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Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Creo que este nene es muy duro de convencer!!!!.... Se parece a su tío!!!!!...
Gracias!!!!!... Se que ella ahora sigue siendo mi ángel!!!!... Pero es difícil ya no verla .... Que me regañe!!!... Sus comidas!!!... Todo es mas difícil sin ella!!!... Y en serio gracias!!!!... Este foro me distrae de estar pensando y no estar tan triste!!!!!
Gracias!!!!!... Se que ella ahora sigue siendo mi ángel!!!!... Pero es difícil ya no verla .... Que me regañe!!!... Sus comidas!!!... Todo es mas difícil sin ella!!!... Y en serio gracias!!!!... Este foro me distrae de estar pensando y no estar tan triste!!!!!
chelis
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Ese enano gruñón me cae gordo!!
Sólo está molestando!!
Quiero que adopte a susto!
Síguela!
Sólo está molestando!!
Quiero que adopte a susto!
Síguela!
aranzhitha
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Dieciocho
Es día 5 y hoy toca cena de Reyes en la casa de la madre de Joe. Durante estos días he visto que mi alemán trabaja desde casa, pero no habla de ir a la oficina. Quiero conocerla, pero prefiero que sea él quien me proponga ir.
Flyn sigue sin darme tregua. Todo lo que hago le molesta, y eso ocasiona que Joe y yo tengamos algún que otro roce. Eso sí, reconozco que es Joe quien da siempre su brazo a torcer para que la discusión no vaya a más. Sabe que el niño no lo está haciendo bien, e intenta entenderme.
Mi relación con Susto progresa muy adecuadamente. Ya no huye cuando me ve. Nos hemos hecho amigos. Se ha dado cuenta de que soy de fiar y deja que lo toque. Tiene una tos perruna que no me gusta y le he confeccionado una bufanda para el cuello. ¡Qué guapo está!
Susto es una maravilla. Tiene una cara de bueno que no puede con ella, y cada vez que salgo sin que Joe se dé cuenta a rehacerle la caseta y llevarle comida, el pobre me lo agradece como mejor sabe: con lametazos, movidas de rabito y piruetas.
Por la noche, cuando llegamos a la casa de Sonia, Marta, la hermana de Joe, nos recibe con una estupenda sonrisa.
—¡Qué bien!, ¡ya estáis aquí!
Joe tuerce el gesto. Este tipo de fiestecitas que organiza su madre no le van, pero sabe que no debe faltar. Lo hace por Flyn, no por él. Joe me presenta al resto de las personas que hay en el salón como su novia. Veo el orgullo en su mirada y en cómo me agarra con posesión.
Minutos después, comienza a hablar con varios hombres sobre negocios y decido buscar a Marta. Pero al separarme de él, un joven me saluda.
—¡Hola!, soy Jurgen. Eres _____, ¿verdad? —Asiento, y él dice—: Soy el primo de Joe. —Y cuchicheando, añade—: El que hace motocross.
La cara se me ilumina y, encantada, comienzo a hablar con él. Menciona varios sitios donde la gente se reúne para practicar este deporte, y yo prometo ir. Me anima a utilizar la moto de Hannah. Sonia le ha comentado que yo practico motocross y está entusiasmado. Con el rabillo del ojo observo que Joe me mira y, por su cara, debe de imaginar sobre lo que hablamos. En dos segundos, ya está a mi lado.
—Jurgen, ¡cuánto tiempo sin verte! —saluda Joe mientras me vuelve a agarrar por la cintura.
El primo sonríe.
—¿Será porque tú no te dejas ver mucho?
Joe cabecea.
—He estado muy ocupado.
Jurgen no vuelve a mencionar el tema motocross y casi de inmediato ambos se sumergen en una aburrida conversación. De nuevo, decido buscar a Marta. La encuentro fumando en la cocina.
Cuando me acerco a ella, me ofrece un cigarrillo. No suelo fumar, pero con ella siempre me apetece, y cojo uno.
Así, vestidas con glamour, las dos fumamos mientras charlamos de nuestras cosas.
—¿Qué tal con Flyn?
—¡Uf!, me tiene declarada la guerra —me mofo, divertida.
Marta asiente y, acercando su cabeza a la mía, cuchichea:
—Si te sirve de consuelo, nos la tiene declarada a todas las mujeres.
—Pero ¿por qué?
La joven sonríe.
—Según el psicólogo, se debe a la pérdida de su madre. Flyn piensa que las mujeres somos personas circunstanciales que vamos y venimos en su vida. Por eso intenta no demostrar su afecto hacia nosotras. Con mamá y conmigo se comporta igual. Nunca nos demuestra su afecto y, si puede, nos rechaza. Pero bueno, nosotras ya nos hemos acostumbrado a ello. Al único que quiere por encima de todos es a Joe. Por él siente un amor especial; en ocasiones, para mi gusto, enfermizo.
Durante un par de segundos ambas callamos, hasta que yo ya no puedo más.
—Marta, me gustaría decirte algo en referencia a lo que has dicho, pero quizá te pueda molestar. No soy nadie para dar mi opinión en un tema así, pero es que si no lo digo, ¡reviento!
—Adelante —responde, sonriente—. Prometo no enfadarme.
Primero doy una calada al cigarrillo y expulso el humo.
—Desde mi punto de vista, el niño se agarra a Joe porque es el único que nunca lo abandona. Y antes de que me digas nada más, ya sé que tú o tu madre no lo habéis abandonado, pero me refiero a que quizá Joe es el único que se enfada con él en ocasiones e intenta hacerlo razonar, y en fechas tan importantes, como por ejemplo la Nochevieja, no se aleja de él. Flyn es un niño, y los niños sólo buscan cariño. Y si él, por lo ocurrido con su madre, es reacio a querer a una mujer, sois vosotras las que tenéis que hacer todo lo posible para que él se dé cuenta de que su madre se ha marchado, pero que vosotras seguís aquí. Que nunca lo abandonaréis.
—_____, te aseguro que mamá y yo hemos hecho de todo.
—No lo dudo, Marta. Pero quizá deberíais cambiar la táctica. No sé..., si una cosa no funciona, probad algo diferente.
El silencio que sobreviene me pone la carne de gallina.
—La muerte de Hannah nos rompió el corazón a todos —dice finalmente Marta.
—Lo imagino. Tuvo que ser terrible.
Sus ojos se llenan de lágrimas, y yo la tomo del brazo. Marta sonríe.
—Ella era el motor y el centro de la familia. Era vitalista, positiva y...
—Marta... —susurro al ver una lágrima rodar por su mejilla.
—Te hubiera encantado, ___, y estoy convencida de que os habríais llevado muy bien las dos.
—Seguro que sí.
Ambas damos sendas caladas a nuestros cigarrillos.
—Nunca olvidaré la cara de Joe esa noche. Ese día no sólo vio morir a Hannah, también perdió a su padre y a la que era su novia en aquel momento.
—¿Todo en el mismo día? —pregunto, curiosa.
Nunca he hablado demasiado de este tema con Joe. No puedo. No quiero hacerle recordar.
—Sí. El pobre, al no poder contactar con su padre para contarle lo ocurrido, se presentó en su casa y lo encontró en la cama con esa imbécil. Fue terrible. Terrible.
Se me pone la carne de gallina.
—Te juro que pensé que Joe nunca se repondría —prosigue Marta—. Demasiadas cosas malas en tan pocas horas. Tras el entierro de Hannah, durante dos semanas no supimos de él. Desapareció. Nos preocupó muchísimo. Cuando regresó, su vida era un caos. Se tuvo que enfrentar a su padre y a Rebeca. Fue terrible. Y para colmo, Leo, el hombre que vivía con mi hermana Hannah y Flyn, por cierto ¡otro imbécil!, nos dijo que no quería hacerse cargo del pequeño. De pronto, no lo consideraba su hijo. El niño sufrió mucho al principio, y entonces Joe tomó las riendas de su vida. Dijo que él se ocuparía de Flyn y, como habrás visto, lo está haciendo. En cuanto al tema de Nochevieja, sé que tienes razón, pero quien rompió la tradición fue Joe, llevándose a Flyn el primer año al Caribe. Al año siguiente, nos dijo a mamá y a mí que prefería que esa noche pasara sin mucha celebración, y así han transcurrido los años. Por eso, ella y yo hacemos nuestros planes.
—¿En serio? —pregunto, sorprendida.
Justo en este momento se abre la puerta de la cocina, y el pequeño Flyn nos observa con su mirada acusadora. Instantes después se va.
—¡Joder! —protesta Marta—. Prepárate.
—¿Que me prepare?
Apoyada en el quicio de la puerta de cristal, sonríe.
—Va a chivarse a Joe de que estamos fumando.
Yo me río. ¿Chivarse? Por favor, que somos adultas.
Pero antes de que pueda contar hasta diez, la puerta de la cocina se abre de nuevo, y mi alemán, seguido por su sobrino, pregunta mientras camina hacia nosotras con actitud intimidatoria:
—¿Estáis fumando?
Marta no contesta, pero yo asiento con la cabeza. ¿Por qué he de mentir? Joe mira mi mano. Pone mala cara y me quita el cigarrillo. Eso me enoja y, con un tono de voz nada tranquilo, siseo:
—Que sea la última vez que haces lo que acabas de hacer.
La frialdad de los ojos de Joe me traspasa.
—Que sea la última vez que tú haces lo que acabas de hacer.
El aire puede cortarse con un cuchillo.
España contra Alemania. ¡Esto pinta mal!
No comprendo su enfado, pero sí entiendo mi indignación. Nadie me trata así. Y, sin pensarlo dos veces, cojo la cajetilla de tabaco que está sobre la mesita, saco un pitillo y me lo enciendo. Para chula, ¡yo!
