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créditos.
Skin hecho por Hardrock de Captain Knows Best. Personalización del skin por Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
Gráficos por y codes hechos por Kaffei e Insxne.
The Lonely Hearts Club.
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Página 2 de 7. • 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
Re: The Lonely Hearts Club.
Hola, yo de nuevo.hypatia. escribió:Keniia Joanna escribió:Hola<3
Me a encantado todo lo que han escrito, de verdad.
Pero me gustaría saber mas a fondo donde de que trata, si alguien pudiese explicarme con detalle, lo agradecería de corazón <3
Hola Me alegra mucho que te haya gustado, te doy las gracias de parte de todas
La historia central de la novela colectiva es el Club de los Corazones Solitarios, como se dice el prólogo la creadora del club y su mejor amiga, deciden reabrir el club para otras chicas. Al club acudirán adolescentes que han pasado recientemente o hace ya un tiempo por una situación amorosa de la que no han salido bien paradas. Entonces se cansan y se unen al club, que tiene como norma no salir con chicos mientras estén en él. Se reunirán todos los sábados en The Cavern y bueno, ahí empieza la historia, realizarán actividades juntas como ir a los bailes del instituto, salir de comprar, organizarán eventos benéficos, etc. Y después entran en escena los chicos que complicarán las cosas (como siempre xd). Espero que mi explicación te haya aclarado un poco las cosas, porque soy un asco explicando
Me encanta la temática, recibí un título en corazones rotos, jaja.
¿ Podría unirme? Me gustaría colaborar.
No es por hecharme flores, pero he vivido muchas relacionadas y sería útil que sirvan para algo productivo<3
mishel
Re: The Lonely Hearts Club.
Lo siento, ya es tarde para inscribirse en la nc y no necesitamos más escritoras de momento, pero muchas gracias por el interésKeniia Joanna escribió:Hola, yo de nuevo.
Me encanta la temática, recibí un título en corazones rotos, jaja.
¿ Podría unirme? Me gustaría colaborar.
No es por hecharme flores, pero he vivido muchas relacionadas y sería útil que sirvan para algo productivo<3
indigo.
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Re: The Lonely Hearts Club.
KATEEEE
Me encantó el comienzo. ME MATÓ Es que, las comparaciones y afkajdkakdak la forma en que Penny narró la forma en que la vida lentamente le apagó la motivación Como que al principio de todo era un tipo de Bob Esponja con esperanza en todo lo bueno del mundo; que después terminó siendo como Calamardo en vez de volverse un Bob Esponja con una barrera protectora
Taylor Swift, haciendo discos para ayudar contra la ruptura desde siempre
Eleanor es una buena amiga Le lleva comida y todo, es un amor Además de que, me da la impresión que es más mano dura que Penny, y ella necesita alguien así por como veo su historial de corazones rotos xd
Amén hermana, es la maldición de Netflix y de tener series que quieres ver bloqueadas en tu país
Al menos, Penny sabe que estará bien. Aunque ahora dure días sin peinarse y escuchando música depresiva para sentirse peor de lo que ya se siente, en un futuro (no tan lejano), se va a sentir mejor y le echará mierda en polvo al estúpido de su ex
Me da curiosidad ahora el libro, así que lo voy a leer y así me doy una mejor idea de todo Pero el hecho de que Penny y Eleanor hayan tenido el valor y la convicción de forma un club así es genial. Me dan ganas de que hagan uno por acá donde vivo, como que se necesita (?)
Assfkshfkakd y así sin más, empezaron a retomar todo sobre el club y cómo lo harían para las adolescentes de la generación del "ahora". Ayyyy, eso me emociona
Me imagino el lugar y las fotos y la nostalgia que les debe haber dado a las chicas al ir otra vez allá, con el propósito de revivir el Club. Es genial
Eleanor tiene las ideas correctas, ya tienen una excusa para emborracharse
No ha habido otra verdad más verdadera que esa (?) Los hombres siempre serán gilipollas se pueden sacar unos poquísimos que no, pero aquí lo que vale es la estadística. Ayyy, ¡ya empezamos! Me encantó el prólogo y me encanta que retomemos la NC, voy a leerme el libro como dije y quiero ver como las chicas se hacen con el club ya Espero tu capítulo con ansias Kateeeeee
Cuando era adolescente solía volcar todas mis esperanzas en el futuro. Se trataba de una necesidad casi patológica, necesitaba creer que todo iría mejor. Que el instituto era una especie de purgatorio por el que todo adolescente debía pasar antes de alcanzar el Nirvana.
¿Adivináis qué? Me equivocaba. Dicen que la delgada línea que separa la valentía de la imprudencia se llama esperanza. Creo que también hay una línea, no sé si de esperanza o algo más, que nos separa a los estúpidos de los realistas. El futuro no es mejor. Solo es el presente que nos aguarda más adelante, a veces incluso peor que el que vivimos ahora.
Me encantó el comienzo. ME MATÓ Es que, las comparaciones y afkajdkakdak la forma en que Penny narró la forma en que la vida lentamente le apagó la motivación Como que al principio de todo era un tipo de Bob Esponja con esperanza en todo lo bueno del mundo; que después terminó siendo como Calamardo en vez de volverse un Bob Esponja con una barrera protectora
Han sido necesarios todos los discos de Taylor Swift, dos tarrinas de chocolate más grandes que mi sofá y una caja de pañuelos para plantarme.
Taylor Swift, haciendo discos para ayudar contra la ruptura desde siempre
—¿Son ravioli? —pregunto emocional, a punto de llorar.
—Estás hecha un asco. —Me estrella la bolsa contra el pecho y se abre paso por mi apartamento hasta el sofá. Tomo su ataque verbal como un «sí».
Eleanor es una buena amiga Le lleva comida y todo, es un amor Además de que, me da la impresión que es más mano dura que Penny, y ella necesita alguien así por como veo su historial de corazones rotos xd
Eleanor se dedica a hacer zapping en Netflix, es todo cuanto hace siempre: probar una serie tras otra sin llegar a ver ninguna.
Amén hermana, es la maldición de Netflix y de tener series que quieres ver bloqueadas en tu país
—Al menos he dejado de llorar. Pero estaré bien —aseguro. La experiencia de rupturas te da la certeza de que por muy mal que lo pases, llega el momento en el que ya no duele. Por otro lado, mi relación con Diego solo había durado dos meses.
—Hasta que llegue el próximo… —deja caer Ele, con reproches ocultos.
Me aparto de su cobijo para poder trabar nuestros ojos.
—No habrá próximo, relego a los hombres de mi vida —confieso, tratando de verter credibilidad en mis palabras. Mi mejor amiga es difícil de convencer.
Pero sus ojos marrones no me miran escépticos. Sino todo lo contrario, parece que todo en mí denota que digo la verdad, que no es cosa del momento.
—¿De vuelta al club, eh? —bromea.
Al menos, Penny sabe que estará bien. Aunque ahora dure días sin peinarse y escuchando música depresiva para sentirse peor de lo que ya se siente, en un futuro (no tan lejano), se va a sentir mejor y le echará mierda en polvo al estúpido de su ex
Hace ya diez años que terminó, la mayoría de las chicas se han casado y viven fuera de la ciudad. En realidad, los únicos corazones que permanecen solitarios son el mío y el de Eleanor. Pero, quizá…
—¡Eso es! —aúllo agarrando a Eleanor por el antebrazo, aprieto tanto que su piel tostada emblanquece—. ¡Retomemos el club!
