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All too well
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: All too well
Chicas me ha venido una nueva oleada de exámenes y trabajos. Así que no crea que pueda escribir hasta el final de la semana que viene
indigo.
----
Re: All too well
hoy termino los exámenes si puedo termino el capítulo entre mañana y el domingo, pero no prometo nada porque seguramente salga.
indigo.
----
Re: All too well
- LEERME:
- Siento mucha la tardanza, normalmente no tardo tanto en subir mis capítulos, pero se me juntó con los exámenes de la universidad. Espero que os guste, no me ha quedado como pretendía pero aún así no me disgusta. Tampoco me ha quedado tan largo como quería, pero bueno. Con las que tengo tramas creo que las usé bien, sin embargo no quise usar todas. Como siempre, si hay alguna falta o incoherencia, lo siento. Besos
Capítulo 01.
Ginevra Breedless H. | Paul Polinsky | Aspen Shereen | Olivia White || lovely rita.
El sonido de Nights in White provocó que Ginevra Breedless, una dormilona profesional, se incorporara de la cama como un resorte a la vez que maldecía a Steven y su manía de poner música a las siete de la mañana. A Gin no le gustaba madrugar. Madrugar y los guisantes eran las cosas que más odiaba en el mundo. Pero ese día sí que debía estar agradecida a su hermano mayor; porque le quedaba menos de una hora para arreglarse y marcharse a la universidad.
El primer día de universidad.
Como cualquier persona normal, Gin debería sentir una gran taquicardia en su pecho, pero no era eso lo que sentía. En realidad sus emociones seguían igual que el día anterior; cada una de ellas en su sitio. Quizá se debía a que tras graduarse, en lugar de elegir una carrera, había decidido tomarse un año sabático que había dedicado a ayudar a su padre en el trabajo y a componer música. Gin había madurado mucho en aquel año, lejos de la presión de un instituto y de los recuerdos que traían esos pasillos. Desde luego, era una versión mejorada de ella misma y esperaba que siguiera con aquella paz interior a pesar del estrés al que seguramente se sometería dentro de unos meses.
Así pues, su versión mejorada salió de debajo de las sábanas a regañadientes. El suelo estaba tan frío que Gin pasó varios minutos dando saltos por la habitación, hasta que sus pies se aclimataron a la baja temperatura. Como se había duchado por la noche caminó directa hacia su armario. Se quedó con la mirada ausente unos minutos, pues aún seguía ligeramente dormida. Ginevra sabía que también debería sentirse indecisa sobre qué ropa se pondría para el primer día de universidad; pero tampoco lo estaba. Prueba de ello fue que cogió el primer jersey que rozaron sus dedos y recogió de los pies de su cama los vaqueros que se había quitado por la noche. Caminó al baño, miró su expresión adormilada en el espejo y esa misma mirada adormilada fue la que dictaminó que sus cortos rizos no estaban muy despeinados. Se pasó el peine por unos minutos para desenredarlo y ya se hallaba lista para el primer día en la universidad.
«Yupi», pensó su parte sarcástica, que sí estaba lo suficientemente despierta.
No es que no se sintiera emocionada, es que desde la noche anterior notaba que algo malo iba a pasar y eso causaba que Gin estuviera medio ausente. No nerviosa, sino ausente. La noche anterior se le había caído el bol de palomitas de camino al sofá provocando que Simone se riera una vez más de su torpeza y casi se había olvidado de llamar a Wade para comprobar que había llegado sano y salvo a Vancouver.
En cambio, si estaba emociona por ver a Wade, al que había conocido en los escasos veranos que había ido a Australia a visitar a su madre. A pesar de verse muy poco, ambos habían sabido mantener la amistad por teléfono e internet. Y se alegraba sobre todo porque todas sus amigas llevaban un año fuera de la ciudad, disfrutando de su experiencia universitaria, y Wade sería su único conocido. Al menos el único conocido con que quería pasar el rato.
Gin salió al pasillo precedida por un suspiro. Salvo por la música, todo se encontraba en un silencio sepulcral. Su padre y Simone tenían muchos más problemas que ella para levantarse. Descendió las escaleras con energía y llegó a la cocina, donde encontró a Steven, aún en pijama, mientras devoraba un bol de cereales más grande que su cabeza.
Madrugar y los guisantes era lo que más odiaba. Simone, Steven y su padre eran las cosas que más amaba en el mundo.
Gin caminó y rodeó a Steven por el cuello dándole un beso de buenos días en la coronilla, al igual que todas las mañanas desde que tenía memoria.
―Creo que ha pasado un año desde la última vez que te despertaste tan temprano.
―Es mérito tuyo, odio que tu habitación esté al lado de la mía―dijo Gin con cierto retintín en su voz. Se separó de él para ir a por un vaso de zumo y un bollo a la nevera.
Steven tampoco aparentaba nerviosismo por el comienzo de las clases. Porque eran pocas las veces en las que su hermano perdía la calma y porque ese era ya el segundo año de universidad para él. Exactamente cursando la misma carrera que Gin había escogido; música. No era raro, puesto que los Breedless amaban la música, su padre se había encargado de inculcarles esa pasión desde que eran niños. Raymond Breedless era un reconocido compositor de bandas sonoras, y su repertorio viraba entre composiciones para el cine y series de televisión.
―Buenos días―saludó una somnolienta Simone, que sigilosa como era, había aparecido en la cocina sin hacer ruido.
Simone ocupaba el segundo podio en el árbol genealógico de la familia Breedless-Hollingworth y era una de las mejores amigas de Ginevra, a pesar de que según el manual de «las relaciones entre hermanas», deberían de discutir por cualquier cosa, no soportarse y pelearse porque una había usado el pantalón preferido de la otra sin permiso.
Al igual que Gin, Simone se acercó a Steven y lo besó cariñosamente en la coronilla.
―¿Papá está despierto?―preguntó Steven.
―Son las siete, es demasiado pronto para él.
Tras responder, Simone fue a una de las alacenas para sacar un paquete de frutas confitadas que le echaba a sus desayunos. Gin odiaba esas frutas, era como comer plástico aromatizado. Ella era toda una amante de la comida basura.
―Nerviosa, ¿eh?―comentó Simone dirigiéndose a Gin, la cual acababa de propinarle un buen bocado a su bollo.
―Que va―negó aún con la boca llena.
―No me puedo creer que nuestra hermanita vaya por fin a la universidad―dijo Steven soltando un suspiro melodramático y mirando a los azulejos de la pared con ensoñación.
Las chicas pusieron los ojos en blanco.
―Creo que eres la primera persona que conozco que no está nerviosa por su primer día.
―Solo tengo sueño―recalcó lanzando una mirada furibunda a Steven.
―Y más sueño que vas a tener cuando empiecen los exámenes, dormir ocho horas se convertirá en un privilegio―la animó Simone. Ese dato mermó aún más las ganas de Gin de empezar. Y luego seguía estando esa sensación rara en su estómago…
También era el primer día de su hermana en la universidad. Porque Simone había decidido cambiar de carrera (por tercera vez). Gin esperaba no seguir los mismos pasos que su hermana en ese aspecto. Quería terminar la carrera cuanto antes, conseguir las prácticas en una buena discografía ayudada por una carta de recomendación de su padre y dedicarse a hacer música hasta que palmara.
En ese momento sonó el timbre, que haciendo alarde de la pasión enfermiza de esa familia con la música, tenía la melodía de With or without you de U2.
―¡Yo no!―exclamaron rápidamente Steven y Gin al unísono.
Simone suspiró y fue a abrir la puerta. Así funcionaba la monarquía de los Breedless: el primero que dijera «yo no» se libraba de lo que fuera que hubiese que hacer. Minutos después regresó Simone, cargada a duras penas con tres paquetes.
―¿Qué es?―preguntó Gin.
―Regalos de mamá por el primer día.
Al parecer, todo iba a girar entorno «al primer día» aquel día. Ginevra no se emocionó por los regalos. Llevaba un mes sin mantener siquiera una conversación telefónica con su madre y su relación nunca había sido nada del otro mundo y los regalos carecían de sentido en esa situación, al menos desde su punto de vista. Para Gin su familia eran las personas con las que convivía día tras día. Sophie Hollingworth era la mujer con la que a veces pasaba los veranos en Australia y nada más.
Sin embargo, agarró el paquete que le tendía su hermana, para evitar así una charla relatada por la propia Simone sobre que debía esforzarse más con su madre. Abrió la caja cuadrada de cartón y dentro encontró otra caja más pequeña; era un portátil de última generación, mucho mejor que el que ella tenía. Sobre el aparato (que no le hizo especial ilusión porque era un regalo fácil, algo que hasta un desconocido podía regalarle) había un pequeño estuche rectangular de color azul, parecido al que se usaba para guardar collares. Pero el contenido no era un collar, sino un pluma estilográfica, en cuyo dorso, con letras doradas, tenía impresa la siguiente inscripción: «Espero que te ayude a encontrar tu inspiración». Por el contrario, ese regalo sí le hizo ilusión, porque era un regalo que solo podían hacerle si la conocían. Y contra todo pronóstico, Sophie había descubierto que en lo que mataba el tiempo cuando estaba en Australia era en componer canciones.
Al levantar la vista, vio que sus hermanos también habían recibido un portátil. Mientras que en lugar de la pluma estilográfica, Simone observaba entusiasmada un collar de platino del que pendía una pequeña flor de Loto. La flor de la pureza. Steven tenía una montaña de videojuegos apilada al lado del ordenador.
―Esta vez se ha superado―murmuró Steven atónito.
―No sabía que la pensión que le pasa su último ex marido diese para tanto―añadió Gin, que hacía girar la pluma entre sus dedos.
Simone hizo un gesto negativo con la cabeza, a la vez que se posicionaba frente a Ginevra para que le abrochara su nuevo collar. Aunque Steven bromeaba y ya debería estar acostumbrada a la indiferencia de Gin hacia su progenitora, Simone siempre se molestaba cuando hablaban mal de ella, puesto que de los tres hermanos, era la que más unida estaba a Sophie.
El silencio retornó en la cocina. Cada uno de los chicos examinaba sus regalos, completamente absortos. Hasta que Simone se decidió a hablar:
―Será mejor que nos vayamos, sino llegaremos tarde.
Gin alzó la vista hacia el reloj de pared con forma de corchea. Media hora para que se convirtiera oficialmente en una universitaria. La sensación mala de su estómago se acentuó más.
«¿Qué narices te ocurre? Ni que te fueran a colgar de la Guillotina», se reprendió.
―Está bien―respondió con una fingida sonrisa, ya que no quería que sus hermanos notaran nada.
―Suerte, hermanitas―Steven se levantó del taburete.
―¿No vienes?
―Es mi segundo año, puedo saltarme la tutoría de orientación―Gin asintió.
Ojalá ella también pudiera saltarse dicha tutoría. No quería soportar al decano Wilson (con el que mantuvo un pequeño altercado el día que fue a entregar la matrícula) hablando durante una hora entera sobre el mundo de oportunidades que se les presentaba, el sudor que les costaría sacarse la carrera y la indirecta velada para que animaran a sus padres para contribuir en el fondo de la universidad. Pero viendo el lado bueno, quizá hiciera nuevos amigos en ese rato. Ginevra siempre se obligaba a ver el lado bueno de las cosas, para que ningún momento de su existencia se convirtiera en un «momento perdido».
Caminó hacia el vestíbulo de altos ventanales para recoger su bandolera, su abrigo de plumas y el gorro de lana (dos elementos imprescindibles para sobrevivir al clima de Vancouver). Simone se reunió con ella minutos después, trayendo el reciente aroma de su colonia. Ambas se encaminaron hacia el sótano, donde estaba la puerta que las llevaría hacia el garaje, donde Simone guardaba su coche. Bueno, ahí estaban los coches de todos, menos el de Ginevra, que era demasiado vaga para invertir tiempo en el carnet de conducir.
Una vez su hermana puso en marcha el motor y la calefacción, Gin conectó su teléfono con el reproductor. Seleccionando la lista de reproducción que había llamado; «camino a casa». La lista se componía en su mayoría de bandas antiguas, de las que todo el mundo había oído hablar alguna vez y la lista la formaban las canciones que por regla general casi todo el mundo ha escuchado. Porque cuando vas con gente en el coche y es de noche y te da el viento en la cara, te pones a cantar y después todo el mundo canta y el camino de vuelta a casa es mucho mejor.
