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Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 9:03 pm

Capitulo 19
Yacer y arder


Ahora te quemaré a ti, te quemaré al completo, aunque se me maldiga por ello, ambos yaceremos y arderemos.
CHARLOTTEMEW , «In Nunhead Cemetery»

La oscuridad sólo duró un momento. El agua helada se tragó a Will, y de inmediato empezó a caer; se
hizo un ovillo justo cuando el suelo se alzaba para golpearle, dejándolo sin aliento.
Tosió y rodó sobre el estómago, y luego se puso de rodillas, con el cabello y la ropa chorreándole. Fue
a sacar la luz mágica, pero en seguida dejó caer la mano; no quería iluminar nada, puesto que eso le
haría llamar la atención. La runa de Visión Nocturna tendría que bastarle.
Fue suficiente para mostrarle que se hallaba en una caverna rocosa. Si miraba hacia arriba, podía ver
las revueltas aguas del lago, contenidas como con un cristal, y un poco de luz de luna desenfocada.
Había túneles que salían de la caverna, sin ninguna señal que indicara adónde podían conducir. Se puso
en pie y escogió a ciegas el túnel más a la izquierda; comenzó a avanzar cuidadosamente hacia la
sombría oscuridad.
Los túneles eran anchos, con suelos planos que no mostraban ninguna marca del paso de los autómatas.
Las paredes eran de roca volcánica. Recordó haber subido a Cadair Idris con su padre, hacía años. Se
contaban muchas leyendas sobre esa montaña: que había sido el asiento de un gigante, que sentado
sobre él contemplaba las estrellas; que el rey Arturo y sus caballeros dormían bajo ella, esperando el
momento en que Gran Bretaña despertara y los necesitara de nuevo; que cualquiera que pasaba la
noche en su ladera se despertaría transformado en poeta o en loco.
«Si se supiera… —pensó Will mientras torcía por la curva de un túnel y salía a una cueva más grande
—, lo extraña que era la verdad…»
La cueva era grande y se abría hacia un espacio mayor al fondo, donde brillaba una tenue luz. Aquí y
allí, Will captó un destello plateado, que pensó sería agua que fluía en torrentes por los negros muros,
pero que al examinarlos más de cerca resultaron ser vetas de cuarzo cristalizado.
Will fue hacia la tenue luz. Notó que el corazón le latía muy rápido dentro del pecho, y trató de respirar
profundamente para tranquilizarse. Sabía lo que le estaba acelerando el pulso: Tessa. Si Mortmain la
tenía, entonces estaría ahí, cerca. En algún lugar de ese laberinto de túneles podría encontrarla.
Oyó la voz de Jem en la cabeza, como si suparabataiestuviera a su lado, aconsejándole. Jem siempre
había dicho que Will corría hacia el final de una misión en vez de proceder de un modo mesurado, y
que se debía mirar el siguiente paso del camino, en vez de la montaña que había en la distancia, o
nunca se lograría alcanzar el objetivo. Cerró los ojos un instante. Sabía que su hermano de sangre tenía
razón, pero era difícil recordarlo cuando el objetivo que se buscaba era la mujer amada.
Abrió los ojos y fue hacia la tenue luz al fondo de la caverna. El suelo bajo sus pies era liso, sin rocas
ni guijarros, y veteado de mármol. La luz se intensificó, y Will se detuvo de golpe; sólo los años de
entrenamiento como cazador de sombras evitaron que se lanzara directo a la muerte.
Porque el suelo rocoso acababa de repente ante un profundo precipicio. Se hallaba en un saliente
rocoso, desde el que podía divisarse un anfiteatro. Estaba lleno de autómatas. Éstos estaban en silencio,
inmóviles, como juguetes metálicos a los que se les hubiera acabado la cuerda. Iban vestidos, igual que
los del pueblo, con restos de uniformes militares, y estaban alineados uno ante otro, como si fueran
soldados de plomo de tamaño natural.
En el centro del espacio se hallaba una plataforma de piedra, y sobre la mesa yacía otro autómata, como
un cadáver sobre una mesa de autopsias. La cabeza era de metal desnudo, pero había una pálida piel
humana extendida tirante sobre el resto del cuerpo, y sobre la piel había runas dibujadas.
Mientras  miraba, Will las  fue  reconociendo,  una tras otra: Memoria, Agilidad, Velocidad, Visión
Nocturna… Nunca servirían, claro, sobre un artilugio hecho de metal con piel humana. Podría engañar
a un cazador de sombras a cierta distancia, pero…
«Pero ¿y si ha usado la piel de un cazador de sombras? —preguntó en un susurro una voz en la cabeza
de Will—. Entonces ¿qué podría crear? ¿Cuán loco está y cuándo se detendrá?»
Esa idea, y ver las runas del Cielo inscritas sobre tan monstruosa criatura, le retorció el estómago; se
apartó del borde del saliente y retrocedió tambaleándose, sujetándose en la fría pared de piedra, con las
manos húmedas de sudor.
Volvió a ver el pueblo, los cadáveres en las calles; oyó de nuevo el mecánico siseo del demonio
autómata mientras le hablaba:
«Todos estos años nos habéis expulsado de este mundo con vuestras armas con runas. Ahora tenemos
cuerpos en los que no funcionan vuestras armas, y este mundo será nuestro».
La rabia recorrió a Will como fuego en las venas. Se apartó de la pared y se dirigió directo hacia un
estrecho túnel, alejándose de la caverna. Mientras avanzaba, creyó oír un ruido a su espalda, un
chirrido, como si el mecanismo de un enorme reloj estuviera comenzando a moverse, pero cuando se
volvió, no vio nada, sólo las lisas paredes de la gruta y las inmóviles sombras.
El túnel que estaba siguiendo se fue estrechando hasta que, al final, tuvo que pasar de lado por un
saliente de roca veteada de cuarzo. Si se estrechaba más, tendría que dar media vuelta y volver a la
caverna; esa idea le hizo seguir adelante con renovada energía, y se apretó para pasar; casi cayó cuando
el túnel se abrió de golpe en un corredor más amplio.
Era casi como un pasillo del Instituto, sólo que todo él de piedra lisa, con antorchas a intervalos
colocadas sobre soportes de metal. Junto a cada antorcha había una puerta acabada en arco, también de
piedra. Las dos primeras estaban abiertas mostrando habitaciones oscuras y vacías.
Detrás de la tercera puerta se hallaba Tessa.
Will no la vio de inmediato al entrar en la habitación. La puerta de piedra se cerró parcialmente tras él,
pero se dio cuenta de que no estaba a oscuras. Había una lucecita oscilante; las últimas llamas en una
chimenea de piedra al fondo de la dependencia. Se sorprendió al ver que estaba amueblada como la
habitación de una posada, con una cama y un lavamanos, alfombras en el suelo, incluso cortinas en las
paredes, aunque colgaban sobre la piedra desnuda, no de ventanas.
Ante el fuego había una delgada sombra, agachada en el suelo. Automáticamente, Will llevó la mano al
mango de la daga que portaba en la cintura; entonces, la sombra se volvió, con el cabello cayéndole
sobre los hombros, y él vio su rostro.
Tessa.
Apartó la mano de la daga mientras el corazón le saltaba en el pecho con una fuerza imposible y
dolorosa. Vio el cambio en la expresión de Tessa: curiosidad, asombro, incredulidad. Ella se puso en
pie y las faldas cayeron a su alrededor mientras se incorporaba, y él la vio tenderle la mano.
—¿Will? —preguntó.
Era como una llave girando en la cerradura de una puerta, liberándolo; Will avanzó. Nunca había
habido mayor distancia de la que le separaba de Tessa en ese momento. Era una estancia grande; la
distancia  entre  Londres  y  Cadair  Idris  no  parecía  nada  comparada  con  ésa.  Él  sintió  un
estremecimiento, como si atravesara algún tipo de resistencia, mientras cruzaba la habitación. Vio a
Tessa tenderle la mano, formando las palabras con la boca, y luego ya estaba entre sus brazos, ambos
sin aliento al chocar el uno contra la otra.
Ella estaba de puntillas, rodeándole el cuello con los brazos, susurrando su nombre: «Will, Will,
Will…». Él hundió el rostro en su cuello, donde el espeso cabello se rizaba; ella olía a humo y agua de
violetas. La estrechó aún con más fuerza mientras ella le cogía por la nuca. Por un momento, el dolor
que  había  estado  aferrando  a  Will  como  un  puño  de  hierro  desde  la  muerte  de  Jem  pareció
amortiguarse, y pudo respirar.
Will pensó en el infierno que había pasado desde que había salido de Londres; los días cabalgando sin
parar, las noches en vela. Sangre, pérdida, dolor y lucha. Todo para llevarle hasta ahí. Hasta Tessa.
—Will —repitió la chica, y él le miró el rostro manchado de lágrimas. Tessa tenía un morado en el
pómulo. Alguien le había pegado ahí, y el corazón de Will se hinchó de rabia. Encontraría a quien lo 
hubiera hecho y lo mataría. Si había sido Mortmain, sólo lo mataría después de haber quemado hasta
los cimientos de su monstruoso laboratorio, para que ese loco pudiera ver la ruina de toda su creación
—. Will —dijo ella de nuevo, interrumpiendo sus pensamientos. Parecía casi sin aliento—. Will, idiota.
Las ideas románticas de Will frenaron en seco como un coche de alquiler en Fleet Street.
—Yo… ¿qué?
—Oh, Will —dijo ella. Le temblaban los labios; parecía no saber si reír o llorar—. ¿Recuerdas cuando
me dijiste que el atractivo joven que tratara de rescatarme de un terrible destino nunca se equivocaría,
aunque dijera que el cielo era lila y hecho de erizos?
La primera vez que te vi. Sí.
—Oh, mi Will. —Ella se apartó amablemente de su abrazo, mientras se ponía un mechón de cabello
tras la oreja. Sus ojos permanecieron clavados en él—. No puedo imaginarme cómo has conseguido
encontrarme, lo difícil que debe de haber sido. Es increíble. Pero… ¿de verdad crees que Mortmain me
va a dejar sin vigilancia en una sala con la puerta abierta? —Se dio la vuelta, dio unos cuantos pasos
hacia adelante y se detuvo de golpe—. Aquí —dijo, y alzó la mano con los dedos abiertos—. El aire es
tan sólido como un muro. Esto es una prisión, Will, y ahora estás dentro conmigo.
Él fue a su lado, sabiendo lo que iba a encontrar. Recordó la resistencia que había notado al cruzar la
sala. El aire se ondeó levemente cuando él lo tocó con el dedo, pero era más duro que un lago helado.
—Conozco esta configuración —anunció—. La Clave a veces usa una versión de ella. —Cerró el puño
y lo estrelló contra el aire sólido, con fuerza suficiente para magullarse los nudillos—. Uffern gwasdlyn
—maldijo en galés—. Cruzar todo el maldito país para llegar hasta ti, y ni siquiera puedo hacer esto
bien. En cuanto te he visto, en lo único que he pensado ha sido en correr a tu lado. Por el Ángel,
Tessa…
—¡Will! —Lo agarró del brazo—. No te atrevas a disculparte. ¿Sabes lo que significa para mí que estés
aquí? Es como un milagro, o la intervención del Cielo, porque he estado rezando por ver los rostros de
las personas a las que quiero antes de morir. —Habló con franqueza, sin ambages; era una de las cosas
que a él siempre le habían gustado de Tessa, que no se ocultaba o disimulaba, sino que decía lo que
pensaba sin embellecerlo—. Cuando estaba en la Casa Oscura, no había nadie a quien yo le importara
tanto como para buscarme. Cuando me encontraste, fue por casualidad. Pero ahora…
—Ahora nos he condenado a ambos al mismo destino —se lamentó él en un susurro. Sacó una daga del
cinturón y apuñaló el muro invisible. La hoja de plata con runas se destrozó; Will tiró la empuñadura y
maldijo, en voz baja.
Tessa le puso la mano en el hombro.
—No estamos condenados —afirmó—. Seguro que no has venido solo, Will. Henry, o Jem, nos
encontrarán. Desde el otro lado de la pared, nos pueden alimentar. He visto cómo lo hace Mortmain,
y
Will no supo lo que pasó entonces. Su expresión debió de cambiar al oírla mencionar a Jem, porque vio
cómo el color abandonaba el rostro de su amada, y le apretaba más el brazo.
—Tessa —dijo él—. Estoy solo.
La palabra «solo» se le quebró, como si pudiera notar la amargura de la pérdida en la lengua y tratara
de hablar esquivándola.
—¿Jem? —preguntó Tessa.
Era más que una pregunta. Will no dijo nada; parecía haberse quedado sin voz. Había pensado en
sacarla rápidamente de ese sitio antes de hablarle de Jem; se había propuesto decírselo en algún lugar
seguro, donde hubiera espacio y tiempo para consolarla. En ese momento supo que había sido un idiota
por pensarlo, por imaginar que lo que había perdido no se le notaría en la cara. El poco color que le
quedaba desapareció de la piel de Tessa; era como ver una llama parpadear y apagarse.
—No —susurró ella.
—Tessa…
Ella se apartó de él, negando con la cabeza.
—No, no es posible. Lo habría sabido; no es posible.
Él le tendió la mano.
—Tessa…
Ésta había comenzado a temblar violentamente.
—No —insistió—. No, no lo digas. Si no lo dices, no será cierto. No puede ser cierto. No es justo.
—Lo siento —musitó él.
El rostro de Tessa se descompuso, como un dique sometido a una presión excesiva. Cayó de rodillas, y
se dobló sobre sí misma. Se rodeó el cuerpo con los brazos. Se sujetaba con fuerza, como si así pudiera
evitar hacerse pedazos. Will sintió una nueva oleada de la agonía impotente que había experimentado
en el patio del Green Man. ¿Qué había hecho? Había ido ahí a salvarla, pero en vez de salvarla, sólo
había conseguido infligirle un espantoso sufrimiento. Era como si de verdad estuviera maldito, como si
sólo fuera capaz de proporcionar sufrimiento a los que amaba.
—Lo siento —repitió, poniendo todo su corazón en las palabras—. Lo siento muchísimo. Habría
muerto en su lugar si hubiera podido.
Al oír eso, ella alzó la mirada. Will se preparó para ver una acusación en sus ojos, pero no fue así. En
vez de eso, Tessa le tendió la mano en silencio. Asombrado y sorprendido, él se la cogió, y ella tiró de
él hasta que se quedó de rodillas frente a ella.
El rostro de Tessa estaba manchado de lágrimas, rodeado del cabello alborotado, recortado en oro
contra el fuego de la chimenea.
—Yo también —dijo ella—. Oh, Will. Todo esto es culpa mía. Ha tirado su vida por mí. Si hubiera
tomado la droga con más mesura; si se hubiera permitido descansar y estar enfermo en vez de fingir
buena salud por mí…
—¡No! —Will la cogió por los hombros y la volvió hacia él—. No es culpa tuya. Nadie podía imaginar
que era…
Ella negó con la cabeza.
—¿Cómo soportas tenerme cerca? —preguntó desesperada—. Te he arrebatado a tuparabatai. Y ahora
ambos moriremos aquí. Por mi culpa.
—Tessa —susurró Will, anonadado. No podía recordar la última vez que habían estado en esa posición,
la última vez que él había tenido que consolar a alguien con el corazón roto, y realmente se había
permitido hacerlo, en vez de obligarse a alejarse. Se sentía tan torpe como de niño, cuando se le caían
los cuchillos de las manos, antes de que Jem le enseñara a usarlos. Se aclaró la garganta—. Tessa, ven
aquí. —La acercó a sí, hasta que él estuvo sentado en el suelo y ella apoyada en él, con la cabeza sobre
su hombro y él pasándole los dedos por el cabello. Will notaba el cuerpo de Tessa temblando contra el
de él, pero ella no se apartó. En vez de eso, se aferró a él, como si su presencia realmente la consolara.
Y si él pensó en lo agradable que era tenerla entre sus brazos o en la sensación de su aliento sobre la
piel, sólo fue un momento, y pudo fingir que no había pasado en absoluto.
El dolor de Tessa, como una tormenta, se fue extinguiendo lentamente a lo largo de las horas. Lloró, y
Will la abrazó sin dejarla ir, excepto por una vez que se levantó y echó más leña al fuego. Regresó en
seguida y se sentó junto a ella, ambos apoyaron la espalda en el muro invisible. Ella le tocó el lugar en
el hombro donde sus lágrimas le habían traspasado la tela.
—Lo siento —se excusó ella. No podía ni contar la cantidad de veces durante las últimas horas que le
había dicho que lo sentía, mientras compartían historias de lo que les había pasado desde su separación
en el Instituto. Él le contó su despedida de Jem y Cecily, su cabalgada por el campo, el momento en
que se había dado cuenta de que Jem había muerto. Ella le habló de lo que Mortmain le había exigido
hacer, de que se había Cambiado en su padre y le había dado la última pieza del rompecabezas que
convertía a sus autómatas en un ejército de una fuerza imparable.
—No debes sentirte culpable de nada, Tess —le decía Will en ese momento. Él miraba el fuego, la
única luz en la sala. Lo iluminaba con sombras doradas y negras. Las sombras bajo los ojos eran  
violeta, el ángulo de sus pómulos y clavículas bien dibujado—. Has sufrido, igual que yo. Ver aquel
pueblo destruido…
—Ambos estábamos allí al mismo tiempo —comentó ella, sorprendida—. Si hubiera sabido que
estabas cerca…
—Si yo hubiera sabido que tú estabas cerca, habría hecho cargar aBaliosdirectamente colina arriba
hacia ti.
Y te habrían matado las criaturas de Mortmain. Era mejor que no lo supieras. —Siguió su mirada
hasta el fuego—. Al final me has encontrado, y eso es lo que importa.
—Claro que te he encontrado. Le prometí a Jem que te encontraría —recordó él—. Algunas promesas
no pueden romperse.
Respiró rápidamente. Ella lo notó contra el costado: estaba acurrucada contra él; sintió que las manos
de él temblaban, de un modo casi imperceptible, al cogerla. Sabía vagamente que no debía permitir que
la cogiera así ningún chico que no fuera su hermano o su prometido, pero tanto su hermano como su
prometido estaban muertos, y al día siguiente, Mortmain los encontraría y los castigaría. Ante todo eso,
no conseguía que le importase demasiado la corrección.
—¿Qué sentido tenía todo ese dolor? —planteó—. Lo amaba mucho, y ni siquiera estuve a su lado
cuando murió.
Will le acarició la espalda, suave y rápidamente, como si tuviera miedo de que ella se apartara.
—Yo tampoco estaba —dijo él—. Estaba en el patio de una posada, a medio camino de Gales, cuando
lo supe. Lo sentí. Noté cómo se sesgaba el lazo que nos unía. Fue como si unas enormes tijeras me
cortaran el corazón por la mitad.
—Will… —comentó Tessa. El dolor del joven era tan palpable…, se mezclaba con el de ella para
formar una aguda tristeza, más fácil de sobrellevar por ser compartida, aunque resultaba difícil decidir
quién estaba consolando a quién—. Tú siempre fuiste también la mitad de su corazón.
—Yo fui quien le pidió que fuera mi parabatai —explicó Will—. Él era reacio. Quería que yo
entendiera que me estaba uniendo en lo que debía ser un lazo para toda la vida con alguien que no iba a
vivir mucho. Pero yo lo quería, quería ciegamente alguna prueba de que no estaba solo, algún modo de
mostrarle que él era mío. Y al final, él me aceptó amablemente, tal como yo quería. Como siempre.
—No digas eso —replicó Tessa—. Jem no era ningún mártir. Ser tuparabataino era ningún castigo
para él. Eras como un hermano para él, mejor que un hermano, porque tú le habías elegido. Cuando
hablaba de ti, era siempre con lealtad y amor, sin la menor sombra de duda.
—Me enfrenté a él —continuó Will—. Cuando descubrí que había estado tomando másyin fendel que
debía. Me enfadé mucho. Le acusé de desperdiciar su vida. Me dijo: «Puedo elegir ser todo lo que
pueda ser por ella, brillar tanto por ella como desee».
Tessa hizo un ruidito gutural.
—Fue su elección, Tessa. No algo que tú le obligaras a hacer. Nunca había sido tan feliz como cuando
estaba contigo. —Will no la miraba a ella, sino al fuego—. A pesar de cualquier cosa que yo te haya
dicho, sea lo que sea, me alegro de que pudiera pasar tiempo contigo. Tú también deberías alegrarte.
—No suenas muy alegre.
Will seguía mirando el fuego. Había tenido el cabello mojado al entrar en la habitación, y se le había
secado formando rizos sueltos por la sien y la frente.
—Le decepcioné —prosiguió él—. Él me confió esta misión: seguirte, encontrarte y llevarte a casa
sana y salva. Y ahora, fracaso en el último obstáculo. —Finalmente se volvió para mirarla, pero sus
ojos azules no veían—. No le habría dejado. Me habría quedado con él si me lo hubiera pedido, hasta
que muriese. Habría cumplido mi juramento. Pero él me pidió que fuera a buscarte…
—Entonces, tú sólo has hecho lo que te pidió. No le has decepcionado.
—Pero también era lo que estaba en mi corazón —repuso Will—. No puedo separar el egoísmo del
altruismo ahora. Cuando soñaba con salvarte, con la forma en que me mirarías… —Se calló de golpe
—. En cualquier caso, mi soberbia ha recibido castigo.
—Pero yo recibo una recompensa. —Tessa le cogió de la mano. Notó sus callos contra su palma. Vio
que el pecho le saltaba por la sorpresa—. Porque no estoy sola; te tengo conmigo. Y no debemos perder
la esperanza. Aún puede que tengamos una oportunidad de vencer a Mortmain, o de escaparnos sin que
lo note. Si alguien puede encontrar la manera de hacerlo, ése eres tú.
Él la miró.
—Eres una maravilla, Tessa Gray —dijo, y las pestañas le ensombrecían los ojos—. Tener tal fe en mí,
aunque no he hecho nada para ganármela.
—¿Nada? —Tessa alzó la voz—. ¿Nada para ganártela? Will, me salvaste de las Hermanas Oscuras,
me empujaste para salvarme, me has salvado una y otra vez. Eres un buen hombre, uno de los mejores
que he conocido.
Will la miró tan anonadado como si le hubiera dado un empellón. Se lamió los secos labios.
—Me gustaría que no dijeras eso —susurró.
Ella se inclinó hacia él. El rostro de Will era sólo sombras, ángulos y planos; Tessa deseó tocarle,
recorrerle la curva de la boca, el arco que formaban las pestañas sobre el pómulo. El fuego se reflejaba
en sus ojos, puntitos de luz.
—Will —prosiguió—. La primera vez que te vi, pensé que eras como un héroe de novela. Bromeaste
diciendo que eras sir Galahad. ¿Lo recuerdas? Y durante mucho tiempo intenté entenderte de esa
manera; como si fueras el señor Darcy, o Lancelot, o el pobre miserable Sydney Carton, y eso fue un
desastre. Tardé mucho en entender, pero lo hice y lo hago ahora, que no eres un héroe salido de ningún
libro.
Will soltó una corta carcajada de incredulidad.
—Es cierto —admitió—. No soy ningún héroe.
—No —concedió Tessa—. Eres una persona, igual que yo. —Él le escrutó el rostro con la mirada,
fascinado; ella le entrelazó los dedos y se los apretó—. ¿No lo ves, Will? Eres una persona como yo.
Eres como yo. Dices las cosas que yo pienso, pero nunca digo en voz alta. Lees los libros que yo leo.
Amas la poesía que yo amo. Me haces reír con tus canciones ridículas y con el modo en que ves la
verdad de todo. Siento que puedes ver dentro de mí, y ver todo lo que tengo de raro o poco corriente y
acomodar tu corazón a eso, porque eres raro y poco corriente de la misma manera. —Con la mano que
sujetaba la de él, le acarició la mejilla—. Somos lo mismo.
Will cerró los ojos; ella notó sus pestañas sobre los dedos. Cuando él habló, su voz era quebrada,
aunque la tenía bajo control.
—No digas esas cosas, Tessa. No las digas.
—¿Por qué no?
—Dices que soy un buen hombre —contestó él—. Pero no soy tan buen hombre. Y estoy… estoy
catastróficamente enamorado de ti.
—Will…
—Te amo tanto, tantísimo… —continuó él—, y cuando estás tan cerca de mí, me olvido de quién eres.
Me olvido de que eres de Jem. Tengo que ser la peor persona del mundo para pensar lo que estoy
pensando en este momento. Pero lo estoy pensando.
—Yo amaba a Jem —repuso ella—. Aún lo amo, y él me amaba, pero no soy de nadie, Will. Mi
corazón es mío. No está en tu mano controlarlo. No está en mi mano controlarlo.
Will mantenía los ojos cerrados. El pecho le subía y le bajaba con rapidez, y Tessa podía oír los fuertes
latidos de su corazón, acelerados bajo la solidez de la caja torácica. Notaba el calor de su cuerpo contra
ella, su vida, y pensó en las frías manos de los autómatas sobre ella, y en los ojos aún más fríos de
Mortmain. Pensó en lo que ocurriría si ella vivía, Mortmain conseguía lo que quería y ella quedaba
atada a él por el resto de su vida, atada a un hombre que no amaba sino que despreciaba.
Pensó en la sensación de sus frías manos sobre ella, y si ésas serían las únicas manos que volverían a
tocarla.
—¿Qué crees que va a pasar mañana, Will? —susurró—. Cuando Mortmain nos encuentre. Dímelo
sinceramente.
Will le pasó la mano con cuidado, casi sin querer, por el cabello y la apoyó en su nuca. Tessa se
preguntó si podría notarle el pulso, respondiendo al de él.
—Creo que Mortmain me matará. O para ser exactos, hará que esas criaturas me maten. Soy un cazador
de sombras decente, pero esos autómatas… es imposible detenerlos. Con ellos, las hojas con runas no
son mejor que las armas corrientes, y los cuchillos serafines no sirven en absoluto.
—Pero no tienes miedo.
—Hay muchas cosas peores que la muerte —respondió él—. No ser amado y no ser capaz de amar. Y
morir luchando como debe hacer un cazador de sombras no es ningún deshonor. Una muerte honrosa;
es lo que siempre he querido.
Tessa sintió un escalofrío.
—Quiero dos  cosas  —afirmó ella,  y  le sorprendió la firmeza de  su propia  voz—. Si crees  que
Mortmain tratará de matarte mañana, entonces quiero tener una arma. Me quitaré el ángel mecánico y
lucharé a tu lado, y si morimos, moriremos juntos. Porque yo también deseo una muerte honrosa, como
Boadicea.
—Tess…
—Prefiero morir a ser la herramienta del Magíster. Dame una arma, Will.
Tessa notó que él se estremecía a su lado.
—Eso puedo hacerlo —contestó al final, dándose por vencido—. ¿Qué es la segunda cosa?
Ella tragó saliva.
—Quiero besarte una última vez antes de morir.
Él abrió mucho los ojos. Eran azules, azules como el mar y el cielo del sueño en el que él caía
alejándose de ella, azules como las flores que Sophie le había puesto en el cabello.
—No…
—… digas nada que no sientas —acabó ella por él—. Lo sé, y no lo hago. Lo digo en serio, Will. Sé
que es totalmente inapropiado pedírtelo. Sé que debo de parecer un poco loca. —Bajó la mirada, y
luego la alzó de nuevo, reuniendo valor—. Y si tú me dices que puedes morir mañana sin que nuestros
labios vuelvan a tocarse, y que no lo lamentarás, entonces dímelo y no te lo pediré, porque sé que no
tengo ningún derecho…
Su frase se quedó a medias, porque él la cogió y la estrechó contra sí, y le aplastó los labios con los
suyos.  Por  una  fracción  de  segundo  fue  casi  doloroso,  cargado  de  desesperación  y  ansia  casi
descontrolada, y ella notó el sabor a sal, y el calor en la boca, y su aliento. Y entonces él se suavizó, con
una fuerza de contención que ella pudo notar por todo el cuerpo, y el roce de labio sobre labio, el juego
de lenguas y dientes, cambió de dolor a placer en una fracción de segundo.
En el balcón de la casa Lightwood, él había sido muy cuidadoso, pero no lo era en esos momentos. Le
pasó la mano con brusquedad por la espalda, enredándola en el cabello, agarrando la tela suelta en la
parte trasera del vestido. La medio alzó de forma que sus cuerpos colisionaran: él estaba pegado a ella,
toda la longitud de su cuerpo, duro y frágil al mismo tiempo. Ella inclinó la cabeza hacia un lado
mientras él le separaba los labios con los suyos, y ya no estuvieron tanto besándose como devorándose
el uno a la otra. Tessa le agarró con ímpetu el cabello, con tanto ímpetu que debió de dolerle, y con los
dientes le arañó el labio inferior. Él gimió y la abrazó con más fuerza; ella casi no pudo respirar.
—Will… —susurró; él se puso en pie y la alzó en brazos, sin dejar de besarla. Ella entrelazó sus
hombros con los brazos mientras él la llevaba a la cama y la tendía allí. Ella ya estaba descalza; él se
quitó las botas a toda prisa y se estiró junto a ella. El entrenamiento que Tessa había recibido incluía
cómo quitar trajes de combate, y movió las manos con ligereza y rapidez sobre él, soltando los cierres y
desprendiéndoselo como si fuera un caparazón. Él la empujó a un lado impaciente, y se puso de rodillas
para sacarse el cinturón de armas.
Ella lo observó, tragando saliva. Si iba a decirle que parara, ése era el momento. Las marcadas manos
de Will eran ágiles, desabrochando las hebillas, y cuando se volvió para dejar el cinturón junto a la
cama, la camisa, húmeda de sudor y pegada al cuerpo, se le alzó y le mostró a Tessa la curva del
estómago, el hueso de la cadera. Ella siempre había pensado que Will era hermoso, sus ojos, sus labios
y su rostro, pero nunca había pensado en su cuerpo de ese modo. Pero su forma era encantadora, como
los planos y los ángulos delDavidde Miguel Ángel. Tendió la mano para acariciarle, para pasarle los
dedos, con tanta suavidad como la seda de la araña, sobre la piel plana y dura del estómago.
La respuesta de Will fue inmediata y sorprendente. Tragó aire y cerró los ojos; se quedó muy quieto.
Ella le pasó los dedos por la cintura de los pantalones, con el corazón acelerado, sin saber muy bien qué
estaba haciendo; la guiaba un instinto que ella no podía ni identificar ni explicar. Cerró la mano sobre
la cintura, el pulgar sobre la cadera, haciéndolo bajar.
Él se puso sobre ella, apoyando los codos uno a cada lado de sus hombros. Sus ojos se encontraron, se
quedaron  mirándose  fijamente;  sus  cuerpos  se  tocaban,  pero  ninguno  habló. A Tessa  le  dolía  la
garganta: adoración y pena en igual medida.
—Bésame —dijo.
Él descendió lentamente sobre ella, hasta que sus labios se tocaron. Ella se arqueó hacia arriba,
deseando encontrar su boca con la suya, pero él se apartó, le rozó la mejilla con la nariz, luego le puso
los labios en la comisura de la boca, y después por el mentón y el cuello, produciéndole pequeños
escalofríos de atónito placer por todo el cuerpo. Ella siempre había pensado en los brazos, las manos, el
cuello, el rostro, como elementos separados; no que su piel era la misma delicada envoltura, y que
podía sentir hasta en la planta de los pies un beso en el cuello.
—Will. —Tiró de la camisa, y ésta se abrió, rompiendo los botones. Él sacudió la cabeza para
quitársela, todo él una oscura melena revuelta. Sus manos fueron menos seguras con el vestido de
Tessa, pero también consiguieron sacárselo por la cabeza, y echarlo a un lado, lo que dejó a Tessa en
camisola y corsé. Se quedó inmóvil, impresionada de verse desnuda delante de alguien que no fuera
Sophie, y Will lanzó una mirada al corsé que sólo era en parte deseo.
—¿Cómo… —preguntó— se quita eso?
Tessa no pudo evitarlo; a pesar de todo, rió.
—Tiene lazos —mustió—, en la espalda…
Y le guió las manos hasta que se las puso sobre las cuerdas de la prenda. Entonces se estremeció, pero
no de frío sino de la intimidad del gesto. Will la levantó contra él, con suavidad, y la besó en el cuello
de nuevo, y en el hombro que la camisola dejaba al descubierto; su aliento era leve y cálido contra la
piel hasta que ella estuvo respirando con la misma intensidad, y le acariciaba los hombros, los brazos,
los costados… Le besó las cicatrices blancas que las Marcas le habían dejado en la piel, enredándose en
él hasta que fueron un ardiente lío de miembros, y ella tragaba los jadeos que él respiraba en su boca.
—Tess —susurró Will—. Tess… si quieres parar…
Ella negó con la cabeza en silencio. El fuego en la chimenea casi se había apagado de nuevo. Will era
todo ángulos, sombras y piel suave y fuerte contra la de ella. «No».
—¿Quieres esto? —preguntó él con voz ronca.
—Sí —contestó ella—. ¿Y tú?
Le trazó el contorno de la boca con el dedo.
—Por esto me condenaría para siempre. Por esto lo daría todo.
Ella notó un ardor en los ojos, la presión de las lágrimas, y parpadeó con las pestañas mojadas.
—Will…
—Dw i’n dy garu di am byth—dijo él—. Te amo. Siempre. —Y le cubrió el cuerpo con el suyo.
A altas horas de la noche o por la mañana, Tessa se despertó. El fuego se había extinguido del todo,
pero la cueva estaba iluminada por la peculiar luz de antorcha que parecía encenderse y apagarse sin
ningún orden ni concierto.
Se alzó apoyada en un codo. Will estaba dormido junto a ella, encerrado en el inmóvil letargo del
agotamiento. Pero parecía estar en paz, más de lo que nunca lo había visto. Su respiración era regular, y
las pestañas se le movían levemente en sueños.
Ella se había dormido con la cabeza apoyada en él, el ángel mecánico aún al cuello, apoyado en el
hombro de él, justo hacia la izquierda de la clavícula. Al apartarse, el colgante se soltó y Tessa vio,
sorprendida, que donde había estado apoyado en la piel de Will había dejado una marca, no mayor que
la de una moneda, con la forma de una estrella blanca.
StephRG14
StephRG14


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la princesa y el sapo - Cazadores de sombras - Página 9 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICa

Mensaje por StephRG14 Dom 07 Jun 2015, 9:05 pm

Capitulo 20
Los artefactos infernales 


Igual que autómatas guiados por hilos, las siluetas de secos esqueletos se deslizaban en una lenta cuadrilla, y luego,
tomados de la mano, bailaban una majestuosa zarabanda; su risa era un eco claro y agudo.
OSCARWILDE, «La casa de la ramera»


