y con señoritas de la realeza europea. En cuanto al Wall Street Journal aseguraba que era «un genio de las finanzas con un toque de Midas». El señor Vern Haskell, en cambio, tuvo palabras menos amables para Nick el día en que abandonó su despacho de presidente: «Es un cretino arrogante e inhumano con los instintos de un tiburón y la moral de un lobo merodeador». Valerie y Joanna, mientras esperaban que apareciera para verlo, tenían el ánimo predispuesto en su contra. Pensaban que lo despreciarían en cuanto lo vieran. Y así fue.
El suave tintineo de la campana del ascensor sonó en la zona de recepción como un martillazo contra un gong. Salió Nicholas Farrell, el aire pareció extinguirse ante la ahogada energía de su presencia. Atlético y muy bronceado, caminaba hacia las empleadas, leyendo un informe y llevando un maletín en la mano y un abrigo beige de cachemir colgado del antebrazo. Valerie se puso de pie, vacilante.
–Buenas tardes, señor Farrell.
Por respuesta a su cortesía, recibió la mirada penetrante de unos fríos ojos grises y una breve inclinación de la cabeza. Pasó por su lado como el viento: poderoso, inquietante y del todo indiferente a meros mortales como Valerie y Joanna.
Nick había estado allí ya una vez, para asistir a una reunión a última hora de la tarde. Se encaminó con paso firme, como quien pisa terreno conocido, a los despachos que habían pertenecido a Haskell y a su secretaria. Hasta que cerró tras de sí la puerta del despacho de esta última no levantó la mirada del informe, y cuando lo hizo, fue para mirar un momento a su propia secretaria, la señorita Stern, que había trabajado con él desde el principio. Llevaban juntos nueve años. No se saludaron ni se detuvieron a hablar de cosas intrascendentes. Nunca lo hacían.
–¿Cómo va todo?
–Bastante bien –respondió Eleanor Stern.
–¿Está lista la agenda de la reunión? –inquirió Nick, encaminandose hacia la puerta doble de palisandro de su propio despacho.
–Naturalmente –contestó ella, con la misma firmeza de su jefe. Desde el primer día, ambos habían formado una pareja de trabajo ideal. Eleanor se presentó en la oficina de Nick junto con otras veinte candidatas al cargo de secretaria. Casi todas ellas eran jóvenes y bonitas, y todas habían sido enviadas por una oficina de empleo. Aquel mismo día, Nick había visto una fotografía de _______ en Town and Country. Alguien había abandonado u olvidado el ejemplar de la revista en la cafetería en que desayunaba el incipiente financiero. _______ estaba acostada en la arena de una playa de Jamaica con un joven universitario jugador de polo. En el artículo se decía que la muchacha estaba de vacaciones con amigos de la universidad. Aquella fotografía colmó a Nick de amargura y le insufló una decisión aún más fuerte de triunfar. Y en este estado de ánimo empezó a entrevistar a las candidatas. La mayoría le parecieron est/úpidas, algunas incluso coquetearon. Era lo último que buscaba. Quería, necesitaba alguien inteligente y de confianza, alguien que pudiera seguir el ritmo que a él le inspiraba su recién renovado impulso de llegar a la cumbre. Había arrojado a la papelera el currículo de la última candidata, cuando al levantar la mirada vio a Eleanor Stern, que con paso firme se dirigía hacia él. La mujer llevaba unos zapatos de tacón bajo, un sencillo vestido negro y el pelo gris recogido. Le entregó a Nick su currículo con cierta brusquedad, y esperó impertérrita a que él lo leyera. El documento decía que Eleanor Stern tenía cincuenta años y era soltera; que escribía a máquina a ciento veinte pulsaciones por minuto y que era también taquígrafa, con ciento sesenta palabras de velocidad. Nick se disponía a hacerle algunas preguntas adicionales, pero la mujer se le anticipó. Con voz fría y como a la defensiva, dijo:
–Sé que soy mucho mayor que las otras candidatas y, por supuesto, incomparablemente menos atractiva. Sin embargo, como nunca he sido una mujer hermosa, he tenido que potenciar al máximo mis otras cualidades.
Sorprendido, Nick le preguntó:
–¿Cuáles son esas cualidades?
–Mi mente, mis habilidades. Además de mecanógrafa y taquígrafa, soy experta contable y entiendo de leyes. Además, puedo hacer algo que la mayoría de los jóvenes ya no saben hacer.
–¿Y qué es...?
–¡Escribir sin faltas de ortografía!
Esta observación, impregnada de un sentimiento de superioridad y de desdén hacia todo lo que no fuera perfecto, sedujo a Nick. Había en la mujer cierto orgullo distante que el joven admiró de inmediato. Además, presintió que ella poseía la misma rígida determinación que él sentía. Basándose en la creencia instintiva de que había encontrado a la persona idónea para el cargo, Nick le previno:
–La jornada es larga y el salario bajo, por ahora. Estoy empezando. Si subo, usted subirá conmigo. Su salario aumentará en proporción a su rendimiento.
–De acuerdo.
–Yo tengo que viajar mucho. Pasado un tiempo, tal vez habrá ocasiones en que deberá acompañarme.
Para asombro de Nick, los pálidos ojos de la mujer se estrecharon.
–Quizá debería usted ser más concreto en lo que respecta a mis obligaciones, señor Farrell. Seguro que las mujeres lo encuentran atractivo, sin embargo...
Sorprendido de que la mujer creyera que él exigía algo más que su trabajo y enojado por su crítica e indiferencia con respecto a su atractivo personal, Nick le contestó con un tono aún más frío que el de ella:
–Sus obligaciones serán puramente laborales. No estoy interesado en una aventura ni en coqueteos; no quiero regalos de cumpleaños, ni alabanzas, ni su opinión sobre materias personales que solo a mí me interesan. Lo que de usted necesito es su tiempo y sus habilidades.
La inusual dureza de su tono se debía, más que a la actitud de la señorita Stern, al recuerdo de la fotografía de _______. Pero a Eleanor no pareció importarle. En realidad, fue como si le gustaran las condiciones.
–Me parece del todo aceptable –declaró.
–¿Cuándo podrá empezar?
–Ahora.
Nunca lamentó esta decisión. En el transcurso de una semana se había dado cuenta de que Eleanor Stern era capaz de afrontar interminables jornadas a un ritmo frenético, sin jamás parecer cansada. Y cuanto mayor era la responsabilidad que él delegaba sobre ella, más airosamente cumplía. No obstante, nunca cerraron el abismo que se había abierto entre ambos a causa de aquel malentendido inicial. Al principio estaban demasiado enfrascados en sus respectivos trabajos para pensar en ello. Después ya no parecía importar. Se hallaban inmersos en una rutina que a los dos les gustaba. Nick se había encumbrado y la señorita Stern trabajó junto a él hombro con hombro, día y noche, sin emitir jamás la menor queja. De hecho, aquella mujer se convirtió en un bagaje poco menos que imprescindible para la actividad empresarial y financiera de Nick, que, fiel a su palabra, le pagaba generosamente. Su secretaria tenía un salario anual de sesenta y cinco mil dólares, es decir, más alto que el de muchos ejecutivos de rango medio de Intercorp.
Ahora lo siguió a la oficina, y esperó mientras él dejaba el maletín sobre la mesa de palisandro recién adquirida. Por lo general, Nick le entregaba por lo menos un microcasete lleno de instrucciones y dictados para su trascripción.
–No he dictado nada –informó Nick al tiempo que abría el maletín y sacaba un puñado de carpetas con documentos para la señorita Stern–. Tampoco he tenido tiempo de estudiar el contrato de Simpson en el avión. El Lear tenía un problema mecánico y he llegado hasta aquí en un avión comercial. El bebé del asiento de delante sufría del oído, al parecer. No dejó de berrear durante todo el viaje.
Puesto que Nick había iniciado una conversación, la señorita Stern se sintió obligada a seguirla.
–Alguien tendría que haber ayudado.
–El hombre que iba a mi lado se ofreció, pensando que podía calmar a la criatura, pero la madre no se mostró más receptiva a esta solución que a la que yo le había ofrecido.
–¿Qué le propuso usted?
–Un trago de vodka. Y luego otro de coñac. –Cerró el maletín–. ¿ Qué tal los oficinistas por aquí?
–Algunos de ellos son concienzudos. Sin embargo, Joanna Simmons, ante la que usted pasó en su camino hacia aquí, no vale mucho. Se dice que era algo más que una secretaria del señor Morrisey, cosa que me inclino a creer. Puesto que sus habilidades son nulas, es obvio que justificaría el sueldo con otra clase de destrezas.
Nick apenas advirtió el gesto de desaprobación de la señorita Stern. Señaló con la cabeza la sala de reuniones contigua al despacho.
–¿Hay alguien ahí dentro?
–Por supuesto.
–¿Todos tienen copia de la orden del día?
–Por supuesto.
–Espero una llamada de Bruselas dentro de una hora –dijo Nick, encaminándose a la sala de reuniones–. Me la pasa, pero retenga cualquier otra.
El centro de la sala estaba ocupado por una gran mesa baja de mármol y cristal. Flanqueándola, había dos grandes sofás de ante en los que en aquel momento se hallaban sentados seis de los más brillantes vicepresidentes de Intercorp. Todos se pusieron en pie cuando entró Nick y le estrecharon la mano. Los vicepresidentes estudiaban el rostro de su jefe, intentando adivinar si el viaje a Grecia había sido un éxito.
–Es bueno tenerte de vuelta, Nick –dijo Tom Anderson, el último a quien el jefe dio la mano–. Bueno, no nos tengas en suspenso. ¿Cómo te fue en Atenas?
–Fue muy agradable –respondió Nick mientras se situaban ante la mesa–. Ahora Intercorp es dueña de una flota de petroleros.
Un ambiente triunfal recorrió la sala de reuniones. Todos hablaban y empezaban a discutir planes de utilización de la más reciente «rama de la familia» Intercorp.
Se produjo un grave silencio en la sala de reuniones, el silencio temeroso y expectante que surgía siempre que _______ se oponía a su padre. Pero hoy la tensión era más evidente que nunca, porque todos esperaban un signo de indulgencia por parte de Philip para con su hija... en el caso de que ella fuera la elegida para sucederle en la presidencia interina. En realidad, Philip Bancroft no era más exigente que sus colegas de Saks o Macy o cualquier otro gran comerciante al por menor. _______ lo sabía. Lo que la molestaba no eran sus exigencias, sino sus maneras bruscas y su estilo autocrático. Los ejecutivos reunidos alrededor de aquella mesa eran personas que habían elegido esa profesión sabiendo de antemano que exigía un trabajo frenético. La jornada de sesenta horas semanales no era la excepción, sino la norma, si uno quería llegar hasta la cima. _______, como el resto, lo sabía, como también sabía que en su caso concreto aún sería peor. Tendría que librar una batalla más dura y larga que los demás, si quería alcanzar una presidencia que le habría sido otorgada con menos esfuerzo de no haber nacido mujer.
Había decidido intervenir en el debate sabiendo que, si por una parte podía ganarse el respeto de su padre, por la otra sufriría su desproporcionado resentimiento. Philip le dedicó una mirada desdeñosa.
–¿Qué sugerirías tú, _______? –le preguntó, sin desmentir ni confirmar que, en efecto, era él quien se había mostrado contrario a la concesión de tarjetas a los estudiantes.
–Lo mismo que sugerí la última vez. A los estudiantes universitarios sin antecedentes negativos deberíamos otorgarles la tarjeta pero con un crédito máximo de, pongamos, quinientos dólares. Al final del año, si la gente de Allen está satisfecha con los pagos, podría ampliarse ese crédito.
Philip la miró un momento, luego prosiguió con el orden del día, como si no hubiera oído las palabras de su hija. Una hora después, cerró su carpeta de piel de ciervo con las notas de la reunión y se dirigió a los presentes.
–Hoy tengo una desmesurada agenda de reuniones. Caballeros... y señoras –añadió con voz condescendiente que a _______ siempre le despertaba deseos de darle un puntapié–, no podemos detenernos a pasar revista a los mejores vendedores de la semana. Se aplaza la reunión. –Luego, con tono indiferente, se dirigió a Allen Stanley–. Concédeles tarjetas a los estudiantes que no tengan malos antecedentes. Por ahora les pondremos un techo de quinientos dólares.
Eso fue todo. No felicitó a _______ por la idea, no le dijo una sola palabra de reconocimiento. Se comportó como lo hacía casi siempre que su hija demostraba tener buen criterio: terminaba aceptando sus sugerencias, pero con reservas y sin una palabra de alabanza. No obstante, todo el mundo sabía que las sugerencias de _______ eran muy valiosas. Incluso Philip Bancroft.
_______ reunió sus notas y salió de la sala de reuniones al lado de Gordon Mitchell que, aparte de ella misma, era el candidato a la presidencia interina con más posibilidades. Ambos lo sabían. Gordon tenía treinta y siete años y más experiencia que _______ en el comercio minorista, lo que le confería una ligera ventaja; pero en cambio, hacía solo tres años que trabajaba en Bancroft, contra los siete de ella. Y, aún más importante, _______ había encabezado la expansión de Bancroft por el país. Para conseguirlo tuvo que discutir con padre y luego convencer a los banqueros de la empresa, remisos a otorgar préstamos de tanta envergadura. Ella misma había elegido la ubicación de cada nueva sucursal y había tenido un papel básico durante el período de construcción primero y de abastecimiento después, incluyendo la infinidad de detalles que una empresa así conllevaba. Por todo ello, y por su amplia experiencia previa de trabajo en las distintas divisiones de Bancroft, era un candidato mucho más versátil que Mitchell. Su visión global de la empresa era más amplia.
_______ lanzó una mirada de soslayo a su competidor y se dio cuenta de que este estaba observándola con expresión calculadora.
–Philip me ha dicho que cuando se vaya hará un crucero, siguiendo las indicaciones de su médico –empezó a decir Gordon mientras avanzaban por el alfombrado pasillo, flanqueado por las mesas de las secretarias de los vicepresidentes...... ¿Dónde piensa...? –Se interrumpió al ver que su secretaria se ponía de pie y, elevando un poco la voz, le informaba de una llamada.
–El señor Bender está en la línea privada. Según su secretaria se trata de algo urgente.
–Le dije que no atendiera el teléfono de mi línea privada, señorita Debbie –le replicó Gordon con acritud. Se excusó ante _______ y entró en su despacho, cerrando la puerta tras de sí.
Fuera, Debbie Novotny se mordió un labio y observó como se alejaba _______ Bancroft. Siempre que llamaba la «secretaria del señor Bender», Gordon se ponía tenso, se excitaba visiblemente; y por supuesto, siempre cerraba la puerta para que no se oyera la conversación telefónica. Hacía ya casi un año que venía prometiéndole matrimonio a Debbie tan pronto como se divorciara de su mujer. Pero ahora Debbie vivía en el temor de que «la secretaria del señor Bender» fuera, en realidad, otra amante de Gordon. Después de todo, el jefe le había hecho otras promesas hasta hoy incumplidas, tales como promocionarla al rango de vendedora y concederle un aumento de sueldo. ¿No le estaría haciendo perder el tiempo con su promesa de matrimonio? Con el corazón en un puño, Debbie descolgó cautelosamente el auricular. La voz de Gordon se oía en un susurro: un susurro de alarma.
–Te dije que no me llamaras a la oficina.
–Cálmate, seré breve –le replicó Bender–, Todavía tengo un cargamento de mie/rda de esas blusas de seda que me compraste, así como una montaña de bisutería. Te daré el doble de comisión si me quitas de encima esta basura.
Era una voz de hombre. Debbie se sintió tan aliviada que ya iba a colgar cuando de pronto se dio cuenta de que lo que estaba oyendo sonaba a soborno.
–No puedo –replicó Gordon–. He visto tu última remesa de blusas y de joyería, y es realmente material muy mediocre. Hasta ahora nuestro arreglo había funcionado porque enviabas artículos de cierta calidad. Pero este último... Si alguien lo ve, querrá saber quién lo ha comprado y por qué. Cuando investiguen, mis jefes de ventas me señalarán con el dedo diciendo que yo les ordené adquirir esas cosas de tu almacén.
–Si eso te preocupa –replicó Hender–, échalos a los dos y así no podrán señalarte.
–Tendré que hacerlo, pero eso no cambiará nada. Escucha, Bender –añadió Gordon con fría resolución–, nuestra relación ha sido beneficiosa para ambos, pero ahora ha concluido. Es demasiado arriesgada. Así es. Además, creo que van a ofrecerme la presidencia interina, y en tal caso, ya no estaré directamente involucrado en las compras.
La voz de Bender subió de volumen y se tomó amenazadora.
–Escúchame bien, cretino, porque solo voy a decírtelo una vez. Tú y yo hemos hecho un buen negocio con esto y tus ambiciones personales son algo aparte, algo que me tiene sin cuidado. El año pasado te pagué cien mil...
–Te repito que hemos terminado.
–No hasta que yo lo diga, y pasará mucho tiempo antes de que lo haga. Crúzate en mi camino y haré una llamada al viejo Bancroft...
–Para decirle ¿qué? –se mofó Gordon–. ¿Que he rechazado tu soborno porque no quiero adquirir la basura que me ofreces?
–No. Para comunicarle que soy un honrado hombre de negocios y que me has expoliado, comisión tras comisión, a cambio de permitir que tu gente compre mi buena mercancía. Eso no es soborno, sino extorsión. –Hizo una pausa para dejar que Gordon asimilara sus palabras y luego prosiguió–:
También tendrás que preocuparte de lo que opine la comisión de impuestos. Si reciben una llamada anónima y te hacen una inspección, apuesto a que se enterarán de que no has declarado los cien mil. Querido amigo, la evasión de impuestos es un fraude. Sí, extorsión y fraude...
A pesar de que su creciente pánico le nublaba los sentidos, Gordon no dejó de percibir un sonido metálico como el de un archivo al cerrarse.
–Espera un minuto –le dijo a Bender–. Tengo que sacar algo de mi portafolios. –En lugar de eso, se dirigió a la puerta y la abrió discretamente. Vio a su secretaria con el auricular pegado a la oreja, y cubriendo el micrófono con la mano. En su teléfono solo había una línea abierta. Gordon cerró con el mismo cuidado la puerta del despacho. Estaba muy pálido y furioso.
–Tendremos que terminar la discusión esta noche. Llámame a mi casa –le dijo a Bender.
–Te advierto...
–Está bien. Llámame. Algo se nos ocurrirá.
Un tanto aplacado, Bender se mostró conciliador.
–Así está mejor. Soy un tío razonable. Como tendrás que rechazar el cargo, te aumentaré la comisión.
Gordon colgó y apretó el botón del intercomunicador.
–Debbie, entra, por favor. –Soltó el botón y profirió–: Est/úpida pu/ta entrometida.
Debbie abrió la puerta. Sentía un nudo en el estómago y sus ilusiones con respecto a Gordon estaban destrozadas. Además, sabía que sería incapaz de disimular. La culpa se reflejaría en su rostro...
–Cierta la puerta con llave. –Pronunció estas palabras con fingida sensualidad y mientras se acercaba al sofá–. Ven aquí –añadió.
Confundida por el contraste de su voz y la frialdad de su mirada, Debbie se acercó con cautela. Sofocó un grito de sorpresa cuando Gordon tiró de ella, tomándola en sus brazos.
–Sé qué has estado escuchando –musitó el jefe, reprimiendo el impulso de estrangularla–. Lo hago por nosotros dos. Cuando después del divorcio mi mujer termine conmigo, quedaré sin un centavo. Necesitaré dinero... para darte lo que mereces. Lo comprendes, ¿verdad, mi amor?
Debbie miró aquel rostro apuesto, vio la súplica en sus ojos y lo entendió. Creyó en él. Gordon le bajó el cierre del vestido, desnudándola. Ella le abrazó, ofreciéndole su cuerpo, su amor, su silencio.
_______ se disponía a hablar por teléfono cuando su secretaria entró en el despacho.
–Estaba sacando fotocopias –explicó Phyllis Tilsher, una joven de veintisiete años, inteligente e intuitiva, sensata en todo excepto en una cosa: la irresistible atracción que sentía por los hombres más irresponsables y menos dignos de confianza. Era una debilidad que había discutido entre risas con _______ durante los años en que habían trabajado juntas–. Te ha llamado Jerry Keaton, de personal. –Con su eficacia habitual, empezó a informar a _______ de todas las llamadas recibidas en su ausencia–. Dice Jerry que existe la posibilidad de que uno de los empleados presente querella por discriminación.
–¿Ha hablado con nuestra asesoría jurídica?
–Sí, pero quiere hablar también contigo.
–Tengo que volver al despacho del arquitecto para echar un último vistazo a los planos de la futura sucursal de Houston –señaló _______–. Dile a Jerry que no podré verlo hasta el lunes por la mañana.
–Está bien. También ha llamado el señor Savage... –Se interrumpió cuando Sam Green llamó discretamente a la puerta.
–Perdón –se excusó Sam, dirigiéndose a ambas mujeres–. _______, ¿puedes concederme unos minutos?
Ella asintió.
–¿Qué ocurre?
–Acabo de hablar por teléfono con Ivan Thorp –declaró Sam, acercándose a la mesa de _______–. Podría surgir un obstáculo en Houston.
_______ se había pasado más de un mes en Houston en busca de una buena ubicación, no solo para un nuevo edificio de Bancroft, sino para todo un centro comercial. Por fin había localizado unos terrenos situados muy cerca de The Gallería. Un sitio ideal. Durante meses habían negociado con los propietarios, Thorp Development.
–¿Qué clase de obstáculo?
–Cuando le dije que estábamos dispuestos a formalizar un contrato me salió con que tal vez tenga un comprador para todas sus propiedades, incluidos esos terrenos.
Thorp Development era un holding de Houston, propietario de varios edificios de oficinas, centros comerciales y tierras. No era ningún secreto que los hermanos Thorp querían venderlo todo. La noticia la había dado el Wall Street Journal.
–¿De veras crees que tienen un comprador? ¿O quieren arrancarnos una oferta más alta?
–Probablemente sea esto último, pero quería que supieras que quizá tenemos competencia no prevista.
–Lo arreglaremos, Sam. Quiero que nuestra nueva sucursal se construya allí. Será la joya de la corona. No me importaban tanto las sucursales anteriores. La ubicación es perfecta. Houston se está recuperando de una crisis económica, pero los precios de la construcción todavía son asequibles. Cuando abramos las puertas, su economía estará en pleno auge.
_______ miró la hora y se puso de pie. Eran las tres de un viernes por la tarde, lo que significaba que el tráfico estaría empezando a empeorar.
–Tengo que correr –se excusó con una sonrisa cortés–. A ver si tu amigo de Houston consigue averiguar si es verdad lo del presunto comprador de Thorp.
–Le he llamado. Está trabajando en ello.
16
La limusina de Nick se abría paso entre el denso tráfico de un viernes por la tarde en el centro de Chicago. Desde el asiento trasero, Nick levantó la mirada del informe que estaba leyendo cuando Spencer O’Hara sorteó atrevidamente un taxi, se saltó un semáforo en rojo, hizo sonar el claxon con insistencia y obligó a un grupo de intrépidos peatones a apartarse a toda prisa del camino. A menos de tres metros del aparcamiento subterráneo de Haskell Electronics, Spencer frenó en seco y enfiló el camino de entrada después de un brusco trayecto.
–Lo siento, Nick –dijo sonriendo. Por el retrovisor vio que el jefe frunció el entrecejo.
–Uno de estos días –le replicó Nick, exasperado– quiero que me expliques por qué te empeñas en convertir a los peatones en adornos del capó. –Su voz quedó ahogada cuando el morro de la limusina se inclinó hacia abajo y las ruedas chirriaron. Descendían por la laberíntica rampa, hasta el estacionamiento reservado a los ejecutivos de la compañía. La rampa era más bien estrecha y la limusina casi rozaba la pared. A Spencer O’Hara le importaba un bledo qué clase de automóvil llevaba entre manos, siempre conducía como un adolescente ajeno al peligro, como si llevara una rubia sobre las rodillas y un paquete de seis cervezas en el asiento. Si los reflejos de O’Hara no siguieran siendo los de un joven, hacía tiempo que habría perdido su carnet de conducir y probablemente hasta su propia vida.
Spencer O’Hara era tan leal como atrevido. Gracias a ambas cosas, diez años atrás le había salvado la vida a Nick en Sudamérica, arriesgando la propia. El camión conducido por Nick se quedó sin frenos, precipitándose por un terraplén e incendiándose. Spencer sacó a Nick de entre los hierros y las llamas y, como recompensa, recibió una caja de whisky y la gratitud eterna de aquel joven que ahora era el propietario de un gran imperio económico.
Bajo la chaqueta, colgando del hombro, Spencer llevaba una automática, la misma que había comprado años atrás, cuando con Nick tuvo que pasar con el coche ante los piquetes de huelga de los camioneros de una compañía de transportes que Intercorp acababa de adquirir. Nick pensaba que la pistola era innecesaria. Aunque Spencer no medía más de un metro setenta, tenía una masa corporal de cien kilos de músculo sólido como la roca, un rostro belicoso nada agraciado y un ceño francamente amenazador. El empleo de guardaespaldas le venía mejor que el de chófer, pues tenía aspecto de boxeador y conducía como un maníaco.
–Hemos llegado –informó Spencer, arreglándoselas para detenerse sin brusquedad ante el ascensor privado de los grandes ejecutivos–. Hogar, dulce hogar.
–Solo por un año –puntualizó Nick mientras cerraba el maletín.
Cuando Nicholas Farrell adquiría una compañía, solía permanecer durante un par de meses en la sede, tiempo suficiente para consultar con sus propios hombres la valoración presentada por los dirigentes de la empresa en cuestión. Pero hasta ahora solo habían comprado firmas fundamentalmente sanas, que no obstante se encontraban en el atolladero por estar descapitalizadas. Nick se limitaba a introducir cambios menores, con el fin de adaptar las operaciones de la empresa al esquema de Intercorp. Con Haskell el problema era muy distinto. Habría que desterrar los antiguos métodos y procedimientos, redefinir los beneficios, ajustar salarios, alterar lealtades. Habría que levantar una gran planta industrial en la suburbana Southville, donde Nick ya había adquirido las tierras. Entre la flota mercante que acababa de comprar y Haskell, tenía ante sí un período de actividad frenética, de largas jornadas que le ocuparían el día y a menudo parte de la noche. Pero eso era lo que había hecho durante años. Al principio, impulsado por el ansia desesperada de triunfo, para probarse y demostrar que podía hacerlo; y ahora, cuando su éxito había superado sus más ambiciosos sueños, seguía trabajando con igual énfasis, pero ya no por amor al trabajo o al éxito, sino por inercia. Y porque tampoco veía alternativa más placentera. Cuando se divertía, lo hacía con la misma intensidad que cuando trabajaba, aunque ni una cosa ni la otra daban demasiado sentido a su existencia.
Sin embargo, el reto de Haskell parecía haber despertado en él cierta excitación, porque el desafío era grande. Al introducir la llave en el ascensor directo pensaba que tal vez en ese punto se hubiera equivocado. Había creado un conglomerado enorme comprando firmas bien administradas, apetecibles, que necesitaban el apoyo financiero de Intercorp. Tal vez debería haber adquirido unas cuantas que necesitaran algo más de dinero y unos simples retoques. Su equipo de compra se había pasado dos semanas en Haskell, evaluando. Se encontraban arriba reunidos, esperándolo, y él se sentía deseoso de empezar.
En la planta dieciséis la recepcionista contestó el teléfono y escuchó la información que le daba el guardia uniformado de la planta baja, que también actuaba como recepcionista. Cuando colgó, Valerie se dirigió a la mesa de una secretaria.
–Dice Peter Duncan que una limusina plateada acaba de entrar en el aparcamiento –le susurró a su compañera–. Cree que es Farrell.
–El plateado debe de ser su color favorito –ironizó Joanna, dirigiendo la mirada hacia la placa de plata, de unos dos metros cuadrados, con la insignia de Intercorp, que colgaba de la pared de detrás de su mesa.
Dos semanas después del triunfo definitivo de la compra hostil por parte de Intercorp, había llegado una legión de carpinteros a cuyo frente iba un hombre que se identificó como director de diseño de interiores del conglomerado. Cuando al cabo de otras dos semanas se marchó, toda la zona de recepción de la planta cien, así como la sala de reuniones y el futuro despacho de Nick Farrell habían sido completamente redecorados. Donde antes había alfombras orientales raídas por el tiempo y muebles de madera oscura con las suaves huellas de su edad, ahora se veían alfombras plateadas que cubrían hasta el último milímetro del suelo y modernos sofás de piel, con pequeñas mesas de café enfrente y a los lados. Aquellos cambios obedecían a un rasgo muy conocido de Nick Farrell: cada nueva adquisición de Intercorp sufría de inmediato una metamorfosis física, para presentar el mismo aspecto que el resto de las empresas de la sociedad.
Valerie, Joanna y otra secretaria de esta planta estaban ya familiarizadas no solo con la fama y las rarezas de Nick Farrell, sino también con su falta de tacto. A los pocos días de la compra de Haskell, el presidente de la firma, Vern Haskell, había sido obligado a retirarse prematuramente. Igual destino corrieron dos de los vicepresidentes, uno de ellos hijo del propio Vern, el otro su yerno. Un vicepresidente que rehusó retirarse fue despedido. Los despachos de estos hombres –situados en esa planta, pero al otro lado del edificio– estaban ahora ocupados por tres verdugos de Farrell. Otros tantos ocupaban despachos en otras zonas del edificio. Según la vox populi espiaban a todos, hacían preguntas curiosas y componían listas, sin duda de las futuras víctimas.
Por si fuera poco, los despidos no se limitaban a los altos cargos. La secretaria del mismísimo señor Haskell tuvo que elegir entre marcharse o trabajar para un ejecutivo de rango menor. El señor Farrell insistió en traer a su propia secretaria de California, lo que había provocado una ola de resentimiento entre las secretarias de los ejecutivos que aún se mantenían en sus cargos. Sin embargo, eso no fue nada comparado con lo que tuvieron que afrontar: la presencia de la secretaria de California. Eleanor Stern era una mujer de pelo blanco, erguida y extremadamente flaca; una tirana entrometida que las observaba a todas como un halcón, y que todavía utilizaba términos como «impertinencia» y «propiedad». Llegaba a la oficina antes que nadie y era la última en marcharse. Cuando la puerta de su despacho estaba abierta, podía oír la más callada risa femenina o cualquier susurro. Entonces se situaba en el umbral como un furioso sargento, hasta que se extinguía todo sonido que no tuviera nada que ver con el trabajo. Por esa razón, Valerie contuvo el impulso de llamar a varias de las secretarias para decirles que había llegado Farrell y pudieran ausentarse de sus puestos con cualquier pretexto para echarle un vistazo al ogro.
Las revistas y los periódicos sensacionalistas lo presentaban como a un hombre atractivo, apuesto y sofisticado, que salía con estrellas de cine y con señoritas de la realeza europea. En cuanto al Wall Street Journal aseguraba que era «un genio de las finanzas con un toque de Midas». El señor Vern Haskell, en cambio, tuvo palabras menos amables para Nick el día en que abandonó su despacho de presidente: «Es un cretino arrogante e inhumano con los instintos de un tiburón y la moral de un lobo merodeador». Valerie y Joanna, mientras esperaban que apareciera para verlo, tenían el ánimo predispuesto en su contra. Pensaban que lo despreciarían en cuanto lo vieran. Y así fue.
El suave tintineo de la campana del ascensor sonó en la zona de recepción como un martillazo contra un gong. Salió Nicholas Farrell, el aire pareció extinguirse ante la ahogada energía de su presencia. Atlético y muy bronceado, caminaba hacia las empleadas, leyendo un informe y llevando un maletín en la mano y un abrigo beige de cachemir colgado del antebrazo. Valerie se puso de pie, vacilante.
–Buenas tardes, señor Farrell.
Por respuesta a su cortesía, recibió la mirada penetrante de unos fríos ojos grises y una breve inclinación de la cabeza. Pasó por su lado como el viento: poderoso, inquietante y del todo indiferente a meros mortales como Valerie y Joanna.
Nick había estado allí ya una vez, para asistir a una reunión a última hora de la tarde. Se encaminó con paso firme, como quien pisa terreno conocido, a los despachos que habían pertenecido a Haskell y a su secretaria. Hasta que cerró tras de sí la puerta del despacho de esta última no levantó la mirada del informe, y cuando lo hizo, fue para mirar un momento a su propia secretaria, la señorita Stern, que había trabajado con él desde el principio. Llevaban juntos nueve años. No se saludaron ni se detuvieron a hablar de cosas intrascendentes. Nunca lo hacían.
–¿Cómo va todo?
–Bastante bien –respondió Eleanor Stern.
–¿Está lista la agenda de la reunión? –inquirió Nick, encaminandose hacia la puerta doble de palisandro de su propio despacho.
–Naturalmente –contestó ella, con la misma firmeza de su jefe. Desde el primer día, ambos habían formado una pareja de trabajo ideal. Eleanor se presentó en la oficina de Nick junto con otras veinte candidatas al cargo de secretaria. Casi todas ellas eran jóvenes y bonitas, y todas habían sido enviadas por una oficina de empleo. Aquel mismo día, Nick había visto una fotografía de _______ en Town and Country. Alguien había abandonado u olvidado el ejemplar de la revista en la cafetería en que desayunaba el incipiente financiero. _______ estaba acostada en la arena de una playa de Jamaica con un joven universitario jugador de polo. En el artículo se decía que la muchacha estaba de vacaciones con amigos de la universidad. Aquella fotografía colmó a Nick de amargura y le insufló una decisión aún más fuerte de triunfar. Y en este estado de ánimo empezó a entrevistar a las candidatas. La mayoría le parecieron est/úpidas, algunas incluso coquetearon. Era lo último que buscaba. Quería, necesitaba alguien inteligente y de confianza, alguien que pudiera seguir el ritmo que a él le inspiraba su recién renovado impulso de llegar a la cumbre. Había arrojado a la papelera el currículo de la última candidata, cuando al levantar la mirada vio a Eleanor Stern, que con paso firme se dirigía hacia él. La mujer llevaba unos zapatos de tacón bajo, un sencillo vestido negro y el pelo gris recogido. Le entregó a Nick su currículo con cierta brusquedad, y esperó impertérrita a que él lo leyera. El documento decía que Eleanor Stern tenía cincuenta años y era soltera; que escribía a máquina a ciento veinte pulsaciones por minuto y que era también taquígrafa, con ciento sesenta palabras de velocidad. Nick se disponía a hacerle algunas preguntas adicionales, pero la mujer se le anticipó. Con voz fría y como a la defensiva, dijo:
–Sé que soy mucho mayor que las otras candidatas y, por supuesto, incomparablemente menos atractiva. Sin embargo, como nunca he sido una mujer hermosa, he tenido que potenciar al máximo mis otras cualidades.
