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Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN - Página 8 Empty Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN

Mensaje por aranzhitha Miér 02 Abr 2014, 5:27 am

Ok espero los diez capítulos,
aranzhitha
aranzhitha


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Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN - Página 8 Empty Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN

Mensaje por chelis Miér 02 Abr 2014, 10:28 am

;););););););)
chelis
chelis


http://www.twitter.com/chelis960

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Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN - Página 8 Empty Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN

Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:21 pm

Capitulo veintidós
El viernes, cuando despierto en mi cama, miro el reloj digital de la mesilla. La una y siete. He dormido varias horas del tirón.
Como mi hermana no sabe que he vuelto, no se ha presentado en mi casa y eso, por unos segundos, me hace feliz. No quiero dar explicaciones.
Cuando abandono mi habitación lo primero que busco es el móvil. Lo tengo en silencio dentro de mi bolso. Dos llamadas perdidas de mi hermana, dos de Fernando y doce de Joe. ¡Vaya!
No respondo a ninguna. No quiero hablar con nadie.
Mi cólera regresa y decido hacer limpieza general. Cuando estoy cabreada limpio de lujo.
A las tres de la tarde tengo la casa como una cuadra.
Ropa por aquí, lejía por allí, muebles fuera de su lugar… pero me da igual. Soy la reina del lugar y ahí mando yo. De repente, siento que quiero planchar. Increíble, pero es así. Saco la tabla, enciendo mi plancha y cojo varias prendas. Mientras canturreo lo que sale por la radio, olvido lo que me taladra la cabeza: Joe.
Plancho un vestido, una falda, dos camisetas y, mientras plancho un polo, mis ojos se paran en una pelota roja que hay en el suelo. Rápidamente me acuerdo de Curro, mi Curro, y los ojos se me llenan de lágrimas hasta que suelto un chillido. Me acabo de hacer una tremenda quemadura con la plancha en el antebrazo y duele mogollón.
Lo miro, nerviosa.
Está rojo como la camiseta de la selección y veo hasta el dibujo y los agujeritos que tiene la plancha en mi piel. Duele… duele… duele… ¡Duele mucho! Pienso si echarme agua o pasta de dientes mientras camino dando saltitos por la casa. Siempre he oído hablar de esos remedios, pero no sé si funcionan o no. Al final, muerta de dolor, decido acercarme al hospital.
Por fin, a las siete de la tarde, me atienden.
¡Viva la celeridad del servicio de urgencias!
Veo las estrellas y los universos paralelos de los dolores que tengo. Una doctora encantadora me echa un liquidito en la quemadura con mimo, pone un apósito en mi brazo y lo venda. Me receta unos calmantes para el dolor y me manda para casita.
Con unos dolores de aúpa y el brazo vendado busco una farmacia de guardia.
Como siempre en esos casos, la más cercana está en el quinto pino. Tras comprar lo que necesito, regreso a mi casa. Estoy dolorida, agotada y cabreada. Pero cuando llego a la puerta del portal de mi casa, oigo una voz detrás de mí.
—No vuelvas a marcharte sin decírmelo.
Su voz me paraliza.
Me enfada pero me reconforta. Necesitaba oírla.
Me doy la vuelta y veo que el hombre que me tiene fuera de mis casillas está a un escaso metro de mí. Su gesto es serio y, sin saber por qué, levanto el brazo y digo, mientras los ojos se me llenan de lágrimas:
—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.
Su gesto se descompone.
Mira el vendaje de mi brazo. Después me mira a mí y noto que pierde toda la seguridad. Iceman acaba de marcharse para dar paso a Joe. El Joe que a mí me gusta.
—Dios, pequeña, ven aquí.
Me acerco a él y siento que me abraza con cuidado de no rozar mi brazo. Mi nariz se impregna de su olor y me siento la mujer más feliz del mundo. Durante unos minutos, permanecemos en aquella posición hasta que yo me muevo y entonces él acerca su boca a mis labios y me da un corto pero dulce y tierno beso.
Nunca me ha besado así y mi cara debe de ser un poema.
—¿Qué te ocurre? —me pregunta.
Vuelvo en mí y sonrío.
¡Me ha besado con ternura!
Le entrego las llaves de mi casa para que abra.
—El portal tiene rota la cerradura… tira de la puerta y abre.
Deja de mirarme y hace lo que le pido. Después me agarra de la mano y subimos juntos en el ascensor. Al abrir la puerta de mi casa veo que mira alrededor y murmura:
—Pero ¿qué ha pasado aquí?
Sonrío. Sonrío como una tonta, como una imbécil.
—Limpieza general —respondo mirando el caos que nos rodea—. Cuando me cabreo, esto me relaja.
Ríe por lo bajo y después oigo que la puerta se cierra. Cuando dejo la bandolera sobre el sofá, me olvido del dolor y me vuelvo hacia él.
—¿Qué haces aquí?
—Me tenías preocupado. Te marchaste sin avisar y…
—Te dejé una nota y, sobre todo, en buena compañía.
Joe me mira. Siento que la tensión regresa a su mandíbula.
—No quiero volver a oír eso tan humillante que has dicho de que no eres mi puta. Pues claro que no lo eres, ____, ¡por el amor de Dios! Nunca lo has sido y nunca lo serás, ¿entendido? —Afirmo con la cabeza, y él prosigue—: Pero vamos a ver, ____, ¿todavía no has entendido que el sexo para mí es un juego y que tú eres mi pieza más importante?
—Tú lo has dicho: ¡tu pieza!
—Cuando digo pieza… me refiero a que eres la mujer que más me importa en este momento. Sin ti, ese juego pierde valor. Maldita sea, creí habértelo dejado claro.
Durante unos minutos, ninguno de los dos dice nada. La tensión en el ambiente se puede cortar con un cuchillo.
—Mira, Joe, esto no va a funcionar. Seamos sólo amigos. Creo que en el plano laboral podemos trabajar juntos, pero…
—____, nunca te he mentido en nada.
—Lo sé —admito dándole la razón—. El problema aquí soy yo, no tú. Es que no me reconozco. Yo no soy la chica que tú manejas como una pieza. No… ¡me niego! No quiero. No quiero saber nada de tu mundo, ni de tus juegos ni de nada de eso. Creo… creo que lo mejor es que cada uno regrese a su vida y…
—De acuerdo —asiente.
Su conformidad me bloquea.
De pronto quiero discutir aquello otra vez. No quiero que me haga caso. ¿Me estoy volviendo loca?
Veo el dolor y la rabia en sus ojos pero intento refrendar lo que acabo de decir y no abrazarlo. Mi voluntad desaparece cuando estoy cerca de él y necesito mantenerme firme, aunque yo misma me contradiga.
Mi antebrazo me da un pinchazo que me descompone el rostro entero y doy un salto. Me levanto.
—¡Diossss! ¡Qué dolor! ¡Joderrrrrrrrrrr! ¡Joderrrrrrrrrrrr!
Su gesto se contrae y se levanta. No sabe qué hacer mientras yo continúo con mi retahíla de quejidos y palabras malsonantes. El brazo me está matando.
—¿Te duele mucho?
—Sí. Voy a tomarme un calmante para el dolor o te juro que me va a dar algo.
Mi brazo palpita y el dolor se vuelve insoportable. Camino por el salón como una loca hasta que Joe me hace detenerme.
—Siéntate —me ordena—. Llamaré a un amigo.
—¿A quién vas a llamar?
—A un amigo médico para que te vea el brazo.
—Pero si ya me lo han visto en el hospital…
—Da igual. Yo me quedo más tranquilo si te lo mira Andrés.
Estoy tan dolorida que no me apetece hablar. Veinte minutos más tarde suena el telefonillo de mi casa. Joe lo atiende y un minuto después aparece ante nosotros un hombre. Se saludan y el recién llegado se queda mirando el estado de la casa. Entre risas, Joe cuchichea:
—_____ estaba haciendo limpieza general.
Se miran y sonríen. Y en ese momento, cabreada por cómo me duele el brazo, murmuro:
—Venga, no os cortéis. Si creéis que está desordenado, os doy permiso para que lo ordenéis. La escoba y la fregona están a vuestra entera disposición.
Mi mala leche los hace sonreír.
¡Graciosillos!
Al final, el recién llegado se me acerca.
—Hola, _____, soy Andrés Villa. Vamos a ver, ¿qué te ha pasado?
—Me he quemado con la plancha y me duele horrores.
Asiente y coge unas tijeras.
—Dame el brazo.
Joe se sienta a mi lado.
Siento su mano protectora en mi espalda y eso me reconforta. El médico corta mi vendaje con cuidado. Lo observa un rato, saca una especie de suero y lo echa sobre mi herida. Un alivio momentáneo me hace suspirar. Luego coloca unos apósitos mojados en ese líquido y vuelve a vendarme la herida.
—Te duele mucho, ¿verdad?
Hago un gesto afirmativo con mi cabeza.
No lloro porque me da vergüenza y él lo nota. Joe también.
—Te inyectaré un calmante. Es lo más rápido para el dolor. Pero este tipo de heridas es lo que tienen, que son molestas. Tranquila, pasará pronto.
No rechisto.
Que me inyecte lo que le dé la gana pero que me quite ese horroroso dolor.
