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"Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
Capítulo 6
Poner cara de perro había funcionado. _____ siguió a Joseph hasta el vestíbulo sin decir una palabra. Mientras él pagaba la cuenta y después, cuando salieron a la puerta del hotel a esperar que el mozo les llevara el coche, ella siguió a su lado. Joseph aprovechó la oportunidad. Se inclinó hacia ella, le pasó un brazo por los hombros y acercó los labios a su oído.
―Muy bien ―le dijo, en voz baja―. Si continúas así, nos llevaremos bien.
Ella se echó hacia atrás y le lanzó una mirada asesina.
―Posiblemente, eso es lo que usted quiere. Me hace acordar a las órdenes que tenían que obedecer los indios.
Aquellas palabras tenían un tono helado. Joseph no se engañó diciéndose que era un cumplido.
―Me refiero a Julio Roca y a Juan Manuel de Rosas ―añadió _____―, que para mí fueron unos bárbaros porque arrasaron el interior de la Argentina y convirtieron a los nativos en esclavos.
― ¿Y eso soy yo? ―como ella no le contestó, él asintió con una mueca―. Agradable. Muy agradable.
―Exacto, querrás decir ―lo corrigió.
―Supongo que no serviría de nada señalar que yo no soy ninguno de esos dos viejos y tú no eres india.
―El principio es el mismo ―ella esbozó una pequeña sonrisa que destacaba su tono de voz―. Me he dado cuenta de que no has intentado hablar sobre lo que hicieron.
―No sé lo que hicieron, aparte de lo que tú me has dicho. Creo que lo que me quieres decir es que tengo mucho en común con esos hombres de la historia.
―Eso es lo que quiero decir. Y te agradecería que me quitaras las manos de encima.
Joseph suspiró. El día de ayer le había resultado interminable, y no había conseguido dormir casi nada. No podía dejar que _____ lo provocara. Era posible que terminara echándosela a la espalda y subiéndola al avión a la fuerza, o abrazándola y besándola hasta que se volviera suave y dócil de nuevo. Sabía muy bien que ninguno de los dos métodos era buena idea.
El mozo llegó con el coche y le entregó las llaves a Joseph. Luego le dio una propina, y el chico puso las dos maletas en el maletero. Después se acercó rápidamente a la puerta del pasajero y la abrió. Joseph agarró a _____ por la muñeca.
―Parece que eres una chica lista ―le dijo en voz baja―, así que voy a decirte lo que me gustaría que hicieras. Sube al coche, pórtate bien y mantén la boca cerrada hasta que lleguemos a Nueva York. Después podremos hablar sobre la conquista del desierto, y los indios. ¿Qué opinas?
―Parece que no tengo elección.
―Una conclusión brillante ―agregó con un tono que demostraba cierto sarcasmo.
―Espero que entiendas que acepto esta desgracia porque está basada en la conveniencia, y no en la obediencia―. Expresó recalcando las palabras “conveniencia” y “obediencia”.
Joseph arqueó las cejas.
―Apuesto a que siempre sacabas sobresaliente en lengua.
―Yo siempre sacaba sobresalientes en todo ―respondió ella con arrogancia―. ¿Quieres que te explique lo que significan esas palabras?
―Gracias por el ofrecimiento, pero me las puedo arreglar. Quieres que sepa que vas a cooperar en todo esto porque yo soy más grande, más fuerte y más desagradable que tú. ¿Es eso?
―Eres el peor hombre de la tierra.
―Lo sé. Pero ahora, hazme el favor y entra en el bendito coche.
―No hay necesidad de maldecir.
―Pues todavía no has oído nada. ¡Y ahora, muévete!
Ella le echó una mirada de las que seguramente usaba Medusa para volver a los hombres de piedra. Salvo que ella no parecía Medusa aquella mañana. Parecía una mujer que estaba intentando disimular todo el miedo que tenía.
Joseph suspiró.
―_____ ―le dijo―. Sé que esto no es fácil.
―Tu inteligencia me deja asombrada.
Ni siquiera con el sarcasmo ella pudo esconder lo que Joseph vio en sus ojos.
―Sólo quiero que sepas que intentaré con todas mis fuerzas hacer lo mejor para ti.
A ella le tembló la barbilla. Otra vez sintió deseos de llorar.
― ¿De veras?
Él asintió.
―Tú sólo tienes que portarte bien, y yo haré que todo esto sea lo menos doloroso posible. ¿Estás de acuerdo?
Ella miró la mano que él había extendido para cerrar el trato, como si fuera a contagiarle de alguna peste. Justo cuando él pensaba que había sido un tonto por ofrecerle una tregua, _____ le dio la mano, pese a todo el odio que sentía hacia aquel apuesto monstruo. Él notó en aquel apretón que ella tenía la piel helada.
―De acuerdo ―respondió ella, y Joseph se preguntó, por un momento, qué haría ella si él cambiara aquel apretón de manos por un beso.
El vuelo a Nueva York resultó interminable; De todos modos, a _____ no le importaba. Le daba tiempo para pensar. ¿Le habría dicho en serio Joseph lo de hacer lo mejor para ella? Había descubierto una repentina compasión en su mirada cuando él estaba hablando. Quizá no fuera a casarla a la fuerza. Te equivocas _____, se dijo. Sí lo hará. Pero intentaría encontrar un hombre decente para ella. Ahora comprendía lo que significaba “lo mejor para ella”. Su versión de “lo mejor” debía ser que aprendiera todo lo que pudiera sobre hombres. Y sobre sexo.
Joseph no lo sabía, pero ella había decidido cerrarse a la situación. En realidad, no le quedaba más remedio. Su protector no iba a ceder, y el hecho de escapar no era una posibilidad.
_____ le lanzó una mirada rápida a Joseph. Él estaba sentado junto a ella, con el asiento echado hacia atrás y las piernas estiradas. Tenía los ojos cerrados y las manos agarradas sobre el estómago. Parecía un gato enorme, perezoso, pero ella sabía que era algo engañoso. Igual que un gato, podría saltar en cualquier momento.
_____ volvió la cara hacia la ventana. Él tiene razón. Debo continuar con mi vida, intentar sacar provecho de todo lo que ha ocurrido, pensó; Y aquel beso le había dado una idea. Sabía que Joseph la había besado para demostrarle que estaba indefensa ante él. Que él era fuerte y ella era débil, que él era masculino y ella femenina, y que ella no sabía nada de cómo funcionaban las relaciones. Y tenía razón en todo, sobre todo en aquello último.
Ella no sabía nada de la confusa danza entre hombres y mujeres, ni siquiera después de las charlas susurradas en el dormitorio, cuando una de las chicas volvía de su fin de semana en casa. El tema era casi siempre el sexo. “¿Él hizo qué?”, preguntaría alguna de ellas, horrorizada. “¿Y tú le dejaste?”
¿Por qué iba una mujer a dejar a un hombre que…? Bueno, ¿Por qué? ¿Y qué?, se preguntó y descubrió que sus preguntas no tenían respuestas.
Aquel beso le había dado una vaga idea. Una vez que se había dejado llevar, los labios de Joseph se habían adaptado a los suyos, su cuerpo la había calentado, y ella había entendido por qué la chica que les había contado la historia se reía y decía que sí, que por supuesto había dejado que el chico hiciera tal o cual cosa. El sexo era increíblemente poderoso. Era vergonzoso aprender aquella lección a los veintiún años, pero al menos, la había aprendido antes de que su guardián la obligara a casarse. El matrimonio no era lugar para un aprendizaje de ese tipo, sobre todo, teniendo en cuenta que las probabilidades de que su marido fuera un argentino apropiado eran muy altas, tal y como pedía el testamento de sus padres.
Joseph encontraría para ella un hombre rico, que tomaría el control de su dinero y de su vida. Y aquel hombre esperaría que ella supiera cuál era su lugar. Además, sin duda, aquel hombre sería viejo. Y querría hacerle cosas horribles en la cama.
Ella no podía embarcarse en un matrimonio como aquél a ciegas. Hasta el día anterior no sabía nada de hombres. Y en aquel momento sabía muy poco, y lo que sabía lo había aprendido en las últimas veinticuatro horas. Tenía que agradecérselo a Joseph. Porque, por él, _____ sabía que los hombres tenían mal genio, que eran intratables, que accederían a hacer cosas impensables siempre y cuando pudieran convencerse de que las hacían para respetar algún sagrado código de honor. _____ se pasó la punta del dedo por los labios.
Sabía, también, que el sexo era mucho más complicado de lo que había imaginado. Sólo había que reflexionar sobre las ideas absurdas que había tenido la noche anterior, cuando estaba en la cama con Joseph. Se había asombrado a sí misma. No, se corrigió. Se había asustado a sí misma. Igual que él la había asustado cuando la había besado aquella mañana. Aquello era el sexo. Sinónimo de poder.
Cuando él la había besado, _____ había pasado en un segundo de sentirse pequeña e indefensa a sentirse delicada y ansiosa. Bajo la presión de su boca y el roce de sus caricias, se había derretido física, mental y emocionalmente.
¿El beso de un hombre siempre le hacía aquello a una mujer? Y si lo hacía, ¿Quién sabía lo que sucedería si un hombre le hacia el amor? ¿Me convertiré en una esclava obediente? ¿Habrá alguna forma de evitar no hacerlo?
De ninguna forma iba a esperar a estar atrapada en un matrimonio para encontrar las respuestas a aquellas preguntas. Las necesitaba ya, mucho antes de casarse.
Y Joseph se las daría. Ella aprendería todo lo que pudiera de él. No todo, claro, pero sí lo suficiente. No estaba dispuesta a embarcarse en el matrimonio completamente desinformada.
Nueva York
Buenos Aires era grande e incluso en un día lluvioso, muy alegre. En cambio Nueva York, era gris, frío e igual de alegre que una tumba. Quizás fuera el tráfico, o la multitud que caminaba por las veredas o tal vez los altos edificios que encerraban las calles; Quizás fuera porque todos los hombres y las mujeres que veía iban vestidos de negro. Negro elegante, pero negro.
El apartamento de Joseph estaba en el barrio Harem, frente a una gran extensión verde.
―A Central Park ―dijo él cuando entraron en el taxi. Ella pegó la nariz al cristal de la ventanilla y fue observando el paisaje urbano durante todo el trayecto.
El piso estaba en un edificio que se levantaba frente a un parque. Las gárgolas vigilaban la calle desde las cornisas. El portero saludó a Joseph por su nombre, y se tocó la visera de la gorra respetuosamente para saludar a _____. El ascensorista hizo lo mismo antes de introducir una llave en la ranura del ascensor.
Subieron hasta los dos últimos pisos del edificio. La casa de Joseph tenía un estilo muy masculino con una vista impresionante. Él la guió por un largo pasillo hasta un dormitorio con baño, y le dijo que era suyo. _____ se puso muy contenta al comprobar que los ventanales también daban al parque. Los árboles que había mucho más abajo no tenían hojas, pero a ella no le importó. Eran elegantes; Un especie de bosquejos que hacían juego con el cielo gris de la ciudad.
_____ nunca había visto tanto lujo, ni se lo había imaginado. La casa de sus padres que habitó durante los seis años había sido muy bonita, pero aquello era espléndido. En aquel momento, pensó en que no tenía ni idea de cuánto dinero costaría vivir de aquella forma, o vivir de cualquier forma, en realidad. Ni tampoco sabía cuánto había heredado, pero aquél no era el momento más adecuado para preguntarlo.
―Te sugiero que saques la ropa de esa bolsa ―le dijo Joseph resueltamente―, y te acuestes un rato y hagas la siesta. Judith no está…
― ¿Judith?
Él asintió. Luego siguió:
―Pero ella sabía que íbamos a llegar hoy. La he telefoneado esta mañana. Nos habrá dejado preparada la cena.
¿Tiene esposa? ¿Amante? ¿Y me besó? ¡Otra cosa que tenía que aprender de los hombres! Aunque de aquel tema, _____ había oído hablar muchas veces. Los hombres argentinos no eran famosos por su fidelidad. Y parecía que los estadounidenses tampoco.
― ¿A ella no le molesta que yo me quede aquí?
― ¿Y por qué iba a hacerlo?
Cierto. ¿Y por qué? Porque Joseph es el hombre, el jefe de la casa, pensó con bronca. Y si a ella le molestaba que él le perteneciera a otra mujer, era tonta. Pero el hecho de que Joseph estuviera casado dificultaría la realización de su plan.
Su nuevo protector, y el argentino que “adquiriría” allí en Nueva York y con el que se casara, quizá no pensaran mucho en la fidelidad, pero ella sí.
―Por nada ―respondió _____―. Simplemente, no estoy al corriente de tus costumbres.
― ¿Mis costumbres?
―Tus hábitos culturales. Sobre el matrimonio.
Él la miró fijamente, sin entender nada. Entonces, frunció los labios.
― ¿Crees que Judith es mi mujer?
― ¿Es tu amante?
Él se acercó a ella lentamente, con la mirada fija en los ojos de _____. Ella tuvo la tentación de retirarse, pero mostrar debilidad sería un error.
―Te he besado esta mañana.
A ella se le aceleró el corazón.
― ¿De veras? ―Preguntó mientras se encogía de hombros―. Supongo que sí, pero no me acuerdo…
Él la agarró por los brazos, se inclinó hacia ella y volvió a besarla. Otra lección, se dijo _____, antes de dejar de pensar.
La boca de Joseph era cálida y suave. Ella sintió la punta de su lengua en los labios y emitió un involuntario sonido, un ligero susurro, pero fue todo lo que él necesitaba para convertir el beso en algo más profundo. Ella hizo aquel sonido de nuevo, algo que era en parte un gemido, en parte un suspiro, y Joseph gruñó, le tomó la cara entre las manos, le echó la cabeza hacia atrás y amoldó su boca sobre la de ella hasta que _____ supo que se caería si no se agarraba a su camisa…
― ¿Ahora te acuerdas? ―le preguntó Joseph con la boca a pocos milímetros de la suya―. ¿Ha mejorado tu memoria?
Ella asintió sin decir nada. No quería arriesgarse a que le temblara la voz. Era posible que Joseph no lo supiera todavía, pero él era su profesor. Eso era todo. Ella tenía que enfocar aquello de una manera científica.
―Yo no te habría besado si tuviera una mujer. O una amante ―dijo él, y se retiró unos pasos.
― ¿Por qué no? En Argentina…
―Sí. Aquí también, algunas veces. Quizá sea un concepto pasado de moda, pero yo estoy a favor del compromiso. Es decir… No es que esté comprometido ahora. Todavía no. Pero si alguna vez encuentro a la mujer adecuada, no me dedicaré a tontear con otras.
― ¿Es eso lo que estás haciendo conmigo? ¿Tontear? ―Demonios, suspiró resignada. ¿Cómo se las arreglaba para hundirse más y más con cada palabra?
―Estoy hablando de besarte. No lo habría hecho si hubiera alguien más.
¿Ah sí? ¿Y qué ocurre con Vicky? ¿Y cómo es que no he pensado en ella desde que estuve en ese convento?, se preguntó él lleno de asombro.
― ¿Así que me has besado porque no estás comprometido con nadie?
―Sí. No ―Joseph se pasó la mano por el pelo. Dos meses de aquello, y sería un caso perdido―. Te besé, eso es todo. Eso no es siempre algo importante.
―Algunas de las chicas decían que sí lo es. Y en algunos de los libros que he leído…
_____ bajó la mirada. Joseph le puso la mano bajo la barbilla e hizo que levantara la cara hasta que sus ojos se encontraron.
― ¿Qué libros?
―Eso no tiene importancia.
―Vamos, _____. ¿Qué libros?
Ella se ruborizó.
―Algunas de las chicas que iban a pasar los fines de semana a su casa… Bueno, traían libros.
Joseph entrecerró los ojos.
― ¿Y?
―Y en esos libros…
― ¿Qué libros, maldita sea? ―preguntó a punto de perder la paciencia.
―Novelas románticas. En algunas, los besos eran… eran especiales.