Sorprendido, Nick le preguntó:
–¿Cuáles son esas cualidades?
–Mi mente, mis habilidades. Además de mecanógrafa y taquígrafa, soy experta contable y entiendo de leyes. Además, puedo hacer algo que la mayoría de los jóvenes ya no saben hacer.
–¿Y qué es...?
–¡Escribir sin faltas de ortografía!
Esta observación, impregnada de un sentimiento de superioridad y de desdén hacia todo lo que no fuera perfecto, sedujo a Nick. Había en la mujer cierto orgullo distante que el joven admiró de inmediato. Además, presintió que ella poseía la misma rígida determinación que él sentía. Basándose en la creencia instintiva de que había encontrado a la persona idónea para el cargo, Nick le previno:
–La jornada es larga y el salario bajo, por ahora. Estoy empezando. Si subo, usted subirá conmigo. Su salario aumentará en proporción a su rendimiento.
–De acuerdo.
–Yo tengo que viajar mucho. Pasado un tiempo, tal vez habrá ocasiones en que deberá acompañarme.
Para asombro de Nick, los pálidos ojos de la mujer se estrecharon.
–Quizá debería usted ser más concreto en lo que respecta a mis obligaciones, señor Farrell. Seguro que las mujeres lo encuentran atractivo, sin embargo...
Sorprendido de que la mujer creyera que él exigía algo más que su trabajo y enojado por su crítica e indiferencia con respecto a su atractivo personal, Nick le contestó con un tono aún más frío que el de ella:
–Sus obligaciones serán puramente laborales. No estoy interesado en una aventura ni en coqueteos; no quiero regalos de cumpleaños, ni alabanzas, ni su opinión sobre materias personales que solo a mí me interesan. Lo que de usted necesito es su tiempo y sus habilidades.
La inusual dureza de su tono se debía, más que a la actitud de la señorita Stern, al recuerdo de la fotografía de _______. Pero a Eleanor no pareció importarle. En realidad, fue como si le gustaran las condiciones.
–Me parece del todo aceptable –declaró.
–¿Cuándo podrá empezar?
–Ahora.
Nunca lamentó esta decisión. En el transcurso de una semana se había dado cuenta de que Eleanor Stern era capaz de afrontar interminables jornadas a un ritmo frenético, sin jamás parecer cansada. Y cuanto mayor era la responsabilidad que él delegaba sobre ella, más airosamente cumplía. No obstante, nunca cerraron el abismo que se había abierto entre ambos a causa de aquel malentendido inicial. Al principio estaban demasiado enfrascados en sus respectivos trabajos para pensar en ello. Después ya no parecía importar. Se hallaban inmersos en una rutina que a los dos les gustaba. Nick se había encumbrado y la señorita Stern trabajó junto a él hombro con hombro, día y noche, sin emitir jamás la menor queja. De hecho, aquella mujer se convirtió en un bagaje poco menos que imprescindible para la actividad empresarial y financiera de Nick, que, fiel a su palabra, le pagaba generosamente. Su secretaria tenía un salario anual de sesenta y cinco mil dólares, es decir, más alto que el de muchos ejecutivos de rango medio de Intercorp.
Ahora lo siguió a la oficina, y esperó mientras él dejaba el maletín sobre la mesa de palisandro recién adquirida. Por lo general, Nick le entregaba por lo menos un microcasete lleno de instrucciones y dictados para su trascripción.
–No he dictado nada –informó Nick al tiempo que abría el maletín y sacaba un puñado de carpetas con documentos para la señorita Stern–. Tampoco he tenido tiempo de estudiar el contrato de Simpson en el avión. El Lear tenía un problema mecánico y he llegado hasta aquí en un avión comercial. El bebé del asiento de delante sufría del oído, al parecer. No dejó de berrear durante todo el viaje.
Puesto que Nick había iniciado una conversación, la señorita Stern se sintió obligada a seguirla.
–Alguien tendría que haber ayudado.
–El hombre que iba a mi lado se ofreció, pensando que podía calmar a la criatura, pero la madre no se mostró más receptiva a esta solución que a la que yo le había ofrecido.
–¿Qué le propuso usted?
–Un trago de vodka. Y luego otro de coñac. –Cerró el maletín–. ¿ Qué tal los oficinistas por aquí?
–Algunos de ellos son concienzudos. Sin embargo, Joanna Simmons, ante la que usted pasó en su camino hacia aquí, no vale mucho. Se dice que era algo más que una secretaria del señor Morrisey, cosa que me inclino a creer. Puesto que sus habilidades son nulas, es obvio que justificaría el sueldo con otra clase de destrezas.
Nick apenas advirtió el gesto de desaprobación de la señorita Stern. Señaló con la cabeza la sala de reuniones contigua al despacho.
–¿Hay alguien ahí dentro?
–Por supuesto.
–¿Todos tienen copia de la orden del día?
–Por supuesto.
–Espero una llamada de Bruselas dentro de una hora –dijo Nick, encaminándose a la sala de reuniones–. Me la pasa, pero retenga cualquier otra.
El centro de la sala estaba ocupado por una gran mesa baja de mármol y cristal. Flanqueándola, había dos grandes sofás de ante en los que en aquel momento se hallaban sentados seis de los más brillantes vicepresidentes de Intercorp. Todos se pusieron en pie cuando entró Nick y le estrecharon la mano. Los vicepresidentes estudiaban el rostro de su jefe, intentando adivinar si el viaje a Grecia había sido un éxito.
–Es bueno tenerte de vuelta, Nick –dijo Tom Anderson, el último a quien el jefe dio la mano–. Bueno, no nos tengas en suspenso. ¿Cómo te fue en Atenas?
–Fue muy agradable –respondió Nick mientras se situaban ante la mesa–. Ahora Intercorp es dueña de una flota de petroleros.
Un ambiente triunfal recorrió la sala de reuniones. Todos hablaban y empezaban a discutir planes de utilización de la más reciente «rama de la familia» Intercorp.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
Reclinándose en el sillón, Nick observó a sus seis poderosos ejecutivos, hombres dinámicos y dedicados, los mejores en sus respectivos campos. Cinco de ellos procedían de universidades de gran prestigio, Harvard, Yale, Princeton, Berkeley y MIT, y poseían títulos que iban desde banca internacional hasta marketing. Cinco de ellos vestían trajes de ochocientos dólares hechos a medida, típicos de los hombres de negocios. Llevaban camisas de algodón egipcio discretamente monogramadas y corbatas de seda elegida con sumo cuidado. En contraste con ellos, el sexto hombre era una figura discordante. Tom Anderson llevaba puesta una chaqueta verde y marrón a cuadros, pantalones verdes y corbata de cachemir. La pasión de Anderson por los colores vivos era objeto de regocijo entre los otros miembros del equipo, siempre impecablemente ataviados, pero rara vez se metían con él. Para empezar, era arriesgado aguijonear a un individuo de un metro ochenta y siete de estatura y ciento veinte kilos de peso.
Anderson tenía un título equivalente al de bachillerato y no había pasado por la universidad. Estaba agresivamente orgulloso de ello. «Mi escuela ha sido la vida», solía decir. Lo que no mencionaba era que poseía un misterioso talento que ningún centro de enseñanza podía impartir: un prodigioso instinto, un olfato que le hacía detectar todos los matices de la naturaleza humana. Le bastaban unos minutos de charla con un hombre para saber qué lo motivaba: la vanidad, la codicia, la ambición o algo diferente.
Superficialmente, Tom era un hombre llano, un oso enorme al que le gustaba trabajar en mangas de camisa. Por debajo de esa apariencia tosca, brillaban sus cualidades. Era el mejor negociador, y poseía una facilidad extrema para llegar al núcleo de los problemas. Estos rasgos no tenían precio, sobre todo a la hora de enfrentarse a los sindicatos en defensa de Intercorp.
No obstante, la cualidad que Nick más valoraba en Tom era su indestructible lealtad. En realidad, era el único hombre en aquella sala cuyo talento no estaba en venta al mejor postor. Había trabajado para la primera firma adquirida por Nick. Cuando este la vendió, trataron de llevarse a Tom, ofreciéndole una excelente posición y un mejor salario del que Farrell podía pagarle entonces. Pero prefirió quedarse.
Nick pagaba a los otros miembros del equipo lo suficiente para que no se sintieran tentados por una empresa rival. A Anderson le pagaba más porque estaba dedicado de lleno a él y a Intercorp. Nick nunca se lamentaba de lo que le costaban aquellos hombres, porque formaban un equipo insuperable. Sin embargo, él personalmente canalizaba las energías de cada uno de ellos en la dirección adecuada. Suya era la estrategia general de crecimiento de Intercorp y era él quien la cambiaba cuando lo creía conveniente.
–Caballeros –dijo, interrumpiendo la discusión acerca de los petroleros–. Hablaremos de los barcos en otra ocasión. Ahora trataremos los problemas de Haskell.
Los métodos de Nick, después de una adquisición, eran únicos y muy eficaces. Más que derrochar meses clasificando los problemas de la nueva compañía, más que encontrar las causas y las soluciones y despedir a los ejecutivos cuyo rendimiento no estaba a la altura exigida en Intercorp, Nick hacía algo muy distinto. Enviaba al grupo de hombres que en aquel momento se hallaban en la sala de reuniones para que empezaran a trabajar junto a los vicepresidentes de la firma adquirida. Cada uno de sus seis hombres era un experto en una determinada área y en cuestión de semanas se familiarizaba del todo, evaluaba la competencia del vicepresidente a cargo y localizaba los puntos flacos y fuertes de la sección.
–Elliot –dijo Nick, dirigiéndose a Elliot Jamison–. Empecemos por ti. En conjunto, ¿cómo es la división de marketing de Haskell?
–Ni buena ni mala. Demasiados directores en la central y en las sucursales. Muy pocos vendedores de campo. Los clientes fijos son objeto de grandes atenciones, pero los representantes carecen de tiempo para aumentar la clientela. Si tenemos en cuenta la alta calidad de los productos Haskell, el número de clientes debería ser en la actualidad tres o cuatro veces mayor. Hoy por hoy yo sugeriría que, como prueba, añadiéramos cincuenta comerciales al equipo de ventas. Cuando la planta de Southville esté operando, sugiero que se sumen otros cincuenta.
Nick hizo una anotación en su bloc y dirigió de nuevo la mirada a Jamison.
–¿Qué más?
–Paul Cranshaw, el vicepresidente de marketing, debe ser despedido, Nick. Ha estado en la casa veinticinco años, y su idea del marketing es anticuada y est/úpida. Además, es un hombre inflexible y rígido, al que no hay manera de hacer cambiar.
–¿Qué edad tiene?
–Según su ficha, cincuenta y seis.
–¿Aceptará la jubilación anticipada si se la ofrecemos?
–Quizá. Lo que puedo asegurarte es que no se irá si no se le obliga. Es un arrogante hijo de pu/ta, abiertamente hostil a Intercorp.
Tom Anderson, que parecía estar admirando su corbata, alzó la cabeza y comentó:
–Eso no tiene nada de sorprendente. Es primo lejano del viejo Haskell.
Elliot le lanzó una mirada de sorpresa.
–¿De veras? –Muy a su pesar, se sentía fascinado por la habilidad de Tom para obtener información sin ni siquiera parecer que lo intentaba–. Ese dato no figura en su ficha personal. ¿De dónde lo has sacado?
–Mantuve una deliciosa conversación con una muchacha de la sección de archivos. Es la empleada más antigua de la empresa y, en parte por eso, es un diario viviente.
–No es extraño entonces que Cranshaw se haya mostrado tan agresivo. Tendrá que despedirse del cargo y de la firma. Entre otras cosas, constituye un problema moral. Nick, todo esto no son más que generalidades. La semana que viene hablaremos tú y yo de los detalles específicos.
Nick se volvió hacia John Lambert, el experto en información financiera.
Obedeciendo la señal del jefe, Lambert consultó su cuaderno de notas y empezó a hablar.
–Los beneficios son buenos, cosa que ya sabíamos; pero todavía hay mucho margen de maniobra en la reducción de los costos. Además, en lo referente a cobros, operan muy mal. La mitad de la clientela atrasa el pago medio año, debido al hecho de que Haskell no ha llevado a cabo una política de cobros más agresiva.
–¿Tendremos que sustituir al interventor?
Lambert vaciló.
–Difícil decisión. El interventor afirma que fue Haskell quien insistía en que no se apremiara al cliente. Según nuestro hombre, él ha estado intentado durante años poner en práctica una política más rígida, pero el viejo Haskell no quería ni oír hablar de eso. Aparte de los cobros, el equipo de la división es disciplinado, con la moral muy alta. Y él personalmente sabe delegar funciones. Tiene el número suficiente de supervisores, que hacen bien su trabajo. El departamento no está sobrecargado de personal.
–¿Cómo reaccionó ante tu invasión de su zona? ¿Pareció dispuesto a adaptarse al cambio?
–Es un seguidor, no un líder; pero un seguidor concienzudo. Dile qué hay que hacer y lo hará bien. Por otra parte, si pides innovaciones y procedimientos contables más agresivos, no es probable que sepa planearlos por sí mismo.
–Enderézalo y ponlo en el buen camino –ordenó Nick, tras un momento de vacilación–. Cuando nombremos un presidente, le encargaremos que lo vigile. El departamento de finanzas es muy grande y parece estar en buena forma. Si la moral es alta, me gustaría dejarlo tal como está.
–Estoy de acuerdo. Dentro de un mes estaré en situación de presentarte un nuevo presupuesto y una nueva estructura de precios.
–Muy bien. –Nick centró su atención en un hombre rubio y de baja estatura, especialista en política de personal.
–David, ¿qué me dices del departamento de recursos humanos?
–No es malo. En realidad es bastante bueno. El porcentaje de empleados de grupos minoritarios es un poco bajo, pero no lo bastante como para que la prensa nos dedique titulares o el gobierno no nos pase pedidos. Recursos humanos ha hecho un buen trabajo en lo que se refiere a la contratación de personal, a los ascensos y cosas así. Lloyd Waldrup, el vicepresidente de la división, es un hombre agudo y posee buenas credenciales para el cargo.
–Es un reaccionario aunque lo disimule –intervino Tom Anderson, inclinándose para servirse una taza de café del servicio de plata que había sobre la mesa.
–Es una acusación ridícula –objetó David Talbot, irritado–. Lloyd Waldrup me dio el fichero donde figura el número de mujeres y de empleados de los distintos grupos étnicos que prestan su servicio en todos los departamentos y en las distintas categorías. El número de personas de estos grupos que ostentan el cargo de director es justo.
–No creo en ese informe.
–Dios, ¿qué te pasa, Tom? –replicó David, volviéndose en la silla y encarándose indignado con Anderson, cuyas facciones no se alteraron en lo más mínimo–. Cada vez que adquirimos una compañía te metes con los encargados de recursos humanos. ¿Por qué razón los desdeñas casi siempre?
–Supongo que porque casi siempre son chupatintas hambrientos de poder.
–¿Incluido Waldrup?
–Especialmente Waldrup.
–¿Y cuál, entre tus aclamados instintos, te induce a pensar así de este hombre?
–Ponderó mi indumentaria durante dos días seguidos. No me fío de quienes alaban mi ropa, sobre todo si ellos mismos llevan puesto un clásico traje gris.
Risitas ahogadas rompieron la tensión surgida en la sala. El mismo David pareció relajarse.
–Aparte de esa intuición, ¿hay algún otro motivo que te lleve a creer que Waldrup miente con respecto a sus prácticas de contratación y ascenso?
–Sí, lo hay –respondió Tom, cuidando de que la manga de su chaqueta a cuadros no tocara el café cuando alargó la mano para coger la azucarera–. Hace ya un par de semanas que me paseo por su edificio mientras tú te ocupabas de tu trabajo en recursos humanos. Lo cierto es que no he podido evitar reparar en un pequeño detalle. –Hizo una pausa para remover el café, lo que enojó a todos excepto a Nick, que seguía mirándolo con tranquilo interés. Por fin, Tom se reclinó en el asiento, cogió la taza y cruzó las piernas.
–¡Tom! –exclamó David, malhumorado–. ¿Responderás de una vez para que podamos seguir con la reunión? ¿Qué notaste mientras rondabas por el edificio?
Imperturbable, Tom arqueó sus pobladas cejas y respondió:
–Vi hombres sentados en despachos privados.
–¿Y qué?
–No vi mujeres, excepto en contabilidad, donde siempre las ha habido. Y solo dos de esas mujeres con despacho propio tenían secretarias. Eso hace que me pregunte si tu amigo Waldrup está improvisando algunos títulos altisonantes para que las señoras se sientan felices... y para que él mismo dé una buena imagen en sus ficheros de empleo. Si esas mujeres tienen en realidad cargos directivos, ¿dónde están sus secretarias? ¿Dónde están sus oficinas?
–Lo comprobaré –aseguró David, y exhaló un suspiro de irritación–. Tarde o temprano lo habría descubierto, pero es mejor saberlo ahora. –Se volvió hacia Nick y prosiguió–: Algún día tendremos que situar la política de salarios y vacaciones de Haskell en línea con la de Intercorp. Haskell daba a sus empleados tres semanas de vacaciones después de tres años en la empresa, y cuatro semanas a los ocho años. Esta política le está costando a la empresa una fortuna en tiempo perdido y la constante necesidad de contratar empleados suplentes.
–¿Cómo se comparan los salarios?
–Son inferiores a los nuestros. La filosofía de Haskell es dar más tiempo libre y menos dinero. Me reuniré contigo cuando tenga más detalles. Haré números y escribiré mis recomendaciones.
Durante otras dos horas, Nick escuchó los informes del resto del equipo y debatió soluciones. Cuando terminaron de hablar de Haskell, Nick les puso al corriente de los acontecimientos de otras divisiones de InterCorp que podrían ser objeto de su preocupación inmediata o futura. Desde una amenaza de huelga en una factoría textil en Georgia hasta el diseño y la capacidad de la nueva instalación de Haskell en el amplio terreno que acababan de adquirir en Southville.
Durante toda la reunión, un hombre, Peter Vanderbilt, había permanecido en silencio y atento como un brillante y algo sorprendido graduado que conociera los elementos básicos, pero que estuviera aprendiendo las sutilezas de boca de un grupo de expertos. A sus veintiocho años, Peter era una antigua «promesa» de Harvard, con el coeficiente mental de un genio. Se especializaba en el examen de firmas, presumibles adquisiciones de Intercorp, analizando su potencial de beneficios para después hacerle a Nick las recomendaciones oportunas. Haskell Electronics había sido una de las elecciones de Peter, e iba a convertirse en su tercer triunfo consecutivo. Nick lo había enviado a Chicago con el equipo para que adquiriera experiencia de primera mano de lo que ocurría después de la compra. El jefe quería que aquel joven talento observara lo que no podía ser visto en los datos financieros sobre los que se apoyaba cuando hacía sus recomendaciones a favor o en contra de una nueva adquisición; como por ejemplo, interventores blandos a la hora de realizar los cobros o directores de recursos humanos reaccionarios.
Nick lo había traído para que observara y fuera observado. A pesar del indiscutible éxito de Peter hasta el momento, Nick sabía que el joven aún necesitaba ser guiado. Además, según las circunstancias, era engreído e hipersensible, insolente o tímido. Eso debía cambiar. Peter Vanderbilt poseía un enorme talento en bruto. Había que canalizarlo.
–¿Peter? –dijo Nick–. ¿Algo en tu jurisdicción que tengamos que saber?
–Tengo varias firmas que serían buenas adquisiciones –informó Peter–. No de la envergadura de Haskell, pero rentables. Una de ellas fabrica software en Silicon Valley.
–No quiero compañías de software –le interrumpió Nick.
–Pero JHL es...
–No quiero compañías de software, Peter –repuso Nick con firmeza–. Son un maldito riesgo en estos momentos. –Advirtió que Peter enrojecía. Al recordar que su misión era encauzar el gran talento del joven y no aplastar su entusiasmo, Nick refrenó su impaciencia–. No lo tomes como un juicio de tu capacidad, Peter. Nunca te había dicho lo que siento con respecto a los fabricantes de software. ¿Qué más quieres recomendar?
–Usted mencionó que deseaba ampliar nuestra división comercial de bienes inmobiliarios –dijo Peter con tono vacilante–. Hay una compañía en Atlanta, otra aquí en Chicago y una tercera en Houston. Las tres buscan comprador. Las dos primeras poseen edificios para oficinas de tamaño medio o grande. La tercera, es decir, la de Houston, posee sobre todo tierras. Se trata de una firma familiar, y los dos propietarios, los hermanos Thorp, que la administran, están en malas relaciones desde la muerte del padre, hace unos años. –Todavía acobardado por el inmediato rechazo de su primera recomendación, Peter se apresuró a poner sobre el tapete los inconvenientes que presentaba esta última recomendación–. Houston ha estado sumido en una prolongada crisis y supongo que no hay razones para dar por sentado que la reciente recuperación será duradera. Por otra parte, como los hermanos Thorp no parecen ponerse de acuerdo en nada, es probable que las negociaciones nos causen más problemas de lo que el asunto merece...
–Veamos. ¿Me estás diciendo que debemos comprar o que no debemos comprar? –le preguntó Nick, sonriendo para tratar de paliar su brusquedad anterior–. Tú limítate a elegir tus opciones, basándote en tu mejor juicio, y el resto déjamelo a mí. Se trata de mi trabajo, y si además del tuyo quieres hacer también el mío, me sentiré inútil.
Varios miembros del equipo volvieron a reír. Peter se puso de pie y le entregó a Nick una carpeta con la etiqueta «Adquisiciones recomendadas. Compañías de bienes inmuebles comerciales». En ella estaban los datos sobre las tres firmas que el joven había recomendado más otra docena de empresas de menor interés. Más relajado, Peter volvió a sentarse.
Nick abrió la carpeta. Los dossieres eran voluminosos y los análisis de Peter –lo comprobó con solo echar un vistazo–, de una extrema complejidad. Para no retener innecesariamente a sus hombres, Nick se dirigió a ellos.
–Caballeros –anunció–, Peter ha sido tan minucioso como de costumbre y su documentación me llevará largo tiempo de examen. Creo que por el momento hemos cubierto los puntos más urgentes. La semana que viene me reuniré individualmente con cada uno de ustedes. –Se volvió hacia Peter–. Vamos a mi despacho, y echaremos un vistazo a tus documentos.
Acababa de sentarse cuando por el intercomunicador la señorita Stern le anunció la llamada de Bruselas. Con el auricular apoyado en el hombro, Nick esperaba oír la voz al otro lado del Atlántico mientras leía el primer informe de la carpeta de Peter.
–¡Nick! –gritó Josef Hendrik para hacerse oír por encima de las interferencias–. La conexión es mala, pero mis buenas noticias no pueden esperar. Aquí mi gente está de acuerdo con la idea de sociedad limitada que te propuse el mes pasado. No se oponen a ninguna de tus estipulaciones.
–¡Magnífico, Josef! –exclamó Nick, pero su voz sonó un tanto apagada por el sueño que le provocaba el desajuste horario del viaje en avión, y también porque se dio cuenta de que era más tarde de lo que creía. Más allá de los ventanales de su oficina, las luces pestañeaban en los rascacielos mientras el firmamento se envolvía en tinieblas. Abajo, en la avenida Michigan, sonaban los cláxones. Era el cotidiano embotellamiento de la hora punta, cuando todo el mundo volvía a casa. Nick encendió la lámpara de su escritorio y Peter, respondiendo a una mirada, se levantó y encendió también las del techo.
–Es tarde –dijo Nick–. Y todavía tengo que hacer varias llamadas. Me llevaré a casa tu carpeta y la estudiaré durante el fin de semana. Ya hablaremos el lunes por la mañana, a las diez.
17
La sauna y la ducha lo hicieron sentirse como nuevo. Se envolvió una toalla a la cintura y tendió la mano hacia el reloj de pulsera que había dejado sobre la barra de mármol negro que rodeaba el cuarto de baño de forma circular. Sonó el teléfono.
–¿Estás desnudo? –le preguntó Alicia Avery con voz sensual e insinuante.
–¿A qué número llama? –respondió Nick, fingidamente confuso.
–Al tuyo, querido. ¿Estás desnudo?
–Casi –dijo él–. Se me hace tarde.
–Me alegro muchísimo de que finalmente estés en Chicago. ¿Cuándo llegaste?
–Ayer.
–¡Ahora te tengo en mis garras! –Se oyó su risa seductora, contagiosa–. No imaginas los pensamientos eróticos que he tenido para esta noche, cuando regresemos del baile a beneficio de la ópera. Te he echado de menos –añadió, tan franca y directa como de costumbre.
–Nos veremos dentro de una hora –le prometió Nick–. Es decir, si me permites vestirme.
–Está bien. En realidad, es papá quien ha llamado. Temía que te olvidaras de lo de esta noche. Desea verte casi tanto como yo... aunque por razones distintas, claro.
–Claro –bromeó Nick.
–Por cierto, será mejor que te diga que mi padre piensa proponerte como socio del club de campo de Glenmoor. El baile es el lugar perfecto para presentarte a algunos de los otros socios y ganarte su voto. Claro está que todo eso es innecesario –aclaró Alicia–. Será pan comido para ti. –Y antes de pasarle el auricular a su padre, se le ocurrió otra idea–: Ah, la prensa acudirá en masa esta noche, así que prepárate para ser zarandeado. ¡Qué humillación, señor Farrell! –bromeó–, saber que mi acompañante va a causar más sensación que yo...
La mención del club de campo de Glenmoor, donde hacía ya tanto tiempo había conocido a _______, causó tal impacto a Nick que apenas oyó el resto de la perorata de Alicia. Ya era socio de dos clubes de campo, ambos de élite, tanto como Glenmoor. Pero, por supuesto, raramente frecuentaba esos lugares. Si se asociaba a un club de Chicago, y no sentía el menor deseo de hacerlo, no sería Glenmoor.
–Dile a tu padre que le agradezco su intención, pero que no se moleste. –Iba a añadir algo cuando sonó la voz del propio Stanton Avery.
–Nick –dijo con su voz franca y cordial–. No habrás olvidado la fiesta de esta noche a beneficio de la ópera.
–No la he olvidado, Stanton.
–Oh, bien. Pensé que podríamos pasar a buscarte a las nueve, parar en el Yatch Club a tomar unas copas y luego ir al hotel. De este modo no tendremos que soportar La Traviata antes de que empiece en serio la fiesta. ¿O acaso te gusta La Traviata?
–Odio la ópera –bromeó Nick, y Stanton respondió con una risita de complicidad. En los últimos años Nick había asistido a docenas de óperas y conciertos, porque en su posición, y siempre pensando en los negocios, el patrocinio y la asistencia a los actos culturales eran una necesidad. Ahora que conocía, contra su voluntad, las sinfonías y las óperas más importantes, su gusto musical no había experimentado cambio alguno. Le aburrían soberanamente y, sobre todo, le parecían demasiado largas–. A las nueve es buena hora –aceptó.
A pesar de que la ópera le aburría y de que la idea de ser acorralado por la prensa no le resultaba agradable, Nick deseaba asistir a la velada, como descubrió al empezar a afeitarse. Había conocido a Stanton Avery hacía cuatro años, en California, y siempre que iba a Chicago –o Stanton a Los Ángeles–, ambos hacían lo posible por verse. A diferencia de otros miembros pedantes de la alta sociedad, conocidos de Nick, Stanton era un hombre de negocios luchador y honesto, con los pies en el suelo. Por estas cualidades, a Nick le resultaba simpático. De poder elegir un suegro, Stanton Avery sería sin duda el ideal. Por su parte, Alicia se parecía mucho a su padre; era sofisticada y refinada, pero cuando quería alcanzar algo iba directo al grano. Ambos, padre e hija, habían querido que esa noche Nick los acompañase al baile a beneficio de la ópera, y se negaban a aceptar una negativa. Nick no solo había terminado por aceptar, sino que además había contribuido con cinco mil dólares a la obra patrocinadora.
Cuando dos meses antes Alicia se había reunido con él en California y su padre insinuó que ella y Nick deberían casarse, él sintió el impulso de aceptar, pero le duró poco. Le gustaba Alicia, en la cama y fuera de ella, y también le gustaba su estilo. Pero Nick arrastraba la triste experiencia de una unión desastrosa, el matrimonio con una rica y mimada hija de la alta sociedad de Chicago, y no quería repetir el episodio. Había huido de la posibilidad de un nuevo casamiento, porque nunca volvió a sentir lo mismo que por _______ (aquella pasión incontenible, la necesidad enfermiza de verla, de tocarla, de oír su risa; aquel sentimiento avasallador que lo convertía en un esclavo y que nunca se saciaba). Ninguna otra mujer lo había mirado y lo había hecho sentirse poderoso y humilde a la vez, ninguna le había inspirado el furioso deseo de ser más y mejor de lo que era. Casarse con alguien que no despertara en él los mismos sentimientos era contentarse con el segundo premio, con un sucedáneo. Y desde luego, en ninguna dimensión de la vida él era un hombre que se contentara con menos. Sin embargo, tampoco tenía deseos de pasar de nuevo por aquellas turbulentas y mortificantes emociones. Habían sido tan dolorosas como placenteras, y tras la ruptura del matrimonio, el recuerdo de la esposa traicionera lo había perseguido dolorosamente durante años, convirtiendo su vida en un verdadero infierno.
La verdad era que si Alicia hubiera calado tan hondo en su corazón como _______, Nick habría escapado lo antes posible. No estaba dispuesto a permitir que nada ni nadie lo convirtiera una vez más en un ser vulnerable. Nunca. Sabía que ahora que estaba en Chicago Alicia lo presionaría. Si lo hacía, no tendría más remedio que aclararle que el matrimonio no entraba en sus planes, o tendría que poner fin a aquellas deliciosas relaciones.
Nick salió del cuarto de baño con la chaqueta del esmoquin puesta. Se encogió de hombros. Aún faltaban quince minutos para la llegada de Alicia y su padre, así que se encaminó al otro extremo del apartamento y subió a la plataforma donde estaba el bar junto a varios sofás. Era un espacio ideal para improvisar reuniones. Había elegido ese edificio y ese apartamento porque las paredes exteriores eran una sucesión de ventanales de vidrio curvado, que ofrecían una vista impresionante de Lake Shore Drive y del perfil de la ciudad. Se quedó mirando por un momento el paisaje, luego se volvió con la intención de servirse un coñac. Al hacerlo, rozó con la chaqueta un diario cuidadosamente doblado que la mujer de la limpieza había dejado sobre una mesita. El diario cayó al suelo, desparramándose.
Nick vio a _______.
La fotografía de la que había sido su esposa lo contemplaba desde la última página de la primera sección. Como siempre, lucía una sonrisa perfecta, un pelo perfecto, una mirada perfecta. Típico de _______, pensó Nick al tiempo que recogía el periódico y miraba con rabia el rostro antes adorado. _______ había sido una adolescente preciosa, pero el fotógrafo se desvivía, consiguiendo su propósito, para que la hermosa criatura se pareciera a Grace Kelly de joven.
La mirada de Nick pasó de la fotografía al texto del artículo. Se sorprendió. Según la periodista, Sally Mansfield, _______ se había comprometido en matrimonio con el «amor de su niñez», Parker Reynolds III; y Bancroft & Company celebraría la boda –en febrero– con unas grandes rebajas en Chicago y en todas las sucursales del país.
Nick arrojó el periódico y se dirigió al ventanal. En sus labios apareció una sonrisa irónica. Había estado casado con aquella pequeña zo/rra, pérfida y traidora, y ni siquiera se había enterado de que ella tenía un viejo amor, un amor de juventud. Tuvo que admitir que él y su mujer no habían llegado a conocerse. No obstante, lo que ahora sabía de ella, le resultaba despreciable.
Al pensar en eso Nick se dio cuenta de que sus ideas no estaban de acuerdo con sus sentimientos. Era evidente que reaccionaba así por costumbre, puesto que en realidad ya no despreciaba a _______. No sentía por ella más que un frío disgusto. Lo ocurrido entre ambos era historia, una historia tan lejana que el tiempo había erosionado toda emoción intensa, incluso el sentimiento de desprecio. En el vacío no había nada... nada, excepto desagrado y lástima. _______ había sido demasiado pusilánime para ser perversa; pusilánime y completamente dominada por su padre. A los seis meses de embarazo abortó y después le envió un telegrama para informarle de lo que había hecho, dándole la noticia del divorcio. Y a pesar de todo, él estaba tan locamente enamorado que tomó un avión para verla y persuadirla de que no pidiera el divorcio. Cuando llegó al hospital, en el vestíbulo del ala Bancroft lo detuvieron sin dejarlo pasar, obedeciendo órdenes de _______. Pensando que quizá fuera cosa de Philip, había vuelto al hospital el día siguiente, pero entonces se topó con un policía que le pasó por la cara un mandato judicial en que se decía que le quedaba prohibido aproximarse a _______.
Durante años, Nick había intentado ahuyentar aquellos recuerdos y la angustia que había sentido por el niño. Lo sepultó todo en lo más profundo de su conciencia, porque le producía una angustia y un dolor indecibles.
Ahora, al mirar las parpadeantes luces de los faros allá abajo, en Lake Shore Drive, se dio cuenta de que ya no necesitaba recurrir a ninguna argucia para no sufrir. _______ había dejado de existir para él.