—Es hermoso —susurró Henry.
Los cazadores de sombras del Instituto de Londres, junto con Magnus Bane, se hallaban formando un
amplio círculo en la cripta, mirando una de las desnudas paredes de piedra, o más exactamente, a algo
que había aparecido en una de las desnudas paredes de piedra.
Era una arcada, de unos tres metros de alto, y quizá la mitad de ancho. No estaba tallada en la piedra,
sino que estaba hecha de runas resplandecientes que se entrelazaban unas con otras como las viñas de
un emparrado. La runas no eran delLibro Gris, Gabriel las habría reconocido de haber sido así, sino
runas que no había visto nunca antes. Tenían el aspecto extranjero de otro idioma; sin embargo, cada
una era distinta y hermosa, y susurraba una bella canción de viajes y espacios, de un espacio oscuro
rodante, y de la distancia entre los mundos.
Brillaban verdes en la oscuridad, pálidas y ácidas. En el espacio interior cerrado por las runas, la pared
no era visible, sólo oscuridad, impenetrable, como un gran pozo oscuro.
—Es realmente asombroso —exclamó Magnus.
Todos excepto el brujo iban vestidos con los trajes de combate y cargados de armas; la espada favorita
de  Gabriel,  larga  y  de  doble  filo,  le  colgaba  a  la  espalda,  y  estaba  ansioso  por  poner  la  mano
enguantada en su empuñadura. Aunque le gustaban el arco y las flechas, había sido entrenado en el uso
del mandoble por un instructor que podía trazar la línea de sus maestros hasta Lichteneauer, y Gabriel
consideraba el mandoble su especialidad. Además, un arco y flechas serían de mucha menos utilidad
contra los autómatas que una arma que pudiera cortarlos en sus partes componentes.
—Todo gracias a ti, Magnus —dijo Henry. Estaba radiante, o, pensó Gabriel, quizá fuera el reflejo de
las runas en su rostro.
—En absoluto —repuso el licántropo—. De no ser por tu genio, esto nunca se habría creado.
—Aunque disfruto con este intercambio de halagos —bromeó Gabriel, al ver que Henry estaba a punto
de responder—, quedan unas cuantas cuestiones, muy importantes, sobre este invento.
Henry lo miró como si no lo comprendiera.
—¿Como cuáles?
—Creo, Henry, que está preguntando si esta… puerta… —comenzó Charlotte.
La hemos llamado Portal —explicó Henry. Que la palabra iba con mayúscula quedaba claro por su
tono.
—… si funciona —concluyó Charlotte—. ¿La habéis probado?
El inventor pareció abatido.
—Bueno, no. No ha habido tiempo. Pero te aseguro que nuestros cálculos han sido perfectos.
Todos, menos Henry y Magnus, miraron el Portal con una nueva alarma.
—Henry… —comenzó Charlotte.
—Bueno, creo que Henry y Magnus deben ir primero —propuso Gabriel—. Ellos han inventado esta
maldita cosa.
Todos se volvieron hacia él.
—Es como si hubiera reemplazado a Will —observó Gideon, alzando las cejas—. Dicen las mismas
cosas.
—¡No soy como Will! —saltó Gabriel.
—Espero que no —repuso Cecily, aunque tan bajo que Gabriel dudó de que la hubiera oído nadie más
que él.
Cecily estaba especialmente bonita ese día, aunque él no tenía ni idea de por qué. Iba vestida con el
mismo sencillo traje negro de combate que Charlotte; el cabello recogido y asegurado recatadamente en
la nuca, y el colgante de rubí reluciéndole sobre la piel del cuello. Sin embargo, Gabriel se recordó con
firmeza, ya que lo más seguro era que estuvieran a punto de dirigirse todos ellos a un peligro mortal,
que cavilar acerca de si Cecily era bonita no tenía que ser su principal pensamiento. Se ordenó parar
inmediatamente.
—No me parezco en nada a Will Herondale —insistió Gabriel.
—Estoy totalmente dispuesto a ir primero —aseguró Magnus, con el aire de sufrimiento de un maestro
en una aula llena de alumnos revoltosos—. Necesito unas cuantas cosas. Esperamos que Tessa esté allí;
Will también. Me gustaría algún equipo y armas extras para llevar allí. Planeo, claro, esperaros en el
otro lado, pero si hubiera alguna… novedad inesperada, siempre va bien ir preparado.
Charlotte asintió.
—Sí… claro.  —Bajó  la  vista  durante un  momento—.  No  puedo creer  que nadie  haya  venido  a
ayudarnos. Pensé que, después de mi carta, al menos unos cuantos… —Se interrumpió y tragó saliva,
luego alzó la barbilla—. Déjame que llame a Sophie. Ella puede prepararte lo que necesitas, Magnus. Y
Cyril, Bridget y ella van a reunirse con nosotros en breve. —Desapareció por la escalera. Henry se la
quedó mirando con preocupado cariño.
Gabriel no podía culparle. Evidentemente, era un fuerte golpe para ella que nadie hubiera respondido a
su llamada y hubiera llegado para ayudarlos, aunque él le podría haber dicho que no lo harían. La gente
era intrínsecamente egoísta, y muchos odiaban ya la idea de que una mujer dirigiera el Instituto. No se
arriesgarían por ella. Hacía sólo unas pocas semanas, él mismo habría dicho eso. En esos momentos,
conociendo a Charlotte, se dio cuenta, sorprendido, de que la idea de arriesgarse por ella parecía un
honor, como sería para muchos ingleses arriesgarse por la reina.
—¿Y cómo funciona el Portal? —preguntó Cecily, mientras observaba, con su castaña cabeza inclinada
hacia un lado, la reluciente arcada como si fuera un cuadro en un museo.
—Te transportará al instante de un lugar a otro —contestó Henry—. Pero el truco es… bueno, esa parte
es magia. —Dijo la palabra con un ligero nerviosismo.
—Necesitas estar visualizando el lugar al que quieres ir —explicó Magnus—. No servirá para llevarte a
un lugar en el que nunca has estado y no puedes imaginar. En este caso, para llegar a Cadair Idris,
vamos a necesitar a Cecily. Cecily, ¿cómo de cerca de Cadair Idris crees que nos puedes llevar?
—A la misma cima —respondió la chica con seguridad—. Hay varios senderos que llevan a lo alto de
la montaña, y he recorrido dos de ellos con mi padre. Puedo recordar la cima de la montaña.
—¡Excelente! —celebró Henry—. Cecily, te pondrás delante del Portal y visualizarás nuestro lugar de
destino…
—Pero no va a ir primero, ¿verdad? —inquirió Gabriel. En cuanto acabó de decirlo, se sorprendió. No
había querido hacerlo. «Ah, bueno, de perdidos, al río», pensó—. Quiero decir, ella es la que tiene
menos entrenamiento de todos; no sería seguro.
—Puedo cruzar la primera —repuso Cecily, que no parecía agradecer en absoluto el apoyo de Gabriel
—. No veo ninguna razón para no…
—¡Henry! —gritó Charlotte, reapareciendo al pie de la escalera. Tras ella estaban los criados del
Instituto, todos con trajes de entrenamiento; Bridget, como si fuera a dar un paseo matutino; Cyril,
preparado y decidido, y Sophie, cargando con una gran bolsa de cuero.
Tras ellos había tres hombres más. Hombres altos, con túnicas de pergamino, que se movían de un
modo muy peculiar, como si se deslizaran.
Hermanos Silenciosos.
Sin embargo, a diferencia de cualquier otro Hermano Silencioso que Gabriel hubiera visto antes, éstos
iban armados. Alrededor de la cintura, sobre los hábitos, llevaban atados cinturones de armas, y de ellos
colgaban largas espadas curvas, las empuñaduras hechas de relucienteadamas, el mismo material que
se empleaba para las estelas y los cuchillos serafines.
Henry apartó la mirada, perplejo, y luego como culpable, del Portal y miró a los Hermanos. Su rostro
pecoso palideció.
—Hermano Enoch —exclamó—. Yo…
¡Cálmate! La voz del Hermano Silencioso resonó en la cabeza de todos . No hemos venido a advertirte
de cualquier posible quebrantamiento de la Ley, Henry Branwell. Hemos venido a luchar con vosotros.
—¿A luchar con nosotros? —Gideon parecía asombrado—. Pero los Hermanos Silenciosos no…
quiero decir, no son guerreros…
Eso  no  es  correcto.  Fuimos  cazadores  de  sombras  y  cazadores  de  sombras  seremos,  incluso
Cambiados para devenir Hermanos. Nos fundó el propio Jonathan Cazador de Sombras, y aunque
vivimos por el libro, podemos morir por la espada si tal elegimos.
Charlotte sonreía radiante.
—Se han enterado de mi mensaje —dijo—. Han venido. El hermano Enoch, el hermano Micah y el
hermano Zachariah.
Los  dos  Hermanos  detrás  de  Enoch  inclinaron  la  cabeza  en  silencio.  Gabriel  contuvo  un
estremecimiento. Los Hermanos Silenciosos siempre le habían resultado muy inquietantes, aunque
sabía que eran una parte integral de la vida de los cazadores de sombras.
El hermano Enoch también me ha explicado por qué no ha venido nadie más —dijo Charlotte, y la
sonrisa se le borró del rostro—. El cónsul Wayland ha convocado una reunión del Consejo esta
mañana, aunque no nos ha dicho nada. La asistencia de todos los cazadores de sombras era obligada
por la Ley.
Henry soltó un siseo entre dientes.
—Ese m… mal hombre —replicó, con una rápida mirada a Cecily, que puso los ojos en blanco—.
¿Sobre qué es la reunión del Consejo?
—Para reemplazarnos como directores del Instituto —contestó Charlotte—. Aún cree que Mortmain va
a atacar Londres, y que aquí se necesita un líder fuerte para luchar contra el ejército mecánico.
—¡Señora Branwell! —Sophie, que estaba entregando a Magnus la bolsa que llevaba, casi la dejó caer
—. ¡No pueden hacer eso!
—Oh, sí que pueden —repuso Charlotte. Miró alrededor a los rostros de todos, y alzó la barbilla. En
ese momento, a pesar de su tamaño, Gabriel pensó que parecía más alta que el Cónsul—. Todos
sabíamos que esto iba a llegar —continuó—. No importa. Somos cazadores de sombras, y nuestro
deber es hacia los demás y hacia lo que creemos correcto. Creemos a Will y creemos en Will. La fe nos
ha  llevado  hasta  aquí;  nos  llevará  aún  un  poco  más  lejos.  El  Ángel  nos  protege,  y  saldremos
victoriosos.
Todos guardaron silencio. Gabriel miró los rostros de sus compañeros: decisión en todos, e incluso
Magnus parecía, si no conmovido o convencido, al menos considerado y respetuoso.
—Charlotte —dijo Gabriel finalmente—. Si el cónsul Wayland no te considera una líder es que es un
imbécil.
Charlotte inclinó la cabeza hacia él.
—Gracias —repuso—. Pero no debemos perder más tiempo; tenemos que irnos, y rápido, porque este
asunto no puede esperar más.
Henry miró durante un momento a su esposa, y luego a Cecily.
—¿Estás preparada?
La hermana de Will asintió y se puso delante del Portal. La radiante luz de éste proyectó las sombras de
las desconocidas runas sobre su decidido rostro.
—Visualiza —indicó Magnus—. Imagínate tanto como puedas que estás mirando la cima de Cadair
Idris.
La chica apretó los puños en los costados. Mientras miraba fijamente, el Portal comenzó a moverse y
las runas a ondear y a cambiar. La oscuridad del interior de la arcada se iluminó. De repente, Gabriel ya  
no vio sombras. Estaba mirando el dibujo de un paisaje que podría haber estado pintado dentro del
Portal: la verde curva de la cima de una montaña, un lago tan azul y profundo como el cielo.
Cecily ahogó un grito y, entonces, sin que indicaran nada, avanzó y se desvaneció al pasar a través de la
arcada. Fue como ver borrarse un dibujo. Primero le desaparecieron las manos dentro del Portal, luego
los brazos extendidos y finalmente el cuerpo.
Y ya no estaba.
Charlotte lanzó un gritito.
—¡Henry!
Gabriel notó un pitido en los oídos. Oyó al inventor tranquilizar a su esposa, diciéndole que era así
como debía funcionar el Portal, que nada extraño había pasado, pero era como una canción que sonara
en otra sala, las palabras a un ritmo sin sentido. Lo único que sabía era que Cecily, más valiente que
todos ellos, había atravesado la desconocida puerta y había desaparecido. Y él no podía dejarla ir sola.
Avanzó. Oyó a su hermano llamarle, pero no le hizo caso; lo apartó, llegó ante el Portal y lo cruzó.
Durante un momento sólo hubo negrura. Luego una enorme mano pareció salir de la oscuridad y
agarrarle, y fue arrastrado dentro del negro torbellino.
La sala del Consejo estaba llena de gente gritando.
Sobre el estrado del centro se hallaba el cónsul Wayland, mirando a la ruidosa muchedumbre con una
expresión de furiosa impaciencia en el rostro. Sus negros ojos recorrían a los cazadores de sombras
congregados ante él: George Penhallow estaba enzarzado en una pelea a gritos con Sora Kadou, del
Instituto de Tokio. Vijay Malhotras le clavaba un delgado dedo en el pecho a Japheth Pangborn, que
esos días inusualmente había dejado su mansión en el campo de Idris, y que se había puesto tan rojo
como  un  tomate  ante  toda  esa  indignidad.  Dos  de  los  Blackwell  habían  arrinconado  a Amalia
Morgenstern, que les replicaba en alemán. Aloysius Starkweather, vestido de negro, estaba junto a uno
de los bancos de madera, sus enjutas extremidades casi dobladas hasta las orejas mientras miraba
fijamente al podio con penetrantes ojos viejos.
El Inquisidor, junto al cónsul Wayland, golpeó el suelo con su bastón de madera con fuerza suficiente
para romperlo.
—¡YA BASTA! —rugió—. Todos vais a guardar silencio, y lo vais a guardar ya. ¡SENTAOS!
Una oleada de sorpresa recorrió la sala, y ante el evidente pasmo del Cónsul, todos se sentaron. No en
silencio, pero se sentaron, al menos los que tenían sitio para hacerlo. La cámara estaba llena a rebosar;
tantos cazadores de sombras raramente aparecían en una reunión. Había representantes de todos los
Institutos: Nueva York,  Bangkok, Ginebra, Bombay,  Kioto,  Buenos Aires.  Sólo los  cazadores de
sombras de Londres, Charlotte Branwell y su séquito, estaban ausentes.
Al final, únicamente Aloysius Starkweather permaneció en pie, con la vieja capa batiéndose ante él
como las alas de un cuervo.
—¿Dónde está Charlotte Branwell? —exigió saber—. El mensaje que enviasteis daba a entender que
ella estaría aquí para explicar el contenido de su mensaje al Consejo.
—Yo explicaré el contenido de su mensaje —dijo el Cónsul con los dientes apretados.
—Yo preferiría oírlo de ella —intervino Malhotra, mientras miraba al Cónsul y luego al Inquisidor con
sus penetrantes ojos negros. El inquisidor Whitelaw parecía demacrado, como si últimamente hubiera
pasado muchas noches en vela; la boca se le tensaba en las comisuras.
—Charlotte  Branwell  ha  tenido  una  reacción  exagerada  —afirmó  el  Cónsul—. Asumo  toda  la
responsabilidad por haberla puesto al mando del Instituto de Londres. Nunca debería haberlo hecho. Ya
ha sido cesada de su cargo.
—He tenido la ocasión de reunirme y hablar con la señora Branwell —expuso Starkweather con su
cerrado tono de Yorkshire—. No me parece alguien que exagere con facilidad.
El Cónsul pareció recordar por qué se había alegrado tanto de que Starkweather hubiera dejado de
asistir a las reuniones.
—Está delicada —replicó el Cónsul con voz tensa—. Y creo que ha resultado… sobrepasada.
Charla y confusión. El Inquisidor miró a Wayland con disgusto. El Cónsul le devolvió la mirada con
otra semejante. Era evidente que ambos hombres habían estado discutiendo. El Cónsul estaba rojo de
rabia, y la mirada que le lanzó al Inquisidor estaba cargada de traición. Resultaba obvio que Whitelaw
no estaba de acuerdo con las palabras del Cónsul.
Una mujer se puso en pie entre los atestados bancos. Tenía el cabello blanco, recogido en alto sobre la
cabeza, y una pose imperiosa. El Cónsul parecía estar gruñendo por dentro. Callida Fairchild, la tía de
Charlotte Branwell.
—Si estás sugiriendo —dijo la mujer en un tono glacial— que mi sobrina está tomando decisiones
histéricas e irracionales porque está embarazada de uno de la siguiente generación de cazadores de
sombras, Cónsul, te aconsejo que lo pienses de nuevo.
Éste rechinó los dientes.
—No hay ninguna prueba de que la afirmación de Charlotte Branwell de que Mortmain se halla en
Gales  contenga  alguna  verdad  —se  defendió  el  Cónsul—.  Todo  surge  de  los  informes  de  Will
Herondale, que no sólo es un niño, sino un irresponsable al que habría que castigar. Todas las pruebas,
incluyendo los diarios de Benedict Lightwood, apuntan a un ataque en Londres, y ahí es donde
debemos concentrar nuestras fuerzas.
Un murmullo recorrió la sala, con las palabras «ataque en Londres» repetidas una y otra vez. Amalia
Morgenstern se abanicó con un pañuelo de encaje, mientras que Lilian Highsmith, que acariciaba el
mango de una daga que le sobresalía de un guante, parecía encantada.
—Pruebas —repuso Callida—. La palabra de mi sobrina es prueba suficiente…
Otro murmullo, y una joven se puso en pie. Llevaba un brillante vestido verde y mostraba una
expresión desafiante. La última vez que el Cónsul la había visto, había sido sollozando en esa misma
sala, pidiendo justicia. Tatiana Blackthorn, Lightwood de soltera.
—¡El  Cónsul  tiene  razón  sobre  Charlotte  Branwell!  —exclamó—.  ¡Charlotte  Branwell  y  Will
Herondale son la razón por la que mi esposo está muerto!
—¡Oh! —Era el Inquisidor Whitelaw, en un tono cargado de sarcasmo—. ¿Y quién mató exactamente a
su esposo? ¿Fue Will?
Hubo un murmullo de perplejidad. Tatiana parecía indignada.
—No fue culpa de mi padre…
—Al  contrario  —la  interrumpió  el  Inquisidor—.  Esto  se  había  mantenido  en  secreto,  señora
Blackthorn, pero me obliga a desvelarlo. Abrimos una investigación sobre la muerte de su esposo, y se
determinó que fue su padre el culpable, y del modo más grave. De no ser por los actos de sus
hermanos, y de William Herondale y Charlotte Branwell, junto con los demás del Instituto de Londres,
el nombre de Lightwood habría sido borrado de los registros de los cazadores de sombras y usted
viviría el resto de su vida como una mundana sin amigos.
Tatiana se puso roja como un tomate y apretó los puños.
—William Herondale ha… me ha insultado de un modo imperdonable en una dama…
—No veo por qué eso está relacionado con el tema que nos ocupa —observó el Inquisidor—. Se puede
ser grosero en la vida personal, pero también correcto cuando se trata de asuntos más amplios.
—¡Usted se quedó con mi casa! —gritó Tatiana—. Me veo obligada a confiar en la generosidad de la
familia de mi esposo como una pordiosera hambrienta…
Los ojos de Whitelaw brillaban tanto como las piedras de sus anillos.
—Su casa fue confiscada, señora Blackthorn, no robada. Registramos la casa familiar de los Lightwood
—continuó, alzando la voz—. Estaba plagada de pruebas de la conexión del señor Lightwood padre
con Mortmain, diarios detallando actos viles, sucios e indecibles. El Cónsul cita los diarios de ese
hombre como prueba de que habrá un ataque en Londres, pero para cuando Benedict Lightwood murió,
estaba loco por la viruela demoníaca. No resulta probable que el Magíster le hubiera confiado sus
auténticos planes, incluso si hubiera estado cuerdo.
El cónsul Wayland le interrumpió, con una expresión casi de desesperación.
El asunto de Benedict Lightwood está cerrado y resulta irrelevante. ¡Estamos aquí para discutir el
asunto de Mortmain y el Instituto! Primero, como Charlotte Branwell ha sido destituida de su cargo y la
situación a la que nos enfrentamos se centra sobre todo en Londres, es necesario designar un nuevo
líder del Enclave de Londres. Dejo la puerta abierta a sugerencias. ¿Alguien desea presentarse para
ocupar el cargo?
Hubo susurros y movimientos. George Penhallow había comenzado a levantarse cuando el Inquisidor
estalló furioso:
—Esto  es  ridículo,  Josiah.  No  existe  aún  ninguna  prueba  de  que  Mortmain  no  esté  donde  dice
Charlotte. Ni siquiera hemos empezado a hablar de enviar refuerzos tras ella…
—¿Tras ella? ¿Qué quieres decir con «tras ella»?
El Inquisidor señaló a la gente dibujando un arco con el brazo.
—No está aquí. ¿Dónde crees que están los habitantes del Instituto de Londres? Han ido a Cadair Idris,
detrás del Magíster. Y, sin embargo, en vez de discutir si debemos ayudarles, ¿convocamos una reunión
para hablar del reemplazo de Charlotte?
El Cónsul perdió los nervios.
—¡No habrá ayuda! —bramó—. Nunca habrá ayuda para los que…
Pero el Consejo nunca supo quién estaba destinado a no tener ayuda, porque en ese momento, una hoja
de acero, letalmente afilada, cortó el aire detrás del Cónsul y le separó limpiamente la cabeza el cuerpo.
El Inquisidor saltó hacia atrás, y cogió su bastón mientras la sangre le salpicaba; el cadáver del Cónsul
cayó al suelo en dos partes: el cuerpo se desplomó sobre el suelo manchando de sangre el estrado,
mientras que la cabeza cortada rodaba como una pelota. Al caer, dejó ver tras de sí a un autómata, tan
descarnado como un esqueleto humano, vestido con los raídos restos de una túnica militar roja. Sonrió
como una calavera mientras apartaba su espada empapada en sangre, y miraba a la silenciosa y
anonadada multitud de cazadores de sombras.
El  único  otro  sonido  en  la  sala  partió  de Aloysius  Starkweather,  que  estaba  riendo,  continua  y
suavemente, al parecer para sí.
—Ella os lo dijo —resolló—. Ella os dijo que esto pasaría…
Un instante después, el autómata había avanzado, su garra directa hacia el cuello de Aloysius. La
sangre manó del cuello del anciano mientras la criatura lo alzaba del suelo, aún sonriendo. Los
cazadores de sombras comenzaron a gritar, y entonces las puertas se abrieron y una riada de criaturas
mecánicas inundó la estancia.
—Bueno —dijo una voz muy animada—. Esto sí que es inesperado.
Tessa se sentó al instante, tapándose con la pesada colcha. A su lado, Will se despertó, se alzó sobre los
hombros y abrió los ojos lentamente.
—¿Qué…?
La habitación estaba muy iluminada. Las antorchas ardían con toda su intensidad, y era como si la luz
del día hubiera entrado. Tessa vio el desorden que habían dejado por la habitación: su ropa estaba
esparcida por el suelo y la cama, la alfombra delante de la chimenea estaba hecha un boñigo, y ellos se
encontraban entre la revuelta ropa de cama. Al otro lado de la pared invisible se hallaba un conocido
vestido en un elegante traje, con el pulgar colgado de la cintura de los pantalones. Sus ojos de gato
brillaban de regocijo.
Magnus Bane.
—Quizá queráis levantaros —dijo el brujo—. Todos estarán aquí muy pronto para rescataros, y tal vez
prefiráis estar vestidos cuando lleguen. —Se encogió de hombros—. Yo lo prefería, pero claro, ya se
sabe que soy muy tímido.
Will soltó una palabrota en galés. Ya estaba sentado, con la sábana por la cintura, y había hecho todo lo
posible para escudar a Tessa de la mirada de Magnus. Iba sin camisa, por supuesto, y bajo la brillante
luz Tessa vio dónde el bronceado de las manos y el rostro se fundían con la palidez del pecho y los  
hombros. La marca blanca en forma de estrella del hombro le brillaba bajo la luz, y Tessa vio que
Magnus dirigía la mirada hacia ella y entrecerraba los ojos.
—Interesante —comentó.
Will hizo un incoherente sonido de protesta.
—¿Interesante? Por el Ángel, Magnus…
El brujo le lanzó una mirada irónica. Había algo en ella… algo que hizo que Tessa pensara que él sabía
algo que ellos no.
—Si yo fuera otro, tendría muchísimo que decir en este momento —les hizo saber.
—Aprecio tu discreción.
—Pronto no lo harás —replicó Magnus, cortante. Luego alzó la mano como si fuera a llamar a una
puerta y dio unos golpecitos a la pared invisible que había entre ellos. Fue como ver a alguien meter la
mano en el agua; se formaron ondas que se propagaron desde el punto en el que Magnus lo había
tocado, y de repente la pared se deslizó y desapareció, en medio de una lluvia de chispas azules.
—Tomad —dijo el brujo, y lanzó una bolsa de cuero atada al pie de la cama—. He traído equipo. He
pensado que podríais necesitar algo de ropa, pero no sabía que la ibais a necesitar tanto.
Tessa lo miró fijamente por encima del hombro de Will.
—¿Cómo nos ha encontrado? ¿Cómo sabía… quiénes de los otros están con usted? ¿Se encuentran
bien?
—Sí. Unos cuantos están aquí, corriendo por este lugar, buscándote. Y ahora, vestíos —les ordenó, y se
puso de espaldas para darles intimidad. Tessa, avergonzada, cogió el saco, rebuscó en él hasta encontrar
su traje de combate y luego se puso en pie envuelta en la sábana y corrió detrás de un biombo chino
que se hallaba en un rincón de la habitación.
No miró a Will; no se atrevía. ¿Cómo podía mirarle sin pensar en lo que habían hecho? Se preguntó si
él estaría horrorizado; si no podría creer que ambos hubieran hecho eso después de que Jem…
Tiró del traje con rabia. Dio gracias porque el traje de combate, a diferencia de los vestidos, se pudiera
colocar sobre el cuerpo sin la ayuda de nadie. A través del biombo, oyó a Magnus explicar a Will que
Henry y él habían conseguido, por medio de una combinación de magia e invención, crear un Portal
que los transportara de Londres a Cadair Idris. Tessa sólo podía distinguir las siluetas, pero vio a Will
asentir aliviado mientras el hombre le decía quién había llegado con él: Henry, Charlotte, los hermanos
Lightwood, Cecily, Cyril, Sophie, Bridget y un grupo de Hermanos Silenciosos.
Al oír mencionar a su hermana, Will comenzó a apresurarse más con la ropa, y cuando Tessa salió de
detrás del biombo, él ya estaba totalmente vestido con el traje de combate, las botas atadas y las manos
agarrando el cinturón de armas. Al verla, Will esbozó una insegura sonrisa.
—Los otros  se han  repartido  por los  túneles  para  buscarte —explicó  Magnus—.  Se supone  que
debíamos buscar durante media hora y luego reunirnos en la cámara central. Os doy un momento
para… serenaros. —Sonrió burlón, y señaló la puerta—. Estaré en el pasillo.
En cuanto ésta se cerró, Tessa estuvo en brazos de Will, rodeándole el cuello con las manos.
—Oh, por el Ángel —exclamó—. Esto ha sido de lo más bochornoso.
El chico le pasó las manos por el cabello y la besó; le besó en los párpados, las mejillas y luego en la
boca, con rapidez, pero con fervor y concentración, como si no hubiera nada más importante.
—Escúchate —dijo—. Has dicho «por el Ángel». Como un cazador de sombras. —La besó en la
comisura de la boca—. Te amo. Dios, te amo.
Ella le puso las manos sobre la cintura, sujetándolo, el material del traje áspero bajo los dedos.
—Will —preguntó vacilante—. ¿No lo… lamentas?
—¿Lamentarlo? —La miró sin creerla—.Nage ddim… Estás loca si crees que puedo lamentarlo. —Le
acarició la mejilla con el dorso de la mano—. Hay tanto, tanto más que quiero decirte…
—No —bromeó ella—. ¿Cómo? ¿Will Herondale tiene algo más que decir?
Él no le hizo caso.
—Pero ahora no es el momento; no con Mortmain a dos pasos, seguramente, y Magnus al otro lado de
la puerta. Ahora es el momento de acabar con esto. Pero cuando se acabe, Tess, te diré todo lo que
siempre he querido decirte. Pero por ahora… —La besó en la sien y la soltó mirándola fijamente—.
Necesito saber que me crees cuando digo que te amo. Eso es todo.
—Creo todo lo que dices —respondió Tessa sonriendo, mientras bajaba las manos de su cintura hasta el
cinturón de armas. Cerró la mano sobre el mango de una daga, y la sacó del cinturón, sonriendo
mientras él la miraba sorprendido—. Después de todo —añadió ella—, no mentías sobre ese tatuaje del
dragón de Gales, ¿verdad?
La sala recordó a Cecily el interior de la cúpula de Saint Paul, que Will le había llevado a visitar en uno
de sus días menos desagradables, después de su llegada a Londres. Era el edificio más grande en el que
había estado. Habían probado el eco de sus voces en el interior de la Galería de los Susurros y habían
leído la inscripción dejada por Christopher Wren: «Si monumentum requiris, circumspice». «Si buscas
un monumento, mira alrededor».
Will le había explicado lo que significaba: que Wren prefería ser recordado por las obras que había
construido en vez de por cualquier lápida. Toda la catedral era un monumento a su arte, como, en cierto
sentido, todo el laberinto bajo la montaña, y esa estancia en particular, era un monumento al de
Mortmain.
Ahí también había una cúpula, aunque no ventanas, sólo un agujero en la piedra hacia arriba. Una
galería circular rodeaba la parte superior de dicha cúpula, y en ella había una plataforma, desde la que,
seguramente, se podía estar de pie y mirar al suelo, que era de piedra lisa.
Ahí también había una inscripción en la pared. Cuatro frases, grabadas en la pared de destellante
cuarzo:
LOS ARTEFACTOS INFERNALES CARECEN DE PIEDAD.
LOS ARTEFACTOS INFERNALES CARECEN DE REMORDIMIENTOS.
LOS ARTEFACTOS INFERNALES CARECEN DE NÚMERO.
LOS ARTEFACTOS INFERNALES NUNCA DEJARÁN DE LLEGAR.
Sobre  el  suelo  de  piedra,  alineados  en  filas,  había  cientos  de  autómatas.  Iban  vestidos  con  una
mezcolanza de uniformes militares y estaban totalmente inmóviles. Soldaditos de plomo, pensó Cecily,
ampliados a tamaño humano. Los Artefactos Infernales. La gran creación de Mortmain, un ejército
creado  para  ser  imparable,  para  asesinar  a  los  cazadores  de  sombras  y  seguir  adelante  sin
remordimiento.
Sophie había sido la primera en descubrir esa sala; había gritado, y los otros habían corrido para
averiguar por qué. La habían encontrado de pie, temblando, en medio de la inmóvil masa de criaturas
de relojería. Uno de ellos estaba tirado a sus pies; ella le había cortado las piernas con un tajo de la
espada, y el artefacto se había desplomado como un títere al que le hubieran cortado las cuerdas. Los
demás no se habían movido ni despertado a pesar del destino de su semejante, lo que había dado a los
cazadores de sombras la osadía de avanzar entre ellos.
Henry estaba de rodillas, junto a la carcasa de uno de los inmóviles autómatas; le había rajado el
uniforme y abierto el pecho de metal, y estudiaba lo que había en el interior. Los Hermanos Silenciosos
estaban junto a él, al igual que Charlotte, Sophie y Bridget. Gideon y Gabriel habían regresado
también, y su exploración no había dado ningún fruto. Sólo faltaban por regresar Cyril y Magnus.
Cecily no podía controlar su creciente inquietud, no por la presencia de los autómatas, sino por la
ausencia  de  su  hermano.  Nadie  había  dado  con  él  aún.  ¿Podría  ser  que  no  estuviera  ahí  para
encontrarlo? Sin embargo, no dijo nada. Se había prometido a sí misma que, como cazadora de
sombras, no se quejaría, ni gritaría, pasara lo que pasase.
—Mirad esto —murmuró Henry. Dentro del pecho de la criatura mecánica había un lío de cables y lo
que a Cecily le pareció una caja de metal, de las que podrían contener tabaco. Grabado en el exterior de
la caja podía verse el símbolo de la serpiente comiéndose la cola—. El uróboro. El símbolo de la
contención de las energías demoníacas.
—Como en la Pyxis —asintió Charlotte.
—Que Mortmain nos robó —confirmó Henry—. Me preocupaba que fuera esto lo que Mortmain
estaba intentando.
—¿Qué era lo que estaba intentando? —preguntó Gabriel. Estaba sonrojado y los ojos verdes le
brillaban. Bendito fuera, pensó Cecily, por preguntar siempre justo lo que ella tenía en la cabeza.
—Animar  a  los  autómatas  —contestó  Henry,  despistado  mientras  iba  a  coger  la  caja—.  Darles
conciencia, incluso voluntad…
Calló cuando, al tocar la caja con los dedos, ésta despidió una intensa luz. Luz, como la iluminación de
una piedra de luz mágica, que salía del recipiente a través del uróboro. Henry se echó hacia atrás con
un grito, pero era demasiado tarde. El autómata se sentó, veloz como un rayo, y lo cogió. Charlotte
chilló y se lanzó hacia adelante, pero no fue lo suficientemente rápida. El autómata, con el pecho
todavía colgándole grotescamente, cogió al inventor por debajo los brazos y lo sacudió como si su
cuerpo fuera un látigo.
Se oyó un horrible ruido de algo al quebrarse, y Henry se quedó inmóvil. El autómata lo tiró a un lado,
se volvió y golpeó brutalmente a Charlotte en la cara. Ésta se desplomó junto a su esposo mientras la
criatura mecánica daba un paso adelante y agarraba al hermano Micah. El Hermano Silencioso le
golpeó la mano con el bastón, pero el autómata ni pareció notarlo. Con un ruido de maquinaria que
parecía una risa, extendió la mano y le abrió el cuello al Hermano Silencioso.
La sangre salió disparada por la sala, y Cecily hizo exactamente lo que se había prometido que no

haría: gritó.
StephRG14
StephRG14


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la princesa y el sapo - Cazadores de sombras - Página 9 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Miér 10 Jun 2015, 4:35 pm

Capitulo 21
Oro ardiendo

¡Dadme mi arco de oro ardiente!
¡Dadme mis flechas de deseo!
¡Traed mi lanza! ¡Abríos, oh nubes!
¡Traedme mi carro de llamas!
WILLIAM BLAKE, «Jerusalén»