Boquiabierto, Joe me mira mientras Marta y Flyn nos observan. Instantes después, Joe me quita de nuevo el cigarrillo de las manos y lo tira al fregadero. Pero no. Eso no va a quedar así. Cojo otro cigarrillo y lo vuelvo a encender. Él repite la misma acción.
—Pero bueno, ¿queréis acabar con todo mi suministro de tabaco? —protesta Marta mientras recoge el paquete.
—Tío, ____ ha hecho algo malo —insiste el pequeño.
Su voz de niño de las tinieblas me encoge el corazón, y al ver que ni Marta ni Joe le dicen nada, lo miro, enfadada.
—Y tú, ¿cómo eres tan chivato?
—Fumar es malo —dice.
—Mira, Flyn. Eres un niño y deberías cerrar esa boquita, y...
Joe me corta.
—No la tomes con el niño, ___. Él sólo ha hecho lo que tenía que hacer.
—¿Chivarse es lo que tenía que hacer?
—Sí —responde con seguridad. Y luego, mirando a su hermana, añade—: Me parece fatal que fumes e incites a ___ a fumar. Ella no fuma.
¡Ah, no!, eso sí que no. Yo fumo cuando me sale del bolo, e incapaz de no decir nada, atraigo su mirada y farfullo muy molesta:
—Estás muy equivocado, Joe. Tú no sabes si fumo o no.
—Pues nunca te he visto fumar en todo este tiempo —asegura, malhumorado.
—Si no me has visto fumar es porque no soy una fumadora empedernida —lo recrimino—. Pero te aseguro que en ciertos momentos me gusta fumarme algún que otro cigarrito. Ni éste es el primero de mi vida ni por supuesto será el último, te pongas como te pongas.
Me mira. Lo miro. Me reta. Lo reto.
—Tío, tú dijiste que no se puede fumar, y ella y Marta lo estaban haciendo —insiste el pequeño monstruito.
—¡Que te calles, Flyn! —protesto ante la pasividad de Marta.
Con la mirada muy seria, mi chico, no latino, indica:
—_____, no fumarás. No te lo voy a permitir.
¡Buenooooo, lo que acaba de decir!
El corazón me bombea la sangre a un ritmo que me hace presuponer que esto no va a terminar bien.
—Venga ya, hombre, no me jorobes. Ni que fueras mi padre y yo tuviera diez años.
—____..., ¡no me enfades!
Ese “¡no me enfades!” me hace sonreír.
En este instante mi sonrisa advierte como un gran cartel luminoso la palabra ¡CUIDADO!, y en tono de mofa, la miro y respondo ante la cara de incredulidad de Marta:
—Joe..., tú ya me has enfadado.
En este instante, aparece la madre de Joe y, al vernos a los tres ahí, pregunta:
—¿Qué ocurre? —De pronto, ve el paquete de cigarrillos en las manos de su hija y exclama—: ¡Oh, qué bien! Dame un cigarrito, cariño. Me muero por fumarme uno.
—¡Mamá! —protesta Joe.
Pero Sonia arruga el entrecejo y, mirando a su hijo, suelta:
—¡Ay, hijo!, un poquito de nicotina me relajará.
—¡Mamá! —protesta de nuevo Joe.
Una sonrisa escapa de mi boca cuando Sonia explica:
—La insoportable mujer de Vichenzo, hijo mío, me está sacando de mis casillas.
—Sonia, ¡no se fuma! —recrimina Flyn.
Marta y su madre se comunican con los ojos y, al final, la primera, no dispuesta a seguir en la cocina, agarra del brazo a su madre y dice, mientras tira de Flyn, que se resiste a marcharse con ellas:
—Vamos a por algo de beber... Lo necesitamos.
Una vez que nos quedamos Joe y yo solos en la cocina, dispuesta a presentar batalla, aclaro:
—No vuelvas a hablarme así delante de la gente.
—____...
—No vuelvas a prohibirme nada.
—____...
—¡Ni ____ ni leches! —exploto, furiosa—. Me has hecho sentir como una niñata ante tu hermana y el pequeño chivato. Pero ¿quién te crees que eres para hablarme así? ¿No te das cuenta de que entras en el juego de Flyn para que tú y yo nos enfademos? ¡Por el amor de Dios, Joe!, tu sobrino es un pequeño demonio y, como no lo pares, el día de mañana será un ser horripilante.
—No te pases, _____.
—No me paso, Joe. Ese niño es un viejo prematuro para sólo tener nueve años. Yo..., yo es que al final le...
Acercándose a mí, coge con sus manos el óvalo de mi cara y me dice:
—Escucha, cariño, yo no quiero que fumes. Es sólo eso.
—Vale, Joe, eso lo puedo entender. Pero ¿qué tal si me lo dices cuando estemos tú y yo a solas en nuestra habitación? O es que es necesario dejar ver a Flyn que me regañas porque él así lo ha decidido. ¡Joder, Joe!, con lo listo que resultas a veces, parece mentira que luego puedas ser tan tonto.
Me doy la vuelta y miro por la cristalera. Estoy enfadada. Muy enfadada. Durante unos segundos maldigo a todo bicho viviente, hasta que siento que Joe se pone detrás de mí. Pasa sus brazos por mi cintura, me abraza y posa su barbilla en mi hombro.
—Lo siento.
—Siéntelo porque te has comportado como un ¡gilipollas!
Esa palabra hace reír a Joe.
—Me encanta ser tu gilipollas.
Me asaltan ganas de reír, pero me contengo.
—Siento ser tan tonto y no haberme dado cuenta de lo que has dicho. Tienes razón, he actuado mal y me he dejado llevar por lo que Flyn buscaba. ¿Me perdonas?
Lo que dice y en especial cómo me abraza me relajan. Me pueden. Vale..., soy una blanda, pero es que lo quiero tanto que sentir que necesita que lo perdone puede con mi enfado y con todo lo demás.
—Claro que te perdono. Pero repito: no vuelvas a prohibirme nada, y menos delante de nadie, ¿entendido?
Noto cómo mueve su cara en mi cuello, y entonces soy yo la que se da la vuelta y lo besa. Lo beso con ardor, pasión y morbo. Me levanta entre sus brazos y me aprisiona contra la cristalera, mientras sus manos buscan el final de mi vestido para investigar. Quiero que siga. Quiero que continúe, pero cuando voy a desintegrarme de placer me separo de él unos milímetros y murmuro cerca de su boca:
—Cariño, estamos en la cocina de tu madre y tras la puerta hay invitados. Creo que no es sitio ni lugar para continuar con lo que estamos pensando.
Joe sonríe. Me deja en el suelo. Yo me recoloco la falda de mi bonito vestido de noche y, mientras nos dirigimos hacia el salón cogidos de la mano, cuchichea, haciéndome sonreír:
—Para mí cualquier lugar es bueno si estoy contigo.
Regresamos de madrugada a casa. Truena y diluvia, y a pesar de las incesantes ganas que tengo de hacer el amor con Joe, me retengo. Sé que el niño, el viejo prematuro, dormirá con nosotros, y ante eso, nada puedo hacer.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Diecinueve
A las nueve, me despierto. Bueno, me despierta el despertador. Lo pongo porque yo soy de dormir hasta las doce si nadie me avisa. Como siempre, estoy sola en la cama, pero sonrío al saber que es la mañana de Reyes.
¡Qué bonita mañana!
Ataviada con el pijama y la bata, saco mis regalos, que están guardados en el armario, y bajo la escalera dispuesta a repartirlos.
¡Vivan los Reyes Magos!
Paso por la cocina e invito a Simona y Norbert a unirse a nosotros. Tengo regalos para ellos también. Cuando entro en el comedor, Joe y Flyn juegan con la Wii. El crío, en cuanto me ve, tuerce el gesto, y yo, dichosa como una niña, paro la música desde el mando de Joe, los miro y anuncio feliz:
—Los Reyes Magos me han dejado regalos para vosotros.
Joe sonríe y Flyn dice:
—Espera a que terminemos la partida.
¡La madre que parió al niño!
Su falta de ilusión me deja K. O. Vamos ¡igualito que mi sobrina Luz, que con seguridad estará gritando y saltando de felicidad al ver los regalos bajo el árbol! Pero dispuesta a no hacerle ni puñetero caso, levanto a Joe del sillón cuando Norbert y Simona entran.
—Venga, vamos a sentarnos junto al árbol. Tengo que daros vuestros regalos.
Flyn vuelve a protestar, pero esta vez Joe lo regaña. El crío se calla, se levanta y se sienta con nosotros junto al árbol. Entonces, Joe se saca cuatro sobres del bolsillo de su pantalón y nos da uno a cada uno.
—¡Feliz Navidad!
Simona y Norbert se lo agradecen y, sin abrirlos, los guardan en sus bolsillos. Yo no sé qué hacer con el sobre mientras observo que Flyn lo abre.
—¡Dos mil euros! ¡Gracias, tío!
Incrédula, alucinada, patitiesa y boquiabierta, miro a Joe y le pregunto:
—¿Le estás dando un cheque de dos mil euros a un niño el día de Reyes?
Joe asiente.
—No hace falta que haga la tontería de los regalos —opina el niño—. Ya sé quiénes son los Reyes Magos.
Esa explicación no me convence y, mirando a mi Iceman, protesto.
—¡Por el amor de Dios, Joe! ¿Cómo puedes hacer eso?
—Soy práctico, cielo.
En este instante, Simona le entrega a Flyn una pequeña caja. El niño la abre y grita con entusiasmo al encontrarse un nuevo juego de la Wii. Encantada con su felicidad, aunque sea por otro jueguecito que lo mantendrá enganchado a la televisión, le doy a Simona y Norbert mis regalos. Son una chaqueta de lana para ella y un juego de guantes y bufanda para él. Ambos los miran con gozo y no paran de agradecérmelo mientras se disculpan por no tener ningún regalo para mí. ¡Pobres, qué mal rato están pasando!
