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Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
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El Acompañante (Joe & Tú)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: El Acompañante (Joe & Tú)
aaaaaaaaaaaahhhhhh ya falta pocoooooo para que se conoscaaaaaannnn
aaaaiii siguela porfaaaa
aaaaiii siguela porfaaaa
chelis
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
NUEVA LECTORA!
Me gusta la historia, debes seguir por favor!!!
Me gusta la historia, debes seguir por favor!!!
LittleThings
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
PERDÓN POR HABERLAS DEJADO TANTOS DÍAS SIN CAP, PERO COMO RECOMPENSA MAÑANA LES SUBO DOS CAPS. GRACIAS X SUS COMENTARIOS Y BIENVENIDAS A LAS NUEVAS LECTORAS :D
BESOS
BESOS
F l ♥ r e n c i a.
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
oookiiisss pero subeeess caaaapppp...
jejejeje es bromaaa siguela cuando puedaaasss
jejejeje es bromaaa siguela cuando puedaaasss
chelis
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
Capítulo 2
______ consiguió no soltar un grito de asombro.
«No puede ser cierto. Esmé no puede haberse atrevido.»
Repasó mentalmente las dos últimas conversaciones mantenidas con su prima, en busca de algún comentario por su parte que ésta pudiera haber interpretado como aprobación. No encontró nada.
Nada.
Debía de haber leído mal. Esmé no podía haber hecho algo así. No podía. No lo haría.
__________:
Si he calculado bien, la misma tarde que recibas esta carta llegará una visita a Bowhill Park. El señor Joseph Jonas se hospedará en Garden House. Ha ido con la intención de quedarse en Bowhill una quincena. Por favor, informa a tu ama de llaves de la inminente llegada de tu querido primo. Te prometí que te encontraría a alguien que se adaptara a tus necesidades, y creo sinceramente que éste lo hará a la perfección.
Al margen de lo disgustada que puedas estar conmigo, espero que al menos lo invites a cenar antes de despacharlo. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por mí, porque te quiero y sólo deseo que seas feliz. S’il vous plaît, descansa un poco de tu penitencia.
Esmé
Su prima lo había hecho.
La carta resbaló de los flácidos dedos de __________ y cayó sobre el escritorio. Se había pasado la última semana luchando consigo misma y su arrepentimiento. Había lamentado su decisión y se había convencido de que debería haber dicho que sí. Era mucho más sencillo pensar así viéndolo en retrospectiva, cuando ya no tendría que vivir con las consecuencias. Las complicaciones se atenuaban y no costaba trabajo ignorar los riesgos.
La tarde anterior, __________ se había dado el lujo de soñar despierta mientras cortaba unos capullos en el invernadero, y sus ensoñaciones habían sido de lo más placenteras.
Pero no habían sido más que eso, ensoñaciones, fantasía.
No se suponía que fuera a suceder de verdad.
Sin embargo, así era. Esmé le había buscado un hombre que en esos instantes viajaba camino de Bowhill. Esmé había calculado a la perfección el tiempo que tardaría la carta, de forma que le llegara justo cuando lo había hecho. Podría haberla enviado por correo rápido, para que la recibiera el día antes.
—Maldita sea —masculló _________.
Su prima había conseguido irritarla hasta el extremo de hacerla maldecir, y ni siquiera estaba allí para presenciarlo. Si _________ supiera dónde encontrarla, le escribiría una adecuada nota de respuesta. Pero Esmé nunca se quedaba demasiado tiempo en un mismo sitio. Podría estar en cualquier parte de Inglaterra o del continente. Normalmente, ella podía enviarle cartas, mientras que __________ no podía responder. Ésta le escribía notas que nunca enviaba, ni tampoco le entregaba en mano. Lo hacía porque había momentos en los que, sencillamente, encontraba solaz en el acto de escribir palabras que nadie leería nunca.
Se desplomó en el sillón de su escritorio y dejó escapar un profundo resoplido muy poco apropiado para una dama. Bueno, ya no se podía remediar. Lanzar imprecaciones contra su despótica prima no solucionaría las cosas, y __________ no podía pagarlo con el señor Joseph Jonas. Sería un grosería echarlo sin invitarlo al menos a cenar, especialmente después de un viaje tan largo.
Su mirada recayó sobre el pequeño reloj de porcelana que había en un extremo de la mesa y se incorporó bruscamente. Eran las diez. Los caminos que unían Selkirk con Londres habían demostrado mil veces que no siempre se tardaba lo mismo en recorrerlos. Su invitado podía llegar de un momento a otro o retrasarse hasta bien entrada la noche, o incluso hasta el día siguiente. Y Bowhill no estaba preparada para una visita.
Llamó a un criado y pidió que avisara al ama de llaves. Mientras la esperaba, dobló la nota de Esmé y la guardó en el fondo del primer cajón del escritorio. Estaba cerrándolo cuando la señora Cooley entró en el salón.
Era una mujer alta y de constitución fuerte, con el pelo negro plagado de canas y a _________ le recordaba a la directora de un orfanato. Calificarla de severa era quedarse corto. Cuando ella llegó a Bowhill por primera vez, no sabía qué pensar de la mujer. Con los años, había comprendido que su aspecto de dama de hierro no respondía a su carácter. No se podría decir que las dos estuviesen muy unidas, pero __________ la había sorprendido en más de una ocasión con los duros ojos grises suavizados por compasión y hasta la lástima.
—¿Sí, su señoría?
—He recibido una nota de madame Marceau. Dice que ha convencido a otro de mis primos para que venga a hacerme una visita. Al parecer, el señor Jonas llegará de Londres esta tarde. Ocúpese de airear y preparar Garden House. —La explicación de Esmé fluyó suavemente de sus labios.
La señora Cooley le lanzó una inquisitiva mirada al oír que tenía que preparar Garden House. Esmé se hospedaba siempre en la mansión, en la habitación amarilla, y como era la única visita que iba a Bowhill, nunca antes habían tenido que utilizar la casita adyacente.
__________ mantuvo la cabeza alta sin perder la compostura. El escaso personal de servicio de Bowhill se ocupaban de que todo estuviera a su gusto, aunque era Stirling quien les pagaba. Aun en el caso de que sólo permitiera al señor Joseph quedarse una noche, era de vital importancia que no se enteraran nunca de que no era quien les había hecho creer.
—Sí, señora. Me ocuparé de ello ahora mismo.
—Avisa en la cocina de que tendremos un invitado a cenar. —Tomó el menú que había aprobado momentos antes y trató de no fruncir el cejo. Era demasiado simple y frugal, habría que cambiarlo. Agarró la pluma, la mojó en el tintero y se detuvo con la punta de la misma a escasos milímetros del papel.
«¿Qué le gustará?» No tenía la más mínima idea. Lo único que sabía de él era su nombre y que llegaba desde Londres. Sin levantar la mirada del menú, habló con una fingida indiferencia que contradecía el nerviosismo que sentía, como si notara un cosquilleo en el estómago.
—Esta noche serviremos la cena a las seis. Por favor, ocúpese de Garden House. Yo misma llevaré el menú a la cocina.
—Sí, su señoría.
En cuanto la señora Cooley salió por la puerta, dejó caer la pluma y se llevó la sudorosa palma a la frente. Seguía sin poder creer que lo hubiera hecho.
Esmé le había enviado un hombre.
Joe contemplaba la mansión de Bowhill Park mientras subía los escalones que conducían a la entrada principal. Una residencia modesta para lo que era habitual en el campo. No se trataba de una de esas estructuras inmensas, con varias alas remodeladas a lo largo de los años, diseñadas para impresionar a los visitantes. Era una construcción de planta cuadrada y estilo georgiano, con dos hileras de columnas jónicas talladas en los muros de piedra que flanqueaban el pórtico. El tipo de casa que a Joe le gustaba imaginar que tendría dentro de muchos años. Discreta pero cuidada. Dudaba mucho que aquélla fuera la casa solariega de la familia Stirling. Los condes preferían residencias mucho más ostentosas, que proclamaran su estatus de superioridad por encima de vizcondes y barones. En caso de ser así, ¿qué clase de mujer vivía allí, que su esposo no consideraba digna de las propiedades Stirling?