El entrenamiento de Tessa en el Instituto nunca había tratado de lo difícil que era correr con una arma
colgando al costado. Con cada paso que daba, la daga le golpeaba la pierna y la punta le rascaba la piel.
Sabía que debía de estar enfundada, y seguramente lo estaba en el cinturón de Will, pero ya no servía
de nada pensarlo. Will y Magnus corrían a la par por los rocosos pasadizos del interior de Cadair Idris,
y ella estaba haciendo todo lo que podía para mantenerse con ellos.
Era Magnus quien guiaba, porque parecía tener mejor idea de adónde se dirigían. Tessa no había ido a
ningún lado entre el gran número de retorcidos corredores sin los ojos tapados, y Will admitía recordar
poco de su solitario viaje de la noche anterior.
Los túneles se estrechaban y ensanchaban al azar mientras los tres corrían por el laberinto, sin orden ni
concierto aparente. Al final, cuando entraron en un túnel más ancho, oyeron algo: el sonido de un
distante grito de horror.
Magnus se tensó. Will alzó la cabeza de golpe.
—¡Cecily! —exclamó, y comenzó a correr el doble de rápido que antes, tanto con Magnus como con
Tessa tratando de no quedarse atrás. Pasaron por extrañas estancias: una cuya puerta parecía manchada
de sangre, otra que Tessa reconoció como la sala con el escritorio donde Mortmain la había obligado a
Cambiar, y otra donde una gran celosía de metal y cobre se agitaba bajo un viento invisible. Mientras
corrían, el ruido de gritos y lucha se fue haciendo más fuerte, hasta que finalmente salieron a una
enorme cámara circular.
Estaba llena de autómatas. Filas y filas de autómatas, tantos como habían inundado el pueblo la noche
antes mientras Tessa los observaba impotente. La mayoría estaban inmóviles, pero un grupo de ellos,
en el centro de la estancia, se movían; se movían y estaban enzarzados en una feroz batalla. Era como
ver de nuevo lo que había pasado junto a la escalera del Instituto el día que la habían raptado: los
hermanos Lightwood luchando juntos, Cecily blandiendo un brillante cuchillo serafín, el cuerpo de un
Hermano Silencioso caído en el suelo… Tessa captó vagamente que había otros dos Hermanos
Silenciosos luchando junto a los cazadores de sombras, anónimos bajo sus túnicas de pergamino con
capucha. Pero su atención no fue hacia ellos, sino hacia Henry, que yacía inmóvil en el suelo. Charlotte,
de rodillas, lo rodeaba con los brazos como si pudiera protegerlo del combate que se desarrollaba
alrededor, pero Tessa supo, por la palidez del rostro del inventor y su inmovilidad, que era demasiado
tarde para proteger a Henry de nada.
Will se lanzó hacia adelante.
—¡No uséis cuchillos serafín! —gritó—. ¡Usad otras armas! ¡Los cuchillos de los ángeles son inútiles!
Cecily, al oírle, se echó hacia atrás, aunque su cuchillo serafín ya había alcanzado al autómata con el
que peleaba, y se deshizo como escarcha seca, perdiendo su fuego. Tuvo la presencia de ánimo para
agacharse bajo el brazo de la criatura, esquivándolo, justo en el momento en que Cyril y Bridget iban
hacia ella, él armado con un pesado cayado. El autómata se desplomó bajo su asalto, mientras Bridget,
un letal torbellino de cabello rojo y hojas de acero, se abría paso más allá de Cecily hasta llegar junto a
Charlotte, cortándole los brazos a dos autómatas con su espada antes de girar y ponerse dando la
espalda a Charlotte, como si tuviera la intención de proteger a la directora del Instituto con su vida.
De repente, Will agarró a Tessa por los brazos con fuerza. Ésta captó un vistazo de su rostro pálido y
decidido cuando él la empujó hacia Magnus, siseando: «¡Quédate con ella!». Tessa iba a protestar, pero
el brujo la cogió y la apartó mientras Will se lanzaba a la melé, luchando por abrirse paso hasta su
hermana.
Cecily estaba defendiéndose de un autómata enorme, con un pecho de barril y dos brazos en el costado
derecho. Al haber abandonado el cuchillo serafín, sólo tenía una corta espada para defenderse. El
cabello se le estaba soltando de las horquillas mientras se lanzaba al frente y acuchillaba a la criatura en
el hombro, que bramó como un toro, y Tessa se estremeció. Dios, esas criaturas hacían unos ruidos
horrorosos; antes de que Mortmain los hubiera cambiado, habían sido silenciosos, habían sido cosas; en
esos momentos eran seres. Seres malignos y asesinos. Tessa quiso correr hacia ellos cuando el autómata
que luchaba con Cecily agarró la hoja de su espada y se la arrancó de las manos, haciéndola caer hacia
adelante; oyó a Will gritar el nombre de su hermana…
Pero a Cecily la cogió y la apartó uno de los Hermanos Silenciosos. En remolino de túnica pergamino,
éste se volvió para enfrentarse a la criatura, con el cayado ante sí. Cuando el autómata se lanzó hacia él,
el hermano blandió la improvisada arma con tal fuerza y velocidad que tiró al autómata con una
abolladura en el pecho. Éste trató de avanzar de nuevo, pero tenía el cuerpo demasiado doblado. Soltó
un furioso zumbido, y Cecily, que se ponía en pie, gritó alarmada.
Otro autómata se había alzado junto al primero. Mientras el Hermano Silencioso se volvía, el segundo
autómata le sacó el cayado de la mano de un golpe, lo alzó del suelo y lo rodeó con los brazos
metálicos desde atrás en una parodia de abrazo. Al hermano se le cayó la capucha hacia atrás, y su
cabello plateado brilló en las tinieblas de la caverna como una estrella.
Tessa se quedó sin aire en los pulmones al instante. El Hermano Silencioso era Jem.
Jem.
Fue como si el mundo se detuviera. Todos parecieron inmovilizarse, incluso los autómatas, paralizados
en el tiempo. Tessa miró a Jem, y él la miró a ella. Jem, con el hábito de pergamino de un Hermano
Silencioso. Jem, cuyo cabello plateado, cayéndole sobre el rostro, tenía mechones negros. Jem, cuyas
mejillas estaban marcadas con dos cortes rojos gemelos, uno sobre cada mejilla.
Jem, que no estaba muerto.
Tessa salió de su parálisis al oír a Magnus decirle algo, al notar que la cogía del brazo, pero ella se soltó
y corrió hacia la pelea. El brujo entonces le gritó algo, pero lo único que ella veía era a Jem; éste cogía
el brazo del autómata por donde le envolvía el cuello, con los dedos incapaces de encontrar un punto de
agarre sobre el liso metal. La criatura apretó su abrazo, y el rostro de Jem comenzó a enrojecer. Tessa
sacó su daga, y la blandió ante sí para abrirse paso, pero supo que era imposible, que nunca llegaría
hasta él a tiempo…
El androide soltó un rugido y cayó hacia adelante. Le habían seccionado las piernas desde atrás y,
cuando se desplomó, Tessa vio a Will alzándose enarbolando una espada de larga hoja. Tendió la mano
hacia el autómata como si fuera a cogerlo, a evitar su caída, pero éste ya se había estrellado contra el
suelo, en parte sobre Jem, que había soltado el cayado y estaba inmóvil, atrapado por la enorme
máquina que tenía encima.
Tessa corrió hacia él y se agachó para esquivar el brazo extendido de una criatura mecánica. Oyó a
Magnus gritarle algo desde atrás, pero no le prestó atención. Si podía llegar hasta Jem antes de que
sufriera una herida seria o que muriera aplastado… pero mientras corría una sombra entró en su campo
de visión. Frenó de golpe derrapando, y alzó la vista hacia el rostro de un autómata que sonreía con
malicia y trataba de alcanzarla con unos dedos como garras.
La fuerza de la caída y el peso de la criatura sobre la espalda dejaron a Jem sin aire en los pulmones al
golpearse contra el suelo con fuerza. Por un momento, vio estrellas bailando, y trató de tragar aire, con
un espasmo en el pecho.
Antes de convertirse en un Hermano Silencioso, antes de que le hubieran aplicado sobre la piel el
primer cuchillo ritual y le hubieran hecho los cortes en el rostro que iniciarían el proceso de su
transformación, la caída o la herida podrían haberle matado. En ese momento, mientras tragaba aire
para llenarse los pulmones, se encontró volviéndose, cogiendo el cayado, aunque la mano de la criatura
se le cerrara sobre el hombro…
Y un estremecimiento le recorrió el cuerpo, junto con el ruido de metal contra metal. Jem cogió su
arma y la clavó hacia arriba; le dio al autómata en la cabeza y se la volvió hacia un lado; mientras tanto,
ya estaban levantando de encima de él el cuerpo de metal. Apartó mediante una patada al peso que aún
tenía sobre las piernas, y entonces se percató de que Will estaba de rodillas junto a él en el suelo. El
rostro de su parabatai estaba ceniciento.
—Jem —dijo.
Alrededor de ambos se hizo la calma, un respiro en la pelea, un extraño silencio atemporal. La voz de
Will cargaba con el peso de mil sensaciones: incredulidad, asombro, alivio, traición. Jem comenzó a
alzarse apoyado en los codos cuando la espada de su amigo, manchada de aceite negro y con la hoja
mellada, resonó al caer al suelo.
—Estás muerto —dijo Will—. Te sentí morir. —Y se llevó la mano al pecho, sobre la camisa manchada
de sangre, donde tenía su runa de parabatai—. Aquí.
Jem buscó la mano de Will, se la cogió con la suya y apretó los dedos de su hermano de sangre contra
su propia muñeca. Trató de que su parabatai lo entendiera.
Nota mi pulso, y el latido de la sangre bajo la piel; los Hermanos Silenciosos tenemos corazones que
laten.
Will abrió mucho los ojos.
—No morí. Cambié. Si hubiera podido decírtelo, si hubiera habido un modo…
Will lo miró fijamente, con el pecho subiendo y bajando rápidamente. El autómata le había arañado en
un lado de la cara. Sangraba de varios cortes profundos, pero no parecía notarlo. Liberó la mano de la
de Jem y dejó escapar el aire lentamente.
—Roeddwn i’n meddwl dy fod wedi mynd am byth —confesó. Habló en galés sin pensar, pero su
parabatai le entendió de todos modos. Las runas de los Hermanos Silenciosos hacían que no existiera
ningún idioma que les fuera desconocido.
«Pensaba que te habías ido para siempre».
—Aún sigo aquí —repuso Jem, y entonces echó una rápida mirada de reojo y se apartó rápidamente
hacia un lado. Una hacha de metal silbó al caer por el espacio donde él acababa de estar, y resonó
contra el suelo de piedra. Los autómatas los habían rodeado, un agudo sonido de rechinar metálico.
Ambos estaban de pie, espalda contra espalda, Will con una espada en la mano.
—No hay ninguna runa que funcione contra ellos —estaba diciendo Will—; hay que hacerlos pedazos
a base de fuerza bruta…
—Eso ya lo he captado. —Jem agarró su cayado y lo blandió con fuerza, enviando un autómata contra
la pared cercana. De su caparazón de metal saltaron chispas.
Will atacó a su vez con la espada y cortó las rodillas articuladas de dos criaturas.
—Me gusta ese palo tuyo —comentó.
—Es un cayado. —Jem lo hizo girar y lanzó de lado a otro autómata—. Está hecho por las Hermanas
de Hierro, para los Hermanos Silenciosos.
Will lanzó una finta, y cortó limpiamente el cuello de otro autómata. La cabeza rodó por el suelo, y una
mezcla de aceite y vapor surgió del cuello.
—Cualquiera puede afilar un palo.
—Es un cayado —repitió Jem, y vio la sonrisa imprevisible de Will con el rabillo del ojo. Jem quiso
devolverle la sonrisa; había habido un tiempo en que habría sonreído de forma natural, pero había algo
en el Cambio que había sufrido que ponía lo que parecía una distancia de años entre él y ese simple
gesto mortal.
La estancia era una masa de cuerpos en movimiento y armas serpenteando; Jem no podía ver
claramente a ninguno de los otros cazadores de sombras. Era consciente de la proximidad de su amigo,
que adaptaba su paso al de él, que lo igualaba golpe a golpe. Mientras el metal resonaba sobre el metal,
algo dentro de Jem, alguna parte que había perdido sin ni siquiera saberlo, sintió el placer de estar
luchando junto a Will una última vez.
—Lo que tú digas, James —repuso Will—. Lo que tú digas.
Tessa se volvió, lanzó la daga y la clavó en el caparazón de metal de la criatura. La hoja lo atravesó con
un desagradable sonido de rasgado, seguido de (y el corazón se le cayó a los pies) una risa grave.
—Señorita Gray —dijo una voz profunda, y ella alzó la mirada hacia el liso rostro de Armaros—. Sin
duda sabe que eso es una tontería. Ninguna arma tan pequeña puede hacerme pedazos ni usted tiene la
fuerza necesaria.
Tessa abrió la boca para gritar, pero él la sujetó con sus garras; la cogió en brazos y le tapó la boca con
la mano para acallar su grito. En medio de la confusión que reinaba en la sala, del destello de espadas y
metal, Tessa vio a Will cortar al autómata que había caído sobre Jem. Will fue a apartarlo justo cuando
Armaros le rugió en la oreja a Tessa:
—Puedo estar hecho de metal, pero tengo el corazón de un demonio, y mi corazón demonio ansía
devorar tu carne.
Comenzó a llevarse a Tessa hacia atrás, atravesando la pelea, a pesar de que ella se resistía dándole
patadas con las botas. Él le empujó la cabeza a un lado, y sus agudos dedos le cortaron la piel de la
mejilla.
—No puedes matarme —jadeó ella—. El ángel que llevo protege mi vida…
—Oh, no. Es cierto que no puedo matarte, pero puedo hacerte sufrir. Y puedo hacerte sufrir de la forma
más exquisita. No tengo carne con la que sentir placer, así que el único placer que me queda es causar
dolor. Mientras el ángel que llevas al cuello te proteja, igual que lo hacen las órdenes del Magíster,
debo contener mi mano, pero si el poder del ángel fallara, si fallase, te haría pedazos con mis fauces de
metal.
Estaba fuera del círculo de la pelea, y el demonio la llevaba hacia un recodo parcialmente oculto por
una columna de piedra.
—Hazlo. Prefiero morir en tus manos que casarme con Mortmain.
—No te preocupes —repuso él, y aunque hablaba sin aliento, sus palabras aún parecían ser un susurro
sobre la piel de Tessa, que la hizo estremecer de horror. Fríos dedos de metal le rodearon los brazos a
modo de grilletes mientras el demonio la metía entre las sombras—. Me aseguraré de que ocurran
ambas cosas.
Cecily vio a su hermano rebanar el cuello al autómata que atacaba al hermano Zachariah. El estruendo
del metal cuando la criatura se desplomó hacia adelante, le hirió los tímpanos. Comenzó a ir hacia Will,
mientras sacaba una daga de su cinturón, y luego cayó de boca cuando algo se le cerró en el tobillo y le
tiró del pie.
Se golpeó las rodillas y los codos contra el suelo, y al volverse vio que lo que la había agarrado era la
mano sin cuerpo de un autómata. Estaba cortada por la muñeca, el fluido negro manaba de los cables
que aún colgaban del rasgado metal, y los dedos se le estaban clavando en el traje. Cecily se retorció y
giró; comenzó a cortar hasta que los dedos se aflojaron y separaron, y la mano cayó resonando al suelo
como un cangrejo muerto, palpitando levemente.
Gruñó de asco y se puso en pie, pero ya no pudo ver ni a Will ni al hermano Zachariah. La sala era una
caótica mancha imprecisa de movimiento. Sí que vio, en cambio, a Gabriel, espalda contra espalda con
su hermano, una pila de autómatas muertos a sus pies. El traje de Gabriel estaba rasgado en el hombro
y él sangraba. Cyril yacía en el suelo. Sophie se había colocado cerca de él, y daba tajos en círculos con
la espada; su cicatriz se veía lívida en su pálido rostro. Cecily no pudo ver a Magnus, pero sí el rastro
de chispas azules en el aire que indicaba su presencia. Y luego estaba Bridget, visible algunos
momentos entre los cuerpos en movimiento de las criaturas mecánicas; su arma era un borrón difuso y
el cabello rojo semejaba una bandera flamígera. Y a sus pies…
Cecily comenzó a abrirse paso entre los autómatas hacia sus amigos. A mitad de camino tiró la daga y
cogió una hacha de largo mango que uno de los androides había dejado caer. Le sorprendió lo ligera
que resultaba en su mano, e hizo un ruido muy satisfactorio cuando la clavó en el pecho de un demonio
mecánico que trataba de cogerla, y lo enviaba hacia atrás dando vueltas.
Y entonces se encontró saltando sobre una fila de autómatas caídos apilados, la mayoría de los cuales
estaban despedazados, con las extremidades esparcidas; sin duda ése era el origen de la mano que la
había agarrado por el tobillo. Al final de la fila se hallaba Bridget, yendo de un lado a otro mientras
contenía la marea de monstruos que amenazaba con avanzar sobre Charlotte y Henry. Bridget sólo
lanzó una rápida mirada a Cecily mientras ésta pasaba rápidamente a su lado y se arrodilló junto a la
directora del Instituto.
—Charlotte —susurró Cecily.
Ésta alzó la mirada. Tenía el rostro pálido de la impresión, las pupilas tan abiertas que parecían haberse
tragado toda la luz de sus ojos castaños. Sentada tras él, rodeaba con los brazos a Henry, cuya cabeza
colgaba hacia atrás sobre su frágil hombro, y se cogía las manos sobre el pecho de él. Henry parecía
totalmente desmadejado.
—Charlotte —repitió la chica—. No podemos ganar. Debemos retirarnos.
—¡No puedo mover a Henry!
—Charlotte… él ya no necesita nuestra ayuda.
—No, no es cierto —replicó la mujer enloquecida—. Aún le noto el pulso.
Cecily le tendió la mano.
—Charlotte…
—¡No estoy loca! ¡Está vivo! ¡Está vivo y no voy a dejarle solo!
—Charlotte, el bebé —le recordó Cecily—. Henry quería que os salvarais los dos.
Algo parpadeó en los ojos de Charlotte; cogió a Henry con más fuerza.
—Sin él no podemos marcharnos —aseguró—. No podemos crear el Portal. Estamos atrapados en esta
montaña.
Cecily soltó un gritito ahogado. No había pensado en eso. El corazón le lanzó un duro mensaje a las
venas: «Vamos a morir. Todos vamos a morir». ¿Por qué había escogido eso? Dios, ¿qué había hecho?
Alzó la cabeza, vio un destello de azul y negro con el rabillo del ojo… ¿Will? El azul le recordó a algo,
las chispas que se alzaban por encima del humo…
—Bridget —llamó—. Trae a Magnus.
La doncella negó con la cabeza.
—Si les dejo, estarán muertos en cinco minutos —contestó. Y como si fuera para demostrar lo que
decía, dio un tajo a un autómata como si estuviera cortando leña. La criatura cayó hacia ambos lados,
cortado por la mitad en dos partes iguales.
—No lo entiendes —insistió Cecily—. Necesitamos a Magnus.
—Aquí estoy. —Y ahí estaba; apareció sobre Cecily tan de repente y de una forma tan silenciosa que
ella tuvo que contener un grito. Tenía un largo corte en el cuello, poco profundo, pero sangrante. Al
parecer, la sangre de los brujos era tan roja como la de los humanos. Magnus miró a Henry, y una
tristeza terrible e inconmensurable le cruzó el rostro. Era la expresión de un hombre que había visto
morir a cientos, que había perdido, y perdido, y perdido, y se enfrentaba a una nueva pérdida.
—Dios —susurró—. Era un buen hombre.
—No —intervino Charlotte—. Te digo que le noto el pulso; no hables de él como si ya no estuviera…
El brujo se puso de rodillas y tendió la mano para tocarle los párpados a Henry. Cecily se preguntó si
pensaría decir «Ave atque vale», la despedida requerida para los cazadores de sombras, pero en vez de
eso echó la mano hacia atrás y entrecerró los ojos. En un momento, sus dedos estaban sobre el cuello
del hombre. Masculló algo en un idioma que Cecily no entendió, luego se acercó más y alzó la mano
para sujetarle el mentón.
—Despacio —dijo, como para sí mismo—, despacio, pero su corazón está latiendo.
Charlotte soltó un desgarrado aliento.
—Te lo he dicho.
Magnus la miró un momento.
—Es cierto. Perdona por no escucharte. —De nuevo miró a Henry—. Ahora, todos callados. —Alzó la
mano que no tenía en el cuello de éste y chasqueó los dedos. Al instante, el aire que los rodeaba pareció
espesarse y envolverlos como cristal viejo. Una cúpula sólida apareció sobre ellos, y encerró a Henry, a
Charlotte, a Cecily y a Magnus en una brillante burbuja de silencio. A través de ella, Cecily aún podía
ver la sala que los rodeaba, los autómatas combatiendo, Bridget causando destrozos a derecha e
izquierda con su espada manchada de negro. Dentro, todo era silencio.
Lanzó una rápida mirada a Magnus.
—Ha creado una pared protectora.
—Sí —respondió éste, con la atención fija en Henry—. Muy bien.
—¿No podría hacer una alrededor de todos y dejarnos dentro? ¿Dejarnos protegidos?
El brujo negó con la cabeza.
La magia requiere energía, pequeña. Podría mantener una protección así sólo un momento, y cuando
cayera, ellos se abalanzarían sobre nosotros. —Se inclinó al frente murmurando algo, y una chispa azul
saltó de sus dedos a la piel del inventor. El pálido fuego azul pareció hundirse en ella, y envió una
especie de fuego por las venas de éste, como si Magnus hubiera acercado una cerilla al extremo de un
reguero de pólvora; rastros de fuego le ardieron por los brazos y le recorrieron el cuello y el rostro.
Charlotte, que lo sujetaba, ahogó un grito mientras el cuerpo de su marido sufría un espasmo y la
cabeza se le iba hacia adelante.
Henry abrió los ojos. Estaban tintados con el mismo fuego azul que ardía por sus venas.
—Yo… —Su voz era áspera—. ¿Qué ha pasado?
Charlotte rompió a llorar.
—¡Henry! ¡Oh, mi querido Henry! —Le agarró con fuerza y le besó con frenesí, y él le hundió los
dedos en el cabello y la sujetó así. Tanto Magnus como Cecily apartaron la mirada.
Cuando finalmente Charlotte soltó a su esposo, aún acariciándole el cabello y murmurando, él trató de
sentarse, pero se cayó hacia atrás. Sus ojos buscaron los de Magnus. Éste apartó la mirada, bajó los
párpados con agotamiento y algo más, algo que hizo que a Cecily se le encogiera el corazón.
—Henry —preguntó Charlotte, un poco asustada—. ¿Te duele mucho? ¿Puedes ponerte en pie?
—Casi no me duele —contestó él—. Pero no puedo ponerme en pie. No me noto las piernas en
absoluto.
Magnus seguía con la cabeza gacha.
—Lo siento —se disculpó—. Hay algunas cosas que la magia no puede hacer, algunas heridas que no
puede tocar.
La expresión del rostro de Charlotte era penosa de ver.
—Henry…
—Aún puedo crear el Portal —la interrumpió éste. Un hilillo de sangre le manaba por la comisura de la
boca; se la limpió con la manga—. Podemos escapar de aquí. Debemos retirarnos. —Trató de volverse,
de mirar alrededor e hizo una mueca de dolor, palideciendo—. ¿Qué está pasando?
—Nos superan mucho en número —explicó Cecily—. Todos están luchando por su vida…
—¿Por su vida, no para ganar? —preguntó Henry.
Magnus negó con la cabeza.
—No podemos ganar. No hay ninguna esperanza. Hay demasiados.
—¿Y Tessa y Will?
—Will la ha encontrado —respondió Cecily—. Están aquí en esta sala.
Henry cerró los ojos y respiró profundamente; luego los abrió. El tono azul había comenzado a
desvanecerse.
—Entonces, debemos crear el Portal. Pero primero debemos advertir a todos; separarnos de los
autómatas para que no sean absorbidos también y acabemos todos en el Instituto. Lo último que
queremos es a esos Artefactos Infernales corriendo por Londres. —Miró al brujo—. Mete la mano en el
bolsillo de mi abrigo.
Mientras éste lo hacía, Cecily vio que la mano le temblaba ligeramente. Era evidente que el esfuerzo de
mantener la barrera de protección alrededor de ellos estaba comenzando a pasarle factura.
Finalmente sacó la mano del bolsillo de Henry. En ella tenía una pequeña caja plateada sin ningún
gozne ni mecanismo de apertura visible.
Éste habló con esfuerzo.
—Cecily… cógela, por favor. Cógela y tírala. Tan lejos y fuerte como puedas.
Magnus le pasó la caja a Cecily con dedos temblorosos, quien la notó caliente en la mano, aunque no
hubiera podido decir si era por algún calor que manaba del interior o simplemente el resultado de haber
estado en el bolsillo de Henry.
Miró a Magnus; éste tenía el rostro macilento.
—Voy a bajar la barrera —anunció éste—. Tírala, Cecily.
Magnus alzó la mano. Saltaron chispas; la pared titiló y desapareció. La chica echó el brazo hacia atrás
y lanzó la caja.
Durante un instante no ocurrió nada. Luego hubo una implosión apagada, como si el sonido fuera
engullido, como si todo en la sala estuviera siendo engullido por un enorme desagüe. Cecily notó un
pequeño estallido en los oídos, y se dejó caer al suelo con las manos apretadas contra las orejas.
Magnus también estaba de rodillas, y el pequeño grupo se apiñó mientras lo que parecía ser un fuerte
viento barría la sala.
El viento rugió, y a su sonido se le unió el ruido del metal crujiendo y rajándose mientras las criaturas
mecánicas comenzaron a tambalearse y a caer. Cecily vio como Gabriel se apartaba mientras un
autómata caía a sus pies y empezaba a sacudirse convulsivamente, con las extremidades de hierro
agitándose en todas direcciones como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Luego sus ojos
fueron a Will y al Hermano Silencioso que luchaba a su lado, cuya capucha había caído hacia atrás.
Incluso en medio de todo lo que estaba ocurriendo, Cecily sintió una fuerte impresión. El hermano
Zachariah era… Jem. Había sabido, todos habían sabido, que Jem se había ido a la Ciudad Silenciosa
para convertirse en un Hermano Silencioso o morir en el intento, pero que estuviera ahí con ellos,
luchando junto a Will como solía hacer, que tuviera la fuerza necesaria…
Se oyó un estruendo cuando un monstruo de relojería se desplomó entre Will y Jem, obligándolos a
saltar uno hacia cada lado. El aire olía como antes de una tormenta.
—Henry… —El viento había bailar el cabello de Charlotte por delante de su rostro.
Éste tenía una tensa expresión de dolor.
—Es una… especie de Pyxis. Se supone que separa las almas demoníacas de sus cuerpos. Antes de
morir. No he tenido tiempo de… perfeccionarla. Pero me ha parecido que valía la pena intentarlo.
Magnus se puso en pie con dificultad. Su voz se alzó sobre el sonido del metal retorciéndose y los
gritos de los demonios.
—¡Venid aquí! ¡Todos! ¡Agrupaos, cazadores de sombras!
Bridget mantuvo su posición, aún luchaba contra dos autómatas, cuyos movimientos se habían vuelto
sincopados e irregulares, pero los otros comenzaron a correr hacia ellos: Will, Jem, Gabriel… excepto
Tessa. ¿Dónde estaba Tessa? Cecily vio que Will se daba cuenta de la ausencia de la muchacha al
mismo tiempo que ella; se volvió, con la mano sobre el brazo de Jem, y recorrió la sala con los ojos.
Cecily le vio formar la palabra «Tessa» con los labios, aunque no podía oír nada por encima del
creciente estruendo del viento, las sacudidas del metal…
—¡Basta!
Un rayo de luz plateada descendió, como una centella bifurcada, desde lo alto de la cúpula, y estalló en
la sala como las chispas de un cohete de artificio. El viento se calmó y acabó por desaparecer, dejando
la sala en un resonante silencio.
Cecily alzó la mirada. En la galería a medio camino de la cúpula se hallaba un hombre en un traje
oscuro de corte impecable, un hombre que reconoció al instante.
Mortmain.
—¡Basta!
La voz resonó en toda la caverna, e hizo estremecer a Tessa. Mortmain. Conocía su forma de hablar, su
voz, aunque no pudiera ver nada más allá del pilar de piedra que ocultaba el recoveco hasta donde
Amaros la había arrastrado. El demonio autómata la había estado sujetando firmemente, incluso cuando
una apagada explosión había hecho estremecer el lugar, seguida de un feroz viento que había soplado
más allá de donde ellos se encontraban, pasándolo por alto.
Se había hecho el silencio, y Tessa deseó desesperadamente soltarse de los brazos de metal que la
retenían, correr hasta la sala y ver si alguno de sus amigos, a los que quería, había resultado herido, o
muerto. Pero luchar con él era como luchar contra una pared. De todas formas le dio varias patadas
mientras la voz de Mortmain resonaba de nuevo en la estancia.
—¿Dónde está la señorita Gray? Traédmela.
Armaros hizo un ruido sordo y comenzó a moverse. Alzó a Tessa por los brazos y la sacó del recoveco
hacia la sala principal.
Era una escena caótica. Los autómatas estaban inmóviles, mirando a su señor. Muchos estaban hechos
pedazos o tirados por el suelo, resbaladizo por una mezcla de sangre y aceite.
En el centro de la sala, en un círculo, se hallaban los cazadores de sombras y sus compañeros. Cyril
estaba arrodillado, con un ensangrentado vendaje en la pierna. Cerca de él se hallaba Henry, medio
sentado, medio tumbado en brazos de Charlotte. Estaba pálido, muy pálido… Tessa encontró la mirada
de Will cuando éste levantó la cabeza y la vio. Una expresión de desaliento le cruzó el rostro, y
comenzó a ir hacia ella. Jem le cogió por la manga. Él también miraba a Tessa, con ojos desorbitados,
oscuros y cargados de horror.
Ella apartó la mirada de ambos, y la dirigió hacia Mortmain. Éste se hallaba en el balcón de la galería
sobre ellos, como un predicador en su púlpito, y sonrió desagradablemente.
—Señorita Gray —dijo—. Muy amable por su parte el unirse a nosotros.
Tessa escupió y notó sangre en la boca, que le bajaba del arañazo que el autómata le había hecho en la
mejilla.
Mortmain alzó las cejas.
—Déjala en el suelo —ordenó a Armaros—. Ponle las manos en los hombros.
El demonio obedeció con una grave risita. En cuanto las botas de la chica tocaron el suelo, se irguió,
alzó la barbilla y miró con odio al Magíster.
—Da mala suerte ver a la novia antes del día de la boda —le advirtió.
—Sin duda —replicó Mortmain—. Pero ¿mala suerte para quién?
Ella no miró alrededor. Ver tantos autómatas y el heterogéneo grupo de cazadores de sombras, que era
todo lo que se oponía a ellos, resultaba demasiado doloroso.
—Los nefilim ya han penetrado en su fortaleza —anunció Tessa—. Habrá otros tras ellos. Superarán a
sus autómatas y los destruirán. Ríndase y quizá pueda salvar la vida.
Mortmain echó la cabeza atrás y rió.
—Muy valiente, señorita —reconoció—. Está rodeada de derrota y exige mi rendición.
—No estamos derrotados… —empezó Will, y el hombre siseó con los dientes apretados, muy audible
en la resonante sala. Al unísono, todos los autómatas de la sala volvieron la cabeza hacia Will; una
sincronía aterradora.
—Ni una palabra, nefilim —ordenó Mortmain—. La próxima vez que hables será la última que
respires.
—Déjelos marchar —le pidió Tessa—. Esto no tiene nada que ver con ellos. Déjelos marchar y quédese
conmigo.
—Negocia sin nada en las manos —repuso Mortmain—. Se equivoca si cree que los otros cazadores de
sombras vendrán a ayudarlos. En este mismo momento, una parte importante de mi ejército está
haciendo trizas su Consejo. —Tessa oyó el grito ahogado de Charlotte, un ruido corto y apagado—.
Muy inteligente por parte de los nefilim reunirse en un sitio, para que yo pueda borrarlos del mapa de
una sola tacada.
—Por favor —insistió Tessa—. Aparte su mano de ellos. Sus quejas contra los nefilim son justas. Pero
si todos están muertos, ¿quién aprenderá de esta venganza? ¿Quién podrá expiar esa culpa? Si no queda
nadie para aprender del pasado, entonces no hay nadie que pueda traspasar sus lecciones. Déjeles vivir.
Déjeles llevar lo que usted les ha enseñado hacia el futuro. Pueden ser su legado.
Él asintió pensativo, como si estuviera considerando sus palabras.
—Les perdonaré la vida; los mantendré aquí, como nuestros prisioneros. Su cautiverio hará que usted
esté complacida y le hará ser obediente —su voz se endureció—, porque usted los ama, y si alguna vez
trata de escapar, los mataré a todos. —Calló un momento—. ¿Qué me dice, señorita Gray? He sido
generoso y ahora me debe un agradecimiento.
Lo único que Tessa oía en la gran sala era el crujir de los autómatas y su propia sangre latiéndole en los
oídos. En ese momento se dio cuenta de lo que la señora Negro había querido decirle en el carruaje. «Y
cuanto mejor los conozcas, cuanto más los aprecies, más efectiva serás como arma para aniquilarlos».
Tessa se había convertido en uno de los cazadores de sombras, aunque no fuera del todo como ellos. Le
importaban y los quería, y Mortmain iba a servirse de esa preocupación y ese cariño para forzarle la
mano. Al salvar a los que amaba, los condenaría a todos. Y, sin embargo, condenar a Will y Jem, a
Charlotte y a Henry, a Cecily y a los demás a la muerte era impensable.
—Sí. —Oyó a Jem, ¿o era Will?, hacer un ruido ahogado—. Sí. Acepto ese trato. —Alzó la mirada—.
Dígale al demonio que me suelte, e iré con usted.
Vio que Mortmain entrecerraba los ojos.
—No —contestó ése—. Armaros, tráemela.
El demonio le apretó las manos en los brazos. Tessa se mordió el labio por el dolor. Como por simpatía,
el ángel mecánico de su cuello se movió.
«Pocos pueden decir que tienen un ángel que los guarda sólo a ellos. Tú sí».
La mano se le fue al cuello. Él ángel parecía latir bajo sus dedos, como si respirara, como si estuviera
tratando de comunicarle algo. Apretó más la mano sobre él, las puntas de las alas rasgándole la palma.
Pensó en su sueño.
«¿Es éste tu aspecto?
»Aquí sólo ves una fracción de lo que soy. En mi auténtica forma, soy la gloria mortal».
Armaros cerró las manos sobre los brazos de Tessa.
«Tu ángel mecánico contiene un poco del espíritu de un ángel», le había dicho Mortmain. Pensó en la
marca como una estrella blanca que el ángel mecánico le había dejado en el hombro a Will. Pensó en el
hermoso rostro del ángel, suave e impasible, las frías manos que la habían sujetado cuando había caído
desde el carruaje de la señora Negro a las revueltas aguas del fondo del barranco.
El demonio comenzó a alzarla.
Tessa pensó en su sueño.
Respiró hondo. No sabía si lo que estaba a punto de hacer era posible o pura locura. Mientras Armaros
la levantaba con las manos, ella cerró los ojos y buscó con la mente, buscó en el interior del ángel
mecánico. Durante un momento dio tumbos por un espacio negro, y luego por un limbo gris, tratando
de encontrar aquella luz, aquella chispa del espíritu, aquella vida…
Y ahí estaba, una repentina llamarada, una hoguera, más brillante que cualquier chispa que hubiera
visto antes. Fue a por ella, se envolvió en ella, espirales de fuego blanco que le abrasaban la piel. Gritó
en alto…
Y Cambió.
Un fuego blanco le recorrió las venas. Comenzó a crecer, su traje se rasgó y cayó en pedazos; la luz
brillante la rodeaba. Era fuego. Era una estrella errante. Los brazos de Armaros se le separaron del
cuerpo; en silencio, se derritió y se disolvió, abrasado por el fuego celestial que ardía en Tessa.
Estaba volando, volando hacia arriba. No, se estaba alzando, creciendo. Los huesos se le estiraron,
como un entramado que se extendiera hacia afuera y hacia arriba mientras crecía de un modo
imposible. La piel se le había vuelto de oro, y se estiró y rompió mientras ella seguía creciendo como la
mata de judías del viejo cuento, y donde se le rasgaba la piel, icor dorado manaba de la herida. Rizos
como virutas de metal calentado al blanco le brotaron de la cabeza, y le rodearon el rostro. Y de la
espalda le surgieron alas, unas alas enormes, mayores que las de cualquier pájaro.
Supuso que debería estar aterrorizada. Miró hacia abajo y vio a los cazadores de sombras mirándola
boquiabiertos. Toda la sala estaba cubierta de una luz cegadora, una luz que manaba de ella. Se había
convertido en Ithuriel. El fuego divino de los ángeles ardía en ella, abrasándole los huesos, quemándole
los ojos. Pero sólo sentía una calma férrea.
Había alcanzado los seis metros. Estaba a la altura de Mortmain, que se había quedado paralizado de
terror, aferrando la baranda del balcón. El ángel mecánico, después de todo, había sido el regalo que él
le había hecho a la madre de Tessa. Nunca debía de haberse imaginado que se podría emplear así.
—No es posible —rugió con voz ronca—. No es posible…
—Has encerrado a un ángel del Cielo —dijo Tessa, aunque no era su voz la que hablaba sino la de
Ithuriel a través de ella. La voz resonó por todo su cuerpo como un gong. De un modo distante, se
preguntó si le latiría el corazón; ¿los ángeles tenían corazón? ¿La mataría eso? Si lo hacía, habría
valido la pena—. Has tratado de crear vida. La vida es sólo competencia del Cielo. Y al Cielo no le
gustan los usurpadores.
Mortmain se volvió para salir corriendo. Pero era lento, lento como todos los humanos. Tessa tendió la
mano, la mano de Ithuriel, y la cerró rodeándolo mientras corría, alzándolo del suelo. El hombre gritó
cuando la mano del ángel le quemó. Comenzó a retorcerse, quemándose, y Tessa hizo más fuerza,
aplastándole el cuerpo hasta dejar una masa de sangre escarlata y huesos blancos.
Tessa abrió la mano. El cuerpo aplastado de Mortmain cayó y se estrelló contra el suelo entre sus
propios autómatas. Se notó una sacudida, un gran grito quebrado de metal, como de un edificio al
derrumbarse, y los autómatas comenzaron a caer, uno a uno, al suelo, inertes al no tener al Magíster
que los animara. Un jardín de flores metálicas, marchitándose y muriendo una a una. Y los cazadores
de sombras en medio de todos ellos, mirándose maravillados.
Y entonces, Tessa se dio cuenta de que aún tenía un corazón, porque le saltó de alegría al verlos vivos y
a salvo. No obstante, cuando tendió hacia ellos sus manos doradas, una manchada de rojo, la sangre de
Mortmain mezclada con el icor dorado de Ithuriel, ellos se apartaron de la llamarada de luz que la
rodeaba.
«No, no —quiso decir—, nunca os haría daño». Pero las palabras no salían. No podía hablar; el ardor
era demasiado intenso. Trató de encontrar el camino hacia sí misma, de Cambiar de nuevo a Tessa, pero
estaba perdida en el resplandor del fuego, como si hubiera caído en el corazón del sol. Una agonía de
llamas explotó en ella, y notó que comenzaba a caer mientras el ángel mecánico se tornaba un lazo al
rojo vivo en el cuello.
«Por favor», pensó, pero todo era fuego y ardor, y cayó, inconsciente, hacia la luz.
StephRG14
StephRG14