Continúo sacando paquetes de mi enorme bolsa. Le entrego a Joe uno, y varios a Flyn. Joe rápidamente abre el suyo y sonríe al ver la bufanda azulona que le he comprado y la camisa de Armani. ¡Le encanta! Flyn nos observa con sus paquetes en la mano. Dispuesta a firmar la pipa de la paz con el niño, lo miro con cariño.
—Vamos, cielo —lo animo—. Ábrelos. ¡Espero que te gusten!
Durante unos instantes, el niño contempla los paquetes y la caja que he dejado ante él. Se centra en la enorme caja envuelta en papel rojo. Me mira a mí y a la caja alternativamente, pero no la toca.
—Te prometo que no muerde —suelto al final en tono cómico.
Receloso como siempre, Flyn coge la caja. Simona y Norbert lo alientan a que la abra. Durante unos segundos la requetemira como si no supiera qué hacer con ella.
—Rompe el papel. Vamos, tira de él —le digo.
Inmediatamente hace lo que le pido y comienza a desenvolver el regalo ante la sonrisa de Joe y la mía. Una vez que le quita el bonito papel, la caja está cerrada.
—Vamos, ¡ábrela!
Cuando el crío abre la caja y ve lo que hay en ella, de su boca sale un “¡Oh!”.
Sí, sí, sí... ¡Le ha gustado!
Lo sé. Se le nota.
Yo sonrío triunfal y miro a Joe. Pero su gesto ha cambiado. Ya no sonríe. Simona y Norbert tampoco. Todos miran el skateboard verde con gesto serio.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
Joe le quita al niño el skate de las manos y lo mete en la caja.
—____, devuelve esto.
Al momento recuerdo lo que Marta me dijo. ¡Problemas! Pero me niego a querer entender nada y replico:
—¿Que lo devuelva? ¿Por qué?
Ninguno contesta. Saco de nuevo el skate verde de la caja y se lo enseño a Flyn.
—¿No te gusta?
El crío, por primera vez desde que lo conozco, me mira expectante. Ese regalo lo ha impresionado. Sé que el skate le ha gustado. Me lo dicen sus ojos, pero soy consciente de que no quiere decir nada ante el gesto duro de Joe. Dispuesta a batallar, dejo el skate a un lado e insto a que el niño abra los otros regalos. Tras abrirlos, tiene ante él un casco, unas rodilleras y las coderas. Después, cojo de nuevo el skate y me dirijo a mi Iceman:
—¿Qué le ocurre al skate?
Joe, sin mirar lo que tengo en las manos, dice:
—Es peligroso. Flyn no sabe utilizarlo y, más que pasarlo bien con él, lo que se hará será daño.
Norbert y Simona asienten con la cabeza, pero yo, incapaz de dar mi brazo a torcer, insisto:
—He comprado todos los accesorios para que el daño sea mínimo mientras aprende. No te agobies, Joe. Ya verás cómo en cuatro días lo domina.
—____ —dice con voz muy tensa—, Flyn no montará en ese juguete.
Incrédula, respondo:
—Venga ya, pero si es un juguete para pasarlo bien. Yo le puedo enseñar.
—No.
—Enseñé a Luz a utilizarlo y tendrías que ver cómo lo monta.
—He dicho que no.
—Escucha, cielo —sigo a pesar de sus negativas—, no es difícil aprender. Es sólo cogerle el truco y mantener el equilibrio. Flyn es un niño listo, y estoy segura de que aprenderá rápidamente.
Joe se levanta, me quita el skateboard de las manos y puntualiza alto y claro:
—Quiero esto lejos de Flyn, ¿entendido?
¡Dios, cuando se pone así, lo mataría! Me levanto, le quito el skate de las manos y gruño:
—Es mi regalo para Flyn. ¿No crees que debería ser él quien dijera si lo quiere o no?
El niño no habla. Sólo nos observa. Pero finalmente dice:
—No lo quiero. Es peligroso.
Simona, con la mirada, me pide que me calle. Que lo deje estar. Pero no, ¡me niego!
—Escucha, Flyn...
—____ —interviene Joe, quitándome de nuevo el skate—, te acaba de decir que no lo quiere. ¿Qué más necesitas escuchar?
Malhumorada, le vuelvo a arrancar el puñetero skateboard de las manos.
—Lo que he oído es lo que ¡tú! querías que dijera. Déjale a él que responda.
—No lo quiero —insiste el crío.
Con el skate en las manos me acerco a él y me agacho.
—Flyn, si tu quieres, yo te puedo enseñar. Te prometo que no te vas a hacer daño, porque yo no lo voy a permitir y...
—¡Se acabó! ¡He dicho que no y es que no! —grita Joe—. Simona, Norbert, llévense a Flyn del salón; tengo que hablar con _____.
Cuando los otros salen del salón y nos quedamos solos, Joe sisea:
—Escucha, _____, si no quieres que discutamos delante del niño o del servicio, ¡cállate! He dicho que no al skate. ¿Por qué insistes?
—Porque es un niño, ¡joder! ¿No has visto sus ojos cuando lo ha sacado de la caja? Le ha gustado. Pero ¿no te has dado cuenta?
—No.
Deseosa de llamarle de todo menos bonito, protesto.
—No puede estar todo el día enganchado a la Wii, a la Play o a la... Pero ¿qué clase de niño estás criando? No te das cuenta de que el día de mañana va a ser un niño retraído y miedoso.
—Prefiero que sea así a que le pueda pasar algo.
—Desde luego, algo le pasará con la educación que le estás dando. ¿No has pensado que llegará un momento en el que él quiera salir con los amigos o con una chica, y no sabrá hacer nada, a excepción de jugar con la Wii y obedecer a su tío? ¡Vaya dos!, desde luego sois tal para cual.
Joe me mira, me mira y me mira, y al final responde:
—Que vivas conmigo y el niño en esta casa es lo más bonito que me ha ocurrido en muchos años, pero no voy a poner en peligro a Flyn porque tú creas que él deba ser diferente. He aceptado que metieras en casa este horrible árbol rojo, he obligado al niño a que escriba tus absurdos deseos para decorarlo, pero no voy a claudicar en cuanto a lo que a la educación de Flyn concierne. Tú eres mi novia, me has propuesto acompañar a mi sobrino cuando yo no esté, pero Flyn es mi responsabilidad, no la tuya; no lo olvides.
Sus duras palabras en una mañana tan bonita como es la de Reyes me retuercen el corazón. ¡Será capullo! Su casa. Su sobrino. Pero no dispuesta a llorar como una imbécil, saco mi mal genio y siseo mientras recojo con premura todos los regalos del niño y los meto en la bolsa original:
—Muy bien. Le haré un cheque a tu sobrino. Seguro que eso le gusta más.
Sé que mis palabras y en especial mi tono de voz molestan a Joe, pero estoy dispuesta a molestarle mucho, mucho y mucho.
—Dijiste que la habitación vacía de esta planta era para mí, ¿verdad?
Joe asiente, y yo me encamino hacia ella. Abro la puerta del salón y me encuentro con Simona, Norbert y Flyn. Miro al pequeño y digo con sus regalos en la mano:
—Ya puedes entrar. Lo que tu tío y yo teníamos que hablar ya está hablado.
Con premura me encamino hacia esa habitación, abro la puerta y dejo caer en el suelo el skate y todos sus accesorios. Con el mismo brío, regreso al salón. Simona y Norbert han desaparecido y sólo están Joe y Flyn, que me miran al entrar. Con el gesto desencajado le digo al pequeño, que me observa:
—Luego, te doy un cheque. Eso sí, no esperes que sea tan abultado como el de tu tío, pues punto uno: no estoy de acuerdo con darte tanto dinero y punto dos: ¡yo no soy rica!
El crío no responde. El mal rollo está instalado en el comedor y no estoy dispuesta a ser yo quien lo cambie. Por ello, saco el sobre que Joe me ha entregado, lo abro y, al ver un cheque en blanco, se lo devuelvo.
—Gracias, pero no. No necesito tu dinero. Es más, ya me di por regalada con todas las cosas que me compraste el otro día.
No responde. Me mira. Ambos me miran, y como un huracán asolador, señalo el árbol, dispuesta a rematar el momentito “Navidad”.
—Vamos, chicos, continuemos con esta bonita mañana. ¿Qué tal si leemos los deseos de nuestro árbol? Quizá alguno se ha cumplido.
Sé que los estoy llevando al límite. Sé que lo estoy haciendo mal, pero no me importa. Ellos, en pocos días, me han sacado de mis casillas. De pronto, el niño grita:
—¡No quiero leer los tontos deseos!
—¿Y por qué?
—Porque no —insiste.
Joe me mira. Comprende que estoy muy cabreada y le desconcierta no saber cómo pararme. Pero yo estoy embravecida, enloquecida de rabia por estar aquí con estos dos obtusos y tan lejos de mi familia.
—Venga, ¿quién es el primero en leer un deseo del árbol?
Ninguno habla, y al final, cómicamente cojo yo un deseo.
—Muy bien..., ¡yo seré la primera y leeré uno de Flyn!
Le quito la cinta verde y, cuando lo estoy desenrollando, el pequeño se lanza contra mí y me lo quita de las manos. Le miro sorprendida.
—¡Odio esta Navidad, odio este árbol y odio tus deseos!—exclama—. Has enfadado a mi tío y por tu culpa el día de hoy está siendo horrible.
Miro a Joe en busca de ayuda, pero nada, no se mueve.