Del estéreo comenzó a salir la melodía de In the air tonight de Phil Collins.
Y así, pusieron rumbo hacia el Pacific Spirit Regional Park, uno de los parques más famosos de la ciudad y también, donde se encontraba la UBC, la universidad en la que estaban matriculadas.
―Estás rara―dictaminó Simone que la miraba de reojo.
―Bobadas―negó Gin.
A eso se refería, su hermana tenía la capacidad innata de leer cualquier anomalía en su rostro.
―¿Lista para conocer chicos guapos?―dijo cambiando de tema, alzando las cejas de manera divertida.
―Las relaciones no me hacen bien, siempre que estoy con alguien me transformo en el demonio de Tasmania.
Las dos rieron.
―Sí, todavía recuerdo al pobre Tim.
―¿Pobre?―Gin se estremeció al recordarlo―. ¿Quién piensa que es romántico tener una cita en un laboratorio donde se experimenta con virus contagiosos?
Tim había sido su último novio, o al menos, su último intento de tener una relación estable. Todos sus intentos tras el instituto (las cuales tampoco es que hubieran sido un éxito) se habían convertido en un estrepitoso fracaso. Y Ginevra había decidido que sola, era como mejor estaba.
Mientras sonaba King of pain, Ginevra se permitió bajar un poco la ventanilla. Le gustaba como olía Vancouver. Y Vancouver olía a frío, a gasolina, a pureza y suciedad, todo a la vez.
―Date prisa, conduces como una tortuga. A este caso encontraré a Wade como un cubo de hielo.
La noche anterior cuando llamó a Wade al teléfono de la residencia de la universidad, habían acordado encontrarse frente al edificio de la facultad de medicina antes de que empezase la tutoría.
―¿Sabes? la que alcanzó la meta fue la tortuga, en cambio la liebre se quedó a mitad de camino por confiada.
―Buena metáfora sobre los peligros que entraña aumentar un poco la velocidad, hermanita―respondió Gin.
―Tú eres la hermanita.
―Mido un setenta y cinco, tengo casi veinte años, y para que lo sepas, Steven no tiene el monopolio de esa palabra.
―Sí lo tiene―la molestó, guiñándole un ojo. Sus hermanos adoraban sacarla de quicio.
El silencio volvió hasta que finalmente Simone enfiló el desvió hacia la universidad. Había indicios del «primer día» allí donde mirase. Claxon
sonando a todo volumen para no atropellar a estudiantes incautos que se lanzaban pelotas de rugby (que imagen tan típica, pensó Gin). Padres con planos de la universidad e hijos que bajaban frenéticos las cajas de sus coches para deshacerse cuanto antes de sus padres y no pasar más vergüenza, chicos y chicas que caminaban mirando a todas partes más perdidos que un pingüino en el Sáhara…
Ginevra suspiró.
La sensación rara se hizo más fuerte, si es que eso era posible. Se arrellanó en el asiento del coche como si quisiera hundirse en él hasta fundirse con la tela. Simone zigzagueó por el campus hasta que logró encontrar una plaza libre en el aparcamiento. El coche frenó con una sacudida y se apearon de él con prontitud.
El aire frío calmó a Gin, que se obligó a dejar comportarse de una manera tan rara. No había nada de malo en empezar la universidad, ni en reencontrarse con uno de sus mejores amigos. No entendía el motivo de aquella sensación.
―¿Estás lista?
Asintió ante la pregunta de su hermana y se echó a andar hacia la facultad de medicina. Gin no tenía problemas para orientarse por el campus, puesto que había recorrido ese lugar cientos de veces cuando a Steven se le olvidaba algún trabajo en casa o cuando Simone la invitaba a las fiestas a las que iba con sus amigas de clase.
Cuando se encontraban a pocos metros del edificio y Ginevra casi se había olvidado de la extrañez que aquejaba su estómago, escuchó una risa que se le antojaba muy familiar. Oteó el lugar y encontró al dueño de la risa, sentado en el césped junto con un amigo. Con el mismo cuerpo, los mismos rasgos marcados, los mismos ojos, aquellos ojos que la habían vuelto tan loca.
Ahí estaba, como si nunca se hubiera ido, como si nunca la hubiera dejado. Gin notó como le flaqueaban las piernas y notaba la fuerza de tres corazones latiendo bajo su pecho. Era como meterse de lleno en las pesadillas que a veces la aquejaban. Aspen Shereen estaba a pocos metros, ajeno a que lo observaba.
―Dime que estoy alucinando…―agarró a Simone con fuerza del brazo.
Su hermana, que había estado buscando a Wade con la mirada, se preocupó al ver el rostro lívido de Ginevra. Siguió la trayectoria de la mirada de la chica y de pronto entendió qué sucedía.
―Ostras, ¿ese no es…?
―Sí, es Aspen.
Aspen Shereen, el causante de que todas sus relaciones hubieran sido un fracaso, de que Ginevra no quisiera implicarse nunca más con ningún tío. De que se transformara en un demonio de Tasmania. Le había costado tanto olvidarlo, sobreponerse a ese amor que nunca debió haber entregado… ¿por qué demonios había regresado a Vancouver, es que no había suficientes universidades en el mundo?
Y a la vez que reprimía las ganas de salir corriendo, del mismo modo que lo hizo cuando Aspen la dejó y la dijo que él no estaba lo suficientemente enamorado, pensó en cómo el organismo de las personas era capaz de anticipar las desgracias.
«Tú eras el puto nudo en mi estómago», lo maldijo.
El primer día de universidad.
Como cualquier persona normal, Gin debería sentir una gran taquicardia en su pecho, pero no era eso lo que sentía. En realidad sus emociones seguían igual que el día anterior; cada una de ellas en su sitio. Quizá se debía a que tras graduarse, en lugar de elegir una carrera, había decidido tomarse un año sabático que había dedicado a ayudar a su padre en el trabajo y a componer música. Gin había madurado mucho en aquel año, lejos de la presión de un instituto y de los recuerdos que traían esos pasillos. Desde luego, era una versión mejorada de ella misma y esperaba que siguiera con aquella paz interior a pesar del estrés al que seguramente se sometería dentro de unos meses.
Así pues, su versión mejorada salió de debajo de las sábanas a regañadientes. El suelo estaba tan frío que Gin pasó varios minutos dando saltos por la habitación, hasta que sus pies se aclimataron a la baja temperatura. Como se había duchado por la noche caminó directa hacia su armario. Se quedó con la mirada ausente unos minutos, pues aún seguía ligeramente dormida. Ginevra sabía que también debería sentirse indecisa sobre qué ropa se pondría para el primer día de universidad; pero tampoco lo estaba. Prueba de ello fue que cogió el primer jersey que rozaron sus dedos y recogió de los pies de su cama los vaqueros que se había quitado por la noche. Caminó al baño, miró su expresión adormilada en el espejo y esa misma mirada adormilada fue la que dictaminó que sus cortos rizos no estaban muy despeinados. Se pasó el peine por unos minutos para desenredarlo y ya se hallaba lista para el primer día en la universidad.
«Yupi», pensó su parte sarcástica, que sí estaba lo suficientemente despierta.
No es que no se sintiera emocionada, es que desde la noche anterior notaba que algo malo iba a pasar y eso causaba que Gin estuviera medio ausente. No nerviosa, sino ausente. La noche anterior se le había caído el bol de palomitas de camino al sofá provocando que Simone se riera una vez más de su torpeza y casi se había olvidado de llamar a Wade para comprobar que había llegado sano y salvo a Vancouver.
En cambio, si estaba emociona por ver a Wade, al que había conocido en los escasos veranos que había ido a Australia a visitar a su madre. A pesar de verse muy poco, ambos habían sabido mantener la amistad por teléfono e internet. Y se alegraba sobre todo porque todas sus amigas llevaban un año fuera de la ciudad, disfrutando de su experiencia universitaria, y Wade sería su único conocido. Al menos el único conocido con que quería pasar el rato.
Gin salió al pasillo precedida por un suspiro. Salvo por la música, todo se encontraba en un silencio sepulcral. Su padre y Simone tenían muchos más problemas que ella para levantarse. Descendió las escaleras con energía y llegó a la cocina, donde encontró a Steven, aún en pijama, mientras devoraba un bol de cereales más grande que su cabeza.
Madrugar y los guisantes era lo que más odiaba. Simone, Steven y su padre eran las cosas que más amaba en el mundo.
Gin caminó y rodeó a Steven por el cuello dándole un beso de buenos días en la coronilla, al igual que todas las mañanas desde que tenía memoria.
―Creo que ha pasado un año desde la última vez que te despertaste tan temprano.
―Es mérito tuyo, odio que tu habitación esté al lado de la mía―dijo Gin con cierto retintín en su voz. Se separó de él para ir a por un vaso de zumo y un bollo a la nevera.
Steven tampoco aparentaba nerviosismo por el comienzo de las clases. Porque eran pocas las veces en las que su hermano perdía la calma y porque ese era ya el segundo año de universidad para él. Exactamente cursando la misma carrera que Gin había escogido; música. No era raro, puesto que los Breedless amaban la música, su padre se había encargado de inculcarles esa pasión desde que eran niños. Raymond Breedless era un reconocido compositor de bandas sonoras, y su repertorio viraba entre composiciones para el cine y series de televisión.
―Buenos días―saludó una somnolienta Simone, que sigilosa como era, había aparecido en la cocina sin hacer ruido.
Simone ocupaba el segundo podio en el árbol genealógico de la familia Breedless-Hollingworth y era una de las mejores amigas de Ginevra, a pesar de que según el manual de «las relaciones entre hermanas», deberían de discutir por cualquier cosa, no soportarse y pelearse porque una había usado el pantalón preferido de la otra sin permiso.
Al igual que Gin, Simone se acercó a Steven y lo besó cariñosamente en la coronilla.
―¿Papá está despierto?―preguntó Steven.
―Son las siete, es demasiado pronto para él.
Tras responder, Simone fue a una de las alacenas para sacar un paquete de frutas confitadas que le echaba a sus desayunos. Gin odiaba esas frutas, era como comer plástico aromatizado. Ella era toda una amante de la comida basura.
―Nerviosa, ¿eh?―comentó Simone dirigiéndose a Gin, la cual acababa de propinarle un buen bocado a su bollo.
―Que va―negó aún con la boca llena.
―No me puedo creer que nuestra hermanita vaya por fin a la universidad―dijo Steven soltando un suspiro melodramático y mirando a los azulejos de la pared con ensoñación.
Las chicas pusieron los ojos en blanco.
―Creo que eres la primera persona que conozco que no está nerviosa por su primer día.
―Solo tengo sueño―recalcó lanzando una mirada furibunda a Steven.
―Y más sueño que vas a tener cuando empiecen los exámenes, dormir ocho horas se convertirá en un privilegio―la animó Simone. Ese dato mermó aún más las ganas de Gin de empezar. Y luego seguía estando esa sensación rara en su estómago…
También era el primer día de su hermana en la universidad. Porque Simone había decidido cambiar de carrera (por tercera vez). Gin esperaba no seguir los mismos pasos que su hermana en ese aspecto. Quería terminar la carrera cuanto antes, conseguir las prácticas en una buena discografía ayudada por una carta de recomendación de su padre y dedicarse a hacer música hasta que palmara.
En ese momento sonó el timbre, que haciendo alarde de la pasión enfermiza de esa familia con la música, tenía la melodía de With or without you de U2.
―¡Yo no!―exclamaron rápidamente Steven y Gin al unísono.
Simone suspiró y fue a abrir la puerta. Así funcionaba la monarquía de los Breedless: el primero que dijera «yo no» se libraba de lo que fuera que hubiese que hacer. Minutos después regresó Simone, cargada a duras penas con tres paquetes.
―¿Qué es?―preguntó Gin.
―Regalos de mamá por el primer día.
