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Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Seis
Tras despedirme de mi familia me monto en el coche de Joe. He claudicado.
He claudicado y de nuevo estoy junto a él.
Mi cabeza da vueltas y vueltas mientras intento entender qué estoy haciendo. De pronto, me fijo en la carretera. Creía que iríamos hacia Zahara, a la casa de Frida y Andrés, y me sorprendo al ver que nos dirigimos hacia la preciosa villa que Joe alquiló en verano.
Una vez que la valla metálica se cierra tras nosotros, observo la preciosa casa al fondo y murmuro:
—¿Qué hacemos aquí?
Joe me mira.
—Necesitamos estar solos.
Asiento.
Nada me apetece más que eso.
Cuando para el coche y nos bajamos, Joe coge mi equipaje con una mano y me da la otra. Me agarra con fuerza, con posesión, y entramos en el interior de la casa. Mi sorpresa es mayúscula al ver cómo ha cambiado el entorno. Muebles modernos. Paredes lisas y de colores. Un pantalla de plasma enorme. Una chimenea por estrenar. Todo, absolutamente todo, es nuevo.
Lo miro sorprendida. Veo que pone música y, antes de que yo diga nada, él aclara:
—He comprado la casa.
Increíble. Pero ¿cómo es posible que no me haya enterado de que la ha comprado?
—¿Has comprado esta casa?
—Sí. Para ti.
—¿Para mí?
—Sí, cariño. Era mi sorpresa de Reyes Magos.
Asombrada, miro a mi alrededor.
—Ven —dice Joe tras soltar mi equipaje—. Tenemos que hablar.
La música envuelve la estancia, y sin que pueda dejar de mirar y admirar lo bonita y elegante que está, me siento en el confortable sillón ante la crepitante chimenea.
—Estás preciosa con ese vestido —asegura, sentándose a mi lado.
—Gracias. Lo creas o no, lo compré para ti.
Después de un gesto de asentimiento, pasea su mirada por mi cuerpo, y mi Iceman no puede evitar decir:
—Pero era a otros a quienes les pensabas regalar las vistas que el vestido da.
Ya estamos.
Ya comenzamos.
¡Ya me está picando!
Cuento hasta cuarenta y cinco; no, hasta cuarenta y seis. Resoplo y finalmente contesto:
—Como te dije una vez, no soy una santa. Y cuando no tengo pareja, regalo y doy de mí lo que yo quiero, a quien yo quiero y cuando yo quiero. —Joe arquea una ceja, y yo prosigo—: Soy mi única dueña, y eso te tiene que quedar clarito de una vez por todas.
—Exacto: cuando no tienes pareja, que no es el caso —insiste sin apartar sus ojos de mí.
De repente, soy consciente de que suena una canción que me gusta mucho. ¡Dios, lo que me he acordado de Joe estos días mientras la escuchaba! Volvemos a mirarnos como rivales en tanto la voz de Ricardo Montaner canta:
Convénceme de ser feliz, convénceme.
Convénceme de no morir, convénceme.
Que no es igual felicidad y plenitud
Que un rato entre los dos, que una vida sin tu amor.
Estas frases dicen tanto de mi relación con Joe que me nublan momentáneamente la mente. Pero al final Joe da su brazo a torcer y cambia de tema.
—Mi madre y mi hermana te mandan recuerdos. Esperan verte en la fiesta que organizan en Alemania el día 5, ¿lo recuerdas?
—Sí, pero no cuentes conmigo. No voy a ir.
Mi entrecejo sigue fruncido y mi chulería en todo lo alto. A pesar de la felicidad que me embarga por estar junto al hombre que adoro, el orgullo y la furia siguen instalados en mí. Joe lo sabe.
—____..., siento todo lo que ha ocurrido. Tenías razón. Debía haber creído lo que decías sin haber cuestionado nada más. Pero a veces soy un cabezón cuadriculado y...
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—El fervor con que defendiste tu verdad fue lo que me hizo comprender lo equivocado que estaba contigo. Antes de que te marcharas ya me había dado cuenta de mi gran error, cariño.
Si es que los tíos son para darles un ladrillazo.
—Convénceme...
Nada más decirlo, Joe me mira, y yo me regaño a mí misma. “¿Convénceme?” Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Dios!, la canción me nubla la razón. Que acabe ya. Y sin dejarle contestar, gruño:
—¿Y para eso me he tenido que despedir de mi trabajo y devolverte el anillo?
—No estás despedida y...
—Sí lo estoy. No pienso regresar a tu maldita empresa en mi vida.
—¿Por qué?
—Porque no. ¡Ah!, y por cierto, me alegró saber que pusiste de patitas en la calle a mi ex jefa. Y antes de que insistas, no. No pienso regresar a tu empresa, ¿entendido?
Joe asiente, pero durante un instante se queda pensativo. Al final, se decide a hablar:
—No voy a permitir que sigas trabajando de camarera ni aquí ni en ningún otro lugar. Odio ver cómo los hombres te miran. Para mis cosas soy muy territorial y tú...
Alucinada por este arranque de celos, que en el fondo me pone a cien, le suelto:
—Mira, guapo, hoy por hoy hay mucho paro en España y, como comprenderás, si tengo que trabajar no me puedo poner en plan princesita. Pero, de todos modos, ahora no quiero hablar de esto, ¿de acuerdo?
Joe se muestra conforme.
—En cuanto al anillo...
—No lo quiero.
¡Guau, qué borde estoy siendo! Hasta yo misma me sorprendo.
—Es tuyo, cariño —responde Joe con tacto y una voz suave.
—No lo quiero.
Intenta besarme y le hago la cobra. Y antes de que diga nada, farfullo:
—No me agobies con anillos, ni compromisos, ni mudanzas, ni nada. Estamos hablando de nosotros y de nuestra relación. Ha ocurrido algo que me ha desbaratado la vida y de momento no quiero anillos ni títulos de novia, ¿vale?
Vuelve a asentir. Su docilidad me tiene maravillada. ¿Realmente me quiere tanto? La canción termina y suena Nirvana. ¡Genial! Se acabó el romanticismo.
Se produce un tenso silencio por parte de los dos, pero no me quita el ojo de encima ni un segundo. Finalmente, veo que se curvan las comisuras de sus labios y dice:
—Eres una jovencita muy valiente a la par que preciosa.
Sin querer sonreír, levantó una ceja.
—¿Momento peloteo?
Joe sonríe por lo que acabo de decir.
—Lo que hiciste el otro día en la oficina me dejó sin habla.
—¿El qué? ¿Cantarle las verdades a la idiota de mi ex jefa? ¿Despedirme del trabajo?
—Todo eso y escuchar cómo me mandabas a la mierda ante el jefe de personal. Por cierto, no lo vuelvas a hacer o perderé credibilidad en mi empresa, ¿entendido?
Esta vez soy yo la que asiente y sonríe. Tiene razón. Eso estuvo muy mal.
Silencio.
Joe me observa a la espera de que lo bese. Sé que demanda mi contacto, lo sé por cómo me mira, pero no estoy dispuesta a no ponerle las cosas fáciles.
—¿Es cierto que me quieres tanto?
—Más —susurra, acercando su nariz a mi cuello.
El corazón me aletea; su olor, su cercanía, su aplomo, comienzan a hacer mella en mí, y sólo puedo desear que me desnude y me posea. Su proximidad es irresistible, pero, dispuesta a decir todo lo que tengo que decir, me retiro y murmuro:
—Quiero que sepas que estoy muy enfadada contigo.
—Lo siento, nena.
—Me hiciste sentir muy mal.
—Lo siento, pequeña.
Vuelve a la carga.
Sus labios me besan el hombro desnudo. ¡Oh, Diosssss, cuánto me gusta!
Pero no. Debe probar su propia medicina. Se lo merece. Por ello, respiro hondo y digo:
—Vas a sentirlo, señor Zimmerman, porque a partir de este instante cada vez que yo me enfade contigo tendrás un castigo. Me he cansado de que aquí sólo castigues tú.
Sorprendido, me mira y frunce el ceño.
—¿Y cómo pretendes castigarme?
Me levanto del sillón.
¿No le gustan las guerreras? Pues allá voy.
Me doy una vuelta lentamente ante él, segura de mi sensualidad.
—De momento, privándote de lo que más deseas.
Iceman se levanta. ¡Oh, oh!
Su altura es espectacular.
Clava sus impactantes y azulados ojos en mí, e indaga:
—¿A qué te refieres exactamente?
Camino. Me observa y, cuando estoy tras la mesa, aclaro:
—No vas a disfrutar de mi cuerpo. Ése es tu castigo.
¡Tensión!
El aire puede cortarse con un cuchillo.
Su rostro se descompone ante mis ojos.
Espero que grite y se niegue, pero de pronto dice con voz gélida:
—¿Me quieres volver loco? —No respondo, y prosigue, ofuscado—: Has escapado de mí. Me has vuelto loco al no saber dónde estabas. No me has cogido el teléfono durante días. Me has dado con la puerta en las narices y anoche te vi sonriendo a otros tipos. ¿Y aún me quieres infligir más castigos?
—¡Ajá!
Maldice en alemán.
¡Guau, menuda palabrotaza que ha dicho! Pero al dirigirse a mí cambia completamente el tono:
—Cariño, quiero hacerte el amor. Quiero besarte. Quiero demostrarte cuánto te amo. Quiero tenerte desnuda entre mis brazos. Te necesito. ¿Y tú me estás diciendo que me prive de todo eso?
Se lo confirmo con mi voz más fría y distante.
—Sí, exactamente. No me tocarás ni un pelo hasta que yo te deje. Me has roto el corazón y, si me quieres, respetarás el castigo como yo siempre he respetado los tuyos.
Joe vuelve a maldecir en alemán.
—¿Y hasta cuándo se supone que estoy castigado? —pregunta, mirándome con intensidad.
—Hasta que yo decida que no lo estás.
Cierra los ojos. Inspira por la nariz y, cuando los abre, asiente.
—De acuerdo, pequeña. Si eso es lo que tú crees que debes hacer, adelante.
Encantada, sonrío. Me he salido con la mía. ¡Yupi!
Miro el reloj y veo que son las dos y media de la madrugada. No tengo sueño, pero necesito alejarme de él, o la primera que no cumplirá el absurdo castigo impuesto seré yo. Así pues, me desperezo antes de plantearle:
—¿Me dices dónde está mi habitación?
—¡¿Tu habitación?!
Con disimulo, contengo la risa que me gustaría soltar al ver su cara e insisto:
—Joe, no pretenderás que durmamos juntos.
—Pero...
—No, Joe, no —le corto—. Deseo mi propia intimidad. No quiero compartir la cama contigo. No te lo mereces.
Asiente lentamente con gesto tenso mientras sé que en este momento debe de estar acordándose de todos mis antepasados, y murmura, pasado el primer impacto:
—Ya sabes que la casa tiene cuatro habitaciones. Escoge la que quieras. Yo dormiré en cualquiera de las que queden libres.
Sin mirarlo, agarro mi mochila y me dirijo hacia la habitación que él y yo utilizábamos en verano. Nuestra habitación. Está preciosa. Joe ha puesto una cama enorme con dosel en el centro de la estancia que es una maravilla. Muebles blancos decapados y cortinas de hilo en naranja a juego con la colcha. Miro el techo y veo un ventilador. ¡Me encantan los ventiladores! Cierro la puerta y mi corazón bombea con fuerza.
¿Qué estoy haciendo?
Deseo que me desnude, que me bese, que me haga el amor como nos gusta a los dos, pero aquí estoy, negándome a mí misma lo que más anhelo y negándoselo a él.
Tras dejar mi equipaje junto a una pared del dormitorio, me miro en el espejo ovalado a juego con los muebles y sonrío. Mi apariencia con este vestido es de lo más sexy y sugerente. No me extraña que Joe me mire así. Con malicia sonrío y planeo meter más el dedito en la llaga. Quiero castigarlo. Abro la puerta, busco a Joe y lo veo parado frente a la chimenea.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Claro.
Consciente de lo que voy a pedir, me acerco a él, me retiro mi oscuro y largo pelo hacia un lado, y le solicito, mimosa:
—¿Podrías bajarme la cremallera del vestido?
Me doy la vuelta para que no descubra mi sonrisa y lo oigo resoplar.
No veo su gesto, pero imagino su mirada clavada en mi espalda. En mi piel. Sus manos se posan en mí. ¡Uf, qué calor! Muy lentamente va bajando la cremallera. Noto su respiración en mi cuello. ¡Excitante! Sé los esfuerzos que hace para no arrancarme el vestido e incumplir el castigo.
—____..
—Dime, Joe...
—Te deseo —confiesa con voz ronca en mi oreja.
La carne se me pone de gallina. Los pelos se me erizan y no respondo. No puedo.
No llevo sujetador y la cremallera termina al final de mi trasero. Sé que mira mi tanga negro. Mi piel. Mis nalgas. Lo sé. Lo conozco.
Yo también lo deseo. Me muero por sus huesos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi objetivo.
—¿Y qué deseas? —digo sin darme la vuelta.
Acercándose más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras resuenan en mi oreja.
—Te deseo a ti.
¡Dios, estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarlo, apoyo mi cabeza en su pecho, cierro los ojos y musito:
—¿Te gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?
—Sí.
—¿Con posesión? —murmuro con un hilillo de voz.
—Sí.
Expulso el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más dura apretándose contra mi trasero. Me besa los hombros y lo disfruto.
—¿Te gustaría compartirme con otro hombre?
—Sólo si tú quieres, cariño.
Voy a soltar vapor por las orejas de un momento a otro.
—Lo deseo. Te miraría a los ojos y saborearía tu boca mientras otro me posee.
—Sí...
—Tú le darás acceso a mi interior. Me abrirás para él y observarás cómo se encaja en mí una y otra vez, mientras yo jadeo y te miro a los ojos.
Noto cómo Joe traga con dificultad. Eso lo ha puesto cardíaco. A mí cardíaca no..., lo siguiente.
Y cuando pone sus ardientes labios en la base de mi nuca y me besa, doy un respingo, me alejo de él y, mirándolo a los ojos, digo con todo mi pesar:
—No, Joe..., estás castigado.
Con coquetería me sujeto el vestido para que no se me caiga y me alejo.
—Buenas noches —me despido.
Me meto en mi habitación y cierro la puerta. Tiemblo. Le acabo de hacer lo mismo que él me hizo aquella vez en el bar de intercambios. Calentarlo para nada.
Ardor.
Excitación.
Calor..., mucho calor.
Me quito el vestido y lo dejo sobre una silla. Vestida sólo con el tanga negro, me siento a los pies de la cama y miro la puerta. Sé que va a venir. Sus ojos, su voz, sus deseos y sus instintos más primarios me han dicho que me necesita y lo que quiere.
Instantes después oigo sus pasos acercarse. Mi respiración se agita.
Quiero que entre.
Quiero que tire la puerta.
Quiero que me posea mientras me mira a los ojos.
Sin quitar la vista de la puerta oigo sus movimientos. Está dudoso. Sé que está fuera calibrando qué hacer. Su tentación soy yo. Lo acabo de calentar, de excitar, pero también soy la mujer a la que no desea defraudar.
El pomo se mueve, ¡oh, sí!, y mi vagina tiembla, deseosa de disfrutar de lo que sólo Joe me puede proporcionar. Sexo salvaje. Pero, de pronto, el pomo se para; mi decepción me hace abrir la boca, y más al oír sus pasos alejándose.
¿Se ha ido?