Deseo gritar, montar la tercera guerra mundial en el salón, pero al final hago lo único que puedo hacer. Agarro el puñetero árbol de Navidad rojo y a rastras lo saco del salón para meterlo en la habitación donde he dejado anteriormente el skateboard.
—Señorita _____, ¿está usted bien? —pregunta Simona, descolocada.
¡Pobre mujer! ¡Vaya mal rato que está pasando!
—Relájese —añade antes de que yo le pueda responder, y me coge de las manos—. El señor, en ocasiones, es algo recto con las cosas del niño, pero lo hace por su bien. No se enfade usted, señorita.
Le doy un beso en la mejilla. ¡Pobre!, y mientras camino escaleras arriba murmuro:
—Tranquila, Simona. No pasa nada. Pero voy a refrescarme, o esto va a terminar peor que “Locura esmeralda”.
Ambas sonreímos. Cuando llego a la habitación y cierro la puerta, me pica el cuello. ¡Dios, los ronchones! Me miro en el espejo y tengo el cuello plagado de ellos. ¡Malditos!
Dispuesta a salir de esta casa como sea, me quito el pijama. Me visto y, abrigada, regreso al salón, donde esos dos ya están jugando con la Wii ¡Qué majos! A grandes zancadas me acerco hasta ellos. Tiro del cable de la Wii y la desconecto. La música se para; ambos me miran.
—Me voy a dar una vuelta. ¡La necesito! —Y cuando Joe va a decir algo, lo señalo y siseo—: Ni se te ocurra prohibírmelo. Por tu bien, ¡ni se te ocurra!
Salgo de la casa. Nadie me sigue.
La pobre Simona intenta convencerme de que me quede, pero sonriéndole le indico que estoy bien, que no se preocupe. Cuando llego a la verja y salgo por la pequeña puerta lateral, Susto viene a saludarme. Durante un rato camino por la urbanización con el perro a mi lado. Le cuento mis problemas, mis frustraciones, y el pobre animal me mira con sus ojos saltones como si entendiera algo.
Tras un largo paseo, cuando vuelvo a estar de nuevo frente a la verja de la casa, no quiero entrar y llamo a Marta. Veinte minutos después, cuando casi no siento los pies, Marta me recoge con su coche y nos marchamos. Me despido de Susto. Necesito hablar con alguien que me conteste, o me volveré loca.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Veinte
Con la tensión a tropecientos mil, me bebo una cerveza ante la cara seria de Marta. Por mis palabras y mi enfado, se hace una idea de lo que ha pasado.
—Tranquila, ____. Ya verás como cuando regreses todo está más tranquilo.
—¡Oh, claro..., claro que estará más tranquilo! No pienso dirigirles la palabra a ninguno de los dos. Son tal para cual. Pitufo gruñón y pitufo enfadica. Si uno es cabezón, el otro lo es aún más. Pero por Dios, ¿cómo puede tu hermano darle un cheque de regalo de Navidad a un niño de nueve años? ¿Y cómo puede un niño de nueve años ser un viejo prematuro?
—Ellos son así —se mofa Marta.
Entonces, le suena el móvil. Habla con alguien y cuando cuelga dice:
—Era mamá. Me ha comentado que mi primo Jurgen la ha llamado y le ha dicho que hoy tiene una carrera de motocross no muy lejos de aquí, por si te lo quería decir a ti. ¿Quieres que vayamos?
—Por supuesto —asiento, interesada.
Tres cuartos de hora después, en medio de un descampado nevado, estamos rodeadas de motos de motocross. Yo tengo las revoluciones a mil. Deseo saltar, brincar y correr, pero Marta me frena. Animada, veo la carrera. Aplaudo como una loca, y cuando acaba, nos acercamos a saludar a Jurgen. El joven, al verme, me recibe encantado.
—He llamado a la tía Sonia porque no tenía tu teléfono. No quería llamar a casa de Joe. Sé que este deporte no le gusta.
Yo asiento. Le entiendo, y le doy mi móvil. Él me da el suyo. Después, miro la moto.
—¿Qué tal se conduce con las ruedas llenas de clavos?
Jurgen no lo piensa. Me entrega el casco.
—Compruébalo tú misma.
Marta se niega. Le preocupa que me pase algo, pero yo insisto. Me pongo el casco de Jurgen y arranco la moto.
¡Guau! Adrenalina a mil.
Feliz, salgo a la helada pista, me doy una vuelta con la moto y me sorprendo gratamente al notar el agarre de las ruedas con clavos a la nieve. Pero no me desfogo. No voy con las protecciones necesarias y sé que si me caigo me haré daño. Una vez que regreso al lado de Marta, ésta respira y, cuando le doy a Jurgen el casco, murmuro:
—Gracias. Ha sido una pasada.
Jurgen me presenta a varios corredores, y todos ellos me miran sorprendidos. Rápidamente todos dicen eso de “olé, toros y sangría” al saber que soy española. Pero bueno, ¿qué concepto tienen los guiris de los españoles?
Tras la carrera, nos despedimos, y Marta y yo nos vamos a tomar algo. Ella decide dónde ir. Cuando nos sentamos, todavía estoy emocionada por la vueltecita que me he dado con la moto. Sé que si Joe se entera, pondrá el grito en el cielo, pero me da igual. Yo lo he disfrutado. De pronto, soy consciente de cómo Marta mira con disimulo al camarero. Ese rubio ya ha venido varias veces a traernos las consumiciones y, por cierto, es muy amable.
—Vamos a ver, Marta, ¿qué hay entre el camarero buenorro ese y tú? —indago, riendo.
Sorprendida por la pregunta, responde:
—Nada. ¿Por qué dices eso?
Segura de que mi intuición no me engaña, me repanchingo en la silla.
—Punto uno: el camarero sabe cómo te llamas, y tú sabes cómo se llama él. Punto dos: a mí me ha preguntado qué clase de cerveza quiero, y a ti te ha traído una sin preguntarte. Y punto tres, y de vital importancia: me he dado cuenta de cómo os miráis y os sonreís.
Marta ríe. Vuelve a mirarlo y, acercándose a mí, murmura:
—Nos hemos visto un par de veces. Arthur es muy majo. Hemos tomado algo y...
—¡Guau! Aquí hay tema que te quemas —me mofo, y Marta suelta una carcajada.
Sin disimulo, miro al tal Arthur. Es un joven de mi edad, alto, con gafitas y guapete. Él, al ver que lo miro, me sonríe, pero su mirada de nuevo vuela hacia Marta mientras recoge unos vasos de la mesa de al lado.
—Le gustas mucho —canturreo.
—Me consta, pero no puede ser —contesta riendo Marta.
—¿Y por qué no puede ser? —pregunto, curiosa.
Marta toma primero un trago de su cerveza.
—Salta a la vista, ¿no? Es más joven que yo. Arthur sólo tiene veinticinco años. ¡Es un niño!
—Oye..., pues tiene la misma edad que yo. Por cierto, ¿cuántos años tienes tú?
—Veintinueve.
La carcajada que suelto provoca que varias personas nos miren.
—¿Y por cuatro años piensas eso? Venga ya, Marta, por favor: te consideraba más moderna para no preocuparte por la chorrada de la edad. ¿Desde cuándo el amor tiene edad? Y antes de que digas nada, quiero que sepas que si tu hermano fuera más pequeño que yo y a mí me gustara, no me pararía nada. Absolutamente nada. Porque, como dice mi padre, la vida... ¡es para vivirla!
Nos reímos las dos, y cuando va a responder, escuchamos a nuestras espaldas:
—Marta, qué bueno verte por aquí.
Ambas nos volvemos y nos encontramos a dos hombres y una mujer. Ellos, muy monos, por cierto. Marta sonríe, se levanta y los abraza. Segundos después, mirándome a mí, dice:
—_____, te presento a Anita, Reinaldo y Klaus. Ellos trabajan conmigo en el hospital y Anita tiene una maravillosa y exclusiva tienda de moda.
Se sientan con nosotras y, olvidándome de mis problemas, me centro en conocer a esos muchachos, que rápidamente nos hacen reír. Reinaldo es cubano y sus expresiones tan latinas me encantan. Mi móvil suena. Es Joe. Sin querer evitarlo, lo cojo, y todo lo seria que puedo contesto:
—Dime, Joe.
—¿Dónde estás?
Como no sé realmente dónde estoy, al observar a Marta reír con los muchachos, se me ocurre responder:
—Estoy con tu hermana y unos amigos tomando algo.
—¿Qué amigos? —pregunta Joe con impaciencia.
—Pues no lo sé, Joe... Unos. ¡Yo qué sé!
Oigo que resopla. Eso de no controlar dónde y en especial con quién estoy le enfada, pero me muestro dispuesta a que me deje disfrutar del momento.
—¿Qué quieres?
—Regresa a casa.
—No.
—____, no sé dónde estás ni con quién estás —insiste, y noto la tensión en su voz—. Estoy preocupado por ti. Por favor, dime dónde estás e iré a buscarte, pequeña.
Silencio..., silencio sepulcral, y antes de que él vuelva a decir algo que me ablande, añado:
—Voy a colgar. Quiero disfrutar del bonito día de Reyes y creo que con esta gente lo voy a hacer. Por cierto, espero que tú también lo disfrutes en compañía de tu sobrino. Sois tal para cual. Adiós.
Dicho esto, cuelgo.
¡Madre mía, lo que acabo de hacer!
¡He colgado a Iceman!
Esto le habrá enfadado muchísimo. El móvil vuelve a sonar. Joe. Corto la llamada, y cuando insiste, directamente lo apago. Me da igual que se enoje. Por mí como si se da de cabezazos contra la pared. Me integro en la conversación e intento olvidarme de mi alemán.