Mientras lo hace, lo observo. Él me mira y me guiña un ojo con complicidad. Tendrá unos treinta años. Alto, moreno y una bonita sonrisa. Cuando acaba, cierra su maletín, saca una tarjeta y me la entrega mientras nos levantamos.
—Para cualquier cosa, sea la hora que sea, llámame.
Miro la tarjeta y leo «Doctor Andrés Villa» y un número de móvil. Asiento como una tonta y meto la tarjeta en el aparador del comedor.
—De acuerdo, lo haré.
En ese momento, Joe, me pasa la mano por la cintura en una actitud que me resulta posesiva, pone una mano sobre el hombro de su amigo y le dice:
—Si ella te necesita, yo te llamaré.
Andrés sonríe, Joe me suelta y se dirigen hacia la puerta. Durante unos minutos, los oigo que murmuran algo pero no entiendo lo que dicen. Quiero que el dolor me abandone y eso es lo único que me interesa.
Vuelvo a tirarme encima del sillón. El dolor de mi brazo comienza a bajar de intensidad y siento que vuelvo a ser persona. Joe regresa al salón y habla con alguien por el móvil mientras mira por la ventana. Cierro los ojos. Necesito relajarme.
No sé cuánto tiempo permanezco así, hasta que oigo sonar la puerta de mi casa. Veo a Tomás, el chófer de Joe, entregarle un montón de bolsas. Cuando la puerta se cierra, Joe me mira.
—He pedido algo de cena. No te muevas, yo me encargo de todo.
Hago un gesto con la cabeza y sonrío. ¡Genial! Necesito que me mimen.
Sin levantarme del sofá, oigo a Joe trastear en la cocina. Un par de minutos después aparece con una bandeja donde lleva platos, tenedores, cuchillos y vasos.
—Le he pedido a Tomás que comprara comida china. Si mal no recuerdo, te gusta.
—Me encanta. —Sonrío.
—¿El dolor ha disminuido? —pregunta con seriedad.
—Sí.
Mi respuesta parece aliviarlo.
Observo cómo Joe coloca en la bandeja todo lo que ha traído y no puedo dejar de mirarlo. Parece mentira que aquel joven que coloca los platos y los vasos sea el mismo Iceman implacable que aparece en ciertos momentos. Su gesto ahora es relajado y me gusta. Me gusta verlo y sentirlo así.
En cuanto acaba lo que hace, regresa a la cocina y aparece con la bandeja cargada de cajitas blancas. Se sienta a mi lado e indica:
—Como no sabía qué era lo que te gustaba, le he pedido a Tomás que trajera de todo un poco: arroz tres delicias, pan chino, rollitos de primavera, tallarines con soja, ensalada china, ternera con brotes de bambú, cerdo con champiñones, fideos chinos con verdura, langostinos fritos, pollo al limón. Y de postre, trufas. Espero que algo te guste.
Sorprendida por todo lo que ha dicho, murmuro:
—Madre mía, Joe. ¡Aquí hay comida para un regimiento! Podías haberle dicho a Andrés que se quedara a cenar.
Niega con la cabeza.
—No.
—¿Por qué? Parece simpático…
—Lo es. Pero quería estar a solas contigo. Tenemos que hablar muy seriamente.
Resoplo y susurro:
—Tramposo. Estoy dopada y soy presa fácil.
Sonríe como respuesta.
—Come.
Ojeo todos los paquetes y me sirvo en el plato lo que me apetece. Todo tiene una pinta estupenda y, cuando lo degusto, aún sabe mejor.
—¿Dónde ha comprado Tomás esto? ¿De qué chino es?
—Lo ha preparado Xao-li. Uno de los cocineros del hotel Villa Magna.
Me lo quedo mirando, incrédula.
—Estás comiendo auténtica comida china. No lo que en ocasiones creo imaginar que comes.
Le hago un gesto de asentimiento, divertida por lo que acaba de decir. Él y su exclusividad.
Joe está de buen humor y yo me alegro horrores. Estar con él así, de buen rollo, es una maravilla. Cuando llega el momento del postre, va a la cocina, trae unas trufas y las deja ante mí.
Coge una cuchara, parte un trozo de trufa y la pone ante mi boca. Sonrío, abro la boca y tras hacer un sinfín de gestos con los ojos y la boca, murmuro:
—¡Diossssssssss! ¡Qué rico!
Joe sonríe y vuelve a meterme otra trufa en la boca. La paladeo. Disfruto y me dispongo a pedir más, cuando él se me adelanta.
—¿Puedo probarla yo?
Asiento. Pasa la trufa por mis labios, se acerca a mi boca y la chupa durante unos segundos con delicadeza hasta que dice, separándose de mí:
—Deliciosa.
Lo miro. Me mira y sonreímos.
Ese tonteo idiota es tan sensual que no quiero ser su amiga, quiero ser algo más. Y cuando voy a lanzarme sobre él, desesperada porque me bese, me interrumpe:
—____, hace un rato has dicho que…
—Sé lo que he dicho, olvídalo.
Joe me mira… Piensa… piensa y, finalmente, añade sin cambiar su gesto:
—No vuelvas a decir eso de que yo te considero mi puta, por favor, ____. Me destroza pensar que tú piensas eso de mí.
—Vale… Se me fue la boca. Lo siento.
Sus dedos perfilan mis labios con delicadeza.
—_____… tú para mí eres especial, muy especial. —Nos miramos fijamente durante unos segundos. Al final cambia el tono de su voz y prosigue—: No puedes marcharte de mi lado sin darme una explicación y esperar que yo no me vuelva loco de preocupación. Prefiero que llames a mi puerta y me digas «¡Adiós!», a creer que estás y que no estés. ¿De acuerdo?
—Si no lo hice, fue porque que no quería llamarte gilipollas o algo peor.
—Llámamelo, si lo necesitas.
—No me des ideas —bromeo.
Sus labios se curvan.
—Por favor, no vuelvas a marcharte sin decirme nada.
—¡Valeeeeeeeee…! Pero que conste que pensaba regresar para continuar con el trabajo.
—No hace falta.
—¡¿No?!
—No.
—¿Por qué?
—Ha surgido algo.
—¿Me has despedido? Pero ¡si todavía no te he llamado gilipollas!
Joe sonríe y me introduce otra trufa en la boca, para que me calle, supongo.
—He anulado las reuniones de la semana que viene y las he dejado para más adelante. Regreso a Alemania. Hay algo de lo que me tengo que ocupar y no puede esperar.
La trufa y la noticia me revuelven en el estómago.
¡Se va!
Pienso en Amanda. Él y ella juntos en Alemania. El aguijón de los celos vuelve a picarme.
—¿Regresaras con Amanda? —pregunto, incapaz de mantener la boca cerrada.
—No, imagino que ella habrá regresado hoy. Y, en lo que concierne a Amanda, es una colega de trabajo y amiga. Sólo eso. Me confesó esta mañana la visita a tu habitación y…
—¿Has pasado la noche con ella?
—No.
Su contestación no me convence.
—¿Has jugado esta noche con ella?
Se recuesta en el sofá y asiente.
—Eso sí.
Lo imito. Pero mi humor ha cambiado.
—Me gusta jugar, no lo olvides. Y tú debes hacerlo también.
¡Oh…! ¡Qué bonito escuchar aquello!
Me tenso, pero no me puedo quejar. Él siempre ha sido claro al respecto y no lo puedo negar. Pero como soy una cotilla, insisto en interrogarlo.
—¿Lo pasaste bien?
—Lo habría pasado mejor contigo.
—Sí, clarooooo…
—Tú me proporcionas un inmenso morbo y un maravilloso placer. Actualmente, eres la mujer que más deseo. No lo dudes, pequeña.
—¿Actualmente?
—Sí, _____.
Eso me gusta, pero me disgusta al mismo tiempo. ¿Me estaré volviendo loca o soy masoquista profunda además de atontada?
—¿Entre todas las mujeres con las que juegas —pregunto, deseosa de saber más—, existe alguna especial?
Joe me mira.
Entiende perfectamente mi pregunta. Pone una mano sobre mi muslo y añade:
—No.
—¿Nunca la ha habido?
—La hubo.
—¿Y?
Clava su intensa mirada en mí y me traspasa con ella.
—Y ya no está en mi vida.
—¿Por qué?
—____… no quiero hablar de ello… Pero sí deseo que sepas que sólo tú has conseguido que coja un avión y te busque con desesperación.
—¿Eso debe alegrarme? —pregunto sarcástica.
—No.
Su contestación vuelve a desconcertarme. ¿A qué estamos jugando?
—¿Por qué no debe alegrarme?
Joe piensa y medita bien su respuesta.
—Porque no quiero hacerte sufrir.
Aquello me deja sin palabras. No sé qué contestarle.
—Quizá sea yo la que te haga sufrir a ti —contesto, con toda la chulería que hay en mí.
Me mira… lo miro…
Tras un incómodo silencio, suena mi móvil. Es Miriam, mi amiga de Barcelona. Me levanto y le digo que estoy en Madrid y que ya la llamaré. Joe no se ha movido. Se ha limitado a mirarme casi sin pestañear. Mi brazo está mejor. No me duele, así que vuelvo al ataque.
—¿Por qué crees que puedes hacerme sufrir?
—No lo creo… lo sé.
—No me vale esa contestación. ¿Por qué?
Joe me observa en silencio. Tengo la sensación de que estoy a punto de explotar, como una cafetera a presión.
—Tú eres una buena chica que merece a alguien mejor.
—¿A alguien mejor?
—Sí.
Me muevo inquieta. Sé de lo que habla, pero quiero que se exprese con claridad.
—Cuando te refieres a alguien es…
—Me refiero a alguien que te cuide y te trate como tú te mereces. ¿Quizá ese tal Fernando?
Escuchar aquel nombre me deja sin palabras.
—No metas a Fernando en esto, ¿entendido?
Joe asiente. Volvemos a quedarnos en un más que incómodo silencio.
—Mereces a alguien que te diga bonitas palabras de amor. Te las mereces.
—Tú ya lo haces, Joe.
—No, _____, no mientas. Eso no lo hago.
Intento relajar el ambiente, se está volviendo espeso.
