18: We´re ready to run

 
La relación con Jenna iba de mal en peor, las discusiones eran constantes, los celos, las peleas, gritos, y hasta platos habían volado más de una vez, mi vida se había vuelto un completo infierno al cual no le veía un final feliz.
Me despedí de Bobby, mi viejo y fiel amigo, el único que podía extrañarme en ese sitio que alguna vez me había atrevido a llamar hogar. La valija no pesaba demasiado, apenas había puesto algunas prendas sumamente necesarias junto con mi maletín del trabajo, la oficina sería mi paradero, allí podía estar solo, pero seguro no tan solo como me sentía en mi propia casa.
Subí a mi auto, encendí el motor y manejé rumbo a la empresa, se había vuelto el lugar en donde pasaba más tiempo y no solo trabajando, el sofá se había convertido en mi cama y solo iba a casa a ducharme y lavar ropa, aunque de eso se encargaba la empleada que era la única que me trataba bien cuando pasaba por allí.
 
La luna estaba resplandeciente, pero ni siquiera era capaz de disfrutar de ella, verla me hacía sentir aun más miserable, me recordaba a aquellas noches donde era tan solo un joven de dieciocho años lleno de vitalidad y sueños, un joven feliz que creía en el amor y en los finales felices, un joven del que ya ni rastros quedaban desde que había hecho añicos el corazón de la persona que más me había importado en la vida; Harry Styles.
 
Dejé las cosas a un lado de la puerta y corrí las cortinas para perderme entre las luces de la ciudad y mis recuerdos. Recordaba cuando había sido feliz, con la única persona con la que había podido ser yo mismo, e igualmente lo lastimé y lo dejé por hacer “lo correcto” por seguir el camino que me había llevado a la infelicidad.
 
Aun podía recordar las lágrimas de Harry y sus palabras intentando convencerme de quedarme a su lado, pero aun así, la decisión había sido tomada por mis padres y fui demasiado cobarde como para decir que no y quedarme con él.
 
—Siempre va a haber alguien que nos critique, pero yo sé que vamos a estar bien —decía mientras las lágrimas descendían por sus mejillas, aquellas palabras habían quedado marcadas en mi mente y en mi corazón como las últimas palabras sinceras de amor que había recibido.
 
Cada día que pasaba me arrepentía más de haberlo dejado ir, pero el tiempo había pasado, no me sentía con el derecho de irrumpir en su vida como si realmente pudiera hacerlo, yo había destrozado su corazón, y él había hecho lo mismo con el mío sin siquiera saberlo.
Extrañaba despertar a su lado, ver sus rizos despeinados y sus ojos verdes por las mañanas, escuchar su ronca voz que era como música para mis oídos, desvelarnos viendo las estrellas, tal como estaba haciéndolo en ese momento, pero entonces era feliz, ahora, me invadía la soledad y la tristeza, lo que probablemente merecía por haber sido tan ciego y cruel.
 
 

«▬ ¡Jules, diles! ▬ chilló ella desde la entrada. ▬ ¡Por favor! ▬ suplicó mientras aquellos dos enormes hombres la tomaban de sus brazos y la arrastraban fuera del lugar, sus ojos verdes llenos de lágrimas, sus mejillas estaban rojas y su mirar inspiraba el más profundo de los dolores que alguna vez alguien pudo haber sentido.
▬ Jules... ▬ musitó ella, su voz una mezcla de decepción y dolor, no pude soportarlo, no podía verla y mantener la calma, verla y fingir que no sentía nada. ▬ Jules, ¡te amo! ▬ gritó y tuve que verla, sintiendo como mi corazón se hinchaba y se rompia en mil pedazos al mismo tiempo. Su dolor era el mío, y su angustia solo empeoraba todo.

▬ Por favor no me hagas esto... ▬  susurró. Me atreví a mirar a mis padres y atodos los demás presentes que obserban la escena como huitres acechando a su presa. Mi familia, sus creencias, su estúpida mente cerrada y todas mis inseguridades me llevaron a cometer el peor error de toda mi vida.

