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"Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
Cande Luque escribió:AJAJAJAA. BUENO, SÓLO POR VOS. MAÑANA MARATÓN DE TRES CAPIS :) GRACIAS POR COMENTAR.
SIIIIIIIIIIIIIIIIIIII :cheers: :cheers: :cheers: :cheers:
MARATON LO ESPERO
SEGUIL!!! :D
Let's Go
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
Capítulo 4
JOSEPH ADAM JONAS MILLER, NOVENO CONDE DE ASHFORD, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla mientras cerraba los ojos, intentando calmar la punzada que sentía en las sienes. Ese dolor de cabeza lo estaba volviendo loco.
Desde los cinco años, cuando cayó de un árbol al intentar emular a su hermano mayor y quedó inconsciente durante horas, esas jaquecas, aunque no frecuentes, lo venían persiguiendo sin piedad.
Ahora, después de las últimas semanas, preguntarse por el motivo de su reaparición era estúpido. Lo raro era que no se hubiesen manifestado antes. Se frotó las sienes presionando durante unos segundos, y sintió un ligero alivio.
Las campanadas del reloj dieron las once. Sus sobrinos ya llevaban horas durmiendo. Ese día ni siquiera los había visto.
Había llegado a conocerlos bien en los dos últimos años. Desgraciadamente, el motivo de ello había sido el fallecimiento de su cuñada, Danielle, la esposa de su hermano y madre de los niños. Danielle era una de las pocas mujeres por la que había sentido un profundo respeto y cariño. No había estado presente cuando su hermano Kevin se casó, pero por sus cartas había sabido todo acerca de esa relación. Era como si hubiese estado presente en cada momento importante.
Lamentaba haberse perdido todo eso, al igual que el nacimiento de su primera sobrina, pero como segundo hijo del marqués de Stamford tuvo pocas opciones. De los hijos que no accedían al título se esperaba que ingresaran en el ejército o en la iglesia. Él desafió a su padre y no hizo ninguna de las dos cosas. Se enroló en un barco junto a Richard Flanaghan, compañero de Oxford. Flanaghan también se encontraba en la misma situación, era el tercer hijo del marqués de Crawley.
Ambos, henchidos de una osadía que rayaba en la estupidez, decidieron buscar fortuna y forjar su propio destino. Después de diez años, eran dueños de una pequeña compañía naviera. Hacían varias rutas con Oriente, la India y América. Tenían inversiones en las minas de carbón en Escocia y eran socios mayoritarios en una fábrica textil en Yorkshire.
En la fábrica habían tenido que forzar cambios drásticos en cuanto al trato con los empleados y sus condiciones de trabajo. Habían reducido sus jornadas, hasta entonces abusivas, prohibieron trabajar a los niños y aportaron el capital necesario para que el edificio reuniera las condiciones sanitarias adecuadas. Tanto a Richard como a él mismo siempre les había asqueado la manera de hacer dinero de algunos hombres a costa de la vida y el sufrimiento de los demás.
Todo cambió cuando su abuelo materno murió sin dejar descendencia masculina, salvo él. El único nieto varón. Nunca pensó que acabaría teniendo un título nobiliario. Su hermano mayor, Kevin, fruto del primer matrimonio de su padre, era el destinado a ser el siguiente marqués de Stamford, cosa que nunca le envidió. La vida de un futuro marqués era mucho más restringida y rígida que la de un hermano menor. A Kevin le habían señalado el camino; él lo había decidido por sí mismo, por lo menos hasta la muerte de su abuelo materno y la de su tío Marcus, único hijo varón del conde de Ashford, que falleció sin descendencia reconocida.
Al tener que hacerse cargo de varias propiedades, su presencia como socio activo quedó relevada a la de socio en la sombra, y Richard quedó como cabeza visible del negocio. Todo eso lo había dejado de lado para acudir a Cravencross.
Hacía dos semanas que se había trasladado allí, desde que le avisaron del grave estado de salud de su hermano. Todavía se acordaba del temor que sintió durante todo el trayecto hasta llegar a Cravencross.
Había hecho ese mismo recorrido un centenar de veces en los últimos dos años. Sus propiedades estaban relativamente cerca. Siempre que podía se había trasladado hasta allí para ver a Kevin y a sus sobrinos, aquellos pequeños que tenían la pasmosa facilidad de derribar todas sus defensas y llegarle directo al corazón. Sin embargo, el día que le avisaron que su hermano estaba gravemente enfermo, la distancia le pareció multiplicarse por dos.
Volvía a sentir las manos frías al recordar el semblante de Kevin aquella noche. Igual de alto y corpulento que él, siempre había parecido tan fuerte como un roble. Jamás olvidaría su rostro demacrado bajo la tenue luz de las velas, ni sus facciones desencajadas, más delgado que nunca, delirando de fiebre y con una respiración rápida y quejosa.
Desde entonces, durante el transcurso de las dos últimas semanas, no se había separado de él, sobre todo al principio, durante los momentos más críticos en los que pensó que se iría para siempre. Había sentido impotencia, frustración y rabia por lo injusto de la situación. Su hermano ya había perdido demasiadas cosas en la vida, siendo la última la más dolorosa, su esposa, y había quedado viudo con tres niños pequeños que lo necesitaban más que a nada en el mundo.
Durante las noches que pasó en vela junto a la cabecera de su cama, muchas veces se había preguntado: ¿Por qué no era él el que estaba ahí tumbado luchando por su vida? El no tenía que hacerse cargo de una familia y no era ni la mitad de noble y justo que el hombre al que cuidaba.
Gracias a Dios que no había estado solo durante esos días y noches de las que ahora no parecía tener más que retazos confusos en la memoria. Lady Amelia Bruce y Sarah, tía y prima respectivamente de la que fuera esposa de su hermano, lo habían ayudado a cuidar de Kevin y se habían hecho cargo de los niños. Ambas se habían trasladado allí tras la muerte de Danielle, con el fin de ayudar temporalmente con el peso de la casa. De aquello ya habían transcurrido dos años.
Se levantó del sillón y se encaminó a la puerta con cuidado, intentando por todos los medios no despertar el dolor de cabeza que parecía por el momento haberle concedido una tregua.
Subió los escalones que conducían a la primera planta, donde estaban las habitaciones privadas de la familia, para ver qué tal se encontraba su hermano esa noche. El médico les había dicho que por fin estaba fuera de peligro, pero que su recuperación sería lenta. Demasiado lenta para la paciencia de su hermano, que no hacía más que quejarse por encontrarse tan débil como un bebé.
Abrió la puerta y asomó la cabeza para ver si estaba despierto.
—Joe, entra. No hace falta que seas tan delicado. No puedo dormir.
Joe sonrió ante el fastidio tangible que reflejaba la cara de su hermano. Se acercó a la cama y se sentó en la misma silla que había usado durante las últimas noches, la misma que parecía haber echado raíces en el suelo.
—No intentaba ser delicado, solo pasar inadvertido.
—Muy gracioso, hermano —le dijo Kevin mientras alzaba una ceja.
Joe soltó una carcajada.
—¿Qué tal estás hoy? —le preguntó ya más serio.
—¿Tú qué crees? Llevo tumbado aquí dos semanas sin poder moverme porque en cuanto lo intento me doy cuenta de que no tengo fuerzas ni para ir al baño, y eso sin contar que no me pillen mientras lo hago porque si es así, uff... amigo se me cae el pelo. Napoleón fue un santo en comparación con la tía Amelia y Sarah. Además, parecen saberlo todo, es como si tuviesen espías por la casa. Te lo digo en serio, esas mujeres dan miedo.
Joe se estaba desternillando de risa al imaginar a su hermano bajo los tiernos cuidados de la tía Amelia.
—Ya sabes lo que dijo el médico, que la recuperación sería lenta. Debes tener paciencia.
—Ah, sí, dime, ¿qué harías tú? Los dos sabemos que ya habrías incendiado la casa.
A Joe le brillaron los ojos en señal de asentimiento. Su hermano lo conocía bien. De los dos, Kevin era el que siempre tenía más paciencia. Tenía que darle la razón a su hermano. Si él estuviese en su lugar, ya hubiese explotado.
—Sí, eso es verdad, pero por lo que sé, hoy has tenido la visita de tres torbellinos que habrán mitigado en parte tu agonía.
Joe vio como las facciones de su hermano se relajaban y adquirían una expresión dulce ante la mención de sus hijos.
—Anthony no paraba de contarme todo lo que había hecho durante estos últimos días, sin dejar meter baza a sus hermanas. Lizzy estaba preciosa sentada en esa silla con sus piernas debajo del vestido, riéndose de todas las tonterías que hacía su hermano, y Maggie, bueno, en algo tiene que notársele que es la mayor. Algunas veces pienso que es demasiado madura para su edad. Me miraba con sus enormes ojos azules intentando simular que todo iba bien; sin embargo, no pudo esconder el sufrimiento que hay en ellos. Fue la más consciente de la muerte de su madre y pude percibir su angustia hoy. Es igual de testaruda que su tío Joe. Se calla todo, sin compartir con nadie lo que le ocurre, pone siempre a los demás por delante de sí misma.
—Hermano, en eso no se parece a mí. Sabes de sobra que soy un egoísta sin remedio.
—Ya. Por eso lo has dejado todo para estar aquí y cuidar de mí, de mis hijos y de la propiedad.
—Quería tomarme un respiro —le dijo Joe con una sonrisa—. Y no lo he dejado todo. En cuanto pasó lo peor, me acerqué a Ashford a cerciorarme de que mi propiedad seguía en pie. Así que, como puedes ver, tus esfuerzos por hacerme parecer un buen samaritano son inútiles.
—No bromeo, Joe.
—Yo tampoco —le contestó ya más serio—. Eres mi hermano. Tú y los niños sois mi única familia.
Joe empezó a esbozar una sonrisa propia de un niño travieso, pensando en sus próximas palabras.
—¿No habrás creído que me ibas a dejar con tres niños, la tía Amelia y Sarah, verdad? Te doy mi palabra de que si hubieses estado más tiempo inconsciente, me hubiese suicidado.
Chris tuvo que soltar una carcajada ante la cara que ponía su hermano. Si Maggie se parecía a él en su capacidad para controlar las emociones hasta rayar en lo perjudicial, Anthony se le parecía en su habilidad para hacer de todo una broma, sobre todo en los momentos más difíciles.
—Sarah me ha dicho que no piensa ir a Londres para la temporada como tenía previsto —le dijo Joe cambiando de tema.
Chris frunció el ceño.
—¿Por qué? Ya ha retrasado demasiado su presentación en sociedad. Vino hace dos años con tía Amelia para ayudar con la casa y los niños. Eran bastante pequeños y estaban muy afectados por la muerte de su madre. Por eso mismo no dije nada, pero ahora Maggie ya tiene diez años y Anthony siete. Sarah debe volver a Londres y gozar de la temporada como las muchachas de su edad.
—Sarah no es ninguna niña.
—Lo sé —le dijo Kevin—. Por eso mismo. Ha perdido dos años por mi culpa y no dejaré que se sacrifique más.
—Ella no piensa que esté sacrificando nada, Chris. Adora a los niños.
—Sí, ya lo sé, pero estarás de acuerdo conmigo en que si no fuera por la muerte de Danielle, seguramente ya estaría casada y esperando un hijo.
—Quizá no sea eso lo que desea.
Kevin miró a su hermano con una expresión poco amigable.
Joe levantó las manos en señal de rendición.
—Hace un mes contraté a una institutriz. Envié una carta a la agencia Wakefield. Tiene muy buena reputación. Justo antes de caer enfermo me contestaron diciéndome que tenían a la candidata perfecta, que cumplía con todos mis requisitos.
—¿Y cuándo se supone que debe llegar ese dechado de virtudes?
—Debería de haber llegado ya.
—¿Lo saben tía Amelia y Sarah?
—No tuve tiempo de decírselo. Verás, he estado algo indispuesto últimamente —le dijo Chris haciendo una mueca.
Joe sintió que la punzada en la sien izquierda retornaba con mayor intensidad.
—Bueno, con la institutriz aquí, Sarah podrá volver a Londres con mayor prontitud. De todos modos, deberías decírselo antes de que llegue. No creo que le haga mucha gracia enterarse por otra persona.
—Sí, tienes razón, debes decírselo.
—¿Yo?
—Sí, claro, yo aún estoy demasiado enfermo.
—Cobarde...
Chris sonrió de oreja a oreja.
—De acuerdo, se lo diré, pero que conste que mi opinión sobre ti ha decaído considerablemente. —Se levantó, caminó hacia la puerta y cuando ya estaba con un pie fuera de la habitación, se volvió hacia su hermano—. Que duermas bien, delgaducho.
Con unos increíbles reflejos, cerró la puerta lo suficientemente rápido para que la almohada no le diera de lleno en la cara. No cabía duda de que su hermano estaba recuperando las fuerzas.
Decidió bajar al estudio de nuevo. Richard le había enviado el balance de los últimos tres meses de la fábrica textil y de la compañía naviera, además de un informe sobre las minas.
Había retrasado echarle un vistazo una y otra vez, y puesto que el sueño le rehuía como si fuera su peor enemigo, más le valía hacer algo útil. Además, una copa del coñac francés de su hermano podía hacer maravillas. Masajeándose la nuca con la mano izquierda para relajar la tensión acumulada en el cuello, bajó las escaleras hasta que los pies de O'Connell lo detuvieron en seco.
O'Connell había sido el mayordomo de la familia durante los últimos treinta años. Su pelo canoso y su espalda ligeramente encorvada delataban su envejecimiento. Pero eso era lo único en lo que se diferenciaba del O'Connell que él recordaba de niño. Su mirada, aguda y penetrante, y su perfeccionismo casi enfermizo en el trabajo eran sus cualidades más representativas. Siempre parecía saberlo todo.
De niño, su hermano y él temían mirarlo a los ojos cuando cometían alguna travesura, porque el mayordomo parecía poder meterse en sus pensamientos. Sencillamente le ponía los pelos de punta.
Joe levantó la mirada y se encontró con los sabios ojos del anciano.
—¿Ocurre algo, O'Connell?
—Sí, milord. Ha llegado una señorita que dice que es la nueva institutriz.
—¿Ahora? ¿A las doce de la noche? —preguntó con irritación.
—Sí, señor, y por su indumentaria yo diría que la intempestiva hora de llegada es consecuencia de algún tipo de incidente.
Joe nunca pudo entender por qué O'Connell tenía tendencia a recargar las frases de esa manera.
—¿Dónde está?
—La he hecho pasar a la biblioteca.
—¿Por qué no al estudio?
—Me pareció que la dama agradecería el gesto. En la biblioteca podría restablecerse más rápidamente del arduo viaje.
—O'Connell...
El mayordomo hizo una mueca que dejaba ver a las claras su fastidio.
—Los sillones son más cómodos y el hogar está encendido.
—Ya.
—¿Le digo a Leslie que prepare una habitación?
—Sí, por favor.
—Muy bien, milord.
Joe se encaminó a la biblioteca pensando qué podría haber sucedido para que la institutriz apareciera a esas horas. No tenía muy buenos recuerdos de sus institutrices, mujeres encorsetadas hasta la barbilla que le tiraban de las orejas cuando no prestaba la adecuada atención. Aunque él no se quedaba atrás. La enorme araña depositada en el cuello de miss Elliot había sido lo más caritativo que había hecho por ellas. Sin duda, la entrevista con la señorita cómo se llame no iba a mejorar en nada su dolor de cabeza.
Estaba hecha un verdadero asco. Sí, esa era la palabra que la describía a la perfección en ese momento.
Desde que partió de la posada esa misma mañana, todo le había salido del revés. Un sinfín de percances habían convertido un viaje de dos horas en uno interminable de ocho.
El cochero se había sentido indispuesto durante el trayecto. Seguramente el olor a alcohol que desprendía había tenido que ver con ello. Lo había notado cuando se acercó a preguntarle a cuánta distancia estaba Cravencross. Entonces había tenido que retroceder varios pasos para no caer fulminada por su aliento, pues parecía que la reserva entera de whisky de toda Escocia había pasado por su garganta.
Después, la rueda trasera derecha se había salido de su eje, accidente que podía haberles costado la vida a todos, pero gracias a Dios nadie resultó herido, solamente algunos nervios desquiciados como el de una gruesa mujer de unos cincuenta años que chilló durante un cuarto de hora hasta que finalmente se desmayó. Fue un detalle que todos agradecieron de corazón. Como consecuencia de los contratiempos, tuvieron que esperar a que arreglaran el coche bajo una lluvia intensa, que a los pocos minutos había formado grandes charcos y un montón de barro en el que desgraciadamente se hundió hasta las rodillas. Menos mal que llevaba botines, ya que los cordones fuertemente anudados le impidieron perder el calzado. Hubiese sido humillante haberse presentado descalza, con el dedo gordo del pie sobresaliendo por un enorme agujero que su media no podía contener.
Como toque final, había llegado a esa enorme mansión, en la que se suponía debía causar una perfecta impresión, a las doce de la noche y hecha un desastre. Sabía que estaba impresentable porque la ceja alzada del mayordomo con mirada de «yo lo sé todo, no se me escapa nada» lo expresaba sin disimulo alguno.
Seguramente a esas horas estarían todos durmiendo. Ya se imaginaba que despertarían al marqués a mitad de la noche por la llegada de la institutriz. ¿Tendrían una mazmorra allí abajo como en los viejos castillos? Podía imaginar los titulares de los periódicos: «Institutriz recibe su justo castigo por perturbar los sueños de su señor». Seguro que usarían con ella el potro de tortura.
El marqués sin duda sería un hombre estirado y sumamente estricto. La miraría con altanería encogiendo la nariz como si hubiese olido algo en mal estado y la invitaría, con un gesto apenas perceptible a abandonar su casa para echarla directamente a la calle.
Así no era como había pensado que saldrían las cosas al concebir lo que a todas luces ya se revelaba como un plan estúpido. Su estúpido plan.