Me da curiosidad ahora el libro, así que lo voy a leer y así me doy una mejor idea de todo Pero el hecho de que Penny y Eleanor hayan tenido el valor y la convicción de forma un club así es genial. Me dan ganas de que hagan uno por acá donde vivo, como que se necesita (?)
Assfkshfkakd y así sin más, empezaron a retomar todo sobre el club y cómo lo harían para las adolescentes de la generación del "ahora". Ayyyy, eso me emociona
Un muro de piedra de medio metro de alto por dos de largo nos separa de la pista de baile. Incluso siguen estando las fotos de club colgadas del muro de piedra, entre las ventanas que ofrecen una vista nocturna maravillosa de Central Park. Nuestras yoes adolescentes nos observan con sonrisas plenas y extasiadas, felices.
—Bueno, al menos tenemos excusa para emborracharnos —comenta Eleanor, bebiendo de su segunda cerveza.
Me imagino el lugar y las fotos y la nostalgia que les debe haber dado a las chicas al ir otra vez allá, con el propósito de revivir el Club. Es genial
Eleanor tiene las ideas correctas, ya tienen una excusa para emborracharse
Sonrío a la comitiva, aliviada y emocionada. Mis entrañas me dicen que este será el comienzo de una gran aventura. Por supuesto que las adolescentes de hoy en día siguen necesitando este club, porque los adolescentes de hoy en día siguen siendo igual de gilipollas.
—Bienvenidas —anuncia Eleanor.
No ha habido otra verdad más verdadera que esa (?) Los hombres siempre serán gilipollas se pueden sacar unos poquísimos que no, pero aquí lo que vale es la estadística. Ayyy, ¡ya empezamos! Me encantó el prólogo y me encanta que retomemos la NC, voy a leerme el libro como dije y quiero ver como las chicas se hacen con el club ya Espero tu capítulo con ansias Kateeeeee
hange.
Re: The Lonely Hearts Club.
Muchas gracias Ems Me mataste con esto " Como que al principio de todo era un tipo de Bob Esponja con esperanza en todo lo bueno del mundo; que después terminó siendo como Calamardo en vez de volverse un Bob Esponja con una barrera protectora" Resumiste muy bien la vida de Penny xd. Y OMG TIENES QUE LEER LOS LIBROS Y HABLARME POR WASAP PARA PODER REVIVIR MIS FEELS CON ALGUIEN
indigo.
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Re: The Lonely Hearts Club.
JAJAJAAJAJAJ las referencias de Bob Esponja son vida pERO CLARO, sabes que siempre te voy a bombardear con todos mis feels cuando leo solo deja que salga de parciales (?
hange.
Re: The Lonely Hearts Club.
Ya estoy escribiendo el capítulo, en cuanto lo tenga lo subo Perdón por la tardanza, pero debía subir antes en otra nc
indigo.
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Re: The Lonely Hearts Club.
Perdón, Kate! Leí el prologo pero no comente :( proximamente prometo dejar un comentario como debe ser, pero sin mas adore a Penny y ni hablar de Eleanor, ella me recuerda a una de mis mejores amigas
Espero el cap !!
Espero el cap !!
Jaeger.
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Re: The Lonely Hearts Club.
No te preocupes, Kande
Sólo me paso para decir que estoy escribiendo, el capítulo será largo así que por eso voy lenta, pero espero subir en estas semanas
Sólo me paso para decir que estoy escribiendo, el capítulo será largo así que por eso voy lenta, pero espero subir en estas semanas
indigo.
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Re: The Lonely Hearts Club.
- feed the fire (leer, por favor):
- Holaaaa Finalmente subo el capítulo, pido perdón por tardar pero no he tenido tanto tiempo para escribir xd. Es posible que a medida que vayáis leyendo haya más incoherencias, pero estaba cansada de editarlo y en las últimas partes no me fijé mucho.
Por otro lado, el lapso de tiempo para narrar en esta primera ronda son las dos primeras semanas de septiembre. Podéis narrar más atrás en el tiempo, pero no avancéis más allá de ese lapso, por favor
Sigue Kande
CAPÍTULO 01.
PERSONAJES: Grey, Lola, Ava & Olivia || ESCRITO POR: gxnesis.
Grey abrió la ventana cuando la tercera piedra impactó contra el cristal. Había tratado de ignorarlo, pero no quería tener que darles explicaciones a sus padres de porqué el cristal había estallado en pedazos.
Al asomarse lo vio, al pie de las escaleras. Como tantas otras veces antes, cuando de noche se escabullía hasta allí y pasaban horas hablando a susurros para no despertar a sus padres. Guapo, alto y con una sonrisa encantadora. Cody Miller. No le había visto en todo el verano, ni siquiera en fotos. Le fastidió comprobar que tenía buen aspecto.
—Oh, capullo, porque eres tú, capullo…
Cody tensó los hombros bajo la chaqueta vaquera. No se atrevió a terciar palabra, sin embargo. Grey mantuvo la mirada como una campeona, sin expresión alguna en el rostro. Tampoco experimentó emociones contradictorias. Atrás habían quedado los meses en los que la simple mención de Cody podía provocar que pasase horas llorando.
En ese momento, su ex novio sólo le producía rechazo.
—¿Qué quieres? —dijo a continuación, al ver que Cody no se decidía a pronunciarse.
—Yo, verás, es que… —tartamudeó él, atusándose el pelo rubio. Grey rodó los ojos.
—Habla de una vez, antes de que te tire la maceta a la cabeza.
Yellow ladró a su lado, apoyando la propuesta. A su perro nunca le había gustado Cody, cada vez que iba a casa le gruñía y se marchaba a otra parte hasta que Cody se iba. Grey debió hacer caso al animal.
Cody cuadró los hombros en un acto de entereza. Aunque Grey vio que sus ojos marrones brillaban de nerviosismo y que la frente arrugada le brillaba con esquirlas de sudor. Ya no le pareció tan atractivo como unos segundos atrás.
—Quería saber si puedo recuperar el collar que te regalé… —anunció por fin.
La mano de Grey se acercó hacia la maceta en un autoreflejo. Cerró el puño a escasos centímetros. La sangre le hervía bajo la piel, amenazante. ¡Qué morro tenía! No tuvo suficiente con romperle el corazón que encima tenía la poca vergüenza de reclamar el collar.
—Das pena —escupió hacia él—. ¿No puedes comprarle a tu novio uno nuevo?
—¿Me lo devuelves o no?
Sin responder, se introdujo dentro de la habitación. Una rabia amarga la azotó. Podría tirar la cama por la ventana en ese momento si se lo propusiera. Qué equivocada había estado con Cody. No podía haber sido más estúpida, ni estar más ciega. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta que a su príncipe azul, le iban los príncipes y no las princesas? Tonta, tonta y nada más que tonta.
Caminó hasta la cama con pasos decididos, bajo esta había una caja de zapatos con todas aquellas gilipolleces que le había dado Cody. Allí estaba el collar, una pieza sencilla de plata de la que colgaba un corazón. Además de este, había todo tipo de sentimentalismos. Entradas de cine, el envoltorio de una piruleta, pulseras, incluso una camiseta.