Al parecer, todo iba a girar entorno «al primer día» aquel día. Ginevra no se emocionó por los regalos. Llevaba un mes sin mantener siquiera una conversación telefónica con su madre y su relación nunca había sido nada del otro mundo y los regalos carecían de sentido en esa situación, al menos desde su punto de vista. Para Gin su familia eran las personas con las que convivía día tras día. Sophie Hollingworth era la mujer con la que a veces pasaba los veranos en Australia y nada más.
Sin embargo, agarró el paquete que le tendía su hermana, para evitar así una charla relatada por la propia Simone sobre que debía esforzarse más con su madre. Abrió la caja cuadrada de cartón y dentro encontró otra caja más pequeña; era un portátil de última generación, mucho mejor que el que ella tenía. Sobre el aparato (que no le hizo especial ilusión porque era un regalo fácil, algo que hasta un desconocido podía regalarle) había un pequeño estuche rectangular de color azul, parecido al que se usaba para guardar collares. Pero el contenido no era un collar, sino un pluma estilográfica, en cuyo dorso, con letras doradas, tenía impresa la siguiente inscripción: «Espero que te ayude a encontrar tu inspiración». Por el contrario, ese regalo sí le hizo ilusión, porque era un regalo que solo podían hacerle si la conocían. Y contra todo pronóstico, Sophie había descubierto que en lo que mataba el tiempo cuando estaba en Australia era en componer canciones.
Al levantar la vista, vio que sus hermanos también habían recibido un portátil. Mientras que en lugar de la pluma estilográfica, Simone observaba entusiasmada un collar de platino del que pendía una pequeña flor de Loto. La flor de la pureza. Steven tenía una montaña de videojuegos apilada al lado del ordenador.
―Esta vez se ha superado―murmuró Steven atónito.
―No sabía que la pensión que le pasa su último ex marido diese para tanto―añadió Gin, que hacía girar la pluma entre sus dedos.
Simone hizo un gesto negativo con la cabeza, a la vez que se posicionaba frente a Ginevra para que le abrochara su nuevo collar. Aunque Steven bromeaba y ya debería estar acostumbrada a la indiferencia de Gin hacia su progenitora, Simone siempre se molestaba cuando hablaban mal de ella, puesto que de los tres hermanos, era la que más unida estaba a Sophie.
El silencio retornó en la cocina. Cada uno de los chicos examinaba sus regalos, completamente absortos. Hasta que Simone se decidió a hablar:
―Será mejor que nos vayamos, sino llegaremos tarde.
Gin alzó la vista hacia el reloj de pared con forma de corchea. Media hora para que se convirtiera oficialmente en una universitaria. La sensación mala de su estómago se acentuó más.
«¿Qué narices te ocurre? Ni que te fueran a colgar de la Guillotina», se reprendió.
―Está bien―respondió con una fingida sonrisa, ya que no quería que sus hermanos notaran nada.
―Suerte, hermanitas―Steven se levantó del taburete.
―¿No vienes?
―Es mi segundo año, puedo saltarme la tutoría de orientación―Gin asintió.
Ojalá ella también pudiera saltarse dicha tutoría. No quería soportar al decano Wilson (con el que mantuvo un pequeño altercado el día que fue a entregar la matrícula) hablando durante una hora entera sobre el mundo de oportunidades que se les presentaba, el sudor que les costaría sacarse la carrera y la indirecta velada para que animaran a sus padres para contribuir en el fondo de la universidad. Pero viendo el lado bueno, quizá hiciera nuevos amigos en ese rato. Ginevra siempre se obligaba a ver el lado bueno de las cosas, para que ningún momento de su existencia se convirtiera en un «momento perdido».
Caminó hacia el vestíbulo de altos ventanales para recoger su bandolera, su abrigo de plumas y el gorro de lana (dos elementos imprescindibles para sobrevivir al clima de Vancouver). Simone se reunió con ella minutos después, trayendo el reciente aroma de su colonia. Ambas se encaminaron hacia el sótano, donde estaba la puerta que las llevaría hacia el garaje, donde Simone guardaba su coche. Bueno, ahí estaban los coches de todos, menos el de Ginevra, que era demasiado vaga para invertir tiempo en el carnet de conducir.
Una vez su hermana puso en marcha el motor y la calefacción, Gin conectó su teléfono con el reproductor. Seleccionando la lista de reproducción que había llamado; «camino a casa». La lista se componía en su mayoría de bandas antiguas, de las que todo el mundo había oído hablar alguna vez y la lista la formaban las canciones que por regla general casi todo el mundo ha escuchado. Porque cuando vas con gente en el coche y es de noche y te da el viento en la cara, te pones a cantar y después todo el mundo canta y el camino de vuelta a casa es mucho mejor.
Del estéreo comenzó a salir la melodía de In the air tonight de Phil Collins.
Y así, pusieron rumbo hacia el Pacific Spirit Regional Park, uno de los parques más famosos de la ciudad y también, donde se encontraba la UBC, la universidad en la que estaban matriculadas.
―Estás rara―dictaminó Simone que la miraba de reojo.
―Bobadas―negó Gin.
A eso se refería, su hermana tenía la capacidad innata de leer cualquier anomalía en su rostro.
―¿Lista para conocer chicos guapos?―dijo cambiando de tema, alzando las cejas de manera divertida.
―Las relaciones no me hacen bien, siempre que estoy con alguien me transformo en el demonio de Tasmania.
Las dos rieron.
―Sí, todavía recuerdo al pobre Tim.
―¿Pobre?―Gin se estremeció al recordarlo―. ¿Quién piensa que es romántico tener una cita en un laboratorio donde se experimenta con virus contagiosos?
Tim había sido su último novio, o al menos, su último intento de tener una relación estable. Todos sus intentos tras el instituto (las cuales tampoco es que hubieran sido un éxito) se habían convertido en un estrepitoso fracaso. Y Ginevra había decidido que sola, era como mejor estaba.
Mientras sonaba King of pain, Ginevra se permitió bajar un poco la ventanilla. Le gustaba como olía Vancouver. Y Vancouver olía a frío, a gasolina, a pureza y suciedad, todo a la vez.
―Date prisa, conduces como una tortuga. A este caso encontraré a Wade como un cubo de hielo.
La noche anterior cuando llamó a Wade al teléfono de la residencia de la universidad, habían acordado encontrarse frente al edificio de la facultad de medicina antes de que empezase la tutoría.
―¿Sabes? la que alcanzó la meta fue la tortuga, en cambio la liebre se quedó a mitad de camino por confiada.
―Buena metáfora sobre los peligros que entraña aumentar un poco la velocidad, hermanita―respondió Gin.
―Tú eres la hermanita.
―Mido un setenta y cinco, tengo casi veinte años, y para que lo sepas, Steven no tiene el monopolio de esa palabra.
―Sí lo tiene―la molestó, guiñándole un ojo. Sus hermanos adoraban sacarla de quicio.
El silencio volvió hasta que finalmente Simone enfiló el desvió hacia la universidad. Había indicios del «primer día» allí donde mirase. Claxon
sonando a todo volumen para no atropellar a estudiantes incautos que se lanzaban pelotas de rugby (que imagen tan típica, pensó Gin). Padres con planos de la universidad e hijos que bajaban frenéticos las cajas de sus coches para deshacerse cuanto antes de sus padres y no pasar más vergüenza, chicos y chicas que caminaban mirando a todas partes más perdidos que un pingüino en el Sáhara…
Ginevra suspiró.
La sensación rara se hizo más fuerte, si es que eso era posible. Se arrellanó en el asiento del coche como si quisiera hundirse en él hasta fundirse con la tela. Simone zigzagueó por el campus hasta que logró encontrar una plaza libre en el aparcamiento. El coche frenó con una sacudida y se apearon de él con prontitud.
El aire frío calmó a Gin, que se obligó a dejar comportarse de una manera tan rara. No había nada de malo en empezar la universidad, ni en reencontrarse con uno de sus mejores amigos. No entendía el motivo de aquella sensación.
―¿Estás lista?
Asintió ante la pregunta de su hermana y se echó a andar hacia la facultad de medicina. Gin no tenía problemas para orientarse por el campus, puesto que había recorrido ese lugar cientos de veces cuando a Steven se le olvidaba algún trabajo en casa o cuando Simone la invitaba a las fiestas a las que iba con sus amigas de clase.
Cuando se encontraban a pocos metros del edificio y Ginevra casi se había olvidado de la extrañez que aquejaba su estómago, escuchó una risa que se le antojaba muy familiar. Oteó el lugar y encontró al dueño de la risa, sentado en el césped junto con un amigo. Con el mismo cuerpo, los mismos rasgos marcados, los mismos ojos, aquellos ojos que la habían vuelto tan loca.
Ahí estaba, como si nunca se hubiera ido, como si nunca la hubiera dejado. Gin notó como le flaqueaban las piernas y notaba la fuerza de tres corazones latiendo bajo su pecho. Era como meterse de lleno en las pesadillas que a veces la aquejaban. Aspen Shereen estaba a pocos metros, ajeno a que lo observaba.
―Dime que estoy alucinando…―agarró a Simone con fuerza del brazo.
Su hermana, que había estado buscando a Wade con la mirada, se preocupó al ver el rostro lívido de Ginevra. Siguió la trayectoria de la mirada de la chica y de pronto entendió qué sucedía.
―Ostras, ¿ese no es…?
―Sí, es Aspen.
Aspen Shereen, el causante de que todas sus relaciones hubieran sido un fracaso, de que Ginevra no quisiera implicarse nunca más con ningún tío. De que se transformara en un demonio de Tasmania. Le había costado tanto olvidarlo, sobreponerse a ese amor que nunca debió haber entregado… ¿por qué demonios había regresado a Vancouver, es que no había suficientes universidades en el mundo?
Y a la vez que reprimía las ganas de salir corriendo, del mismo modo que lo hizo cuando Aspen la dejó y la dijo que él no estaba lo suficientemente enamorado, pensó en cómo el organismo de las personas era capaz de anticipar las desgracias.
«Tú eras el puto nudo en mi estómago», lo maldijo.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Verde. Azul. Blanco. Gris. Marrón.
Así se veía Vancouver desde las nubes, una gama de colores apenas reconocibles entre ellos. Que parecían estar enzarzados en una disputa por ser uno de ellos el que más predominase en el paisaje. Paul Polinsky se dejó caer contra el respaldo de su asiento, suspirando fuertemente. Sus emociones también se hallaban en guerra. Paul era un terreno y sus sentimientos conquistadores que querían hacerse con el control de su cuerpo. Él se preguntaba cuál de ellos ganaría la batalla. Si la emoción de volver a casa, el miedo o la nostalgia que no lo había abandonado desde que el avión había despegado desde Nueva York. Pero lo que de verdad se preguntaba y no debería estar preguntándose, era si Olivia estaría en el aeropuerto esperando para darle la bienvenida.
«Sí, seguro que también te ha hecho una pancarta», se reprendió cayendo en la cuenta de la ridiculez de su duda. Porque teniendo en cuenta como habían terminado las cosas con Olivia White, lo que de verdad debería estar preguntándose era si no lo estaría esperando con una escopeta, dispuesta a volarle los sesos. Aunque él también tenía derecho a cargar una escopeta contra ella, porque los dos habían fallado en aquella relación. Sabía, sin embargo, que Olivia tendría derecho a un número de balas mayor.
Por otro lado, lo que de verdad tendría que preguntarse era si Ginger estaría en aeropuerto esperando. Ginger, su novia, a la que quería y que sobretodo, lo quería y aceptaba como era. No Olivia, que lo odiaba profundamente y nunca lo había aceptado. Lo que también le llevaba a pensar en Arthur, quien era su mejor amigo y también ex novio de Ginger. La situación cuando se encontrasen los tres iba a ser muy incómoda.
Paul se revolvió nervioso en su asiento, por tercera vez. Quizá hubiera sido mejor quedarse en Nueva York, allí se había librado una buena vida (todo lo buena que puede ser la de un universitario). Pero la nostalgia que había sentido había sido suficiente para regresar a casa. Y el único que motivo por el que se había marchado, como no podía ser de otra manera; había sido Olivia White. Las cosas entre ellos se habrían complicado aún más si hubiera tenido que verla todos los días. En realidad había sido una putada que precisamente de todas las mujeres guapas que habitaban Vancouver su padre se enamorara de Lou, la madre de Oli. Y que para colmo, ella también se enamorara de él.
