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All too well
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: All too well
StephSwan. escribió:Lau
Invitado
Invitado
Re: All too well
El nombre de mi canción favorita Y LA HISTORIA DEL LADRÓN DE BUFANDAS, ustedes me entienden... las que saben de esta canción, felicito a la escritora, buena historia! voy empezando... seguiré por aqui.
Gisell
Re: All too well
Y básicamente, la canción es el epicentro de esta historiaGisell escribió:El nombre de mi canción favorita Y LA HISTORIA DEL LADRÓN DE BUFANDAS, ustedes me entienden... las que saben de esta canción, felicito a la escritora, buena historia! voy empezando... seguiré por aqui.
Hablo en el nombre de todas al darte la bienvenida y las gracias por leer.
Esperamos que disfrutes
indigo.
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Re: All too well
No
pero yo volví en serio siento mi ausencia kate, pero estaba en finales ahora ya estoy en vacaciones y a tu servicio
pero yo volví en serio siento mi ausencia kate, pero estaba en finales ahora ya estoy en vacaciones y a tu servicio
I'm just not sure whether my heart is working. And yours is beating double time. Cole & Ro. New Rules
Kida
---------
Re: All too well
jaja, sí, más o menos gracias
I'm just not sure whether my heart is working. And yours is beating double time. Cole & Ro. New Rules
Kida
---------
Re: All too well
Bueno hablé con Gina y sigue ocupada con exámenes y como no quiero presionarla subiré yo
Ally seguro que te ha ido de maravilla (:
Ally seguro que te ha ido de maravilla (:
indigo.
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Re: All too well
Lo espero ansiosa kate!! :DD
I'm just not sure whether my heart is working. And yours is beating double time. Cole & Ro. New Rules
Kida
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Re: All too well
- comentario kk:
- Me da mucha paja comentar, pero dejame decirte que me gustó mucho tu capítulo, Steph
Heather me hace acordar a una reina, o una khaleesi (?) tan fuerte, tan grande, tan decidida, no sé, se me hizo como a alguien que sus alumnos deberían admirar. Aún así, siento que van a golpearla muy fuerte y que voy a sufrir con ella
Me da un poco de risa el cuarteto que hacen Paul, Arthur, Olivia y GInger (sí, soy cruel) pero es que todos tienen sentimientos por todos y se lastiman y así no se puede vivir, todos tienen que ser felices, mierda Tengo que decir que Arthur es mi favorito, porque para tener el corazón roto, encaró a Ginger sin demostrar debilidad ante ella y eso lo hace una especie de héroe para mí. Y aunque entiendo que Ginger sufrió de forma diferente (bueno, no tan diferente) yo la hubiera golpeado Idk, como dije, me gustó mucho
zuko.
Re: All too well
Probablemente suba hoy el capítulo, solo me queda escribir la parte de Oli y Gin
indigo.
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Re: All too well
Muchas gracias Mía, me alegra que te haya gustado el capítulo
y oMG KATE quiero cap
y oMG KATE quiero cap
peralta.
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Re: All too well
I'm just not sure whether my heart is working. And yours is beating double time. Cole & Ro. New Rules
Kida
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Re: All too well
- Leer, porfa:
- En primer gracias porque logramos pasar de la primera ronda y no se estancó. Lo segundo, siento haber tardado en subir, pero este capítulo me ha vuelto loca y lo he cambiado mil veces, espero que os guste. Y por último, he eliminado a mis personajes Irah (Barbara Palvin) y Isaac (Jeremy Irvine), lo siento por las que tenían trama con esos personajes, pero podemos retomarlas con otros.
No os aburro más
Capítulo 08.
Sienna Baggio | Ginevra Breedless H. | Paul Polinsky | Olivia White || lovely rita.
Sienna Baggio amaba los comienzos, todos, sin excepción: los lunes, Año Nuevo, el cambio de estación… Porque cada uno de ellos, eran oportunidades para cambiar todo lo que no le gustaba, para enfrentar nuevos retos, para superarse a sí misma. Enna era una experta afrontando cambios, se renovaba cada poco tiempo, en todo. La manera de vestir, la música que escuchaba, sus hobbies, sus comportamientos (y también sus novios, pero esto es otra historia). Salvo sus amigos, que eran una de las pocas cosas que estaba segura de querer conservar a su lado por mucho tiempo.
Ahí estaba Enna, en la linde de un Nuevo Gran Comienzo: su tercer año en la universidad. Tumbada en su habitación de la residencia, rodeada por las fotografías de las paredes. Acababa de regresar a Vancouver tras pasar el verano en Venecia con toda su familia. Sienna era terrible para mantener el contacto con ellos, olvidaba llamarlos y pocas veces se decidía a ir a visitarlos. Por lo que su madre le había rogado que aceptase pasar el verano con ellos en su ciudad natal.
Adoraba a su familia, no cabía duda. Pero durante la adolescencia había estado tan agobiada con sus críticas y sus prohibiciones, que solo lejos de ellos se sentía libre. Y le costaba mucho renunciar a su libertad, porque era lo único seguro en su vida.
Mientras estaba tendida, recuperando fuerzas para retomar la rutina de las clases y los trabajos. Se puso a rememorar el primer día en la UBC y le dio pena esa imagen, esa ella asustada y huidiza, con el corazón hecho trizas por alguien que no merecía la pena. Ese había sido el comienzo más importante de toda su vida. Uno que guardaba por voluntad propia en su interior, porque así recordaba hasta dónde había llegado, lo lejos que se encontraba de aquella adolescente que creía en el amor.
Se levantó de la cama y caminó hacia el armario, que había renovado hacía poco. Estaba lista para dejar atrás los vestidos elegantes, los tacones y las chaquetas de punto. Sienna La Pija había tocado a su fin. Ahora sería Sienna La Vintage, que pegaba mucho más con la personalidad relajada, altruista y pacífica que adquirió en Venecia. Se deshizo de la ropa y se quedó en ropa interior en medio de la estancia.
Antes de empezar a buscar la ropa, enchufó el teléfono a los auriculares y buscó la canción Smells Like Teen Spirit de Patti Smith.
Sienna se tomaba las cosas con calma, y ponía cariño en todo lo que hacía, hasta en algo tan trivial como vestirse. Cuando la voz de Patti chocó con las paredes empezó a buscar la ropa. Hacia el final de la canción decidió que se pondría una sudadera vieja de la UBC color gris, una falda patinadora negra y con unas medias tupidas del mismo color. También se agenció sus botas moteras y un pañuelo enorme de muchos colores que le tapaba hasta la nariz.
Al terminar, la puerta del dormitorio se abrió. Una chica rubia apareció por el rellano, cargada con maletas y frío. Debía ser su nueva compañera de habitación. Esperaba que no fuese tan estúpida como Margo, su última compañera. Además que la habitación no era muy grande, y los espacios reducidos con un ser insoportable, despertaban los instintos asesinos de Enna.
Se analizaron la una a la otra y la nueva inquilina alzó levemente la ceja ante su atuendo, que no se parecía en nada al suyo.
―Bienvenida, soy Sienna, pero todo el mundo me llama Enna ―saludó amablemente, lo último que quería era hacerla sentir incómoda o como una intrusa. Ignoró también el análisis que le hacía.
La chica dejó de fijarse en su ropa y por primera vez, la miró a los ojos. Y entonces fue Enna la que se fijó en su atuendo. Iba demasiado desabrigada para ser de Canadá y ese era uno de los factores que le ayudaban a distinguir quién era extranjero: el número de prendas en su cuerpo.
―Yo soy Gwyneth ―respondió. Poseía una voz calmada, aunque perezosa.
Sin terciar otra palabra, Gwyneth planeó con sus ojos marrones por la habitación, o mejor dicho, por los cientos de fotografías que había. Las paredes que le correspondían a Sienna estaban a rebosar de imágenes polaroid; algunas ordenadas por filas, otras sin ningún tipo de orden. Eran tantas que se había visto obligada a colgar cuerdas que fuesen de una pared a otra y sostener en ella las fotografías mediante pinzas.
Sí, sufría obsesión por la fotografía. En parte porque le apasionaba el hecho de inmortalizar algo que le gustase en un trozo papel y en parte porque todas las personas tienen una obsesión. No podía evitar ir con la cámara a todas partes y sacar fotos de todo lo que le gustaba; como en ese momento.
Sin hacer mucho ruido, Sienna caminó hacia la cama y agarró su Instax Mini, su nueva adquisición de una tienda tecnológica en Venecia. Ajustó el objetivo e inmortalizó a Gwyneth, con el ceño fruncido mientras movía los ojos por las fotografías sujetas al cordel, rodeada por sus maletas.
El sonido de la cámara distrajo a Gwyneth, que la miró con cara de pocos amigos cuando se fijó en el papel rectangular que emergía del aparato.
―¿Se puede saber qué haces? ―espetó, caminando hacia ella con semblante amenazante.
Sienna no se sintió intimidada, agarró la fotografía y la agitó como un abanico para que secara bien. Después, con una sonrisa que despertaba sus encantadores hoyuelos.
―No he podido evitarlo ―dijo, pero no a modo de disculpa. Dejó la cámara en la cama, agarró la grapadora y pasó por el lado de Gwyneth para grapar la fotografía encima del cabecero de la cama de la susodicha―. Ya está, ahora siempre recordarás tu primer día aquí―. Le guiñó un ojo y volvió a su lado, junto al armario.
Miró a Sienna como si estuviese completamente loca (y quizá lo estaba). A continuación Gwyneth agarró una por una las maletas y las subió a su cama. Se sentó en ella pero inmediatamente después volvió a levantarse acometida por la curiosidad. Sienna siguió la trayectoria de sus ojos y sonrío, todo el mundo se fijaba en ese punto de la pared.
Gwyneth se detuvo frente al escritorio de Sienna.
―¿Qué se supone que es eso? ―preguntó, con un tono más amable a la vez que señalaba la pared.
Allí había un círculo dibujado con pintura negra y dentro, las fotografías de cuatro chicos. Sienna se posicionó a la altura de su compañera.
―Es un agujero negro ―señaló el centro del círculo―, y esto es el horizonte de sucesos. ―En esa ocasión señaló la pintura. Prosiguió con la explicación―: Se dice que cuando cualquier masa traspasa el horizonte, ya no hay vuelta atrás, te quedas atrapado.
―¿Y las fotos?
―Son mis ex novios. Cuando me deprimo, miro aquí dentro y me doy cuenta de que si me hubiese dejado arrastrar por estos chicos, estaría mucho peor.
Dentro del agujero se encontraban sus cuatro novios de la universidad, a cuál de ellos peor. Aquella pared no le servía solo para animarse en los momentos de bajón, sino que también, le corroboraba que el amor no merecía la pena.
Gwyneth la miró de forma prolongada, hasta que poco a poco la arruga de desconfianza se esfumó de su entrecejo, apareciendo en su lugar una bonita sonrisa.
―Gwinnie.
En esa ocasión fue Sienna la que frunció el ceño.
―Mis amigos me llaman Gwinnie ―aclaró.
Sienna sonrió, consciente de que se iban a llevar muy bien.
De camino a la primera clase, Sienna decidió que se tomaría el día libre (aunque eso después le ocasionara problemas). Quería disfrutar del aire y de los desconocidos que vagaban por el campus. Y quizá echarse una siesta debajo de algún árbol, el viaje de vuelta la había dejado exhausta. Además, su profesor de guion siempre les insistía en que las mejores historias eran las de las personas. A lo mejor uno de esos rostros le inspiraba para crear la premisa de uno de sus futuros cortos.
Sienna estudia Cinematografía, no porque fuese una cineasta consagrada. Era algo más, esa sensación que experimentaba cada vez que se sumergía en el rodaje de un corto o un documental. Se sentía poderosa, con la capacidad de que las cosas sucedieran como ella deseaba, capaz de enseñar la realidad tal y como ella la veía. Cuando dirigía, se olvidaba de que estaba a merced del destino, o de lo que fuera que determinase las cosas.
Mientras vagaba por las calles de la UBC, no cesó de hacer fotografías. Inmortalizó reencuentros entre dos amigas, un par de chicos tirados en el césped, unos padres de rostro contraído subiendo al coche, y la que más le gustó: la hermana pequeña de Steven dándole una bofetada a un chico que no conocía.
Había conocido a Steven el año pasado, gracias a uno de sus ya mencionados cortos. Le habían hablado del talento del chico para crear melodías y no dudó en acudir a él para pedirle que pusiera la música a su proyecto. Desde entonces mantenían una bonita amistad que se basaba sobre todo en ir al cine, conciertos y en Sienna acosando al padre de Steven siempre que tenía ocasión para ver si conseguía que le presentara a algún respetado director con el que hubiese trabajado (no tenía vergüenza). Y sobre todo se basaba en el apoyo incondicional que se brindaban, quizá no hablaran todos los días, quizá no se contaban todos los detalles de su vida, pero siempre que se necesitaban era suficiente un cruce de miradas para saber cómo se sentían.
Sienna llegó a su parte preferida del campus mirando a través del objetivo de la cámara: la pérgola que se encontraba a orillas del lago que servía de epicentro para toda la zona de las residencias y las fraternidades. Aquel pequeño lugar, al que se accedía por medio de un camino de maderas desclavijadas, era una especie de santuario para Sienna.
En ese momento no sucedía nada especial, pero pensó que sería un buen momento para ir allí. Con el ojo detrás del objetivo de su querida cámara, echó a andar hacia la pérgola. No fue hasta que sus pies alcanzaron el último peldaño de la escalatina que se percató de que había alguien más.
Iba a darse la vuelta, pues no le apetecía compañía, cuando algo de la persona que estaba allí llamó irremediablemente su atención. Acercó el objetivo de la cámara a los pies; uno cruzado por detrás del otro, disparó. Ascendió hacia las manos; que colgaban tranquilas por delante de la barandilla, disparó de nuevo. Y llegó al rostro del chico; la cámara cayó al suelo. El chico se giró por el ruido y lo pudo ver bien, confirmando que no era una pesadilla. La forma alargada de la cara, la boca pequeña y traviesa, los ojos verdes. La sombra de las arrugas bajo sus ojos cada vez que cambiaba de expresión.