Mientras iba pensando todo eso, la puerta principal se abrió nada más llamar. El mayordomo, de gesto hosco, no le preguntó el nombre, sino que se limitó a lanzarle una mirada llena de desdén antes de indicarle que pasara. Lo condujo a la salita de dibujo y, con un resoplido de disgusto lo bastante audible, cerró la puerta con un ruido seco.
Acostumbrado desde hacía tiempo a tratar con los criados de sus clientes, el desaire del mayordomo no lo hirió lo más mínimo, pero estaba claro que al menos uno de los miembros del servicio no se había tragado el cuento.
La experiencia le había enseñado que, mientras mantuviera la apariencia de pariente que había ido de visita, excusa que se empleaba muy a menudo, los criados suspicaces mantendrían la boca cerrada. Lo que les importaba era la fachada de decoro, no lo que se ocultara debajo realmente.
Se detuvo en el centro de la estancia y miró a su alrededor. Se podían averiguar muchas cosas de una mujer a partir de su hogar, y aquél hablaba a gritos. Un sofá tapizado en brocado de seda color marfil, dos sillones y una mesa de centro conformaban la zona de estar, situada entre un par de ventanas altas. En la chimenea, con su repisa de mármol blanco, ardía un acogedor fuego. De las paredes, cubiertas de papel pintado de inspiración chinesca, colgaban pinturas de exuberantes jardines y flores en su máximo esplendor con marcos dorados.
No había ni un solo objeto fuera de lugar. La formal salita de dibujo estaba impoluta. El ama de llaves, a quien había visto cuando iba de camino a la salita merodeando por el largo corredor que conducía a la parte trasera de la casa, le había parecido una de esas amas de llaves eficientes, que no toleran a las doncellas perezosas.
Pero había algo más. La estancia exhalaba sofisticación, refinamiento y atención a los detalles. El jarrón Ming del aparador transmitía riqueza, y el arreglo floral de rosas rojas, aprecio por la belleza. No creía que lady Stirling fuera una mujer mayor. El mobiliario no tenía más de una década. El ambiente inglés, la ausencia de cualquier cosa remotamente escocesa, proclamaba que no era de allí, sino llevada por su esposo a aquel lugar.
La mujer que había decorado aquella sala no desdeñaba las convenciones. Debía de ser la típica dama inglesa. Y querría que él fuera... Joe echó un nuevo vistazo a su alrededor. Un caballero. Un caballero a su altura.
Se acercó a la ventana con las manos entrelazadas a la espalda y contempló los jardines que rodeaban la casa. El sol se encontraba ya bajo en el horizonte, tiñendo de magenta un cielo que ya comenzaba a fundirse con la noche. No se veía nada más que un amplio terreno enmarcado en la distancia por un espeso bosque. Era agradable a la vista, pero se sintió aislado del mundo. Ahora sabía qué estaba haciendo allí: lady Stirling se sentía sola.
«Bueno, por lo menos tenemos algo en común», pensó con ironía. Pero hacía mucho que se había dado cuenta de que los actos físicos no podían llenar el vacío que debería ocupar una familia. En todo caso, hacían que el eco de la soledad reverberase de manera aún más dolorosa, recordándole que no tenía a nadie en el mundo.
Sacudió la cabeza para apartar esos lúgubres pensamientos. Estaba allí por lady Stirling. Y ella quería un caballero, no una plañidera. Tomó una profunda bocanada de aire y se centró en la tarea que tenía entre manos.
El sonido de una puerta al abrirse llegó hasta sus oídos, y se dio la vuelta con una cálida sonrisa.
Parpadeó varias veces seguidas y tuvo que recordarse que tenía que respirar.
Refinada y sofisticada, sin un pelo fuera de lugar. Era tal como aquella salita había pronosticado que sería. Pero nadie le había advertido de lo demás.
Lady Stirling era... exquisita. Una belleza etérea de piel de alabastro y cabellos dorados, recogidos en un elegante moño bajo. El vestido que ceñía su esbelto cuerpo transmitía algo más acerca de ella: la seda color arándano revelaba osadía. No era tan convencional como quería aparentar.
Joe se recobró rápidamente y se adelantó para saludarla.
—Buenas tardes, lady Stirling, soy Joseph Jonas.
—Buenas tardes —respondió ella, ofreciéndole la mano.
Él hizo una fluida reverencia y le rozó levemente el dorso de la mano con los labios.
—Es un placer conocerla.
—¿Le apetece una copa de vino antes de cenar?
—Sí, gracias. —Levantó una mano cuando ella se dispuso a acercarse a la mesa en la que había dispuesta una botella y dos copas sobre una bandeja de plata—. Permítame. ¿Le apetece una a usted? —Aunque aparentaba calma, Joe se había percatado de un sutil temblor durante el breve momento en que había tenido su mano entre las suyas.
Ella bajó su espléndida cabeza una fracción de segundo para asentir.
Joe sirvió dos copas de Madeira y le entregó una a la mujer, que se sentó en el sofá con la delicada mano curvada alrededor de la frágil copa y bebió un sorbo largo, mientras con la otra mano le indicaba que tomara asiento en el sillón tapizado a rayas verde y marfil colocado en ángulo frente al sofá. Joe así lo hizo y tras saborear el vino dulce, posó la copa en una mesita cercana. Tenía que aguzar el ingenio. Iba a hacerle falta una buena dosis de encanto para calmar los nervios que la mujer intentaba disimular.
La vio erguir los hombros, lo que puso de relieve la delgada cintura y los hermosos senos.
—Espero que haya tenido buen viaje —dijo con voz suave y cadenciosa.
—Sí. Sólo nos ha llovido un poco al atravesar Carlisle. Los caminos estaban en las buenas condiciones que cabe esperar en primavera. En general, un viaje muy agradable.
Ella se llevó la copa a los labios.
—¿Y qué le ha parecido Garden House?
—Encantadora. —Cuando el cochero lo dejó en la pintoresca casita, Joe había supuesto que ella lo visitaría allí para mantener su aventura lo más discreta posible. Lo había sorprendido agradablemente encontrar una nota en la pequeña mesa del comedor, escrita con una caligrafía redonda, típicamente femenina, en la que se requería el placer de su compañía para cenar—. ¿Cultiva las rosas en el invernadero? —preguntó, señalando el ramo. Había pasado junto a la estructura de piedra y cristal cuando se dirigía al edificio principal, y había visto sus numerosas ventanas empañadas por el contraste entre el frío aire de la tarde y el calor del interior.
—Así es —contestó ella con una sonrisa angelical que suavizó sus facciones, que, de tan elegantes, se le antojaban casi etéreas. Le costó no quedarse boquiabierto de embeleso. Santo Dios, qué hermosa era—. Es una pequeña afición que tengo. Gracias al invernadero, puedo cultivar incluso las variedades menos resistentes en la gélida estación fría escocesa.
—Me honraría mucho que me lo mostrara algún día. —No había inflexión burlona en su voz ni estaba haciendo uso de su encanto zalamero. Era sencillamente una petición basada en un interés lo suficiente sincero y franco como para sobrepasar la mera cortesía.
Ella bajó los párpados de largas pestañas, ocultando sus exóticos ojos de un azul tirando a violeta. Entonces, dejó la copa vacía en la mesa y se levantó con gracilidad. Él la imitó por instinto. El silencio quedó interrumpido tan sólo por el suave frufrú de su falda de seda al atravesar la estancia. Alargó un delgado brazo, rozando amorosamente uno de los capullos rojos con las yemas de los dedos al pasar junto al aparador, antes de detenerse delante de la ventana por la que él también había estado mirando antes.
Había anochecido ya por completo y los intensos rayos color ámbar no entraban en la estancia. La luz de una lámpara cercana vaciló, trazando sombras sobre su aristocrático perfil. La sonrisa había desaparecido. Era un estudio de elegancia.
Joe enlazó las manos a la espalda y esperó pacientemente a que hablara.
—Señor Jonas, su presencia será requerida únicamente para cenar esta noche. Después, lo dejo a su elección. Es usted libre de irse cuando así lo desee sin necesidad de darme ninguna razón. Igual que yo soy libre de pedirle que abandone mi casa en cualquier momento. Deseo que el tiempo que pasemos juntos sea un flirteo consensuado.
______ consiguió no soltar un grito de asombro.
«No puede ser cierto. Esmé no puede haberse atrevido.»