Los amigos de Marta son divertidísimos, y al salir del local vamos a comer algo a un restaurante. Como siempre, todo buenísimo. O como siempre, mi hambre es atroz. Tras salir del restaurante, Reinaldo propone ir a un establecimiento cubano, y de cabeza vamos.
Cuando entramos en Guantanamera, Reinaldo nos presenta a muchos paisanos que como él viven en Múnich. ¡Madre mía, qué cantidad de cubanos viven aquí! Media hora después, ya soy cubana y digo eso de “ya tú sabes mi amol”.
Marta y yo nos ponemos hasta arriba de mojitos. Menuda es Marta. Es todo lo opuesto a su hermano tratándose de diversión. Es más española que la tortilla de patatas, y eso me lo demuestra por la marcha que tiene. La tía es de las mías, y juntas hacemos buena camarilla. Anita tampoco se queda atrás. Cuando suena la canción Quimbara de la maravillosa Celia Cruz, Reinaldo me invita a bailar, y yo acepto.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá
Ay, si quieres gozar, quieres bailar. ¡Azúcar!
Quimbara quimbara quma quimbambá.
Quimbara quimbara quma quimbambá.
¡Madre míaaaaaaa, qué marcha!
Reinaldo baila maravillosamente bien, y yo me dejo llevar. Muevo caderas. Subo brazos. Pasito para adelante. Pasito para atrás. Doy vueltas. Muevo hombros y ¡azúcarrrrrrrrrrrrr!
Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!
Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos, me mira y dice entregándome su móvil:
—Es Joe. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.
Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.
—Dime, pesadito, ¿qué quieres?
—¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar pesadito?
—Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una risotada.
—¿Por qué has apagado el móvil?
—Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones de San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.
—¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.
Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo, exclamo:
—¡Ya tú sabes mi amol!
—_____, ¿estás borracha?
—¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—: Venga Iceman, ¿qué quieres?
—____, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.
—Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.
—¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...
—Corto y cambio, guaperas.
Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra. Apartándome del grupo, cuchichea:
—Que sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.
Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:
—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!
Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá mientras gritamos: “¡Azúcar!”.
De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra susurro:
—¿Quieres pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.
—Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y a huir del país. Cuando me pille Joe, me va a despellejar.
—¡Que no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.
Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece Joe con la cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome para mirar a su hermana, sisea:
—Ya hablaré contigo..., hermanita.
Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en medio de la calle. Joe me agarra del brazo, apremiándome.
—Vamos..., regresemos a la casa.
De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que podamos lamentar, me suelto de Joe y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con
calma:
—Tranquilo, Susto, no pasa nada.
El animal se acerca a mí y me rodea cuando Joe pregunta:
—¿Conoces a ese chucho?
—Sí. Es Susto.
—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?
—Pues sí. ¿A que es muy monoooooo?
Sin dar crédito a lo que ve, Joe arruga la cara.
—Pero ¿qué lleva en el cuello?
—Está resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.
El perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.
—No lo toques. ¡Te morderá! —grita Joe, enfadado.
Eso me hace reír. Estoy segura de que Joe lo mordería antes a él.
—No toques a ese sucio chucho, ____, ¡por el amor de Dios! —insiste.
Un ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.
—Ni caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.
El perro, tras echar una última ojeada a un descolocado Joe, se aleja y veo que se mete en la destartalada caseta. Joe, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:
—¿Puedo llevar a Susto a casa?
—No, ni lo pienses.
¡Lo sabía! Pero insisto:
—Pobrecito, Joe. ¿No ves el frío que hace?
—Ese chucho no entrará en mi casa.
¡Ya estamos con su casa!
—Anda, mi amol. ¡Porfapleaseeee!
No contesta, y al final, decido seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientras camino tras él, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.
¡Guau! Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que pueda remediarlo, ¡zas!, le doy un azote.
Joe se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúa andando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojo nieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. Joe se para. Maldice en alemán y sigue andando.
¡Aisss, qué poco sentido del humor!
Vuelvo a coger más nieve, y esta vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectil le impacta en toda la coronilla. Suelto una carcajada. Joe se da la vuelta. Clava sus fríos ojos en mí y sisea:
—____..., me estás enfadando como no te puedes ni imaginar.
¡Dios...! ¡Dios, qué sexy! ¡Cómo me pone!
Continúa su camino y yo lo sigo. No puedo apartar mis ojos de él a pesar del frío que tengo, y sonrío al imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando entramos en la casa, él se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy enfadado. Un calorcito maravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente del frío que hace en el exterior. Pobre Susto. Cuando me despojo del abrigo, decido seguirlo al despacho. Le deseo. Pero antes de entrar me quito las empapadas botas y los vaqueros. Me estiro la camiseta, que me llega hasta la mitad de los muslos, y abro la puerta. Cuando entro, Joe está sentado a su mesa ante el ordenador. No me mira.
Camino hacia él, y cuando llego a su altura, sin importarme su gesto incómodo, me siento a horcajadas sobre él. En este momento, es consciente de que no llevo pantalones. Sus ojos me dicen que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero. Exigente, le beso en los labios. Él no se mueve. No me devuelve el beso. Me castiga. Mi frío Iceman es un témpano de hielo, pero yo con mi furia española he decidido descongelarlo. Vuelvo a besarlo, y cuando siento que él no colabora, murmuro cerca de su boca:
—Te voy a follar y lo voy a hacer porque eres mío.
Sorprendido, me mira. Pestañea y vuelvo a besarlo. Esta vez su lengua está más receptiva, pero sigue sin querer colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y, mirándolo a los ojos, se lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y me contoneo sobre sus piernas.
—Te deseo, cariño, y vas a cumplir mis fantasías.
—____..., has bebido.
Me río y asiento.
—¡Oh, sí!, me he tomado unos mojitos, mi amol, que estaban de muelte. Pero escucha, sé muy bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago, ¿entendido?
No habla. Sólo me mira. Me levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en las películas, tirar todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y no. Creo que eso le va a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me siento en la mesa. Joe me observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo, dispuesta a conseguir mi propósito, cojo una de sus manos y la paso por encima de mis braguitas. Mi humedad es latente y siento que traga con dificultad.
—Quiero que me devores. Anhelo que metas tu lengua dentro de mí y me hagas chillar porque mi placer es tu placer, y ambos los dueños de nuestros cuerpos.
Cuando termino de decir eso ya respira de forma algo entrecortada. ¡Hombres! Lo estoy excitando, pero decidida a volverlo loco continúo mientras me quito la camiseta.
—Tócame. Vamos, Iceman, lo deseas tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi Iceman se descongela por segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho y, en décimas de segundo, me devora el pezón.
¡Oh, sí! Colosal.
¡Me gusta!
Sus ojos fríos ahora son salvajes y retadores. Sigue enfadado, pero el deseo que siente por mí es igual al que yo siento por él. Cuando abandona mi pezón, se reclina en su asiento. El morbo se instala en su cuerpo.
—Levántate de la mesa y date la vuelta —murmura.
Hago lo que me pide. Poso mis pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me vuelvo. Él retira la silla hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi trasero, mientras sus manos vuelan a mi cintura y me aprieta contra él. Yo jadeo. Me da un azote. Pica. Después me da otro, y cuando voy a protestar, acerca su boca a mi oreja y dice:
—Has sido una chica muy mala y como mínimo te mereces unos azotes.
Eso me hace sonreír. Vale..., si quiere jugar, ¡jugaremos!
Me doy la vuelta y, sin dejar de mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior de sus pantalones, le agarro los testículos y, mientras se los toco, le pregunto:
—¿Quieres que te demuestre lo que le hago yo a los chicos malos? Tú también has sido malo esta mañana, cielo. Muy..., muy malo.
Eso lo paraliza. Que yo tenga en mis manos sus testículos no le hace mucha gracia. Estoy segura de que piensa que le puedo hacer daño.
—_____...
De un tirón, le bajo el pantalón seguido de los calzoncillos, y su enorme erección queda esplendorosa ante mí. ¡Guau, madre mía! Lo empujo y cae sobre la silla. Vuelvo a sentarme a horcajadas sobre él y le pido:
—Arráncame el tanga.
Dicho y hecho. Joe tira de él, rompiéndolo, y mi húmeda vagina descansa sobre su dura erección. No le doy tiempo a que piense; me alzo y lo meto dentro de mí. Estoy tan mojada..., tan excitada..., que su erección entra totalmente, y cuando me encuentro encajada en él, exijo:
—Mírame.
Lo hace. ¡Dios, es todo tan morboso!
—Así..., así quiero tenerte. Así siempre estamos de acuerdo.
Mis caderas se contraen y mi vagina lo succiona mientras siento que se quita los pantalones y éstos quedan tendidos de cualquier manera en el suelo. Joe jadea ante una nueva acometida mía y le beso. Esta vez su boca me devora y me exige que continúe haciéndolo. Yo paro mis movimientos. No nos movemos. Sólo estamos encajados el uno en el otro y disfrutamos del morbo que nos ocasiona la situación. La excitación es máxima. Es plena, y entonces mi alemán se levanta conmigo encajada en él, me lleva hasta la escalera de la librería y me empotra contra ella.
—Agárrate a mi cuello.
Sin demora, le hago caso. Él se coge a una de las tablas de la escalera que hay por encima de mi cabeza y se hunde totalmente en mí, y yo grito.
Una..., dos..., tres... Tensión.
Cuatro..., cinco..., seis... Jadeos.
Mi Iceman me hace suya mientras yo le hago mío. Ambos disfrutamos. Ambos jadeamos. Ambos nos poseemos.
Una y otra vez, me empala, y yo lo recibo, hasta que mi grito de placer le hace saber que el clímax me ha llegado, y él se deja ir mientras se hunde en una última y poderosa ocasión en mí.