Cuando soy capaz de cerrar la boca, siento ganas de llorar. Soy una imbécil. Una tonta. Él acaba de respetar lo que yo le he pedido y, me guste o no, he de estar contenta.
Tardo horas en dormirme.
No puedo.
El morbo que me causa Joe es demasiado tentador para mí. Estamos solos en una preciosa casa, deseándonos como locos, pero ninguno de los dos hace nada por remediarlo.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Siete
Por la mañana, cuando me levanto, lo primero que hago es llamar a mi padre. Estará intranquilo.
Le comunico que estoy bien y me emociono al oír su voz de felicidad. Está pletórico de alegría por mí y por Joe, y eso me hace sonreír. Me pregunta si me ha gustado la casa que Joe me ha comprado. Me sorprende que mi padre lo sepa, pero me confiesa que ha estado al tanto de todo. Joe se lo pidió y él, encantado, aceptó controlar las obras y guardar el secreto.
Mi padre y Joe se llevan demasiado bien. Esto me gusta, aunque me inquieta al mismo tiempo.
Una vez acabada la llamada, abro la puerta y curioseo a través de ella. No veo nada; sólo oigo música. Me parece que el que canta es Stevie Wonder. Me lavo los dientes, me peino un poco y me pongo unos vaqueros. Al entrar en el amplio salón, ahora unido a la cocina, lo veo sentado en el sofá leyendo un periódico. Joe sonríe al verme. ¡Qué atractivo es! Está guapísimo con la camiseta gris y morada de los Lakers y los pantalones vaqueros.
—Buenos días. ¿Quieres café? —pregunta con buen humor.
Frunzo el ceño y respondo:
—Sí, con leche.
En silencio veo que se levanta, va hasta la encimera de la cocina y llena una taza blanca y roja con café y leche, mientras yo me fijo en sus manos, esas fuertes manos que tanto me gustan cuando me tocan y consiguen que yo me vuelva loca de placer.
—¿Quieres tostadas, embutido, tortilla, plum-cake, galletas?
—Nada.
—¡¿Nada?!
—Estoy a régimen.
Sorprendido, me mira. Desde que nos conocemos nunca le he dicho que estuviera a régimen. Esa tortura no va conmigo.
—Tú no necesitas ningún régimen —afirma mientras deja el café con leche ante mí—. Come.
No contesto. Sólo lo miro, lo miro y lo miro, y bebo café. Una vez que lo acabo, Joe, que no ha levantado su vista de mí, dice:
—¿Has dormido bien?
—Sí —miento. No pienso revelar que no he pegado ojo pensando en él—. ¿Y tú?
Joe curva la comisura de sus labios y murmura:
—Sinceramente, no he podido pegar ojo pensando en ti.
Asiento.
¡Qué rico lo que ha dichooooooo!
Pero esa miradita suya me pone cardíaca. Me provoca. Por eso, para alejarme de la tentación, o soy capaz de arrancarle la camiseta de los Lakers a mordiscos, me levanto de la silla y me acerco a la ventana para mirar al exterior. Llueve. Dos segundos después, lo noto detrás de mí, aunque sin tocarme.
—¿Qué te apetece hacer hoy?
¡Guaaaaaau!, lo que me apetece hacer lo tengo claro: ¡sexo! Pero no, no pienso decirlo, así que me encojo hombros.
—Lo que tú quieras.
—¡Mmm...! ¿Lo que yo quiera? —susurra cerca de mi oreja.
¡Madre, madre, madre! A Iceman le apetece lo mismo que a mí. ¡Sexo!
Escuchar su voz e imaginar lo que está pensando me ponen la carne de gallina. Sin que pueda evitarlo, me vuelvo para mirarlo, y él añade con ojos guasones:
—Si es lo que yo quiera, ya puedes desnudarte, pequeña.
—Joe...
Divertido, sonríe y se aleja de mí tras tentarme como un auténtico demonio.
—¿Quieres que vayamos a Zahara para ver a Frida y Andrés? —pregunta cuando está lo suficientemente lejos.
Ésa me parece una excelente idea y acepto encantada.
Media hora después, los dos vamos en su coche en dirección a Zahara de los Atunes. Llueve. Hace frío. Pone música y vuelve a sonar ¡Convénceme! ¿Por qué de nuevo esta canción? Cierro los ojos y maldigo en silencio. Cuando los abro, miro por la ventanilla. Me mantengo callada.
—¿No cantas?
Mentalmente sí que lo hago, pero no lo pienso admitir.
—No me apetece.
Silencio entre los dos hasta que Joe lo rompe de nuevo.
—¿Sabes?, una vez una preciosa mujer a la que adoro me comentó que su madre le había dicho que cantar era lo único que amansaba a las fieras y...
—¿Me estás llamando animal?
Sorprendido, da un respingo.
—No..., ni mucho menos.
—Pues canta tú si quieres; a mí no me apetece.
Joe hace un gesto afirmativo y se muerde el labio. Finalmente, asegura con resignación:
—De acuerdo, pequeña, me callaré.
La tensión en el ambiente es palpable, y ninguno abre la boca durante lo que dura el trayecto. Cuando llegamos a nuestro destino, Frida y Andrés me abrazan encantados; en especial, Frida, que en cuanto puede me aparta de los hombres y cuchichea:
—Por fin, por fin... ¡Cuánto me alegra ver que estáis de nuevo juntos!
—No cantes victoria tan pronto, que lo tengo en cuarentena.
—¿Cuarentena?
Sonrío irónicamente.
—Lo tengo castigado sin sexo ni cariñitos.
—¿Cómo?
Tras mirar a Joe y contemplar su semblante ceñudo, musito:
—Él me castiga cuando hago algo mal, y a partir de ahora he decidido que voy a hacer lo mismo. Por lo tanto, lo he castigado sin sexo.
—Pero ¿sólo contigo o con todas las mujeres?
Esto me alerta.
No lo he concretado, pero estoy segura de que él me ha entendido que es con todas. ¡TODAS! Frida, al ver mi gesto, se ríe.
—Oye, y cuando él te ha castigado, ¿con qué lo hizo?
Pienso en sus castigos y me pongo roja como un tomate. Frida sigue riendo.
—No hace falta que me los cuentes. Ya sé por dónde vas.
Su cara de picaruela me hace sonreír.
—Vale..., te lo cuento porque contigo no me da vergüenza hablar de sexo. La primera vez que me castigó, me llevó a un club de intercambio de parejas y, tras calentarme y hacerme abrir de piernas para unos hombres, me obligó a regresar al hotel sin que nadie, ni siquiera él, me tocara. La siguiente vez me entregó a una mujer y...
—¡Oh, Diossssssssssss!, me encantan los castigos de Joe, pero creo que el tuyo es excesivamente cruel.
Viendo la expresión de Frida, al final yo sonrío de nuevo.
—Eso para que sepa con quién se las está jugando. Voy a ser su mayor pesadilla y se va a arrepentir de haberme hecho enfadar.
A la hora de la comida ha parado de llover y decidimos ir a uno de los restaurantes de Zahara. Como siempre, todo está buenísimo, y como no he desayunado tengo un hambre atroz. Me pongo morada a langostinos, a cazón en adobo y a chopitos. Joe me mira con sorpresa.
—¿No estabas a régimen?
—Sí —respondo, divertida—, pero hago dos. Con uno me quedo con hambre.
Mi comentario lo hace reír e inconscientemente se acerca a mí y me besa. Acepto su beso. ¡Oh, Dios!, lo necesitaba. Pero cuando se retira añado todo lo seria que puedo:
—Controle sus instintos, señor Zimmerman, y cumpla su castigo.
Su gesto se vuelve serio y asiente con acritud. Frida me mira y, ante su sonrisa, gesticulo.
El resto del día lo pasamos bien. Estar con Frida para mí es muy divertido y siento que Joe busca mis atenciones. Necesita que lo bese y lo toque tanto o más que yo, pero me reprimo. Aún estoy enfadada con él.
Por la noche, regresamos a la casa. Cuando llega la hora de dormir, hago de tripas corazón y, después de darle un tentador beso en los labios, me voy a mi habitación; pero antes de que pueda llegar, Joe me coge de la mano,
—¿Hasta cuándo va a durar esto?
Quiero decir que se acabó.
Quiero decir que ya no puedo más.
Pero mi orgullo me impide claudicar. Le guiño un ojo, me suelto de su mano y me meto en el dormitorio sin contestar.
Una vez dentro, mis instintos más básicos me gritan que abra la puerta y termine con la tontería del castigo que yo solita he impuesto, pero mi pundonor no me deja. Como la noche anterior, le oigo acercarse a la puerta. Sé que quiere entrar, pero al final vuelve a marcharse.
Por la mañana, la madre de Joe llama por teléfono y le pide que regrese urgentemente a Alemania. La mujer que se encarga de cuidar a su sobrino en su ausencia ha decidido abandonar el trabajo sin previo aviso e irse a vivir con su familia a Viena. Joe se encuentra en una encrucijada: su sobrino o yo.
¿Qué debe hacer?
Durante horas observo cómo intenta solucionar el problema por teléfono. Habla con la mujer que cuidaba hasta ahora a su sobrino y discute. No entiende que no lo haya avisado con tiempo para buscar una sustituta. Después, habla con su hermana Marta y se desespera. Habla con su madre y vuelve a discutir. Le oigo hablar con el pequeño Flyn y siento su impotencia al dialogar con él. Por la tarde, al verlo agotado, tremendamente agobiado y sin saber qué hacer, se impone mi sentido común y accedo a acompañarlo a Alemania. Tiene que resolver un problema. Cuando se lo digo, cierra los ojos, pone su frente sobre la mía y me abraza.
Hablo con mi padre y quedo en regresar el día 31 para cenar con ellos. Mi padre se muestra conforme, pero me deja claro que, si al final, por lo que sea, decido quedarme este año en Alemania, lo entenderá. Esa tarde cogemos su jet privado en Jerez, y éste nos lleva hasta el aeropuerto Franz Josef Strauss Internacional de Múnich.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Ocho
En Alemania ha caído una gran nevada y hace un frío de mil demonios. Al llegar nos espera un coche oscuro. Joe saluda al chófer y, tras presentármelo y saber que se llama Norbert, nos montamos en el vehículo.
Observo las calles nevadas y vacías mientras Joe habla por teléfono con su madre y promete ir a su casa mañana. Nadie juega con la nieve ni pasea de la mano. Cuando el coche, media hora después, se para ante una gran verja de color acero intuyo que ya hemos llegado. La verja se abre y veo junto a ella una pequeña casita. Joe me indica que ésa es la vivienda del matrimonio que trabaja en su casa. El coche continúa a través de un bonito y helado jardín. Pestañeo alucinada al contemplar el precioso y enorme caserón que aparece ante mí. Cuando el coche se para, Joe me ayuda a bajar y, al ver cómo miro a mi alrededor, dice:
—Bienvenida a casa.
Su voz, su gesto y cómo me mira hacen que se me ponga toda la carne de gallina. Me agarra de la mano con decisión y tira de mí. Lo sigo y, cuando una mujer de unos cincuenta años nos abre la puerta rápidamente, Joe la saluda y me la presenta:
—_____, ella es Simona. Se ocupa de la casa junto con su marido.
La mujer sonríe, y yo hago lo mismo. Entramos en el enorme vestíbulo cuando llega hasta nosotros el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto.
—Norbert es su marido —señala Joe.
Ni corta ni perezosa, les planto dos besazos en la cara que los dejan trastocados y digo en mi perfecto alemán:
—Estoy encantada de conoceros.
El matrimonio, alucinado por mi efusividad, intercambia una mirada.
—Lo mismo decimos, señorita.
Joe sonríe.
—Simona, Norbert, márchense a descansar. Es tarde.
—Subiremos antes el equipaje a su habitación, señor —indica Norbert.
Una vez que se marchan con nuestro equipaje, Joe me dedica una mirada burlona y cuchichea:
—En Alemania no somos tan besucones y los ha sorprendido.
—¡Vaya!, lo siento.
Con una candorosa sonrisa, clava sus bonitos ojos en mí y murmura mientras me toca el óvalo de la cara con delicadeza:
—No pasa nada, _____. Estoy seguro de que tu manera de ser les va a gustar tanto como a mí.
Muevo la cabeza a modo de aprobación y doy un paso atrás para alejarme de él, o no respondo de mis actos.
Miro a mi alrededor en busca de una salida, y al ver la escalera doble por la que el matrimonio ha subido, susurro mientras él me coge de la mano:
—Impresionante.
—¿Te gusta? —pregunta, inquieto.
—¡Dios, Joe...! ¿Cómo no me va a gustar? Pero..., pero si esto es alucinante. Enorme. Precioso.
—Ven, te enseñaré la casa —dice sin soltarme de la mano—. Estamos solos, a excepción de Simona y Norbert, pero ya se van. Flyn está en la casa de mi madre. Mañana lo recogeremos.
Me gusta el tacto de su mano, y sentir su felicidad rompe poco a poco la coraza de frialdad que hay en mi corazón. Entramos en un maravilloso salón donde una gran y señorial chimenea encendida invita a calentarse frente a un sillón color chocolate. Me fijo en todo. Muebles oscuros y sobriedad. Es una casa de hombres. Ni una foto. Ni un detalle femenino. Nada.
Cogida de su mano, me enseña todas las estancias de la primera planta: dos preciosos baños, una increíble cocina de diseño, un lavadero. Camino a su lado sorprendida por todo lo que veo. Recorremos un pasillo, abre una puerta y salimos a un enorme e impoluto garaje.
¡Dios! ¡El sueño de mi padre!
Hay aparcados un Mitsubishi todoterreno azul oscuro, un Maybach Exelero gris claro, un Audi A6 negro y una moto BMW 1.100 gris oscura. Lo miro todo atónita, y cuando creo que ya no puedo asombrarme más, al regresar por el pasillo, abre otra puerta y ante mí aparece una espectacular y rectangular piscina que me deja totalmente boquiabierta.
Piscina interior. ¡Qué lujazo!
Joe sonríe. Parece divertido al ver mis gestos de sorpresa. Intento retenerlos, pero no lo consigo. ¡Soy así de exagerada!
Una vez que salimos de la estancia azulada donde está la piscina, seguimos por el pasillo y entramos en un despacho. Su despacho. Todo es de roble oscuro y hay una enorme librería con una escalerita móvil de esas que siempre veo en las películas. ¡Qué chulada!
Sobre la mesa descansa un portátil de veinte pulgadas y en una mesa auxiliar una impresora y varios aparatos informáticos más. A la derecha de la mesa, hay una chimenea encendida y, a la izquierda, una vitrina de cristal que contiene varias pistolas.
—Son tuyas, ¿verdad? —pregunto después de acercarme a la vitrina.
—Sí.
Observo las pistolas con repelús.
—Nunca me han gustado las armas. —Y antes de que diga nada, continúo—: ¿Sabes utilizarlas?
Como siempre, me mira..., me mira y, al final, dice:
—Un poco. Practico tiro olímpico.
Sin dejarme preguntar más me vuelve a tomar de la mano y salimos del despacho. Entramos en una segunda estancia, donde hay multitud de juguetes y un escritorio. Me indica que es la habitación de juegos y estudios de Flyn. Todo está pulcramente ordenado. No hay nada fuera de lugar, y eso me sorprende. Si mi sobrina o yo misma dispusiéramos de una habitación de juegos sería el caos personificado.
No expreso nada de lo que pienso, y salimos de la habitación para entrar en otra.
Ésta se encuentra parcialmente vacía, a excepción de una cinta para correr y cajas, muchas cajas.
—Esta estancia es para ti. Para tus cosas —dice de pronto.
—¿Para mí?