Cuando tomó la decisión de pasar el año en Chicago, lo hizo con plena conciencia de que coincidiría con _______, pero no permitió que esta idea lo desviara de su trayectoria y perturbara sus planes. Ahora era consciente de que ni siquiera necesitaba molestarse pensando en ella, porque ya no le importaba. Ambos eran adultos, y el pasado, pasado estaba. _______ sería de todo menos una persona descortés. Cuando se encontraran, se saludarían con los buenos modales propios de personas adultas.
Anderson tenía un título equivalente al de bachillerato y no había pasado por la universidad. Estaba agresivamente orgulloso de ello. «Mi escuela ha sido la vida», solía decir. Lo que no mencionaba era que poseía un misterioso talento que ningún centro de enseñanza podía impartir: un prodigioso instinto, un olfato que le hacía detectar todos los matices de la naturaleza humana. Le bastaban unos minutos de charla con un hombre para saber qué lo motivaba: la vanidad, la codicia, la ambición o algo diferente.
Superficialmente, Tom era un hombre llano, un oso enorme al que le gustaba trabajar en mangas de camisa. Por debajo de esa apariencia tosca, brillaban sus cualidades. Era el mejor negociador, y poseía una facilidad extrema para llegar al núcleo de los problemas. Estos rasgos no tenían precio, sobre todo a la hora de enfrentarse a los sindicatos en defensa de Intercorp.
No obstante, la cualidad que Nick más valoraba en Tom era su indestructible lealtad. En realidad, era el único hombre en aquella sala cuyo talento no estaba en venta al mejor postor. Había trabajado para la primera firma adquirida por Nick. Cuando este la vendió, trataron de llevarse a Tom, ofreciéndole una excelente posición y un mejor salario del que Farrell podía pagarle entonces. Pero prefirió quedarse.
Nick pagaba a los otros miembros del equipo lo suficiente para que no se sintieran tentados por una empresa rival. A Anderson le pagaba más porque estaba dedicado de lleno a él y a Intercorp. Nick nunca se lamentaba de lo que le costaban aquellos hombres, porque formaban un equipo insuperable. Sin embargo, él personalmente canalizaba las energías de cada uno de ellos en la dirección adecuada. Suya era la estrategia general de crecimiento de Intercorp y era él quien la cambiaba cuando lo creía conveniente.
–Caballeros –dijo, interrumpiendo la discusión acerca de los petroleros–. Hablaremos de los barcos en otra ocasión. Ahora trataremos los problemas de Haskell.
Los métodos de Nick, después de una adquisición, eran únicos y muy eficaces. Más que derrochar meses clasificando los problemas de la nueva compañía, más que encontrar las causas y las soluciones y despedir a los ejecutivos cuyo rendimiento no estaba a la altura exigida en Intercorp, Nick hacía algo muy distinto. Enviaba al grupo de hombres que en aquel momento se hallaban en la sala de reuniones para que empezaran a trabajar junto a los vicepresidentes de la firma adquirida. Cada uno de sus seis hombres era un experto en una determinada área y en cuestión de semanas se familiarizaba del todo, evaluaba la competencia del vicepresidente a cargo y localizaba los puntos flacos y fuertes de la sección.
–Elliot –dijo Nick, dirigiéndose a Elliot Jamison–. Empecemos por ti. En conjunto, ¿cómo es la división de marketing de Haskell?
–Ni buena ni mala. Demasiados directores en la central y en las sucursales. Muy pocos vendedores de campo. Los clientes fijos son objeto de grandes atenciones, pero los representantes carecen de tiempo para aumentar la clientela. Si tenemos en cuenta la alta calidad de los productos Haskell, el número de clientes debería ser en la actualidad tres o cuatro veces mayor. Hoy por hoy yo sugeriría que, como prueba, añadiéramos cincuenta comerciales al equipo de ventas. Cuando la planta de Southville esté operando, sugiero que se sumen otros cincuenta.
Nick hizo una anotación en su bloc y dirigió de nuevo la mirada a Jamison.
–¿Qué más?
–Paul Cranshaw, el vicepresidente de marketing, debe ser despedido, Nick. Ha estado en la casa veinticinco años, y su idea del marketing es anticuada y est/úpida. Además, es un hombre inflexible y rígido, al que no hay manera de hacer cambiar.
–¿Qué edad tiene?
–Según su ficha, cincuenta y seis.
–¿Aceptará la jubilación anticipada si se la ofrecemos?
–Quizá. Lo que puedo asegurarte es que no se irá si no se le obliga. Es un arrogante hijo de pu/ta, abiertamente hostil a Intercorp.
Tom Anderson, que parecía estar admirando su corbata, alzó la cabeza y comentó:
–Eso no tiene nada de sorprendente. Es primo lejano del viejo Haskell.
Elliot le lanzó una mirada de sorpresa.
–¿De veras? –Muy a su pesar, se sentía fascinado por la habilidad de Tom para obtener información sin ni siquiera parecer que lo intentaba–. Ese dato no figura en su ficha personal. ¿De dónde lo has sacado?
–Mantuve una deliciosa conversación con una muchacha de la sección de archivos. Es la empleada más antigua de la empresa y, en parte por eso, es un diario viviente.
–No es extraño entonces que Cranshaw se haya mostrado tan agresivo. Tendrá que despedirse del cargo y de la firma. Entre otras cosas, constituye un problema moral. Nick, todo esto no son más que generalidades. La semana que viene hablaremos tú y yo de los detalles específicos.
Nick se volvió hacia John Lambert, el experto en información financiera.
Obedeciendo la señal del jefe, Lambert consultó su cuaderno de notas y empezó a hablar.
–Los beneficios son buenos, cosa que ya sabíamos; pero todavía hay mucho margen de maniobra en la reducción de los costos. Además, en lo referente a cobros, operan muy mal. La mitad de la clientela atrasa el pago medio año, debido al hecho de que Haskell no ha llevado a cabo una política de cobros más agresiva.
–¿Tendremos que sustituir al interventor?
Lambert vaciló.
–Difícil decisión. El interventor afirma que fue Haskell quien insistía en que no se apremiara al cliente. Según nuestro hombre, él ha estado intentado durante años poner en práctica una política más rígida, pero el viejo Haskell no quería ni oír hablar de eso. Aparte de los cobros, el equipo de la división es disciplinado, con la moral muy alta. Y él personalmente sabe delegar funciones. Tiene el número suficiente de supervisores, que hacen bien su trabajo. El departamento no está sobrecargado de personal.
–¿Cómo reaccionó ante tu invasión de su zona? ¿Pareció dispuesto a adaptarse al cambio?
–Es un seguidor, no un líder; pero un seguidor concienzudo. Dile qué hay que hacer y lo hará bien. Por otra parte, si pides innovaciones y procedimientos contables más agresivos, no es probable que sepa planearlos por sí mismo.
–Enderézalo y ponlo en el buen camino –ordenó Nick, tras un momento de vacilación–. Cuando nombremos un presidente, le encargaremos que lo vigile. El departamento de finanzas es muy grande y parece estar en buena forma. Si la moral es alta, me gustaría dejarlo tal como está.
–Estoy de acuerdo. Dentro de un mes estaré en situación de presentarte un nuevo presupuesto y una nueva estructura de precios.
–Muy bien. –Nick centró su atención en un hombre rubio y de baja estatura, especialista en política de personal.
–David, ¿qué me dices del departamento de recursos humanos?
–No es malo. En realidad es bastante bueno. El porcentaje de empleados de grupos minoritarios es un poco bajo, pero no lo bastante como para que la prensa nos dedique titulares o el gobierno no nos pase pedidos. Recursos humanos ha hecho un buen trabajo en lo que se refiere a la contratación de personal, a los ascensos y cosas así. Lloyd Waldrup, el vicepresidente de la división, es un hombre agudo y posee buenas credenciales para el cargo.
–Es un reaccionario aunque lo disimule –intervino Tom Anderson, inclinándose para servirse una taza de café del servicio de plata que había sobre la mesa.
–Es una acusación ridícula –objetó David Talbot, irritado–. Lloyd Waldrup me dio el fichero donde figura el número de mujeres y de empleados de los distintos grupos étnicos que prestan su servicio en todos los departamentos y en las distintas categorías. El número de personas de estos grupos que ostentan el cargo de director es justo.
–No creo en ese informe.
–Dios, ¿qué te pasa, Tom? –replicó David, volviéndose en la silla y encarándose indignado con Anderson, cuyas facciones no se alteraron en lo más mínimo–. Cada vez que adquirimos una compañía te metes con los encargados de recursos humanos. ¿Por qué razón los desdeñas casi siempre?
–Supongo que porque casi siempre son chupatintas hambrientos de poder.
–¿Incluido Waldrup?
–Especialmente Waldrup.
–¿Y cuál, entre tus aclamados instintos, te induce a pensar así de este hombre?
–Ponderó mi indumentaria durante dos días seguidos. No me fío de quienes alaban mi ropa, sobre todo si ellos mismos llevan puesto un clásico traje gris.
Risitas ahogadas rompieron la tensión surgida en la sala. El mismo David pareció relajarse.
–Aparte de esa intuición, ¿hay algún otro motivo que te lleve a creer que Waldrup miente con respecto a sus prácticas de contratación y ascenso?
–Sí, lo hay –respondió Tom, cuidando de que la manga de su chaqueta a cuadros no tocara el café cuando alargó la mano para coger la azucarera–. Hace ya un par de semanas que me paseo por su edificio mientras tú te ocupabas de tu trabajo en recursos humanos. Lo cierto es que no he podido evitar reparar en un pequeño detalle. –Hizo una pausa para remover el café, lo que enojó a todos excepto a Nick, que seguía mirándolo con tranquilo interés. Por fin, Tom se reclinó en el asiento, cogió la taza y cruzó las piernas.
–¡Tom! –exclamó David, malhumorado–. ¿Responderás de una vez para que podamos seguir con la reunión? ¿Qué notaste mientras rondabas por el edificio?
Imperturbable, Tom arqueó sus pobladas cejas y respondió:
–Vi hombres sentados en despachos privados.
–¿Y qué?
–No vi mujeres, excepto en contabilidad, donde siempre las ha habido. Y solo dos de esas mujeres con despacho propio tenían secretarias. Eso hace que me pregunte si tu amigo Waldrup está improvisando algunos títulos altisonantes para que las señoras se sientan felices... y para que él mismo dé una buena imagen en sus ficheros de empleo. Si esas mujeres tienen en realidad cargos directivos, ¿dónde están sus secretarias? ¿Dónde están sus oficinas?
–Lo comprobaré –aseguró David, y exhaló un suspiro de irritación–. Tarde o temprano lo habría descubierto, pero es mejor saberlo ahora. –Se volvió hacia Nick y prosiguió–: Algún día tendremos que situar la política de salarios y vacaciones de Haskell en línea con la de Intercorp. Haskell daba a sus empleados tres semanas de vacaciones después de tres años en la empresa, y cuatro semanas a los ocho años. Esta política le está costando a la empresa una fortuna en tiempo perdido y la constante necesidad de contratar empleados suplentes.
–¿Cómo se comparan los salarios?
–Son inferiores a los nuestros. La filosofía de Haskell es dar más tiempo libre y menos dinero. Me reuniré contigo cuando tenga más detalles. Haré números y escribiré mis recomendaciones.
Durante otras dos horas, Nick escuchó los informes del resto del equipo y debatió soluciones. Cuando terminaron de hablar de Haskell, Nick les puso al corriente de los acontecimientos de otras divisiones de InterCorp que podrían ser objeto de su preocupación inmediata o futura. Desde una amenaza de huelga en una factoría textil en Georgia hasta el diseño y la capacidad de la nueva instalación de Haskell en el amplio terreno que acababan de adquirir en Southville.
Durante toda la reunión, un hombre, Peter Vanderbilt, había permanecido en silencio y atento como un brillante y algo sorprendido graduado que conociera los elementos básicos, pero que estuviera aprendiendo las sutilezas de boca de un grupo de expertos. A sus veintiocho años, Peter era una antigua «promesa» de Harvard, con el coeficiente mental de un genio. Se especializaba en el examen de firmas, presumibles adquisiciones de Intercorp, analizando su potencial de beneficios para después hacerle a Nick las recomendaciones oportunas. Haskell Electronics había sido una de las elecciones de Peter, e iba a convertirse en su tercer triunfo consecutivo. Nick lo había enviado a Chicago con el equipo para que adquiriera experiencia de primera mano de lo que ocurría después de la compra. El jefe quería que aquel joven talento observara lo que no podía ser visto en los datos financieros sobre los que se apoyaba cuando hacía sus recomendaciones a favor o en contra de una nueva adquisición; como por ejemplo, interventores blandos a la hora de realizar los cobros o directores de recursos humanos reaccionarios.
Nick lo había traído para que observara y fuera observado. A pesar del indiscutible éxito de Peter hasta el momento, Nick sabía que el joven aún necesitaba ser guiado. Además, según las circunstancias, era engreído e hipersensible, insolente o tímido. Eso debía cambiar. Peter Vanderbilt poseía un enorme talento en bruto. Había que canalizarlo.
–¿Peter? –dijo Nick–. ¿Algo en tu jurisdicción que tengamos que saber?
–Tengo varias firmas que serían buenas adquisiciones –informó Peter–. No de la envergadura de Haskell, pero rentables. Una de ellas fabrica software en Silicon Valley.
–No quiero compañías de software –le interrumpió Nick.
–Pero JHL es...
–No quiero compañías de software, Peter –repuso Nick con firmeza–. Son un maldito riesgo en estos momentos. –Advirtió que Peter enrojecía. Al recordar que su misión era encauzar el gran talento del joven y no aplastar su entusiasmo, Nick refrenó su impaciencia–. No lo tomes como un juicio de tu capacidad, Peter. Nunca te había dicho lo que siento con respecto a los fabricantes de software. ¿Qué más quieres recomendar?
–Usted mencionó que deseaba ampliar nuestra división comercial de bienes inmobiliarios –dijo Peter con tono vacilante–. Hay una compañía en Atlanta, otra aquí en Chicago y una tercera en Houston. Las tres buscan comprador. Las dos primeras poseen edificios para oficinas de tamaño medio o grande. La tercera, es decir, la de Houston, posee sobre todo tierras. Se trata de una firma familiar, y los dos propietarios, los hermanos Thorp, que la administran, están en malas relaciones desde la muerte del padre, hace unos años. –Todavía acobardado por el inmediato rechazo de su primera recomendación, Peter se apresuró a poner sobre el tapete los inconvenientes que presentaba esta última recomendación–. Houston ha estado sumido en una prolongada crisis y supongo que no hay razones para dar por sentado que la reciente recuperación será duradera. Por otra parte, como los hermanos Thorp no parecen ponerse de acuerdo en nada, es probable que las negociaciones nos causen más problemas de lo que el asunto merece...
–Veamos. ¿Me estás diciendo que debemos comprar o que no debemos comprar? –le preguntó Nick, sonriendo para tratar de paliar su brusquedad anterior–. Tú limítate a elegir tus opciones, basándote en tu mejor juicio, y el resto déjamelo a mí. Se trata de mi trabajo, y si además del tuyo quieres hacer también el mío, me sentiré inútil.
Varios miembros del equipo volvieron a reír. Peter se puso de pie y le entregó a Nick una carpeta con la etiqueta «Adquisiciones recomendadas. Compañías de bienes inmuebles comerciales». En ella estaban los datos sobre las tres firmas que el joven había recomendado más otra docena de empresas de menor interés. Más relajado, Peter volvió a sentarse.
Nick abrió la carpeta. Los dossieres eran voluminosos y los análisis de Peter –lo comprobó con solo echar un vistazo–, de una extrema complejidad. Para no retener innecesariamente a sus hombres, Nick se dirigió a ellos.
–Caballeros –anunció–, Peter ha sido tan minucioso como de costumbre y su documentación me llevará largo tiempo de examen. Creo que por el momento hemos cubierto los puntos más urgentes. La semana que viene me reuniré individualmente con cada uno de ustedes. –Se volvió hacia Peter–. Vamos a mi despacho, y echaremos un vistazo a tus documentos.
Acababa de sentarse cuando por el intercomunicador la señorita Stern le anunció la llamada de Bruselas. Con el auricular apoyado en el hombro, Nick esperaba oír la voz al otro lado del Atlántico mientras leía el primer informe de la carpeta de Peter.
–¡Nick! –gritó Josef Hendrik para hacerse oír por encima de las interferencias–. La conexión es mala, pero mis buenas noticias no pueden esperar. Aquí mi gente está de acuerdo con la idea de sociedad limitada que te propuse el mes pasado. No se oponen a ninguna de tus estipulaciones.
–¡Magnífico, Josef! –exclamó Nick, pero su voz sonó un tanto apagada por el sueño que le provocaba el desajuste horario del viaje en avión, y también porque se dio cuenta de que era más tarde de lo que creía. Más allá de los ventanales de su oficina, las luces pestañeaban en los rascacielos mientras el firmamento se envolvía en tinieblas. Abajo, en la avenida Michigan, sonaban los cláxones. Era el cotidiano embotellamiento de la hora punta, cuando todo el mundo volvía a casa. Nick encendió la lámpara de su escritorio y Peter, respondiendo a una mirada, se levantó y encendió también las del techo.
–Es tarde –dijo Nick–. Y todavía tengo que hacer varias llamadas. Me llevaré a casa tu carpeta y la estudiaré durante el fin de semana. Ya hablaremos el lunes por la mañana, a las diez.
17
La sauna y la ducha lo hicieron sentirse como nuevo. Se envolvió una toalla a la cintura y tendió la mano hacia el reloj de pulsera que había dejado sobre la barra de mármol negro que rodeaba el cuarto de baño de forma circular. Sonó el teléfono.
–¿Estás desnudo? –le preguntó Alicia Avery con voz sensual e insinuante.
–¿A qué número llama? –respondió Nick, fingidamente confuso.
–Al tuyo, querido. ¿Estás desnudo?
–Casi –dijo él–. Se me hace tarde.
–Me alegro muchísimo de que finalmente estés en Chicago. ¿Cuándo llegaste?
–Ayer.
–¡Ahora te tengo en mis garras! –Se oyó su risa seductora, contagiosa–. No imaginas los pensamientos eróticos que he tenido para esta noche, cuando regresemos del baile a beneficio de la ópera. Te he echado de menos –añadió, tan franca y directa como de costumbre.
–Nos veremos dentro de una hora –le prometió Nick–. Es decir, si me permites vestirme.
–Está bien. En realidad, es papá quien ha llamado. Temía que te olvidaras de lo de esta noche. Desea verte casi tanto como yo... aunque por razones distintas, claro.
–Claro –bromeó Nick.
–Por cierto, será mejor que te diga que mi padre piensa proponerte como socio del club de campo de Glenmoor. El baile es el lugar perfecto para presentarte a algunos de los otros socios y ganarte su voto. Claro está que todo eso es innecesario –aclaró Alicia–. Será pan comido para ti. –Y antes de pasarle el auricular a su padre, se le ocurrió otra idea–: Ah, la prensa acudirá en masa esta noche, así que prepárate para ser zarandeado. ¡Qué humillación, señor Farrell! –bromeó–, saber que mi acompañante va a causar más sensación que yo...
La mención del club de campo de Glenmoor, donde hacía ya tanto tiempo había conocido a _______, causó tal impacto a Nick que apenas oyó el resto de la perorata de Alicia. Ya era socio de dos clubes de campo, ambos de élite, tanto como Glenmoor. Pero, por supuesto, raramente frecuentaba esos lugares. Si se asociaba a un club de Chicago, y no sentía el menor deseo de hacerlo, no sería Glenmoor.
–Dile a tu padre que le agradezco su intención, pero que no se moleste. –Iba a añadir algo cuando sonó la voz del propio Stanton Avery.
–Nick –dijo con su voz franca y cordial–. No habrás olvidado la fiesta de esta noche a beneficio de la ópera.
–No la he olvidado, Stanton.
–Oh, bien. Pensé que podríamos pasar a buscarte a las nueve, parar en el Yatch Club a tomar unas copas y luego ir al hotel. De este modo no tendremos que soportar La Traviata antes de que empiece en serio la fiesta. ¿O acaso te gusta La Traviata?
–Odio la ópera –bromeó Nick, y Stanton respondió con una risita de complicidad. En los últimos años Nick había asistido a docenas de óperas y conciertos, porque en su posición, y siempre pensando en los negocios, el patrocinio y la asistencia a los actos culturales eran una necesidad. Ahora que conocía, contra su voluntad, las sinfonías y las óperas más importantes, su gusto musical no había experimentado cambio alguno. Le aburrían soberanamente y, sobre todo, le parecían demasiado largas–. A las nueve es buena hora –aceptó.
A pesar de que la ópera le aburría y de que la idea de ser acorralado por la prensa no le resultaba agradable, Nick deseaba asistir a la velada, como descubrió al empezar a afeitarse. Había conocido a Stanton Avery hacía cuatro años, en California, y siempre que iba a Chicago –o Stanton a Los Ángeles–, ambos hacían lo posible por verse. A diferencia de otros miembros pedantes de la alta sociedad, conocidos de Nick, Stanton era un hombre de negocios luchador y honesto, con los pies en el suelo. Por estas cualidades, a Nick le resultaba simpático. De poder elegir un suegro, Stanton Avery sería sin duda el ideal. Por su parte, Alicia se parecía mucho a su padre; era sofisticada y refinada, pero cuando quería alcanzar algo iba directo al grano. Ambos, padre e hija, habían querido que esa noche Nick los acompañase al baile a beneficio de la ópera, y se negaban a aceptar una negativa. Nick no solo había terminado por aceptar, sino que además había contribuido con cinco mil dólares a la obra patrocinadora.
Cuando dos meses antes Alicia se había reunido con él en California y su padre insinuó que ella y Nick deberían casarse, él sintió el impulso de aceptar, pero le duró poco. Le gustaba Alicia, en la cama y fuera de ella, y también le gustaba su estilo. Pero Nick arrastraba la triste experiencia de una unión desastrosa, el matrimonio con una rica y mimada hija de la alta sociedad de Chicago, y no quería repetir el episodio. Había huido de la posibilidad de un nuevo casamiento, porque nunca volvió a sentir lo mismo que por _______ (aquella pasión incontenible, la necesidad enfermiza de verla, de tocarla, de oír su risa; aquel sentimiento avasallador que lo convertía en un esclavo y que nunca se saciaba). Ninguna otra mujer lo había mirado y lo había hecho sentirse poderoso y humilde a la vez, ninguna le había inspirado el furioso deseo de ser más y mejor de lo que era. Casarse con alguien que no despertara en él los mismos sentimientos era contentarse con el segundo premio, con un sucedáneo. Y desde luego, en ninguna dimensión de la vida él era un hombre que se contentara con menos. Sin embargo, tampoco tenía deseos de pasar de nuevo por aquellas turbulentas y mortificantes emociones. Habían sido tan dolorosas como placenteras, y tras la ruptura del matrimonio, el recuerdo de la esposa traicionera lo había perseguido dolorosamente durante años, convirtiendo su vida en un verdadero infierno.
La verdad era que si Alicia hubiera calado tan hondo en su corazón como _______, Nick habría escapado lo antes posible. No estaba dispuesto a permitir que nada ni nadie lo convirtiera una vez más en un ser vulnerable. Nunca. Sabía que ahora que estaba en Chicago Alicia lo presionaría. Si lo hacía, no tendría más remedio que aclararle que el matrimonio no entraba en sus planes, o tendría que poner fin a aquellas deliciosas relaciones.
Nick salió del cuarto de baño con la chaqueta del esmoquin puesta. Se encogió de hombros. Aún faltaban quince minutos para la llegada de Alicia y su padre, así que se encaminó al otro extremo del apartamento y subió a la plataforma donde estaba el bar junto a varios sofás. Era un espacio ideal para improvisar reuniones. Había elegido ese edificio y ese apartamento porque las paredes exteriores eran una sucesión de ventanales de vidrio curvado, que ofrecían una vista impresionante de Lake Shore Drive y del perfil de la ciudad. Se quedó mirando por un momento el paisaje, luego se volvió con la intención de servirse un coñac. Al hacerlo, rozó con la chaqueta un diario cuidadosamente doblado que la mujer de la limpieza había dejado sobre una mesita. El diario cayó al suelo, desparramándose.
Nick vio a _______.
La fotografía de la que había sido su esposa lo contemplaba desde la última página de la primera sección. Como siempre, lucía una sonrisa perfecta, un pelo perfecto, una mirada perfecta. Típico de _______, pensó Nick al tiempo que recogía el periódico y miraba con rabia el rostro antes adorado. _______ había sido una adolescente preciosa, pero el fotógrafo se desvivía, consiguiendo su propósito, para que la hermosa criatura se pareciera a Grace Kelly de joven.
La mirada de Nick pasó de la fotografía al texto del artículo. Se sorprendió. Según la periodista, Sally Mansfield, _______ se había comprometido en matrimonio con el «amor de su niñez», Parker Reynolds III; y Bancroft & Company celebraría la boda –en febrero– con unas grandes rebajas en Chicago y en todas las sucursales del país.
Nick arrojó el periódico y se dirigió al ventanal. En sus labios apareció una sonrisa irónica. Había estado casado con aquella pequeña zo/rra, pérfida y traidora, y ni siquiera se había enterado de que ella tenía un viejo amor, un amor de juventud. Tuvo que admitir que él y su mujer no habían llegado a conocerse. No obstante, lo que ahora sabía de ella, le resultaba despreciable.
Al pensar en eso Nick se dio cuenta de que sus ideas no estaban de acuerdo con sus sentimientos. Era evidente que reaccionaba así por costumbre, puesto que en realidad ya no despreciaba a _______. No sentía por ella más que un frío disgusto. Lo ocurrido entre ambos era historia, una historia tan lejana que el tiempo había erosionado toda emoción intensa, incluso el sentimiento de desprecio. En el vacío no había nada... nada, excepto desagrado y lástima. _______ había sido demasiado pusilánime para ser perversa; pusilánime y completamente dominada por su padre. A los seis meses de embarazo abortó y después le envió un telegrama para informarle de lo que había hecho, dándole la noticia del divorcio. Y a pesar de todo, él estaba tan locamente enamorado que tomó un avión para verla y persuadirla de que no pidiera el divorcio. Cuando llegó al hospital, en el vestíbulo del ala Bancroft lo detuvieron sin dejarlo pasar, obedeciendo órdenes de _______. Pensando que quizá fuera cosa de Philip, había vuelto al hospital el día siguiente, pero entonces se topó con un policía que le pasó por la cara un mandato judicial en que se decía que le quedaba prohibido aproximarse a _______.
Durante años, Nick había intentado ahuyentar aquellos recuerdos y la angustia que había sentido por el niño. Lo sepultó todo en lo más profundo de su conciencia, porque le producía una angustia y un dolor indecibles.
Ahora, al mirar las parpadeantes luces de los faros allá abajo, en Lake Shore Drive, se dio cuenta de que ya no necesitaba recurrir a ninguna argucia para no sufrir. _______ había dejado de existir para él.
Cuando tomó la decisión de pasar el año en Chicago, lo hizo con plena conciencia de que coincidiría con _______, pero no permitió que esta idea lo desviara de su trayectoria y perturbara sus planes. Ahora era consciente de que ni siquiera necesitaba molestarse pensando en ella, porque ya no le importaba. Ambos eran adultos, y el pasado, pasado estaba. _______ sería de todo menos una persona descortés. Cuando se encontraran, se saludarían con los buenos modales propios de personas adultas.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
Maldito padre de la rayiiss!!!!!.... Mira lo que les hizo a los dos!!!!!...
chelis
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
Nick subió al Mercedes de Stanton y le tendió la mano a su amigo. Luego miró a Alicia, enfundada en un abrigo negro que le llegaba hasta los tobillos. El color de la prenda hacía juego con el de la brillante cabellera de la joven. Ella le tendió una mano y lo miró a los ojos, sonriente. Una mirada y una sonrisa directas, seductoras, atractivas.
–¡Cuánto tiempo! –exclamó Alicia con voz suave y sensual.
–Demasiado –replicó Nick sin mentir.
–Cinco meses –le recordó ella–. ¿Vas a darme un apretón de manos o vas a besarme como corresponde?
Nick lanzó una mirada entre desvalida y divertida al padre de la joven: una declaración de intenciones. Stanton respondió con una paternal e indulgente sonrisa. Entonces Nick tiró de la mano de Alicia y la ayudó a sentársele en su regazo.
–¿Cómo me corresponde besarte? –le preguntó.
Ella sonrió y dijo:
–Te lo mostraré.
Solo Alicia habría besado así a un hombre en presencia de su propio padre. Stanton sonrió y apartó la mirada, mientras su hija besaba a Nick de un modo sensual, con el propósito de excitarlo. Y lo consiguió. Ambos lo sabían.
–Creo que me has echado de menos –dijo ella.
–Y yo creo –comentó Nick– que uno de nosotros debería tener el buen gusto de ruborizarse.
–Eso es muy provinciano, querido –bromeó la joven sonriendo, al tiempo que, de mala gana, apartaba las manos de los hombros de su amigo–. Muy de clase media.
–Hubo un tiempo –le recordó Nick mordazmente– en que para mí pertenecer a la clase media habría significado una mejora.
–Estás orgulloso de eso, ¿no es cierto? –inquirió Alicia.
–Supongo que sí.
Ella se sentó al lado de Nick y cruzó las largas piernas. Se le abrió el abrigo y dejó al descubierto un largo corte en su estrecho vestido, que casi le llegaba hasta el muslo.
–¿Qué piensas? –le preguntó a Nick.
–Más tarde te dirá lo que piensa –intervino Stanton, impaciente por hablar con su amigo–. Nick, ¿qué sabes de esos rumores que dicen que Edmund Mining va a fusionarse con Ryerson Consolidated? Pero antes de que contestes, dime cómo está tu padre. ¿Todavía insiste en quedarse a vivir en el campo?
–Mi padre está bien –respondió Nick. Era cierto. Patrick Farrell no se había emborrachado una sola vez en los últimos once años–. Por fin logré convencerle de que debía vender la casa y venir a vivir a la ciudad. Pasará unas semanas conmigo y luego irá a visitar a mi hermana. A finales de este mes sacaré algunas cosas de la casa. A mi padre le falta valor para hacerlo personalmente.
El gran salón de baile del hotel, con sus imponentes columnas de mármol, los relucientes candelabros de metal y el magnífico techo abovedado, era siempre espléndido, pero en opinión de _______ nunca tanto como esta noche.
Esa noche, el lujo habitual se veía aumentado por las sedas deslumbrantes y los terciopelos. Todos los patrocinadores de la ópera estaban presentes y hacían una pausa en sus alegres conversaciones para posar para la prensa o pasear por el enorme salón, saludando a los amigos. _______ estaba con Parker, casi en el centro del salón. Él le había pasado un brazo por la cintura y ambos aceptaban los buenos deseos de amigos y conocidos que se habían enterado de su compromiso por la prensa. _______ volvió la mirada hacia Parker, sonriente.
–¿Qué te resulta tan divertido? –le preguntó él, con una sonrisa tierna.
–La canción que está tocando la orquesta –respondió ella–. Es la misma que bailamos cuando yo tenía trece años. –Como Parker parecía desconcertado, la joven añadió–: En la fiesta de la señorita Eppingham, en el hotel Drake.
Parker lo recordó y sonrió con nostalgia.
–¡Ah! La obligatoria noche de fastidio con la señorita Eppingham.
–Fue peor que eso –puntualizó _______–. Dejé caer mi bolso, nuestras cabezas chocaron y no hice más que pisarte durante todo nuestro baile.
–Se te cayó el bolso y nuestras cabezas chocaron –la corrigió él con la gentil sensibilidad que ella tanto amaba–, pero no me pisaste durante el baile. Estuviste adorable. De hecho, aquella fue la primera vez que me di cuenta de lo hermosos que son tus ojos. Me mirabas con la más extraña e intensa de las miradas...
_______ se echó a reír. Luego comentó:
–Quizá estuviera pensando en la mejor manera de declararme.
Parker sonrió y la apretó con más fuerza.
–¿De veras?
–Ya lo creo. –De pronto, la sonrisa desapareció del rostro de _______. Una periodista de las columnas de chismes sociales andaba al acecho–. Parker –musitó la joven presurosamente, voy al tocador de señoras y regresaré dentro de unos minutos. Se nos acerca Sally Mansfield y no quiero hablar con ella hasta el lunes, cuando sepa quién le dijo en Bancroft ese disparate de las rebajas el día de nuestra boda.
–De acuerdo.
–El que se lo haya dicho tendrá que retractarse públicamente –afirmó _______ con seriedad, despidiéndose a regañadientes de su novio–. Entre otros motivos porque no habrá tales rebajas. Fíjate si ves llegar a Lisa. –Se dirigió a la escalinata que conducía al entresuelo–. Hace rato que debería haber llegado.
–Hemos calculado bien el tiempo, Nick –observó Stanton mientras Nick ayudaba a Alicia a quitarse el abrigo de pieles. Luego se lo entregó a la empleada de guardarropía en la entrada del salón. Oyó las palabras de su amigo, pero lo cierto es que solo estaba pendiente del atrevido escote del vestido de la joven.
–¡Menudo vestido! –exclamó con expresión divertida.
Ella le sostuvo la mirada, inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa de complicidad.
–Eres el único hombre –murmuró– capaz de convertir esa frase en una irresistible invitación a meterse en la cama durante una semana entera.
Nick soltó una risita ahogada mientras se encaminaban al centro de la estancia. A cierta distancia vio a dos fotógrafos en acción y a un equipo de televisión merodeando entre la multitud. Se preparó para el acoso inevitable de la prensa.
–¿Era eso? –le preguntó Alicia en cuanto su padre se detuvo a hablar con unos amigos.
–¿El qué? –inquirió Nick, al tiempo que cogía dos copas de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por allí.
–Una invitación a una semana de glorioso sexo como la que pasamos hace dos meses.
–Alicia –susurró Nick con tono de suave reprimenda, saludando al mismo tiempo con la cabeza a dos conocidos–. ¡Pórtate bien! –Habría seguido caminando, pero ella se quedó inmóvil, observándolo cada vez con mayor intensidad.
–¿Por qué nunca te has casado?
–Lo discutiremos en otra ocasión.
–Lo intenté las dos últimas veces que estuvimos juntos, pero siempre te escapas por la tangente.