Era Ben, el chico que le había partido el corazón. El verdadero motivo por el que Sienna nunca volvía a casa en vacaciones (por temor a verlo), la razón por la que cambiaba de personalidad cada poco tiempo (no quería volver a ser la chica que fue cuando estaban juntos).
El aire se condensó en su garganta y se encontró a sí misma boqueando en busca de aliento. Tuvo que poner una mano en una de las columnas de la pérgola porque se le doblaron las rodillas. Su mundo se estaba inclinando poco a poco, mientras que el de Ben parecía seguir firme, porque la miraba como si fuese una extraña, como si siempre lo hubiese sido.
―Hola, Enna ―saludó impávido, con el lago a su espalda.
Fue escuchar su voz y sentir como si algo se la tragara. Echó a correr, olvidando la cámara y las fotografías, tratando de huir de todos los recuerdos que se aglomeraban en su cabeza. Entonces fue cuando se dio cuenta, después de tres años. Se pasaba los días huyendo de Ben y de todo lo que conllevaba.
Siguió corriendo hasta que se chocó con alguien y cayó despedida hacia atrás. Su culo impactó contra el suelo frío y sintió como los guijarros se le clavaban en las medias. Se quedó allí sentada, sin amagos de incorporarse: estaba trastornada.
La persona con la que chocó la aferró por los codos para incorporarla.
―Sienna, ¿estás bien? ―habló Steven, que la miraba con la frente arrugada.
La chica lo miró a los ojos y cuando se dio cuenta de que era su amigo se lanzó a sus brazos y enterró la cabeza en su cuello, como si quisiera esconderse. No paraba de temblar.
―No estás bien ―confirmó Steven, acariciándole el pelo. Un poco aturdido, era difícil ver a Sienna en un estado como aquel―. ¿Me lo quieres contar?
―El horizonte de sucesos ―murmuró con un leve castañeo en los dientes.
―No te entiendo.
―He traspasado el horizonte de sucesos.
Ahí estaba Enna, en la linde de un Nuevo Gran Comienzo: su tercer año en la universidad. Tumbada en su habitación de la residencia, rodeada por las fotografías de las paredes. Acababa de regresar a Vancouver tras pasar el verano en Venecia con toda su familia. Sienna era terrible para mantener el contacto con ellos, olvidaba llamarlos y pocas veces se decidía a ir a visitarlos. Por lo que su madre le había rogado que aceptase pasar el verano con ellos en su ciudad natal.
Adoraba a su familia, no cabía duda. Pero durante la adolescencia había estado tan agobiada con sus críticas y sus prohibiciones, que solo lejos de ellos se sentía libre. Y le costaba mucho renunciar a su libertad, porque era lo único seguro en su vida.
Mientras estaba tendida, recuperando fuerzas para retomar la rutina de las clases y los trabajos. Se puso a rememorar el primer día en la UBC y le dio pena esa imagen, esa ella asustada y huidiza, con el corazón hecho trizas por alguien que no merecía la pena. Ese había sido el comienzo más importante de toda su vida. Uno que guardaba por voluntad propia en su interior, porque así recordaba hasta dónde había llegado, lo lejos que se encontraba de aquella adolescente que creía en el amor.
Se levantó de la cama y caminó hacia el armario, que había renovado hacía poco. Estaba lista para dejar atrás los vestidos elegantes, los tacones y las chaquetas de punto. Sienna La Pija había tocado a su fin. Ahora sería Sienna La Vintage, que pegaba mucho más con la personalidad relajada, altruista y pacífica que adquirió en Venecia. Se deshizo de la ropa y se quedó en ropa interior en medio de la estancia.
Antes de empezar a buscar la ropa, enchufó el teléfono a los auriculares y buscó la canción Smells Like Teen Spirit de Patti Smith.
Sienna se tomaba las cosas con calma, y ponía cariño en todo lo que hacía, hasta en algo tan trivial como vestirse. Cuando la voz de Patti chocó con las paredes empezó a buscar la ropa. Hacia el final de la canción decidió que se pondría una sudadera vieja de la UBC color gris, una falda patinadora negra y con unas medias tupidas del mismo color. También se agenció sus botas moteras y un pañuelo enorme de muchos colores que le tapaba hasta la nariz.
Al terminar, la puerta del dormitorio se abrió. Una chica rubia apareció por el rellano, cargada con maletas y frío. Debía ser su nueva compañera de habitación. Esperaba que no fuese tan estúpida como Margo, su última compañera. Además que la habitación no era muy grande, y los espacios reducidos con un ser insoportable, despertaban los instintos asesinos de Enna.
Se analizaron la una a la otra y la nueva inquilina alzó levemente la ceja ante su atuendo, que no se parecía en nada al suyo.
―Bienvenida, soy Sienna, pero todo el mundo me llama Enna ―saludó amablemente, lo último que quería era hacerla sentir incómoda o como una intrusa. Ignoró también el análisis que le hacía.
La chica dejó de fijarse en su ropa y por primera vez, la miró a los ojos. Y entonces fue Enna la que se fijó en su atuendo. Iba demasiado desabrigada para ser de Canadá y ese era uno de los factores que le ayudaban a distinguir quién era extranjero: el número de prendas en su cuerpo.
―Yo soy Gwyneth ―respondió. Poseía una voz calmada, aunque perezosa.
Sin terciar otra palabra, Gwyneth planeó con sus ojos marrones por la habitación, o mejor dicho, por los cientos de fotografías que había. Las paredes que le correspondían a Sienna estaban a rebosar de imágenes polaroid; algunas ordenadas por filas, otras sin ningún tipo de orden. Eran tantas que se había visto obligada a colgar cuerdas que fuesen de una pared a otra y sostener en ella las fotografías mediante pinzas.
Sí, sufría obsesión por la fotografía. En parte porque le apasionaba el hecho de inmortalizar algo que le gustase en un trozo papel y en parte porque todas las personas tienen una obsesión. No podía evitar ir con la cámara a todas partes y sacar fotos de todo lo que le gustaba; como en ese momento.
Sin hacer mucho ruido, Sienna caminó hacia la cama y agarró su Instax Mini, su nueva adquisición de una tienda tecnológica en Venecia. Ajustó el objetivo e inmortalizó a Gwyneth, con el ceño fruncido mientras movía los ojos por las fotografías sujetas al cordel, rodeada por sus maletas.
El sonido de la cámara distrajo a Gwyneth, que la miró con cara de pocos amigos cuando se fijó en el papel rectangular que emergía del aparato.
―¿Se puede saber qué haces? ―espetó, caminando hacia ella con semblante amenazante.
Sienna no se sintió intimidada, agarró la fotografía y la agitó como un abanico para que secara bien. Después, con una sonrisa que despertaba sus encantadores hoyuelos.
―No he podido evitarlo ―dijo, pero no a modo de disculpa. Dejó la cámara en la cama, agarró la grapadora y pasó por el lado de Gwyneth para grapar la fotografía encima del cabecero de la cama de la susodicha―. Ya está, ahora siempre recordarás tu primer día aquí―. Le guiñó un ojo y volvió a su lado, junto al armario.
Miró a Sienna como si estuviese completamente loca (y quizá lo estaba). A continuación Gwyneth agarró una por una las maletas y las subió a su cama. Se sentó en ella pero inmediatamente después volvió a levantarse acometida por la curiosidad. Sienna siguió la trayectoria de sus ojos y sonrío, todo el mundo se fijaba en ese punto de la pared.
Gwyneth se detuvo frente al escritorio de Sienna.
―¿Qué se supone que es eso? ―preguntó, con un tono más amable a la vez que señalaba la pared.
Allí había un círculo dibujado con pintura negra y dentro, las fotografías de cuatro chicos. Sienna se posicionó a la altura de su compañera.
―Es un agujero negro ―señaló el centro del círculo―, y esto es el horizonte de sucesos. ―En esa ocasión señaló la pintura. Prosiguió con la explicación―: Se dice que cuando cualquier masa traspasa el horizonte, ya no hay vuelta atrás, te quedas atrapado.
―¿Y las fotos?
―Son mis ex novios. Cuando me deprimo, miro aquí dentro y me doy cuenta de que si me hubiese dejado arrastrar por estos chicos, estaría mucho peor.
Dentro del agujero se encontraban sus cuatro novios de la universidad, a cuál de ellos peor. Aquella pared no le servía solo para animarse en los momentos de bajón, sino que también, le corroboraba que el amor no merecía la pena.
Gwyneth la miró de forma prolongada, hasta que poco a poco la arruga de desconfianza se esfumó de su entrecejo, apareciendo en su lugar una bonita sonrisa.
―Gwinnie.
En esa ocasión fue Sienna la que frunció el ceño.
―Mis amigos me llaman Gwinnie ―aclaró.
Sienna sonrió, consciente de que se iban a llevar muy bien.
De camino a la primera clase, Sienna decidió que se tomaría el día libre (aunque eso después le ocasionara problemas). Quería disfrutar del aire y de los desconocidos que vagaban por el campus. Y quizá echarse una siesta debajo de algún árbol, el viaje de vuelta la había dejado exhausta. Además, su profesor de guion siempre les insistía en que las mejores historias eran las de las personas. A lo mejor uno de esos rostros le inspiraba para crear la premisa de uno de sus futuros cortos.
Sienna estudia Cinematografía, no porque fuese una cineasta consagrada. Era algo más, esa sensación que experimentaba cada vez que se sumergía en el rodaje de un corto o un documental. Se sentía poderosa, con la capacidad de que las cosas sucedieran como ella deseaba, capaz de enseñar la realidad tal y como ella la veía. Cuando dirigía, se olvidaba de que estaba a merced del destino, o de lo que fuera que determinase las cosas.
Mientras vagaba por las calles de la UBC, no cesó de hacer fotografías. Inmortalizó reencuentros entre dos amigas, un par de chicos tirados en el césped, unos padres de rostro contraído subiendo al coche, y la que más le gustó: la hermana pequeña de Steven dándole una bofetada a un chico que no conocía.
Había conocido a Steven el año pasado, gracias a uno de sus ya mencionados cortos. Le habían hablado del talento del chico para crear melodías y no dudó en acudir a él para pedirle que pusiera la música a su proyecto. Desde entonces mantenían una bonita amistad que se basaba sobre todo en ir al cine, conciertos y en Sienna acosando al padre de Steven siempre que tenía ocasión para ver si conseguía que le presentara a algún respetado director con el que hubiese trabajado (no tenía vergüenza). Y sobre todo se basaba en el apoyo incondicional que se brindaban, quizá no hablaran todos los días, quizá no se contaban todos los detalles de su vida, pero siempre que se necesitaban era suficiente un cruce de miradas para saber cómo se sentían.
Sienna llegó a su parte preferida del campus mirando a través del objetivo de la cámara: la pérgola que se encontraba a orillas del lago que servía de epicentro para toda la zona de las residencias y las fraternidades. Aquel pequeño lugar, al que se accedía por medio de un camino de maderas desclavijadas, era una especie de santuario para Sienna.
En ese momento no sucedía nada especial, pero pensó que sería un buen momento para ir allí. Con el ojo detrás del objetivo de su querida cámara, echó a andar hacia la pérgola. No fue hasta que sus pies alcanzaron el último peldaño de la escalatina que se percató de que había alguien más.
Iba a darse la vuelta, pues no le apetecía compañía, cuando algo de la persona que estaba allí llamó irremediablemente su atención. Acercó el objetivo de la cámara a los pies; uno cruzado por detrás del otro, disparó. Ascendió hacia las manos; que colgaban tranquilas por delante de la barandilla, disparó de nuevo. Y llegó al rostro del chico; la cámara cayó al suelo. El chico se giró por el ruido y lo pudo ver bien, confirmando que no era una pesadilla. La forma alargada de la cara, la boca pequeña y traviesa, los ojos verdes. La sombra de las arrugas bajo sus ojos cada vez que cambiaba de expresión.
Era Ben, el chico que le había partido el corazón. El verdadero motivo por el que Sienna nunca volvía a casa en vacaciones (por temor a verlo), la razón por la que cambiaba de personalidad cada poco tiempo (no quería volver a ser la chica que fue cuando estaban juntos).
El aire se condensó en su garganta y se encontró a sí misma boqueando en busca de aliento. Tuvo que poner una mano en una de las columnas de la pérgola porque se le doblaron las rodillas. Su mundo se estaba inclinando poco a poco, mientras que el de Ben parecía seguir firme, porque la miraba como si fuese una extraña, como si siempre lo hubiese sido.
―Hola, Enna ―saludó impávido, con el lago a su espalda.
Fue escuchar su voz y sentir como si algo se la tragara. Echó a correr, olvidando la cámara y las fotografías, tratando de huir de todos los recuerdos que se aglomeraban en su cabeza. Entonces fue cuando se dio cuenta, después de tres años. Se pasaba los días huyendo de Ben y de todo lo que conllevaba.
Siguió corriendo hasta que se chocó con alguien y cayó despedida hacia atrás. Su culo impactó contra el suelo frío y sintió como los guijarros se le clavaban en las medias. Se quedó allí sentada, sin amagos de incorporarse: estaba trastornada.
La persona con la que chocó la aferró por los codos para incorporarla.
―Sienna, ¿estás bien? ―habló Steven, que la miraba con la frente arrugada.
La chica lo miró a los ojos y cuando se dio cuenta de que era su amigo se lanzó a sus brazos y enterró la cabeza en su cuello, como si quisiera esconderse. No paraba de temblar.
―No estás bien ―confirmó Steven, acariciándole el pelo. Un poco aturdido, era difícil ver a Sienna en un estado como aquel―. ¿Me lo quieres contar?