Joe asiente y prosigue:
—Aquí podrás tener tu propio espacio personal, algo que sé que quieres y te gusta. —Voy a decir algo cuando añade—: Como has visto, Flyn tiene su espacio y yo tengo el mío. Es justo que tú también tengas el tuyo para lo que quieras.
Ante lo que dice, no sé qué responder. Estoy tan bloqueada que prefiero callarme a soltar algo de lo que sé que luego me arrepentiré. Joe se acerca más a mí, me da un beso en la frente y murmura:
—Ven. Continuaré enseñándote la casa.
Ensimismada por toda la amplitud y el lujo que hay aquí, subo por la impresionante escalera doble del vestíbulo. Joe me indica que en esa planta hay siete habitaciones, cada una con baño incluido.
La habitación de Joe es impresionante. ¡Enorme! Es en tonos azules y en el centro tiene una cama gigante, lo que hace que mi corazón se dispare tanto como mi tensión. El baño es otra maravilla: jacuzzi, ducha de hidromasaje. Todo lujo.
Al regresar a la habitación me fijo en la lámpara que hay en una de las mesillas y sonrío. Es la lamparita que compramos en El Rastro, con mis labios marcados. No pega en este dormitorio ¡ni con cola! Demasiado informal. Sin mirarlo, sé que Joe me está observando y eso me altera. Con disimulo miro hacia otro lado de la habitación y veo mi equipaje. Eso me pone más cardíaca, pero, como puedo, disimulo.
Salimos de la habitación de Joe y entramos en la de Flyn. Aviones y coches perfectamente colocados. ¿Tan ordenado es este niño? Esto me vuelve a sorprender. La estancia es bonita pero impersonal. No parece que un crío viva aquí.
Una vez que salimos me enseña las cinco habitaciones restantes. Son grandes y bonitas pero sin vida. Se nota que nadie las usa. Vistas las habitaciones, me coge de nuevo de la mano y tira de mí escaleras abajo. Entramos en la increíble cocina en color acero y madera con una isla central. Abre una nevera americana, saca una coca-cola fresquita para mí y una cerveza para él.
—Espero que la casa te guste.
—Es preciosa, Joe.
Sonríe y da un trago a su cerveza.
—Es tan grande que... ¡Uf! —digo, mirando alrededor y tocándome la frente—. Vaya pedazo de casa que tienes. Si la ve mi padre alucina en colores. Pero..., pero si mi casa es más pequeña que uno de los cuartos de baño de esta planta. —Joe sonríe, y pregunto—: ¿Cómo no me lo habías dicho nunca?
Se encoge de hombros, echando un vistazo a lo que nos rodea.
—No sé. Nunca me has preguntado por mi casa.
Sonrío. Parezco tonta, pero soy incapaz de dejar de sonreír. Joe me gusta. La casa me gusta. Estar con él aquí me gusta. Todo..., absolutamente todo lo que tenga que ver con él ¡me gusta! Y antes de que me pueda retirar, siento sus manos en mi cintura y me sube a la encimera. Se mete entre mis piernas y pregunta en tono dulzón cerca de mi boca:
—¿Me has levantado el castigo ya?
Esa pregunta y su rápida cercanía me pillan tan de sorpresa que vuelvo a no saber qué decir. Por un lado, tengo que ser la tía dura que sé que soy y hacerle pagar los malos días que me ha hecho pasar, pero por otro lo necesito tanto que soy capaz de perdonarle absolutamente todo para el resto de su vida y gritarle que me folle aquí mismo.
Durante lo que parece una eternidad nos miramos.
Nos calentamos.
Nos besamos con la mirada.
Y como es normal en mí comienzo a desvariar. ¿Lo perdono? ¿No lo perdono?
Pero harto de la espera posa su tentadora boca sobre la mía. Siento sus labios arder encima de los míos cuando dice:
—Bésame...
No me muevo.
No lo beso.
Estoy tan paralizada por el deseo que apenas si puedo respirar.
—Bésame, pequeña —insiste.
Al ver que no hago nada, posa sus manos en mi cabeza y hace eso que me vuelve loca: me repasa con su lengua el labio superior y después el inferior, terminando el momento con un mordisquito delicioso. Su respiración se acelera. La mía parece una locomotora, y entonces me besa. No espera más. Me posee con su boca de tal manera que ya estoy dispuesta a absolutamente todo lo que él me pida.
Mientras me besa, siento cómo una de sus manos baja de mi cabeza a mi cuello y luego llega a mi espalda. Sus dedos se hunden en mi carne y me arrastra hacia él hasta sentir sobre mi vagina su dulce, tentadora y exquisita erección.
¡Oh, Dios! Menos mal que llevo vaqueros; si no fuera así, Joe ya me habría arrancado las bragas, o mejor dicho, ya me las habría arrancado yo misma. Inconscientemente, cierro los ojos y echo para atrás la cabeza. Él, al ver mi disfrute y el cambio de mi respiración, primero me muerde la barbilla y, bajando su húmeda lengua por mi garganta, murmura:
—Vamos a la habitación, cariño. Necesito desnudarte y poseerte como llevo días deseando hacer. Quiero abrir tus piernas para mí y, tras saborearte, hundirme en ti una y otra vez hasta que tus gemidos calmen el ansia viva que siento por ti.
Escuchar eso me marea. “¡Ansia viva!”
Instantáneamente, me siento borracha de él y, como siempre, quiero más. Pero no, no debo. Lucho con determinación contra mi deseo y mi excitación, y con las fuerzas que aún tengo a mi favor me echo para atrás, me separo de él y dejo escapar, a sabiendas de lo que pasará:
—No..., no estás perdonado.
—____..., te deseo.
—No..., no debes.
—____..., cariño —protesta.
—Dime cuál es mi habitación y...
Sin terminar la frase, oigo su frustración cuando se separa de mí. Su gesto está tan tenso como la entrepierna de su pantalón. Cierra los ojos y se apoya en la encimera. Sus nudillos están blancos, y sin mirarme, finalmente sisea:
—De acuerdo, continuemos con tu juego. Sígueme.
Esta vez, sin darme la mano, comienza a andar hacia la escalera y lo sigo. Miro su ancha espalda, sus fuertes piernas y su trasero. Joe es tentador. Pura tentación y, ¡uf!, soy consciente de a lo que acabo de decir que no.
Al llegar a la primera planta camina con decisión hacia su habitación, abre la puerta, coge mi equipaje y sale de nuevo al pasillo.
—¿En qué habitación quieres dormir?
—En... una que esté libre —consigo responder.
Joe, con furia y decisión, camina hacia el fondo del pasillo y abre una puerta, la más alejada de su habitación. Ambos entramos, deja mi equipaje junto a la cama y, tras decirme sin mirarme ni besarme “buenas noches”, cierra la puerta y se marcha.
Durante unos segundos me quedo como una imbécil contemplando la puerta mientras mi pecho sube y baja por la excitación del momento. ¿Qué he hecho? Acaso me estoy volviendo majareta perdida. Pero incapaz de hacer o decir nada más, me desnudo, me pongo un pijama y me acuesto en la bonita cama. No quiero pensar, así que conecto mi iPod y canturreo: “Convénceme de ser feliz, convénceme”.
Al final, apago la luz. Será mejor que me duerma.
Pero mi subconsciente me traiciona.
Sueño y en mi sueño húmedo y morboso Joe me besa mientras abre mis piernas y da acceso a que otro me penetre. Alzo mis caderas en busca de más profundidad, y el hombre, al que no veo el rostro, acelera sus acometidas dentro y fuera de mí, hasta que no puede más y se deja ir. Jadeo y suplico más. El desconocido me libera, y Joe, mi Iceman, morboso, sexy y cautivador, toma su lugar.
Me toca los muslos... ¡Oh, sí!
Me abre las piernas... ¡Sí!
Clava su impactante mirada en mí para que yo también lo mire, y dice en un morboso tono de voz: “Pídeme lo que quieras”. Y antes de que pueda contestar, mi amor, mi hombre, mi Iceman, de una sola, certera y ardiente acometida, me penetra y me hace gritar de placer. ¡Joe!
Él y sólo él me da lo que verdaderamente necesito.
Él y sólo él sabe lo que me gusta.
Una..., dos..., tres..., veinte veces se hunde en mí dispuesto a volverme loca. Grito, jadeo, le araño la espalda, mientras el hombre al que amo me penetra hasta llevarme al más dulce, maravilloso y devastador de los orgasmos.
Me despierto sobresaltada. Estoy sola en la cama, sudando, y soy consciente de mi sueño. No sé hasta cuándo voy a poder seguir infligiendo este terrible castigo de abstinencia sexual, pero lo que sí sé es que necesito a Joe y me muero por estar entre sus brazos.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Espero les gusten los capis chicas, Flyn, Flyn, Flyn será...
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Nueve
Cuando me despierto no sé qué hora es. Miró el reloj. Faltan cinco minutos para las diez.
Salto de la cama. Los alemanes son muy madrugadores y no quiero parecer un oso dormilón. Me doy una ducha rápida y, tras ponerme un informal vestido de lana negro y mis botas altas, bajo al salón. Al entrar no hay nadie y camino hacia la cocina. Joe está sentado a una mesa redonda, leyendo un periódico. Al verme, cierra el diario.
—Buenos días, dormilona —me saluda sin sonreír.
Simona, que está cocinando, me mira y me saluda. Definitivamente, he quedado como un oso dormilón.
—Buenos días —respondo.
Joe no hace amago de levantarse ni besarme. Eso me extraña, pero reprimo mis instintos mientras rumio mi pena por no recibir mi beso de buenos días.
Simona me ofrece embutidos, queso y miel. Pero al ver que niego con la cabeza y sólo pido café, saca un plum-cake hecho por ella misma y luego me empuja para que me siente a la mesa junto a Joe.
—¿Has dormido bien? —inquiere él.
Hago un gesto afirmativo e intento no recordar mi excitante sueño. Si él supiera...
Dos minutos después, Simona deja un humeante café con leche sobre la mesa y un buen trozo de plum-cake. Hambrienta, me meto una porción en la boca y al percibir su sabor a mantequilla y vainilla, exclamo:
—¡Mmm, está buenísimo, Simona!
La mujer, encantada, asiente y se marcha de la cocina mientras yo continúo con el desayuno. Joe no habla, sólo me observa, y cuando ya no puedo más, lo miro y pregunto:
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
Sin sonreír, se echa para atrás en la silla y responde:
—Todavía no me creo que estés sentada en la cocina de mi casa. —Y antes de que yo pueda decir nada, cambia de tema y añade—: Cuando termines, iremos a casa de mi madre. Debo recoger a Flyn y comeremos allí. Después he quedado. Hoy tengo un partido de baloncesto.
—¿Juegas al baloncesto? —pregunto, sorprendida.
—Sí.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con unos amigos.
—¿Y por qué no me habías dicho que jugabas al baloncesto?
Joe me mira, me mira, me mira, y finalmente, murmura:
—Porque nunca me lo has preguntado. Pero ahora estamos en Alemania, en mi terreno, y puede ser que te sorprendan muchas cosas de mí.
Asiento como una boba. Creía conocerlo y de pronto me entero de que hace tiro olímpico, juega al baloncesto y supuestamente me va a sorprender con más cosas. Sigo comiendo el delicioso desayuno. Volver a ver a su madre y conocer al pequeño Flyn son situaciones que me ponen nerviosa, por lo que no puedo callar lo que pulula por mi cabeza.
—Cuando dijiste que aquí no erais muy efusivos en los saludos, ¿significa también que tampoco habrá besos de buenos días?
Noto que mi pregunta lo pilla por sorpresa, pero contesta mientras vuelve a abrir el periódico:
—Habrá besos siempre que los dos queramos.
Vale..., me acaba de decir que ahora no le apetece a él. ¡Mierdaaaaaaaaaaa...! Me está dando a probar mi misma medicina y yo soy muy mala enferma.
Sigo comiendo el plum-cake, pero mi cara debe de ser tal que suelta:
—¿Alguna pregunta más?
Niego con la cabeza, y él vuelve a dirigir la vista al periódico, pero con el rabillo del ojo veo que las comisuras de sus labios se curvan. ¡Qué bribón!
Cuando termino totalmente el riquísimo desayuno, se levanta y yo hago lo mismo. Vamos hasta la entrada y aquí, tras abrir un armario, sacamos nuestros abrigos. Joe me mira.
—¿Qué pasa ahora? —le digo al ver su gesto.
—Eso que llevas es poco abrigo. Esto no es España.
Con mis manos toco mi abrigo negro de Desigual y aclaro:
—Tranquilo, abriga más de lo que crees.
Con el cejo fruncido, me sube el cuello del abrigo y, tras agarrarme de la mano, afirma mientras caminamos hacia el garaje por el interior de la casa:
—Habrá que comprarte algo si no quiero que enfermes.
Suspiro y no respondo. Tampoco voy a estar tanto tiempo aquí como para que necesite comprarme nada. Una vez que subimos al Mitsubishi, Joe acciona un mando que hay en el coche. La puerta del garaje se abre mientras la calefacción del vehículo caldea el ambiente en décimas de segundo. ¡Qué pasote el Mitsubishi!
Suena la radio y sonrío al reconocer la música de Maroon 5. Joe conduce. Está serio; vamos, como siempre. Y, sin necesidad de que yo le pregunte, comienza a explicarme por dónde vamos pasando.
Su casa, según me dice, está en el distrito de Trudering, un lugar bonito y donde a la luz del día veo que hay más viviendas como la de él alrededor. ¡Y menudas casas!, a cuál más impresionante. Al salir a una carretera me indica que, un poco más al sur, hay campos agrícolas y pequeños bosques. Eso me emociona. Tener la naturaleza cerca, como en Jerez, para mí es esencial.
Por el camino pasamos por el distrito de Riem, hasta llegar a un elegante barrio llamado Bogenhausen. Aquí vive su madre. Tras recorrer calles flanqueadas por chalets, nos paramos ante una verja oscura, y mis nervios se tensan. Conozco a Sonia y sé que es un amor, pero es la madre de Joe, y eso me pone muy nerviosa.
Una vez que Joe aparca el coche en el interior de un bonito garaje, me mira y sonríe. Me va conociendo y sabe que cuando estoy tan callada es porque estoy tensa.
Cuando voy a soltar una de mis tonterías para relajar el ambiente, se abre una puerta de la casa, y Sonia aparece ante nosotros.
—¡Qué alegría!, ¡qué alegría de teneros a los dos aquí! —dice, feliz.
Sonrío; no puedo hacer otra cosa. Y cuando Sonia me da un abrazo y yo le correspondo, ella susurra en mi oído:
—Bienvenida a Alemania y a mi casa, cariño. Aquí te vamos a querer muchísimo.
—Gracias —balbuceo como puedo.
Joe se acerca y le da un beso a su madre; después, me toma con seguridad de la mano y juntos entramos en el interior de la casa, donde el ambiente agradable rápidamente me hace entrar en calor. Sin embargo, el ruido es atroz. Suena una música repetitiva.
—Flyn está en el salón jugando con uno de sus infernales juegos —nos explica Sonia. Y, mirando a su hijo, añade—: Me tiene la cabeza loca. No sabe jugar sin esa dichosa musiquita. —Joe sonríe, y ella prosigue—: Por cierto, tu hermana Marta acaba de llamar por teléfono. Ha dicho que la esperemos para comer. Quiere saludar a ____.
—Estupendo —asiente Joe mientras yo estoy a punto de volverme loca por la estridente música que sale del salón.