Cargó la caja bajo el brazo de vuelta a la ventana. Cody aguardaba impaciente, mirando hacia la puerta de entrada. Era probable que temiese que su padre saliera en cualquier momento de casa o, peor aún, Bastian. Todavía recordaba cómo lo habían echado aquel día del bar tras encontrarlo con Emmett.
Grey silbó para llamar su atención, depositando la caja sobre la repisa. Cody extendió las manos para agarrar el collar. Estaba dispuesta a entregarlo sin más, así se desharía de una vez por todas de cualquier cosa relacionada con Cody. Pero también quería hacérselo pagar de alguna forma. Había gastado dos años de su vida y le había otorgado inconmensurables primeras veces a un chico que sólo vio en ella una tapadera.
Cerró el puño en torno al colgante y como si de una profesional del béisbol se tratase lo lanzó con todas sus fuerzas hacia la calle. Grey vio un destello que caía en la acera de enfrente, al lado de un excremento de perro.
—Pero… ¿qué haces? —reprochó Cody, estupefacto.
Las piernas le temblaban y su respiración era dificultosa.
—¡Ahí tienes el collar, métetelo por el culo! —chilló. Justo en ese momento, varias personas que circulaban por la acera miraron la escena con disimulo—. De hecho, métete todo por el culo. ¡Que ya sabemos que se te da de maravilla! —añadió con dientes chirriantes. Volcó el contenido de la caja, junto con esta, sobre la cabeza de Cody.
Trató de cubrirse la cabeza con los brazos, pero varias pulseras le impactaron en la nariz. Se había puesto rojo como la sangre. Las personas que antes observaron con disimulo, ahora estaban detenidas sin tapujo alguno.
Grey se dedicó una sonrisa triunfal. A continuación se introdujo en la habitación cerrando la ventana a su espalda.
Yellow daba vueltas y babeaba de excitación a su lado.
—La próxima vez que me interese por un chico, te doy permiso para que me muerdas. —Yellow asintió, con la lengua colgando de lado.
Yellow era un akita inu de dos años de edad. Había sido el regalo de cumpleaños de su hermano Bastian. No supo lo que era amor a primera vista hasta que vio a Yellow por primera vez.
El reloj de la pared anunció que faltaban poco más de quince minutos para marcharse a clase si no quería llegar tarde. Las carreteras debían de estar colapsadas, y por pequeña que fuese su Vespa, pasaría horas atascada entre el tráfico.
El curso daba comienzo aquel día. Grey solía acogerlo con emoción. Pasaba semanas escogiendo la ropa perfecta, atormentando a Annie con sus expectativas de aquel año e incluso, confeccionaba una lista con los nombres de los chicos que le gustaban y eran potenciales candidatos como pareja para los bailes. Pero eso había sido antes de Cody. Y, ahora, después de él, pasar ocho meses con los de su calaña no resultaba ni de lejos tan emocionante como en años anteriores.
Grey podía ver lo que eran en realidad; estafadores de sonrisas encandiladoras que en cuanto conseguía lo que querían se deshacían de ti. No servían para nada. Una completa pérdida de tiempo. Un grano molesto y horripilante.
Recogió unos vaqueros que encontró a los pies de la cama, agarró una camiseta blanca con agujeros artificiales en el hombro y sus zapatos Martens negros. Completó su vestimenta con una de sus chaquetas de cuero, en esa ocasión de color granate. Con su indómita melena no podía hacer nada, así que la atusó un poco.
Mientras luchaba por meter el pie en uno de los zapatos, el móvil vibró sobre la mesa. Había un mensaje de Annie, su mejor amiga: «Jakob me acosa. ¡Ven!». Grey se rió, podía visualizar la cara de saturación que presentaba Annie en aquellos momentos. Recopiló el resto de sus cosas y abrazó a Yellow para despedirse.
Descendió las escaleras saltando. Grey se sentía liviana, como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Y, así era; había decidido que no quería saber nada más de los chicos. No a menos que fuesen los protagonistas de sus libros y series, que no podían romperla el corazón ni engañarla con príncipes.
Grey no llegó a tiempo para salvar a Annie de Jakob, de hecho, tuvo que correr para llegar a tiempo a su primera clase. Los pasillos se habían vaciado casi en su totalidad para entonces. Alcanzó el aula de Biología con el corazón a punto de escapársele por la garganta. Como no había tenido tiempo para dejar el casco, ni la mochila en la taquilla, maniobró con ambos para abrir la puerta. Sus compañeros exultaban júbilo, gritaban, hablaban a voces retransmitiendo sus veranos… Localizó a Annie en la segunda fila, justo al lado de la ventana. Jakob se sentaba junto a ella.
—¿Qué ha sido esta vez, un ataque zombi? —preguntó su mejor amiga cuando Grey alcanzó la mesa.
—O sencillamente se ha quedado dormida —convino Jakob, con la mano apoyada bajo la barbilla, mirándola con sarcasmo.
Grey le dio una leve patada en la espinilla al muchacho.
—Romeo, eso ha pasado —explicó a Annie.
—¿Qué quería? —preguntó Annie, sorprendida—. Tenías que haberme llamado, se iba a enterar de lo que hacemos los Capuleto con los invasores.
Grey estaba a punto de comenzar a relatarles lo ocurrido, cuando por el rabillo del ojo vio a su amiga Maxine Stone, en la esquina opuesta del aula. Había dado por hecho que no había llegado, porque normalmente se sentaba con ellos en las clases en las que coincidían todos. Supo que algo no marchaba como debería de inmediato. Maxine era vitalidad y energía en estado puro, pero se mostraba apagada, con los brazos cruzados sobre la mesa y la cara escondida entre ellos.
Grey levitó la mirada por el resto de la clase hasta que encontró a Blake, sentado en la última mesa de la fila en la que estaba ella. Cruzó la mirada con ella un segundo antes de evitarla. Maxine y Blake separados; sí, algo iba mal.
—Os lo cuento cuando termine la clase —les dijo a sus mejores amigos, apuntando con la barbilla hacia donde estaba Max. Hicieron un gesto de asentimiento acompañado por una sonrisa.
—Volvemos a quedarnos solos… —Jakob se inclinó hacia la chica realizando una perfecta caída de ojos. Grey le dio una colleja en sus rizos rubios. Era su mejor amigo, pero seguía siendo un chico. No le gustaba un pelo que acechara a Annie—. ¡No me pegues!
Grey le sacó la lengua antes de sortear mesas hasta la que se encontraba al lado de Maxine. Depositó sus pertenencias y se sentó sobre el tablero, orientada hacia ella. Que no se percató de su presencia hasta que habló:
—Max.
La muchacha se incorporó con desconcierto, emergiendo de sus pensamientos más profundos. Grey se fijó en que sus ojos negros portaban ojeras en las comisuras y que el pelo corto presentaba un aspecto desaliñado.
—Grey, hola —murmuró con desánimo, mirándose las uñas.