Repasó mentalmente las dos últimas conversaciones mantenidas con su prima, en busca de algún comentario por su parte que ésta pudiera haber interpretado como aprobación. No encontró nada.
Nada.
Debía de haber leído mal. Esmé no podía haber hecho algo así. No podía. No lo haría.
__________:
Si he calculado bien, la misma tarde que recibas esta carta llegará una visita a Bowhill Park. El señor Joseph Jonas se hospedará en Garden House. Ha ido con la intención de quedarse en Bowhill una quincena. Por favor, informa a tu ama de llaves de la inminente llegada de tu querido primo. Te prometí que te encontraría a alguien que se adaptara a tus necesidades, y creo sinceramente que éste lo hará a la perfección.
Al margen de lo disgustada que puedas estar conmigo, espero que al menos lo invites a cenar antes de despacharlo. Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por mí, porque te quiero y sólo deseo que seas feliz. S’il vous plaît, descansa un poco de tu penitencia.
Esmé
Su prima lo había hecho.
La carta resbaló de los flácidos dedos de __________ y cayó sobre el escritorio. Se había pasado la última semana luchando consigo misma y su arrepentimiento. Había lamentado su decisión y se había convencido de que debería haber dicho que sí. Era mucho más sencillo pensar así viéndolo en retrospectiva, cuando ya no tendría que vivir con las consecuencias. Las complicaciones se atenuaban y no costaba trabajo ignorar los riesgos.
La tarde anterior, __________ se había dado el lujo de soñar despierta mientras cortaba unos capullos en el invernadero, y sus ensoñaciones habían sido de lo más placenteras.
Pero no habían sido más que eso, ensoñaciones, fantasía.
No se suponía que fuera a suceder de verdad.
Sin embargo, así era. Esmé le había buscado un hombre que en esos instantes viajaba camino de Bowhill. Esmé había calculado a la perfección el tiempo que tardaría la carta, de forma que le llegara justo cuando lo había hecho. Podría haberla enviado por correo rápido, para que la recibiera el día antes.
—Maldita sea —masculló _________.
Su prima había conseguido irritarla hasta el extremo de hacerla maldecir, y ni siquiera estaba allí para presenciarlo. Si _________ supiera dónde encontrarla, le escribiría una adecuada nota de respuesta. Pero Esmé nunca se quedaba demasiado tiempo en un mismo sitio. Podría estar en cualquier parte de Inglaterra o del continente. Normalmente, ella podía enviarle cartas, mientras que __________ no podía responder. Ésta le escribía notas que nunca enviaba, ni tampoco le entregaba en mano. Lo hacía porque había momentos en los que, sencillamente, encontraba solaz en el acto de escribir palabras que nadie leería nunca.
Se desplomó en el sillón de su escritorio y dejó escapar un profundo resoplido muy poco apropiado para una dama. Bueno, ya no se podía remediar. Lanzar imprecaciones contra su despótica prima no solucionaría las cosas, y __________ no podía pagarlo con el señor Joseph Jonas. Sería un grosería echarlo sin invitarlo al menos a cenar, especialmente después de un viaje tan largo.
Su mirada recayó sobre el pequeño reloj de porcelana que había en un extremo de la mesa y se incorporó bruscamente. Eran las diez. Los caminos que unían Selkirk con Londres habían demostrado mil veces que no siempre se tardaba lo mismo en recorrerlos. Su invitado podía llegar de un momento a otro o retrasarse hasta bien entrada la noche, o incluso hasta el día siguiente. Y Bowhill no estaba preparada para una visita.
Llamó a un criado y pidió que avisara al ama de llaves. Mientras la esperaba, dobló la nota de Esmé y la guardó en el fondo del primer cajón del escritorio. Estaba cerrándolo cuando la señora Cooley entró en el salón.
Era una mujer alta y de constitución fuerte, con el pelo negro plagado de canas y a _________ le recordaba a la directora de un orfanato. Calificarla de severa era quedarse corto. Cuando ella llegó a Bowhill por primera vez, no sabía qué pensar de la mujer. Con los años, había comprendido que su aspecto de dama de hierro no respondía a su carácter. No se podría decir que las dos estuviesen muy unidas, pero __________ la había sorprendido en más de una ocasión con los duros ojos grises suavizados por compasión y hasta la lástima.
—¿Sí, su señoría?
—He recibido una nota de madame Marceau. Dice que ha convencido a otro de mis primos para que venga a hacerme una visita. Al parecer, el señor Jonas llegará de Londres esta tarde. Ocúpese de airear y preparar Garden House. —La explicación de Esmé fluyó suavemente de sus labios.
La señora Cooley le lanzó una inquisitiva mirada al oír que tenía que preparar Garden House. Esmé se hospedaba siempre en la mansión, en la habitación amarilla, y como era la única visita que iba a Bowhill, nunca antes habían tenido que utilizar la casita adyacente.
__________ mantuvo la cabeza alta sin perder la compostura. El escaso personal de servicio de Bowhill se ocupaban de que todo estuviera a su gusto, aunque era Stirling quien les pagaba. Aun en el caso de que sólo permitiera al señor Joseph quedarse una noche, era de vital importancia que no se enteraran nunca de que no era quien les había hecho creer.
—Sí, señora. Me ocuparé de ello ahora mismo.
—Avisa en la cocina de que tendremos un invitado a cenar. —Tomó el menú que había aprobado momentos antes y trató de no fruncir el cejo. Era demasiado simple y frugal, habría que cambiarlo. Agarró la pluma, la mojó en el tintero y se detuvo con la punta de la misma a escasos milímetros del papel.
«¿Qué le gustará?» No tenía la más mínima idea. Lo único que sabía de él era su nombre y que llegaba desde Londres. Sin levantar la mirada del menú, habló con una fingida indiferencia que contradecía el nerviosismo que sentía, como si notara un cosquilleo en el estómago.
—Esta noche serviremos la cena a las seis. Por favor, ocúpese de Garden House. Yo misma llevaré el menú a la cocina.
—Sí, su señoría.
En cuanto la señora Cooley salió por la puerta, dejó caer la pluma y se llevó la sudorosa palma a la frente. Seguía sin poder creer que lo hubiera hecho.
Esmé le había enviado un hombre.
Joe contemplaba la mansión de Bowhill Park mientras subía los escalones que conducían a la entrada principal. Una residencia modesta para lo que era habitual en el campo. No se trataba de una de esas estructuras inmensas, con varias alas remodeladas a lo largo de los años, diseñadas para impresionar a los visitantes. Era una construcción de planta cuadrada y estilo georgiano, con dos hileras de columnas jónicas talladas en los muros de piedra que flanqueaban el pórtico. El tipo de casa que a Joe le gustaba imaginar que tendría dentro de muchos años. Discreta pero cuidada. Dudaba mucho que aquélla fuera la casa solariega de la familia Stirling. Los condes preferían residencias mucho más ostentosas, que proclamaran su estatus de superioridad por encima de vizcondes y barones. En caso de ser así, ¿qué clase de mujer vivía allí, que su esposo no consideraba digna de las propiedades Stirling?
Mientras iba pensando todo eso, la puerta principal se abrió nada más llamar. El mayordomo, de gesto hosco, no le preguntó el nombre, sino que se limitó a lanzarle una mirada llena de desdén antes de indicarle que pasara. Lo condujo a la salita de dibujo y, con un resoplido de disgusto lo bastante audible, cerró la puerta con un ruido seco.
Acostumbrado desde hacía tiempo a tratar con los criados de sus clientes, el desaire del mayordomo no lo hirió lo más mínimo, pero estaba claro que al menos uno de los miembros del servicio no se había tragado el cuento.
La experiencia le había enseñado que, mientras mantuviera la apariencia de pariente que había ido de visita, excusa que se empleaba muy a menudo, los criados suspicaces mantendrían la boca cerrada. Lo que les importaba era la fachada de decoro, no lo que se ocultara debajo realmente.
Se detuvo en el centro de la estancia y miró a su alrededor. Se podían averiguar muchas cosas de una mujer a partir de su hogar, y aquél hablaba a gritos. Un sofá tapizado en brocado de seda color marfil, dos sillones y una mesa de centro conformaban la zona de estar, situada entre un par de ventanas altas. En la chimenea, con su repisa de mármol blanco, ardía un acogedor fuego. De las paredes, cubiertas de papel pintado de inspiración chinesca, colgaban pinturas de exuberantes jardines y flores en su máximo esplendor con marcos dorados.