—Vale… nunca me dices cosas cariñosas pero me tratas bien y veo que te preocupas por mí. ¿Por qué me dices todo esto?
—____… sé realista —endurece su voz—. ¿La palabra «sexo» te da alguna pista?
Sonrío con amargura. Él se da cuenta.
—Sí, claro que me da pistas —digo, interrumpiendo lo que estaba a punto de decir él—. Me indica que entre tú y yo el sexo es lo que nos unió. Pero cuando dos personas se conocen y se atraen, lo primero que tiene que surgir entre ellos es química. Y tú y yo tenemos química.
—¿Con ese tal Fernando también existe química?
De nuevo lo menciona. Eso me molesta. Me enfurece ¿Qué le pasa con Fernando?
—Espero tu respuesta, ____ —insiste, al ver que no contesto.
—Vamos a ver, ¿quieres olvidarte de Fernando de una vez? Eso pertenece a mi vida privada. ¿Te pregunto yo por tu vida privada? —Él niega con la cabeza y yo añado—: No entiendo dónde quieres ir a parar, no creo haberte pedido nada y…
—Y yo no te daré nada que no sea sexo.
Su tajante respuesta me corta la respiración. No entiendo sus cambios de humor. Tan pronto me mira con devoción como me dice que entre nosotros sólo hay y habrá sexo.
—Me parece muy bien tu respuesta, Joe. Soy lo suficientemente mayorcita como para poder elegir con quién quiero acostarme y con quién no.
—Por supuesto, y espero que lo hagas. Pero yo no te he dado opción.
—¿Ah, no?
—No, _____. Simplemente me gustaste y fui a por ti. Algo que hago siempre que alguien me atrae.
Aquella respuesta me toca la fibra sensible.
—¡Gilipollas! —le grito, enfurecida—. En este momento te estás comportando como un auténtico gilipollas.
No se mueve. No contesta.
Joe se limita a mirarme y a aceptar mis insultos.
—_____… insúltame si quieres, pero sabes que es la verdad. Fui yo quien desde el primer día que te vi provoqué todo lo ocurrido. En el archivo. En el restaurante donde te llevé. En la habitación de mi hotel cuando miré cómo otra mujer te poseía. En el bar de intercambio de Barcelona. Tú nunca hubieras hecho nada de eso. Pero yo te he llevado a mi terreno. Acéptalo, pequeña.
—Pero, Joe…
—Hace un rato que me has dicho que no quieres entrar en mis juegos, ¿lo has olvidado?
Tiene razón… vuelve a tener razón.
—Me gusta todo lo que hago contigo —respondo, perdiendo toda la razón que él dice que tengo—. Tu juego me atrae y…
—Lo sé, pequeña, lo sé —dice mientras me toca la pierna—. Pero eso no quita que yo piense que no soy el hombre que te mereces y que quizá otro te haga más feliz. —Está claro en quién está pensando, pero esta vez no dice su nombre—. Mira, _____, me gusta el sexo, el morbo y adoro ver disfrutar a una mujer. En este momento, esa mujer eres tú, pero hay algo en mí que me dice que pare, que tú no deberías entrar en mi juego o…
—No soy la santa que tú crees. He tenido varias relaciones y…
Eso lo hace sonreír y me interrumpe:
—____… créeme que para mí eres una santa. Lo que tú has hecho con tus anteriores relaciones, nada tiene que ver con lo que yo quiero que hagas conmigo.
El estómago se me contrae.
Pensar en lo que él quiere hacer conmigo me reseca el paladar.
—¿Qué quieres hacer conmigo?
—De todo, ____, contigo quiero hacer de todo.
—¿Hablamos sólo de sexo?
Esa pregunta lo pilla por sorpresa.
Sus ojos no me engañan. Sé que hay algo que se guarda para él y necesito saber qué es.
—No. Y ése es el problema. No debo permitir que te encariñes conmigo.
—Pero ¿por qué?
No responde.
Se limita a acercar su frente a la mía y a cerrar los ojos. No quiere mirarme. No quiere responder. Sé que le pasa como a mí. Siente algo más, pero no quiere aceptarlo.
¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?
Así permanecemos durante unos minutos, hasta que yo acerco mi boca a la suya y susurro:
—Te deseo.
Joe sigue con los ojos cerrados. De pronto, parece muy cansado. No entiendo qué le ocurre.
—Hoy no, pequeña. Un mal movimiento y te puedo hacer daño en el brazo.
—Pero si ahora no me duele… —me quejo.
—____…
—Te deseo y quiero hacer el amor contigo, ¿es tanto pedir? Pronto te irás y, por tus palabras, no sé si cuando regreses volveremos a estar juntos.
Mis palabras lo conmueven.
Se lo veo en la cara. Finalmente acerca su boca a mi boca y me da un dulce beso lleno de cariño.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche?
Asiento. Quiero que se quede siempre.
Pero sus palabras y en especial su mirada me suenan a despedida e, inexplicablemente, los ojos se me llenan de lágrimas. Joe me las seca, pero no habla. Después se levanta y me tiende la mano. Se la tomo y juntos vamos hasta mi habitación.
Una vez allí se desnuda mientras lo observo.
Joe es grande, fuerte y sensual.
Su porte es soberbio y varonil y eso me humedece no sólo la boca.
En cuanto está desnudo, saca de debajo de mi almohada mi pijama del Demonio de Tasmania, se sienta en la cama y yo me acerco a él. Dejo que me desnude. Lo hace lentamente y con mimo, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando me tiene desnuda, se levanta y me abraza. Me abraza y me aprieta con delicadeza contra él y siento que, a pesar de todo lo grande que es, se refugia en mí.
Estamos desnudos. Piel con piel. Latido con latido.
Agacha su cabeza en busca de mi boca. Se la doy. Se la ofrezco. Soy suya sin que me lo pida.
Sus labios se posan sobre los míos con una exquisitez y una delicadeza que me pone toda la carne de gallina y después hace eso que tanto me gusta. Me pasa su lengua por el labio superior y después por el inferior, y cuando espero el ataque a mi boca hace algo que me sorprende. Me coge con las dos manos la cabeza y me besa con sutileza.
Su húmeda lengua pasea con deleite por el interior de mi boca y yo le dejo hacer mientras siento entre mis piernas mi humedad y su erección. Cuando su dulce y pausado beso me ha robado el aliento, se separa de mí y se sienta de nuevo en la cama. No deja de mirarme y, atraída como un imán, me siento a horcajadas sobre él.
—Pequeña… —me dice con su voz ronca—. Cuidado con tu brazo.
Asiento hipnotizada, mientras noto las yemas de sus dedos subir por mi columna y dibujar circulitos sobre mi piel. Cierro los ojos y disfruto del contacto y la finura de sus dibujos. Cuando los abro, su boca busca la mía y me besa con dulzura mientras me aprieta contra él. Tranquilos y pausados, permanecemos durante más de diez minutos prodigándonos mil caricias, hasta que mi impaciencia hace que me levante sobre sus piernas y yo misma introduzca su duro y excitado pene en mi interior.
Mi carne se abre para recibirlo y jadeo al sentir su invasión. Joe cierra los ojos con fuerza y siento que se contrae para mantener su autocontrol. Lentamente muevo mis caderas de adelante hacia atrás en busca de nuestro placer. Espero un azote, un fuerte empellón que me traspase, pero no. Joe sólo me mira y se deja llevar como una ola en calma por mis movimientos.
—¿Qué te ocurre? —susurro, inquieta—. ¿Qué te pasa?
—Estoy cansado, cariño.
Su erótica voz al llamarme cariño, sus palabras y la suavidad de sus dedos al pasar por mi cuerpo me avivan.
¡Ahora lo entiendo!
Intenta hacer lo que le acabo de pedir. Me hace el amor. Nada de azotes. Nada de fuertes penetraciones. Nada de exigencias. Pero en ese momento, hundida dentro de él, yo no quiero eso. Yo quiero acceder a sus caprichos, a sus reclamaciones. Quiero que su placer sea mi placer. Quiero… quiero… quiero.
Conmovida por el control que veo en su mirada, me dejo llevar por mi placer, decido aprovechar lo que hace por mí y hacerlo cambiar de idea para que me posea como yo deseo que lo haga. Acerco su boca a mis pechos. Joe los acepta y los lame con docilidad, con mimo. El calor se apodera de mí, mientras siento que él ha dejado en mis manos el momento. Me muevo en círculos en busca de mi propio placer y lo consigo. Jadeo. Me aprieto contra él. Chillo y vuelvo a jadear. Su cuerpo tiembla mientras el mío vibra enloquecido porque su lado rudo y salvaje tome los mandos de la situación y me penetre con avidez.
¡Lo necesito!
¡Lo anhelo!
Quiero que mis demandas sean las suyas, pero Joe se niega. No quiere entrar en mi juego y, finalmente, cuando el calor inunda mi atizado deseo, apoyo mis brazos en sus muslos y soy yo la que me muevo con brusquedad. Busco mi placer, me muero por encontrarlo. Cuando el orgasmo me llega, grito y me arqueo sobre él y, entonces, sólo entonces, Joe me agarra de la cintura. Siento la tensión de sus manos, cómo me aprieta una sola vez hacia él y luego se deja llevar en silencio.
Permanezco abrazada a él unos minutos.
No entiendo por qué se ha comportado así.
—____… a esto me refiero. Para que yo disfrute en el sexo, necesito mucho más.
Me niego a mirarlo.
Me niego a dejar de abrazarlo.
No quiero que esto acabe y, menos aún, perderlo.