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la princesa y el sapo - Cazadores de sombras - Página 9 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Miér 10 Jun 2015, 4:37 pm

Capitulo 22
Trueno en la trompeta


Porque mientras el trueno en la trompeta esté, el alma se dividirá del cuerpo, pero no nosotros uno de otro.
ALGERNON CHARLES SWINBURNE, «Laus Veneris»




Criaturas mecánicas desgarraban a Tessa desde nieblas oscuras. Por la venas le corría fuego, y cuando
se miró, se vio la piel resquebrajada y ampollada, con icor dorado cayéndole a raudales por los brazos.
Vio los infinitos campos del Cielo, vio el firmamento constantemente en llamas con un fuego que
habría cegado a cualquier humano. Vio nubes de plata con bordes como cuchillas, y sintió el frío vacío
que se encerraba en los corazones de los ángeles.
—Tessa. —Era Will; habría reconocido su voz en cualquier parte—. Tessa, despierta, despierta. Tessa,
por favor.
Ella notaba el dolor en su voz y quería tocarle, pero cuando alzó los brazos, las llamas crecieron y le
requemaron los dedos. Las manos se le redujeron a cenizas y un viento caliente se las llevó.
Tessa se debatía en el lecho en medio de un delirio de fiebre y pesadillas. Las sábanas, enrolladas en
torno a su cuerpo, estaban empapadas de sudor, el cabello pegado a las sienes. Su piel, siempre pálida,
era casi traslúcida, y mostraba las venas bajo la piel, la forma de los huesos. El ángel mecánico seguía
en su cuello; de vez en cuando lo agarraba, y entonces gritaba con una voz perdida, como si tocarlo le
doliera.
—Está sufriendo mucho. —Charlotte hundió una toalla en agua fría y luego se la puso a Tessa en la
ardiente frente. La chica emitió un suave ruido de protesta ante el roce, pero no apartó la mano de
Charlotte. A ésta le habría gustado pensar que era porque las toallas frías la estaban ayudando, pero
sabía que lo más probable era que Tessa estuviera simplemente demasiado cansada—. ¿Podemos hacer
algo más?
El fuego del ángel está abandonando su cuerpo, dijo el hermano Enoch, junto a Charlotte, con su
inquietante susurro omnidireccional. Tardará el tiempo que tarde. Estará libre de dolor cuando lo esté.
—Pero ¿vivirá?
Ha sobrevivido hasta ahora. El Hermano Silencioso sonaba trágico. El fuego debería haberla matado.
Habría matado a cualquier humano normal. Pero ella es parte cazadora de sombras y parte demonio,
y estaba protegida por el ángel, cuyo fuego encendió. La protegió incluso en esos últimos momentos
mientras él mismo ardía en llamas y quemaba su propia forma corpórea.
Charlotte no pudo evitar recordar la sala circular bajo Cadair Idris. Tessa avanzando y transformándose
en llamas, ardiendo como una columna de fuego, su cabello convirtiéndose en zarcillos de chispas, la
luz cegadora y terrible. Agachada en el suelo junto al cuerpo de Henry, Charlotte se había preguntado
cómo era que los ángeles podían arder así y vivir.
Cuando el ángel había dejado a Tessa, ella se había desplomado; la ropa le colgaba en jirones y tenía la
piel cubierta de marcas como si se hubiera quemado. Varios cazadores de sombras habían corrido hacia
ella entre los desmadejados autómatas, aunque para Charlotte había sido como algo desenfocado;
escenas vistas a través de la temblorosa lente de su miedo por Henry. Will cogió a Tessa en brazos; la
fortaleza del Magíster comenzó a abatirse por sí sola tras ellos; las puertas se cerraban mientras ellos
corrían por los pasillos; el fuego azul de Magnus les iluminaba el camino de la huida. La creación del
segundo Portal. Más Hermanos Silenciosos los esperaban en el Instituto, manos marcadas y rostros
marcados; excluyeron incluso a Charlotte cuando se encerraron con Henry y Tessa. Will habló a Jem,
con expresión de dolor. Había querido tocar a su parabatai.
—James —le había dicho—. Puedes averiguar… qué le están haciendo a Tess… si vivirá…
Pero el hermano Enoch se había interpuesto entre ellos.
Su nombre no es James Carstairs, había dicho. Ahora es Zachariah.
La mirada de Will, la forma en que había bajado la mano.
—Déjale hablar por sí mismo.
Pero Jem se había dado la vuelta, y se había alejado de todos ellos, saliendo del Instituto; Will había
contemplado cómo se marchaba con incredulidad, y Charlotte había recordado la primera vez que se
habían visto: «¿De verdad te estás muriendo? Lo siento».
Había sido Will, aún con expresión perpleja e incrédula, el que les había explicado a todos, con voz
entrecortada, la historia de Tessa: la función del ángel mecánico, la historia de los desafortunados
Starkweather y el modo poco ortodoxo de su concepción. Aloysius había tenido razón, pensó la
directora. Tessa era su bisnieta. Una descendiente a la que nunca conocería, porque lo habían matado en
la masacre del Consejo.
Charlotte no pudo evitar imaginarse cómo debía de haber sido cuando las puertas de la sala del Consejo
se abrieron y los autómatas entraron. Los miembros del Consejo no tenían por qué ir desarmados, pero
no estaban preparados para luchar. Y la mayoría de los cazadores de sombras nunca se habían
enfrentado a un autómata. Incluso imaginar la masacre le helaba la sangre. Estaba superada por la
enormidad de la pérdida en el mundo de los cazadores de sombras, aunque habría sido mucho mayor si
Tessa no se hubiera sacrificado como lo había hecho. Todos los autómatas habían caído al morir
Mortmain, incluso los que estaban en la sala del Consejo, y la mayoría de los cazadores de sombras
habían sobrevivido, aunque había habido muchas víctimas, incluido el Cónsul.
—Parte demonio y parte cazadora de sombras —murmuró Charlotte en ese momento—. ¿En qué la
convierte eso?
La sangre nefilim es dominante. Un nuevo tipo de cazadora de sombras. Nuevo no siempre es malo,
Charlotte.
Era debido a la sangre de nefilim que habían ido tan lejos como para probar las runas curativas con
Tessa, pero éstas simplemente se le hundían en la piel y desaparecían, como letras en el agua. Charlotte
tocó la clavícula de la chica, donde le habían dibujado la runa. La piel estaba caliente al tacto.
—Su ángel mecánico —observó Charlotte—. Ha dejado de sonar.
La presencia del ángel la ha abandonado. Ithuriel está libre, y Tessa sin protección, aunque con la
muerte del Magíster, y como ella es nefilim, seguramente estará a salvo. Mientras no trate de
transformarse en ángel por segunda vez. Eso seguramente la mataría.
—Hay otros peligros.
Todos debemos enfrentarnos a peligros, declaró el hermano Enoch. Era la misma voz fría y tranquila
con la que le había dicho que Henry se salvaría, pero no volvería a caminar.
En la cama, Tessa se removió y gritó con voz seca. Durmiendo, desde la batalla, había dicho nombres.
Había llamado a Nate, a su tía y a Charlotte.
—Jem —susurró en aquel momento mientras se aferraba a la colcha.
Charlotte le dio la espalda a Enoch, cogió la toalla de nuevo y se la puso a Tessa en la frente. Sabía que
no debía preguntar y, sin embargo…
—¿Cómo está? ¿Nuestro Jem? ¿Se está… adaptando a la Hermandad?
Notó el reproche de Enoch.
Sabes que no puedo decírtelo. Ya no es Jem. Ahora es el hermano Zachariah. Debes olvidarle.
—¿Olvidarle? No puedo olvidarle —replicó Charlotte—. No es como tus otros Hermanos, Enoch; ya lo
sabes.
Los rituales que convierten en Hermano Silencioso son nuestro mayor secreto.
—No te estoy pidiendo conocer vuestros rituales —replicó ella de nuevo—. No obstante, sé que la
mayoría de los Hermanos Silenciosos cortan todos sus lazos con sus vidas mortales antes de entrar en
la Hermandad. Pero Jem no pudo hacerlo. Aún tiene lo que le ata a este mundo. —Miró a Tessa, que
movía los párpados mientras respiraba trabajosamente—. Es un cordón que ata el uno al otro, y a no ser
que se disuelva de forma adecuada, me temo que puede dañar a los dos.
—«Ella llega, mi corazón, mi amor;
Si fuera un paso tan ligero,
Mi corazón la oiría y latiría.
Fuera tierra en un lecho terrenal;
Mi polvo la oiría y latiría;
Llevara yo muerto cien años;
Me despertaría y temblaría bajo sus pies,
Y florecería en lila y rojo».
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Henry, irritado, mientras se subía las mangas manchadas de tinta
de la bata—. ¿No puedes leer algo menos deprimente? Algo con una buena batalla.
—Es Tennyson —repuso Will, mientras bajaba los pies de la otomana que se hallaba junto al fuego. Se
hallaban en el salón; la silla de Henry cerca del fuego y un bloc de dibujo en el regazo. Aún estaba
pálido, como lo había estado desde la batalla de Cadair Idris, aunque estaba comenzando a recuperar el
color—. Mejorará tu mente.
Antes de que el inventor pudiera responder, se abrió la puerta y entró su mujer con aspecto cansado; las
mangas bordeadas de encaje de su vestido estaban mojadas. Al instante, Will dejó el libro, y Henry alzó
la mirada, desde su bloc de dibujo, interrogante.
Charlotte miró a uno y luego a otro, y se fijó en el libro de la mesilla junto al servicio de té de plata.
—¿Has estado leyendo a Henry, Will?
—Sí, algo horrible, lleno de poesía. —Su marido tenía un lápiz en una mano y papeles por toda la
mantita que tenía sobre las rodillas.
Había recibido con su fortaleza habitual la noticia de que ni siquiera los Hermanos Silenciosos podían
conseguir que volviera a andar. Y tenía la convicción de que debía construirse él mismo una silla, como
una especie de silla de ruedas pero mejor, con ruedas autopropulsadas y todo tipo de complementos.
Estaba decidido a poder bajar y subir escaleras, para poder llegar a sus inventos de la cripta. Llevaba
haciendo borradores de diseños para la silla toda la hora que Will le había estado leyendo «Maud», pero
lo cierto era que a Henry la poesía nunca le había interesado.
—Bueno, se te releva de tus obligaciones, Will, y Henry, a ti se te releva de soportar más poesía —dijo
Charlotte—. Si quieres, cariño, te puedo ayudar a reunir tus notas… —Se puso detrás de la silla de su
esposo y se inclinó sobre sus hombros para ayudarle a recoger los desperdigados papeles en una
ordenada pila. Él le cogió la muñeca mientras lo hacía, y la miró; una mirada de tanta confianza y
adoración que al chico le hizo sentir como si minúsculos puñales le cortaran la piel.
No era que envidiase la felicidad de Charlotte y Henry, nada más lejos. Pero no podía evitar pensar en
Tessa. En las esperanzas que había abrigado en un tiempo y luego había tenido que reprimir. Se
preguntó si ella le habría mirado así alguna vez. No lo creía. Él se había esforzado tanto por destruir la
confianza que le tenía, y aunque lo único que quería era tener una auténtica oportunidad de volver a
ganársela, no podía sino temer que…
Apartó esos tristes pensamientos y se puso en pie, a punto de decir que se dirigía a ver a Tessa. Pero
antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta y entró Sophie, inexplicablemente nerviosa. Un
momento después, sus nervios quedaron justificados cuando el Inquisidor la siguió entrando en la sala.
Will, acostumbrado a verlo con sus túnicas ceremoniales en las reuniones del Consejo, casi no
reconoció al hombre de aspecto serio vestido con un abrigo de calle gris y pantalones oscuros. Tenía
una lívida cicatriz en la mejilla que no había estado ahí antes.
—Inquisidor Whitelaw —exclamó Charlotte incorporándose, y se puso seria al instante—. ¿A qué
debemos el honor de tu visita?
—Charlotte —comenzó el Inquisidor, y le tendió la mano. En ella llevaba una carta, cerrada con el
sello del Consejo—. Te he traído un mensaje.
Ella lo miró perpleja.
—¿Y no podías haberlo enviado simplemente por correo?
—Esta carta es de gran importancia. Es imperativo que la leas al instante.
Lentamente, la mujer la cogió. Tiró del sobre, luego frunció el cejo y fue al escritorio para coger el
abridor de cartas. Will aprovechó la oportunidad para observar al Inquisidor disimuladamente. Éste
miraba a Charlotte con un ceño en la frente y no hacía ningún caso a Will, que no pudo evitar
preguntarse si la cicatriz en la mejilla del hombre era un recuerdo de la batalla en el Consejo contra los
autómatas de Mortmain.
Will había estado seguro de que todos iban a morir, juntos, bajo la montaña, hasta que Tessa había
resplandecido con toda la gloria del ángel y había acabado con Mortmain como un rayo al caer sobre
un árbol. Había sido una de las cosas más maravillosas que había visto jamás, pero su estupefacción se
había convertido en terror cuando Tessa se había desplomado después del Cambio, sangrando e
insensible, por mucho que intentaran despertarla. Magnus, al borde del agotamiento total, apenas había
sido capaz de abrir un Portal, con la ayuda de Henry, para volver al Instituto, y después de eso, Will
sólo recordaba una confusión de agotamiento, sangre y temor, más Hermanos Silenciosos convocados
para atender a los heridos y la noticia llegada del Consejo de todos los que habían muerto en la batalla
antes de que los autómatas se desmoronaran con la muerte de Mortmain. Y Tessa… Tessa incapaz de
hablar, sin despertarse, llevada a su habitación por los Hermanos Silenciosos, y a él que no le permitían
estar con ella. Al no ser ni su hermano ni su esposo, sólo pudo quedarse parado y mirar cómo
desaparecía detrás de la puerta, apretando los puños ensangrentados. Nunca en su vida se había sentido
más impotente.
Y cuando había ido a buscar a Jem, para compartir su miedo con la única persona en el mundo que
amaba a Tessa tanto como él, éste ya no estaba; había vuelto a la Ciudad Silenciosa por órdenes de los
Hermanos. Se había ido sin decirle ni una palabra de despedida.
Aunque Cecily había tratado de calmarlo, Will se había enfadado; se había enfadado con Jem, con el
Consejo y con los propios Hermanos, por permitir a su parabatai que se convirtiera en un Hermano
Silencioso, aunque sabía que no estaba siendo justo, que había sido decisión de Jem y la única manera
que éste había tenido de seguir vivo. Y, sin embargo, desde su regreso al Instituto, Will se había sentido
constantemente mareado; era como si hubiera estado en un barco anclado durante años y le hubiera
cortado las amarras para flotar con las mareas, sin tener ni idea de en qué dirección fijar el rumbo. Y
Tessa…
El ruido del papel al rasgarse le sacó de sus pensamientos. Charlotte abrió la carta y la leyó; el color se
esfumó de su rostro. Alzó los ojos y miró al Inquisidor.
—¿Es algún tipo de broma?
El cejo de Whitelaw se hizo más pronunciado.
—No es ninguna broma, te lo aseguro. ¿Tienes una respuesta?
—Lottie —dijo Henry, que miraba a su esposa; incluso los mechones de su cabello rojo radiaban
ansiedad y amor—. Lottie, ¿qué pasa? ¿Algo va mal?
Ella lo miró y luego volvió a clavar los ojos en el Inquisidor.
—No —contestó—. No tengo una respuesta. Aún no.
El Consejo no desea… —comenzó el Inquisidor, y luego pareció fijarse en la presencia de Will—. Si
pudiéramos hablar en privado, Charlotte.
Ésta se cuadró de hombros.
—No voy a hacer salir ni a Will ni a Henry.
Los aludidos se miraron a los ojos. Will sabía que Henry lo miraba inquieto. Después del desacuerdo de
Charlotte con el Cónsul, y la muerte de éste, todos habían esperado en vilo a que el Consejo le
impusiera algún tipo de castigo. No estaban seguros de si iban a mantener el control del Instituto. Will
lo dudó por el temblor en las pequeñas manos de Charlotte y el gesto de la boca.
De repente deseó que Jem o Tessa estuvieran allí; tener alguien con quien poder hablar, alguien a quien
preguntarle qué debía hacer por Charlotte, a quien tanto debía.
—No pasa nada —dijo finalmente mientras se ponía en pie. Quería ir a ver a Tessa, aunque ella no
abriera los ojos ni lo reconociera—. De todas formas ya me iba.
—Will… —protestó la mujer.
—No pasa nada, Charlotte —repitió, y pasó junto al Inquisidor para ir a la puerta.
Ya en el pasillo, se apoyó un momento en la pared para recuperarse. Recordó sus propias palabras…
Dios, parecía que hubieran pasado un millón de años, y ya habían perdido toda su gracia.
«¿El Cónsul? ¿Interrumpiéndonos durante el desayuno? ¿Qué vendrá después? ¿El Inquisidor a tomar
el té?»
Si le quitaban el Instituto a Charlotte…
Si todos perdían su hogar…
Si Tessa…
No pudo acabar la frase. Tessa viviría, debía vivir. Mientras comenzaba a caminar por el pasillo, pensó
en los azules, los verdes y los grises de Gales. Quizá podría regresar allí, con Cecily, si perdían el
Instituto, crearse una vida para ellos en su lugar de origen. No sería una vida de cazadores de sombras,
pero sin Charlotte, sin Henry, sin Jem o Tessa o Sophie o incluso los malditos Lightwood, no quería ser
cazador de sombras. Estaba con su familia, tan importante para él; otra verdad de la que se había dado
cuenta de repente y a la vez demasiado tarde.
—Tessa. Despierta. Por favor, despierta.
La voz de Sophie, atravesando la oscuridad. Tessa luchó por abrir los ojos durante una fracción de
segundo. Vio su dormitorio en el Instituto, los muebles de siempre, las cortinas abiertas, un débil sol
proyectando cuadrados de luz sobre el suelo. Trató de aferrarse a todo eso. Era siempre así, breves
períodos de lucidez entre fiebre y pesadillas, nunca suficiente, nunca bastante tiempo para tender la
mano, para hablar. «Sophie», trató de susurrar, pero las palabras no pasaban por sus resecos labios.
Relámpagos le nublaban la visión, le rompían el mundo. Gritó sin sonido cuando el Instituto se le
rompió en trozos y se alejó de ella hacia la oscuridad.
Fue Cyril el que finalmente le dijo a Gabriel que Cecily estaba en los establos, después de que el
hermano pequeño de los Lightwood se hubiera pasado la mayor parte del día buscándola sin éxito,
aunque esperaba que no hubiera resultado demasiado obvio, por todo el Instituto.
Estaba cayendo el atardecer, y los establos estaban iluminados por la cálida luz amarilla de un farol y
olían a caballo. Cecily se hallaba en el compartimento de Balios, con la cabeza contra el cuello del gran
caballo negro. El cabello, casi del mismo color que la brea, le caía suelto sobre los hombros. Cuando
ella se volvió para mirarlo, Gabriel captó el destello de un rubí alrededor del cuello.
El rostro de la chica se ensombreció de preocupación.
—¿Le ha pasado algo a Will?
—¿Will? —Gabriel se sorprendió.
—He pensado… por su cara… —Suspiró—. Estos últimos días ha estado tan desconsolado. Por si no
fuera poco tener a Tessa enferma y herida, saber lo que sabe de Jem… —Negó con la cabeza—. He
intentado hablar con él, pero no dice nada.
—Confieso que no sé su estado de ánimo —dijo Gabriel—. Si lo desea, puedo…
—No —repuso Cecily en voz baja; tenía los ojos fijos en la lejanía—. Déjelo.
Gabriel avanzó unos pasos. El suave resplandor amarillo del farol que se hallaba a los pies de la chica
le proyectaba un brillo dorado sobre la piel. No llevaba guantes, y sus manos se veían muy blancas
contra la negra piel del caballo.
—Yo… —comenzó él—. Parece que ese caballo le gusta mucho.
En silencio, Gabriel se maldijo. Recordó a su padre diciendo una vez que a las mujeres, el sexo débil,
les gustaba que las cortejaran con palabras encantadoras y frases sucintas. No estaba muy seguro de lo
que era una frase sucinta, pero no dudaba que «parece que ese caballo le gusta mucho» no se contara
entre ellas.
A Cecily pareció importarle. Le dio una distraída palmada al caballo antes de volverse hacia Gabriel.
—Balios salvó la vida a mi hermano.
—¿Te vas a ir? —preguntó Gabriel de golpe.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Qué dice, señor Lightwood?
—No. —Alzó las manos—. No me llames señor Lightwood. Somos cazadores de sombras. Para ti soy
Gabriel.
Las mejillas de Cecily se volvieron de color rosa.
—Gabriel, entonces. ¿Por qué me preguntas si me voy a ir?
—Viniste aquí para llevarte a tu hermano a casa —contestó Gabriel—. Pero resulta evidente que él no
se va a ir, ¿no? Está enamorado de Tessa. Se quedará donde esté ella.
—Quizá ella no se quede aquí —replicó Cecily con una expresión indescifrable.
—Creo que sí. Pero incluso si no lo hace, él irá a donde esté ella. Y Jem… Jem se ha convertido en un
Hermano Silencioso. Aún es nefilim. Si Will espera volver a verlo, y creo que lo hace, se quedará. Los
años le han cambiado, Cecily. Ahora su familia está aquí.
—¿Crees estar diciéndome algo que no he observado ya? El corazón de Will está aquí, no en Yorkshire,
en una casa en la que nunca ha vivido, con unos padres que no ha visto en años.
—Entonces, si él no puede volver a casa… he pensado que quizá tú lo hicieras.
—Para que mis padres no estén solos. Sí. Veo por qué se te ha ocurrido. —Cecily vaciló—.
Naturalmente, sabes que en unos años se esperaría que me casara y que, de todas formas, dejara a mis
padres.
—Pero no para no volver a hablarles nunca. Son exiliados, Cecily. Si te quedas aquí, tendrás que
romper totalmente con ellos.
—Lo dices como si quisieras que volviera a casa.
—Lo digo porque me temo que lo harás. —Las palabras se le escaparon antes de poder atraparlas; lo
único que pudo hacer fue mirarla mientras un rubor le cubría las mejillas.
Cecily dio un paso hacia él. Sus ojos azules, abiertos como platos, lo miraban. Se preguntó cuándo
habían dejado de recordarle a los de Will; eran sólo los ojos de Cecily, de un tono de azul que él sólo
asociaba con ella.
—Cuando vine aquí —explicó ella—, pensaba que los cazadores de sombras eran monstruos. Pensaba
que tenía que rescatar a mi hermano. Pensaba que regresaríamos a casa juntos, y que mis padres
estarían orgullosos de nosotros; que volveríamos a ser una familia. Luego me di cuenta… tú me
ayudaste a darme cuenta…
—¿Yo te ayudé? ¿Cómo?
—Tu padre no te dejó elección —contestó ella—. Él exigía que fueras lo que él quería. Y esa exigencia
separó a tu familia. Pero mi padre… Él escogió dejar los nefilim y casarse con mi madre. Fue su
elección, igual que quedarse con los cazadores de sombras es la de Will. Elegir el amor o la guerra:
ambas elecciones son duras, a su manera. Y no creo que mis padres le reprochen a mi hermano su
elección. Por encima de todo, lo que importa es que sea feliz.
—Pero ¿y tú? —preguntó Gabriel, y en ese momento estaban muy cerca, casi tocándose—. Ahora
tienes que elegir tú, quedarte o regresar.
—Me quedaré —afirmó Cecily—. Elijo la guerra.
Gabriel dejó escapar un suspiro que no sabía que estuviera conteniendo.
—¿Renunciarás a tu hogar?
—¿Una casa llena de corrientes de aire en Yorkshire? —bromeó Cecily—. Esto es Londres.
—¿Y renunciarás a lo que conoces?
—Lo que conozco es aburrido.
—¿Y renunciarás a ver a tus padres? Va contra la Ley…
Ella sonrió, una leve sonrisa.
—Todo el mundo se salta la Ley.
—Cecy —dijo él, y cubrió la mínima distancia que los separaba; de repente ya estaba besándola; sus
manos torpes sobre los hombros de ella, al principio, resbalando sobre el tieso tafetán de su vestido
antes de deslizarle los dedos por la nuca y hundirlos en el suave cabello. Ella se tensó, sorprendida,
antes de relajarse contra él, que separó los labios al notar el dulce sabor de su boca. Cuando ella se
apartó, él se sintió como mareado— ¿Cecy? —dijo él de nuevo con voz ronca.
—Cinco —repuso ella. Tenía los labios y las mejillas ruborizados, pero su mirada era firme.
—¿Cinco? —repitió él sin comprender.
—Mi valoración —dijo, y le sonrió—. Tu habilidad y técnica quizá requieran un poco de trabajo, pero
sin duda hay un talento innato. Lo que requieres es práctica.
—¿Y estás dispuesta a ser mi maestra?
—Me sentiría profundamente insultada si escogieras a otra —contestó ella, y le besó de nuevo.
Cuando Will entró en el dormitorio de Tessa, Sophie estaba sentada junto al lecho, murmurando en voz
baja. Se volvió al oír cerrarse la puerta. Parecía tensa y preocupada.
—¿Cómo está? —preguntó el chico, mientras hundía las manos en los bolsillos. Le dolía ver a Tessa
así, le dolía como si un témpano de hielo se le hubiera alojado entre las costillas y se le clavara en el
corazón. Sophie le había trenzado la larga melena a Tessa para que no se le enredara cuando le daba por
mover la cabeza sobre la almohada. En ese momento, Tessa respiraba con rapidez; el pecho le subía y
bajaba acelerado, los ojos se le movían visiblemente bajo los pálidos párpados… Will se preguntó qué
estaría soñando.
—Igual —contestó Sophie, y se puso en pie con agilidad para cederle el sillón junto a la cama—. Ha
estado llamando de nuevo.
—¿A alguien en concreto? —preguntó Will, y al instante lamentó haberlo hecho. Sin duda, sus motivos
resultarían ridículamente transparentes.
Los ojos color avellana de Sophie se apartaron de él.
—A su hermano —respondió—. Si desea estar unos momentos a solas con la señorita Tessa…
—Sí, por favor, Sophie.
Ella se detuvo junto a la puerta.
—Señorito William —dijo entonces.
Él acababa de sentarse junto a la cama, y la miró.
—Lamento haber pensado y hablado mal de usted durante todos estos años —prosiguió Sophie—.
Entiendo ahora que sólo estaba haciendo lo que todos tratamos de hacer. Lo que podemos.
Will puso las manos sobre la izquierda de Tessa, que tiraba febril de la colcha.
—Gracias —contestó, incapaz de mirar directamente a la doncella; al cabo de un instante oyó cerrarse
la puerta.
Miró a Tessa. En ese momento estaba tranquila, y las pestañas se le movían al respirar. Tenía ojeras de
un azul oscuro, y las venas formaban una delicada filigrana en las sienes y el interior de las muñecas.
Cuando la recordaba resplandeciente de gloria, era imposible creer que fuera frágil; sin embargo, ahí
estaba. Le notaba la mano caliente bajo las suyas, y cuando le rozó la mejilla con el dorso, la piel le
ardía.
—Tess —susurró—. El infierno es frío. ¿Recuerdas cuando me lo dijiste? Estábamos en los sótanos de
la Casa Oscura. Cualquier otra persona habría sentido pánico, pero tú estabas tan tranquila como una
institutriz, diciéndome que el infierno estaba cubierto de hielo. Si lo que te aparta de mí es el fuego del
Cielo, qué cruel ironía sería.
Ella inspiró profundamente, y por un momento, el corazón de Will dio un brinco; ¿le habría oído? Pero
sus ojos permanecieron cerrados.
Él le apretó la mano.
—Vuelve —pidió—. Vuelve conmigo, Tessa. Henry dice que quizá, como has tocado el alma de un
ángel, estés soñando con el Cielo, con campos de ángeles y flores de fuego. Quizá seas feliz en esos
sueños, pero te lo pido por puro egoísmo. Vuelve conmigo. Porque no puedo soportar perder todo mi
corazón.
Ella volvió lentamente la cabeza hacia él, y separó los labios como si estuviera a punto de hablar. Él se
inclinó hacia ella, con el corazón acelerado.
—¿Jem? —dijo ella.
Will se quedó inmóvil, su mano aún envolvía la de ella. Tessa abrió los ojos parpadeando, tan grises
como el cielo antes de la lluvia, tan grises como las colinas de pizarra de Gales. El color de las
lágrimas. Lo miró, con una mirada que iba más allá de él, sin verlo en absoluto.
—Jem —repitió ella—. Jem, lo siento tanto… Todo es culpa mía.
Will se volvió a acercar, no pudo evitarlo. Ella estaba hablando, y de un modo comprensible, por
primera vez en días. Aunque no fuera a él.
—No es tu culpa —la tranquilizó el chico.
Ella le devolvió el apretón ardiendo; cada uno de los dedos pareció quemarle la piel a Will.
—Pero sí lo es —continuó ella—. Es por mí que Mortmain te dejó sin yin fen. Es por mí que todos
estuvisteis en peligro. Se supone que yo te amaba, y lo único que hice fue acortar tu vida.
Will respiró entrecortadamente. El témpano de hielo volvía a estar clavado en su corazón, y se sintió
como si respirara alrededor de él. Y, sin embargo, no eran celos, sino una pena más profunda e intensa
que cualquier otra que hubiera sentido antes. Pensó en Sydney Carton. «Piense de vez en cuando que
hay un hombre que daría su vida para conservar una vida que usted ama junto a usted». Sí, él habría
hecho eso por Tessa; habría muerto para que los que ella necesitaba se quedaran a su lado, y lo mismo
habría hecho Jem por él o por Tessa, y ella, pensó, también por ellos dos. Era un lío casi
incomprensible, ellos tres, pero una cosa era cierta: que no faltaba amor entre ellos.
«Soy lo suficientemente fuerte para eso», se dijo a sí mismo mientras alzaba con cuidado la mano de
Tessa.
—Vivir no es sólo sobrevivir —aseveró—. También hay la felicidad. Conoces a James, Tessa. Sabes
que él habría escogido el amor en vez de los años.
Pero ella sólo movió la cabeza de un lado a otro encima de la almohada.
—¿Dónde estás, Jem? Te busco en la oscuridad, pero no puedo encontrarte. Tú eres mi prometido;
deberíamos estar unidos por lazos que no pudieran romperse. Y, no obstante, cuando estabas muriendo,
yo no estaba allí. No te dije adiós.
—¿Qué oscuridad? Tessa, ¿dónde estás? —Will le apretó la mano—. Dame un modo de encontrarte.
Ella se arqueó en la cama de repente, la mano se le tensó sobre la de Will.
—¡Lo siento! —se lamentó casi sin voz—. Jem… lo siento… te he ofendido, te he ofendido
horriblemente…
—¡Tessa! —Will se puso en pie de golpe, pero la muchacha ya se había desplomado sin fuerzas sobre
el colchón, jadeante.
Will no pudo evitarlo. Gritó llamando a Charlotte como un niño que acabara de despertarse de una
pesadilla, como nunca se había permitido gritar cuando sí era un niño y despertaba en el Instituto, que
aún no conocía, y ansiaba que alguien le consolara, pero sabía que no debía hacerlo.
Charlotte llegó corriendo tras atravesar gran parte del Instituto, como él había sabido siempre que ella
correría si él la llamaba. Llegó, jadeante y asustada; echó una mirada a Tessa en la cama, y a Will
cogiéndole la mano, y él vio cómo el terror abandonaba su rostro, para ser reemplazado por una
inexpresable pena.
—Will…
Éste soltó suavemente la mano de Tessa, y se volvió hacia la puerta.
—Charlotte —dijo—. Nunca te he pedido que emplearas tu cargo como directora del Instituto para
ayudarme…
—Mi cargo no puede ayudar a Tessa.
—Sí puede. Debes traer aquí a Jem.
—No puedo pedir eso —repuso Charlotte—. Jem sólo ha comenzado a servir en la Ciudad Silenciosa.
Los nuevos Iniciados no pueden salir de allí durante el primer año…
—Vino a luchar.
Charlotte se apartó un mechón del rostro. A veces parecía muy joven, como en ese momento, aunque
antes, delante del Inquisidor, en el salón, no.
—Eso lo decidió el hermano Enoch.
El convencimiento hizo que Will se enderezara. Durante muchos años había dudado de su propio
corazón. Ya no.
—Tessa necesita a Jem —afirmó—. Conozco la Ley, sé que no puede venir, pero… los Hermanos
Silenciosos deben cortar todo lo que los ata al mundo mortal antes de unirse a la Hermandad. Ésa
también es la Ley. El vínculo entre Tessa y Jem no ha sido cortado. Entonces ¿cómo va regresar ella al
mundo mortal, si no puede ver a Jem una última vez?
Charlotte guardó silencio durante un rato. Había una sombra en su rostro, una que Will no podía definir.
Sin duda, ella querría hacerlo, por Jem, por Tessa, por ambos.
—Muy bien —respondió finalmente—. Veré qué puedo hacer.
Descabalgaron para beber en el torrente tan claro, y allí ella vio la sangre de su buen corazón
corriendo por el arroyo, «Detente, detente, lord William —dijo—, porque temo que os maten»; «Sólo
es el tinte de mi túnica escarlata, que reluce sobre el arroyo».
—¡Oh, por el amor de Dios! —masculló Sophie mientras pasaba ante la cocina. ¿De verdad tenía
Bridget que ser tan morbosa en todas sus canciones, y tenía además que usar el nombre de Will? Como
si el pobre chico no hubiera sufrido lo suficiente…
Una sombra se materializó saliendo de la oscuridad.
—¿Sophie?
Ésta gritó y casi dejó caer el cepillo de las alfombras. Una luz mágica se encendió en el apagado
corredor, y la chica vio unos conocidos ojos gris verdoso.
—¡Gideon! —exclamó—. Por el cielo, me has dado un susto de muerte.
Él parecía arrepentido.
—Me disculpo. Sólo quería desearte buenas noches, y sonreías al caminar. He creído…
—Estaba pensando en el señorito Will —dijo ella, y luego sonrió de nuevo al ver la desolada expresión
de Gideon—. Hace sólo unos años, si me hubieras dicho que alguien le estaba atormentando, me habría
encantado, pero ahora lo compadezco. Eso es todo.
Él la miró muy serio.
—Yo también lo compadezco. Cada día que Tessa no despierta, se le ve perder un poco de vida.
—Si el señorito Jem estuviera aquí… —Sophie suspiró—. Pero no está.
—Debemos aprender a vivir sin muchas cosas estos días. —Gideon le acarició suavemente la mejilla
con los dedos. Los tenía ásperos, callosos. No eran los dedos finos de un caballero. Sophie le sonrió.
—No me has mirado durante la cena —le reprochó él, bajando la voz. Era cierto; habían resuelto la
cena rápidamente, con pollo asado frío y patatas. Nadie parecía tener mucho apetito, excepto Gabriel y
Cecily, que habían comido como si se hubieran pasado el día entrenando. Y quizá lo hubieran hecho.
—He estado preocupada por la señora Branwell —confesó la doncella—. Ha estado tan inquieta por el
señor Branwell, y también por la señorita Tessa… se está consumiendo, y el bebé… —Se mordió el
labio—. Estoy preocupada —repitió. No quería decir más. Era difícil perder las reticencias de toda una
vida de servicio, incluso estando prometida a un cazador de sombras.
—Tu corazón es todo bondad —observó Gideon, y le deslizó los dedos por la mejilla hasta los labios,
que le rozó como si fuera el más leve de los besos. Luego se apartó—. He visto a Charlotte entrar sola
en el salón, hace sólo un momento. Quizá podrías hablarle de tus preocupaciones, ¿no?
—No podría…
—Sophie —le recriminó Gideon—, no eres sólo la criada de Charlotte; eres su amiga. De hablar con
alguien, será contigo.
El salón estaba frío y oscuro. No había fuego en la chimenea, y ninguna de las lámparas estaba
encendida para iluminar la noche, que dejaba la sala entre tinieblas y sombras. Sophie tardó un
momento en darse cuenta de que una de las sombras era Charlotte, una silueta pequeña sentada en un
sillón tras el escritorio.
—Señora Branwell —dijo, y una gran vergüenza la sobrecogió a pesar de los ánimos de Gideon. Dos
días antes, Charlotte y ella habían luchado codo a codo en Cadair Idris. Ahora volvía a ser una criada,
que había entrado allí para limpiar la rejilla y el polvo de la habitación para usarla el día siguiente. Un
cubo de carbón en una mano, el yesquero en el bolsillo del delantal—. Perdone… no pretendía
interrumpirla.
—No me interrumpes, Sophie. No es nada importante. —La voz de Charlotte, la doncella nunca se la
había oído así antes, sonaba tan pequeña y tan derrotada.
Sophie dejó el carbón junto al fuego y se acercó, vacilante, a su señora. Ésta estaba sentada con los
codos apoyados en el escritorio y el rostro entre las manos. Había una carta sobre la mesa, con el sello
del Consejo roto. De repente, a Sophie se le aceleró el corazón, al recordar que el Cónsul les había
ordenado que abandonaran el Instituto antes de la batalla de Cadair Idris. Pero sin duda se había
demostrado que tenían razón, ¿no? Seguro que derrotar a Mortmain habría invalidado el edicto del
Cónsul, sobre todo ya que estaba muerto, ¿verdad?
—¿To… todo bien, señora?
Charlotte señaló el papel, con un gesto desesperado. Sophie corrió a su lado, con el corazón helado, y
cogió la carta de la mesa.
Señora Branwell:
Teniendo en cuenta el carácter de la correspondencia que envió a mi difunto colega, el cónsul Wayland, podría
sorprenderse al recibir esta misiva. La Clave, sin embargo, se halla en la situación de requerir un nuevo Cónsul, y
cuando se hizo la votación, la preferencia entre nosotros fue usted.
Puedo entender que esté satisfecha dirigiendo el Instituto, y que no desee asumir la responsabilidad de este cargo,
sobre todo después de las heridas sufridas por su esposo en su valiente batalla contra el Magíster. No obstante, creo
que es mi deber ofrecerle esta oportunidad, no sólo porque es usted la preferencia del Consejo, sino también porque,
dado lo que sé de usted, creo que sería uno de los mejores Cónsules con los que he tenido el privilegio de servir.
Con mi mayor estima, suyo sinceramente,
Inquisidor Whitelaw
—¡Cónsul! —exclamó Sophie, y el papel se le escapó de los dedos—. ¿La quieren nombrar Cónsul?
—Eso parece. —La voz de Charlotte era desolada.
—Yo… —Sophie buscó qué decir. La idea de que el Instituto de Londres no estuviera dirigido por ella
era horrible. Pero el cargo de Cónsul era un honor, el mayor que podía otorgar la Clave, y ver que
Charlotte recibía ese honor que se había ganado a tal precio…—. Nadie lo merece más que usted —
dijo finalmente.
—Oh, Sophie, no. Yo fui la que decidió enviaros a todos a Cadair Idris. Por mi culpa Henry no volverá
a caminar. Yo se lo hice.
—Él no puede culparla. Él no la culpa.
—No, él no, pero yo sí me culpo. ¿Cómo puedo ser Cónsul y enviar a los cazadores de sombras a morir
luchando? No quiero esa responsabilidad.
Sophie le cogió la mano y se la apretó.
—Charlotte —comenzó—, no se trata de enviar a los cazadores a luchar; a veces se trata de
impedírselo. Usted tiene un corazón compasivo y una mente reflexiva. Durante años ha dirigido el
Enclave. Claro que tiene el corazón roto por el señor Branwell, pero ser Cónsul no es sólo cuestión de
arrebatar vidas, sino también de salvarlas. De no ser por usted, si sólo hubiera estado el cónsul
Wayland, ¿cuántos cazadores de sombras habrían muerto a manos de las criaturas de Mortmain?
Charlotte miró las manos rojas y ásperas de Sophie sobre las suyas.
—Sophie —repuso—. ¿Cuándo te has vuelto tan sabia?
La chica se sonrojó.
—He aprendido de usted, señora.
—Oh, no —replicó Charlotte—. Hace un momento me has llamado Charlotte. Como futura cazadora
de sombras, Sophie, debes tutearme de ahora en adelante. Y traeremos a otra doncella para que ocupe
tu puesto, así tendrás tiempo para prepararte para la Ascensión.
—Gracias —susurró Sophie—. ¿Y vas a aceptar la oferta? ¿Serás Cónsul?
Charlotte se soltó de la mano de Sophie y cogió la pluma.
—Sí —contestó—, con tres condiciones.
—¿Cuáles?
La primera que se me permita dirigir la Clave desde el Instituto, aquí, y no trasladarme con mi
familia a Idris, al menos durante los primeros años. Porque no quiero dejaros, y además, quiero estar
aquí para preparar a Will para que dirija el Instituto cuando yo me vaya.
—¿Will? —exclamó Sophie atónita—. ¿Dirigir el Instituto?
Charlotte sonrió.
—Claro —contestó—. Ésa es la segunda condición.
—¿Y la tercera?
La sonrisa de Charlotte desapareció y fue reemplazada por una expresión de determinación.
—De ésa, verás los resultados mañana mismo, si la aceptan —respondió, e inclinó la cabeza para
comenzar a escribir.
StephRG14
StephRG14