No la había visto ni hablado con ella desde el sábado, en la fiesta de cumpleaños de Van. No se había quedado mucho allí y era poco lo que recordaba de aquella noche. Había jugado al ridículo juego de la ambulancia con un grupo de personas que ni siquiera conocía. Así que había acabado borracha como una cuba. Pero sí recordaba la última vez que vio a Maxine. Desde luego, mucho más alegre que en aquel momento.
Grey la había animado a que le confesara sus sentimientos a Blake. Puede que ella ya no diese un duro por los chicos, pero había guardado la esperanza de que a Maxine las cosas le salieran bien. Como después de aquello no la había visto, ni tampoco a Blake, dio por supuesto que las cosas habían ido bien.
Ahora veía que estaba equivocada…
—¿Estás bien? —Sabía que la pregunta era absurda, pero Grey Longaster era la reina de lo absurdo.
Max se encogió de hombros. Sus ojos negros se iluminaron como dos ónices relucientes, a causa de las incipientes lágrimas. Parpadeó con insistencia para deshacerse de ellas. Apretó los puños, suspiró hondo. Grey conocía la sensación, esa lucha contra el declive, con el orgullo aflorando; «sí, estoy bien jodida, pero no pienso llorar». A ella le había tomado todo el verano comprender que los sentimientos no eran eternos. Llegan y se van, sólo hay que dejar que pasen. Deseaba que su amiga se diese cuenta pronto. No le gustaba verla tan vulnerable como en aquel momento.
—No lo sé —respondió por fin, lanzando una mirada de soslayo al epicentro de sus problemas.
Grey se incorporó de la mesa y la rodeó por los hombros, apoyando la barbilla en la corinilla de Max.
—No te preocupes, encontraremos la forma de exterminarlos —aseguró.
Su determinación de expulsar a los chicos de su vida no hacía más que crecer y crecer…
Al asomarse lo vio, al pie de las escaleras. Como tantas otras veces antes, cuando de noche se escabullía hasta allí y pasaban horas hablando a susurros para no despertar a sus padres. Guapo, alto y con una sonrisa encantadora. Cody Miller. No le había visto en todo el verano, ni siquiera en fotos. Le fastidió comprobar que tenía buen aspecto.
—Oh, capullo, porque eres tú, capullo…
Cody tensó los hombros bajo la chaqueta vaquera. No se atrevió a terciar palabra, sin embargo. Grey mantuvo la mirada como una campeona, sin expresión alguna en el rostro. Tampoco experimentó emociones contradictorias. Atrás habían quedado los meses en los que la simple mención de Cody podía provocar que pasase horas llorando.
En ese momento, su ex novio sólo le producía rechazo.
—¿Qué quieres? —dijo a continuación, al ver que Cody no se decidía a pronunciarse.
—Yo, verás, es que… —tartamudeó él, atusándose el pelo rubio. Grey rodó los ojos.
—Habla de una vez, antes de que te tire la maceta a la cabeza.
Yellow ladró a su lado, apoyando la propuesta. A su perro nunca le había gustado Cody, cada vez que iba a casa le gruñía y se marchaba a otra parte hasta que Cody se iba. Grey debió hacer caso al animal.
Cody cuadró los hombros en un acto de entereza. Aunque Grey vio que sus ojos marrones brillaban de nerviosismo y que la frente arrugada le brillaba con esquirlas de sudor. Ya no le pareció tan atractivo como unos segundos atrás.
—Quería saber si puedo recuperar el collar que te regalé… —anunció por fin.
La mano de Grey se acercó hacia la maceta en un autoreflejo. Cerró el puño a escasos centímetros. La sangre le hervía bajo la piel, amenazante. ¡Qué morro tenía! No tuvo suficiente con romperle el corazón que encima tenía la poca vergüenza de reclamar el collar.
—Das pena —escupió hacia él—. ¿No puedes comprarle a tu novio uno nuevo?
—¿Me lo devuelves o no?
Sin responder, se introdujo dentro de la habitación. Una rabia amarga la azotó. Podría tirar la cama por la ventana en ese momento si se lo propusiera. Qué equivocada había estado con Cody. No podía haber sido más estúpida, ni estar más ciega. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta que a su príncipe azul, le iban los príncipes y no las princesas? Tonta, tonta y nada más que tonta.
Caminó hasta la cama con pasos decididos, bajo esta había una caja de zapatos con todas aquellas gilipolleces que le había dado Cody. Allí estaba el collar, una pieza sencilla de plata de la que colgaba un corazón. Además de este, había todo tipo de sentimentalismos. Entradas de cine, el envoltorio de una piruleta, pulseras, incluso una camiseta.
Cargó la caja bajo el brazo de vuelta a la ventana. Cody aguardaba impaciente, mirando hacia la puerta de entrada. Era probable que temiese que su padre saliera en cualquier momento de casa o, peor aún, Bastian. Todavía recordaba cómo lo habían echado aquel día del bar tras encontrarlo con Emmett.
Grey silbó para llamar su atención, depositando la caja sobre la repisa. Cody extendió las manos para agarrar el collar. Estaba dispuesta a entregarlo sin más, así se desharía de una vez por todas de cualquier cosa relacionada con Cody. Pero también quería hacérselo pagar de alguna forma. Había gastado dos años de su vida y le había otorgado inconmensurables primeras veces a un chico que sólo vio en ella una tapadera.
Cerró el puño en torno al colgante y como si de una profesional del béisbol se tratase lo lanzó con todas sus fuerzas hacia la calle. Grey vio un destello que caía en la acera de enfrente, al lado de un excremento de perro.
—Pero… ¿qué haces? —reprochó Cody, estupefacto.
Las piernas le temblaban y su respiración era dificultosa.
—¡Ahí tienes el collar, métetelo por el culo! —chilló. Justo en ese momento, varias personas que circulaban por la acera miraron la escena con disimulo—. De hecho, métete todo por el culo. ¡Que ya sabemos que se te da de maravilla! —añadió con dientes chirriantes. Volcó el contenido de la caja, junto con esta, sobre la cabeza de Cody.
Trató de cubrirse la cabeza con los brazos, pero varias pulseras le impactaron en la nariz. Se había puesto rojo como la sangre. Las personas que antes observaron con disimulo, ahora estaban detenidas sin tapujo alguno.
Grey se dedicó una sonrisa triunfal. A continuación se introdujo en la habitación cerrando la ventana a su espalda.
Yellow daba vueltas y babeaba de excitación a su lado.
—La próxima vez que me interese por un chico, te doy permiso para que me muerdas. —Yellow asintió, con la lengua colgando de lado.
Yellow era un akita inu de dos años de edad. Había sido el regalo de cumpleaños de su hermano Bastian. No supo lo que era amor a primera vista hasta que vio a Yellow por primera vez.
El reloj de la pared anunció que faltaban poco más de quince minutos para marcharse a clase si no quería llegar tarde. Las carreteras debían de estar colapsadas, y por pequeña que fuese su Vespa, pasaría horas atascada entre el tráfico.
El curso daba comienzo aquel día. Grey solía acogerlo con emoción. Pasaba semanas escogiendo la ropa perfecta, atormentando a Annie con sus expectativas de aquel año e incluso, confeccionaba una lista con los nombres de los chicos que le gustaban y eran potenciales candidatos como pareja para los bailes. Pero eso había sido antes de Cody. Y, ahora, después de él, pasar ocho meses con los de su calaña no resultaba ni de lejos tan emocionante como en años anteriores.