―Señores pasajeros, les informo de que en unos minutos comenzará el descenso en la pista de aterrizaje. Por favor, abrochen sus cinturones de seguridad y no se muevan de sus asientos―informó la voz robótica del piloto.
Paul se abrochó el cinturón, tal y como pidieron, revolviéndose a su vez en el asiento, una vez más. La mujer que se había sentado a su lado durante el trayecto. Una anciana arrugada como una pasa que le había ofrecido cinco veces un caramelo de limón, lo miró con ternura.
―¿Te da miedo el aterrizaje, hijo?―dijo hablando con suavidad, como si Paul fuera un niño de tres años asustado.
―No, es otra cosa lo que me da miedo―confesó, después de todo, no volvería a ver a la anciana. Y Paul necesitaba hablar.
―Vaya,vaya... ¿Una chica, quizá?―la anciana soltó una risita, acercándose a él de manera cómplice.
Paul torció el gesto y se sobresaltó un poco debido al meneo del avión al comenzar el descenso. Se le taponaron los oídos en el acto.
―Dos, en realidad.
La mujer abrió los ojos, acentuando más las arrugas de su frente.
―Esta juventud de hoy en día, que no conformes con la leche también buscan cereales―exclamó la señora, mirando al techo del avión, como si suplicara. A Paul le hizo gracia la metáfora de la leche y los cereales.
―No estoy jugando a dos bandas. Solo estoy pensando en quien no debería pensar y olvidando en quien sí debería pensar―Paul se enredó con sus propias palabras, se le daba verdaderamente mal explicarse.
La mujer dio unas palmaditas en el brazo de Paul, que descansaba sobre el reposabrazos de su asiento.
―A lo mejor no, quizá estés pensando en quien deberías.
Paul frunció el ceño, la conversación no estaba ayudando a que se despejase.
―¿Qué quiere decir?
―Si he aprendido algo de la vida es que podemos engañarnos y engañar a los demás. Pero hay una fuerza superior a nosotros, que ve y siente las cosas tal y como son, libre de nuestros engaños.
―¿Cuál es esa fuerza?―la señora había logrado encandilarlo con toda la palabrería anterior.
―El corazón―volvió a darle unas palmaditas en el antebrazo.
Aquello dejó a Paul con un mal sabor de boca. Y sí, era muy bonito todo lo que aquella anciana con cara de pasa había dicho. Y sí, también podía ser que una parte de su corazón, por pequeña que fuese, continuara queriendo a Olivia como antes. Sin embargo, la ruptura era la prueba tácita de que ellos no podían estar juntos. Eran como la Tierra y el Sol, si se juntaban, las consecuencias terminaban por ser catastróficas.
Un rato después Paul se encontraba frente a la cinta de las maletas, esperando la suya. Mientras trataba de luchar contra la serpiente de nervios que bajaba y subía por su estómago cada pocos minutos. No estaba nerviosa, sino al borde de un ataque del corazón. A ese paso, David tendría que ir a ver a su hijo al hospital.
La maleta apareció en ese momento, Paul la agarró y emprendió el camino hacia la salida. Había tanta gente que tuvo que cambiar el rumbo en varias ocasiones porque tomaba las desviaciones incorrectas. Al final, después de muchas idas y venidas, encontró las puertas que daban a la salida. A medida que caminaba hacia ellas, la serpiente se hacía más grande y gorda en su estómago. Tanto era así, que perdió varios segundos en decidirse a acercarse. Pero una familia de musulmanes lo arrolló al pasar por su lado, provocando que avanzara unos pasos, por lo que las puertas automáticas terminaron por abrirse, dejándolo a la intemperie.
Lo primero que vio Paul fue a la anciana arrugada como una pasa abrazada a un anciano arrugado como una pasa. Verla le dio el valor necesario para ponerse a caminar. Se estaba comportando como un verdadero gilipollas. Una de esas actitudes por las que su padre le daría una colleja bien fuerte, de esas que hacían daño y dejaban un hormiguero molesto. Pensar en su padre también le dio valor para caminar y para alzar la mirada en su busca.
Olivia era el pasado, uno que había dejado atrás al abandonar Vancouver. Y Ginger también era el pasado, pero también era el presente y el futuro que podría tener (siempre y cuando no la fastidiara). Debía dejar de comportarse así.
Entonces, cuando alzó la vista de nuevo, se encontró con lo que tanto miedo le daba. Vio a su padre, que lo saludaba eufórico con la mano que no sostenía la de Lou. La propia Lou, que le sonreía con cariño. Y por último Ginger, que se retorcía las manos con vehemencia. Paul se emocionó y se sintió feliz por verlos. Pero así y todo, su corazón no pudo evitar decepcionarse al no ver los rizos ni los ojos azules de Olivia White entre aquellas personas.
Así se veía Vancouver desde las nubes, una gama de colores apenas reconocibles entre ellos. Que parecían estar enzarzados en una disputa por ser uno de ellos el que más predominase en el paisaje. Paul Polinsky se dejó caer contra el respaldo de su asiento, suspirando fuertemente. Sus emociones también se hallaban en guerra. Paul era un terreno y sus sentimientos conquistadores que querían hacerse con el control de su cuerpo. Él se preguntaba cuál de ellos ganaría la batalla. Si la emoción de volver a casa, el miedo o la nostalgia que no lo había abandonado desde que el avión había despegado desde Nueva York. Pero lo que de verdad se preguntaba y no debería estar preguntándose, era si Olivia estaría en el aeropuerto esperando para darle la bienvenida.
«Sí, seguro que también te ha hecho una pancarta», se reprendió cayendo en la cuenta de la ridiculez de su duda. Porque teniendo en cuenta como habían terminado las cosas con Olivia White, lo que de verdad debería estar preguntándose era si no lo estaría esperando con una escopeta, dispuesta a volarle los sesos. Aunque él también tenía derecho a cargar una escopeta contra ella, porque los dos habían fallado en aquella relación. Sabía, sin embargo, que Olivia tendría derecho a un número de balas mayor.
Por otro lado, lo que de verdad tendría que preguntarse era si Ginger estaría en aeropuerto esperando. Ginger, su novia, a la que quería y que sobretodo, lo quería y aceptaba como era. No Olivia, que lo odiaba profundamente y nunca lo había aceptado. Lo que también le llevaba a pensar en Arthur, quien era su mejor amigo y también ex novio de Ginger. La situación cuando se encontrasen los tres iba a ser muy incómoda.
Paul se revolvió nervioso en su asiento, por tercera vez. Quizá hubiera sido mejor quedarse en Nueva York, allí se había librado una buena vida (todo lo buena que puede ser la de un universitario). Pero la nostalgia que había sentido había sido suficiente para regresar a casa. Y el único que motivo por el que se había marchado, como no podía ser de otra manera; había sido Olivia White. Las cosas entre ellos se habrían complicado aún más si hubiera tenido que verla todos los días. En realidad había sido una putada que precisamente de todas las mujeres guapas que habitaban Vancouver su padre se enamorara de Lou, la madre de Oli. Y que para colmo, ella también se enamorara de él.
―Señores pasajeros, les informo de que en unos minutos comenzará el descenso en la pista de aterrizaje. Por favor, abrochen sus cinturones de seguridad y no se muevan de sus asientos―informó la voz robótica del piloto.
Paul se abrochó el cinturón, tal y como pidieron, revolviéndose a su vez en el asiento, una vez más. La mujer que se había sentado a su lado durante el trayecto. Una anciana arrugada como una pasa que le había ofrecido cinco veces un caramelo de limón, lo miró con ternura.
―¿Te da miedo el aterrizaje, hijo?―dijo hablando con suavidad, como si Paul fuera un niño de tres años asustado.
―No, es otra cosa lo que me da miedo―confesó, después de todo, no volvería a ver a la anciana. Y Paul necesitaba hablar.
―Vaya,vaya... ¿Una chica, quizá?―la anciana soltó una risita, acercándose a él de manera cómplice.
Paul torció el gesto y se sobresaltó un poco debido al meneo del avión al comenzar el descenso. Se le taponaron los oídos en el acto.
―Dos, en realidad.
La mujer abrió los ojos, acentuando más las arrugas de su frente.
―Esta juventud de hoy en día, que no conformes con la leche también buscan cereales―exclamó la señora, mirando al techo del avión, como si suplicara. A Paul le hizo gracia la metáfora de la leche y los cereales.
―No estoy jugando a dos bandas. Solo estoy pensando en quien no debería pensar y olvidando en quien sí debería pensar―Paul se enredó con sus propias palabras, se le daba verdaderamente mal explicarse.
La mujer dio unas palmaditas en el brazo de Paul, que descansaba sobre el reposabrazos de su asiento.
―A lo mejor no, quizá estés pensando en quien deberías.
Paul frunció el ceño, la conversación no estaba ayudando a que se despejase.
―¿Qué quiere decir?
―Si he aprendido algo de la vida es que podemos engañarnos y engañar a los demás. Pero hay una fuerza superior a nosotros, que ve y siente las cosas tal y como son, libre de nuestros engaños.
―¿Cuál es esa fuerza?―la señora había logrado encandilarlo con toda la palabrería anterior.
―El corazón―volvió a darle unas palmaditas en el antebrazo.
Aquello dejó a Paul con un mal sabor de boca. Y sí, era muy bonito todo lo que aquella anciana con cara de pasa había dicho. Y sí, también podía ser que una parte de su corazón, por pequeña que fuese, continuara queriendo a Olivia como antes. Sin embargo, la ruptura era la prueba tácita de que ellos no podían estar juntos. Eran como la Tierra y el Sol, si se juntaban, las consecuencias terminaban por ser catastróficas.
Un rato después Paul se encontraba frente a la cinta de las maletas, esperando la suya. Mientras trataba de luchar contra la serpiente de nervios que bajaba y subía por su estómago cada pocos minutos. No estaba nerviosa, sino al borde de un ataque del corazón. A ese paso, David tendría que ir a ver a su hijo al hospital.
La maleta apareció en ese momento, Paul la agarró y emprendió el camino hacia la salida. Había tanta gente que tuvo que cambiar el rumbo en varias ocasiones porque tomaba las desviaciones incorrectas. Al final, después de muchas idas y venidas, encontró las puertas que daban a la salida. A medida que caminaba hacia ellas, la serpiente se hacía más grande y gorda en su estómago. Tanto era así, que perdió varios segundos en decidirse a acercarse. Pero una familia de musulmanes lo arrolló al pasar por su lado, provocando que avanzara unos pasos, por lo que las puertas automáticas terminaron por abrirse, dejándolo a la intemperie.
Lo primero que vio Paul fue a la anciana arrugada como una pasa abrazada a un anciano arrugado como una pasa. Verla le dio el valor necesario para ponerse a caminar. Se estaba comportando como un verdadero gilipollas. Una de esas actitudes por las que su padre le daría una colleja bien fuerte, de esas que hacían daño y dejaban un hormiguero molesto. Pensar en su padre también le dio valor para caminar y para alzar la mirada en su busca.
Olivia era el pasado, uno que había dejado atrás al abandonar Vancouver. Y Ginger también era el pasado, pero también era el presente y el futuro que podría tener (siempre y cuando no la fastidiara). Debía dejar de comportarse así.
Entonces, cuando alzó la vista de nuevo, se encontró con lo que tanto miedo le daba. Vio a su padre, que lo saludaba eufórico con la mano que no sostenía la de Lou. La propia Lou, que le sonreía con cariño. Y por último Ginger, que se retorcía las manos con vehemencia. Paul se emocionó y se sintió feliz por verlos. Pero así y todo, su corazón no pudo evitar decepcionarse al no ver los rizos ni los ojos azules de Olivia White entre aquellas personas.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Aspen echaba de menos el olor del aire de Vancouver, es mezcla de olor casi indescriptible. Echaba de menos el sol de primeros de octubre. A los amigos que había hecho en su corta estancia en la ciudad hacía unos cuantos años atrás. Y había echado de menos a Gin, aunque a ella no tuviera derecho de echarla de menos. Porque Aspen Shereen se había comportado como un completo subnormal con Gin. Había tenido, como suele decirse, la felicidad al alcance de sus manos, pero la había desaprovechado. Aspen era único desaprovechando cosas. Prueba de ello era la negativa a la beca que le habían ofrecido en Harvard para cursar su segundo año de universidad.