Pero, finalmente, Joe se levanta de la cama y me arrastra con él. Coge un pañuelo de papel de mi mesilla y me limpia. Después se limpia él. Sin hablar, coge el pijama del Demonio de Tasmania. Me pone el culotte y después la camiseta de tirantes. Él se pone los calzoncillos. Apaga la luz y me obliga a tumbarme junto a él. Esta vez me da la vuelta y me agarra por detrás. Teme hacerme daño en el brazo. No hablamos. No decimos nada. Sólo intentamos descansar mientras los dos oímos el sonido de nuestras respiraciones en nuestra despedida.
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:22 pm

Capitulo Veintitrés
Me despierto sobresaltada.
Miro el reloj. Las cuatro y treinta y ocho.
Estoy sola en la cama. ¿Dónde está Joe?
Me asusto. No quiero que se haya ido. Me levanto con rapidez. Cuando llego al salón veo que se echa unas gotas en los ojos, se mete algo en la boca y da un trago del vaso de agua. Después se sienta, se pone los cascos de mi iPod para escuchar música y cierra los ojos. Lo observo durante unos minutos y sonrío. ¡Está escuchando música!
Al oírme, abre los ojos y se levanta.
—¿Estás bien?
Mientras me trago las lágrimas de felicidad por ver que aún está allí, me toco el brazo y respondo:
—Sí. Es sólo que, al no verte, creí que te habías marchado.
Joe sonríe.
—Duermo poco. Ya te lo dije.
—Oye… He visto que te tomabas algo, ¿qué era?
—Una aspirina. Me duele la cabeza —responde con una encantadora sonrisa.
Convencida con su respuesta, me dirijo a la cocina. Necesito beber agua.
Cuando abro el frigorífico, veo las trufas y se me antoja comerme alguna. Bebo agua, pongo un par de trufas en un plato y regreso al salón. Joe, que está sentado en el sillón, sonríe al verme.
—Golosa.
Divertida, le devuelvo la sonrisa y me doy cuenta de que su gesto es cansado. Normal, no duerme. Me siento a su lado.
—Me encanta esta canción.
Le quito uno de los cascos, me lo pongo en mi oreja y oigo la voz de Malú.
—A mí también. La letra me recuerda a nosotros.
Él asiente. Yo cojo una de las trufas con la mano y comienzo a mordisquearla.
Sonríe.
¡Dios! ¡Me encanta verlo sonreír!
—¿Puedo probar la trufa?
—Claro.
Y, cuando veo que va a darle un mordisco a la trufa que tengo en mis manos, la acerco a mi boca, la restriego en mis labios y murmuro:
—Ya puedes probar.
Vuelve a sonreír. Se le ilumina la mirada y obedece sin rechistar. Sus labios toman los míos y, con una calma y placidez que me pone a mil, los chupa, los lame y lo finaliza con un dulce beso.
—Exquisita… la trufa también.
Cuando dice eso, suelto el resto de la trufa en el platito que he dejado encima de la mesa y me levanto. Me quito el pijama y, sólo con las bragas puestas, me siento a horcajadas sobre él.
Hasta el momento tenía tres adicciones. La Coca-Cola, las fresas y el chocolate. Pero ahora le sumo una más fuerte y poderosa llamada Joe. Lo deseo… Lo deseo y lo deseo. Da igual la hora, el momento o el lugar… lo deseo.
Sorprendido por aquello, se quita los cascos.
—¿Qué haces, ____?
—¿Tú qué crees?
—Me duele la cabeza, nena…
Como respuesta, lo beso. Un beso caliente, cargado de erotismo y lleno de anhelos.
—____…
—Te deseo.
—____, ahora no…
—Joe, ahora sí. Te deseo con exigencias. Con demanda. Con pretensión. Quiero que me folles. Quiero que disfrutes de mí. Quiero todo lo que tú desees y lo quiero ahora.
Se acomoda en el sillón y, con cuidado, me rodea con sus brazos la cintura. Lo miro y veo que no esperaba mis exigencias y que lo vuelven loco. Mis caderas toman vida propia y se mueven sobre él. Su respuesta es inmediata. Noto cómo crece su duro pene y eso me activa más.
Una de sus manos abandona mi cintura para subir por mi espalda hasta llegar a mi pelo. Lo agarra y tira de él. Sí… ¡ése es Joe!
Mi cuello queda totalmente expuesto ante su boca y lo chupa. Lo lame con ansiedad, con capricho y me hace suspirar de placer.
Su otra mano abandona mi cintura y llega hasta mis pechos, que quedan ante él. Su boca carnosa se dirige hacia ellos. Los chupa. Los devora. Me mordisquea los pezones y los endurece. Me aviva.
Me suelta el pelo y puedo volver a mirarlo a la cara. Sus manos están a cada lado de mis pechos y, con reclamación, los junta y los aprieta para meterse los dos pezones en la boca.
—Me vuelves loco…
—Tú a mí más, aunque a veces eres un gilipollas.
Sonríe. Me pego a él.
—_____… tu brazo. Cuidado. Vas a hacerte daño.
Su preocupación por mí me chifla. Cuando va a tomar las riendas de la situación, le sujeto las manos y susurro cerca de su boca:
—No… Joe… tu castigo por no haber cooperado conmigo hace unas horas en mi cama, será que yo mando.
—¿Mi castigo?
—Sí. Creo que voy a tener que empezar a castigarte como tú a mí.
—Ni lo sueñes, pequeña.
Su mirada cargada de erotismo consigue enajenarme.
Durante unos segundos, se resiste a dejar que sea yo quien lleve la batuta, quien lo posea, pero al final noto que sus manos regresan a mis piernas y, mientras las pasea por ellas, murmura:
—De acuerdo… pero sólo por hoy.
Decido jugar a su juego y me dejo llevar por el morbo. Cojo sus manos y las retiro de mis muslos mientras le ordeno.
—Prohibido tocar.
Gesticula. Quiere protestar y frunzo el ceño.
Cuando veo que se queda quieto, me agarro los pechos y los acerco a su boca. Se los ofrezco. Lo obligo a que primero me chupe uno y después el otro y, cuando mis pezones vuelven a estar tiesos, se los retiro de la boca y sonrío. Joe gruñe.
—Dame tu mano —le pido.
Me la entrega y la paseo por mi pierna hasta llegar a la cara interna de mis muslos. Le dejo tocarme y pronto introduce un dedo bajo mis bragas. Dejo que se encapriche más de mí y, cuando se anima, lo obligo a que saque el dedo y se lo llevo a su propia boca.
—Resbaladiza y húmeda, como a ti te gusta.
Intenta cogerme de nuevo por la cintura y le doy un manotazo.
—Prohibido tocar, señor Zimmerman.
—Señorita Flores… modere sus órdenes.
Sonrío, pero él no. Eso me gusta.
Subo mi mano izquierda hasta su cuello, la meto entre el sillón y él y le agarro del pelo con cuidado. No quiero que le duela más la cabeza. Su cuello queda expuesto totalmente ante mí, mientras siento el latido de su corazón entre mis piernas.
—Señor Zimmerman, no olvide que ahora mando yo.
Saco mi lengua y le chupo el cuello. Me deleito con su sabor y finalmente acabo en su boca. Adoro su boca. Le devoro los labios y oigo un gemido gutural salir de su interior.
—Me encantan tus ojos —murmuro—. Son preciosos.
—Yo los odio.
Me hace gracia su comentario. Joe tiene unos maravillosos ojos azules que estoy segura que causan furor allá por donde vaya. Cada segundo que pasa me siento más alterada, acerco mis pechos de nuevo a su boca y, cuando él me los va a chupar, se los retiro. Sin dejar de mirarlo a los ojos, me escurro entre sus piernas y, con cuidado de no darme en el brazo, meto mi mano bajo sus calzoncillos, agarro su caliente pene y sus duros testículos y saco todo ello al exterior.
¡Oh, Dios! Es impresionante.
El poderoso latido de aquel grueso glande hinchado hace que la vagina me tiemble de impaciencia. Y cuando acerco mi boca hasta su rosado capullo y me lo introduzco, lo siento temblar a él. Mi lengua, deseosa, pasea por su pene y le reparto cientos de dulces besos cargados de erotismo y perversión. Juego mimosa hasta que sus jadeos por lo que le hago me hacen mirarlo y veo que tiene la cabeza recostada en el sofá y los ojos cerrados. Su mandíbula está tensa y tiembla de gozo. ¡Oh, sí… sí! De pronto, noto sus manos en mi cabeza y digo para que me escuche:
—Imagina que estamos en el club de intercambio y alguien nos mira y se muere porque tú le permitas tocarme, mientras me haces el amor con la boca delante de él. ¿Te gusta?
—Sssí… —consigue decir mientras enreda sus dedos entre mi pelo.
Noto sus caderas moverse y su pene se acomoda aún más en mi boca. Eso me da fuerzas para continuar mientras siento cómo todo él se contrae de placer. Con delicadeza, mordisqueo alrededor de su capullo y me paro en una finita tela. Mi lengua se desliza por ella consiguiendo que Joe se mueva y resople y más cuando finalmente la agarro con mis labios y tiro de ella.
Como si de un helado se tratara, lo chupo, lo degusto. Recuerdo la trufa que hay sobre la mesa y sonrío. Cojo un poco con mi dedo, lo unto en su pene mientras me recreo y murmuro que otro día será él quien unte esa trufa en mi clítoris para que otros me chupen. Joe jadea, muerto de placer.
Con mi otra mano libre le agarro los testículos y se los toco. Joe tiene un espasmo, después otro y sonrío al oírlo resoplar.
Anhelante de su pene, regreso a él. Lo meto con mimo en mi boca, pero ya está tan enorme e hinchado que no cabe, por lo que decido subir y bajar mi lengua por él mientras el sabor a trufa me hace disfrutar más y más. Le enloquece lo que hago, lo que le digo, así que lo repito una y otra vez hasta que sus jadeos son más continuos y fuertes. Sus caderas me acompañan, sus dedos en mi pelo se tensan y me embiste en la boca.
La sensación me embriaga. Estoy poseyéndolo con mi boca y me gusta tenerlo entre mis manos y bajo mi merced. Pongo una de mis manos sobre sus marcados abdominales y le clavo las uñas. Eso lo hace jadear más mientras sus caderas no paran de moverse. Agarro su glande endurecido con mis manos y comienzo a masturbarlo con embestidas potentes, como a él le gustan, mientras fantaseo sobre lo que otro hombre me estaría haciendo a mí.
El cuerpo de Joe se contrae una y otra vez, pero se niega a dejarse llevar.
—Súbete en mí, _____… Por favor, hazlo.
Su voz implorante y mi deseo por él me llevan a obedecerlo.
Me siento a horcajadas sobre él y entonces me penetra. Estoy mojada y resbaladiza. Se encaja totalmente en mí y los dos gritamos.
—¡Dios, nena, con lo que dices me vuelves loco!
Mimosa y dispuesta a todo, lo miro.
—Eso quiero… Jugar contigo a todo lo que quieras porque tu placer es el mío y yo deseo probarlo todo contigo.
—____… —jadea.
—Todo… Joe… todo.
Noto cómo se abre paso en mi interior. Enloquecida, me sujeto a sus hombros mientras él me agarra con posesión del culo y con su demanda me hace subir y bajar para encajarse en mí una y otra vez mientras me mira y me come por el deseo.
Su glande duro y caliente, entra y sale de mí con desesperación, mientras mi vagina se contrae y lo succiona. Muevo las caderas frenéticamente y tiemblo mientras Joe, con movimientos devastadores y duros, continúa llevándome hasta el clímax.

Mis pechos saltan ante él y, cuando su boca me agarra un pezón y me lo muerde al tiempo que me penetra, un orgasmo devastador toma mi cuerpo. Mientras, él me colma de largas embestidas hasta que no puedo más y lo oigo sisear mi nombre entre jadeos y contracciones. Cuando todo acaba y quedo sobre él extasiada y húmeda, me doy cuenta de una gran verdad. Estoy total y completamente sometida y enamorada de él.
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:22 pm

