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El Acompañante (Joe & Tú)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: El Acompañante (Joe & Tú)
Hola soy nueva lectora!!! siguela porfavor la nove esta buenísima :D
Invitado
Invitado
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
oootrrooooo...
otrrrroooooooooo....
otroooooooooooooooo,,,
caaaaaaaapiiiissss porfaaaaa
otrrrroooooooooo....
otroooooooooooooooo,,,
caaaaaaaapiiiissss porfaaaaa
chelis
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
BIENVENIDA stephany20 A LA NOVE :happy:
DENTRO DE UN RATO VA A HABER CAAAAAAAAAAAAAAAAAP
GRACIAS POR SUS COMENTARIOS CHICAS! :D
MUCHOS BEEEEEEEEEESOS
DENTRO DE UN RATO VA A HABER CAAAAAAAAAAAAAAAAAP
GRACIAS POR SUS COMENTARIOS CHICAS! :D
MUCHOS BEEEEEEEEEESOS
F l ♥ r e n c i a.
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
Capítulo 3
El sonido de una llamada con los nudillos a la puerta interrumpió la rutina mañanera de Joe. Con el pañuelo alrededor del cuello atado en un nudo flojo y recién afeitado, salió del dormitorio situado al fondo de la edificación, atravesó el breve pasillo que conducía al salón y abrió la puerta de entrada, para encontrarse con una joven criada que portaba una cesta de mimbre.
La pecosa muchacha se quedó sin habla, observándolo con la clase de temor que inspiraría una maravilla de la naturaleza. Joe le dejó unos segundos para que se recobrara y entonces enarcó las cejas con gesto inquisitivo.
Ella le hizo una breve reverencia y levantó la cesta, para explicarle a continuación el motivo de que estuviera allí.
—Buenos días, señor Jonas —dijo, con una voz ronca que no intentó disimular.
Él abrió la puerta por completo y le permitió entrar. La chica dejó la cesta sobre la mesa de la cocina contigua mientras Joe terminaba de hacerse el nudo del pañuelo.
—¿Necesita algo más, señor?
—¿Reciben en Bowhill el Times?
—Creo que no, pero puedo preguntar en el pueblo si quiere —dijo ella, con una mezcla de nerviosismo y un evidente deseo de agradar.
—Gracias. —Puede que estuviera en otro país, pero quería seguir estando al día de lo que ocurría en Londres.
La muchacha se demoró un poco junto a la mesa, remoloneando con la puntilla del paño que cubría el contenido de la cesta. Sin darle tiempo a hacer acopio del valor necesario para preguntarle si «necesitaba» algo más, Joe la despidió educadamente. Entre el pan caliente, las salchichas y la fruta fresca había una nota en la que se requería su compañía para dar un paseo por la tarde. No iba firmada, pero la femenina caligrafía redonda sólo podía ser de lady Stirling.
Tomó un pellizco de pan y lo mordisqueó mientras contemplaba la nota. El nuevo día no la había hecho cambiar de idea. Era un riesgo posible, aunque él aún no había tenido la mala suerte de experimentarlo. Sin embargo, le había impuesto ciertas condiciones... ¿Lo había dicho en serio o se trataba sólo de una forma de acallar su conciencia? Ser libre de marcharse cuando quisiera era una posibilidad a la que no estaba acostumbrado y tampoco tenía intenciones de hacerlo en ese momento. A menos que ella le ordenase lo contrario, pasaría los siguientes trece días con sus doce noches en Bowhill Park atendiendo los deseos y caprichos de la hermosa dama.
Aquellas sonrisas que le había regalado durante la cena... todas y cada una de ellas habían puesto a prueba sus nervios. Hacía mucho que no sentía nada igual, pero la sensación había sido casi tan agradable como el breve tiempo que había pasado con ella. Y aquel beso. El primer beso revelaba la verdadera naturaleza de una mujer.
Y el suyo...
Un vistazo. Tan sólo un breve vistazo a la pasión que se ocultaba bajo aquella fachada fría y comedida, le había bastado para olvidarse de dónde y con quién estaba.
Muy poco característico en Joe.
Frunció el cejo, no muy contento consigo mismo por la brusquedad con que la había dejado la víspera. ¿Debería haber aceptado la invitación implícita en su beso? «No, no.» Lady Stirling le había dejado bien claro que quería que regresara solo a la cabaña. Y sin embargo...
Negó con la cabeza brevemente, rechazando la duda que empezaba a formarse en el fondo de su mente. Pellizcó otro trozo de pan y regresó al dormitorio. Cuando terminó de vestirse, sacó el contenido de la cesta y pasó las solitarias horas de la mañana en el confortable saloncito, releyendo el Times que había llevado consigo. Al llegar la tarde, se puso su chaqueta azul marino, los guantes de ante y salió hacia la mansión.
El mayordomo no lo acompañó a la salita de dibujo, sino que lo dejó plantado en el vestíbulo de entrada.