No había ni un solo objeto fuera de lugar. La formal salita de dibujo estaba impoluta. El ama de llaves, a quien había visto cuando iba de camino a la salita merodeando por el largo corredor que conducía a la parte trasera de la casa, le había parecido una de esas amas de llaves eficientes, que no toleran a las doncellas perezosas.
Pero había algo más. La estancia exhalaba sofisticación, refinamiento y atención a los detalles. El jarrón Ming del aparador transmitía riqueza, y el arreglo floral de rosas rojas, aprecio por la belleza. No creía que lady Stirling fuera una mujer mayor. El mobiliario no tenía más de una década. El ambiente inglés, la ausencia de cualquier cosa remotamente escocesa, proclamaba que no era de allí, sino llevada por su esposo a aquel lugar.
La mujer que había decorado aquella sala no desdeñaba las convenciones. Debía de ser la típica dama inglesa. Y querría que él fuera... Joe echó un nuevo vistazo a su alrededor. Un caballero. Un caballero a su altura.
Se acercó a la ventana con las manos entrelazadas a la espalda y contempló los jardines que rodeaban la casa. El sol se encontraba ya bajo en el horizonte, tiñendo de magenta un cielo que ya comenzaba a fundirse con la noche. No se veía nada más que un amplio terreno enmarcado en la distancia por un espeso bosque. Era agradable a la vista, pero se sintió aislado del mundo. Ahora sabía qué estaba haciendo allí: lady Stirling se sentía sola.
«Bueno, por lo menos tenemos algo en común», pensó con ironía. Pero hacía mucho que se había dado cuenta de que los actos físicos no podían llenar el vacío que debería ocupar una familia. En todo caso, hacían que el eco de la soledad reverberase de manera aún más dolorosa, recordándole que no tenía a nadie en el mundo.
Sacudió la cabeza para apartar esos lúgubres pensamientos. Estaba allí por lady Stirling. Y ella quería un caballero, no una plañidera. Tomó una profunda bocanada de aire y se centró en la tarea que tenía entre manos.
El sonido de una puerta al abrirse llegó hasta sus oídos, y se dio la vuelta con una cálida sonrisa.
Parpadeó varias veces seguidas y tuvo que recordarse que tenía que respirar.
Refinada y sofisticada, sin un pelo fuera de lugar. Era tal como aquella salita había pronosticado que sería. Pero nadie le había advertido de lo demás.
Lady Stirling era... exquisita. Una belleza etérea de piel de alabastro y cabellos dorados, recogidos en un elegante moño bajo. El vestido que ceñía su esbelto cuerpo transmitía algo más acerca de ella: la seda color arándano revelaba osadía. No era tan convencional como quería aparentar.
Joe se recobró rápidamente y se adelantó para saludarla.
—Buenas tardes, lady Stirling, soy Joseph Jonas.
—Buenas tardes —respondió ella, ofreciéndole la mano.
Él hizo una fluida reverencia y le rozó levemente el dorso de la mano con los labios.
—Es un placer conocerla.
—¿Le apetece una copa de vino antes de cenar?
—Sí, gracias. —Levantó una mano cuando ella se dispuso a acercarse a la mesa en la que había dispuesta una botella y dos copas sobre una bandeja de plata—. Permítame. ¿Le apetece una a usted? —Aunque aparentaba calma, Joe se había percatado de un sutil temblor durante el breve momento en que había tenido su mano entre las suyas.
Ella bajó su espléndida cabeza una fracción de segundo para asentir.
Joe sirvió dos copas de Madeira y le entregó una a la mujer, que se sentó en el sofá con la delicada mano curvada alrededor de la frágil copa y bebió un sorbo largo, mientras con la otra mano le indicaba que tomara asiento en el sillón tapizado a rayas verde y marfil colocado en ángulo frente al sofá. Joe así lo hizo y tras saborear el vino dulce, posó la copa en una mesita cercana. Tenía que aguzar el ingenio. Iba a hacerle falta una buena dosis de encanto para calmar los nervios que la mujer intentaba disimular.
La vio erguir los hombros, lo que puso de relieve la delgada cintura y los hermosos senos.
—Espero que haya tenido buen viaje —dijo con voz suave y cadenciosa.
—Sí. Sólo nos ha llovido un poco al atravesar Carlisle. Los caminos estaban en las buenas condiciones que cabe esperar en primavera. En general, un viaje muy agradable.
Ella se llevó la copa a los labios.
—¿Y qué le ha parecido Garden House?
—Encantadora. —Cuando el cochero lo dejó en la pintoresca casita, Joe había supuesto que ella lo visitaría allí para mantener su aventura lo más discreta posible. Lo había sorprendido agradablemente encontrar una nota en la pequeña mesa del comedor, escrita con una caligrafía redonda, típicamente femenina, en la que se requería el placer de su compañía para cenar—. ¿Cultiva las rosas en el invernadero? —preguntó, señalando el ramo. Había pasado junto a la estructura de piedra y cristal cuando se dirigía al edificio principal, y había visto sus numerosas ventanas empañadas por el contraste entre el frío aire de la tarde y el calor del interior.
—Así es —contestó ella con una sonrisa angelical que suavizó sus facciones, que, de tan elegantes, se le antojaban casi etéreas. Le costó no quedarse boquiabierto de embeleso. Santo Dios, qué hermosa era—. Es una pequeña afición que tengo. Gracias al invernadero, puedo cultivar incluso las variedades menos resistentes en la gélida estación fría escocesa.
—Me honraría mucho que me lo mostrara algún día. —No había inflexión burlona en su voz ni estaba haciendo uso de su encanto zalamero. Era sencillamente una petición basada en un interés lo suficiente sincero y franco como para sobrepasar la mera cortesía.
Ella bajó los párpados de largas pestañas, ocultando sus exóticos ojos de un azul tirando a violeta. Entonces, dejó la copa vacía en la mesa y se levantó con gracilidad. Él la imitó por instinto. El silencio quedó interrumpido tan sólo por el suave frufrú de su falda de seda al atravesar la estancia. Alargó un delgado brazo, rozando amorosamente uno de los capullos rojos con las yemas de los dedos al pasar junto al aparador, antes de detenerse delante de la ventana por la que él también había estado mirando antes.
Había anochecido ya por completo y los intensos rayos color ámbar no entraban en la estancia. La luz de una lámpara cercana vaciló, trazando sombras sobre su aristocrático perfil. La sonrisa había desaparecido. Era un estudio de elegancia.
Joe enlazó las manos a la espalda y esperó pacientemente a que hablara.
—Señor Jonas, su presencia será requerida únicamente para cenar esta noche. Después, lo dejo a su elección. Es usted libre de irse cuando así lo desee sin necesidad de darme ninguna razón. Igual que yo soy libre de pedirle que abandone mi casa en cualquier momento. Deseo que el tiempo que pasemos juntos sea un flirteo consensuado.
F l ♥ r e n c i a.
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
Continuación
El corazón le latía tan fuerte que le retumbaba en los oídos. No obstante, _________ mantuvo la mirada al frente, esforzándose por no volverse para mirar al señor Jonas, cuya presencia se erguía como una fuerza física que exigía absoluta atención por su parte.
Pero el motivo del señor Jonas para estar en aquella sala con ella era una espada de doble filo. Por una parte, despertaba su interés, pero también su conciencia. Imaginárselo besándola, tocándola, todo por dinero... le provocaba cierta emoción interna que la incomodaba.
Antes de conocerlo ya sabía que jamás podría tener la actitud indiferente de Esmé ante el aspecto económico de la situación, motivo que la había llevado a estipular sus propias condiciones. Se veía capaz de tomar parte en un coqueteo, pero no hacerlo pagando.
Sin embargo, ¿cómo reaccionaría él a sus condiciones? Seguía sin creer que hubiera sido capaz de exponérselas sin perder la compostura, de una manera impersonal. Ni siquiera le había temblado la voz. Algo extraordinario, habida cuenta de que tenía los nervios más tensos que la cuerda de un arco.
—Señoría, la cena está servida.