Durante unos minutos, Joe y su madre hablan sobre la mujer que cuidaba de Flyn. Ambos están decepcionados con ella, y los oigo decir que piensan contratar a alguien para que los ayude con el crío. Mientras hablan, me sorprende ver que lo hacen sin que el ruido infernal de fondo les sea un problema. Es más, da la sensación de que están acostumbrados a ello. Una vez que terminan, una joven se acerca a nosotros y le dice algo a Sonia. Ésta, disculpándose, se marcha con ella. De repente, Joe me de la mano.
—¿Preparada para conocer a Flyn?
Digo que sí con un gesto. Los niños siempre me han gustado.
Juntos caminamos hacia el salón. Joe abre la enorme puerta corredera blanca y los decibelios de la música suben irremediablemente. ¿Está sordo Flyn? Observo la estancia. Es grande y espaciosa. Llena de luz, fotografías y flores. Pero el ruido es insoportable.
Miro al frente y veo una enorme televisión de plasma y a unos guerreros luchando sin piedad. Reconozco el juego, Mortal Kombat: Armageddon. Es el juego que tanto le gusta a mi amigo Nacho y al que nos hemos tirado horas y horas jugando. Menudo vicio pillas con él.
En la pantalla los luchadores saltan y pelean, y observo que en el bonito sofá color frambuesa que hay frente a la tele se mueve una gorra roja. ¿Será Flyn?
Joe arruga el entrecejo. La música no puede estar más alta. Me suelta de la mano, camina hacia el sofá y, sin decir nada, se agacha, coge un mando y baja el volumen.
—¡Tío Joe! —grita una vocecita.
Y de pronto un muchacho menudo da un salto y se abraza a mi Iceman particular. Joe sonríe y, mientras lo abraza a su vez, cierra los ojos.
¡Oh, Dios, qué momento tan bonito!
Se me erizan los pelos de todo el cuerpo al percibir el amor que mi alemán siente por su sobrino. Durante unos segundos, los observo a los dos mientras comparten confidencias y oigo al niño reír.
Antes de presentármelo, Joe le presta toda su atención mientras que el chiquillo, emocionado por su presencia, le cuenta algo del juego. Tras unos minutos en los que el pequeño aún no se ha dado cuenta de que yo estoy allí, Joe lo deja sobre el sofá y dice:
—Flyn, quiero presentarte a la señorita _____.
Desde mi posición percibo cómo la espalda del niño se tensa. Ese gesto de incomodidad es tan de mi Iceman que no me extraña que lo haga también. Pero, sin demora, camino hacia el sillón y, aunque el pequeño no me mira, lo saludo en alemán.
—¡Hola, Flyn!
De pronto, vuelve su carita, clava sus oscuros y rasgados ojos en mí, y responde mientras Joe le quita la gorra para dejar al descubierto su cabecita morena:
—¡Hola, señorita _____!
¡Halaaaaaaa, qué fuerte!
¿Chino?
¿Flyn es chino?
Sorprendida por los rasgos orientales del pequeño cuando yo esperaba el típico niño de ojos azules y blanquecino, intento reponerme del choque inicial y, con la mejor de mis sonrisas, afirmo ante el gesto divertido de Joe:
—Flyn, puedes llamarme sólo ____ (Nombre abreviado) o _____, ¿de acuerdo?
Sus ojos oscuros me escanean en profundidad y asiente. Su mirada desconfiada es tan penetrante como la de su tío, y eso me pone la carne de gallina ¡Vaya dos! Pero antes de que pueda decir nada más, entra en el salón la madre de Joe, Sonia.
—¡Oh, Dios!, qué maravilla poder hablar sin dar gritos. ¡Me voy a quedar sorda! Flyn, cariño mío, ¿no puedes jugar con el volumen más bajo?
—No, Sonia —responde el pequeño aún con la vista clavada en mí.
¿Sonia?
Qué impersonal. ¿Por qué no la llamará abuela o yaya?
Durante unos instantes, observo que la mujer habla con el niño, hasta que le suena el móvil. El pequeño se sienta de nuevo en el sillón cuando Sonia contesta.
—¿Jugamos una partida, tío? —pregunta.
Joe mira a su madre, pero ésta sale de la habitación a toda prisa. Finalmente, toma asiento junto a su sobrino. Antes de que comiencen a jugar, me entremeto.
—¿Puedo jugar yo?
—Las chicas no sabéis jugar a esto —contesta el pequeño Flyn sin mirarme.
Mi cara es un poema y al desviar la vista hacia Joe intuyo que disimula una sonrisa.
¿Qué ha dicho ese enano?
Si algo he odiado durante toda mi vida es que los sexos condicionen para poder hacer las cosas. Sorprendida por ello, me quedo observando al mocoso, que sigue sin mirarme.
—¿Y por qué crees que las chicas no sabemos jugar a esto?
—Porque éste es un juego de hombres, no de mujeres —replica el infame mientras vuelve a clavar sus achinados y oscuros ojos en mí.
—En eso te equivocas, Flyn —respondo con tranquilidad.
—No, no me equivoco —insiste el pequeño—. Las chicas sois unas torpes para los juegos de guerra. A vosotras os gustan más los juegos de príncipes y moda.
—¿En serio crees eso?
—Sí.
—Y si yo te demostrara que las chicas también jugamos a Mortal Kombat.
El pequeño cabecea. Piensa su respuesta y finalmente asevera:
—Yo no juego con chicas.
Con los ojos como platos, miro a Joe en busca de ayuda y le pregunto en español:
—Pero ¿qué clase de educación machista le estás dando a este enano gruñón? —Y antes de que responda, añado con una falsa sonrisa en mis labios—: Oye, mira, porque es tu sobrino, pero esto me lo dice otro y le suelto cuatro frescas, por muy niño que sea.
Joe sonríe como un tonto y responde mientras le revuelve el flequillo:
—No te asustes, pequeña. Lo hace para impresionarte. Y por cierto, Flyn sabe hablar perfectamente en español.
Me quedo boquiabierta y antes de que pueda decir algo el pequeño se me adelanta:
—No soy un enano gruñón y si no juego contigo es porque quiero jugar sólo con mi tío.
—Flyn... —le reprende Joe.
Convencida de que el comienzo con el niño no ha sido todo lo bueno que me hubiera gustado, sonrío y murmuro:
—Retiro lo de “enano gruñón”. Y tranquilo, no jugaré si tú no quieres.
Sin más, deja de mirarme y pulsa el play. La música atroz suena de nuevo; Joe me guiña un ojo y se pone a jugar con él.
Durante veinte minutos observo cómo juegan. Ambos son muy buenos, pero me percato de que yo sé movimientos que ellos desconocen y que no estoy dispuesta a desvelar.
Cansada de mirar la pantalla y de que esos dos machitos en potencia pasen de mí, me levanto y comienzo a andar por el enorme salón. Voy hasta una gran chimenea y me fijo en las fotos que hay expuestas.
En ellas se ve a Joe junto a dos chicas. Una es Marta y supongo que la otra era Hannah, la madre de Flyn. Se les ve sonreír y me doy cuenta de lo mucho que se parecían Joe y Hannah: pelo claro, ojos celestes e idéntica sonrisa. Inconscientemente sonrío.
Hay más fotos. Sonia con sus hijos. Flyn de bebé en brazos de su madre vestido de calabaza. Marta y Joe abrazados. Me sorprende ver una foto de Joe, mucho más joven y con el pelo largo. ¡Guau, qué sexy mi Iceman!
—¡Hola, _____!
Al oír mi nombre me vuelvo y me encuentro con la encantadora sonrisa de Marta. Con el ruido existente no la he oído llegar. Nos abrazamos y dice, tomándome de la mano:
—Ya veo que esos dos guerreros te han abandonado por el juego.
Ambas los miramos y respondo con mofa:
—Según alguien, las chicas no sabemos jugar.
Marta sonríe, suspira y se acerca a mí.
—Mi sobrino es un pequeño monstruo en potencia. Seguro que él te ha dicho eso, ¿verdad? —Asiento, y ella vuelve a suspirar. Finalmente, añade—: Vayamos a la cocina a tomar algo.
Salir del salón es para mí, y en especial para mis oídos, un descanso.
Cuando llegamos a la cocina veo a una mujer cocinando y nos saluda. Marta me la presenta como Cristel, y cuando ésta regresa a sus quehaceres, pregunta:
—¿Qué te apetece tomar?
—Coca-cola.
Marta abre la nevera y coge dos cocas. Después me hace un movimiento con la cabeza y la sigo hasta un bonito comedor que hay junto a la cocina. Nos sentamos a la mesa y a través de la cristalera observo que Sonia, abrigada, está fuera de la casa hablando por teléfono. Al vernos sonríe, y Marta murmura:
—Mamá y sus novios.
Eso me sorprende. Pero ¿Sonia no está casada con el padre de Marta?
Y cuando mi curiosidad está a punto de explotar, Marta da un trago a su coca-cola y me aclara:
—Mi padre y ella se divorciaron cuando yo tenía ocho años. Y aunque adoro a mi padre, soy consciente de que es un hombre muy aburrido. Mamá está tan llena de vitalidad que necesita otro tipo de vida loca. —Asiento como una boba, y ella, divertida, cuchichea—: Mírala, es como una quinceañera cuando habla con alguno de sus novietes por teléfono.
Me fijo en Sonia y soy consciente de que lo que dice Marta es cierto. En este momento, Sonia cierra su móvil y da un saltito de emoción. Luego, abre la cristalera y, al entrar y ver que estamos solas, nos comunica mientras se quita el abrigo:
—Chicas..., me acaban de invitar a Suiza. He dicho que sí y me voy mañana.
Su efusividad me hace sonreír.
—¿Con quién, mamá? —pregunta Marta.
Sonia se sienta junto a nosotras y en plan confidente murmura, emocionada:
—Con el guapísimo Trevor Gerver.
—¡¿Trevor Gerver?! —gesticula Marta, y Sonia asiente.
—¡Ajá, mi niña!
—¡Vaya, mamá! Trevor es todo un bombonazo.
Ahuecándose el pelo, Sonia nos explica:
—Hija, ya te dije yo que ese hombre me mira las piernas más de la cuenta cuando hacemos el curso. Es más, el día en que salté con él en paracaídas, noté que...
—¿Saltaste en paracaídas? —pregunto con la boca abierta.
Madre e hija me ordenan callar con gestos y, finalmente, Marta me avisa:
—De esto ni una palabra a mi hermano o nos la monta, ¿vale?
Asombrada, hago un gesto de asentimiento con la cabeza. Ese deporte de riesgo a Joe no le tiene que hacer ninguna gracia.
—Si se entera mi hijo de que ambas hacemos ese curso no habrá quien lo aguante —me informa Sonia—. Es muy estricto con la seguridad desde que ocurrió el fatal accidente de mi preciosa Hannah.
—Lo sé..., lo sé... Yo hago motocross y el día en que me vio hacerlo casi...
—¿Haces motocross? —pregunta Marta, sorprendida.
Asiento, y Marta aplaude.
—¡Uisss...! —interviene Sonia—, pero si eso lo hacía también mi hija con Jurgen, su primo. ¿Y mi hijo no ha montado en cólera al saberlo?
—Sí —respondo, sonriendo—, pero ya le ha quedado claro que el motocross es parte de mí y no puede hacer nada.
Marta y su madre sonríen.
—En el garaje tengo todavía la moto de Hannah —apunta Sonia—. Cuando quieras te la llevas. Al menos tú la utilizarás.
—¡Mamá! —protesta Marta—, ¿quieres enfadar a Joe?
Sonia suspira, después mueve la cabeza y, mirando a su hija, contesta:
—A Joe se le enfada sólo con mirarlo, cariño.
—También tienes razón —se mofa Marta.
—Y aunque se empeñe en querer que vivamos en una burbujita de cristal para que nada nos pase —prosigue Sonia—, debe entender que la vida es para disfrutarla y que no por ir en moto o tirarte en paracaídas te tiene que pasar algo horrible. Si Hannah viviera, sería lo que le diría. Por lo tanto, cariño —insiste, mirándome—, si tú quieres la moto, tuya es.
—Gracias. Lo tendré en cuenta —sonrío, encantada.
Al final, las tres nos reímos. Está claro que Joe con nosotras a su lado nunca tendrá tranquilidad.
Entre risas y confidencias me entero de que el mencionado Trevor es el dueño de la escuela de paracaidismo que está a las afueras de Múnich. Eso llama poderosamente mi atención. Me encantaría hacer un curso de caída libre. Pero de pronto, mientras las escucho hablar sobre aquel viaje a Suiza, me doy cuenta de que en dos días ¡es Nochevieja! E incapaz de callar, pregunto:
—¿Regresarás para Nochevieja?
Ambas me miran, y Sonia responde:
—No, cielo. La pasaré en Suiza con Trevor.
—¿Joe y Flyn la pasarán solos? —inquiero, pestañeando boquiabierta.
Las dos asienten.
—Sí —me aclara Marta—. Yo tengo planes y mamá también.
Mi cara debe de ser un poema porque Sonia se ve obligada a decir:
—Desde que murió mi hija Hannah, esa noche dejó de ser especial para todos, sobre todo para mí. Joe lo entiende y es él quien se queda con Flyn. —Y cambiando rápidamente de tema, cuchichea—: ¡Oh, Marta, ¿qué me llevo a Suiza?!
Durante un rato las sigo escuchando mientras pienso que mi padre nunca en la vida, ni por el más remoto pensamiento, nos dejaría solas a mi hermana o a mí con mi sobrina en una noche tan especial. Una gracia de Marta, de pronto, me hace sonreír, y nuestra conversación se corta cuando aparece Joe con el pequeño de la mano.
Él, que no es tonto, nos mira a las tres. Está claro que hablábamos de algo que no queremos que sepa, y Marta, para disimular, se levanta a saludarlo justo en el momento en que Sonia me mira y murmura:
—Ni una palabra de lo aquí hablado a mi siempre enfadado hijo. Guárdanos el secreto, ¿vale, cielo?
Contesto con una señal afirmativa casi imperceptible mientras observo que Joe sonríe ante algo que Flyn le acaba de decir.
Veinte minutos después, los cinco, reunidos alrededor de la mesa del comedor, degustamos una rica comida alemana. Todo está buenísimo.
A las tres y media, estamos todos sentados en el salón charlando cuando veo que Joe mira el reloj, se levanta, se acerca y, agachándose a mi lado, dice clavando sus impresionantes ojos azules en mí:
—Cariño, tengo que estar dentro de una hora en el polideportivo de Oberföhring. No sé si el baloncesto te gusta, pero me alegraría que te vinieras conmigo y vieras el partido.
Su voz, su cercanía y la forma de decir “cariño” hacen levantar el vuelo a las miles de maripositas que habitan en mi interior. Deseo besarlo. Deseo que me bese. Pero no es el mejor lugar para desatar toda la pasión contenida. Joe, sin necesidad de que yo hable, sabe lo que pienso. Lo intuye. Al final, asiento, encantada, y él sonríe.
—Yo también quiero ir —oigo que dice Flyn.
Joe deja de mirarme. Nuestro momento se ha roto, y presta atención al pequeño.
—Por supuesto. Ponte el abrigo.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Diez
Quince minutos después, los tres en el Mitsubishi de Joe nos dirigimos hacia el polideportivo de Oberföhring. Cuando llegamos y Joe para el motor del coche, Flyn sale escopetado y desaparece. Yo miro inquieta a Joe, pero éste dice, cogiendo su bolsa de deporte:
—No te preocupes. Flyn conoce el polideportivo muy bien.