Grey podía ver lo que eran en realidad; estafadores de sonrisas encandiladoras que en cuanto conseguía lo que querían se deshacían de ti. No servían para nada. Una completa pérdida de tiempo. Un grano molesto y horripilante.
Recogió unos vaqueros que encontró a los pies de la cama, agarró una camiseta blanca con agujeros artificiales en el hombro y sus zapatos Martens negros. Completó su vestimenta con una de sus chaquetas de cuero, en esa ocasión de color granate. Con su indómita melena no podía hacer nada, así que la atusó un poco.
Mientras luchaba por meter el pie en uno de los zapatos, el móvil vibró sobre la mesa. Había un mensaje de Annie, su mejor amiga: «Jakob me acosa. ¡Ven!». Grey se rió, podía visualizar la cara de saturación que presentaba Annie en aquellos momentos. Recopiló el resto de sus cosas y abrazó a Yellow para despedirse.
Descendió las escaleras saltando. Grey se sentía liviana, como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Y, así era; había decidido que no quería saber nada más de los chicos. No a menos que fuesen los protagonistas de sus libros y series, que no podían romperla el corazón ni engañarla con príncipes.
Grey no llegó a tiempo para salvar a Annie de Jakob, de hecho, tuvo que correr para llegar a tiempo a su primera clase. Los pasillos se habían vaciado casi en su totalidad para entonces. Alcanzó el aula de Biología con el corazón a punto de escapársele por la garganta. Como no había tenido tiempo para dejar el casco, ni la mochila en la taquilla, maniobró con ambos para abrir la puerta. Sus compañeros exultaban júbilo, gritaban, hablaban a voces retransmitiendo sus veranos… Localizó a Annie en la segunda fila, justo al lado de la ventana. Jakob se sentaba junto a ella.
—¿Qué ha sido esta vez, un ataque zombi? —preguntó su mejor amiga cuando Grey alcanzó la mesa.
—O sencillamente se ha quedado dormida —convino Jakob, con la mano apoyada bajo la barbilla, mirándola con sarcasmo.
Grey le dio una leve patada en la espinilla al muchacho.
—Romeo, eso ha pasado —explicó a Annie.
—¿Qué quería? —preguntó Annie, sorprendida—. Tenías que haberme llamado, se iba a enterar de lo que hacemos los Capuleto con los invasores.
Grey estaba a punto de comenzar a relatarles lo ocurrido, cuando por el rabillo del ojo vio a su amiga Maxine Stone, en la esquina opuesta del aula. Había dado por hecho que no había llegado, porque normalmente se sentaba con ellos en las clases en las que coincidían todos. Supo que algo no marchaba como debería de inmediato. Maxine era vitalidad y energía en estado puro, pero se mostraba apagada, con los brazos cruzados sobre la mesa y la cara escondida entre ellos.
Grey levitó la mirada por el resto de la clase hasta que encontró a Blake, sentado en la última mesa de la fila en la que estaba ella. Cruzó la mirada con ella un segundo antes de evitarla. Maxine y Blake separados; sí, algo iba mal.
—Os lo cuento cuando termine la clase —les dijo a sus mejores amigos, apuntando con la barbilla hacia donde estaba Max. Hicieron un gesto de asentimiento acompañado por una sonrisa.
—Volvemos a quedarnos solos… —Jakob se inclinó hacia la chica realizando una perfecta caída de ojos. Grey le dio una colleja en sus rizos rubios. Era su mejor amigo, pero seguía siendo un chico. No le gustaba un pelo que acechara a Annie—. ¡No me pegues!
Grey le sacó la lengua antes de sortear mesas hasta la que se encontraba al lado de Maxine. Depositó sus pertenencias y se sentó sobre el tablero, orientada hacia ella. Que no se percató de su presencia hasta que habló:
—Max.
La muchacha se incorporó con desconcierto, emergiendo de sus pensamientos más profundos. Grey se fijó en que sus ojos negros portaban ojeras en las comisuras y que el pelo corto presentaba un aspecto desaliñado.
—Grey, hola —murmuró con desánimo, mirándose las uñas.
No la había visto ni hablado con ella desde el sábado, en la fiesta de cumpleaños de Van. No se había quedado mucho allí y era poco lo que recordaba de aquella noche. Había jugado al ridículo juego de la ambulancia con un grupo de personas que ni siquiera conocía. Así que había acabado borracha como una cuba. Pero sí recordaba la última vez que vio a Maxine. Desde luego, mucho más alegre que en aquel momento.
Grey la había animado a que le confesara sus sentimientos a Blake. Puede que ella ya no diese un duro por los chicos, pero había guardado la esperanza de que a Maxine las cosas le salieran bien. Como después de aquello no la había visto, ni tampoco a Blake, dio por supuesto que las cosas habían ido bien.
Ahora veía que estaba equivocada…
—¿Estás bien? —Sabía que la pregunta era absurda, pero Grey Longaster era la reina de lo absurdo.
Max se encogió de hombros. Sus ojos negros se iluminaron como dos ónices relucientes, a causa de las incipientes lágrimas. Parpadeó con insistencia para deshacerse de ellas. Apretó los puños, suspiró hondo. Grey conocía la sensación, esa lucha contra el declive, con el orgullo aflorando; «sí, estoy bien jodida, pero no pienso llorar». A ella le había tomado todo el verano comprender que los sentimientos no eran eternos. Llegan y se van, sólo hay que dejar que pasen. Deseaba que su amiga se diese cuenta pronto. No le gustaba verla tan vulnerable como en aquel momento.
—No lo sé —respondió por fin, lanzando una mirada de soslayo al epicentro de sus problemas.
Grey se incorporó de la mesa y la rodeó por los hombros, apoyando la barbilla en la corinilla de Max.
—No te preocupes, encontraremos la forma de exterminarlos —aseguró.
Su determinación de expulsar a los chicos de su vida no hacía más que crecer y crecer…
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No sabía por qué seguía yendo. Estaba claro que no la necesitaban. Desde que Elia salía con su padre, la situación económica de los Baker se había estabilizado. Así que Kyle no le hacía el menor caso a su hija mayor. Incluso antes de llegar Elia la ignoraba, desde el momento en el que Ava se marchó a la universidad el año pasado la relación se había congelado por completo. Sin el dinero que Ava aportaba a la unidad familiar, todo el interés respecto a ella se esfumó.
Ni siquiera sus hermanos pequeños, que antes se colgaban de sus piernas y la seguían a todas partes cuando llegaba del trabajo por las tarde. Ya ni se fijaban en Ava si no les llevaba algún tipo de regalo. Ahora tenían a Elia, la nnueva madre. No tenía nada en contra de ella, su llegada la había librado de todas las obligaciones que durante la adolescencia la había atormentado. Pero se sentía excluida de su propia familia. Y no sabía hasta qué punto eso la aliviaba.
—¿Por qué no me has traído caramelos? —preguntó Cali, mirándola decepcionada desde detrás del sofá. Tenía tres años y apenas si se la veía tras el respaldo.
Ava se arrodilló sobre el sofá para acercarse a su hermana.
—Yo soy el regalo esta vez —dijo, revolviéndole la pelambrera negra.