― ¡Ah! Novelas románticas ―él dejó escapar un suspiro de alivio. ¿Hasta qué punto podía ser reveladora una novela romántica?, se preguntó sintiéndose más tranquilo, después de haber pensado que _____ se había leído el Kamasutra―. Sí, bueno, pueden serlo ―respondió sencillamente. Quería terminar con el tema cuánto antes.
― ¿Pero no necesariamente? ¿Quieres decir que un hombre puede besar a una mujer sin motivo?
―No, claro que no. Un hombre siempre debería… Siempre debería sentir… Debería querer que la mujer sintiera…
― ¿Sí? ―Preguntó _____ suavemente y con deseos de saber más―. ¿Sentir qué?
Al mirar los ojos color café de _____ Bougnon, Joseph se sentía como si estuviera caminando por la fina superficie de hielo de un lago helado. No podía arriesgarse a besarla de nuevo.
― ¿Joseph?
Él tomó aire, dio otro paso atrás para alejarse del hielo que estaba a punto de romperse bajo sus pies.
―Saca la ropa de la bolsa ―le dijo con un gruñido―. Quítate ese saco marrón y ponte otra cosa. Duerme un rato, o da un paseo por la casa. Como tú quieras. Te avisaré cuando la cena esté lista ―dijo, y salió de la habitación. Cuando comenzó a cerrar la puerta, recordó cómo había empezado aquella escena―. Me has preguntado por Judith.
―Sí, ¿Qué ocurre con ella?
―Es mi asistente. Está casada. Tiene entre cincuenta e infinitos años.
―Oh, lo siento.
―Sí. Oh ―la imitó―. Aunque eso no es asunto tuyo.
―Perdón ―expresó obligadamente―. Creía que…
―Sé lo que creías ―dijo Joseph de mal modo, y cerró la puerta.
Pero en realidad, no lo sabía. Porque la idea de que su inocente pupila, una niña mujer que se había criado en un convento, lo hubiera estado provocando, era imposible. ¿O no?
Joseph soltó un juramento, se aflojó la corbata y se dirigió hacia su habitación, en el otro extremo de la planta, para disfrutar de los efectos beneficiosos de una ducha fría.
―Muy bien ―le dijo, en voz baja―. Si continúas así, nos llevaremos bien.
Ella se echó hacia atrás y le lanzó una mirada asesina.
―Posiblemente, eso es lo que usted quiere. Me hace acordar a las órdenes que tenían que obedecer los indios.
Aquellas palabras tenían un tono helado. Joseph no se engañó diciéndose que era un cumplido.
―Me refiero a Julio Roca y a Juan Manuel de Rosas ―añadió _____―, que para mí fueron unos bárbaros porque arrasaron el interior de la Argentina y convirtieron a los nativos en esclavos.
― ¿Y eso soy yo? ―como ella no le contestó, él asintió con una mueca―. Agradable. Muy agradable.
―Exacto, querrás decir ―lo corrigió.
―Supongo que no serviría de nada señalar que yo no soy ninguno de esos dos viejos y tú no eres india.
―El principio es el mismo ―ella esbozó una pequeña sonrisa que destacaba su tono de voz―. Me he dado cuenta de que no has intentado hablar sobre lo que hicieron.
―No sé lo que hicieron, aparte de lo que tú me has dicho. Creo que lo que me quieres decir es que tengo mucho en común con esos hombres de la historia.
―Eso es lo que quiero decir. Y te agradecería que me quitaras las manos de encima.
Joseph suspiró. El día de ayer le había resultado interminable, y no había conseguido dormir casi nada. No podía dejar que _____ lo provocara. Era posible que terminara echándosela a la espalda y subiéndola al avión a la fuerza, o abrazándola y besándola hasta que se volviera suave y dócil de nuevo. Sabía muy bien que ninguno de los dos métodos era buena idea.
El mozo llegó con el coche y le entregó las llaves a Joseph. Luego le dio una propina, y el chico puso las dos maletas en el maletero. Después se acercó rápidamente a la puerta del pasajero y la abrió. Joseph agarró a _____ por la muñeca.
―Parece que eres una chica lista ―le dijo en voz baja―, así que voy a decirte lo que me gustaría que hicieras. Sube al coche, pórtate bien y mantén la boca cerrada hasta que lleguemos a Nueva York. Después podremos hablar sobre la conquista del desierto, y los indios. ¿Qué opinas?
―Parece que no tengo elección.
―Una conclusión brillante ―agregó con un tono que demostraba cierto sarcasmo.
―Espero que entiendas que acepto esta desgracia porque está basada en la conveniencia, y no en la obediencia―. Expresó recalcando las palabras “conveniencia” y “obediencia”.
Joseph arqueó las cejas.
―Apuesto a que siempre sacabas sobresaliente en lengua.
―Yo siempre sacaba sobresalientes en todo ―respondió ella con arrogancia―. ¿Quieres que te explique lo que significan esas palabras?
―Gracias por el ofrecimiento, pero me las puedo arreglar. Quieres que sepa que vas a cooperar en todo esto porque yo soy más grande, más fuerte y más desagradable que tú. ¿Es eso?
―Eres el peor hombre de la tierra.
―Lo sé. Pero ahora, hazme el favor y entra en el bendito coche.
―No hay necesidad de maldecir.
―Pues todavía no has oído nada. ¡Y ahora, muévete!
Ella le echó una mirada de las que seguramente usaba Medusa para volver a los hombres de piedra. Salvo que ella no parecía Medusa aquella mañana. Parecía una mujer que estaba intentando disimular todo el miedo que tenía.
Joseph suspiró.
―_____ ―le dijo―. Sé que esto no es fácil.
―Tu inteligencia me deja asombrada.
Ni siquiera con el sarcasmo ella pudo esconder lo que Joseph vio en sus ojos.
―Sólo quiero que sepas que intentaré con todas mis fuerzas hacer lo mejor para ti.
A ella le tembló la barbilla. Otra vez sintió deseos de llorar.
― ¿De veras?
Él asintió.
―Tú sólo tienes que portarte bien, y yo haré que todo esto sea lo menos doloroso posible. ¿Estás de acuerdo?
Ella miró la mano que él había extendido para cerrar el trato, como si fuera a contagiarle de alguna peste. Justo cuando él pensaba que había sido un tonto por ofrecerle una tregua, _____ le dio la mano, pese a todo el odio que sentía hacia aquel apuesto monstruo. Él notó en aquel apretón que ella tenía la piel helada.
―De acuerdo ―respondió ella, y Joseph se preguntó, por un momento, qué haría ella si él cambiara aquel apretón de manos por un beso.
El vuelo a Nueva York resultó interminable; De todos modos, a _____ no le importaba. Le daba tiempo para pensar. ¿Le habría dicho en serio Joseph lo de hacer lo mejor para ella? Había descubierto una repentina compasión en su mirada cuando él estaba hablando. Quizá no fuera a casarla a la fuerza. Te equivocas _____, se dijo. Sí lo hará. Pero intentaría encontrar un hombre decente para ella. Ahora comprendía lo que significaba “lo mejor para ella”. Su versión de “lo mejor” debía ser que aprendiera todo lo que pudiera sobre hombres. Y sobre sexo.
Joseph no lo sabía, pero ella había decidido cerrarse a la situación. En realidad, no le quedaba más remedio. Su protector no iba a ceder, y el hecho de escapar no era una posibilidad.
_____ le lanzó una mirada rápida a Joseph. Él estaba sentado junto a ella, con el asiento echado hacia atrás y las piernas estiradas. Tenía los ojos cerrados y las manos agarradas sobre el estómago. Parecía un gato enorme, perezoso, pero ella sabía que era algo engañoso. Igual que un gato, podría saltar en cualquier momento.
_____ volvió la cara hacia la ventana. Él tiene razón. Debo continuar con mi vida, intentar sacar provecho de todo lo que ha ocurrido, pensó; Y aquel beso le había dado una idea. Sabía que Joseph la había besado para demostrarle que estaba indefensa ante él. Que él era fuerte y ella era débil, que él era masculino y ella femenina, y que ella no sabía nada de cómo funcionaban las relaciones. Y tenía razón en todo, sobre todo en aquello último.
Ella no sabía nada de la confusa danza entre hombres y mujeres, ni siquiera después de las charlas susurradas en el dormitorio, cuando una de las chicas volvía de su fin de semana en casa. El tema era casi siempre el sexo. “¿Él hizo qué?”, preguntaría alguna de ellas, horrorizada. “¿Y tú le dejaste?”
¿Por qué iba una mujer a dejar a un hombre que…? Bueno, ¿Por qué? ¿Y qué?, se preguntó y descubrió que sus preguntas no tenían respuestas.
Aquel beso le había dado una vaga idea. Una vez que se había dejado llevar, los labios de Joseph se habían adaptado a los suyos, su cuerpo la había calentado, y ella había entendido por qué la chica que les había contado la historia se reía y decía que sí, que por supuesto había dejado que el chico hiciera tal o cual cosa. El sexo era increíblemente poderoso. Era vergonzoso aprender aquella lección a los veintiún años, pero al menos, la había aprendido antes de que su guardián la obligara a casarse. El matrimonio no era lugar para un aprendizaje de ese tipo, sobre todo, teniendo en cuenta que las probabilidades de que su marido fuera un argentino apropiado eran muy altas, tal y como pedía el testamento de sus padres.
Joseph encontraría para ella un hombre rico, que tomaría el control de su dinero y de su vida. Y aquel hombre esperaría que ella supiera cuál era su lugar. Además, sin duda, aquel hombre sería viejo. Y querría hacerle cosas horribles en la cama.
Ella no podía embarcarse en un matrimonio como aquél a ciegas. Hasta el día anterior no sabía nada de hombres. Y en aquel momento sabía muy poco, y lo que sabía lo había aprendido en las últimas veinticuatro horas. Tenía que agradecérselo a Joseph. Porque, por él, _____ sabía que los hombres tenían mal genio, que eran intratables, que accederían a hacer cosas impensables siempre y cuando pudieran convencerse de que las hacían para respetar algún sagrado código de honor. _____ se pasó la punta del dedo por los labios.
Sabía, también, que el sexo era mucho más complicado de lo que había imaginado. Sólo había que reflexionar sobre las ideas absurdas que había tenido la noche anterior, cuando estaba en la cama con Joseph. Se había asombrado a sí misma. No, se corrigió. Se había asustado a sí misma. Igual que él la había asustado cuando la había besado aquella mañana. Aquello era el sexo. Sinónimo de poder.
Cuando él la había besado, _____ había pasado en un segundo de sentirse pequeña e indefensa a sentirse delicada y ansiosa. Bajo la presión de su boca y el roce de sus caricias, se había derretido física, mental y emocionalmente.
¿El beso de un hombre siempre le hacía aquello a una mujer? Y si lo hacía, ¿Quién sabía lo que sucedería si un hombre le hacia el amor? ¿Me convertiré en una esclava obediente? ¿Habrá alguna forma de evitar no hacerlo?
De ninguna forma iba a esperar a estar atrapada en un matrimonio para encontrar las respuestas a aquellas preguntas. Las necesitaba ya, mucho antes de casarse.
Y Joseph se las daría. Ella aprendería todo lo que pudiera de él. No todo, claro, pero sí lo suficiente. No estaba dispuesta a embarcarse en el matrimonio completamente desinformada.
Nueva York
Buenos Aires era grande e incluso en un día lluvioso, muy alegre. En cambio Nueva York, era gris, frío e igual de alegre que una tumba. Quizás fuera el tráfico, o la multitud que caminaba por las veredas o tal vez los altos edificios que encerraban las calles; Quizás fuera porque todos los hombres y las mujeres que veía iban vestidos de negro. Negro elegante, pero negro.
El apartamento de Joseph estaba en el barrio Harem, frente a una gran extensión verde.
―A Central Park ―dijo él cuando entraron en el taxi. Ella pegó la nariz al cristal de la ventanilla y fue observando el paisaje urbano durante todo el trayecto.
El piso estaba en un edificio que se levantaba frente a un parque. Las gárgolas vigilaban la calle desde las cornisas. El portero saludó a Joseph por su nombre, y se tocó la visera de la gorra respetuosamente para saludar a _____. El ascensorista hizo lo mismo antes de introducir una llave en la ranura del ascensor.
Subieron hasta los dos últimos pisos del edificio. La casa de Joseph tenía un estilo muy masculino con una vista impresionante. Él la guió por un largo pasillo hasta un dormitorio con baño, y le dijo que era suyo. _____ se puso muy contenta al comprobar que los ventanales también daban al parque. Los árboles que había mucho más abajo no tenían hojas, pero a ella no le importó. Eran elegantes; Un especie de bosquejos que hacían juego con el cielo gris de la ciudad.
_____ nunca había visto tanto lujo, ni se lo había imaginado. La casa de sus padres que habitó durante los seis años había sido muy bonita, pero aquello era espléndido. En aquel momento, pensó en que no tenía ni idea de cuánto dinero costaría vivir de aquella forma, o vivir de cualquier forma, en realidad. Ni tampoco sabía cuánto había heredado, pero aquél no era el momento más adecuado para preguntarlo.
―Te sugiero que saques la ropa de esa bolsa ―le dijo Joseph resueltamente―, y te acuestes un rato y hagas la siesta. Judith no está…
― ¿Judith?
Él asintió. Luego siguió:
―Pero ella sabía que íbamos a llegar hoy. La he telefoneado esta mañana. Nos habrá dejado preparada la cena.
¿Tiene esposa? ¿Amante? ¿Y me besó? ¡Otra cosa que tenía que aprender de los hombres! Aunque de aquel tema, _____ había oído hablar muchas veces. Los hombres argentinos no eran famosos por su fidelidad. Y parecía que los estadounidenses tampoco.
― ¿A ella no le molesta que yo me quede aquí?
― ¿Y por qué iba a hacerlo?
Cierto. ¿Y por qué? Porque Joseph es el hombre, el jefe de la casa, pensó con bronca. Y si a ella le molestaba que él le perteneciera a otra mujer, era tonta. Pero el hecho de que Joseph estuviera casado dificultaría la realización de su plan.
Su nuevo protector, y el argentino que “adquiriría” allí en Nueva York y con el que se casara, quizá no pensaran mucho en la fidelidad, pero ella sí.
―Por nada ―respondió _____―. Simplemente, no estoy al corriente de tus costumbres.
― ¿Mis costumbres?
―Tus hábitos culturales. Sobre el matrimonio.
Él la miró fijamente, sin entender nada. Entonces, frunció los labios.
― ¿Crees que Judith es mi mujer?
― ¿Es tu amante?
Él se acercó a ella lentamente, con la mirada fija en los ojos de _____. Ella tuvo la tentación de retirarse, pero mostrar debilidad sería un error.
―Te he besado esta mañana.
A ella se le aceleró el corazón.
― ¿De veras? ―Preguntó mientras se encogía de hombros―. Supongo que sí, pero no me acuerdo…
Él la agarró por los brazos, se inclinó hacia ella y volvió a besarla. Otra lección, se dijo _____, antes de dejar de pensar.
La boca de Joseph era cálida y suave. Ella sintió la punta de su lengua en los labios y emitió un involuntario sonido, un ligero susurro, pero fue todo lo que él necesitaba para convertir el beso en algo más profundo. Ella hizo aquel sonido de nuevo, algo que era en parte un gemido, en parte un suspiro, y Joseph gruñó, le tomó la cara entre las manos, le echó la cabeza hacia atrás y amoldó su boca sobre la de ella hasta que _____ supo que se caería si no se agarraba a su camisa…
― ¿Ahora te acuerdas? ―le preguntó Joseph con la boca a pocos milímetros de la suya―. ¿Ha mejorado tu memoria?
Ella asintió sin decir nada. No quería arriesgarse a que le temblara la voz. Era posible que Joseph no lo supiera todavía, pero él era su profesor. Eso era todo. Ella tenía que enfocar aquello de una manera científica.
―Yo no te habría besado si tuviera una mujer. O una amante ―dijo él, y se retiró unos pasos.
― ¿Por qué no? En Argentina…
―Sí. Aquí también, algunas veces. Quizá sea un concepto pasado de moda, pero yo estoy a favor del compromiso. Es decir… No es que esté comprometido ahora. Todavía no. Pero si alguna vez encuentro a la mujer adecuada, no me dedicaré a tontear con otras.