Capitulo Veinticuatro
Después de un maravilloso sábado juntos, el domingo de madrugada me despierto sobre las seis de la mañana y oigo unos extraños ruidos en el baño. Me levanto y me sorprendo al ver a Joe vomitando. Al verme aparecer, me pide enfadado que salga y que espere fuera. Le hago caso y cuando sale, con gesto dolorido, se sienta en el sillón y cierra los ojos.
—¿Qué te ocurre?
—Algo me debió de sentar mal anoche.
—¿Quieres una manzanilla para que te asiente el estómago?
Joe, con los ojos cerrados, niega con la cabeza y murmura:
—Por favor… apaga la luz y vete a dormir.
—Pero…
—___ —susurra, enfadado.
—Pero qué gruñón eres, ¡por Dios! —insisto.
—Vale… soy un gruñón. Ahora, por favor, haz lo que te pido.
Sin decir nada más desaparezco y me tumbo en la cama. No quiero darle muchas vueltas a lo ocurrido. Intento entender que, si está mal, lo que menos le apetece es tenerme a mí al lado haciéndole preguntas. Me duermo y me despierto sobre las diez. Nada más abrir los ojos, veo a Joe a mi lado. Sonríe y su apariencia es buena.
—Buenos días.
—Buenos días… ¿estás mejor?
—Perfecto. Como te dije algo me debió de sentar mal. —Voy a hablar y dice—: Mira lo que he preparado para ti.
A mis pies hay una bandeja con el desayuno. Y, sobre ella, una flor de papel. Como una tontorrona, la cojo y sonrío. Él me besa y murmura:
—Déjame un hueco en la cama, luego desayunamos, ¿te parece?
—Sí.
A las doce, tras hacer el amor, lo veo tan bien, tan repuesto, que le propongo enseñarle el popular Rastro de Madrid. Lo arrastro hasta el metro, un lugar en el que Joe nunca ha estado.
—En algo soy la primera —le murmuro, haciéndolo reír—. La primerita que te ha llevado al metro de Madrid.
Cuando nos bajamos en la parada de metro de La Latina, su sorpresa es mayúscula. Ver tanta cantidad de gente de toda índole lo sorprende.
Se empeña en comprarme unos pendientes de plata que he estado mirando en un puestecito. Para mi gusto, cuarenta euros es carísimo. Para su gusto, una baratija. Al final acepto. Pero a cambio, en otro puesto le compro una camiseta de Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid… tú». Le hago quitarse su camisa en medio del rastro y le insto a que se ponga la camiseta que yo le he comprado. Accede y está guapísimo con ella puesta.
Nos hacemos unas fotos con mi móvil y las guardo como mi mayor tesoro.
Encantada, paseamos de la mano como una pareja más, hasta que, al llegar frente a un puesto de lamparitas hippies, quiere comprar dos para llevárselas a Alemania y acordarse de su visita al rastro. Me hace elegir y yo elijo dos de color lila claro. Cuando las paga, me confiesa que una es para mí. Eso me emociona. Cada uno tendrá una en su hogar y, siempre que las miremos, nos acordaremos del otro.
Tras aquello, caminamos un rato más por el rastro hasta que Joe se niega en redondo a seguir. La gente me da sin querer en el brazo y no quiere que nadie me haga daño. Lo horroriza que vuelva a sentir dolor. Al final, por no escucharlo, accedo a marcharnos y cogemos un taxi. Lo llevo a comer al Retiro.
Le propongo un par de restaurantes, pero él prefiere algo más íntimo.
Al final, compro unos bocadillos de tortilla y nos sentamos en el mullido césped a comer, mientras reímos y revisamos las bonitas lamparitas.
—Son preciosas, ¡me encantan!
—Sí. Son muy bonitas.
Joe sonríe.
—¿Llevas pintalabios en el bolso?
Al escuchar aquello lo miro y achino los ojos.
—¿A qué clase de pintalabios te refieres? Te recuerdo que estamos en un parque y no quiero acabar en el calabozo por escándalo público.
La carcajada que suelta me reaviva el alma y él responde a mi risa dándome un impulsivo beso en la punta de la nariz.
—No me refiero a lo que tú crees, viciosilla, me refiero a un simple pintalabios, ¿llevas?
Abro mi bolso. Saco un pequeño neceser y, satisfecha, se lo enseño.
—Píntate los labios —me pide.
Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me detengo a medio pintar.
—¿Para qué es?
—Hazlo.
—No. Primero quiero saber para qué es.
Se encoge de hombros y suspira.
—Quiero que tus labios estén en la pantalla de mi lámpara, junto a tu nombre.
—¡Vaya! ¡Me encanta la idea! Pero entonces yo quiero lo mismo en la mía.
—¿Quieres que me pinte los labios?
—Sí —respondo divertida.
—¡Ni hablar!
—Venga, hombre —protesto—. Yo también quiero tus labios en mi lámpara junto a tu nombre.
Durante unos minutos bromeamos. Nos reímos. Pero al final los dos nos pintamos los labios y los plantamos en las lámparas. Nos limpiamos el carmín con un pañuelo de papel y Joe me entrega un bolígrafo. Bajo mis labios pongo:
«_____», y él bajo los suyos: «Joe».
—Ahora es más bonita —indica, divertido—. Tus labios revalorizan la lámpara y siempre que los vea en Alemania me acordaré de ti.
Eso me entristece. Regresa a Alemania en su jet privado y se aleja de mí. Ya lo añoro y todavía no se ha ido.
Cuando acabo el bocata, me tumbo en el césped y él me imita.
—Volverás, ¿verdad? —le pregunto, incapaz de mantenerme callada.
Como siempre, lo piensa antes de contestar.
—Claro que sí, pequeña. Parte de mi empresa está en España.
Respiro aliviada.
—¿Qué es eso tan importante que te hace interrumpir tu viaje? —sigo preguntando.
No responde. Sólo me mira.
—Es una mujer —gruño—, ¿verdad?
—No.
—¿Entonces?
—Tengo obligaciones que no puedo desatender y he de regresar.
Su contestación es tan cortante que decido callar.
¡Me estoy pasando!
Miro la copa de los árboles. Hace aire y me encanta ver cómo se mueven. Eso me relaja. Joe pone su cabeza en mi campo de visión y me besa.
—____… —comienza a decir, mientras se separa de mí.
—Tranquilo. Me he pasado. Soy una preguntona.
—____…
—Que sí… que me he enterado. Que no soy nadie para preguntar.
—_____, escúchame, por favor.
Su tono de voz hace que lo mire.
—Prométeme que vas a continuar con tu vida tal y como era antes de que yo irrumpiera en ella.
Voy a contestar, pero él me pone la mano en la boca para continuar:
—Necesito que me prometas que saldrás con tus amigos y lo pasarás bien. Incluso que volverás a quedar con el tipo ese con el que te metiste en los baños de aquel bar y con ese tal Fernando, de Jerez. Quiero que lo que ha pasado entre nosotros quede como algo que ocurrió y nada más. No quiero que le des importancia y…
—Vamos a ver. —Quito con brusquedad su mano de mi boca—. ¿A qué viene ahora esto?
—Viene a colación de lo que hablamos en tu casa.
Al recordar la conversación, me enfurezco.
Me voy a levantar del suelo, pero él se sienta a horcajadas sobre mí, me sujeta los brazos por encima de mi cabeza y me inmoviliza.
—Necesito que me prometas lo que te he pedido.
—Pero, Joe, yo…
—¡Prométemelo!
No entiendo qué pasa.
No entiendo por qué quiere que le prometa lo que pide. Pero la determinación en sus ojos me hace decirle:
—Vale, te lo prometo.
Su gesto se relaja, baja hacia mi boca e intenta besarme. Yo retiro la cara.
—¿Me acaba de hacer la cobra, señorita Flores?
—Sí.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque no quiero besarte.
Divertido, curva sus labios.
—¿En este momento para ti soy un gilipollas?
—Pues sí. En toda su extensión, señor Zimmerman.
Joe me suelta y se tumba a mi lado. Los dos miramos las copas de los árboles y no hablamos. Minutos después siento que me coge de la mano. La aprieta y yo la acepto.
Una hora después, su móvil suena. Es Tomás. Nos espera a la salida del Retiro que está enfrente de la Puerta de Alcalá. En silencio, cogidos de la mano, caminamos por el parque hasta llegar al coche. Tomás, al vernos, nos abre la puerta y montamos. Una vez en el interior, noto la mirada pensativa de Joe. Quiero saber qué piensa. Pero no quiero preguntar. Y cuando llegamos a mi casa, saca mi lamparita de la bolsa, me la entrega y me da un suave beso en los labios, mientras me retira el pelo de la cara.
—Siempre que la mire, me acordaré de ti, pequeña —murmura.
Asiento. No puedo hablar. Esto es una despedida.
Si hablo, lloro y no quiero que me vea llorar. Finalmente, sonrío, él cierra la puerta y se va.
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:26 pm

Capitulo Veinticinco
Lunes
El despertador suena a las siete de la mañana.
¡Qué asco madrugar!
Me levanto y me meto en la ducha sin ganas. Estoy agotada. No he podido dormir pensando en Joe. Cuando regreso a la habitación para vestirme, fijo mi mirada en la lamparita. Me siento en la cama y, con añoranza, paso mis dedos por el dibujo de sus labios y su nombre. Durante un buen rato me dedico a mirarlo mientras pienso en él.
Finalmente me levanto de la cama. Tengo que ir a trabajar. Me visto y cojo mi coche.
Cuando llego al trabajo, dejo el bolso sobre la mesa y siento que alguien se acerca a mí por detrás. Es mi compi, Miguel.
—Buenos días, preciosa.
—Buenos días.
Al ver mi desgana, se aproxima todavía más y me observa.
—Vaya… —murmura—. ¿Iceman te hizo trabajar más de la cuenta? Tu pinta es horrible.
Su comentario me reactiva.
—Sí —le digo, sonriendo—. Es un poco negrero en el trabajo. Pero por lo demás, bien.
De pronto Miguel se percata del vendaje de mi brazo.
—Pero ¿qué te ha pasado?
Sin ganas de dar muchas explicaciones, musito:
—Me quemé con la plancha.
Miguel asiente y vuelve a preguntar:
—¿Cuándo regresaste del viaje?
—El viernes por la noche. De momento se han cancelado las reuniones que teníamos porque el señor Zimmerman tuvo que regresar a Alemania.
Miguel mueve su cabeza afirmativamente. Me coge del brazo y dice:
—Vamos. Te invito a desayunar y me cuentas qué te pasa.
En el desayuno, para justificar mis ojeras, hablo de Curro. El simple hecho de nombrarlo me llena los ojos de lágrimas y es un buen pretexto para que no se percate de lo que realmente me pasa. Veinte minutos después, una vez acabados los desayunos, regresamos a nuestros puestos de trabajo. Hay mucho que hacer.
Mi jefa me saluda a medida que pasa por mi lado y me pide que entre en su despacho. Desea que le informe de qué tal ha ido todo y lo que le explico parece agradarle. Tras eso, me carga de trabajo. Su manera de decirme lo enfadada que está por que el jefazo me llevara a mí y no a ella es ésa: ¡agobiándome con el trabajo! Cuando salgo de la oficina por la tarde estoy agotada, pero decido ir al gimnasio. Necesito desfogarme

y allí lo consigo.
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:27 pm

Capitulo Veintiséis
 
Martes
Le envío un e-mail a Joe… No contesta.
Mi jefa me satura. Está tremendamente impertinente.
Cualquier día la mando a la mierda y me voy al paro de cabeza.
Fernando me llama. Hablo con él e insiste para que adelante mi viaje a Jerez.
 
 
Capitulo Veintisiete
 
Miércoles
Vuelvo a enviarle otro e-mail a Joe… Tampoco contesta.
Hoy he tenido que salvarle el culo a mi jefa.
Gerardo, el jefe de personal, llegó de improviso y tuve que ingeniármelas para que no pillara a la calentona de mi jefa y a Miguel en actitud no muy profesional en el despacho.
 
 
Capitulo Veintiocho
 
Jueves

Me niego a enviarle más correos a Joe. Pero al final no lo puedo remediar y le envío uno en el que sólo pone «¡Gilipollas!». 
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:27 pm