―El horizonte de sucesos ―murmuró con un leve castañeo en los dientes.
―No te entiendo.
―He traspasado el horizonte de sucesos.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Ginevra perdió de vista a Wade por cuarta vez en el día. Le dieron ganas de darse leches contra las paredes. Ya era bien difícil perderlo, porque iban juntos a todas las materias comunes. Si ella de por sí era despistada, no digamos ya con ciertos «improvistos» en su cabeza. En especial si el «improvisto» tenía nombre y apellido y resultaba ser su ex.
Todavía no podía creer que Aspen Shereen hubiese regresado a la ciudad y, mucho menos que la persiguiera por la mitad del campus como si fuese un acosador (o como si de verdad le importase ella). Fuera como fuera, Gin se encontraba de lo más orgullosa por haber manejado la situación de aquella manera, sin titubeos, sin experimentar algo diferente al odio o la rabia. La mano con la que abofeteó a Aspen hormigueó de nuevo, como ansiosa por repetirlo. Normalmente no era tan agresiva, es decir, no pegaba a la gente por ser estúpida. Pero esa bofetada la tenía guardada desde hacía mucho tiempo, no pudo evitarlo.
Resignada, dejó de buscar a Wade con la mirada y entró en la clase que le tocaba: Biología. Todavía no había tenido la oportunidad de ir a ninguna de las clases de su especialidad, por lo que se sentía como hubiese vuelto al instituto. Solo que uno con más gente y con clases más grandes.
Dentro del aula la contaminación acústica era insoportable, las palabras parecían gritos, olía a muchas cosas (y muchas de ellas malas) y volaban aviones de papel y bolígrafos. Definitivamente, se sentía de nuevo en el instituto. Estaba deseando poder marcharse a las clases de su especialidad, aunque todavía no tenía ni idea de cuáles escogería.
Gin era ambiciosa, pero no tonta. Sabía que quería superar su primer año con buenas notas, tendría que escoger el mínimo de asignaturas posibles.
Ascendió por las escaleras hasta la parte más alta de la clase. Acostumbraba a quedarse en vela muchas noches componiendo, era por eso que cuanto más atrás se sentase, más sueños reparadores podría echarse en clase. Tuvo que pasar por delante de un grupito de Barbies que vestían camisas por encima del ombligo y pantalones que por poco mostraban sus «almas». Escuchó cuchicheos y les pisó los pies a todas cuando pasó. Una de ellas estuvo a punto de decirle algo, pero los ojos chispeantes de Ginevra le enseñaron que no era buena idea.
Se sentó finalmente en la silla contigua a la ventana. A su lado había una chica pequeña, en lo que a actitud se refería (porque la verdad era que le saca una cabeza incluso sentada). Estaba leyendo el libro Perfiles Criminales, una de las lecturas que más había disfrutado Gin ese año. Su padre la había dicho muchas veces que se podía conocer a las personas por la música que escuchaba y por los libros que leía. Decidió que esa chica era interesante, desde luego, mucho más que los chicos que estaban coreando la canción: «Que empiece ya, el público se mea…».
―Hola ―saludó con tono amable, deshaciéndose del enredo de la bufanda en su cuello.
La chica la miró de soslayo, sin apartar del todo la vista del libro.
―Hola ―siseó, con un leve rubor en sus mejillas.
Notaba la desconfianza en los ojos azules de la muchacha. Seguro que pensaba que Gin tenía malas intenciones, o que quería algo de ella. También le gustó esa actitud. Por eso la ignoró y arrastró su pupitre para que quedase más cerca del de ella, lo que provocó que la chica alejara el cuerpo a la parte contraria.
―¿Cómo te llamas? ―preguntó.
―¿Por qué me hablas? ―respondió ella con otra pregunta, fastidiada por la interrupción.
―Porque me gustas, quiero decir, no en plan romántico ni nada de eso ―aclaró, con las manos extendidas frente a ella. No quería confusiones―. Me gusta tu actitud, eres la única que parece que no se ha quedado estancada en el jardín de infancia y sabe que estamos en una clase de universidad.
Las palabras llamaron la atención de la chica, que cerró el libro y miró a Gin por primera vez. Se sintió psicoanalizada, como si también fuese uno de los perfiles de la lectura.
―Sí, pareciera que algunos han venido a cursar un Doctorado en Construcción de Aviones de Papel ―habló. Su voz era mucho más dulce cuando no parecía estar a la defensiva―. Soy Bobbie, por cierto.
Gin asintió. Definitivamente le gustaba esa chica.
―Ginevra Breedless ―se presentó, omitiendo su segundo apellido. Veía innecesario utilizarlo, porque no conllevaba ningún significado de apego o cariño hacia quién se lo dio.
Los ojos de Bobbie se abrieron de impresión.
―¿Eres hija de Raymond Breedless, el compositor? ―preguntó emocionada.
A Gin le sorprendió que la conociera, o que conociera a su padre. Aunque Raymond acostumbraba a viajar con frecuencia a Estados Unidos y acudía a numerosas galas de premios del cine (tenía bastantes galardones a «Mejor banda sonora»), solía trabajar desde casa y no era muy dado a los medios.
―Sí ―dijo.
―Leí un reportaje suyo hace unos meses, donde decían que vivía aquí. Me encantan sus canciones ―confirmó―. Debes de conocer a grandes directores y productores.
No supo por qué, pero no le sonó como si estuviese siendo una entrometida o como si quisiera conocer a uno de esos mencionados directores.
―Mi padre es el que los conoce, nosotros nos mantenemos bastante al margen a ese tema. Pero no te voy a mentir, tengo una servilleta firmada por Tom Hanks que guardo como si fuese un tesoro―. Le guiñó un ojo.
―Seguro que es la servilleta más bonita del mundo.
Gin asintió, era de las pocas conversaciones agradables que había mantenido ese día, sin gritos ni reproches.
―¿Y tú de dónde vienes? ―preguntó.
Los ojos de Bobbie se cubrieron con algo que Ginevra no supo descifrar. Parecía que acababa de meter la pata.
―De lejos.
Bobbie volvió a abrir su libro, dejando la conversación a medias. Gin no se ofendió, intuía que había algo en su lugar de procedencia que le causaba dolor. Arrastró el pupitre a su posición inicial para darle espacio a la chica. Vio como ésta sonreía desde las profundidades de su libro.
La profesora de Biología entró en el aula segundos después y tras un par de gritos dignos de una banshee todo el ruido del lugar cesó. Mientras la profesora, la Señorita Benítez, trataba de disuadir a los presentes para que cursaran su asignatura, Gin se dedicó a mirar a través de la ventana. Entonces vio a Wade acompañado por su amigo Jake, corriendo como si estuviesen siendo perseguidos por un zombi… o ya sabes, como si llegaran tarde a clase.
Gin chistó y dejó caer la cabeza contra el bolso, ese era un buen momento para empezar con el sueño reparador.
Después de todo no cursaría la asignatura de Biología. En parte porque las ciencias se le daban igual de bien que conducir y en parte porque la Señorita Benítez una vez terminó la clase se dirigió a Gin para decirle que en su aula no se admitían vagos (seguro que la había escuchado roncar durante su explicación).
A última hora de la tarde había decidido que solo cursaría Literatura e Historia en el ámbito común y todas las demás asignaturas serían de su especialidad. También, mientras esperaba a que Steven apareciera, decidió que al día siguiente pondría un anuncio en los tablones de todas las facultades ofreciéndose a dar clases particulares de piano, bajo, guitarra, violín, o algún otro. Así se ganaría un dinero extra a parte del que le pagaba su padre por llevarle el papeleo y la correspondencia. Gin estaba ahorrando para hacer un viaje en primavera a Oklahoma para acudir a la boda de Penny, que aunque estaba loca por casarse a los veinte años con su novio de hacía seis meses, era una de sus mejores amigas.
Estaba invitada en concepto de dama de honor, lo que se traducía a: comprar uno de los regalos más caros de la lista, organizar (y pagar) junto a las demás la despedida de soltera y colaborar como la que más en el pago de la luna de miel.
Aquella boda iba dejarla sin blanca hasta que se graduara.
Steven apareció en el aparcamiento cinco minutos más tarde, con una sonrisa bobalicona que se veía a kilómetros de distancia. «La cara de bobo que se le pone a Steven cuando está en una relación no tiene precio», pensó maliciosamente.
―Ya era hora, no siento los pies ―saludó abriendo la puerta del coche cuando Steven quitó el seguro.
―Me estaba despidiendo de mi novia, mocosa. ―Steven se introdujo en el coche a la vez que Gin.
―Mocosa, hermanita… ¿tengo nombre, sabes? ―se quejó.
―Perdona Ginevra Breedless Hollingworth ―bromeó, sacándola de quicio. Gin rodó los ojos.
El coche arrancó y salieron del campus minutos después. Gin echó la vista atrás, despidiéndose de su primer día de universidad.
―¿Cómo han ido las clases? ―preguntó su hermano sobre el ruido de la calefacción.
―Estoy pensado en tomarme otro año sabático, o a lo mejor, me hago hippie y me mudo a una comuna de esas donde todo es de todos.
Steven miró a Gin de reojo y ella supo qué era lo que venía a continuación.
―Seguro que Aspen no tiene nada que ver en ello.
La misma sensación de angustia que la acompañaba desde hacía días se hizo más presente en su pecho. Claro que la tentativa de ver al gilipollas de su ex todos los días influenciaba a su decisión de querer esconderse en casa para siempre. Pero no lo iba a reconocer, porque si lo decía en voz alta se convertiría en una realidad y no quería que Aspen volviese a ser el dueño de su vida.
―No, tiene que ver con que me siento como en el instituto otra vez ―argumentó Gin, con la frente apoyada en la ventanilla. El calor era agobiante.
Sentirse de nuevo en el instituto también estaba interrelacionado con Aspen, porque había sido en esa época cuando le conoció, cuando más perdida había estado.
―Lo que tú digas ―Steven enfiló el camino de entrada a su barrio en ese instante.
Los diez minutos de viaje que restaron fueron silenciosos, porque se les había olvidado poner la radio. Entraron en el garaje y cuando Gin iba a bajarse, su hermano mayor la agarró por la barbilla, obligándola a mirarlo.
―Puede que te sientas más segura fingiendo que no pasa nada porque Aspen haya vuelto. Pero yo soy tu hermano y te conozco mejor que nadie. Cuando dejes de fingir, estoy aquí para que me cuentes cómo te sientes.
Las lágrimas que no había derramado antes se aglomeraron en sus pupilas, deseosas de liberarse por fin. Era como si la zona segura de la que hablaba Steven se estuviese resquebrajando a la velocidad de la luz al haber llegado a casa. Le dio un abrazo rápido a Steven y salió catapultada del coche.
Ascendió las escaleras de dos en dos y en lugar de detenerse en el primer piso para cenar junto con su familia salió al jardín y se encerró en el estudio de grabación de su padre. La puerta se cerró a su espalda. Encendió la luz. Cada vez que Gin se encerraba en el estudio (lo que venía a ser siempre) la invadía la sensación de que nada podía hacerle daño. Allí solo existían la música y ella. Pero en esa ocasión la visión de los instrumentos, el olor a incienso y las partituras amontonadas por todos lados, no ayudaron.
Aspen Shereen había entrado en su refugio.
Hizo lo único que se le ocurrió para no derrumbarse, porque no pensaba hacerlo, no iba a darle esa satisfacción. Se sentó en frente del piano de cola del centro de la estancia y se puso a tocar las teclas negras, solo las negras. No componía nada en especial, no tocaba ninguna partitura, solo quería que todo lo que la dañaba se convirtiera en música.
Sin embargo, el daño permaneció en su interior. Aporreó las teclas con la palma entera de la mano, y una cacofonía lo inundó todo. Después de todo, ese desconcierto de notas y sonidos pegaba más con su estado de ánimo.
«No puedes ser tan débil, simplemente no puedes». La ardua tarea de contener las lágrimas le estaba produciendo dolor de cabeza.
―Como me rompas el piano, voy a hacer que trabajes para mí hasta que te salgan canas.
Escuchar esa voz tan calma detuvo sus aporreos. Esperó paciente a que su padre se sentara a su lado en banco del piano. Segundos después, ahí estaba Raymond, mirándola con los ojos azules que compartían y frunciendo el ceño.
―Lo siento, papá ―se disculpó. Notó que sus manos temblaban y las escondió debajo del piano.
―Simone me ha contado lo que ha sucedido.
Ginevra se molestó con ella. Se pasó la mano por el pelo y aferró los mechones con fuerza, frustrada porque ahora tendría que hablar con su padre. Ginevra adoraba a su padre y nunca le ocultaba información de su vida. Solo que había veces en las que necesitaba hundirse en su miseria y Raymond nunca lo permitía. Le llenaba los oídos de consejos y de lecciones que no la dejaban estar triste.
―Apuesto a que no te ha dicho a quién ha visto ella ―miró a su padre desafiante. Gin resollaba de rabia.
«Por Dios, ¿qué me pasa?». Aspen ya había logrado que se enfadara con su hermana y que estuviera molesta con su padre por ser tan buen padre y no poder dejarla sola.
―Oh sí, también me lo dijo ―.Los rizos rubios de Raymond cayeron por su frente cuando se inclinó para comenzar a tocar una melodía tranquilizante. ―Parece que has heredado el revés de tu madre ―comentó al borde de la risa, volviendo al tema de Gin.
Gin negó con la cabeza, un poco más relajada. Identificó las notas que tocaba su padre y comenzó a tocar junto con él.
―¿Cómo es? ―Sus miradas se cruzaron, pero ninguno dejó de tocar―. Cada vez que ves a mamá y recuerdas todo lo que has sufrido por su culpa, ¿cómo es?
Raymond se frotó la barba, dejando de tocar.