―¡Mira ese es Paul!... Ah no, falsa alarma.
El alarido nervioso de Arthur casi le provocó una sordera permanente a Aspen, aunque ese hecho no evitó que se pusiera a reír a carcajada limpia. Lo que sí causó, fue una de las miradas asesinas de Arthur Tannen.
―Lo siento―dijo Aspen aún entre risas―. Es que parece que estás esperando a tu novia, en vez de a un amigo.
La mirada asesina de Arthur se acrecentó más.
―Eso es porque llevo más de un año sin patearle el culo. Echo de menos patearle el culo―aclaró volviendo a mirar hacia el campus, a ver si aparecía el susodicho. Con el que habían quedado en encontrarse en aquel lugar.
Arthur Tannen y Paul Polinsky habían sido las dos amistades que Aspen forjó cuando vivió en Vancouver. Aunque su estancia en la ciudad había sido más bien corta, se las había apañado para mantener la relación con ambos. Por eso sabía que cuando Paul se marchó, Arthur había llorado a moco tendido. El mismo Paul había sido quien le mandó el vídeo que lo confirmaba.
―A lo mejor no llega a la tutoría…―soltó Aspen con malicia, poniendo más nervioso a su amigo. Que miraba el campus frenético.
Eso provocó que Arthur le propinara un puñetazo medio amistoso en el hombro. Aspen volvió a reír, pero no con tanta fuerza, un puñetazo era suficiente para comenzar el día. Comenzó a mirar hacia el frente, sin embargo, no era Paul Polinsky al que buscaba. Sino a Ginevra Breedless. Era algo estúpido, porque Arthur le había dicho que no había visto a Gin desde que se graduaron. Lo cual solo podía significar que Gin ya no se encontraba en la ciudad.
Aspen siguió buscándola con la mirada, porque se rehusaba a pensar que no estuviera allí. El único motivo por el que Aspen rechazó la beca en Harvard fue ella. Porque aunque tarde, había comprendido que dejar a Gin había sido un error colosal, de esos que nos persiguen hasta el fin de nuestros días. Y como Aspen no quería sentirse perseguido, había cambiado todos los planes de su vida para buscarla. Aún no sabía muy bien para qué, solo sabía que quería encontrarla.
―¡Ese sí que es Paul!
Arthur se incorporó igual de rápido que si le hubieran metido un petardo en el culo. Sin embargo, Aspen lo hizo con más calma, no porque no se alegrase de ver a Paul, sino porque a él le costaba mucho mostrarse efusivo o emocionado. Cuando se incorporó y limpió sus pantalones de restos de césped miró hacia donde miraba Arthur. No le costó reconocer a su amigo, porque seguía igual que siempre, solo que llevaba el pelo más largo que cuando tenía dieciséis años.
Aspen sabía que el único motivo por el que Arthur no había salido corriendo cual colegiada emocionada a los brazos de Paul era para no parecer algo que no era en medio de ese mar de gente.
―Hola…―comenzó a decir Paul una vez los hubo alcanzado, pero Arthur interrumpió el saludo lanzándose a sus brazos, ahora sí, cual colegiala emocionada―. Oye tío, yo también me alegro de verte pero como sigas abrazándome así voy a pensar que fui yo tu amor secreto del instituto.
Aquello fue suficiente para que Arthur lo apartara de un empujón, recuperando su virilidad.
―Capullo―respondió, aunque portaba una bonita sonrisa en sus labios.
A continuación, Paul se dirigió a saludar a Aspen. También se abrazaron, solo que de una manera menos efusiva. Era un abrazo de chicos: con fuertes palmadas en la espalda y más brusco.
―Me alegro de verte―lo saludó Aspen con una sonrisa.
―Lo mismo digo―le correspondió Paul.
―¡Qué bonito, Los Súper Amigos juntos al fin!―habló Arthur con un puño levantado, como si clamase victoria.
―No digas eso más en público, porque si no tendremos que cambiar el nombre a Los Súper Marginados―lo pinchó Paul.
Aspen rodó lo ojos, les había bastado menos de dos minutos para empezar a meterse el uno con el otro.
―No te avergüences de lo nuestro―Arthur se llevó una mano al pecho, volviendo a imitar a la colegiala.
Paul y Aspen rieron.
―¿Dónde está Ginger?, pensé que iría a recogerte al aeropuerto―Paul se puso rígido ante las palabras de Arthur.
Aspen sabía que solo proseguía con el programa de pullas. Sin embargo, Paul seguía sintiéndose incómodo con aquella situación.
―Sí, pero ahora se ha ido a su casa.
Aspen estaba dispuesto a intervenir para ayudar a Paul cuando unas chicas pasaron por su lado, mirando en la dirección opuesta, como si no quisieran ser vistas. Aspen notó entonces un leve olor a chocolate y almendras, el mismo olor del champú de Ginevra… porque sabéis, hay olores que no se olvidan nunca.
Viró sobre sí mismo con el corazón latiéndole fuertemente, buscando frenéticamente a las dos chicas que acababan de pasar por su lado. Las divisó unos metros más allá, cerca de la facultad de medicina. No supo por qué, pero salió corriendo detrás de ellas.
―¿Qué mosca te ha picado?―escuchó que gritaba Paul a su espalda.
―Enseguida vuelvo―gritó también, echando a correr.
Tuvo que sortear a muchas personas que le lanzaron miradas causticas cuando Aspen pasaba por su lado casi arrollándolos. Pero finalmente consiguió posicionarse un metro más atrás de las chicas que le habían traído aroma a chocolate y almendras. Se paró en seco, debido a que la voz de la razón reclamaba su presencia. Sin embargo, como pocas veces en su vida, mandó a tomar por saco a la razón y gritó:
―¡Gin!
Una de las chicas se paró de pronto, como si unas manos invisibles la hubieran agarrado por los tobillos. Esa era Ginevra, pero no la había reconocido al pasar porque llevaba el pelo mucho más corto que cuando la vio por última vez. Aspen iba a comenzar a caminar hacia ella cuando ésta, en lugar de esperarlo, echó a correr. La chica que la acompañaba se giró hacia Aspen y pudo comprobar que se trataba de Simone, la hermana mayor de Ginevra.
―¡Déjala en paz, malnacido!―le gritó desde donde estaba.
Sin embargo, como también rara vez pasaba, no hizo caso a su advertencia y salió corriendo detrás de Gin, que casi estaba frente a la facultad de medicina. Nunca había corrido tan rápido como en aquella ocasión. Y gracias a aquel esfuerzo sobre humano logró interceptar a Ginevra por el codo, la cual dio un respingo de los mil demonios porque no esperaba que Aspen la siguiera. Ella estaba acostumbrada al Aspen frío, distante, ese chico incapaz de mostrar todo lo que sentía por dentro. Y no a esa versión mejorada que se esforzaba por ser.
―¡No me toques!―gritó una Ginvra rabiosa entre dientes, soltándose del agarre con más rabia si era posible.
Ginevra alzó la vista para encararlo. Solo algo era mayor que la costumbre de Ginevra Breedless por salir corriendo; el odio, su odio hacia las personas eclipsaba a todo lo demás. Y aunque nunca había visto tanto odio acumulado en una persona, solo pudo fijarse en lo guapa que estaba. Parecía más mayor, pero mayor en el sentido que se había perdido mucho momentos a su lado. Sus ojos azules la miraban salvajes, iridiscentes. Aspen se quedó mudo, sin embargo, se obligó a hablar.
―Necesito hablar contigo.
La rabia de Ginevra se hizo más presente.
―Me lo dejaste todo claro aquel día, no tengo nada que decirte―la chica se dio la vuelta con mucha dignidad. Pero no dio ni dos pasos cuando cambió de opinión y se dio la vuelta apuntándole al pecho con el dedo índice―. No sé por qué estás aquí Aspen, pero no me importa. No te acerques a mí, olvida que alguna vez me conociste. Porque si no conocerás a la Ginevra que debí mostrar cuando estábamos juntos.
―Gin, por favor…
Los ojos de la chica estaban vidriosos, se podía ver que trataba de contener las lágrimas. Y las contuvo, lo que no contuvo fue su mano, que impactó directamente en la mejilla derecha de Aspen, provocándole un dolor atroz. En ese momento, apareció un chico con el pelo pintado.
―¿Estás bien?―le preguntó a Ginevra con familiaridad, aunque Aspen no recordase que fuera amigo suyo.
―Perfectamente―respondió lanzando a Aspen todo el odio que sentía a través de sus ojos.
A continuación, agarró al chico del brazo y pasó por su lado de nuevo, en la dirección por la que habían venido.
Aspen se quedó allí de pie, sin moverse un centímetro. Reclamándose a sí mismo por su comportamiento, no debería haber actuado de aquella manera. Sabía desde un primer momento que Gin no iba a saltar de emoción al verlo, no debería haber forzado el encuentro de aquella manera.
Minutos después las figuras de Arthur y Paul aparecieron frente a él.
―Lo hemos visto todo, ¿estás bien?―preguntó Paul, que tenía más tacto para esas cosas.
Aspen no respondió.
―Bueno, ¿no esperarías que te recibiese con los brazos abiertos?―dijo Arthur, con mucho menos tacto para esas cosas.
―No ayudas, Arthur―masculló Paul, regañándolo.
―Llevas aquí media hora y ya tengo ganas de devolverte a Nueva York de una patada en el culo.
«Bueno, al menos uno de nosotros va a cumplir su deseo».
―Vámonos―dijo Aspen al fin, dando a entender que no quería hablar más del tema. Prometiéndose que ya encontraría otra manera de hablar con Ginevra sin que lo abofeteara.
―¡Mira ese es Paul!... Ah no, falsa alarma.
El alarido nervioso de Arthur casi le provocó una sordera permanente a Aspen, aunque ese hecho no evitó que se pusiera a reír a carcajada limpia. Lo que sí causó, fue una de las miradas asesinas de Arthur Tannen.
―Lo siento―dijo Aspen aún entre risas―. Es que parece que estás esperando a tu novia, en vez de a un amigo.
La mirada asesina de Arthur se acrecentó más.
―Eso es porque llevo más de un año sin patearle el culo. Echo de menos patearle el culo―aclaró volviendo a mirar hacia el campus, a ver si aparecía el susodicho. Con el que habían quedado en encontrarse en aquel lugar.
Arthur Tannen y Paul Polinsky habían sido las dos amistades que Aspen forjó cuando vivió en Vancouver. Aunque su estancia en la ciudad había sido más bien corta, se las había apañado para mantener la relación con ambos. Por eso sabía que cuando Paul se marchó, Arthur había llorado a moco tendido. El mismo Paul había sido quien le mandó el vídeo que lo confirmaba.
―A lo mejor no llega a la tutoría…―soltó Aspen con malicia, poniendo más nervioso a su amigo. Que miraba el campus frenético.
Eso provocó que Arthur le propinara un puñetazo medio amistoso en el hombro. Aspen volvió a reír, pero no con tanta fuerza, un puñetazo era suficiente para comenzar el día. Comenzó a mirar hacia el frente, sin embargo, no era Paul Polinsky al que buscaba. Sino a Ginevra Breedless. Era algo estúpido, porque Arthur le había dicho que no había visto a Gin desde que se graduaron. Lo cual solo podía significar que Gin ya no se encontraba en la ciudad.
Aspen siguió buscándola con la mirada, porque se rehusaba a pensar que no estuviera allí. El único motivo por el que Aspen rechazó la beca en Harvard fue ella. Porque aunque tarde, había comprendido que dejar a Gin había sido un error colosal, de esos que nos persiguen hasta el fin de nuestros días. Y como Aspen no quería sentirse perseguido, había cambiado todos los planes de su vida para buscarla. Aún no sabía muy bien para qué, solo sabía que quería encontrarla.
―¡Ese sí que es Paul!