Enojado por su obstinación, por el propio asunto y por la inoportunidad del momento en que lo sacaba a relucir, Nick colocó una mano en un brazo de Alicia y la condujo a un lado.
–Supongo –dijo– que intentas discutirlo aquí y ahora.
–Sí –admitió ella, mirándolo fijamente y alzando la orgullosa barbilla.
–¿En qué estás pensando?
–En casarme.
Nick se detuvo y ella vio una frialdad repentina en su mirada. Sin embargo, las palabras que pronunció fueron aún más cortantes que la expresión de su rostro:
–¿Con quién?
Sintiéndose insultada y furiosa por su propia torpeza al querer forzar la situación, Alicia lo miró durante un largo instante. Nick no suavizó la expresión. Por fin, ella dijo:
–Supongo que lo tengo merecido –dijo.
–No –repuso Nick, enojado consigo mismo por su falta de tacto–. No te lo merecías.
Alicia lo miró, confusa y cautelosa. Luego sonrió y comentó:
–Al menos sabemos dónde estamos... por ahora.
Obtuvo por respuesta una sonrisa breve y fría, sin duda muy poco alentadora. Alicia suspiró y le puso una mano en el brazo.
–Eres –le dijo sin tapujos, al tiempo que él echaba a andar– el hombre más duro y difícil que he conocido en mi vida. –Trató de rebajar la tensión dirigiéndole una mirada seductora.
Lisa llegaba en aquel momento al salón. Se detuvo en la entrada el tiempo necesario para dejar el abrigo y observar a la multitud, buscando a Parker o a _______. Al ver a Parker, cerca de la orquesta, se dirigió hacia allí. Rozó a Alicia Avery, que caminaba muy despacio junto a un hombre muy alto, de pelo negro y anchos hombros, cuyo perfil le resultó a Lisa vagamente familiar. Ella siguió andando hacia la orquesta, advirtiendo que los hombres se volvían a mirarla. De hecho, también las mujeres la miraban, porque Lisa llevaba un modelo de lo más original. Vestía ondulantes pantalones de calle, de satén rojo, y una chaqueta de terciopelo negro. En la cabeza, envolviendo también la frente, lucía una cinta negra. Sin duda era una indumentaria incongruente, del todo inapropiada para aquel lugar y aquella ocasión, pero que de algún modo en Lisa parecía muy bien.
Sin embargo, Parker no lo creyó así.
–Hola –lo saludó ella, situándose a su lado mientras el banquero se servía una copa de champán.
Parker alzó la mirada y al ver a Lisa vestida de aquel modo hizo una mueca de desaprobación. Ante aquella muda crítica, la muchacha se indignó.
–¡Oh, no! –exclamó con voz afectada, mirando a Parker con fingida alarma–. No me digas que han vuelto a subir las acciones.
Enojado, Parker observó el escote de la chaqueta de Lisa y luego su rostro provocativo.
–¿Por qué no te vistes como las demás? –le preguntó con acritud.
–No lo sé–se limitó a responder y, con una amplia sonrisa, añadió–: Probablemente por la misma clase de perversidad que te hace a ti exprimir a las viudas y los huérfanos. ¿Dónde está _______?
–En el tocador.
Tras este intercambio de palabras, habitual en ellos desde hacía años –aun yendo en contra de la amable personalidad de ambos–, evitaron mirarse y centraron su atención en la multitud. Entonces se produjo una conmoción y los dos dirigieron la mirada hacia la derecha. Los chicos de la prensa y la televisión de pronto se pusieron en marcha a la vista de una buena presa. Lisa estiró el cuello y alcanzó a ver a la «víctima» de los periodistas. Era el acompañante de Alicia Avery. Lo apuntaban las cámaras de la televisión, estallaban los flashes y una nube de reporteros le cerraban el paso, blandiendo micrófonos.
–¿Quién es? –preguntó Lisa, mirando a Parker.
–No lo veo... –empezó a decir Parker, observando el tumulto sin demasiado interés. Pero finalmente distinguió el rostro de Nick–. Es Farrell –masculló con voz tensa.
El nombre y el rostro bronceado de Nick fueron datos suficientes para revelar a Lisa que aquel hombre era el desleal y despiadado ex marido de su amiga _______. La muchacha sintió que una oleada de hostilidad se apoderaba de ella. Recordó el sufrimiento de _______ y tuvo el impulso de abrirse paso a codazos, detenerse ante aquel tipo e insultarlo delante de todo el mundo. Sin embargo, sabía que a _______ no le gustaría. Odiaba las escenas. Además, solo Lisa y Parker sabían lo de ella y Nick. Ambos pensaron en _______ simultáneamente. El rostro de Parker, siempre apacible y civilizado, se descompuso al mirar a Farrell y pensar en su novia.
–¿Sabía _______ que Farrell vendría? –le preguntó Lisa. Sin responder, Parker la tomó del brazo y le rogó:
–Encuéntrala y adviértele que Farrell está aquí.
Lisa se lanzó hacia la escalinata. Entretanto, el nombre de Nicholas Farrell corría ya de boca en boca. El gran financiero se había librado de la prensa, excepto de Sally Mansfield, de pie a sus espaldas, y conversaba con Stanton Avery cerca del pie de la escalera. Lisa lo vio y se apresuró para llegar a tiempo. Avanzaba entre el gentío, mirando a Farrell y tratando de localizar a _______ al mismo tiempo. Y de pronto apareció. Lisa se detuvo, horrorizada. Demasiado tarde.
Como todo era inútil, Lisa contempló a su amiga, que ya bajaba por la escalera. Por lo menos, pensó Lisa, _______ era todo un espectáculo. Estaba más hermosa que nunca. Sí, ahora que el cretino de su ex marido iba a verla por primera vez desde hacía once años.
Desafiando la moda provocativa del momento, _______ llevaba un vestido sin tirantes, largo hasta los pies. Era de satén blanco, salpicado de brillantes lentejuelas y diminutos cristales. En el cuello lucía un collar de rubíes y diamantes, que quizá le había regalado Parker, cosa que Lisa dudaba, o bien era un préstamo de la sección de joyería de Bancroft, lo que a Lisa le pareció más verosímil.
A mitad de la escalera, _______ se detuvo para hablar con una pareja de ancianos. Lisa contuvo el aliento. Parker, que la había seguido, se hallaba a su lado, y sus miradas iban de Farrell y Sally Mansfield a _______. La inquietud se reflejaba en sus ojos.
Sin dejar de prestar atención a Stanton, Nick miró alrededor buscando a Alicia, que se había ido al tocador. Alguien lo llamó por su nombre. Al volverse Nick Farrell se quedó perplejo. La copa de champán que sostenía no llegó a rozar sus labios. La mujer de la escalera había sido una muchacha y su esposa la última vez que la vio. De inmediato comprendió por qué la prensa la comparaba con Grace Kelly de joven. Con el pelo recogido en un elegante moño sobre la nuca; entrelazado con pequeñas rosas blancas, _______ Bancroft era la viva imagen de la distinción, de la serenidad. Una imagen que quitaba el aliento. Con el paso de los años había perfeccionado su figura, y su rostro, delicado y hermoso, había adquirido un esplendor que hipnotizaba.
Impresionado, Nick se repuso enseguida. Se llevó la copa a los labios y asintió a lo que Stanton le estaba diciendo. Sin embargo, no pudo dejar de mirar a su ex mujer, aunque ahora lo hacía con el interés imparcial de un experto que examina una obra de arte cuyos defectos ya conoce.
Pero no podía engañarse. Era incapaz de inmunizarse por entero contra aquella figura que charlaba con una pareja de ancianos en mitad de la escalera. Nick recordó que _______ siempre se encontraba a gusto entre personas mucho mayores que ella. Pensó en la noche en que lo había tomado bajo su protección en Glenmoor, y su corazón se ablandó aún más. Buscó en ella señales de la personalidad del ejecutivo, pero lo que vio fue una sonrisa arrebatadora, unos ojos brillantes de color turquesa y un aura inesperada de... Buscó la palabra en su mente y solo encontró: inmaculada. Tal vez fuera el blanco virginal de su vestido, o el hecho de que las otras mujeres llevaban ropa provocativa, mientras que ella, mostrando solo los hombros, resultaba todavía más incitante que las demás. Provocativa, regia, inalcanzable.
Nick trató de serenarse. Cuando lo logró, se desvanecieron los últimos vestigios de amargura. Más que belleza, veía en _______ una dulzura que había olvidado, y que debió de ser aplastada por un gran terror para que ella accediese al aborto. Pensó que _______ era demasiado joven cuando se vio obligada a casarse con él, con un extraño. Sin duda aquella muchacha se vio viviendo en una pequeña y sucia ciudad como Edmunton, casada con un borracho –como lo era el padre de Nick– e intentando criar a su hijo. Philip se habría encargado de convencerla de que eso era lo que iba a ocurrir. Aquel hombre no se habría detenido ante nada para romper la unión de su hija con un don nadie, incluyendo el aborto. Nick se dio cuenta de ello poco después del divorcio. A diferencia de su padre, _______ nunca había sido una esnob; bien criada y educada, eso sí, pero nunca una esnob capaz de actuar así con él y con el hijo de ambos. Su juventud, el temor y la terrible presión paterna habían sido los causantes de todo. Nick lo comprendió de pronto. Después de once años, había tenido que verla para descubrir la verdad de lo ocurrido entonces, de lo que _______ fue... y de lo que todavía era.
–Hermosa, ¿verdad? –inquirió Stanton, dándole un codazo.
–Muy hermosa.
–Ven, te la presentaré. A ella y a su novio. Tengo que hablar con él de todos modos. Además, te conviene conocer a Parker, controla uno de los mayores bancos de Chicago.
–Hermosa, ¿verdad? –inquirió Stanton, dándole un codazo.
–Muy hermosa.
–Ven, te la presentaré. A ella y a su novio. Tengo que hablar con él de todos modos. Además, te conviene conocer a Parker, controla uno de los mayores bancos de Chicago.
Nick vaciló y finalmente asintió. _______ y él tendrían que coincidir muchas veces en reuniones sociales como aquella. Cuanto antes superaran el primer enfrentamiento, mejor. Por lo menos esta vez, cuando le presentaran a _______, él no tendría que sentirse como un leproso.
Buscando a Parker entre la multitud, _______ acabó de bajar las escaleras y luego se detuvo al oír la voz alegre y cordial de Stanton Avery, justo a su lado.
–Quiero presentarte a alguien.
_______ sonreía y extendía la mano cuando su mirada se topó con el rostro de Nicholas Farrell. _______ sintió un acceso de vértigo. Oyó, como si procediera de un túnel, la voz lejana de Stanton Avery.
–Mi amigo Nick Farrell...
Vio al hombre que la había dejado sola en el hospital cuando ella perdió el bebé, el mismo que le había enviado un telegrama para pedirle que obtuviera el divorcio. Ahora esbozaba la misma sonrisa íntima, inolvidable, encantadora y... despreciable que ella recordaba, mientras le tendía la mano. De pronto algo estalló en el corazón de _______. No le estrechó la mano. Miró a Nick con acritud y, volviéndose hacia Stanton Avery, le habló con la frialdad de un ser superior a quien se ha ofendido.
–Debería seleccionar mejor sus amistades, señor Avery. Ahora, discúlpeme. –Les volvió la espalda y se alejó de ellos.
Sally Mansfield se quedó sin habla, fascinada, mientras que Stanton Avery no salía de su asombro. Por su parte, Nicholas Farrell apenas podía contener la ira.
Eran las tres de la madrugada cuando se marchó el último invitado de _______ y Parker. En el apartamento de ella solo quedaron los dos y Philip.
–No deberías estar levantado tan tarde –le dijo _______ a su padre, dejándose caer en un sillón.
Incluso horas después de su encuentro con Nick Farrell, seguía temblorosa. Sin embargo, su ira se había vuelto contra sí misma. También la perseguía la furiosa mirada de Nick, cuando ella lo dejó en ridículo ante el mundo.
–Sabes muy bien por qué no me he marchado todavía –musitó Philip, sirviéndose un jerez. No se había enterado del encuentro de _______ hasta hacía una hora, cuando Parker le dio la noticia escuetamente, porque todavía había invitados en la casa. Ahora, Philip quería conocer los detalles.
–No bebas eso. Los médicos te lo han prohibido.
–Al diablo con los médicos. Quiero saber qué te dijo Farrell. Según Parker, lo cortaste en seco.
–No tuvo ocasión de hablarme –aclaró _______, y le contó lo ocurrido.
Cuando terminó, observó con frustración cómo Philip apuraba el vaso de jerez. Era una figura patética: un hombre avejentado, de cabello canoso y rostro cansado, embutido en su esmoquin hecho a medida. Había dominado a su hija, la había manipulado durante gran parte de su vida, hasta que ella encontró el valor y la fortaleza necesarios para oponerse a aquel carácter irascible. Y a pesar de todo, ella lo quería y se preocupaba por su estado. Era toda la familia que tenía y le resultaba penoso verlo agotado por la enfermedad y el cansancio. En cuanto arreglara el asunto de su ausencia, haría un prolongado crucero. El médico le había hecho prometer que durante sus vacaciones no pensaría en Bancroft, ni en la política mundial, ni en nada. Serían seis semanas en el mar, sin televisión, sin periódicos, sin nada que no fuera completamente frívolo y relajante.
_______ dejó de mirar a su padre y comentó a Parker:
–Habría preferido que no le hubieras dicho nada de lo ocurrido esta noche. No era necesario.
Parker se reclinó en el sillón exhalando un suspiro y, a regañadientes, le contó a _______ algo que ella ignoraba.
–_______, Sally Mansfield vio la escena y es muy probable que oyera tus palabras. Tendremos suerte si mañana no es la noticia del día en su sección del periódico. Lo sabrá todo el mundo.
–Espero que lo publique –intervino Philip.
–Yo preferiría que no lo hiciera –repuso Parker, sosteniendo la furiosa mirada de su futuro yerno con la calma que le caracterizaba–. No quiero que la gente se pregunte el motivo de la actitud de _______.
Echando la cabeza atrás, _______ suspiró y cerró los ojos.
–De haber tenido tiempo para pensar no habría actuado como lo hice. Le habría hecho notar a ese hombre mi desagrado de una manera menos notoria.
–Algunos de nuestros amigos ya estaban haciendo preguntas esta noche –agregó Parker–. Tenemos que pensar algo, una explicación...
–Por favor –lo interrumpió _______ con voz cansada–. Ahora no. No puedo más y quiero irme a la cama.
–Tienes razón –asintió Parker y, poniéndose en pie, Philip no tuvo más remedio que marcharse con él.
–¡Cuánto tiempo! –exclamó Alicia con voz suave y sensual.
–Demasiado –replicó Nick sin mentir.
–Cinco meses –le recordó ella–. ¿Vas a darme un apretón de manos o vas a besarme como corresponde?
Nick lanzó una mirada entre desvalida y divertida al padre de la joven: una declaración de intenciones. Stanton respondió con una paternal e indulgente sonrisa. Entonces Nick tiró de la mano de Alicia y la ayudó a sentársele en su regazo.
–¿Cómo me corresponde besarte? –le preguntó.
Ella sonrió y dijo:
–Te lo mostraré.
Solo Alicia habría besado así a un hombre en presencia de su propio padre. Stanton sonrió y apartó la mirada, mientras su hija besaba a Nick de un modo sensual, con el propósito de excitarlo. Y lo consiguió. Ambos lo sabían.
–Creo que me has echado de menos –dijo ella.
–Y yo creo –comentó Nick– que uno de nosotros debería tener el buen gusto de ruborizarse.
–Eso es muy provinciano, querido –bromeó la joven sonriendo, al tiempo que, de mala gana, apartaba las manos de los hombros de su amigo–. Muy de clase media.
–Hubo un tiempo –le recordó Nick mordazmente– en que para mí pertenecer a la clase media habría significado una mejora.
–Estás orgulloso de eso, ¿no es cierto? –inquirió Alicia.
–Supongo que sí.
Ella se sentó al lado de Nick y cruzó las largas piernas. Se le abrió el abrigo y dejó al descubierto un largo corte en su estrecho vestido, que casi le llegaba hasta el muslo.
–¿Qué piensas? –le preguntó a Nick.
–Más tarde te dirá lo que piensa –intervino Stanton, impaciente por hablar con su amigo–. Nick, ¿qué sabes de esos rumores que dicen que Edmund Mining va a fusionarse con Ryerson Consolidated? Pero antes de que contestes, dime cómo está tu padre. ¿Todavía insiste en quedarse a vivir en el campo?
–Mi padre está bien –respondió Nick. Era cierto. Patrick Farrell no se había emborrachado una sola vez en los últimos once años–. Por fin logré convencerle de que debía vender la casa y venir a vivir a la ciudad. Pasará unas semanas conmigo y luego irá a visitar a mi hermana. A finales de este mes sacaré algunas cosas de la casa. A mi padre le falta valor para hacerlo personalmente.
El gran salón de baile del hotel, con sus imponentes columnas de mármol, los relucientes candelabros de metal y el magnífico techo abovedado, era siempre espléndido, pero en opinión de _______ nunca tanto como esta noche.
Esa noche, el lujo habitual se veía aumentado por las sedas deslumbrantes y los terciopelos. Todos los patrocinadores de la ópera estaban presentes y hacían una pausa en sus alegres conversaciones para posar para la prensa o pasear por el enorme salón, saludando a los amigos. _______ estaba con Parker, casi en el centro del salón. Él le había pasado un brazo por la cintura y ambos aceptaban los buenos deseos de amigos y conocidos que se habían enterado de su compromiso por la prensa. _______ volvió la mirada hacia Parker, sonriente.
–¿Qué te resulta tan divertido? –le preguntó él, con una sonrisa tierna.
–La canción que está tocando la orquesta –respondió ella–. Es la misma que bailamos cuando yo tenía trece años. –Como Parker parecía desconcertado, la joven añadió–: En la fiesta de la señorita Eppingham, en el hotel Drake.
Parker lo recordó y sonrió con nostalgia.
–¡Ah! La obligatoria noche de fastidio con la señorita Eppingham.
–Fue peor que eso –puntualizó _______–. Dejé caer mi bolso, nuestras cabezas chocaron y no hice más que pisarte durante todo nuestro baile.
–Se te cayó el bolso y nuestras cabezas chocaron –la corrigió él con la gentil sensibilidad que ella tanto amaba–, pero no me pisaste durante el baile. Estuviste adorable. De hecho, aquella fue la primera vez que me di cuenta de lo hermosos que son tus ojos. Me mirabas con la más extraña e intensa de las miradas...
_______ se echó a reír. Luego comentó:
–Quizá estuviera pensando en la mejor manera de declararme.
Parker sonrió y la apretó con más fuerza.
–¿De veras?
–Ya lo creo. –De pronto, la sonrisa desapareció del rostro de _______. Una periodista de las columnas de chismes sociales andaba al acecho–. Parker –musitó la joven presurosamente, voy al tocador de señoras y regresaré dentro de unos minutos. Se nos acerca Sally Mansfield y no quiero hablar con ella hasta el lunes, cuando sepa quién le dijo en Bancroft ese disparate de las rebajas el día de nuestra boda.
–De acuerdo.
–El que se lo haya dicho tendrá que retractarse públicamente –afirmó _______ con seriedad, despidiéndose a regañadientes de su novio–. Entre otros motivos porque no habrá tales rebajas. Fíjate si ves llegar a Lisa. –Se dirigió a la escalinata que conducía al entresuelo–. Hace rato que debería haber llegado.
–Hemos calculado bien el tiempo, Nick –observó Stanton mientras Nick ayudaba a Alicia a quitarse el abrigo de pieles. Luego se lo entregó a la empleada de guardarropía en la entrada del salón. Oyó las palabras de su amigo, pero lo cierto es que solo estaba pendiente del atrevido escote del vestido de la joven.
–¡Menudo vestido! –exclamó con expresión divertida.
Ella le sostuvo la mirada, inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa de complicidad.
–Eres el único hombre –murmuró– capaz de convertir esa frase en una irresistible invitación a meterse en la cama durante una semana entera.
Nick soltó una risita ahogada mientras se encaminaban al centro de la estancia. A cierta distancia vio a dos fotógrafos en acción y a un equipo de televisión merodeando entre la multitud. Se preparó para el acoso inevitable de la prensa.
–¿Era eso? –le preguntó Alicia en cuanto su padre se detuvo a hablar con unos amigos.
–¿El qué? –inquirió Nick, al tiempo que cogía dos copas de champán de la bandeja de un camarero que pasaba por allí.
–Una invitación a una semana de glorioso sexo como la que pasamos hace dos meses.
–Alicia –susurró Nick con tono de suave reprimenda, saludando al mismo tiempo con la cabeza a dos conocidos–. ¡Pórtate bien! –Habría seguido caminando, pero ella se quedó inmóvil, observándolo cada vez con mayor intensidad.
–¿Por qué nunca te has casado?
–Lo discutiremos en otra ocasión.
–Lo intenté las dos últimas veces que estuvimos juntos, pero siempre te escapas por la tangente.
Enojado por su obstinación, por el propio asunto y por la inoportunidad del momento en que lo sacaba a relucir, Nick colocó una mano en un brazo de Alicia y la condujo a un lado.
–Supongo –dijo– que intentas discutirlo aquí y ahora.
–Sí –admitió ella, mirándolo fijamente y alzando la orgullosa barbilla.
–¿En qué estás pensando?
–En casarme.
Nick se detuvo y ella vio una frialdad repentina en su mirada. Sin embargo, las palabras que pronunció fueron aún más cortantes que la expresión de su rostro:
–¿Con quién?
Sintiéndose insultada y furiosa por su propia torpeza al querer forzar la situación, Alicia lo miró durante un largo instante. Nick no suavizó la expresión. Por fin, ella dijo:
–Supongo que lo tengo merecido –dijo.
–No –repuso Nick, enojado consigo mismo por su falta de tacto–. No te lo merecías.
Alicia lo miró, confusa y cautelosa. Luego sonrió y comentó:
–Al menos sabemos dónde estamos... por ahora.
Obtuvo por respuesta una sonrisa breve y fría, sin duda muy poco alentadora. Alicia suspiró y le puso una mano en el brazo.
–Eres –le dijo sin tapujos, al tiempo que él echaba a andar– el hombre más duro y difícil que he conocido en mi vida. –Trató de rebajar la tensión dirigiéndole una mirada seductora.
Lisa llegaba en aquel momento al salón. Se detuvo en la entrada el tiempo necesario para dejar el abrigo y observar a la multitud, buscando a Parker o a _______. Al ver a Parker, cerca de la orquesta, se dirigió hacia allí. Rozó a Alicia Avery, que caminaba muy despacio junto a un hombre muy alto, de pelo negro y anchos hombros, cuyo perfil le resultó a Lisa vagamente familiar. Ella siguió andando hacia la orquesta, advirtiendo que los hombres se volvían a mirarla. De hecho, también las mujeres la miraban, porque Lisa llevaba un modelo de lo más original. Vestía ondulantes pantalones de calle, de satén rojo, y una chaqueta de terciopelo negro. En la cabeza, envolviendo también la frente, lucía una cinta negra. Sin duda era una indumentaria incongruente, del todo inapropiada para aquel lugar y aquella ocasión, pero que de algún modo en Lisa parecía muy bien.
Sin embargo, Parker no lo creyó así.
–Hola –lo saludó ella, situándose a su lado mientras el banquero se servía una copa de champán.
Parker alzó la mirada y al ver a Lisa vestida de aquel modo hizo una mueca de desaprobación. Ante aquella muda crítica, la muchacha se indignó.
–¡Oh, no! –exclamó con voz afectada, mirando a Parker con fingida alarma–. No me digas que han vuelto a subir las acciones.
Enojado, Parker observó el escote de la chaqueta de Lisa y luego su rostro provocativo.
–¿Por qué no te vistes como las demás? –le preguntó con acritud.
–No lo sé–se limitó a responder y, con una amplia sonrisa, añadió–: Probablemente por la misma clase de perversidad que te hace a ti exprimir a las viudas y los huérfanos. ¿Dónde está _______?
–En el tocador.
Tras este intercambio de palabras, habitual en ellos desde hacía años –aun yendo en contra de la amable personalidad de ambos–, evitaron mirarse y centraron su atención en la multitud. Entonces se produjo una conmoción y los dos dirigieron la mirada hacia la derecha. Los chicos de la prensa y la televisión de pronto se pusieron en marcha a la vista de una buena presa. Lisa estiró el cuello y alcanzó a ver a la «víctima» de los periodistas. Era el acompañante de Alicia Avery. Lo apuntaban las cámaras de la televisión, estallaban los flashes y una nube de reporteros le cerraban el paso, blandiendo micrófonos.
–¿Quién es? –preguntó Lisa, mirando a Parker.
–No lo veo... –empezó a decir Parker, observando el tumulto sin demasiado interés. Pero finalmente distinguió el rostro de Nick–. Es Farrell –masculló con voz tensa.
El nombre y el rostro bronceado de Nick fueron datos suficientes para revelar a Lisa que aquel hombre era el desleal y despiadado ex marido de su amiga _______. La muchacha sintió que una oleada de hostilidad se apoderaba de ella. Recordó el sufrimiento de _______ y tuvo el impulso de abrirse paso a codazos, detenerse ante aquel tipo e insultarlo delante de todo el mundo. Sin embargo, sabía que a _______ no le gustaría. Odiaba las escenas. Además, solo Lisa y Parker sabían lo de ella y Nick. Ambos pensaron en _______ simultáneamente. El rostro de Parker, siempre apacible y civilizado, se descompuso al mirar a Farrell y pensar en su novia.
–¿Sabía _______ que Farrell vendría? –le preguntó Lisa. Sin responder, Parker la tomó del brazo y le rogó:
–Encuéntrala y adviértele que Farrell está aquí.
Lisa se lanzó hacia la escalinata. Entretanto, el nombre de Nicholas Farrell corría ya de boca en boca. El gran financiero se había librado de la prensa, excepto de Sally Mansfield, de pie a sus espaldas, y conversaba con Stanton Avery cerca del pie de la escalera. Lisa lo vio y se apresuró para llegar a tiempo. Avanzaba entre el gentío, mirando a Farrell y tratando de localizar a _______ al mismo tiempo. Y de pronto apareció. Lisa se detuvo, horrorizada. Demasiado tarde.
Como todo era inútil, Lisa contempló a su amiga, que ya bajaba por la escalera. Por lo menos, pensó Lisa, _______ era todo un espectáculo. Estaba más hermosa que nunca. Sí, ahora que el cretino de su ex marido iba a verla por primera vez desde hacía once años.
Desafiando la moda provocativa del momento, _______ llevaba un vestido sin tirantes, largo hasta los pies. Era de satén blanco, salpicado de brillantes lentejuelas y diminutos cristales. En el cuello lucía un collar de rubíes y diamantes, que quizá le había regalado Parker, cosa que Lisa dudaba, o bien era un préstamo de la sección de joyería de Bancroft, lo que a Lisa le pareció más verosímil.
A mitad de la escalera, _______ se detuvo para hablar con una pareja de ancianos. Lisa contuvo el aliento. Parker, que la había seguido, se hallaba a su lado, y sus miradas iban de Farrell y Sally Mansfield a _______. La inquietud se reflejaba en sus ojos.
Sin dejar de prestar atención a Stanton, Nick miró alrededor buscando a Alicia, que se había ido al tocador. Alguien lo llamó por su nombre. Al volverse Nick Farrell se quedó perplejo. La copa de champán que sostenía no llegó a rozar sus labios. La mujer de la escalera había sido una muchacha y su esposa la última vez que la vio. De inmediato comprendió por qué la prensa la comparaba con Grace Kelly de joven. Con el pelo recogido en un elegante moño sobre la nuca; entrelazado con pequeñas rosas blancas, _______ Bancroft era la viva imagen de la distinción, de la serenidad. Una imagen que quitaba el aliento. Con el paso de los años había perfeccionado su figura, y su rostro, delicado y hermoso, había adquirido un esplendor que hipnotizaba.
Impresionado, Nick se repuso enseguida. Se llevó la copa a los labios y asintió a lo que Stanton le estaba diciendo. Sin embargo, no pudo dejar de mirar a su ex mujer, aunque ahora lo hacía con el interés imparcial de un experto que examina una obra de arte cuyos defectos ya conoce.
Pero no podía engañarse. Era incapaz de inmunizarse por entero contra aquella figura que charlaba con una pareja de ancianos en mitad de la escalera. Nick recordó que _______ siempre se encontraba a gusto entre personas mucho mayores que ella. Pensó en la noche en que lo había tomado bajo su protección en Glenmoor, y su corazón se ablandó aún más. Buscó en ella señales de la personalidad del ejecutivo, pero lo que vio fue una sonrisa arrebatadora, unos ojos brillantes de color turquesa y un aura inesperada de... Buscó la palabra en su mente y solo encontró: inmaculada. Tal vez fuera el blanco virginal de su vestido, o el hecho de que las otras mujeres llevaban ropa provocativa, mientras que ella, mostrando solo los hombros, resultaba todavía más incitante que las demás. Provocativa, regia, inalcanzable.
Nick trató de serenarse. Cuando lo logró, se desvanecieron los últimos vestigios de amargura. Más que belleza, veía en _______ una dulzura que había olvidado, y que debió de ser aplastada por un gran terror para que ella accediese al aborto. Pensó que _______ era demasiado joven cuando se vio obligada a casarse con él, con un extraño. Sin duda aquella muchacha se vio viviendo en una pequeña y sucia ciudad como Edmunton, casada con un borracho –como lo era el padre de Nick– e intentando criar a su hijo. Philip se habría encargado de convencerla de que eso era lo que iba a ocurrir. Aquel hombre no se habría detenido ante nada para romper la unión de su hija con un don nadie, incluyendo el aborto. Nick se dio cuenta de ello poco después del divorcio. A diferencia de su padre, _______ nunca había sido una esnob; bien criada y educada, eso sí, pero nunca una esnob capaz de actuar así con él y con el hijo de ambos. Su juventud, el temor y la terrible presión paterna habían sido los causantes de todo. Nick lo comprendió de pronto. Después de once años, había tenido que verla para descubrir la verdad de lo ocurrido entonces, de lo que _______ fue... y de lo que todavía era.
–Hermosa, ¿verdad? –inquirió Stanton, dándole un codazo.
–Muy hermosa.
–Ven, te la presentaré. A ella y a su novio. Tengo que hablar con él de todos modos. Además, te conviene conocer a Parker, controla uno de los mayores bancos de Chicago.
–Hermosa, ¿verdad? –inquirió Stanton, dándole un codazo.
–Muy hermosa.
–Ven, te la presentaré. A ella y a su novio. Tengo que hablar con él de todos modos. Además, te conviene conocer a Parker, controla uno de los mayores bancos de Chicago.
Nick vaciló y finalmente asintió. _______ y él tendrían que coincidir muchas veces en reuniones sociales como aquella. Cuanto antes superaran el primer enfrentamiento, mejor. Por lo menos esta vez, cuando le presentaran a _______, él no tendría que sentirse como un leproso.
Buscando a Parker entre la multitud, _______ acabó de bajar las escaleras y luego se detuvo al oír la voz alegre y cordial de Stanton Avery, justo a su lado.
–Quiero presentarte a alguien.
_______ sonreía y extendía la mano cuando su mirada se topó con el rostro de Nicholas Farrell. _______ sintió un acceso de vértigo. Oyó, como si procediera de un túnel, la voz lejana de Stanton Avery.
–Mi amigo Nick Farrell...
Vio al hombre que la había dejado sola en el hospital cuando ella perdió el bebé, el mismo que le había enviado un telegrama para pedirle que obtuviera el divorcio. Ahora esbozaba la misma sonrisa íntima, inolvidable, encantadora y... despreciable que ella recordaba, mientras le tendía la mano. De pronto algo estalló en el corazón de _______. No le estrechó la mano. Miró a Nick con acritud y, volviéndose hacia Stanton Avery, le habló con la frialdad de un ser superior a quien se ha ofendido.
–Debería seleccionar mejor sus amistades, señor Avery. Ahora, discúlpeme. –Les volvió la espalda y se alejó de ellos.
Sally Mansfield se quedó sin habla, fascinada, mientras que Stanton Avery no salía de su asombro. Por su parte, Nicholas Farrell apenas podía contener la ira.
Eran las tres de la madrugada cuando se marchó el último invitado de _______ y Parker. En el apartamento de ella solo quedaron los dos y Philip.
–No deberías estar levantado tan tarde –le dijo _______ a su padre, dejándose caer en un sillón.
Incluso horas después de su encuentro con Nick Farrell, seguía temblorosa. Sin embargo, su ira se había vuelto contra sí misma. También la perseguía la furiosa mirada de Nick, cuando ella lo dejó en ridículo ante el mundo.
–Sabes muy bien por qué no me he marchado todavía –musitó Philip, sirviéndose un jerez. No se había enterado del encuentro de _______ hasta hacía una hora, cuando Parker le dio la noticia escuetamente, porque todavía había invitados en la casa. Ahora, Philip quería conocer los detalles.
–No bebas eso. Los médicos te lo han prohibido.
–Al diablo con los médicos. Quiero saber qué te dijo Farrell. Según Parker, lo cortaste en seco.
–No tuvo ocasión de hablarme –aclaró _______, y le contó lo ocurrido.
Cuando terminó, observó con frustración cómo Philip apuraba el vaso de jerez. Era una figura patética: un hombre avejentado, de cabello canoso y rostro cansado, embutido en su esmoquin hecho a medida. Había dominado a su hija, la había manipulado durante gran parte de su vida, hasta que ella encontró el valor y la fortaleza necesarios para oponerse a aquel carácter irascible. Y a pesar de todo, ella lo quería y se preocupaba por su estado. Era toda la familia que tenía y le resultaba penoso verlo agotado por la enfermedad y el cansancio. En cuanto arreglara el asunto de su ausencia, haría un prolongado crucero. El médico le había hecho prometer que durante sus vacaciones no pensaría en Bancroft, ni en la política mundial, ni en nada. Serían seis semanas en el mar, sin televisión, sin periódicos, sin nada que no fuera completamente frívolo y relajante.