―Al principio fue raro. Estaba acostumbrado a tratar a tu madre como mi mujer, pero ya no era mi mujer. Tuve que aprender a tratarla como la madre de mis hijos y nada más. ―Su padre parecía inmerso en su pasado―. Con el paso del tiempo te acostumbras a que sea así. Es lo único que tienes que hacer Ginnie, dejar de verlo como la persona que rompió tu corazón.
―Tengo miedo ―confesó, olvidándose de seguir moviendo los dedos sobre el piano―. No quiero perderme otra vez.
Ray la rodeó con sus brazos. Ginevra hundió la cara en su camisa de cuadros. Su padre olía a carboncillo, colonia de hombre y a espaguetis.
―Todo lo que sientas, lo que te aflija… ―empezó a recitar Raymond.
―…conviértelo en una canción y enciérralo en ella ―terminó Gin, agradecida.
Se separó del abrazo y se estiró hacia la mesa de mezclas para alcanzar su guitarra. Después volvió a sentarse a horcajadas sobre el banco, sonriendo a su padre. Raymond entendió las intenciones de Gin y comenzó a tocar la versión acústica de Hallelujah.
Ginevra comenzó a cantar a la vez que su padre. Gin tenía una voz prodigiosa, profunda, electrizante y grave. Porque la voz de Ginevra Breedless era como una canción de blues y rock en una misma caja torácica. Pero lo que le hacía bonita era el alma que le ponía a cada palabra.
A mitad de la canción logró olvidarse de Aspen, al menos de momento, porque sus caminos iban a volver a cruzarse dentro de poco.
―Love is not a victory march, it´s a cold and it’s broken Hallelujah ―siguió cantando.
Todavía no podía creer que Aspen Shereen hubiese regresado a la ciudad y, mucho menos que la persiguiera por la mitad del campus como si fuese un acosador (o como si de verdad le importase ella). Fuera como fuera, Gin se encontraba de lo más orgullosa por haber manejado la situación de aquella manera, sin titubeos, sin experimentar algo diferente al odio o la rabia. La mano con la que abofeteó a Aspen hormigueó de nuevo, como ansiosa por repetirlo. Normalmente no era tan agresiva, es decir, no pegaba a la gente por ser estúpida. Pero esa bofetada la tenía guardada desde hacía mucho tiempo, no pudo evitarlo.
Resignada, dejó de buscar a Wade con la mirada y entró en la clase que le tocaba: Biología. Todavía no había tenido la oportunidad de ir a ninguna de las clases de su especialidad, por lo que se sentía como hubiese vuelto al instituto. Solo que uno con más gente y con clases más grandes.
Dentro del aula la contaminación acústica era insoportable, las palabras parecían gritos, olía a muchas cosas (y muchas de ellas malas) y volaban aviones de papel y bolígrafos. Definitivamente, se sentía de nuevo en el instituto. Estaba deseando poder marcharse a las clases de su especialidad, aunque todavía no tenía ni idea de cuáles escogería.
Gin era ambiciosa, pero no tonta. Sabía que quería superar su primer año con buenas notas, tendría que escoger el mínimo de asignaturas posibles.
Ascendió por las escaleras hasta la parte más alta de la clase. Acostumbraba a quedarse en vela muchas noches componiendo, era por eso que cuanto más atrás se sentase, más sueños reparadores podría echarse en clase. Tuvo que pasar por delante de un grupito de Barbies que vestían camisas por encima del ombligo y pantalones que por poco mostraban sus «almas». Escuchó cuchicheos y les pisó los pies a todas cuando pasó. Una de ellas estuvo a punto de decirle algo, pero los ojos chispeantes de Ginevra le enseñaron que no era buena idea.
Se sentó finalmente en la silla contigua a la ventana. A su lado había una chica pequeña, en lo que a actitud se refería (porque la verdad era que le saca una cabeza incluso sentada). Estaba leyendo el libro Perfiles Criminales, una de las lecturas que más había disfrutado Gin ese año. Su padre la había dicho muchas veces que se podía conocer a las personas por la música que escuchaba y por los libros que leía. Decidió que esa chica era interesante, desde luego, mucho más que los chicos que estaban coreando la canción: «Que empiece ya, el público se mea…».
―Hola ―saludó con tono amable, deshaciéndose del enredo de la bufanda en su cuello.
La chica la miró de soslayo, sin apartar del todo la vista del libro.
―Hola ―siseó, con un leve rubor en sus mejillas.
Notaba la desconfianza en los ojos azules de la muchacha. Seguro que pensaba que Gin tenía malas intenciones, o que quería algo de ella. También le gustó esa actitud. Por eso la ignoró y arrastró su pupitre para que quedase más cerca del de ella, lo que provocó que la chica alejara el cuerpo a la parte contraria.
―¿Cómo te llamas? ―preguntó.
―¿Por qué me hablas? ―respondió ella con otra pregunta, fastidiada por la interrupción.
―Porque me gustas, quiero decir, no en plan romántico ni nada de eso ―aclaró, con las manos extendidas frente a ella. No quería confusiones―. Me gusta tu actitud, eres la única que parece que no se ha quedado estancada en el jardín de infancia y sabe que estamos en una clase de universidad.
Las palabras llamaron la atención de la chica, que cerró el libro y miró a Gin por primera vez. Se sintió psicoanalizada, como si también fuese uno de los perfiles de la lectura.
―Sí, pareciera que algunos han venido a cursar un Doctorado en Construcción de Aviones de Papel ―habló. Su voz era mucho más dulce cuando no parecía estar a la defensiva―. Soy Bobbie, por cierto.
Gin asintió. Definitivamente le gustaba esa chica.
―Ginevra Breedless ―se presentó, omitiendo su segundo apellido. Veía innecesario utilizarlo, porque no conllevaba ningún significado de apego o cariño hacia quién se lo dio.
Los ojos de Bobbie se abrieron de impresión.
―¿Eres hija de Raymond Breedless, el compositor? ―preguntó emocionada.
A Gin le sorprendió que la conociera, o que conociera a su padre. Aunque Raymond acostumbraba a viajar con frecuencia a Estados Unidos y acudía a numerosas galas de premios del cine (tenía bastantes galardones a «Mejor banda sonora»), solía trabajar desde casa y no era muy dado a los medios.
―Sí ―dijo.
―Leí un reportaje suyo hace unos meses, donde decían que vivía aquí. Me encantan sus canciones ―confirmó―. Debes de conocer a grandes directores y productores.
No supo por qué, pero no le sonó como si estuviese siendo una entrometida o como si quisiera conocer a uno de esos mencionados directores.
―Mi padre es el que los conoce, nosotros nos mantenemos bastante al margen a ese tema. Pero no te voy a mentir, tengo una servilleta firmada por Tom Hanks que guardo como si fuese un tesoro―. Le guiñó un ojo.
―Seguro que es la servilleta más bonita del mundo.
Gin asintió, era de las pocas conversaciones agradables que había mantenido ese día, sin gritos ni reproches.
―¿Y tú de dónde vienes? ―preguntó.
Los ojos de Bobbie se cubrieron con algo que Ginevra no supo descifrar. Parecía que acababa de meter la pata.
―De lejos.
Bobbie volvió a abrir su libro, dejando la conversación a medias. Gin no se ofendió, intuía que había algo en su lugar de procedencia que le causaba dolor. Arrastró el pupitre a su posición inicial para darle espacio a la chica. Vio como ésta sonreía desde las profundidades de su libro.
La profesora de Biología entró en el aula segundos después y tras un par de gritos dignos de una banshee todo el ruido del lugar cesó. Mientras la profesora, la Señorita Benítez, trataba de disuadir a los presentes para que cursaran su asignatura, Gin se dedicó a mirar a través de la ventana. Entonces vio a Wade acompañado por su amigo Jake, corriendo como si estuviesen siendo perseguidos por un zombi… o ya sabes, como si llegaran tarde a clase.
Gin chistó y dejó caer la cabeza contra el bolso, ese era un buen momento para empezar con el sueño reparador.
Después de todo no cursaría la asignatura de Biología. En parte porque las ciencias se le daban igual de bien que conducir y en parte porque la Señorita Benítez una vez terminó la clase se dirigió a Gin para decirle que en su aula no se admitían vagos (seguro que la había escuchado roncar durante su explicación).
A última hora de la tarde había decidido que solo cursaría Literatura e Historia en el ámbito común y todas las demás asignaturas serían de su especialidad. También, mientras esperaba a que Steven apareciera, decidió que al día siguiente pondría un anuncio en los tablones de todas las facultades ofreciéndose a dar clases particulares de piano, bajo, guitarra, violín, o algún otro. Así se ganaría un dinero extra a parte del que le pagaba su padre por llevarle el papeleo y la correspondencia. Gin estaba ahorrando para hacer un viaje en primavera a Oklahoma para acudir a la boda de Penny, que aunque estaba loca por casarse a los veinte años con su novio de hacía seis meses, era una de sus mejores amigas.
Estaba invitada en concepto de dama de honor, lo que se traducía a: comprar uno de los regalos más caros de la lista, organizar (y pagar) junto a las demás la despedida de soltera y colaborar como la que más en el pago de la luna de miel.
Aquella boda iba dejarla sin blanca hasta que se graduara.
Steven apareció en el aparcamiento cinco minutos más tarde, con una sonrisa bobalicona que se veía a kilómetros de distancia. «La cara de bobo que se le pone a Steven cuando está en una relación no tiene precio», pensó maliciosamente.
―Ya era hora, no siento los pies ―saludó abriendo la puerta del coche cuando Steven quitó el seguro.
―Me estaba despidiendo de mi novia, mocosa. ―Steven se introdujo en el coche a la vez que Gin.
―Mocosa, hermanita… ¿tengo nombre, sabes? ―se quejó.
―Perdona Ginevra Breedless Hollingworth ―bromeó, sacándola de quicio. Gin rodó los ojos.
El coche arrancó y salieron del campus minutos después. Gin echó la vista atrás, despidiéndose de su primer día de universidad.
―¿Cómo han ido las clases? ―preguntó su hermano sobre el ruido de la calefacción.
―Estoy pensado en tomarme otro año sabático, o a lo mejor, me hago hippie y me mudo a una comuna de esas donde todo es de todos.
Steven miró a Gin de reojo y ella supo qué era lo que venía a continuación.
―Seguro que Aspen no tiene nada que ver en ello.
La misma sensación de angustia que la acompañaba desde hacía días se hizo más presente en su pecho. Claro que la tentativa de ver al gilipollas de su ex todos los días influenciaba a su decisión de querer esconderse en casa para siempre. Pero no lo iba a reconocer, porque si lo decía en voz alta se convertiría en una realidad y no quería que Aspen volviese a ser el dueño de su vida.
―No, tiene que ver con que me siento como en el instituto otra vez ―argumentó Gin, con la frente apoyada en la ventanilla. El calor era agobiante.
Sentirse de nuevo en el instituto también estaba interrelacionado con Aspen, porque había sido en esa época cuando le conoció, cuando más perdida había estado.
―Lo que tú digas ―Steven enfiló el camino de entrada a su barrio en ese instante.
Los diez minutos de viaje que restaron fueron silenciosos, porque se les había olvidado poner la radio. Entraron en el garaje y cuando Gin iba a bajarse, su hermano mayor la agarró por la barbilla, obligándola a mirarlo.
―Puede que te sientas más segura fingiendo que no pasa nada porque Aspen haya vuelto. Pero yo soy tu hermano y te conozco mejor que nadie. Cuando dejes de fingir, estoy aquí para que me cuentes cómo te sientes.
Las lágrimas que no había derramado antes se aglomeraron en sus pupilas, deseosas de liberarse por fin. Era como si la zona segura de la que hablaba Steven se estuviese resquebrajando a la velocidad de la luz al haber llegado a casa. Le dio un abrazo rápido a Steven y salió catapultada del coche.
Ascendió las escaleras de dos en dos y en lugar de detenerse en el primer piso para cenar junto con su familia salió al jardín y se encerró en el estudio de grabación de su padre. La puerta se cerró a su espalda. Encendió la luz. Cada vez que Gin se encerraba en el estudio (lo que venía a ser siempre) la invadía la sensación de que nada podía hacerle daño. Allí solo existían la música y ella. Pero en esa ocasión la visión de los instrumentos, el olor a incienso y las partituras amontonadas por todos lados, no ayudaron.
Aspen Shereen había entrado en su refugio.
Hizo lo único que se le ocurrió para no derrumbarse, porque no pensaba hacerlo, no iba a darle esa satisfacción. Se sentó en frente del piano de cola del centro de la estancia y se puso a tocar las teclas negras, solo las negras. No componía nada en especial, no tocaba ninguna partitura, solo quería que todo lo que la dañaba se convirtiera en música.
Sin embargo, el daño permaneció en su interior. Aporreó las teclas con la palma entera de la mano, y una cacofonía lo inundó todo. Después de todo, ese desconcierto de notas y sonidos pegaba más con su estado de ánimo.
«No puedes ser tan débil, simplemente no puedes». La ardua tarea de contener las lágrimas le estaba produciendo dolor de cabeza.
―Como me rompas el piano, voy a hacer que trabajes para mí hasta que te salgan canas.
Escuchar esa voz tan calma detuvo sus aporreos. Esperó paciente a que su padre se sentara a su lado en banco del piano. Segundos después, ahí estaba Raymond, mirándola con los ojos azules que compartían y frunciendo el ceño.
―Lo siento, papá ―se disculpó. Notó que sus manos temblaban y las escondió debajo del piano.
―Simone me ha contado lo que ha sucedido.
Ginevra se molestó con ella. Se pasó la mano por el pelo y aferró los mechones con fuerza, frustrada porque ahora tendría que hablar con su padre. Ginevra adoraba a su padre y nunca le ocultaba información de su vida. Solo que había veces en las que necesitaba hundirse en su miseria y Raymond nunca lo permitía. Le llenaba los oídos de consejos y de lecciones que no la dejaban estar triste.
―Apuesto a que no te ha dicho a quién ha visto ella ―miró a su padre desafiante. Gin resollaba de rabia.