La espera no fue larga. _________ apareció al fondo de un largo pasillo. Se cubría los hombros con un chal exactamente del mismo color que su vestido de paseo, un tono azul de Prusia. El ama de llaves, dos pasos detrás de ella, era una sombría figura de negro.
—Buenas tardes, lady Stirling —saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Buenas tardes, señor Jonas.
Aunque con cortesía, __________ marcaba perfectamente las distancias con una postura severa y un tono de voz impersonal. Joe no se ofendió por ello. Delante de la gente tenían que comportarse.
Pasó por alto la severa mirada del ama de llaves.
—¿Nos vamos, prima?
—Por supuesto —contestó ella, posando la mano enguantada en el brazo que él le ofrecía.
El mayordomo cerró la puerta tras ellos con brusquedad. __________ se detuvo al pie de los escalones de piedra, más allá de la sombra del pórtico, y levantó el rostro hacia el sol para disfrutar de los rayos dorados, bajo la protección del ala de su sombrero. Las sedosas pestañas le acariciaban los altos pómulos y la angelical sonrisa del día anterior se insinuaba en los bordes de su boca.
Con su gélida belleza, Joe la había tomado por una reina del invierno, pero en aquel momento, lady Stirling era una diosa del sol, absorbiendo sus rayos, nutriéndose de su calor, dejando que calara hasta los más profundos recovecos de su ser, como si lo necesitara para respirar. Y aun así, tenía una inmaculada piel de alabastro. Ni una peca en el puente de su nariz recta, ni la más leve sombra de rubor rosado en sus mejillas. Guardó silencio y se quedó quieto, consciente de que estaba presenciando un inusual acontecimiento.
—Es estupendo que haya salido el sol. Tras su breve aparición de ayer, temí que volviera a esconderse.
—¿He de entender que la primavera en Escocia se parece a la de Londres? —preguntó él en voz baja, pues no quería romper el hechizo.
—Sí —contestó ella con un suspiro pesaroso, con los ojos aún cerrados para protegerlos del sol. De pronto, los abrió y lo miró—. Pero más frías. —De nuevo la distancia cortés, de nuevo se hacía patente el dominio de la reina del invierno.
Joe se descubrió un inusitado interés por el clima. Siempre le había parecido un tema de conversación insulso, algo que se utilizaba cuando no se sabía de qué hablar. Sin embargo de repente confiaba en que los días venideros aparecieran desprovistos de nubes y sin ningún chaparrón. No por él, sino para complacerla a ella. Porque era algo que lady Stirling necesitaba.
—Si no tiene inconveniente, podemos comenzar dando un paseo por el jardín —propuso ella.
—Si la complace a usted, entonces me complace también a mí. —Sus deseos eran órdenes para él.
Joe adaptó su paso al suyo y echaron a andar hacia la parte trasera de la casa el uno junto al otro. Él había pasado junto a la rosaleda tres veces desde que llegó a Bowhill, no había entrado en ella. No por falta de interés, sino más bien temor a meterse en un lugar prohibido. A pesar de estar al aire libre, el amplio espacio rectangular parecía un santuario. Antes incluso de tener el placer de conocer a lady Stirling, Joe ya se había dado cuenta de que la rosaleda no era un aspecto más del diseño de los jardines que rodeaban la mansión, sino que formaba parte de su dueña.
Caminaban por un sendero entre las matas que bordeaban el jardín, lo bastante ancho como para que cupieran dos personas una junto a otra. Aunque llevaban el mismo paso, el crujido de la grava bajo las suelas de las botas negras de Joe ahogaba el sonido de los pasos más ligeros de ella. Él sabía que era una rosaleda, aunque no se veía ni una sola flor, sino sólo un vasto mar de color verde.
__________ debió de imaginarse lo que estaba pensando, porque de repente dijo:
—La rosaleda está en su esplendor en verano. Ninguna de las especies de rosa de este jardín florece en abril. La Cerisette la Jolie es la primera, pero los capullos no empezarán a formarse hasta finales de mes. —Hizo un gesto con la mano, indicando las rosas que había a ambos lados—. Hacia mayo, empiezan a verse los capullos y en junio toda la rosaleda está en flor. Aquella de allí, la variedad de rosa alba, la Great Maiden’s Blush, es un rosal de gran tamaño, que forma una orla de casi los dos metros de altura, con flores dobles de color rosa claro. En el interior de la rosaleda, las Jolies rosa intenso ceden espacio a una densa línea de rosales tipo Portland de color rojo, de ahí pasan al rosa de las Celsiana del centro, para terminar con las variedades musgosas de color blanco y un leve rubor rosado en el borde. El aroma es tan intenso y dulce, que nada más entrar en la rosaleda, te envuelve con su exquisita fragancia.