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la princesa y el sapo - Cazadores de sombras - Página 9 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Miér 10 Jun 2015, 4:39 pm

Capitulo 23
Que cualquier mal


Venid, partamos; tus mejillas están pálidas; pero dejo la mitad de mi vida atrás; creo que mi amigo está bien
consagrado; pero yo moriré; mi trabajo fracasará… lo oigo ahora, y una y otra vez. Saludos eternos a los muertos; y
«Ave, Ave, Ave», dice,«Adieu, adieu» para siempre.
ALFRED, LORD TENNYSON, In Memoriam A. H. H.


Tessa se estremeció; la fría agua corría alrededor de ella en la oscuridad. Pensó que podría estar
yaciendo en el fondo del universo, donde el río del olvido dividía el mundo en dos, o quizá aún siguiera
en el torrente donde había caído después de saltar del carruaje de las Hermanas Oscuras, y todo lo que
había ocurrido después había sido un sueño. Cadair Idris, Mortmain, el ejército mecánico, los brazos de
Will abrazándola…
La culpabilidad y la pena la atravesaron como una lanza, y arqueó el cuerpo, las manos rascaban en
busca de una sujeción en la oscuridad. Le corría fuego por las venas, mil torrentes de agonía. Tomó una
bocanada de aire, y de repente tuvo algo frío contra los dientes, separándole los labios, y la boca se le
llenó de una acritud helada. Tragó con fuerza, atragantándose…
Y notó que el fuego de las venas se apagaba. El hilo la hizo estremecer al recorrerla. Abrió los ojos a un
mundo que daba vueltas y luego se enderezaba. Lo primero que vio fueron unas manos pálidas y
delgadas apartando un vial («el frío en la boca, el sabor amargo en la lengua»), y luego los contornos de
su habitación en el Instituto.
—Tessa —dijo una voz conocida—. Esto te mantendrá lúcida durante un rato, pero no debes permitirte
caer de nuevo en la oscuridad y los sueños.
Se quedó inmóvil, sin atreverse a mirar.
—¿Jem? —susurró.
El ruido del vial al ser depositado sobre la mesilla de noche. Un suspiro.
—Sí —contestó él—. Tessa. ¿Vas a mirarme?
Ella volvió la cabeza y miró. Y ahogó un grito.
Era Jem y no era Jem.
Llevaba la túnica pergamino de los Hermanos Silenciosos, abierta en la garganta, donde se veía el
cuello de una camisa corriente. La capucha estaba bajada, y dejaba el rostro al descubierto. Tessa veía
los cambios que sólo había vislumbrado en medio del ruido y la confusión de la batalla de Cadair Idris.
Los delicados pómulos estaban marcados con las runas que ella había visto antes, una en cada uno,
largas cicatrices que no eran como las runas corrientes de los cazadores de sombras. Su cabello ya no
era de plata pura; tenía mechones de un marrón muy oscuro, sin duda el color con el que habría nacido.
Las pestañas también se le habían vuelto negras. Parecían finos hilos de seda contra la pálida piel;
aunque ya no era tan pálida como antes.
—¿Cómo es posible —preguntó Tessa en un susurro— que estés aquí?
El Consejo me hizo venir de la Ciudad Silenciosa. —Su voz tampoco era la misma. Había algo frío
en ella, algo que no había estado antes—. La influencia de Charlotte, se me dio a entender. Se me ha
permitido estar una hora contigo, no más.
—Una hora —repitió Tessa, asombrada. Alzó la mano para apartarse un mechón del rostro. Debía de
estar horrible, con el camisón arrugado, el cabello colgándole en trenzas enredadas, y los labios secos y
cortados. Llevó la mano al ángel mecánico que le colgaba del cuello; un gesto habitual y familiar, en
busca de consuelo, pero el ángel ya no estaba allí—. Jem, pensé que habías muerto.
—Sí —repuso él, y había algo remoto en su voz, una distancia que le recordó a Tessa los icebergs que
había visto desde el Main, témpanos flotando a lo lejos en el agua helada—. Lo siento. Lamento no
haber podido, de algún modo… no haber podido decírtelo.
—Creía que estabas muerto —repitió Tessa—. No puedo creer que seas real, ahora. He soñado contigo,
una y otra vez. Había un pasillo oscuro y tú te alejabas de mí, y por mucho que te llamara, no podías,
no querías, volverte para mirarme. Quizá esto sea sólo otro sueño.
—Esto no es un sueño. —Se puso en pie y se quedó ante ella, con las blancas manos entrelazadas ante
sí, y ella no pudo olvidar que había sido así como se le había declarado: de pie, mientras ella estaba
sentada en la cama, mirándolo, incrédula, igual que en ese momento.
Él abrió las manos lentamente, y en las palmas, como en las mejillas, ella vio que tenía unas grandes
runas negras cortadas. No estaba tan familiarizada con el Códice como para reconocerlas, pero supo
instintivamente que no eran las runas de un cazador de sombras corriente. Hablaban de un poder muy
superior.
—Me dijiste que era imposible —susurró Tessa—. Que no podías convertirte en un Hermano
Silencioso.
Él le dio la espalda. Había algo en la forma de moverse que era diferente, algo de la suavidad con que
se deslizaban los Hermanos Silenciosos. Era hermoso y escalofriante al mismo tiempo. ¿Y qué estaba
haciendo? ¿Acaso no soportaba mirarla?
—Te dije lo que yo creía —contestó él, con el rostro vuelto hacia la ventana. De perfil, Tessa vio que
parte de la dolorosa delgadez de su rostro había desaparecido. Los pómulos ya no eran tan
pronunciados, los huecos de las sienes no eran tan oscuros—. Y lo que era cierto. Que el yin fen en mi
sangre impedía que me pudieran imponer las runas de la Hermandad. —Tessa vio cómo le subía y
bajaba el pecho bajo la túnica de pergamino, y casi la sorprendió: la necesidad de respirar parecía tan
humana…—. Todos los esfuerzos que se habían hecho para apartarme poco a poco del yin fen casi me
habían matado. Cuando cesé de tomar porque no había más, sentí que mi cuerpo comenzaba a
romperse, de dentro afuera. Y pensé que no tenía nada más que perder. —La intensidad en la voz de
Jem la hizo más cálida, ¿había un tono de humanidad en ella, una grieta en la armadura de la
Hermandad?—. Le rogué a Charlotte que llamara a los Hermanos Silenciosos y les pidiera que me
impusieran las runas de la Hermandad en el último momento posible, justo cuando la vida estuviera
dejando mi cuerpo. Sabía que las runas podían significar una muerte muy dolorosa, pero era la única
opción.
—Dijiste que no querías convertirte en un Hermano Silencioso; que no querías vivir eternamente…
Él había dado varios pasos por el cuarto y estaba junto al tocador. Cogió algo metálico y brillante del
pequeño joyero. Sorprendida, Tessa se dio cuenta de que era su ángel mecánico.
—Ya no hace tictac —dijo él.
Ella no pudo interpretar su voz; era distante, tan lisa y fría como la piedra.
—Ha perdido su corazón. Cuando Cambié en el ángel, lo liberé de su prisión mecánica. Ya no vive
dentro. Ya no me protege.
Él cerró la mano alrededor del ángel, y las alas se le clavaron en la carne de la palma.
—Debo decírtelo —comenzó él—. Cuando recibí la petición de Charlotte de venir aquí, fue en contra
de mis deseos.
—¿No querías verme?
—No. No quería que tú me miraras como me estás mirando ahora.
—Jem… —Tessa tragó saliva, y notó la amargura de la tisana que él le había dado. Un torbellino de
recuerdos, la oscuridad bajo Cadair Idris, el pueblo en llamas, los brazos de Will rodeándola… Will.
Pero había creído que Jem estaba muerto—. Jem —dijo de nuevo—. Cuando te vi vivo, bajo Cadair
Idris, pensé que estaba soñando o que era mentira. Había creído que estabas muerto. Fue el peor
momento de mi vida. Créeme, por favor, cree que mi alma se alegró al verte de nuevo cuando creí que
nunca más volvería a hacerlo. Es sólo que…
Él soltó el ángel metálico, y ella le vio las líneas de sangre en la mano, donde las puntas de las alas le
habían cortado, arañazos sobre las runas de las palmas.
—Te resulto extraño. No humano.
—Para mí siempre serás humano —susurró Tessa—. Pero no acabo de ver a mi Jem en ti.
Él cerró los ojos. Ella estaba acostumbrada a verle oscuras sombras sobre los párpados, pero ya no
estaban.
—No tuve elección. Tú no estabas y, en mi lugar, Will había ido tras de ti. No temía la muerte, pero sí
temía abandonaros a los dos. Éste fue, entonces, mi único recurso. Para vivir, para alzarme y luchar.
Un poco de color tocó su voz. Había pasión bajo la fría distancia de los Hermanos Silenciosos.
—Pero sabía lo que perdería —continuó él—. Hubo un tiempo en que entendías mi música. Ahora me
miras como si no me conocieras. Como si nunca me hubieras amado.
Tessa salió de debajo de las sábanas y se puso en pie. Fue un error. De repente, la cabeza le dio vueltas,
las rodillas se le doblaron. Tendió la mano para cogerse a uno de los postes y en vez de eso se encontró
agarrando la túnica pergamino de Jem. Él había corrido hacia ella con el grácil paso silencioso de los
Hermanos que era como humo ascendiendo, y la rodeaba con los brazos, sujetándola.
Ella se quedó inmóvil en sus brazos. Él estaba cerca, lo bastante cerca para que ella pudiera notar el
calor de su cuerpo, pero no lo notaba. Su olor habitual a humo y azúcar quemado había desaparecido.
Sólo quedaba el vago aroma de algo seco y frío como la piedra vieja o el papel. Le notó el amortiguado
latido del corazón, le vio el pulso en el cuello. Lo miró maravillada, y memorizó las líneas y los
ángulos de su rostro, las cicatrices de los pómulos, la áspera seda de las pestañas, el arco de los labios.
—Tessa. —La palabra le salió como un gemido, como si ella le hubiera golpeado. Había un levísimo
color en sus mejillas, sangre bajo la nieve—. Oh, Dios —exclamó, y le hundió el rostro en la curva del
cuello, donde comenzaba el hombro, con la mejilla contra el cabello de ella; las manos planas sobre la
espalda, apretándola contra él. Tessa le notó temblar.
Por un momento, ella se sintió liberada por un intoxicante alivio, la sensación de Jem bajo sus manos.
Quizá no se creía realmente en algo hasta que se tocaba. Y ahí estaba él, al que había creído muerto,
abrazándola, respirando y vivo.
—Te noto igual —dijo ella—. Y, sin embargo, pareces tan diferente… Eres diferente.
Él se apartó de ella, con un esfuerzo que le hizo morderse el labio y tensar los músculos del cuello. La
sujetó suavemente por los hombros y la hizo sentarse de nuevo en el borde de la cama. Cuando la soltó,
apretó los puños. Dio un paso atrás. Ella le vio respirar, vio el pulso palpitándole en el cuello.
—Soy diferente —afirmó él en voz baja—. He cambiado. Y no de un modo reversible.
—Pero aún no eres totalmente uno de ellos —repuso ella—. Puedes hablar… y ver…
Él soltó aire lentamente. Aún miraba el poste de la cama como si contuviera los secretos del universo.
—Es un proceso. Una serie de rituales y trámites. No, aún no soy del todo un Hermano Silencioso, pero
pronto lo seré.
—Así que el yin fen no lo evitó.
—Casi. Hubo… dolor cuando realicé la transición. Mucho dolor, casi me mató. Hicieron lo que
pudieron, pero nunca seré como los otros Hermanos Silenciosos. —Bajó la vista y las pestañas le
velaron los ojos—. No seré… del todo como ellos. Seré menos poderoso, porque aún hay algunas runas
que no puedo soportar.
—¿Y no pueden esperar ahora a que todo el yin fen salga de tu cuerpo?
—No pasará. Mi cuerpo se ha detenido en el estado que se encontraba cuando me pusieron las primeras
runas aquí. —Indicó las cicatrices del rostro—. Debido a eso, hay habilidades que no podré adquirir.
Me costará mucho más tiempo dominar su visión y el habla mental.
—¿Significa eso que no te sacarán los ojos, ni te coserán los labios?
—No lo sé. —Su voz era suave, casi totalmente la voz del Jem que ella conocía. Había un ligero rubor
en sus pómulos, y Tessa pensó en una columna hueca de mármol que lentamente se fuera llenando de
sangre humana—. Me tendrán durante mucho tiempo. Tal vez para siempre. No puedo decir qué pasará.
Me he entregado a ellos. Mi destino está en sus manos.
—Si pudiéramos liberarte de ellos…
—Entonces, el yin fen que queda en mí volvería a arder, y volvería a ser como antes, un adicto,
muriendo. Ésta es mi elección, Tessa, porque la alternativa es la muerte. Sabes que lo es. No quiero
dejarte. Incluso sabiendo que convertirme en un Hermano Silencioso me aseguraba la supervivencia,
luché contra ello como si fuera una sentencia de prisión. Los Hermanos Silenciosos no se casan. No
pueden tener parabatai. Sólo pueden vivir en la Ciudad Silenciosa. No ríen. No interpretan música.
—¡Oh, Jem! —exclamó Tessa—. Quizá los Hermanos Silenciosos no interpreten música, pero tampoco
los muertos. Si ésta es la única forma en que puedes vivir, entonces me alegro en el alma por ti, aunque
mi corazón esté triste.
—Te conozco demasiado bien para creer que sería de otra manera.
Y yo te conozco lo suficiente para saber que te sientes oprimido por la culpa. Pero ¿por qué? No has
hecho nada malo.
Él inclinó la cabeza hasta apoyar la frente en el poste de la cama. Cerró los ojos.
—Por eso no quería venir.
—Pero no estoy enfadada…
—No creía que tú estuvieras enfadada —soltó Jem, y fue como si el hielo se quebrara en una cascada
helada, liberando un torrente—. Estábamos prometidos, Tessa. Un compromiso, un ofrecimiento de
matrimonio, es una promesa. Una promesa de amar a alguien y estar juntos siempre. No pretendía
romper la mía. Pero era eso o morir. Quería esperar, casarme contigo y vivir juntos durante años, pero
no era posible. Me estaba muriendo demasiado de prisa. Lo habría dado todo por estar casado contigo
un día. Un día que nunca habría llegado. Me haces recordar, recordar todo lo que estoy perdiendo. La
vida que no tendré.
—Dar tu vida por un día de matrimonio no habría valido la pena —repuso ella. El corazón le latía
enviándole un mensaje que le hablaba de los brazos de Will rodeándola, de sus labios en los suyos en la
cueva bajo Cadair Idris. No se merecía la confesión de Jem, su penitencia, o su anhelo—. Jem, debo
decirte algo.
Él la miró. Tessa le vio el negro en los ojos, hilos de negro junto a la plata, hermosos y raros.
—Es sobre Will. Sobre Will y yo.
—Te ama —repuso él—. Sé que te ama. Hablamos de ello antes de que se fuera de aquí. —Aunque la
frialdad no había regresado a su voz, de repente casi estaba teñida de una tranquilidad antinatural.
Tessa se sorprendió.
—No sabía que habíais hablado de eso. Will no me lo ha dicho.
—Ni tampoco me habló nunca de sus sentimientos, aunque tú lo sabías hacía meses. Todos tenemos
nuestros secretos que ocultamos porque no queremos hacer daño a la gente que nos ama. —Había una
especie de advertencia en su voz, ¿o se la estaba imaginando?
—Ya no quiero ocultarte ningún secreto —repuso Tessa—. Creía que estabas muerto. Tanto Will como
yo lo creíamos. En Cadair Idris…
—¿Me amabas? —la interrumpió él. Parecía una pregunta extraña y, sin embargo, la hizo sin
implicación ni hostilidad, y esperó calmadamente la respuesta.
Ella lo miró, y recordó las palabras de Woolsey, como un susurro o una plegaria. «La mayoría de la
gente nunca encuentra un gran amor en su vida. Tú tienes la suerte de haber encontrado dos». Por un
momento, dejó de lado su confesión.
—Sí. Te amaba. Aún te amo. También amo a Will. No puedo explicarlo. No lo sabía cuando acepté
casarme contigo. Te amo, aún te amo, nunca te amé menos por amarle a él. Parece una locura, pero si
alguien puede entenderlo…
—Lo entiendo —dijo él—. No hace falta que me digas nada más sobre Will y tú. No hay nada que
podáis haber hecho que me haga dejar de amaros a los dos. Will soy yo, mi propia alma, y si no voy a
poder tener tu corazón, entonces no hay nadie más que prefiera que tenga ese honor. Y cuando me haya
ido, debes ayudar a Will. Esto será… será duro para él.
Tessa le escrutó el rostro con la mirada. La sangre le había abandonado las mejillas; estaba pálido y
tranquilo. Tenía el mentón firme. Eso le dijo todo lo que ella necesitaba entender: «No me cuentes más,
no quiero saberlo».
Algunos secretos, pensó Tessa, era mejor contarlos; otros era mejor que siguieran siendo el peso del
que los cargaba, que no causaran dolor a otros. Por eso no le había confesado a Will que lo amaba,
cuando no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer.
Decidió no decir lo que había estado pensando decir.
—No sé lo que haré sin ti —dijo en su lugar.
—Yo me pregunto lo mismo. No quiero dejarte. No puedo dejarte. Pero si me quedo, moriré aquí.
—No. No debes quedarte. No vas a quedarte, Jem. Prométeme que te irás. Ve a ser un Hermano
Silencioso, y vive. Te diría que te odio si pensara que me ibas a creer, si eso hiciera que te marcharas.
Quiero que vivas. Aunque eso signifique que no volveré a verte nunca.
—Me verás —aseveró él con calma, alzando la cabeza—. De hecho, existe una posibilidad… sólo una
posibilidad, pero…
—Pero ¿qué?
Él se calló, vacilando, pareció tomar una decisión.
—Nada. Tonterías.
—Jem.
—Me verás de nuevo, pero no con frecuencia. Sólo he comenzado mi viaje, y hay muchas Leyes que
gobiernan la Hermandad. Me iré alejando de mi vida anterior. No puedo decir qué capacidades o qué
cicatrices tendré. No puedo decir cuán diferente seré. Me temo que me perderé a mí y a mi música. Me
temo que me convertiré en algo que no es completamente humano. Sé que no seré tu Jem.
Tessa sólo pudo menear la cabeza.
—Pero los Hermanos Silenciosos… visitan… se relacionan con los cazadores de sombras… ¿No
puedes…?
—No durante el tiempo de formación. E incluso cuando acabe, rara vez. Nos ves cuando alguien está
enfermo o agonizando, cuando nace un niño, para los rituales de las primeras runas o de parabatai…
pero no visitamos los hogares de los cazadores de sombras sin que nos llamen.
—Entonces, Charlotte puede llamarte.
—Me ha llamado esta vez, pero no puede hacerlo una y otra vez, Tessa. Un cazador de sombras no
puede llamar a un Hermano Silencioso sin una razón.
—Pero yo no soy una cazadora de sombras —insistió Tessa—. No de verdad.
Hubo un largo silencio mientras ambos se miraban. Ambos obstinados. Ambos inmóviles. Finalmente
fue él quien habló.
—¿Te acuerdas cuando estuvimos juntos en el Blackfriars Bridge? —le preguntó, y sus ojos eran como
habían sido aquella noche, negro y plata.
—Claro que me acuerdo.
—Fue en ese momento cuando supe que te amaba —explicó Jem—. Te hago una promesa. Todos los
años, Tessa, un día, me reuniré contigo en ese puente. Vendré desde la Ciudad Silenciosa, me
encontraré contigo y estaremos juntos, aunque sólo durante una hora. Pero no debes decírselo a nadie.
—Una hora cada año —susurró Tessa—. No es mucho. —Pero se recompuso y respiró hondo—. Pero
vivirás. Vivirás. Eso es lo importante. No tendré que ir a visitar tu tumba.
—No, no durante mucho tiempo —aseguró él, y la distancia volvía a estar en su voz.
—Entonces, esto es un milagro —repuso ella—. Y los milagros no se cuestionan, ni se protesta porque
no están hechos perfectamente de acuerdo con lo que querríamos. —Se llevó la mano al colgante de
jade que pendía de su cuello—. ¿Debo devolverte esto?
—No —contestó él—. No voy a casarme con nadie. Y no me llevaré el regalo de bodas de mi madre a
la Ciudad Silenciosa. —Le acarició el rostro suavemente, un roce de piel sobre piel—. Cuando esté en
la oscuridad, quiero pensar en él bajo la luz, contigo —dijo; se incorporó y fue hacia la puerta. La
túnica pergamino de los Hermanos Silenciosos se movió con él, y Tessa se quedó observándolo,
paralizada, cada latido del corazón expresando las palabras que ella no podía decir: «Adiós. Adiós.
Adiós».
Y él se fue.
Si Will cerraba los ojos, podía oír los ruidos del Instituto despertándose por la mañana, o al menos se
los imaginaba: Sophie preparaba la mesa del desayuno; Charlotte y Cyril ayudaban a Henry a sentarse
en su silla; los hermanos Lightwood bromeaban medio dormidos por los pasillos; Cecily, sin duda, lo
buscaba a él en su habitación, como llevaba varias mañanas haciendo, tratando, y no logrando, de
ocultar su preocupación.
Y en la habitación de Tessa, Jem y ella hablaban.
Sabía que Jem estaba allí, porque el carruaje de los Hermanos Silenciosos se hallaba en el patio. Lo
podía ver desde la ventana de la sala de entrenamiento. Pero eso no era algo en lo que pudiera pensar.
Era lo que él había querido, lo que le había pedido a Charlotte, aunque en esos momentos, cuando
estaba teniendo lugar, fue consciente de que no soportaba pensar demasiado en ello. Así que se había
ido a la sala a la que siempre iba cuando tenía demasiadas cosas en la cabeza; llevaba tirando cuchillos
contra la pared desde el amanecer, y tenía la camisa empapada de sudor y pegada a la espalda.
Tunc, tunc, tunc. Los cuchillos se clavaban en la pared, todos en el centro de la diana. Recordaba
cuando tenía doce años y conseguir que el cuchillo se clavara cerca del objetivo le había parecido un
sueño imposible. Jem le había ayudado, le había enseñado cómo sujetarlo, cómo colocar la punta y
lanzarlo. De todos los espacios del Instituto, la sala de entrenamiento era el que más asociaba con Jem,
sin contar con el dormitorio de su amigo, y de él habían retirado todas sus pertenencias. En ese
momento era otra habitación vacía en el Instituto, esperando a otro cazador de sombras para habitarla.
Incluso Iglesia no parecía querer entrar; a veces se quedaba en la puerta, como hacían los gatos, pero ya
no dormía en la cama como había hecho cuando Jem vivía allí.
Se estremeció; la sala de entrenamiento estaba fría a primeras horas de la gris mañana; el fuego de la
chimenea estaba casi apagado, una espinosa sombra de rojo y dorado proyectada por coloridas ascuas.
Will veía a los dos chicos, sentados en el suelo ante el fuego en esa misma estancia, uno con cabello
negro, negro, y el otro con un cabello tan claro como la nieve. Le había estado enseñando a Jem a jugar
al ecerte con una baraja de cartas que había robado del salón.
En un momento dado, molesto por perder, Will había tirado las cartas al fuego y las había observado,
fascinado, arder una a una, mientras las llamas hacían agujeros en el reluciente papel blanco. Jem había
reído.
—No puedes ganar así.
—A veces, es la única manera de ganar —le había contestado Will—. Quemarlo todo.
Fue a recoger los cuchillos de la pared, ceñudo. «Quemarlo todo». Aún le dolía todo el cuerpo.
Mientras arrancaba los puñales, vio que tenía hematomas de color verde azulado en los brazos, a pesar
de los iratzes, y cicatrices de la batalla de Cadair Idris que le quedarían para siempre. Pensó en luchar
junto a Jem en esa batalla. Quizá no lo había apreciado en aquel momento. La última, última vez.
Como un eco de sus pensamientos, una sombra se proyectó sobre el umbral. Will alzó la mirada, y casi
se le cayó el cuchillo que tenía en la mano.
—¿Jem? —preguntó—. ¿Eres tú, James?
—¿Y quién si no? —La voz de su amigo. Cuando entró en la sala iluminada Will vio que tenía bajada
la capucha de su hábito de pergamino, y le miraba directamente. Su rostro, sus ojos, le resultaban muy
conocidos. Pero Will siempre había sido capaz de sentir a Jem antes, notar su cercanía y su presencia.
Que Jem le hubiera sorprendido esa vez era un duro recordatorio del cambio que había sufrido su
parabatai.
«Ya no es tu parabatai», le dijo una vocecita en la cabeza.
Jem entró en la sala con el paso carente de ruido de los Hermanos Silenciosos, y cerró la puerta tras él.
Will no se movió de donde estaba. No creía poder. Ver a su hermano de sangre en Cadair Idris había
sido una fuerte impresión que le había atravesado todo su interior como una incandescencia terrible y
maravillosa: Jem estaba vivo, pero había cambiado; vivía, pero lo había perdido.
—Pero —dijo Will— estás aquí para ver a Tessa.
Él lo miró directamente. Sus ojos eran de color gris muy oscuro, como pizarra con vetas de obsidiana.
—¿Y no crees que aprovecharé la oportunidad, cualquier oportunidad que se presente, para verte
también a ti?
—No lo sabía. Después de la batalla, te marchaste sin despedirte.
Jem se adentró más en la sala. Will notó que se le tensaba la espalda. Había algo extraño, algo profundo
y diferente en la manera en que se movía; no era la gracilidad de los cazadores de sombras que Will
había aprendido a imitar entrenándose durante tantos años, sino algo extraño, ajeno y nuevo.
Debió de ver algo en la expresión de Will, porque se detuvo.
—¿Cómo podía despedirme de ti? —preguntó.
Will dejó que el cuchillo le cayera de la mano. Se clavó en la madera del suelo.
—¿Como lo hacen los cazadores de sombras? Ave atque vale. Y para siempre, hermano, saludos y
adiós.
—Pero ésas son las palabras de la muerte. Cátulo las dijo sobre la tumba de su hermano, ¿no es cierto?
«Multas per gentes et multa per aequira vectus advenio has miseras, frater, as inferias…»
Will conocía esas palabras.
«Muchas naciones y muchos mares crucé, hermano, para venir a tu triste tumba y dedicarte estos
últimos ritos fúnebres. Para siempre, hermano, te saludo. Para siempre, adiós».
—¿Memorizaste el poema en latín? Pero tú eras el que siempre memorizaba música, no palabras… —
Soltó una breve carcajada—. No importa. Los rituales de la Hermandad habrán cambiado eso. —Se
volvió y dio unos pasos, luego se volvió de golpe hacia Jem—. Tu violín está en la sala de música.
Pensé que podrías llevártelo, le tenías tanto cariño…
—No podemos llevarnos nada a la Ciudad Silenciosa, aparte del cuerpo y la mente —explicó Jem—.
Dejé el violín aquí para algún futuro cazador de sombras que pueda desear tocarlo.
—No para mí, entonces.
—Me sentiría honrado si tú lo cogieras y lo cuidaras. Pero a ti te dejé otra cosa. En tu habitación está
mi caja de yin fen. Pensé que querrías tenerla.
—Eso parece un regalo algo cruel —repuso Will—. Para que no me olvide…
«De lo que te alejó de mí. De lo que te hizo sufrir. De lo que busqué y no pude encontrar. De cómo te
fallé».
—Will, no —dijo Jem, que, como siempre, lo entendía sin que el otro tuviera que explicarse—. No
siempre fue la caja que contenía mi droga. Era de mi madre. Kwan Yin es la diosa que está dibujada en
la tapa. Se dice que cuando murió y llegó a las verjas del paraíso, se detuvo y oyó los gritos de angustia
del mundo humano y no pudo dejarlo. Se quedó para ayudar a los mortales cuando éstos no pueden
ayudarse a sí mismos. Ella es el consuelo de todos los corazones que sufren.
—Una caja no va a consolarme.
El Cambio no es una pérdida, Will. No siempre.
Éste se pasó las manos por el húmedo cabello.
—Oh, sí —repuso con amargura—. Quizá en alguna otra vida, más allá de ésta, cuando hayamos
pasado más allá del río, o hayamos dado una vuelta a la Rueda, o cualquier tipo de palabras con las que
quieras describir la marcha de este mundo, encontraré de nuevo a mi amigo, mi parabatai. Pero ahora
te he perdido, ahora, ¡cuando te necesito más que nunca!
Jem cruzó la estancia, como una sombra, con la luz de los Hermanos Silenciosos en él, y se detuvo ante
el fuego. La luz de éste le iluminó el rostro, y Will vio que algo parecía brillar a través de él: una
especie de luz que no había estado allí antes. Jem siempre había brillado, con una vida feroz y una
bondad asimismo fiera, pero eso era algo diferente. La luz en Jem parecía arder; era una luz distante y
solitaria, como la luz de una estrella.
—No me necesitas, Will.
Éste se miró a sí mismo, con el cuchillo a sus pies, y recordó el que había clavado en la base del árbol
en el camino de Shrewsbury a Welshpool, manchado con su sangre y la de Jem.
—Toda mi vida, desde que llegué al Instituto, has sido el espejo de mi alma. Vi el mismo bien que
había dentro de mí en ti. Sólo en tus ojos encontré la gracia. Cuando te hayas ido, ¿quién me verá así?
Hubo un silencio. Jem estaba inmóvil como una estatua. Con la mirada, Will buscó, y encontró, la runa
de parabatai en el hombro del ahora Hermano Silencioso; al igual que la suya, se había descolorido y
era de un blanco pálido.
Finalmente, Jem volvió a hablar. La fría distancia había desaparecido de su voz. Will respiró hondo
mientras recordaba lo mucho que esa voz había dado forma a los años en los que había crecido, su
inquebrantable bondad como un faro en la oscuridad.
—Ten fe en ti mismo. Puedes ser tu propio espejo.
—¿Y si no puedo? —susurró Will—. Ni siquiera sé cómo ser un cazador de sombras sin ti. Sólo he
luchado contigo a mi lado.
Jem se acercó, y esta vez Will no se movió para desanimarle. Se acercó tanto que podría haberle
tocado, y Will pensó distraídamente que nunca había estado tan cerca de un Hermano Silencioso, que la
tela del hábito de pergamino estaba tejida de un material raro, duro y pálido como la corteza de un
árbol, y que el frío parecía emanar de la piel de Jem del mismo modo que una piedra se mantenía fría
incluso en un día cálido.
Jem le puso un dedo a Will bajo la barbilla, obligándolo a mirarle directamente. Su tacto era frío.
Will se mordió el labio. Ésa era la última vez que Jem, como Jem, lo tocaría. Los recuerdos le
atravesaron cortantes como un cuchillo: los años de Jem palmeándole ligeramente el hombro, su mano
ayudando a Will cuando éste caía, Jem sujetándolo cuando Will se ponía furioso, sus propias manos en
los hombros de él cuando éste tosía sangre.
—Escúchame, me voy, pero estoy vivo. No me voy totalmente de ti, Will. Cuando luches, seguiré
estando contigo. Cuando camines por el mundo, yo seré la luz a tu lado, el suelo firme bajo tus pies, la
fuerza que sujeta la espada en tu mano. Estamos unidos, más allá de cualquier juramento. Las Marcas
no cambiaron eso. El juramento no cambió eso. Sencillamente puso palabras a algo que ya existía.
—Pero ¿y tú? —preguntó Will—. Dime qué puedo hacer, porque eres mi parabatai, y no quiero que
vayas solo a las sombras de la Ciudad Silenciosa.
—No tengo elección. Pero si te puedo pedir algo, es que seas feliz. Quiero que tengas una familia y que
envejezcas junto a los que amas. Y si quieres casarte con Tessa, entonces no dejes que mi recuerdo os
separe.
—Quizá ella no me quiera —planteó Will.
Jem sonrió un breve instante.
—Bueno, eso te lo dejo a ti, creo.
Will le devolvió la sonrisa y, por un momento, volvieron a ser sólo Jem y Will. Will veía a Jem, pero
también a través de él, hacia el pasado. Will los recordó a los dos, corriendo por las oscuras calles de
Londres, saltando de tejado en tejado, con sendos cuchillos serafines brillándoles en la mano; horas en
la sala de entrenamiento, empujándose el uno al otro a charcos llenos de barro, tirándole bolas de nieve
a Jessamine desde detrás de un fuerte de hielo en el patio, durmiendo como perritos en la alfombra
frente al fuego.
«Ave atque vale —pensó Will—. Saludos y adiós».
Nunca antes había pensado mucho en esas palabras, nunca había pensado por qué no eran sólo una
despedida, sino también un saludo. Todo encuentro tenía su separación, y así sería, mientras la vida
fuera mortal. En todo encuentro había algo de la tristeza de la partida, pero en toda partida también
había algo de la alegría del encuentro.
No olvidaría esa alegría.
—Hemos hablado de cómo decirnos adiós —explicó Jem—. Cuando Jonathan se despidió de David, le
dijo: «Vete en paz, ya que los dos nos hemos hecho un juramento diciendo que el Señor esté entre tú y
yo para siempre». No volvieron a verse, pero no se olvidaron. Y así será con nosotros. Cuando sea el
hermano Zachariah, cuando ya no vea el mundo con mis ojos humanos, aún seré en algún lugar el Jem
que tú conoces, y te veré con los ojos del corazón.
—Wo men shi sheng si ji jiao —dijo Will, y vio que Jem abría los ojos sorprendido, y la chispa de
diversión en ellos—. Ve en paz, James Carstairs.
Durante un largo momento se miraron, y luego Jem se levantó la capucha, ocultando su rostro en las
sombras, y se volvió.
Will cerró los ojos. No podía oír a Jem, ya no; no quería saber en qué momento salía y él se quedaba
solo; no quería saber cuándo el primer día de su vida de cazador de sombras sin su parabatai
comenzaba realmente. Y si en el lugar sobre el corazón, donde la runa de parabatai había estado, sintió
un repentino dolor abrasador cuando la puerta se cerró tras Jem, Will se dijo que sólo era una ascua que
le había saltado desde el fuego.
Se apoyó en la pared, luego se dejó caer lentamente hasta sentarse en el suelo, junto al cuchillo. No
supo cuánto tiempo estuvo allí, pero oyó el ruido de caballos en el patio, el traqueteo del carruaje de los
Hermanos Silenciosos partiendo. El ruido metálico de la verja al cerrarse. «Somos polvo y sombras».
—¿Will? —Alzó la mirada; no había notado la pequeña silueta en la entrada hasta que ésta habló.
Charlotte dio un paso y le sonrió. Su sonrisa era amable, como siempre, y él luchó por no cerrar los
ojos y alejar los recuerdos: Charlotte en la entrada de esa misma sala.
«¿Recuerdas lo que te dije ayer, de que hoy íbamos a recibir a un recién llegado al Instituto?… James
Carstairs».
—Will —dijo de nuevo, en ese momento—. Tenías razón.
Él alzó la cabeza, tenía las manos colgando entre las rodillas.
—¿Razón en qué?
—Sobre Jem y Tessa —contestó ella—. Su compromiso ha acabado. Y Tessa está despierta y bien, y
pregunta por ti.
«Cuando esté en la oscuridad, quiero pensar en él bajo la luz, contigo».
Tessa se sentó apoyada en las almohadas que Sophie había preparado cuidadosamente para ella (las dos
chicas se habían abrazado, y Sophie le había cepillado el enredado cabello mientras decía «bendita,
bendita» tantas veces que Tessa le tuvo que pedir que parara antes de que las dos se echaran a llorar) y
miró el colgante de jade que tenía en la mano.
Se sintió como si estuviera dividida en dos personas diferentes. Una estaba agradecida una y otra vez
de que Jem estuviera vivo, que hubiera sobrevivido para ver alzarse el sol de nuevo, que la droga
venenosa que había tenido que sufrir durante tanto tiempo ya no fuera a quemarle la vida en las venas.
La otra…
—¿Tess? —Oyó una suave voz en la puerta; ella miró y vio a Will, recortado contra la luz del pasillo.
Will. Pensó en el chico que había entrado en su dormitorio de la Casa Oscura y la había distraído de su
terror charlando de Tennyson, erizos y tipos deslumbrantes que acudían al rescate, y cómo éstos nunca
se equivocaban. Entonces lo había encontrado apuesto, pero ahora pensaba en él de una forma
totalmente diferente. Era Will, con toda su perfecta imperfección; Will, cuyo corazón era fácil de
romper y al mismo tiempo estaba bien protegido; Will, que amaba no sabia pero sí completamente y
con todo lo que tenía.
—Tess —repitió él, vacilando ante su silencio, y entró, entrecerrando la puerta tras él—. Charlotte me
ha dicho que querías hablar conmigo…
—Will —exclamó ella, y supo que estaba demasiado pálida, y que tenía la piel manchada por las
lágrimas, los ojos rojos, pero no importaba, porque era Will, y le tendió las manos, y él fue
inmediatamente a cogérselas entre sus dedos cálidos y marcados.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó él, escrutándole el rostro con la mirada—. Debo hablar contigo,
pero no quiero molestarte hasta que estés completamente recuperada.
—Estoy bien —contestó ella, mientras le apretaba las manos como él—. Ver a Jem me ha
tranquilizado. ¿Te ha tranquilizado a ti?
Él apartó los ojos de ella, aunque no le soltó las manos.
—Lo ha hecho —respondió—, y no lo ha hecho.
—Te ha tranquilizado la mente —repuso ella—, pero no el corazón.
—Sí. Sí. Eso es exactamente. Me conoces tan bien, Tess. —Sonrió tristemente—. Está vivo, y eso lo
agradezco. Pero ha escogido un camino de gran soledad. La Hermandad; comen solos, caminan solos,
se levantan solos y se enfrentan solos a la noche. Se lo habría evitado de haber podido.
—Ya has evitado todo lo que has podido evitarle —remarcó Tessa rápidamente—. Y él te ha evitado
cosas a ti, y todos hemos tratado tanto de evitar cosas para los otros… Al final, debemos tomar nuestras
propias decisiones.
—¿Estás diciendo que no debería apenarme?
—No. Apénate. Ambos lo haremos. Siente la pena, pero no te culpes, porque en esto no tienes ninguna
responsabilidad.
Él miró sus manos unidas. Con mucha suavidad le acarició los nudillos con el pulgar.
—Quizá no —replicó—. Pero hay otras cosas de las que sí cargo con la responsabilidad.
Tessa tragó aire. Él había bajado la voz, y había una brusquedad en ella que la muchacha no había oído
desde…
«Su aliento suave y cálido contra la piel de ella hasta que ella comenzó a respirar igual de fuerte; le
acarició los hombros, los brazos, los costados…»
Parpadeó y separó las manos de las de él. No miraba al joven al que amaba, sino a la luz del fuego
contra las paredes de la cueva, y oía su voz en el oído, y todo había parecido un sueño entonces,
instantes fuera de la vida real, como si estuvieran situados en otro mundo. Incluso en ese momento le
costaba creer que hubiera pasado realmente.
—¿Tessa? —Su voz era vacilante; las manos aún extendidas.
Parte de ella quería cogérselas, hacer que se agachara junto a ella y besarlo, olvidarse a sí misma en
Will como antes. Porque él era más efectivo que cualquier droga.
Y entonces recordó los ojos de Will, nublados en el fumadero de opio, los sueños de felicidad que se
convertían en ruinas en cuanto se disipaban los efectos del humo. No. Algunas cosas sólo se podían
arreglar enfrentándose a ellas. Respiró hondo y lo miró.
—Sé lo que querrías decir —afirmó Tessa—. Estás pensando en lo que pasó entre nosotros en Cadair
Idris, porque pensábamos que Jem estaba muerto, y que también nosotros íbamos a morir. Eres un
hombre honorable, Will, y sabes lo que debes hacer. Debes proponerme el matrimonio.
Will, que estaba inmóvil, demostró que aún podía sorprenderla, y se echó a reír. Una risa suave y triste.
—No esperaba que fueras tan directa, pero supongo que debería haberlo sabido. Conozco a mi Tessa.
—Soy tu Tessa —repuso ella—. Pero, Will, no quiero que digas nada ahora. Nada de matrimonio ni de
promesas eternas…
Él se sentó en el borde de la cama. Llevaba el traje de entrenamiento, una amplia camisa arremangada,
con el cuello abierto, y ella le vio las cicatrices de la batalla en la piel, el blanco recuerdo de las runas
curativas. También, en los ojos, vio un dolor incipiente.
—¿Lamentas lo que pasó entre nosotros? —preguntó él.
—¿Se puede lamentar algo que, aunque insensato, fue hermoso? —respondió ella, y el dolor que veía
en los ojos de Will cambió a confusión.
—Tessa. Si temes que sea reacio, que me sienta obligado…
—No. —Tessa alzó las manos—. Sólo es que creo que en el corazón debes de tener una mezcla de
dolor y desesperación, y alivio, felicidad y confusión, y no quiero que digas nada en firme mientras
estés tan abrumado. Y no me digas que no estás abrumado, porque puedo verlo, y yo también me siento
así. Ambos estamos abrumados, Will, en nuestro estado no podemos tomar decisiones.
Por un momento, Will vaciló. Se llevó los dedos hacia el corazón, donde había tenido la runa de
parabatai, y la rozó levemente (Tessa se preguntó si siquiera sería consciente de que lo hacía).
—A veces me da miedo que seas demasiado sabia, Tessa.
—Bueno —replicó ella—. Uno de los dos tiene que serlo.
—¿No hay nada que pueda hacer? —preguntó él—. Preferiría no apartarme de ti, a no ser que tú
quieras.
La chica dejó caer la mirada sobre la mesilla de noche, donde se apilaban los libros que había estado
leyendo antes de que los autómatas atacaran el Instituto, lo que parecía haber pasado hacía mil años.
—Podrías leerme —contestó ella—, si no te importa.
Will se animó y sonrió. Era una sonrisa cruda y rara, pero era real, y era de Will. Tessa le sonrió
también.
—No me importa —respondió él—. En absoluto.
Y por eso, como un cuarto de hora después, Will estaba sentado en un sillón, leyendo David
Copperfield en voz alta, cuando Charlotte abrió la puerta del dormitorio y miró dentro. No pudo evitar
cierta ansiedad; el chico había parecido tan desesperado, tirado en el suelo de la sala de entrenamiento,
tan solo, que Charlotte recordó el miedo que siempre había tenido de que, si Jem los dejaba, se llevaría
lo mejor de Will con él. Y Tessa también seguía tan frágil…
La voz de Will llenaba la habitación, junto con el silencioso brillo de la luz del fuego de la chimenea.
Tessa estaba acostada de lado con el cabello castaño desparramado sobre la almohada, observando a
Will, que tenía el rostro inclinado sobre las páginas, con una mirada de ternura en los ojos, una ternura
que se reflejaba en la suave voz de Will. Era una ternura tan íntima y profunda que Charlotte salió
inmediatamente, cerrando la puerta en silencio tras ella.
La voz de Will la siguió por el pasillo mientras se alejaba, habiéndose librado de un gran peso del
corazón.
—«… y no puedo vigilarlo, si eso no es demasiado atrevido de decir, tan de cerca como usted. Pero si
es objeto de cualquier fraude o traición, espero que el sencillo amor y la verdad venzan al final. Espero
que el amor auténtico y la verdad sean más fuertes al final que cualquier maldad o desgracia del
mundo…»
StephRG14
StephRG14