Arthur se incorporó igual de rápido que si le hubieran metido un petardo en el culo. Sin embargo, Aspen lo hizo con más calma, no porque no se alegrase de ver a Paul, sino porque a él le costaba mucho mostrarse efusivo o emocionado. Cuando se incorporó y limpió sus pantalones de restos de césped miró hacia donde miraba Arthur. No le costó reconocer a su amigo, porque seguía igual que siempre, solo que llevaba el pelo más largo que cuando tenía dieciséis años.
Aspen sabía que el único motivo por el que Arthur no había salido corriendo cual colegiada emocionada a los brazos de Paul era para no parecer algo que no era en medio de ese mar de gente.
―Hola…―comenzó a decir Paul una vez los hubo alcanzado, pero Arthur interrumpió el saludo lanzándose a sus brazos, ahora sí, cual colegiala emocionada―. Oye tío, yo también me alegro de verte pero como sigas abrazándome así voy a pensar que fui yo tu amor secreto del instituto.
Aquello fue suficiente para que Arthur lo apartara de un empujón, recuperando su virilidad.
―Capullo―respondió, aunque portaba una bonita sonrisa en sus labios.
A continuación, Paul se dirigió a saludar a Aspen. También se abrazaron, solo que de una manera menos efusiva. Era un abrazo de chicos: con fuertes palmadas en la espalda y más brusco.
―Me alegro de verte―lo saludó Aspen con una sonrisa.
―Lo mismo digo―le correspondió Paul.
―¡Qué bonito, Los Súper Amigos juntos al fin!―habló Arthur con un puño levantado, como si clamase victoria.
―No digas eso más en público, porque si no tendremos que cambiar el nombre a Los Súper Marginados―lo pinchó Paul.
Aspen rodó lo ojos, les había bastado menos de dos minutos para empezar a meterse el uno con el otro.
―No te avergüences de lo nuestro―Arthur se llevó una mano al pecho, volviendo a imitar a la colegiala.
Paul y Aspen rieron.
―¿Dónde está Ginger?, pensé que iría a recogerte al aeropuerto―Paul se puso rígido ante las palabras de Arthur.
Aspen sabía que solo proseguía con el programa de pullas. Sin embargo, Paul seguía sintiéndose incómodo con aquella situación.
―Sí, pero ahora se ha ido a su casa.
Aspen estaba dispuesto a intervenir para ayudar a Paul cuando unas chicas pasaron por su lado, mirando en la dirección opuesta, como si no quisieran ser vistas. Aspen notó entonces un leve olor a chocolate y almendras, el mismo olor del champú de Ginevra… porque sabéis, hay olores que no se olvidan nunca.
Viró sobre sí mismo con el corazón latiéndole fuertemente, buscando frenéticamente a las dos chicas que acababan de pasar por su lado. Las divisó unos metros más allá, cerca de la facultad de medicina. No supo por qué, pero salió corriendo detrás de ellas.
―¿Qué mosca te ha picado?―escuchó que gritaba Paul a su espalda.
―Enseguida vuelvo―gritó también, echando a correr.
Tuvo que sortear a muchas personas que le lanzaron miradas causticas cuando Aspen pasaba por su lado casi arrollándolos. Pero finalmente consiguió posicionarse un metro más atrás de las chicas que le habían traído aroma a chocolate y almendras. Se paró en seco, debido a que la voz de la razón reclamaba su presencia. Sin embargo, como pocas veces en su vida, mandó a tomar por saco a la razón y gritó:
―¡Gin!
Una de las chicas se paró de pronto, como si unas manos invisibles la hubieran agarrado por los tobillos. Esa era Ginevra, pero no la había reconocido al pasar porque llevaba el pelo mucho más corto que cuando la vio por última vez. Aspen iba a comenzar a caminar hacia ella cuando ésta, en lugar de esperarlo, echó a correr. La chica que la acompañaba se giró hacia Aspen y pudo comprobar que se trataba de Simone, la hermana mayor de Ginevra.
―¡Déjala en paz, malnacido!―le gritó desde donde estaba.
Sin embargo, como también rara vez pasaba, no hizo caso a su advertencia y salió corriendo detrás de Gin, que casi estaba frente a la facultad de medicina. Nunca había corrido tan rápido como en aquella ocasión. Y gracias a aquel esfuerzo sobre humano logró interceptar a Ginevra por el codo, la cual dio un respingo de los mil demonios porque no esperaba que Aspen la siguiera. Ella estaba acostumbrada al Aspen frío, distante, ese chico incapaz de mostrar todo lo que sentía por dentro. Y no a esa versión mejorada que se esforzaba por ser.
―¡No me toques!―gritó una Ginvra rabiosa entre dientes, soltándose del agarre con más rabia si era posible.
Ginevra alzó la vista para encararlo. Solo algo era mayor que la costumbre de Ginevra Breedless por salir corriendo; el odio, su odio hacia las personas eclipsaba a todo lo demás. Y aunque nunca había visto tanto odio acumulado en una persona, solo pudo fijarse en lo guapa que estaba. Parecía más mayor, pero mayor en el sentido que se había perdido mucho momentos a su lado. Sus ojos azules la miraban salvajes, iridiscentes. Aspen se quedó mudo, sin embargo, se obligó a hablar.
―Necesito hablar contigo.
La rabia de Ginevra se hizo más presente.
―Me lo dejaste todo claro aquel día, no tengo nada que decirte―la chica se dio la vuelta con mucha dignidad. Pero no dio ni dos pasos cuando cambió de opinión y se dio la vuelta apuntándole al pecho con el dedo índice―. No sé por qué estás aquí Aspen, pero no me importa. No te acerques a mí, olvida que alguna vez me conociste. Porque si no conocerás a la Ginevra que debí mostrar cuando estábamos juntos.
―Gin, por favor…
Los ojos de la chica estaban vidriosos, se podía ver que trataba de contener las lágrimas. Y las contuvo, lo que no contuvo fue su mano, que impactó directamente en la mejilla derecha de Aspen, provocándole un dolor atroz. En ese momento, apareció un chico con el pelo pintado.
―¿Estás bien?―le preguntó a Ginevra con familiaridad, aunque Aspen no recordase que fuera amigo suyo.
―Perfectamente―respondió lanzando a Aspen todo el odio que sentía a través de sus ojos.
A continuación, agarró al chico del brazo y pasó por su lado de nuevo, en la dirección por la que habían venido.
Aspen se quedó allí de pie, sin moverse un centímetro. Reclamándose a sí mismo por su comportamiento, no debería haber actuado de aquella manera. Sabía desde un primer momento que Gin no iba a saltar de emoción al verlo, no debería haber forzado el encuentro de aquella manera.
Minutos después las figuras de Arthur y Paul aparecieron frente a él.
―Lo hemos visto todo, ¿estás bien?―preguntó Paul, que tenía más tacto para esas cosas.
Aspen no respondió.
―Bueno, ¿no esperarías que te recibiese con los brazos abiertos?―dijo Arthur, con mucho menos tacto para esas cosas.
―No ayudas, Arthur―masculló Paul, regañándolo.
―Llevas aquí media hora y ya tengo ganas de devolverte a Nueva York de una patada en el culo.
«Bueno, al menos uno de nosotros va a cumplir su deseo».
―Vámonos―dijo Aspen al fin, dando a entender que no quería hablar más del tema. Prometiéndose que ya encontraría otra manera de hablar con Ginevra sin que lo abofeteara.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Cuando Olivia White tenía siete años, vio la película La vuelta al mundo en 80 días y ocurrieron dos cosas: la primera fue que se dio cuenta de que el mundo era muy grande y ella muy pequeña. La segunda, fue una promesa, que algún día cuando fuera mayor viajaría tanto como lo hizo Willy Foggs en la película, para así sentirse tan grande como el mundo.
Sin embargó, ahí estaba a sus dieciocho años. Tumbada en la cama de la misma habitación de siempre, en su casa, en Vancouver. Sintiéndose igual de pequeña que aquella vez que vio la película. Olivia era una persona determinada, con una gran autoestima y un orgullo propio difícil de quebrantar. Pero ese día se había levantado reflexiva, le había dado por mirar al pasado y compararlo con el presente. Aquel presente distaba mucho del futuro que esperaba tener.
Sus buenas notas en la prueba de acceso, le habían abierto las puertas para poder estudiar en cualquier universidad. Había tenido todas las opciones en su mano y Olivia escogió la más fácil, matricularse en la UBC. La tristeza por separarse de su madre le había ganado el pulso a su espíritu aventurero. En realidad, Oli sabía muy bien que el lugar en el que se encontrase importaba poco, si quería vivir aventuras las viviría en cualquier lugar. Además tenía a Crystal, su mejor amiga desde que tenía memoria, a su lado. De niñas habían hecho un pacto; que siempre irían la una a donde fuese la otra. Olivia sabía que con los años quizá ese pacto no podría llevarse a cabo, pero por el momento le bastaba.
Escuchó unos golpes suaves en la puerta que la sacaron de aquel estado de trance al que el sueño le tenía sometida.
―Adelante―habló incorporándose.
La figura de su joven madre se materializó tras la puerta, con dos enormes tazas de humeante café. Lou portaba una sonrisa que cavilaba entre el orgullo y la añoranza. Predominó la añoranza cuando sus ojos se centraron en las cajas de cartón que había apiladas a los pies de la cama de Olivia. La única aventura (si es que podía llamarla así) que se había atrevido a realizar por el momento había sido mudarse a la residencia de la UBC, junto con Crystal. Y aunque sería raro que Lou no apareciera todas las mañanas en su puerta con tazas de café, le apetecía desprenderse un poco de la tutela de su madre.
―¿Lo tienes todo?―preguntó Lou sentándose en la cama junto a ella. La chica asintió de manera afirmativa.
Olivia aceptó la taza de café que le tendía. Dio tragó que hizo que recuperará todas las energía que había perdido eligiendo la ropa que llevaría ese día. Lo de la ropa no lo había hecho por causar buena impresión, sino por ella misma. A Olivia siempre le habían gustado aquellas escenas de película en la que la señora mayor subía al desván de su casa, abría una caja y de ella sacaba un jersey viejo, sonreía y se acordaba de aquel día especial en el que llevó esa misma prenda. Cuando Olivia fuese vieja, quería vivir una escena como aquella: ¿Y qué mejor que rememorar el primer día de universidad?
―Estás muy guapa―la elogió su madre con tono divertido, ese tono que se arrastraba y era chillón, el que siempre usaba para molestarla.
―Lo sé, tengo tus genes―Oli le guiñó un ojo y alzó su taza de café para brindar. Lou hizo lo propio y entrechocó su taza.
―Te iba a dejar el coche de todas maneras, no hace falta que me piropees―espetó Lou dando un pequeño trago.
Olivia sonrío, el Escarabajo amarillo de los 80 era una de las cosas que materiales que más le gustaban a la chica. Había tenido que invertir más de una semana para lograr que Lou le dejase el automóvil para ir a la universidad el primer día. Pues el coche también era una de las posesiones más preciadas de Lou, una vez le había contado a Olivia que tenía el coche desde antes de conocer a su padre.
―Y por cierto, ―Lou se incorporó de la cama para dejar la taza de café sobre la mesilla de noche―tengo otro regalo para ti.
Oli volvió a sonreír, porque lo de los regalos era una tradición entre ellas. Desde que empezó el instituto y hasta entonces, el primer día de clase Lou la obsequiaba con un regalo. Y en realidad le importaba tres pimientos si le regalaba una rama o una roca, lo que le gustaba era la tradición.
Su madre metió la mano en el bolsillo de su pantalón y de él sacó una pulsera. La correa era de cuero negro entrelazado y de ella pendía una pequeña osa formada por diminutos puntos brillantes que se unían entre ellos por medio de palos de plata. Los puntos parecían ser diamantes o sino, una muy buena imitación de ellos. Ese intrincado formaba la Osa Mayor, la constelación que llevaba años observando desde el jardín de su casa, tumbada en una manta de cuadros junto a Lou.
―Jo mamá, es preciosa―susurró Oli con la pulsera colgada de sus dedos.
―Lo sé―respondió Lou con tono cantarín―. Mucho mejor que el top que querías comprarte.
Olivia puso los ojos en blanco. Ahí estaba su madre protectora.
―Ese top era mi pasaporte para encontrar mi próximo novio―por supuesto, Olivia estaba bromeando, no era de esas que se vistieran para provocar. Ni mucho menos buscaba un novio.