Cali frunció el ceño y los labios.
—¡Quiero caramelos! —Dio una fuerte patada contra el suelo, para después marcharse corriendo con sus aun rechonchas piernas de bebé.
Ava se dejó caer contra el respaldo del sofá. Cuestionándose una vez más por qué había decidido visitar a su familia aquella tarde. Cuando podía estar en cualquier otra parte. Porque cualquier otra parte siempre era mejor que allí.
—No te costaba nada comprarle caramelos, ¿sabes?. Ni tampoco traerme esa camiseta que te pedí…
Allison, su otra hermana pequeña, la miró por encima de la pantalla de su teléfono con las cejas alzadas. Tenía catorce años y poco a poco se convertía en toda una arpía adolescente. Aunque no hablaban, Ava le seguía la pista por Instagram. Había entrado en el equipo de animadoras, publicaba fotos provocadoras y cada día salía con un nuevo novio. A penas llevaba cuatro días de curso escolar...
Ava se cruzó de brazos.
—Dile a papá que te la compre —rebatió.
—Eres una egoísta, con todo el dinero que tienes podrías ayudarnos un poco.
Salió a relucir de nuevo el palpitante rencor que había influido en su distanciamiento. Allison había entrado en cólera cuando un año atrás, Ava abandonó su destartalado apartamento en Queens para irse a la universidad de Columbia al otro lado de la ciudad. Sus motivos eran deshonestos, por supuesto. Porque sin Ava, le tocaría a ella cuidar de Cali por las tardes y ordenar la casa.
—No voy a gastarme el dinero de mi beca comprándote tus caprichos.
Gracias a los incontables malabares que había realiza en el instituto, Ava había conseguido una beca completa en Columbia. Incluía alojamiento, comidas y una cuantía de dinero para su gasto personal. ¿Pero alguien en su familia se alegró por ella? No, claro que no. Cuando les dio la noticia, las expresiones de sus rostros se parecían bastantes a las de la Guardia de la Noche cuando descubrían que un hermano juramentado los había traicionado.
Ahí fue cuando Ava comprendió lo que significaba para ellos. Sólo era la hermana mayor, obligada a cuidarlos y a romperse la espalda entre las clases y el trabajo para que los Baker no se fuesen a pique. Como había renunciado a su adolescencia por ellos, creían que también debía renunciar a su vida.
Desde entonces y en adelante, Ava se había distanciado de ellos. En el último año a penas los había visto en las fiestas y en alguna visita esporádica nacida de la culpabilidad. Como la de aquel día.
—Eres una mala hermana. Menos mal que tenemos a Elia. —Su hermana se levantó del sofá y al igual que la pequeña Cali, se marchó a su habitación.
Sabía que había pronunciado aquellas palabras con intención de herirla. Y lo hizo, por fría que Ava quisiera mostrarse, le dolía que su familia la odiase por querer tener una vida propia. Cada vez que aquello pasaba sólo había una persona a la que pudiera recurrir.
Respondió al segundo tono.
—¿Podemos vernos? —preguntó con urgencia.
—Claro, te espero en mi habitación.
—Gracias —después colgó.
De la misma forma que Ava encontraba excusas para no ir a visitar a su familia; que si debía terminar una exposición, que si tardaba mucho, que si el sol salía todas las mañanas… Siempre encontraba una excusa para visitar a Bruce. Cuando se trataba de él, cualquier motivo era el apropiado. Sin embargo, en aquella ocasión, se trataba de una verdadera urgencia.
Antes de marcharse Ava realizó uno de sus múltiples y siempre fallidos intentos de hablar con Hunter. Caminó hasta el pasillo y tocó la puerta de su habitación: la respondió el silencio. Procedió a abrirla. Hunter estaba en la cama con un libro abierto sobre el regazo. Fingía dormir. Ava lo supo porque le temblaba el labio superior. Era un tic que arrastraba desde niño.
Un latigazo de dolor avasalló a la chica. Soportaba la indiferencia del resto de sus familiares como si nada, era casi un alivio. La de Hunter le resultaba insoportable. Al ser apenas dos años menor que Ava habían estado muy unidos. Pero, por supuesto, desde el día en que Ava anunció que iría a la universidad la evitaba esperpénticamente. Si sabía que Ava iría a casa se marchaba y, cuando lo pillaba por sorpresa, se encerraba en su habitación.
Esperaba una reacción como aquella por parte de Allison. Pero no de Hunter.
Cerró la puerta con pesadumbre a su espalda.
No se despidió de sus hermanas, ni mucho menos de su padre, que no había salido de su pequeño despacho ni para
saludarla.
Ava Baker se dio cuenta de que con cada visita más se ensanchaba el espacio entre ellos. Pero no iba a pedir perdón por vivir su vida.
Bruce abrió la puerta de inmediato. En cuanto Ava lo vio, todos los demonios quedaron relegados a un segundo plano. Encontrarse con Bruce era como regresar a casa tras un largo y duro día.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Bruce, tras vislumbrar la pesadumbre que vibraba en sus facciones.
Ava le dio un fuerte abrazo a modo de respuesta. Arropada por sus cariñosos brazos y su conocido olor, logró recuperar la serenidad.
—Te he traído palomitas —anunció Ava cuando se sintió lista para separarse.
Bruce le regaló una sonrisa, una de las cosas de las que más disfrutaba ella. Grande y tímida, con los colmillos sobresaliendo unos centímetros del resto de sus dientes. Lo que más le gustaba de la sonrisa de Bruce era la transformación que obraba en su rostro, de un pragmatismo asiduo: las comisuras de los ojos se le llenaban de pequeñas arrugas y estos brillaban verdes, como dos pequeñas esmeraldas en la oscuridad. Los pómulos se le marcaban más de lo normal e incluso los mechones castaños que le caían sobre la frente parecían bailar.
—Charles Cretors nos regaló el cielo —comentó Bruce, cogiendo la bolsa extra grande que Ava acababa de sacar de su mochila.
—¿Quién?
—El creador de la máquina de palomitas.
—Podría haber inventado también un manual para ser un empleado competente. He estado una hora esperando en
la cola.
Bruce estiró el brazo y atrapó un mechón de pelo de Ava entre los dedos, volvió a sonreírla. Fingió que iba a morderle un dedo y después fue a tumbarse en la cama de Bruce. Él la siguió poco después. Los músculos le hormigueaban de cansancio.
—¿Cómo van las clases? —le preguntó, mirándole desde abajo. Él se había apoyado contra la pared.
—Es posible que tenga que comprar un carro para cargar con todos los apuntes de este semestre —ironizó.
—O podrías cambiar de carrera —dejó caer Ava como si nada.
—Sabes que no puedo.
—Pero…
—Ava —advirtió Bruce, inundando la habitación con la tensión que desprendía su voz. Subió la vista al techo, circunspecto.
Abandonó el tema de conversación a regañadientes. Consciente de lo que ocurriría si insistía. Bruce se cerraría herméticamente, como las compuertas de una laboratorio secreto. A veces tenía la sensación de que lo conocía mejor a él que a sí misma. Era como una obra de arte que hubiese observado hasta advertir el detalle más escondido. Desde la técnica empleada, hasta los errores, los colores y las sombras…
Se sintió culpable por haberlo alterado. Agarró el móvil y los auriculares, sin decir palabra colocó uno de los auriculares en el oído de Bruce y otro en el suyo. Escogió una lista de reproducción con sus canciones preferidas. Landslide comenzó a sonar segundos más tarde.