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la princesa y el sapo - Cazadores de sombras - Página 9 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Miér 10 Jun 2015, 4:40 pm

Capitulo 24
La medida del amor


La medida del amor es amar sin medida.
Atribuido a SAN AGUSTÍN


La sala del Consejo estaba muy iluminada. Un gran círculo doble se había pintado sobre el estrado al
frente de la sala, y en el espacio entre las circunferencias había runas: runas de unión, runas de
sabiduría, runas de habilidad y destreza, y las runas que simbolizaban el nombre de Sophie. Ésta se
hallaba arrodillada en el centro de los círculos. Llevaba el oscuro cabello suelto y le caía hasta la
cintura, una cascada de rizos contra su traje más oscuro. Estaba muy hermosa bajo la luz que se
desplomaba desde las claraboyas de la cúpula; la cicatriz de su mejilla era roja como una rosa.
La Cónsul estaba sobre ella, con las blancas manos alzadas, la Copa Mortal sujeta entre ellas. Charlotte
vestía una sencilla túnica escarlata que le colgaba suelta. Su rostro estaba serio y mostraba severidad.
—Coge la Copa, Sophie Collins —dijo, y en la sala se hizo un silencio de alientos contenidos.
La sala del Consejo no estaba llena, pero en la fila que Tessa ocupaba, sentada en el extremo, se
hallaban Gideon y Gabriel, Cecily y Henry, Will y ella, todos en el borde del asiento, ansiosos,
esperando a que Sophie Ascendiera. A ambos extremos del estrado había un Hermano Silencioso, con
la cabeza gacha y sus hábitos de pergamino como si hubieran sido tallados en mármol.
Charlotte bajó la Copa y se la tendió a Sophie, que la cogió con cuidado.
—¿Juras, Sophie Collins, renunciar al mundo de los mundanos y seguir el camino de los cazadores de
sombras? ¿Tomarás en ti la sangre del Ángel Raziel y honrarás esta sangre? ¿Juras servir a la Clave,
obedecer la Ley como lo marca la Alianza y obedecer la palabra del Consejo? ¿Defenderás lo que es
humano y mortal, sabiendo que por tu servicio no habrá recompensa, ni agradecimiento, sino tan sólo
honor?
—Lo juro —contestó Sophie con voz firme.
—¿Puedes ser un escudo para el débil, una luz en la oscuridad, una verdad entre las mentiras, una torre
en la crecida, un ojo que vea cuando los demás sean ciegos?
—Puedo.
Y cuando mueras, ¿darás tu cuerpo a los nefilim para quemarlo y tus cenizas podrán usarse para
construir la Ciudad de Hueso?
—Lo daré.
—Entonces, bebe —ordenó Charlotte.
Tessa oyó a Gideon tragar aire. Ésa era la parte peligrosa del ritual. Ésa era la parte que podía matar a
los carentes de preparación o de valía.
La chica inclinó la cabeza y se llevó la Copa a los labios. Tessa se inclinó hacia adelante, con el pecho
tenso de aprensión. Notó que Will le cogía la mano, un peso cálido y reconfortante. El cuello de Sophie
se movía al tragar.
El círculo que rodeaba a Charlotte y a ella se encendió una vez con una luz fría, azul muy claro, y las
ocultó a las dos. Cuando desapareció, Tessa se quedó deslumbrada. Parpadeó con rapidez y vio a
Sophie sujetando la Copa. Un fulgor rodeó el recipiente mientras ella se la devolvía a Charlotte, que
sonrió satisfecha.
—Ahora, eres nefilim —anunció ésta—. Te llamarás Sophie Cazador de Sombras, de la sangre de
Jonathan Cazador de Sombras, hija de los nefilim. Álzate, Sophie.
Y Sophie se alzó, en medio de los vítores de los asistentes. Los vítores de Gideon fueron los más
fuertes de todos. Sophie sonreía, todo su rostro estaba radiante bajo el sol del invierno, que caía por la
limpia claraboya. Unas sombras se movían por el suelo, de un lado a otro, rápidas. Tessa alzó la mirada
maravillada; la blancura iba cubriendo los vidrios, girando suavemente al otro lado del cristal.
—Nieve —le dijo Will al oído—. Feliz Navidad, Tessa.
Esa noche era la noche de la fiesta anual de Navidad del Enclave. Era la primera vez que Tessa veía el
gran salón de baile del Instituto abierto y lleno de gente. Los enormes ventanales brillaban reflejando la
luz, que proyectaba un resplandor dorado sobre el pulido suelo. Al otro lado de los oscuros cristales, se
podía ver caer la nieve, en grandes copos blancos, pero dentro, el Instituto era cálido, refulgente y
seguro.
La Navidad entre los cazadores de sombras no era la Navidad que Tessa había conocido. No había
coronas de adviento, ni se cantaban villancicos. Había un árbol, pero no estaba decorado de la forma
habitual, era un enorme abeto, que se alzaba casi hasta tocar el techo al fondo del salón de baile.
(Cuando Will le preguntó a Charlotte cómo lo habían conseguido entrar, ella sólo agitó las manos y dijo
algo sobre Magnus). En las ramas había velas encendidas, aunque Tessa no podía ver cómo se
aguantaban. Proyectaban aún más luz dorada a la sala.
Atadas a las ramas del árbol, y colgando de las sujeciones de los candelabros de la pared y de la mesa,
de los pomos de las puertas, había relucientes runas cristalinas, cada una tan clara como el cristal que
refractaban la luz y lanzaban brillantes arcoíris por la sala. Las paredes estaban decoradas con coronas
entrelazadas de acebo y hiedra, bayas rojas brillando entre las verdes hojas. Aquí y allí, había ramitos
de muérdago con sus blancas bayas. Incluso había una atada al collar de Iglesia, que estaba escondido
bajo una de las mesas muy enfadado.
Tessa no creía haber visto nunca tanta comida. Las mesas estaban repletas de pollo y pavo trinchado, de
faisanes y liebres, jamones y tartas, finos sándwiches, helados, dulces, bizcochos, púdines de nata,
gelatina de colores, pastelillos borrachos y pudin flambeado con brandy, sorbete, vino con canela
caliente y grandes cuencos con ponche. Había cuernos de la abundancia derramando dulces, y bolsas de
San Nicolás, cada una con un trozo de carbón, un poco de azúcar o un limón, para indicar al receptor si
su comportamiento durante el año había sido malo, dulce o amargo. Antes había habido té y presentes
sólo para los ocupantes del Instituto, que se habían intercambiado regalos antes de que llegaran los
invitados; Charlotte sobre el regazo de Henry, sentado en su silla de ruedas, había abierto regalo tras
regalo para el bebé, que llegaría en abril. (Y cuyo nombre, se había decidido por fin, iba a ser Charles.
«Charles Fairchild», había dicho Charlotte con orgullo, alzando la mantita que Sophie le había tejido,
con las iniciales C. F. en un extremo).
—Charles Buford Fairchild —había corregido Henry.
Su mujer había hecho una mueca.
—¿Fairchild? ¿No Branwell? —había preguntado Tessa, riendo.
Charlotte había sonreído astutamente.
—Yo soy la Cónsul. Se ha decidido que, en este caso, el niño llevará mi nombre. A Henry no le
importa, ¿verdad, cariño?
—En absoluto —había contestado él—. Sobre todo porque Charles Buford Branwell habría sonado
bastante tonto, pero Charles Buford Fairchild tiene un algo especial.
—Henry…
Tessa sonrió al recordar esa escena. En ese momento se hallaba cerca del árbol de Navidad, observando
a los miembros del Enclave luciendo sus galas: las mujeres en los intensos tonos enjoyados del
invierno, vestidos de satén rojo, seda zafiro y tafetán dorado, y los hombres en elegantes trajes de
etiqueta. Todos se paseaban y reían. Sophie estaba con Gideon, reluciente y relajada en un elegante
vestido verde; Cecily iba de azul, corriendo de aquí para allá encantada de verlo todo, con Gabriel
siguiéndola, todo largas piernas, cabello alborotado y adoración entretenida. Un enorme leño, rodeado
de coronas de hiedra y acebo, quemaba en la enorme chimenea. Y colgando sobre ella había redes que
contenían manzanas doradas, nueces, palomitas de colores y caramelos. También había música, suave y
evocadora, y Charlotte parecía haber hallado por fin un uso para el gusto por el canto de Bridget,
porque su voz se alzaba sobre el sonido de los instrumentos, cantarina y dulce.
Oh, mi amor, me hieres al echarme con descortesía. Tanto tiempo te he amado disfrutando de tu
compañía. Mangasverdes era mi alegría; Mangasverdes era mi placer; Mangasverdes era mi corazón
dorado, ¿Y quién si no Mangasverdes?
—«Que lluevan patatas del cielo —dijo una voz divertida—. Que truene al son del Mangasverdes».
Tessa se volvió. Will había aparecido de repente a su lado, lo que la molestó, porque llevaba
buscándolo desde que había entrado en el salón y no había visto ni rastro de él. Como siempre, verlo en
traje de etiqueta, azul, negro y blanco, la dejó sin aliento, pero lo ocultó con una sonrisa.
—Shakespeare —dijo Tessa—. Las alegres comadres de Windsor.
—No una de sus mejores obras —comentó Will, entrecerrando los ojos mientras la miraba. Esa noche,
la muchacha había elegido un vestido de seda de color rosa, sin joyas salvo por una cinta de terciopelo,
que le daba dos vueltas al cuello y le caía por la espalda. Sophie la había peinado, como un favor, no
como doncella, y le había entrelazado pequeñas bayas blancas entre los rizos. Tessa se sentía muy
elegante y llamativa—. Aunque tiene sus momentos.
—Siempre el crítico literario —suspiró; apartó la mirada de él y la pasó por el salón, hasta donde
Charlotte estaba conversando con un hombre alto y rubio que Tessa no reconoció.
Will se inclinó hacia ella. Olía levemente a algo verde e invernal, abeto o lima o ciprés.
—Llevas bayas de muérdago en el cabello —comentó él, y su aliento le rozó la mejilla a Tessa—.
Técnicamente, creo que significa que cualquiera te puede besar en cualquier momento.
Ella lo miró con los ojos como platos.
—¿Crees que es posible que lo intenten?
Él le rozó la mejilla; llevaba guantes blancos de gamuza, pero ella los notó como si fuera su piel.
—Mataría a cualquiera que lo hiciera.
—Bien —repuso ella—. Sería la primera vez que no hicieras algo escandaloso por Navidad.
Will se calló un momento y luego sonrió, con esa rara sonrisa suya que le iluminaba el rostro y le
cambiaba totalmente. Era una sonrisa que, en un tiempo, Tessa pensaba preocupada que había
desaparecido para siempre, perdida con Jem en la oscuridad de la Ciudad Silenciosa. Jem no estaba
muerto, pero un trozo de Will se había ido con él, un trozo arrancado de su corazón y enterrado entre
los huesos susurrantes. Y Tessa se había temido, durante aquella primera semana después, que Will no
se recuperaría, que sería para siempre una especie de fantasma, rondando por el Instituto, sin comer,
siempre volviéndose para hablar a alguien que ya no estaba allí, con la luz de su rostro muriendo al
recordar, y luego el silencio.
Pero ella tomó una decisión. Su corazón también se había roto, pero estaba segura de que reparar el de
Will significaría, de algún modo, reparar el suyo propio. Y en cuanto había tenido las fuerzas
suficientes, se había ocupado de llevarle el té que él no quería, y libros que sí, y de hostigarlo, dentro y
fuera de la biblioteca, y de pedirle ayuda para entrenar. Le dijo a Charlotte que dejara de tratarlo como
si fuera de vidrio y se fuera a romper, y que lo enviara a la ciudad a luchar, como lo había enviado
antes. Con Gabriel o con Gideon, en vez de Jem. Y Charlotte lo había hecho, no muy convencida, y
Will había vuelto ensangrentado y magullado, pero con los ojos vivos y encendidos.
—Eso ha sido muy astuto —le había dicho Cecily después, junto a la ventana, observando a Will y a su
amado entrar en el patio—. Ser nefilim da sentido a la vida de mi hermano. Cazar sombras le reparará
las heridas. Cazar sombras y tú.
Tessa había dejado caer la cortina, pensativa. No había hablado con Will de lo ocurrido en Cadair Idris,
de la noche que habían pasado juntos. Y lo cierto era que parecía tan lejana como un sueño. Era como
algo que le hubiera ocurrido a otra persona, no a ella, no a Tessa. No sabía si él sentía lo mismo. Sabía
que Jem conocía lo ocurrido, o lo había supuesto, y los perdonaba a ambos, pero Will no se le había
vuelto a acercar, no le había dicho que la amaba, no le había preguntado si lo amaba desde el día que
Jem se había marchado.
Pareció como si hubiera pasado una eternidad, aunque sólo habían sido dos semanas, antes de que Will
la encontrara sola en la biblioteca y le preguntara, de un modo bastante brusco, si quería ir al día
siguiente a dar una vuelta en el carruaje. Perpleja, ella aceptó, y en su interior se había preguntado si
habría alguna otra razón por la que quería su compañía. ¿Algún misterio que investigar? ¿Alguna
confesión que hacer?
Pero no, había sido un simple paseo en carruaje por el parque. El tiempo era cada vez más frío, y el
hielo bordeaba los estanques. Las ramas desnudas de los árboles eran tristes y encantadoras, y Will le
fue hablando cortésmente del tiempo y de los hitos de la ciudad. Parecía decidido a continuar su
educación sobre Londres donde Jem la había dejado. Fueron al Museo Británico y a la Galería
Nacional, a los jardines Kew y a la catedral de San Pablo donde, finalmente, Tessa perdió los estribos.
Habían estado visitando la famosa Galería de los Susurros, Tessa apoyada en la barandilla y mirando
hacia abajo. Will le traducía la inscripción en latín de la pared donde se hallaba enterrado Christopher
Wren («si buscas un monumento, mira alrededor»), cuando Tessa, sin pensarlo, le fue a coger la mano.
Inmediatamente, él se apartó, sonrojándose.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Pasa algo?
—No —respondió él, demasiado de prisa—. Sólo que… no te he traído aquí para aprovecharme de ti
en la Galería de los Susurros.
Tessa estalló.
—¡No te estoy incitando a que lo hagas! Pero, por el Ángel, ¿quieres dejar de ser tan correcto?
Él la miró asombrado.
—Pero ¿no preferirías…?
—No preferiría. ¡No quiero que seas correcto! ¡Quiero que seas Will! ¡No quiero que me señales los
puntos de interés arquitectónico como si fueras un guía turístico! Quiero que digas cosas horriblemente
tontas y divertidas, que hagas canciones y seas… —«El Will del que me enamoré», estuvo a punto de
decir—. Y seas Will —fue lo que dijo finalmente—. O te golpearé con la sombrilla.
—Estoy tratando de cortejarte —replicó él exasperado—. De cortejarte como se debe. De eso iba todo.
Lo sabes, ¿no?
El señor Rochester nunca cortejó a Jane Eyre —señaló Tessa.
—No, se vistió de mujer y le dio a la pobre chica un susto de muerte. ¿Es eso lo que quieres?
—Serías una mujer muy fea.
—En absoluto. Sería arrebatadora.
Tessa rió.
—Ahí está —repuso—. Ahí está Will. ¿No es mejor? ¿No lo crees?
—No lo sé —contestó éste, mirándola de reojo—. Temo responder a eso. He oído que, cuando hablo,
las mujeres americanas desean pegarme con la sombrilla.
Tessa rió de nuevo, y luego rieron ambos, y sus apagadas carcajadas rebotaron por las paredes de la
Galería de los Susurros. Después de ese episodio, las cosas fueron mucho mejor entre ellos, y la sonrisa
de Will, cuando la ayudó a bajar del carruaje a la vuelta, era brillante y real.
Esa noche, llamaron a la puerta de Tessa, y cuando fue a abrir, no encontró a nadie, sólo un libro sobre
el suelo del pasillo. Historia de dos ciudades. Un curioso regalo, pensó. Había una copia de ese libro en
la biblioteca, y la podía leer tantas veces como quisiera, pero ésa era nueva, con un recibo de Hatchard
marcando la página del título. Sólo cuando se lo llevó a la cama se dio cuenta de que en la página del
título también había un escrito.
Tess, Tess, Tessa.
¿Hubo alguna vez un sonido más hermoso que tu nombre? Decirlo en alto hace que mi corazón tintinee como una
campanilla. Resulta raro imaginar eso, ¿no? ¿Un corazón tintineando? Pero cuando me tocas, eso es lo que siento, y el
corazón me tintinea dentro del pecho, y el sonido me estremece las venas y me rompe los huesos de alegría.
¿Por qué he escrito estas palabras en este libro? Por ti. Me enseñaste a amar este libro, cuando yo lo había desdeñado.
Cuando lo leí por segunda vez, con la mente y el corazón abiertos, sentí la más absoluta desesperación y envidia por
Sydney Carton, sí, por Sydney, porque aunque no tuviera ninguna esperanza de ser correspondido por la mujer que
amaba, al menos podía confesarle su amor. Al menos podía hacer algo para demostrar su pasión, incluso si eso era
morir.
Yo habría aceptado la muerte a cambio de tener la oportunidad de decirte la verdad, Tessa, si hubiera estado seguro de
que esa muerte habría sido la mía. Y por eso envidiaba a Sydney, porque era libre.
Y ahora, por fin soy libre, y por fin puedo decirte, sin temor de ponerte en peligro, todo lo que siento en el corazón.
Eres el último sueño de mi alma.
Eres el primer sueño, el único sueño que nunca pude obligarme a dejar de soñar. Eres el primer sueño de mi alma, y de
ese sueño, espero que nazcan todos los otros sueños, toda una vida de sueños.
Al fin con esperanza,
Will Herondale
Después de eso se quedó sentada durante largo rato, sujetando el libro sin leerlo, observando el
amanecer extenderse sobre Londres. Por la mañana se vistió a toda prisa, antes de coger el libro y
correr abajo con él. Encontró a Will saliendo de su dormitorio, y se tiró sobre él, lo agarró por la solapa,
lo acercó a sí y hundió el rostro en su pecho. El libro cayó al suelo entre ambos mientras él la cogía, le
acariciaba el cabello y le susurraba:
—Tessa, ¿qué tienes, pasa algo malo? ¿No te ha gustado…?
—Nadie nunca me ha escrito algo tan hermoso —dijo ella, con el rostro contra el pecho de Will,
oyendo el tenue latido de su corazón firme bajo la chaqueta y la camisa—. Nunca.
—Lo escribí justo después de descubrir que la maldición era un engaño —explicó Will—. Tuve la
intención de dártelo entonces, pero… —Tensó la mano que le acariciaba el cabello—. Cuando me
enteré de que estabas prometida a Jem, lo escondí. No sabía cuándo podría, y si debería, dártelo. Y
entonces, ayer, cuando querías que fuera yo mismo, me sentí con la suficiente esperanza como para
sacar esos viejos sueños, limpiarles el polvo y dártelos a ti.
Ese día fueron al parque, aunque hacía tanto frío como sol, y no había mucha gente. El Serpentine se
veía brillante bajo el sol invernal, y Will le indicó el lugar donde Jem y él habían dado de comer pastel
de pollo a los ánades reales. Fue la primera vez que Tessa le vio sonreír hablando de su mejor amigo.
Sabía que ella no podía ser Jem para Will. Nadie podía, pero lentamente los vacíos en el corazón se le
fueron llenando. La presencia de Cecily era una alegría para Will; Tessa lo podía ver cuando se
sentaban juntos ante el fuego, hablando en galés en voz baja, y le brillaban los ojos; también había
llegado a apreciar a Gideon y a Gabriel, y ya eran amigos. Aunque nadie podía serlo tanto como Jem. Y
claro, el amor de Charlotte y Henry era tan firme como siempre. La herida nunca desaparecería, y Tessa
lo sabía, ni para ella ni para Will, pero mientras el frío arreciaba y él sonreía más, comía con
regularidad y la mirada perdida desaparecía de sus ojos, Tessa comenzó a respirar más tranquila,
sabiendo que esa mirada no era mortal.
—Hum —decía Will en ese momento, balanceándose sobre los talones mientras recorría el salón de
baile con la mirada—. Puede que tengas razón. Creo que fue alrededor de Navidad cuando me hice el
tatuaje del dragón galés.
Al oír eso, Tessa trató de no sonrojarse.
—¿Y cómo ocurrió?
Will hizo un gesto airoso con la mano.
—Estaba borracho…
—Tonterías. Nunca te has emborrachado de verdad.
—Al contrario, para aprender cómo fingir estar borracho, hay que emborracharse al menos una vez,
como punto de referencia. Nigel Seisdedos había estado dándole a la sidra especiada…
—¿No dirás en serio que exista un Nigel Seisdedos?
—Claro que existe… —comenzó Will, con una sonrisa traviesa que se desvaneció de repente; estaba
mirando más allá de Tessa, fuera del salón de baile. Ella se volvió para seguirle la mirada y vio al
mismo hombre alto y rubio que había estado hablando con Charlotte antes, abriéndose paso hacia ellos
entre la gente.
Era grueso, de unos treinta y muchos años, y con una cicatriz a lo largo del mentón. Cabello alborotado
y fino, ojos azules y piel bronceada por el sol. Parecía incluso más oscura contra su camisa almidonada.
Había algo familiar en él, algo que le rondaba por la memoria a Tessa.
Se detuvo ante ellos. Miró a Will. Sus ojos eran de un azul más claro que el de los suyos, casi del color
del aciano. La piel de alrededor estaba bronceada y marcada por leves patas de gallo.
—¿Eres William Herondale? —preguntó.
Will asintió sin hablar.
—Soy Elias Carstairs —se presentó el hombre—. Jem Carstairs era mi sobrino.
El chico palideció. Y Tessa se dio cuenta de qué era lo que le resultaba familiar en ese hombre: tenía
algo, algo en su porte y en la forma de las manos que le recordaba a Jem. Will parecía incapaz de
hablar. Así que contestó Tessa.
—Sí, es Will Herondale. Y yo soy Theresa Gray.
La chica cambiante —dijo el hombre… Elias, se recordó Tessa; los cazadores de sombras empleaban
los nombres de pila—. Estuviste prometida a Jem antes de que se convirtiera en un Hermano
Silencioso.
—Cierto —respondió Tessa—. Lo amaba mucho.
Él le echó una mirada, no hostil o desafiante, sólo curiosa. Luego miró a Will.
—¿Tú eras su parabatai?
Will encontró su voz.
—Lo sigo siendo —replicó, y apretó el mentón, obstinado.
—James me habló de ti —informó Elias—. Después de que dejara la China, cuando regresé a Idris, le
pregunté si quería ir a vivir conmigo. Le habíamos enviado lejos de Shanghái, porque considerábamos
que no era seguro para él mientras los colegas de Yanluo estuvieran libres, aún buscando venganza.
Pero cuando le pregunté si iría conmigo a Idris, me dijo que no, que no podía. Le pedí que lo
reconsiderara. Le dije que yo era su familia, su sangre. Pero él me contestó que no podía dejar a su
parabatai, que había cosas más importantes que la sangre. —Los ojos azules de Elias eran firmes—. Te
he traído un regalo, Will Herondale. Algo que tenía intención de darle a él, cuando fuera adulto, porque
su padre ya no vivía para dárselo.
Will tenía todo el cuerpo tenso, como una cuerda de arco.
—No he hecho nada para merecer un regalo —repuso.
—Creo que sí lo has hecho. —Elias se sacó del cinturón una espada corta con una vaina
intrincadamente tallada. Se la tendió a Will, que, después de un momento, la cogió. La vaina estaba
cubierta de intrincados dibujos de hojas y runas, talladas con primor, brillantes bajo la luz dorada. Con
un gesto decidido Will desenvainó la espada y la alzó frente a sí.
La empuñadura también estaba cubierta con el mismo dibujo de runas y hojas, pero la hoja era simple y
desnuda, excepto por una línea de palabras en el centro. Tessa se inclinó para leerlas.
«Soy Cortana, del mismo acero y temple que Joyeuse y Durendal».
—Joyeuse era la espada de Carlomagno —explicó Will, con la voz aún tan tensa que Tessa supo que
estaba conteniendo la emoción—. Durendal era la de Rolando. Esta espada… ha nacido de leyenda.
—Forjada por el primer armero cazador de sombras, Wayland el Herrero. Tiene una pluma del ala del
Ángel en la empuñadura —señaló Elias—. Ha estado en la familia Carstairs desde hace cientos de
años. El padre de Jem me dio instrucciones para que se la diera cuando cumpliera los dieciocho años.
Pero los Hermanos Silenciosos no pueden aceptar regalos. —Miró a Will—. Tú eras su parabatai, tú
debes tenerla.
Will metió con fuerza la espada en la vaina.
—No puedo aceptarla. No lo haré.
El tío de Jem pareció perplejo.
—Pero debes hacerlo —insistió—. Eras su parabatai, y él te amaba…
Will le tendió la espada a Elias Carstairs para devolvérsela, con la empuñadura por delante. Al cabo de
un momento, éste la cogió, y Will se alejó, desapareciendo entre la multitud.
Elias lo miró totalmente asombrado.
—No tenía intención de ofenderle.
—Usted ha hablado de Jem en pasado —explicó Tessa—. Jem no está con nosotros, pero no está
muerto. Will… no soporta que se considere muerto a Jem, u olvidado.
—No era mi intención olvidarle —aclaró Elias—. Sólo decía que los Hermanos Silenciosos no tienen
emociones como nosotros. No sienten como nosotros. Si aman…
—Jem aún ama a Will —repuso Tessa—. Sea o no un Hermano Silencioso. Hay cosas que ninguna
magia puede destruir, porque son mágicas en sí mismas. Nunca los ha visto juntos, pero yo sí.
—Pretendía darle a Cortana —se excusó Elias—. No puedo dársela a Jem, así que he pensado que
debía tenerla su parabatai.
Y su intención era buena —reconoció Tessa—. Pero perdone mi impertinencia, señor Carstairs, ¿no
piensa tener hijos propios?
Él abrió los ojos sorprendido.
—No había pensado…
Tessa miró la reluciente hoja, y luego al hombre que la sujetaba. Podía ver un poco de Jem en él, como
si estuviera mirando a un reflejo de lo que había amado sobre las ondas del agua. Ese amor, recordado
y presente, hizo que su voz fuera dulce al hablar.
—Si no está seguro —dijo—, entonces, guárdela. Guárdela para sus herederos. Will preferiría eso.
Porque no necesita ninguna espada para recordar a Jem, por muy ilustre que sea su linaje.
En los escalones de entrada al Instituto hacía frío, un frío en el que Will se hallaba envuelto sin abrigo
ni sombrero, mirando a la noche cubierta de escarcha. El viento le enviaba pequeñas ráfagas de nieve
contra las mejillas y las manos desnudas, y oyó, como siempre, la voz de Jem dentro de la cabeza,
diciéndole que no fuera tonto, que volviera a entrar antes de que pillara una pulmonía.
A Will, el invierno siempre le había parecido la estación más pura; incluso el humo y la suciedad de
Londres quedaban atrapados por el frío, helados y limpios. Esa mañana había roto una capa de hielo
que se había formado en su jarra de agua, antes de salpicarse el gélido fluido sobre el rostro y
estremecerse mirando al espejo. Con el mojado cabello pintando su rostro con rayas negras.
«Primera mañana de Navidad sin Jem en seis años».
El frío más puro despertándole el dolor más puro.
Will.