― ¿Es eso lo que estás haciendo conmigo? ¿Tontear? ―Demonios, suspiró resignada. ¿Cómo se las arreglaba para hundirse más y más con cada palabra?
―Estoy hablando de besarte. No lo habría hecho si hubiera alguien más.
¿Ah sí? ¿Y qué ocurre con Vicky? ¿Y cómo es que no he pensado en ella desde que estuve en ese convento?, se preguntó él lleno de asombro.
― ¿Así que me has besado porque no estás comprometido con nadie?
―Sí. No ―Joseph se pasó la mano por el pelo. Dos meses de aquello, y sería un caso perdido―. Te besé, eso es todo. Eso no es siempre algo importante.
―Algunas de las chicas decían que sí lo es. Y en algunos de los libros que he leído…
_____ bajó la mirada. Joseph le puso la mano bajo la barbilla e hizo que levantara la cara hasta que sus ojos se encontraron.
― ¿Qué libros?
―Eso no tiene importancia.
―Vamos, _____. ¿Qué libros?
Ella se ruborizó.
―Algunas de las chicas que iban a pasar los fines de semana a su casa… Bueno, traían libros.
Joseph entrecerró los ojos.
― ¿Y?
―Y en esos libros…
― ¿Qué libros, maldita sea? ―preguntó a punto de perder la paciencia.
―Novelas románticas. En algunas, los besos eran… eran especiales.
― ¡Ah! Novelas románticas ―él dejó escapar un suspiro de alivio. ¿Hasta qué punto podía ser reveladora una novela romántica?, se preguntó sintiéndose más tranquilo, después de haber pensado que _____ se había leído el Kamasutra―. Sí, bueno, pueden serlo ―respondió sencillamente. Quería terminar con el tema cuánto antes.
― ¿Pero no necesariamente? ¿Quieres decir que un hombre puede besar a una mujer sin motivo?
―No, claro que no. Un hombre siempre debería… Siempre debería sentir… Debería querer que la mujer sintiera…
― ¿Sí? ―Preguntó _____ suavemente y con deseos de saber más―. ¿Sentir qué?
Al mirar los ojos color café de _____ Bougnon, Joseph se sentía como si estuviera caminando por la fina superficie de hielo de un lago helado. No podía arriesgarse a besarla de nuevo.
― ¿Joseph?
Él tomó aire, dio otro paso atrás para alejarse del hielo que estaba a punto de romperse bajo sus pies.
―Saca la ropa de la bolsa ―le dijo con un gruñido―. Quítate ese saco marrón y ponte otra cosa. Duerme un rato, o da un paseo por la casa. Como tú quieras. Te avisaré cuando la cena esté lista ―dijo, y salió de la habitación. Cuando comenzó a cerrar la puerta, recordó cómo había empezado aquella escena―. Me has preguntado por Judith.
―Sí, ¿Qué ocurre con ella?
―Es mi asistente. Está casada. Tiene entre cincuenta e infinitos años.
―Oh, lo siento.
―Sí. Oh ―la imitó―. Aunque eso no es asunto tuyo.
―Perdón ―expresó obligadamente―. Creía que…
―Sé lo que creías ―dijo Joseph de mal modo, y cerró la puerta.
Pero en realidad, no lo sabía. Porque la idea de que su inocente pupila, una niña mujer que se había criado en un convento, lo hubiera estado provocando, era imposible. ¿O no?
Joseph soltó un juramento, se aflojó la corbata y se dirigió hacia su habitación, en el otro extremo de la planta, para disfrutar de los efectos beneficiosos de una ducha fría.
Perdón por la tardanza, la escuela no me dejaba (:
Natuu!
Natuu!
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
haha no te hagas problema!
Gracias! porque a pesar de todo subis la nove por nosotras :)
Encerio, muchas gracias.
Gracias! porque a pesar de todo subis la nove por nosotras :)
Encerio, muchas gracias.
Augustinesg
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
jajaa eme encnata
la forma enq ue joesph le ecuerda los besos
amo la nove
natu
la forma enq ue joesph le ecuerda los besos
amo la nove
natu
andreita
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
Me encanta Joe♥
Amo la nove
Nueva y fiel lectora
Siguela:)
Amo la nove
Nueva y fiel lectora
Siguela:)
Gaby85_JB
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
Ohh joe yo tampoco me acuerdo como se besa u.u jajajaajaja
Jaa no es tan estupida como él pensaba -.-
SIGUELAAA!!!
Jaa no es tan estupida como él pensaba -.-
SIGUELAAA!!!
jb_fanvanu
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
Capitulo 7
Judith había dejado un estofado junto a un fuente de arroz en la heladera: Pollo, champiñones y guisantes acompañados de una salsa rica y marrón. “Cinco minutos en el microondas para el estofado”, decía la nota que estaba recostada contra la fuente que contenía la comida, y “tres minutos para el arroz”.
Cuando la comida estuvo lista, Joseph se acercó a los pies de la escalera que conducía al piso superior del ático.
― ¡La cena está lista! ―gritó. No hubo respuesta. ― ¿_____? ―intentó nuevamente ahora con una pregunta―. La cena está lista ―repitió.
Entonces, oyó que se abría su puerta.
―No tengo hambre.
―Bien. Fantástico. Eso significa que hay más para mí.
Él recorrió a zancadas el camino hasta la cocina, se quemó los dedos al sacar los platos del microondas y los puso sobre la mesada de mármol. Estaba enfadado, más que enfadado de lo que debería, por la imaginación de _____ de que él tenía una relación con alguna mujer.
Tiene un concepto muy bajo de los hombres, pensó Joseph mientras sacaba los cubiertos del cajón. Quizá los hombres que ella conocía les fueran infieles a sus mujeres, pero… ¿Pero qué? Su pupila no sabía nada de hombres. No sabía nada de cómo se comportaban. Y aquél era el problema, ¿No? Él tenía la responsabilidad de encontrarle marido a una mujer que se había pasado la vida en otro planeta.
― ¡Maldición! ―farfulló en voz alta, y sacó un tenedor del cajón.
Miró al armario y pensó por segunda vez si sacar un plato y añadir una cuchara de servir y una servilleta a su sitio en la barra. Pero, ¿Para qué iba a molestarse? Él era un soltero que iba a cenar solo, gracias al temperamento poco razonable y adecuado de su invitada.
Además, estaba hambriento como un oso. Un oso de muy mal humor. Teniendo todo aquello en cuenta, no entendía por qué no podía comer directamente de la cacerola y de la vasija…
― ¿No sabes poner la mesa?
Joseph reprimió un gruñido y dejó caer su tenedor sobre la mesada provocando un pequeño pero molesto ruido.
―Creía que no tenías hambre.
―He cambiado de opinión ―respondió _____, y olisqueó delicadamente el aire―. Eso huele… No demasiado mal.
―Judith estaría entusiasmada con tu clara aprobación.
Sin darse la vuelta, Joseph percibió las suaves pisadas de _____ mientras ella se acercaba a la barra.
― ¿Qué es?
―Algo de pollo.
―Sí, ya lo sé. Pero, ¿Qué? Está claro que no es la comida horrible que nos daban en el colegio.
―Entonces, ¿Por qué no lo llamamos así: “La comida horrible”? ―le preguntó Joseph con sarcasmo, mientras se volvía a mirarla. Entonces, se quedó boquiabierto ante lo que sus ojos veían―. Y ya que estamos interrogando, ¿Qué es eso?
_____ se miró. Llevaba una ropa deportiva, compuesta por un pantalón y una chaqueta amplios. Bueno, era lo único que tenía, hecho con sus propias manos. La verdad era que los pantalones y la ramera no habían salido tal y como ella lo había planeado, en parte porque lo había cortado y cosido a escondidas, y en parte porque coser, como ya había admitido, no era la mayor de sus habilidades.
―Ropa, ¿Qué más sino? ―Respondió ella, de mal modo con un elevamiento de barbilla que le indicó a Joseph que lo mejor sería dejar el tema―. Quizá no esté a la altura de Nueva York, pero a mí me gusta.
Joseph se le quedó mirando durante un momento. _____ se había duchado. Tenía los rizos húmedos y brillantes, a ambos lados del rostro, de manera que acentuaban su delicada forma oval. La ropa era espantosa, y le sobraba tela por todas partes. Sin embargo, él distinguía el volumen de sus pechos bajo el algodón, la redondez de sus caderas, la largura de sus piernas. Aquellos dedos de los pies que lo habían excitado antes asomaban bajo el dobladillo de los pantalones.
Joseph quería reírse del aspecto que tenía, pero no pudo. No, cuando también tenía un aspecto tan dulce y vulnerable. E increíblemente sexy, pensó.
Entonces, se levantó de la silla bruscamente y fue hacia el armario. Sacó platos y servilletas, revolvió en el cajón de los cubiertos y sacó cucharas.
―Toma ―dijo secamente, y se lo dio todo a _____―. Pon la mesa.
― ¿Quieres decir que ponga la encimera?
―Sí. Eso es lo que quiero decir.
―Porque hay una diferencia, ¿Sabías?, entre la forma más adecuada de poner una mesa y una barra. Para la barra, estas servilletas de papel están bien, pero para la mesa…
―Por favor, ponlo todo en la maldita mesa o como lo llames tú ―dijo Joseph, entre dientes―. No me vengas con las clases de la Madre Lujan, porque esta es mi casa y no el convento. Nadie y menos tú, me va a venir a enseñar a esta altura de los años que tengo, cómo poner la mesa y cómo llamarlo.
―No tienes por qué…
―Maldecir ―la interrumpió: ― Te equivocas; Sí tengo motivos. Y si no dejas de corregirme, oirás cosas que te van a destrozar los oídos ―la advirtió.
_____ arqueó las cejas, pero se mantuvo en silencio mientras colocaba los platos y los cubiertos. Necesitaba que su protector se pusiera de mejor humor. Y balbucear lecciones tontas que había aprendido en el colegio no era la mejor forma de hacerlo. Aunque estuviera nerviosa.
El día anterior había pasado su primera noche en un hotel. Y estaba a punto de pasar su primera noche en el apartamento de un hombre. Y también estaba a punto de presentarle un plan. Tenía que encontrar la forma de tomar el control de su vida. Por eso era tan importante que aquel plan funcionara. Ella estaba muy segura; Sólo tenía que explicárselo a Joseph de una forma sutil para que él lo aceptara.
Lo observó mientras servía una enorme montaña de estofado de pollo en su plato. Una vieja frase decía que “el corazón de un hombre había que ganarlo por su estómago”.
―Esto tiene muy buena pinta ―dijo, animadamente. Joseph gruñó y se sentó en una silla.
― ¿No tienes unas masitas?
Él la miró.
― ¿Masitas?
―O galletas, como tú las llames. ¿No ha dejado Judith un paquete?
―No, no ha dejado nada más.
―Es una pena. Si quieres esperar media hora, puedo hacer una bandeja.
Su mirada se apagó ligeramente mientras la miraba de pies a cabeza.
― ¿Eres tan buena cocinera como costurera?
_____ alzó la barbilla.
―Soy una excelente cocinera.
―Sí, bueno, pero de todas formas creo que no quiero. Aunque un poco de pan es buena idea. Tiene que haber un poco en aquel cajón.
Ella encontró el pan, encontró una pequeña bandeja de plata, la vistió con una servilleta y colocó ordenadamente unas cuantas rebanadas encima.
―Aquí lo tienes. ¿Qué te parece?
―Maravilloso. Y ahora, ¿Puedo comer?
― ¿Necesitas algo más?
―Sí ―dijo Joseph―. Un poco de paz y tranquilidad. ¿Me la puedes servir?
―Claro, claro ―respondió ella agradablemente, aunque tenía ganas de tirarle el estofado por la cabeza. Se sentó en una silla a su lado, pinchó un poco de pollo con el tenedor y se lo metió a la boca―. Mmm. Muy rico. Me pregunto si tienes por ahí una botella de vino. Un “Navarro Correa” sería…
―_____.
― ¿Sí?
―Cállate por el amor de Dios.
Había sido demasiado optimista con lo de ganar su corazón por su estómago. Pero, en realidad, ella no tenía que conseguir su corazón, sino su cerebro. Y, aunque Joseph tuviera tan mal humor, _____ tenía que admitir que parecía que tenía cerebro.
― ¿Joseph?
― ¿Sí? ―preguntó con fastidio al ver que esa mujer parecía ser sorda, porque no lo obedecía.
―Joseph ―repitió, y tomó aire―. He estado pensando…
―En tu caso, eso es siempre una actividad peligrosa.
Ella decidió no hacer caso de aquella provocación.
―Tú no estás precisamente entusiasmado por tenerme bajo tu responsabilidad ―le dijo. Él no respondió. Bueno, ella no había esperado que la corrigiera, pero no le habría costado ser un poco amable―. Y yo ―añadió― tampoco estoy exactamente entusiasmada por tenerte como tutor.
―Asombroso. Después de todo, tenemos algo en común.
―Así que, como ya te he dicho, he estado pensando…
Joseph la miró.
―No hay forma de salir de esto ―le advirtió con suavidad―. Ninguna en absoluto. Tú necesitas un marido y yo tengo que encontrarte uno. Y tenemos muy poco tiempo.
Ella asintió.
―Lo sé. Pero, ¿Te acuerdas de lo que me dijiste acerca de las diferencias entre tu cultura y la mía?
― ¿He dicho algo de eso?
―Sí. Estábamos hablando sobre los hombres argentinos y los estadounidenses. Yo dije que los hombres argentinos engañaban a sus mujeres, y tú dijiste que…
―Yo dije muchas cosas. Después te besé.
El silencio llenó la habitación. Se miraron a los ojos.
―Sí ―dijo _____, después de un rato―. Me besaste.
―Eso no va a volver a ocurrir.
― ¿Por qué no?
―Porque… Porque está mal. Soy una especie de tutor temporal para ti. Mi trabajo es asegurar tu bienestar y protegerte de hombres que puedan llegar a casarse contigo solo por el dinero.
―Pero no creo que mi bienestar se vea afectado porque me beses.
¿Es posible que fuera tan ingenua, o está jugando conmigo?, se preguntó. La mirada de Joseph cayó sobre sus labios, tan rosas, dulces y suaves. Ingenua o no, él tendría que tener más cuidado en su trato con ella.
―A tu futuro marido no le gustaría.
A ella le tembló la barbilla.
―Ni siquiera sé quién es.
―Bueno, pero vamos a resolver ese problema cuanto antes. Mañana mismo haré unas cuantas llamadas de teléfono y pondré las cosas en marcha ―le dijo él. Después le tomó la mano y prometió―: _____: Voy a encontrar un buen marido para ti, y haré todo lo que pueda por asegurarme de que sea una buena elección.
Ella asintió y bajó la cabeza. Su pelo cayó hacia delante y ocultó su rostro, y él tuvo que hacer un esfuerzo por no acariciar aquellos rizos suaves con reflejos dorados.
―Sé que no es lo que tú quieres, pero…
―Pero tengo que hacerlo.
―Sí. Cuanto antes lo aceptes…
―Ya lo he aceptado ―respondió _____, y alzó la cara―. Por completo.
Joseph parpadeó, sorprendido.
― ¿Qué?
―He dicho que lo he aceptado. No hay forma de escapar de los términos del testamento.
―Bien ―dijo Joseph―. Bien, me alegro de oír que… Me alegro de que finalmente…
¿Qué demonios me pasa? ¿Por qué no puedo terminar una simple frase?, se insultó para sí. Estaba contento de oír que finalmente había entrado en razón. Él tenía que casarla. Ella lo había aceptado. No había ninguna excusa en el mundo por la que aquello pudiera molestarle.
―Estoy encantado de que hayas cedido ―le dijo.
―Pero hay un par de condiciones.
― ¿Condiciones? ¿Qué condiciones?
_____ apartó la mano y se aclaró la garganta. Parecía una mujer que se estaba preparando para dar un discurso.
―Primero, una pregunta. ¿Qué dice el testamento sobre que yo tenga que permanecer casada? Me refiero, por ejemplo, a que si yo me caso con alguien que muere después… ¿Habré cumplido con los requisitos exigidos? ¿Tendría derecho a reclamar la herencia?