Se dio la vuelta al oír a McGreevy. El mayordomo había abierto las puertas dobles que conducían al comedor. El señor Jonas se le acercó y le ofreció el brazo. _________ posó la mano sobre la manga de buen paño de lana color negro y, justo antes de echar a andar, el joven la miró y le dedicó una leve sonrisa. Si su intención era tranquilizarla, lo logró. La tensión se disolvió y en su lugar se encendió una chispa de innegable atracción.
Una vez en el comedor, se sentaron a un extremo de la larga mesa de caoba. La luz que emitían los candelabros colocados a intervalos regulares a lo largo de la misma bailoteaba sobre las bandas doradas que decoraban las copas de cristal fino. La vajilla era de Limoges, el mantel y las servilletas de inmaculado lino blanco y la cubertería de plata maciza. Al otro lado del cristal de las tres altas ventanas en forma de arco, se extendía la aterciopelada oscuridad, a modo de cortina que los separase del resto del mundo.
_________ tomó asiento en la silla que Joseph le retiró a la cabecera de la mesa, y observó cómo él hacía lo propio con toda tranquilidad en la silla contigua, como si su presencia en aquella cena formal fuera algo natural.
El criado sirvió el vino y colocó un cuenco con crema de puerros delante de cada uno. Aunque _________ había tratado de no salirse de la rutina que seguía habitualmente con Esmé, había puesto mucho esmero en la selección de los platos que compondrían la cena. Tomó la copa mientras esperaba a que Joseph diera su aprobación. Ni siquiera un vino con tanto cuerpo como el burdeos lograba calmar el cosquilleo de su estómago.
Él rozó con la cuchara la superficie del líquido verde salvia y se la llevó a los labios. Aquel hombre tenía la boca más hermosa que había visto nunca. Firme. Sensual. Hecha para besar.
—Felicite a su cocinera de mi parte.
Ella dejó escapar un pequeño suspiro de alivio y tomó a su vez la cuchara.
—Me alegra que le guste.
Joe clavó sus ojos color whisky en los de ella y sus labios esbozaron una sonrisa.
—Ya lo creo.
Su voz grave y profunda la envolvió en una suave caricia, y _________ tuvo la impresión de que no se refería sólo a la crema.
—Tiene una casa muy bonita, señoría, aunque palidece en comparación con usted.
Le abrasó la piel con la mirada, haciendo que un violento rubor le subiera por el pecho, el cuello y las mejillas. Sonrió y elevó la barbilla, adelantando los hombros sin darse cuenta, aunque en seguida rectificó y enderezó la espalda.
—Gracias. —Se humedeció los labios en un esfuerzo por encontrar un tema de conversación—. ¿Viaja usted a menudo?
—De vez en cuando.
Se llevó nuevamente la cuchara a los labios y _________ maldijo en silencio su pañuelo, de un blanco impoluto, por ocultarle la garganta. Decidió que le encantaría ver los fuertes tendones de su cuello en movimiento al tragar.
—¿Y alguno de sus viajes lo había traído antes a Escocia?
—No. Es la primera vez. No suelo alejarme de Londres más de dos jornadas a caballo. —Se reclinó en el asiento mientras el criado le retiraba el primer plato y depositaba ante él el segundo. El señor Jonas tenía unos hombros tan anchos que tapaba por completo el respaldo de la silla.
—¿Y qué me dice de usted? ¿Permanece siempre en las proximidades de Bowhill o se atreve a aventurarse más allá de sus confines?
_________ tensó los dedos con los que sujetaba el tenedor.
—Hace años que no piso Inglaterra.
La sonrisa que él le dedicó deshizo el nudo que se le estaba formando en el estómago.
—Una suerte para Escocia. Londres es un lugar apreciado por su oferta de entretenimiento, pero la mayoría de las actividades acaban cansando al cabo de poco tiempo. Excepto una. Ésa nunca pierde su atractivo.
—¿De cuál se trata?
—Del Museo Británico. Cuando creo que he explorado todos sus tesoros, descubro uno nuevo.
Menos mal que a Joe se le daba bien mantener un ritmo constante de conversación, porque _________ sabía que estaba siendo un desastre como anfitriona. Bastante considerable era ya el esfuerzo que debía hacer para reprimir un descarado escrutinio. Una y otra vez, su mente retozona intentaba aventurarse en la figuración del cuerpo que se ocultaba bajo aquel formal traje negro y se preguntaba si concordaría con los planos y ángulos clásicos de su rostro.
Sus facciones le recordaban las de las estatuas de mármol que vio en una ocasión, durante una visita de hacía mucho tiempo ya, a ese mismo museo que él acababa de mencionar. Pero incluso los grandes maestros italianos se habrían visto en apuros para lograr una simetría tan perfecta en sus trabajos.
El señor Jonas no era excesivamente masculino, en el sentido de que no había nada tosco o rudo en él. Ni un ángulo demasiado marcado, ni un plano demasiado chato. Era el ideal de belleza masculina personificado, la eterna imagen del hombre en la flor de la vida. En su bien cincelada mandíbula recién afeitada no se adivinaba sombra de su cabello castaño oscuro, casi demasiado corto. Y aquellos ojos... podría perderse en sus profundidades color whisky.
«Creo sinceramente que éste se adaptará a la perfección», le había escrito Esmé. Y ya lo creía que se adaptaba. _________ se animaba un poco más con cada mirada de admiración por parte de él y cada palabra de sus labios. Había olvidado ya lo que era ser el objeto de las atenciones de un hombre. Y resultaba infinitamente agradable, además de hacer que viera las cosas de otro color. Si iba a ser capaz de armarse de valor, aprovechar la oportunidad y llevárselo a la cama en los días siguientes, eso no lo sabía.
Terminaron de cenar y, mientras su invitado tomaba una copa de oporto y ella una taza de té, se permitió disfrutar unos minutos más de su atención. Después dejó la taza vacía sobre el pañito de lino blanco e hizo ademán de levantarse. Joe le apartó la silla antes de que el criado apostado junto a la pared pudiera mover un músculo, y la acompañó fuera del comedor, hasta el pie de la escalinata que conducía al segundo piso.
_________ retiró la mano de su brazo y se volvió hasta quedar de cara a él. Lo recorrió con la mirada una vez más. Era alto, incluso más que ella. Algo inusual, teniendo en cuenta el gran número de caballeros que había conocido que le quedaban a la altura de los ojos o incluso menos. Y sabía moverse con gracia para su envergadura. No era ni desgarbado ni exageradamente corpulento, pero sus anchos hombros revelaban que hacía ejercicio con frecuencia. Sin embargo, su imponente presencia no la intimidaba. Tal vez la abrumadora perfección que emanaba de su persona impedía fijarse en lo alto que era.
—Gracias por la cena, lady Stirling. Lo he pasado muy bien.
_________ tragó para humedecerse la boca, súbitamente reseca.
—Yo también. ¿Desea que pida que traigan el carruaje para llevarlo a Garden House?
—Gracias, pero hace muy buena noche, y me vendrá bien andar un poco.
Esbozó una sonrisita deliciosa. _________ notó que la invadía una cálida sensación que le adormecía los sentidos. Traspasando los límites que marcaba la cortesía, Joe avanzó un paso hacia ella y extendió el brazo muy despacio hasta posarlo en su cintura. El calor de la palma de su mano penetró la barrera de seda del vestido, provocándole una placentera sensación.
—La cena ha terminado. Comienza el flirteo —dijo, en tono sugerente.
_________ vislumbró en aquella insondable mirada suya placeres carnales que podían superar con creces hasta sus más escandalosos sueños. Una oleada de excitación ascendió por su vientre y la respiración se le entrecortó. El aire entre los dos se llenó de electricidad.
El momento se alargó, cada vez más tenso, atrayéndola más...
Joe bajó la cabeza y se detuvo a escasos centímetros de su boca. Incapaz de resistirse, _________ se meció lentamente contra él y cerró los ojos.
Sus cálidos labios rozaron los suyos. Una vez. Dos veces. Muy levemente.