La voz era un susurro, de una clase conocida. Volvió la cabeza, con una imagen de la Vieja Molly en la
cabeza, pero los fantasmas pocas veces se alejaban del lugar de su muerte o su entierro, y además, ¿qué
podía querer de él ahora?
Una mirada se encontró con la suya, oscura y firme. El resto de ella no era tanto transparente como un
borde plateado: el cabello rubio, el rostro de muñeca, el vestido blanco en el que había muerto. Sangre,
roja como una flor, en su pecho.
—Jessamine —dijo Will.
—Feliz Navidad, Will.
El corazón del chico, que se había detenido un instante, comenzó a latir de nuevo, y la sangre le corrió
rápida por las venas.
—Jessamine, ¿por qué…? ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella hizo un pequeño puchero.
—Estoy aquí porque morí aquí —contestó ella, con una voz que ganaba en fuerza. No era raro que un
fantasma consiguiera mayor solidez y poder de audición cuando estaba cerca de un humano, sobre todo
uno que podía oírle. Jessamine señaló el patio a sus pies, donde Will la había sostenido durante sus
últimos momentos, con la sangre de la joven cayendo sobre las losas del suelo—. ¿No te alegras de
verme, Will?
—¿Debería? —repuso él—. Jessie, por lo general, cuando veo fantasmas, es porque hay algún asunto
sin resolver o alguna pena que los ata a este mundo.
Ella alzó la cabeza, mirando la nieve. Aunque caía alrededor, no la tocaba, como si estuviera bajo una
campana de cristal.
Y si tuviera una pena, ¿me ayudarías a curarla? En vida, nunca te importé mucho.
—No es cierto —la contradijo—. Y lamento mucho si te di la impresión de que no me importabas nada,
o que te odiaba, Jessamine. Creo que me recordabas más a mí mismo de lo que quería admitir y, por
tanto, te juzgaba con la misma dureza con que me habría juzgado a mí mismo.
Ella lo miró al oírle.
—Vaya, ¿es esto franqueza, Will? ¡Cuánto has cambiado! —Dio un paso atrás, y Will vio que sus pies
no dejaban ninguna huella en la nieve en polvo del escalón—. Estoy aquí porque en vida no quise ser
una cazadora de sombras, cuidar de los nefilim. Ahora se me ha encargado que guarde el Instituto, por
tanto tiempo como necesite ser guardado.
—¿Y no te importa? —inquirió él—. Estar aquí, con nosotros, cuando podrías haber pasado al otro
lado…
Ella arrugó la nariz.
—No tenía ganas de pasar al otro lado. En vida se me exigió mucho, el Ángel sabe lo que puede ser
después. No, soy feliz aquí, observándoos, callada, vagando y sin ser vista. —Su cabello plateado brilló
bajo la luna cuando inclinó la cabeza hacia Will—. Sin embargo, tú estás a punto de volverme loca.
—¿Yo?
—Sin duda. Siempre dije que serías un terrible pretendiente, Will, y estás a punto de demostrarlo.
—¿De verdad? —preguntó él—. ¿Has vuelto de la muerte, como el fantasma del viejo Marley, sólo
para darme la lata sobre mis expectativas sentimentales?
—¿Qué expectativas? Has llevado a Tessa a dar tantas vueltas en carruaje, que apuesto algo a que
podría dibujarte el plano de Londres de memoria, pero ¿te has declarado? No. Una dama no puede
declararse a sí misma, William, y ¡no puede decirte que te ama si no le muestras tus intenciones!
Will negó con la cabeza.
—Jessamine, eres incorregible.
Y también tengo razón —señaló—. ¿De qué tienes miedo?
—De que si muestro mis intenciones, ella dirá que no me corresponde, que no me ama como amaba a
Jem.
—No te amará como amaba a Jem. Te amará como te ama a ti, Will, a una persona totalmente diferente.
¿Desearías que no hubiera amado a Jem?
—No, pero tampoco quiero casarme con alguien que no me ama.
—Deberás preguntárselo para averiguarlo —indicó Jessamine—. La vida está llena de riesgos. La
muerte es mucho más sencilla.
—¿Cómo es que no te he visto antes de hoy, si has estado aquí todo este tiempo? —preguntó él.
—Aún no puedo entrar en el Instituto y, cuando estás en el patio, siempre estás con alguna otra
persona. He intentado atravesar las puertas, pero una especie de fuerza me lo impide. Es mejor de lo
que era. Al principio sólo podía subir unos pocos escalones. Ahora ya estoy donde me ves. —Indicó su
posición en la escalera—. Un día podré entrar adentro.
Y cuando lo hagas, encontrarás que tu habitación sigue igual que siempre, hasta con tus muñecas —
le informó Will.
Jessamine esbozó esa sonrisa que hacía que el chico se preguntase si siempre había estado tan triste, o
si la muerte la había cambiado más de lo que él había pensado que podían cambiar los fantasmas. No
obstante, antes de que pudiera decir nada más, una mirada de alarma cruzó el rostro de Jessamine y se
desvaneció en un remolino de nieve.
Will se volvió para ver qué la había asustado. Las puertas del Instituto se habían abierto, y había salido
Magnus. Llevaba un gran abrigo de lana de astracán, y su alta chistera de seda ya estaba salpicada por
los copos de nieve caídos.
—Debería haber sabido que te encontraría aquí fuera, haciendo todo lo que puedes para convertirte en
un témpano —habló Magnus; descendió la escalera hasta quedar junto a Will, y miró el patio.
El chico no quiso mencionar a Jessamine. De algún modo, pensó que ella no habría querido que lo
hiciera.
—¿Te marchas de la fiesta o sólo me estás buscando?
—Ambas cosas —contestó Magnus, mientras se ponía un par de guantes—. Lo cierto es que dejo
Londres.
—¿Dejas Londres? —repitió Will consternado—. No puedes decirlo en serio.
—¿Y por qué no? —El brujo movió el dedo hacia un copo de nieve errante. Éste soltó una chispa azul
y desapareció—. No soy londinense, Will. He hecho una parada con Woolsey durante un tiempo, pero
su hogar no es mi hogar, y Woolsey yo nos hartamos de nuestra mutua compañía después de no
demasiado tiempo.
—¿Adónde vas a ir?
—Nueva York. ¡El Nuevo Mundo! Una vida nueva, un continente nuevo. —Alzó las manos—. Hasta
puede que me lleve tu gato conmigo. Charlotte dice que ha estado muy mustio desde que Jem se fue.
—Bueno, araña a todo el mundo. Te lo regalo. ¿Crees que le gustará Nueva York?
—¿Quién sabe? Lo descubriremos juntos. Lo inesperado es lo que me evita estancarme.
—A los que no vivimos eternamente quizá no nos guste tanto el cambio como a los que sí. Estoy
cansado de perder a gente —comentó Will.
Y yo —concedió el brujo—. Pero es como te dije, ¿no? Aprendes a soportarlo.
—He oído a veces que los hombres que pierden un brazo o una pierna aún sienten dolor en esa
extremidad. A veces puedo sentir a Jem conmigo, aunque no esté, y es como si me faltara una parte de
mí.
—Pero no es así —replicó Magnus—. Jem no está muerto, Will. Vive porque tú le dejaste marchar. Él
se habría quedado contigo y habría muerto si se lo hubieras pedido, pero lo amabas lo bastante para
preferir que viviera, aunque sea una vida separada de la tuya. Y eso más que nada demuestra que no
eres Sydney Carton, Will, que el tuyo no es la clase de amor que sólo puede redimirse con destrucción.
Es lo que vi en ti, lo que siempre he visto en ti, lo que me hizo querer ayudarte. Que no desesperas, que
tienes una infinita capacidad para la alegría. —Le puso una enguantada mano bajo la barbilla y le alzó
el rostro. No había muchas personas con las que Will tuviera que levantar la cabeza para mirarles a los
ojos, pero Magnus era una de ellas—. Estrella brillante —continuó, y sus ojos eran pensativos, como si
estuviera recordando algo o a alguien—. Los que sois mortales, ardéis con tanta ferocidad… Y tú eres
más feroz que la mayoría, Will. Nunca te olvidaré.
—Ni yo a ti —respondió éste—. Te debo mucho. Rompiste mi maldición.
—No estabas maldito.
—Sí, lo estaba —repuso Will—. Lo estaba. Gracias, Magnus, por todo lo que has hecho por mí. Si no
lo he dicho antes, te lo digo ahora. Muchísimas gracias.
El brujo dejó caer la mano.
—No creo que ningún cazador de sombras me haya dado las gracias antes.
El muchacho sonrió de medio lado.
—Yo que tú intentaría no acostumbrarme demasiado. No somos una gente muy agradecida.
—No —rió Magnus—. No, no me acostumbraré. —Sus brillantes ojos de gato se entrecerraron—. Creo
que te dejo en buenas manos, Will Herondale.
—Te refieres a Tessa.
—Sí. ¿O vas a negar que tiene tu corazón? —Comenzó a descender los escalones; se detuvo y miró al
chico.
—No —contestó Will—. Pero se apenará de que te hayas ido sin despedirte de ella.
—¡Oh! —repuso Magnus, y se volvió al final de la escalera con una curiosa sonrisa en el rostro—. No
creo que eso sea necesario. Dile que nos volveremos a ver.
Will asintió. Magnus le dio la espalda, con las manos en los bolsillos del abrigo, y comenzó a caminar
hacia la verja del Instituto. El cazador de sombras lo contempló hasta que se perdió entre la blancura de
la nieve.
Tessa había salido del salón de baile sin que nadie lo notara. Incluso los atentos ojos de Charlotte
estaban distraídos, sentada junto a Henry en su silla de ruedas, cogiéndole la mano y sonriendo por las
payasadas de los músicos.
Tessa no tardó en encontrar a Will. Había supuesto dónde se hallaría, y no se había equivocado: en los
escalones de entrada al Instituto, sin abrigo ni sombrero, dejando que la nieve le cayera sobre la cabeza
y los hombros. Todo el patio estaba tapizado de blanco, como azúcar glasé, que cubría la fila de
carruajes que esperaban allí, las verjas negras, las losas del suelo sobre las que había muerto Jessamine.
El chico estaba mirando fijamente hacia adelante, como si tratara de discernir algo entre los copos que
caían.
—Will —lo llamó Tessa, y él se volvió para mirarla. Ella había cogido un chal de seda, pero nada más
grueso, y notaba el frío pinchazo de los copos de nieve sobre la desnuda piel del cuello y los hombros.
—Debería haber sido más educado con Elias Carstairs —se lamentó Will a modo de contestación.
Estaba mirando al cielo, donde una pálida luna creciente pasaba entre gruesas nubes y niebla. Copos de
nieve blanca le habían caído sobre el cabello. Tenía las mejillas y los labios enrojecidos por el frío.
Estaba más guapo de lo que ella recordaba haberlo visto—. En vez de eso, me he comportado como lo
habría hecho… antes.
Tessa sabía lo que quería decir. Para Will sólo había un antes y un después.
—Se te permite tener mal humor —le recordó—. Ya te lo he dicho antes, no quiero que seas perfecto.
Sólo sé Will.
—Quien nunca será perfecto.
—Perfecto es aburrido —repuso Tessa, que bajó el último escalón para ponerse a su lado—. Dentro
están jugando a «completa la cita poética». Podrías haber dado todo un espectáculo. No creo que haya
nadie ahí que pudiera igualar tu conocimiento de la literatura.
—Aparte de ti.
—Es cierto que yo sería una competencia difícil. Quizá pudiéramos ser una especie de equipo, y
repartirnos las ganancias.
—Eso no sería justo —se quejó Will distraído, mientras echaba la cabeza hacia atrás. La nieve se
arremolinaba entre ellos, como si estuvieran en el ojo de un torbellino—. Hoy, cuando Sophie ha
Ascendido…
—¿Sí?
—Eso es algo que habría querido. —Se volvió para mirarla, caían copos de blanca nieve sobre sus
oscuras pestañas—. Para ti.
—Sabes que para mí no es posible, Will. Soy una bruja. O al menos, eso es lo más parecido a lo que
soy. Y no puedo ser totalmente nefilim.
—Lo sé. —Él se miró las manos, y abrió los dedos para dejar que se posaran los copos de nieve,
derritiéndosele sobre la palma—. Pero en Cadair Idris dijiste que esperabas ser una cazadora de
sombras, que Mortmain había acabado con esa esperanza…
—En ese momento lo sentía así —admitió ella—. Pero cuando me convertí en Ithuriel, cuando Cambié
y destruí a Mortmain… ¿cómo puedo odiar algo que me ha permitido proteger a la gente que quiero?
No es fácil ser diferente, y aún menos ser única. Pero empiezo a pensar que yo no estoy hecha para un
camino fácil.
Will rió.
—¿El camino fácil? No, no es para ti, mi Tessa.
—¿Soy tu Tessa? —Se apretó más el chal sobre los hombros, fingiendo que se estremecía sólo de frío
—. ¿Te molesta lo que soy, Will? ¿Que no sea como tú?
Las palabras quedaron entre ellos, sin decirse: «No hay futuro para un cazador de sombras que tontea
con brujos».
Will palideció.
—Lo que dije en el tejado, hace tanto tiempo… tú sabes que no era en serio.
—Lo sé…
—No quiero que seas diferente de lo que eres, Tessa. Eres lo que eres, y te amo. No amo sólo las partes
de ti que cuentan con la aprobación de la Clave…
La chica alzó las cejas.
—¿Estás dispuesto a soportar el resto?
Él se pasó una mano por el oscuro cabello, húmedo de nieve.
—No. Lo estoy expresando mal. No hay nada de ti que pueda imaginarme no amar. ¿De verdad crees
que es tan importante para mí que seas nefilim? Mi madre no es una cazadora de sombras. Y cuando te
vi Cambiarte en el ángel… cuando te vi arder con el fuego del Cielo, fue glorioso, Tess. —Dio un paso
hacia ella—. Lo que eres, lo que puedes hacer, es como un gran milagro de la tierra, como el fuego o
las flores salvajes o la amplitud del mar. Eres única en el mundo, igual que eres única en mi corazón, y
nunca habrá un momento cuando no te ame. Te amaría si no tuvieras nada de cazadora de sombras…
Ella esbozó una sonrisa trémula.
—Pero me alegro de serlo, aunque sólo lo sea a medias —admitió ella—, ya que eso significa que
puedo quedarme contigo, aquí, en el Instituto. Que la familia que he hallado puede seguir siendo mi
familia. Charlotte dijo que si así lo quiero, puedo dejar de ser Gray y adoptar el nombre que mi madre
debería haber tenido antes de casarse. Podría ser una Starkweather. Podría tener un auténtico nombre de
cazadora de sombras.
Oyó que Will soltaba aire. Una vaharada blanca en el frío. Sus ojos eran azules, grandes y claros;
estaban fijos en el rostro de Tessa. Tenía la expresión de un hombre que se ha endurecido para hacer
algo terrible, y lo había hecho.
—Claro que puedes tener un auténtico nombre de cazadora de sombras —repuso Will—. Puedes tener
el mío.
Ella se lo quedó mirando, todo él blanco y negro contra el blanco y negro de la piedra y la nieve.
—¿Tu nombre?
El chico dio otro paso hacia ella, y quedaron cara a cara. Entonces le cogió la mano y le sacó el guante,
que se guardó en el bolsillo. Sujetó la mano desnuda en la suya, con los dedos entrelazados. Era cálida
y callosa, y su contacto hizo estremecer a Tessa. Sus ojos eran firmes y azules; eran todo lo que Will
era: sincero y tierno, agudo e ingenioso, cariñoso y amable.
—Cásate conmigo, Tess. Cásate conmigo y sé Tessa Herondale. O sé Tessa Gray, o como quieras
llamarte, pero cásate conmigo y quédate conmigo y no me dejes nunca, porque no puedo soportar que
pase otro día de mi vida en el que tú no estés.
La nieve se arremolinaba alrededor de ellos, blanca, fría y perfecta. Las nubes en lo alto se abrieron, y
entre los resquicios Tessa pudo ver las estrellas.
—Jem me explicó lo que Ragnor Fell había dicho sobre mi padre —continuó Will—. Que para mi
padre sólo hubo siempre una sola mujer a la que amar, y que para él era ella o nada. Tú eres eso mismo
para mí. Te amo, y sólo te amaré a ti hasta que muera…
—¡Will!
Él se mordió el labio. Tenía el cabello lleno de nieve, las pestañas estrelladas de copos.
—¿Ha sido eso demasiado exagerado? ¿Te he asustado? Ya sabes cómo soy con las palabras…
—Oh, lo sé.
—Recuerdo lo que me dijiste una vez —prosiguió él—. Que las palabras tienen el poder de
cambiarnos. Tus palabras me han cambiado, Tess; me han hecho un hombre mejor de lo que habría sido
de otro modo. La vida es un libro, y hay mil páginas que aún no he leído. Las querría leer contigo,
tantas como pueda, antes de morir.
Tessa le puso la mano sobre el pecho, sobre el corazón, y notó sus latidos contra la palma, una firma de
tiempo única que era toda suya.
—Sólo me gustaría que no hablaras de morir —puntualizó ella—. Pero incluso por eso, sí, sé cómo eres
con las palabras, y Will… las amo todas. Cada una que dices. Las tontas, las absurdas, las hermosas, y
las que son sólo para mí. Las amo y te amo a ti.
Will comenzó a hablar, pero Tessa le tapó la boca con la mano.
—Me encantan tus palabras, mi Will, pero contenlas durante un momento —repuso Tessa, y le sonrió a
los ojos—. Piensa en todas las palabras que he guardado dentro todo este tiempo, mientras no sabía tus
intenciones. Cuando viniste al salón y me dijiste que me amabas, dejarte ir fue lo más duro que he
hecho nunca. Dijiste que amabas las palabras de mi corazón, la forma de mi alma. Lo recuerdo.
Recuerdo cada una de las palabras que me dijiste desde ese día hasta hoy. Nunca las olvidaré. Hay
tantas palabras que querría decirte, y tantas que te quiero oír decir. Espero que tengamos toda la vida
para decírnoslas mutuamente.
—Entonces ¿te casarás conmigo? —preguntó Will, deslumbrado, como si no acabara de creer su buena
suerte.
—Sí —contestó ella; la palabra última, más sencilla y más importante del mundo.
Y Will, que tenía palabras para todas las ocasiones, abrió la boca y la cerró en silencio, y en vez de
hablar, la cogió y la apretó contra sí. Ella notó que el chal se le caía a la escalera, pero los brazos de
Will la rodeaban, y su boca estaba sobre la de ella mientras él inclinaba la cabeza para besarla. Sabía a
copos de nieve y vino, como el invierno y Will y Londres. Notaba la boca de él suave sobre la suya, las
manos en su cabello, esparciendo bayas blancas sobre los escalones. Tessa lo abrazó con fuerza
mientras la nieve se arremolinaba alrededor de ellos. A través de las ventanas del Instituto, podía oír el
tenue sonido de la música del salón de baile: el pianoforte, el chelo y sobre todos ellos, como chispas
saltando hacia el cielo, las dulces y alegres notas del violín.
—No puedo creer que vayamos a casa —comentó Cecily. Tenía las manos cogidas ante sí, y saltaba en
sus botas blancas de cabritilla. Estaba envuelta en un abrigo rojo, lo más brillante en la oscura cripta
excepto por el propio Portal, grande, plateado y reluciente en la pared del fondo.
A través de él, Tessa podía entrever, como en un sueño, un cielo azul (el cielo fuera del Instituto era de
un gris londinense) y de colinas cubiertas de nieve. Will se hallaba a su lado, su hombro contra el de
ella. Se le veía pálido y nervioso, y ella deseó cogerle la mano.
—Nos vamos a casa, Cecy —dijo él—. No para quedarnos. Vamos de visita. Quiero presentar a mi
prometida a nuestros padres —y al decir eso su palidez disminuyó un poco y curvó los labios en una
sonrisa—, para que conozcan a la chica con la que me voy a casar.
—Oh, vamos —replicó Cecily—. ¡Podemos usar el Portal para ir a verlos siempre que queramos!
Charlotte es la Cónsul, así que no podemos meternos en líos.
La aludida gruñó.
—Cecily, ésta es una expedición extraordinaria. El Portal no es un juguete. No puedes usarlo cuando te
venga en gana, y esta excursión debe quedar en secreto. Nadie excepto los que estamos aquí puede
saber que has ido a visitar a tus padres, ¡que te he permitido violar la Ley!
—¡No se lo diré a nadie! —protestó Cecily—. Y Gabriel tampoco. —Miró al chico que tenía a su lado
—. No lo harás, ¿verdad?
—Que alguien me recuerde, ¿por qué viene con nosotros? —inquirió Will al mundo en general además
de a su hermana.
Cecily puso los brazos en jarras.
—¿Por qué viene Tessa?
—Porque Tessa y yo vamos a casarnos —contestó Will, y su prometida sonrió; que su hermana
pequeña pudiera poner nervioso a Will como nadie todavía la divertía.
—Bueno, pues Gabriel y yo tal vez nos casemos —replicó Cecily—. Algún día.
Éste hizo un ruido ahogado y se puso de un alarmante color púrpura.
Will alzó las manos al cielo.
—¡No te puedes casar, Cecily! ¡Sólo tienes quince años! ¡Cuando me case, tendré dieciocho! ¡Un
adulto!
Cecily no pareció impresionada.
—Podríamos tener un largo noviazgo —replicó—. Pero no sé por qué me estás aconsejando que me
case con un hombre al que mis padres no han visto nunca.
Will saltó:
—¡No te estoy aconsejando que te cases con un hombre al que tus padres no han visto nunca!
—Entonces, estamos de acuerdo. Gabriel debe conocer a mamá y a papá. —Cecily se volvió hacia
Henry—. ¿Está listo el Portal?
Tessa se inclinó hacia Will.
—Me encanta el modo en que te maneja —susurró—. Es muy entretenido verlo.
—Espera hasta que conozcas a mi madre —repuso Will, y la cogió de la mano. Tenía los dedos fríos;
debía de tener el corazón acelerado. Tessa sabía que se había pasado toda la noche en vela. Ver a sus
padres después de tantos años le resultaba tan aterrador como alegre. Ella conocía esa mezcla de
esperanza y temor, infinitamente peor que una sola cosa.
El Portal está listo —avisó Henry—. Y recordad, en una hora lo volveré a abrir para que podáis
volver.
Y comprended que esto es para una sola vez —insistió Charlotte ansiosa—. Aunque yo sea la
Cónsul, no puedo permitiros que visitéis a vuestra familia mundana…
—¿Ni siquiera en Navidad? —preguntó Cecily, poniendo ojos trágicos.
Charlotte se enterneció visiblemente.
—Bueno, quizá para Navidad…
Y los cumpleaños —añadió Tessa—. Los cumpleaños son especiales.
La Cónsul se cubrió el rostro con las manos.
—Oh, por el Ángel.
Henry rió e hizo un gesto hacia el Portal.
—Pasad —indicó, y Cecily fue la primera; desapareció en el Portal como si hubiera traspasado una
catarata. Gabriel la siguió, y luego Will y Tessa, cogidos de la mano. Tessa se concentró en el calor de
la mano de su prometido, el latido de la sangre a través de su piel, mientras el frío y la oscuridad los
atrapaban, y los hacían rodar durante unos momentos sin aire y sin tiempo. Unas luces estallaban tras
sus párpados, y emergió de la oscuridad de repente, parpadeando y tambaleándose. Will la cogió para
evitar que cayera.
Se hallaban en el amplio camino de entrada curvado de Ravenscar Manor. Tessa había visto el lugar
sólo desde lo alto, cuando Jem, Will y ella habían estado juntos en Yorkshire, sin saber que era la
familia de Will la que habitaba esa casa. Recordó que la mansión se hallaba en el centro de un valle,
con colinas que se elevaban a su alrededor, cubiertas de aulaga y brezo, en ese momento salpicados de
nieve. Los árboles habían estado verdes en aquella ocasión; ahora estaban desnudos y del oscuro tejado
de la casa colgaban témpanos de hielo.
La puerta era de roble oscuro, con una pesada aldaba de latón en el centro. Will miró a su hermana, que
asintió hacia él; luego se cuadró de hombros, cogió la aldaba y la soltó. El estruendo resultante pareció
reverberar por todo el valle, y Will dijo una palabrota por lo bajo.
Tessa le rozó la muñeca con la mano.
—Ten valor —lo animó—. No es un pato, ¿verdad?
Él le sonrió, con el oscuro cabello cayéndole sobre los ojos, en el instante en que la puerta se abrió y
apareció una pulcra sirvienta vestida de negro con cofia blanca. Echó una ojeada al grupo que se
hallaba ante la puerta y los ojos se le salieron de las órbitas.
—Señorita Cecily —exclamó con voz ahogada, y luego su mirada se clavó en Will. Se llevó una mano
a la boca, se dio la vuelta y entró corriendo en la casa.
—Oh, vaya —exclamó Tessa.
—Tengo ese efecto sobre las mujeres —bromeó Will—. Probablemente debería haberte avisado antes
de que aceptaras casarte conmigo.
—Aún puedo cambiar de idea —replicó Tessa dulcemente.
—Ni te atrevas a… —comenzó él, con una carcajada ahogada, y de repente había gente en la puerta: un
hombre alto y de anchas espaldas con una masa de cabello rubio con canas, y ojos azul claro. Detrás de
él había una mujer: delgada y muy hermosa, con el cabello negro de Will y Cecily y ojos azules tan
oscuros como violetas. Se le escapó un grito en cuanto vio a Will, y las manos se le alzaron, agitándose
como pajaritos espantados por una ráfaga de viento.
Tessa soltó la mano de Will. Éste parecía paralizado, como un zorro acorralado por los perros.
—Ve —le dijo su amada en voz baja, y él avanzó un paso, y entonces su madre ya lo estaba abrazando.
—Sabía que volverías —le confesaba—. Lo sabía. —Y le siguió un torrente de galés, en el que Tessa
sólo pudo discernir el nombre de Will. Su padre estaba anonadado; sonreía tendiéndole los brazos a
Cecily, que corrió hacia ellos con más ganas de las que Tessa nunca le había visto hacer nada.
Durante los minutos siguientes, Tessa y Gabriel esperaron incómodos en la puerta, sin mirarse el uno a
la otra, pero sin saber muy bien adónde más mirar. Pasados unos minutos, Will se apartó de su madre,
palmeándole tiernamente el hombro. Ésta rió, aunque tenía los ojos cargados de lágrimas, y dijo algo
en galés que Tessa sospechó que era un comentario sobre que Will ya era más alto que ella.
—Pequeña mamá —bromeó él con afecto, confirmando las sospechas de Tessa, y se apartó justo
cuando la mirada de su madre caía sobre Tessa y luego sobre Gabriel, sorprendiéndose—. Mamá y
papá, ésta es Theresa Gray. Estamos prometidos y nos casaremos el año que viene.
La madre de Will ahogó un grito, aunque, para alivio de la chica parecía más sorprendida que otra cosa;
el padre del muchacho miró inmediatamente a Gabriel, y luego a Cecily, entrecerrando los ojos.
—¿Y quién es este caballero?
Will sonrió aún más.
—Oh, él —dijo—. Éste es el… amigo de Cecily, el señor Gabriel Lightworm.
Gabriel, a medio tender la mano para estrechársela al señor Herondale, se quedó parado de horror.
—Lightwood —barboteó—. Gabriel Lightwood…
—¡Will! —protestó Cecily, mientras se soltaba de su padre para lanzarle una mirada asesina a su
hermano.
Will miró a su prometida con ojos brillantes. Ella abrió la boca para reprenderle, para decir «¡Will!»
como acababa de hacer Cecily, pero era demasiado tarde… ya se había echado a reír.
StephRG14
StephRG14


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la princesa y el sapo - Cazadores de sombras - Página 9 Empty LOS ORÍGENES- PRINCESA MECÁNICA

Mensaje por StephRG14 Miér 10 Jun 2015, 4:42 pm

EPILOGO


Digo que la tumba que sobre los muertos se cierra se abre en la puerta del cielo; y lo que aquí metemos para el fin de
las cosas, es de todos el primer paso.
VICTOR HUGO, «At Villequier»