_______ dejó de mirar a su padre y comentó a Parker:
–Habría preferido que no le hubieras dicho nada de lo ocurrido esta noche. No era necesario.
Parker se reclinó en el sillón exhalando un suspiro y, a regañadientes, le contó a _______ algo que ella ignoraba.
–_______, Sally Mansfield vio la escena y es muy probable que oyera tus palabras. Tendremos suerte si mañana no es la noticia del día en su sección del periódico. Lo sabrá todo el mundo.
–Espero que lo publique –intervino Philip.
–Yo preferiría que no lo hiciera –repuso Parker, sosteniendo la furiosa mirada de su futuro yerno con la calma que le caracterizaba–. No quiero que la gente se pregunte el motivo de la actitud de _______.
Echando la cabeza atrás, _______ suspiró y cerró los ojos.
–De haber tenido tiempo para pensar no habría actuado como lo hice. Le habría hecho notar a ese hombre mi desagrado de una manera menos notoria.
–Algunos de nuestros amigos ya estaban haciendo preguntas esta noche –agregó Parker–. Tenemos que pensar algo, una explicación...
–Por favor –lo interrumpió _______ con voz cansada–. Ahora no. No puedo más y quiero irme a la cama.
–Tienes razón –asintió Parker y, poniéndose en pie, Philip no tuvo más remedio que marcharse con él.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
cap 18
Era casi mediodía cuando _______ acabó de ducharse. Se puso un jersey y unos pantalones de lana y se recogió el cabello en una coleta.
Ya en el salón, volvió a echar un vistazo al Tribune del domingo, y de nuevo le flaqueó el ánimo. Lo primero que mencionaba Sally Mansfield en su sección era el desplante de la noche anterior en el baile a beneficio de la ópera.
Mujeres de todo el mundo caen a los pies de Nicholas Farrell, se rinden a su legendario encanto. Pero nuestra _______ Bancroft es inmune a la atracción de este hombre. Ayer por la noche, en el baile a beneficio de la ópera, le hizo lo que en los viejos tiempos habríamos llamado un desplante. Nuestra adorable _______, tan amable con todo el mundo, como es bien sabido, se negó a estrechar la mano de Farrell. Una se pregunta por que...
Demasiado tensa para ponerse a trabajar y demasiado cansada para salir, _______ se detuvo en el centro del salón, indecisa. Contempló aquellas mesas y aquellos sillones –piezas de anticuario–, pero le resultaron tan extraños como la tormenta que se agitaba en su alma. La alfombra persa bajo sus pies estaba estampada con dibujos rosa y verde pálido, sobre un fondo crema. Todo en el apartamento era como ella lo deseaba, desde las cortinas hasta el ornamentado escritorio francés que había comprado en una subasta en Nueva York. Aquel apartamento, con su vista de la ciudad, había sido su único lujo, aparte del BMW que había adquirido cinco años atrás. Hoy, la habitación le parecía tan desordenada y extraña como sus propios pensamientos.
Abandonando la idea de trabajar un rato, se dirigió a la cocina y se sirvió una taza de café. No quería pensar en lo sucedido la noche anterior hasta sentirse más tranquila. El cielo estaba encapotado, como ella. El café recién hecho, caliente, contribuía a disipar las nubes de su espíritu. Cuando _______ se sintió ya en plena posesión de sus facultades, apenas pudo soportar la furiosa vergüenza que le producía su comportamiento de la noche anterior. A diferencia de su padre y del propio Parker, no lamentaba lo sucedido por temor a las repercusiones de Sally Mansfield. La idea que le martilleaba la mente era que había perdido el control. Más aun, había perdido el juicio. Años atrás se había impuesto la obligación de no censurar más a Nick Farrell, y no por él, sino por ella misma; porque el dolor y la rabia que había sentido al ser víctima de la traición de aquel hombre fueron mayores de lo que era capaz de soportar. Un año después del aborto, se propuso pensar de nuevo en ello, pero esta vez con total imparcialidad. Luchó por alcanzar la objetividad y, cuando lo logró, se aferró a ella hasta que se convirtió en parte de su ser. O eso había creído.
La objetividad, más un psicólogo al que visitó durante sus tiempos de estudiante universitaria, le habían ayudado a comprender que lo ocurrido entre ella y Nick era inevitable. Las circunstancias los obligaron a casarse, pero excepto el niño que habían engendrado, no tenían una sola razón para seguir casados. Nada los unía y nada los uniría nunca. No tenían nada en común.
Nick se había mostrado insensible al ignorar su ruego de que fuese a verla cuando sufrió el aborto, y más insensible todavía al pedirle el divorcio. Pero bajo su encanto superficial, él siempre había sido un ser invulnerable y nada dispuesto a comprometerse. Había cumplido con su deber casándose con ella, aunque tal vez movido por la codicia, al menos en parte. Pronto se dio cuenta de que _______ no poseía dinero propio. Y cuando perdió al niño, no le quedó razón alguna para seguir casado. No compartían un sistema de valores, y de haber seguido juntos, él la habría destruido. _______ lo comprendió con el paso del tiempo; o al menos creyó que era así. Sin embargo, la noche anterior, por un instante horrible y turbulento, perdió la objetividad y la compostura. No debería haber ocurrido, de hecho no habría ocurrido de haber sabido unos minutos antes que iba a coincidir con él. O si Nick no hubiera esbozado aquella sonrisa cálida, íntima, familiar. Su sonrisa...
_______ le había dicho a Stanton lo que realmente sentía; lo que la perturbaba eran los sentimientos incontrolables, que la habían obligado a comportarse de aquel modo. Además, temía que volviera a ocurrir. De inmediato se dijo que no podía permitirlo. Aparte de su resentimiento por el hecho de que Nick estuviera más atractivo que nunca y su encanto hubiera aumentado más de lo que merecía cualquier hombre con tal falta de escrúpulos, trató de convencerse de que ella no sentía nada. Era obvio que lo de la noche anterior había sido la última y débil erupción de un volcán apagado.
Tras pensar en ello, _______ se sintió mucho mejor. Se sirvió otra taza de café, se la llevó al estudio y se sentó ante su escritorio. Su hermoso apartamento le resultaba de nuevo familiar, y volvía a estar ordenado y en calma. Como su mente. Miró el teléfono y por un momento tuvo el absurdo impulso de llamar a Nick y hacer lo que le dictaba la buena educación: pedirle disculpas por la escena. Pero se encogió de hombros y empezó a sacar del maletín los documentos relativos a Houston. A Nicholas Farrell no le había importado en absoluto lo que ella pensara o hiciera cuando estuvieron casados. ¿Acaso iba a importarle ahora lo sucedido la noche anterior? Claro que no, y menos teniendo en cuenta su egoísmo y su insensibilidad.
–La mejor propiedad de Thorp es un terreno de seis hectáreas situado a dos manzanas de The Galleria, un centro comercial enorme y lujoso que cuenta con sus propios hoteles. Cerca se hallan Saks Fith Avenue y numerosas boutiques muy caras de artículos de diseño. Neiman–Marcus está en el complejo de The Galleria. La autopista está a un paso. El terreno de Thorp se encuentra ubicado entre ambos centros comerciales y es el lugar perfecto para otras grandes tiendas, de calidad selecta, y un bonito paseo.
–He visto la zona. Estuve allí por asuntos de negocios.
–Entonces admitirá que por veinte millones el terreno de Thorp es una ganga. Podríamos urbanizarlo nosotros mismos o esperar a que vuelva a valer los cuarenta millones en que estaba tasado hace cinco años, antes de la crisis de Houston. Pronto alcanzará ese precio, si es que la economía de la ciudad continúa su marcha ascendente.
Nick tomaba notas en la carpeta de Thorp y esperaba a que Peter concluyese para decirle que prefería invertir en edificios comerciales cuando el joven añadió:
–Si está interesado tenemos que actuar con rapidez, porque Thorp y Collins me dijeron que esperan una oferta de un momento a otro. Creí que era un farol, pero me dieron nombres. Es obvio que Bancroft & Company, de Chicago, también quiere comprar. No es de extrañar. No hay otra ubicación como esa en todo Houston. Diablos, podríamos ofrecer de inmediato veinte millones y vendérselo luego a Bancroft por veinticinco o treinta, que es lo que vale en estos momentos.–La voz de Peter se quebró porque Nick había levantado vivamente la cabeza y lo miraba con una expresión extraña en el rostro.
–¿Qué has dicho? –preguntó con sumo interés.
–He dicho que Bancroft & Company quiere comprar ese terreno –contestó Peter con cautela ante la mirada fría y calculadora del jefe. Creyendo que Farell deseaba más información, añadió con voz presurosa–: Bancroft es como Bloomindale o Neitnan–Marcus. Ya sabe, tiendas antiguas, dignas, con una clientela en la que predomina la clase media alta. Están inmersos en un proceso de expansión...
–Estoy familiarizado con Bancroft –le interrumpió Nick con voz tensa. Clavó de nuevo la mirada en el expediente de Thorp y estudió con renovado interés la valoración de la parcela de Houston. Al repasar las cifras se dio cuenta de que realmente aquel terreno era una ganga con un gran potencial de beneficio. Sin embargo, ya no estaba pensando en el dinero, sino en la humillación de que había sido objeto el sábado durante el baile a beneficio de la ópera. Sintió que la ira se apoderaba de él.
–Compra ese terreno –dijo con voz queda.
–¿No quiere que le informe de las otras propiedades?
–Ahora no estoy interesado en nada salvo en el terreno que quiere Bancroft. Dile a los de la asesoría jurídica que extiendan una oferta, supeditada al acuerdo entre nuestro tasador y el de Thorp. Llévala mañana a Houston y allí tú mismo se la presentas a Thorp.
–¿Una oferta? –masculló Peter–. ¿Por cuánto?
–Ofrece quince millones y dales veinticuatro horas de plazo para pensarlo. De lo contrario, diles que no hay trato. Te responderán con una contraoferta de veinticinco millones. Ofrece veinte y comunícales que la propiedad tiene que estar en nuestras manos en un plazo máximo de tres semanas o anulamos la oferta.
–Realmente, no creo...
–Otra condición. Si Thorp acepta, la transacción será estrictamente confidencial. Nadie sabrá nada de la adquisición hasta que esté consumada. A nuestros abogados les comunicas que incluyan todo esto en el contrato, aparte de las condiciones habituales.
De pronto, Peter se sintió inquieto. En el pasado, cuando Farrell había invertido en una compañía o la había comprado, no lo había hecho basándose únicamente en su consejo. Por supuesto que no. Nick siempre realizaba un detenido estudio propio y tornaba precauciones. Pero en esta ocasión, si la cosa salía mal, la responsabilidad recaería por entero en el recomendador.
–Señor Farrell, no creo...
–Peter –le interrumpió Nick con voz suave pero decidida–. Compra ese maldito terreno.
Asintiendo con la cabeza, Peter se puso en pie. Su inquietud crecía por momentos.
–Llama a Art Simpson, de nuestro departamento jurídico de California. Comunícale nuestras intenciones y hazle saber que quiero tener aquí los contratos mañana mismo. Cuando lleguen, tráemelos de inmediato y discutiremos los pasos siguientes.
Cuando Peter se marchó, Nick hizo girar su sillón de cara a la ventana. Era obvio que _______ aún lo consideraba un ser de un estrato inferior, digno de desprecio. Bien, tenía derecho a pensar como quisiera. Y también a declarar sus opiniones a la prensa de Chicago, que era lo que había hecho. Pero el ejercicio de tales derechos le costaría diez millones de dólares, el precio adicional que tendría que pagar a Intercorp por el terreno que se disponía a adquirir en Houston.
El lunes, a las diez en punto de la mañana, Peter Vanderbilt se presentó ante la señorita Stern, secretaria de Nick Farrell, a quien el recién llegado apodaba la Esfinge. Esperó, pero la mujer no se dio por enterada de su presencia hasta haber concluido un trabajo mecanográfico. Por fin le lanzó una mirada pétrea y comentó:
–El señor Farrell tiene una reunión. Lo recibirá dentro de quince minutos.
–¿Cree usted que debo esperar?
–Solo si no tiene nada que hacer durante los próximos quince minutos –replicó con frialdad.
Despachado como un escolar recalcitrante, Peter se encaminó hacia el ascensor. Prefería marcharse antes que demostrarle que, en efecto, no tenía nada que hacer durante los siguientes quince minutos.
A las diez y cuarto la señorita Stern introdujo a Peter en el sanctasanctórum de Farrell, del que en aquel momento salían tres vicepresidentes de Haskell.
Peter se disponía a hablar cuando sonó el teléfono de la mesa de Nick.
–Siéntate, Peter –dijo el jefe–. Será cosa de un minuto. –Con el auricular pegado a la oreja, Farrell abrió la carpeta de documentos que Peter le había entregado la semana anterior. Eran informes sobre adquisiciones potenciales de inmuebles, propiedad de grandes empresas del sector. Algunas de las elecciones de Peter eran del agrado de Nick, que por otra parte estaba impresionado por el extraordinario trabajo de investigación y un tanto asombrado ante algunas de las recomendaciones. Cuando colgó el auricular, se acomodó en el sillón y observó a Peter atentamente.
–¿Qué te atrae en particular de la compañía de Atlanta?
–Varias cosas –respondió Peter, algo sorprendido por la brusca interpelación del jefe–. Sus propiedades son, en su mayor parte, nuevos edificios comerciales, de tamaño medio, con un alto porcentaje de ocupación. Casi todos los inquilinos son empresas bien establecidas, con contratos de alquiler a largo plazo. Por otra parte, todos los edificios están muy bien cuidados y administrados. Lo vi yo mismo cuando viajé a Atlanta.
–¿Y la compañía de Chicago?
–Posee edificios residenciales de alquileres altos en zonas lujosas. Los beneficios de la empresa son importantes.
Nick miró al joven fijamente.
–Por lo que veo en tus informes –dijo–, muchos de tus edificios tienen más de treinta años. Dentro de siete u ocho años el costo de las reparaciones y renovaciones se comerá esos beneficios.
–En mi predicción de beneficios ya está incluido ese factor –aclaró Peter–. Además, la tierra sobre la que se asientan siempre valdrá una fortuna.
Satisfecho, Nick asintió y abrió otro expediente. La recomendación que este contenía había llevado a Nick a preguntarse si el joven genio solo era un presunto genio. La inteligencia y el sentido común de Vanderbilt quizá estaban sobrevalorados. Frunciendo el entrecejo, Nick le lanzó la pregunta:
–¿Qué es lo que te hizo considerar esta compañía de Houston?
–Si Houston sigue recuperándose económicamente, el precio de los inmuebles...
–Eso ya lo sé –atajó Nick con impaciencia–. Lo que quiero saber es por qué me recomiendas la compra de Thorp Development. Cualquier lector del Wall Street Journal sabe que esa compañía hace ya dos años que esta en venta, y también sabe la razón de que no encuentre comprador. Piden una cifra ridículamente alta, y aparte de eso la administración es muy mala.
Peter se sintió como si la silla en que se hallaba sentado fuera la silla eléctrica. No obstante, sacando fuerzas de flaqueza, continuó defendiendo con insistencia su elección.
–Tiene razón, pero si me escucha es posible que cambie de opinión. –Nick hizo un breve gesto de asentimiento y Peter prosiguió–: Thorp Development es propiedad de dos hermanos que heredaron la empresa a la muerte de su padre, hace diez años. Durante esta década se han embarcado en una serie de inversiones ruinosas, y para ello han ido hipotecando la mayoría de las propiedades adquiridas por el padre durante el transcurso de toda su vida. Como resultado, están endeudados hasta las orejas con el Continental City Trust de Houston. Los hermanos no se soportan y son incapaces de entenderse en una sola cosa. Desde hace dos años, uno de ellos pretende vender en bloque todas las propiedades, mientras que el otro es partidario de dividirlas y venderlas una a una. En estos momentos, sin embargo, esta última opción es la única viable, porque Continental Trust se dispone a hipotecar.
–¿Cómo sabes todo eso? –se interesó Nick.
–En octubre estuve en Houston, visitando a mi hermana. Decidí echarle un vistazo a Thorp y examinar algunas de sus propiedades. Me enteré del nombre del banquero de la empresa, Charles Collins. Me lo dijo Max Thorp. A mi vuelta, llamé a Collins, que se me mostró desesperadamente dispuesto a ayudar a Thorp a encontrar un comprador. En el transcurso de la conversación tuve la sospecha de que la razón de tanto interés era recuperar los préstamos que su banco había hecho a los Thorp. Collins me llamó el martes pasado para comunicarme que Thorp tenía muchas ganas de llegar a un acuerdo con nosotros y que nos vendería muy barato. Eso me llevó a pensarlo y a hacer una oferta. Si actuamos con rapidez, creo que podremos conseguir algunas de las propiedades de la empresa por el valor de la hipoteca y no por el valor real, ya que Collins está a punto de hipotecar y los Thorp lo saben.
–¿Qué te hace pensar que Collins dará ese paso?
Peter sonrió.
–Llamé a un banquero de Dallas, amigo mío, y le pregunté si conocía a Collins. Me dijo que sí y llamó a Collins con el evidente deseo de lamentarse por la situación de la banca en Texas. Entonces Collins le contó que los auditores lo estaban presionando para que hipotecara varias entidades con créditos impagados. Thorp es una de ellas. –Peter hizo una pausa para celebrar silenciosamente su triunfo, esperando recibir algún elogio de su inexpresivo jefe. Como no fue así, añadió–: ¿Le interesa conocer algunas de las propiedades de Thorp? Un par de ellas son terrenos de primerísima clase que podrían ser vendidos por una fortuna.
–Te escucho –dijo Nick, a pesar de que estaba mucho más interesado en la adquisición de edificios que de terrenos.
Era casi mediodía cuando _______ acabó de ducharse. Se puso un jersey y unos pantalones de lana y se recogió el cabello en una coleta.
Ya en el salón, volvió a echar un vistazo al Tribune del domingo, y de nuevo le flaqueó el ánimo. Lo primero que mencionaba Sally Mansfield en su sección era el desplante de la noche anterior en el baile a beneficio de la ópera.
Mujeres de todo el mundo caen a los pies de Nicholas Farrell, se rinden a su legendario encanto. Pero nuestra _______ Bancroft es inmune a la atracción de este hombre. Ayer por la noche, en el baile a beneficio de la ópera, le hizo lo que en los viejos tiempos habríamos llamado un desplante. Nuestra adorable _______, tan amable con todo el mundo, como es bien sabido, se negó a estrechar la mano de Farrell. Una se pregunta por que...
Demasiado tensa para ponerse a trabajar y demasiado cansada para salir, _______ se detuvo en el centro del salón, indecisa. Contempló aquellas mesas y aquellos sillones –piezas de anticuario–, pero le resultaron tan extraños como la tormenta que se agitaba en su alma. La alfombra persa bajo sus pies estaba estampada con dibujos rosa y verde pálido, sobre un fondo crema. Todo en el apartamento era como ella lo deseaba, desde las cortinas hasta el ornamentado escritorio francés que había comprado en una subasta en Nueva York. Aquel apartamento, con su vista de la ciudad, había sido su único lujo, aparte del BMW que había adquirido cinco años atrás. Hoy, la habitación le parecía tan desordenada y extraña como sus propios pensamientos.
Abandonando la idea de trabajar un rato, se dirigió a la cocina y se sirvió una taza de café. No quería pensar en lo sucedido la noche anterior hasta sentirse más tranquila. El cielo estaba encapotado, como ella. El café recién hecho, caliente, contribuía a disipar las nubes de su espíritu. Cuando _______ se sintió ya en plena posesión de sus facultades, apenas pudo soportar la furiosa vergüenza que le producía su comportamiento de la noche anterior. A diferencia de su padre y del propio Parker, no lamentaba lo sucedido por temor a las repercusiones de Sally Mansfield. La idea que le martilleaba la mente era que había perdido el control. Más aun, había perdido el juicio. Años atrás se había impuesto la obligación de no censurar más a Nick Farrell, y no por él, sino por ella misma; porque el dolor y la rabia que había sentido al ser víctima de la traición de aquel hombre fueron mayores de lo que era capaz de soportar. Un año después del aborto, se propuso pensar de nuevo en ello, pero esta vez con total imparcialidad. Luchó por alcanzar la objetividad y, cuando lo logró, se aferró a ella hasta que se convirtió en parte de su ser. O eso había creído.
La objetividad, más un psicólogo al que visitó durante sus tiempos de estudiante universitaria, le habían ayudado a comprender que lo ocurrido entre ella y Nick era inevitable. Las circunstancias los obligaron a casarse, pero excepto el niño que habían engendrado, no tenían una sola razón para seguir casados. Nada los unía y nada los uniría nunca. No tenían nada en común.
Nick se había mostrado insensible al ignorar su ruego de que fuese a verla cuando sufrió el aborto, y más insensible todavía al pedirle el divorcio. Pero bajo su encanto superficial, él siempre había sido un ser invulnerable y nada dispuesto a comprometerse. Había cumplido con su deber casándose con ella, aunque tal vez movido por la codicia, al menos en parte. Pronto se dio cuenta de que _______ no poseía dinero propio. Y cuando perdió al niño, no le quedó razón alguna para seguir casado. No compartían un sistema de valores, y de haber seguido juntos, él la habría destruido. _______ lo comprendió con el paso del tiempo; o al menos creyó que era así. Sin embargo, la noche anterior, por un instante horrible y turbulento, perdió la objetividad y la compostura. No debería haber ocurrido, de hecho no habría ocurrido de haber sabido unos minutos antes que iba a coincidir con él. O si Nick no hubiera esbozado aquella sonrisa cálida, íntima, familiar. Su sonrisa...
_______ le había dicho a Stanton lo que realmente sentía; lo que la perturbaba eran los sentimientos incontrolables, que la habían obligado a comportarse de aquel modo. Además, temía que volviera a ocurrir. De inmediato se dijo que no podía permitirlo. Aparte de su resentimiento por el hecho de que Nick estuviera más atractivo que nunca y su encanto hubiera aumentado más de lo que merecía cualquier hombre con tal falta de escrúpulos, trató de convencerse de que ella no sentía nada. Era obvio que lo de la noche anterior había sido la última y débil erupción de un volcán apagado.
Tras pensar en ello, _______ se sintió mucho mejor. Se sirvió otra taza de café, se la llevó al estudio y se sentó ante su escritorio. Su hermoso apartamento le resultaba de nuevo familiar, y volvía a estar ordenado y en calma. Como su mente. Miró el teléfono y por un momento tuvo el absurdo impulso de llamar a Nick y hacer lo que le dictaba la buena educación: pedirle disculpas por la escena. Pero se encogió de hombros y empezó a sacar del maletín los documentos relativos a Houston. A Nicholas Farrell no le había importado en absoluto lo que ella pensara o hiciera cuando estuvieron casados. ¿Acaso iba a importarle ahora lo sucedido la noche anterior? Claro que no, y menos teniendo en cuenta su egoísmo y su insensibilidad.
–La mejor propiedad de Thorp es un terreno de seis hectáreas situado a dos manzanas de The Galleria, un centro comercial enorme y lujoso que cuenta con sus propios hoteles. Cerca se hallan Saks Fith Avenue y numerosas boutiques muy caras de artículos de diseño. Neiman–Marcus está en el complejo de The Galleria. La autopista está a un paso. El terreno de Thorp se encuentra ubicado entre ambos centros comerciales y es el lugar perfecto para otras grandes tiendas, de calidad selecta, y un bonito paseo.
–He visto la zona. Estuve allí por asuntos de negocios.
–Entonces admitirá que por veinte millones el terreno de Thorp es una ganga. Podríamos urbanizarlo nosotros mismos o esperar a que vuelva a valer los cuarenta millones en que estaba tasado hace cinco años, antes de la crisis de Houston. Pronto alcanzará ese precio, si es que la economía de la ciudad continúa su marcha ascendente.
Nick tomaba notas en la carpeta de Thorp y esperaba a que Peter concluyese para decirle que prefería invertir en edificios comerciales cuando el joven añadió:
–Si está interesado tenemos que actuar con rapidez, porque Thorp y Collins me dijeron que esperan una oferta de un momento a otro. Creí que era un farol, pero me dieron nombres. Es obvio que Bancroft & Company, de Chicago, también quiere comprar. No es de extrañar. No hay otra ubicación como esa en todo Houston. Diablos, podríamos ofrecer de inmediato veinte millones y vendérselo luego a Bancroft por veinticinco o treinta, que es lo que vale en estos momentos.–La voz de Peter se quebró porque Nick había levantado vivamente la cabeza y lo miraba con una expresión extraña en el rostro.
–¿Qué has dicho? –preguntó con sumo interés.
–He dicho que Bancroft & Company quiere comprar ese terreno –contestó Peter con cautela ante la mirada fría y calculadora del jefe. Creyendo que Farell deseaba más información, añadió con voz presurosa–: Bancroft es como Bloomindale o Neitnan–Marcus. Ya sabe, tiendas antiguas, dignas, con una clientela en la que predomina la clase media alta. Están inmersos en un proceso de expansión...
–Estoy familiarizado con Bancroft –le interrumpió Nick con voz tensa. Clavó de nuevo la mirada en el expediente de Thorp y estudió con renovado interés la valoración de la parcela de Houston. Al repasar las cifras se dio cuenta de que realmente aquel terreno era una ganga con un gran potencial de beneficio. Sin embargo, ya no estaba pensando en el dinero, sino en la humillación de que había sido objeto el sábado durante el baile a beneficio de la ópera. Sintió que la ira se apoderaba de él.
–Compra ese terreno –dijo con voz queda.
–¿No quiere que le informe de las otras propiedades?
–Ahora no estoy interesado en nada salvo en el terreno que quiere Bancroft. Dile a los de la asesoría jurídica que extiendan una oferta, supeditada al acuerdo entre nuestro tasador y el de Thorp. Llévala mañana a Houston y allí tú mismo se la presentas a Thorp.
–¿Una oferta? –masculló Peter–. ¿Por cuánto?
–Ofrece quince millones y dales veinticuatro horas de plazo para pensarlo. De lo contrario, diles que no hay trato. Te responderán con una contraoferta de veinticinco millones. Ofrece veinte y comunícales que la propiedad tiene que estar en nuestras manos en un plazo máximo de tres semanas o anulamos la oferta.
–Realmente, no creo...
–Otra condición. Si Thorp acepta, la transacción será estrictamente confidencial. Nadie sabrá nada de la adquisición hasta que esté consumada. A nuestros abogados les comunicas que incluyan todo esto en el contrato, aparte de las condiciones habituales.
De pronto, Peter se sintió inquieto. En el pasado, cuando Farrell había invertido en una compañía o la había comprado, no lo había hecho basándose únicamente en su consejo. Por supuesto que no. Nick siempre realizaba un detenido estudio propio y tornaba precauciones. Pero en esta ocasión, si la cosa salía mal, la responsabilidad recaería por entero en el recomendador.
–Señor Farrell, no creo...
–Peter –le interrumpió Nick con voz suave pero decidida–. Compra ese maldito terreno.
Asintiendo con la cabeza, Peter se puso en pie. Su inquietud crecía por momentos.
–Llama a Art Simpson, de nuestro departamento jurídico de California. Comunícale nuestras intenciones y hazle saber que quiero tener aquí los contratos mañana mismo. Cuando lleguen, tráemelos de inmediato y discutiremos los pasos siguientes.
Cuando Peter se marchó, Nick hizo girar su sillón de cara a la ventana. Era obvio que _______ aún lo consideraba un ser de un estrato inferior, digno de desprecio. Bien, tenía derecho a pensar como quisiera. Y también a declarar sus opiniones a la prensa de Chicago, que era lo que había hecho. Pero el ejercicio de tales derechos le costaría diez millones de dólares, el precio adicional que tendría que pagar a Intercorp por el terreno que se disponía a adquirir en Houston.
El lunes, a las diez en punto de la mañana, Peter Vanderbilt se presentó ante la señorita Stern, secretaria de Nick Farrell, a quien el recién llegado apodaba la Esfinge. Esperó, pero la mujer no se dio por enterada de su presencia hasta haber concluido un trabajo mecanográfico. Por fin le lanzó una mirada pétrea y comentó:
–El señor Farrell tiene una reunión. Lo recibirá dentro de quince minutos.
–¿Cree usted que debo esperar?
–Solo si no tiene nada que hacer durante los próximos quince minutos –replicó con frialdad.
Despachado como un escolar recalcitrante, Peter se encaminó hacia el ascensor. Prefería marcharse antes que demostrarle que, en efecto, no tenía nada que hacer durante los siguientes quince minutos.
A las diez y cuarto la señorita Stern introdujo a Peter en el sanctasanctórum de Farrell, del que en aquel momento salían tres vicepresidentes de Haskell.
Peter se disponía a hablar cuando sonó el teléfono de la mesa de Nick.
–Siéntate, Peter –dijo el jefe–. Será cosa de un minuto. –Con el auricular pegado a la oreja, Farrell abrió la carpeta de documentos que Peter le había entregado la semana anterior. Eran informes sobre adquisiciones potenciales de inmuebles, propiedad de grandes empresas del sector. Algunas de las elecciones de Peter eran del agrado de Nick, que por otra parte estaba impresionado por el extraordinario trabajo de investigación y un tanto asombrado ante algunas de las recomendaciones. Cuando colgó el auricular, se acomodó en el sillón y observó a Peter atentamente.
–¿Qué te atrae en particular de la compañía de Atlanta?
–Varias cosas –respondió Peter, algo sorprendido por la brusca interpelación del jefe–. Sus propiedades son, en su mayor parte, nuevos edificios comerciales, de tamaño medio, con un alto porcentaje de ocupación. Casi todos los inquilinos son empresas bien establecidas, con contratos de alquiler a largo plazo. Por otra parte, todos los edificios están muy bien cuidados y administrados. Lo vi yo mismo cuando viajé a Atlanta.
–¿Y la compañía de Chicago?
–Posee edificios residenciales de alquileres altos en zonas lujosas. Los beneficios de la empresa son importantes.
Nick miró al joven fijamente.
–Por lo que veo en tus informes –dijo–, muchos de tus edificios tienen más de treinta años. Dentro de siete u ocho años el costo de las reparaciones y renovaciones se comerá esos beneficios.
–En mi predicción de beneficios ya está incluido ese factor –aclaró Peter–. Además, la tierra sobre la que se asientan siempre valdrá una fortuna.
Satisfecho, Nick asintió y abrió otro expediente. La recomendación que este contenía había llevado a Nick a preguntarse si el joven genio solo era un presunto genio. La inteligencia y el sentido común de Vanderbilt quizá estaban sobrevalorados. Frunciendo el entrecejo, Nick le lanzó la pregunta:
–¿Qué es lo que te hizo considerar esta compañía de Houston?
–Si Houston sigue recuperándose económicamente, el precio de los inmuebles...
–Eso ya lo sé –atajó Nick con impaciencia–. Lo que quiero saber es por qué me recomiendas la compra de Thorp Development. Cualquier lector del Wall Street Journal sabe que esa compañía hace ya dos años que esta en venta, y también sabe la razón de que no encuentre comprador. Piden una cifra ridículamente alta, y aparte de eso la administración es muy mala.
Peter se sintió como si la silla en que se hallaba sentado fuera la silla eléctrica. No obstante, sacando fuerzas de flaqueza, continuó defendiendo con insistencia su elección.
–Tiene razón, pero si me escucha es posible que cambie de opinión. –Nick hizo un breve gesto de asentimiento y Peter prosiguió–: Thorp Development es propiedad de dos hermanos que heredaron la empresa a la muerte de su padre, hace diez años. Durante esta década se han embarcado en una serie de inversiones ruinosas, y para ello han ido hipotecando la mayoría de las propiedades adquiridas por el padre durante el transcurso de toda su vida. Como resultado, están endeudados hasta las orejas con el Continental City Trust de Houston. Los hermanos no se soportan y son incapaces de entenderse en una sola cosa. Desde hace dos años, uno de ellos pretende vender en bloque todas las propiedades, mientras que el otro es partidario de dividirlas y venderlas una a una. En estos momentos, sin embargo, esta última opción es la única viable, porque Continental Trust se dispone a hipotecar.
–¿Cómo sabes todo eso? –se interesó Nick.
–En octubre estuve en Houston, visitando a mi hermana. Decidí echarle un vistazo a Thorp y examinar algunas de sus propiedades. Me enteré del nombre del banquero de la empresa, Charles Collins. Me lo dijo Max Thorp. A mi vuelta, llamé a Collins, que se me mostró desesperadamente dispuesto a ayudar a Thorp a encontrar un comprador. En el transcurso de la conversación tuve la sospecha de que la razón de tanto interés era recuperar los préstamos que su banco había hecho a los Thorp. Collins me llamó el martes pasado para comunicarme que Thorp tenía muchas ganas de llegar a un acuerdo con nosotros y que nos vendería muy barato. Eso me llevó a pensarlo y a hacer una oferta. Si actuamos con rapidez, creo que podremos conseguir algunas de las propiedades de la empresa por el valor de la hipoteca y no por el valor real, ya que Collins está a punto de hipotecar y los Thorp lo saben.
–¿Qué te hace pensar que Collins dará ese paso?
Peter sonrió.
–Llamé a un banquero de Dallas, amigo mío, y le pregunté si conocía a Collins. Me dijo que sí y llamó a Collins con el evidente deseo de lamentarse por la situación de la banca en Texas. Entonces Collins le contó que los auditores lo estaban presionando para que hipotecara varias entidades con créditos impagados. Thorp es una de ellas. –Peter hizo una pausa para celebrar silenciosamente su triunfo, esperando recibir algún elogio de su inexpresivo jefe. Como no fue así, añadió–: ¿Le interesa conocer algunas de las propiedades de Thorp? Un par de ellas son terrenos de primerísima clase que podrían ser vendidos por una fortuna.
–Te escucho –dijo Nick, a pesar de que estaba mucho más interesado en la adquisición de edificios que de terrenos.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
–La mejor propiedad de Thorp es un terreno de seis hectáreas situado a dos manzanas de The Galleria, un centro comercial enorme y lujoso que cuenta con sus propios hoteles. Cerca se hallan Saks Fith Avenue y numerosas boutiques muy caras de artículos de diseño. Neiman–Marcus está en el complejo de The Galleria. La autopista está a un paso. El terreno de Thorp se encuentra ubicado entre ambos centros comerciales y es el lugar perfecto para otras grandes tiendas, de calidad selecta, y un bonito paseo.
