The fallens.

Hazlo, Artemis.

Una voz dentro de mí me pide a gritos que lo haga. Y, en el fondo, sé que debo hacerlo; Pero no quiero.

No quiero volver a caer en esa tentación. No puedo dejarla vencerme; No otra vez. No ahora, cuando estoy tan cerca de librarme. Dejo escapar un suspiro de frustración y me dejo caer en la acera. No tengo a donde ir y mucho menos alguien a quien recurrir. Vaya vida de mierda que conseguí.

No es como si me la hubiera ganado, en realidad. Bueno, más o menos, caer del Edén fue una maldición y una bendición al mismo tiempo. Quiero decir, ¿A quién no le gustaría vivir en la tierra y tener todos los lujos que los “hijos de Dios” tienen?

Todos los ángeles lo desean, por supuesto.

La parte mala, sin dudas, es la vida que me asignaron vivir después de la caída. No es como si pudiera llamarle “vida”, en realidad. Me refiero a que nadie quisiera no tener familia, ni comida o un poco de dinero en mano, ¿Cierto?

Da igual, fue mi culpa haber caído. Fue mi culpa haber sido desterrada. Fui yo, y solamente yo, quien hizo todas esas cosas allá arriba. Fui yo quien provocó mi propia miseria.

Suspiro una vez más, y miro al cielo, como esperando que de éste caiga algo. Algo que me salve, que me ayude. Lo  que sea.

Pero nada sucede.

En cambio, lo único que siento es como si alguien estuviera observándome de lejos. Como si me estuvieran vigilando. Es en ese momento en el que decido que es tiempo de correr lejos. Correr muy lejos de ese terrible lugar y buscar la manera de conseguir dinero.


Dos horas más tarde, estoy sentada en una cafetería de quinta, en algún lugar del norte de la ciudad. Estoy rompiendo la regla número uno de los pueblerinos: “Nunca, ni que sea una ocasión de vida o muerte, vayas a la zona norte de la ciudad; A menos que quieras morir”. De todos modos, también he roto la regla número dos: “Nunca tomes lo que no es tuyo. Mucho menos el dinero de otros”.

Como si toda esa basura me importara.

Niego con la cabeza y me río en voz alta. Mi risa resuena por todo el lugar y algunos malolientes dirigen su mirada hacia mí; Luego vuelven a hacer lo que sea que estén haciendo. Es obvio, les doy miedo hasta a ellos.

Que cobardes, pienso y, inconscientemente, río una vez más. Pero, de esta vez, el sonido de mi risa es apagada por un ruido sordo. Conozco ese ruido.

Cierro los ojos y ruego para que no sea lo que estoy pensando. Pero lo es. Es él. Vino por mí.

— Artemis, será mejor para ambos si de esta vez no sales huyendo— Lo escucho decir a mi espalda. Me doy la vuelta y es ahí cuando lo veo. Misma apariencia. Misma postura de dominante.

— Tengo una tarea para ti, Artemis—. Vuelve a hablar con tono de melancolía fingida. Mientras yo, temblando de miedo, trato de mantenerme firma y rígida.

— Y, considerando tu situación, no aceptaré un no por respuesta.—  Trago saliva y hablo por primera vez.

— Suéltalo, Stefano.—  Digo, intentando parecer lo más intimidante posible. Pero él ríe y luego mira directa y fijamente hacia mis ojos. Y, como si fuera la cosa más normal de todas, dice:

— Necesito que lleves un Ángel de vuelta al Edén,— Hace una pausa y, luego de observarme durante unos segundos, vuelve a hablar: — Es Anker, sabes muy bien porque está aquí, ¿No es cierto?

Trago saliva una vez más y asiento, mientras una pregunta se posa en mi mente. No dudo dos segundos en decirle en voz alta.

— ¿Qué ganaré si logro hacerlo?—. Stefano sonríe y, sin más, dice lo que he estado esperando oír desde la caída:

— Un boleto de regreso al lugar de donde nunca debiste haber salido.

— ¿Y si fallo?—. Digo, temiendo lo peor. Stefano sonríe una vez más y, de esta vez, la sonrisa cuelga a un lago de su rostro cuando responde.

— Si fallas, Artemis, las consecuencias serán mucho más drásticas de las que te llevaste por haber hecho todas esas cosas allá arriba.

Suspiro por tercera vez en el día y sé que, de esta vez, en verdad estoy frita.

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