Había convencido a Greyson de que su vida no estaba acabada. Le había dado parte de su dinero, el suficiente como para comprar un pasaje a Venecia y llegar a casa de su tía Francesca. También le había dado una carta para que se la entregara a su tía. En ella le explicaba lo que le había ocurrido desde su llegada a suelo inglés y su alocada idea para permanecer en él, hasta estar segura de poder reunirse con ella.
Sabía que Francesca pondría el grito en el cielo cuando leyera sus palabras, pero al final comprendería que había sido la mejor solución.
Su tía acogería a Greyson y cuidaría de ella hasta que naciera el bebé y la institutriz pensara cómo rehacer su vida. Francesca ya había ayudado con anterioridad a otras mujeres que se encontraban en esa misma situación, cosa que Emma había admirado y compartido. Era injusto que las consecuencias de algo que sucedía entre dos personas recayera plenamente en una sola cuando salía a la luz. Mientras que el hombre, en el peor de los casos, solo recibía una pequeña reprimenda, la mujer acababa deshonrada de por vida.
Mientras Greyson surcaba las aguas del mediterráneo con la esperanza en el bolsillo, ella ocuparía su lugar como institutriz. En un principio le pareció perfecto. Porque ¿qué mejor tapadera que esa para pasar inadvertida por un tiempo? Sin embargo, ahora tenía ciertas dudas, aunque debía reconocer que era lo mejor que había podido hacer. Más arriesgada había sido su idea de ir a Escocia. Era casi seguro que el viejo MacLaren estuviese en el continente y si fuera así, se habría encontrado en la calle con otro plan que idear y sin dinero. De esta manera, estaría tranquila y segura hasta que su padre dejara de buscarla y de vigilar los muelles. Eso le supondría estar allí unos meses, porque por la desesperación con la que su padre se aferraba a la idea de entregarla en matrimonio al Duque, deducía que no cejaría en su empeño fácilmente. Removería cielo y tierra para encontrarla. Solo podía esperar estar equivocada.
Sus pensamientos se esfumaron cuando oyó abrirse la puerta. Estaba tan ensimismada repasando mentalmente el desastre del día que no pudo evitar dar un respingo ante la interrupción. Se giró para ver al hombre que la había contratado y por un momento dejó de respirar.
Cerró los ojos. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Sus ojos negros como la noche la estaban observando detenidamente. Penetrantes y agudos, resultado sin duda de una afilada inteligencia, le conferían un aura de misterio que la cautivaba por completo.
Sus largas pestañas suavizaban su mirada, le restaban algo de dureza y la dotaban de un brillo algo pícaro. Tenía el pelo castaño, más largo de lo que la etiqueta marcaba. Se le ondulaba ligeramente en las puntas, por lo que parecía un pirata. Incluso su piel estaba un poco bronceada y, entre su pelo, vetas doradas como el sol brillaban descaradamente. Su nariz patricia y sus labios perfectos lo hacían un hombre sensual, tentador.
Con su metro noventa de estatura, le parecía intimidante, sobre todo si se lo miraba sentada desde una silla. De hombros anchos y buen porte, saltaba a la vista que estaba en forma. Los pantalones ajustados un podían disimular las musculosas piernas, mientras que su camisa de manga remangada dejaba ver los antebrazos fibrosos y atléticos.
¡Maldición! ¿No podía ser feo, tuerto o de dientes torcidos y amarillos, en vez de ser una mezcla de guerrero vikingo y dios romano? ¡Esto era lo que le faltaba al dichoso día!
Joe se paró en seco. Había entrado conteniendo el mal humor que el dolor de cabeza y la inoportuna llegada de la institutriz le habían provocado. Pero nada de eso era comparable con el susto que se llevó al verla. ¡Por Dios! Esa mujer tenía que avisar antes de que la vieran. No era simplemente fea, era..., no encontraba las palabras, toda su atención se centraba en una verruga monstruosa que tenía en la comisura de los labios. Y... y esa sombra que tenía debajo de la nariz, ¿era un bigote? ¿Le habían mandado una institutriz o un estibador de los muelles de Londres?
Podría tener los ojos bonitos, pero escondidos tras unas gafas grandes y de aumento no había manera de saberlo. El pelo era oscuro, o por lo menos eso pensaba, porque estaba prácticamente oculto bajo un enorme sombrero que parecía haber sido pisoteado por una manada de caballos. Estaba adornado con una pluma que caía torcida sobre su oreja izquierda. El pobre adorno debió haber conocido tiempos mejores; sin embargo, desprovista de casi todas sus hebras, parecía el esqueleto de una trucha.
Se la veía pálida y mojada. ¿Dónde diablos se había metido esta mujer? ¿Era barro lo que llevaba pegado al vestido?
En ese instante, se puso de pie y dejó un charquito de agua en el suelo, mientras alzaba la cabeza como respuesta a su metódico examen. Tuvo que admitir que admiraba ese gesto orgulloso.
—Buenas noches, milord. Soy la señorita Emma Greyson, la institutriz.
Joe no esperaba que de esa mujer saliera una voz tan cálida y sensual.
—De eso no hay duda —dijo por lo bajo.
¿De eso no hay duda? Emma lo había oído perfectamente. Sabía que su aspecto no era el más agradable, pero ese comentario sobraba.
—Yo soy el conde de Ashford.
—¿Conde? —preguntó algo confusa. Greyson le había dicho que trabajaría para el marqués de Stamford, enseñando a sus tres hijos.
—Sí. ¿Está sorda, señorita Greyson?
Esa simple pregunta la sacó de quicio. Estaba claro que por alguna razón le caía mal. Desde que entró por la puerta la había mirado como si fuera menos que una babosa. ¿Por qué? Si ni siquiera la conocía. Debía de ser uno de esos aristócratas estirados que se creían superiores al resto de las personas.
—Oigo perfectamente. Si he preguntado es porque me dijeron que trabajaría para el marqués de Stamford.
—Y así es, pero en estos momentos yo me ocupo de los asuntos de mi hermano.
¡Ah! Así que este era hermano del marqués, pero ¿por qué se ocupaba de sus asuntos? ¿Y dónde estaba el marqués de Stamford? Quizá su hostilidad se debiera a que no sabía que el Marqués la había contratado.
—Su hermano se dirigió a la agencia Wakefield para contratar una institutriz.
—Eso ya lo sé, señorita Greyson —le dijo Joe mientras se sentaba en uno de los brazos del sillón color caoba y estiraba sus largas piernas cruzándolas a la altura de los tobillos—. Lo que sí me gustaría es que me explicara por qué ha llegado a esta hora inconveniente y con ese aspecto.
A Emma no le gustó el tono con el que había impregnado sus últimas palabras. ¡Como si ella se lo hubiese pasado en grande rebozándose en el barro y calándose hasta los huesos! Tendría suerte si de esta no contraía una pulmonía.
—¿Por dónde empezar?
—¿Por el principio? —preguntó Joe sarcástico mientras arqueaba levemente la ceja izquierda.
En ese momento, Emma agradeció llevar un maquillaje espeso que la hacía parecer pálida y ojerosa, porque sin duda debajo de todo aquel artificio, estaba roja de furia. Le había hablado como si fuese una niña pequeña y no tuviera dos dedos de frente. Esa prepotencia era insufrible. Y ella que en un principio pensó que era un guerrero vikingo un dios romano... ¡Ja! Ese hombre era el príncipe de las tinieblas.
Miró de un lado a otro como si en cualquier momento le fuese a salir humo de las orejas. Tomó aire recordando que tenía que mantener el control.
Contó hasta diez sujetando su mal genio, con más voluntad de la que creía poseer, y le relató los momentos estelares de su desastroso viaje.
Ya veo. Eso fue lo único que le dijo, así que si lo que quería era comprensión y una palmadita en la espalda ya podía quedarse esperando, ese hombre era un grosero.
—¿Y puede saberse qué es lo que ve?
Emma soltó la pregunta antes de que la prudencia le hiciera morderse la lengua.
Un amago de sonrisa se extendió por los labios de Joe, y Emma debió contener la respiración. Esa sonrisa era fría como el acero. Desde luego, no le obsequió con ella porque le hubiese hecho gracia su impertinencia.
—Lo que veo, señorita, es que no sé cómo ha llegado viva hasta aquí después de todo lo que me ha contado. Es la cadena de sucesos más desafortunados e increíbles que he tenido la oportunidad de escuchar. Imagino que para una mujer como usted habrá sido una experiencia perturbadora.
—¿Cree que exagero?
—En absoluto —le dijo mirándola como si escudriñara su alma—. Es tan absurdo que tiene que ser verdad.
Joe esperaba no tener que verla a menudo. Era la institutriz por excelencia. Suficiente como para sentir compasión por sus sobrinos; sin embargo, había que admitir que la mujer tenía carácter. Se la veía tensa, con los puños apretados a ambos lados de su indeterminada silueta, y su esfuerzo por ocultárselo la estaba matando.
No le sorprendía que se hubiese enfadado, pero su dolor de cabeza, unido al recuerdo de sus institutrices, lo había puesto de un humor endiablado. Decidió que por esa noche la pobre mujer ya había tenido suficiente.
En ese mismo momento, Emma soltó un resoplido muy poco femenino y dio un respingo cuando la potente voz de Joe llamó al mayordomo.
—¡O'Connell!
El mayordomo entró en la habitación cuando la última sílaba salía de los labios del Conde.
—¿Sí, milord?
—¿Está preparada la habitación de la señorita Greyson?
—Desde luego, milord.
Joe miró a O'Connell con cara de pocos amigos.
—Acompañe a la señorita hasta ella. —Ahora mismo.
—Pero... —empezó a decir Emma.
Joe levantó una mano para detener sus palabras.
—Mañana conocerá a los niños y al resto de la familia. Terminaremos de hablar entonces. Creo que es mejor que descanse. Parece no poder sostenerse en pie.
—De acuerdo —dijo débilmente Emma.
Deseándole buenas noches, siguió al mayordomo. Subió por unas escaleras hasta el piso superior. Cruzaron un pasillo lleno de retratos, sin duda de familiares, y doblaron a la derecha. Otro largo pasillo se abrió ante ellos; la puerta de una de las habitaciones estaba entreabierta y por ella se podía ver un caballito de madera. Esa debía de ser la habitación de juego de los niños.
Siguió adelante hasta que O'Connell se detuvo en seco y de manera formal abrió la penúltima habitación. Luego de dejar su maleta en el interior, el mayordomo le hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza y después se marchó cerrando la puerta tras de sí.
Estaba muy cansada y lo único que no le dolía de todo el cuerpo eran las pestañas.
La habitación era pequeña, pero preciosa. Estaba decorada con un gusto exquisito, o por lo menos a ella le parecía así.
La ventana era grande y estaba cubierta por unas cortinas de color beige con motivos florales en tonos malva. La cama estaba junto a la ventana, vestida con una colcha lila con ramos marfil. Una pequeña alfombra asomaba bajo ella como si tímidamente pidiera permiso para permanecer allí. Cuando se levantara por la mañana, sus pies descansarían sobre su tibia suavidad.
Junto a la puerta había una maciza cómoda de nogal con pies discales y tiradores originales del siglo XVII. En un rincón, una silla acolchada estilo francés parecía mirarla con aire regio. Encima de la cómoda, un espejo ovalado le permitía ver claramente su reflejo. Escuchó una maldición poco digna de una dama. La había farfullado entre dientes sin poder contenerse al ver su imagen. ¡Por Dios bendito, parecía un esperpento! No es que con su disfraz estuviera favorecida, pero aquello era horroroso.
Quitándose la ropa, mientras se ponía su camisón de algodón abrochado hasta el cuello, pensó en su situación. Nada la había preparado para encontrarse con el conde de Ashford. La ponía nerviosa, y no era solo por su enorme atractivo, porque era guapo a más no poder, sino también por su manera de mirar, de moverse, como un felino salvaje al acecho de su presa. Desprendía una seguridad en sí mismo que rayaba en el insulto y, sobre todo, por cada poro de su piel emitía un aura de misterio difícil de ignorar. Era como un desafío para cualquier mujer, una invitación para descubrir sus secretos.
Gracias a Dios que era un imbécil presuntuoso, porque si no, se hubiese encontrado en un buen lío. Había sido un acierto haber ido disfrazada así. En parte lo había hecho por la historia de la señorita Greyson. No quería que ningún aristócrata la persiguiera como un sabueso hambriento, pero ahora también le servía de escudo. La había hecho sentirse más segura frente a las emociones que ese hombre despertaba en ella. ¿Cómo era posible que su respiración se hubiese agitado de aquella manera y que su corazón se hubiese acelerado como un potro salvaje únicamente tras unos minutos a solas con él? Debía de ser producto del cansancio y la falta de alimento. Sí, seguramente era eso. No había que darle mayor importancia.
Vencida por el cansancio, descubrió la cama y saltó entre sus sábanas. Aquella cama, su suavidad, su frescura, debía de ser como estar en el cielo. Sin poder prestar atención a ninguno de sus otros pensamientos, los párpados, cada vez más pesados, ganaron su batalla a la vigilia. En menos de un minuto, Emma Bright estaba profundamente dormida.
JOSEPH ADAM JONAS MILLER, NOVENO CONDE DE ASHFORD, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla mientras cerraba los ojos, intentando calmar la punzada que sentía en las sienes. Ese dolor de cabeza lo estaba volviendo loco.
Desde los cinco años, cuando cayó de un árbol al intentar emular a su hermano mayor y quedó inconsciente durante horas, esas jaquecas, aunque no frecuentes, lo venían persiguiendo sin piedad.
Ahora, después de las últimas semanas, preguntarse por el motivo de su reaparición era estúpido. Lo raro era que no se hubiesen manifestado antes. Se frotó las sienes presionando durante unos segundos, y sintió un ligero alivio.
Las campanadas del reloj dieron las once. Sus sobrinos ya llevaban horas durmiendo. Ese día ni siquiera los había visto.
Había llegado a conocerlos bien en los dos últimos años. Desgraciadamente, el motivo de ello había sido el fallecimiento de su cuñada, Danielle, la esposa de su hermano y madre de los niños. Danielle era una de las pocas mujeres por la que había sentido un profundo respeto y cariño. No había estado presente cuando su hermano Kevin se casó, pero por sus cartas había sabido todo acerca de esa relación. Era como si hubiese estado presente en cada momento importante.
Lamentaba haberse perdido todo eso, al igual que el nacimiento de su primera sobrina, pero como segundo hijo del marqués de Stamford tuvo pocas opciones. De los hijos que no accedían al título se esperaba que ingresaran en el ejército o en la iglesia. Él desafió a su padre y no hizo ninguna de las dos cosas. Se enroló en un barco junto a Richard Flanaghan, compañero de Oxford. Flanaghan también se encontraba en la misma situación, era el tercer hijo del marqués de Crawley.
Ambos, henchidos de una osadía que rayaba en la estupidez, decidieron buscar fortuna y forjar su propio destino. Después de diez años, eran dueños de una pequeña compañía naviera. Hacían varias rutas con Oriente, la India y América. Tenían inversiones en las minas de carbón en Escocia y eran socios mayoritarios en una fábrica textil en Yorkshire.
En la fábrica habían tenido que forzar cambios drásticos en cuanto al trato con los empleados y sus condiciones de trabajo. Habían reducido sus jornadas, hasta entonces abusivas, prohibieron trabajar a los niños y aportaron el capital necesario para que el edificio reuniera las condiciones sanitarias adecuadas. Tanto a Richard como a él mismo siempre les había asqueado la manera de hacer dinero de algunos hombres a costa de la vida y el sufrimiento de los demás.
Todo cambió cuando su abuelo materno murió sin dejar descendencia masculina, salvo él. El único nieto varón. Nunca pensó que acabaría teniendo un título nobiliario. Su hermano mayor, Kevin, fruto del primer matrimonio de su padre, era el destinado a ser el siguiente marqués de Stamford, cosa que nunca le envidió. La vida de un futuro marqués era mucho más restringida y rígida que la de un hermano menor. A Kevin le habían señalado el camino; él lo había decidido por sí mismo, por lo menos hasta la muerte de su abuelo materno y la de su tío Marcus, único hijo varón del conde de Ashford, que falleció sin descendencia reconocida.
Al tener que hacerse cargo de varias propiedades, su presencia como socio activo quedó relevada a la de socio en la sombra, y Richard quedó como cabeza visible del negocio. Todo eso lo había dejado de lado para acudir a Cravencross.
Hacía dos semanas que se había trasladado allí, desde que le avisaron del grave estado de salud de su hermano. Todavía se acordaba del temor que sintió durante todo el trayecto hasta llegar a Cravencross.
Había hecho ese mismo recorrido un centenar de veces en los últimos dos años. Sus propiedades estaban relativamente cerca. Siempre que podía se había trasladado hasta allí para ver a Kevin y a sus sobrinos, aquellos pequeños que tenían la pasmosa facilidad de derribar todas sus defensas y llegarle directo al corazón. Sin embargo, el día que le avisaron que su hermano estaba gravemente enfermo, la distancia le pareció multiplicarse por dos.
Volvía a sentir las manos frías al recordar el semblante de Kevin aquella noche. Igual de alto y corpulento que él, siempre había parecido tan fuerte como un roble. Jamás olvidaría su rostro demacrado bajo la tenue luz de las velas, ni sus facciones desencajadas, más delgado que nunca, delirando de fiebre y con una respiración rápida y quejosa.
Desde entonces, durante el transcurso de las dos últimas semanas, no se había separado de él, sobre todo al principio, durante los momentos más críticos en los que pensó que se iría para siempre. Había sentido impotencia, frustración y rabia por lo injusto de la situación. Su hermano ya había perdido demasiadas cosas en la vida, siendo la última la más dolorosa, su esposa, y había quedado viudo con tres niños pequeños que lo necesitaban más que a nada en el mundo.
Durante las noches que pasó en vela junto a la cabecera de su cama, muchas veces se había preguntado: ¿Por qué no era él el que estaba ahí tumbado luchando por su vida? El no tenía que hacerse cargo de una familia y no era ni la mitad de noble y justo que el hombre al que cuidaba.