Enfebrecida, se puso de puntillas y le recorrió con la lengua la comisura de los labios. Unas manos grandes la agarraron por el trasero y tiraron de ella, apretándola contra su musculoso cuerpo. Él giró la cabeza e imprimió cierta agresividad al beso. Una intensa oleada de deseo inundó los sentidos de _________, que abrió la boca con avidez, devolviéndole los besos con una pasión desenfrenada. Una pasión que llevaba demasiado tiempo encerrada bajo llave, y que estaba aprovechando aquel pequeño regalo de libertad.
Un gemido de puro deseo escapó de su garganta. Se aferró a los amplios hombros de músculos tensos bajo sus manos y aspiró el intenso aroma masculino. El cálido roce de su lengua acicateaba el fuego que ya ardía en su interior y que amenazaba con consumirla.
Y de repente se apartó de ella, tan bruscamente, que _________ notó una leve brisa en los labios en vez de la caricia de los suyos. Abrió los ojos, aturdida, y se lo encontró mirándola fijamente.
Lo vio fruncir el cejo y, al cabo de un instante, retrocedió un paso rápidamente, le tomó la mano que le caía sin fuerzas a lo largo del costado, e hizo una elegante reverencia.
—Buenas noches, lady Stirling —dijo, antes de girar sobre sus talones.
«¿Por qué se va?» _________ cerró los ojos y trató denodadamente de recobrar la calma. Aún podía degustar su lengua endulzada por el oporto.
El leve sonido de la puerta al cerrarse reverberó en el vestíbulo de suelo de mármol, haciéndola sentir como si le hubiese caído encima un jarro de agua fría.
Cogió aire. Sus ojos centelleaban y el corazón le martilleaba en el pecho.
Había dejado que la besara en el vestíbulo de entrada. Cualquiera que hubiera acertado a pasar por allí habría visto que el señor Jonas no era lo que ella pretendía hacerles creer. Por delante de sus ojos, desfilaron las consecuencias que había evitado por los pelos, lo que no la ayudó en absoluto a recuperar la calma.
Una súbita sensación de debilidad se apoderó de ella y las piernas empezaron a temblarle. Tensó las rodillas y contuvo el deseo de derrumbarse en el escalón y sujetarse la cabeza entre las manos temblorosas. Estaba a punto de ordenarle al señor Jonas que hiciera el equipaje: de llamar a su mayordomo y ordenarle que preparase el coche. Un solo beso le había bastado para arrancarle una respuesta desmedida. Si él se lo hubiera pedido, ella le habría entregado su virginidad allí mismo, en la escalera.
La agilidad de movimientos de aquel hombre, la fuerza inherente a su impresionante constitución, la sonrisa que revelaba su gran confianza en sí mismo... todo en él se comunicaba con ella en un idioma propio lleno de sensualidad. Ningún otro había logrado despertarle semejante pasión con su mera presencia. Deseaba lo que Joseph pudiera ofrecerle. Lo deseaba con una desesperación tal, que desconfiaba de sí misma.
Se volvió, posó una mano en la barandilla de madera pulida y comenzó a subir la escalera con piernas aún temblorosas. Se llevó la otra mano a la piel descubierta del escote. El corazón le latía como un ratoncillo nervioso bajo la palma. Cuando llegó a su alcoba, los restos de excitación se habían disipado, el pulso se le había ralentizado y casi respiraba con normalidad, por lo que cuando su doncella le preguntó qué camisón quería ponerse, pudo responder con su calma habitual.
Mientras Maisie le desabrochaba los botones y le soltaba los lazos del vestido, _________ no podía dejar de preguntarse si había hecho bien accediendo a aquel coqueteo. Esa misma tarde, mientras el servicio se preparaba para la llegada del señor Jonas, se había convencido de que lo mejor era dejar el período de dos semanas abierto, permitir que las cosas siguieran su curso. Era una oportunidad única y sin precedentes que no podía dejar pasar sin más. Por otra parte, habría sido una grosería despreciar la oferta de Esmé tan apresuradamente.
«¿Una grosería?» _________ ahogó un resoplido irónico y se metió el camisón por la cabeza. La seda fría se derramó sobre su piel desnuda hasta cubrirla por completo. Sí, ésa había sido una de las razones: que no quería ser grosera con su prima. Una prima para quien era perfectamente aceptable contratar los servicios de un hombre. Una excusa pésima, y una demostración flagrante de lo desesperada que estaba. Era capaz de agarrarse a un clavo ardiendo con tal de encontrar un motivo para permitir que su invitado se quedase más de una noche.
Estaba demasiado absorta en sus pensamientos como para hacer otra cosa que actuar por inercia, se sentó en el taburete acolchado que había delante del tocador y cerró los ojos mientras Maisie le quitaba las horquillas. Si lo hubiera echado nada más llegar, como debería haber hecho, como habría hecho una dama decente, en aquellos momentos no se encontraría en una situación tan delicada, no estaría librando semejante batalla consigo misma. Esforzándose por vencer la tentación cuando lo que más deseaba era abandonarse a ella.
Pero no había sido capaz de resistirse a sus encantos. Y no sólo a los obvios, sino al hecho de tener compañía. Alguien con quien pasar el día. Alguien con quien hablar que no fueran sus rosas.
—¿Me necesita para algo más?
_________ dio un respingo y echó un vistazo al espejo ovalado del tocador, sin apenas darse cuenta de la expresión preocupada del rostro de su doncella.
—No. Eso es todo.
La chica salió de la habitación tras hacerle una reverencia y ella apagó la vela del tocador. El fuego de la chimenea proyectaba un charco de luz dorada que acariciaba las patas negras del sofá egipcio cercano, mientras la oscuridad engullía el resto de la habitación. Descalza, _________ se acercó a la ventana situada junto a la cama y retiró la cortina de damasco.
La luz de las estrellas permitía vislumbrar los serpenteantes senderos de grava entre sus numerosos rosales, oscuros en la noche. Aguzó la vista, intentando ver más allá de la pradera de césped que se extendía al final del jardín, y logró distinguir la chimenea que sobresalía por encima de las líneas rectas de un tejado rodeado de árboles. Garden House. Y Joseph.
Se mordió el labio inferior. Sabía que tenía que dudar de la sinceridad de cada palabra proferida por su hermosa boca. Aquel hombre se ganaba la vida prostituyéndose y con toda seguridad debía de ser un maestro a la hora de hacer que una mujer se sintiera amada, deseada, admirada. Y aun así... había conseguido hacerla reír cuando ya creía haber olvidado cómo se hacía.
Hacía tiempo que había aprendido que los días pasaban un poco más de prisa y no se le hacían tan monótonos si aprovechaba los sencillos placeres que le proporcionaba la vida. Valorar y conservar cada uno de ellos le permitía disfrutar de la alegría que pudieran proporcionarle. La velada con el señor Jonas había sido un verdadero placer. Uno al que podría acostumbrarse muy rápidamente.
Y ése era otro motivo de preocupación. Aunque su coqueteo no fuera más allá de una agradable cena, desde aquel momento sabía que verlo marchar de Bowhill iba a resultarle muy difícil. Y cuanto más tiempo pasara con él, más le costaría retomar luego su solitaria existencia.
Dejó escapar un largo y trémulo suspiro al tiempo que soltaba la cortina, ocultando Garden House a su vista. Cerró los ojos y se los apretó con las palmas.
—Un día. —El tono de súplica retumbó en el silencio de la habitación—. Dejaré que se quede un día más, y después...
Movió negativamente la cabeza, incapaz de dar voz a las palabras que no quería pronunciar. A continuación, se metió bajo las sábanas e hizo un esfuerzo hercúleo por apartar sus preocupaciones y abandonarse al sueño.
El corazón le latía tan fuerte que le retumbaba en los oídos. No obstante, _________ mantuvo la mirada al frente, esforzándose por no volverse para mirar al señor Jonas, cuya presencia se erguía como una fuerza física que exigía absoluta atención por su parte.
Pero el motivo del señor Jonas para estar en aquella sala con ella era una espada de doble filo. Por una parte, despertaba su interés, pero también su conciencia. Imaginárselo besándola, tocándola, todo por dinero... le provocaba cierta emoción interna que la incomodaba.
Antes de conocerlo ya sabía que jamás podría tener la actitud indiferente de Esmé ante el aspecto económico de la situación, motivo que la había llevado a estipular sus propias condiciones. Se veía capaz de tomar parte en un coqueteo, pero no hacerlo pagando.