Ava estaba sentada con las piernas cruzadas, orientada hacia Bruce, que seguía perdido en las inmediaciones del gotelé de la pared. Fuera anochecía y las campanas de la iglesia comenzaron a timbrar. El chico la miró de reojo, esbozó una sonrisa tímida. Odiaba perturbar su paz con comentarios desafortunados. Lo miró con interrogación, Bruce asintió y le indicó con un gesto de barbilla para que se acercase. Se acurrucó a su lado, con su brazo rodeándole los hombros.
La música, la paz y la presencia de Bruce evocó en su memoria la época en la que se conocieron. Habían sido vecinos desde pequeños, compartían pared y la desventura familiar. A los trece años se encontraron cara a cara por fin. Construyeron su amistad en la escalera de emergencias del edificio. Nació de la casualidad, del terror, del desbordamiento y de la tristeza. Pero en aquella escalera todo fue paz, alegría y serenidad. Ava nunca se lo había dicho, pero cuando acabaron el instituto la aterró la posibilidad de perder aquella amistad. Porque incluso los niños crecían y había construido su vida alrededor de él.
Pero ahí estaban un año después, en otra versión de la escalera de incendios y, todo seguía como siempre. El resto de su vida se había ido al traste, excepto Bruce.
Tras unas cuantas canciones Ava se hizo con su cuaderno de bocetos, utilizó las piernas de Bruce como caballete y se puso a dibujar mientras él acariciaba su espalda con los dedos. Cuando terminó, era ya noche cerrada, estaba adormilada y consciente de que le costaría toda su fuerza de voluntad levantarse para regresar a su residencia. A veinte minutos en metro desde allí.
Bruce empezó a hojear los dibujos antiguos de Ava, lo dejó hacer. Normalmente no le gustaba que nadie mirase en su cuaderno. Era como exponer los compartimentos más secretos de su interior, pero con él no tenía sentido, ya que conocía todos y cada uno de los compartimentos. Se detuvo en un dibujo fechado en junio de ese mismo año. Se le revolvieron las tripas al visualizar los ojos a carboncillo que le devolvían la mirad desde la lámina.
—¿No has sabido nada de él? —preguntó Bruce, cauteloso.
—No, ni quiero —masculló ella, agarrando el lápiz para tachar el rostro de su último novio, Ryan.
Lo había conocido en su primera clase en la universidad. No había tenido opción para negarse, en cuanto lo vio fue arrastrada por la energía carismática que desprendía, prendada por su talento para el arte y su pasión desmesurada por la vida. Todo fue bien, pero Ryan no pudo soportarlo. Ni las idas y venidas de Ava, ni sus problemas familiares. Resultaba difícil sobrellevarla, demasiadas trabas y poca recompensa. Así que Ryan decidió que no merecía la pena. Pero, al menos, podría haber tenido la decencia de romper con ella antes de enrollarse con Rebecca, su compañera de habitación. Ava se había sentido tan humillada, que se había refugiado una semana entera en casa de una amiga. Sin embargo, aquel tropiezo le sirvió para aprender una lección: las relaciones no se inventaron para ella. Nunca nadie sería capaz de aguantar a su lado lo suficiente. Ryan no había sido el primero en abandonarla, había tenido dos predecesores: Thomas y Nico, sus novios en el instituto. Todos huyeron en cuanto experimentaron uno de los apagones de Ava, que junto a la carga familiar, era un paquete demasiado pesado con el que cargar.
A la tercera va la vencida. Y Ava había decidido que era una pérdida de tiempo invertir parte de sus energías en chicos que acabarían por marcharse.
—Yo nunca te haría algo así. ¿Lo sabes, verdad? —dijo Bruce, cuando Ava terminó de emborronar el dibujo de Ryan.
—Lo sé.
Excepto Bruce. Él siempre era la excepción.
Ni siquiera sus hermanos pequeños, que antes se colgaban de sus piernas y la seguían a todas partes cuando llegaba del trabajo por las tarde. Ya ni se fijaban en Ava si no les llevaba algún tipo de regalo. Ahora tenían a Elia, la nnueva madre. No tenía nada en contra de ella, su llegada la había librado de todas las obligaciones que durante la adolescencia la había atormentado. Pero se sentía excluida de su propia familia. Y no sabía hasta qué punto eso la aliviaba.
—¿Por qué no me has traído caramelos? —preguntó Cali, mirándola decepcionada desde detrás del sofá. Tenía tres años y apenas si se la veía tras el respaldo.
Ava se arrodilló sobre el sofá para acercarse a su hermana.
—Yo soy el regalo esta vez —dijo, revolviéndole la pelambrera negra.
Cali frunció el ceño y los labios.
—¡Quiero caramelos! —Dio una fuerte patada contra el suelo, para después marcharse corriendo con sus aun rechonchas piernas de bebé.
Ava se dejó caer contra el respaldo del sofá. Cuestionándose una vez más por qué había decidido visitar a su familia aquella tarde. Cuando podía estar en cualquier otra parte. Porque cualquier otra parte siempre era mejor que allí.
—No te costaba nada comprarle caramelos, ¿sabes?. Ni tampoco traerme esa camiseta que te pedí…
Allison, su otra hermana pequeña, la miró por encima de la pantalla de su teléfono con las cejas alzadas. Tenía catorce años y poco a poco se convertía en toda una arpía adolescente. Aunque no hablaban, Ava le seguía la pista por Instagram. Había entrado en el equipo de animadoras, publicaba fotos provocadoras y cada día salía con un nuevo novio. A penas llevaba cuatro días de curso escolar...
Ava se cruzó de brazos.
—Dile a papá que te la compre —rebatió.
—Eres una egoísta, con todo el dinero que tienes podrías ayudarnos un poco.
Salió a relucir de nuevo el palpitante rencor que había influido en su distanciamiento. Allison había entrado en cólera cuando un año atrás, Ava abandonó su destartalado apartamento en Queens para irse a la universidad de Columbia al otro lado de la ciudad. Sus motivos eran deshonestos, por supuesto. Porque sin Ava, le tocaría a ella cuidar de Cali por las tardes y ordenar la casa.
—No voy a gastarme el dinero de mi beca comprándote tus caprichos.
Gracias a los incontables malabares que había realiza en el instituto, Ava había conseguido una beca completa en Columbia. Incluía alojamiento, comidas y una cuantía de dinero para su gasto personal. ¿Pero alguien en su familia se alegró por ella? No, claro que no. Cuando les dio la noticia, las expresiones de sus rostros se parecían bastantes a las de la Guardia de la Noche cuando descubrían que un hermano juramentado los había traicionado.
Ahí fue cuando Ava comprendió lo que significaba para ellos. Sólo era la hermana mayor, obligada a cuidarlos y a romperse la espalda entre las clases y el trabajo para que los Baker no se fuesen a pique. Como había renunciado a su adolescencia por ellos, creían que también debía renunciar a su vida.