Capitulo Veintinueve
 
Viernes
Mi desesperación es máxima.
Ni una noticia. Ni una llamada. Nada.
No sé absolutamente nada de él. Y eso me hace entender que efectivamente fui su juguete durante unos días y ahora sólo espero olvidarme yo de él.
Mi jefa es una borde. Hoy me ha montado un numerito delante de varios compañeros. No la he mandado a hacer puñetas porque hay mucho paro, porque si no… ésta se iba a enterar de quién es _____ Flores García.
Por la tarde, me llama mi amiga Azu y quedo con ella para ir al cine. Vamos a ver la película Tengo ganas de ti y lloro… lloro como una magdalena. Es preciosa y triste a la vez. Me siento como Ginebra, una guerrera luchadora e incomprendida, y enamorada hasta las trancas de un hombre que guarda secretos.
A la salida, mis amigos, que nos esperan, se ríen de mí. Ninguno entiende que llore por una película y proponen ir a tomar unos pinchos a la plaza Mayor. Saben que me gustan y eso me alegrará.
Entre pincho y pincho, caen muchas cervezas y por fin consigo sonreír. De allí nos vamos a tomar unas copas y, a las cuatro de la mañana, ¡por fin vuelvo a ser yo! Río, me divierto y bailo como una loca, aunque para eso me he bebido los suministros de ron con Coca-Cola de todo Madrid.
A la mañana siguiente, el zumbido de la puerta me despierta.
Me tapo la cabeza con la almohada, pero el zumbido sigue y sigue… Cabreada, me levanto y descuelgo el telefonillo.
—¿Quién es?
—Hola, tita. Somos mami y yo.
Lo que me faltaba.
¡Mi hermana!
Les abro la puerta con desgana. Comenzar el día con la negatividad de mi hermana me desespera, pero no tengo escapatoria. Mi pequeña sobrina se tira a mis brazos como una bomba nada más verme y mi hermana, al ver mi estado, pasa sin decir ni mu y rápidamente pone la tele. Busca el canal de los niños y, en cuanto sale Bob Esponja, la pequeña desaparece de nuestro lado. Menudo enganche tiene a esos ridículos dibujos.
Entro en la cocina, como un espíritu.
Me preparo un café y mi hermana me sigue. Su gesto es serio y presiento que va a acribillarme a preguntas. Veo cómo encoge el cuello.
—Lo primero, dame mi copia de las llaves de tu casa ahora mismo.
Con ganas de degollarla, voy hasta el aparador de la entrada, las saco y se las pongo en la mano en cuanto llego de vuelta a la cocina.
—Lo segundo —prosigue—, eres una mala hermana. Te he llamado cientos de veces durante estos días y no me has devuelto las llamadas. ¿Y si hubiera pasado algo grave?
No contesto. Tiene razón. A veces soy una descerebrada y esta vez asumo que lo he sido.
—Y lo tercero, ¿qué narices te pasa para que tengas esta pinta tan desastrosa?
—Raquel, anoche salí de juerga y me he acostado a las siete de la mañana. Estoy destrozada.
Mi hermana se prepara otro café y se sienta frente a mí.
—Desde luego, la juerga ha tenido que ser apoteósica. Tu pinta lo dice todo.
—Lo ha sido —murmuro, mientras cojo una aspirina. La necesito.
—¿Fue con el chulazo ese con el que sales?
—No.
Su gesto se descompone y el mío más al pensar en Joe.
A mi hermana, Azu y mis amigos no les gustan. Eso de que lleven piercings en la ceja y tatuajes le parece algo de delincuentes. Está muy equivocada, pero como ya se lo he intentado explicar muchas veces, paso de seguir con el mismo rollo. Que piense lo que le salga del mismísimo mondongo.
—Cuchuuuu… no me digas que la juerga ha sido con esos amigos que tienes porque me cabreo.
Me encojo de hombros y suelto:
—Cabréate. Así tendrás dos oficios: cabrearte y descabrearte.
—¿Y qué me dices de Joe? Así se llama, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sigues con él?
—No.
—Pero ¿por qué?
—¿Y a ti que te importa, Raquel?
—Por Dios, _____, parecía un tío que se viste por los pies. ¿Cómo lo dejas escapar?
Ese comentario es de mi padre, pero, no contenta con lo que ha dicho y a pesar de que la miro con mi gesto de «¡Cállate o te callo yo de un puñetazo!», prosigue:
—Desde luego, _____, no te entiendo. Fernando, el hijo del Bicharrón bebe los vientos por ti y tú pasas de él y ahora, para otro hombre interesante, decente y con pinta de serio que se fija en ti, ¡lo pierdes!
—Joder… ¡¿te quieres callar?!
Mi hermana arruga el cuello. Uy, mal asunto.
—Pues no. No me voy a callar. Llevo sin verte demasiados días y cuando te llamo no me coges el teléfono. Y hoy vengo a verte y te encuentro hecha una piltrafa humana por haber salido con tus amigotes. Y encima ya no estás con Joe.
Resoplo. Resoplo y resoplo.
Y, cuando creo que ya no tengo más aire viciado en mi cuerpo que soltar, miro a la plasta de mi hermana.
—Mira, Raquel, no tengo ganas de hablar sobre Joe, ni sobre mis amigos, ni sobre Fernando, ni sobre nada. ¡Todo eso me importa una mierda! Llevo una semana de perros en el trabajo y anoche salí porque necesitaba divertirme y olvidarme de todas las cosas que me machacan la cabeza. Y ahora tú estás aquí gritándome como una posesa sin corazón, sin querer darte cuenta de que la cabeza me estalla… Y como no te calles te juro que soy capaz de hacer cualquier cosa, y no buena, precisamente.
Mi hermana mueve su café, le da un trago y, tras dejarlo sobre la mesa, se le arruga la cara, pone gesto de perro pachón y se pone a llorar.
¡Perfecto…! ¡Lo que me faltaba!
Al final, abandono mi silla para acercarme a ella y la abrazo.
—Vale… perdona, Raquel. Perdona por haberte gritado así. Pero ya sabes que no soporto que te metas en mi vida y…
—Tengo algo que explicarte y no sé cómo hacerlo, cuchufleta.
Aquel cambio en la conversación me desconcierta.
—Vamos a ver, ¿otra vez estamos con que Jesús te engaña?
Mi hermana se seca los ojos. Se levanta. Observa a mi sobrina desde la puerta y, acercándose de nuevo a mí, murmura:
—_____. Te he llamado mil veces para explicártelo.
Asiento. He visto sus llamadas perdidas pero he pasado de ella. Me siento fatal.
—Yo… yo es que no sé por dónde empezar —cuchichea—. Es todo tan… tan…
Eso me pone la carne de gallina y me comienza a picar el cuello. ¿Será cierto que el atontado de mi cuñado la engaña? Convencida de que esta vez la cosa es grave, le tomo las manos.
—Tan ¿qué?
Mi hermana se tapa la cara con las manos y yo me quiero morir de angustia. Pobrecita. Soy peor que una bruja. La conozco y lo está pasando fatal.
—Es que me da vergüenza.
—Déjate de vergüenzas. Soy tu hermana.
Raquel se pone como un tomate. Se lleva la mano al cuello, baja la voz y cuchichea:
—Jesús y yo hablamos seriamente la semana pasada cuando vino de su viaje. —Hago un gesto de comprensión con la cabeza. Eso es un buen comienzo—. Me ha dicho que no tiene ninguna amante y que me quiere, pero…
—¿Pero?
—Al día siguiente de nuestra conversación, el miércoles de la semana pasada, cuando Luz se durmió cerró la puerta del salón y… y… puso una peli de esas guarras.
—¿Una peli porno?
—Sí. ¡Oh, Dios…! ¡Qué cosas vi!
Me río. No puedo remediarlo.
—Venga, Raquel, no me seas antigua. Verías a gente dale que te pego y…
—… Y tríos y orgías y…
—Vaya… veo que Jesusito te culturizó.
Ambas soltamos una carcajada.
—Reconozco que ver eso me subió la libido a mil y… bueno… —susurra—… Una cosa llevó a la otra e hicimos el amor en el salón. ¡En el suelo!
—¡Vaya no me digas!
—Como te lo cuento.
Divertida por saber que a mi hermana hacer sexo en el suelo le parece inaudito, musito:
—Bueno, ¿y qué tal?
Sonríe. Se muere de la vergüenza y murmura sin mirarme:
—¡Oh, _____…! Fue como cuando éramos novios. Pasión en estado puro.
La agarro de las manos y la incito a mirarme.
—Eso es fantástico. ¿No es lo que querías? ¿Pasión?
—Sí.
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué me miras con esa cara?
—Porque en eso no termina la cosa. El sábado quise sorprenderlo yo. Hablé con la madre de Alicia y llevé a Luz a dormir a su casa. Preparé una cenita, fui a la peluquería y… y…
—¿Y?
—¡Ay, Cuchuuu! ¡Que me da vergüenza!
Pongo los ojos en blanco y resoplo.
—Pero vamos a ver, si me vas a decir que viste otra película porno con tu marido y lo hicisteis contra la puerta, ¿dónde está lo malo?
Mi hermana se pone la mano en el pecho.
—_____… es que no sólo lo hicimos en el sofá y en el suelo, es que lo hicimos sobre la lavadora y en el pasillo.
—Vaya con Jesusín… ¡Menudo machote tienes en casa!
Por fin, mi hermana ríe a carcajadas y se acerca a mí.
—Me compró un conjunto rojo muy sexy y me lo hizo poner.
—Genial, Raquel…
—Y luego… cuando menos me lo esperaba, me hizo otro regalo y…
—¿Y?
Raquel bebe un trago de su café. Saca su abanico, se da aire y añade colorada como un tomate:
—Me regaló un… un… un… consolador. Vale, ¡ya lo he dicho! Dice que quiere que juguemos en la cama, que nuestra relación lo necesita y entonces fantaseamos.
Me entra la risa otra vez.
¡No lo puedo remediar!
Mi hermana me mira y, molesta ante mi reacción, murmura:
—No sé qué te hace tanta gracia. Te estoy diciendo que…
—Perdona… perdona, Raquel. —Me pongo seria y bajo la voz, como ella—. Me parece estupendo que Jesús te regale un consolador y fantaseéis. Si así vuestra vida sexual se reactiva, ¡genial! Fantasear es bueno… La imaginación está para algo, ¿no crees?
Ella asiente roja como un tomate.
—¡Ay, _____…! Me pongo colorada de recordar las cosas que me decía Jesús.
Intento entenderla. Intento imaginarme lo que Jesús le decía y eso me hace sonreír. Al final, los humanos nos parecemos los unos a los otros más de lo que pensamos. Me acerco a su oído.
—Vale… no me cuentes lo que Jesús te decía pero ¿qué tal con Don Consolador?
—¡_____!
—¿Le has puesto nombre?
—¡Cuchuuuu, por Dios!
—Venga, va… ¿te gustó o no?
Mi hermana vuelve a ponerse como un tomate pero, al ver que no le quito ojo, asiente.
—Oh, _____, fue fantástico. Nunca pensé que un aparatito de esos que vibra y se mueve con pilas junto con la imaginación pudiera dar tanto juego. Sólo puedo decirte que desde el sábado no hemos parado. Estoy asustada, ¿será malo tanto sexo? Con decirte que me duele hasta la entrepierna…
Divertida por la confidencia de mi hermana vuelvo a reírme. No lo puedo remediar.
—Pues dile que te regale un vibrador para el clítoris —cuchicheo en su oído de nuevo—. ¡Es alucinante!
La cara de mi hermana ahora es un poema.
Yo… su hermanita pequeña, acabo de revelarle que nada de lo que ella me pueda contar me asombra. Deja el abanico sobre la mesa y se acerca a mí.
—Pero ¿desde cuándo utilizas tú esas cosas?
—Desde hace tiempo —miento.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
Asombrada por aquella pregunta, clavo mi mirada en ella.
—Vamos a ver, Raquel, el que tú necesites explicarme tus intimidades en la cama con tu marido no significa que yo necesite explicarte las mías. Los utilizo y punto. Y ahora, si tú has visto que te excitan, te ponen o como quieras llamarlo, disfruta del momento y seguro que tu vida será más feliz.
Mi hermana asiente y le da un nuevo trago a su café.
—Eres mi mejor amiga y necesitaba decírtelo. Sabía que no te escandalizarías y me animarías a que siguiera jugando con Jesús.
Sonrío, le tomo de la mano y ella sonríe también. En ocasiones parezco yo la hermana mayor y eso me gusta.
—Esas cosas, como tú las llamas, son juguetes sexuales y no hay ningún mal en utilizarlos —cuchicheo, finalmente, entre risas—. Y sí… yo también juego con ellos y con la imaginación. Creo que el noventa por ciento del planeta lo hace, pero pocos lo dicen. El sexo, ya sabes que es tabú y, aunque todos lo hacemos, ninguno hablamos de ello. Pero el morbo es el morbo y hay que disfrutar de él.
Joe regresa a mi cabeza y, con una sonrisita tonta, añado:
—Recuerdo que la persona que me regaló mi primer juguete me dijo que cuando un hombre regala un aparatito de ésos a una mujer es porque quiere jugar con ella y pasarlo bien. Por lo tanto, hermanita, ¡a disfrutar, que la vida son dos días!
De pronto, mi hermana suelta una carcajada y yo la imito. Aún no me puedo creer que yo esté hablando de vibradores y utilizando la palabra «jugar» con mi hermana cuando entra mi sobrina en la cocina.
—¿De qué os reís?
Contra todo pronóstico, Raquel me guiña un ojo y dice, mientras yo me río a carcajadas.
—De lo mucho que a tu tía y a mí nos gusta jugar.
Esa noche, tras una tarde de risas y confidencias con la ahora ¡alocada de mi hermana!, enciendo el ordenador nada más irse las dos y me quedo ojiplática. ¡He recibido un correo de Joe! Nerviosa, lo abro y me sorprende ver que lleva un archivo adjunto. Abro el archivo y veo una foto mía de la noche anterior, bailando como una loca con los brazos en alto. Eso me cabrea. ¿Me ha vuelto a espiar? Pero mi enfado se redobla cuando leo el texto del correo.
De: Joe Zimmerman
Fecha: 21 de julio de 2012 08.31
Para: _____ Flores
Asunto: Preciosa cuando bailas
Me alegra verte feliz y más aún saber que cumples lo prometido.
Atentamente,
Joe Zimmerman (el gilipollas)
La sangre se me espesa. Saber que me vigila, que ha leído el correo donde lo insulté y que no me respondió me enfurece hasta unos límites insospechados ¿Por qué no me llama? ¿Por qué no responde a mis correos? ¿Por qué me sigue?