Sin embargo, ¿cómo reaccionaría él a sus condiciones? Seguía sin creer que hubiera sido capaz de exponérselas sin perder la compostura, de una manera impersonal. Ni siquiera le había temblado la voz. Algo extraordinario, habida cuenta de que tenía los nervios más tensos que la cuerda de un arco.
—Señoría, la cena está servida.
Se dio la vuelta al oír a McGreevy. El mayordomo había abierto las puertas dobles que conducían al comedor. El señor Jonas se le acercó y le ofreció el brazo. _________ posó la mano sobre la manga de buen paño de lana color negro y, justo antes de echar a andar, el joven la miró y le dedicó una leve sonrisa. Si su intención era tranquilizarla, lo logró. La tensión se disolvió y en su lugar se encendió una chispa de innegable atracción.
Una vez en el comedor, se sentaron a un extremo de la larga mesa de caoba. La luz que emitían los candelabros colocados a intervalos regulares a lo largo de la misma bailoteaba sobre las bandas doradas que decoraban las copas de cristal fino. La vajilla era de Limoges, el mantel y las servilletas de inmaculado lino blanco y la cubertería de plata maciza. Al otro lado del cristal de las tres altas ventanas en forma de arco, se extendía la aterciopelada oscuridad, a modo de cortina que los separase del resto del mundo.
_________ tomó asiento en la silla que Joseph le retiró a la cabecera de la mesa, y observó cómo él hacía lo propio con toda tranquilidad en la silla contigua, como si su presencia en aquella cena formal fuera algo natural.
El criado sirvió el vino y colocó un cuenco con crema de puerros delante de cada uno. Aunque _________ había tratado de no salirse de la rutina que seguía habitualmente con Esmé, había puesto mucho esmero en la selección de los platos que compondrían la cena. Tomó la copa mientras esperaba a que Joseph diera su aprobación. Ni siquiera un vino con tanto cuerpo como el burdeos lograba calmar el cosquilleo de su estómago.
Él rozó con la cuchara la superficie del líquido verde salvia y se la llevó a los labios. Aquel hombre tenía la boca más hermosa que había visto nunca. Firme. Sensual. Hecha para besar.
—Felicite a su cocinera de mi parte.
Ella dejó escapar un pequeño suspiro de alivio y tomó a su vez la cuchara.
—Me alegra que le guste.
Joe clavó sus ojos color whisky en los de ella y sus labios esbozaron una sonrisa.
—Ya lo creo.
Su voz grave y profunda la envolvió en una suave caricia, y _________ tuvo la impresión de que no se refería sólo a la crema.
—Tiene una casa muy bonita, señoría, aunque palidece en comparación con usted.
Le abrasó la piel con la mirada, haciendo que un violento rubor le subiera por el pecho, el cuello y las mejillas. Sonrió y elevó la barbilla, adelantando los hombros sin darse cuenta, aunque en seguida rectificó y enderezó la espalda.
—Gracias. —Se humedeció los labios en un esfuerzo por encontrar un tema de conversación—. ¿Viaja usted a menudo?
—De vez en cuando.
Se llevó nuevamente la cuchara a los labios y _________ maldijo en silencio su pañuelo, de un blanco impoluto, por ocultarle la garganta. Decidió que le encantaría ver los fuertes tendones de su cuello en movimiento al tragar.
—¿Y alguno de sus viajes lo había traído antes a Escocia?
—No. Es la primera vez. No suelo alejarme de Londres más de dos jornadas a caballo. —Se reclinó en el asiento mientras el criado le retiraba el primer plato y depositaba ante él el segundo. El señor Jonas tenía unos hombros tan anchos que tapaba por completo el respaldo de la silla.
—¿Y qué me dice de usted? ¿Permanece siempre en las proximidades de Bowhill o se atreve a aventurarse más allá de sus confines?
_________ tensó los dedos con los que sujetaba el tenedor.
—Hace años que no piso Inglaterra.
La sonrisa que él le dedicó deshizo el nudo que se le estaba formando en el estómago.
—Una suerte para Escocia. Londres es un lugar apreciado por su oferta de entretenimiento, pero la mayoría de las actividades acaban cansando al cabo de poco tiempo. Excepto una. Ésa nunca pierde su atractivo.
—¿De cuál se trata?
—Del Museo Británico. Cuando creo que he explorado todos sus tesoros, descubro uno nuevo.
Menos mal que a Joe se le daba bien mantener un ritmo constante de conversación, porque _________ sabía que estaba siendo un desastre como anfitriona. Bastante considerable era ya el esfuerzo que debía hacer para reprimir un descarado escrutinio. Una y otra vez, su mente retozona intentaba aventurarse en la figuración del cuerpo que se ocultaba bajo aquel formal traje negro y se preguntaba si concordaría con los planos y ángulos clásicos de su rostro.
Sus facciones le recordaban las de las estatuas de mármol que vio en una ocasión, durante una visita de hacía mucho tiempo ya, a ese mismo museo que él acababa de mencionar. Pero incluso los grandes maestros italianos se habrían visto en apuros para lograr una simetría tan perfecta en sus trabajos.
El señor Jonas no era excesivamente masculino, en el sentido de que no había nada tosco o rudo en él. Ni un ángulo demasiado marcado, ni un plano demasiado chato. Era el ideal de belleza masculina personificado, la eterna imagen del hombre en la flor de la vida. En su bien cincelada mandíbula recién afeitada no se adivinaba sombra de su cabello castaño oscuro, casi demasiado corto. Y aquellos ojos... podría perderse en sus profundidades color whisky.
«Creo sinceramente que éste se adaptará a la perfección», le había escrito Esmé. Y ya lo creía que se adaptaba. _________ se animaba un poco más con cada mirada de admiración por parte de él y cada palabra de sus labios. Había olvidado ya lo que era ser el objeto de las atenciones de un hombre. Y resultaba infinitamente agradable, además de hacer que viera las cosas de otro color. Si iba a ser capaz de armarse de valor, aprovechar la oportunidad y llevárselo a la cama en los días siguientes, eso no lo sabía.
Terminaron de cenar y, mientras su invitado tomaba una copa de oporto y ella una taza de té, se permitió disfrutar unos minutos más de su atención. Después dejó la taza vacía sobre el pañito de lino blanco e hizo ademán de levantarse. Joe le apartó la silla antes de que el criado apostado junto a la pared pudiera mover un músculo, y la acompañó fuera del comedor, hasta el pie de la escalinata que conducía al segundo piso.
_________ retiró la mano de su brazo y se volvió hasta quedar de cara a él. Lo recorrió con la mirada una vez más. Era alto, incluso más que ella. Algo inusual, teniendo en cuenta el gran número de caballeros que había conocido que le quedaban a la altura de los ojos o incluso menos. Y sabía moverse con gracia para su envergadura. No era ni desgarbado ni exageradamente corpulento, pero sus anchos hombros revelaban que hacía ejercicio con frecuencia. Sin embargo, su imponente presencia no la intimidaba. Tal vez la abrumadora perfección que emanaba de su persona impedía fijarse en lo alto que era.
—Gracias por la cena, lady Stirling. Lo he pasado muy bien.
_________ tragó para humedecerse la boca, súbitamente reseca.
—Yo también. ¿Desea que pida que traigan el carruaje para llevarlo a Garden House?
—Gracias, pero hace muy buena noche, y me vendrá bien andar un poco.
Esbozó una sonrisita deliciosa. _________ notó que la invadía una cálida sensación que le adormecía los sentidos. Traspasando los límites que marcaba la cortesía, Joe avanzó un paso hacia ella y extendió el brazo muy despacio hasta posarlo en su cintura. El calor de la palma de su mano penetró la barrera de seda del vestido, provocándole una placentera sensación.
—La cena ha terminado. Comienza el flirteo —dijo, en tono sugerente.
_________ vislumbró en aquella insondable mirada suya placeres carnales que podían superar con creces hasta sus más escandalosos sueños. Una oleada de excitación ascendió por su vientre y la respiración se le entrecortó. El aire entre los dos se llenó de electricidad.
El momento se alargó, cada vez más tenso, atrayéndola más...
Joe bajó la cabeza y se detuvo a escasos centímetros de su boca. Incapaz de resistirse, _________ se meció lentamente contra él y cerró los ojos.