Londres, Blackfriars Bridge, 2008
El viento era cortante, y transportaba arenilla y basura suelta: paquetes de patatas fritas, hojas de
periódico sueltas, recibos viejos… por el pavimento. Tessa miró a uno y otro lado para ver si llegaba
algún coche y cruzó corriendo al otro lado del puente.
Cualquiera que se fijara en ella, habría visto a una chica corriente de unos veinte años: los tejanos
metidos en las botas, un jersey de cachemira que había conseguido a mitad de precio en las rebajas de
enero y una larga melena castaña, ligeramente rizada por la humedad, que le caía de cualquier manera
por la espalda. Si el observador tuviera un ojo especial para la moda, habría supuesto que la bufanda de
cachemira que llevaba era un saldo en vez de una original de más de cien años, y que el brazalete que le
rodeaba la muñeca era de alguna tienda vintage, y no un regalo que le había hecho su marido en su
decimotercer aniversario de bodas.
Tessa aminoró el paso al llegar al balcón de piedra en la pared del puente. Habían construido bancos de
piedra, y era posible sentarse y mirar el agua verde gris que salpicaba los pilares el puente, o San Pablo
en la distancia. La ciudad estaba viva de sonido; el ruido del tráfico: bocinas sonando, el rugido de los
autobuses de dos pisos, los tonos de llamada de docenas de móviles, la charla de los peatones, los
tenues sonidos de música escapando de los auriculares de blancos iPods.
Tessa se sentó en un banco, con las piernas cruzadas bajo el cuerpo. El aire era sorprendentemente
limpio y claro; el humo y la polución que habían teñido de amarillo y negro el aire cuando había estado
allí de joven ya no estaban, y el cielo era del color de una canica azul grisáceo. El horror que había sido
el puente del tren de Dover y Chatham tampoco estaba ya; sólo los pilares sobresalían aún del agua
como un extraño recuerdo de lo que hubo una vez. Boyas amarillas cabeceaban en el agua, y los botes
de turistas resoplaban al pasar, con las voces amplificadas de los guías turísticos resonando por los
altavoces. Autobuses tan rojos como corazones de caramelo pasaban rápidos por el puente, y enviaban
hojas muertas volando hasta la acera.
Tessa miró el reloj que llevaba en la muñeca. Cinco minutos para el mediodía. Había llegado un poco
pronto, pero siempre hacía lo mismo para su encuentro anual. Le daba la oportunidad de pensar, de
pensar y de recordar, y no había mejor lugar para hacer ambas cosas que allí, en Blackfriars Bridge, el
primer lugar en el que habían hablado de verdad.
Junto al reloj llevaba siempre un brazalete de perlas. Nunca se lo quitaba. Will se lo había regalado
cuando llevaban treinta años de casados y sonrió mientras se lo abrochaba. Entonces, él ya tenía canas
en el cabello; ella lo sabía aunque nunca las había visto realmente. Como si su amor le hubiera dado a
él su propia capacidad de cambiar de forma, por mucho tiempo que pasara, cuando ella lo miraba,
siempre lo veía como el muchacho alocado de cabello negro del que se había enamorado.
A veces, aún le resultaba increíble que hubieran conseguido envejecer juntos, ella y Will Herondale, de
quien Gabriel Lightwood había dicho en una ocasión que no viviría más allá de los diecinueve. Con los
Lightwood habían mantenido una buena amistad durante todos esos años. Claro que Will no podía no
ser amigo del hombre que se había casado con su hermana. Tanto Cecily como Gabriel habían visitado
a Will el día de su muerte, igual que Sophie, aunque Gideon había muerto unos años antes.
Tessa recordaba ese día con toda claridad, el día que los Hermanos Silenciosos habían dicho que no
podían hacer nada más para mantener vivo a Will. Ya entonces, él no podía dejar la cama. Tessa se
había cuadrado y se había ido a comunicar la noticia a su familia y amigos, tratando de mantener la
calma por ellos lo mejor que podía, aunque se sentía como si le estuvieran arrancando el corazón del
pecho.
Había sido en junio; el brillante y cálido verano de 1937, y con las cortinas abiertas, la luz del sol había
inundado el dormitorio, el sol y los hijos de Will y de ella, sus nietos, sus sobrinos y sobrinas: los
chicos de ojos azules de Cecily, altos y apuestos, y las dos chicas de Gideon y de Sophie; además de los
que eran como de la familia: Charlotte, canosa y recta, y los hijos e hijas Fairchild, con su cabello
pelirrojo rizado, como había sido el de Henry.
Durante todo aquel día, Tessa había estado sentada en la cama con Will a su lado, apoyado en su
hombro. A otros, el panorama les podría haber resultado extraño: una joven sosteniendo con amor a un
hombre lo suficientemente mayor para ser su abuelo, con las manos de ambos entrelazadas, pero para la
familia era lo normal: sólo eran Tessa y Will. Y como eran Tessa y Will, los demás fueron y vinieron
durante todo el día, como hacían los cazadores de sombras cuando alguien estaba muriendo en su
cama; explicaban historias de la vida de Will y de todas las cosas que Tessa y él habían hecho durante
su larga vida juntos.
Los hijos había hablado con cariño de cómo Will siempre había amado a su madre, feroz y
devotamente; de cómo nunca había tenido ojos para nadie más, y de cómo su padre les había dado un
modelo del tipo de amor que ellos habían esperado encontrar en su propia vida. Hablaban de su gusto
por los libros, y de cómo les había enseñado a todos a quererlos también, a respetar la página impresa y
a querer las historias que esas páginas contaban. Hablaban de que aún maldecía en galés cuando se le
caía algo, aunque pocas veces usaba ese idioma, y de que aunque su prosa era excelente y, al jubilarse,
había escrito varias historias de los cazadores de sombras que habían tenido muy buena crítica, su
poesía siempre había sido terrible, aunque eso nunca le había impedido recitarla.
Su hijo mayor, James, había hablado riendo sobre el miedo que Will tenía a los patos y de su continua
batalla por mantenerlos alejados del estanque de la casa familiar en Yorkshire.
Sus nietos le habían recordado la canción sobre la viruela demoníaca que él les había enseñado (cuando
eran demasiado pequeños, en opinión de Tessa) y que todos habían memorizado. La cantaron todos
juntos, desafinando, escandalizando a Sophie.
Con lágrimas corriéndole por las mejillas, Cecily le había recordado el momento de su boda con
Gabriel en el que él había hecho un bonito discurso alabando al novio, y al final había dicho: «Dios
santo, pensaba que se estaba casando con Gideon. Retiro todo lo dicho», irritando así no sólo a Cecily y
a Gabriel, sino también a Sophie. Will demasiado cansado para reír, había sonreído a su hermana y le
había apretado la mano.
Todos habían reído con su costumbre de llevar a Tessa a «unas vacaciones» románticas a lugares
sacados de novelas góticas, incluido un horroroso páramo donde había muerto alguien, un frío castillo
con un fantasma y, naturalmente, la plaza de París donde había decidido que habían guillotinado a
Sydney Carton, y donde Will había aterrorizado a los peatones gritando: «¡Puedo ver la sangre en los
adoquines!», en francés.
Al final del día, mientras el cielo se oscurecía, la familia se había reunido junto al lecho de Will y le
habían ido besando antes de marcharse uno a uno, hasta que éste y Tessa se quedaron solos. Tessa se
había tumbado junto a él, le había cogido y le había apoyado la cabeza en el pecho. Y entre las
sombras, habían susurrado, recordándose uno a otra las historias que sólo ellos sabían. La de la chica
que había golpeado en la cabeza con la jarra del agua al chico que había ido a rescatarla, y cómo él se
había enamorado de ella al instante. La de un salón de baile y un balcón, y la luna navegando como un
barco a la deriva por el cielo. La del aleteo del ángel mecánico. La del agua bendita y la sangre.
Cerca de la medianoche, la puerta se había abierto y había entrado Jem. Tessa supuso que debería
pensar ya en él como hermano Zachariah, pero ni Will ni ella lo llamaban así. Él había entrado como
una sombra ataviado su hábito blanco, y Tessa había respirado hondo al verlo, porque sabía que eso era
lo que Will había estado esperando, y que la hora había llegado.
Jem no fue directo hacia Will, sino que cruzó la sala hasta una caja de palosanto que había sobre la
cómoda. Habían guardado siempre el violín de Jem para él, como Will le había prometido. Lo
mantenían limpio y afinado, y las bisagras de la caja no crujieron cuando el Hermano Silencioso la
abrió y sacó el instrumento. Le observaron mientras aplicaba resina en el arco con sus delgados dedos
de siempre; las pálidas muñecas desaparecían bajo la tela aún más blanca de los hábitos de pergamino
de los Hermanos.
Se llevó el violín al hombro y alzó el arco. Y tocó.
Zhin yin. Jem le había dicho en una ocasión que eso significaba entender la música, y también un
vínculo que era más profundo que la amistad. Jem tocó, y tocó los años de la vida de Will como él los
había visto. Tocó los dos niños en la sala de entrenamiento, uno enseñando al otro a lanzar cuchillos, y
tocó el ritual de parabatai: el fuego, los votos y las ardientes runas. Tocó dos jóvenes corriendo por las
calles de Londres en la oscuridad, parándose para apoyarse en una pared y reír. Tocó el día en la
biblioteca cuando Will y él habían bromeado con Tessa sobre patos, y tocó el tren de Yorkshire en el
que Jem había dicho que los parabatai debían amarse uno al otro como amaban a su propia alma. Tocó
ese amor, y tocó el amor de ambos por Tessa y el de ella por ellos, y tocó a Will diciendo: «En tus ojos
siempre he encontrado la gracia». Y tocó las demasiado pocas veces que los había visto desde que se
había unido a la Hermandad; los breves encuentros en el Instituto; la vez que un demonio Shax había
mordido a Will y casi lo había matado, y Jem había ido desde la Ciudad Silenciosa y se había sentado
con él, arriesgándose a ser descubierto y castigado. Y tocó el nacimiento de su primer hijo, y de la
ceremonia de protección que habían celebrado para el niño en la Ciudad Silenciosa. Will no había
querido que ningún otro Hermano Silencioso la llevara a cabo. Y Jem tocó la forma como se había
cubierto el marcado rostro con las manos y se había dado la vuelta cuando descubrió que el nombre del
niño era James.
Tocó el amor, la pérdida y los años de silencio, las palabras nunca dichas y los votos no realizados, y
todos los espacios entre su corazón y el de ellos; y cuando acabó, y después de dejar el violín en la caja,
los ojos de Will estaban cerrados, pero los de Tessa estaban cargados de lágrimas. Jem dejó el arco y
fue hacia la cama, mientras se bajaba la capucha, y ella vio sus ojos cerrados y las cicatrices de su
rostro. Y él se sentó junto a ellos en la cama y cogió la mano de Will, la que Tessa no sujetaba; los dos
miembros del matrimonio oyeron la voz de Jem en la cabeza.
Te sujeto la mano, hermano, para que puedas ir en paz.
Will abrió los ojos, que nunca habían perdido su color azul a lo largo de los años, y miró a Jem y luego
a Tessa, y sonrió, y murió, con la cabeza de su mujer sobre el hombro y la mano en la de Jem.
Nunca le había dejado de doler, recordar la muerte de Will. Cuando él ya no estuvo, Tessa se había ido.
Sus hijos ya eran mayores, tenían hijos propios; ella se dijo que no la necesitaban y ocultó en el fondo
de su mente la idea que la perseguía: no podía soportar quedarse y verlos envejecer más que ella. Una
cosa había sido sobrevivir a la muerte de su esposo. Sobrevivir a la muerte de sus hijos… no podía
quedarse sentada para verlo. Sucedería, tenía que suceder, pero ella no estaría allí.
Y además, había algo que Will le había pedido que hiciera.
El camino que llevaba de Shrewbury a Welshpool no era más largo de lo que lo había sido cuando él lo
había atravesado cabalgando en una carrera enloquecida y temeraria para salvarla de Mortmain. Will
había dejado instrucciones, detalles, descripciones de pueblos, de cierto roble. Tessa había recorrido
varias veces la carretera de arriba abajo en su Morris Minor antes de encontrarlo: el árbol, como lo
había dibujado en el diario que le había dado, con la mano temblándole un poco, pero el recuerdo claro.
La daga se hallaba entre las ramas del árbol, que había crecido alrededor de la empuñadura. Tuvo que
cortar varias, y excavar en la tierra y las rocas con una pala, para poder sacarla. La daga de Jem,
manchada por el clima y el paso del tiempo.
Ese año, se la había llevado a Jem al puente. Era 1937, y el Blitz aún no había llegado para destruir los
edificios alrededor de San Pablo, para bombardear con fuego y quemar los muros de la ciudad que
Tessa amaba. Aun así, había una sombra sobre el mundo, la señal de una oscuridad acercándose.
—Se matan entre ellos y se matan entre ellos, y no podemos hacer nada —había dicho Tessa, con las
manos sobre la gastada piedra de la balaustrada del puente. Estaba pensando en la Gran Guerra, la
primera guerra mundial, en el despilfarro de vidas. No era una guerra de cazadores de sombras, pero de
la sangre y la guerra nacían demonios, y era la responsabilidad de los nefilim evitar que los demonios
crearan aún mayor destrucción.
No podemos salvarles de sí mismos, había contestado Jem. Llevaba la capucha alzada, pero el viento se
la bajó, mostrando a Tessa el borde de su marcada mejilla.
—Algo está viniendo. Un horror que Mortmain sólo podía imaginar. Lo siento en los huesos.
Nadie puede librar al mundo de todo el mal, Tessa.
Y cuando sacó del bolsillo del abrigo la daga, envuelta en seda, aún sucia y manchada por la tierra y la
sangre de Will, y se la entregó, él agachó la cabeza y se la acercó, encorvando los hombros sobre ella,
como si se protegiera una herida en el corazón.
—Will quería que la vieras —dijo Tessa—, pero no te la puedes llevar.
Guárdamela. Puede llegar un día.
Ella no le preguntó a qué se refería, pero la guardó. La guardó cuando dejó Inglaterra, los blancos
acantilados de Dover alejándose como nubes en la distancia mientras cruzaba el Canal. En París
encontró a Magnus, que vivía en una buhardilla y pintaba, una ocupación para la que no tenía la más
mínima aptitud. La dejó dormir en un colchón junto a la ventana, y por la noche, cuando ella se
despertó llorando por Will, él se acercó y la abrazó, oliendo a trementina.
El primero es siempre el más difícil —afirmó él.
—¿El primero?
El primero al que amas y muere —respondió él—. Se va haciendo más fácil, después.
Cuando la guerra llegó a París, se fueron juntos a Nueva York, y el brujo le volvió a dar a conocer la
ciudad en la que ella había nacido: una metrópoli ajetreada, brillante, vibrante que ella casi no
reconoció. Donde los coches llenaban las calles como hormigas y los trenes pasaban silbando por
plataformas elevadas. Ese año no vio a Jem, porque la Luftwaffe estaba bombardeando Londres con
fuego, y él había considerado que era demasiado peligroso encontrarse, pero en los años siguientes…
—¿Tessa?
El corazón se le detuvo.
La cabeza le dio vueltas, mareada, y por un momento se preguntó si se estaba volviendo loca, si
después de tantos años, el pasado y el presente se le habían unido en el recuerdo hasta no poder
distinguir la diferencia. Porque la voz que oía no era la voz suave, silenciosa y «en la cabeza» del
hermano Zachariah, la voz que había resonado en su interior una vez al año durante los pasados ciento
treinta años.
Ésta era una voz que le despertaba recuerdos desgastados por años de rememorarlos, como un papel
doblado y desdoblado demasiadas veces. Una voz que le despertaba, como una ola, el recuerdo de otra
vez en ese puente, una noche de hacía tanto tiempo, todo negro y plata, y el río corriendo a sus pies…
El corazón le latía con tanta fuerza que creyó que le iba a reventar las costillas. Lentamente, se volvió,
apartándose de la balaustrada. Y miró.
Él se hallaba en la acera frente a ella, sonriendo con timidez, con las manos en los bolsillos de unos
vaqueros modernos. Llevaba un jersey de algodón azul remangado hasta los codos. Tenues cicatrices
blancas le decoraban los antebrazos como encaje. Tessa vio la forma de la runa del Silencio, que había
sido tan negra y fuerte en su piel, y se había desvanecido hasta ser un leve trazo de plata.
—¿Jem? —susurró, y se dio cuenta de por qué no lo había visto cuando lo había estado buscando con
la mirada entre la gente. Había estado buscando al hermano Zachariah, envuelto en su hábito blanco de
pergamino, moviéndose sin ser visto, entre el gentío de la capital. Pero ése no era el hermano
Zachariah.
Ése era Jem.
No podía apartar los ojos de él. Siempre había pensado que Jem era guapo. En ese momento, para ella
no era menos guapo. En un tiempo, su cabello había sido blanco plata, y se rizaba ligeramente con el
aire húmedo, y tenía ojos castaño oscuro con toques dorados en los iris. En un tiempo, su piel había
sido pálida; ahora tenía color. Donde su rostro no había tenido marcas antes de convertirse en un
Hermano Silencioso, había dos oscuras cicatrices, las primeras runas de la Hermandad, que destacaban
claramente en el arco de cada pómulo.
Donde el cuello de su jersey hacía una pequeña V, Tessa vio la delicada forma de la runa de parabatai
que, en un tiempo, lo había unido a Will. Que quizá los uniera todavía, si se consideraba que las almas
podían estar unidas sobre la separación de la muerte.
—Jem —susurró ella de nuevo. A primera vista, parecía tener unos diecinueve o veinte años, un poco
mayor de lo que había sido cuando se convirtió en Hermano Silencioso. Cuando Tessa lo miró mejor,
vio a un hombre: largos años de dolor y sabiduría en el fondo de los ojos; incluso la forma de moverse
hablaba de la importancia del sacrificio callado—. ¿Eres…? —La voz se le alzó con una loca esperanza
—. ¿Es permanente? ¿Ya no estás ligado a los Hermanos Silenciosos?
—No —contestó él. Hubo un rápido salto en su respiración; la estaba mirando como si no tuviera ni
idea de cómo iba a reaccionar a su repentina aparición—. No lo estoy.
La cura… ¿la has encontrado?
—No la encontré yo —contestó él lentamente—. Se ha encontrado.
—Vi a Magnus en Alacante hace sólo unos meses. Hablamos de ti. No me dijo…
—No lo sabía —repuso Jem—. Ha sido un año difícil, un año muy oscuro, para los cazadores de
sombras. Pero entre la sangre y el fuego, la pérdida y la tristeza, han nacido algunos grandes cambios
nuevos. —Se señaló a sí mismo, sin ninguna vanidad, y con cierto asombro en la voz, añadió—: Yo
mismo he cambiado.
—¿Cómo…?
—Te contaré toda la historia. Otra historia de familias Lightwood, Herondale y Fairchild. Pero eso
llevará más de una hora, y debes de tener frío. —Se acercó, como si fuera a tocarle el hombro; luego
pareció recordar quién era y dejó caer la mano.
—Yo… —Tessa se había quedado sin palabras. Aún estaba bajo la impresión de verle así, al natural. Sí,
lo había visto todos los años, en ese mismo lugar, en el puente. Pero no fue hasta ese momento cuando
se dio cuenta de lo mucho que había visto cambiar a Jem. Pero eso… eso era como caer en el pasado,
todo un siglo borrado, y se sintió mareada, exultante y aterrorizada—. Pero… ¿después de hoy?
¿Adónde vas a ir? ¿A Idris?
Durante unos segundos, él pareció genuinamente anonadado, y a pesar de lo viejo que ella sabía que
era, muy joven.
—No lo sé —respondió él—. Nunca había tenido una vida por delante para planear.
—Entonces… ¿otro Instituto?
«No te vayas —le quiso decir Tessa—. Por favor, quédate».
—No creo que vaya a Idris, o a un Instituto de ninguna parte —dijo él después de un largo silencio—.
No sé cómo vivir en el mundo como cazador de sombras sin Will. Creo que ni siquiera quiero
intentarlo. Aún soy un parabatai, pero mi otra mitad ya no está. Si fuera a algún Instituto y les pidiera
que me acogieran, nunca olvidaría eso. Nunca me sentiría completo.
—Entonces ¿qué…?
—Eso depende de ti.
—¿De mí? —Una especie de terror se apoderó de ella. Sabía lo que quería que él dijera, pero parecía
imposible. Durante todo el tiempo que lo había estado viendo, desde que se había convertido en un
Hermano Silencioso, él había parecido remoto. No brusco ni desalmado, pero como si hubiera una
campana de vidrio separándolo del mundo. Tessa recordó al chico que había conocido, que había dado
su amor tan libremente como respiraba, pero ése no era el hombre con el que se había visto una vez al
año durante más de un siglo. Ella sabía lo mucho que el tiempo contenido entre ese pasado y el
presente la había cambiado a ella. ¿Cuánto más podría haberle cambiado a él? Tessa no sabía qué
quería él en su nueva vida, o más directamente, de ella. Le quería decir lo que él quisiera oír, quería
cogerlo y sujetarlo, tomarle las manos y asegurarse de su forma, pero no se atrevía. No sin saber lo que
él quería de ella. Habían pasado demasiados años. ¿Cómo podía suponer que él aún sentía lo que había
sentido una vez?
—Yo… —Él se miró las delgadas manos, aferrándose al cemento del puente—. Durante ciento treinta
años cada una de las horas de mi vida ha sido programada. A menudo pensaba qué haría cuando fuera
libre, si alguna vez se encontraba una cura. Pensé que saldría corriendo inmediatamente, como un
pájaro al que sueltan de la jaula. No me había imaginado que emergería y me encontraría el mundo tan
cambiado, tan desesperado. Comprendido en fuego y sangre. Quería sobrevivir, pero sólo por una
razón. Deseaba…
—¿Qué deseabas?
Él no contestó. En vez de eso le tocó el brazalete con dedos ligeros.
—Es tu brazalete del trigésimo aniversario —observó—. Aún lo llevas.
Tessa tragó saliva. Le cosquilleaba la piel, el pulso se le aceleraba. Se dio cuenta de que no había
sentido eso, ese tipo concreto de excitación nerviosa, en tantos años que casi lo había olvidado.
—Sí.
—Después de Will, ¿has amado a alguien más?
—¿Acaso no sabes la respuesta?
—No me refiero del modo en que amas a tus hijos, o del modo en que amas a tus amigos. Tessa, ya
sabes a lo que refiero.
—No lo sé —repuso ella—. Creo que necesito que me lo digas.
—Una vez íbamos a casarnos —dijo él—. Y yo te he amado todo este tiempo, un siglo y medio. Y
que tú amabas a Will. Os vi juntos durante esos años. Y sé que ese amor era tan grande que debe de
haber hecho que otros amores, incluso el que nos tuvimos cuando ambos éramos tan jóvenes, parezcan
pequeños y sin importancia. Tuviste toda una vida de amor con él, Tessa. Tantos años… Hijos.
Recuerdo que no puedo esperar… —Se interrumpió con una fuerte sacudida.
»No —lo silenció, y dejó caer la muñeca—. No puedo hacerlo. He sido un estúpido al pensar… Tessa,
perdóname —le pidió; se alejó de ella y se metió entre la gente que pasaba por el puente.
Tessa se quedó un momento parada por la sorpresa; fue sólo un momento, pero suficiente para que él
desapareciera entre la gente. Se agarró para estabilizarse. La piedra del puente estaba fría bajo sus
dedos; fría, igual que lo había estado la noche que habían ido a ese lugar por primera vez, cuando
habían hablado por primera vez. Él había sido la primera persona a la que ella le había confesado su
mayor miedo: que su poder la hiciera algo ajeno, algo que no fuera humano. «Eres humana —había
dicho él—. En el sentido en el que importa».
Lo recordaba a él, recordaba el encantador muchacho que se moría, y que se había tomado el tiempo de
consolar a una asustada chica a la que no conocía, y no había dicho nada sobre su propio miedo. Claro
que le había dejado la marca de sus dedos en el corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo?
Recordó la vez que le había ofrecido el colgante de jade de su madre, tendido en su mano temblorosa.
Recordó besos en un carruaje, y el chico plateado ante la ventana, extrayendo música más hermosa que
el deseo del violín que tenía entre las manos.
«Will —había dicho—, ¿eres tú, Will?».
Will. Por un momento, su corazón vaciló. Recordó la muerte de Will; lo que había sufrido después: las
largas noches sola, tocando el otro lado de la cama todas las mañanas al despertar durante años,
esperando encontrarle allí, y sólo irse acostumbrando lentamente a que ese lado de la cama siempre
estaría vacío. Las veces que algo le había hecho gracia y se había vuelto para compartir la broma con
él, sólo para quedarse sorprendida de nuevo de que él no estuviera ahí. Los peores momentos, cuando,
sentada sola durante el desayuno, se había dado cuenta de que había olvidado del color exacto de sus
ojos o del cariz de su risa; que, como el sonido del violín de Jem, se habían perdido en la distancia
donde los recuerdos guardan silencio.
Jem era mortal de nuevo. Envejecería como Will, y como él, moriría, y ella no sabía cómo podría
soportarlo otra vez.
Otra vez.
«La mayoría de la gente nunca encuentra un gran amor en su vida. Tú tienes la suerte de haber
encontrado dos».
De repente, los pies la estaban llevando, casi por propia voluntad. Estaba corriendo hacia la gente,
empujando a desconocidos, murmurando disculpas al pisar a peatones o golpearles con los codos. No le
importaba. Corrió todo el puente y se detuvo de golpe en el extremo, donde una serie de estrechos
escalones bajaban hasta las aguas del Támesis.
Los bajó de dos en dos, casi resbalando sobre la húmeda piedra. Al final de la escalera, había un
pequeño muelle de cemento, rodeado de una barandilla de metal. El río iba alto y salpicaba entre los
espacios del metal, llenando el pequeño lugar con el olor a limo y agua fluvial.
Jem estaba en la barandilla, mirando hacia el agua. Tenía las manos metidas hasta el fondo de los
bolsillos, y los hombros encorvados como si resistiera un fuerte viento. Miraba hacia adelante casi sin
ver, y con tal intensidad que no pareció oírla cuando ella se le acercó por la espalda. Ella le cogió por la
manga y le hizo volverse cara a ella.
—¿Qué? —preguntó sin aliento—. ¿Qué ibas a preguntarme, Jem?
Él abrió mucho los ojos. Tenía las mejillas sonrojadas, aunque Tessa no podía estar segura de si era por
correr o por el aire frío. Jem la miró como si ella fuera algún tipo de planta extraña que hubiera crecido
de repente, asombrándolo.
—Tessa… ¿me has seguido?
—Claro que te he seguido. ¡Has salido corriendo a media frase!
—No era una frase muy buena. —Bajó la mirada, y luego la miró de nuevo a ella, con una sonrisa, tan
familiar para ella como sus propios recuerdos, tironeándole de la comisura de la boca. Entonces ella
recuperó un recuerdo perdido pero no olvidado: la sonrisa de Jem siempre había sido como la luz del
sol—. Nunca fui al que se le daban bien las palabras —admitió él—. Si tuviera mi violín, podría tocar
para ti lo que quería decirte.
—Inténtalo.
—No… no estoy seguro de poder. Tenía seis o siete discursos preparados, y me los estaba cargando
todos.
Tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de los vaqueros. Tessa tendió las manos y lo
cogió suavemente por las muñecas.
—Bueno, a mí sí se me dan bien las palabras —replicó ella—. Así que déjame que te pregunte.
Él sacó las manos de los bolsillos y le dejó cerrar los dedos sobre sus muñecas. Se quedaron ahí, Jem
mirándola desde debajo de su cabello negro, que el viento le volaba sobre la cara. Aún le quedaba un
mechón de plata, contrastando contra el negro.
—Me has preguntado si he amado a alguien aparte de Will —dijo ella—. Y la respuesta es sí. Te he
amado a ti. Siempre te he amado y siempre te amaré.
Le oyó tragar aire. El pulso le latía en el cuello, visible bajo la pálida piel aún marcada por las tenues
líneas blancas de las runas de la Hermandad.
—Dicen que no se puede amar a dos personas por igual al mismo tiempo —continuó Tessa—. Y quizá
sea así para otros. Pero Will y tú… no sois dos personas corrientes, dos personas que podrían tener
celos la una de la otra, o que fueran a imaginar que mi amor por uno de ellos restaba de mi amor por el
otro. Cuando erais niños unisteis vuestras almas. No podría haber amado tanto a Will si no te hubiera
amado a ti también, y no podía amarte como te amo si no hubiera amado a Will como le amé.
Le rodeaba las muñecas con los dedos suavemente, justo bajo los puños del jersey. Tocarle así…
resultaba tan extraño y, sin embargo, le hacía querer tocarlo más. Casi había olvidado lo mucho que
echaba de menos tocar a alguien a quien amaba.
De todos modos se obligó a soltarlo, y se llevó la mano al collar de la camisa. Con cuidado, cogió la
cadena que le colgaba del cuello y la alzó para que él pudiera ver, en el extremo de ella, el colgante de
jade que le había regalado hacía tanto tiempo. La inscripción en el dorso aún brillaba como si fuera
nuevo:
«Cuando dos personas son una en lo más profundo de su corazón, quiebran incluso la fuerza del hierro
o el bronce».
—¿Recuerdas que me lo dejaste a mí? —preguntó—. Nunca me lo he quitado.
Él cerró los ojos. Las pestañas sobre los pómulos, largas y finas.
—Todos estos años —dijo él, y su voz era un susurro, y no era la voz del chico que había sido antes,
pero era una voz que Tessa aún amaba—. Todos estos años, ¿lo llevabas? No lo sabía.
—Me parecía que sólo sería una carga para ti, cuando eras un Hermano Silencioso. Temía que pudieras
pensar que llevarlo significaba que tenía algún tipo de expectativa sobre ti. Una expectativa que tú no
podías cumplir.
Durante un largo rato, él mantuvo silencio. Tessa oía el río golpear la orilla, el tráfico en la distancia.
Le pareció que podía oír las nubes moverse en el cielo. Todos los nervios de su cuerpo gritaban
pidiendo que él hablara, pero esperó; esperó mientras una expresión sucedía a otra en el rostro de Jem,
y por fin habló.
—Ser un Hermano Silencioso es ver todo y nada al mismo tiempo. Podía ver el gran mapa de la vida,
extendido ante mí. Podía ver las corrientes de los mundos. Y la vida humana comenzó a parecer una
especie de obra de teatro, representada en la distancia. Cuando me sacaron las runas, cuando apartaron
el manto de la Hermandad, fue como si me hubiera despertado de un largo sueño, o como si se hubiera
roto una campana de cristal que me rodeara. Lo sentí todo, todo al mismo tiempo, apresurándose sobre
mí. Toda la humanidad que los hechizos de la Hermandad me habían arrebatado. Y yo tenía tanta
humanidad para recuperar… Eso es por ti. Si no te hubiera tenido a ti, Tessa, si no hubiera tenido esas
reuniones anuales como punto de anclaje y guía, no sé si podría haber regresado.
Había luz en sus oscuros ojos, y el corazón de Tessa se le elevó dentro del pecho. Sólo había amado a
dos hombres en su vida, y había creído que nunca volvería a ver el rostro de ninguno de ellos.
—Pero lo has hecho —susurró ella—. Y es un milagro. Y recuerda lo que te dije una vez sobre los
milagros.
Él sonrió al oírla.
—«Los milagros no se cuestionan, ni se protesta porque no están hechos perfectamente de acuerdo con
lo que querríamos». Supongo que es cierto. Desearía haber podido volver a tu lado antes. Desearía ser
el mismo chico que era cuando tú me amabas, entonces. Me temo que los años me han transformado en
otra persona.
Tessa le escrutó el rostro con la mirada. En la distancia podía oír pasar el tráfico, pero ahí, en la orilla
del río, casi podía imaginarse que volvía a ser joven, y que el aire estaba cargado de niebla y humo, que
el ferrocarril traqueteaba en la distancia…
—Los años también me han cambiado —confesó—. He sido madre y abuela; he visto morir a los que
amaba y he visto nacer a otros. Hablas de las corrientes del mundo. Y también las he visto. Si fuera aún
la misma chica que era cuando me conociste, no habría sido capaz de decirte lo que siento con tanta
libertad como lo he hecho ahora. Y no sería capaz de pedirte lo que estoy a punto de pedirte.
Él alzó la mano y le cubrió la mejilla. Tessa vio la esperanza en su expresión, naciendo lentamente.
—¿Y qué es?
—Ven conmigo —contestó ella—. Quédate conmigo. Sé conmigo. Ve todo conmigo. He viajado por
todo el mundo y he visto mucho, pero hay mucho más, y no hay nadie más con quien prefiera verlo.
Iría a cualquier parte y a ninguna contigo, Jem Carstairs.
Él le pasó el pulgar por el arco del pómulo. Ella se estremeció. Había pasado tanto tiempo desde que
alguien la había mirado así, como si fuera la mayor maravilla del mundo. Y ella sabía que lo estaba
mirando a él así también.
—Parece irreal —dijo él con una voz apagada—. Hace tanto que te amo… ¿Cómo puede ser esto
cierto?
—Es una de las grandes verdades de mi vida —respondió Tessa—. ¿Vendrás conmigo? Porque no
puedo esperar para compartir el mundo contigo, Jem. Hay tanto que ver…
Tessa no estuvo segura de quién se movió primero, pero al cabo de un momento, ella estaba entre sus
brazos y él le susurraba: «Sí, claro, sí», contra el cabello. Él le buscó la boca inseguro; ella podía notar
su suave tensión, el peso de tantos años entre el último beso y ése. Ella le puso la mano en la nuca y le
hizo inclinarse, susurrando: «Bie zhao ji. No te preocupes, no te preocupes». Le besó en la mejilla, en
la comisura de la boca, y finalmente en la boca. La presión de los labios de él sobre los suyos intensa y
gloriosa, y «Oh, los latidos de su corazón, el sabor de su boca, el ritmo de su respiración». Los sentidos
de Tessa se mezclaron con el recuerdo: lo delgado que él había sido, la sensación de los omoplatos
afilados como cuchillos bajo el fino lino de las camisas que había llevado. En ese momento notó
músculo sólido y fuerte al abrazarle; el resonar de la vida por su cuerpo donde se apretaba contra el de
ella, el suave algodón de su jersey entre sus dedos.
Tessa sabía que sobre su pequeño embarcadero, la gente aún caminaba por el puente, que el tráfico
seguía pasando, que los peatones seguramente los estarían mirando, pero no le importaba; con los años
se aprendía lo que era importante y lo que no. Y eso era importante: Jem, la velocidad y el ritmo de su
corazón, la gracia de sus delicadas manos al sujetarle el rostro, la suavidad de sus labios sobre los de
ella mientras trazaba el contorno de su boca con la de él. Su realidad, cálida, sólida y definitiva. Por
primera vez en muchos largos años, Tessa sintió el corazón abierto, y sintió el amor como más que un
recuerdo.
No, lo último que le importaba era si la gente estaban mirando al chico y a la chica que se besaban
junto al río, mientras Londres, sus barrios, torres, iglesias, puentes y calles, rodaban alrededor como el
recuerdo de un sueño. Y si el Támesis que corría junto a ellos, seguro y plateado bajo la luz de la tarde,
recordaba una noche, hacía mucho tiempo, cuando la luna había brillado tanto como una moneda sobre
esta misma joven pareja, o si las piedras de Blackfriars conocían su paso y pensaban para sí: «Al fin, la
rueda ha completado el círculo», y mantenían su silencio.

Nota sobre la Gran Bretaña de Tessa


Como en Ángel mecánico y Príncipe mecánico, el Londres y el Gales de Princesa mecánica es, tanto
como he podido hacerlo, una mezcla de lo real y lo irreal, lo conocido y lo olvidado. La casa de la
familia Lightwood se basa en la Chiswick House, que aún se puede visitar. En cuanto al número 16 de
Cheyne Walk, donde reside Woolsey Scott, en aquel tiempo estaba alquilado a Algernon Charles
Swinburne, Dante Gabriel Rossetti y George Meredith. Eran miembros del movimiento estético, igual
que Woolsey. Aunque ninguno fue nunca (de forma probada) un hombre lobo. Las Argent Rooms se
basan en las escandalosas Argyle Rooms.
En cuanto a la desesperada cabalgata de Will por el campo, desde Londres hasta el País de Gales, estoy
en deuda con Clary Booker, que me ayudó a diseñar la ruta, encontrar las posadas en las que Will
habría pernoctado y especuló sobre el tiempo. He tratado de mencionar caminos y posadas que
realmente existieron. (La carretera de Shrewsbury a Welshpool es ahora la A458.) He estado en Cadair
Idris y lo he subido, he visitado Dolgellay y Taly-Llyn, y he visto Llyn Cau, aunque no he saltado
dentro para ver adónde me llevaba.
El Blackfriars Bridge existe, evidentemente, entonces y ahora, y su descripción en el epílogo es tan
similar a lo que he visto de él como he podido hacerlo. Los Artefactos Infernales comienzan con una
ensoñación de Jem y Tessa en Blackfriars Bridge, y creo que lo adecuado es que finalice también ahí.
StephRG14
StephRG14


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