Gracias a Dios que no había estado solo durante esos días y noches de las que ahora no parecía tener más que retazos confusos en la memoria. Lady Amelia Bruce y Sarah, tía y prima respectivamente de la que fuera esposa de su hermano, lo habían ayudado a cuidar de Kevin y se habían hecho cargo de los niños. Ambas se habían trasladado allí tras la muerte de Danielle, con el fin de ayudar temporalmente con el peso de la casa. De aquello ya habían transcurrido dos años.
Se levantó del sillón y se encaminó a la puerta con cuidado, intentando por todos los medios no despertar el dolor de cabeza que parecía por el momento haberle concedido una tregua.
Subió los escalones que conducían a la primera planta, donde estaban las habitaciones privadas de la familia, para ver qué tal se encontraba su hermano esa noche. El médico les había dicho que por fin estaba fuera de peligro, pero que su recuperación sería lenta. Demasiado lenta para la paciencia de su hermano, que no hacía más que quejarse por encontrarse tan débil como un bebé.
Abrió la puerta y asomó la cabeza para ver si estaba despierto.
—Joe, entra. No hace falta que seas tan delicado. No puedo dormir.
Joe sonrió ante el fastidio tangible que reflejaba la cara de su hermano. Se acercó a la cama y se sentó en la misma silla que había usado durante las últimas noches, la misma que parecía haber echado raíces en el suelo.
—No intentaba ser delicado, solo pasar inadvertido.
—Muy gracioso, hermano —le dijo Kevin mientras alzaba una ceja.
Joe soltó una carcajada.
—¿Qué tal estás hoy? —le preguntó ya más serio.
—¿Tú qué crees? Llevo tumbado aquí dos semanas sin poder moverme porque en cuanto lo intento me doy cuenta de que no tengo fuerzas ni para ir al baño, y eso sin contar que no me pillen mientras lo hago porque si es así, uff... amigo se me cae el pelo. Napoleón fue un santo en comparación con la tía Amelia y Sarah. Además, parecen saberlo todo, es como si tuviesen espías por la casa. Te lo digo en serio, esas mujeres dan miedo.
Joe se estaba desternillando de risa al imaginar a su hermano bajo los tiernos cuidados de la tía Amelia.
—Ya sabes lo que dijo el médico, que la recuperación sería lenta. Debes tener paciencia.
—Ah, sí, dime, ¿qué harías tú? Los dos sabemos que ya habrías incendiado la casa.
A Joe le brillaron los ojos en señal de asentimiento. Su hermano lo conocía bien. De los dos, Kevin era el que siempre tenía más paciencia. Tenía que darle la razón a su hermano. Si él estuviese en su lugar, ya hubiese explotado.
—Sí, eso es verdad, pero por lo que sé, hoy has tenido la visita de tres torbellinos que habrán mitigado en parte tu agonía.
Joe vio como las facciones de su hermano se relajaban y adquirían una expresión dulce ante la mención de sus hijos.
—Anthony no paraba de contarme todo lo que había hecho durante estos últimos días, sin dejar meter baza a sus hermanas. Lizzy estaba preciosa sentada en esa silla con sus piernas debajo del vestido, riéndose de todas las tonterías que hacía su hermano, y Maggie, bueno, en algo tiene que notársele que es la mayor. Algunas veces pienso que es demasiado madura para su edad. Me miraba con sus enormes ojos azules intentando simular que todo iba bien; sin embargo, no pudo esconder el sufrimiento que hay en ellos. Fue la más consciente de la muerte de su madre y pude percibir su angustia hoy. Es igual de testaruda que su tío Joe. Se calla todo, sin compartir con nadie lo que le ocurre, pone siempre a los demás por delante de sí misma.
—Hermano, en eso no se parece a mí. Sabes de sobra que soy un egoísta sin remedio.
—Ya. Por eso lo has dejado todo para estar aquí y cuidar de mí, de mis hijos y de la propiedad.
—Quería tomarme un respiro —le dijo Joe con una sonrisa—. Y no lo he dejado todo. En cuanto pasó lo peor, me acerqué a Ashford a cerciorarme de que mi propiedad seguía en pie. Así que, como puedes ver, tus esfuerzos por hacerme parecer un buen samaritano son inútiles.
—No bromeo, Joe.
—Yo tampoco —le contestó ya más serio—. Eres mi hermano. Tú y los niños sois mi única familia.
Joe empezó a esbozar una sonrisa propia de un niño travieso, pensando en sus próximas palabras.
—¿No habrás creído que me ibas a dejar con tres niños, la tía Amelia y Sarah, verdad? Te doy mi palabra de que si hubieses estado más tiempo inconsciente, me hubiese suicidado.
Chris tuvo que soltar una carcajada ante la cara que ponía su hermano. Si Maggie se parecía a él en su capacidad para controlar las emociones hasta rayar en lo perjudicial, Anthony se le parecía en su habilidad para hacer de todo una broma, sobre todo en los momentos más difíciles.
—Sarah me ha dicho que no piensa ir a Londres para la temporada como tenía previsto —le dijo Joe cambiando de tema.
Chris frunció el ceño.
—¿Por qué? Ya ha retrasado demasiado su presentación en sociedad. Vino hace dos años con tía Amelia para ayudar con la casa y los niños. Eran bastante pequeños y estaban muy afectados por la muerte de su madre. Por eso mismo no dije nada, pero ahora Maggie ya tiene diez años y Anthony siete. Sarah debe volver a Londres y gozar de la temporada como las muchachas de su edad.
—Sarah no es ninguna niña.
—Lo sé —le dijo Kevin—. Por eso mismo. Ha perdido dos años por mi culpa y no dejaré que se sacrifique más.
—Ella no piensa que esté sacrificando nada, Chris. Adora a los niños.
—Sí, ya lo sé, pero estarás de acuerdo conmigo en que si no fuera por la muerte de Danielle, seguramente ya estaría casada y esperando un hijo.
—Quizá no sea eso lo que desea.
Kevin miró a su hermano con una expresión poco amigable.
Joe levantó las manos en señal de rendición.
—Hace un mes contraté a una institutriz. Envié una carta a la agencia Wakefield. Tiene muy buena reputación. Justo antes de caer enfermo me contestaron diciéndome que tenían a la candidata perfecta, que cumplía con todos mis requisitos.
—¿Y cuándo se supone que debe llegar ese dechado de virtudes?
—Debería de haber llegado ya.
—¿Lo saben tía Amelia y Sarah?
—No tuve tiempo de decírselo. Verás, he estado algo indispuesto últimamente —le dijo Chris haciendo una mueca.
Joe sintió que la punzada en la sien izquierda retornaba con mayor intensidad.
—Bueno, con la institutriz aquí, Sarah podrá volver a Londres con mayor prontitud. De todos modos, deberías decírselo antes de que llegue. No creo que le haga mucha gracia enterarse por otra persona.
—Sí, tienes razón, debes decírselo.
—¿Yo?
—Sí, claro, yo aún estoy demasiado enfermo.
—Cobarde...
Chris sonrió de oreja a oreja.
—De acuerdo, se lo diré, pero que conste que mi opinión sobre ti ha decaído considerablemente. —Se levantó, caminó hacia la puerta y cuando ya estaba con un pie fuera de la habitación, se volvió hacia su hermano—. Que duermas bien, delgaducho.
Con unos increíbles reflejos, cerró la puerta lo suficientemente rápido para que la almohada no le diera de lleno en la cara. No cabía duda de que su hermano estaba recuperando las fuerzas.
Decidió bajar al estudio de nuevo. Richard le había enviado el balance de los últimos tres meses de la fábrica textil y de la compañía naviera, además de un informe sobre las minas.
Había retrasado echarle un vistazo una y otra vez, y puesto que el sueño le rehuía como si fuera su peor enemigo, más le valía hacer algo útil. Además, una copa del coñac francés de su hermano podía hacer maravillas. Masajeándose la nuca con la mano izquierda para relajar la tensión acumulada en el cuello, bajó las escaleras hasta que los pies de O'Connell lo detuvieron en seco.
O'Connell había sido el mayordomo de la familia durante los últimos treinta años. Su pelo canoso y su espalda ligeramente encorvada delataban su envejecimiento. Pero eso era lo único en lo que se diferenciaba del O'Connell que él recordaba de niño. Su mirada, aguda y penetrante, y su perfeccionismo casi enfermizo en el trabajo eran sus cualidades más representativas. Siempre parecía saberlo todo.
De niño, su hermano y él temían mirarlo a los ojos cuando cometían alguna travesura, porque el mayordomo parecía poder meterse en sus pensamientos. Sencillamente le ponía los pelos de punta.
Joe levantó la mirada y se encontró con los sabios ojos del anciano.
—¿Ocurre algo, O'Connell?
—Sí, milord. Ha llegado una señorita que dice que es la nueva institutriz.
—¿Ahora? ¿A las doce de la noche? —preguntó con irritación.
—Sí, señor, y por su indumentaria yo diría que la intempestiva hora de llegada es consecuencia de algún tipo de incidente.
Joe nunca pudo entender por qué O'Connell tenía tendencia a recargar las frases de esa manera.
—¿Dónde está?
—La he hecho pasar a la biblioteca.
—¿Por qué no al estudio?
—Me pareció que la dama agradecería el gesto. En la biblioteca podría restablecerse más rápidamente del arduo viaje.
—O'Connell...
El mayordomo hizo una mueca que dejaba ver a las claras su fastidio.
—Los sillones son más cómodos y el hogar está encendido.
—Ya.
—¿Le digo a Leslie que prepare una habitación?
—Sí, por favor.
—Muy bien, milord.
Joe se encaminó a la biblioteca pensando qué podría haber sucedido para que la institutriz apareciera a esas horas. No tenía muy buenos recuerdos de sus institutrices, mujeres encorsetadas hasta la barbilla que le tiraban de las orejas cuando no prestaba la adecuada atención. Aunque él no se quedaba atrás. La enorme araña depositada en el cuello de miss Elliot había sido lo más caritativo que había hecho por ellas. Sin duda, la entrevista con la señorita cómo se llame no iba a mejorar en nada su dolor de cabeza.
Estaba hecha un verdadero asco. Sí, esa era la palabra que la describía a la perfección en ese momento.
Desde que partió de la posada esa misma mañana, todo le había salido del revés. Un sinfín de percances habían convertido un viaje de dos horas en uno interminable de ocho.
El cochero se había sentido indispuesto durante el trayecto. Seguramente el olor a alcohol que desprendía había tenido que ver con ello. Lo había notado cuando se acercó a preguntarle a cuánta distancia estaba Cravencross. Entonces había tenido que retroceder varios pasos para no caer fulminada por su aliento, pues parecía que la reserva entera de whisky de toda Escocia había pasado por su garganta.
Después, la rueda trasera derecha se había salido de su eje, accidente que podía haberles costado la vida a todos, pero gracias a Dios nadie resultó herido, solamente algunos nervios desquiciados como el de una gruesa mujer de unos cincuenta años que chilló durante un cuarto de hora hasta que finalmente se desmayó. Fue un detalle que todos agradecieron de corazón. Como consecuencia de los contratiempos, tuvieron que esperar a que arreglaran el coche bajo una lluvia intensa, que a los pocos minutos había formado grandes charcos y un montón de barro en el que desgraciadamente se hundió hasta las rodillas. Menos mal que llevaba botines, ya que los cordones fuertemente anudados le impidieron perder el calzado. Hubiese sido humillante haberse presentado descalza, con el dedo gordo del pie sobresaliendo por un enorme agujero que su media no podía contener.
Como toque final, había llegado a esa enorme mansión, en la que se suponía debía causar una perfecta impresión, a las doce de la noche y hecha un desastre. Sabía que estaba impresentable porque la ceja alzada del mayordomo con mirada de «yo lo sé todo, no se me escapa nada» lo expresaba sin disimulo alguno.
Seguramente a esas horas estarían todos durmiendo. Ya se imaginaba que despertarían al marqués a mitad de la noche por la llegada de la institutriz. ¿Tendrían una mazmorra allí abajo como en los viejos castillos? Podía imaginar los titulares de los periódicos: «Institutriz recibe su justo castigo por perturbar los sueños de su señor». Seguro que usarían con ella el potro de tortura.
El marqués sin duda sería un hombre estirado y sumamente estricto. La miraría con altanería encogiendo la nariz como si hubiese olido algo en mal estado y la invitaría, con un gesto apenas perceptible a abandonar su casa para echarla directamente a la calle.
Así no era como había pensado que saldrían las cosas al concebir lo que a todas luces ya se revelaba como un plan estúpido. Su estúpido plan.
Había convencido a Greyson de que su vida no estaba acabada. Le había dado parte de su dinero, el suficiente como para comprar un pasaje a Venecia y llegar a casa de su tía Francesca. También le había dado una carta para que se la entregara a su tía. En ella le explicaba lo que le había ocurrido desde su llegada a suelo inglés y su alocada idea para permanecer en él, hasta estar segura de poder reunirse con ella.
Sabía que Francesca pondría el grito en el cielo cuando leyera sus palabras, pero al final comprendería que había sido la mejor solución.
Su tía acogería a Greyson y cuidaría de ella hasta que naciera el bebé y la institutriz pensara cómo rehacer su vida. Francesca ya había ayudado con anterioridad a otras mujeres que se encontraban en esa misma situación, cosa que Emma había admirado y compartido. Era injusto que las consecuencias de algo que sucedía entre dos personas recayera plenamente en una sola cuando salía a la luz. Mientras que el hombre, en el peor de los casos, solo recibía una pequeña reprimenda, la mujer acababa deshonrada de por vida.
Mientras Greyson surcaba las aguas del mediterráneo con la esperanza en el bolsillo, ella ocuparía su lugar como institutriz. En un principio le pareció perfecto. Porque ¿qué mejor tapadera que esa para pasar inadvertida por un tiempo? Sin embargo, ahora tenía ciertas dudas, aunque debía reconocer que era lo mejor que había podido hacer. Más arriesgada había sido su idea de ir a Escocia. Era casi seguro que el viejo MacLaren estuviese en el continente y si fuera así, se habría encontrado en la calle con otro plan que idear y sin dinero. De esta manera, estaría tranquila y segura hasta que su padre dejara de buscarla y de vigilar los muelles. Eso le supondría estar allí unos meses, porque por la desesperación con la que su padre se aferraba a la idea de entregarla en matrimonio al Duque, deducía que no cejaría en su empeño fácilmente. Removería cielo y tierra para encontrarla. Solo podía esperar estar equivocada.
Sus pensamientos se esfumaron cuando oyó abrirse la puerta. Estaba tan ensimismada repasando mentalmente el desastre del día que no pudo evitar dar un respingo ante la interrupción. Se giró para ver al hombre que la había contratado y por un momento dejó de respirar.
Cerró los ojos. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Sus ojos negros como la noche la estaban observando detenidamente. Penetrantes y agudos, resultado sin duda de una afilada inteligencia, le conferían un aura de misterio que la cautivaba por completo.
Sus largas pestañas suavizaban su mirada, le restaban algo de dureza y la dotaban de un brillo algo pícaro. Tenía el pelo castaño, más largo de lo que la etiqueta marcaba. Se le ondulaba ligeramente en las puntas, por lo que parecía un pirata. Incluso su piel estaba un poco bronceada y, entre su pelo, vetas doradas como el sol brillaban descaradamente. Su nariz patricia y sus labios perfectos lo hacían un hombre sensual, tentador.
Con su metro noventa de estatura, le parecía intimidante, sobre todo si se lo miraba sentada desde una silla. De hombros anchos y buen porte, saltaba a la vista que estaba en forma. Los pantalones ajustados un podían disimular las musculosas piernas, mientras que su camisa de manga remangada dejaba ver los antebrazos fibrosos y atléticos.
¡Maldición! ¿No podía ser feo, tuerto o de dientes torcidos y amarillos, en vez de ser una mezcla de guerrero vikingo y dios romano? ¡Esto era lo que le faltaba al dichoso día!
Joe se paró en seco. Había entrado conteniendo el mal humor que el dolor de cabeza y la inoportuna llegada de la institutriz le habían provocado. Pero nada de eso era comparable con el susto que se llevó al verla. ¡Por Dios! Esa mujer tenía que avisar antes de que la vieran. No era simplemente fea, era..., no encontraba las palabras, toda su atención se centraba en una verruga monstruosa que tenía en la comisura de los labios. Y... y esa sombra que tenía debajo de la nariz, ¿era un bigote? ¿Le habían mandado una institutriz o un estibador de los muelles de Londres?
Podría tener los ojos bonitos, pero escondidos tras unas gafas grandes y de aumento no había manera de saberlo. El pelo era oscuro, o por lo menos eso pensaba, porque estaba prácticamente oculto bajo un enorme sombrero que parecía haber sido pisoteado por una manada de caballos. Estaba adornado con una pluma que caía torcida sobre su oreja izquierda. El pobre adorno debió haber conocido tiempos mejores; sin embargo, desprovista de casi todas sus hebras, parecía el esqueleto de una trucha.
Se la veía pálida y mojada. ¿Dónde diablos se había metido esta mujer? ¿Era barro lo que llevaba pegado al vestido?
En ese instante, se puso de pie y dejó un charquito de agua en el suelo, mientras alzaba la cabeza como respuesta a su metódico examen. Tuvo que admitir que admiraba ese gesto orgulloso.
—Buenas noches, milord. Soy la señorita Emma Greyson, la institutriz.
Joe no esperaba que de esa mujer saliera una voz tan cálida y sensual.
—De eso no hay duda —dijo por lo bajo.
¿De eso no hay duda? Emma lo había oído perfectamente. Sabía que su aspecto no era el más agradable, pero ese comentario sobraba.
—Yo soy el conde de Ashford.
—¿Conde? —preguntó algo confusa. Greyson le había dicho que trabajaría para el marqués de Stamford, enseñando a sus tres hijos.
—Sí. ¿Está sorda, señorita Greyson?
Esa simple pregunta la sacó de quicio. Estaba claro que por alguna razón le caía mal. Desde que entró por la puerta la había mirado como si fuera menos que una babosa. ¿Por qué? Si ni siquiera la conocía. Debía de ser uno de esos aristócratas estirados que se creían superiores al resto de las personas.