Un poco más tranquila, le pregunto mientras caminamos:
—¿Te has dado cuenta de cómo me mira tu sobrino?
—¿Recuerdas cómo me miraba al principio tu sobrina? —responde Joe. Eso me hace sonreír, y él añade—: Flyn es un niño. Sólo tienes que ganártelo como yo me gané a Luz.
—Vale..., tienes razón. Pero no sé por qué me da que tu sobrino es como su tío, ¡un hueso duro de roer!
Joe suelta una carcajada. Se para, me mira y, acercándose a mí, se agacha para estar a mi altura y murmura:
—Si no estuviera castigado, en este mismo instante te besaría. Pondría mi boca sobre la tuya y te devoraría los labios con auténtico deleite. Después te metería en el coche, te arrancaría la ropa y te haría el amor con verdadera devoción. Pero, para mi desgracia, me tienes castigado y sin ninguna probabilidad de hacer nada de lo que deseo.
Mi corazón late desbocado. Tun-tun... Tun-tun...
¡Diosssssssssssss, cómo me ha puesto lo que acaba de decir!, y cuando estoy dispuesta a besarlo, de pronto oigo:
—¡_____! ¡Joe!
Miro a mi derecha y veo aparecer a Frida y Andrés con el pequeño Glen. Ni que decir tiene que nos fundimos en unos efusivos abrazos.
—¿Tú también juegas al baloncesto? —pregunto mirando a Andrés.
El divertido médico me guiña el ojo.
—Soy lo mejor que tiene este equipo —cuchichea, y todos sonreímos.
Cuando llegamos a los vestuarios, Frida y Andrés se besan.
¡Qué monos!
Joe me mira con deseo, pero no se acerca a mí.
—Ve con Frida, cielo. Te veo después del partido —indica antes de desaparecer tras la puerta.
¡Dios mío, quiero que me beseeeeeeeeeeeeeeeeeeee! Pero no. No lo hace.
Cuando la puerta se cierra, mi cara de tonta debe de ser tal que Frida pregunta:
—¿No me digas que aún lo tienes castigado?
Como una boba, asiento, y mi amiga suelta una risotada.
—Anda..., vayamos a las gradas a animar a nuestros chicos. Por cierto, me encantan tus botas. ¡Son preciosas y sexies!
Sumida en mis pensamientos, sigo a Frida. Llegamos hasta una puerta y al abrirla ante mí aparece una bonita pista de baloncesto. Ahí está Flyn, sentado en unas gradas amarillas jugando con su PSP. Al vernos llegar se levanta y sin saludarnos va directo hacia Glen. El pequeño le gusta. Nos sentamos, y Flyn le pide a Frida que le deje al niño. Ella lo hace y durante unos minutos observo cómo pone caritas para que el pequeño Glen sonría.
La pista se va llenando de gente y de pronto Flyn le entrega el niño a su madre y se va y se sienta varias gradas más abajo que nosotras.
—¿Qué tal con Flyn? —inquiere Frida, mirándome.
Antes de responder, me encojo de hombros.
—Sinceramente, creo que no le he caído bien. No ha querido jugar conmigo y apenas me habla. ¿Es siempre así, o sólo es conmigo?
Frida se ríe.
—Es un buen niño, pero no es muy comunicativo. Fíjate que yo lo conozco de toda la vida y con él no habré cruzado más de diez palabras. Es un loco de las maquinitas y los juegos. Eso sí, cuando ve a Glen es todo sonrisas. —De pronto, se calla un instante y luego murmura—: ¡Uf, qué peste! Voy un momento al baño a cambiarle el pañal a esta pequeña mofetilla o moriremos todos con este olor.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, _____. Quédate aquí. No tardaré.
Cuando se marcha, observo que Flyn se percata de que me quedo sola. Le sonrío invitándolo a sentarse conmigo, pero él se resiste. No se mueve y me doy por vencida. Cinco minutos después entra un grupo de mujeres de mi edad, todas monísimas y perfumadas a más no poder. Se sientan justo delante de mí. Parecen muy animadas mientras hablan sobre una peluquería, hasta que los jugadores salen a calentar y me quedo boquiabierta al reconocer al que va hablando con Joe y Andrés. ¡Es Zayn!
Me entran los calores de la muerte. En la pista, a pocos metros de mí, está el hombre al que adoro con toda mi alma, junto a otros dos con los que me ha compartido en la cama. ¡Uf, qué calor y qué bochorno! Disimulo y me doy aire con la mano mientras no sé dónde mirar.
Cuando consigo que mi corazón deje de latir a dos mil por hora, miro a la pista y me vuelvo a poner roja como un tomate cuando veo que los tres hombres me miran y me saludan. Con timidez, levanto la mano y les respondo. Las mujeres que hay delante de mí creen que es a ellas a quienes se dirigen y cuchichean como gallinas mientras saludan entusiasmadas.
Soy consciente de que no puedo apartar mi mirada de mi Iceman particular. Es tan sexy... Él me mira, bota el balón, me guiña el ojo, y yo sonrío como una boba. ¡Dios...!, está tan estupendo de amarillo y blanco que estoy por gritarle “¡Guapo, guapo y guapo!” desde mi posición.
Flyn se acerca hasta su tío, y éste, contento, le tira el balón. El niño ríe, y Zayn lo coge entre sus brazos y le da una voltereta. Durante unos segundos, el pequeño es el centro de los juegos de los hombres y está feliz. Le cambia el gesto y, por primera vez, le veo sonreír como un niño de su edad.
Cuando Flyn se retira y se sienta en el banquillo, observo orgullosa cómo Joe se mueve por la pista. Nunca lo había imaginado en el papel de deportista, y sólo puedo pensar que ¡me encanta! Durante unos minutos disfruto de lo que veo mientras de forma involuntaria oigo decir a una de las mujeres que está sentada delante de mí:
—Vaya, vaya... Hoy juega el hombre al que deseo en mi cama.
—Y yo en la mía —salta otra.
Todas se ríen, y yo con disimulo también. Este tipo de comentarios entre mujeres de colegueo es de lo más normal. Todo es divertido y disfruto del momento, hasta que otra exclama:
—¡Oh, Dios! Joe cada día está mejor. ¿Habéis visto sus piernas? —De nuevo, todas ríen, y la rubia idiota, porque no tiene otro nombre, añade—: Aún tengo el recuerdo de la noche que pasé con él. Fue colosal.
La sangre se me espesa.
Toc... Toc... Los celos llaman a mi puerta.
Pensar que Joe ha compartido noche y sexo con ésa no me hace ninguna gracia y, sobre todo, me pregunto si el encuentro ha tenido lugar hace poco.
—Lora, pero si eso fue hace más de un año. ¿Cómo lo puedes recordar todavía?
¡Uf!, estoy por aplaudir cuando escucho eso.
Joe tuvo algo con ésa antes de conocerme a mí. Eso no se lo puedo reprochar. Yo también tuve mis cosas con otros hombres antes de estar con él.
—Gina, sólo te diré que Joe es un hombre que deja huella —responde la tal Lora, y todas sonríen, yo incluida.
Durante un rato oigo cómo las mujeres dejan al descubierto lo que piensan de todos y cada uno de los hombres que están en la pista calentando. Para todos tienen palabras estupendas, incluso para el marido de Gina. Cuando la tal Lora menciona a Andrés y después a Zayn me percato de que le da igual uno que otro. Su manera de hablar de ellos me permite deducir lo que busca: sexo.
—Lora —ríe Gina—, si quieres repetir con Joe, sólo tienes que ganarte al chinito. Todas sabemos que ese monstruito es su debilidad.
La tal Lora arruga la nariz al mirar a Flyn. Se retira su melenaza rubia y estirándose murmura:
—Para lo que yo quiero a Joe, no necesito ganarme a nadie que no sea él.
Mi indignación está por todo lo alto. Están hablando de mi chico y yo estoy aquí, escuchando lo que dicen. De repente, aparece Frida con el pequeño Glen y se sienta a mi lado.
—¡Hola, chicas! —saluda.
Las cuatro mujeres miran hacia atrás y sonríen. Entre ellas se besuquean, hasta que Frida decide incluirme en el grupo.
—Chicas, os presento a ______, la novia de Joe.
La cara de las mujeres, en especial de la rubia de la melenaza, es todo un poema.
¡Vaya sorpresa se ha llevado!
Frida ha dicho que soy su novia, algo que le he prohibido a Joe mencionar, pero que en este momento quiero que quede muy claro ante éstas. ¡Soy su novia, y él es mío!
Dispuesta a comenzar con buen pie con ellas, a pesar de los comentarios, decido hacerme la sorda y, encantada de la vida, las saludo. A partir de este instante, ninguna vuelve a mencionar a Joe.
El partido comienza, y yo decido centrarme en mi chico. Lo veo correr de un lado a otro de la cancha, y eso me emociona. Pero el baloncesto no es lo mío. Entiendo lo justo, y Frida me pone al día. Andrés juega de base y Joe, de alero, y rápidamente soy consciente de que su posición es importante por la combinación de altura y velocidad. Aplaudo cada vez que encesta canastas de tres puntos e inicia algún contraataque. ¡Oh Dios, mi chico es tan sexy...!
Durante el descanso, observo con disimulo cómo la tal Lora lo mira. Busca su atención, pero en ningún momento la encuentra. Joe está concentrado en lo que habla con sus compañeros, y eso me gusta. Me enloquece ver cómo se entrega a algo que de pronto sé que le fascina.
Divertida, aplaudo como una posesa cuando el juego se reanuda y, junto a Frida, entro totalmente en el partido, de modo que cuando me quiero dar cuenta el encuentro finaliza y nuestros chicos ganan por doce puntos. ¡Olé y olé!
Feliz de la vida, observo desde mi posición cómo Flyn corre para abrazar a su tío, y éste sonríe, encantado, alzándolo entre sus brazos. Todo el mundo comienza a moverse de sus asientos.
—Ven... —dice Frida—, vamos.
Segura de lo que quiero hacer, llego hasta la pista junto al resto de las mujeres y observo que Joe se sienta, empapado en sudor y se pone una chaqueta de deporte. Su habitual gesto serio ha vuelto a su rostro, y eso me hace aletear el corazón. Definitivamente, ¡soy masoquista!
De pronto soy consciente de que Lora y la que está junto a ella cuchichean y miran a mi Iceman. E incapaz de no hacer nada, decido entrar en acción para dejarles las cosas claritas de una vez por todas. Camino hacia Joe y, sin cortarme un pelo, me siento sobre él y, ante su cara de sorpresa, acerco mi boca a la suya y lo beso. Lo beso con desesperación, con pasión y con gusto. Él, sorprendido en un principio, me deja hacer y finalmente, susurra con voz ronca a escasos centímetros de mi boca:
—Vaya..., pequeña, si lo sé te traigo antes a una cancha de baloncesto. —Excitada sonrío, y él pregunta—: ¿Esto significa el fin del castigo?
Asiento. Él cierra los ojos. Inspira por la nariz y me vuelve a besar.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Onc
Mientras los hombres se duchan tras el partido, me voy junto con Frida y las chicas a una salita a esperarlos. Aquí me divierto escuchando sus comentarios. Lora no ha vuelto a decir nada que me pueda molestar. Eso sí, me mira con gesto extraño. Está claro que saber que soy la novia de Joe le ha cortado todo el rollo. Media hora después comienzan a salir del vestuario hombretones relucientes y aseaditos.
El primero en acercarse a mí con curiosidad y sonriendo es un chico tan rubio que parece albino.
—¡Hola! ¿Tú eres _____? ¿La española?
Estoy por decir “¡Olé!”, pero finalmente decido no hacerlo.
—Sí, soy ____.
—¡Olé..., toro..., paella! —dice uno de ellos, y yo me río.
Otros dos chicos, en este caso morenos, se acercan a nosotros y comienzan a interesarse por mí. Aquí soy la novedad, ¡la española! Eso me hace gracia y entablo conversación con ellos. De pronto veo a Joe salir del vestuario y mirarme. Lo incomoda verme rodeada de todos ésos, y yo sonrío. Estos tontos celitos por su parte me gustan y más cuando veo que se para con Frida, Andrés y el bebé, y espera que sea yo la que vaya a él. Sus ojos y los míos se cruzan, y entonces hace algo que me hace reír. Me indica con un movimiento de cabeza que me mueva.
Hago caso omiso a su orden. No quiero comenzar a seguirle como un perrillo. No, definitivamente no voy a volver a ser tan pavisosa con él como lo fui meses atrás. Al final, se acerca y, cogiéndome de manera posesiva por la cintura ante sus compañeros, me da un beso en los labios e indica:
—Chicos, ésta es mi novia, _____. Por lo tanto, ¡cuidadito!
Sus amigos se ríen y yo hago lo mismo justo en el momento en que Zayn se acerca a nosotros y, cogiéndome una mano, me la besa y me saluda. Inexplicablemente me pongo nerviosa, pero mis nervios se relajan cuando soy consciente de que Zayn no hace ni dice nada fuera de lugar. Al revés, es totalmente correcto. Una vez que me saluda, Joe me besa en la sien y entre ellos planean que vayamos todos juntos a cenar algo a Jokers, el restaurante de los padres de Zayn.
Miro mi reloj. Las siete y veinte de la tarde.
¡Vaya, qué horror!, voy a cenar en horario guiri.
Pero dispuesta a ello dejo que Joe me agarre estrechamente por la cintura mientras observo que con la otra mano coge a Flyn. Nos montamos en el coche, y el pequeño, emocionado por el partido, no para de hablar con su tío. En ningún momento me incluye en la conversación, pero aun así yo me integro. Al final, no le queda más remedio que contestar a algunas preguntas que yo hago, y eso me hace sonreír.
Cuando llegamos a Jokers, aparcamos el Mitsubishi, y detrás de nosotros lo hacen Frida y Andrés, y tras ellos, Zayn. Hace un frío de mil demonios y entramos raudos en el local. Un alemán algo desgarbado sale a saludarnos y Zayn me indica que es su padre. Se llama Klaus y es un tipo muy simpático. En el mismo momento en que sabe que soy española, las palabras “paella”, “olé” y “torero” salen de su boca, y yo sonrío. ¡Qué gracioso!
Tras servirnos unas cervezas, llega el resto del grupo, e instantes después una joven del restaurante nos abre un saloncito aparte y todos entramos. Nos sentamos y dejo que Joe pida por mí. Tengo que ponerme al día en lo que se refiere a la comida alemana.
Entre risas, comienza la cena e intento comprender todo lo que dicen, pero escuchar a tantas personas a la vez conservando en alemán me aturulla. ¡Qué bruscos son hablando! Mientras estoy concentrada en entender a la perfección lo que cuentan, Joe se acerca a mi oído.
—Desde que sé que me has levantado el castigo, no veo el momento de llegar a casa, pequeña. —Sonrío y me pregunta—: ¿Tú deseas lo mismo?
Le digo que sí, y Joe vuelve a preguntar en mi oído mientras noto cómo su dedo hace circulitos en mi muslo por debajo de la mesa:
—¿Me deseas?
Con gesto pícaro, levanto una ceja, centrándome en él.
—Sí, mucho.
Joe sonríe. Está feliz con lo que escucha.
—En una escala del uno al diez, ¿cuánto me deseas? —me plantea, sorprendiéndome.
Convencida de que mi libido está por las nubes, respondo:
—El diez se queda corto. Digamos, ¿cincuenta?
Mi contestación le vuelve a agradar. Coge una patata frita de su plato, le da un mordisco y después me la introduce en la boca. Yo, divertida, la mastico. Durante unos minutos, seguimos comiendo, hasta que escucho a Joe decir:
—Vamos, Flyn, come o me comeré yo tu plato. Estoy hambriento. Terriblemente hambriento.