Joe cerró los ojos, absorbiendo sus palabras; cuando los volvió a abrir, vio el lugar desde una nueva perspectiva. No había barreras físicas de separación entre los arbustos, sin embargo, la gradación del tono de verde del follaje señalaba las diferentes variedades. A buen seguro, debía de ser un espectáculo digno de verse cuando llegara el verano y sintió un leve pesar al darse cuenta de que entonces él ya no estaría allí.
—¿Cuida usted de la rosaleda personalmente? —preguntó.
—Hago lo que puedo. La mayoría de los ejemplares fueron plantados por el pequeño equipo de jardineros que vino del pueblo para supervisar los terrenos y jardines. Como hay tantas plantas, se ocupaban también de podarlas. Pero ahora que son adultas no necesitan cuidados constantes, tan sólo es preciso echarles un vistazo de vez en cuando.
—Se infravalora. La rosaleda es impresionante y está claro que prospera bajo las atenciones de una mujer.
Su pequeña mano se tensó sobre el brazo de él y _________ ladeó la cabeza, ocultando el rostro bajo el ala del sombrero. De no ser porque llevaba la cesta en la otra mano, Joe le habría puesto un dedo debajo de la barbilla para moverle la cara y verla sonrojarse.
En un momento dado, el camino se bifurcaba en dos y tomaron el sendero de la derecha. La grava dio paso a un amplio claro de césped. Una estatua de piedra de gran tamaño marcaba el centro de la rosaleda, y un sencillo círculo de rosales decoraba la base del pedestal de mármol sobre el que se erguía. Aquí y allá por el claro había tres bancos de madera, descoloridos por las erosiones climatológicas.
Lady Stirling se apartó unos pasos para ir a inspeccionar una de las rosas, y él estuvo a punto de tomarle la mano cuando ella se soltó. Se había acostumbrado a su presencia ligera y cálida sobre el brazo, y al apartarse, la echó en falta.
Ladeó la cabeza y estudió detenidamente la estatua. Si no estaba equivocado, sabía quién era la elegida para ocupar el lugar central del jardín de rosas. Lo más extraño era que no le sorprendió la elección, aunque sí despertó su curiosidad.
—¿Cómo es que la diosa del amor preside su jardín de rosas?
Ella lo miró por encima del hombro y una sonrisa de asombro asomó a sus labios.
—¿La reconoce?
Él afirmó con la cabeza.
—Hay una estatua muy similar de la diosa Afrodita en el museo.
—¿Estudia la mitología griega? —preguntó la dama con evidente interés.
—No, estudiarla no, pero sí leí un libro sobre mitología, aunque fue hace muchos años.
Lady Stirling se acercó a la estatua, mirando la voluptuosa figura desnuda de la diosa, cuya pose era algo más que ligeramente provocativa.
—En realidad, fue Cloris, la diosa de las flores, quien creó la rosa. Aunque fue Afrodita quien le concedió su belleza y su nombre.
—¿Y quién hizo que tuviera un olor tan dulce?
Una carcajada burbujeante y etérea, si bien brevísima, tanto que se le habría escapado de no ser porque tenía toda su atención puesta en ella, brotó de sus labios.
—Dionisio.
—Ah. El dios del vino. Un tipo brillante, ese Dionisio.
—¿Le rinde usted culto en algún altar?
¿Estaba bromeando o se lo preguntaba en serio? Joe no estaba seguro.
—Lo que se dice rendir culto, no —contestó, optando por lo primero, al tiempo que negaba juguetón con la cabeza, sonriendo—. Digamos que aprecio sus regalos.
Los ojos azul violáceos de ella escrutaron su expresión. Entonces dio media vuelta y echó a andar hacia el sendero.
—Venga. Me gustaría enseñarle otra cosa que tal vez sepa apreciar.
Las zancadas de él mucho más largas, le permitieron alcanzarla antes de que llegara a la bifurcación. Entonces, ella giró hacia la derecha en vez de regresar por el mismo camino. Joe siguió con la mirada el serpenteante sendero y sintió una placentera sacudida al darse cuenta de adónde lo llevaba.
Los goznes bien engrasados de la puerta del invernadero giraron silenciosamente al abrirla y un derroche de color rojo le dio la bienvenida. El contraste con el verde de fuera resultaba abrumador. Antes de que sus ojos se hubieran adaptado al cambio, un fuerte aroma invadió sus fosas nasales. «¿Limones?»
—No huele a rosas —dijo él, dando voz al pensamiento que le pasó por la cabeza.
Lady Stirling colgó su chal de una percha situada junto a la puerta y se colocó un sencillo delantal blanco.
—No. Son una especie única en muchos sentidos. Rosas chinas, de la variedad Slater’s Crimson para ser exactos, la primera que se importó a Gran Bretaña, y tienen flor durante casi todo el año. Provienen de Oriente y no sobrevivirían ni un año en Escocia de no ser por la protección que les brinda el invernadero. Venga, écheles un vistazo más de cerca —dijo, al tiempo que se colocaba un par de guantes de jardinería de cuero.