«Por Dios, ¿qué me pasa?». Aspen ya había logrado que se enfadara con su hermana y que estuviera molesta con su padre por ser tan buen padre y no poder dejarla sola.
―Oh sí, también me lo dijo ―.Los rizos rubios de Raymond cayeron por su frente cuando se inclinó para comenzar a tocar una melodía tranquilizante. ―Parece que has heredado el revés de tu madre ―comentó al borde de la risa, volviendo al tema de Gin.
Gin negó con la cabeza, un poco más relajada. Identificó las notas que tocaba su padre y comenzó a tocar junto con él.
―¿Cómo es? ―Sus miradas se cruzaron, pero ninguno dejó de tocar―. Cada vez que ves a mamá y recuerdas todo lo que has sufrido por su culpa, ¿cómo es?
Raymond se frotó la barba, dejando de tocar.
―Al principio fue raro. Estaba acostumbrado a tratar a tu madre como mi mujer, pero ya no era mi mujer. Tuve que aprender a tratarla como la madre de mis hijos y nada más. ―Su padre parecía inmerso en su pasado―. Con el paso del tiempo te acostumbras a que sea así. Es lo único que tienes que hacer Ginnie, dejar de verlo como la persona que rompió tu corazón.
―Tengo miedo ―confesó, olvidándose de seguir moviendo los dedos sobre el piano―. No quiero perderme otra vez.
Ray la rodeó con sus brazos. Ginevra hundió la cara en su camisa de cuadros. Su padre olía a carboncillo, colonia de hombre y a espaguetis.
―Todo lo que sientas, lo que te aflija… ―empezó a recitar Raymond.
―…conviértelo en una canción y enciérralo en ella ―terminó Gin, agradecida.
Se separó del abrazo y se estiró hacia la mesa de mezclas para alcanzar su guitarra. Después volvió a sentarse a horcajadas sobre el banco, sonriendo a su padre. Raymond entendió las intenciones de Gin y comenzó a tocar la versión acústica de Hallelujah.
Ginevra comenzó a cantar a la vez que su padre. Gin tenía una voz prodigiosa, profunda, electrizante y grave. Porque la voz de Ginevra Breedless era como una canción de blues y rock en una misma caja torácica. Pero lo que le hacía bonita era el alma que le ponía a cada palabra.
A mitad de la canción logró olvidarse de Aspen, al menos de momento, porque sus caminos iban a volver a cruzarse dentro de poco.
―Love is not a victory march, it´s a cold and it’s broken Hallelujah ―siguió cantando.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Cuando Ginger se fue de su casa, Paul salió despedido hacia el piso de arriba para darse una ducha de agua fría: necesaria si quería terminar con el calor inoportuno que sentía en su entrepierna. Ya bajo el agua, con la vista fija en los azulejos, se transportó de nuevo al momento del día en el que se había cruzado con Olivia. Y fue como si su corazón emprendiese una caída libre por un precipicio. Vio sus ojos, la forma en la que lo habían observado, repletos de sentimientos y de momentos pasados. El sonido de su voz, vibrante y claro. Y ahora, lejos de ese reencuentro, Paul se dio cuenta de que fue en ese momento, en el que de verdad, sintió que había vuelto a casa. No cuando vio a su padre, ni a sus amigos, ni a Ginger (lo que le llenó más de culpabilidad). Sino cuando vio a Olivia White y comprobó que ella volvía a ser una persona real, no un recuerdo en su cabeza.
Se le puso la piel de gallina por la temperatura del agua (y por un montón de cosas más que no quiso reconocer).
También se preguntó si Oli lo había sentido. La explosión en su estómago, la falta de aire, la sensación de que todo cobraba sentido de nuevo. Que ya podía acabar el mundo, que no importaba, porque volvían a verse después de tanto tiempo.
Pero entonces Paul cayó en la sórdida realidad. No estaban juntos. Y ya importaba bien poco todo lo que hubiera sentido al mirarla, porque las cosas seguirían igual que antes. Así que se convenció a sí mismo de que era normal que hubiese sentido todo eso, porque llevaban más de un año sin verse y porque era normal sentir eso cuando ves a tu ex pareja después de tanto tiempo. Ya dejaría de pensar en ello, pronto todo sería como en Nueva York.
Los dientes le empezaron a castañear y salió de la ducha. Se secó el cuerpo y se libró de la humedad del pelo con una toalla. Asomó la cabeza
por la puerta para comprobar que no había nadie, (porque lo único que le faltaba para culminar el día era que Lou lo viera desnudo) y cruzó el pasillo hacia su habitación. Abrió el armario y se puso una sudadera con capucha y unos pantalones de chándal.
Se quedó parado en medio de la habitación, que tenía los muebles llenos de polvo. Se notaba que Paul llevaba tiempo sin estar en ella, porque de no ser así, estaría a rebosar de ropa sucia y de envoltorios de comida. Pero por el momento, la única prueba de que había vuelto, eran sus maletas descansando a los pies de la cama.
Caminó hacia su escritorio y se sentó en la silla giratoria. Se quedó unos minutos mirando por la ventana, observando el oleaje del mar rompiendo contra la costa. Aquel día no quería hacer otra cosa más que observar, quedarse quieto y no pensar en nada. Porque cuando no estaba quieto y pensaba, empezaba a cometer estupideces. Y todavía era muy pronto para cagarla.
Bajó la vista hacia el escritorio y se quedó clavado en una fotografía que había al lado del lapicero. Alargó el brazo para cogerla y miró a la mujer de la fotografía, que a su vez, lo observaba a él con unos ojos verdes y alegres. Paul tenía los mismos ojos que aquella mujer, porque era su madre…o mejor dicho, hubiese sido su madre.
La madre de Paul había muerto en un accidente de tráfico cuando él todavía era un bebé. Y eso era algo con lo que había tenido que lidiar desde que tenía uso de razón. La conocía tan bien como a una de las personas con las que convivía día tras día, pero en verdad no lo hacía. David le había detallado el sonido de la risa de su madre, pero nunca pudo escucharlo. La manera en la se concentraba cuando hablaba con las personas, como si hubiera nada más importante que eso, pero tampoco podía vivirlo. Su madre era una montaña de recuerdos de los que él no formaba parte.
La puerta del dormitorio se abrió y Paul hizo girar la silla para quedar frente a ella. David estaba inclinado sobre el marco, mirando a su hijo con una expresión difícil de descifrar. Paul se quedó a la espera de que dijese algo (y lo hizo, porque David siempre tenía algo que decir):
―No puedo creerme que hayas crecido tanto, parece que fue ayer cuando aún te hacías caca encima ―soltó, con una sonrisa de orgullo, como si lo único que hubiese logrado Paul fuese dejar de hacerse caca encima.
Paul río, a su pesar.
―Me dijiste eso el día que me fui a Nueva York. Ahora tendrías que decirme; «En qué maldita ahora has vuelto, con lo tranquilo que estaba. Se me había olvidado lo difícil que es vivir contigo… un día me vas a matar de un disgusto». ―Paul trató de imitar la voz de David, de manera fallida. Porque su voz era más grave que la de su padre y cada vez que intentaba imitarlo, parecía un pato afónico.
David negó con la cabeza, con una media sonrisa prendada del rostro. Caminó hacia Paul y cuando estuvo a su altura le dio unas palmaditas en la espalda.
―Me alegra que hayas vuelto, hijo ―dijo, con un carraspeo para disimular la emoción.
―Yo también me alegro.
Era verdad, se alegraba de estar en su habitación hablando con su padre, como siempre hacían. Tenían una muy buena relación y aunque en muchas ocasiones David lograba saturar a Paul hasta la locura y siempre estaba a la acecho procurando que no cometiese ninguna estupidez, no podía tener un padre mejor.
Se quedaron en silencio por unos minutos. David se sentó en la cama, orientado hacia Paul. Lo miraba con vehemencia, como si estuviese buscando algo. Paul sabía a la perfección qué era ese algo. Y con su padre era con él único que podía hablar del tema sin sentirse estúpido o culpable.
―La he visto ―confesó, dejando escapar el aire de sus pulmones y junto con él, todos los sentimientos que le oprimían el pecho.
David suspiró a su vez, frunciendo los labios. Había sido el propio David el que le impulsó a marcharse a Nueva York, porque había visto lo mal que lo pasaba teniendo que ver a Oli todos los días, lo mucho que le había destrozado la ruptura. Y uno de los miedos que sabía que su padre sentía cuando se decidió a volver a Vancouver era que volviese a ese estado de depresión.
―¿Y qué tal? ―preguntó con fingida despreocupación.
Paul estuvo a punto de mentirle, simulando que el reencuentro no había significado nada. Pero necesitaba decirlo, solo una vez y después seguir adelante. Porque no podía hacer otra cosa, porque no iba a volver con Olivia, porque salía con Ginger.
―Se me ha caído el mundo encima, papá ―resolló, retorciéndose las manos.
David se incorporó de la cama y se inclinó sobre su hijo, posando una mano de apoyo en su hombro. Paul pensó que ya estaba, que lo peor había pasado, que ya se acostumbraría a Olivia. Después de todo solo tendría que verla en la universidad y alguna que otra vez en alguna cena. Pero entonces su padre dijo:
―Vaya… ―respondió. Paul levantó la vista para encontrarse con un rostro circunspecto.
―¿Qué has hecho? ―quiso saber, porque su padre solo ponía esa cara cuando la cagaba (los Polinsky eran muy dados a cagarla).
David se rascó la nuca, con nerviosismo.
―Lou va a ir a buscar a Olivia para cenar. ―Paul lo miró como si fuese bobo, no entendía que tenía de malo esa cena―. Aquí en casa, con nosotros.
Y ahí estaba su corazón, volviendo a tirarse por un precipicio. Abrió los labios, dispuesto a decir algo, pero no supo qué decir.
―Puedo decirle que lo anulamos, no sabía que te sentaría tan mal ―se apresuró a decir. Paul vio la sombra en sus retinas.
Otra de las razones por las que se marchó de Vancouver (y quizá la de mayor peso), era que no quería entrometerse en la relación amorosa de su padre. Los había escuchado discutir en un par de ocasiones sobre el tema, porque era difícil para los dos mantenerse neutrales cuando veían a sus hijos sufrir por el del otro. Los oídos del chico habían sido testigos de la manera en la que su padre lo defendía con uñas y dientes frente a Lou. De no haberse ido, quizá la relación entre los dos no hubiese acabado bien.
Lou White era la primera mujer con la que David se atrevía a salir (de manera seria) desde que había muerto su madre. Paul no sería el motivo de la ruptura, ni por aquel entonces, ni ahora.
―Solo ha sido la emoción del momento. Estoy seguro de que mañana se me habrá pasado, tengo que acostumbrarme a verla ―dijo sin mirar a David a los ojos, para que no le pillara mintiendo.
―¿Seguro?
Paul afirmó enérgicamente y sonrío de manera amplia, intentando no titubear.
―Ese es mi chaval. ―David se incorporó satisfecho por la actitud madura de su hijo―. Cenamos en dos horas.
―Oído.
―Oh, y por cierto, la próxima vez que estés con Ginger sube a tu cuarto, ¡por el amor de Dios! ―Paul no pudo evitar carcajearse.
―Ríete lo que quieras, pero lo digo enserio ―advirtió― Y confío en que me escucharas cuando te di aquella charla sobre condones…
―¡Papá! ―lo cortó Paul.
David levantó las manos a la altura de la cabeza y abandonó la habitación.
Cuando su padre cerró la puerta Paul volvió a su posición inicial y con todo el dramatismo del mundo, dejó caer la cabeza contra la mesa (haciéndose un daño terrible). No podía enfrentarse a Olivia por segunda vez en un mismo día.
Se le puso la piel de gallina por la temperatura del agua (y por un montón de cosas más que no quiso reconocer).
También se preguntó si Oli lo había sentido. La explosión en su estómago, la falta de aire, la sensación de que todo cobraba sentido de nuevo. Que ya podía acabar el mundo, que no importaba, porque volvían a verse después de tanto tiempo.
Pero entonces Paul cayó en la sórdida realidad. No estaban juntos. Y ya importaba bien poco todo lo que hubiera sentido al mirarla, porque las cosas seguirían igual que antes. Así que se convenció a sí mismo de que era normal que hubiese sentido todo eso, porque llevaban más de un año sin verse y porque era normal sentir eso cuando ves a tu ex pareja después de tanto tiempo. Ya dejaría de pensar en ello, pronto todo sería como en Nueva York.
Los dientes le empezaron a castañear y salió de la ducha. Se secó el cuerpo y se libró de la humedad del pelo con una toalla. Asomó la cabeza
por la puerta para comprobar que no había nadie, (porque lo único que le faltaba para culminar el día era que Lou lo viera desnudo) y cruzó el pasillo hacia su habitación. Abrió el armario y se puso una sudadera con capucha y unos pantalones de chándal.
Se quedó parado en medio de la habitación, que tenía los muebles llenos de polvo. Se notaba que Paul llevaba tiempo sin estar en ella, porque de no ser así, estaría a rebosar de ropa sucia y de envoltorios de comida. Pero por el momento, la única prueba de que había vuelto, eran sus maletas descansando a los pies de la cama.
Caminó hacia su escritorio y se sentó en la silla giratoria. Se quedó unos minutos mirando por la ventana, observando el oleaje del mar rompiendo contra la costa. Aquel día no quería hacer otra cosa más que observar, quedarse quieto y no pensar en nada. Porque cuando no estaba quieto y pensaba, empezaba a cometer estupideces. Y todavía era muy pronto para cagarla.
Bajó la vista hacia el escritorio y se quedó clavado en una fotografía que había al lado del lapicero. Alargó el brazo para cogerla y miró a la mujer de la fotografía, que a su vez, lo observaba a él con unos ojos verdes y alegres. Paul tenía los mismos ojos que aquella mujer, porque era su madre…o mejor dicho, hubiese sido su madre.