—Oigo perfectamente. Si he preguntado es porque me dijeron que trabajaría para el marqués de Stamford.
—Y así es, pero en estos momentos yo me ocupo de los asuntos de mi hermano.
¡Ah! Así que este era hermano del marqués, pero ¿por qué se ocupaba de sus asuntos? ¿Y dónde estaba el marqués de Stamford? Quizá su hostilidad se debiera a que no sabía que el Marqués la había contratado.
—Su hermano se dirigió a la agencia Wakefield para contratar una institutriz.
—Eso ya lo sé, señorita Greyson —le dijo Joe mientras se sentaba en uno de los brazos del sillón color caoba y estiraba sus largas piernas cruzándolas a la altura de los tobillos—. Lo que sí me gustaría es que me explicara por qué ha llegado a esta hora inconveniente y con ese aspecto.
A Emma no le gustó el tono con el que había impregnado sus últimas palabras. ¡Como si ella se lo hubiese pasado en grande rebozándose en el barro y calándose hasta los huesos! Tendría suerte si de esta no contraía una pulmonía.
—¿Por dónde empezar?
—¿Por el principio? —preguntó Joe sarcástico mientras arqueaba levemente la ceja izquierda.
En ese momento, Emma agradeció llevar un maquillaje espeso que la hacía parecer pálida y ojerosa, porque sin duda debajo de todo aquel artificio, estaba roja de furia. Le había hablado como si fuese una niña pequeña y no tuviera dos dedos de frente. Esa prepotencia era insufrible. Y ella que en un principio pensó que era un guerrero vikingo un dios romano... ¡Ja! Ese hombre era el príncipe de las tinieblas.
Miró de un lado a otro como si en cualquier momento le fuese a salir humo de las orejas. Tomó aire recordando que tenía que mantener el control.
Contó hasta diez sujetando su mal genio, con más voluntad de la que creía poseer, y le relató los momentos estelares de su desastroso viaje.
Ya veo. Eso fue lo único que le dijo, así que si lo que quería era comprensión y una palmadita en la espalda ya podía quedarse esperando, ese hombre era un grosero.
—¿Y puede saberse qué es lo que ve?
Emma soltó la pregunta antes de que la prudencia le hiciera morderse la lengua.
Un amago de sonrisa se extendió por los labios de Joe, y Emma debió contener la respiración. Esa sonrisa era fría como el acero. Desde luego, no le obsequió con ella porque le hubiese hecho gracia su impertinencia.
—Lo que veo, señorita, es que no sé cómo ha llegado viva hasta aquí después de todo lo que me ha contado. Es la cadena de sucesos más desafortunados e increíbles que he tenido la oportunidad de escuchar. Imagino que para una mujer como usted habrá sido una experiencia perturbadora.
—¿Cree que exagero?
—En absoluto —le dijo mirándola como si escudriñara su alma—. Es tan absurdo que tiene que ser verdad.
Joe esperaba no tener que verla a menudo. Era la institutriz por excelencia. Suficiente como para sentir compasión por sus sobrinos; sin embargo, había que admitir que la mujer tenía carácter. Se la veía tensa, con los puños apretados a ambos lados de su indeterminada silueta, y su esfuerzo por ocultárselo la estaba matando.
No le sorprendía que se hubiese enfadado, pero su dolor de cabeza, unido al recuerdo de sus institutrices, lo había puesto de un humor endiablado. Decidió que por esa noche la pobre mujer ya había tenido suficiente.
En ese mismo momento, Emma soltó un resoplido muy poco femenino y dio un respingo cuando la potente voz de Joe llamó al mayordomo.
—¡O'Connell!
El mayordomo entró en la habitación cuando la última sílaba salía de los labios del Conde.
—¿Sí, milord?
—¿Está preparada la habitación de la señorita Greyson?
—Desde luego, milord.
Joe miró a O'Connell con cara de pocos amigos.
—Acompañe a la señorita hasta ella. —Ahora mismo.
—Pero... —empezó a decir Emma.
Joe levantó una mano para detener sus palabras.
—Mañana conocerá a los niños y al resto de la familia. Terminaremos de hablar entonces. Creo que es mejor que descanse. Parece no poder sostenerse en pie.
—De acuerdo —dijo débilmente Emma.
Deseándole buenas noches, siguió al mayordomo. Subió por unas escaleras hasta el piso superior. Cruzaron un pasillo lleno de retratos, sin duda de familiares, y doblaron a la derecha. Otro largo pasillo se abrió ante ellos; la puerta de una de las habitaciones estaba entreabierta y por ella se podía ver un caballito de madera. Esa debía de ser la habitación de juego de los niños.
Siguió adelante hasta que O'Connell se detuvo en seco y de manera formal abrió la penúltima habitación. Luego de dejar su maleta en el interior, el mayordomo le hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza y después se marchó cerrando la puerta tras de sí.
Estaba muy cansada y lo único que no le dolía de todo el cuerpo eran las pestañas.
La habitación era pequeña, pero preciosa. Estaba decorada con un gusto exquisito, o por lo menos a ella le parecía así.
La ventana era grande y estaba cubierta por unas cortinas de color beige con motivos florales en tonos malva. La cama estaba junto a la ventana, vestida con una colcha lila con ramos marfil. Una pequeña alfombra asomaba bajo ella como si tímidamente pidiera permiso para permanecer allí. Cuando se levantara por la mañana, sus pies descansarían sobre su tibia suavidad.
Junto a la puerta había una maciza cómoda de nogal con pies discales y tiradores originales del siglo XVII. En un rincón, una silla acolchada estilo francés parecía mirarla con aire regio. Encima de la cómoda, un espejo ovalado le permitía ver claramente su reflejo. Escuchó una maldición poco digna de una dama. La había farfullado entre dientes sin poder contenerse al ver su imagen. ¡Por Dios bendito, parecía un esperpento! No es que con su disfraz estuviera favorecida, pero aquello era horroroso.
Quitándose la ropa, mientras se ponía su camisón de algodón abrochado hasta el cuello, pensó en su situación. Nada la había preparado para encontrarse con el conde de Ashford. La ponía nerviosa, y no era solo por su enorme atractivo, porque era guapo a más no poder, sino también por su manera de mirar, de moverse, como un felino salvaje al acecho de su presa. Desprendía una seguridad en sí mismo que rayaba en el insulto y, sobre todo, por cada poro de su piel emitía un aura de misterio difícil de ignorar. Era como un desafío para cualquier mujer, una invitación para descubrir sus secretos.
Gracias a Dios que era un imbécil presuntuoso, porque si no, se hubiese encontrado en un buen lío. Había sido un acierto haber ido disfrazada así. En parte lo había hecho por la historia de la señorita Greyson. No quería que ningún aristócrata la persiguiera como un sabueso hambriento, pero ahora también le servía de escudo. La había hecho sentirse más segura frente a las emociones que ese hombre despertaba en ella. ¿Cómo era posible que su respiración se hubiese agitado de aquella manera y que su corazón se hubiese acelerado como un potro salvaje únicamente tras unos minutos a solas con él? Debía de ser producto del cansancio y la falta de alimento. Sí, seguramente era eso. No había que darle mayor importancia.
Vencida por el cansancio, descubrió la cama y saltó entre sus sábanas. Aquella cama, su suavidad, su frescura, debía de ser como estar en el cielo. Sin poder prestar atención a ninguno de sus otros pensamientos, los párpados, cada vez más pesados, ganaron su batalla a la vigilia. En menos de un minuto, Emma Bright estaba profundamente dormida.
Cande Luque
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
Capítulo 5
____ SE DESPERTÓ AL DESPUNTAR EL ALBA. A pesar del cansancio del día anterior, no pudo permanecer por más tiempo en la cama. Desde que era una niña, se había habituado a levantarse al amanecer, y la fuerza de la costumbre era más poderosa que la súplica de su cuerpo dolorido.
Revisó su vestuario, que por cierto no era muy amplio, y decidió ponerse el vestido azul marino con cuello alto. Era un poco asfixiante, pero ese día necesitaba la tranquilidad que le reportaba estar cubierta. Le iba un poco suelto por los lados, lo que le daba la oportunidad de seguir disimulando su silueta. Los pechos debían ir vendados como hacía desde su llegada a Londres. No los tenía muy grandes, pero sí lo suficiente para que su busto tuviera aceptación entre el género masculino. Sabía que para muchos hombres, las mujeres solo existían del cuello hacia abajo, y hasta parecían hipnotizados por esa parte de la Anatomía femenina.
Se maquilló con ligereza palideciendo su tez y dándose una sombra debajo de los ojos. La dichosa verruga debía estar en la comisura de los labios. Muchas veces sus pretendientes le habían dicho lo deliciosa que era su boca ligeramente carnosa. Sabía que de esa manera nadie se fijaría en ella. El pelo oscurecido de un tono castaño oscuro iba tirante, recogido en un moño, mientras las gafas le ocultaban los ojos. De esa manera parecía toda una institutriz. Gruñó un poco por lo bajo cuando miró detenidamente el resultado. No se la veía tan mal como la noche anterior. Seguía sin ser bien parecida, pero había suavizado parte de su disfraz. ¿Por qué? Mejor era no conjeturar sobre la respuesta. Seguramente de modo inconsciente había pensado en los niños, porque tampoco era cuestión de que salieran corriendo nada más verla. Sí, ese era el motivo y no que quisiera estar más presentable para cierto caballero.
Armándose de valor, bajó a la sala del desayuno. El lugar estaba concurrido. A la mesa había sentadas tres personas. Uno era el conde de Ashford. La mirada irremediablemente se le desviaba hacia él, que monopolizaba todo el espacio con su presencia. Con una taza de café en la mano, leía lo que parecía un periódico. A su derecha, estaba sentada una joven de belleza clásica, su perfil parecía sacado de una escultura griega. Rubia angelical, era refinada en sus formas y sus movimientos tenían una elegancia innata. Enfrente de ella se sentaba una mujer madura, de ojos vivos y pelo canoso. Su ceño algo fruncido y su prominente mentón daban cuenta a las claras de que era una mujer con determinación. En ese momento, giró la cabeza y posó los ojos en ella. Una sonrisa traviesa se extendió por sus labios. No sabía por qué, pero esa mujer le caía bien.
—Oh, querida, ven, siéntate y desayuna algo.
En ese instante, se sentía como la diana en un concurso de tiro. Todas las miradas se clavaron en ella. La de la joven, recelosa, y la del conde de Ashford, bueno, quién sabía lo que pensaba ese hombre. Tenía una ceja arqueada mientras intentaba atravesarla con la mirada. Parecía sorprendido de que no hubiese salido corriendo durante la noche anterior. ¡Ja! Si se creía que se la intimidaba fácilmente iba a llevarse una desilusión. No había hecho nada más que llegar, pero si se quedaba lo suficiente iba a ser un verdadero placer lograr que ese presumido mordiera el polvo. No había nada más fascinante que un buen reto y un digno contrincante, y sentía que tenía ambas cosas a la vista.
—Gracias.
—Permítame que le presente a lady Amelia Bruce. Es tía política de mi hermano y tía abuela de los niños —le dijo Joe mientras miraba a la mujer mayor.
—Es un placer.
—¿Dices que quieres un té? —le preguntó lady Amelia alzando la voz.
—Tía Amelia tiene problemas de oído —le explicó Joe con una sonrisa que hizo que la habitación pareciera tambalearse bajo sus pies—. Debe hablarle más fuerte.
—He dicho que es un placer —repitió con mayor intensidad.
—Sí, sí, que quieres un té. O'Connell, tráele una tetera a la señorita.
Joe sonrió más abiertamente, y estaba claro que a su costa.
—Y esta dama es Sarah Bruce, sobrina de Amelia.
—Encantada —le dijo ____.
Sarah asintió con la cabeza, dando a entender que era mutuo, sin embargo, ____ no estaba muy segura de eso. La miraba como si hubiese sido un insecto repugnante del que deseaba deshacerse.
—Esta es la señorita ____ Greyson, la institutriz de la que os he hablado —dijo Joe dirigiéndose a las dos damas, mientras se levantaba de la silla dejando la blanca servilleta encima de la mesa.
—Bueno, no se quede ahí y desayune algo, después hablaremos.
—¿Pero...? —dijo ____ a medio camino de su asiento. —Tía Amelia y Sarah le informarán mejor que yo. No volveré basta la hora de comer. Si para entonces aún le queda alguna duda, estaré encantado de poder aclarársela.
Esa última frase había estado cargada con más pólvora que la que se utilizaba en los cañones.
O'Connell apareció con una tetera mientras los pasos del conde de Ashford aún resonaban en la habitación.
—Siéntese, por favor. ____ hizo lo que Sarah le sugería.
—Siempre va con prisa este muchacho. ¿Qué tenía que hacer? preguntó Amelia mientras fruncía el ceño.
—No lo sé, tía, creo que iba a acercarse a Bath, a hablar con el administrador.
—¡Vaya! ¿Para qué querrá Joe a un predicador?
Sarah le hizo un gesto a ____ de que lo dejara estar. Mirándola con unos cálidos ojos color miel, la escrutó detenidamente. Algo le decía que tras esa apariencia angelical escondía algún resentimiento. No había que ser adivino para saber hacia quién iba dirigido. Esa familia tenía algo en común. Sabían perforar con la mirada.
—He de confesar que su contratación ha sido una sorpresa para todos.
—¿No lo sabían?
—La verdad es que no. Kevin, es decir, el marqués de Stamford, cayó gravemente enfermo hace unas semanas. Gracias a Dios está fuera de peligro, pero su recuperación será lenta. Debido a ello no nos comentó nada acerca de usted.
—Lamento si mi llegada les ha causado alguna molestia, pero no tenía idea de que el Marqués hubiese estado enfermo.
—¿Molestia? ¿Qué es una molestia? Habláis tan bajo que no me entero de nada —dijo lady Amelia con cara de fastidio.
—Perdone, milady, he dicho que lamento si mi llegada les ha causado alguna molestia. Al parecer no sabían que venía.
—Muchacha, no debe disculparse. Será un placer tenerla con nosotras. Dios sabe que toda ayuda es poca con esos tres pequeños.
—¿Cuándo podré conocerlos?
—Después de desayunar, si quiere —le contestó Sarah.
—Eso sería perfecto. Gracias.
—¿De dónde es usted, joven? —le preguntó Amelia entrecruzando los dedos.
¿Es que toda la familia había tomado clases de intimidación? ____ se quedó con la tostada a medio comer.
—De Londres.
—Una ciudad hermosa y cruel —le dijo con una sonrisa en los labios.
—Estoy de acuerdo con usted, milady.
—Jovencita, agradezco tu muestra de respeto, pero si vas a vivir aquí y vas a educar a mis tres niños, nos veremos muy a menudo y la verdad no creo que soporte que me llames milady o lady Amelia, o cualquiera de esas chorradas.
—¿Chorradas? —preguntó ____ divertida por aquel insólito comentario en boca de una dama.
—Querida, pensé que la dura de oído era yo.
____ sonrió abiertamente. Aquella mujer era más aguda de lo que parecía y tenía un sentido del humor que empezaba a gustarle.
—De acuerdo, nos dejáremos de chorradas, Amelia.
—Eso está mejor. Bueno, y ahora si me disculpáis, debo ir a ver a O'Connell. Ese viejo anquilosado seguramente no le habrá dicho a Chloe que tenemos invitados para cenar.
Como después se enteraría, Chloe era la cocinera y también una mujer de armas tomar. Por lo visto, tenía enamorado a O'Connell que, con su retórica, más que conquistar sus favores, la volvía loca.
Después de que Amelia se hubo retirado, se quedó a solas con Sarah. El silencio que se instaló entre las dos fue tenso, como una cuerda estirada al máximo.
—¿Le caigo mal, verdad? —le preguntó ____ sin pensarlo dos veces. Sabía que esa pregunta era del todo inadecuada, pero si tenía que quedarse allí por un tiempo, quería saber a qué atenerse.
La cara de Sarah demostraba que la había sorprendido.
—Esa pregunta es muy impertinente.
—Yo diría que igual de impertinente que su forma de mirarme —le contestó ____.
Sarah la miró perpleja.
—Es usted muy atrevida, señorita Greyson.
—Tiene razón —le dijo ____ algo avergonzada por su impulsividad—, pero es que nada más entrar en la habitación no pude dejar de sentir que no soy de su agrado. Puedo verlo en sus ojos y no alcanzo a comprender cuál es la razón de su renuencia hacia mí.
Un destello de algo parecido a la culpabilidad cruzó por los ojos color miel de Sarah.
—No tengo nada contra usted —le dijo respirando hondo—. Lamento si la he hecho sentir incómoda, pero intente comprenderlo, acabo de enterarme de su contratación como institutriz de los niños. Unos niños a los que adoro y a los que llevo cuidando desde hace dos años.
____ empezó a entender por qué Sarah había estado a la defensiva desde que la vio. Se sentía amenazada.
—Imagino que Amelia y usted han estado cuidando de los niños, y esto les habrá parecido una intromisión, pero yo solo he venido a hacer mi trabajo. No creo que deba echarme la culpa por ello.
—Yo no la culpo.
—Pero está molesta, ¿no es así?
—Quiero mucho a esos niños, señorita Greyson.
—Yo no voy a ocupar su lugar, señorita Bruce. Solo seré su maestra, mientras que usted es su familia. A mí me verán como a una quisquillosa sabelotodo que los aburre hasta lo indecible. Créame, querrán librarse de mí en dos segundos. ¿Son muy imaginativos?
—¿A qué se refiere?
—A arañas en mi cama, agua sobre mi puerta, fantasmas con sábanas blancas...
Sarah sonrió sin poder contenerse. Se le iluminó la cara y le brillaron los ojos.
—Vaya, creo que esa es respuesta suficiente —dijo ____ con pesar—, sin lugar a dudas necesitaré ayuda. ¿Querrá usted...?
—¿Lo dice en serio?
—Creo que nunca he dicho algo tan en seno.
—Si es solo para que me sienta mejor, entonces déjelo.