Sus cálidos labios rozaron los suyos. Una vez. Dos veces. Muy levemente.
Enfebrecida, se puso de puntillas y le recorrió con la lengua la comisura de los labios. Unas manos grandes la agarraron por el trasero y tiraron de ella, apretándola contra su musculoso cuerpo. Él giró la cabeza e imprimió cierta agresividad al beso. Una intensa oleada de deseo inundó los sentidos de _________, que abrió la boca con avidez, devolviéndole los besos con una pasión desenfrenada. Una pasión que llevaba demasiado tiempo encerrada bajo llave, y que estaba aprovechando aquel pequeño regalo de libertad.
Un gemido de puro deseo escapó de su garganta. Se aferró a los amplios hombros de músculos tensos bajo sus manos y aspiró el intenso aroma masculino. El cálido roce de su lengua acicateaba el fuego que ya ardía en su interior y que amenazaba con consumirla.
Y de repente se apartó de ella, tan bruscamente, que _________ notó una leve brisa en los labios en vez de la caricia de los suyos. Abrió los ojos, aturdida, y se lo encontró mirándola fijamente.
Lo vio fruncir el cejo y, al cabo de un instante, retrocedió un paso rápidamente, le tomó la mano que le caía sin fuerzas a lo largo del costado, e hizo una elegante reverencia.
—Buenas noches, lady Stirling —dijo, antes de girar sobre sus talones.
«¿Por qué se va?» _________ cerró los ojos y trató denodadamente de recobrar la calma. Aún podía degustar su lengua endulzada por el oporto.
El leve sonido de la puerta al cerrarse reverberó en el vestíbulo de suelo de mármol, haciéndola sentir como si le hubiese caído encima un jarro de agua fría.
Cogió aire. Sus ojos centelleaban y el corazón le martilleaba en el pecho.
Había dejado que la besara en el vestíbulo de entrada. Cualquiera que hubiera acertado a pasar por allí habría visto que el señor Jonas no era lo que ella pretendía hacerles creer. Por delante de sus ojos, desfilaron las consecuencias que había evitado por los pelos, lo que no la ayudó en absoluto a recuperar la calma.
Una súbita sensación de debilidad se apoderó de ella y las piernas empezaron a temblarle. Tensó las rodillas y contuvo el deseo de derrumbarse en el escalón y sujetarse la cabeza entre las manos temblorosas. Estaba a punto de ordenarle al señor Jonas que hiciera el equipaje: de llamar a su mayordomo y ordenarle que preparase el coche. Un solo beso le había bastado para arrancarle una respuesta desmedida. Si él se lo hubiera pedido, ella le habría entregado su virginidad allí mismo, en la escalera.
La agilidad de movimientos de aquel hombre, la fuerza inherente a su impresionante constitución, la sonrisa que revelaba su gran confianza en sí mismo... todo en él se comunicaba con ella en un idioma propio lleno de sensualidad. Ningún otro había logrado despertarle semejante pasión con su mera presencia. Deseaba lo que Joseph pudiera ofrecerle. Lo deseaba con una desesperación tal, que desconfiaba de sí misma.
Se volvió, posó una mano en la barandilla de madera pulida y comenzó a subir la escalera con piernas aún temblorosas. Se llevó la otra mano a la piel descubierta del escote. El corazón le latía como un ratoncillo nervioso bajo la palma. Cuando llegó a su alcoba, los restos de excitación se habían disipado, el pulso se le había ralentizado y casi respiraba con normalidad, por lo que cuando su doncella le preguntó qué camisón quería ponerse, pudo responder con su calma habitual.
Mientras Maisie le desabrochaba los botones y le soltaba los lazos del vestido, _________ no podía dejar de preguntarse si había hecho bien accediendo a aquel coqueteo. Esa misma tarde, mientras el servicio se preparaba para la llegada del señor Jonas, se había convencido de que lo mejor era dejar el período de dos semanas abierto, permitir que las cosas siguieran su curso. Era una oportunidad única y sin precedentes que no podía dejar pasar sin más. Por otra parte, habría sido una grosería despreciar la oferta de Esmé tan apresuradamente.
«¿Una grosería?» _________ ahogó un resoplido irónico y se metió el camisón por la cabeza. La seda fría se derramó sobre su piel desnuda hasta cubrirla por completo. Sí, ésa había sido una de las razones: que no quería ser grosera con su prima. Una prima para quien era perfectamente aceptable contratar los servicios de un hombre. Una excusa pésima, y una demostración flagrante de lo desesperada que estaba. Era capaz de agarrarse a un clavo ardiendo con tal de encontrar un motivo para permitir que su invitado se quedase más de una noche.
Estaba demasiado absorta en sus pensamientos como para hacer otra cosa que actuar por inercia, se sentó en el taburete acolchado que había delante del tocador y cerró los ojos mientras Maisie le quitaba las horquillas. Si lo hubiera echado nada más llegar, como debería haber hecho, como habría hecho una dama decente, en aquellos momentos no se encontraría en una situación tan delicada, no estaría librando semejante batalla consigo misma. Esforzándose por vencer la tentación cuando lo que más deseaba era abandonarse a ella.
Pero no había sido capaz de resistirse a sus encantos. Y no sólo a los obvios, sino al hecho de tener compañía. Alguien con quien pasar el día. Alguien con quien hablar que no fueran sus rosas.
—¿Me necesita para algo más?
_________ dio un respingo y echó un vistazo al espejo ovalado del tocador, sin apenas darse cuenta de la expresión preocupada del rostro de su doncella.
—No. Eso es todo.
La chica salió de la habitación tras hacerle una reverencia y ella apagó la vela del tocador. El fuego de la chimenea proyectaba un charco de luz dorada que acariciaba las patas negras del sofá egipcio cercano, mientras la oscuridad engullía el resto de la habitación. Descalza, _________ se acercó a la ventana situada junto a la cama y retiró la cortina de damasco.
La luz de las estrellas permitía vislumbrar los serpenteantes senderos de grava entre sus numerosos rosales, oscuros en la noche. Aguzó la vista, intentando ver más allá de la pradera de césped que se extendía al final del jardín, y logró distinguir la chimenea que sobresalía por encima de las líneas rectas de un tejado rodeado de árboles. Garden House. Y Joseph.
Se mordió el labio inferior. Sabía que tenía que dudar de la sinceridad de cada palabra proferida por su hermosa boca. Aquel hombre se ganaba la vida prostituyéndose y con toda seguridad debía de ser un maestro a la hora de hacer que una mujer se sintiera amada, deseada, admirada. Y aun así... había conseguido hacerla reír cuando ya creía haber olvidado cómo se hacía.
Hacía tiempo que había aprendido que los días pasaban un poco más de prisa y no se le hacían tan monótonos si aprovechaba los sencillos placeres que le proporcionaba la vida. Valorar y conservar cada uno de ellos le permitía disfrutar de la alegría que pudieran proporcionarle. La velada con el señor Jonas había sido un verdadero placer. Uno al que podría acostumbrarse muy rápidamente.
Y ése era otro motivo de preocupación. Aunque su coqueteo no fuera más allá de una agradable cena, desde aquel momento sabía que verlo marchar de Bowhill iba a resultarle muy difícil. Y cuanto más tiempo pasara con él, más le costaría retomar luego su solitaria existencia.
Dejó escapar un largo y trémulo suspiro al tiempo que soltaba la cortina, ocultando Garden House a su vista. Cerró los ojos y se los apretó con las palmas.
—Un día. —El tono de súplica retumbó en el silencio de la habitación—. Dejaré que se quede un día más, y después...
Movió negativamente la cabeza, incapaz de dar voz a las palabras que no quería pronunciar. A continuación, se metió bajo las sábanas e hizo un esfuerzo hercúleo por apartar sus preocupaciones y abandonarse al sueño.
F l ♥ r e n c i a.
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
pooooooorfiinn se conocieron!!!!... yeaaaaaahhhh!!!!.... jejejejeje
pon otro capiiiiissss...
pon otro capiiiiissss...
chelis
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
Aww, que felicidad al menos ya se conocen xD
Espero que sigas pronto :D
Espero que sigas pronto :D
LittleThings
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Lun 04 Nov 2024, 11:42 am por indigo.
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Dom 03 Nov 2024, 9:16 pm por hange.