La madre de Paul había muerto en un accidente de tráfico cuando él todavía era un bebé. Y eso era algo con lo que había tenido que lidiar desde que tenía uso de razón. La conocía tan bien como a una de las personas con las que convivía día tras día, pero en verdad no lo hacía. David le había detallado el sonido de la risa de su madre, pero nunca pudo escucharlo. La manera en la se concentraba cuando hablaba con las personas, como si hubiera nada más importante que eso, pero tampoco podía vivirlo. Su madre era una montaña de recuerdos de los que él no formaba parte.
La puerta del dormitorio se abrió y Paul hizo girar la silla para quedar frente a ella. David estaba inclinado sobre el marco, mirando a su hijo con una expresión difícil de descifrar. Paul se quedó a la espera de que dijese algo (y lo hizo, porque David siempre tenía algo que decir):
―No puedo creerme que hayas crecido tanto, parece que fue ayer cuando aún te hacías caca encima ―soltó, con una sonrisa de orgullo, como si lo único que hubiese logrado Paul fuese dejar de hacerse caca encima.
Paul río, a su pesar.
―Me dijiste eso el día que me fui a Nueva York. Ahora tendrías que decirme; «En qué maldita ahora has vuelto, con lo tranquilo que estaba. Se me había olvidado lo difícil que es vivir contigo… un día me vas a matar de un disgusto». ―Paul trató de imitar la voz de David, de manera fallida. Porque su voz era más grave que la de su padre y cada vez que intentaba imitarlo, parecía un pato afónico.
David negó con la cabeza, con una media sonrisa prendada del rostro. Caminó hacia Paul y cuando estuvo a su altura le dio unas palmaditas en la espalda.
―Me alegra que hayas vuelto, hijo ―dijo, con un carraspeo para disimular la emoción.
―Yo también me alegro.
Era verdad, se alegraba de estar en su habitación hablando con su padre, como siempre hacían. Tenían una muy buena relación y aunque en muchas ocasiones David lograba saturar a Paul hasta la locura y siempre estaba a la acecho procurando que no cometiese ninguna estupidez, no podía tener un padre mejor.
Se quedaron en silencio por unos minutos. David se sentó en la cama, orientado hacia Paul. Lo miraba con vehemencia, como si estuviese buscando algo. Paul sabía a la perfección qué era ese algo. Y con su padre era con él único que podía hablar del tema sin sentirse estúpido o culpable.
―La he visto ―confesó, dejando escapar el aire de sus pulmones y junto con él, todos los sentimientos que le oprimían el pecho.
David suspiró a su vez, frunciendo los labios. Había sido el propio David el que le impulsó a marcharse a Nueva York, porque había visto lo mal que lo pasaba teniendo que ver a Oli todos los días, lo mucho que le había destrozado la ruptura. Y uno de los miedos que sabía que su padre sentía cuando se decidió a volver a Vancouver era que volviese a ese estado de depresión.
―¿Y qué tal? ―preguntó con fingida despreocupación.
Paul estuvo a punto de mentirle, simulando que el reencuentro no había significado nada. Pero necesitaba decirlo, solo una vez y después seguir adelante. Porque no podía hacer otra cosa, porque no iba a volver con Olivia, porque salía con Ginger.
―Se me ha caído el mundo encima, papá ―resolló, retorciéndose las manos.
David se incorporó de la cama y se inclinó sobre su hijo, posando una mano de apoyo en su hombro. Paul pensó que ya estaba, que lo peor había pasado, que ya se acostumbraría a Olivia. Después de todo solo tendría que verla en la universidad y alguna que otra vez en alguna cena. Pero entonces su padre dijo:
―Vaya… ―respondió. Paul levantó la vista para encontrarse con un rostro circunspecto.
―¿Qué has hecho? ―quiso saber, porque su padre solo ponía esa cara cuando la cagaba (los Polinsky eran muy dados a cagarla).
David se rascó la nuca, con nerviosismo.
―Lou va a ir a buscar a Olivia para cenar. ―Paul lo miró como si fuese bobo, no entendía que tenía de malo esa cena―. Aquí en casa, con nosotros.
Y ahí estaba su corazón, volviendo a tirarse por un precipicio. Abrió los labios, dispuesto a decir algo, pero no supo qué decir.
―Puedo decirle que lo anulamos, no sabía que te sentaría tan mal ―se apresuró a decir. Paul vio la sombra en sus retinas.
Otra de las razones por las que se marchó de Vancouver (y quizá la de mayor peso), era que no quería entrometerse en la relación amorosa de su padre. Los había escuchado discutir en un par de ocasiones sobre el tema, porque era difícil para los dos mantenerse neutrales cuando veían a sus hijos sufrir por el del otro. Los oídos del chico habían sido testigos de la manera en la que su padre lo defendía con uñas y dientes frente a Lou. De no haberse ido, quizá la relación entre los dos no hubiese acabado bien.
Lou White era la primera mujer con la que David se atrevía a salir (de manera seria) desde que había muerto su madre. Paul no sería el motivo de la ruptura, ni por aquel entonces, ni ahora.
―Solo ha sido la emoción del momento. Estoy seguro de que mañana se me habrá pasado, tengo que acostumbrarme a verla ―dijo sin mirar a David a los ojos, para que no le pillara mintiendo.
―¿Seguro?
Paul afirmó enérgicamente y sonrío de manera amplia, intentando no titubear.
―Ese es mi chaval. ―David se incorporó satisfecho por la actitud madura de su hijo―. Cenamos en dos horas.
―Oído.
―Oh, y por cierto, la próxima vez que estés con Ginger sube a tu cuarto, ¡por el amor de Dios! ―Paul no pudo evitar carcajearse.
―Ríete lo que quieras, pero lo digo enserio ―advirtió― Y confío en que me escucharas cuando te di aquella charla sobre condones…
―¡Papá! ―lo cortó Paul.
David levantó las manos a la altura de la cabeza y abandonó la habitación.
Cuando su padre cerró la puerta Paul volvió a su posición inicial y con todo el dramatismo del mundo, dejó caer la cabeza contra la mesa (haciéndose un daño terrible). No podía enfrentarse a Olivia por segunda vez en un mismo día.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
¿Qué se aprendía el primer día de universidad?
Que es muy difícil escoger una especialidad cuando hay tantas opciones (sobre todo si tu mejor amiga no para de hablar de las ventajas de cada una de ellas) y que la patología de una madre por evitar el dolor de un hijo puede ocasionarte un incómodo reencuentro con tu ex novio.
Al menos, eso es lo que había aprendido Olivia White en su primer día. Dos hechos que la habían dejado agotada. Por eso cuando abrió la puerta de su nueva habitación no dudó en tirarse en plancha sobre la cama. El cansancio le ascendía deliberadamente por la columna.
Crystal se sentó a su lado, mirándola con una expresión divertida en el rostro. Esperando a que Olivia explotara de una vez por todas. Y cuando parecía estar a punto de hablar del tema, se escucharon unos golpes en la puerta.
Oli se incorporó y miró a su amiga con ojos de perro abandonado, rogándole que fuera ella la que se levantase a abrir la puerta. Crystal le tiró de uno de los rizos antes de ir a ver quién era. Volvió segundos después con un papel entre sus manos.
―¿Qué es? ―preguntó Olivia.
―Una invitación para una fiesta, estaba tirada en el rellano ―dijo Crystal con la vista en el papel―. Habrá una fiesta en cada una de las fraternidades y hermandades, será como una especie de tour por cada una de ellas. Lo que viene siendo: «Emborráchate donde más cómodo te sientas».
Olivia se incorporó sobre las rodillas de un salto.
―¡Eso es exactamente lo que necesitamos, una fiesta con muchos chicos! ―exclamó quitándole a Crystal el papel de las manos.
―Tengo una idea mucho mejor, puedes desahogarte y dejar de fingir que no ha pasado nada.
―Prefiero los chicos.
Crystal subió a la cama, poniendo las manos en sus hombros. Ese gesto quería decir que estaba bien, que podía desahogarse con ella. Podía reconocer que ver a Paul le había dolido. Pero Olivia era demasiado orgullosa.
―Estoy bien. ―Olivia siempre estaba bien, aunque no lo estuviera―. Tarde o temprano iba a tener que verlo, no ha sido como si mi mundo se hubiese puesto patas arriba, ni se me parara el corazón, ni sintiera que respiraba por fin después de mucho tiempo… ―O quizá, no siempre estaba también como se hacía pensar.
Crystal la abrazó con fuerza.
«Solo esto. No vas a darle nada más a Paul Polinsky. Solo este momento de debilidad», se juró con la cara hundida entre el pelo de su mejor amiga.
Se escucharon nuevos golpes en la puerta. Olivia se separó del cobijo y salió disparada, así podía limpiarse las dos lágrimas que descansaban bajo sus ojos. Con la mano en el tirador cerró los ojos, respiró hondo y disimuló la debilidad con una amplia sonrisa.
Que perdió cuando vio a su madre bajo el marco de la puerta. Miró sus manos.
―No has traído cerveza ―reprochó dándose la vuelta para volver a su cama.
Olivia intentaba no enfadarse con su madre. Porque su padre era un ludópata borracho que llevaba años sin hacer acto de presencia en su vida. Solo tenía a su madre. Solo que a veces no podía evitarlo, sobre todo si era por cosas como esa. Odiaba que Lou le ocultase cosas por protegerla. Ya no era una niña, sabía cómo manejar el dolor.
Lou entró a la habitación con las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Un gesto que las caracterizaba. Se quedó entre las dos camas.
―Has visto a Paul ―dijo. Después se dio cuenta de que Crystal estaba allí―: Hola, cielo.
―Hola, Lou.
―¿No tienes nada qué contarme? ―preguntó Olivia retóricamente, con los puños apretados contra las rodillas.
―¿Qué querías que hiciera? ―replicó Lou, comenzando a defenderse. Porque Lou creía que por ser su madre tenía todo el derecho a tomar decisiones por ella.
―No sé, mamá… ¡decirme la verdad! ―chilló.
―En navidad te fuiste a Florida con tu abuela para no tener que ver a Paul ―le recordó, caminando para sentarse a su lado―. Pensaba decírtelo esta noche, no contaba con que lo vieras aún.
«Yo tampoco contaba con ello».
―Debiste decírmelo ―repitió.
Aunque, ¿de verdad hubiese querido saberlo? Como Lou había dicho en navidad había huido a casa de su abuela para evitar a Paul ¿Habría hecho lo mismo esta vez, al saber que volvía definitivamente?
Sin embargo, huir o no huir hubiese sido una decisión propia, no de su madre. De cierta manera había decidido por ella y eso es lo que de verdad la enfadaba. Que la privaran de decisiones que le correspondían.
―Lo siento. ―La empujó un poco con el codo, medio sonriendo.
Olivia la miró, no se había quitado la chaqueta.
―¿No te quedas? ―preguntó, enarcando las cejas.
―En realidad esperaba que vinieses conmigo.
―Quieres que vaya a casa de los Polinsky ―respondió, apretando más los puños.
Crystal le propinó un leve codazo. Conocía sus arranques de rabia, en los que solía decir cosas que no pensaba. Y como la relación de Crystal con su madre no era muy buena, siempre intentaba evitar que la de Lou y Oli se torciese.
―Solo si quieres ―aclaró Lou.
Olivia iba a darle una respuesta negativa. Hasta que las palabras de su tía Heather acudieron a su cabeza: «Sí, debes de reconocer que lo amaste y él te amó, pero lamentablemente cuando las cosas no están hechas para siempre, tienen que romper en algún momento».
Heather tenía la razón (como siempre). No podía huir nunca más, ni enfadarse con su madre por impedir que lo hiciera. Ni mucho menos, entorpecer la relación de su madre con David. Eso era lo más importante de todo: no entorpecer nada.
―Iré ―respondió. Se levantó de la cama y se situó enfrente de Lou―. Pero tienes que prometerme que a partir de ahora, no me ocultarás nada. Nunca, por grave o doloroso que sea.
―De acuerdo ―prometió, no muy convencida.
―Muy bien.
Olivia fue a la silla del escritorio a coger la chaqueta y su teléfono. Lou ya se encontraba en la puerta cuando se dio la vuelta. Crystal se levantó con una sonrisa alentadora y le dio un nuevo abrazo. A su oído, susurró:
―Patéale el culo si es necesario ―murmuró―, y si no puedes tu sola, tendré el pie preparado.
Oli río y después se separó para salir de la habitación.
Ya en el aparcamiento, después de que Lou le echase un vistazo exhaustivo a su querido coche para comprobar que no había sufrido daños en manos de Olivia, esta misma dijo:
―Conduzco yo ―balanceó las llaves delante de su cara.
―No.
―Sí, este coche me quiere más a ti que a mí. ―Sin darle oportunidad a Lou de que replicase, se subió al asiento del copiloto.
―Trátalo con cuidado ―pidió Lou, dando unas ligeras palmaditas al salpicadero.
Oliva conduzco sin prisas, un claro síntoma de que no le apetecía un pelo llegar a su destino. Porque ella solía conducir rápido, no hasta el punto de la imprudencia, pero sí rápido. Sin embargo, por muchas vueltas que dio y a pesar de tomar los caminos más largos, no pudo retrasar mucho la llegada.
Aparcó en frente de la casa, tirando del freno de mano con más fuerza de la necesaria. A su lado Lou se sacó el cinturón y aguardó paciente a que su hija se decidiera a bajar. Olivia miraba a través de la luna del coche la casa. Algo la había dejado anclada al asiento, incapaz de moverse.
«Puedes con esto», se animó.
Sí, podía con eso y con más. Si había tenido la fuerza de cortar la relación con Paul tenía fuerza de sobra para enfrentarse a él después de eso. No había nada que temer, antes no lo había hecho tan mal.
Acometida por ese valor, se catapultó desde el coche con tanto ímpetu que por poco le dio un abrazo al suelo adoquinado.