Durante unos segundos, los dos permanecemos en esta posición, contra la escalera y apretados el uno contra el otro, hasta que se suelta de la barandilla, me coge de la cintura y regresamos a la silla. Cuando se sienta, aún dentro de mí, me besa.
—Sigo enfadado contigo —asegura.
Eso me hace sonreír.
—¡Bien!
—¿Bien? —pregunta, sorprendido.
Lo beso. Lo miro. Le guiño un ojo.
—¡Mmm! Tu enfado hace que tenga una interesante noche por delante.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Espero les gusten los capis!!!
Saludos chicas
Y gracias por comentar.
Saludos chicas
Y gracias por comentar.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Ese chivato! Es un enano gruñón!
Sólo los hace pelear!!
Pero me encanta la rayiz borracha!
Es muy divertida!
Síguela!
Sólo los hace pelear!!
Pero me encanta la rayiz borracha!
Es muy divertida!
Síguela!
aranzhitha
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
:twisted: creo que ella ya lo esta domando!!!!!!.... Jejejejejeje
chelis
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo veintiuno
Tres días después llega una furgoneta del aeropuerto con las cosas de mi pequeña mudanza de Madrid.
Sólo veinte cajas, pero ¡estoy pletórica! El resto sigue en mi casa. ¡Nunca se sabe!
Tener mis cosas es importante, y durante días me dedico a colocarlas por toda la casa. Joe y yo estamos bien. Tras la esplendorosa noche de sexo que tuvimos el día de la discusión, no podemos parar de besarnos. Lo sorprendí. Lo tenté y lo volví loco. Es vernos y desear tocarnos. Es estar solos y desnudarnos con mayor pasión.
A estas alturas, puedo asegurar que estoy enganchada a “Locura esmeralda”. ¡Vaya con el culebrón! En cuanto comienza, Simona me avisa, y las dos nos sentamos juntitas en la cocina para ver sufrir a Esmeralda Mendoza. ¡Pobre chica!
Una mañana suena el teléfono. Simona me lo pasa. Es mi padre.
—¡Papá! —grito, encantada.
—¡Hola, morenita! ¿Cómo estás?
—Bien, pero echándote mucho de menos.
Hablamos durante un rato y le cuento el problema que tengo con Flyn.
—Paciencia, cariño —me indica—. Ese niño necesita paciencia y calorcito humano. Obsérvalo e intenta sorprenderlo. Seguro que si lo sorprendes, ese niño te adorará.
—La única manera de sorprenderlo es marchándome de esta casa. Créeme, papá, ese niño es...
—Un niño, hija. Con nueve años es un niño.
Resoplo y suspiro.
—Papá, Flyn es un viejo prematuro. Nada que ver con nuestra Luz. Protesta por todo, ¡me odia! Para él soy un grano en el culo. Tendrías que ver cómo me mira.
—Morenita..., ese crío, para lo pequeño que es, ha sufrido mucho. Paciencia. Ha perdido a su madre, y aunque su tío se ocupa de él, estoy seguro de que se encuentra perdido.
—Eso no te lo niego. Intento acercarme a él, pero no me deja. Únicamente lo veo feliz cuando está enganchado a la Wii o a la Play, solo o con su tío.
Mi padre ríe.
—Es porque todavía no te conoce. Estoy seguro de que en cuanto conozca a mi morenita no podrá vivir sin ti.
Al colgar lo hago con una tremenda sonrisa en los labios. Mi padre es el mejor. Nadie como él para subir mi autoestima y darme fuerzas para todo.
Es domingo, y Joe propone que lo acompañe al campo de tiro. Flyn y yo vamos con él. Me presenta a todos sus amigos y, como siempre, cuando se enteran de que soy española, me toca oír las palabras “olé”, “toro” y “paella”, cómo no. ¡Qué pesaditos!
Observo que Joe es un tirador certero y me sorprende. Con su problema en la vista nunca habría pensado que pudiera practicar un deporte así. No me gustan las armas. Nunca me han agradado, y cuando Joe me propone tirar, me niego.
—Joe, ya te he dicho que no me gusta.
Sonríe. Me mira y murmura, dándome un beso en los labios:
—Pruébalo. Quizá te sorprenda.
—No. He dicho que no. Si a ti te gusta, ¡adelante! No seré yo quien te quite este placer. Pero no pienso hacerlo yo, ¡me niego! Es más, ni siquiera me parece aceptable que Flyn las vea con tanta naturalidad. Las armas son peligrosas, aunque sean olímpicas.
—En casa, están bajo llave. Él no las toca. Lo tiene prohibido —se defiende.
—Es lo mínimo que puedes hacer. Tenerlas bajo llave.
Mi alemán sonríe y desiste. Ya me va conociendo, y si digo no, es no.
Pasan unos cuantos días más y decido dar alegría a la casa. Me llevo de compras a Simona. La mujer me acompaña encantada y se ríe cuando ve las cortinas color pistacho que he comprado para el salón junto a los visillos blancos. Según ella, al señor no le gustarán, pero según yo, le tienen que gustar. Sí o sí. Trato infructuosamente de que Norbert y Simona me llamen _____, pero es imposible. El “señorita” parece mi primer nombre, y al final dejo de intentarlo.
Durante días compramos todo lo que se me antoja. Joe está feliz por verme tan motivada y da carta blanca a todo lo que yo quiera hacer en la casa. Sólo quiere que yo sea dichosa y se lo agradezco.
Tras meditarlo conmigo misma, sin decir nada, meto a Susto en el garaje. Hace mucho frío y su tos perruna me preocupa. El garaje es enorme, y el pobre animal no pasará tanto frío. Le cambio la bufanda por otra que he confeccionado en azul y está para comérselo. Simona, al verlo, protesta. Se lleva las manos a la cabeza. “El señor se enfadará. Nunca ha querido animales en casa.” Pero yo le digo que no se preocupe. Yo me ocupo del señor. Sé que la voy a liar como se entere, pero ya no hay marcha atrás.
Susto es buenísimo. El animal no ladra. No hace nada, excepto dormitar sobre la limpia y seca manta que le he puesto en un discreto lugar del garaje. Incluso cuando Joe llega con el coche, cotilleo y sonrío al ver que Susto es muy listo y que sabe que no se debe mover. Con la ayuda de Simona, lo sacamos fuera de la parcela para que haga sus necesidades, y pocos días después, Simona adora al perro tanto o más que yo.
Una mañana, tras desayunar, Joe por fin me propone que le acompañe a la oficina. Encantada, me pongo un traje oscuro y una camisa blanca, dispuesta a dar una imagen profesional. Quiero que los trabajadores de mi chico se lleven una buena opinión de mí.
Nerviosa llego hasta la empresa Müller. Un enorme edificio y dos anexos componen las oficinas centrales en Múnich. Joe va guapísimo con su abrigo azulón de ejecutivo y su traje oscuro. Como siempre, es una delicia mirarlo. Desprende sensualidad por sus poros, y autoridad. Eso último me pone. Cuando entramos en el impresionante hall, la rubia de recepción nos mira, y los vigilantes jurados saludan al jefazo. ¡Mi chico! A mí me miran con curiosidad, y cuando voy a entrar por el torniquete, me paran. Joe, rápidamente, con voz de ordeno y mando, aclara que soy su novia, y me dejan pasar sin la tarjetita con la V de visitante.
¡Olé mi chicarrón!
Yo sonrío. El rostro de Joe es serio. Profesional. En el ascensor, coincidimos con una guapa chica morena. Joe la saluda, y ella responde al saludo. Con disimulo observo cómo lo mira esa mujer y por sus ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y llegamos a la planta presidencial, un “¡oh!” sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos. Modernidad absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman, observo el gesto serio de la gente. Todos me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me escanean en profundidad.
Estoy algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y, cuando nos paramos ante una mesa, Joe dice a una rubia muy elegante y guapa:
—Buenos días, Leslie, te presento a mi novia, _____. Por favor, pasa a mi despacho y ponme al día.
La joven me mira y, sorprendida, me saluda.
—Encantada, señorita _____. Soy la secretaria del señor Zimmerman. Cuando necesite algo, no dude en llamarme.
—Gracias, Leslie —contesto, sonriendo.
Los sigo y entramos en el impresionante despacho de Joe. Como era de esperar, es como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que él me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.
Joe firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos solos en el despacho, me mira y pregunta:
—¿Qué te parecen las oficinas?
—La bomba. Son preciosas si las comparas con las de España.
Joe sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:
—Prefiero las de allí. Aquí no hay archivo.
Eso me hace reír. Me levanto. Me acerco a él y cuchicheo:
—Mejor. Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.
Divertidos, reímos, y Joe me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me sujeta con fuerza.
—Nadie entrará sin avisar. Es una norma importantísima.
Me río y lo beso, pero de pronto mi ceño se frunce.
—¿Importantísima desde cuándo? —quiero saber.
—Desde siempre.
Toc... Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, Joe confiesa:
—Sí, _____, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.
Intenta besarme. Me retiro.
—¿Me acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertido.
Asiento. Estoy celosa. Muy celosa.
—Cariño... —murmura Joe—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?
Me deshago de sus manos. Rodeo la mesa.
—Con Betta, ¿verdad?
Un instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero Joe responde con sinceridad:
—Sí.
Tras un incómodo silencio, pregunto:
—¿Has tenido algo con Leslie, tu secretaria?
Joe se repanchinga en la silla y suspira.
—No.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Pero aguijoneada por los celos insisto mientras el cuello comienza a picarme y me rasco.
—¿Y con la chica morena que subía con nosotros en el ascensor?
Piensa, y finalmente responde:
—No.
—¿Y con la rubia que estaba en recepción?
—No. Y no te toques el cuello, o los ronchones irán a peor.