Joseph la miraba sin dar crédito. Luego de unos segundos de silencio, habló:
―Por Dios Santo, _____, ¡No estarás hablando en serio! ¿De verdad piensas que voy a permitir que planees un asesinato?
― ¿Un asesinato? ―_____ se rió―. ¡No voy a matar a nadie! Sólo quería saber cuál era tu opinión sobre lo que sucedería si mi matrimonio no durara. No quería usar la palabra “divorcio” hasta que supiera qué pensabas.
Joseph se quedó mudo de nuevo.
―No te quedes tan conmocionado, Joseph. Estoy segura de que en este país se entiende el concepto de divorcio.
― ¿Concepto? ¿Qué? Ah… Sí, claro. El divorcio es el pasatiempo nacional.
―Ah ―respondió ella, sonriendo como si él le hubiera dicho que le había tocado la lotería―. Eso está aún mejor.
― ¿De verdad?
―Sí, claro. Verás, el divorcio está muy mal considerado en algunos países de Latinoamérica. Es legal, pero la mayoría de las veces, son los maridos quienes inician el proceso, no las mujeres. Y, si perteneces a cierta clase social, sencillamente, no puedes divorciarte.
Joseph se cruzó de brazos.
―Está bien ―dijo―. ¿Qué es lo que estás tramando?
―En realidad, es muy fácil. Tú me encuentras un marido, argentino y adecuado, por supuesto. Has dicho que podías hacerlo, ¿No?
―Sí ―dijo él, como si fuera pan comido, pero en el fondo sospechaba de esa muchachita. Para que acepte lo que dice el testamento, algo detrás de todo esto está planeando, se alertó.
Bueno, encontrar un hombre que quisiera casarse con ella lo sería, teniendo en cuenta su dinero, su físico, su inocencia. ¡Maldición!, su inocencia, se dijo. Aquello era lo que le iba a poner las cosas más difíciles. No podía casarla con cualquiera. Ella necesitaría un hombre especial, alguien que se tomara el tiempo preciso para iniciarla en… en…
― ¿Me has oído?
Joseph frunció el ceño.
―Lo siento. ¿Qué has dicho?
―He dicho que me casaré con el hombre que tú elijas. Pero antes, él tendrá que aceptar dos condiciones. La primera es que tendrá que firmar un documento legal por el cual renunciará a todos los derechos sobre mi herencia.
―Vas a heredar mucho dinero, _____. No creo que…
―Si tú encuentras un marido sumamente adecuado, él no necesitará mi dinero.
―Sumamente adecuado significa sumamente rico.
―Asquerosamente rico. ¿O me equivoco? Estoy segura que me presentarás un viejo lleno de arrugas y muy feo.
―Bueno, no había pensado…
―Un hombre lo suficientemente rico no me querrá sólo por mi dinero. Lo habías pensado, ¿No?
Ella tenía razón. Joseph suspiró y asintió.
―Está bien ―asintió resignado―. Necesitamos a un hombre muy rico. ¿Qué más?
―Tiene que estar de acuerdo en permanecer aquí, en los Estados Unidos.
―_____. No sé si un argentino…
―Tercero… ―lo interrumpió para no escuchar sus excusas.
―Has dicho que había dos condiciones ―le recordó.
―En tercer lugar, tiene que firmar un documento accediendo a divorciarse después. Yo me casaré con él, heredaré mi fortuna, y después él solicitará el divorcio ―_____ sonrió―. Así de simple y sencillo.
―Simple. O simplista. ¿Por qué iba a aceptar tu futuro marido esos términos? ¿Qué iba a sacar él en limpio? Si estás pensando en ofrecerle dinero… Bueno, si ese hombre tiene suficiente dinero como para no querer el tuyo, ¿Por qué iba a considerar que el dinero que le ofrezcas es un buen negocio?
Allí estaba el fondo de la cuestión, lo que haría que su plan funcionara. A ella no le gustaba mucho, pero, ¿Qué otra cosa podía hacer?
―Ya he pensado en eso.
― ¿Y?
_____ respiró profundamente antes de seguir hablando.
―Tienes que darte cuenta de que llevo mucho tiempo soñando con mi libertad.
―Lo entiendo, pero…
― ¡No! No, Joseph. No puedes entenderlo de verdad. Mis padres murieron cuando yo era muy joven. Mi tío, mi protector, me metió al convento al día siguiente del funeral, y nunca volvió a sacarme. Ni para las vacaciones, ni en verano, ni durante los fines de semana. Me dejó allí. No era sólo mi hogar y mi escuela. Era mi mundo entero.
―_____, ha debido de ser horrible, pero…
― ¡Cállate! ¡No me interrumpas, y déjame terminar! No era horrible, no todo el tiempo. Algunas de las monjas fueron buenas conmigo; Incluso hice amigas. Pero cuando cumplían dieciocho años, se marchaban. Salían por aquellas anchas y antiguas puertas, Joseph, como yo siempre pensé que lo haría. Pero no lo hice. Tuve que ver cómo se marchaban mientras yo me quedaba allí durante otros interminables tres años. Lo único que me salvaba de volverme loca era soñar que algún día yo también atravesaría la puerta del convento para no volver más.
Joseph tenía la garganta oprimida. Su niñez también había sido muy difícil, pero él tenía una madre que lo quería, y la ciudad de Nueva York había sido su patio de juegos. Cuando había cumplido dieciocho años, había dejado todo lo malo atrás.
La vida que le acababa de describir _____ le sonaba como lo más parecido a una condena en prisión.
Le tomó la mano entre las suyas y se la apretó.
―_____... Cariño.
― ¿Es que no lo entiendes? ―Le dijo ella con lágrimas en los ojos―. No puedo pasarme el resto de la vida en otra jaula, por muy brillante que sea.
―Te he dicho que te encontraré un buen hombre. Uno que te hará feliz.
― ¡La libertad me hará feliz, Joseph! ¡Sólo la libertad! He estado pensando en renunciar a mi herencia…
―No, no vas a hacer eso. Tus padres querían que tuvieras el dinero ―le dijo terminantemente.
―Lo sé; Es su legado. Y sé también que creían que estaban haciendo lo mejor para mí, pero… Pero…
Entonces, comenzó a llorar. Joseph soltó una maldición y la abrazó.
―No llores ―le pidió―. Cariño, por favor, no llores. Yo encontraré una forma de arreglarlo.
_____ alzó la cara y lo miró.
― ¿En serio?
―Sí. ¿Te acuerdas de ese tipo de la embajada argentina que te conté? Lo llamaré mañana y le pediré que te presente gente. Que nos presente a gente ―se corrigió―. Así, yo podré vigilar a los hombres que conozcas. Y tú tendrás tanto que decir al elegir a tu marido como yo.
―Gracias.
Ella le sonrió entre las lágrimas y se pasó el dorso de la mano por la nariz. Joseph tomó una servilleta de la mesa y se la ofreció:
―Toma ―le dijo él con la voz ronca mientras se la acercaba―. Suénate.
Ella lo hizo. Después, suspiró profundamente y se apoyó contra él, descasando la cabeza contra su corazón. ¡Dios mío!, era tan cálida. Tan delicada. Olía tan bien, era tan suave…
― ¿Joseph?
― ¿Sí?
―Sobre… Sobre ese marido que vamos a encontrar para mí… El que estará de acuerdo en divorciarse de mí…
Joseph se giró y la miró a la cara.
―_____, acabo de decírtelo. Un hombre que tenga el suficiente dinero como para estar de acuerdo en no tocar el tuyo…
―No tendrá ningún motivo para querer un matrimonio temporal.
―Exactamente.
― ¿Existe algo de belleza en mí, Joseph?
Él torció el gesto.
―_____...
―Dime la verdad, por favor ―le pidió ella, y se sentó erguida en su silla.
―Sabes que lo eres ―respondió Joseph.
―Y… Y estoy intacta. Soy virgen.
¿Acaso pensaba que él no lo sabía? Eso era lo que hacía que se contuviera y no volviera a besarla con toda su alma.
― ¿Adónde quieres llegar?
―Pues ―respondió _____, lentamente―, a que el hombre con el que me case será mi marido legalmente. Durante un día, una semana o un mes, yo seré su mujer. Y…
― ¿Y?
―Y… ―continuó ella, dejando a un lado su intención de ser sutil― yo le daré el único regalo que no podrá comprar ―dijo, intentando tragar saliva. De repente, tenía la garganta seca―. Le daré mi virginidad. Y tú vas a enseñarme cómo hacerlo.
Cuando la comida estuvo lista, Joseph se acercó a los pies de la escalera que conducía al piso superior del ático.
― ¡La cena está lista! ―gritó. No hubo respuesta. ― ¿_____? ―intentó nuevamente ahora con una pregunta―. La cena está lista ―repitió.
Entonces, oyó que se abría su puerta.
―No tengo hambre.
―Bien. Fantástico. Eso significa que hay más para mí.
Él recorrió a zancadas el camino hasta la cocina, se quemó los dedos al sacar los platos del microondas y los puso sobre la mesada de mármol. Estaba enfadado, más que enfadado de lo que debería, por la imaginación de _____ de que él tenía una relación con alguna mujer.
Tiene un concepto muy bajo de los hombres, pensó Joseph mientras sacaba los cubiertos del cajón. Quizá los hombres que ella conocía les fueran infieles a sus mujeres, pero… ¿Pero qué? Su pupila no sabía nada de hombres. No sabía nada de cómo se comportaban. Y aquél era el problema, ¿No? Él tenía la responsabilidad de encontrarle marido a una mujer que se había pasado la vida en otro planeta.
― ¡Maldición! ―farfulló en voz alta, y sacó un tenedor del cajón.
Miró al armario y pensó por segunda vez si sacar un plato y añadir una cuchara de servir y una servilleta a su sitio en la barra. Pero, ¿Para qué iba a molestarse? Él era un soltero que iba a cenar solo, gracias al temperamento poco razonable y adecuado de su invitada.
Además, estaba hambriento como un oso. Un oso de muy mal humor. Teniendo todo aquello en cuenta, no entendía por qué no podía comer directamente de la cacerola y de la vasija…
― ¿No sabes poner la mesa?
Joseph reprimió un gruñido y dejó caer su tenedor sobre la mesada provocando un pequeño pero molesto ruido.
―Creía que no tenías hambre.
―He cambiado de opinión ―respondió _____, y olisqueó delicadamente el aire―. Eso huele… No demasiado mal.
―Judith estaría entusiasmada con tu clara aprobación.
Sin darse la vuelta, Joseph percibió las suaves pisadas de _____ mientras ella se acercaba a la barra.
― ¿Qué es?
―Algo de pollo.
―Sí, ya lo sé. Pero, ¿Qué? Está claro que no es la comida horrible que nos daban en el colegio.
―Entonces, ¿Por qué no lo llamamos así: “La comida horrible”? ―le preguntó Joseph con sarcasmo, mientras se volvía a mirarla. Entonces, se quedó boquiabierto ante lo que sus ojos veían―. Y ya que estamos interrogando, ¿Qué es eso?
_____ se miró. Llevaba una ropa deportiva, compuesta por un pantalón y una chaqueta amplios. Bueno, era lo único que tenía, hecho con sus propias manos. La verdad era que los pantalones y la ramera no habían salido tal y como ella lo había planeado, en parte porque lo había cortado y cosido a escondidas, y en parte porque coser, como ya había admitido, no era la mayor de sus habilidades.
―Ropa, ¿Qué más sino? ―Respondió ella, de mal modo con un elevamiento de barbilla que le indicó a Joseph que lo mejor sería dejar el tema―. Quizá no esté a la altura de Nueva York, pero a mí me gusta.
Joseph se le quedó mirando durante un momento. _____ se había duchado. Tenía los rizos húmedos y brillantes, a ambos lados del rostro, de manera que acentuaban su delicada forma oval. La ropa era espantosa, y le sobraba tela por todas partes. Sin embargo, él distinguía el volumen de sus pechos bajo el algodón, la redondez de sus caderas, la largura de sus piernas. Aquellos dedos de los pies que lo habían excitado antes asomaban bajo el dobladillo de los pantalones.
Joseph quería reírse del aspecto que tenía, pero no pudo. No, cuando también tenía un aspecto tan dulce y vulnerable. E increíblemente sexy, pensó.
Entonces, se levantó de la silla bruscamente y fue hacia el armario. Sacó platos y servilletas, revolvió en el cajón de los cubiertos y sacó cucharas.
―Toma ―dijo secamente, y se lo dio todo a _____―. Pon la mesa.
― ¿Quieres decir que ponga la encimera?
―Sí. Eso es lo que quiero decir.
―Porque hay una diferencia, ¿Sabías?, entre la forma más adecuada de poner una mesa y una barra. Para la barra, estas servilletas de papel están bien, pero para la mesa…
―Por favor, ponlo todo en la maldita mesa o como lo llames tú ―dijo Joseph, entre dientes―. No me vengas con las clases de la Madre Lujan, porque esta es mi casa y no el convento. Nadie y menos tú, me va a venir a enseñar a esta altura de los años que tengo, cómo poner la mesa y cómo llamarlo.
―No tienes por qué…
―Maldecir ―la interrumpió: ― Te equivocas; Sí tengo motivos. Y si no dejas de corregirme, oirás cosas que te van a destrozar los oídos ―la advirtió.
_____ arqueó las cejas, pero se mantuvo en silencio mientras colocaba los platos y los cubiertos. Necesitaba que su protector se pusiera de mejor humor. Y balbucear lecciones tontas que había aprendido en el colegio no era la mejor forma de hacerlo. Aunque estuviera nerviosa.
El día anterior había pasado su primera noche en un hotel. Y estaba a punto de pasar su primera noche en el apartamento de un hombre. Y también estaba a punto de presentarle un plan. Tenía que encontrar la forma de tomar el control de su vida. Por eso era tan importante que aquel plan funcionara. Ella estaba muy segura; Sólo tenía que explicárselo a Joseph de una forma sutil para que él lo aceptara.
Lo observó mientras servía una enorme montaña de estofado de pollo en su plato. Una vieja frase decía que “el corazón de un hombre había que ganarlo por su estómago”.
―Esto tiene muy buena pinta ―dijo, animadamente. Joseph gruñó y se sentó en una silla.
― ¿No tienes unas masitas?
Él la miró.
― ¿Masitas?
―O galletas, como tú las llames. ¿No ha dejado Judith un paquete?
―No, no ha dejado nada más.
―Es una pena. Si quieres esperar media hora, puedo hacer una bandeja.
Su mirada se apagó ligeramente mientras la miraba de pies a cabeza.
― ¿Eres tan buena cocinera como costurera?
_____ alzó la barbilla.
―Soy una excelente cocinera.
―Sí, bueno, pero de todas formas creo que no quiero. Aunque un poco de pan es buena idea. Tiene que haber un poco en aquel cajón.
Ella encontró el pan, encontró una pequeña bandeja de plata, la vistió con una servilleta y colocó ordenadamente unas cuantas rebanadas encima.
―Aquí lo tienes. ¿Qué te parece?
―Maravilloso. Y ahora, ¿Puedo comer?
― ¿Necesitas algo más?
―Sí ―dijo Joseph―. Un poco de paz y tranquilidad. ¿Me la puedes servir?
―Claro, claro ―respondió ella agradablemente, aunque tenía ganas de tirarle el estofado por la cabeza. Se sentó en una silla a su lado, pinchó un poco de pollo con el tenedor y se lo metió a la boca―. Mmm. Muy rico. Me pregunto si tienes por ahí una botella de vino. Un “Navarro Correa” sería…
―_____.
― ¿Sí?
―Cállate por el amor de Dios.
Había sido demasiado optimista con lo de ganar su corazón por su estómago. Pero, en realidad, ella no tenía que conseguir su corazón, sino su cerebro. Y, aunque Joseph tuviera tan mal humor, _____ tenía que admitir que parecía que tenía cerebro.
― ¿Joseph?
― ¿Sí? ―preguntó con fastidio al ver que esa mujer parecía ser sorda, porque no lo obedecía.