El pequeño asiente, y de pronto, Zayn suelta una carcajada.
—Joe, cuando le he contado a la nueva cocinera de mi padre que _____ es española me ha exigido que se la presentes.
Ambos sonríen, y sin tiempo que perder, Joe se levanta, choca con complicidad la mano con Zayn, coge la mía y señala:
—Hagamos lo que pide la cocinera, o no podremos regresar a este local.
Asombrada, me levanto ante la mirada de todos, y cuando Flyn se va a levantar para acompañarnos, Zayn, atrayendo la atención del pequeño, dice:
—Si te vas, me como yo todas las patatas.
El crío defiende su posesión mientras nosotros nos alejamos del grupo. Salimos del salón, caminamos por un amplio pasillo y, de pronto, Joe se para ante una puerta, mete una llave en la cerradura, me hace entrar y, tras cerrar la puerta, murmura, desabrochándose la chaqueta:
—No puedo aguantarlo más, cariño. Tengo hambre, y no es de la comida que me espera sobre la mesa.
Lo miro boquiabierta.
—Pero ¿no íbamos a saludar a la cocinera?
Joe se acerca a mí con una devoradora mirada.
—Desnúdate, cariño. Escala cincuenta de deseo, ¿lo recuerdas?
Con el asombro aún en el rostro, voy a responder cuando Joe me coge con ímpetu por la cintura y me sienta sobre la mesa del despacho. Pero ¿no me ha dicho que me desnude?
Con su lengua repasa primero mi labio superior, después el inferior y, cuando finaliza el morboso contacto con un mordisquito, soy yo la que se lanza sobre su boca y se la devora.
Calor.
Excitación.
Locura momentánea.
Durante varios minutos, nos besamos con auténtico frenesí mientras nos tocamos. Joe es tan caliente, tan activo en esa faceta, que siento que me voy a derretir, pero cuando con premura sube mi vestido y pone sus enormes manos en la cinturilla de mis medias digo:
—Stop. —Mi orden lo hace parar, y antes de que siga, añado—: No quiero que me rompas ni las medias ni las bragas. Son nuevas y me costaron un pastón. Yo me las quitaré.
Sonríe, sonríe, sonríe... ¡Oh, Dios! Cuando sonríe mi corazón salta embravecido.
¡Que me rompa lo que quiera!
Joe da un paso hacia atrás. Soy consciente de que su deseo se intensifica por mí. Sin demora, pongo un pie en su pecho. Me desabrocha la bota sin apartar sus ojos de los míos y me la quita. Repito la misma acción con la otra pierna, y él con la otra bota.
¡Guau, qué morboso es mi Iceman!
Cuando las dos botas están en el suelo, me bajo de la mesa, da un paso hacia atrás, y yo me quito las medias. Las dejo sobre la mesa.
La respiración de Joe es tan irregular como la mía y, cuando se arrodilla ante mí, sin necesidad de que me pida lo que quiere, lo hago. Me acerco a él, acerca su cara a mis braguitas, cierra los ojos y murmura:
—No sabes cuánto te he echado de menos.
Yo también lo he echado de menos y, deseosa de sexo, poso mis manos en su pelo y se lo revuelvo, mientras él sin moverse restriega su mejilla por mi monte de Venus, hasta que con un dedo me baja las bragas, pasea su boca por mi tatuaje y le escucho murmurar:
—Pídeme lo que quieras, pequeña..., lo que quieras.
Sin dejar de repetir esta frase tan típica de él y que yo tatué en mí, me baja las bragas, me las quita, las deja sobre la mesa y, levantándose, me coge entre sus brazos, me sienta sobre la mesa, abre mis piernas, se baja el pantalón negro del chándal y, cuando clavo mis ojos en su erecto y tentador pene, susurra mientras me tumba:
—Me vuelve loco leer esa frase en tu cuerpo, pequeña. Me tiraría horas saboreándote, pero no hay tiempo para preámbulos, y por ello te voy a follar ahora mismo.
Y sin más, me acerca su enorme erección a la entrada de mi húmeda vagina y, de una sola y certera estocada, me penetra.
Sí..., sí..., sí...
¡Oh, sí!
Se oye el runrún de la gente tras la puerta cerrada, y Joe me posee. Lo miro. Me deleito.
—No más secretos entre tú y yo —musito.
Joe asiente. Me penetra.
—Quiero sinceridad en nuestra relación —insisto, jadeante.
—Por supuesto, pequeña. Prometido ahora y siempre.
La música llega hasta nosotros, pero yo sólo puedo disfrutar de lo que siento en este instante. Estoy siendo saciada una y otra vez con vigor por el hombre que más deseo en el mundo, y me encanta. Sus fuertes manos me tienen cogida por la cintura, me manejan, y yo, dichosa del momento, me dejo manejar.
Joe me oprime una y otra vez contra él mientras aprieta los dientes y oigo cómo el aire escapa a través de éstos. Mi cuerpo se abre para recibirlo y jadeo, dispuesta a abrirme más y más para él. De pronto, me levanta entre sus brazos y me apoya contra la pared.
¡Oh, Dios, sí!
Sus penetraciones se hacen cada vez más intensas. Más posesivas. Uno..., dos..., tres.... , siete..., ocho..., nueve... embestidas, y yo gimo de placer.
Sus manos, que me sujetan, me aprietan el culo. Me inmovilizan contra la pared y sólo puedo recibir gustosa una y otra vez su maravilloso y demoledor ataque. Éste es Joe. Ésta es nuestra manera de amarnos. Ésta es nuestra pasión.
Calor. Tengo un calor horrible cuando siento que un clímax asolador está a punto de hacerme gritar. Joe me mira y sonríe. Contengo mi grito, acerco mi boca a su oído y susurro como puedo:
—Ahora..., cariño..., dame más fuerte ahora.
Joe intensifica sus acometidas, sabedor de cómo hacerlo. Se hunde hasta el fondo en mí mientras yo disfruto y exploto de exaltación. Joe me da lo que le pido. Es mi dueño. Mi amor. Mi sirviente. Él lo es todo para mí, y cuando el calor entre los dos parece que nos va a carbonizar, oigo salir de nuestras gargantas un hueco grito de liberación que acallamos con un beso.
Instantes después, se arquea sobre mí y yo le aprieto contra mi cuerpo, decidida a que no salga de él en toda la noche.
Cuando los estremecimientos del maravilloso orgasmo comienzan a desaparecer, nos miramos a los ojos y él murmura, aún con su pene en mi interior:
—No puedo vivir sin ti. ¿Qué me has hecho?
Eso me hace sonreír y, tras darle un candoroso beso en los labios, respondo:
—Te he hecho lo mismo que tú a mí. ¡Enamorarte!
Durante unos segundos, mi Iceman particular me mira con esa mirada tan suya, tan alemana y castigadora que me vuelve loca. Me encantaría estar en su mente y saber qué pasa por ella mientras me mira así. Al final, me da un beso en los labios y me suelta a regañadientes.
—Te follaría en cada rincón de este lugar, pero creo que debemos regresar con el resto del grupo.
Me muestro conforme animadamente. Veo las medias y las bragas sobre la mesa, y de prisa me las pongo, aunque antes Joe abre un cajón y saca servilletas de papel para limpiarnos.
—Vaya..., vaya, señor Zimmerman —apunto con gesto pícaro—, por lo que veo no es la primera vez que usted viene aquí a satisfacer sus necesidades.
Joe sonríe, y tras limpiarse y tirar el papel a una papelera, contesta en tanto se ajusta su pantalón negro:
—No se equivoca, señorita Flores. Este local es del padre de Zayn y hemos visitado este cuartucho muchas veces para divertirnos y compartir ciertas compañías femeninas.
Su comentario me resulta gracioso, pero esos celos españoles tan característicos en mi personalidad me hacen dar un paso adelante. Joe me mira.
—Espero que a partir de ahora siempre cuentes conmigo —señalo, achinando los ojos.
Joe sonríe.
—No lo dudes, pequeña. Ya sabes que tú eres el centro de mi deseo.
Fuego...
Hablar tan claramente sobre sexo con Joe me enloquece. Él, consciente de ello, se acerca a mí y me coge por la cintura.
—Pronto abriré tus piernas para que otro te folle delante de mí, mientras yo beso tus labios y me bebo tus gemidos de placer. Sólo de pensarlo ya vuelvo a estar duro.
Roja..., debo de estar más roja que un tomate en rama. Sólo imaginar lo que acaba de decir me aviva y enloquece.
—¿Deseas que ocurra lo que he dicho?
Sin ningún atisbo de vergüenza, muevo la cabeza afirmativamente. Si mi padre me viera me desheredaría. Joe, divertido, sonríe y me besa con cariño.
—Lo haremos, te lo prometo. Pero ahora termina de vestirte, preciosa. Hay una mesa llena de gente esperándonos a pocos metros de aquí y, si tardamos más, comenzarán a sospechar.
Atizada por lo ocurrido y, por sus últimas proposiciones, termino de ponerme las medias. Después, Joe me ayuda a abrocharme las botas.
—¿Vuelvo a estar decente? —pregunto una vez vestida, mirándole.
Joe me mira de arriba abajo y, antes de abrir la puerta, susurra:
—Sí, cariño, aunque cuando lleguemos a casa te quiero totalmente indecente. —Su comentario me hace reír y, tras resoplar, indica—: Salgamos ya de esta habitación, o no voy a ser capaz de contenerme para no romperte esta vez tus preciadas medias y bragas nuevas.
Por la noche, cuando llegamos a casa y Joe acuesta a Flyn, cerramos la puerta de nuestra habitación y nos entregamos a lo que más nos gusta: sexo salvaje, morboso y caliente.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Doce
El sábado 29 de diciembre Joe me pide dedicarle el día entero a su sobrino. Sus ojos al decírmelo me indican lo inquieto que está por ello, pero yo asiento convencida de que es lo mejor para todos, en especial para Flyn. Eso sí, éste no desperdicia la oportunidad siempre que puede de hacerme ver que yo estoy de más. No se lo tomo en cuenta. Es un niño. Jugamos gran parte del día a la Wii y la Play, lo único que al crío parece motivarlo, y le demuestro que las chicas sabemos hacer más cosas de las que él cree.
Me divierte observar cómo me mira cuando gano a Joe jugando a Moto GP o a él mismo jugando una partida de Mario Bros. El niño no da crédito a lo que ve. ¡Una chica ganándoles! Pero me dejo ganar por él al Mortal Kombat para darle un poco de cuartelillo y que no me odie más. Flyn es un crío duro de pelar, digno sobrino de mi Iceman.
Durante todo el día, Joe y yo nos dedicamos totalmente a él y, por la noche, tengo la cabeza como un bombo de tanta musiquita de videojuegos. Pero a la hora de la cena, sorprendida, me percato de que Flyn me pregunta si quiero ensalada y me rellena mi vaso de coca-cola sin que yo se lo pida cuando se me acaba. Esto es un comienzo, y Joe y yo sonreímos.
Cuando por fin conseguimos agotar al niño y acostarlo, en la intimidad de nuestra habitación, Joe vuelve a ser mío. Sólo mío. Disfruto de él, de su boca, de su manera de hacerme el amor, y sé que él disfruta de mí y conmigo.
Mientras me penetra, no dejamos de mirarnos a los ojos y nos decimos cosas calientes y morbosas. Su juego es mi juego, y juntos disfrutamos como locos.
El domingo, cuando me despierto, como siempre estoy sola en la cama. Joe y su poco dormir. Miro el reloj. Las diez y ocho minutos. Estoy agotada. Tras la noche movidita con Joe sólo deseo dormir y dormir, pero soy consciente de que en Alemania son muy madrugadores y debo levantarme.
De pronto, la puerta se abre, y el objeto de mis más pecaminosos y oscuros deseos aparece por ella con una bandeja de desayuno. Está guapísimo con ese jersey granate y los vaqueros.
—Buenos días, morenita.
Este apelativo tan de mi padre me hace sonreír. Joe se sienta en la cama y me da un beso de buenos días.
—¿Cómo está mi novia hoy? —pregunta con cariño.
Encantada de la vida y del amor que le profeso, me retiro el pelo de la cara y respondo:
—Agotada, pero feliz.
Mi contestación le gusta, pero antes de que diga nada, me fijo en la bandeja y veo algo que me deja atónita.
—¿Churros? ¿Esto son churros?
Él asiente con una grata sonrisa mientras cojo uno, lo mojo en azúcar y le doy un mordisco.
—¡Mmm, qué rico! —Y al mirar mis dedos, susurro—: Con su grasita y todooooo.
La carcajada de Joe retumba en la habitación.
¡Oh, Dios!, comer un churro en Alemania es como poco ¡alucinante!
—Pero ¿dónde has comprado esto? —inquiero, aún sorprendida.
Con una megagigante sonrisa, Eric coge otro churro y le da un mordisco.
—Le comenté a Simona que los churros eran algo muy típico en España y que te gustaban mucho para desayunar. Y ella, no sé cómo, te los ha hecho.
—¡Vaya, qué pasada! —exclamo, encantada—. Cuando le cuente a mi padre que he desayunado café con churros en Alemania se va a quedar a cuadros.
Joe sonríe y yo también mientras comenzamos a comer churros. Cuando me voy a limpiar con la servilleta, al cogerla, el anillo que le devolví a Joe en la oficina aparece ante mí.
—Vuelves a ser mi novia y quiero que lo lleves.
Lo miro. Me mira. Sonrío. Sonríe, y mi loco amor coge el anillo y me lo pone en el dedo. Después, me da un beso en la mano y murmura con voz ronca:
—Vuelves a ser toda mía.
Mi cuerpo se calienta. Lo adoro. Lo beso en los labios y, cuando me separo de él, cuchicheo:
—Por cierto, novio mío —sonríe—, ¿puedo preguntarte algo de Flyn?
—Por supuesto.
Tras tragar el rico churro, clavo mi mirada en él y pregunto:
—¿Por qué no me habías dicho que tu sobrino Flyn es chino?
Joe suelta una carcajada.
—No es chino. Es alemán. No lo llames chino, o lo enfadarás mucho. No sé por qué odia esa palabra. Mi hermana Hannah se fue a vivir a Corea durante dos años. Allí conoció a Lee Wan. Cuando se quedó embarazada, Hannah decidió regresar a Alemania para tener a Flyn aquí. Por lo tanto, ¡es alemán!
—¿Y el padre de Flyn?
Joe tuerce el gesto.
—Era un hombre casado y nunca quiso saber nada de él. —Hago una señal de asentimiento, y sin yo esperarlo, él continúa—: Tuvo un padre en Alemania durante dos años. Mi hermana salió con un tipo llamado Leo. El crío lo adoraba, pero cuando ocurrió lo de mi hermana, ese imbécil no quiso volver a saber nada de él. Me dejó claro lo que siempre había pensado: estaba con mi hermana por su dinero.
Decido no preguntar más. No debo. Sigo comiendo, y Joe me besa en la frente. Durante unos segundos nos miramos y sé que ha llegado el momento de hablar sobre lo que me ronda por la cabeza. Antes, tomo un sorbo de café.
—Joe, mañana es Nochevieja, y yo...
No me deja continuar.
—Sé lo que vas a decir —asegura, poniendo un dedo en mi boca—. Quieres regresar a España para pasar la Nochevieja con tu familia, ¿verdad?
—Sí. —Joe asiente, y yo prosigo—: Creo que debería irme hoy. Mañana es Nochevieja y..., bueno, tú me entiendes.