―Por eso mismo, lo único que podía atraer ese trozo de tela era un drogadicto.
Olivia le lanzó el cojín a la cara, con suavidad. Provocando que Lou se lo devolviera, no con tanta suavidad…
―Oye niña, cálmate.
La niña le sacó la lengua, divertida. Cuando terminaron de hacerse burla la una a la otra, Lou puso la pulsera en la muñeca de su hija.
―No me puedo creer que mañana no me despierte contigo.
―Bueno mamá, en teoría, con el que despiertas todos los días es con David.
David era el novio de su madre desde hacía varios años atrás. Mucho antes de que a ella y a Paul, el hijo de David, les diese por jugar a ser novios. Olivia adoraba a David, era un hombre encantador. Pero odiaba a su hijo, y daba gracias al cielo cada mañana porque Paul tomara la decisión de irse a estudiar fuera. Sin embargo, una parte de ella seguía revolviéndose al pensar en él. Por eso negó con l cabeza para deshacerse de ese pensamiento, negándose a que enturbiara su Gran Día.
―Le diré a Heather que te dé unas cuantas clases de educación―bromeó.
Heather era la mejor amiga de su madre, una tía postiza para ella y además era profesora en la UBC. Uno de los motivos por los que no le preocupaba la universidad, es que sabía que cualquier problema que tuviera, Heather la ayudaría.
―Sí, mejor será que me invite a unas cervezas.
―Voy a mandarte a un internado en Finlandia.
―Me llevas amenazando con lo mismo desde que tengo cinco años.
―Sí y cuando eras pequeña funcionaba, lástima que ahora no.
Ambas rieron, entonces a Olivia se le ocurrió mirar el reloj de la mesilla. Le quedaba media hora para tener que marcharse. Por otro lado, seguro que Crystal estaba a punto de irrumpir en su casa.
―¿Me acompañas a la universidad?―le preguntó a su madre.
Al rostro de Lou acudió una emoción a la que no supo poner apelativo, pero optó por no hacer caso, seguramente se lo había imaginado.
―No, tengo planes con David, iré a verte al final del día cuando ya estás instalada―se excusó su madre―. Pero llevaré cervezas.
―Y hasta ahí llega la melancolía de una madre…―dijo dramáticamente Oli.
No le importaba mucho que Lou no la acompañara. La UBC estaba a menos de veinte minutos de su casa, y aunque fuera a mudarse, sabía que pasaría la mayor parte del día en su casa. Sobre todo cuando tuviese que hacer la colada.
―Tu abuela me acompañó hasta la puerta de clase en mi primer día, no quiero que tú me odies―también bromeaba, su abuela era un encanto de mujer.
―Vale, pero trae muchas cervezas.
―No tantas, ¿qué tipo de madre sería yo si permito que te emborraches?
―Como si fuera la primera vez…―dijo Olivia con el mismo tono cantarín que empleaba Lou.
Sí, la relación con su madre era bastante atípica en lo que a relaciones madre/hija concierne. Pero siempre había sido así, especialmente desde
que Lou había echado de su vida al padre de Olivia. Y a la chica le gustaba poder contar con su madre para todo, confiar en ella, saber que nunca le diría «ya te lo dije» sin antes ayudarla.
―De acuerdo, tengo que marcharme ya―Lou se incorporó de la cama―. Nos vemos a las siete, y por favor, que mi coche no sufra ningún daño.
―Tranquila, no al menos daños graves.
―Me estoy arrepintiendo de prestarte el coche…―gimoteó Lou.
―Lo que se da no se quita―exclamó Olivia señalándola con el dedo.
―No te lo he dado, solo te lo he prestado.
Olivia le sacó la lengua. Antes de irse Lou se agachó y le dio un beso en la mejilla. La chica volvió a quedarse en trance momentáneamente, sin embargo salió de él con mayor prontitud que antes. Se levantó de la cama y se decidió a bajar las cajas al piso de abajo, para que fuera más fácil cargarlas en el coche. Tardó unos diez minutos en realizar aquella operación, tampoco llevaba muchas cajas. En el momento en que había bajado la maleta la puerta de su casa se abrió.
Allí estaba Crystal, con su rostro benigno y su brillante melena pelirroja brillando por el sol matutino. Lou le había regalado a Crystal una copia de las llaves de casa, porque así se ahorraba levantarse del sofá o por si ocurría una emergencia. Además, Cystal era vecina de las White desde que se mudaron a esa casa cuando Oli aún era un bebé.
―¿Preparada?―dijo Crystal con suma emoción, casi saltando en el sitio.
―«Sí, sí tú lo estás»―respondió Oli poniendo voz de niña dulce.
Crystal rompió a reír, porque su amiga acababa de citar la frase de uno de sus libros preferidos.
―Venga,―volvió a hablar Olivia, agachándose para coger una de las casas―si conseguimos meter todas nuestras cosas en el pequeño maletero del coche, estamos preparadas para todo.
―Menos mal que llegué al último nivel en el juego del Tetris―dijo Crystal a la vez que también se agachaba para coger una de las cajas.
Un rato más tarde, tras muchos intentos desesperados por hacer encajar las cosas en el maletero. Olivia y Crystal consiguieron aparcar en la plaza que habían alquilado frente a su residencia. Que además, se encontraba cerca del salón de actos en el que se daría la tutoría para primeros alumnos, a la que llegarían tarde si no se daban prisa.
―Meteremos las cosas en la habitación más tarde, ¡vamos!―la apremió Crystal ya en tierra firme.
―Tranquila, que la tutoría no nos da créditos extra―Olivia se estaba retrasando en bajar porque se le había caído el móvil entre su asiento y el freno de manos―. ¡Lo tengo!
Una vez metió el móvil en el bolsillo interior de la chaqueta para evitar perderlo (aquel era el segundo móvil que se compraba en dos meses) salió disparada detrás de Crystal, que muy convenientemente había estudiado el plano del campus y sabía perfectamente hacia donde se dirigía. Porque Olivia solo sabía que se encontraba cerca del salón de actos, pero no sabía exactamente donde estaba.
Se estaba quedando sin aire cuando por fin divisó el gran edificio, se encontraban a escasos centímetros de las escaleras cuando una presencia a su lado llamó su atención. Al principio pensó que era su mente jugándole una mala pasada, pero al volver a mirar, lamentablemente, no era una jugarreta de su mente. Paul Polinsky (y sus inseparables amigos) se encontraba en Vancouver, mirándola igual de pasmado que él a ella.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y sí no era él, sino alguien que se le parecía? ¿Por qué David no había mencionado de pasada que Paul volvía? ¿No, por qué su madre no le había advertido de esto?
―Oli…―susurró Paul, casi sin aliento.
―Paul…―susurró ella, aunque con más sorpresa que cualquier otra emoción.
El sonido de su nombre sonó raro, era como volver a probar una comida que llevaba tiempo sin comer. Y siendo sincera, el sonido de su nombre ya no le producía ninguna emoción buena, sino todo lo contrario. En su estómago se estaba cocinando mucha rabia.
―¿Olivia qué haces ahí parada?―Crystal, que había subido las escaleras antes que Oli, bajaba corriendo hacia ella. Pero se olvidó la pregunta en cuanto vio al chico―. ¡Mierda!
―Yo también me alegro de verte―respondió Paul con una falsa sonrisa.
Crystal le sacó el dedo índice, gesto que correspondió Arthur, uno de los amigos de Paul.
―¿Qué haces aquí?―preguntó Olivia, manteniendo todas las emociones que sentía a raya.
Paul se encogió de hombre.
―He vuelto a casa, pensé que…
―No, no me han dicho nada―lo interrumpió Olivia, con un rechinar de dientes.
La comunicación sin palabras o las frases sin terminar que el otro terminaba, siempre había formado parte de su relación. Y a Olivia le molestó que de todas cosas que podían haberse acabado entre ellos, esa no fuera una de ellas. Aunque contra todo pronóstico, no era raro verlo allí. Es decir, no rara en ese sentido, sino rara en el sentido de que normalmente cuando dos personas llevan mucho tiempo sin verse se desacostumbran a tratarse y aunque ellos deberían estar arrancándose los pelos el uno al otro, se miraban como si nada. Quizá se debía al estado de shock en el que se encontraban.
―Oli, llegamos tarde―la apremió Crystal, casi tirando de su brazo.
―Supongo que ya nos veremos―se despidió Paul.
―Supongo―respondió Olivia, dejándose arrastrar por su mejor amiga escaleras arriba.
Claro que se verían, ¡por Dios claro que iba a verse! Sus padres estaban saliendo juntos y no iban a librarse de tener que verse. Entonces fue cuando Olivia proceso en su cerebro lo que estaba pasando. Paul había vuelto a Vancouver y vale, podía entender que David no le dijese nada. Pero que su madre no se lo hubiese dicho era un golpe muy bajo, sobretodo porque estaba harta que intentara protegerla. Había visto a Paul y no había pasado nada, nada de nada… o al menos, eso se quería hacer creer.
Sin embargó, ahí estaba a sus dieciocho años. Tumbada en la cama de la misma habitación de siempre, en su casa, en Vancouver. Sintiéndose igual de pequeña que aquella vez que vio la película. Olivia era una persona determinada, con una gran autoestima y un orgullo propio difícil de quebrantar. Pero ese día se había levantado reflexiva, le había dado por mirar al pasado y compararlo con el presente. Aquel presente distaba mucho del futuro que esperaba tener.
Sus buenas notas en la prueba de acceso, le habían abierto las puertas para poder estudiar en cualquier universidad. Había tenido todas las opciones en su mano y Olivia escogió la más fácil, matricularse en la UBC. La tristeza por separarse de su madre le había ganado el pulso a su espíritu aventurero. En realidad, Oli sabía muy bien que el lugar en el que se encontrase importaba poco, si quería vivir aventuras las viviría en cualquier lugar. Además tenía a Crystal, su mejor amiga desde que tenía memoria, a su lado. De niñas habían hecho un pacto; que siempre irían la una a donde fuese la otra. Olivia sabía que con los años quizá ese pacto no podría llevarse a cabo, pero por el momento le bastaba.
Escuchó unos golpes suaves en la puerta que la sacaron de aquel estado de trance al que el sueño le tenía sometida.
―Adelante―habló incorporándose.
La figura de su joven madre se materializó tras la puerta, con dos enormes tazas de humeante café. Lou portaba una sonrisa que cavilaba entre el orgullo y la añoranza. Predominó la añoranza cuando sus ojos se centraron en las cajas de cartón que había apiladas a los pies de la cama de Olivia. La única aventura (si es que podía llamarla así) que se había atrevido a realizar por el momento había sido mudarse a la residencia de la UBC, junto con Crystal. Y aunque sería raro que Lou no apareciera todas las mañanas en su puerta con tazas de café, le apetecía desprenderse un poco de la tutela de su madre.
―¿Lo tienes todo?―preguntó Lou sentándose en la cama junto a ella. La chica asintió de manera afirmativa.
Olivia aceptó la taza de café que le tendía. Dio tragó que hizo que recuperará todas las energía que había perdido eligiendo la ropa que llevaría ese día. Lo de la ropa no lo había hecho por causar buena impresión, sino por ella misma. A Olivia siempre le habían gustado aquellas escenas de película en la que la señora mayor subía al desván de su casa, abría una caja y de ella sacaba un jersey viejo, sonreía y se acordaba de aquel día especial en el que llevó esa misma prenda. Cuando Olivia fuese vieja, quería vivir una escena como aquella: ¿Y qué mejor que rememorar el primer día de universidad?
―Estás muy guapa―la elogió su madre con tono divertido, ese tono que se arrastraba y era chillón, el que siempre usaba para molestarla.
―Lo sé, tengo tus genes―Oli le guiñó un ojo y alzó su taza de café para brindar. Lou hizo lo propio y entrechocó su taza.
―Te iba a dejar el coche de todas maneras, no hace falta que me piropees―espetó Lou dando un pequeño trago.
Olivia sonrío, el Escarabajo amarillo de los 80 era una de las cosas que materiales que más le gustaban a la chica. Había tenido que invertir más de una semana para lograr que Lou le dejase el automóvil para ir a la universidad el primer día. Pues el coche también era una de las posesiones más preciadas de Lou, una vez le había contado a Olivia que tenía el coche desde antes de conocer a su padre.