―Joseph ―repitió, y tomó aire―. He estado pensando…
―En tu caso, eso es siempre una actividad peligrosa.
Ella decidió no hacer caso de aquella provocación.
―Tú no estás precisamente entusiasmado por tenerme bajo tu responsabilidad ―le dijo. Él no respondió. Bueno, ella no había esperado que la corrigiera, pero no le habría costado ser un poco amable―. Y yo ―añadió― tampoco estoy exactamente entusiasmada por tenerte como tutor.
―Asombroso. Después de todo, tenemos algo en común.
―Así que, como ya te he dicho, he estado pensando…
Joseph la miró.
―No hay forma de salir de esto ―le advirtió con suavidad―. Ninguna en absoluto. Tú necesitas un marido y yo tengo que encontrarte uno. Y tenemos muy poco tiempo.
Ella asintió.
―Lo sé. Pero, ¿Te acuerdas de lo que me dijiste acerca de las diferencias entre tu cultura y la mía?
― ¿He dicho algo de eso?
―Sí. Estábamos hablando sobre los hombres argentinos y los estadounidenses. Yo dije que los hombres argentinos engañaban a sus mujeres, y tú dijiste que…
―Yo dije muchas cosas. Después te besé.
El silencio llenó la habitación. Se miraron a los ojos.
―Sí ―dijo _____, después de un rato―. Me besaste.
―Eso no va a volver a ocurrir.
― ¿Por qué no?
―Porque… Porque está mal. Soy una especie de tutor temporal para ti. Mi trabajo es asegurar tu bienestar y protegerte de hombres que puedan llegar a casarse contigo solo por el dinero.
―Pero no creo que mi bienestar se vea afectado porque me beses.
¿Es posible que fuera tan ingenua, o está jugando conmigo?, se preguntó. La mirada de Joseph cayó sobre sus labios, tan rosas, dulces y suaves. Ingenua o no, él tendría que tener más cuidado en su trato con ella.
―A tu futuro marido no le gustaría.
A ella le tembló la barbilla.
―Ni siquiera sé quién es.
―Bueno, pero vamos a resolver ese problema cuanto antes. Mañana mismo haré unas cuantas llamadas de teléfono y pondré las cosas en marcha ―le dijo él. Después le tomó la mano y prometió―: _____: Voy a encontrar un buen marido para ti, y haré todo lo que pueda por asegurarme de que sea una buena elección.
Ella asintió y bajó la cabeza. Su pelo cayó hacia delante y ocultó su rostro, y él tuvo que hacer un esfuerzo por no acariciar aquellos rizos suaves con reflejos dorados.
―Sé que no es lo que tú quieres, pero…
―Pero tengo que hacerlo.
―Sí. Cuanto antes lo aceptes…
―Ya lo he aceptado ―respondió _____, y alzó la cara―. Por completo.
Joseph parpadeó, sorprendido.
― ¿Qué?
―He dicho que lo he aceptado. No hay forma de escapar de los términos del testamento.
―Bien ―dijo Joseph―. Bien, me alegro de oír que… Me alegro de que finalmente…
¿Qué demonios me pasa? ¿Por qué no puedo terminar una simple frase?, se insultó para sí. Estaba contento de oír que finalmente había entrado en razón. Él tenía que casarla. Ella lo había aceptado. No había ninguna excusa en el mundo por la que aquello pudiera molestarle.
―Estoy encantado de que hayas cedido ―le dijo.
―Pero hay un par de condiciones.
― ¿Condiciones? ¿Qué condiciones?
_____ apartó la mano y se aclaró la garganta. Parecía una mujer que se estaba preparando para dar un discurso.
―Primero, una pregunta. ¿Qué dice el testamento sobre que yo tenga que permanecer casada? Me refiero, por ejemplo, a que si yo me caso con alguien que muere después… ¿Habré cumplido con los requisitos exigidos? ¿Tendría derecho a reclamar la herencia?
Joseph la miraba sin dar crédito. Luego de unos segundos de silencio, habló:
―Por Dios Santo, _____, ¡No estarás hablando en serio! ¿De verdad piensas que voy a permitir que planees un asesinato?
― ¿Un asesinato? ―_____ se rió―. ¡No voy a matar a nadie! Sólo quería saber cuál era tu opinión sobre lo que sucedería si mi matrimonio no durara. No quería usar la palabra “divorcio” hasta que supiera qué pensabas.
Joseph se quedó mudo de nuevo.
―No te quedes tan conmocionado, Joseph. Estoy segura de que en este país se entiende el concepto de divorcio.
― ¿Concepto? ¿Qué? Ah… Sí, claro. El divorcio es el pasatiempo nacional.
―Ah ―respondió ella, sonriendo como si él le hubiera dicho que le había tocado la lotería―. Eso está aún mejor.
― ¿De verdad?
―Sí, claro. Verás, el divorcio está muy mal considerado en algunos países de Latinoamérica. Es legal, pero la mayoría de las veces, son los maridos quienes inician el proceso, no las mujeres. Y, si perteneces a cierta clase social, sencillamente, no puedes divorciarte.
Joseph se cruzó de brazos.
―Está bien ―dijo―. ¿Qué es lo que estás tramando?
―En realidad, es muy fácil. Tú me encuentras un marido, argentino y adecuado, por supuesto. Has dicho que podías hacerlo, ¿No?
―Sí ―dijo él, como si fuera pan comido, pero en el fondo sospechaba de esa muchachita. Para que acepte lo que dice el testamento, algo detrás de todo esto está planeando, se alertó.
Bueno, encontrar un hombre que quisiera casarse con ella lo sería, teniendo en cuenta su dinero, su físico, su inocencia. ¡Maldición!, su inocencia, se dijo. Aquello era lo que le iba a poner las cosas más difíciles. No podía casarla con cualquiera. Ella necesitaría un hombre especial, alguien que se tomara el tiempo preciso para iniciarla en… en…
― ¿Me has oído?
Joseph frunció el ceño.
―Lo siento. ¿Qué has dicho?
―He dicho que me casaré con el hombre que tú elijas. Pero antes, él tendrá que aceptar dos condiciones. La primera es que tendrá que firmar un documento legal por el cual renunciará a todos los derechos sobre mi herencia.
―Vas a heredar mucho dinero, _____. No creo que…
―Si tú encuentras un marido sumamente adecuado, él no necesitará mi dinero.
―Sumamente adecuado significa sumamente rico.
―Asquerosamente rico. ¿O me equivoco? Estoy segura que me presentarás un viejo lleno de arrugas y muy feo.
―Bueno, no había pensado…
―Un hombre lo suficientemente rico no me querrá sólo por mi dinero. Lo habías pensado, ¿No?
Ella tenía razón. Joseph suspiró y asintió.
―Está bien ―asintió resignado―. Necesitamos a un hombre muy rico. ¿Qué más?
―Tiene que estar de acuerdo en permanecer aquí, en los Estados Unidos.
―_____. No sé si un argentino…
―Tercero… ―lo interrumpió para no escuchar sus excusas.
―Has dicho que había dos condiciones ―le recordó.
―En tercer lugar, tiene que firmar un documento accediendo a divorciarse después. Yo me casaré con él, heredaré mi fortuna, y después él solicitará el divorcio ―_____ sonrió―. Así de simple y sencillo.
―Simple. O simplista. ¿Por qué iba a aceptar tu futuro marido esos términos? ¿Qué iba a sacar él en limpio? Si estás pensando en ofrecerle dinero… Bueno, si ese hombre tiene suficiente dinero como para no querer el tuyo, ¿Por qué iba a considerar que el dinero que le ofrezcas es un buen negocio?
Allí estaba el fondo de la cuestión, lo que haría que su plan funcionara. A ella no le gustaba mucho, pero, ¿Qué otra cosa podía hacer?
―Ya he pensado en eso.
― ¿Y?
_____ respiró profundamente antes de seguir hablando.
―Tienes que darte cuenta de que llevo mucho tiempo soñando con mi libertad.
―Lo entiendo, pero…
― ¡No! No, Joseph. No puedes entenderlo de verdad. Mis padres murieron cuando yo era muy joven. Mi tío, mi protector, me metió al convento al día siguiente del funeral, y nunca volvió a sacarme. Ni para las vacaciones, ni en verano, ni durante los fines de semana. Me dejó allí. No era sólo mi hogar y mi escuela. Era mi mundo entero.
―_____, ha debido de ser horrible, pero…
― ¡Cállate! ¡No me interrumpas, y déjame terminar! No era horrible, no todo el tiempo. Algunas de las monjas fueron buenas conmigo; Incluso hice amigas. Pero cuando cumplían dieciocho años, se marchaban. Salían por aquellas anchas y antiguas puertas, Joseph, como yo siempre pensé que lo haría. Pero no lo hice. Tuve que ver cómo se marchaban mientras yo me quedaba allí durante otros interminables tres años. Lo único que me salvaba de volverme loca era soñar que algún día yo también atravesaría la puerta del convento para no volver más.
Joseph tenía la garganta oprimida. Su niñez también había sido muy difícil, pero él tenía una madre que lo quería, y la ciudad de Nueva York había sido su patio de juegos. Cuando había cumplido dieciocho años, había dejado todo lo malo atrás.
La vida que le acababa de describir _____ le sonaba como lo más parecido a una condena en prisión.
Le tomó la mano entre las suyas y se la apretó.
―_____... Cariño.
― ¿Es que no lo entiendes? ―Le dijo ella con lágrimas en los ojos―. No puedo pasarme el resto de la vida en otra jaula, por muy brillante que sea.
―Te he dicho que te encontraré un buen hombre. Uno que te hará feliz.
― ¡La libertad me hará feliz, Joseph! ¡Sólo la libertad! He estado pensando en renunciar a mi herencia…
―No, no vas a hacer eso. Tus padres querían que tuvieras el dinero ―le dijo terminantemente.
―Lo sé; Es su legado. Y sé también que creían que estaban haciendo lo mejor para mí, pero… Pero…
Entonces, comenzó a llorar. Joseph soltó una maldición y la abrazó.
―No llores ―le pidió―. Cariño, por favor, no llores. Yo encontraré una forma de arreglarlo.
_____ alzó la cara y lo miró.
― ¿En serio?
―Sí. ¿Te acuerdas de ese tipo de la embajada argentina que te conté? Lo llamaré mañana y le pediré que te presente gente. Que nos presente a gente ―se corrigió―. Así, yo podré vigilar a los hombres que conozcas. Y tú tendrás tanto que decir al elegir a tu marido como yo.
―Gracias.
Ella le sonrió entre las lágrimas y se pasó el dorso de la mano por la nariz. Joseph tomó una servilleta de la mesa y se la ofreció:
―Toma ―le dijo él con la voz ronca mientras se la acercaba―. Suénate.
Ella lo hizo. Después, suspiró profundamente y se apoyó contra él, descasando la cabeza contra su corazón. ¡Dios mío!, era tan cálida. Tan delicada. Olía tan bien, era tan suave…
― ¿Joseph?
― ¿Sí?
―Sobre… Sobre ese marido que vamos a encontrar para mí… El que estará de acuerdo en divorciarse de mí…
Joseph se giró y la miró a la cara.
―_____, acabo de decírtelo. Un hombre que tenga el suficiente dinero como para estar de acuerdo en no tocar el tuyo…
―No tendrá ningún motivo para querer un matrimonio temporal.
―Exactamente.
― ¿Existe algo de belleza en mí, Joseph?
Él torció el gesto.
―_____...
―Dime la verdad, por favor ―le pidió ella, y se sentó erguida en su silla.
―Sabes que lo eres ―respondió Joseph.
―Y… Y estoy intacta. Soy virgen.
¿Acaso pensaba que él no lo sabía? Eso era lo que hacía que se contuviera y no volviera a besarla con toda su alma.
― ¿Adónde quieres llegar?
―Pues ―respondió _____, lentamente―, a que el hombre con el que me case será mi marido legalmente. Durante un día, una semana o un mes, yo seré su mujer. Y…
― ¿Y?
―Y… ―continuó ella, dejando a un lado su intención de ser sutil― yo le daré el único regalo que no podrá comprar ―dijo, intentando tragar saliva. De repente, tenía la garganta seca―. Le daré mi virginidad. Y tú vas a enseñarme cómo hacerlo.
¡Bienvenida Gabriela! (:
Gracias por sus comentarios chicas.
Natuuu!(:
Natuu!
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
WHAT!!?
Hahaha vamos rapidito eh!! haaha xD
Gracias por subir la novela :D :D
Hahaha vamos rapidito eh!! haaha xD
Gracias por subir la novela :D :D
Augustinesg
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
o_o Q JOE LE TIENE Q ENSEÑAR ????
SIGUELAAA
SIGUELAAA
jb_fanvanu
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
me encanto el cap
cap natu
y lo que la rayis le pidio!!!!!!
quiero maraton
cap natu
y lo que la rayis le pidio!!!!!!
quiero maraton
andreita
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
Capítulo 8
Qué respuesta podía darle un hombre a una mujer que había dicho algo tan indignante? Casi dos semanas después, Joseph estaba sentado en el escritorio de su despacho, y todavía no sabía qué hacer. Tenía un millón de cosas que hacer, llamadas, citas, firma de cartas y de contratos… pero ¿Cómo iba a concentrarse en ninguna de ellas? Lo único en lo que podía pensar era en lo que le había dicho _____ aquella noche.
Tomó un lapicero y se puso a dar golpecitos con él en la mesa, distraídamente, mientras recordaba cómo se le había quedado mirando, sin habla por primera vez en su vida.
― ¿Joseph? ―Había dicho ella, con tanta calma como si estuvieran hablando del tiempo―. ¿Me has oído? ¿Me vas a enseñar cosas sobre el sexo? ¿O eso va a ser un problema?
¿Un problema? ¡Crack! El lápiz se rompió en dos. Joseph tomó otro y comenzó a dar golpecitos de nuevo.
La pregunta había sido lo suficientemente mala, pero su forma de enfrentarse a ella había sido incluso peor. Él había apretado la mandíbula, había entrecerrado los ojos y la había señalado con el dedo… Y le había dicho que se marchara a su habitación. Gruñó al recordarlo.
La había enviado a su habitación como si fuera una niña en vez de una mujer. Y la realidad era que _____ era toda una mujer. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos y recordar sus labios cuando se habían besado, su lengua dulce y la forma en que se habían rozado sus cuerpos, mientras ella hacía aquellos sonidos suaves que podían volver loco a un hombre.
Tap, tap, tap; Solo el ruido del lápiz golpeando despacio sobre la mesa acompañaba los pensamientos de Jonas. Él no había vuelto a tocarla. Y ella no había vuelto a mencionar aquel descabellado plan. Quizá porque él no le había dado la oportunidad.
A medida que los días pasaban muy despacio para Joseph, cada noche, él volvía a casa, saludaba educadamente y eso era todo. Mientras cenaban, él leía cualquier cosa que hubiera metido al maletín antes de salir de la oficina, con tal de no hablar con su pupila. _____ se mantenía en silencio. Él se imaginaba que así había sido durante las comidas en el convento, y que ella estaría conforme.
Cuando terminaban de cenar, él se excusaba, subía a su habitación y pasaba allí el resto de la velada, trabajando y poniendo al día la correspondencia…
Joseph hizo girar su butaca y miró por el ventanal. ¿A quién estaba intentando engañar? No hacía nada que se pareciera a trabajar. Miraba a las paredes, a la pantalla de la televisión, los periódicos del día, a cualquier cosa que le quitara de la cabeza a la mujer que estaba en el piso de abajo. Quería sacarse la responsabilidad de encontrarle un marido, lo que ella le había pedido.
¿Cómo pude sugerirle semejante cosa?, se preguntaba ahora y sentía deseos de que la tierra lo devorase. Él se había comprometido a encontrarle un marido, no a proporcionarle educación sexual. Aunque la triste realidad era que había estado a punto de hacerlo un par de veces.