—No es por eso, sino porque usted los conoce mejor que yo. Confían en usted. A diferencia de lo que opinan otras institutrices, yo considero que la familia directa debe ser partícipe de la educación de los niños. Mi impresión es que usted es lo más parecido a una madre para ellos. Haré mejor mi trabajo si me ayuda. Necesito que esté de mi lado. Así que, ¿podrá soportarme sin sentir ganas de estrangularme?
—Umm, lo intentaré —le contestó—, y como dice mi tía, una mujer muy sabia, déjese de tonterías y llámeme Sarah.
____ no pudo contener una carcajada.
—De acuerdo, Sarah, y ahora por qué no me presenta a esos tres pequeños.
Los tres niños la miraban como si fuera la bruja del Norte. Sus caras iban del fastidio absoluto a la indiferencia más extrema. Desde luego, ese sí que iba a ser todo un desafío. Sarah le había presentado a los niños después de decirles que desde ese momento iba a ser su institutriz. La mayor de los tres era una niña de unos diez años. Delgada y de facciones clásicas, tenía unos ojos azules del color del mar embravecido. Con el pelo negro y su postura erguida parecía ya toda una dama, sin embargo, sus ojos estaban llenos de tristeza. Ella sabía reconocer esa mirada, porque durante años la había visto en el espejo cuando se miraba en él. Su nombre era Margareth y ni siquiera la miró. El siguiente era un hombrecito de unos siete años. Se parecía a alguien que conocía y no tardó ni tres segundos en darse cuenta de que ese alguien era el mismo que la fastidiaba desde que había llegado allí, el conde de Ashford. La única diferencia era que los ojos del niño eran de un gris azulado, mientras que los de su tío eran negros como un pozo mu fondo. Se llamaba Nicholas. La más pequeña se llamaba Elizabeth, aunque todos la llamaban Lizzy. Era absolutamente preciosa. Con tan solo cuatro años hablaba hasta por los codos, y cuando permanecía callada sus enormes ojos negros ávidos de curiosidad lo miraban a uno tomo si pudieran leerle el alma. Con unos rizos rubios que le caían .obre la frente y un mohín adorable en los labios, salió corriendo hacia ella y se abrazó a sus piernas.
—No se preocupe, eso es perfectamente normal. Lizzy abraza a todo el mundo —le dijo Sarah al ver la cara de tonta que había puesto ____. Desde ese mismo instante supo que esa pequeña le había robado el corazón.
Margareth se acercó a su hermana y con determinación soltó los bracitos de las piernas de la institutriz.
—Ya está bien, Lizzy. No molestes a la señora.
—No, no me molesta, es solo que no esperaba ese recibimiento.
—¿Va a darnos clases? —preguntó Nicholas mientras alzaba una ceja exactamente igual que como lo hacía su tío.
—Sí, eso es. Os daré clases de historia, matemáticas, gramática, dibujo...
La voz de ____ se fue apagando a la vez que veía la cara de horror que ponían los niños.
—Yo no sé leer —dijo la pequeña Lizzy.
____ se agachó hasta quedar a la altura de la niña y así poder mirarla a los ojos.
—Eso vamos a solucionarlo. Dentro de poco sabrás leer igual de bien que tus hermanos.
—¿De verdad? —le preguntó la niña como si aquello fuera el mayor tesoro del mundo.
—Lo prometo.
—Pues a mí me suena que eso de las clases va a ser un verdadero tedio.
—¡Nicholas! —exclamó Sarah roja de vergüenza.
____ se acercó a él mirándolo fijamente.
—¿Ah, sí?, entonces tendré que pensar en algo.
—¿Qué?, ¿va a castigarnos?
—No lo sé, déjame pensarlo. No logro decidirme entre el látigo y las brasas ardientes.
Nicholas sonrió dejando ver unos pequeños dientes perfectos. Entonces ____ se bajó un poco las gafas guiñándole el ojo sin que los demás la vieran, con lo que el niño soltó una carcajada. Nicholas haría estragos entre las féminas cuando fuera mayor. Los hoyuelos que se le formaban al sonreír le iluminaban la cara y le daban el aspecto de pícaro encantador que a todas las chicas parecía fascinar.
—¿Por dónde empezamos? —le preguntó Sarah ya recuperada del atrevimiento de su sobrino.
—¿Podrías enseñarme la habitación de estudio?
—Sí, claro, es por aquí.
Luego de dejar a los niños para que desayunaran tranquilos, Sarah le enseñó la habitación de estudio y el cuarto de juegos, ambas cercanas a las habitaciones de los niños y a la suya propia.
—¿Qué te han parecido? —le preguntó Sarah cuando terminaron su recorrido.
—Lizzy es adorable, y Nicholas un granujilla.
—¿Y Margareth?
—Margareth es otra cosa.
—Te has dado cuenta.
—Sí. Es imposible no ver toda la tristeza que hay en sus ojos.
—Y eso no es todo —le dijo Sarah con voz llena de preocupación—. Ni siquiera su padre consigue que esa tristeza se desvanezca. Cuando, parecía que volvía a ser la de antes, que empezaba a superar lo de su madre, Kevin cayó enfermo. Se ha vuelto una niña muy introvertida y demasiado responsable para su edad. Siempre está pendiente de sus hermanos, y se lo guarda todo para sí, sin contar nada.
—Eso le pasa a algunos niños que pierden prematuramente a alguno de sus padres.
—¿Alguna vez has estado con un niño al que le ocurrió lo mismo?
—Sí, con una niña. También había perdido a su madre.
—¿Y se recuperó?
—Sí, con tiempo, paciencia y mucho cariño. Cuando Margareth esté preparada hablará de ello, no antes.
—Comprendo —dijo Sarah—. Creo que no va a ser tan malo que estés aquí.
—¿Ya no tengo que preocuparme de que les des ideas a los niños sobre cómo deshacerse de mí?
Sarah soltó una carcajada.
—No creo que necesiten mi ayuda para eso, sobre todo Nicholas.
—Sí, ese niño es astuto. Vi en su mirada que lo de las brasas ardientes le pareció buena idea.
Sarah ya se doblaba en dos de risa imaginándose a ____ con el pelo chamuscado.
—¿Te lo estás imaginando, verdad? —le preguntó ____ dando toquecitos en el suelo con la puntera de su botín.
—Basta, ____. Hacía tiempo que no me reía tanto.
—Pues ya iba siendo hora —le dijo riendo también.
—¿Qué hacéis vosotras dos?
Amelia Bruce estaba detrás de ellas mirándolas como si fueran dos niñas traviesas.
—Nada, tía.
—¿Nada, eh? Bueno, cuando hayáis terminado, las espero en la salita. Me gustaría que me comentarais el horario que van a seguir los niños. No tardéis.
Sin detenerse más, con el porte de una verdadera reina, lady Amelia dio media vuelta murmurando entre dientes.
—Estas jovencitas se creen que yo me chupo el dedo. Que no se reían de nada, ¡Ja!
Cuando bajaba las escaleras, Amelia oyó las carcajadas que estallaron de nuevo en el piso superior, y sin poder contenerse, ella también rió.
Joe espoleó a Bucephalus cuando le faltaban solo unos pocos kilómetros para llegar. Le encantaba hacer que el purasangre corriera como el viento. La mañana había sido peor de lo que esperaba, pues Vince Grant, el investigador que había contratado, no había averiguado nada del sabotaje. Las pistas eran unas cuantas, e indagar cada una de ellas llevaba su tiempo. Eso era lo que le había dicho Grant cuando vio la poca gracia que le hacían sus noticias. Si hubiese estado Richard, él mismo se hubiese encargado, pero estaba en medio del atlántico de vuelta de Nueva York. La posibilidad de ampliar sus negocios allí había sido demasiado atractiva como para dejarla pasar. No podía contar con su amigo y socio por unas semanas, y él estaba atado de pies y manos a Cravencross mientras su hermano no estuviese completamente recuperado. Aquel asunto no le gustaba nada. Los sabotajes no habían sido al azar, pues se habían perpetrado contra dos de sus mejores barcos. Uno de ellos había perdido la mitad de la mercadería y había tenido que cubrir gastos además de calmar a los clientes sobre la seguridad de futuras transacciones. El otro había llegado con un retraso de más de un mes. Extraños accidentes hicieron que tuvieran que permanecer en el puerto de Jamaica hasta nueva orden.
Si lo pensaba bien, no era tan extraño. Richard y él habían acumulado algún que otro enemigo por el camino. Durante una época, habían trabajado en secreto para la Corona, de una manera poco popular entre los caballeros. Ser espía no estaba bien visto entre los hombres de honor, pero era un trabajo necesario y valioso. Muchas de las informaciones recabadas por espías habían servido para salvar vidas. No tenían un contrato permanente, pero en sus viajes por el continente y mientras estuvieron navegando, complementaron sus intereses con alguna que otra misión.
Otra posibilidad era la competencia. La Sea Star era la compañía a la que más daño habían infligido. Monopolizaba el mercado hasta que ellos llegaron y los obligaron a mantener una competencia sana, o por lo menos eso era lo que había creído hasta el momento. Ellos comenzaron a ofrecer rutas que la Star no tenía, además de las condiciones y la calidad, que también fueron un punto diferencial. El resultado fue que muchos de los clientes habituales de la Star se habían pasado a la competencia, y Henry Banks, el director de la compañía, había sido demasiado ambicioso para dejarlo pasar.
Tiró suavemente de las riendas, pues ya se veía Cravencross desde lo alto de la colina. No le había comentado a nadie el problema. Para todos había ido a Bath a encontrarse con Regis, el administrador de sus tierras. En ese terreno, no tenía de qué preocuparse pues todo marchaba bien. Regis era muy competente. Había llevado con diligencia las mejoras que le había ordenado, y estas habían empezado a rendir sus frutos.
Cruzando el patio, llevó a Bucephalus a las cuadras y se encargó el mismo del purasangre. Después de unos minutos, subió las escaleras apresuradamente, hasta que chocó con un revoltijo de tela azul oscura que terminó en el suelo. Era la institutriz.
____ había decidido dar un paseo antes de comer. No había conocido aún los jardines que desde las ventanas de la gran mansión parecían demasiado hermosos para ser verdad. Con su llegada a las tantas de la madrugada, no había podido contemplar el paisaje que se revelaba como un verdadero Edén. Durante la mañana, había organizado las cosas para empezar las clases al día siguiente. Le había preguntado a Sarah sobre el nivel de cada uno de los niños y había discutido con ella el horario, de manera tal que tuvieran tiempo para realizar otras actividades. Cuando por fin terminaron, había visto la oportunidad de estirar un rato las piernas. Le encantaba dar largos paseos y respirar el aire fresco del campo. Amelia la había animado diciéndole que no quería verla hasta la hora de la comida. Había sido tajante, con esa determinación que ya empezaba a resultarle familiar. Y entonces, cuando se apresuraba a salir, chocó contra una pared y fue a dar con su trasero en el suelo. Tenía que haber imaginado quién era el muro. Ahora le sonreía desde su metro noventa con un guiño de suficiencia que la estaba matando.
—¿Es que no sabe avisar?
—¿Y usted no sabe mirar por donde va? —le dijo ____.
—Es usted una impertinente, ¿lo sabía?
—No, pero ya me lo han dicho hoy dos veces.
—Vaya, todo un récord.
Joe no le tendió una mano como haría un caballero para ayudarla a levantarse, sino que directamente la tomó por debajo de los brazos y la puso en pie en menos de un segundo. A ____, el contacto de sus manos, a pesar de las capas de tela que había entre los dos, la hizo enrojecer hasta las pestañas. Ese hombre tenía un efecto demoledor sobre sus sentidos.
—¿Está bien?
—Un poco tarde para preguntarlo, ¿no le parece?
—¿Sabe?, no es usted impertinente, sino un verdadero fastidio. ¿Dan cursillos en esa agencia suya sobre cómo ser una sabionda?
—No, al parecer es un don natural.
—¿Y no podía ponerle freno a ese don?
—No —le dijo ____ cansada de tanta tontería—. Y ahora si me permite...
____ hizo el amago de esquivarlo para pasar, pero Joe no se lo permitió.
—Imagino que habrá conocido a los niños.
—Sí.
—¿Y por qué no está con ellos?
—Vamos a empezar las clases mañana.
—¿Como un soplo de libertad antes de la condena? No sabía que usted tuviera piedad.
—¿Está traumatizado por alguna institutriz, verdad?
—¿Por qué dice eso?
—No lo sé, tal vez sea solo una conjetura mía de que ese es el motivo por el cual no me soporta.
Joe soltó una carcajada. Muy a su pesar se divertía provocando a la señorita Greyson.
—No sé cómo ha podido llegar a esa conclusión.
—Umm —refunfuñó ____ por lo bajo—. Bueno, imagino que no querrá seguir perdiendo el tiempo con una insignificante empleada, así que si me permite pasar, lo dejaré en paz.
—¿A dónde iba?
____ tuvo que morderse la lengua para no soltarle un "y a usted qué le importa". Contando hasta diez para controlarse, lo miró intentando no reflejar el mal humor que le provocaba su presencia. Estaba claro que disfrutaba provocándola, y no estaba dispuesta a darle ese placer.
—Iba a dar un paseo.
—Es casi la hora del almuerzo.
—Iba a ser un paseo corto.
—¿Tiene respuestas para todo?
—Sí.
—¿Otro don?
—No, esta virtud surgió con la práctica.
Joe tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a reírse.
No era una beldad, pero esa mañana parecía diferente a la mujer de la noche anterior. Estaba ligeramente mejorada. Sacudió la cabeza a ambos lados intentando despejarse. ¿De verdad estaba allí en la entrada de la puerta discerniendo sobre los sutiles cambios en el aspecto de la institutriz? Ya no cabía duda de que necesitaba un descanso.
—De acuerdo —le dijo mientras se apartaba de su camino.
____ se apresuró a pasar por su lado antes de que cambiara de opinión. Cuando estaba al final de las escaleras, el conde de Ashford la llamó.
—¿Señorita Greyson?
—¿Sí? —le preguntó volviéndose con evidente fastidio.
—No llegue tarde a la comida. Somos muy estrictos con la puntualidad.
Las ganas que tuvo de decirle lo mismo que Nicholas le había dicho esa mañana a ella: "¿Qué?, ¿si llego tarde me van a castigar?" fueron descomunales; sin embargo, la idea que se le cruzó por la cabeza redujo su lengua al más profundo silencio, porque no quería ni pensar en la clase de castigos que se le ocurrirían a un hombre como el conde de Ashford.
____ SE DESPERTÓ AL DESPUNTAR EL ALBA. A pesar del cansancio del día anterior, no pudo permanecer por más tiempo en la cama. Desde que era una niña, se había habituado a levantarse al amanecer, y la fuerza de la costumbre era más poderosa que la súplica de su cuerpo dolorido.
Revisó su vestuario, que por cierto no era muy amplio, y decidió ponerse el vestido azul marino con cuello alto. Era un poco asfixiante, pero ese día necesitaba la tranquilidad que le reportaba estar cubierta. Le iba un poco suelto por los lados, lo que le daba la oportunidad de seguir disimulando su silueta. Los pechos debían ir vendados como hacía desde su llegada a Londres. No los tenía muy grandes, pero sí lo suficiente para que su busto tuviera aceptación entre el género masculino. Sabía que para muchos hombres, las mujeres solo existían del cuello hacia abajo, y hasta parecían hipnotizados por esa parte de la Anatomía femenina.
Se maquilló con ligereza palideciendo su tez y dándose una sombra debajo de los ojos. La dichosa verruga debía estar en la comisura de los labios. Muchas veces sus pretendientes le habían dicho lo deliciosa que era su boca ligeramente carnosa. Sabía que de esa manera nadie se fijaría en ella. El pelo oscurecido de un tono castaño oscuro iba tirante, recogido en un moño, mientras las gafas le ocultaban los ojos. De esa manera parecía toda una institutriz. Gruñó un poco por lo bajo cuando miró detenidamente el resultado. No se la veía tan mal como la noche anterior. Seguía sin ser bien parecida, pero había suavizado parte de su disfraz. ¿Por qué? Mejor era no conjeturar sobre la respuesta. Seguramente de modo inconsciente había pensado en los niños, porque tampoco era cuestión de que salieran corriendo nada más verla. Sí, ese era el motivo y no que quisiera estar más presentable para cierto caballero.
Armándose de valor, bajó a la sala del desayuno. El lugar estaba concurrido. A la mesa había sentadas tres personas. Uno era el conde de Ashford. La mirada irremediablemente se le desviaba hacia él, que monopolizaba todo el espacio con su presencia. Con una taza de café en la mano, leía lo que parecía un periódico. A su derecha, estaba sentada una joven de belleza clásica, su perfil parecía sacado de una escultura griega. Rubia angelical, era refinada en sus formas y sus movimientos tenían una elegancia innata. Enfrente de ella se sentaba una mujer madura, de ojos vivos y pelo canoso. Su ceño algo fruncido y su prominente mentón daban cuenta a las claras de que era una mujer con determinación. En ese momento, giró la cabeza y posó los ojos en ella. Una sonrisa traviesa se extendió por sus labios. No sabía por qué, pero esa mujer le caía bien.
—Oh, querida, ven, siéntate y desayuna algo.
En ese instante, se sentía como la diana en un concurso de tiro. Todas las miradas se clavaron en ella. La de la joven, recelosa, y la del conde de Ashford, bueno, quién sabía lo que pensaba ese hombre. Tenía una ceja arqueada mientras intentaba atravesarla con la mirada. Parecía sorprendido de que no hubiese salido corriendo durante la noche anterior. ¡Ja! Si se creía que se la intimidaba fácilmente iba a llevarse una desilusión. No había hecho nada más que llegar, pero si se quedaba lo suficiente iba a ser un verdadero placer lograr que ese presumido mordiera el polvo. No había nada más fascinante que un buen reto y un digno contrincante, y sentía que tenía ambas cosas a la vista.
—Gracias.
—Permítame que le presente a lady Amelia Bruce. Es tía política de mi hermano y tía abuela de los niños —le dijo Joe mientras miraba a la mujer mayor.
—Es un placer.
—¿Dices que quieres un té? —le preguntó lady Amelia alzando la voz.