–He visto la zona. Estuve allí por asuntos de negocios.
–Entonces admitirá que por veinte millones el terreno de Thorp es una ganga. Podríamos urbanizarlo nosotros mismos o esperar a que vuelva a valer los cuarenta millones en que estaba tasado hace cinco años, antes de la crisis de Houston. Pronto alcanzará ese precio, si es que la economía de la ciudad continúa su marcha ascendente.
Nick tomaba notas en la carpeta de Thorp y esperaba a que Peter concluyese para decirle que prefería invertir en edificios comerciales cuando el joven añadió:
–Si está interesado tenemos que actuar con rapidez, porque Thorp y Collins me dijeron que esperan una oferta de un momento a otro. Creí que era un farol, pero me dieron nombres. Es obvio que Bancroft & Company, de Chicago, también quiere comprar. No es de extrañar. No hay otra ubicación como esa en todo Houston. Diablos, podríamos ofrecer de inmediato veinte millones y vendérselo luego a Bancroft por veinticinco o treinta, que es lo que vale en estos momentos.–La voz de Peter se quebró porque Nick había levantado vivamente la cabeza y lo miraba con una expresión extraña en el rostro.
–¿Qué has dicho? –preguntó con sumo interés.
–He dicho que Bancroft & Company quiere comprar ese terreno –contestó Peter con cautela ante la mirada fría y calculadora del jefe. Creyendo que Farell deseaba más información, añadió con voz presurosa–: Bancroft es como Bloomindale o Neitnan–Marcus. Ya sabe, tiendas antiguas, dignas, con una clientela en la que predomina la clase media alta. Están inmersos en un proceso de expansión...
–Estoy familiarizado con Bancroft –le interrumpió Nick con voz tensa. Clavó de nuevo la mirada en el expediente de Thorp y estudió con renovado interés la valoración de la parcela de Houston. Al repasar las cifras se dio cuenta de que realmente aquel terreno era una ganga con un gran potencial de beneficio. Sin embargo, ya no estaba pensando en el dinero, sino en la humillación de que había sido objeto el sábado durante el baile a beneficio de la ópera. Sintió que la ira se apoderaba de él.
–Compra ese terreno –dijo con voz queda.
–¿No quiere que le informe de las otras propiedades?
–Ahora no estoy interesado en nada salvo en el terreno que quiere Bancroft. Dile a los de la asesoría jurídica que extiendan una oferta, supeditada al acuerdo entre nuestro tasador y el de Thorp. Llévala mañana a Houston y allí tú mismo se la presentas a Thorp.
–¿Una oferta? –masculló Peter–. ¿Por cuánto?
–Ofrece quince millones y dales veinticuatro horas de plazo para pensarlo. De lo contrario, diles que no hay trato. Te responderán con una contraoferta de veinticinco millones. Ofrece veinte y comunícales que la propiedad tiene que estar en nuestras manos en un plazo máximo de tres semanas o anulamos la oferta.
–Realmente, no creo...
–Otra condición. Si Thorp acepta, la transacción será estrictamente confidencial. Nadie sabrá nada de la adquisición hasta que esté consumada. A nuestros abogados les comunicas que incluyan todo esto en el contrato, aparte de las condiciones habituales.
De pronto, Peter se sintió inquieto. En el pasado, cuando Farrell había invertido en una compañía o la había comprado, no lo había hecho basándose únicamente en su consejo. Por supuesto que no. Nick siempre realizaba un detenido estudio propio y tornaba precauciones. Pero en esta ocasión, si la cosa salía mal, la responsabilidad recaería por entero en el recomendador.
–Señor Farrell, no creo...
–Peter –le interrumpió Nick con voz suave pero decidida–. Compra ese maldito terreno.
Asintiendo con la cabeza, Peter se puso en pie. Su inquietud crecía por momentos.
–Llama a Art Simpson, de nuestro departamento jurídico de California. Comunícale nuestras intenciones y hazle saber que quiero tener aquí los contratos mañana mismo. Cuando lleguen, tráemelos de inmediato y discutiremos los pasos siguientes.
Cuando Peter se marchó, Nick hizo girar su sillón de cara a la ventana. Era obvio que _______ aún lo consideraba un ser de un estrato inferior, digno de desprecio. Bien, tenía derecho a pensar como quisiera. Y también a declarar sus opiniones a la prensa de Chicago, que era lo que había hecho. Pero el ejercicio de tales derechos le costaría diez millones de dólares, el precio adicional que tendría que pagar a Intercorp por el terreno que se disponía a adquirir en Houston.
20
–El señor Farrell me dijo que le trajera estos contratos tan pronto como llegaran –informó Peter a la señorita Stern con premura la tarde del día siguiente.
–En ese caso –le replicó la secretaria, arqueando sus poco pobladas cejas–, le sugiero que lo haga.
Otra batalla perdida contra la señorita Stern. Irritado, Peter giró sobre sus talones y llamó suavemente a la puerta del despacho de Nick. Sin esperar respuesta, la abrió. Exasperado por el acuciante deseo de persuadir a Nick de que no se precipitara con respecto al terreno de Houston, no advirtió la presencia de Tom Anderson, que estaba de espaldas en un extremo del espacioso despacho, estudiando un cuadro que acababan de colgar en la pared.
–Señor Farrell –empezó Peter–, tengo que decirle que me siento muy incómodo a causa del negocio de Thorp.
–¿Tienes los contratos?
–Sí. –A regañadientes, le tendió la carpeta–. Pero ¿escuchará al menos lo que tengo que decir?
Farrell le indicó con un gesto uno de los sillones que estaban dispuestos en semicírculo frente a su mesa.
–Siéntate mientras echo un vistazo a los documentos. Luego podrás hacer las observaciones que quieras.
Nervioso y en silencio, Peter observó cómo su jefe repasaba los extensos y complicados papeles que comprometían a Intercorp a un desembolso de millones de dólares. En su rostro no se reflejaba la menor emoción. De pronto, Peter se preguntó si aquel hombre sería presa alguna vez de debilidades tan humanas como la duda, el miedo o el arrepentimiento, o de cualquier otro sentimiento.
Hacía un año que Peter trabajaba para Intercorp, tiempo más que suficiente para observar a Nick Farrell en acción. Cuando este decidía lanzarse de lleno a una empresa, en cuestión de un par de semanas desenmarañaba una madeja con la que su equipo al completo pugnaba sin éxito. Si Nick estaba motivado, era un ciclón devastador que arrasaba todo cuanto se le ponía por delante, personas, empresas, lo que fuera. Las emociones, si es que las tenía, pasaban inadvertidas.
Los otros miembros del «equipo de reorganización» ocultaban mejor que Peter los sentimientos que les inspiraba el jefe –admiración, incertidumbre–, pero el joven presentía que eran idénticos a los suyos. Las especulaciones del joven Vanderbilt cesaron después de que Nick introdujera dos cambios en los contratos, los firmara y luego se los tendiera a Peter.
–Con estas enmiendas todo está bien –comentó–. ¿Qué problema tienes con este asunto?
–Hay un par de ellos –señaló Peter, incorporándose en el sillón e intentando recuperar su actitud firme–. En primer lugar, tengo la impresión de que usted sigue adelante con este negocio porque le induje a creer que podemos ganar dinero rápido revendiéndole la parcela a Bancroft & Company. Ayer pensaba que era cosa hecha, pero he estado investigando desde entonces las cuentas de la operación. También he llamado a algunos amigos de Wall Street. Finalmente, hablé con alguien que conoce personalmente a Philip y a _______ Bancroft...
–¿Y bien? –preguntó Farrell, impasible.
–Verá, no estoy seguro de que Bancroft pueda permitirse el lujo que supone ese desembolso por el terreno de Houston. Basándome en mis datos, creo que se están metiendo en un buen lío.
–¿Qué clase de lío?
–Es largo de explicar, y en realidad no son más que especulaciones basadas en unos datos que no son completos y... en una especie de intuición muy personal.
En lugar de reprenderle por no ir directamente al grano, como Peter esperaba, Farrell le alentó:
–Adelante.
Esta palabra de aliento acabó con la incertidumbre y el nerviosismo de Peter, que de pronto pareció convertirse de nuevo en el joven cerebro inversor del que habían hablado las revistas de economía cuando aún era estudiante en Harvard.
–Está bien, le daré una visión global. Hasta hace unos años, Bancroft poseía un par de grandes establecimientos en la zona metropolitana de Chicago. Por lo demás, la firma estaba estancada. Sus técnicas de marketing eran anticuadas, el equipo de administración se apoyaba demasiado en el prestigio de su nombre. Así que, como los dinosaurios, iban camino de la extinción. Philip Bancroft, que aún es el presidente, llevaba el negocio con los mismos métodos heredados de su padre. Como una familia dinástica que no se deja afectar por las tendencias económicas del momento. Pero entonces hizo su aparición en escena _______ Bancroft, la hija de Philip. En lugar de estudiar en alguna escuela privada de educación social para señoritas de la élite y dedicarse a salir en las páginas de sociedad, decide ocupar su sitio en la jerarquía de la firma Bancroft. Va a la universidad, estudia comercio, obtiene el título con la nota final de summa cum laude y luego cursa un máster. Al padre estas hazañas académicas de su hija no lo entusiasman, y trata de impedir que haga carrera en Bancroft. Para eso, la pone de empleada en la sección de ropa interior. –Peter hizo una pausa, luego añadió–: Le doy todos estos datos para que sepa quién dirige de veras los grandes almacenes.
–Sigue –le instó Farrell con aparente indiferencia, y cogió un informe que tenía delante y empezó a leerlo.
–Durante los años siguientes –agregó Peter–, _______ va escalando posiciones y adquiere un conocimiento pleno de los entresijos del negocio. Se familiariza con todos los departamentos. Cuando es ascendida al departamento comercial, empieza a presionar para que Bancroft comercialice sus propias marcas. Fue un paso muy rentable que debería haberse dado mucho antes. Entonces el padre la envía a la sección de muebles, que había estado perdiendo dinero. Pero _______ no se hunde, sino que se saca de la manga una nueva idea. Se trata de una sección que es, en realidad, un «museo de antigüedades», que obtiene prestadas de los museos. La noticia aparece en los periódicos y la gente acude, ávida por contemplar estos objetos. Como es natural, una vez dentro dirigen también su atención a los muebles que se venden en el establecimiento y muchos se convierten en clientes. En lugar de comprar en las tiendas de los alrededores donde viven, lo hacen en Bancroft. Entonces papá la convierte en directora de relaciones públicas, un puesto sin la menor importancia, salvo el de obtener la aprobación de alguna donación para obras de caridad. La fiesta navideña anual que se celebra en el auditorio era otra de sus escasas obligaciones. Pero la señorita Bancroft siempre tiene ideas. Inventa acontecimientos especiales con tal que acuda la gente. No se conforma con organizar desfiles de modelos. Utiliza las relaciones familiares para atraer la orquesta sinfónica, la ópera, el museo de arte, etc. Por ejemplo, el Museo de Arte de Chicago trasladó una de sus exposiciones a Bancroft; y durante la temporada navideña, el ballet actuó en el auditorio, representando Cascanueces. Por supuesto, todas estas iniciativas tuvieron una amplia repercusión. Periódicos, revistas y emisoras de radio hablaron de ellas. Bancroft adquirió así una imagen de distinción entre la ciudadanía de Chicago. Más justo sería decir que la imagen de calidad y prestigio de los grandes almacenes quedó muy reforzada. Aumentó espectacularmente la clientela.
»Después el padre volvió a trasladar a _______, en este caso al departamento de moda de alta costura. El triunfo fue espectacular, y se debió, en parte, al aspecto personal de la joven, aunque también a sus dotes. He visto recortes de periódicos de la _______ de esa época, y puedo asegurar que esa mujer tiene mucha clase y es bellísima. Así lo pensaron sin duda algunos diseñadores europeos, cuando ella viajó a Europa para convencerlos de que Bancroft era el lugar más adecuado para sus creaciones. Uno de ellos, que hasta el momento solo había trabajado para Bergford Goodman, hizo un trato con ella. A cambio de que Bancroft exhibiera sus modelos con exclusividad, ella misma tendría que ponerse sus vestidos. _______ debió de aceptar y el diseñador diseñó para ella una colección entera. Con esta ropa se dejó ver en muchas reuniones de la alta sociedad y su fotografía apareció repetidamente en la prensa. Los medios de comunicación y el público enloquecieron. Las mujeres acudían en tropel a la sección de alta costura de Bancroft, así como a otras secciones de artículos de diseño. Las ganancias de los diseñadores europeos aumentaron espectacularmente, y también, claro está, las de Bancroft.
Entonces otros grandes diseñadores se subieron al mismo tren, retirando sus colecciones de otros establecimientos para dárselas a Bancroft.
Farrell levantó la mirada del informe que parecía estar leyendo. Sus ojos delataban impaciencia cuando interpeló a Peter.
–¿Qué tiene que ver todo eso?
–Estoy llegando al fondo de la cuestión. La señorita Bancroft, al igual que sus antepasados, es una comerciante nata. Sin embargo, donde su talento brilla especialmente es en el área de expansión y planificación anticipada. Y en eso está trabajando ahora. De algún modo consiguió convencer a su padre y al consejo de administración de la empresa de que se embarcasen en un vasto programa de expansión que llevaría los grandes almacenes a otras ciudades diseminadas por el país. Sin embargo, para financiar una empresa de tal envergadura necesitaban reunir cientos de millones de dólares. Lo hicieron del modo habitual, es decir, primero obtuvieron de su banco todo el préstamo que este quiso o pudo darles. Después la compañía salió al mercado bursátil, vendiendo acciones en el mercado de valores de Nueva York.
–¿Y eso hace que las cosas sean distintas en algún modo? –quiso saber Farrell.
–No lo serían si no existieran dos factores, señor Farrell. El primero es que Bancroft ha extendido sus tentáculos con tal rapidez que están empeñados hasta el cuello. La mayor parte de los beneficios de los últimos años han sido destinados a la construcción de nuevas tiendas. En consecuencia, no disponen de mucho capital contante y sonante para capear cualquier temporal económico que pudiera amenazarlos. A decir verdad, no veo como van a pagar el terreno de Houston, si es que finalmente lo compran. En segundo lugar, últimamente se han producido una serie de compras hostiles entre grandes almacenes. Una cadena que devora a otra. Si alguien quisiera ahora tragarse a Bancroft, no tengo idea de qué pasaría. Mejor dicho, creo que Bancroft no estaría en condiciones de luchar e impedir una compra hostil. Están maduros. Y además –añadió Peter con voz profunda, para resaltar la importancia de lo que iba a decir–, creo que alguien ya se ha dado cuenta de eso.
Farrell no pareció preocupado al oír la noticia. De hecho, Peter observó una expresión extraña en el rostro de su jefe, sin saber si era exactamente de satisfacción o de regocijo.
–¿En serio?
Peter hizo un gesto de asentimiento, desconcertado ante la extraña reacción de Nick, pues en su opinión eran noticias alarmantes.
–Yo diría que alguien ha empezado a adquirir en secreto todas las acciones de Bancroft que salen a la venta. Y ese alguien está comprando paquetes pequeños con el fin de no levantar la perdiz. No desea alertar a Bancroft, ni a Wall Street ni a la Comisión Controladora de Acciones y Valores. Todavía no. –Señaló los tres monitores de ordenador que había tras el escritorio de Nick–. ¿Puedo? –preguntó.
Farrell asintió y Peter se acercó a los monitores. Dos de ellos reflejaban datos de las divisiones de información de Intercorp, en los que sin duda había estado trabajando Farrell antes de la llegada del joven Vanderbilt. La tercera pantalla estaba en blanco y Peter tecleó los códigos y las preguntas que él había utilizado en su propio despacho. De inmediato apareció el índice Dow Jones. Peter lo borró y en su lugar hizo aparecer los siguientes titulares:
Historial Comercial:
Bancroft & Company, código B & C,
NYSE.
–Mire esto –dijo Peter, apuntando a las columnas de datos que había en pantalla–. Hasta hace seis meses las acciones de Bancroft permanecían estables, con pequeños altibajos sobre la cotización de los dos últimos años, es decir, diez dólares. Hasta entonces, el número de acciones que cambiaban de manos era de unas cien mil semanales. Pero ahora, fíjese. –Desplazó el dedo hasta la cifra inferior de la columna de la izquierda–. En los últimos seis meses las acciones han venido experimentando un alza hasta situarse en los doce dólares. Y más o menos cada mes, el número de acciones en circulación ha batido su propia marca. –Puso la pantalla en blanco y se volvió hacia Farrell, frunciendo el entrecejo–. Es solo un presentimiento, pero creo que alguien, una entidad, podría estar intentando hacerse con el control de la compañía.
Nick se puso de pie, poniendo fin súbitamente a la reunión.
–También puede ser que los inversores piensen que B & C es una buena inversión a largo plazo. Seguiremos adelante con la adquisición del terreno de Houston.
Comprendiendo que su jefe daba por terminada la reunión, Peter no tuvo más remedio que coger el contrato ya firmado y obedecer a Nick.
–Señor Farrell –dijo con voz vacilante–, me he estado preguntando por qué me envía a Houston. Precisamente a mí. Esta clase de negociaciones no es mi campo...
–No te resultará difícil sellar el trato –aseguró Nick con una sonrisa indecisa y tranquilizadora–. Ampliará tu experiencia. Recuerdo que una de las razones que diste para unirte a Intercorp fue el deseo de adquirir una experiencia global de los negocios.
–Sí, señor. Fue una de las razones. –Se sentía orgulloso al ver la confianza que el jefe depositaba en él, pero cuando se disponía a salir, las últimas palabras de Nick derribaron el castillo.
–No hagas una chapuza, Peter.
–No la haré –afirmó el joven, pero la seria advertencia de su jefe hizo que se estremeciera.
Tom Anderson había permanecido durante todo el tiempo de pie, junto a los ventanales. Ahora se acercó a Nick, ahogando una risita. Se sentó en el sillón que había ocupado Peter Vanderbilt.
–Nick, le has dado un susto de muerte a ese chico.
–Ese chico –le contestó Nick, imperturbable– le ha dado a Intercorp varios millones de dólares. Está resultando una excelente inversión.
–¿También lo es el terreno de Houston?
–Creo que sí.
–Bien –le replicó Tom, y extendió las piernas–. Porque me disgustaría pensar que vas a invertir una fortuna solo como represalia contra una dama de la alta sociedad que te insultó en presencia de una periodista.
–¿Qué podría hacerte llegar a una conclusión semejante? –le espetó Nick, pero en sus ojos había un brillo sardónico.
–No lo sé. El domingo leí en la prensa que una chica llamada Bancroft te ridiculizó la noche anterior, durante el baile a beneficio de la ópera. Y esta noche firmas un contrato de compra de un terreno que ella quiere adquirir. Dime una cosa: ¿cuánto va a costarle esa parcela a Intercorp?
–Veinte millones, tal vez.
–¿Y cuánto le costará a la señorita Bancroft comprárnosla a nosotros?
–Mucho más.
–Nick –dijo Tom, hablando parsimoniosamente y con indiferencia–, ¿te acuerdas de aquella noche, hace ocho años, en que se consumó mi divorcio de Marilyn?
A Nick le sorprendió la pregunta, pero desde luego se acordaba muy bien de aquella noche. Meses después de que Tom se incorporara a Intercorp, su mujer anunció de repente que se estaba acostando con otro hombre y que quería divorciarse. Demasiado orgulloso para rogar y demasiado deshecho para presentar batalla, Tom se marchó de casa, llevándose sus cosas. Sin embargo, siempre había creído que ella cambiaría de idea. Hasta el día fatídico. Tom Anderson no se presentó al trabajo. A las seis de la tarde Nick supo por qué. Su amigo lo llamó desde la comisaría, donde estaba arrestado por embriaguez y desorden público.
–No recuerdo los detalles de esa noche –admitió Nick–. Lo que sí recuerdo es que nos emborrachamos juntos.
–Yo ya estaba borracho –dijo Tom con cierta ironía–. Entonces tú me sacaste de la cárcel y después bebimos juntos. –Observó con detenimiento a Nick y prosiguió–: Creo recordar vagamente que aquella noche te solidarizaste con mi dolor haciéndome partícipe del tuyo. Desollaste viva a cierta dama llamada _______, que años atrás te dejó tirado o algo así. Claro que tú no la llamaste dama, sino zo/rra mimada. En un momento dado, antes de que yo perdiera el conocimiento, ambos convinimos en que toda mujer cuyo nombre empiece con «m» no es buena para nadie.
–No hay duda de que tu memoria es mejor que la mía –comentó Nick evasivamente, pero Tom advirtió que su amigo apretaba los dientes ante la mención del nombre de la chica. Bastó este detalle para que Tom Anderson llegara a la conclusión correcta.
–Entonces –dijo con una sonrisa irónica–, ahora que ha quedado claro que la _______ de aquella noche es en realidad _______ Bancroft, ¿podrías contarme qué ocurrió entre vosotros para que todavía os odiéis?
–No –repuso Nick–. No puedo contártelo.
Se incorporó y se encaminó a la mesa sobre la que había desplegados los planos para la planta de Southville.
–Ultimemos los detalles de Southville –propuso.
21
El tráfico estaba bloqueado en varias calles a partir de Bancroft. Multitud de compradores, enfundados en sus abrigos, cruzaban presurosamente, haciendo caso omiso del semáforo en rojo. Inclinaban la cabeza para evitar el viento frío que, procedente del lago Michigan, silbaba y formaba torbellinos en las calles del centro de Chicago. Los conductores se desgañitaban, hacían sonar los cláxones y maldecían a los peatones que los obligaban a detenerse cuando la luz estaba en verde. En su BMW negro, _______ observaba a los clientes que, tras arremolinarse frente a los escaparates, entraban en Bancroft. Sin embargo, la mente de _______ no estaba realmente allí.
Veinte minutos después había una reunión del directorio de Bancroft para discutir la compra de los terrenos de Houston. El proyecto estaba aprobado, pero solo provisionalmente. Esa mañana tendrían que dar el sí –o el no– definitivo.
Cuatro mujeres se hallaban reunidas en torno a la mesa de la secretaria de _______ cuando esta salió del ascensor en la planta catorce. Se detuvo junto a la mesa de Phyllis y miró por encima del hombro de las jóvenes empleadas, esperando ver otro ejemplar de Playboy parecido al del mes anterior.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Otro desnudo masculino a doble página?
–No, no es eso –respondió Phyllis, mientras las otras secretarias se apresuraban a alejarse. La joven siguió a _______ al interior de la oficina. Con expresión divertida, explicó–: Pam pidió otra predicción astrológica para el mes que viene. La profecía asegura que encontrará el verdadero amor, junto con fortuna y fama.
_______ arqueó las cejas, sonriendo.
–Creí que eso es lo que había anticipado el último horóscopo.
–Sí. Le he dicho a Pam que por quince dólares yo le haré el siguiente.
Las dos mujeres se miraron sonriendo, luego se dispusieron a trabajar.
–Dentro de cinco minutos tienes la reunión de directivos –le recordó Phyllis.
_______ asintió y cogió la carpeta con sus notas
–¿Está la maqueta en la sala?
–Sí. Y también el proyector con las diapositivas.
–Eres una joya –dijo _______ con sinceridad. Se dirigió a la puerta y antes de abrir se volvió y añadió–: Llama a Sam Green y dile que esté disponible para encontrarse conmigo tan pronto como termine la reunión. Comunícale que me gustaría repasar con él el contrato preliminar de compra que ha redactado para el terreno de Houston. Quiero que a finales de semana esté en manos de Thorp Development. Con un poco de suerte –añadió _______–, esta tarde tendré la aprobación de los directivos en relación con este proyecto.
Phyllis tomó el teléfono del escritorio de _______, dispuesta a llamar al jefe de la asesoría jurídica. Con la otra mano le hizo a _______ el signo de la victoria.
–¡Suerte! –exclamó.
La sala de consejo se conservaba casi en el mismo estado que hacía medio siglo. Solo que ahora, en la época del cromo y el cristal, aquel enorme salón rezumaba un nostálgico grandeur, con sus alfombras orientales, las intrincadas molduras de las paredes de oscuros paneles y los paisajes ingleses que pendían en marcos barrocos. En el centro de la gran sala había una mesa enorme de caoba labrada. Tenía unos diez metros de longitud y alrededor, separadas por espacios exactos, había veinte sillas tapizadas en terciopelo escarlata; en el centro de la mesa, un bol antiguo de plata labrada lleno de rosas rojas y blancas. A su lado, había un juego de té y café, con delicadas tazas de porcelana de Sèvres de bordes dorados y pequeñas rosas y enredaderas pintadas a mano.
Aquel salón, con sus muebles imponentes, poseía la atmósfera de una sala real. _______ sospechaba que, en efecto, era la impresión que había intentado dar su abuelo cuando encargó la decoración y el mobiliario de la sala, hacía ya cincuenta años. Había momentos en que ella no sabía decir si el lugar era impresionante o feo, pero en cualquier caso cada vez que entraba allí tenía la impresión de que se internaba en la historia. Esta mañana, sin embargo, sus pensamientos estaban centrados únicamente en hacer historia. Y así sería, si la dejaban, inaugurando una nueva tienda en Houston.
–Buenos días, señores... –dijo sonriendo a los doce hombres que, vestidos con trajes clásicos, se sentaban en torno de la mesa. Los doce hombres que ostentaban el poder de aprobar o rechazar la propuesta de levantar la nueva planta en la ciudad de Houston.
Con la excepción de Parker, cuya sonrisa era cálida, y del anciano Cyrus Fortell, con su sonrisa lasciva, había una ostensible reticencia en el «buenos días» que, al unísono, contestaron cortésmente los miembros del directorio. _______ sabía que, en parte, las reticencias de aquellos hombres se debían a la conciencia que tenían de su poder y su responsabilidad. Pero había algo más. _______ los había forzado repetidamente a invertir los beneficios de Bancroft en sus planes de expansión, en lugar de pagar grandes dividendos a los accionistas, entre los que se contaban ellos mismos. Y, sobretodo, se mostraban cautos y siempre alerta porque ella constituía un enigma y no sabían bien cómo tratarla. _______ era una ejecutiva vicepresidente y no pertenecía al directorio. En este sentido ellos ocupaban una posición superior. Pero por otra parte ella era una Bancroft, descendiente directa del fundador de la compañía, por lo que tenía el derecho, siquiera moral, a ser tratada con cierto respeto. Sin embargo, su propio padre, a la vez un Bancroft y miembro del directorio, la trataba con fría tolerancia y nada más. No era ningún secreto que Philip nunca había querido que su hija trabajara en Bancroft; como tampoco lo era que _______ hubiese sobresalido en todos los cargos que había desempeñado y que su contribución a la firma hubiese sido importante. Como resultado de todo ello los miembros del directorio, triunfadores llenos de confianza en sí mismos, estaban en una situación que los convertía en víctimas de una insólita y violenta incertidumbre. Además, como _______ era la causa más o menos directa de todo, solían reaccionar ante ella con una actitud negativa nunca provocada.
Consciente de ello, _______ no permitía que aquellos rostros desalentadores socavaran la confianza que tenía en sí misma. Se situó en un extremo de la mesa, al lado del proyector, y esperó a que su padre le diera permiso para empezar.
–Puesto que _______ ya está aquí –dijo Philip, insinuando que su hija había llegado tarde y los había hecho esperar–, creo que es hora de que empecemos.
_______ se armó de paciencia para soportar la interminable lectura del acta de la última reunión, aunque su atención estaba centrada en la maqueta del edificio de Houston que Phyllis había colocado allí temprano, transportándola en un carrito. El arquitecto había diseñado un magnífico complejo, no solo el edificio de los grandes almacenes. En el centro había espacio para otras tiendas en su patio cerrado. Al mirar la maqueta, _______ sentía crecer su confianza y afirmarse su propósito. Houston era el lugar perfecto. La proximidad de The Galleria aseguraría el éxito desde el día de su inauguración.
Cuando el acta fue leída y aceptada sin enmiendas, Nolan Wilder, presidente del directorio, declaró formalmente que _______ quería presentar las últimas y definitivas cifras, así como los planes del edificio de Houston para su aprobación.
Doce cabezas masculinas, perfectamente peinadas, se volvieron hacia ella, que se había puesto de pie al lado del proyector de diapositivas.
–Señores –empezó–, supongo que han tenido ocasión de examinar la maqueta de nuestro arquitecto. –Diez de los miembros asintieron con la cabeza, su padre volvió la mirada hacia la maqueta y Parker observó a su novia con calma y le sonrió con admiración y cierto desconcierto. La sonrisa que siempre aparecía cuando la veía actuar en su trabajo. Era como si Parker no pudiera imaginar cómo o por qué ella insistía en hacerlo, pero como si al mismo tiempo se sintiera orgulloso de lo bien que lo hacía.
La posición de Parker –el banquero de Bancroft– le otorgaba un asiento entre los directivos, pero _______ sabía que no siempre podía contar con su apoyo. Parker tenía sus propias ideas y _______ lo había entendido así desde el principio, respetando tal postura.
–En reuniones pasadas hemos discutido ya casi todas estas cifras –señaló _______, alcanzando el interruptor para apagar las luces de la sala–. Así pues, pasaremos estas diapositivas lo más rápido posible. –Oprimió un botón del control remoto del proyector y apareció en pantalla la primera diapositiva, en la que se leían los costos proyectados para Houston–. Según nuestro acuerdo de principios de año, los grandes almacenes de Houston ocuparán una extensión de cien mil metros cuadrados. Hemos presupuestado treinta y dos millones de dólares, que cubrirán la construcción del edificio, accesorios, estacionamiento, alumbrado, todo. El terreno que deseamos comprar a Thorp Development costará entre veinte y veintitrés millones de dólares, las negociaciones todavía están en marcha. A estas sumas habrá que añadir otros veinte millones para existencias...
–Eso hace un máximo de setenta y cinco millones –interrumpió uno de los consejeros–, pero usted nos pide que aprobemos un desembolso de setenta y siete.
–He visto la zona. Estuve allí por asuntos de negocios.
–Entonces admitirá que por veinte millones el terreno de Thorp es una ganga. Podríamos urbanizarlo nosotros mismos o esperar a que vuelva a valer los cuarenta millones en que estaba tasado hace cinco años, antes de la crisis de Houston. Pronto alcanzará ese precio, si es que la economía de la ciudad continúa su marcha ascendente.
Nick tomaba notas en la carpeta de Thorp y esperaba a que Peter concluyese para decirle que prefería invertir en edificios comerciales cuando el joven añadió:
–Si está interesado tenemos que actuar con rapidez, porque Thorp y Collins me dijeron que esperan una oferta de un momento a otro. Creí que era un farol, pero me dieron nombres. Es obvio que Bancroft & Company, de Chicago, también quiere comprar. No es de extrañar. No hay otra ubicación como esa en todo Houston. Diablos, podríamos ofrecer de inmediato veinte millones y vendérselo luego a Bancroft por veinticinco o treinta, que es lo que vale en estos momentos.–La voz de Peter se quebró porque Nick había levantado vivamente la cabeza y lo miraba con una expresión extraña en el rostro.
–¿Qué has dicho? –preguntó con sumo interés.
–He dicho que Bancroft & Company quiere comprar ese terreno –contestó Peter con cautela ante la mirada fría y calculadora del jefe. Creyendo que Farell deseaba más información, añadió con voz presurosa–: Bancroft es como Bloomindale o Neitnan–Marcus. Ya sabe, tiendas antiguas, dignas, con una clientela en la que predomina la clase media alta. Están inmersos en un proceso de expansión...
–Estoy familiarizado con Bancroft –le interrumpió Nick con voz tensa. Clavó de nuevo la mirada en el expediente de Thorp y estudió con renovado interés la valoración de la parcela de Houston. Al repasar las cifras se dio cuenta de que realmente aquel terreno era una ganga con un gran potencial de beneficio. Sin embargo, ya no estaba pensando en el dinero, sino en la humillación de que había sido objeto el sábado durante el baile a beneficio de la ópera. Sintió que la ira se apoderaba de él.
–Compra ese terreno –dijo con voz queda.
–¿No quiere que le informe de las otras propiedades?
–Ahora no estoy interesado en nada salvo en el terreno que quiere Bancroft. Dile a los de la asesoría jurídica que extiendan una oferta, supeditada al acuerdo entre nuestro tasador y el de Thorp. Llévala mañana a Houston y allí tú mismo se la presentas a Thorp.
–¿Una oferta? –masculló Peter–. ¿Por cuánto?
–Ofrece quince millones y dales veinticuatro horas de plazo para pensarlo. De lo contrario, diles que no hay trato. Te responderán con una contraoferta de veinticinco millones. Ofrece veinte y comunícales que la propiedad tiene que estar en nuestras manos en un plazo máximo de tres semanas o anulamos la oferta.
–Realmente, no creo...
–Otra condición. Si Thorp acepta, la transacción será estrictamente confidencial. Nadie sabrá nada de la adquisición hasta que esté consumada. A nuestros abogados les comunicas que incluyan todo esto en el contrato, aparte de las condiciones habituales.
De pronto, Peter se sintió inquieto. En el pasado, cuando Farrell había invertido en una compañía o la había comprado, no lo había hecho basándose únicamente en su consejo. Por supuesto que no. Nick siempre realizaba un detenido estudio propio y tornaba precauciones. Pero en esta ocasión, si la cosa salía mal, la responsabilidad recaería por entero en el recomendador.
–Señor Farrell, no creo...
–Peter –le interrumpió Nick con voz suave pero decidida–. Compra ese maldito terreno.
Asintiendo con la cabeza, Peter se puso en pie. Su inquietud crecía por momentos.
–Llama a Art Simpson, de nuestro departamento jurídico de California. Comunícale nuestras intenciones y hazle saber que quiero tener aquí los contratos mañana mismo. Cuando lleguen, tráemelos de inmediato y discutiremos los pasos siguientes.