Sin embargo, durante aquellas dos semanas había conseguido contenerse. No la había tocado. Y había cumplido su promesa de llamar al tipo de la embajada argentina al que conocía. Había quedado con Aldo para tomar algo y le había explicado la situación… Bueno, no de forma completa, pero se la contó a medias. ¿Para qué mencionar detalles complicados? El hecho de que había heredado la responsabilidad de la pupila del hombre que lo había engendrado, y que tenía el encargo de encontrarle un marido adecuado; Que la fortuna de aquella mujer y el futuro de Joseph dependían de que él tuviera éxito; Que _____ quería comprar un divorcio rápido ofreciéndole al hombre que se casara con ella su virginidad.
¡Crack! Un nuevo lápiz roto. Joseph tomó otro del lapicero.
No, no le había contado nada de aquello a Aldo. Sólo le había dicho que la pupila de un conocido argentino se estaba alojando en su casa y que él quería presentarle a la comunidad argentina que reside en Nueva York.
― ¿Cuántos años tiene la chica? ―le había preguntado Aldo.
Joseph se lo había dicho. Aldo había asentido.
―Hay una fiesta en la embajada la semana que viene.
Joseph se había sentido como si parte de la carga se le levantara de los hombros.
―Estupendo.
― ¿Es muy fea?
Joseph se había quedado mirando a Aldo. Ellos dos tenían más o menos la misma edad. Aldo era alto y rubio, y tenía reputación de ser un mujeriego.
―Si fuera muy hermosa ―dijo Aldo, sonriendo por encima del borde helado de la copa de su vino tinto―, puede que yo estuviera interesado, pero no puede serlo, porque de lo contrario tú te la quedarías para ti solo.
Joseph tiró el lápiz, se levantó de la butaca y se puso a caminar por el despacho. ¿Guardarse a _____ para él? Qué idea tan absurda. Ella necesitaba un marido. Y él tenía que encontrárselo. Y si ella pensaba que él iba a enseñarle las cosas que hacían un hombre y una mujer en la cama antes de que aquello sucediera, se había vuelto loca.
Lo único que iba a enseñarle era cómo ser civilizada. La noche en que él le había dicho que se marchara a su habitación, ella se había quedado pálida de ira, le había llamado alguna cosa en español, que él imaginaba que sería mucho mejor no traducir, y se había marchado.
Una mujer y una gata salvaje. Eso había resultado ser el supuesto angelito del convento. A la Madre Lujan le daría un ataque si la viera en aquel momento. Sobre todo, con su nueva ropa. Aquel pensamiento, al menos, hizo que Joseph sonriera.
Unos días antes, le había dicho a _____ que la iba a llevar a su trabajo con él para que pudiera salir de compras con su ayudante personal. _____ había respondido con una mirada asesina. Aún estaba enfadada porque él no hubiera accedido a darle clases de educación sexual, pero él no había hecho caso de su actitud malhumorada.
Había llegado la hora de que dejara de ser una huerfanita y se convirtiera en una mujer de Nueva York.
Joseph se sentó de nuevo, echó hacia atrás su butaca y entrelazó los dedos sobre el estómago.
Su ayudante personal ni siquiera había parpadeado cuando él le había presentado a _____ como la hija de un conocido argentino. Aquella definición había funcionado con Aldo, así que, ¿Por qué no iba a funcionar con Beth?
Él le había dicho a Beth que se la llevara de compras y la vistiera de pies a cabeza. _____ estaba en medio de la habitación, cruzada de brazos y echando chispas por los ojos, pero no había discutido. Quizá hubiera comprendido ya que las cosas que seguía sacando de su bolsa de viaje sin fondo no le servían en Manhattan.
― ¿Y un corte de pelo? ―había preguntado Beth.
―No.
Debió de decirlo de una manera extraña, porque Beth se había quedado mirándolo extrañada, con las cejas arqueadas. Él había carraspeado y había murmurado algo sobre la cultura argentina y el pelo largo. Sin dudas, una mentira patética, pero era lo único que se le había ocurrido para salir del aprieto. Le gustaba ver a su pupila con el cabello largo y suelto. Y la verdad era que él no podía soportar la idea de que aquella gloriosa melena terminara en el suelo de alguna lujosa peluquería, cuando él había estado soñando, todas las noches, con _____, tumbada bajo él en su cama, con su boca dócil pegada a la suya, con su pelo derramado en la almohada mientras le hacía el amor…
― ¡Maldición! ―farfulló Joseph, y se levantó de nuevo de la silla.
Beth había hecho bien su trabajo. _____ había pasado de ser linda a estar espectacular. Cuando él había vuelto a casa aquella noche, ella le había abierto la puerta y lo había saludado vestida con unos vaqueros que le quedaban como una segunda piel, con un jersey de punto fino del mismo color café de sus ojos, y con unos tacones altos. No le habían cortado el pelo, pero alguien había hecho algo que le había dejado los rizos menos salvajes y el doble de atractivos.
La expresión de malhumor había desaparecido. Para variar, _____ sonreía.
― ¿Cómo estoy? ―le había preguntado, girando ante él.
Como para comerte, había pensado él. Y tomarte en brazos y llevarte a la cama.
―Estás bien ―había respondido. Y se había preguntado si la mentira haría que le creciera la nariz―. ¿Sabes, _____? Creo que hoy no voy a poder cenar. Estos informes…
―Yo he hecho la cena ―le dijo ella cuando él ya empezaba a caminar hacia las escaleras.
― ¿Y Judith?
―Le dije que yo quería cocinar hoy ―respondió _____, y tomó aire profundamente. Él se dio cuenta de que había tenido que reunir valor para decírselo―. Es comida argentina. Ven a probarla.
Entonces, Joseph había notado un olor poco familiar en la cocina. Ella le había dicho un nombre impronunciable para él y lo había mirado con tanta esperanza en los ojos que él no había podido negarse. Así que la había seguido a la cocina, donde _____ había hundido una cuchara en una cazuela, se la había ofrecido y había dicho:
―No, espera.
Y entonces, se había llevado la cuchara junto a los labios y había soplado suavemente el contenido humeante. Verla soplar sobre aquella cuchara casi había conseguido que él se pusiera de rodillas.
―Ahora, pruébalo ―le había dicho ella, y él había querido… Dios, había querido…
Con un enorme esfuerzo, había conseguido controlarse. Había apartado la mirada de la boca de _____ y la había fijado en la cuchara, había dejado que ella se la deslizara entre los labios, había luchado con la súbita tensión que había sentido en el cuerpo cuando ella, a su vez, había separado los labios y hacia sacado la punta de la lengua en una inconsciente imitación de él. Pero ni siquiera su más caliente fantasía había sido suficiente para evitar que él reaccionara al sabor de lo que ella había cocinado.
― ¿Qué es? ―había preguntado con un jadeo.
― ¿No te ha gustado?
―No, no. Yo… me ha encantado. Es sólo que… Es distinto ―había dicho Joseph. Después había murmurado otra mentira sobre su trabajo y había huido.
Horas después, cuando incluso la calle se había quedado silenciosa, él había oído un sonido débil. Se había dicho a sí mismo que era el viento que barría la terraza, pero sabía muy bien que era _____, llorando. ¿Era por su reacción hacia lo que había cocinado? Joseph lo dudaba.
Seguramente, era por su negativa a ayudarla, tal y como ella le había pedido. Él había pensado, ¿Y si voy ahora mismo a su habitación y le digo que sí, que acepto darle lecciones sobre sexo, y que voy a darle la lección número uno?
Podría hacerlo aquella misma noche. Podría ir a verla, decirle que quería satisfacer su petición, y hacerlo todo de una forma eficiente y seria. Con determinación.
Le daría instrucciones sobre cómo hacer el amor. Se la llevaría a su habitación. Apagaría las luces, dejando sólo la iluminación justa para poder verle la cara, ver qué era lo que le gustaba cuando la acariciara. Desnudarla, lentamente. ¡Dios, sí! Muy lentamente, quitarle la ropa, prenda por prenda. Y cuando estuviera desnuda, hacerla suya, sólo suya…
¡Demonios!
Joseph se puso en pie de un salto, se volvió hacia la ventana y apoyó la frente en el cristal frío. ¿Qué estaba haciendo? No podía pensar aquello. Era un hombre adulto, no un chico que pudiera permitirse el juego de la fantasía sexual…
Además, ¿Para qué iba a contenerse con la imaginación cuando tenía algo real disponible?
Joseph tomó el auricular del teléfono y presionó el botón que lo comunicaba con Beth.
―Beth ―dijo―, por favor, llame a la señorita Vicky. Dígale que la recogeré a las siete y media para ir a cenar.
― ¿A la señorita Vicky?
Él percibió el tono de sorpresa de la voz de Beth. Y no podía culparla. Apenas había hablado con Vicky desde que había vuelto de Buenos Aires, y era ella quien había llamado en todas las ocasiones.
―Sí, a la señorita Vicky.
― ¿Y si tiene otro compromiso?
―No lo tendrá ―respondió él, con la arrogancia de un hombre que nunca había tenido el más mínimo problema a la hora de atraer a las mujeres―. Después telefoneé a ese lugar al que iba a llevarla a cenar la última vez.
― ¿Adour Alain Ducasse?
―Exacto. Por favor, reserve una mesa para las ocho.
―Sí, señor ―dijo Beth. Y después añadió, tímidamente―: ¿Y la señorita Bougnon?
― ¿Qué pasa con ella? ―respondió Joseph con un gruñido, y colgó el auricular de un golpe.
Adour Alain Ducasse era un restaurante lujoso y estaba muy de moda. La música estaba muy alta, y las mesas estaban llenas de gente guapa y famosa.
Aquella noche, Vicky estaba impresionante. Todos los hombres de la sala la miraron cuando entró del brazo de Joseph. Todos los hombres la miraban cuando se reía de las bromas de Joseph, cuando echaba hacia atrás la melena caoba y cuando se inclinaba hacia delante para mostrar su escote.
Sin embargo, él sabía que sus bromas no tenían gracia. Mucho menos su conversación. Joseph sólo podía pensar en _____, y en lo desanimada que se había quedado cuando él le había dicho que iba a salir.
― ¿Con una mujer?
―Sí, con una mujer. Pero tú no estarás sola. He llamado a Judith y le he pedido que venga a pasar la velada contigo.
―No necesito una niñera.
Él iba a decirle que ya lo sabía, que sólo le había pedido a Judith que se quedara para que le hiciera compañía, pero se había dado cuenta de que _____ nunca tenía compañía por las noches, porque él se encerraba en su habitación para estar a salvo.
Y entonces, se había preguntado por qué había tenido que usar aquella expresión, estar a salvo. ¿Por qué necesitaba sentirse a salvo en su propia casa?
Pero, para entonces, _____ se había marchado de la sala hecha una furia, y él había visto en el reloj que sólo le quedaban cuarenta minutos para ducharse, cambiarse e ir a recoger a Vicky. Y en aquel momento, cuando ya estaba con su novia, en realidad no estaba con ella. Simplemente, seguía todas las pautas de una cita mientras miraba a hurtadillas el reloj.
― ¿… querías decirme, Joseph?
Él parpadeó y enfocó la cara maquillada de Vicky. Ella se estaba inclinando de nuevo hacia él para enseñarle el escote, pero tenía un brillo de agudeza en la mirada.
―Lo siento. Yo… No he oído lo que me estabas preguntando.
― ¿Cómo ibas a haberlo oído? No me estás prestando ni la más mínima atención.
―Perdón ―repitió él―. Tengo problemas de negocios. Ya sabes cómo es eso.
―No, no lo sé. Hace semanas que no me llamas, y entonces, de repente, me invitas a cenar. ¿Y dónde estás?
―Vicky…
― ¿Es ésta ―le preguntó ella, humedeciéndose los labios― una cena de despedida? Porque si lo es, si vas a romper conmigo…
―No ―respondió Joseph, rápidamente―, no es eso. He estado… Muy ocupado.
― ¿Ocupado en qué?
Él la miró. Vicky era sofisticada, fina, educada. Quizá ella pudiera ayudarle a encontrar la manera de enfrentarse con una mujer que, hasta hacía dos semanas, había llevado una existencia totalmente retirada.
Joseph carraspeó.
―Alguien… Alguien murió.
―Oh, Joseph…
―No era nadie a quien yo conociera ―añadió él―. Sólo era alguien con quien yo tenía conexión. Es complicado, pero el fondo de la cuestión es que me he visto de repente con una importante responsabilidad sobre los hombros.
― ¿Qué responsabilidad?
―Se supone que tengo que presentar a una niña en sociedad. Bueno, no es eso exactamente. Tengo que presentarla en la sociedad argentina.
― ¿Aquí? ¿En Nueva York?
―Sí.
Vicky frunció el ceño.
― ¿Cuántos años tiene la niña?
―Tiene… ―Vaya, terreno peligroso, pensó. ¿Por qué había pensado que sería beneficioso hablar de aquello con Vicky?―. ¿Sabes una cosa? Creo que no merece la pena hablar sobre ella. ¿Tomamos un postre? Sé que siempre estás pensando en las calorías, pero…
― ¿Cuántos años tiene esa niña, Joseph? ―inquirió muy seriamente.
―No es exactamente una niña.
Los luminosos ojos de Vicky se entrecerraron.
― ¿Es una adolescente?
Joseph sacudió la cabeza.
―No exactamente.
―Entonces, ¿Cuántos años tiene, exactamente?
―Eh… Tiene… Veintiún años.
¿Podrían estrecharse más los ojos de una mujer? ¿Sería capaz de ver algo?
― ¿Es una mujer?
―Más o menos.
―Más o menos ―repitió Vicky con frialdad―. ¿Y cómo es?
―Oh, no lo sé. Mide uno setenta, uno setenta y cin…
― ¿Cómo es, Joseph? ¿Es atractiva?
―Supongo.
―Supones ―dijo ella, y alargó la mano para tomar su copa de vino―. ¿Y dónde la tienes?
¿Dónde está el camarero? Tenía que haberse hecho tarde. Al demonio con el postre. Joseph quería la cuenta. Necesitaba respirar aire frío. Quería cortarse la lengua.
―Eh… ¿Te refieres a dónde se está alojando _____?
― ¿_____? ―preguntó Vicky, con la voz tan heladora como la mirada de sus ojos.
―_____. Ella, eh… Se aloja en mi casa.
Silencio. Un largo silencio. Después del cual, Joseph podría haber jurado que Vicky había sacado las garras.
―Qué encantador. Tienes a una mujer viviendo contigo, y aquí estás, cenando conmigo.
―Ella no está viviendo conmigo.
― ¿No? ¿Entonces como lo llamas? ¡No me extraña que me haya pasado una hora hablando sola!
―Cálmate, Vicky.
― ¿Tengo que calmarme mientras tú estás ahí sentando, obsesionado con esa…? Esa…
―Vicky ―el tono de voz de Joseph se volvió tan frío como el de ella―. Ten cuidado con lo que dices.
Vicky empujó hacia atrás su silla.
―Quiero marcharme.
―No hemos terminado…
―Sí. Hemos terminado en todo ―dijo ella, con los labios apretados―. Pensar en todo el tiempo que he malgastado contigo…
―Eh…
―Malgastado ―repitió ella con amargura―. Con un hombre cuya idea de la decencia es fingir que está comprometido con una mujer y que se lleva a vivir a su amada a su casa.
¿A qué acusación debía responder primero? Joseph se inclinó hacia delante.
―Ella no es mi amada. Y yo nunca me comprometo, Vicky. Tú lo sabes.
―Si estás pensando en tomarme de tonta, ¡Olvídalo! A mí ningún hombre me toma del pelo.
― ¿Qué dices? ―Dijo Joseph, atravesando a Vicky con la mirada―. ¿De qué estás hablando?
La mujer con el cuerpo de Barbie, se puso en pie.
―Hazme un favor: Vete a casa con tu pequeña argentina. Es evidente que es allí donde realmente quieres estar.
Ella se dirigió a la puerta rápidamente; Joseph sacó varios billetes de la cartera, los dejó en la mesa y se apresuró a seguirla. En la acera, la tomó del brazo e hizo que se volviera hacia él.
―Que conste que _____ no es mi amante ―le dijo con calma―. Sabes que nunca te habría pedido que salieras a cenar conmigo si lo fuera.
La ira se desvaneció de la mirada de Vicky.
―Lo sé. Es sólo que… Tu compañera de piso es una chica con suerte.