No le hago caso y, no contenta con sus respuestas, pregunto:
—Pero ¿tú has dicho que has tenido sexo en este despacho?
—Sí.
¡Qué picor de cuello! No doy crédito y cuchicheo fuera de mí:
—Me estás diciendo que has jugado con alguien que trabaja en tu empresa.
—No.
Joe se levanta y se acerca.
—Pero si acabas de decir que...
—Vamos a ver —me corta, quitándome la mano del cuello—, no he sido un monje y sexo he tenido con varias mujeres de la empresa y fuera de ella. Sí, cariño, no lo voy a negar. Pero jugar, lo que tú y yo llamamos jugar, no he jugado con ninguna en este despacho, a excepción de Betta y Amanda.
Al recordar a esas arpías, mi corazón bombea de forma irregular.
—Claro..., Amanda, la señorita Fisher.
—Que por cierto —aclara Joe mientras me sopla el cuello— Se ha trasladado a Londres para desarrollar Müller en aquella ciudad.
Eso me congratula. Tenerla lejos me agrada, y Joe, divirtiéndose con mis preguntas, me abraza y me besa en la frente.
—Para mí, hoy por hoy, la única mujer que existe eres tú, pequeña. Confía en mi cariño. Recuerda, entre nosotros no hay secretos ni desconfianzas. Necesitamos que todo sea así para que lo nuestro funcione.
Nos miramos. Nos retamos, y finalmente, Joe se acerca a mi boca.
—Si intento besarte, ¿me harás la cobra de nuevo?
No contesto a su pregunta.
—¿Tú confías en mí? —digo.
—Totalmente —responde—. Sé que no me ocultas nada.
Asiento, pero lo cierto es que le oculto cosas. Me azota un sentimiento de culpa. ¡Qué mal me siento! Nada que tenga que ver con sexo, pero le oculto cosas, entre ellas que escondo un perro en casa, que he saltado con la moto de Jurgen, y que su madre y Marta están apuntadas a un curso de paracaidismo.
¡Dios, cuántas cosas le oculto!
Joe me mira. Yo sonrío y, al final, resoplo y cuchicheo:
—¡Mira cómo se me ha puesto el cuello por tu culpa!
Joe ríe y me coge entre sus brazos.
—Creo que voy a ordenar que hagan un archivo en mi despacho para cuando me vengas a visitar, ¿qué te parece?
Suelto una carcajada, lo beso y, olvidándome de mis culpabilidades y mis celos, musito:
—Es una excelente idea, señor Zimmerman.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Pero como se quieren esos dos!!!!... Jejejejejeje espero que no se enoje mucho cuando descubra a susto!!!!!....
chelis
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Veintidós
Los fines de semana consigo despegar al pitufo gruñón y al enfadica del sofá. Ellos estarían todo el santo día pegados a la Wii y a la televisión. ¡Vaya dos! Vamos al cine, al teatro, a comer hamburguesas, y veo que se lo pasan bien. ¿Por qué siempre les cuesta tanto arrancar de casa? Alguna noche Joe me sorprende y me invita a cenar a un restaurante. Después me lleva a una impresionante sala de fiestas, y ahí tomamos algo mientras nos divertimos besándonos y hablando.
No ha vuelto a comentar nada sobre nuestro suplemento sexual. Cuando hacemos el amor en nuestra cama, nos susurramos fantasías calientes al oído que nos ponen como una moto, pero de momento no hemos compartido sexo con nadie. ¿Tanto me quiere para él?
Un domingo logro que salgan a pasear. Aparcamos el coche en un parking y caminamos hasta el Jardín Inglés, una maravilla de lugar en el centro de Múnich. Flyn no habla conmigo, pero yo intervengo continuamente en la conversación. Le joroba, pero al final no le queda más remedio que aceptarlo.
Por tarde los obligo a entrar en el campo de fútbol del Bayern de Múnich. Les horroriza la idea. Ellos son más de baloncesto. El sitio es enorme, grandioso, y, como si yo fuera alemana, les explico que ese equipo es el que más veces ha ganado la Bundesliga. Me escuchan, asienten, pero pasan de mí. Al final sonrío al ver sus caras de aburrimiento y, sobre las siete y media de la tarde, proponen ir a cenar. Me río. Yo a esta hora meriendo. Pero, consciente de que en especial Flyn lleva horario alemán, me amoldo.
Me llevan a un restaurante típico y aquí pruebo distintos tipos de cerveza. La Pilsen es rubia, la Weissbier es blanca y la Rauchbier, ahumada. Joe me mira, yo las paladeo y al final digo, haciéndole reír:
—Como la Mahou cinco estrellas, ¡ninguna!
La base en los platos alemanes es la harina. La emplean para hacer absolutamente de todo. Eso me explica Joe mientras devoro una weissburst o salchicha blanca. Está hecha de fino picado de ternera, especies y manteca. ¡Está de muerte! Flyn, divertido por la atención que le prestamos su tío y yo, mordisquea una rosquilla salada en forma de ocho llamada brenz. Su buen rollo y el mío es latente, y Joe simplemente lo disfruta. Durante un buen rato nos traen distintos platos. Aunque los alemanes cenan ligero, yo tengo hambre y pido rábano cortado en finas rodajas y espolvoreado con sal. Me dicen que eso se llama radi. Después nos sirven obatzda, que es un queso preparado a base de camembert, mantequilla, cebolla y pimentón dulce. Y en el postre, me vuelvo loca con el germknödel, un pastel relleno de mermelada de ciruela, elaborado con azúcar, levadura, harina y leche caliente, y servido con azúcar glas y semillas de amapolas. Vamos..., todo muy light.
Por la noche, cuando regresamos a casa, estamos molidos. Hemos andado una barbaridad, y Flyn cae en la cama como un ceporro. Tumbados en el sofá del comedor mientras vemos una película propongo bañarnos en la piscina. Joe tiene los ojos cerrados y se niega.
—¿Te pasa algo, cielo?
—No —responde rápidamente.
—¿Te duele la cabeza? —pregunto, preocupada.
Lo miro. Él me mira. De pronto, divertido, me coge como a un saco de patatas y me lleva hasta ella. Al llegar sólo encendemos la luz del interior de la piscina y, cuando no lo espera, lo empujo y cae vestido al agua. Cuando saca la cabeza, me mira, yo levanto las cejas y pregunto, risueña:
—¿No me digas que te vas a enfadar?
Mi risa lo hace reír a él, y más cuando vestida me tiro el agua a su lado. Joe me agarra y, mientras me hace cosquillas, murmura:
—Morenita, eres una chica muy traviesa.
Sé que mis carcajadas por las cosquillas le llenan el alma y lo hacen feliz. Durante un rato, jugamos a hacernos ahogadillas mientras nos vamos quitando la ropa hasta quedar desnudos. Nos besamos. Nos tentamos y, finalmente, nos hacemos el amor.
Nunca lo he hecho hasta ahora en una piscina, pero es excitante, morboso. Y con Joe cuchicheándome al oído cosas que sabe que me ponen cardíaca todavía más.
Tras reponernos le propongo echar carreras en la piscina, pero es imposible. Joe sólo quiere besarme y disfrutar de mí. Veinte minutos después, salimos del agua. Me dirijo hacia donde sé que hay toallas, cojo dos y vuelvo a su lado. Arropados no sentamos en una bonita hamaca color café. La cómoda hamaca es como las que suelen estar sujetas a dos árboles, pero, en su defecto, aquí está enganchada a dos columnas.
Joe se deja caer a mi lado, y abrazada a él, nos movemos y parece que estamos flotando. Besos, caricias, y cuando me quiero dar cuenta, estoy sobre él devorándole el pene. Tumbado boca arriba disfruta de mis atenciones, mientras jugueteo con él y le doy besos pícaros y ardientes. Adoro su pene. Adoro la sensación de tenerlo en mi boca. Adoro su suavidad y adoro cómo Joe me toca el pelo y me anima a chupárselo. Pero la impaciencia le puede. No se sacia nunca. Se levanta, planta los pies en el suelo a ambos lados de la hamaca y, dándome la vuelta, murmura en mi oreja mientras me penetra:
—Esto por tirarme a la piscina.
—Te voy a volver a tirar —susurro mientras lo recibo.
—Pues te volveré a follar una y otra vez por ser una chica tan mala.
Sonrío. Me muerde el costado mientras con pasión sus manos aprietan mi cintura y me hace suya una y otra vez.
—Arquea las caderas para mí... Más..., más... —exige, agarrándome del pelo.
Me da un azote que resuena en toda la piscina. Yo jadeo. Hago lo que me pide. Me arqueo y profundiza más en mí. Gustosa de lo que me hace, mis jadeos retumban en la sala mientras, suspendida en la hamaca, voy y vengo ante las fuertes y maravillosas acometidas de mi amor. Una hora después, saciados de sexo, nos vamos a nuestra habitación. Tenemos que descansar.
Por la mañana, cuando me levanto y bajo a la cocina, Simona me informa de que Joe no ha ido a trabajar y que está en su despacho. Sorprendida, voy hasta donde está él y nada más abrir la puerta y ver su rostro sé que está mal. Me asusto, pero, cuando me acerco a él, dice:
—_____, no me agobies, por favor.
Nerviosa, no sé qué hacer. Lo miro, me siento frente a él y me retuerzo las manos.
—Llama a Marta —me pide finalmente.
Con rapidez, hago lo que ha dicho.
Tiemblo.
Estoy asustada.
Joe, mi fuerte y duro Iceman, sufre. Lo veo en su rostro. En la crispación de su gesto. En sus ojos enrojecidos. Quiero acercarme a él. Quiero besarlo. Mimarlo. Quiero decirle que no se preocupe. Pero Joe no desea nada de eso. Joe sólo desea que lo deje en paz. Respeto lo que necesita y me mantengo en un segundo plano.