Joe la siguió por el camino de tierra. Los arbustos color verde oscuro no era los típicos densos y compactos, sino más bien larguiruchos y exiguos, pero colmados de flores rojas. Un tono intenso y vivo. El mismo tono rojo de las rosas del jarrón Ming de la salita de dibujo. Casi todo el espacio del invernadero estaba dedicado a aquellas rosas chinas, como ella había dicho, pero no todo. El puro y generoso color verde de los arbustos pegados a las paredes indicaban que se trataba de otra variedad. Joe tuvo la sensación de haberse sumergido de repente en un día de verano. El sol se colaba a través de los altos ventanales practicados en las paredes de piedra, así como por las ventanas situadas en el empinado tejado. El ambiente era considerablemente más cálido y húmedo que el del exterior, y en el aire flotaba aquel aroma a cítrico, sumado al que él asociaba con los campos recién arados.
—¿Y dice usted que esto no es más que una simple distracción?
—Me ayuda a pasar el rato —contestó ella encogiendo ligeramente sus delgados hombros.
El tiempo que debía de dedicar para conseguir aquel resultado... Era una muestra pasmosa de lo sola que tenía que sentirse allí, en Escocia. Pero a Joe no le hacía falta ver el invernadero para darse cuenta de ello. El simple hecho de que una mujer tan hermosa como lady Stirling hubiera requerido los servicios de alguien como él, constituía una sólida prueba en sí misma.
Ella se detuvo junto a un banco de madera situado a lo largo del sendero y se agachó un poco para tomar delicadamente entre sus manos una flor roja totalmente abierta.
—¿Qué hace usted para pasar el tiempo, señor Jonas? ¿Tiene algún pasatiempo, algo que le interese?
—Ninguno tan espléndido como el suyo.
Una sonrisa brotó en los labios de ella.
—No es espléndido.
No lo dijo con una coqueta caída de párpados, invitándolo a contradecirla, sino con la timidez de una mujer no acostumbrada a recibir cumplidos. Pero lady Stirling era demasiado encantadora como para que ningún hombre se los hubiera dedicado hasta aquel momento. Poseía aquella inusual combinación de belleza y porte que convertía a la mayoría de los hombres en patéticos bobalicones. ¿Sería verdad que ninguno la había elogiado por algo que no fuera su apariencia? En ese caso, estaría encantado de ser el primero.
—Es cultivadora de rosas.
—Oh, no —negó ella, incorporándose—. No se me ocurriría atribuirme un título tan elevado, y los demás tampoco deberían hacerlo. Disfruto con mis flores, eso es todo.
Él esbozó entonces una sonrisa que le decía que aceptaba su rechazo, aunque no pensara como ella. Lady Stirling le sostuvo la mirada un momento, para, acto seguido, continuar por el sendero. Esta vez, Joe sí pudo ver el rubor que le subía por los aristocráticos pómulos antes de que se diera la vuelta, ocultando así la prueba de su modestia.
El sendero terminaba en lo que debía de ser su zona de trabajo. Una chimenea de gran tamaño, construida con la misma piedra que el edificio del invernadero, dominaba la pared del fondo. A la izquierda, había un sofá y una mesita redonda de mimbre de color blanco. A la derecha, tres mesas largas, que se notaba habían recibido buen uso, dispuestas paralelamente, cubiertas de macetas con plantas jóvenes, otras adultas y otras protegidas con unas cubiertas de cristal.
Atravesando un rayo de sol que entraba por una de las ventanas del tejado, lady Stirling se colocó delante de la mesa más cercana para comprobar el estado de sus protegidas. La luz dorada acarició dulcemente cada centímetro de su esbelto cuerpo, brindándole un aspecto angelical que hizo que Joe trastabillara. Tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Podía ver diminutas partículas de polvo flotando en el esplendoroso rectángulo de luz que la rodeaba, y a sus oídos llegó el canto de un pájaro en la distancia.
Una apremiante necesidad se apoderó de él. Necesitaba sentir aquella piel caldeada por el sol en sus manos, en sus labios. Necesitaba tocarla, besarla, tomarla en medio de aquel invernadero, rodeados por el intenso aroma de las rosas.
Sin darse cuenta de lo que hacía, se quitó los guantes y, aferrándolos con fuerza en una mano, se dirigió a ella. Lentamente y con gesto voraz, sin hacer ruido sobre el suelo de tierra compactada.
Estaba a tres zancadas cuando se detuvo de repente.
«Demasiado pronto.» Estaba seguro. Las fugaces miradas de interrogación, la rigidez de su postura, la distancia física que mantenía entre ambos, su reticencia era tangible. No estaba preparada para dar el siguiente paso, y menos aún para saltárselo e ir hasta el paso final. Lo último que Gideon quería era meterle prisa. Las mujeres tenían un ritmo propio, y cada una tenía el suyo. Tenía que seguirlo un poco más. Mantener un poco de coqueteo desenfadado, al tiempo que avivaba su deseo de más.