—Tía Amelia tiene problemas de oído —le explicó Joe con una sonrisa que hizo que la habitación pareciera tambalearse bajo sus pies—. Debe hablarle más fuerte.
—He dicho que es un placer —repitió con mayor intensidad.
—Sí, sí, que quieres un té. O'Connell, tráele una tetera a la señorita.
Joe sonrió más abiertamente, y estaba claro que a su costa.
—Y esta dama es Sarah Bruce, sobrina de Amelia.
—Encantada —le dijo ____.
Sarah asintió con la cabeza, dando a entender que era mutuo, sin embargo, ____ no estaba muy segura de eso. La miraba como si hubiese sido un insecto repugnante del que deseaba deshacerse.
—Esta es la señorita ____ Greyson, la institutriz de la que os he hablado —dijo Joe dirigiéndose a las dos damas, mientras se levantaba de la silla dejando la blanca servilleta encima de la mesa.
—Bueno, no se quede ahí y desayune algo, después hablaremos.
—¿Pero...? —dijo ____ a medio camino de su asiento. —Tía Amelia y Sarah le informarán mejor que yo. No volveré basta la hora de comer. Si para entonces aún le queda alguna duda, estaré encantado de poder aclarársela.
Esa última frase había estado cargada con más pólvora que la que se utilizaba en los cañones.
O'Connell apareció con una tetera mientras los pasos del conde de Ashford aún resonaban en la habitación.
—Siéntese, por favor. ____ hizo lo que Sarah le sugería.
—Siempre va con prisa este muchacho. ¿Qué tenía que hacer? preguntó Amelia mientras fruncía el ceño.
—No lo sé, tía, creo que iba a acercarse a Bath, a hablar con el administrador.
—¡Vaya! ¿Para qué querrá Joe a un predicador?
Sarah le hizo un gesto a ____ de que lo dejara estar. Mirándola con unos cálidos ojos color miel, la escrutó detenidamente. Algo le decía que tras esa apariencia angelical escondía algún resentimiento. No había que ser adivino para saber hacia quién iba dirigido. Esa familia tenía algo en común. Sabían perforar con la mirada.
—He de confesar que su contratación ha sido una sorpresa para todos.
—¿No lo sabían?
—La verdad es que no. Kevin, es decir, el marqués de Stamford, cayó gravemente enfermo hace unas semanas. Gracias a Dios está fuera de peligro, pero su recuperación será lenta. Debido a ello no nos comentó nada acerca de usted.
—Lamento si mi llegada les ha causado alguna molestia, pero no tenía idea de que el Marqués hubiese estado enfermo.
—¿Molestia? ¿Qué es una molestia? Habláis tan bajo que no me entero de nada —dijo lady Amelia con cara de fastidio.
—Perdone, milady, he dicho que lamento si mi llegada les ha causado alguna molestia. Al parecer no sabían que venía.
—Muchacha, no debe disculparse. Será un placer tenerla con nosotras. Dios sabe que toda ayuda es poca con esos tres pequeños.
—¿Cuándo podré conocerlos?
—Después de desayunar, si quiere —le contestó Sarah.
—Eso sería perfecto. Gracias.
—¿De dónde es usted, joven? —le preguntó Amelia entrecruzando los dedos.
¿Es que toda la familia había tomado clases de intimidación? ____ se quedó con la tostada a medio comer.
—De Londres.
—Una ciudad hermosa y cruel —le dijo con una sonrisa en los labios.
—Estoy de acuerdo con usted, milady.
—Jovencita, agradezco tu muestra de respeto, pero si vas a vivir aquí y vas a educar a mis tres niños, nos veremos muy a menudo y la verdad no creo que soporte que me llames milady o lady Amelia, o cualquiera de esas chorradas.
—¿Chorradas? —preguntó ____ divertida por aquel insólito comentario en boca de una dama.
—Querida, pensé que la dura de oído era yo.
____ sonrió abiertamente. Aquella mujer era más aguda de lo que parecía y tenía un sentido del humor que empezaba a gustarle.
—De acuerdo, nos dejáremos de chorradas, Amelia.
—Eso está mejor. Bueno, y ahora si me disculpáis, debo ir a ver a O'Connell. Ese viejo anquilosado seguramente no le habrá dicho a Chloe que tenemos invitados para cenar.
Como después se enteraría, Chloe era la cocinera y también una mujer de armas tomar. Por lo visto, tenía enamorado a O'Connell que, con su retórica, más que conquistar sus favores, la volvía loca.
Después de que Amelia se hubo retirado, se quedó a solas con Sarah. El silencio que se instaló entre las dos fue tenso, como una cuerda estirada al máximo.
—¿Le caigo mal, verdad? —le preguntó ____ sin pensarlo dos veces. Sabía que esa pregunta era del todo inadecuada, pero si tenía que quedarse allí por un tiempo, quería saber a qué atenerse.
La cara de Sarah demostraba que la había sorprendido.
—Esa pregunta es muy impertinente.
—Yo diría que igual de impertinente que su forma de mirarme —le contestó ____.
Sarah la miró perpleja.
—Es usted muy atrevida, señorita Greyson.
—Tiene razón —le dijo ____ algo avergonzada por su impulsividad—, pero es que nada más entrar en la habitación no pude dejar de sentir que no soy de su agrado. Puedo verlo en sus ojos y no alcanzo a comprender cuál es la razón de su renuencia hacia mí.
Un destello de algo parecido a la culpabilidad cruzó por los ojos color miel de Sarah.
—No tengo nada contra usted —le dijo respirando hondo—. Lamento si la he hecho sentir incómoda, pero intente comprenderlo, acabo de enterarme de su contratación como institutriz de los niños. Unos niños a los que adoro y a los que llevo cuidando desde hace dos años.
____ empezó a entender por qué Sarah había estado a la defensiva desde que la vio. Se sentía amenazada.
—Imagino que Amelia y usted han estado cuidando de los niños, y esto les habrá parecido una intromisión, pero yo solo he venido a hacer mi trabajo. No creo que deba echarme la culpa por ello.
—Yo no la culpo.
—Pero está molesta, ¿no es así?
—Quiero mucho a esos niños, señorita Greyson.
—Yo no voy a ocupar su lugar, señorita Bruce. Solo seré su maestra, mientras que usted es su familia. A mí me verán como a una quisquillosa sabelotodo que los aburre hasta lo indecible. Créame, querrán librarse de mí en dos segundos. ¿Son muy imaginativos?
—¿A qué se refiere?
—A arañas en mi cama, agua sobre mi puerta, fantasmas con sábanas blancas...
Sarah sonrió sin poder contenerse. Se le iluminó la cara y le brillaron los ojos.
—Vaya, creo que esa es respuesta suficiente —dijo ____ con pesar—, sin lugar a dudas necesitaré ayuda. ¿Querrá usted...?
—¿Lo dice en serio?
—Creo que nunca he dicho algo tan en seno.
—Si es solo para que me sienta mejor, entonces déjelo.
—No es por eso, sino porque usted los conoce mejor que yo. Confían en usted. A diferencia de lo que opinan otras institutrices, yo considero que la familia directa debe ser partícipe de la educación de los niños. Mi impresión es que usted es lo más parecido a una madre para ellos. Haré mejor mi trabajo si me ayuda. Necesito que esté de mi lado. Así que, ¿podrá soportarme sin sentir ganas de estrangularme?
—Umm, lo intentaré —le contestó—, y como dice mi tía, una mujer muy sabia, déjese de tonterías y llámeme Sarah.
____ no pudo contener una carcajada.
—De acuerdo, Sarah, y ahora por qué no me presenta a esos tres pequeños.
Los tres niños la miraban como si fuera la bruja del Norte. Sus caras iban del fastidio absoluto a la indiferencia más extrema. Desde luego, ese sí que iba a ser todo un desafío. Sarah le había presentado a los niños después de decirles que desde ese momento iba a ser su institutriz. La mayor de los tres era una niña de unos diez años. Delgada y de facciones clásicas, tenía unos ojos azules del color del mar embravecido. Con el pelo negro y su postura erguida parecía ya toda una dama, sin embargo, sus ojos estaban llenos de tristeza. Ella sabía reconocer esa mirada, porque durante años la había visto en el espejo cuando se miraba en él. Su nombre era Margareth y ni siquiera la miró. El siguiente era un hombrecito de unos siete años. Se parecía a alguien que conocía y no tardó ni tres segundos en darse cuenta de que ese alguien era el mismo que la fastidiaba desde que había llegado allí, el conde de Ashford. La única diferencia era que los ojos del niño eran de un gris azulado, mientras que los de su tío eran negros como un pozo mu fondo. Se llamaba Nicholas. La más pequeña se llamaba Elizabeth, aunque todos la llamaban Lizzy. Era absolutamente preciosa. Con tan solo cuatro años hablaba hasta por los codos, y cuando permanecía callada sus enormes ojos negros ávidos de curiosidad lo miraban a uno tomo si pudieran leerle el alma. Con unos rizos rubios que le caían .obre la frente y un mohín adorable en los labios, salió corriendo hacia ella y se abrazó a sus piernas.
—No se preocupe, eso es perfectamente normal. Lizzy abraza a todo el mundo —le dijo Sarah al ver la cara de tonta que había puesto ____. Desde ese mismo instante supo que esa pequeña le había robado el corazón.
Margareth se acercó a su hermana y con determinación soltó los bracitos de las piernas de la institutriz.
—Ya está bien, Lizzy. No molestes a la señora.
—No, no me molesta, es solo que no esperaba ese recibimiento.
—¿Va a darnos clases? —preguntó Nicholas mientras alzaba una ceja exactamente igual que como lo hacía su tío.
—Sí, eso es. Os daré clases de historia, matemáticas, gramática, dibujo...
La voz de ____ se fue apagando a la vez que veía la cara de horror que ponían los niños.
—Yo no sé leer —dijo la pequeña Lizzy.
____ se agachó hasta quedar a la altura de la niña y así poder mirarla a los ojos.
—Eso vamos a solucionarlo. Dentro de poco sabrás leer igual de bien que tus hermanos.
—¿De verdad? —le preguntó la niña como si aquello fuera el mayor tesoro del mundo.
—Lo prometo.
—Pues a mí me suena que eso de las clases va a ser un verdadero tedio.
—¡Nicholas! —exclamó Sarah roja de vergüenza.
____ se acercó a él mirándolo fijamente.
—¿Ah, sí?, entonces tendré que pensar en algo.
—¿Qué?, ¿va a castigarnos?
—No lo sé, déjame pensarlo. No logro decidirme entre el látigo y las brasas ardientes.
Nicholas sonrió dejando ver unos pequeños dientes perfectos. Entonces ____ se bajó un poco las gafas guiñándole el ojo sin que los demás la vieran, con lo que el niño soltó una carcajada. Nicholas haría estragos entre las féminas cuando fuera mayor. Los hoyuelos que se le formaban al sonreír le iluminaban la cara y le daban el aspecto de pícaro encantador que a todas las chicas parecía fascinar.
—¿Por dónde empezamos? —le preguntó Sarah ya recuperada del atrevimiento de su sobrino.
—¿Podrías enseñarme la habitación de estudio?
—Sí, claro, es por aquí.
Luego de dejar a los niños para que desayunaran tranquilos, Sarah le enseñó la habitación de estudio y el cuarto de juegos, ambas cercanas a las habitaciones de los niños y a la suya propia.
—¿Qué te han parecido? —le preguntó Sarah cuando terminaron su recorrido.
—Lizzy es adorable, y Nicholas un granujilla.
—¿Y Margareth?
—Margareth es otra cosa.
—Te has dado cuenta.
—Sí. Es imposible no ver toda la tristeza que hay en sus ojos.
—Y eso no es todo —le dijo Sarah con voz llena de preocupación—. Ni siquiera su padre consigue que esa tristeza se desvanezca. Cuando, parecía que volvía a ser la de antes, que empezaba a superar lo de su madre, Kevin cayó enfermo. Se ha vuelto una niña muy introvertida y demasiado responsable para su edad. Siempre está pendiente de sus hermanos, y se lo guarda todo para sí, sin contar nada.
—Eso le pasa a algunos niños que pierden prematuramente a alguno de sus padres.
—¿Alguna vez has estado con un niño al que le ocurrió lo mismo?
—Sí, con una niña. También había perdido a su madre.
—¿Y se recuperó?
—Sí, con tiempo, paciencia y mucho cariño. Cuando Margareth esté preparada hablará de ello, no antes.
—Comprendo —dijo Sarah—. Creo que no va a ser tan malo que estés aquí.
—¿Ya no tengo que preocuparme de que les des ideas a los niños sobre cómo deshacerse de mí?
Sarah soltó una carcajada.
—No creo que necesiten mi ayuda para eso, sobre todo Nicholas.
—Sí, ese niño es astuto. Vi en su mirada que lo de las brasas ardientes le pareció buena idea.
Sarah ya se doblaba en dos de risa imaginándose a ____ con el pelo chamuscado.
—¿Te lo estás imaginando, verdad? —le preguntó ____ dando toquecitos en el suelo con la puntera de su botín.
—Basta, ____. Hacía tiempo que no me reía tanto.
—Pues ya iba siendo hora —le dijo riendo también.
—¿Qué hacéis vosotras dos?
Amelia Bruce estaba detrás de ellas mirándolas como si fueran dos niñas traviesas.
—Nada, tía.
—¿Nada, eh? Bueno, cuando hayáis terminado, las espero en la salita. Me gustaría que me comentarais el horario que van a seguir los niños. No tardéis.
Sin detenerse más, con el porte de una verdadera reina, lady Amelia dio media vuelta murmurando entre dientes.
—Estas jovencitas se creen que yo me chupo el dedo. Que no se reían de nada, ¡Ja!
Cuando bajaba las escaleras, Amelia oyó las carcajadas que estallaron de nuevo en el piso superior, y sin poder contenerse, ella también rió.
Joe espoleó a Bucephalus cuando le faltaban solo unos pocos kilómetros para llegar. Le encantaba hacer que el purasangre corriera como el viento. La mañana había sido peor de lo que esperaba, pues Vince Grant, el investigador que había contratado, no había averiguado nada del sabotaje. Las pistas eran unas cuantas, e indagar cada una de ellas llevaba su tiempo. Eso era lo que le había dicho Grant cuando vio la poca gracia que le hacían sus noticias. Si hubiese estado Richard, él mismo se hubiese encargado, pero estaba en medio del atlántico de vuelta de Nueva York. La posibilidad de ampliar sus negocios allí había sido demasiado atractiva como para dejarla pasar. No podía contar con su amigo y socio por unas semanas, y él estaba atado de pies y manos a Cravencross mientras su hermano no estuviese completamente recuperado. Aquel asunto no le gustaba nada. Los sabotajes no habían sido al azar, pues se habían perpetrado contra dos de sus mejores barcos. Uno de ellos había perdido la mitad de la mercadería y había tenido que cubrir gastos además de calmar a los clientes sobre la seguridad de futuras transacciones. El otro había llegado con un retraso de más de un mes. Extraños accidentes hicieron que tuvieran que permanecer en el puerto de Jamaica hasta nueva orden.
Si lo pensaba bien, no era tan extraño. Richard y él habían acumulado algún que otro enemigo por el camino. Durante una época, habían trabajado en secreto para la Corona, de una manera poco popular entre los caballeros. Ser espía no estaba bien visto entre los hombres de honor, pero era un trabajo necesario y valioso. Muchas de las informaciones recabadas por espías habían servido para salvar vidas. No tenían un contrato permanente, pero en sus viajes por el continente y mientras estuvieron navegando, complementaron sus intereses con alguna que otra misión.
Otra posibilidad era la competencia. La Sea Star era la compañía a la que más daño habían infligido. Monopolizaba el mercado hasta que ellos llegaron y los obligaron a mantener una competencia sana, o por lo menos eso era lo que había creído hasta el momento. Ellos comenzaron a ofrecer rutas que la Star no tenía, además de las condiciones y la calidad, que también fueron un punto diferencial. El resultado fue que muchos de los clientes habituales de la Star se habían pasado a la competencia, y Henry Banks, el director de la compañía, había sido demasiado ambicioso para dejarlo pasar.
Tiró suavemente de las riendas, pues ya se veía Cravencross desde lo alto de la colina. No le había comentado a nadie el problema. Para todos había ido a Bath a encontrarse con Regis, el administrador de sus tierras. En ese terreno, no tenía de qué preocuparse pues todo marchaba bien. Regis era muy competente. Había llevado con diligencia las mejoras que le había ordenado, y estas habían empezado a rendir sus frutos.
Cruzando el patio, llevó a Bucephalus a las cuadras y se encargó el mismo del purasangre. Después de unos minutos, subió las escaleras apresuradamente, hasta que chocó con un revoltijo de tela azul oscura que terminó en el suelo. Era la institutriz.
____ había decidido dar un paseo antes de comer. No había conocido aún los jardines que desde las ventanas de la gran mansión parecían demasiado hermosos para ser verdad. Con su llegada a las tantas de la madrugada, no había podido contemplar el paisaje que se revelaba como un verdadero Edén. Durante la mañana, había organizado las cosas para empezar las clases al día siguiente. Le había preguntado a Sarah sobre el nivel de cada uno de los niños y había discutido con ella el horario, de manera tal que tuvieran tiempo para realizar otras actividades. Cuando por fin terminaron, había visto la oportunidad de estirar un rato las piernas. Le encantaba dar largos paseos y respirar el aire fresco del campo. Amelia la había animado diciéndole que no quería verla hasta la hora de la comida. Había sido tajante, con esa determinación que ya empezaba a resultarle familiar. Y entonces, cuando se apresuraba a salir, chocó contra una pared y fue a dar con su trasero en el suelo. Tenía que haber imaginado quién era el muro. Ahora le sonreía desde su metro noventa con un guiño de suficiencia que la estaba matando.
—¿Es que no sabe avisar?
—¿Y usted no sabe mirar por donde va? —le dijo ____.
—Es usted una impertinente, ¿lo sabía?
—No, pero ya me lo han dicho hoy dos veces.
—Vaya, todo un récord.