―¿Estás lista? ―preguntó Lou.
―Más que nunca.
Para demostrarlo adelantó a su madre y caminó la primera hacia la puerta. Pero su llegada triunfal a la cena se pifió porque no tenía la llave. Así que tuvo que esperar a que llegase Lou para que le abriera la puerta. Al igual que Lou tenía la llave de esa casa, David tenía la de la suya.
Cuando la cerradura giró, Olivia sintió el impulso de salir corriendo a Florida de nuevo. Pedir el traslado y vivir con su excéntrica abuela hasta que a Paul le diera por largarse de nuevo.
«¡Te he dicho que puedes con esto!», se repitió.
Lou abrió la puerta y se hizo a un lado para que su hija entrara. Nada más poner un pie dentro la embriagó el olor del pollo parmesano que cocinaba David, el sonido de un partido de fondo y algo nuevo: el miedo a encontrarse con Paul de nuevo.
Se quitaron las chaquetas y las dejaron colgadas en el perchero de la entrada. Olivia se fijó en las zapatillas de deporte de Paul, desordenadas y manchadas de barro. Algo que no había estado ahí en el último año.
Siguió a su madre hasta la cocina (no porque fuera necesario, pues conocía esa casa tan bien como la suya). Entonces, cuando llegó al rellano, se quedó clavada allí.
Paul estaba cortando torpemente cebolla en la encimera de la cocina. El pelo, que le había crecido considerablemente, le caída por la frente creando una cortina en torno a su cara. Pero aun así podía ver el brillo de sus ojos verdes. También se fijó en que se había hecho un tatuaje en el antebrazo derecho: era la silueta de un continente (no distinguía cuál), dentro de él había varias cruces que debían señalar países. No pudo descifrar el significado.
En ese momento, Paul levantó la vista hacia ella, como si se hubiese dado cuenta de que lo miraba.
―Paul.
―Oli ―repitieron como igual que por la mañana.
La energía comenzó a fluir entre ellos. Olivia experimentó una vez más el sin aliento y el nudo en la tripa. Menos mal que David y Lou intercedieron:
―¿Me ayudas a poner la mesa, Oli? ―preguntó David dejando el trapo sobre la encimera.
―Yo terminaré el pollo con Paul ―dijo apresuradamente Lou.
―Claro ―respondieron los dos al unísono.
Responder al mismo tiempo, también eran una de las cualidades de Paul y Olivia cuando estaban juntos. Olivia se molestó de igual manera por no haber pedido dicha cualidad.
Quince minutos después se encontraban sentados en la mesa del comedor. Oli se dedicaba a darle vueltas al pollo y Paul miraba a un punto de la pared que debía de parecerle de lo más interesante. A su vez sus padres intercambiaban miradas fugaces. Era incómodo que la única conversación que se estuviese desarrollando fuese el ruido de los tenedores y los cuchillos.
Desde luego, no pareciera que se estuviesen comportando como dos adultos que habían dejado el pasado atrás. Y podía palparse la incomodidad de Lou y David por la situación.
―¿Qué estás estudiando? ―le preguntó a Paul, con toda la voluntad del mundo. La verdad es que le importaba un comino lo que estudiara.
Paul pareció sorprendido porque le dirigiera la palabra. Carraspeó antes de responder.
―Todavía no he escogido ninguna especialidad.
―Creí que este era tu segundo año.
―Lo es, pero el año pasado solo cursé las comunes. Tengo dos semanas para elegir una especialidad ―respondió.
No estaba yendo tan mal, siempre que tratasen temas triviales como las clases no había riesgo de que ninguno de los dos explotara.
―¿Tú sabes ya qué eligirás? ―quiso saber David, más relajado al comprobar que eran capaces de comunicarse sin violencia.
―Tampoco lo sé. Pero he pensado en cursar un doble grado de Filología Española y Francesa ―informó Oli.
―Eso es genial, cariño ―dijo Lou entusiasmada, uniéndose a la conversación.
«Lo estás consiguiendo Olivia», se animó al ver que la tensión comenzaba a desaparecer.
Más tarde Olivia estaba sentada en los escalones de la entrada. Mirando las estrellas y entreteniéndose con el vaho que salía desprendido de su boca. La cena la había dejado agotada. Además, tanto esfuerzo por aportar normalidad y fluidez a la charla le había servido para comprender que no podía «ser» normal en presencia de Paul.
Seguía dolida con él, y todo ese rencor era el que le impedía avanzar.
Al igual que antes, como si pensar en Paul lo atrajese hacia ella, el susodicho apareció. Dejándose caer grácilmente a su lado. Olivia se apartó unos centímetros y las manos se le llenaron de sudor.
―Te veo bien ―comentó Paul.
Olivia se giró, quedando cerca del rostro del chico. Solo que no se movió, sus ojos la hechizaron. Como antes, como nunca.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó molesta, más con ella que con él.
Paul se pasó la mano por el pelo, despeinándose.
―Sé que todavía me odias por todo lo que pasó ―comenzó a decir. No iba desencaminado―. Pero ya ha pasado mucho tiempo, ¿por qué no somos amigos?
De todas las reacciones posibles a sus palabras Olivia optó por la más inesperada; empezó a reír como una loca.
―Tú y yo nunca hemos sido amigos.
Lo que era cierto. Conocía a Paul desde los siete años y no fue hasta que empezaron a salir, cuando podría decirse que empezaron a llevarse
bien.
Paul asintió y se miró los pies.
―Pero concuerdo contigo en que al menos, tenemos que tolerarnos. Mi madre es feliz con David y no quiero que por nuestra culpa las cosas vayan mal.
―A eso me refería con lo de ser amigos ―levantó la vista y Olivia se encontró con que la miraba los labios, mordiéndose el suyo. Un calor sofocante la invadió―. Oye Livi…
―Sabes que odio que me llames así ―carraspeó acongojada, impidiendo que terminara de hablar.
«Nota mental: mantenerse a un kilómetro de distancia de los ojos de Paul».
Pareciera que Paul iba a retomar su frase cuando unos pasos fuertes y presurosos se hicieron eco por la entrada. Olivia dejó de mirarle y se sorprendió al ver a Ginger caminando hacia ellos. Se levantó de las escaleras para apartarse del chico.
S
u día no podía ir a peor. Ver a Ginger siempre resultaba incómodo, sobre todo porque desde hacía unos meses ella la mirada por encima del hombro, como si fuese conocedora de algo que Olivia no. Algo que podía causarle mucho daño.
―Ginger. ―La voz de Paul sonó titubeante―. ¿Qué haces aquí?
Ginger llegó hasta ellos y se detuvo muy cerca de Paul, más cerca que de costumbre.
―Venir a ver a mi novio, por supuesto.
Antes de plantarle un morreo, le dirigió a Olivia una mirada triunfal.
Tuvo que pestañear para creerse lo que veía. Paul besando a Ginger. Ginger besando a Paul. Sintió como si una bola demoledora impactara en su pecho.
Estaban juntos. Por eso Ginger miraba a Olivia con aire triunfal cuando tenían la mala suerte de cruzarse por la ciudad. Estaban juntos.
Paul apartó a Ginger, que en lugar de separarse rodeó al chico por las costillas.
―Hola, Oli ―saludó entusiasmada, como si fuesen viejas amigas.
Olivia se olvidó de responder, tenía los ojos puestos en su ex. No podía creérselo, era incapaz. Pero en especial, no podía creerse que le estuviese causando tanto daño que salieran juntos. No entendía por qué se le estaba partiendo el corazón. Ni por qué tenía ganas de llorar.
―Tengo que irme ―se apresuró a decir. Necesitaba salir de allí cuanto antes.
―¿Por qué no te quedas? ―Ginger no dejaba de sonreír y Olivia tuvo que aguantarse las ganas de quitarle la sonrisa a puñetazos.
―Dile a mi madre que me llevo el coche. Adiós.
―Livi… ―la llamó Paul.
―¡No me llames así, maldita sea! ―dijo rechinando los dientes.
Se dio la vuelta y corrió hacia el coche. Una vez dentro y ya en la carretera que la sacaría de allí. Se permitió soltar las lágrimas que le anegaban los ojos. Quizá había algo más que le impedía avanzar, quizá no había olvidado a Paul y le mataba que él sí lo hubiera hecho.
Solo estaba segura de una cosa. Nunca más iba a permitir que Paul Polinsky le rompiera el corazón.
Que es muy difícil escoger una especialidad cuando hay tantas opciones (sobre todo si tu mejor amiga no para de hablar de las ventajas de cada una de ellas) y que la patología de una madre por evitar el dolor de un hijo puede ocasionarte un incómodo reencuentro con tu ex novio.
Al menos, eso es lo que había aprendido Olivia White en su primer día. Dos hechos que la habían dejado agotada. Por eso cuando abrió la puerta de su nueva habitación no dudó en tirarse en plancha sobre la cama. El cansancio le ascendía deliberadamente por la columna.
Crystal se sentó a su lado, mirándola con una expresión divertida en el rostro. Esperando a que Olivia explotara de una vez por todas. Y cuando parecía estar a punto de hablar del tema, se escucharon unos golpes en la puerta.
Oli se incorporó y miró a su amiga con ojos de perro abandonado, rogándole que fuera ella la que se levantase a abrir la puerta. Crystal le tiró de uno de los rizos antes de ir a ver quién era. Volvió segundos después con un papel entre sus manos.
―¿Qué es? ―preguntó Olivia.
―Una invitación para una fiesta, estaba tirada en el rellano ―dijo Crystal con la vista en el papel―. Habrá una fiesta en cada una de las fraternidades y hermandades, será como una especie de tour por cada una de ellas. Lo que viene siendo: «Emborráchate donde más cómodo te sientas».
Olivia se incorporó sobre las rodillas de un salto.
―¡Eso es exactamente lo que necesitamos, una fiesta con muchos chicos! ―exclamó quitándole a Crystal el papel de las manos.
―Tengo una idea mucho mejor, puedes desahogarte y dejar de fingir que no ha pasado nada.
―Prefiero los chicos.
Crystal subió a la cama, poniendo las manos en sus hombros. Ese gesto quería decir que estaba bien, que podía desahogarse con ella. Podía reconocer que ver a Paul le había dolido. Pero Olivia era demasiado orgullosa.
―Estoy bien. ―Olivia siempre estaba bien, aunque no lo estuviera―. Tarde o temprano iba a tener que verlo, no ha sido como si mi mundo se hubiese puesto patas arriba, ni se me parara el corazón, ni sintiera que respiraba por fin después de mucho tiempo… ―O quizá, no siempre estaba también como se hacía pensar.
Crystal la abrazó con fuerza.
«Solo esto. No vas a darle nada más a Paul Polinsky. Solo este momento de debilidad», se juró con la cara hundida entre el pelo de su mejor amiga.
Se escucharon nuevos golpes en la puerta. Olivia se separó del cobijo y salió disparada, así podía limpiarse las dos lágrimas que descansaban bajo sus ojos. Con la mano en el tirador cerró los ojos, respiró hondo y disimuló la debilidad con una amplia sonrisa.
Que perdió cuando vio a su madre bajo el marco de la puerta. Miró sus manos.
―No has traído cerveza ―reprochó dándose la vuelta para volver a su cama.
Olivia intentaba no enfadarse con su madre. Porque su padre era un ludópata borracho que llevaba años sin hacer acto de presencia en su vida. Solo tenía a su madre. Solo que a veces no podía evitarlo, sobre todo si era por cosas como esa. Odiaba que Lou le ocultase cosas por protegerla. Ya no era una niña, sabía cómo manejar el dolor.
Lou entró a la habitación con las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Un gesto que las caracterizaba. Se quedó entre las dos camas.
―Has visto a Paul ―dijo. Después se dio cuenta de que Crystal estaba allí―: Hola, cielo.
―Hola, Lou.
―¿No tienes nada qué contarme? ―preguntó Olivia retóricamente, con los puños apretados contra las rodillas.
―¿Qué querías que hiciera? ―replicó Lou, comenzando a defenderse. Porque Lou creía que por ser su madre tenía todo el derecho a tomar decisiones por ella.
―No sé, mamá… ¡decirme la verdad! ―chilló.
―En navidad te fuiste a Florida con tu abuela para no tener que ver a Paul ―le recordó, caminando para sentarse a su lado―. Pensaba decírtelo esta noche, no contaba con que lo vieras aún.
«Yo tampoco contaba con ello».
―Debiste decírmelo ―repitió.
Aunque, ¿de verdad hubiese querido saberlo? Como Lou había dicho en navidad había huido a casa de su abuela para evitar a Paul ¿Habría hecho lo mismo esta vez, al saber que volvía definitivamente?
Sin embargo, huir o no huir hubiese sido una decisión propia, no de su madre. De cierta manera había decidido por ella y eso es lo que de verdad la enfadaba. Que la privaran de decisiones que le correspondían.
―Lo siento. ―La empujó un poco con el codo, medio sonriendo.
Olivia la miró, no se había quitado la chaqueta.
―¿No te quedas? ―preguntó, enarcando las cejas.
―En realidad esperaba que vinieses conmigo.
―Quieres que vaya a casa de los Polinsky ―respondió, apretando más los puños.
Crystal le propinó un leve codazo. Conocía sus arranques de rabia, en los que solía decir cosas que no pensaba. Y como la relación de Crystal con su madre no era muy buena, siempre intentaba evitar que la de Lou y Oli se torciese.
―Solo si quieres ―aclaró Lou.
Olivia iba a darle una respuesta negativa. Hasta que las palabras de su tía Heather acudieron a su cabeza: «Sí, debes de reconocer que lo amaste y él te amó, pero lamentablemente cuando las cosas no están hechas para siempre, tienen que romper en algún momento».
Heather tenía la razón (como siempre). No podía huir nunca más, ni enfadarse con su madre por impedir que lo hiciera. Ni mucho menos, entorpecer la relación de su madre con David. Eso era lo más importante de todo: no entorpecer nada.