―Demonios, no es…
En aquel momento, un taxi se detuvo. Vicky se zafó de su mano, corrió hacia él y entró. Joseph tuvo el tiempo justo para acercarse y darle un billete al taxista antes de que el vehículo se pusiera en marcha. Él se quedó observándolo hasta que desapareció de su vista. Después, se sacó el teléfono móvil del bolsillo para llamar a Lucas, pero cambió de opinión.
Estaba empezando a caer una llovizna fría. Joseph se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar lentamente hacia casa.
Vicky lo había entendido todo mal. Le debía una disculpa por no haber estado atento con ella aquella noche, pero en realidad, no se debía a que no quisiera estar con ella.
Y él no estaba obsesionado con _____, ni con la mirada de dolor que había visto en sus ojos cuando le había dicho que iba a salir. Él no se había pasado la noche pensando en ella, y preguntándose si ella estaría pensando en él.
¡Maldición! Todo lo había hecho mal. _____ Bougnon no debía estar en su casa. Al día siguiente iba a sacarla de allí. La llevaría a vivir a un hotel, y se pondría en contacto con una agencia para buscarle una acompañante adecuada. Haría de cuenta que jamás conoció a su hermanastra.
Aquella noche, aquella misma noche, tendría una charla seria con ella. Sólo quedaban unos días para la fiesta de la embajada. Ella y él tenían que hacer planes; Planes que tuvieran sentido.
Tenía que encontrarle un marido, conseguir que se casara lo más rápido posible y dejar todo aquello atrás. Después se pondría en contacto con el abogado de Enrique y le diría que quería saber quiénes eran sus hermanos.
Eso, y sólo eso, era lo que importaba. Para cuando Joseph llegó a su casa, casi estaba sonriendo.
Joseph dejó las llaves en la consola de la entrada y se encontró, de repente, en el centro de un tornado. Oía voces en el piso de arriba y el sonido de cosas que caían al suelo.
― ¿Judith?
No hubo respuesta. Sintió que se le ponía el vello de punta.
― ¿_____?
Nada. Notó una inyección de adrenalina y subió las escaleras de tres en tres.
― ¡_____! ―rugió―. _____...
Judith salió de la habitación de invitados, retorciéndose las manos.
―Oh, señor Jonas, ¡gracias a Dios!
― ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está _____? ¿Qué…?
La puerta se cerró de golpe. Judith se volvió hacia la habitación. Joseph pasó por su lado y abrió de nuevo la puerta para enfrentarse a lo desconocido.
Para enfrentarse a… _____. Estaba en el vestidor. Se giró hacia él, con las mejillas enrojecidas, con el pelo en los ojos y los brazos llenos de zapatos y bolsos y sólo Dios sabía qué más cosas. Mientras él intentaba averiguar qué estaba sucediendo, un par de zapatos se cayeron del montón al suelo.
Aquello era lo que debía de haber oído desde el piso de abajo.
― ¿_____? ¿Qué ocurre?
―La señorita Bougnon va a salir ―dijo Judith―. Le dije que no lo hiciera, que usted no querría, pero ella dijo…
― ¿Ella dijo? ―intervino _____, furiosa―. ¡Yo he dicho que no necesito tu permiso!
―No conoce la ciudad ―dijo Judith―. Intenté hacérselo comprender, señor Jonas, pero…
― ¿Salir? ―Joseph dio otro paso más hacia el centro de la habitación. Parecía que la habían echado abajo. Por todas partes había vestidos y pequeñas prendas de seda que él no quería mirar con demasiado detenimiento porque su mente comenzaría a imaginar perversamente―. ¿Adónde vas?
―Ha telefoneado alguien, señor. Yo estaba haciendo la cena y…
―Y yo respondí la llamada ―continuó _____. Después, esbozó una sonrisa helada―. Creía que serías tú, pero no fue así. Era un hombre llamado Aldo.
A Joseph se le encogió el estómago. Se volvió hacia Judith e intentó sonreírle.
―Gracias, Judith. Puede marcharse ya.
―Puedo quedarme un poco más, señor Jonas, si…
―No es necesario ―dijo él con firmeza. Buscó la billetera en el bolsillo del pantalón y le puso algunos billetes en la mano―. Dígale al portero que llame a un taxi para usted.
Judith asintió. Joseph esperó hasta que oyó el sonido de la puerta principal al cerrarse y después se volvió de nuevo hacia _____.
― ¿Qué dijo Aldo?
―Quería hablar contigo. Yo le dije que no estabas en casa, y él, que evidentemente pensó que yo era Judith, me dijo que había una fiesta esta noche, algo de última hora, y que si querías, podías ir y llevar a la huerfanita argentina… ―elevó el tono de su voz en las últimas tres palabras.
Oh, demonios, pensó él.
―_____, no es lo que parece.
―… que podías llevar a la chica a la que estabas intentando quitarte de encima… ―continuó hablando, ignorando a Jonas y conteniendo el deseo de escupirlo en la cara.
―Maldita sea, _____, yo nunca he dicho…
―Voy a ir a esa fiesta, Joseph ―dijo rotundamente―. Sé que para ti soy eso y mucho más aparte de huerfanita molestosa.
―No. Quiero decir, esta noche no. Hay una fiesta de la embajada la semana que viene, y…
―Voy a ir ―repitió _____ con frialdad―. Yo me buscaré un marido sin tu ayuda, y ya no te molestaré más.
―Tú no me molestas, y yo nunca he dicho…
―Sal de mi habitación, por favor. Quiero terminar de arreglarme.
¿Terminar? Llevaba una bata. Ni siquiera había empezado. Sin embargo, Joseph decidió no poner peor las cosas mencionándolo.
―No quiero que vayas a esa fiesta, _____. No estás preparada.
― ¿No?
―No.
― ¿Cómo sabes que no estoy preparada? ―lo interrogó cruzándose los brazos en el pecho.
Joseph se frotó la nuca. Sí, ¿Por qué? ¿No había ido él a casa preparado para decirle que tenían que poner las cosas en marcha? Ella tenía la ropa. Aldo tenía los contactos. Pero… Pero…
―Voy a ir.
Él apretó los dientes.
―Bien. ¿Quieres ir a esa fiesta? Pues iremos juntos.
―Prefiero ir sola.
―Tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
_____ abrió la boca para protestar, pero cuando miró a Joseph a los ojos, cambió de opinión. Parecía que lo decía en serio.
Tomó un lapicero y se puso a dar golpecitos con él en la mesa, distraídamente, mientras recordaba cómo se le había quedado mirando, sin habla por primera vez en su vida.
― ¿Joseph? ―Había dicho ella, con tanta calma como si estuvieran hablando del tiempo―. ¿Me has oído? ¿Me vas a enseñar cosas sobre el sexo? ¿O eso va a ser un problema?
¿Un problema? ¡Crack! El lápiz se rompió en dos. Joseph tomó otro y comenzó a dar golpecitos de nuevo.
La pregunta había sido lo suficientemente mala, pero su forma de enfrentarse a ella había sido incluso peor. Él había apretado la mandíbula, había entrecerrado los ojos y la había señalado con el dedo… Y le había dicho que se marchara a su habitación. Gruñó al recordarlo.
La había enviado a su habitación como si fuera una niña en vez de una mujer. Y la realidad era que _____ era toda una mujer. Lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos y recordar sus labios cuando se habían besado, su lengua dulce y la forma en que se habían rozado sus cuerpos, mientras ella hacía aquellos sonidos suaves que podían volver loco a un hombre.
Tap, tap, tap; Solo el ruido del lápiz golpeando despacio sobre la mesa acompañaba los pensamientos de Jonas. Él no había vuelto a tocarla. Y ella no había vuelto a mencionar aquel descabellado plan. Quizá porque él no le había dado la oportunidad.
A medida que los días pasaban muy despacio para Joseph, cada noche, él volvía a casa, saludaba educadamente y eso era todo. Mientras cenaban, él leía cualquier cosa que hubiera metido al maletín antes de salir de la oficina, con tal de no hablar con su pupila. _____ se mantenía en silencio. Él se imaginaba que así había sido durante las comidas en el convento, y que ella estaría conforme.
Cuando terminaban de cenar, él se excusaba, subía a su habitación y pasaba allí el resto de la velada, trabajando y poniendo al día la correspondencia…
Joseph hizo girar su butaca y miró por el ventanal. ¿A quién estaba intentando engañar? No hacía nada que se pareciera a trabajar. Miraba a las paredes, a la pantalla de la televisión, los periódicos del día, a cualquier cosa que le quitara de la cabeza a la mujer que estaba en el piso de abajo. Quería sacarse la responsabilidad de encontrarle un marido, lo que ella le había pedido.
¿Cómo pude sugerirle semejante cosa?, se preguntaba ahora y sentía deseos de que la tierra lo devorase. Él se había comprometido a encontrarle un marido, no a proporcionarle educación sexual. Aunque la triste realidad era que había estado a punto de hacerlo un par de veces.
Sin embargo, durante aquellas dos semanas había conseguido contenerse. No la había tocado. Y había cumplido su promesa de llamar al tipo de la embajada argentina al que conocía. Había quedado con Aldo para tomar algo y le había explicado la situación… Bueno, no de forma completa, pero se la contó a medias. ¿Para qué mencionar detalles complicados? El hecho de que había heredado la responsabilidad de la pupila del hombre que lo había engendrado, y que tenía el encargo de encontrarle un marido adecuado; Que la fortuna de aquella mujer y el futuro de Joseph dependían de que él tuviera éxito; Que _____ quería comprar un divorcio rápido ofreciéndole al hombre que se casara con ella su virginidad.
¡Crack! Un nuevo lápiz roto. Joseph tomó otro del lapicero.
No, no le había contado nada de aquello a Aldo. Sólo le había dicho que la pupila de un conocido argentino se estaba alojando en su casa y que él quería presentarle a la comunidad argentina que reside en Nueva York.
― ¿Cuántos años tiene la chica? ―le había preguntado Aldo.
Joseph se lo había dicho. Aldo había asentido.
―Hay una fiesta en la embajada la semana que viene.
Joseph se había sentido como si parte de la carga se le levantara de los hombros.
―Estupendo.
― ¿Es muy fea?
Joseph se había quedado mirando a Aldo. Ellos dos tenían más o menos la misma edad. Aldo era alto y rubio, y tenía reputación de ser un mujeriego.
―Si fuera muy hermosa ―dijo Aldo, sonriendo por encima del borde helado de la copa de su vino tinto―, puede que yo estuviera interesado, pero no puede serlo, porque de lo contrario tú te la quedarías para ti solo.
Joseph tiró el lápiz, se levantó de la butaca y se puso a caminar por el despacho. ¿Guardarse a _____ para él? Qué idea tan absurda. Ella necesitaba un marido. Y él tenía que encontrárselo. Y si ella pensaba que él iba a enseñarle las cosas que hacían un hombre y una mujer en la cama antes de que aquello sucediera, se había vuelto loca.
Lo único que iba a enseñarle era cómo ser civilizada. La noche en que él le había dicho que se marchara a su habitación, ella se había quedado pálida de ira, le había llamado alguna cosa en español, que él imaginaba que sería mucho mejor no traducir, y se había marchado.
Una mujer y una gata salvaje. Eso había resultado ser el supuesto angelito del convento. A la Madre Lujan le daría un ataque si la viera en aquel momento. Sobre todo, con su nueva ropa. Aquel pensamiento, al menos, hizo que Joseph sonriera.
Unos días antes, le había dicho a _____ que la iba a llevar a su trabajo con él para que pudiera salir de compras con su ayudante personal. _____ había respondido con una mirada asesina. Aún estaba enfadada porque él no hubiera accedido a darle clases de educación sexual, pero él no había hecho caso de su actitud malhumorada.
Había llegado la hora de que dejara de ser una huerfanita y se convirtiera en una mujer de Nueva York.
Joseph se sentó de nuevo, echó hacia atrás su butaca y entrelazó los dedos sobre el estómago.
Su ayudante personal ni siquiera había parpadeado cuando él le había presentado a _____ como la hija de un conocido argentino. Aquella definición había funcionado con Aldo, así que, ¿Por qué no iba a funcionar con Beth?
Él le había dicho a Beth que se la llevara de compras y la vistiera de pies a cabeza. _____ estaba en medio de la habitación, cruzada de brazos y echando chispas por los ojos, pero no había discutido. Quizá hubiera comprendido ya que las cosas que seguía sacando de su bolsa de viaje sin fondo no le servían en Manhattan.
― ¿Y un corte de pelo? ―había preguntado Beth.
―No.
Debió de decirlo de una manera extraña, porque Beth se había quedado mirándolo extrañada, con las cejas arqueadas. Él había carraspeado y había murmurado algo sobre la cultura argentina y el pelo largo. Sin dudas, una mentira patética, pero era lo único que se le había ocurrido para salir del aprieto. Le gustaba ver a su pupila con el cabello largo y suelto. Y la verdad era que él no podía soportar la idea de que aquella gloriosa melena terminara en el suelo de alguna lujosa peluquería, cuando él había estado soñando, todas las noches, con _____, tumbada bajo él en su cama, con su boca dócil pegada a la suya, con su pelo derramado en la almohada mientras le hacía el amor…
― ¡Maldición! ―farfulló Joseph, y se levantó de nuevo de la silla.
Beth había hecho bien su trabajo. _____ había pasado de ser linda a estar espectacular. Cuando él había vuelto a casa aquella noche, ella le había abierto la puerta y lo había saludado vestida con unos vaqueros que le quedaban como una segunda piel, con un jersey de punto fino del mismo color café de sus ojos, y con unos tacones altos. No le habían cortado el pelo, pero alguien había hecho algo que le había dejado los rizos menos salvajes y el doble de atractivos.
La expresión de malhumor había desaparecido. Para variar, _____ sonreía.
― ¿Cómo estoy? ―le había preguntado, girando ante él.
Como para comerte, había pensado él. Y tomarte en brazos y llevarte a la cama.
―Estás bien ―había respondido. Y se había preguntado si la mentira haría que le creciera la nariz―. ¿Sabes, _____? Creo que hoy no voy a poder cenar. Estos informes…
―Yo he hecho la cena ―le dijo ella cuando él ya empezaba a caminar hacia las escaleras.
― ¿Y Judith?
―Le dije que yo quería cocinar hoy ―respondió _____, y tomó aire profundamente. Él se dio cuenta de que había tenido que reunir valor para decírselo―. Es comida argentina. Ven a probarla.
Entonces, Joseph había notado un olor poco familiar en la cocina. Ella le había dicho un nombre impronunciable para él y lo había mirado con tanta esperanza en los ojos que él no había podido negarse. Así que la había seguido a la cocina, donde _____ había hundido una cuchara en una cazuela, se la había ofrecido y había dicho:
―No, espera.
Y entonces, se había llevado la cuchara junto a los labios y había soplado suavemente el contenido humeante. Verla soplar sobre aquella cuchara casi había conseguido que él se pusiera de rodillas.
―Ahora, pruébalo ―le había dicho ella, y él había querido… Dios, había querido…
Con un enorme esfuerzo, había conseguido controlarse. Había apartado la mirada de la boca de _____ y la había fijado en la cuchara, había dejado que ella se la deslizara entre los labios, había luchado con la súbita tensión que había sentido en el cuerpo cuando ella, a su vez, había separado los labios y hacia sacado la punta de la lengua en una inconsciente imitación de él. Pero ni siquiera su más caliente fantasía había sido suficiente para evitar que él reaccionara al sabor de lo que ella había cocinado.
― ¿Qué es? ―había preguntado con un jadeo.
― ¿No te ha gustado?
―No, no. Yo… me ha encantado. Es sólo que… Es distinto ―había dicho Joseph. Después había murmurado otra mentira sobre su trabajo y había huido.
Horas después, cuando incluso la calle se había quedado silenciosa, él había oído un sonido débil. Se había dicho a sí mismo que era el viento que barría la terraza, pero sabía muy bien que era _____, llorando. ¿Era por su reacción hacia lo que había cocinado? Joseph lo dudaba.
Seguramente, era por su negativa a ayudarla, tal y como ella le había pedido. Él había pensado, ¿Y si voy ahora mismo a su habitación y le digo que sí, que acepto darle lecciones sobre sexo, y que voy a darle la lección número uno?