Cuando Peter se marchó, Nick hizo girar su sillón de cara a la ventana. Era obvio que _______ aún lo consideraba un ser de un estrato inferior, digno de desprecio. Bien, tenía derecho a pensar como quisiera. Y también a declarar sus opiniones a la prensa de Chicago, que era lo que había hecho. Pero el ejercicio de tales derechos le costaría diez millones de dólares, el precio adicional que tendría que pagar a Intercorp por el terreno que se disponía a adquirir en Houston.
20
–El señor Farrell me dijo que le trajera estos contratos tan pronto como llegaran –informó Peter a la señorita Stern con premura la tarde del día siguiente.
–En ese caso –le replicó la secretaria, arqueando sus poco pobladas cejas–, le sugiero que lo haga.
Otra batalla perdida contra la señorita Stern. Irritado, Peter giró sobre sus talones y llamó suavemente a la puerta del despacho de Nick. Sin esperar respuesta, la abrió. Exasperado por el acuciante deseo de persuadir a Nick de que no se precipitara con respecto al terreno de Houston, no advirtió la presencia de Tom Anderson, que estaba de espaldas en un extremo del espacioso despacho, estudiando un cuadro que acababan de colgar en la pared.
–Señor Farrell –empezó Peter–, tengo que decirle que me siento muy incómodo a causa del negocio de Thorp.
–¿Tienes los contratos?
–Sí. –A regañadientes, le tendió la carpeta–. Pero ¿escuchará al menos lo que tengo que decir?
Farrell le indicó con un gesto uno de los sillones que estaban dispuestos en semicírculo frente a su mesa.
–Siéntate mientras echo un vistazo a los documentos. Luego podrás hacer las observaciones que quieras.
Nervioso y en silencio, Peter observó cómo su jefe repasaba los extensos y complicados papeles que comprometían a Intercorp a un desembolso de millones de dólares. En su rostro no se reflejaba la menor emoción. De pronto, Peter se preguntó si aquel hombre sería presa alguna vez de debilidades tan humanas como la duda, el miedo o el arrepentimiento, o de cualquier otro sentimiento.
Hacía un año que Peter trabajaba para Intercorp, tiempo más que suficiente para observar a Nick Farrell en acción. Cuando este decidía lanzarse de lleno a una empresa, en cuestión de un par de semanas desenmarañaba una madeja con la que su equipo al completo pugnaba sin éxito. Si Nick estaba motivado, era un ciclón devastador que arrasaba todo cuanto se le ponía por delante, personas, empresas, lo que fuera. Las emociones, si es que las tenía, pasaban inadvertidas.
Los otros miembros del «equipo de reorganización» ocultaban mejor que Peter los sentimientos que les inspiraba el jefe –admiración, incertidumbre–, pero el joven presentía que eran idénticos a los suyos. Las especulaciones del joven Vanderbilt cesaron después de que Nick introdujera dos cambios en los contratos, los firmara y luego se los tendiera a Peter.
–Con estas enmiendas todo está bien –comentó–. ¿Qué problema tienes con este asunto?
–Hay un par de ellos –señaló Peter, incorporándose en el sillón e intentando recuperar su actitud firme–. En primer lugar, tengo la impresión de que usted sigue adelante con este negocio porque le induje a creer que podemos ganar dinero rápido revendiéndole la parcela a Bancroft & Company. Ayer pensaba que era cosa hecha, pero he estado investigando desde entonces las cuentas de la operación. También he llamado a algunos amigos de Wall Street. Finalmente, hablé con alguien que conoce personalmente a Philip y a _______ Bancroft...
–¿Y bien? –preguntó Farrell, impasible.
–Verá, no estoy seguro de que Bancroft pueda permitirse el lujo que supone ese desembolso por el terreno de Houston. Basándome en mis datos, creo que se están metiendo en un buen lío.
–¿Qué clase de lío?
–Es largo de explicar, y en realidad no son más que especulaciones basadas en unos datos que no son completos y... en una especie de intuición muy personal.
En lugar de reprenderle por no ir directamente al grano, como Peter esperaba, Farrell le alentó:
–Adelante.
Esta palabra de aliento acabó con la incertidumbre y el nerviosismo de Peter, que de pronto pareció convertirse de nuevo en el joven cerebro inversor del que habían hablado las revistas de economía cuando aún era estudiante en Harvard.
–Está bien, le daré una visión global. Hasta hace unos años, Bancroft poseía un par de grandes establecimientos en la zona metropolitana de Chicago. Por lo demás, la firma estaba estancada. Sus técnicas de marketing eran anticuadas, el equipo de administración se apoyaba demasiado en el prestigio de su nombre. Así que, como los dinosaurios, iban camino de la extinción. Philip Bancroft, que aún es el presidente, llevaba el negocio con los mismos métodos heredados de su padre. Como una familia dinástica que no se deja afectar por las tendencias económicas del momento. Pero entonces hizo su aparición en escena _______ Bancroft, la hija de Philip. En lugar de estudiar en alguna escuela privada de educación social para señoritas de la élite y dedicarse a salir en las páginas de sociedad, decide ocupar su sitio en la jerarquía de la firma Bancroft. Va a la universidad, estudia comercio, obtiene el título con la nota final de summa cum laude y luego cursa un máster. Al padre estas hazañas académicas de su hija no lo entusiasman, y trata de impedir que haga carrera en Bancroft. Para eso, la pone de empleada en la sección de ropa interior. –Peter hizo una pausa, luego añadió–: Le doy todos estos datos para que sepa quién dirige de veras los grandes almacenes.
–Sigue –le instó Farrell con aparente indiferencia, y cogió un informe que tenía delante y empezó a leerlo.
–Durante los años siguientes –agregó Peter–, _______ va escalando posiciones y adquiere un conocimiento pleno de los entresijos del negocio. Se familiariza con todos los departamentos. Cuando es ascendida al departamento comercial, empieza a presionar para que Bancroft comercialice sus propias marcas. Fue un paso muy rentable que debería haberse dado mucho antes. Entonces el padre la envía a la sección de muebles, que había estado perdiendo dinero. Pero _______ no se hunde, sino que se saca de la manga una nueva idea. Se trata de una sección que es, en realidad, un «museo de antigüedades», que obtiene prestadas de los museos. La noticia aparece en los periódicos y la gente acude, ávida por contemplar estos objetos. Como es natural, una vez dentro dirigen también su atención a los muebles que se venden en el establecimiento y muchos se convierten en clientes. En lugar de comprar en las tiendas de los alrededores donde viven, lo hacen en Bancroft. Entonces papá la convierte en directora de relaciones públicas, un puesto sin la menor importancia, salvo el de obtener la aprobación de alguna donación para obras de caridad. La fiesta navideña anual que se celebra en el auditorio era otra de sus escasas obligaciones. Pero la señorita Bancroft siempre tiene ideas. Inventa acontecimientos especiales con tal que acuda la gente. No se conforma con organizar desfiles de modelos. Utiliza las relaciones familiares para atraer la orquesta sinfónica, la ópera, el museo de arte, etc. Por ejemplo, el Museo de Arte de Chicago trasladó una de sus exposiciones a Bancroft; y durante la temporada navideña, el ballet actuó en el auditorio, representando Cascanueces. Por supuesto, todas estas iniciativas tuvieron una amplia repercusión. Periódicos, revistas y emisoras de radio hablaron de ellas. Bancroft adquirió así una imagen de distinción entre la ciudadanía de Chicago. Más justo sería decir que la imagen de calidad y prestigio de los grandes almacenes quedó muy reforzada. Aumentó espectacularmente la clientela.
»Después el padre volvió a trasladar a _______, en este caso al departamento de moda de alta costura. El triunfo fue espectacular, y se debió, en parte, al aspecto personal de la joven, aunque también a sus dotes. He visto recortes de periódicos de la _______ de esa época, y puedo asegurar que esa mujer tiene mucha clase y es bellísima. Así lo pensaron sin duda algunos diseñadores europeos, cuando ella viajó a Europa para convencerlos de que Bancroft era el lugar más adecuado para sus creaciones. Uno de ellos, que hasta el momento solo había trabajado para Bergford Goodman, hizo un trato con ella. A cambio de que Bancroft exhibiera sus modelos con exclusividad, ella misma tendría que ponerse sus vestidos. _______ debió de aceptar y el diseñador diseñó para ella una colección entera. Con esta ropa se dejó ver en muchas reuniones de la alta sociedad y su fotografía apareció repetidamente en la prensa. Los medios de comunicación y el público enloquecieron. Las mujeres acudían en tropel a la sección de alta costura de Bancroft, así como a otras secciones de artículos de diseño. Las ganancias de los diseñadores europeos aumentaron espectacularmente, y también, claro está, las de Bancroft.
Entonces otros grandes diseñadores se subieron al mismo tren, retirando sus colecciones de otros establecimientos para dárselas a Bancroft.
Farrell levantó la mirada del informe que parecía estar leyendo. Sus ojos delataban impaciencia cuando interpeló a Peter.
–¿Qué tiene que ver todo eso?
–Estoy llegando al fondo de la cuestión. La señorita Bancroft, al igual que sus antepasados, es una comerciante nata. Sin embargo, donde su talento brilla especialmente es en el área de expansión y planificación anticipada. Y en eso está trabajando ahora. De algún modo consiguió convencer a su padre y al consejo de administración de la empresa de que se embarcasen en un vasto programa de expansión que llevaría los grandes almacenes a otras ciudades diseminadas por el país. Sin embargo, para financiar una empresa de tal envergadura necesitaban reunir cientos de millones de dólares. Lo hicieron del modo habitual, es decir, primero obtuvieron de su banco todo el préstamo que este quiso o pudo darles. Después la compañía salió al mercado bursátil, vendiendo acciones en el mercado de valores de Nueva York.
–¿Y eso hace que las cosas sean distintas en algún modo? –quiso saber Farrell.
–No lo serían si no existieran dos factores, señor Farrell. El primero es que Bancroft ha extendido sus tentáculos con tal rapidez que están empeñados hasta el cuello. La mayor parte de los beneficios de los últimos años han sido destinados a la construcción de nuevas tiendas. En consecuencia, no disponen de mucho capital contante y sonante para capear cualquier temporal económico que pudiera amenazarlos. A decir verdad, no veo como van a pagar el terreno de Houston, si es que finalmente lo compran. En segundo lugar, últimamente se han producido una serie de compras hostiles entre grandes almacenes. Una cadena que devora a otra. Si alguien quisiera ahora tragarse a Bancroft, no tengo idea de qué pasaría. Mejor dicho, creo que Bancroft no estaría en condiciones de luchar e impedir una compra hostil. Están maduros. Y además –añadió Peter con voz profunda, para resaltar la importancia de lo que iba a decir–, creo que alguien ya se ha dado cuenta de eso.
Farrell no pareció preocupado al oír la noticia. De hecho, Peter observó una expresión extraña en el rostro de su jefe, sin saber si era exactamente de satisfacción o de regocijo.
–¿En serio?
Peter hizo un gesto de asentimiento, desconcertado ante la extraña reacción de Nick, pues en su opinión eran noticias alarmantes.
–Yo diría que alguien ha empezado a adquirir en secreto todas las acciones de Bancroft que salen a la venta. Y ese alguien está comprando paquetes pequeños con el fin de no levantar la perdiz. No desea alertar a Bancroft, ni a Wall Street ni a la Comisión Controladora de Acciones y Valores. Todavía no. –Señaló los tres monitores de ordenador que había tras el escritorio de Nick–. ¿Puedo? –preguntó.
Farrell asintió y Peter se acercó a los monitores. Dos de ellos reflejaban datos de las divisiones de información de Intercorp, en los que sin duda había estado trabajando Farrell antes de la llegada del joven Vanderbilt. La tercera pantalla estaba en blanco y Peter tecleó los códigos y las preguntas que él había utilizado en su propio despacho. De inmediato apareció el índice Dow Jones. Peter lo borró y en su lugar hizo aparecer los siguientes titulares:
Historial Comercial:
Bancroft & Company, código B & C,
NYSE.
–Mire esto –dijo Peter, apuntando a las columnas de datos que había en pantalla–. Hasta hace seis meses las acciones de Bancroft permanecían estables, con pequeños altibajos sobre la cotización de los dos últimos años, es decir, diez dólares. Hasta entonces, el número de acciones que cambiaban de manos era de unas cien mil semanales. Pero ahora, fíjese. –Desplazó el dedo hasta la cifra inferior de la columna de la izquierda–. En los últimos seis meses las acciones han venido experimentando un alza hasta situarse en los doce dólares. Y más o menos cada mes, el número de acciones en circulación ha batido su propia marca. –Puso la pantalla en blanco y se volvió hacia Farrell, frunciendo el entrecejo–. Es solo un presentimiento, pero creo que alguien, una entidad, podría estar intentando hacerse con el control de la compañía.
Nick se puso de pie, poniendo fin súbitamente a la reunión.
–También puede ser que los inversores piensen que B & C es una buena inversión a largo plazo. Seguiremos adelante con la adquisición del terreno de Houston.
Comprendiendo que su jefe daba por terminada la reunión, Peter no tuvo más remedio que coger el contrato ya firmado y obedecer a Nick.
–Señor Farrell –dijo con voz vacilante–, me he estado preguntando por qué me envía a Houston. Precisamente a mí. Esta clase de negociaciones no es mi campo...
–No te resultará difícil sellar el trato –aseguró Nick con una sonrisa indecisa y tranquilizadora–. Ampliará tu experiencia. Recuerdo que una de las razones que diste para unirte a Intercorp fue el deseo de adquirir una experiencia global de los negocios.
–Sí, señor. Fue una de las razones. –Se sentía orgulloso al ver la confianza que el jefe depositaba en él, pero cuando se disponía a salir, las últimas palabras de Nick derribaron el castillo.
–No hagas una chapuza, Peter.
–No la haré –afirmó el joven, pero la seria advertencia de su jefe hizo que se estremeciera.
Tom Anderson había permanecido durante todo el tiempo de pie, junto a los ventanales. Ahora se acercó a Nick, ahogando una risita. Se sentó en el sillón que había ocupado Peter Vanderbilt.
–Nick, le has dado un susto de muerte a ese chico.
–Ese chico –le contestó Nick, imperturbable– le ha dado a Intercorp varios millones de dólares. Está resultando una excelente inversión.
–¿También lo es el terreno de Houston?
–Creo que sí.
–Bien –le replicó Tom, y extendió las piernas–. Porque me disgustaría pensar que vas a invertir una fortuna solo como represalia contra una dama de la alta sociedad que te insultó en presencia de una periodista.
–¿Qué podría hacerte llegar a una conclusión semejante? –le espetó Nick, pero en sus ojos había un brillo sardónico.
–No lo sé. El domingo leí en la prensa que una chica llamada Bancroft te ridiculizó la noche anterior, durante el baile a beneficio de la ópera. Y esta noche firmas un contrato de compra de un terreno que ella quiere adquirir. Dime una cosa: ¿cuánto va a costarle esa parcela a Intercorp?
–Veinte millones, tal vez.
–¿Y cuánto le costará a la señorita Bancroft comprárnosla a nosotros?
–Mucho más.
–Nick –dijo Tom, hablando parsimoniosamente y con indiferencia–, ¿te acuerdas de aquella noche, hace ocho años, en que se consumó mi divorcio de Marilyn?
A Nick le sorprendió la pregunta, pero desde luego se acordaba muy bien de aquella noche. Meses después de que Tom se incorporara a Intercorp, su mujer anunció de repente que se estaba acostando con otro hombre y que quería divorciarse. Demasiado orgulloso para rogar y demasiado deshecho para presentar batalla, Tom se marchó de casa, llevándose sus cosas. Sin embargo, siempre había creído que ella cambiaría de idea. Hasta el día fatídico. Tom Anderson no se presentó al trabajo. A las seis de la tarde Nick supo por qué. Su amigo lo llamó desde la comisaría, donde estaba arrestado por embriaguez y desorden público.
–No recuerdo los detalles de esa noche –admitió Nick–. Lo que sí recuerdo es que nos emborrachamos juntos.
–Yo ya estaba borracho –dijo Tom con cierta ironía–. Entonces tú me sacaste de la cárcel y después bebimos juntos. –Observó con detenimiento a Nick y prosiguió–: Creo recordar vagamente que aquella noche te solidarizaste con mi dolor haciéndome partícipe del tuyo. Desollaste viva a cierta dama llamada _______, que años atrás te dejó tirado o algo así. Claro que tú no la llamaste dama, sino zo/rra mimada. En un momento dado, antes de que yo perdiera el conocimiento, ambos convinimos en que toda mujer cuyo nombre empiece con «m» no es buena para nadie.
–No hay duda de que tu memoria es mejor que la mía –comentó Nick evasivamente, pero Tom advirtió que su amigo apretaba los dientes ante la mención del nombre de la chica. Bastó este detalle para que Tom Anderson llegara a la conclusión correcta.
–Entonces –dijo con una sonrisa irónica–, ahora que ha quedado claro que la _______ de aquella noche es en realidad _______ Bancroft, ¿podrías contarme qué ocurrió entre vosotros para que todavía os odiéis?
–No –repuso Nick–. No puedo contártelo.
Se incorporó y se encaminó a la mesa sobre la que había desplegados los planos para la planta de Southville.
–Ultimemos los detalles de Southville –propuso.
21
El tráfico estaba bloqueado en varias calles a partir de Bancroft. Multitud de compradores, enfundados en sus abrigos, cruzaban presurosamente, haciendo caso omiso del semáforo en rojo. Inclinaban la cabeza para evitar el viento frío que, procedente del lago Michigan, silbaba y formaba torbellinos en las calles del centro de Chicago. Los conductores se desgañitaban, hacían sonar los cláxones y maldecían a los peatones que los obligaban a detenerse cuando la luz estaba en verde. En su BMW negro, _______ observaba a los clientes que, tras arremolinarse frente a los escaparates, entraban en Bancroft. Sin embargo, la mente de _______ no estaba realmente allí.
Veinte minutos después había una reunión del directorio de Bancroft para discutir la compra de los terrenos de Houston. El proyecto estaba aprobado, pero solo provisionalmente. Esa mañana tendrían que dar el sí –o el no– definitivo.
Cuatro mujeres se hallaban reunidas en torno a la mesa de la secretaria de _______ cuando esta salió del ascensor en la planta catorce. Se detuvo junto a la mesa de Phyllis y miró por encima del hombro de las jóvenes empleadas, esperando ver otro ejemplar de Playboy parecido al del mes anterior.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Otro desnudo masculino a doble página?
–No, no es eso –respondió Phyllis, mientras las otras secretarias se apresuraban a alejarse. La joven siguió a _______ al interior de la oficina. Con expresión divertida, explicó–: Pam pidió otra predicción astrológica para el mes que viene. La profecía asegura que encontrará el verdadero amor, junto con fortuna y fama.
_______ arqueó las cejas, sonriendo.
–Creí que eso es lo que había anticipado el último horóscopo.
–Sí. Le he dicho a Pam que por quince dólares yo le haré el siguiente.
Las dos mujeres se miraron sonriendo, luego se dispusieron a trabajar.
–Dentro de cinco minutos tienes la reunión de directivos –le recordó Phyllis.
_______ asintió y cogió la carpeta con sus notas
–¿Está la maqueta en la sala?
–Sí. Y también el proyector con las diapositivas.
–Eres una joya –dijo _______ con sinceridad. Se dirigió a la puerta y antes de abrir se volvió y añadió–: Llama a Sam Green y dile que esté disponible para encontrarse conmigo tan pronto como termine la reunión. Comunícale que me gustaría repasar con él el contrato preliminar de compra que ha redactado para el terreno de Houston. Quiero que a finales de semana esté en manos de Thorp Development. Con un poco de suerte –añadió _______–, esta tarde tendré la aprobación de los directivos en relación con este proyecto.
Phyllis tomó el teléfono del escritorio de _______, dispuesta a llamar al jefe de la asesoría jurídica. Con la otra mano le hizo a _______ el signo de la victoria.
–¡Suerte! –exclamó.
La sala de consejo se conservaba casi en el mismo estado que hacía medio siglo. Solo que ahora, en la época del cromo y el cristal, aquel enorme salón rezumaba un nostálgico grandeur, con sus alfombras orientales, las intrincadas molduras de las paredes de oscuros paneles y los paisajes ingleses que pendían en marcos barrocos. En el centro de la gran sala había una mesa enorme de caoba labrada. Tenía unos diez metros de longitud y alrededor, separadas por espacios exactos, había veinte sillas tapizadas en terciopelo escarlata; en el centro de la mesa, un bol antiguo de plata labrada lleno de rosas rojas y blancas. A su lado, había un juego de té y café, con delicadas tazas de porcelana de Sèvres de bordes dorados y pequeñas rosas y enredaderas pintadas a mano.
Aquel salón, con sus muebles imponentes, poseía la atmósfera de una sala real. _______ sospechaba que, en efecto, era la impresión que había intentado dar su abuelo cuando encargó la decoración y el mobiliario de la sala, hacía ya cincuenta años. Había momentos en que ella no sabía decir si el lugar era impresionante o feo, pero en cualquier caso cada vez que entraba allí tenía la impresión de que se internaba en la historia. Esta mañana, sin embargo, sus pensamientos estaban centrados únicamente en hacer historia. Y así sería, si la dejaban, inaugurando una nueva tienda en Houston.
–Buenos días, señores... –dijo sonriendo a los doce hombres que, vestidos con trajes clásicos, se sentaban en torno de la mesa. Los doce hombres que ostentaban el poder de aprobar o rechazar la propuesta de levantar la nueva planta en la ciudad de Houston.
Con la excepción de Parker, cuya sonrisa era cálida, y del anciano Cyrus Fortell, con su sonrisa lasciva, había una ostensible reticencia en el «buenos días» que, al unísono, contestaron cortésmente los miembros del directorio. _______ sabía que, en parte, las reticencias de aquellos hombres se debían a la conciencia que tenían de su poder y su responsabilidad. Pero había algo más. _______ los había forzado repetidamente a invertir los beneficios de Bancroft en sus planes de expansión, en lugar de pagar grandes dividendos a los accionistas, entre los que se contaban ellos mismos. Y, sobretodo, se mostraban cautos y siempre alerta porque ella constituía un enigma y no sabían bien cómo tratarla. _______ era una ejecutiva vicepresidente y no pertenecía al directorio. En este sentido ellos ocupaban una posición superior. Pero por otra parte ella era una Bancroft, descendiente directa del fundador de la compañía, por lo que tenía el derecho, siquiera moral, a ser tratada con cierto respeto. Sin embargo, su propio padre, a la vez un Bancroft y miembro del directorio, la trataba con fría tolerancia y nada más. No era ningún secreto que Philip nunca había querido que su hija trabajara en Bancroft; como tampoco lo era que _______ hubiese sobresalido en todos los cargos que había desempeñado y que su contribución a la firma hubiese sido importante. Como resultado de todo ello los miembros del directorio, triunfadores llenos de confianza en sí mismos, estaban en una situación que los convertía en víctimas de una insólita y violenta incertidumbre. Además, como _______ era la causa más o menos directa de todo, solían reaccionar ante ella con una actitud negativa nunca provocada.
Consciente de ello, _______ no permitía que aquellos rostros desalentadores socavaran la confianza que tenía en sí misma. Se situó en un extremo de la mesa, al lado del proyector, y esperó a que su padre le diera permiso para empezar.
–Puesto que _______ ya está aquí –dijo Philip, insinuando que su hija había llegado tarde y los había hecho esperar–, creo que es hora de que empecemos.
_______ se armó de paciencia para soportar la interminable lectura del acta de la última reunión, aunque su atención estaba centrada en la maqueta del edificio de Houston que Phyllis había colocado allí temprano, transportándola en un carrito. El arquitecto había diseñado un magnífico complejo, no solo el edificio de los grandes almacenes. En el centro había espacio para otras tiendas en su patio cerrado. Al mirar la maqueta, _______ sentía crecer su confianza y afirmarse su propósito. Houston era el lugar perfecto. La proximidad de The Galleria aseguraría el éxito desde el día de su inauguración.
Cuando el acta fue leída y aceptada sin enmiendas, Nolan Wilder, presidente del directorio, declaró formalmente que _______ quería presentar las últimas y definitivas cifras, así como los planes del edificio de Houston para su aprobación.
Doce cabezas masculinas, perfectamente peinadas, se volvieron hacia ella, que se había puesto de pie al lado del proyector de diapositivas.
–Señores –empezó–, supongo que han tenido ocasión de examinar la maqueta de nuestro arquitecto. –Diez de los miembros asintieron con la cabeza, su padre volvió la mirada hacia la maqueta y Parker observó a su novia con calma y le sonrió con admiración y cierto desconcierto. La sonrisa que siempre aparecía cuando la veía actuar en su trabajo. Era como si Parker no pudiera imaginar cómo o por qué ella insistía en hacerlo, pero como si al mismo tiempo se sintiera orgulloso de lo bien que lo hacía.
La posición de Parker –el banquero de Bancroft– le otorgaba un asiento entre los directivos, pero _______ sabía que no siempre podía contar con su apoyo. Parker tenía sus propias ideas y _______ lo había entendido así desde el principio, respetando tal postura.
–En reuniones pasadas hemos discutido ya casi todas estas cifras –señaló _______, alcanzando el interruptor para apagar las luces de la sala–. Así pues, pasaremos estas diapositivas lo más rápido posible. –Oprimió un botón del control remoto del proyector y apareció en pantalla la primera diapositiva, en la que se leían los costos proyectados para Houston–. Según nuestro acuerdo de principios de año, los grandes almacenes de Houston ocuparán una extensión de cien mil metros cuadrados. Hemos presupuestado treinta y dos millones de dólares, que cubrirán la construcción del edificio, accesorios, estacionamiento, alumbrado, todo. El terreno que deseamos comprar a Thorp Development costará entre veinte y veintitrés millones de dólares, las negociaciones todavía están en marcha. A estas sumas habrá que añadir otros veinte millones para existencias...
–Eso hace un máximo de setenta y cinco millones –interrumpió uno de los consejeros–, pero usted nos pide que aprobemos un desembolso de setenta y siete.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
–Los otros dos millones están destinados a cubrir gastos de la inauguración. Ya sabe, publicidad, una fiesta...
Apretó el botón y apareció la siguiente diapositiva, en la que se leían cifras mucho más altas.
–Esta diapositiva –informó _______– muestra el presupuesto del complejo en su totalidad. En mi opinión no deberíamos ir por partes construyendo ahora solo el edificio de nuestro establecimiento y dejando para más adelante el desarrollo del complejo entero. Eso supondría un desembolso inicial añadido de cincuenta y dos millones, pero ese dinero lo recuperaremos alquilando espacios en el complejo para otros comerciantes.
–Recuperarlo, sí –objetó Philip con voz irritada–, pero no de inmediato. Prosigue –ordenó.
_______ siguió hablando con voz serena y razonable.
–Algunos de ustedes creen que deberíamos limitarnos a construir ahora los grandes almacenes y aplazar el desarrollo del complejo en su totalidad. Desde mi punto de vista, existen tres poderosas razones para hacerlo todo a la vez.
–¿Cuáles son esas razones? –preguntó otro consejero al tiempo que se servía un vaso de agua con hielo.
–En primer lugar, tenemos que pagar todo el terreno, lo utilicemos ahora o no. Si seguimos adelante y construimos el complejo, nos ahorraremos varios millones de dólares en costos de construcción, porque, como ustedes saben, resulta más barato el precio por metro cuadrado si se urbaniza todo que si se hace por partes. En segundo lugar, los costos de la construcción se incrementarán en Houston a medida que la economía de la ciudad siga su ciclo actual de expansión. Finalmente, si tenemos otros inquilinos bien escogidos en el complejo, atraerán más clientes para nosotros. ¿Alguna otra pregunta? –inquirió y, como nadie intervino, _______ continuó proyectando diapositivas. Como pueden ver por estos gráficos, nuestro equipo de investigación en la zona ha hecho una concienzuda evaluación del lugar. El equipo le ha puesto la nota más alta. La demografía del área principal de comercio es perfecta, no hay barreras geográficas y...
Su explicación se vio interrumpida por Cyrus Fortell, un anciano díscolo de ochenta años de edad, que había pertenecido al directorio de Bancroft durante medio siglo. Sus ideas estaban tan anticuadas como el chaleco de brocado que vestía y el bastón de mango de marfil que siempre llevaba consigo.
–¡Señorita, ese lenguaje es incomprensible! –exclamó con voz aguda y airada–. «Demografía», «área principal de comercio», «barreras geográficas... ». Lo que yo quiero saber es qué significa todo eso.
Cyrus le inspiraba a _______ una mezcla de exasperación y afecto. Lo conocía desde que era niña. Los otros consejeros pensaban que Cyrus empezaba a chochear y querían jubilarlo.
–Significa, Cyrus, que un equipo de especialistas en el estudio de las mejores zonas de ubicación del comercio al por menor ha viajado a Houston para examinar el lugar. Según el informe de este equipo, la demografía...
–¿Demo qué? –se mofó el anciano–. Cuando yo inauguraba almacenes a lo largo y ancho del país esa palabra ni siquiera existía. ¿Qué significa?
–En el sentido en que yo la utilizo significa las características de la población humana que habita en la zona circundante de nuestros grandes almacenes. La edad media, los ingresos medios...
–En los viejos tiempos todo eso me importaba un bledo –insistió irritado irritadamente Cyrus, al tiempo que paseaba la mirada por los rostros impacientes sentados a la mesa–. Me importaba un bledo –se empecinó–. Cuando quería abrir una casa, enviaba a gente que construía el edificio y lo llenaba de mercancías y ya estábamos en marcha.
–Hoy es un poco diferente, Cyrus –intervino Ben Houghton. Escucha a _______ y luego podrás votar sí o no a sus propuestas.
–No puedo votar si no entiendo de qué se trata, si no sé lo que estoy votando –repuso, y elevó el nivel de audición de su aparato para la sordera. Miró a _______–. Sigue, querida. Ahora comprendo que enviaste a unos expertos a Houston, quienes descubrieron que en la zona de nuestros almacenes vive gente con la edad necesaria para ir a pie o en coche a Bancroft y que tiene dinero suficiente en el bolsillo para compartir una parte con nosotros. ¿Es eso lo que has querido decir?
_______ lanzó una risita ahogada y lo mismo hicieron varios consejeros.
–Eso es lo que quise decir –admitió la joven.
–Entonces, ¿por qué no lo has dicho así? Me desconciertan los jóvenes cuando complican cualquier tontería inventando palabras resonantes que solo logran confundirnos. Ahora, dime: ¿qué son las «barreras geográficas»?
–Bien –empezó _______–, una barrera geográfica es cualquier cosa que prevenga a un cliente potencial y le haga desistir de comprar en nuestros establecimientos. Por ejemplo, si ese cliente tiene que atravesar con su coche una zona industrial o un vecindario con un alto índice de criminalidad. Eso serían barreras geográficas.
–¿No existe nada de eso en nuestro futuro terreno de Houston?
–No, no existe.
–Entonces, voto a favor –dijo Cyrus, y _______ reprimió la risa.
–_______ –intervino Philip, interrumpiendo las palabras del anciano–. ¿Alguna otra cosa que añadir antes de que el directorio se disponga a votar?
_______ observó por un momento los rostros inescrutables de los directivos y luego negó con la cabeza y dijo:
–Habiendo discutido con gran profundidad en anteriores reuniones los detalles del nuevo proyecto, no tengo nada que añadir. Sí que quisiera reiterar, no obstante, mi convicción de que solo expandiéndonos podremos competir con éxito con las restantes cadenas de grandes almacenes. –Todavía un poco insegura de que el directorio otorgara el voto a su proyecto, _______ hizo un esfuerzo final para obtener su apoyo–. Estoy segura –añadió– de que no tengo que recordar a los miembros del consejo que todas y cada una de nuestras nuevas grandes superficies están obteniendo beneficios iguales o superiores a los cálculos iniciales. Yo creo que gran parte de este éxito se debe al cuidado con que elegimos las respectivas ubicaciones de tales establecimientos.
–El cuidado con que tú elegiste esas ubicaciones –corrigió su padre. Parecía tan frío y severo que tuvo que pasar un momento para que _______ se diera cuenta de que el autor de sus días le había hecho un cumplido. No era la primera vez que ocurría, aunque los homenajes verbales de Philip siempre eran pronunciados como quien cumple un deber de mala gana. Sin embargo, el cumplido de hoy, en presencia del directorio, podía tener otro significado. Tal vez su padre no solo iba a apoyar el proyecto de Houston, sino también a someter al consejo la candidatura de su hija como presidente en funciones durante su ausencia.
–Gracias –le contestó _______, y luego tomó asiento.
Philip se volvió hacia Parker.
–Supongo que tu banco sigue dispuesto a hacer el préstamo de financiación del proyecto de Houston, si lo aprueba el directorio.
–Sí, Philip. Pero en las condiciones que expuse aquí en la última reunión.
_______ hacía semanas que conocía esas condiciones, pero aun así sintió pánico ante la mera mención de las mismas. El banco de Parker –o mejor dicho, su propio consejo de administración– había examinado las enormes cantidades prestadas a Bancroft en los últimos años y cundió el nerviosismo. Eran cifras astronómicas. Los préstamos para Phoenix, y ahora los destinados a
Houston, deberían ser otorgados tras modificar los contratos anteriores. Lo que el banco exigía era, en concreto, que _______ y su padre avalaran personalmente los créditos, además de depositar una garantía subsidiaria personal, que incluiría sus respectivos paquetes de acciones en Bancroft. _______ se estaba jugando su propio dinero, lo que no dejaba de asustarla. Aparte de su paquete de acciones y su sueldo, no poseía más que la herencia de su abuelo, que era lo que tendría que aportar como garantía subsidiaria.
Philip empezó a hablar y su hija advirtió, ya que era obvio, que todavía estaba furioso ante las exigencias del banco de Parker, que consideraba excesivas.
–Tú sabes cómo me enojan esas condiciones especiales, Parker. Considerando el hecho de que Reynolds Mercantile ha sido el único banco de Bancroft durante más de ochenta años, esta repentina exigencia de garantías personales y subsidiarias no solo está fuera de lugar, sino que también es insultante.