«Paciencia», se recordó, mientras se guardaba los guantes en el bolsillo de la chaqueta. Al fin y al cabo, todavía le quedaban trece días, y una dama no invitaba a su casa a un hombre como él sin unas intenciones claras.
El sonido de una llamada con los nudillos a la puerta interrumpió la rutina mañanera de Joe. Con el pañuelo alrededor del cuello atado en un nudo flojo y recién afeitado, salió del dormitorio situado al fondo de la edificación, atravesó el breve pasillo que conducía al salón y abrió la puerta de entrada, para encontrarse con una joven criada que portaba una cesta de mimbre.
La pecosa muchacha se quedó sin habla, observándolo con la clase de temor que inspiraría una maravilla de la naturaleza. Joe le dejó unos segundos para que se recobrara y entonces enarcó las cejas con gesto inquisitivo.
Ella le hizo una breve reverencia y levantó la cesta, para explicarle a continuación el motivo de que estuviera allí.
—Buenos días, señor Jonas —dijo, con una voz ronca que no intentó disimular.
Él abrió la puerta por completo y le permitió entrar. La chica dejó la cesta sobre la mesa de la cocina contigua mientras Joe terminaba de hacerse el nudo del pañuelo.
—¿Necesita algo más, señor?
—¿Reciben en Bowhill el Times?
—Creo que no, pero puedo preguntar en el pueblo si quiere —dijo ella, con una mezcla de nerviosismo y un evidente deseo de agradar.
—Gracias. —Puede que estuviera en otro país, pero quería seguir estando al día de lo que ocurría en Londres.
La muchacha se demoró un poco junto a la mesa, remoloneando con la puntilla del paño que cubría el contenido de la cesta. Sin darle tiempo a hacer acopio del valor necesario para preguntarle si «necesitaba» algo más, Joe la despidió educadamente. Entre el pan caliente, las salchichas y la fruta fresca había una nota en la que se requería su compañía para dar un paseo por la tarde. No iba firmada, pero la femenina caligrafía redonda sólo podía ser de lady Stirling.
Tomó un pellizco de pan y lo mordisqueó mientras contemplaba la nota. El nuevo día no la había hecho cambiar de idea. Era un riesgo posible, aunque él aún no había tenido la mala suerte de experimentarlo. Sin embargo, le había impuesto ciertas condiciones... ¿Lo había dicho en serio o se trataba sólo de una forma de acallar su conciencia? Ser libre de marcharse cuando quisiera era una posibilidad a la que no estaba acostumbrado y tampoco tenía intenciones de hacerlo en ese momento. A menos que ella le ordenase lo contrario, pasaría los siguientes trece días con sus doce noches en Bowhill Park atendiendo los deseos y caprichos de la hermosa dama.
Aquellas sonrisas que le había regalado durante la cena... todas y cada una de ellas habían puesto a prueba sus nervios. Hacía mucho que no sentía nada igual, pero la sensación había sido casi tan agradable como el breve tiempo que había pasado con ella. Y aquel beso. El primer beso revelaba la verdadera naturaleza de una mujer.
Y el suyo...
Un vistazo. Tan sólo un breve vistazo a la pasión que se ocultaba bajo aquella fachada fría y comedida, le había bastado para olvidarse de dónde y con quién estaba.
Muy poco característico en Joe.
Frunció el cejo, no muy contento consigo mismo por la brusquedad con que la había dejado la víspera. ¿Debería haber aceptado la invitación implícita en su beso? «No, no.» Lady Stirling le había dejado bien claro que quería que regresara solo a la cabaña. Y sin embargo...
Negó con la cabeza brevemente, rechazando la duda que empezaba a formarse en el fondo de su mente. Pellizcó otro trozo de pan y regresó al dormitorio. Cuando terminó de vestirse, sacó el contenido de la cesta y pasó las solitarias horas de la mañana en el confortable saloncito, releyendo el Times que había llevado consigo. Al llegar la tarde, se puso su chaqueta azul marino, los guantes de ante y salió hacia la mansión.
El mayordomo no lo acompañó a la salita de dibujo, sino que lo dejó plantado en el vestíbulo de entrada.
La espera no fue larga. _________ apareció al fondo de un largo pasillo. Se cubría los hombros con un chal exactamente del mismo color que su vestido de paseo, un tono azul de Prusia. El ama de llaves, dos pasos detrás de ella, era una sombría figura de negro.
—Buenas tardes, lady Stirling —saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Buenas tardes, señor Jonas.
Aunque con cortesía, __________ marcaba perfectamente las distancias con una postura severa y un tono de voz impersonal. Joe no se ofendió por ello. Delante de la gente tenían que comportarse.
Pasó por alto la severa mirada del ama de llaves.
—¿Nos vamos, prima?
—Por supuesto —contestó ella, posando la mano enguantada en el brazo que él le ofrecía.