Suspira, mostrándose conforme. Su resignación me toca el corazón.
—Quiero que sepas que, aunque me encantaría que te quedaras aquí conmigo, lo entiendo. Pero esta vez no te voy a poder acompañar. He de quedarme con Flyn. Mi madre y mi hermana tienen planes, y yo quiero pasar la noche con él en casa. Lo comprendes tú también, ¿verdad?
Recordar eso me rompe el corazón. ¿Cómo se van a quedar solos? Pero antes de que yo pueda decir nada, mi alemán añade:
—Mi familia se desmoronó el día en que Hannah murió. Y no puedo reprocharles nada. El que desapareció la primera Nochevieja fui yo. En fin..., no quiero hablar de esto, ____. Tú vete a España y disfruta. Flyn y yo estaremos bien aquí.
El dolor que veo en su mirada me hace tocarle la mejilla. Deseo hablar con él de eso, pero mi Iceman no quiere que me compadezca de él.
—Llamaré al aeropuerto para que tengan preparado el jet.
—No..., no hace falta. Iré en un vuelo normal. No es necesario que...
—Insisto, ____. Eres mi novia y...
—Por favor, Joe no lo hagas más difícil —le corto—. Creo que es mejor que me vaya en un vuelo regular. Por favor.
—De acuerdo —dice tras un silencio más que significativo—. Me encargaré de ello.
—Gracias —murmuro.
Resignado, parpadea y pregunta:
—¿Regresarás después de la Nochevieja?
Mi cabeza comienza a dar vueltas. Pero ¿cómo me puede preguntar eso? ¿Acaso no se ha dado cuenta todavía de que le quiero con locura? Deseo gritar que por supuesto volveré cuando él me toma las manos.
—Quiero que sepas —añade— que, si regresas a mi lado, haré todo lo que esté en mi mano para que no añores nada de lo que tienes en España. Sé que tu sentimiento hacia tu familia es muy fuerte, y que separarte de ellos es lo que peor llevas, pero conmigo estarás cuidada, protegida y, sobre todo, serás muy amada. Deseo que seas feliz conmigo en Múnich, y si para eso todos tenemos que aprender cosas españolas, las aprenderemos y conseguiremos que te sientas en tu casa. En cuanto a Flyn, dale tiempo. Estoy seguro de que antes de lo que esperas ese pequeño te adorará tanto o más que yo. Ya te dije que era un niño algo particular y...
—Joe —le interrumpo, emocionada—, te quiero.
El tono de mi voz, lo que acabo de decir y su mirada hacen que el vello de todo mi cuerpo se erice, y más cuando le oigo decir:
—Te quiero tanto, pequeña, que el sentirme alejado de ti me vuelve loco.
Nuestras miradas son sinceras y nuestras palabras, más. Nos queremos. Nos amamos locamente, y cuando se está acercando a mi boca para besarme, la puerta se abre de par en par y aparece el pequeño Flyn.
—¡Tíooooooooooo!, ¿por qué tardas tanto?
Rápidamente los dos nos recomponemos y, al ver que Joe no dice nada, ante la mirada del niño, cojo de la bandeja algo y le pregunto en español:
—¿Quieres un churro, Flyn?
El pequeño pone mal gesto. La palabra “churro” no la conoce y a mí no me soporta. Y como no está dispuesto a que le quite un segundo más del tiempo de su amado tío, contesta:
—Tío, te espero abajo para jugar.
Y antes de que ninguno pueda decir nada más, cierra la puerta y se va.
Cuando nos quedamos Joe y yo solos en la habitación, lo miro risueña.
—No tengo la menor duda de que Flyn se alegrará mucho de mi marcha.
Joe no dice nada. Calla, me da un beso en los labios, y después se levanta y se va. Durante un rato miro la puerta sin entender cómo Sonia y Marta, la madre y la hermana de Joe, los pueden dejar solos en una fecha así. Eso me apena.
A las seis y media de la tarde, Joe, Flyn y yo estamos en el aeropuerto. No tengo que facturar mi equipaje. Sólo llevo una mochila con mis pocas pertenencias. Estoy nerviosa. Muy nerviosa. Despedirme de ellos, en especial de Joe, me parte el corazón, pero tengo que estar con mi familia.
A pesar de la frialdad que veo en sus ojos, Joe intenta bromear. Es su mecanismo de defensa. Frialdad para no sufrir. Cuando el momento de la despedida finalmente llega, me agacho y beso en la mejilla a Flyn.
—Jovencito, ha sido un placer conocerte, y cuando regrese, quiero la revancha de Mortal Kombat.
El crío asiente y, por unos segundos, veo algo de calor en su mirada, pero mueve la cabeza y, cuando me vuelve a mirar, ese calor ya no existe.
Animado por Joe, Flyn se aparta de nosotros unos metros y se sienta a esperar.
—Joe, yo...
Pero no puedo continuar. Joe me besa con auténtica devoción y cuando se separa un poco clava sus impactantes ojos azules en mí.
—Pásalo bien, pequeña. Saluda a tu familia de mi parte y no olvides que puedes volver cuando quieras. Estaré esperando tu llamada para regresar al aeropuerto a buscarte. Cuando sea y a la hora que sea.
Emocionada, asiento. Tengo unas ganas terribles de llorar, pero me contengo. No debo hacerlo, o pareceré una tonta blandengue, y nunca me ha gustado eso. Por esa razón, sonrío, vuelvo a dar otro beso a mi amor y, tras guiñarle el ojo a Flyn, camino hacia los arcos de seguridad. Una vez que los paso y que recojo mi bolso y mi mochila, me vuelvo para decir adiós, y mi corazón se rompe al ver que Joe y el pequeño ya no están. Se han ido.
Camino por el aeropuerto con seguridad, busco en los paneles mi puerta de embarque y, tras saber cuál es, me dirijo hacia ella. Queda más de una hora para que la puerta se abra y decido dar un paseo por las tiendas para entretenerme. Pero mi cabeza no está donde tiene que estar y sólo puedo pensar en Joe. En mi amor. En el dolor que he visto en sus ojos al separarme de él, y eso me parte segundo a segundo más el alma.
Cansada y agotada por la tristeza que tengo, me siento y observo a la gente que pasea por mi lado. Gente alegre y triste. Gente con familia y gente sola. Así estoy durante un buen rato, hasta que de pronto mi móvil suena. Es mi padre.
—Hola, morenita. ¿Dónde estás, mi vida?
—En el aeropuerto. Esperando a que abran la puerta de embarque.
—¿A qué hora llegas a Madrid?
Miro el billete.
—En teoría, a las once tomamos tierra, y a las once y media cojo el último vuelo que va a Jerez.
—¡Perfecto! Estaré esperándote en el aeropuerto de Jerez.
Durante un rato, charlamos de cosas banales.
—¿Estás bien, mi niña? —pregunta de pronto—. Te noto algo alicaída.
Como soy incapaz de ocultar mis sentimientos al hombre que me dio la vida y me adora, respondo:
—Papá, es todo tan complicado que..., que... me agobio.
—¿Complicado?
—Sí, papá..., mucho.
—¿Has vuelto a discutir con Joe? —indaga mi padre sin entenderme bien.
—No, papá, no. Nada de eso.
—Entonces, ¿cuál es el problema, cariño?
Antes de decir algo, me convenzo de que necesito hablar con él de lo que me pasa.
—Papá, yo quiero estar con vosotros en Nochevieja. Deseo verte a ti, a Luz y a la loca de Raquel, pero..., pero...
La cariñosa risa de mi progenitor me hace sonreír aun sin ganas.
—Pero estás enamorada de Joe y también quieres estar con él, ¿verdad, cariño?
—Sí, papá, y me siento fatal por ello —susurro mientras observo que dos azafatas se ponen en la puerta de embarque por la que tengo que entrar en el avión.
—¿Sabes, morenita? Cuando yo conocí a tu madre, ella vivía en Barcelona y, como bien sabes, yo en Jerez, y te aseguro que lo que te pasa a ti, yo lo he sentido anteriormente, y el consejo que te puedo dar es que te dejes llevar por el corazón.
—Pero, papá, yo...
—Escúchame y calla, mi vida. Tanto Luz como tu hermana o yo sabemos que nos quieres. Te vamos a tener y a querer el resto de nuestras vidas, pero tu camino ha de comenzar como antes comenzó el mío y después el de tu hermana cuando se casó. Sé egoísta, miarma. Piensa en lo que tú quieres y en lo que deseas. Y si en este momento tu corazón te pide que te quedes en Alemania con Joe, ¡hazlo! ¡Disfrútalo! Porque si lo haces yo estaré más feliz que si te tengo aquí a mi lado triste y ojerosa.
—Papa..., qué romanticón eres —sollozo, conmovida por sus palabras.
—¡Ea, ea!, morenita.
—¡Aisss, papá! —lloro con emoción—. Eres el mejor..., el mejor.
Su bondad vuelve a llenarme el alma cuando lo oigo decir:
—Eres mi niña y te conozco mejor que nadie en el mundo, y yo sólo quiero que seas feliz. Y si tu felicidad está con ese alemán que te saca de tus casillas, ¡bendito sea Dios! Sé feliz y disfruta de la vida. Yo sé que me quieres, y tú sabes que yo te quiero. ¿Dónde está el problema? Da igual que estés en Alemania o a mi lado para saber que nos tendremos el uno al otro el resto de nuestras vidas. Porque tú eres mi morenita, y eso, ni la distancia, ni Joe, ni nada, lo va a cambiar. —Emocionada por sus palabras, lloro, y él sigue—: Vamos..., vamos..., no me llores, que entonces me pongo nervioso y me sube la tensión. Y tú no quieres eso, ¿verdad?
Su pregunta me hace soltar una risotada cargada de lágrimas. Mi padre es grande. ¡Muy grande!
—Vamos a ver, mi niña, ¿por qué no te quedas en Alemania y pasas la Nochevieja alegre y feliz? Éste es el comienzo de la vida que habías planeado hace poco y creo que empezarla en Navidades será siempre un bonito recuerdo para vosotros, ¿no crees?
—Papá..., ¿de verdad que no te importa?
—Por supuesto que no, mi vida. Por lo tanto, sonríe y ve en busca de Joe. Dale un saludo de mi parte y, por favor, sé feliz para que yo lo pueda ser también, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, papá. —Y antes de colgar, añado—: Mañana por la noche os llamaré. Te quiero, papá. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, morenita.
Conmovida, emocionada y con mil sensaciones en mi interior, cierro el móvil y me limpio las lágrimas. Durante varios minutos permanezco sentada mientras mi cabeza piensa en qué debo hacer. ¿Papá o Joe? ¿Joe o papá? Al final, cuando la gente de mi vuelo comienza a embarcar, agarro la mochila y tengo muy claro dónde tengo que ir. En busca de mi amor.
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Capitulo Trece
Cuando el taxi me lleva hasta la puerta de la enorme mansión donde vive Joe, lo pago con la Visa y me bajo. Como era de esperar, vuelve a nevar y mis botas se hunden en la nieve, pero no importa; estoy feliz, además de congelada. Cuando el taxi se marcha me quedo sola ante la imponente verja y un ruido cercano me alerta. Miro hacia los cubos de basura que hay a mi izquierda y me sobresalto. Unos ojazos brillantes y saltones me observan, y grito.
—¡Joder, qué susto!
Mi chillido hace que el pobre perro huya despavorido. Creo que se ha asustado más que yo. Una vez que me quedo sola de nuevo, busco el timbre para que me abran, pero entonces veo que se enciende una luz en la casita de Simona y Norbert. Las cortinas de una ventana se mueven y de pronto se abre una puerta junto a la verja.
—¿Señorita _____? ¡Por todos los santos, se va a usted a congelar!
Me vuelvo y veo a Norbert, el marido de Simona que, abrigado con un oscuro abrigo hasta los pies, corre hacia mí.
—Pero ¿qué hace aquí con este frío? ¿No se había marchado a España?
—He cambiado de planes en el último momento —respondo tiritando a la par que sonriendo.
El hombre asiente, me devuelve la sonrisa y me apremia mientras caminamos hacia la portezuela lateral.
—Pase, por favor. He oído que un coche paraba en la puerta, y por eso me he asomado. Entre. La llevaré de inmediato a la casa.
Juntos atravesamos el enorme jardín lo más rápidamente que podemos. Los dientes me castañetean, y el hombre se ofrece a darme su abrigo. Me niego. Eso no lo voy a consentir. Cuando llegamos a la casa, nos dirigimos hacia la puerta de la cocina. Norbert saca una llave, abre y me invita a pasar.
—Le prepararé algo calentito. ¡Lo necesita!
—No..., no, por favor —digo, cogiéndole las frías manos—. Regrese a su casa. Es tarde y debe descansar.
—Pero, señorita, yo...
—Norbert, tranquilo. Yo lo haré. Ahora, por favor, regrese a su casa.
El hombre acepta a regañadientes y me indica que el señor a esa hora suele estar en su despacho y Flyn dormido. Le agradezco la información y por fin se va.
Me quedo sola en la enorme y oscura cocina, y respiro con agitación. La casa está silenciosa, y eso me pone la carne de gallina, pero ¡he regresado! Tiemblo. Tengo frío, aunque pensar en Joe y su cercanía me hace empezar a tener calor. Estoy nerviosa, ansiosa por ver su cara cuando me vea.
Incapaz de aguardar un segundo más, me encamino hacia el despacho, y al acercarme, oigo música. Como una niña, acerco mi oreja a la puerta y sonrío al escuchar la maravillosa voz de Norah Jones interpretar la romántica canción Don’t know why.
Desconocía que a Joe le gustara esa cantante, pero me embruja saberlo.
Abro la puerta en silencio y sonrío al ver a mi chico duro sentado junto a la enorme chimenea con un vaso en la mano mientras mira el fuego. La música, el calor y la emoción de verlo me envuelven, y camino hacia él. De pronto, él vuelve la cabeza y me ve.
Se levanta. Mi respiración se agita mientras su rostro lo dice todo. ¡Está sorprendido!
Deja el vaso sobre una mesita. Su gesto de asombro me hace sonreír y suelto la mochila que aún llevo en mis congeladas manos.
—Papá te manda un saludo y espera que pasemos una feliz Nochevieja. —Joe parpadea; yo tirito y prosigo—: Y como me dijiste que podía regresar cuando quisiera, ¡aquí estoy! Y...
Pero no puedo decir más. Mi gigante alemán camina hacia mí, me abraza con verdadero amor y susurra antes de besarme:
—No sabes lo mucho que he deseado que ocurriera esto.
Me besa, y cuando separa sus labios de los míos, sonríe, sonríe, sonríe..., hasta que de repente su expresión se contrae.
—¡Por el amor de Dios, ___! ¡Estás congelada, cariño! Acércate al fuego.
Cogida de su mano, hago lo que me pide mientras esos ojos me observan con una calidez extrema.
—¿Por qué no me has llamado? —pregunta, aún conmocionado por la sorpresa—. Hubiera ido a recogerte.
—Quería sorprenderte.
Con semblante preocupado, me retira el pelo húmedo de la cara.
—Pero estás congelada, cariño.
—No importa..., no importa...
Me besa de nuevo. Está nervioso. La sorpresa ha sido increíble y está totalmente descolocado.
—¿Has cenado?
Niego con la cabeza, y me ayuda a deshacerme de mi frío y congelado abrigo.
—Quítate esa ropa. Estás empapada y enfermarás.
—Espera. Tranquilo —le digo riendo, dichosa—. En mi mochila tengo ropa que...