Media hora después, llega Marta. Trae su maletín. Al ver mi estado, con la mirada me pide que me tranquilice. Intento hacerlo mientras examina a su hermano con cuidado ante mi atenta mirada. Joe no es un buen paciente y protesta todo el rato. Está insoportable.
Marta, sin inmutarse por sus gruñidos, se sienta frente él.
—El nervio óptico está peor. Hay que meterte de nuevo en quirófano.
Joe maldice. Protesta. No me mira. Sólo blasfema.
—Te dije que esto podía pasar —indica Marta con calma—. Lo sabes. Necesitas comenzar el tratamiento para poder hacerte el microbypass trabecular.
Oír tal cosa me enfada. No me ha comentado en todo este tiempo absolutamente nada de nada. Pero no quiero discutir. No es momento. Bastante tiene él ya con esto. Pero, dispuesta a sumarme a lo que hablan, pregunto:
—¿Cuál es el tratamiento?
Marta lo explica. Joe no me mira, y cuando finaliza, afirmo con seguridad:
—Muy bien, Joe. Tú dirás cuándo lo comenzamos.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Veintitrés
Como ya imaginaba, durante el tratamiento Joe se ha vuelto todavía más insoportable. Un auténtico tirano con todos. No le hace gracia nada de lo que tiene que hacer y protesta día sí, día también. Como lo conozco, no le hago ni caso, aunque a veces sienta unas irrefrenables ganas de meter su cabeza en la piscina y no sacarla.
Marta ha hablado con varios especialistas durante estos días. Como es lógico, quiere lo mejor para su hermano y me mantiene informada de todo. Las gotas que Joe se tiene que echar en los ojos lo destrozan. Le duele la cabeza, le revuelven el estómago y no le dejan ver bien. Se agobia.
—¿Otra vez? —protesta Joe.
—Sí, cariño. Toca echarlas de nuevo —insisto.
Maldice, blasfema, pero, cuando ve que no me muevo, se sienta y, tras resoplar, me permite hacerlo.
Sus ojos están enrojecidos. Demasiado. Su color azul está apagado. Me asusto. Pero no dejo que vea el miedo que tengo. No quiero que se agobie más. Él también está asustado. Lo sé. No dice nada, pero su furia me hace ver el temor que tiene a su enfermedad.
Es de noche y estamos envueltos por la oscuridad de nuestra habitación. No puedo dormir. Él, tampoco. Sorprendiéndome, pregunta:
—_____, mi enfermedad avanza. ¿Qué vas a hacer?
Sé a lo que se refiere. Me acaloro. Deseo machacarle por permitirse pensar tonterías. Pero, volviéndome hacia él en la oscuridad, respondo:
—De momento, besarte.
Lo beso, y cuando mi cabeza vuelve a estar sobre la almohada, añado:
—Y, por supuesto, seguir queriéndote como te quiero ahora mismo, cariño.
Permanecemos callados durante un rato, hasta que insiste:
—Si me quedo ciego, no voy a ser un buen compañero.
La carne se me pone de gallina. No quiero pensar en ello. No, por favor. Pero él vuelve al ataque.
—Seré un estorbo para ti, alguien que limitará tu vida y...
—¡Basta! —exijo.
—Tenemos que hablarlo, ____. Por mucho que nos duela, tenemos que hablarlo.
Me desespero. No tengo nada de que hablar con él. Da igual lo que le pase. Yo le quiero y le voy a seguir queriendo. ¿Acaso no se da cuenta de ello? Pero, al final, sentándome en la cama, siseo:
—Me duele oírte decir eso. ¿Y sabes por qué? Porque me haces sentir que si alguna vez a mí me pasa algo debo dejarte.
—No, cariño —murmura, atrayéndome hacia él.
—Sí..., sí, cariño —insisto—. ¿Acaso yo soy diferente a ti? No. Si yo tengo que plantearme tener que dejarte, tú deberás plantearte tener que dejarme a mí ante una enfermedad. —Con cierta sensación de agitación, continúo hablando—: ¡Oh, Dios!, espero que nunca me pase nada, porque, si encima de que me pasa algo, tengo que vivir sin ti, sinceramente, no sabría qué hacer.
Tras un silencio que me da a entender que Joe ha comprendido lo que he dicho, me acerca a él y besa mi frente.
—Eso nunca ocurrirá porque...
No le dejo continuar. Me levanto de la cama. Abro mi cajón. Saco varias cosas, entre ellas una media negra, y sentándome a horcajadas sobre él, digo:
—¿Me dejas hacer algo?
—¿El qué? —pregunta, sorprendido por el giro de la conversación.
—¿Confías en mí?
Pese a la oscuridad de nuestra habitación, veo que asiente.
—Levanta la cabeza.
Me hace caso. Con delicadeza, paso la media negra alrededor de su cabeza, sobre sus ojos, y hago un nudo atrás.
—Ahora no ves absolutamente nada, ¿verdad?
No habla; sólo niega con la cabeza. Me tumbo sobre él.
—Aunque algún día no me veas, adoro tu boca —la beso—, adoro tu nariz —la beso—, adoro tus ojos —los beso por encima de la media— y adoro tu bonito pelo y, sobre todo, tu manera de gruñir y enfadarte conmigo.
Me siento sobre él, y cogiéndole las manos, las pongo sobre mi cuerpo.
—Aunque algún día no me veas —prosigo—, tus fuertes manos me podrán seguir tocando. Mis pechos se seguirán excitando ante tu roce y tu pene. ¡Oh, Dios, tu duro, alucinante, morboso y enloquecedor pene! —musito, excitada, mientras me aprieto contra él—. Será el que me haga jadear, enloquecer y decirte eso de “Pídeme lo que quieras”.
Las comisuras de sus labios se curvan. ¡Bien! Estoy consiguiendo que sonría. Con ganas de seguir, pongo en sus manos la joya anal y murmuro, llevándola a su boca.
—Chúpala.
Hace lo que le pido y después guío su mano hasta mi trasero y susurro cerca de su cara:
—Aunque algún día no me veas, seguirás introduciendo la joya en, como dices tú, “mi bonito culito”. Y lo harás porque te gusta, porque me gusta y porque es nuestro juego, cariño. Vamos, hazlo.
Joe, a tientas, toca mi trasero, y cuando localiza el agujero de mi ano, hace lo que le pido. Mete la joya anal, mi cuerpo la recibe, y ambos jadeamos.
Excitada por lo que estoy haciendo, paseo mi boca por su oreja.
—¿Te gusta lo que has hecho, cariño?
—Sí..., mucho —ronronea mientras me aprieta con sus manos las nalgas.
Su deseo sexual crece por segundos. Esto lo excita mucho, y mientras mueve la joya en mí, digo, deseosa de volverlo loco:
—Aunque algún día no me veas, podrás seguir devorándome a tu antojo. Abriré mis piernas para ti y para quien tú me digas, y te juro que disfrutaré y te haré disfrutar de ello como lo haces siempre. Y lo harás porque tú guiarás. Tú tocarás. Tú ordenarás. Soy tuya, cariño, y sin ti, nada de nuestro juego es válido porque a mí no me vale. —Joe gime, y yo añado—: Vamos, hazlo. Juega conmigo.
Me bajo de su cuerpo y me tumbo a su lado. Tiro de su mano y la coloco sobre mí. A tientas, me toca; su boca, desesperada, pasea por mi cuerpo, por mi cuello, mis pezones, mi ombligo, mi monte de Venus, y le guío hasta dejarlo justo entre mis piernas. Sin necesidad de que me lo pida, las abro para él.
—¿Más abiertas? —pregunto.
Joe me toca.
—Sí.
Sonrío, y me abro más.
En décimas de segundo me devora. Su lengua entra y busca mi clítoris. Juega con él. Tira de él con los labios, y cuando lo tiene hinchado, da toquecitos que me hacen gritar y arquearme, enloquecida. Me muevo. Jadeo. Él mueve mi joya anal al mismo tiempo que tira de mi clítoris, y yo me vuelvo loca. Con fogosidad me agarra con sus manos los muslos y me menea a su antojo sobre su boca mientras yo, con mi mano, le toco el pelo y murmuro, gustosa:
—No necesitas ver para darme placer. Para hacerme feliz. Para volverme loca. Así..., cariño..., así.
Durante unos minutos, mi loco amor prosigue con su asolador ataque.
Calor..., calor..., tengo mucho calor, y él me lo provoca.
En la oscuridad de la habitación, yo lo observo. Con movimientos elegantes y felinos se mueve como un tigre sobre mí, devorando a su presa. Él a mí no me puede ver. La oscuridad y la media que le he puesto alrededor de los ojos se lo impiden. Su respiración se acelera. Su boca busca la mía y me besa. Instantes después, y sin hablar, con una de sus manos, coge su erección mientras con la otra toca la humedad de mi vagina.
—Estoy empapada por ti, cariño —le susurro al oído—. Sólo por ti.
Con desespero, guía su dura erección por mi hendidura, hasta que con un certero movimiento se introduce en mí. Los dos jadeamos. Joe me agarra, se aprieta contra mí mientras menea sus caderas y yo apenas me puedo mover. Su peso me inmoviliza. Me chupa el cuello. Yo a él le muerdo el hombro.
—Aunque algún día no me veas, seguirás poseyéndome con pasión, con fuerza y con vitalidad, y yo te recibiré siempre, porque soy tuya. Tú eres mi fantasía. Yo soy la tuya. Y juntos, disfrutaremos ahora y siempre, cariño.
Joe no habla. Sólo se deja llevar por el momento. Y, cuando los dos llegamos al clímax, me abraza y afirma:
—Sí, cariño. Ahora y siempre.
Monse_Jonas
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