El mayordomo cerró la puerta tras ellos con brusquedad. __________ se detuvo al pie de los escalones de piedra, más allá de la sombra del pórtico, y levantó el rostro hacia el sol para disfrutar de los rayos dorados, bajo la protección del ala de su sombrero. Las sedosas pestañas le acariciaban los altos pómulos y la angelical sonrisa del día anterior se insinuaba en los bordes de su boca.
Con su gélida belleza, Joe la había tomado por una reina del invierno, pero en aquel momento, lady Stirling era una diosa del sol, absorbiendo sus rayos, nutriéndose de su calor, dejando que calara hasta los más profundos recovecos de su ser, como si lo necesitara para respirar. Y aun así, tenía una inmaculada piel de alabastro. Ni una peca en el puente de su nariz recta, ni la más leve sombra de rubor rosado en sus mejillas. Guardó silencio y se quedó quieto, consciente de que estaba presenciando un inusual acontecimiento.
—Es estupendo que haya salido el sol. Tras su breve aparición de ayer, temí que volviera a esconderse.
—¿He de entender que la primavera en Escocia se parece a la de Londres? —preguntó él en voz baja, pues no quería romper el hechizo.
—Sí —contestó ella con un suspiro pesaroso, con los ojos aún cerrados para protegerlos del sol. De pronto, los abrió y lo miró—. Pero más frías. —De nuevo la distancia cortés, de nuevo se hacía patente el dominio de la reina del invierno.
Joe se descubrió un inusitado interés por el clima. Siempre le había parecido un tema de conversación insulso, algo que se utilizaba cuando no se sabía de qué hablar. Sin embargo de repente confiaba en que los días venideros aparecieran desprovistos de nubes y sin ningún chaparrón. No por él, sino para complacerla a ella. Porque era algo que lady Stirling necesitaba.
—Si no tiene inconveniente, podemos comenzar dando un paseo por el jardín —propuso ella.
—Si la complace a usted, entonces me complace también a mí. —Sus deseos eran órdenes para él.
Joe adaptó su paso al suyo y echaron a andar hacia la parte trasera de la casa el uno junto al otro. Él había pasado junto a la rosaleda tres veces desde que llegó a Bowhill, no había entrado en ella. No por falta de interés, sino más bien temor a meterse en un lugar prohibido. A pesar de estar al aire libre, el amplio espacio rectangular parecía un santuario. Antes incluso de tener el placer de conocer a lady Stirling, Joe ya se había dado cuenta de que la rosaleda no era un aspecto más del diseño de los jardines que rodeaban la mansión, sino que formaba parte de su dueña.
Caminaban por un sendero entre las matas que bordeaban el jardín, lo bastante ancho como para que cupieran dos personas una junto a otra. Aunque llevaban el mismo paso, el crujido de la grava bajo las suelas de las botas negras de Joe ahogaba el sonido de los pasos más ligeros de ella. Él sabía que era una rosaleda, aunque no se veía ni una sola flor, sino sólo un vasto mar de color verde.
__________ debió de imaginarse lo que estaba pensando, porque de repente dijo:
—La rosaleda está en su esplendor en verano. Ninguna de las especies de rosa de este jardín florece en abril. La Cerisette la Jolie es la primera, pero los capullos no empezarán a formarse hasta finales de mes. —Hizo un gesto con la mano, indicando las rosas que había a ambos lados—. Hacia mayo, empiezan a verse los capullos y en junio toda la rosaleda está en flor. Aquella de allí, la variedad de rosa alba, la Great Maiden’s Blush, es un rosal de gran tamaño, que forma una orla de casi los dos metros de altura, con flores dobles de color rosa claro. En el interior de la rosaleda, las Jolies rosa intenso ceden espacio a una densa línea de rosales tipo Portland de color rojo, de ahí pasan al rosa de las Celsiana del centro, para terminar con las variedades musgosas de color blanco y un leve rubor rosado en el borde. El aroma es tan intenso y dulce, que nada más entrar en la rosaleda, te envuelve con su exquisita fragancia.
Joe cerró los ojos, absorbiendo sus palabras; cuando los volvió a abrir, vio el lugar desde una nueva perspectiva. No había barreras físicas de separación entre los arbustos, sin embargo, la gradación del tono de verde del follaje señalaba las diferentes variedades. A buen seguro, debía de ser un espectáculo digno de verse cuando llegara el verano y sintió un leve pesar al darse cuenta de que entonces él ya no estaría allí.
—¿Cuida usted de la rosaleda personalmente? —preguntó.
—Hago lo que puedo. La mayoría de los ejemplares fueron plantados por el pequeño equipo de jardineros que vino del pueblo para supervisar los terrenos y jardines. Como hay tantas plantas, se ocupaban también de podarlas. Pero ahora que son adultas no necesitan cuidados constantes, tan sólo es preciso echarles un vistazo de vez en cuando.
—Se infravalora. La rosaleda es impresionante y está claro que prospera bajo las atenciones de una mujer.