Podría hacerlo aquella misma noche. Podría ir a verla, decirle que quería satisfacer su petición, y hacerlo todo de una forma eficiente y seria. Con determinación.
Le daría instrucciones sobre cómo hacer el amor. Se la llevaría a su habitación. Apagaría las luces, dejando sólo la iluminación justa para poder verle la cara, ver qué era lo que le gustaba cuando la acariciara. Desnudarla, lentamente. ¡Dios, sí! Muy lentamente, quitarle la ropa, prenda por prenda. Y cuando estuviera desnuda, hacerla suya, sólo suya…
¡Demonios!
Joseph se puso en pie de un salto, se volvió hacia la ventana y apoyó la frente en el cristal frío. ¿Qué estaba haciendo? No podía pensar aquello. Era un hombre adulto, no un chico que pudiera permitirse el juego de la fantasía sexual…
Además, ¿Para qué iba a contenerse con la imaginación cuando tenía algo real disponible?
Joseph tomó el auricular del teléfono y presionó el botón que lo comunicaba con Beth.
―Beth ―dijo―, por favor, llame a la señorita Vicky. Dígale que la recogeré a las siete y media para ir a cenar.
― ¿A la señorita Vicky?
Él percibió el tono de sorpresa de la voz de Beth. Y no podía culparla. Apenas había hablado con Vicky desde que había vuelto de Buenos Aires, y era ella quien había llamado en todas las ocasiones.
―Sí, a la señorita Vicky.
― ¿Y si tiene otro compromiso?
―No lo tendrá ―respondió él, con la arrogancia de un hombre que nunca había tenido el más mínimo problema a la hora de atraer a las mujeres―. Después telefoneé a ese lugar al que iba a llevarla a cenar la última vez.
― ¿Adour Alain Ducasse?
―Exacto. Por favor, reserve una mesa para las ocho.
―Sí, señor ―dijo Beth. Y después añadió, tímidamente―: ¿Y la señorita Bougnon?
― ¿Qué pasa con ella? ―respondió Joseph con un gruñido, y colgó el auricular de un golpe.
Adour Alain Ducasse era un restaurante lujoso y estaba muy de moda. La música estaba muy alta, y las mesas estaban llenas de gente guapa y famosa.
Aquella noche, Vicky estaba impresionante. Todos los hombres de la sala la miraron cuando entró del brazo de Joseph. Todos los hombres la miraban cuando se reía de las bromas de Joseph, cuando echaba hacia atrás la melena caoba y cuando se inclinaba hacia delante para mostrar su escote.
Sin embargo, él sabía que sus bromas no tenían gracia. Mucho menos su conversación. Joseph sólo podía pensar en _____, y en lo desanimada que se había quedado cuando él le había dicho que iba a salir.
― ¿Con una mujer?
―Sí, con una mujer. Pero tú no estarás sola. He llamado a Judith y le he pedido que venga a pasar la velada contigo.
―No necesito una niñera.
Él iba a decirle que ya lo sabía, que sólo le había pedido a Judith que se quedara para que le hiciera compañía, pero se había dado cuenta de que _____ nunca tenía compañía por las noches, porque él se encerraba en su habitación para estar a salvo.
Y entonces, se había preguntado por qué había tenido que usar aquella expresión, estar a salvo. ¿Por qué necesitaba sentirse a salvo en su propia casa?
Pero, para entonces, _____ se había marchado de la sala hecha una furia, y él había visto en el reloj que sólo le quedaban cuarenta minutos para ducharse, cambiarse e ir a recoger a Vicky. Y en aquel momento, cuando ya estaba con su novia, en realidad no estaba con ella. Simplemente, seguía todas las pautas de una cita mientras miraba a hurtadillas el reloj.
― ¿… querías decirme, Joseph?
Él parpadeó y enfocó la cara maquillada de Vicky. Ella se estaba inclinando de nuevo hacia él para enseñarle el escote, pero tenía un brillo de agudeza en la mirada.
―Lo siento. Yo… No he oído lo que me estabas preguntando.
― ¿Cómo ibas a haberlo oído? No me estás prestando ni la más mínima atención.
―Perdón ―repitió él―. Tengo problemas de negocios. Ya sabes cómo es eso.
―No, no lo sé. Hace semanas que no me llamas, y entonces, de repente, me invitas a cenar. ¿Y dónde estás?
―Vicky…
― ¿Es ésta ―le preguntó ella, humedeciéndose los labios― una cena de despedida? Porque si lo es, si vas a romper conmigo…
―No ―respondió Joseph, rápidamente―, no es eso. He estado… Muy ocupado.
― ¿Ocupado en qué?
Él la miró. Vicky era sofisticada, fina, educada. Quizá ella pudiera ayudarle a encontrar la manera de enfrentarse con una mujer que, hasta hacía dos semanas, había llevado una existencia totalmente retirada.
Joseph carraspeó.
―Alguien… Alguien murió.
―Oh, Joseph…
―No era nadie a quien yo conociera ―añadió él―. Sólo era alguien con quien yo tenía conexión. Es complicado, pero el fondo de la cuestión es que me he visto de repente con una importante responsabilidad sobre los hombros.
― ¿Qué responsabilidad?
―Se supone que tengo que presentar a una niña en sociedad. Bueno, no es eso exactamente. Tengo que presentarla en la sociedad argentina.
― ¿Aquí? ¿En Nueva York?
―Sí.
Vicky frunció el ceño.
― ¿Cuántos años tiene la niña?
―Tiene… ―Vaya, terreno peligroso, pensó. ¿Por qué había pensado que sería beneficioso hablar de aquello con Vicky?―. ¿Sabes una cosa? Creo que no merece la pena hablar sobre ella. ¿Tomamos un postre? Sé que siempre estás pensando en las calorías, pero…
― ¿Cuántos años tiene esa niña, Joseph? ―inquirió muy seriamente.
―No es exactamente una niña.
Los luminosos ojos de Vicky se entrecerraron.
― ¿Es una adolescente?
Joseph sacudió la cabeza.
―No exactamente.
―Entonces, ¿Cuántos años tiene, exactamente?
―Eh… Tiene… Veintiún años.
¿Podrían estrecharse más los ojos de una mujer? ¿Sería capaz de ver algo?
― ¿Es una mujer?
―Más o menos.
―Más o menos ―repitió Vicky con frialdad―. ¿Y cómo es?
―Oh, no lo sé. Mide uno setenta, uno setenta y cin…
― ¿Cómo es, Joseph? ¿Es atractiva?
―Supongo.
―Supones ―dijo ella, y alargó la mano para tomar su copa de vino―. ¿Y dónde la tienes?
¿Dónde está el camarero? Tenía que haberse hecho tarde. Al demonio con el postre. Joseph quería la cuenta. Necesitaba respirar aire frío. Quería cortarse la lengua.
―Eh… ¿Te refieres a dónde se está alojando _____?
― ¿_____? ―preguntó Vicky, con la voz tan heladora como la mirada de sus ojos.
―_____. Ella, eh… Se aloja en mi casa.
Silencio. Un largo silencio. Después del cual, Joseph podría haber jurado que Vicky había sacado las garras.
―Qué encantador. Tienes a una mujer viviendo contigo, y aquí estás, cenando conmigo.
―Ella no está viviendo conmigo.
― ¿No? ¿Entonces como lo llamas? ¡No me extraña que me haya pasado una hora hablando sola!
―Cálmate, Vicky.
― ¿Tengo que calmarme mientras tú estás ahí sentando, obsesionado con esa…? Esa…
―Vicky ―el tono de voz de Joseph se volvió tan frío como el de ella―. Ten cuidado con lo que dices.
Vicky empujó hacia atrás su silla.
―Quiero marcharme.
―No hemos terminado…
―Sí. Hemos terminado en todo ―dijo ella, con los labios apretados―. Pensar en todo el tiempo que he malgastado contigo…
―Eh…
―Malgastado ―repitió ella con amargura―. Con un hombre cuya idea de la decencia es fingir que está comprometido con una mujer y que se lleva a vivir a su amada a su casa.
¿A qué acusación debía responder primero? Joseph se inclinó hacia delante.
―Ella no es mi amada. Y yo nunca me comprometo, Vicky. Tú lo sabes.
―Si estás pensando en tomarme de tonta, ¡Olvídalo! A mí ningún hombre me toma del pelo.
― ¿Qué dices? ―Dijo Joseph, atravesando a Vicky con la mirada―. ¿De qué estás hablando?
La mujer con el cuerpo de Barbie, se puso en pie.
―Hazme un favor: Vete a casa con tu pequeña argentina. Es evidente que es allí donde realmente quieres estar.
Ella se dirigió a la puerta rápidamente; Joseph sacó varios billetes de la cartera, los dejó en la mesa y se apresuró a seguirla. En la acera, la tomó del brazo e hizo que se volviera hacia él.
―Que conste que _____ no es mi amante ―le dijo con calma―. Sabes que nunca te habría pedido que salieras a cenar conmigo si lo fuera.
La ira se desvaneció de la mirada de Vicky.
―Lo sé. Es sólo que… Tu compañera de piso es una chica con suerte.
―Demonios, no es…
En aquel momento, un taxi se detuvo. Vicky se zafó de su mano, corrió hacia él y entró. Joseph tuvo el tiempo justo para acercarse y darle un billete al taxista antes de que el vehículo se pusiera en marcha. Él se quedó observándolo hasta que desapareció de su vista. Después, se sacó el teléfono móvil del bolsillo para llamar a Lucas, pero cambió de opinión.
Estaba empezando a caer una llovizna fría. Joseph se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar lentamente hacia casa.
Vicky lo había entendido todo mal. Le debía una disculpa por no haber estado atento con ella aquella noche, pero en realidad, no se debía a que no quisiera estar con ella.
Y él no estaba obsesionado con _____, ni con la mirada de dolor que había visto en sus ojos cuando le había dicho que iba a salir. Él no se había pasado la noche pensando en ella, y preguntándose si ella estaría pensando en él.
¡Maldición! Todo lo había hecho mal. _____ Bougnon no debía estar en su casa. Al día siguiente iba a sacarla de allí. La llevaría a vivir a un hotel, y se pondría en contacto con una agencia para buscarle una acompañante adecuada. Haría de cuenta que jamás conoció a su hermanastra.
Aquella noche, aquella misma noche, tendría una charla seria con ella. Sólo quedaban unos días para la fiesta de la embajada. Ella y él tenían que hacer planes; Planes que tuvieran sentido.
Tenía que encontrarle un marido, conseguir que se casara lo más rápido posible y dejar todo aquello atrás. Después se pondría en contacto con el abogado de Enrique y le diría que quería saber quiénes eran sus hermanos.
Eso, y sólo eso, era lo que importaba. Para cuando Joseph llegó a su casa, casi estaba sonriendo.
Joseph dejó las llaves en la consola de la entrada y se encontró, de repente, en el centro de un tornado. Oía voces en el piso de arriba y el sonido de cosas que caían al suelo.
― ¿Judith?
No hubo respuesta. Sintió que se le ponía el vello de punta.
― ¿_____?
Nada. Notó una inyección de adrenalina y subió las escaleras de tres en tres.
― ¡_____! ―rugió―. _____...
Judith salió de la habitación de invitados, retorciéndose las manos.
―Oh, señor Jonas, ¡gracias a Dios!
― ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está _____? ¿Qué…?
La puerta se cerró de golpe. Judith se volvió hacia la habitación. Joseph pasó por su lado y abrió de nuevo la puerta para enfrentarse a lo desconocido.
Para enfrentarse a… _____. Estaba en el vestidor. Se giró hacia él, con las mejillas enrojecidas, con el pelo en los ojos y los brazos llenos de zapatos y bolsos y sólo Dios sabía qué más cosas. Mientras él intentaba averiguar qué estaba sucediendo, un par de zapatos se cayeron del montón al suelo.
Aquello era lo que debía de haber oído desde el piso de abajo.
― ¿_____? ¿Qué ocurre?
―La señorita Bougnon va a salir ―dijo Judith―. Le dije que no lo hiciera, que usted no querría, pero ella dijo…
― ¿Ella dijo? ―intervino _____, furiosa―. ¡Yo he dicho que no necesito tu permiso!
―No conoce la ciudad ―dijo Judith―. Intenté hacérselo comprender, señor Jonas, pero…
― ¿Salir? ―Joseph dio otro paso más hacia el centro de la habitación. Parecía que la habían echado abajo. Por todas partes había vestidos y pequeñas prendas de seda que él no quería mirar con demasiado detenimiento porque su mente comenzaría a imaginar perversamente―. ¿Adónde vas?
―Ha telefoneado alguien, señor. Yo estaba haciendo la cena y…
―Y yo respondí la llamada ―continuó _____. Después, esbozó una sonrisa helada―. Creía que serías tú, pero no fue así. Era un hombre llamado Aldo.
A Joseph se le encogió el estómago. Se volvió hacia Judith e intentó sonreírle.
―Gracias, Judith. Puede marcharse ya.
―Puedo quedarme un poco más, señor Jonas, si…
―No es necesario ―dijo él con firmeza. Buscó la billetera en el bolsillo del pantalón y le puso algunos billetes en la mano―. Dígale al portero que llame a un taxi para usted.
Judith asintió. Joseph esperó hasta que oyó el sonido de la puerta principal al cerrarse y después se volvió de nuevo hacia _____.
― ¿Qué dijo Aldo?
―Quería hablar contigo. Yo le dije que no estabas en casa, y él, que evidentemente pensó que yo era Judith, me dijo que había una fiesta esta noche, algo de última hora, y que si querías, podías ir y llevar a la huerfanita argentina… ―elevó el tono de su voz en las últimas tres palabras.
Oh, demonios, pensó él.
―_____, no es lo que parece.
―… que podías llevar a la chica a la que estabas intentando quitarte de encima… ―continuó hablando, ignorando a Jonas y conteniendo el deseo de escupirlo en la cara.
―Maldita sea, _____, yo nunca he dicho…
―Voy a ir a esa fiesta, Joseph ―dijo rotundamente―. Sé que para ti soy eso y mucho más aparte de huerfanita molestosa.
―No. Quiero decir, esta noche no. Hay una fiesta de la embajada la semana que viene, y…
―Voy a ir ―repitió _____ con frialdad―. Yo me buscaré un marido sin tu ayuda, y ya no te molestaré más.
―Tú no me molestas, y yo nunca he dicho…
―Sal de mi habitación, por favor. Quiero terminar de arreglarme.
¿Terminar? Llevaba una bata. Ni siquiera había empezado. Sin embargo, Joseph decidió no poner peor las cosas mencionándolo.
―No quiero que vayas a esa fiesta, _____. No estás preparada.
― ¿No?
―No.
― ¿Cómo sabes que no estoy preparada? ―lo interrogó cruzándose los brazos en el pecho.
Joseph se frotó la nuca. Sí, ¿Por qué? ¿No había ido él a casa preparado para decirle que tenían que poner las cosas en marcha? Ella tenía la ropa. Aldo tenía los contactos. Pero… Pero…
―Voy a ir.
Él apretó los dientes.
―Bien. ¿Quieres ir a esa fiesta? Pues iremos juntos.
―Prefiero ir sola.
―Tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
_____ abrió la boca para protestar, pero cuando miró a Joseph a los ojos, cambió de opinión. Parecía que lo decía en serio.
Chicas! Como les dije al principio la novela es corta, solamente tiene doce capitulos, y hasta aquí faltan 4 (:
Natuu!!:)
Natuu!
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
jajajajajajjajaja!
espera ! , no va a ser un poco incesto ? xd
por favor síguela!
espera ! , no va a ser un poco incesto ? xd
por favor síguela!
fernanda
Re: "Te Quiero Solo Para Mí" (Joe&Tú) (TERMINADA)
espera natu me confundi joseph es novio de la otra??
y se bea con la rayis
es un p$%&""·$
:)
dale pon mas cap
la nove em encanta
mas ma s mas
y se bea con la rayis
es un p$%&""·$
:)
dale pon mas cap
la nove em encanta
mas ma s mas
andreita
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