–Comprendo lo que sientes –le contestó Parker con calma–. Incluso estoy de acuerdo contigo, y lo sabes. Esta mañana he vuelto a reunirme con mi directorio y he intentando convencerlos de que renunciaran a esas insólitas condiciones o al menos que las suavizaran. Ha sido inútil. Sin embargo –prosiguió, abarcando con la mirada a todos los miembros de la mesa, a fin de que se dieran por aludidos–, la insistencia de mi consejo de administración en no conceder los préstamos en otros términos no significa desconfianza ni es el reflejo de una actitud negativa hacia Bancroft, al que seguimos considerando un gran cliente.
–A mí me suena a desconfianza –declaró el anciano Cyrus–. Tengo la impresión de que Reynolds Mercantile considera que aquí en Bancroft somos unos tránsfugas.
–Nada de eso. El hecho es que el último año ha cambiado el clima económico de las cadenas de grandes tiendas. Es menos saludable que antes. Dos cadenas se han presentado en convocatoria para evitar que las cierren los acreedores mientras intentan reorganizarse. Ese es uno de los factores que pesó en nuestra decisión, pero tanto o más importante es que desde la gran depresión nunca se han producido tantas quiebras bancarias. Por eso los bancos son mucho más cautos cuando se trata de prestar grandes sumas a un solo cliente. Además, tenemos que dar plena satisfacción a las auditorías, que en estos momentos someten nuestros préstamos a un escrutinio más severo que nunca. Los requisitos para la obtención de un crédito se han endurecido.
–A mí me parece que deberíamos recurrir a otro banco –sugirió Cyrus, y miró vivamente los rostros de los otros consejeros en busca de signos de aprobación–. Eso es lo que yo haría. Dile a Parker que se vaya al diablo y que ya encontraremos el dinero en alguna otra parte.
–Podríamos buscar otra fuente de financiación –intervino _______, tratando de separar sus sentimientos personales y pensar con la objetividad que imponen los negocios–. Sin embargo, el banco de Parker nos ofrece unos intereses que no encontraríamos en ningún otro lado. Naturalmente él...
–No hay nada de natural en ello –la interrumpió Cyrus, lanzándole una mirada poco menos que lasciva. Después se volvió hacia Parker y agregó–: Si tuviera que casarme con esta estupenda joven, lo natural sería que le diera todo lo que deseara. En cambio, tú prefieres maniatarla, inmovilizando sus bienes.
–Cyrus –dijo _______ con firmeza al tiempo que se preguntaba cómo un hombre tan anciano podía comportarse como un adolescente–, el negocio es el negocio.
–Las mujeres no deberían andar metidas en negocios, a menos que sean feas y no tengan a un hombre que cuide de ellas. En mi época una hermosa joven como tú estaría en su casa haciendo cosas naturales, como criar niños y...
–Esta no es tu época, Cyrus –intervino Parker–. Continúa, _______. ¿Qué ibas a decir?
–Iba a decir –añadió _______, incómoda a causa de las miradas maliciosas que se intercambiaban los directores– que las condiciones especiales de tu banco no son preocupantes, puesto que Bancroft & Company efectuará los pagos en los plazos acordados.
–Eso es muy cierto –convino Philip, resignado e impaciente a la vez–. A menos que alguien tenga algo que añadir, opino que cerremos las conversaciones sobre Houston y votemos al final de esta reunión.
_______ recogió sus papeles, agradeció formalmente al directorio su atención al proyecto de Houston y abandonó la sala de conferencias.
–¿Y bien? –preguntó Phyllis, siguiendo a _______ hasta su despacho–. ¿Cómo ha ido? ¿Habrá una sucursal de Bancroft en Houston?
–Están votando en estos momentos –contestó _______, ojeando el correo de la mañana que Phyllis le había dejado sobre la mesa.
–Rezo para que voten a favor.
Conmovida por la dedicación de que ella y la empresa eran objeto por parte de su secretaria, _______ esbozó una sonrisa tranquilizadora.
–Lo harán –predijo _______. Su padre aprobaba el proyecto, aunque con reservas, así que por ese lado _______ no tenía nada que temer–. La incógnita es si la junta dará su conformidad a la construcción inmediata de todo el proyecto o no. ¿Llamarás a Sam Green para que se presente aquí con los contratos de Thorp?
Cuando minutos más tarde colgó el teléfono, Sam Green estaba de pie en el umbral de la puerta. Era un hombre de baja estatura y cabello áspero. Sin embargo, irradiaba autoridad y saber, lo que todos veían, y en especial sus oponentes. Un caso jurídico en manos de Sam Green era una garantía de éxito. Tras sus gafas de montura metálica, sus ojos azules despedían un brillo de inteligencia. En aquel momento la mirada inquisitiva de Sam estaba clavada, expectante, en el rostro de _______.
–Phyllis me ha dicho que estás preparada para llevar a cabo lo del contrato de Houston –comentó entrando en el despacho–. ¿Significa eso que contamos con la aprobación del directorio?
–Doy por sentado que la tendremos dentro de unos minutos. ¿Qué oferta inicial crees que deberíamos hacer a Thorp Development?
–Piden treinta millones –repuso Sam con aire pensativo y sentándose en uno de los sillones frente al escritorio de _______–. ¿Qué te parece una oferta de dieciocho para quedarnos, digamos, en veinte? El terreno está hipotecado y los hermanos necesitan efectivo con urgencia. Podrían conformarse con veinte millones.
–¿De veras lo crees?
–Probablemente no –contestó él, y lanzó una risita ahogada.
–Si es necesario, llegaremos a veinticinco. El terreno vale un máximo de treinta, pero, hasta ahora no han podido venderlo por ese precio... –Sonó el teléfono y _______ atendió la llamada sin terminar la frase. Oyó la voz de su padre, seca y firme.
–Seguiremos adelante con el proyecto de Houston, _______, pero aplazaremos la construcción de todo el complejo hasta que los grandes almacenes de Houston rindan beneficios.
–Creo que es un error –le contestó _______, ocultando su decepción tras un tono de voz firme.
–Fue decisión de la junta.
–Podrías haberlos convencido –replicó ella con audacia.
–Está bien, entonces fue mi decisión.
–Y es un error.
–Cuando tú dirijas esta empresa tomarás las decisiones...
El corazón de _______ dio un brinco ante estas palabras.
–Cuando... ¿qué? ¿Cuándo dirija la empresa?
–Hasta entonces seré yo quien tome las decisiones –respondió Philip, eludiendo una respuesta directa–. Ahora me voy a casa, porque no me siento bien. De hecho, habría aplazado esta reunión si tú no te hubieras mostrado tan inflexible.
_______ pensó que no sería extraño que utilizara la enfermedad como pretexto. Suspiró y dijo:
–Cuídate. Te veré el jueves a la hora de cenar.
Colgó el auricular y por un momento se lamentó de su relativo fracaso. De inmediato hizo lo que había aprendido a hacer después de su desdichado matrimonio: afrontar la realidad y hallar en ella un objetivo que alcanzar. Sonrió a Sam Green e informó con tono triunfal:
–Contamos con la aprobación del directorio para el proyecto de Houston.
–¿Todo el complejo o solo los grandes almacenes?
–Solo los grandes almacenes.
–Creo que es un error.
Era obvio que Sam había oído la conversación con Philip, pero _______ no hizo comentarios. Para ella era una cuestión de principios reservarse para sí misma, siempre que le fuera posible, la opinión que le merecía la política de su padre. Dejando al margen el asunto, preguntó:
–¿Cuándo podrás tener listo un contrato para llevárselo a Thorp Development?
–Mañana por la noche, pero si quieres que yo negocie personalmente con los hermanos, tendrás que esperar dos semanas, porque antes no puedo viajar a Houston. Todavía estamos preparando el juicio contra Juguetes Wilson.
–Preferiría que fueras tú quien llevara las negociaciones en Houston –confirmó _______, consciente de que nadie sería capaz de lograr mejores condiciones que él. Por supuesto, habría deseado que Sam estuviera disponible más pronto–. Supongo que dentro de dos semanas está bien. Para entonces, Reynolds Mercantile puede haberse ya comprometido por escrito, y de este modo los contratos no estarán supeditados a su financiación.
–Ese terreno ha estado en venta durante años –comentó Sam con una sonrisa–. Aún estará disponible dentro de un par de semanas. Además, cuanto más tiempo esperemos, más acorralados estarán los Thorp y más dispuestos a aceptar nuestra ruinosa oferta. –Como _______ todavía parecía preocupada, Sam añadió–: Intentaré que mi gente se apresure con el asunto Wilson. Viajaré a Houston en cuanto lo tengamos arreglado.
Poco después de las seis de la tarde _______ levantó la vista de los contratos que había estado leyendo y vio a Phyllis que se dirigía hacia ella con el abrigo puesto y el diario vespertino en la mano.
–Siento lo de Houston. Me refiero a que no hayan aprobado la construcción de todo el complejo.
_______ se reclinó en el asiento y sonrió con cansancio.
–Gracias, Phyllis.
–¿Por sentirlo?
–No –respondió _______, cogiendo el diario–. Por preocuparte. Bueno, una cosa va por la otra. Supongo que en conjunto ha sido un buen día.
Phyllis señaló el diario que _______ se disponía a ojear.
–Espero que eso no te haga cambiar de idea
Desconcertada, _______ abrió el periódico y en la segunda página vio una gran fotografía de Nicholas Farrell junto a una chica, aspirante a estrella de la pantalla, que había viajado a Chicago en el avión privado del financiero para asistir con él a la fiesta de un amigo la noche anterior. En la mente de _______ se agolparon recuerdos de recortes de prensa mientras echaba un vistazo al entusiasta artículo sobre el más reciente empresario de Chicago y soltero de oro. Sin embargo, cuando _______ alzó la mirada, su rostro no revelaba emoción alguna.
–¿Por qué tendría que alterarme esto?
–Echa una ojeada a la sección de economía –aconsejó la secretaria.
_______ estuvo a punto de decirle que se estaba tomando demasiadas libertades, pero se contuvo. Aquella joven había sido su primera y única secretaria, al igual que ella había sido su primer jefe. En los seis años que llevaban juntas habían trabajado codo con codo cientos de noches y docenas de fines de semana.
En la primera página de la sección de economía había otra fotografía de Nick, acompañada de otro artículo laudatorio, en este caso referido a su actividad en Intercorp y también a su propósito de instalar una fabulosa planta industrial en Southville. No faltaba una nota más íntima: Nicholas Farrell había adquirido un ático en las Berkeley Towers. Era un lujoso apartamento que Nick mismo había hecho amueblar.
Junto a la fotografía de Nick, un poco más abajo, aparecía otra de _______, acompañada de un texto en que se recogían sus proyectos de expansión para Bancroft, siempre en la línea del comercio al por menor.
–Le han dado preferencia –comentó Phyllis, apoyando la cintura en el borde de la mesa de _______ sin dejar de mirar el diario–. No hace ni dos semanas que está en Chicago y la prensa local no para de hablar de él.
–En la prensa también abundan las noticias sobre ladrones y violadores –le recordó _______. Detestaba tanta alabanza del liderazgo de Nick, y estaba furiosa consigo misma porque, por alguna extraña razón, al ver su fotografía había sentido un temblor en las manos. Sin duda aquella reacción se debía al hecho de que Nick estuviera en Chicago y no a miles de kilómetros de distancia, que era donde debería estar.
–¿De veras es tan atractivo como parece en las fotos?
–¿Atractivo? –susurró _______ con estudiada indiferencia, al tiempo que se ponía en pie y se dirigía al armario para recoger su abrigo–. A mí no me lo parece.
–Es un pelmazo, ¿verdad? –inquirió Phyllis con una irreprimible sonrisa.
_______ también sonrió y se dispuso a cerrar con llave el escritorio.
–¿Ni más ni menos?
–Leí la sección de Sally Mansfield –contestó Phyllis–. Cuando me enteré de que le habías parado los pies delante de todo el mundo, pensé que ese tipo tenía que ser un auténtico pelmazo. _______, te he visto tratar con hombres que te resultaban intolerables, y siempre lo hiciste cortésmente, con una sonrisa.
–En realidad, Sally Mansfield malinterpretó lo ocurrido. Apenas conozco a ese tipo. –Cambió deliberadamente de tema–. ¿Todavía tienes el coche en el taller? Puedo llevarte a casa.
–No, _______, muchas gracias –repuso la joven–. Voy a cenar a casa de mi hermana, que vive en dirección opuesta a la tuya.
–Te llevaría de todos modos, pero se ha hecho tarde y hoy es miércoles...
–Y los miércoles Parker y tú coméis en tu apartamento.
–Así es.
–Es una suerte para ti que te guste la rutina, _______. A mí me volvería loca pensar que el hombre de mi vida siempre repite lo mismo en los mismos días y horas. Y así una semana y otra, año tras año...
_______ se echó a reír. Luego dijo:
–Para, por favor. Estás consiguiendo que me deprima. Además, me gusta la rutina, el orden, la dependencia.
–En cambio, a mí no. Me gusta la espontaneidad.
–Por eso tus citas rara vez aparecen la noche indicada y no digamos ya a la hora indicada –bromeó _______.
–Es cierto.
Apretó el botón y apareció la siguiente diapositiva, en la que se leían cifras mucho más altas.
–Esta diapositiva –informó _______– muestra el presupuesto del complejo en su totalidad. En mi opinión no deberíamos ir por partes construyendo ahora solo el edificio de nuestro establecimiento y dejando para más adelante el desarrollo del complejo entero. Eso supondría un desembolso inicial añadido de cincuenta y dos millones, pero ese dinero lo recuperaremos alquilando espacios en el complejo para otros comerciantes.
–Recuperarlo, sí –objetó Philip con voz irritada–, pero no de inmediato. Prosigue –ordenó.
_______ siguió hablando con voz serena y razonable.
–Algunos de ustedes creen que deberíamos limitarnos a construir ahora los grandes almacenes y aplazar el desarrollo del complejo en su totalidad. Desde mi punto de vista, existen tres poderosas razones para hacerlo todo a la vez.
–¿Cuáles son esas razones? –preguntó otro consejero al tiempo que se servía un vaso de agua con hielo.
–En primer lugar, tenemos que pagar todo el terreno, lo utilicemos ahora o no. Si seguimos adelante y construimos el complejo, nos ahorraremos varios millones de dólares en costos de construcción, porque, como ustedes saben, resulta más barato el precio por metro cuadrado si se urbaniza todo que si se hace por partes. En segundo lugar, los costos de la construcción se incrementarán en Houston a medida que la economía de la ciudad siga su ciclo actual de expansión. Finalmente, si tenemos otros inquilinos bien escogidos en el complejo, atraerán más clientes para nosotros. ¿Alguna otra pregunta? –inquirió y, como nadie intervino, _______ continuó proyectando diapositivas. Como pueden ver por estos gráficos, nuestro equipo de investigación en la zona ha hecho una concienzuda evaluación del lugar. El equipo le ha puesto la nota más alta. La demografía del área principal de comercio es perfecta, no hay barreras geográficas y...
Su explicación se vio interrumpida por Cyrus Fortell, un anciano díscolo de ochenta años de edad, que había pertenecido al directorio de Bancroft durante medio siglo. Sus ideas estaban tan anticuadas como el chaleco de brocado que vestía y el bastón de mango de marfil que siempre llevaba consigo.
–¡Señorita, ese lenguaje es incomprensible! –exclamó con voz aguda y airada–. «Demografía», «área principal de comercio», «barreras geográficas... ». Lo que yo quiero saber es qué significa todo eso.
Cyrus le inspiraba a _______ una mezcla de exasperación y afecto. Lo conocía desde que era niña. Los otros consejeros pensaban que Cyrus empezaba a chochear y querían jubilarlo.
–Significa, Cyrus, que un equipo de especialistas en el estudio de las mejores zonas de ubicación del comercio al por menor ha viajado a Houston para examinar el lugar. Según el informe de este equipo, la demografía...
–¿Demo qué? –se mofó el anciano–. Cuando yo inauguraba almacenes a lo largo y ancho del país esa palabra ni siquiera existía. ¿Qué significa?
–En el sentido en que yo la utilizo significa las características de la población humana que habita en la zona circundante de nuestros grandes almacenes. La edad media, los ingresos medios...
–En los viejos tiempos todo eso me importaba un bledo –insistió irritado irritadamente Cyrus, al tiempo que paseaba la mirada por los rostros impacientes sentados a la mesa–. Me importaba un bledo –se empecinó–. Cuando quería abrir una casa, enviaba a gente que construía el edificio y lo llenaba de mercancías y ya estábamos en marcha.
–Hoy es un poco diferente, Cyrus –intervino Ben Houghton. Escucha a _______ y luego podrás votar sí o no a sus propuestas.
–No puedo votar si no entiendo de qué se trata, si no sé lo que estoy votando –repuso, y elevó el nivel de audición de su aparato para la sordera. Miró a _______–. Sigue, querida. Ahora comprendo que enviaste a unos expertos a Houston, quienes descubrieron que en la zona de nuestros almacenes vive gente con la edad necesaria para ir a pie o en coche a Bancroft y que tiene dinero suficiente en el bolsillo para compartir una parte con nosotros. ¿Es eso lo que has querido decir?
_______ lanzó una risita ahogada y lo mismo hicieron varios consejeros.
–Eso es lo que quise decir –admitió la joven.
–Entonces, ¿por qué no lo has dicho así? Me desconciertan los jóvenes cuando complican cualquier tontería inventando palabras resonantes que solo logran confundirnos. Ahora, dime: ¿qué son las «barreras geográficas»?
–Bien –empezó _______–, una barrera geográfica es cualquier cosa que prevenga a un cliente potencial y le haga desistir de comprar en nuestros establecimientos. Por ejemplo, si ese cliente tiene que atravesar con su coche una zona industrial o un vecindario con un alto índice de criminalidad. Eso serían barreras geográficas.
–¿No existe nada de eso en nuestro futuro terreno de Houston?
–No, no existe.
–Entonces, voto a favor –dijo Cyrus, y _______ reprimió la risa.
–_______ –intervino Philip, interrumpiendo las palabras del anciano–. ¿Alguna otra cosa que añadir antes de que el directorio se disponga a votar?
_______ observó por un momento los rostros inescrutables de los directivos y luego negó con la cabeza y dijo:
–Habiendo discutido con gran profundidad en anteriores reuniones los detalles del nuevo proyecto, no tengo nada que añadir. Sí que quisiera reiterar, no obstante, mi convicción de que solo expandiéndonos podremos competir con éxito con las restantes cadenas de grandes almacenes. –Todavía un poco insegura de que el directorio otorgara el voto a su proyecto, _______ hizo un esfuerzo final para obtener su apoyo–. Estoy segura –añadió– de que no tengo que recordar a los miembros del consejo que todas y cada una de nuestras nuevas grandes superficies están obteniendo beneficios iguales o superiores a los cálculos iniciales. Yo creo que gran parte de este éxito se debe al cuidado con que elegimos las respectivas ubicaciones de tales establecimientos.
–El cuidado con que tú elegiste esas ubicaciones –corrigió su padre. Parecía tan frío y severo que tuvo que pasar un momento para que _______ se diera cuenta de que el autor de sus días le había hecho un cumplido. No era la primera vez que ocurría, aunque los homenajes verbales de Philip siempre eran pronunciados como quien cumple un deber de mala gana. Sin embargo, el cumplido de hoy, en presencia del directorio, podía tener otro significado. Tal vez su padre no solo iba a apoyar el proyecto de Houston, sino también a someter al consejo la candidatura de su hija como presidente en funciones durante su ausencia.
–Gracias –le contestó _______, y luego tomó asiento.
Philip se volvió hacia Parker.
–Supongo que tu banco sigue dispuesto a hacer el préstamo de financiación del proyecto de Houston, si lo aprueba el directorio.
–Sí, Philip. Pero en las condiciones que expuse aquí en la última reunión.
_______ hacía semanas que conocía esas condiciones, pero aun así sintió pánico ante la mera mención de las mismas. El banco de Parker –o mejor dicho, su propio consejo de administración– había examinado las enormes cantidades prestadas a Bancroft en los últimos años y cundió el nerviosismo. Eran cifras astronómicas. Los préstamos para Phoenix, y ahora los destinados a
Houston, deberían ser otorgados tras modificar los contratos anteriores. Lo que el banco exigía era, en concreto, que _______ y su padre avalaran personalmente los créditos, además de depositar una garantía subsidiaria personal, que incluiría sus respectivos paquetes de acciones en Bancroft. _______ se estaba jugando su propio dinero, lo que no dejaba de asustarla. Aparte de su paquete de acciones y su sueldo, no poseía más que la herencia de su abuelo, que era lo que tendría que aportar como garantía subsidiaria.
Philip empezó a hablar y su hija advirtió, ya que era obvio, que todavía estaba furioso ante las exigencias del banco de Parker, que consideraba excesivas.
–Tú sabes cómo me enojan esas condiciones especiales, Parker. Considerando el hecho de que Reynolds Mercantile ha sido el único banco de Bancroft durante más de ochenta años, esta repentina exigencia de garantías personales y subsidiarias no solo está fuera de lugar, sino que también es insultante.
–Comprendo lo que sientes –le contestó Parker con calma–. Incluso estoy de acuerdo contigo, y lo sabes. Esta mañana he vuelto a reunirme con mi directorio y he intentando convencerlos de que renunciaran a esas insólitas condiciones o al menos que las suavizaran. Ha sido inútil. Sin embargo –prosiguió, abarcando con la mirada a todos los miembros de la mesa, a fin de que se dieran por aludidos–, la insistencia de mi consejo de administración en no conceder los préstamos en otros términos no significa desconfianza ni es el reflejo de una actitud negativa hacia Bancroft, al que seguimos considerando un gran cliente.
–A mí me suena a desconfianza –declaró el anciano Cyrus–. Tengo la impresión de que Reynolds Mercantile considera que aquí en Bancroft somos unos tránsfugas.
–Nada de eso. El hecho es que el último año ha cambiado el clima económico de las cadenas de grandes tiendas. Es menos saludable que antes. Dos cadenas se han presentado en convocatoria para evitar que las cierren los acreedores mientras intentan reorganizarse. Ese es uno de los factores que pesó en nuestra decisión, pero tanto o más importante es que desde la gran depresión nunca se han producido tantas quiebras bancarias. Por eso los bancos son mucho más cautos cuando se trata de prestar grandes sumas a un solo cliente. Además, tenemos que dar plena satisfacción a las auditorías, que en estos momentos someten nuestros préstamos a un escrutinio más severo que nunca. Los requisitos para la obtención de un crédito se han endurecido.
–A mí me parece que deberíamos recurrir a otro banco –sugirió Cyrus, y miró vivamente los rostros de los otros consejeros en busca de signos de aprobación–. Eso es lo que yo haría. Dile a Parker que se vaya al diablo y que ya encontraremos el dinero en alguna otra parte.
–Podríamos buscar otra fuente de financiación –intervino _______, tratando de separar sus sentimientos personales y pensar con la objetividad que imponen los negocios–. Sin embargo, el banco de Parker nos ofrece unos intereses que no encontraríamos en ningún otro lado. Naturalmente él...
–No hay nada de natural en ello –la interrumpió Cyrus, lanzándole una mirada poco menos que lasciva. Después se volvió hacia Parker y agregó–: Si tuviera que casarme con esta estupenda joven, lo natural sería que le diera todo lo que deseara. En cambio, tú prefieres maniatarla, inmovilizando sus bienes.
–Cyrus –dijo _______ con firmeza al tiempo que se preguntaba cómo un hombre tan anciano podía comportarse como un adolescente–, el negocio es el negocio.
–Las mujeres no deberían andar metidas en negocios, a menos que sean feas y no tengan a un hombre que cuide de ellas. En mi época una hermosa joven como tú estaría en su casa haciendo cosas naturales, como criar niños y...
–Esta no es tu época, Cyrus –intervino Parker–. Continúa, _______. ¿Qué ibas a decir?
–Iba a decir –añadió _______, incómoda a causa de las miradas maliciosas que se intercambiaban los directores– que las condiciones especiales de tu banco no son preocupantes, puesto que Bancroft & Company efectuará los pagos en los plazos acordados.
–Eso es muy cierto –convino Philip, resignado e impaciente a la vez–. A menos que alguien tenga algo que añadir, opino que cerremos las conversaciones sobre Houston y votemos al final de esta reunión.
_______ recogió sus papeles, agradeció formalmente al directorio su atención al proyecto de Houston y abandonó la sala de conferencias.
–¿Y bien? –preguntó Phyllis, siguiendo a _______ hasta su despacho–. ¿Cómo ha ido? ¿Habrá una sucursal de Bancroft en Houston?
–Están votando en estos momentos –contestó _______, ojeando el correo de la mañana que Phyllis le había dejado sobre la mesa.
–Rezo para que voten a favor.
Conmovida por la dedicación de que ella y la empresa eran objeto por parte de su secretaria, _______ esbozó una sonrisa tranquilizadora.
–Lo harán –predijo _______. Su padre aprobaba el proyecto, aunque con reservas, así que por ese lado _______ no tenía nada que temer–. La incógnita es si la junta dará su conformidad a la construcción inmediata de todo el proyecto o no. ¿Llamarás a Sam Green para que se presente aquí con los contratos de Thorp?
Cuando minutos más tarde colgó el teléfono, Sam Green estaba de pie en el umbral de la puerta. Era un hombre de baja estatura y cabello áspero. Sin embargo, irradiaba autoridad y saber, lo que todos veían, y en especial sus oponentes. Un caso jurídico en manos de Sam Green era una garantía de éxito. Tras sus gafas de montura metálica, sus ojos azules despedían un brillo de inteligencia. En aquel momento la mirada inquisitiva de Sam estaba clavada, expectante, en el rostro de _______.
–Phyllis me ha dicho que estás preparada para llevar a cabo lo del contrato de Houston –comentó entrando en el despacho–. ¿Significa eso que contamos con la aprobación del directorio?
–Doy por sentado que la tendremos dentro de unos minutos. ¿Qué oferta inicial crees que deberíamos hacer a Thorp Development?
–Piden treinta millones –repuso Sam con aire pensativo y sentándose en uno de los sillones frente al escritorio de _______–. ¿Qué te parece una oferta de dieciocho para quedarnos, digamos, en veinte? El terreno está hipotecado y los hermanos necesitan efectivo con urgencia. Podrían conformarse con veinte millones.
–¿De veras lo crees?
–Probablemente no –contestó él, y lanzó una risita ahogada.
–Si es necesario, llegaremos a veinticinco. El terreno vale un máximo de treinta, pero, hasta ahora no han podido venderlo por ese precio... –Sonó el teléfono y _______ atendió la llamada sin terminar la frase. Oyó la voz de su padre, seca y firme.
–Seguiremos adelante con el proyecto de Houston, _______, pero aplazaremos la construcción de todo el complejo hasta que los grandes almacenes de Houston rindan beneficios.
–Creo que es un error –le contestó _______, ocultando su decepción tras un tono de voz firme.
–Fue decisión de la junta.
–Podrías haberlos convencido –replicó ella con audacia.
–Está bien, entonces fue mi decisión.
–Y es un error.
–Cuando tú dirijas esta empresa tomarás las decisiones...
El corazón de _______ dio un brinco ante estas palabras.
–Cuando... ¿qué? ¿Cuándo dirija la empresa?
–Hasta entonces seré yo quien tome las decisiones –respondió Philip, eludiendo una respuesta directa–. Ahora me voy a casa, porque no me siento bien. De hecho, habría aplazado esta reunión si tú no te hubieras mostrado tan inflexible.
_______ pensó que no sería extraño que utilizara la enfermedad como pretexto. Suspiró y dijo:
–Cuídate. Te veré el jueves a la hora de cenar.
Colgó el auricular y por un momento se lamentó de su relativo fracaso. De inmediato hizo lo que había aprendido a hacer después de su desdichado matrimonio: afrontar la realidad y hallar en ella un objetivo que alcanzar. Sonrió a Sam Green e informó con tono triunfal:
–Contamos con la aprobación del directorio para el proyecto de Houston.
–¿Todo el complejo o solo los grandes almacenes?
–Solo los grandes almacenes.
–Creo que es un error.
Era obvio que Sam había oído la conversación con Philip, pero _______ no hizo comentarios. Para ella era una cuestión de principios reservarse para sí misma, siempre que le fuera posible, la opinión que le merecía la política de su padre. Dejando al margen el asunto, preguntó:
–¿Cuándo podrás tener listo un contrato para llevárselo a Thorp Development?
–Mañana por la noche, pero si quieres que yo negocie personalmente con los hermanos, tendrás que esperar dos semanas, porque antes no puedo viajar a Houston. Todavía estamos preparando el juicio contra Juguetes Wilson.
–Preferiría que fueras tú quien llevara las negociaciones en Houston –confirmó _______, consciente de que nadie sería capaz de lograr mejores condiciones que él. Por supuesto, habría deseado que Sam estuviera disponible más pronto–. Supongo que dentro de dos semanas está bien. Para entonces, Reynolds Mercantile puede haberse ya comprometido por escrito, y de este modo los contratos no estarán supeditados a su financiación.
–Ese terreno ha estado en venta durante años –comentó Sam con una sonrisa–. Aún estará disponible dentro de un par de semanas. Además, cuanto más tiempo esperemos, más acorralados estarán los Thorp y más dispuestos a aceptar nuestra ruinosa oferta. –Como _______ todavía parecía preocupada, Sam añadió–: Intentaré que mi gente se apresure con el asunto Wilson. Viajaré a Houston en cuanto lo tengamos arreglado.
Poco después de las seis de la tarde _______ levantó la vista de los contratos que había estado leyendo y vio a Phyllis que se dirigía hacia ella con el abrigo puesto y el diario vespertino en la mano.
–Siento lo de Houston. Me refiero a que no hayan aprobado la construcción de todo el complejo.
_______ se reclinó en el asiento y sonrió con cansancio.
–Gracias, Phyllis.
–¿Por sentirlo?
–No –respondió _______, cogiendo el diario–. Por preocuparte. Bueno, una cosa va por la otra. Supongo que en conjunto ha sido un buen día.
Phyllis señaló el diario que _______ se disponía a ojear.
–Espero que eso no te haga cambiar de idea
Desconcertada, _______ abrió el periódico y en la segunda página vio una gran fotografía de Nicholas Farrell junto a una chica, aspirante a estrella de la pantalla, que había viajado a Chicago en el avión privado del financiero para asistir con él a la fiesta de un amigo la noche anterior. En la mente de _______ se agolparon recuerdos de recortes de prensa mientras echaba un vistazo al entusiasta artículo sobre el más reciente empresario de Chicago y soltero de oro. Sin embargo, cuando _______ alzó la mirada, su rostro no revelaba emoción alguna.
–¿Por qué tendría que alterarme esto?
–Echa una ojeada a la sección de economía –aconsejó la secretaria.
_______ estuvo a punto de decirle que se estaba tomando demasiadas libertades, pero se contuvo. Aquella joven había sido su primera y única secretaria, al igual que ella había sido su primer jefe. En los seis años que llevaban juntas habían trabajado codo con codo cientos de noches y docenas de fines de semana.
En la primera página de la sección de economía había otra fotografía de Nick, acompañada de otro artículo laudatorio, en este caso referido a su actividad en Intercorp y también a su propósito de instalar una fabulosa planta industrial en Southville. No faltaba una nota más íntima: Nicholas Farrell había adquirido un ático en las Berkeley Towers. Era un lujoso apartamento que Nick mismo había hecho amueblar.
Junto a la fotografía de Nick, un poco más abajo, aparecía otra de _______, acompañada de un texto en que se recogían sus proyectos de expansión para Bancroft, siempre en la línea del comercio al por menor.
–Le han dado preferencia –comentó Phyllis, apoyando la cintura en el borde de la mesa de _______ sin dejar de mirar el diario–. No hace ni dos semanas que está en Chicago y la prensa local no para de hablar de él.
–En la prensa también abundan las noticias sobre ladrones y violadores –le recordó _______. Detestaba tanta alabanza del liderazgo de Nick, y estaba furiosa consigo misma porque, por alguna extraña razón, al ver su fotografía había sentido un temblor en las manos. Sin duda aquella reacción se debía al hecho de que Nick estuviera en Chicago y no a miles de kilómetros de distancia, que era donde debería estar.
–¿De veras es tan atractivo como parece en las fotos?
–¿Atractivo? –susurró _______ con estudiada indiferencia, al tiempo que se ponía en pie y se dirigía al armario para recoger su abrigo–. A mí no me lo parece.
–Es un pelmazo, ¿verdad? –inquirió Phyllis con una irreprimible sonrisa.
_______ también sonrió y se dispuso a cerrar con llave el escritorio.
–¿Ni más ni menos?
–Leí la sección de Sally Mansfield –contestó Phyllis–. Cuando me enteré de que le habías parado los pies delante de todo el mundo, pensé que ese tipo tenía que ser un auténtico pelmazo. _______, te he visto tratar con hombres que te resultaban intolerables, y siempre lo hiciste cortésmente, con una sonrisa.
–En realidad, Sally Mansfield malinterpretó lo ocurrido. Apenas conozco a ese tipo. –Cambió deliberadamente de tema–. ¿Todavía tienes el coche en el taller? Puedo llevarte a casa.
–No, _______, muchas gracias –repuso la joven–. Voy a cenar a casa de mi hermana, que vive en dirección opuesta a la tuya.
–Te llevaría de todos modos, pero se ha hecho tarde y hoy es miércoles...
–Y los miércoles Parker y tú coméis en tu apartamento.
–Así es.
–Es una suerte para ti que te guste la rutina, _______. A mí me volvería loca pensar que el hombre de mi vida siempre repite lo mismo en los mismos días y horas. Y así una semana y otra, año tras año...
_______ se echó a reír. Luego dijo:
–Para, por favor. Estás consiguiendo que me deprima. Además, me gusta la rutina, el orden, la dependencia.
–En cambio, a mí no. Me gusta la espontaneidad.
–Por eso tus citas rara vez aparecen la noche indicada y no digamos ya a la hora indicada –bromeó _______.
–Es cierto.
anasmile
Re: Paraiso Robado( Nick y y tu)
quien quiere comprar la compañia de ______?????.....
Será nick????
Será nick????
chelis
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