―Iré ―respondió. Se levantó de la cama y se situó enfrente de Lou―. Pero tienes que prometerme que a partir de ahora, no me ocultarás nada. Nunca, por grave o doloroso que sea.
―De acuerdo ―prometió, no muy convencida.
―Muy bien.
Olivia fue a la silla del escritorio a coger la chaqueta y su teléfono. Lou ya se encontraba en la puerta cuando se dio la vuelta. Crystal se levantó con una sonrisa alentadora y le dio un nuevo abrazo. A su oído, susurró:
―Patéale el culo si es necesario ―murmuró―, y si no puedes tu sola, tendré el pie preparado.
Oli río y después se separó para salir de la habitación.
Ya en el aparcamiento, después de que Lou le echase un vistazo exhaustivo a su querido coche para comprobar que no había sufrido daños en manos de Olivia, esta misma dijo:
―Conduzco yo ―balanceó las llaves delante de su cara.
―No.
―Sí, este coche me quiere más a ti que a mí. ―Sin darle oportunidad a Lou de que replicase, se subió al asiento del copiloto.
―Trátalo con cuidado ―pidió Lou, dando unas ligeras palmaditas al salpicadero.
Oliva conduzco sin prisas, un claro síntoma de que no le apetecía un pelo llegar a su destino. Porque ella solía conducir rápido, no hasta el punto de la imprudencia, pero sí rápido. Sin embargo, por muchas vueltas que dio y a pesar de tomar los caminos más largos, no pudo retrasar mucho la llegada.
Aparcó en frente de la casa, tirando del freno de mano con más fuerza de la necesaria. A su lado Lou se sacó el cinturón y aguardó paciente a que su hija se decidiera a bajar. Olivia miraba a través de la luna del coche la casa. Algo la había dejado anclada al asiento, incapaz de moverse.
«Puedes con esto», se animó.
Sí, podía con eso y con más. Si había tenido la fuerza de cortar la relación con Paul tenía fuerza de sobra para enfrentarse a él después de eso. No había nada que temer, antes no lo había hecho tan mal.
Acometida por ese valor, se catapultó desde el coche con tanto ímpetu que por poco le dio un abrazo al suelo adoquinado.
―¿Estás lista? ―preguntó Lou.
―Más que nunca.
Para demostrarlo adelantó a su madre y caminó la primera hacia la puerta. Pero su llegada triunfal a la cena se pifió porque no tenía la llave. Así que tuvo que esperar a que llegase Lou para que le abriera la puerta. Al igual que Lou tenía la llave de esa casa, David tenía la de la suya.
Cuando la cerradura giró, Olivia sintió el impulso de salir corriendo a Florida de nuevo. Pedir el traslado y vivir con su excéntrica abuela hasta que a Paul le diera por largarse de nuevo.
«¡Te he dicho que puedes con esto!», se repitió.
Lou abrió la puerta y se hizo a un lado para que su hija entrara. Nada más poner un pie dentro la embriagó el olor del pollo parmesano que cocinaba David, el sonido de un partido de fondo y algo nuevo: el miedo a encontrarse con Paul de nuevo.
Se quitaron las chaquetas y las dejaron colgadas en el perchero de la entrada. Olivia se fijó en las zapatillas de deporte de Paul, desordenadas y manchadas de barro. Algo que no había estado ahí en el último año.
Siguió a su madre hasta la cocina (no porque fuera necesario, pues conocía esa casa tan bien como la suya). Entonces, cuando llegó al rellano, se quedó clavada allí.
Paul estaba cortando torpemente cebolla en la encimera de la cocina. El pelo, que le había crecido considerablemente, le caída por la frente creando una cortina en torno a su cara. Pero aun así podía ver el brillo de sus ojos verdes. También se fijó en que se había hecho un tatuaje en el antebrazo derecho: era la silueta de un continente (no distinguía cuál), dentro de él había varias cruces que debían señalar países. No pudo descifrar el significado.
En ese momento, Paul levantó la vista hacia ella, como si se hubiese dado cuenta de que lo miraba.
―Paul.
―Oli ―repitieron como igual que por la mañana.
La energía comenzó a fluir entre ellos. Olivia experimentó una vez más el sin aliento y el nudo en la tripa. Menos mal que David y Lou intercedieron:
―¿Me ayudas a poner la mesa, Oli? ―preguntó David dejando el trapo sobre la encimera.
―Yo terminaré el pollo con Paul ―dijo apresuradamente Lou.
―Claro ―respondieron los dos al unísono.
Responder al mismo tiempo, también eran una de las cualidades de Paul y Olivia cuando estaban juntos. Olivia se molestó de igual manera por no haber pedido dicha cualidad.
Quince minutos después se encontraban sentados en la mesa del comedor. Oli se dedicaba a darle vueltas al pollo y Paul miraba a un punto de la pared que debía de parecerle de lo más interesante. A su vez sus padres intercambiaban miradas fugaces. Era incómodo que la única conversación que se estuviese desarrollando fuese el ruido de los tenedores y los cuchillos.
Desde luego, no pareciera que se estuviesen comportando como dos adultos que habían dejado el pasado atrás. Y podía palparse la incomodidad de Lou y David por la situación.
―¿Qué estás estudiando? ―le preguntó a Paul, con toda la voluntad del mundo. La verdad es que le importaba un comino lo que estudiara.
Paul pareció sorprendido porque le dirigiera la palabra. Carraspeó antes de responder.
―Todavía no he escogido ninguna especialidad.
―Creí que este era tu segundo año.
―Lo es, pero el año pasado solo cursé las comunes. Tengo dos semanas para elegir una especialidad ―respondió.
No estaba yendo tan mal, siempre que tratasen temas triviales como las clases no había riesgo de que ninguno de los dos explotara.
―¿Tú sabes ya qué eligirás? ―quiso saber David, más relajado al comprobar que eran capaces de comunicarse sin violencia.
―Tampoco lo sé. Pero he pensado en cursar un doble grado de Filología Española y Francesa ―informó Oli.
―Eso es genial, cariño ―dijo Lou entusiasmada, uniéndose a la conversación.
«Lo estás consiguiendo Olivia», se animó al ver que la tensión comenzaba a desaparecer.
Más tarde Olivia estaba sentada en los escalones de la entrada. Mirando las estrellas y entreteniéndose con el vaho que salía desprendido de su boca. La cena la había dejado agotada. Además, tanto esfuerzo por aportar normalidad y fluidez a la charla le había servido para comprender que no podía «ser» normal en presencia de Paul.
Seguía dolida con él, y todo ese rencor era el que le impedía avanzar.
Al igual que antes, como si pensar en Paul lo atrajese hacia ella, el susodicho apareció. Dejándose caer grácilmente a su lado. Olivia se apartó unos centímetros y las manos se le llenaron de sudor.
―Te veo bien ―comentó Paul.
Olivia se giró, quedando cerca del rostro del chico. Solo que no se movió, sus ojos la hechizaron. Como antes, como nunca.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó molesta, más con ella que con él.
Paul se pasó la mano por el pelo, despeinándose.
―Sé que todavía me odias por todo lo que pasó ―comenzó a decir. No iba desencaminado―. Pero ya ha pasado mucho tiempo, ¿por qué no somos amigos?
De todas las reacciones posibles a sus palabras Olivia optó por la más inesperada; empezó a reír como una loca.
―Tú y yo nunca hemos sido amigos.
Lo que era cierto. Conocía a Paul desde los siete años y no fue hasta que empezaron a salir, cuando podría decirse que empezaron a llevarse
bien.
Paul asintió y se miró los pies.
―Pero concuerdo contigo en que al menos, tenemos que tolerarnos. Mi madre es feliz con David y no quiero que por nuestra culpa las cosas vayan mal.
―A eso me refería con lo de ser amigos ―levantó la vista y Olivia se encontró con que la miraba los labios, mordiéndose el suyo. Un calor sofocante la invadió―. Oye Livi…
―Sabes que odio que me llames así ―carraspeó acongojada, impidiendo que terminara de hablar.
«Nota mental: mantenerse a un kilómetro de distancia de los ojos de Paul».
Pareciera que Paul iba a retomar su frase cuando unos pasos fuertes y presurosos se hicieron eco por la entrada. Olivia dejó de mirarle y se sorprendió al ver a Ginger caminando hacia ellos. Se levantó de las escaleras para apartarse del chico.
S
u día no podía ir a peor. Ver a Ginger siempre resultaba incómodo, sobre todo porque desde hacía unos meses ella la mirada por encima del hombro, como si fuese conocedora de algo que Olivia no. Algo que podía causarle mucho daño.
―Ginger. ―La voz de Paul sonó titubeante―. ¿Qué haces aquí?
Ginger llegó hasta ellos y se detuvo muy cerca de Paul, más cerca que de costumbre.
―Venir a ver a mi novio, por supuesto.
Antes de plantarle un morreo, le dirigió a Olivia una mirada triunfal.
Tuvo que pestañear para creerse lo que veía. Paul besando a Ginger. Ginger besando a Paul. Sintió como si una bola demoledora impactara en su pecho.
Estaban juntos. Por eso Ginger miraba a Olivia con aire triunfal cuando tenían la mala suerte de cruzarse por la ciudad. Estaban juntos.
Paul apartó a Ginger, que en lugar de separarse rodeó al chico por las costillas.
―Hola, Oli ―saludó entusiasmada, como si fuesen viejas amigas.
Olivia se olvidó de responder, tenía los ojos puestos en su ex. No podía creérselo, era incapaz. Pero en especial, no podía creerse que le estuviese causando tanto daño que salieran juntos. No entendía por qué se le estaba partiendo el corazón. Ni por qué tenía ganas de llorar.
―Tengo que irme ―se apresuró a decir. Necesitaba salir de allí cuanto antes.
―¿Por qué no te quedas? ―Ginger no dejaba de sonreír y Olivia tuvo que aguantarse las ganas de quitarle la sonrisa a puñetazos.
―Dile a mi madre que me llevo el coche. Adiós.
―Livi… ―la llamó Paul.
―¡No me llames así, maldita sea! ―dijo rechinando los dientes.
Se dio la vuelta y corrió hacia el coche. Una vez dentro y ya en la carretera que la sacaría de allí. Se permitió soltar las lágrimas que le anegaban los ojos. Quizá había algo más que le impedía avanzar, quizá no había olvidado a Paul y le mataba que él sí lo hubiera hecho.
Solo estaba segura de una cosa. Nunca más iba a permitir que Paul Polinsky le rompiera el corazón.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
―¿Por qué has hecho eso?
Paul agarró los brazos de Ginger para que dejara de abrazarlo. Estaba enfadado con ella por la actitud inmadura que había mostrado al llegar a su casa marcando territorio, como si él fuese una propiedad.
«Pero en realidad estás molesto porque no querías que Olivia supiera que sales con ella».
Ginger lo miró dolida. Mientras tanto Olivia abandonaba su casa a bordo del Escarabajo de su madre.
―Porque cuando te veo, acostumbro a darte un beso ―argumentó cruzándose de brazos―. Lo que te molesta es que lo haya hecho delante de ella.
―¿Qué? ¡No! ―chilló Paul, sin razón, porque era la verdad.
Los ojos de Ginger se llenaron de dolor, de uno que solo era por su culpa. Se obligó a parar, porque no solo era su novia, sino su mejor amiga y
hacerla daño era lo que menos quería. Además tenía que entenderla, se había pasado noches enteras escuchando cómo se lamentaba porque echaba de menos a Olivia. Era normal que se comportara así.
«No puedes ser tan capullo, desde luego que no».
Caminó hacia Ginger y la rodeó con la cintura. Ella permaneció con los brazos cruzados. Entonces empezó a besarla el cuello y gradualmente Ginger relajó los músculos y lo abrazó también.
―Lo siento ―dijo mordiéndole el lóbulo de la oreja―. ¿Por qué no vamos dentro y seguimos con lo que hemos dejado a medias?
Notó la risa de su novia en el pecho. Lo agarró de la mano y tiró de él hacia dentro de la casa. Mientras era arrastrado se dio cuenta de que no era eso lo que deseaba (no al menos su parte sentimental). Lo que en verdad quería era salir corriendo detrás de Olivia White para decirle que la quería.
Paul agarró los brazos de Ginger para que dejara de abrazarlo. Estaba enfadado con ella por la actitud inmadura que había mostrado al llegar a su casa marcando territorio, como si él fuese una propiedad.
«Pero en realidad estás molesto porque no querías que Olivia supiera que sales con ella».
Ginger lo miró dolida. Mientras tanto Olivia abandonaba su casa a bordo del Escarabajo de su madre.
―Porque cuando te veo, acostumbro a darte un beso ―argumentó cruzándose de brazos―. Lo que te molesta es que lo haya hecho delante de ella.
―¿Qué? ¡No! ―chilló Paul, sin razón, porque era la verdad.
Los ojos de Ginger se llenaron de dolor, de uno que solo era por su culpa. Se obligó a parar, porque no solo era su novia, sino su mejor amiga y
hacerla daño era lo que menos quería. Además tenía que entenderla, se había pasado noches enteras escuchando cómo se lamentaba porque echaba de menos a Olivia. Era normal que se comportara así.
«No puedes ser tan capullo, desde luego que no».
Caminó hacia Ginger y la rodeó con la cintura. Ella permaneció con los brazos cruzados. Entonces empezó a besarla el cuello y gradualmente Ginger relajó los músculos y lo abrazó también.
―Lo siento ―dijo mordiéndole el lóbulo de la oreja―. ¿Por qué no vamos dentro y seguimos con lo que hemos dejado a medias?
Notó la risa de su novia en el pecho. Lo agarró de la mano y tiró de él hacia dentro de la casa. Mientras era arrastrado se dio cuenta de que no era eso lo que deseaba (no al menos su parte sentimental). Lo que en verdad quería era salir corriendo detrás de Olivia White para decirle que la quería.
Sigue: Penny Lane.
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