▬ Yo no siento lo mismo por ti. ▬ mentí con la voz en un hilo. ▬ Estás loca si creiste en algún momento que yo estaba interesada de esa manera en ti. ▬ sus lagrimas al fin inundaron sus mejillas y sus ojos triste fue lo último que logre ver de ella...»

Desperté con la respiraión agitada, las sábanas se pegaban a mi sudoroso cuerpo y los recuerdos aún se reproducían en mi cabeza como si de una película se tratasen. Me incorporé hasta quedar sentada sobre el colchón, frotando mi rostro con mis manos, sentía mis ojos escocer y el dolor en mi pecho ya me era normal después de casi veinte años refujiado en mi corazón, pero supongo que me lo merecía, a decir verdad, todo aquello era mi culpa. Quizás si no hubiese sido tan estúpida, si no le hubiese hecho caso a mis padres ni a nadie, si hubiese seguido mi corazón entonces quizás, solo quizás mi presente sería diferente.

Miré a mi esposo dormido a mi lado, incluso dormido era ridículamente guapo y es que nada tenía sentido, por lo menos para mí. Mi vida parecía sacada de un comercial, viviendo en una gran casa, con el esposo perfecto, un trabajo fructífero y un par de hijos hermosos, cualquier otra mujer podría ser feliz; cualquier otra desearía poder estar en mi lugar, sin pedir nada más pero yo... yo lo daría todo por algo completamente diferente, más sencillo y con ella a mi lado, pero no podía, había perdido mi oportunidad y ahora no podía hacer más que seguir fingiendo ser la mujer más feliz en todo el planeta tierra porque tenía mi vida de ensueño.

Cerré mis ojos con fuerza y me dejé caer nuevamente sobre el colchón, dandole la espalda a "mi amor" y sintiendo como algunas de mis lágrimas resbalaban por mis mejillas, traté de dormir de nuevo, porque era mejor estar dormida que soportar esa horrible realidad que me consumía y me hacia tan malditamente infeliz, aun cuando mis sueños solo me llevasen a ella.

Siempre había pensado en Amsterdam como nada más que una ciudad para vacacionar. Nunca me había visto viviendo en una ciudad como esta y es por eso que apenas nos casamos, llevé a Doutzen conmigo a vivir a Boston.
Aunque debo admitir que aquella no había sido la única razón, ya que en ese entonces buscaba alguna excusa para alejarme de ella, de Phoenix, la hermana de mi mujer.
Aún mantenía en un pequeño espacio de mi mente el recuerdo de lo que fue aquel fugaz pero intenso “affair” con la pequeña Phee. No lo negaré, seguía entusiasmándome la idea de haber continuado con ella y haber llegado a saber como hubiera terminado, pero me tranquilizaba recordándome que ya llevaba bastantes años casado con la mujer ideal…
¿A quién engaño? Doutzen y yo vivíamos de apariencias. Nada en nuestro matrimonio iba bien, absolutamente nada. Comenzando por el hecho de que ya no nos soportábamos lo suficiente como para dormir en la misma cama e incluso en la misma habitación, los desayunos, almuerzos y cenas eran una instancia incomoda y de silencio en que ni uno de los dos le dirigía la palabra al otro. Nuestra relación se había roto desde el momento en que nos dimos cuenta en que no podríamos tener un hijo, Zen era infértil. Desde principio aquello no significó un problema muy grande para mí, pero para Doutzen significó un cambio radical en su personalidad y nuestro matrimonio se rompió.
Cada dos años, en las juntas familiares que se hacían en Amsterdam, nos poníamos en el papel de la pareja feliz y perfecta, éramos el modelo a seguir de sus primas y el futuro que sus padres esperaban para su hija.
No podía negarlo, el único motivo por el que asistía a esas reuniones familiares era que albergaba la esperanza de que de una vez por todas, Phoenix Daley hiciera su aparición. Hasta ahora… ni siquiera noticias de ella se tenía, solamente se sabía que estaba en Praga, República Checa, y que tenía una hija de trece años.
La presión que sentía estando en la casa de los Daley me hacía sentir horriblemente desesperado y aparecían los sofocos que me empujaban a salir de allí y adentrarme en el frío invierno Holandés.
Por más que pensaba en una forma de deshacerme de Doutzen sin que saliera perjudicada, no lograba encontrar una salida. Aunque nuestro matrimonio estaba irremediablemente roto, estábamos tan acostumbrados a la rutina que ya ni siquiera nos preocupábamos del divorcio que habíamos comenzado secretamente hace unos años atrás.