Pienso en contestarle. Comienzo a escribir, diciéndole de todo menos bonito. Pero no… me niego a darle ese gusto y lo borro de un plumazo. Finalmente, apago el portátil y, con un enfado impresionante, me voy a la cama. Nueva noche en blanco. 
Monse_Jonas
Monse_Jonas


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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:28 pm

Capitulo Treinta
 
El sábado por la tarde decido salir de nuevo con mis amigos. Nos tomamos unas birras en el bar de Asensio, cenamos en una pizzería y, después de la cena, nos vamos a tomar algo al Amnesia. Miro a mi alrededor en busca del espía que Joe con seguridad ha mandado tras de mí. Como es lógico, no veo nada. Sólo gente divirtiéndose como yo.
Cuando llevo una hora allí, aparece Fernando. Lo miro sorprendida y él me sonríe.
—¿Qué haces aquí?
—Jerez sin ti es muy aburrido.
Extrañada por aquella aparición, vuelvo a mirarlo.
—Fernando… te estás equivocando conmigo. Nunca te he mentido y…
Pone un dedo en mi boca para hacerme callar.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Vamos… ven a mi hotel. Tenemos que hablar.
Me despido de mis amigos y a Azu le prometo que regresaré pronto. Sé que lo haré. La conversación que voy a tener con Fernando va a ser corta y, seguramente, no muy agradable.
Cuando llegamos al hotel, la tensión se puede palpar en el ambiente. Me niego a subir a su habitación. Vamos a la cafetería y pedimos algo de beber. Hablamos durante una hora, discutimos, dejamos claros nuestros sentimientos. Y, cuando por fin parece todo aclarado y me voy a marchar, me coge por el brazo y acerca su frente a la mía.
—Dame una oportunidad, por favor. Tú misma acabas de decir que no sabes si quieres algo más. Déjame demostrarte de una vez por todas lo que soy capaz de darte. Eres preciosa, me gustas, me enloquece tu ímpetu al hacer las cosas y quiero que sepas que por ti soy capaz de cualquier cosa.
Necesito mimos y sus palabras son, en ese momento, un bálsamo para mis heridas. No puedo dejar de pensar en mi maldito jefe. Cierro los ojos y la mirada posesiva e intrigante de Joe Zimmerman aparece y, sin saber por qué, beso a Fernando. Lo beso con tal erotismo y necesidad que hasta yo misma me sorprendo.
Sin mediar palabra, Fernando me arrastra hasta el ascensor. Sé lo que quiere. Sé dónde me lleva y yo le dejo. Subimos a su habitación y entramos sin mediar palabra. Durante unos minutos, nos besamos mientras dejo que recorra mi cuerpo con sus manos. Pero me siento una traidora, no puedo evitar pensar en Joe. Cuando siento que me sube la falda vaquera hasta dejarla a la altura de mis caderas suspiro y, sorprendiéndolo, le cojo una mano y le incito a que me toque.
Fernando, excitado por mi efusividad, me tumba en la cama, se pone sobre mí y me restriega su erección aún guardada bajo su vaquero. Es cauteloso. Siempre lo ha sido. Su manera de hacer el amor no tiene nada que ver con la de Joe. Fernando, en el plano sexual, es pausado y delicado. Joe es posesivo y rudo.
Dos hombres distintos para mí, con dos formas diferentes de hacer el amor.
Mi corazón bombea con fuerza. Pienso en Joe y eso me excita. Estoy segura de que si viera lo que hago se excitaría tanto o más que yo. Su juego se ha convertido en el mío. En ese momento, aunque es Fernando quien me toca, es Joe quien me posee.
Saco mi móvil y, con disimulo, hago un par de fotos mientras me besa.
Enloquecido por la entrega que ve en mí, me quita las bragas y veo su sorpresa cuando me ve con las piernas abiertas para él. Sin demora, planta su boca en mi vagina e, instantes después, mi jadeo envuelve la habitación mientras dejo que me coma, que me chupe, que me penetre con sus dedos.
Tengo los ojos cerrados y siento la mirada de Joe. Sus ojos ardientes me reprochan mi actitud, pero al mismo tiempo veo el deseo en su mirada. No quiero abrir los ojos. No quiero ver a Fernando. Sólo quiero seguir con los ojos cerrados y que Joe vuele sobre mí.
De pronto, Fernando para y abro los ojos. Se ha abierto el vaquero y se está poniendo un preservativo.
—¿Estás segura? —me pregunta, al subir de nuevo a la cama.
Contesto que sí con la cabeza. No puedo hablar.
Él sonríe pero no dice nada. Instantes después, con delicadeza, comienza a entrar en mi interior. Un poco… otro poco… otro poco más, pero la impaciencia me puede y soy yo quien va en su busca. Incorporo las caderas y me ensarto en él, deseosa de que descargue toda su potencia sexual en mí. Aquel ataque lo pilla por sorpresa. Lo oigo resoplar, me agarra por las caderas y comienza a bombear su pene una y otra vez dentro y fuera de mí. Me gusta. Sí… sigue… sigue… pero necesito más. Mi vagina se abre pare recibirlo pero aquel pene no es el que yo anhelo. Mis músculos se contraen, a la espera de más profundidad, más posesión, pero Fernando, tras varios envites más, se corre y cae sobre mí.
Cierro los ojos y siento ganas de llorar. Deseo a Joe. Deseo que sea él quien me tome y me haga vibrar. Lo que hacía un mes antes con Fernando o cualquier otro era una maravilla; ahora, tras él, se ha vuelto soso y aburrido. Yo necesito más y sólo Joe sabe dármelo.
Siento la cabeza de Fernando en mi cuello. Lo oigo respirar por el esfuerzo. Cuando se separa de mí me pregunta si todo va bien. Yo le miento y asiento. No quiero herirlo.
Me ayuda a levantarme y voy al baño. Cierro la puerta y me echo agua en la cara, me miro al espejo y susurro al pensar en Joe:
—¿Qué me has hecho, gilipollas?
Una vez me he refrescado, salgo y me encuentro a Fernando sentado en una silla. Nos miramos.
—Me voy.
Su cara se contrae.
—No, _____… no te vayas.
Consciente de que me estoy comportando como una mala persona, como una cabrona, de que soy lo peor de lo peor, me acerco a él y le doy un beso en los labios.
—Por favor, Fernando, continúa con tu vida y déjame a mí continuar con la mía. Nos vemos en Jerez.

Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Cuando cierro la puerta tras de mí cierro los ojos y suspiro. Qué mal me siento. Me encamino hacia el ascensor y, cuando salgo a la calle, llamo a mi amiga Azu. Me dice en qué local están y me encamino hacia allí. Necesito emborracharme y olvidar lo que acabo de hacer. 
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:28 pm

Capitulo treintaiuno
Cuando llego al Amnesia, mis amigos me preguntan por Fernando. Mis señas les indican que no quiero hablar. Respetan mi silencio y no vuelven a preguntar. Mi buen amigo Nacho se acerca a mí y me pide una Coca-Cola.
—Bebe… Te sentará bien.
Una hora después, ya estoy más relajada. Nacho se ha encargado de hacerme sonreír y sólo me ha permitido beber Coca-Cola. Según él, el alcohol no es bueno para las penas. Mientras todos hablamos, me fijo en su brazo. Su tatuaje me llama la atención. Por ello lo agarro y lo acerco a mí.
—¿Éste es nuevo?
—Sí, ¿te gusta?
Asiento.
Siempre me han gustado los tatuajes y los hombres que los llevan.
Algo que, ni por asomo tiene Joe. Su piel es suave e impoluta, algo de lo que carece Nacho, que es tatuador y un ferviente amante de grabar su piel. De pronto, se me ocurre algo.
—Nacho, ¿tú me harías un tatuaje?
Sus almendrados ojos me miran.
—Claro que sí. Cuando tú quieras, _____.
—¿Cuánto me cobrarías?
Nacho sonríe
—Nada, cielo. A ti te lo hago gratis.
—¿En serio?
—Que sí, petarda.
—¿Me lo harías ahora?
Sorprendido, deja su cerveza sobre el mostrador y repite mis palabras:
—¿Ahora?
—Sí.
—Son las cinco de la madrugada.
Sonrío. Pero, dispuesta a conseguir mi propósito, me acerco a él.
—¿No crees que es una hora estupenda para hacerlo?
No hace falta seguir hablando. Nacho me agarra con fuerza de la mano y salimos del bareto. Nos montamos en su moto y me lleva hasta su estudio, su negocio de tatuajes. Al entrar, enciende las luces y yo miro a mi alrededor. Cientos de dibujos colgados por las paredes, el trabajo de Nacho durante todos aquellos años. Tribales, nombres, caricaturas, dragones…
—Bueno, doña Impaciencia. ¿Qué tatuaje quieres que te haga?
Sin moverme, sigo observando las fotos hasta que veo algo y entonces sé lo que deseo tatuarme. Se sorprende cuando se lo digo, pero buscamos en sus plantillas lo que quiero. Decidimos el tamaño. No muy grande, pero que se vea.
Decidido, trabaja en la plantilla. Veinte minutos después, me mira.
—Ya lo tengo, preciosa.
Nerviosa, respondo afirmativamente. Me lo enseña.
Observo su diseño y sonrío. Me invita a sentarme en la camilla donde hace los trabajos.
—¿Dónde quieres que te tatúe?
Durante unos instantes, dudo. Quiero que aquel tatuaje sea algo muy íntimo, que sólo vea quien yo quiera y que siempre… siempre me recuerde a él. A Joe. Al final. Convencida de lo que quiero, me toco justo encima de mi depilado monte de Venus y susurro:
—Aquí, quiero que lo tatúes aquí.
Nacho sonríe. Yo lo hago también.
—Nena, será un tatuaje muy sensual. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —contesto.
Nacho asiente y pregunta, mientras coge una aguja:
—¿Estás segura, _____?
—Sí —afirmo con rotundidad
—Vale preciosa, entonces túmbate.
Mientras hablamos y escuchamos a Bon Jovi, Nacho trabaja sobre mi cuerpo. Los pinchazos de la aguja me duelen, pero no es comparable con el dolor que tengo en mi corazón por culpa de Joe. Sobre las siete de la mañana, Nacho deja la aguja sobre la mesita y me lava con agua.
—Ya está, preciosa.
Me levanto, ansiosa por ver el resultado.
En bragas, me dirijo hacia un espejo y el corazón se me encoge al leer sobre mi pubis: «Pídeme lo que quieras».
Cuando llego a casa, sobre las ocho de la mañana, estoy agotada y algo dolorida por el tatuaje. Pero abro el portátil. Descargo las fotos que hice con mi móvil y decido cuál enviar. Después abro mi correo y escribo.
De: _____ Flores
Fecha: 22 de julio de 2012 08.11
Para: Joe Zimmerman
Asunto: Noche satisfactoria
Para que veas que lo que te prometí lo cumplo y lo disfruto.
Atentamente,
_____ Flores