Su pequeña mano se tensó sobre el brazo de él y _________ ladeó la cabeza, ocultando el rostro bajo el ala del sombrero. De no ser porque llevaba la cesta en la otra mano, Joe le habría puesto un dedo debajo de la barbilla para moverle la cara y verla sonrojarse.
En un momento dado, el camino se bifurcaba en dos y tomaron el sendero de la derecha. La grava dio paso a un amplio claro de césped. Una estatua de piedra de gran tamaño marcaba el centro de la rosaleda, y un sencillo círculo de rosales decoraba la base del pedestal de mármol sobre el que se erguía. Aquí y allá por el claro había tres bancos de madera, descoloridos por las erosiones climatológicas.
Lady Stirling se apartó unos pasos para ir a inspeccionar una de las rosas, y él estuvo a punto de tomarle la mano cuando ella se soltó. Se había acostumbrado a su presencia ligera y cálida sobre el brazo, y al apartarse, la echó en falta.
Ladeó la cabeza y estudió detenidamente la estatua. Si no estaba equivocado, sabía quién era la elegida para ocupar el lugar central del jardín de rosas. Lo más extraño era que no le sorprendió la elección, aunque sí despertó su curiosidad.
—¿Cómo es que la diosa del amor preside su jardín de rosas?
Ella lo miró por encima del hombro y una sonrisa de asombro asomó a sus labios.
—¿La reconoce?
Él afirmó con la cabeza.
—Hay una estatua muy similar de la diosa Afrodita en el museo.
—¿Estudia la mitología griega? —preguntó la dama con evidente interés.
—No, estudiarla no, pero sí leí un libro sobre mitología, aunque fue hace muchos años.
Lady Stirling se acercó a la estatua, mirando la voluptuosa figura desnuda de la diosa, cuya pose era algo más que ligeramente provocativa.
—En realidad, fue Cloris, la diosa de las flores, quien creó la rosa. Aunque fue Afrodita quien le concedió su belleza y su nombre.
—¿Y quién hizo que tuviera un olor tan dulce?
Una carcajada burbujeante y etérea, si bien brevísima, tanto que se le habría escapado de no ser porque tenía toda su atención puesta en ella, brotó de sus labios.
—Dionisio.
—Ah. El dios del vino. Un tipo brillante, ese Dionisio.
—¿Le rinde usted culto en algún altar?
¿Estaba bromeando o se lo preguntaba en serio? Joe no estaba seguro.
—Lo que se dice rendir culto, no —contestó, optando por lo primero, al tiempo que negaba juguetón con la cabeza, sonriendo—. Digamos que aprecio sus regalos.
Los ojos azul violáceos de ella escrutaron su expresión. Entonces dio media vuelta y echó a andar hacia el sendero.
—Venga. Me gustaría enseñarle otra cosa que tal vez sepa apreciar.
Las zancadas de él mucho más largas, le permitieron alcanzarla antes de que llegara a la bifurcación. Entonces, ella giró hacia la derecha en vez de regresar por el mismo camino. Joe siguió con la mirada el serpenteante sendero y sintió una placentera sacudida al darse cuenta de adónde lo llevaba.
Los goznes bien engrasados de la puerta del invernadero giraron silenciosamente al abrirla y un derroche de color rojo le dio la bienvenida. El contraste con el verde de fuera resultaba abrumador. Antes de que sus ojos se hubieran adaptado al cambio, un fuerte aroma invadió sus fosas nasales. «¿Limones?»
—No huele a rosas —dijo él, dando voz al pensamiento que le pasó por la cabeza.
Lady Stirling colgó su chal de una percha situada junto a la puerta y se colocó un sencillo delantal blanco.
—No. Son una especie única en muchos sentidos. Rosas chinas, de la variedad Slater’s Crimson para ser exactos, la primera que se importó a Gran Bretaña, y tienen flor durante casi todo el año. Provienen de Oriente y no sobrevivirían ni un año en Escocia de no ser por la protección que les brinda el invernadero. Venga, écheles un vistazo más de cerca —dijo, al tiempo que se colocaba un par de guantes de jardinería de cuero.
Joe la siguió por el camino de tierra. Los arbustos color verde oscuro no era los típicos densos y compactos, sino más bien larguiruchos y exiguos, pero colmados de flores rojas. Un tono intenso y vivo. El mismo tono rojo de las rosas del jarrón Ming de la salita de dibujo. Casi todo el espacio del invernadero estaba dedicado a aquellas rosas chinas, como ella había dicho, pero no todo. El puro y generoso color verde de los arbustos pegados a las paredes indicaban que se trataba de otra variedad. Joe tuvo la sensación de haberse sumergido de repente en un día de verano. El sol se colaba a través de los altos ventanales practicados en las paredes de piedra, así como por las ventanas situadas en el empinado tejado. El ambiente era considerablemente más cálido y húmedo que el del exterior, y en el aire flotaba aquel aroma a cítrico, sumado al que él asociaba con los campos recién arados.