Joe no le tendió una mano como haría un caballero para ayudarla a levantarse, sino que directamente la tomó por debajo de los brazos y la puso en pie en menos de un segundo. A ____, el contacto de sus manos, a pesar de las capas de tela que había entre los dos, la hizo enrojecer hasta las pestañas. Ese hombre tenía un efecto demoledor sobre sus sentidos.
—¿Está bien?
—Un poco tarde para preguntarlo, ¿no le parece?
—¿Sabe?, no es usted impertinente, sino un verdadero fastidio. ¿Dan cursillos en esa agencia suya sobre cómo ser una sabionda?
—No, al parecer es un don natural.
—¿Y no podía ponerle freno a ese don?
—No —le dijo ____ cansada de tanta tontería—. Y ahora si me permite...
____ hizo el amago de esquivarlo para pasar, pero Joe no se lo permitió.
—Imagino que habrá conocido a los niños.
—Sí.
—¿Y por qué no está con ellos?
—Vamos a empezar las clases mañana.
—¿Como un soplo de libertad antes de la condena? No sabía que usted tuviera piedad.
—¿Está traumatizado por alguna institutriz, verdad?
—¿Por qué dice eso?
—No lo sé, tal vez sea solo una conjetura mía de que ese es el motivo por el cual no me soporta.
Joe soltó una carcajada. Muy a su pesar se divertía provocando a la señorita Greyson.
—No sé cómo ha podido llegar a esa conclusión.
—Umm —refunfuñó ____ por lo bajo—. Bueno, imagino que no querrá seguir perdiendo el tiempo con una insignificante empleada, así que si me permite pasar, lo dejaré en paz.
—¿A dónde iba?
____ tuvo que morderse la lengua para no soltarle un "y a usted qué le importa". Contando hasta diez para controlarse, lo miró intentando no reflejar el mal humor que le provocaba su presencia. Estaba claro que disfrutaba provocándola, y no estaba dispuesta a darle ese placer.
—Iba a dar un paseo.
—Es casi la hora del almuerzo.
—Iba a ser un paseo corto.
—¿Tiene respuestas para todo?
—Sí.
—¿Otro don?
—No, esta virtud surgió con la práctica.
Joe tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a reírse.
No era una beldad, pero esa mañana parecía diferente a la mujer de la noche anterior. Estaba ligeramente mejorada. Sacudió la cabeza a ambos lados intentando despejarse. ¿De verdad estaba allí en la entrada de la puerta discerniendo sobre los sutiles cambios en el aspecto de la institutriz? Ya no cabía duda de que necesitaba un descanso.
—De acuerdo —le dijo mientras se apartaba de su camino.
____ se apresuró a pasar por su lado antes de que cambiara de opinión. Cuando estaba al final de las escaleras, el conde de Ashford la llamó.
—¿Señorita Greyson?
—¿Sí? —le preguntó volviéndose con evidente fastidio.
—No llegue tarde a la comida. Somos muy estrictos con la puntualidad.
Las ganas que tuvo de decirle lo mismo que Nicholas le había dicho esa mañana a ella: "¿Qué?, ¿si llego tarde me van a castigar?" fueron descomunales; sin embargo, la idea que se le cruzó por la cabeza redujo su lengua al más profundo silencio, porque no quería ni pensar en la clase de castigos que se le ocurrirían a un hombre como el conde de Ashford.
Cande Luque
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
Capítulo 6
—¿DESDE CUANDO ES INSTITUTRIZ?
La pregunta de Nicholas llenó el silencio de la sala de estudio.
Habían subido allí después de la comida. Había sido un almuerzo agradable a pesar de la presencia del conde de Ashford, que parecía que tenía en todo momento con aire burlón. Se alegró mucho al comprobar que, a diferencia de otras familias de la nobleza en la que los niños no comían con los adultos, en la familia del marqués de Stamford esa formalidad no se observaba.
___ había decidido que esa tarde les hablaría de sus clases y de la que iba a ser su rutina a partir de ese momento. No habían pasado tantos años desde que ella había tenido que pasar por eso mismo. Sin embargo, en su caso tanto Kate como su tía Francesca habían tenido el de no hacer de su educación una secuencia interminable de datos, fechas y cifras.
Esperaba que los niños no vieran su presencia allí como una nueva técnica de tortura, pero no debía engañarse, eso iba a ser difícil.
—Hace dos años que trabajo para la agencia Wackfield —le respondió.
—¿Se ha cargado a algún niño de aburrimiento?
¡Cielos, era igualito que su tío, pero con siete años!
—¿Has dicho cargado?
—Sí, es la jerga de los marineros.
—¿Y cómo sabes tú cuál es la jerga de los marineros?
—Por mi tío Joe. Me cuenta historias de cuando formaba parte de la tripulación de un barco.
—No me extraña —se le soltó antes de que pudiera contener la lengua.
—¿Sabe? Una vez lucharon contra unos piratas —le dijo el niño con el pecho henchido de orgullo.
—¿Y no sería él el pirata?
Nicholas soltó una risa que la hizo sonreír también.
—¡No!, pero es lógico que se confunda, usted es mujer y no sabe nada de piratas.
—De eso no estaría tan seguro. Es más, una vez navegué con uno.
Los ojos del niño expresaron curiosidad por unos momentos.
—Eso se lo ha inventado.
—Si eso es lo que crees...
Nicholas solo aguantó diez segundos antes de hablar.
—Creo que debería escuchar su historia para poder juzgar por mí mismo.
—Eso es una sabia decisión. ¿Tú también quieres escucharla, Margareth?
La niña levantó los hombros en señal de indiferencia. Bueno, no había que desanimarse. Le iba a llevar tiempo que Margareth confiara en ella, pero con paciencia todo era posible. No había que esperar conseguir resultados el primer día.
—Yo sí quiero —dijo la pequeña Lizzy mientras se sacaba uno de sus rizos de la boca—, ¿Hay una princesa?
—No, pero hay una hermosa dama —le dijo a la niña al ver su cara de desilusión.
—Uff, una dama... ¡Vaya historia de piratas! —soltó Nicholas.
—Creía que ibas a esperar hasta que la contara para dar tu opinión sobre ella.
—Sí, pero tengo que decirte que el principio deja que desear.
—Una historia no solo se compone de un principio, ¿sabes? También hay un desarrollo y un desenlace. A veces lo que empieza de una manera poco convincente puede terminar siendo algo inspirador. Bueno, allá vamos.
—¡Vaya, ese Dragón Negro sí que era todo un pirata! —exclamó Nicholas media hora después.
Lizzy la miraba con los ojos como platos y Margareth en mitad de la narración había desviado su mirada de la ventana para escuchar atentamente la aventura. Nicholas, por supuesto, había hecho toda clase de preguntas, con lo que se había revelado como un auténtico devorador de historias.
—Lo que no consigo entender es por qué tanto el Dragón Negro como el capitán DeVille luchaban a muerte por el amor de Violet.
—Descuida, cuando tengas unos años más lo entenderás.
—Eso dice mi tío.
Por una vez tuvo que estar de acuerdo con el conde de Ashford. Para un chiquillo de siete años, enamorarse no era más que una estupidez pasajera. Algo totalmente incomprensible.
—Ha sido genial, pero la parte en la que Violet lucha con la espada y le gana al teniente del navío francés es inventada.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres no saben nada de espadas.
—¿Quién dice que no?
Nicholas la miró perplejo.
—Ya, ahora va a decirme que usted sabe manejar una espada.
—Sí, así es.
El niño se dobló en dos, muerto de risa. Cada vez que la miraba reía más fuerte mientras daba pequeños golpes con la mano sobre la mesa de estudio, como si así pudiese parar de reír.
___ sacó su estilete del botín derecho y con una rapidez cegadora lo lanzó para clavarlo en el mapa que había al final de la habitación.
—Joo —dijo Lizzy.
Nicholas había parado de reír y la miraba como si fuera el mismísimo Dragón Negro.
—Si te levantas, verás que está clavado en Inglaterra.
Margareth fue más rápida que su hermano.—Es verdad. ¿Cómo lo ha hecho?
—Cuestión de práctica y habilidad. Nicholas, ¿crees aún que no sabría utilizar una espada?
—Señorita Greyson, después de eso sería un tonto si le dijera que sí.
___ se levantó para recoger su daga y la guardó fuera del alcance de los niños dentro de su botín.
—¿Me enseñará cómo utiliza una espada?
—¿Y a mí me contará otra historia? —le preguntó Lizzy.
—¿Me enseñará a no tener miedo?
Esa última pregunta salida de los labios de Margareth fue la que evitó que empezara a flagelarse por ser tan impulsiva y haberles hecho la demostración con el estilete. Había sido una estupidez, pero al escuchar la pregunta de Margareth supo que había valido la pena.
—No puedo prometer algo así, pero sí puedo ayudarte a descubrir tu propia fuerza.
Margareth asintió con la cabeza.
—Solo os pido una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntaron los tres a la vez.
—Que esta demostración quede entre nosotros.
—Eso está hecho —le dijo Nicholas como si fuera un hombre adulto.
—Yo no diré nada —le dijo la pequeña Lizzy cerrándose la boca con dos deditos.
Solo quedaba Margareth. La niña la miró y esbozó la sonrisa más hermosa que había visto en su vida. Esa era su promesa.
La cena llegó como un escurridizo fantasma. Antes de darse cuenta, se estaba preparando para bajar al comedor, donde se reuniría con la familia y unos invitados. Le hubiera gustado no tener que hacer acto de presencia, pero Amelia no le había dado opción. Con una suave sonrisa y una suspicaz mirada, había desechado todas sus excusas. La mujer tenía la exasperante tendencia a dejarla sin argumentos. Se miró en el espejo y con un bufido nada femenino se dio la media vuelta. Ese día había estado cargado de sorpresas. Se sentía algo cansada, pero extrañamente satisfecha. Había conectado con Amelia y Sarah de una manera que no hubiera creído posible. Apenas se encontraban, y parecían antiguas amigas que se reconocían después de un largo período de ausencia. Se sentía reconfortada por esa acogida, que había endulzado en parte lo que había vivido durante los últimos días. Los niños la habían dejado sin palabras. A pesar de su inexperiencia en el campo, tuvo que reconocer que le encantó pasar la tarde con ellos, reñían la refrescante y maravillosa cualidad de ser directos y sinceros, la desarmaban a cada momento con sus ojos llenos de una inocente sabiduría. Algo diferente era el tío de los niños. Con él las cosas se habían complicado. Si no, que se lo dijeran a su cuerpo que la traicionaba cada vez que se encontraba en su presencia. La hacía ponerse nerviosa y a la defensiva. Nada tenía que ver con que fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida, o por lo menos, eso era lo que había pensado una y otra vez durante las horas que llevaba en aquella casa. Sí, eso debía de ser cierto porque, como toda mujer que se reconocía medianamente inteligente, esa falta de control no podía deberse a la fragancia seductora que desprendía ese hombre, ni a su mirada misteriosa, ni a sus manos grandes y perturbadoras... Estaba perdida, ¿cómo había llegado a ese punto? Toda su inteligencia había quedado anulada por ese imberbe engreído y presuntuoso. No, eso no era verdad, solo estaba cansada. Decidió no dedicarle ni un segundo más a esa sarta de estupideces y salió de la habitación.
—¿Así que habéis contratado a una institutriz?
—Así es —contestó Sarah a la señora Fairbank, con una agradable sonrisa en los labios.
Clarice Fairbank era vecina de Cravencross desde hacía más de veinte años. Su propiedad colindaba al norte con la de ellos y, salvo por su innata curiosidad, era una mujer bastante agradable. Su marido había sido coronel en el ejército, pero retirado desde hacía más de diez años, le hacía la competencia a lady Amelia Bruce en cuanto a su extrema sordera. Clarice a veces hacía que todos dieran un salto cuando intentaba que con sus chillidos el pobre Coronel entendiera algo. El simplemente se limitaba a mirarla como si creyera que estaba viendo a una lunática y luego sacudía los hombros arriba y abajo con absoluta indiferencia, a lo que la señora Fairbank siempre respondía: «Es tan gracioso mi Roger, siempre con sus bromas.»
«Está más que claro que su Roger la ignora», pensó Sarah. Menos mal que esa noche a los Fairbank no los había acompañado su hijo Eric. Estaba harta de que la persiguiera cada vez que tenía oportunidad. Había intentado ser amable, pero siempre dejándole claro que no correspondía a sus afectos. Su corazón pertenecía a un hombre desde hacía mucho tiempo, y sabía con toda seguridad que jamás podría enamorase de otro. Soltó un suspiro cuando vio a ___ en la entrada del salón. Tía Amelia y Joe todavía no habían bajado, y la presencia de un alma caritativa que la ayudara a lidiar con la avalancha de preguntas de Clarice era más que bienvenida. No sabía qué le había hecho bajar la guardia con ___, pero la verdad es que así había sido y aún no podía explicárselo. Al principio había resuelto rechazarla, pero esa mujer la había desarmado en su propio campo. No sabía si había sido su tajante determinación, su escandalosa sinceridad o su humor en momentos de tensión lo que la llevó a aceptarla sin reservas, pero se alegraba de ello. Seguía teniendo sus recaudos, porque nadie podía conocer a alguien en tan solo unas horas, pero algo en su interior la conducía a pensar que su instinto esta vez no le fallaba. Tener de nuevo algo parecido a una amiga sería fantástico, porque desde la muerte de Danielle a veces se había sentido aislada en su propio mundo. Un mundo lleno de preguntas sin ninguna respuesta, un mundo en el que la única persona con la que compartir sus dudas y angustias era ella misma. En esa casa todos habían sufrido y no podía cargarlos además con sus propios problemas.
—Señora Fairbank, deje que le presente a la señorita ___ Greyson —dijo Sarah mientras con un gesto animaba a ___ a acercarse.
—Oh, será un placer —contestó Clarice mientras observaba detenidamente a ___.
___ sintió como si esa mujer le hubiese visto las enaguas. Su escrutinio había sido peor que el que la cocinera de su tía Francesca le había hecho al pobre Enrico la víspera de Nochebuena. Enrico era el pavo que había pasado los últimos tres meses engordando para ese día.
—El placer es mío —le dijo ___ forzando una sonrisa.
—Vaya, es usted mayor de lo que imaginaba.
—Sí, eso me dicen a menudo, pero ya sabe, las institutrices envejecemos antes.
—¿Y eso por qué, querida?
—Pues es el resultado inevitable de lo que debemos soportar.
Sarah no pudo sino sonreír ante la cara de estupefacción de Clarice. Iba a ser refrescante tener a ___ allí.
La señora Fairbank reaccionó inmediatamente cuando Amelia entró en la habitación.
—Oh, querida, estás estupenda —le dijo mientras se acercaba ella.
—¿Que estoy horrenda? —dijo Amelia.
Clarice se había quedado otra vez sin palabras; la sordera de esa mujer la desconcertaba. Parecía que aquella no era su noche. El Coronel, por su parte, estaba roncando en el sillón de la esquina con la cabeza colgando por uno de los lados.
—Ya veo que Roger está tan animado como siempre —comentó Amelia mientras levantaba la ceja izquierda—. Por lo que veo ya has conocido a ___.
—Sí, me la ha presentado Sarah.
—¿Y no tienes nada que decir? Sería la primera vez que te muerdes la lengua.
—Oh, Amelia, qué van a pensar las muchachas de mí.
—La verdad, que eres una chismosa, pero una buena amiga.
Clarice sonrió. Conocía a Amelia desde que ambas habían hecho su presentación en sociedad. Eran viejas amigas que siempre estaban peleando. Esa era su forma de demostrarse el afecto que se tenían.
—Bueno, será mejor que pasemos al comedor.
—¿Y Joe? ¿No cena con nosotros?
Amelia se paró en seco mirando a su amiga como si esta le acabara de recordar que se había dejado olvidado el paraguas antes de salir de casa.
En ese momento, como si el pronunciar su nombre lo hubiese hecho aparecer por arte de magia, Joe entró en la habitación. A decir verdad, ahora que estaba él, parecía que el espacio se hubiese reducido considerablemente, como si el cuarto estuviese algo caldeado. ___ ya no recordaba por qué se había puesto ese día ese vestido, porque estaba claro que las temperaturas estaban subiendo de manera alarmante para esa época del año.
—Buenas noches, señora Fairbank, señor eh... Fairbank —dijo con una expresión algo divertida al ver al Coronel, con medio cuerpo descolgado por el sillón.
—Clarice, será mejor que llames a tu marido antes de que me haga un agujero en las baldosas con su cabeza.
—¡Roger!
El Coronel dio un respingo mientras intentaba enfocar a los miembros que se encontraban a su alrededor.
—Eh... o sí, es muy divertido —dijo como si supiera de qué estaban hablando.
—Y luego dicen que yo estoy mal del oído —dijo Amelia con una especie de bufido.
Sarah acompañó al desorientado Coronel, mientras su esposa hablaba animadamente con Amelia. Desgraciadamente, solo quedaban Joe y ella. Intentó aminorar el paso para no ir a la par, pero era demasiado esperar que aquel presumido dejara la boca cerrada.
—No es de buena educación ignorar a las personas.
___ apretó el puño para no estampárselo en su bonita cara.
—Y yo pensaba que la impuntualidad era poco menos que un pecado capital para usted.
La sonrisa que Joe le prodigó estaba destinada a desarmarla, de eso no cabía duda. Lo había hecho con el solo propósito de ponerla nerviosa.
—Tiene buena memoria.
—Me lo dijo esta tarde. Hasta un mosquito lo recordaría.
Joe ya no le sonreía.
—Se cree muy graciosa, ¿verdad?
—Oh, aprendo rápido.
—Ya veo —dijo entre dientes mientras entraban en el comedor.
Joe tenía ganas de estrangular a esa sabionda prepotente con mis propias manos. Había que reconocer que era rápida, además de tener la exasperante cualidad de encontrarle respuestas a todo. Iba a disfrutar de lo lindo poniéndola en su lugar.
—Siento haber llegado tarde.
Todos se volvieron al escuchar esa voz.