Adjunto al mensaje una foto en la que se me ve sobre una cama con Fernando besándome. El tatuaje ni lo menciono. No se lo merece. Quiero que se sienta mal. Que vea que sin él mi vida sigue. Tras leer el escueto mensaje cien veces, lo envío. Cierro el portátil y me marcho a dormir.
Monse_Jonas
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:29 pm

Capitulo  treintaitresavo
Con el lunes comienza la semana laboral. No he vuelto a saber nada de Fernando y casi que lo agradezco. Cada vez que pienso lo que hice me avergüenzo. Soy una cabrona con todas las letras. Me aproveché de la debilidad que siente por mí y, en cuanto conseguí lo que quise, lo dejé sin pensar en sus sentimientos.
Miro mi correo mil veces, dos mil, tres mil, pero Joe no contesta. Da la callada por respuesta y eso me enfurece más. Definitivamente no le importo. He sido un rollito más para él y tengo que asumirlo. ¡Soy imbécil!
Mi jefa llega y hoy está especialmente impertinente. Miguel intenta quitármela de encima y lo hace de la mejor forma que sabe. ¡Sexo! Yo me hago la tonta y hago como que no me entero de nada. En el fondo, hoy le agradezco a Miguel que la tenga ocupada.
Los días pasan y mi tatuaje apenas me molesta. He seguido todas las instrucciones que Nacho me dio, y aún lo llevo bajo el plástico que él me puso.
Continúo sin noticias de Joe.
Mi jefa, como siempre, sigue tan simpática. Me llena la mesa de trabajo hasta el último día y yo, como buena pringada, me lío con él. Si hay algo que mi padre me ha enseñado es a no dejar nada a medias nunca.
El jueves salgo con mis amigos a tomar unas cervezas. Nacho está entre ellos y me pregunta por mi tatuaje. Es el único que lo sabe y me niego a que lo sepa nadie más. Quedo con él en pasar el viernes por su estudio para que lo vea.
¡Y por fin es viernes!
En unas horas cojo las vacaciones.
Sigo sin saber nada de Joe y del supuesto viaje a las delegaciones, por lo que lo doy por olvidado. Tras darle mil vueltas a la cabeza, decido no pensar en ello. Algo imposible, pues Joe no me abandona.
Cuando apago mi ordenador y me despido de mis compañeros, casi no me lo creo. Voy a estar casi un mes fuera de aquella oficina, de aquel ambiente, y eso me apetece una barbaridad. Cuando salgo, voy directamente a ver a Nacho. Me ve el tatuaje y me indica que ya me puedo quitar el plástico que lo protege.
Al llegar a casa, tengo un mensaje de mi hermana en el contestador.
Me pide que me quede con mi sobrina dos noches. Tiene planes con Jesús. Incapaz de hacer lo contrario, le digo que sí. Mi hermana está desatada y eso me hace sonreír.
A las nueve de la noche, mi tremenda sobrina llega a casa y se hace dueña de la televisión, mientras mi hermana, entre suspiros y aspavientos, me cuenta sus últimas hazañas sexuales. Cuando se va, mi sobrina me pide que llame a TelePizza y juntas nos comemos una
pizza de jamón de York mientras me hace tragarme los absurdos dibujos de Bob Esponja. ¿Por qué le gustarán?
A las doce, agotada de tanto Bob Esponja, Calamardo y de oír «burguer-cangre-burguer», nos vamos a la cama. Luz se empeña en dormir conmigo y yo accedo, encantada.
El domingo por la mañana, mi hermana aparece más feliz que una perdiz, y tras decirme «¡Ya te contaré!», se marcha con prisas con mi sobrina. Mi cuñado la espera en doble fila en el coche.
Aquella noche, tras un día tirada en el sofá, observo mi maleta. Al día siguiente me voy para Jerez a pasar unos días con mi padre. Me bebo un vaso de agua y me meto en la cama aunque, antes de apagar la luz de la lamparita, miro los labios marcados de Joe en ella. Apago la luz y decido dormir. Lo necesito.
Mi llegada a Jerez, a la casa de mi padre, como siempre es motivo de algarabía en el vecindario. Lola, la jarandera, me abraza; Pepi, la de la bodega, me besuquea. El Bicharón y el Lucena, cuando me ven, dan triples mortales de alegría.
Todos me quieren. Mi padre es un hombre muy apreciado. Tiene el típico taller de coches y motos de toda la vida, «Taller Flores», y es más conocido aquí que el vino fino.
Por la tarde, mientras me estoy dando un bañito en la maravillosa piscina que mi padre ha puesto en la casa, aparece Fernando. Mientras nado hacia el borde, me fijo en sus pantalones blancos y en la camisa de lino naranja que lleva. Está tan guapo como siempre y esos colores a su tono de piel le vienen fenomenal. Sonríe. Eso es buena señal.
—Hola, jerezana.
—¡Holaaaaaaa!
—Ya era hora de que regresaras al hogar, ¡descastá!
Sus palabras y su sonrisa me dan a entender que está bien, que su enfado conmigo está olvidado. Eso me reconforta. Salgo de la piscina con mi biquini de camuflaje y noto cómo recorre con sus ojos todo mi cuerpo. Mi padre, que no ve su mirada, se acerca por detrás.
—Mira quién ha venido a verte, morenita. ¿Quieres una cervecita, Fernando?
—Gracias, Manuel, la tomaré encantado.
Mi padre se va y nos deja solos. Nos miramos y le pregunto entre risas:
—¿Quéeeeeeeeeeee?
—Estás muy guapa.
Encantada por el piropo, murmuro mientras me seco la cara con una toalla:
—Graciasssssssss… tú también lo estás.
Me acerco a él y le doy dos besos. Siento sus manos en mi cintura mojada y al ver que no me suelta, le replico.
—Suéltame o mi padre le irá con el cuento al tuyo y nos organizan la boda en dos días.
—Si ésa es la manera de verte más a menudo, ¡aceptaré!
Me río y él me suelta. Nos sentamos en una de las sillas.
—¿Qué tal todo?
—Bien. ¿Y tú?
Fernando asiente. No quiere profundizar en lo que ocurrió. En ese momento, aparece mi padre con dos cervezas y una Coca-Cola para mí.
Durante un buen rato, los tres charlamos junto a la piscina. A las ocho, Fernando me invita a cenar. Voy a decir que no, que no me apetece, pero mi padre rápidamente acepta por mí. A las nueve, ya arreglada, salgo del chalet de mi padre con Fernando y me monto en su coche.
Me lleva a un restaurante nuevo que han abierto en Jerez y disfrutamos de una cena agradable. Fernando es simpático y con él nunca se acaban los temas de conversación. Cuando salimos de allí nos vamos a una terracita a tomar algo.
—_____ —me dice, cuando menos me lo espero—, si te invito a venirte conmigo unos días al Algarve, ¿aceptarías?
Casi me atraganto. Lo miro y le pregunto:
—¿A qué viene eso ahora?
Fernando se apoya en la mesa y me retira un mechón que me cae en los ojos.
—Ya lo sabes.
Lo miro, desconcertada. ¿Otra vez con lo mismo? Y, antes de que pueda decir nada, se abalanza sobre mí y me da un beso. Su lengua toma mi boca.
—Tu jefe no es recomendable para ti.
¡Stop! ¿Fernando me está hablando de Joe?
—Joe Zimmerman no es el hombre que tú crees —me dice.
—¿De qué estás hablando?
Fernando me acaricia el óvalo de la cara.
—Digamos que se mueve en ambientes que no son sanos para ti.
Sin necesidad de preguntar sobre lo que habla, lo entiendo. Pero la sangre se me espesa al darme cuenta de que Fernando curiosea en mi vida. ¿Por qué últimamente todos me espían? Lo miro a los ojos, malhumorada.
—¿Y tú qué sabes de mi jefe y de sus ambientes?
—_____, soy policía y para mí es muy fácil conocer ciertas cosas. Joe Zimmerman es un rico empresario alemán al que le gustan mucho las mujeres. Se mueve en un ambiente muy selecto y me consta que le gusta compartir algo más que amistad.
Saber que Fernando conoce ciertas cosas de Joe me incomoda, me inquieta.
—Mira, no sé de qué hablas, ni me importa —le replico, incapaz de callarme—. Pero lo que no entiendo es qué haces tú hablándome de mi jefe y de lo que hace en su vida privada.
—_____, tu jefe no me importa, pero tú sí —aclara mirándome—. Y no quiero que tomes una decisión equivocada. Sé quién eres, me gustas y no quiero que nadie pueda jorobar lo nuestro.
—¿Lo nuestro? ¿Y qué es lo nuestro?
—Lo nuestro es lo que tú y yo tenemos. Nos gustamos desde hace años y…
—Diosssssssss… Diosssssssssss… —murmuro horrorizada.
—_____ ese hombre no…
—¡Se acabó! No quiero oírte hablar de mi jefe, ni de mi vida privada, ¿entendido?
Fernando dice que sí con la cabeza y nos envuelve un silencio incómodo.
—Llévame a casa o me iré sola, ¡elige! —le digo, levantándome.
Se levanta, apura su copa y se saca las llaves del coche del bolsillo.
—Vamos.
Nos montamos en su coche. Conduce y ninguno de los dos hablamos. Cuando llegamos a la puerta de la casa de mi padre, para el motor me mira y susurra:
—_____, piensa en lo que te he dicho.

Y acercándose a mí, me besa. Me toma los labios con dulzura y yo en un principio le respondo, pero, cuando Joe aparece en mi cabeza, me aparto. Abro la puerta del coche, me bajo y camino hacia la casa de mi padre, maldiciendo.
Monse_Jonas
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Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN - Página 8 Empty Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN

Mensaje por Monse_Jonas Vie 04 Abr 2014, 11:30 pm

Chicas, espero y les guste el maratón xD
Gracias por sus comentarios
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Mensaje por aranzhitha Sáb 05 Abr 2014, 7:54 am

Ahhh Joe porque te alejaste!!
Se fue por miedo! Esta sintiendo cosas por la rayiz!!
Me encanto el tatuaje que se hizo!
Síguela! Quiero más!!
aranzhitha
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Mensaje por aranzhitha Sáb 05 Abr 2014, 10:27 am

Síguela!
aranzhitha
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Mensaje por chelis Sáb 05 Abr 2014, 2:50 pm

Joe no esta enfermo????.... Aaaahhhh es tan misterioso!!!!... Pero creo que si esta enfermo y por eso vive así!!!!!..... Aaaaaaaahhh sigueeeeeeee prontoooo!!!
chelis
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http://www.twitter.com/chelis960

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