—¿Y dice usted que esto no es más que una simple distracción?
—Me ayuda a pasar el rato —contestó ella encogiendo ligeramente sus delgados hombros.
El tiempo que debía de dedicar para conseguir aquel resultado... Era una muestra pasmosa de lo sola que tenía que sentirse allí, en Escocia. Pero a Joe no le hacía falta ver el invernadero para darse cuenta de ello. El simple hecho de que una mujer tan hermosa como lady Stirling hubiera requerido los servicios de alguien como él, constituía una sólida prueba en sí misma.
Ella se detuvo junto a un banco de madera situado a lo largo del sendero y se agachó un poco para tomar delicadamente entre sus manos una flor roja totalmente abierta.
—¿Qué hace usted para pasar el tiempo, señor Jonas? ¿Tiene algún pasatiempo, algo que le interese?
—Ninguno tan espléndido como el suyo.
Una sonrisa brotó en los labios de ella.
—No es espléndido.
No lo dijo con una coqueta caída de párpados, invitándolo a contradecirla, sino con la timidez de una mujer no acostumbrada a recibir cumplidos. Pero lady Stirling era demasiado encantadora como para que ningún hombre se los hubiera dedicado hasta aquel momento. Poseía aquella inusual combinación de belleza y porte que convertía a la mayoría de los hombres en patéticos bobalicones. ¿Sería verdad que ninguno la había elogiado por algo que no fuera su apariencia? En ese caso, estaría encantado de ser el primero.
—Es cultivadora de rosas.
—Oh, no —negó ella, incorporándose—. No se me ocurriría atribuirme un título tan elevado, y los demás tampoco deberían hacerlo. Disfruto con mis flores, eso es todo.
Él esbozó entonces una sonrisa que le decía que aceptaba su rechazo, aunque no pensara como ella. Lady Stirling le sostuvo la mirada un momento, para, acto seguido, continuar por el sendero. Esta vez, Joe sí pudo ver el rubor que le subía por los aristocráticos pómulos antes de que se diera la vuelta, ocultando así la prueba de su modestia.
El sendero terminaba en lo que debía de ser su zona de trabajo. Una chimenea de gran tamaño, construida con la misma piedra que el edificio del invernadero, dominaba la pared del fondo. A la izquierda, había un sofá y una mesita redonda de mimbre de color blanco. A la derecha, tres mesas largas, que se notaba habían recibido buen uso, dispuestas paralelamente, cubiertas de macetas con plantas jóvenes, otras adultas y otras protegidas con unas cubiertas de cristal.
Atravesando un rayo de sol que entraba por una de las ventanas del tejado, lady Stirling se colocó delante de la mesa más cercana para comprobar el estado de sus protegidas. La luz dorada acarició dulcemente cada centímetro de su esbelto cuerpo, brindándole un aspecto angelical que hizo que Joe trastabillara. Tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Podía ver diminutas partículas de polvo flotando en el esplendoroso rectángulo de luz que la rodeaba, y a sus oídos llegó el canto de un pájaro en la distancia.
Una apremiante necesidad se apoderó de él. Necesitaba sentir aquella piel caldeada por el sol en sus manos, en sus labios. Necesitaba tocarla, besarla, tomarla en medio de aquel invernadero, rodeados por el intenso aroma de las rosas.
Sin darse cuenta de lo que hacía, se quitó los guantes y, aferrándolos con fuerza en una mano, se dirigió a ella. Lentamente y con gesto voraz, sin hacer ruido sobre el suelo de tierra compactada.
Estaba a tres zancadas cuando se detuvo de repente.
«Demasiado pronto.» Estaba seguro. Las fugaces miradas de interrogación, la rigidez de su postura, la distancia física que mantenía entre ambos, su reticencia era tangible. No estaba preparada para dar el siguiente paso, y menos aún para saltárselo e ir hasta el paso final. Lo último que Gideon quería era meterle prisa. Las mujeres tenían un ritmo propio, y cada una tenía el suyo. Tenía que seguirlo un poco más. Mantener un poco de coqueteo desenfadado, al tiempo que avivaba su deseo de más.
«Paciencia», se recordó, mientras se guardaba los guantes en el bolsillo de la chaqueta. Al fin y al cabo, todavía le quedaban trece días, y una dama no invitaba a su casa a un hombre como él sin unas intenciones claras.
F l ♥ r e n c i a.
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
joeeeeeeee!!!!.. mira ella no te contratooo fue su primaaa... y lo unico que quiere es que le presten atenciooonnn... y bueno a lo mejor a mitad de los dias se llegue a enamorar de ti
jejeje siguela porfaaa
jejeje siguela porfaaa
chelis
Re: El Acompañante (Joe & Tú)
NUEVA LECTORAAAAA :D
Una vez mas puedo decir .... ME ENCANTA ESTA NOVEEEEEEE :love:
S I G U E L A A A A A A :D
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Dayi_JonasLove!*
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