―Y por cierto, ―Lou se incorporó de la cama para dejar la taza de café sobre la mesilla de noche―tengo otro regalo para ti.
Oli volvió a sonreír, porque lo de los regalos era una tradición entre ellas. Desde que empezó el instituto y hasta entonces, el primer día de clase Lou la obsequiaba con un regalo. Y en realidad le importaba tres pimientos si le regalaba una rama o una roca, lo que le gustaba era la tradición.
Su madre metió la mano en el bolsillo de su pantalón y de él sacó una pulsera. La correa era de cuero negro entrelazado y de ella pendía una pequeña osa formada por diminutos puntos brillantes que se unían entre ellos por medio de palos de plata. Los puntos parecían ser diamantes o sino, una muy buena imitación de ellos. Ese intrincado formaba la Osa Mayor, la constelación que llevaba años observando desde el jardín de su casa, tumbada en una manta de cuadros junto a Lou.
―Jo mamá, es preciosa―susurró Oli con la pulsera colgada de sus dedos.
―Lo sé―respondió Lou con tono cantarín―. Mucho mejor que el top que querías comprarte.
Olivia puso los ojos en blanco. Ahí estaba su madre protectora.
―Ese top era mi pasaporte para encontrar mi próximo novio―por supuesto, Olivia estaba bromeando, no era de esas que se vistieran para provocar. Ni mucho menos buscaba un novio.
―Por eso mismo, lo único que podía atraer ese trozo de tela era un drogadicto.
Olivia le lanzó el cojín a la cara, con suavidad. Provocando que Lou se lo devolviera, no con tanta suavidad…
―Oye niña, cálmate.
La niña le sacó la lengua, divertida. Cuando terminaron de hacerse burla la una a la otra, Lou puso la pulsera en la muñeca de su hija.
―No me puedo creer que mañana no me despierte contigo.
―Bueno mamá, en teoría, con el que despiertas todos los días es con David.
David era el novio de su madre desde hacía varios años atrás. Mucho antes de que a ella y a Paul, el hijo de David, les diese por jugar a ser novios. Olivia adoraba a David, era un hombre encantador. Pero odiaba a su hijo, y daba gracias al cielo cada mañana porque Paul tomara la decisión de irse a estudiar fuera. Sin embargo, una parte de ella seguía revolviéndose al pensar en él. Por eso negó con l cabeza para deshacerse de ese pensamiento, negándose a que enturbiara su Gran Día.
―Le diré a Heather que te dé unas cuantas clases de educación―bromeó.
Heather era la mejor amiga de su madre, una tía postiza para ella y además era profesora en la UBC. Uno de los motivos por los que no le preocupaba la universidad, es que sabía que cualquier problema que tuviera, Heather la ayudaría.
―Sí, mejor será que me invite a unas cervezas.
―Voy a mandarte a un internado en Finlandia.
―Me llevas amenazando con lo mismo desde que tengo cinco años.
―Sí y cuando eras pequeña funcionaba, lástima que ahora no.
Ambas rieron, entonces a Olivia se le ocurrió mirar el reloj de la mesilla. Le quedaba media hora para tener que marcharse. Por otro lado, seguro que Crystal estaba a punto de irrumpir en su casa.
―¿Me acompañas a la universidad?―le preguntó a su madre.
Al rostro de Lou acudió una emoción a la que no supo poner apelativo, pero optó por no hacer caso, seguramente se lo había imaginado.
―No, tengo planes con David, iré a verte al final del día cuando ya estás instalada―se excusó su madre―. Pero llevaré cervezas.
―Y hasta ahí llega la melancolía de una madre…―dijo dramáticamente Oli.
No le importaba mucho que Lou no la acompañara. La UBC estaba a menos de veinte minutos de su casa, y aunque fuera a mudarse, sabía que pasaría la mayor parte del día en su casa. Sobre todo cuando tuviese que hacer la colada.
―Tu abuela me acompañó hasta la puerta de clase en mi primer día, no quiero que tú me odies―también bromeaba, su abuela era un encanto de mujer.
―Vale, pero trae muchas cervezas.
―No tantas, ¿qué tipo de madre sería yo si permito que te emborraches?
―Como si fuera la primera vez…―dijo Olivia con el mismo tono cantarín que empleaba Lou.
Sí, la relación con su madre era bastante atípica en lo que a relaciones madre/hija concierne. Pero siempre había sido así, especialmente desde
que Lou había echado de su vida al padre de Olivia. Y a la chica le gustaba poder contar con su madre para todo, confiar en ella, saber que nunca le diría «ya te lo dije» sin antes ayudarla.
―De acuerdo, tengo que marcharme ya―Lou se incorporó de la cama―. Nos vemos a las siete, y por favor, que mi coche no sufra ningún daño.
―Tranquila, no al menos daños graves.
―Me estoy arrepintiendo de prestarte el coche…―gimoteó Lou.
―Lo que se da no se quita―exclamó Olivia señalándola con el dedo.
―No te lo he dado, solo te lo he prestado.
Olivia le sacó la lengua. Antes de irse Lou se agachó y le dio un beso en la mejilla. La chica volvió a quedarse en trance momentáneamente, sin embargo salió de él con mayor prontitud que antes. Se levantó de la cama y se decidió a bajar las cajas al piso de abajo, para que fuera más fácil cargarlas en el coche. Tardó unos diez minutos en realizar aquella operación, tampoco llevaba muchas cajas. En el momento en que había bajado la maleta la puerta de su casa se abrió.
Allí estaba Crystal, con su rostro benigno y su brillante melena pelirroja brillando por el sol matutino. Lou le había regalado a Crystal una copia de las llaves de casa, porque así se ahorraba levantarse del sofá o por si ocurría una emergencia. Además, Cystal era vecina de las White desde que se mudaron a esa casa cuando Oli aún era un bebé.
―¿Preparada?―dijo Crystal con suma emoción, casi saltando en el sitio.
―«Sí, sí tú lo estás»―respondió Oli poniendo voz de niña dulce.
Crystal rompió a reír, porque su amiga acababa de citar la frase de uno de sus libros preferidos.
―Venga,―volvió a hablar Olivia, agachándose para coger una de las casas―si conseguimos meter todas nuestras cosas en el pequeño maletero del coche, estamos preparadas para todo.
―Menos mal que llegué al último nivel en el juego del Tetris―dijo Crystal a la vez que también se agachaba para coger una de las cajas.
Un rato más tarde, tras muchos intentos desesperados por hacer encajar las cosas en el maletero. Olivia y Crystal consiguieron aparcar en la plaza que habían alquilado frente a su residencia. Que además, se encontraba cerca del salón de actos en el que se daría la tutoría para primeros alumnos, a la que llegarían tarde si no se daban prisa.
―Meteremos las cosas en la habitación más tarde, ¡vamos!―la apremió Crystal ya en tierra firme.
―Tranquila, que la tutoría no nos da créditos extra―Olivia se estaba retrasando en bajar porque se le había caído el móvil entre su asiento y el freno de manos―. ¡Lo tengo!
Una vez metió el móvil en el bolsillo interior de la chaqueta para evitar perderlo (aquel era el segundo móvil que se compraba en dos meses) salió disparada detrás de Crystal, que muy convenientemente había estudiado el plano del campus y sabía perfectamente hacia donde se dirigía. Porque Olivia solo sabía que se encontraba cerca del salón de actos, pero no sabía exactamente donde estaba.
Se estaba quedando sin aire cuando por fin divisó el gran edificio, se encontraban a escasos centímetros de las escaleras cuando una presencia a su lado llamó su atención. Al principio pensó que era su mente jugándole una mala pasada, pero al volver a mirar, lamentablemente, no era una jugarreta de su mente. Paul Polinsky (y sus inseparables amigos) se encontraba en Vancouver, mirándola igual de pasmado que él a ella.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y sí no era él, sino alguien que se le parecía? ¿Por qué David no había mencionado de pasada que Paul volvía? ¿No, por qué su madre no le había advertido de esto?
―Oli…―susurró Paul, casi sin aliento.
―Paul…―susurró ella, aunque con más sorpresa que cualquier otra emoción.
El sonido de su nombre sonó raro, era como volver a probar una comida que llevaba tiempo sin comer. Y siendo sincera, el sonido de su nombre ya no le producía ninguna emoción buena, sino todo lo contrario. En su estómago se estaba cocinando mucha rabia.
―¿Olivia qué haces ahí parada?―Crystal, que había subido las escaleras antes que Oli, bajaba corriendo hacia ella. Pero se olvidó la pregunta en cuanto vio al chico―. ¡Mierda!
―Yo también me alegro de verte―respondió Paul con una falsa sonrisa.
Crystal le sacó el dedo índice, gesto que correspondió Arthur, uno de los amigos de Paul.
―¿Qué haces aquí?―preguntó Olivia, manteniendo todas las emociones que sentía a raya.
Paul se encogió de hombre.
―He vuelto a casa, pensé que…
―No, no me han dicho nada―lo interrumpió Olivia, con un rechinar de dientes.
La comunicación sin palabras o las frases sin terminar que el otro terminaba, siempre había formado parte de su relación. Y a Olivia le molestó que de todas cosas que podían haberse acabado entre ellos, esa no fuera una de ellas. Aunque contra todo pronóstico, no era raro verlo allí. Es decir, no rara en ese sentido, sino rara en el sentido de que normalmente cuando dos personas llevan mucho tiempo sin verse se desacostumbran a tratarse y aunque ellos deberían estar arrancándose los pelos el uno al otro, se miraban como si nada. Quizá se debía al estado de shock en el que se encontraban.
―Oli, llegamos tarde―la apremió Crystal, casi tirando de su brazo.
―Supongo que ya nos veremos―se despidió Paul.
―Supongo―respondió Olivia, dejándose arrastrar por su mejor amiga escaleras arriba.
Claro que se verían, ¡por Dios claro que iba a verse! Sus padres estaban saliendo juntos y no iban a librarse de tener que verse. Entonces fue cuando Olivia proceso en su cerebro lo que estaba pasando. Paul había vuelto a Vancouver y vale, podía entender que David no le dijese nada. Pero que su madre no se lo hubiese dicho era un golpe muy bajo, sobretodo porque estaba harta que intentara protegerla. Había visto a Paul y no había pasado nada, nada de nada… o al menos, eso se quería hacer creer.
Sigue: dylan. (boluda).
indigo.
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Re: All too well
KATE, TU CAPÍTULO, OH DIOS, TU CAPÍTULO ME HA ENCANTADO DEMASIADO SABES aksndakjsdnajsndajndas fue tan sakdjasjkdnajkdsa la manera en la que escribiste todo tus personajes, las historias... Ginevra, Aspen, Paul, Olivia. Ginevra y Aspen tuvieron sus cosas antes aksjdnajkdnasjkdnasj y Olivia con Paul askdjasjns y ambas terminaron mal y es taaaaaaaaaaaaaaaaan asjdnasj no tengo palabras en serio que amé por completo tu capítulo y como lo redactaste fue hermoso, y amo tanto la amistad de Aspen, Paul y Arthur, es como muy askjdasjkdasjndanjs bella así de que se molestan y esas cosas pero lo ame, y más a Arthur con sus ansias de ver a paul, fue muy cómico y lindo eso akdjandas y Ginevra, su familia, que se lleve tan bello con sus hermanos es tan askdjasnj porque no es muy común eso, es muy hermoso leer esa clase de trato que se tienen los hermanos y cuando se encontro con Aspen, y la cachetada asjknasdnaj igual me la esperaba... era de esperarse aksjdnjansdsanj y Paul en el avión, hablando con esa señora con cara como de pasa askjand idk, fueron bellas las frases que la señora le dijo de cierta manera e idk, quiero leer más de tus personajes en serio por que los he amado por completo
Y perdona que no sea el mejor comentario del mundo, pero ando corta de tiempo, y no quería dejar a un lado el comentar ya que leí
Y perdona que no sea el mejor comentario del mundo, pero ando corta de tiempo, y no quería dejar a un lado el comentar ya que leí
Atenea.
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