—Lo de tu mochila estará todo mojado y frío —insiste, y rápidamente se quita la sudadera gris de Nike que lleva.
¡Diosss..., qué tableta de chocolate!
Es impresionante. Cada día me recuerda más al guapísimo Paul Walker.
—Toma, ponte esto mientras voy a por ropa seca a la habitación.
Sale escopetado del despacho; mientras, yo no puedo parar de reír como una auténtica tonta y un calor maravilloso recorre mi cuerpo. El efecto Joe Zimmerman ha regresado a mí.
Estoy tonta.
Idiota.
Enamoradita perdida.
Y antes de que pueda moverme, ya ha regresado con ropa en sus manos y una sudadera azul puesta.
Al ver que todavía no me he quitado la ropa húmeda, me desnuda mientras suena la sensual canción Turn me on de Norah Jones ¡Dios, me encanta esa canción!
Joe no me quita ojo. Mimosa, le tiento con mi mirada y mi cuerpo. Le deseo. Desnuda ante él, mete por mi cabeza su enorme sudadera gris.
—Baila conmigo —le pido cuando ya tengo la prenda puesta.
Sin tacones y sin bragas, me agarro al hombre que adoro y le hago bailar conmigo. Acaramelados y sintiéndome totalmente protegida por él, bailamos esa bonita y romántica canción de amor sobre la mullida alfombra frente a la chimenea.
Like a flower waiting to bloom
Like a lightbulb in a dark room
I’m just sitting here waiting for you
To come on home and turn me on
Disfruto de él entre sus brazos. Sé que disfruta de mí entre mis brazos. Mientras, nuestros pies se mueven lentamente sobre la alfombra y nuestras respiraciones se funden hasta convertirse en una sola. Bailamos en silencio. No podemos hablar. Sólo necesitamos abrazarnos y seguir bailando.
Una vez que termina la canción, nos miramos a los ojos, y Joe, agachándose, me da un dulce beso en los labios.
—Acaba de vestirte, ____ —dice con la voz cargada de sensualidad.
Divertida por las mil emociones que él me hace ver y sentir, sonrío, y más aún cuando veo que me ha traído unos calzoncillos.
—¡Vaya..., me encantan! Y encima, de Armani. ¡Sexy!
Joe sonríe, y tras darme una cachetada cariñosa en el trasero, me entrega unos mullidos calcetines blancos.
—Vístete y no me provoques más, ¡provocadora! Vamos, siéntate ante la chimenea. Iré a la cocina y traeré algo de comida para ti.
—No hace falta, Joe..., de verdad.
—¡Oh, sí!, cariño —insiste—. Sí hace falta. Siéntate y espera a que regrese.
Encantada por su felicidad y la mía, hago lo que me pide. Me da un beso y se marcha. Cuando me quedo sola en el despacho, miro a mi alrededor mientras la música de la fantástica Norah Jones me envuelve. Cojo mi húmeda mochila, saco un peine, me siento en la alfombra y comienzo a desenredar mi empapado pelo. Estoy peleándome con él cuando Joe entra con una bandeja. Al verme, la deja sobre la mesa de su despacho y se acerca a mí.
—Dame el peine. Yo te lo desenredaré.
Como una niña chica, asiento y dejo que me peine. Sentir sus manos desenredándome el pelo con mimo me enloquece. Me pone la carne de gallina. Es tan tierno en ocasiones que me resulta imposible creer que yo pueda discutir con él. Una vez que acaba, me da un beso en la coronilla.
—Solucionado lo de tu precioso pelo. Ahora toca comer.
Se levanta, coge la bandeja de la mesa y la deja sobre la alfombra. Acto seguido, se sienta a mi lado y me besa con cariño en el cuello.
—Estás preciosa, pequeña.
Su gesto, sus palabras, su mirada, todo en él denota la felicidad que siente por tenerme aquí. El olorcito rico del caldito llega hasta mi nariz y, contenta, cojo la taza. Joe no me quita ojo mientras tomo un sorbo y dejo la taza en la bandeja.
—Te he sorprendido, ¿verdad?
—Mucho —confiesa, y me retira un mechón de la cara—. Nunca dejas de sorprenderme.
Eso me hace reír.
—Cuando iba a coger el avión, he recibido una llamada de mi padre. He hablado con él y me ha dicho que si lo que me hacía dichosa era estar contigo que me quedara y no desaprovechara la oportunidad de ser feliz. Para él es más importante saber que estoy aquí, contigo, satisfecha, que tenerme a su lado y saber que te echo de menos.
Joe sonríe, coge el sándwich de jamón york que me ha hecho y lo pone en mi boca para que yo dé un mordisco.
—Tu padre es una excelente persona, pequeña. Tienes mucha suerte de que él sea así.
—Papá es la persona más buena que he conocido en mi vida —contesto después de tragar el rico trozo—. Incluso me ha dicho que comenzar mi nueva vida contigo en Navidades es algo bonito que no debo desaprovechar. Y tiene razón. Éste es nuestro comienzo y quiero disfrutarlo contigo.
Joe me ofrece de nuevo el sándwich y yo le doy otro mordisco. Cuando entiende el significado de lo que acabo de decir, añado, cerrándole la boca:
—Definitivamente, me quedo contigo en Alemania. Ya no te libras de mí.
La noticia le pilla tan de sorpresa que no sabe ni qué hacer, hasta que suelta el sándwich en la bandeja, coge mi cara con sus manos y dice cerca de mi boca:
—Eres lo mejor, lo más bonito y maravilloso que me ha pasado en la vida.
—¿En serio?
Joe sonríe, me da un beso en los labios y afirma:
—Sí, señorita Flores. —Y al ver las intenciones de mi mirada, puntualiza con voz ronca—: Hasta que no te acabes el caldo, el sándwich y el postre, no pienso satisfacer tus deseos.
—¿Todo el sándwich?
Mi alemán asiente y murmura en un tono de voz bajo, que me pone la carne de gallina:
—Todo.
—¿Y el plátano también?
—Por supuesto.
Su respuesta me hace sonreír.
Cojo el caldo y me lo bebo en tanto lo miro por encima de la taza. Lo tiento con mis ojos y veo la excitación en su mirada.
¡Dios, Dios! ¡Joe, cómo me excitas!
Una vez que acabo, sin hablar, dejo la taza y me como el sándwich. Bebo agua, y cuando cojo el plátano, se lo enseño, sonrío y lo dejo sobre la bandeja.
—De postre... te prefiero a ti.
Joe sonríe.
Me besa y yo le empujo hasta tumbarlo en la alfombra. Estamos frente a la chimenea encendida.
Solos...
Excitados...
Y con ganas de jugar.
Me siento a horcajadas sobre él. Su pene está duro ante mi contacto e insinuaciones y dispuesto a darme lo que quiero y necesito. Sus manos pasean por mis piernas, lenta y pausadamente, y se paran en mis muslos.
—Todavía no me creo que estés aquí, pequeña.
—Tócame y créelo —lo invito, mirándolo a los ojos.
La excitación sube segundo a segundo y decido quitarle la sudadera.
Desnudo de cintura para arriba, a mi merced y con una sonrisa triunfal en mi boca, poso mis manos en su estómago y lentamente las subo hacia su pecho. En el camino, me agacho y su boca va a mi encuentro. Nos besamos. Sus manos cogen las mías.
—Joe..., me pones como una moto.
Él sonríe. Yo sonrío.
—¿Quieres que te muestre cómo me pones tú a mí? —me pregunta hambriento y jadeante.
—Sí.
Joe asiente, agarra los calzoncillos que llevo puestos y, sin preámbulos, me los quita. Después, hace lo propio con la sudadera y me quedo totalmente desnuda sobre él. Sus manos van directas a mis pechos y susurra atrayéndome hacia él:
—Dámelos.
Excitada, me agacho. Le ofrezco mi cuerpo, mis pechos. Él los besa con delicadeza, y luego se mete primero un pezón en la boca y, tras endurecerlo, se dedica a hacer lo mismo con el otro, mientras sus manos me aprietan contra él para que no me retire. Durante unos minutos disfruto de sus afrodisíacas caricias. Son colosales, calientes y morbosas, hasta que con sus fuertes manos me hace moverme, se desliza por debajo de mí y quedo sentada sobre su boca.
Mi estómago se encoge al sentir el calor de su aliento en el centro de mi deseo. ¡Oh, sí! Me agarra con sus fuertes manos por la cintura y sólo puedo escuchar mientras me deshago:
—Voy a saborearte. Relájate y disfruta.
Sentada sobre su boca, Joe cumple lo que promete y me hace disfrutar. Su ávida lengua, deseosa de mí, busca mi centro del placer como un exquisito manjar y me arranca gemidos incontrolados mientras yo cierro los ojos y me carbonizo segundo a segundo. Una y otra vez, con sus toques de lengua en mi ya inflamado clítoris, me lleva hasta el borde del clímax, pero no deja que culmine. Eso me vuelve loca y quiero protestar.
Imágenes morbosas pasean por mi mente mientras el hombre que me enloquece toma de mí todo lo que quiere, y yo se lo doy deseosa de más. Estar solos, en su despacho, ante la chimenea y desnudos es delicioso y placentero. Pero inexplicablemente una vocecita en mi cabeza susurra muy bajito que si fuéramos tres todo sería más morboso.
Alucinada, abro los ojos. ¿Qué hago pensando yo así? Joe ha conseguido meterme totalmente en su juego y ahora soy yo la que fantaseo con ello.
Suelto un gemido de placer mientras me siento perversa. Muy perversa. Y dejándome llevar por mis fantasías, digo:
—Quiero jugar, Joe..., jugar contigo a todo lo que quieras.
Sé que me escucha. Su azotito en mi trasero me lo confirma. Su boca se pasea por mis labios vaginales, sus dientes me mordisquean arrancándome oleadas de placer y, por fin, deja que culmine y llegue al clímax.
Cuando mi cuerpo se recupera de ese maravilloso ataque, Joe me vuelve a colocar sobre su pecho y, con una sonrisa triunfal, me pide con voz ronca, cargada de erotismo:
—Fóllame, _____.
Noto mis mejillas arreboladas por el deseo que mi alemán me provoca. No es la chimenea la que me acalora, es Joe. Mi Joe. Mi alemán. Mi mandón. Mi cabezón. Mi Iceman.
Dispuesta a que él disfrute tanto como yo, me acomodo y agarro su pene. Su suavidad es exquisita. Lo miro con ojos de “relájate y disfruta” y, sin esperar ni un segundo más, lo introduzco en mi vagina.
Estoy húmeda, empapada, y siento cómo la punta de su maravilloso juguete llega hasta casi mi útero sin él moverse.
¡Dios, qué placer!
Muevo las caderas de izquierda a derecha en busca de más espacio, y luego me aprieto sobre él. Joe cierra los ojos y jadea. Este movimiento cimbreante le gusta. ¡Bien! Lo vuelvo a repetir mientras apoyo las manos en su pecho y le exijo:
—Mírame.
Mi voz. El tono exigente que utilizo en ese instante es lo que hace que Joe abra los ojos rápidamente y me mire. Mando yo. Él me ha pedido que tome la iniciativa y me siento poderosa. De pronto, varío el movimiento de mis caderas y, al dar un seco empujón hacia adelante, Joe jadea en alto y, gustoso, se contrae.
Pone sus manos en mis caderas. La fiera interna de mi Joe está despertando. Pero yo se las agarro y, entrelazando mis manos con las suyas, susurro:
—No..., tú no te muevas. Déjame a mí.
Está ansioso. Excitado. Caliente.
Su mirada me habla sola y sé lo que desea. Lo que piensa. Lo que ansía. De nuevo, muevo mis caderas con fuerza. Me clavo más en él, y Joe vuelve a jadear. Yo también.
—¡Dios, pequeña...!, me vuelves loco.
Una y otra vez repito los movimientos.
Lo llevo hasta lo más alto, pero no lo dejo culminar. Quiero que sienta lo que me ha hecho sentir minutos antes a mí, y su mirada se endurece. Yo sonrío. ¡Aisss..., cómo me pone esa cara de mala leche! Sus manos intentan sujetarme y las detengo otra vez mientras mis movimientos rápidos y circulares continúan llevándolo hasta donde yo quiero. Al éxtasis. Pero su placer es mi placer, y cuando veo que ambos vamos a morir de combustión, acelero mis acometidas hasta que un orgasmo maravilloso me toma por completo, y mi Iceman, enloquecido, se contrae y se deja llevar.
Gustosa tras lo hecho, me dejo caer sobre él y me abraza. Me encanta sentirle cerca. Nuestras respiraciones desacompasadas poco a poco se relajan.
—Te adoro, morenita —dice en mi oído.
Sus palabras, tan cargadas de amor, me enloquecen, y sólo puedo sonreír como una tonta mientras sus brazos se cierran sobre mi cintura y me aprietan.
Su calor y mi calor se funden al unísono, y levantando la cabeza, lo beso.
Permanecemos durante unos minutos tirados en la alfombra, hasta que Joe, al ver mi carne de gallina, me invita a levantarme. Ambos lo hacemos. Coge una manta oscura que hay sobre el sillón y me la echa por encima. Después, desnudo, se sienta y, sin soltarme, me hace que me siente sobre él y me retira el desordenado pelo de la cara.
—¿Qué pasaba por tu cabecita cuando has dicho que querías jugar a todo lo que yo quisiera?
¡Guau! Esto me pilla por sorpresa. No me lo esperaba.
—Vamos, ____ —me anima al ver cómo lo miro—. Tú siempre has sido sincera.
Increíble. ¿Cómo sabe que escondo algo? Al final, dispuesta a decir lo que pensaba, respondo:
—Bueno..., yo..., la verdad es que no sé. —Joe sonríe sobre mi cuello y claudico—: Venga, va..., te lo cuento. Me encanta hacer el amor contigo; es maravilloso y excitante. Lo mejor. Pero mientras pensaba esto se me ha ocurrido que de haber sido tres sobre la alfombra todo habría sido aún más morboso. —Y rápidamente, añado—: Pero, cariño..., no pienses cosas raras, ¿vale? Adoro el sexo contigo. ¡Me encanta! Y no sé por qué extraña razón ese pensamiento ha cruzado mi mente. Como me has dicho que fuera sincera y..., y..., te lo he dicho. Pero de verdad..., de verdad que yo disfruto mucho estando sólo contigo y...
Una carcajada suya corta mi parrafada y responde, abrazándome por encima de la manta:
—Me enloquece saber que deseas jugar, cariño. El sexo entre nosotros es fantástico, y el juego, un suplemento en nuestra relación.
Encantada con su contestación, murmuro:
—¡Qué bien lo has definido! Un suplemento.
Joe me vuelve a besar en el cuello y, levantándose conmigo en brazos, dice con voz llena de felicidad:
—De momento, preciosa, te quiero en exclusividad para mí. Los suplementos ya los incluiremos otro día.
Me río, se ríe, y abandonamos el despacho dispuestos a tener una larga noche de pasión.Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Chicas espero les gusten los capis he estado ausente porque estaba en exámenes xD pero ya me pondré al corriente. Saludos a todas!!!!! :enamorado: :enamorado: :enamorado: :enamorado: :enamorado: :enamorado:
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Ya no les gustó la nove chicas??? :( :(
Monse_Jonas
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
Si! todavía me gusta sólo que he andado muy ocupada con la escuela y no he tenido tiempo de ponerme al corriente dame chance!
aranzhitha
Re: Pídeme Lo Que Quieras Ahora Y Siempre (Joe Y tú)
siguela, plisssssssssssssssssssssssssssssssss
adina
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