Amsterdam me traía los mas tristes y dulces recuerdos de mi vida. Recuerdo aquellos años en que fui feliz amando a Doutzen cuando apenas tenía veintidós años… demasiado jóvenes para casarnos. Recuerdo el motivo de aquel año y seis meses de felicidad plena… la recuerdo a ella, a Phoenix.
Me consideraba masoquista cada vez que venía a Amsterdam ya que uno de los infaltables panoramas era el pagar por navegar por el “Keizersgracht”, el canal en donde Phee y yo nos dimos el primer beso y en donde tantas veces nuestras carcajadas contagiaban a nuestros acompañantes, quienes envidiaban nuestra relación, nuestra felicidad, nuestro amor… Lo que ellos no sabían era que aquel lugar de la llamada “Venecia del norte”, era la única instancia en que podíamos demostrarnos afecto mutuo.

Para finalizar la noche y terminar de matar mi esperanza de alguna vez volver a amar, caminaba un largo rato con un rumbo fijo: El hotel “L’Europe”, el hotel en donde mi matrimonio con Doutzen se había llevado a cabo.
Como siempre en esta época, a pesar de las altas horas, la concurrencia de peatones era alta y parecían no inmutarse de los menos tres grados de temperatura. El lugar parecía no cambiar y mantenerse intacto a través de los años a pesar de que yo había experimentado un giro de 360º en mi vida. Sentía como si la belleza arquitectónica del lugar se burlara de haber sido partícipe de mi desgracia, parecía que se retorcía en carcajadas en mi cara, dándome a entender que sus paredes habían adivinado mi tedioso futuro en el momento en que vi a mi esposa avanzando por el salón “Prinsen Kamer”.
Con un suspiro de resignación, levanté la vista hacia el piso más alto y me dispuse a dar media vuelta para volver junto a Doutzen en la casa de sus padres que no se encontraba a mucha distancia, pero una mujer que tomaba unos bolsos de la banca ubicada frente a la puerta de entrada del hotel llamó mi atención. Su apariencia en realidad no era la de una mujer madura, sino que de una jovencita a la que conocía perfectamente. Me arrastré sigilosamente llevado por un impulso sobrenatural cuidando de que no fuera a percatarse de mi presencia.
Cuando la tuve a algunos escasos metros de distancia, pude apreciar aquella cabellera rubia tal como la recordaba, aquella piel de porcelana que en invierno se camuflaba en la blancura de los copos de nieve. Me urgía ver sus ojos, pero la distancia no lo permitía. En la palidez inmaculada de su rostro sobresalía el rojo carmesí de sus labios y el rubor de sus mejillas que le daba armonía y vitalidad. Phoenix tenía el secreto de la eterna juventud.
De pronto todo pareció detenerse y dio la sensación de que volvíamos a estar en aquellos tiempos en que ambos nos amábamos. Mis piernas sintieron el impulso incontrolable de caminar hasta ella y envolverla en mis brazos. Anhelaba sentirla en mis brazos.
Aquella tensión indescriptible que se apodero de mi cuerpo aflojó en el momento en que extendió un brazo hacia la banca y este fue tomado por una delicada mano femenina cuya palidez era aún más impresionante que la de Phoenix. Aquella persona se levantó de la banca y allí caí en la cuenta que era Suzanne, su hija. La reconocí por su característico cabello anaranjado del que todos en la casa de Doutzen hablaban. Al parecer nadie conocía a la niña por ningún otro medio que no fueran fotografías. La muchacha se levantó con una mochila en su hombro izquierdo y abrazó a su madre por la cintura. Se encaminaron hasta la entrada del hotel mientras Phoenix le daba un afectuoso beso en la cabeza a su hija… Fue lo último que logre divisar de ellas antes de perderlas de vista por completo. Y la herida volvió a sangrar.