___ no pudo evitar ver la mueca de fastidio en la cara de Sarah al oír al recién llegado.
—Lamento haber entrado de esta manera, pero dado que somos vecinos desde hace tantos años, le dije a O'Connell que dejara las formalidades a un lado.
—Es tan encantador mi Eric, ¿verdad, Amelia?
—Sí, como una urticaria —dijo por lo bajo.
Solo ___ la había escuchado, pero entre el gesto de Sarah y el comentario de Amelia se había hecho una idea de lo encantador que debía de ser ese tal Eric.
—___, este es mi hijo, Eric Fairbank —le dijo Clarice.
___ dio un paso al frente para saludarlo, pero el hombre, con pequeños ojos de ratón, dio un paso atrás como si hubiese visto a un monstruo de dos cabezas.
A Joe no le gustó esa actitud. Nunca le había caído demasiado bien el hijo de los Fairbank. Tenía siempre en el rostro una sonrisa falsa que le hacía desear borrársela de un puñetazo, y en ese momento más que nunca. Una cosa era que él se metiera con la institutriz y otra muy distinta que le hicieran un desaire en su presencia.
Hope you like it.
—¿DESDE CUANDO ES INSTITUTRIZ?
La pregunta de Nicholas llenó el silencio de la sala de estudio.
Habían subido allí después de la comida. Había sido un almuerzo agradable a pesar de la presencia del conde de Ashford, que parecía que tenía en todo momento con aire burlón. Se alegró mucho al comprobar que, a diferencia de otras familias de la nobleza en la que los niños no comían con los adultos, en la familia del marqués de Stamford esa formalidad no se observaba.
___ había decidido que esa tarde les hablaría de sus clases y de la que iba a ser su rutina a partir de ese momento. No habían pasado tantos años desde que ella había tenido que pasar por eso mismo. Sin embargo, en su caso tanto Kate como su tía Francesca habían tenido el de no hacer de su educación una secuencia interminable de datos, fechas y cifras.
Esperaba que los niños no vieran su presencia allí como una nueva técnica de tortura, pero no debía engañarse, eso iba a ser difícil.
—Hace dos años que trabajo para la agencia Wackfield —le respondió.
—¿Se ha cargado a algún niño de aburrimiento?
¡Cielos, era igualito que su tío, pero con siete años!
—¿Has dicho cargado?
—Sí, es la jerga de los marineros.
—¿Y cómo sabes tú cuál es la jerga de los marineros?
—Por mi tío Joe. Me cuenta historias de cuando formaba parte de la tripulación de un barco.
—No me extraña —se le soltó antes de que pudiera contener la lengua.
—¿Sabe? Una vez lucharon contra unos piratas —le dijo el niño con el pecho henchido de orgullo.
—¿Y no sería él el pirata?
Nicholas soltó una risa que la hizo sonreír también.
—¡No!, pero es lógico que se confunda, usted es mujer y no sabe nada de piratas.
—De eso no estaría tan seguro. Es más, una vez navegué con uno.
Los ojos del niño expresaron curiosidad por unos momentos.
—Eso se lo ha inventado.
—Si eso es lo que crees...
Nicholas solo aguantó diez segundos antes de hablar.
—Creo que debería escuchar su historia para poder juzgar por mí mismo.
—Eso es una sabia decisión. ¿Tú también quieres escucharla, Margareth?
La niña levantó los hombros en señal de indiferencia. Bueno, no había que desanimarse. Le iba a llevar tiempo que Margareth confiara en ella, pero con paciencia todo era posible. No había que esperar conseguir resultados el primer día.
—Yo sí quiero —dijo la pequeña Lizzy mientras se sacaba uno de sus rizos de la boca—, ¿Hay una princesa?
—No, pero hay una hermosa dama —le dijo a la niña al ver su cara de desilusión.
—Uff, una dama... ¡Vaya historia de piratas! —soltó Nicholas.
—Creía que ibas a esperar hasta que la contara para dar tu opinión sobre ella.
—Sí, pero tengo que decirte que el principio deja que desear.
—Una historia no solo se compone de un principio, ¿sabes? También hay un desarrollo y un desenlace. A veces lo que empieza de una manera poco convincente puede terminar siendo algo inspirador. Bueno, allá vamos.
—¡Vaya, ese Dragón Negro sí que era todo un pirata! —exclamó Nicholas media hora después.
Lizzy la miraba con los ojos como platos y Margareth en mitad de la narración había desviado su mirada de la ventana para escuchar atentamente la aventura. Nicholas, por supuesto, había hecho toda clase de preguntas, con lo que se había revelado como un auténtico devorador de historias.
—Lo que no consigo entender es por qué tanto el Dragón Negro como el capitán DeVille luchaban a muerte por el amor de Violet.
—Descuida, cuando tengas unos años más lo entenderás.
—Eso dice mi tío.
Por una vez tuvo que estar de acuerdo con el conde de Ashford. Para un chiquillo de siete años, enamorarse no era más que una estupidez pasajera. Algo totalmente incomprensible.
—Ha sido genial, pero la parte en la que Violet lucha con la espada y le gana al teniente del navío francés es inventada.
—¿Por qué?
—Porque las mujeres no saben nada de espadas.
—¿Quién dice que no?
Nicholas la miró perplejo.
—Ya, ahora va a decirme que usted sabe manejar una espada.
—Sí, así es.
El niño se dobló en dos, muerto de risa. Cada vez que la miraba reía más fuerte mientras daba pequeños golpes con la mano sobre la mesa de estudio, como si así pudiese parar de reír.
___ sacó su estilete del botín derecho y con una rapidez cegadora lo lanzó para clavarlo en el mapa que había al final de la habitación.
—Joo —dijo Lizzy.
Nicholas había parado de reír y la miraba como si fuera el mismísimo Dragón Negro.
—Si te levantas, verás que está clavado en Inglaterra.
Margareth fue más rápida que su hermano.—Es verdad. ¿Cómo lo ha hecho?
—Cuestión de práctica y habilidad. Nicholas, ¿crees aún que no sabría utilizar una espada?
—Señorita Greyson, después de eso sería un tonto si le dijera que sí.
___ se levantó para recoger su daga y la guardó fuera del alcance de los niños dentro de su botín.
—¿Me enseñará cómo utiliza una espada?
—¿Y a mí me contará otra historia? —le preguntó Lizzy.
—¿Me enseñará a no tener miedo?
Esa última pregunta salida de los labios de Margareth fue la que evitó que empezara a flagelarse por ser tan impulsiva y haberles hecho la demostración con el estilete. Había sido una estupidez, pero al escuchar la pregunta de Margareth supo que había valido la pena.
—No puedo prometer algo así, pero sí puedo ayudarte a descubrir tu propia fuerza.
Margareth asintió con la cabeza.
—Solo os pido una cosa.
—¿Qué cosa? —preguntaron los tres a la vez.
—Que esta demostración quede entre nosotros.
—Eso está hecho —le dijo Nicholas como si fuera un hombre adulto.
—Yo no diré nada —le dijo la pequeña Lizzy cerrándose la boca con dos deditos.
Solo quedaba Margareth. La niña la miró y esbozó la sonrisa más hermosa que había visto en su vida. Esa era su promesa.
La cena llegó como un escurridizo fantasma. Antes de darse cuenta, se estaba preparando para bajar al comedor, donde se reuniría con la familia y unos invitados. Le hubiera gustado no tener que hacer acto de presencia, pero Amelia no le había dado opción. Con una suave sonrisa y una suspicaz mirada, había desechado todas sus excusas. La mujer tenía la exasperante tendencia a dejarla sin argumentos. Se miró en el espejo y con un bufido nada femenino se dio la media vuelta. Ese día había estado cargado de sorpresas. Se sentía algo cansada, pero extrañamente satisfecha. Había conectado con Amelia y Sarah de una manera que no hubiera creído posible. Apenas se encontraban, y parecían antiguas amigas que se reconocían después de un largo período de ausencia. Se sentía reconfortada por esa acogida, que había endulzado en parte lo que había vivido durante los últimos días. Los niños la habían dejado sin palabras. A pesar de su inexperiencia en el campo, tuvo que reconocer que le encantó pasar la tarde con ellos, reñían la refrescante y maravillosa cualidad de ser directos y sinceros, la desarmaban a cada momento con sus ojos llenos de una inocente sabiduría. Algo diferente era el tío de los niños. Con él las cosas se habían complicado. Si no, que se lo dijeran a su cuerpo que la traicionaba cada vez que se encontraba en su presencia. La hacía ponerse nerviosa y a la defensiva. Nada tenía que ver con que fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida, o por lo menos, eso era lo que había pensado una y otra vez durante las horas que llevaba en aquella casa. Sí, eso debía de ser cierto porque, como toda mujer que se reconocía medianamente inteligente, esa falta de control no podía deberse a la fragancia seductora que desprendía ese hombre, ni a su mirada misteriosa, ni a sus manos grandes y perturbadoras... Estaba perdida, ¿cómo había llegado a ese punto? Toda su inteligencia había quedado anulada por ese imberbe engreído y presuntuoso. No, eso no era verdad, solo estaba cansada. Decidió no dedicarle ni un segundo más a esa sarta de estupideces y salió de la habitación.
—¿Así que habéis contratado a una institutriz?
—Así es —contestó Sarah a la señora Fairbank, con una agradable sonrisa en los labios.
Clarice Fairbank era vecina de Cravencross desde hacía más de veinte años. Su propiedad colindaba al norte con la de ellos y, salvo por su innata curiosidad, era una mujer bastante agradable. Su marido había sido coronel en el ejército, pero retirado desde hacía más de diez años, le hacía la competencia a lady Amelia Bruce en cuanto a su extrema sordera. Clarice a veces hacía que todos dieran un salto cuando intentaba que con sus chillidos el pobre Coronel entendiera algo. El simplemente se limitaba a mirarla como si creyera que estaba viendo a una lunática y luego sacudía los hombros arriba y abajo con absoluta indiferencia, a lo que la señora Fairbank siempre respondía: «Es tan gracioso mi Roger, siempre con sus bromas.»
«Está más que claro que su Roger la ignora», pensó Sarah. Menos mal que esa noche a los Fairbank no los había acompañado su hijo Eric. Estaba harta de que la persiguiera cada vez que tenía oportunidad. Había intentado ser amable, pero siempre dejándole claro que no correspondía a sus afectos. Su corazón pertenecía a un hombre desde hacía mucho tiempo, y sabía con toda seguridad que jamás podría enamorase de otro. Soltó un suspiro cuando vio a ___ en la entrada del salón. Tía Amelia y Joe todavía no habían bajado, y la presencia de un alma caritativa que la ayudara a lidiar con la avalancha de preguntas de Clarice era más que bienvenida. No sabía qué le había hecho bajar la guardia con ___, pero la verdad es que así había sido y aún no podía explicárselo. Al principio había resuelto rechazarla, pero esa mujer la había desarmado en su propio campo. No sabía si había sido su tajante determinación, su escandalosa sinceridad o su humor en momentos de tensión lo que la llevó a aceptarla sin reservas, pero se alegraba de ello. Seguía teniendo sus recaudos, porque nadie podía conocer a alguien en tan solo unas horas, pero algo en su interior la conducía a pensar que su instinto esta vez no le fallaba. Tener de nuevo algo parecido a una amiga sería fantástico, porque desde la muerte de Danielle a veces se había sentido aislada en su propio mundo. Un mundo lleno de preguntas sin ninguna respuesta, un mundo en el que la única persona con la que compartir sus dudas y angustias era ella misma. En esa casa todos habían sufrido y no podía cargarlos además con sus propios problemas.
—Señora Fairbank, deje que le presente a la señorita ___ Greyson —dijo Sarah mientras con un gesto animaba a ___ a acercarse.
—Oh, será un placer —contestó Clarice mientras observaba detenidamente a ___.
___ sintió como si esa mujer le hubiese visto las enaguas. Su escrutinio había sido peor que el que la cocinera de su tía Francesca le había hecho al pobre Enrico la víspera de Nochebuena. Enrico era el pavo que había pasado los últimos tres meses engordando para ese día.
—El placer es mío —le dijo ___ forzando una sonrisa.
—Vaya, es usted mayor de lo que imaginaba.
—Sí, eso me dicen a menudo, pero ya sabe, las institutrices envejecemos antes.
—¿Y eso por qué, querida?
—Pues es el resultado inevitable de lo que debemos soportar.
Sarah no pudo sino sonreír ante la cara de estupefacción de Clarice. Iba a ser refrescante tener a ___ allí.
La señora Fairbank reaccionó inmediatamente cuando Amelia entró en la habitación.
—Oh, querida, estás estupenda —le dijo mientras se acercaba ella.
—¿Que estoy horrenda? —dijo Amelia.
Clarice se había quedado otra vez sin palabras; la sordera de esa mujer la desconcertaba. Parecía que aquella no era su noche. El Coronel, por su parte, estaba roncando en el sillón de la esquina con la cabeza colgando por uno de los lados.
—Ya veo que Roger está tan animado como siempre —comentó Amelia mientras levantaba la ceja izquierda—. Por lo que veo ya has conocido a ___.
—Sí, me la ha presentado Sarah.
—¿Y no tienes nada que decir? Sería la primera vez que te muerdes la lengua.
—Oh, Amelia, qué van a pensar las muchachas de mí.
—La verdad, que eres una chismosa, pero una buena amiga.
Clarice sonrió. Conocía a Amelia desde que ambas habían hecho su presentación en sociedad. Eran viejas amigas que siempre estaban peleando. Esa era su forma de demostrarse el afecto que se tenían.
—Bueno, será mejor que pasemos al comedor.
—¿Y Joe? ¿No cena con nosotros?
Amelia se paró en seco mirando a su amiga como si esta le acabara de recordar que se había dejado olvidado el paraguas antes de salir de casa.
En ese momento, como si el pronunciar su nombre lo hubiese hecho aparecer por arte de magia, Joe entró en la habitación. A decir verdad, ahora que estaba él, parecía que el espacio se hubiese reducido considerablemente, como si el cuarto estuviese algo caldeado. ___ ya no recordaba por qué se había puesto ese día ese vestido, porque estaba claro que las temperaturas estaban subiendo de manera alarmante para esa época del año.
—Buenas noches, señora Fairbank, señor eh... Fairbank —dijo con una expresión algo divertida al ver al Coronel, con medio cuerpo descolgado por el sillón.
—Clarice, será mejor que llames a tu marido antes de que me haga un agujero en las baldosas con su cabeza.
—¡Roger!
El Coronel dio un respingo mientras intentaba enfocar a los miembros que se encontraban a su alrededor.
—Eh... o sí, es muy divertido —dijo como si supiera de qué estaban hablando.
—Y luego dicen que yo estoy mal del oído —dijo Amelia con una especie de bufido.
Sarah acompañó al desorientado Coronel, mientras su esposa hablaba animadamente con Amelia. Desgraciadamente, solo quedaban Joe y ella. Intentó aminorar el paso para no ir a la par, pero era demasiado esperar que aquel presumido dejara la boca cerrada.
—No es de buena educación ignorar a las personas.
___ apretó el puño para no estampárselo en su bonita cara.
—Y yo pensaba que la impuntualidad era poco menos que un pecado capital para usted.
La sonrisa que Joe le prodigó estaba destinada a desarmarla, de eso no cabía duda. Lo había hecho con el solo propósito de ponerla nerviosa.
—Tiene buena memoria.
—Me lo dijo esta tarde. Hasta un mosquito lo recordaría.
Joe ya no le sonreía.
—Se cree muy graciosa, ¿verdad?
—Oh, aprendo rápido.
—Ya veo —dijo entre dientes mientras entraban en el comedor.
Joe tenía ganas de estrangular a esa sabionda prepotente con mis propias manos. Había que reconocer que era rápida, además de tener la exasperante cualidad de encontrarle respuestas a todo. Iba a disfrutar de lo lindo poniéndola en su lugar.
—Siento haber llegado tarde.
Todos se volvieron al escuchar esa voz.
___ no pudo evitar ver la mueca de fastidio en la cara de Sarah al oír al recién llegado.
—Lamento haber entrado de esta manera, pero dado que somos vecinos desde hace tantos años, le dije a O'Connell que dejara las formalidades a un lado.
—Es tan encantador mi Eric, ¿verdad, Amelia?
—Sí, como una urticaria —dijo por lo bajo.
Solo ___ la había escuchado, pero entre el gesto de Sarah y el comentario de Amelia se había hecho una idea de lo encantador que debía de ser ese tal Eric.
—___, este es mi hijo, Eric Fairbank —le dijo Clarice.
___ dio un paso al frente para saludarlo, pero el hombre, con pequeños ojos de ratón, dio un paso atrás como si hubiese visto a un monstruo de dos cabezas.
A Joe no le gustó esa actitud. Nunca le había caído demasiado bien el hijo de los Fairbank. Tenía siempre en el rostro una sonrisa falsa que le hacía desear borrársela de un puñetazo, y en ese momento más que nunca. Una cosa era que él se metiera con la institutriz y otra muy distinta que le hicieran un desaire en su presencia.
Hope you like it.
Cande Luque
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
siiiiiiiiii :cheers:
gracias por el maraton
me encantaron los capis
seguila!!!
gracias por el maraton
me encantaron los capis
seguila!!!
Let's Go
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
Continuala por favor!!!!
Que buena novela!!!
Ya estoy volando por ahi imaginandome que podria estar pasando. Hhahah
JOe a la defensiva :3
Que buena novela!!!
Ya estoy volando por ahi imaginandome que podria estar pasando. Hhahah
JOe a la defensiva :3
Augustinesg
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
JAAJJAJAJA, DE NADA ;) Me voy de vacaciones así que por una semana no puedo subir peor cuando vuelva maratón :)
Cande Luque
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
oki no ne te preocupes
espero el maraton
seguila!!!
espero el maraton
seguila!!!
Let's Go
Re: "Un disfraz para una dama" (Joseph & Tú) Terminada
hola me llamo claudia y soy tu nueva lectora ;) me gusta la novela espero la sigas pronto pero primero disfruta de tus vacaciones ya cuando lleges nos regalas ese gran maratooooon!!
claudia12
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