Desde entonces y en adelante, Ava se había distanciado de ellos. En el último año a penas los había visto en las fiestas y en alguna visita esporádica nacida de la culpabilidad. Como la de aquel día.
—Eres una mala hermana. Menos mal que tenemos a Elia. —Su hermana se levantó del sofá y al igual que la pequeña Cali, se marchó a su habitación.
Sabía que había pronunciado aquellas palabras con intención de herirla. Y lo hizo, por fría que Ava quisiera mostrarse, le dolía que su familia la odiase por querer tener una vida propia. Cada vez que aquello pasaba sólo había una persona a la que pudiera recurrir.
Respondió al segundo tono.
—¿Podemos vernos? —preguntó con urgencia.
—Claro, te espero en mi habitación.
—Gracias —después colgó.
De la misma forma que Ava encontraba excusas para no ir a visitar a su familia; que si debía terminar una exposición, que si tardaba mucho, que si el sol salía todas las mañanas… Siempre encontraba una excusa para visitar a Bruce. Cuando se trataba de él, cualquier motivo era el apropiado. Sin embargo, en aquella ocasión, se trataba de una verdadera urgencia.
Antes de marcharse Ava realizó uno de sus múltiples y siempre fallidos intentos de hablar con Hunter. Caminó hasta el pasillo y tocó la puerta de su habitación: la respondió el silencio. Procedió a abrirla. Hunter estaba en la cama con un libro abierto sobre el regazo. Fingía dormir. Ava lo supo porque le temblaba el labio superior. Era un tic que arrastraba desde niño.
Un latigazo de dolor avasalló a la chica. Soportaba la indiferencia del resto de sus familiares como si nada, era casi un alivio. La de Hunter le resultaba insoportable. Al ser apenas dos años menor que Ava habían estado muy unidos. Pero, por supuesto, desde el día en que Ava anunció que iría a la universidad la evitaba esperpénticamente. Si sabía que Ava iría a casa se marchaba y, cuando lo pillaba por sorpresa, se encerraba en su habitación.
Esperaba una reacción como aquella por parte de Allison. Pero no de Hunter.
Cerró la puerta con pesadumbre a su espalda.
No se despidió de sus hermanas, ni mucho menos de su padre, que no había salido de su pequeño despacho ni para
saludarla.
Ava Baker se dio cuenta de que con cada visita más se ensanchaba el espacio entre ellos. Pero no iba a pedir perdón por vivir su vida.
Bruce abrió la puerta de inmediato. En cuanto Ava lo vio, todos los demonios quedaron relegados a un segundo plano. Encontrarse con Bruce era como regresar a casa tras un largo y duro día.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Bruce, tras vislumbrar la pesadumbre que vibraba en sus facciones.
Ava le dio un fuerte abrazo a modo de respuesta. Arropada por sus cariñosos brazos y su conocido olor, logró recuperar la serenidad.
—Te he traído palomitas —anunció Ava cuando se sintió lista para separarse.
Bruce le regaló una sonrisa, una de las cosas de las que más disfrutaba ella. Grande y tímida, con los colmillos sobresaliendo unos centímetros del resto de sus dientes. Lo que más le gustaba de la sonrisa de Bruce era la transformación que obraba en su rostro, de un pragmatismo asiduo: las comisuras de los ojos se le llenaban de pequeñas arrugas y estos brillaban verdes, como dos pequeñas esmeraldas en la oscuridad. Los pómulos se le marcaban más de lo normal e incluso los mechones castaños que le caían sobre la frente parecían bailar.
—Charles Cretors nos regaló el cielo —comentó Bruce, cogiendo la bolsa extra grande que Ava acababa de sacar de su mochila.
—¿Quién?
—El creador de la máquina de palomitas.
—Podría haber inventado también un manual para ser un empleado competente. He estado una hora esperando en
la cola.
Bruce estiró el brazo y atrapó un mechón de pelo de Ava entre los dedos, volvió a sonreírla. Fingió que iba a morderle un dedo y después fue a tumbarse en la cama de Bruce. Él la siguió poco después. Los músculos le hormigueaban de cansancio.
—¿Cómo van las clases? —le preguntó, mirándole desde abajo. Él se había apoyado contra la pared.
—Es posible que tenga que comprar un carro para cargar con todos los apuntes de este semestre —ironizó.
—O podrías cambiar de carrera —dejó caer Ava como si nada.
—Sabes que no puedo.
—Pero…
—Ava —advirtió Bruce, inundando la habitación con la tensión que desprendía su voz. Subió la vista al techo, circunspecto.
Abandonó el tema de conversación a regañadientes. Consciente de lo que ocurriría si insistía. Bruce se cerraría herméticamente, como las compuertas de una laboratorio secreto. A veces tenía la sensación de que lo conocía mejor a él que a sí misma. Era como una obra de arte que hubiese observado hasta advertir el detalle más escondido. Desde la técnica empleada, hasta los errores, los colores y las sombras…
Se sintió culpable por haberlo alterado. Agarró el móvil y los auriculares, sin decir palabra colocó uno de los auriculares en el oído de Bruce y otro en el suyo. Escogió una lista de reproducción con sus canciones preferidas. Landslide comenzó a sonar segundos más tarde.
Ava estaba sentada con las piernas cruzadas, orientada hacia Bruce, que seguía perdido en las inmediaciones del gotelé de la pared. Fuera anochecía y las campanas de la iglesia comenzaron a timbrar. El chico la miró de reojo, esbozó una sonrisa tímida. Odiaba perturbar su paz con comentarios desafortunados. Lo miró con interrogación, Bruce asintió y le indicó con un gesto de barbilla para que se acercase. Se acurrucó a su lado, con su brazo rodeándole los hombros.
La música, la paz y la presencia de Bruce evocó en su memoria la época en la que se conocieron. Habían sido vecinos desde pequeños, compartían pared y la desventura familiar. A los trece años se encontraron cara a cara por fin. Construyeron su amistad en la escalera de emergencias del edificio. Nació de la casualidad, del terror, del desbordamiento y de la tristeza. Pero en aquella escalera todo fue paz, alegría y serenidad. Ava nunca se lo había dicho, pero cuando acabaron el instituto la aterró la posibilidad de perder aquella amistad. Porque incluso los niños crecían y había construido su vida alrededor de él.
Pero ahí estaban un año después, en otra versión de la escalera de incendios y, todo seguía como siempre. El resto de su vida se había ido al traste, excepto Bruce.
Tras unas cuantas canciones Ava se hizo con su cuaderno de bocetos, utilizó las piernas de Bruce como caballete y se puso a dibujar mientras él acariciaba su espalda con los dedos. Cuando terminó, era ya noche cerrada, estaba adormilada y consciente de que le costaría toda su fuerza de voluntad levantarse para regresar a su residencia. A veinte minutos en metro desde allí.
Bruce empezó a hojear los dibujos antiguos de Ava, lo dejó hacer. Normalmente no le gustaba que nadie mirase en su cuaderno. Era como exponer los compartimentos más secretos de su interior, pero con él no tenía sentido, ya que conocía todos y cada uno de los compartimentos. Se detuvo en un dibujo fechado en junio de ese mismo año. Se le revolvieron las tripas al visualizar los ojos a carboncillo que le devolvían la mirad desde la lámina.
—¿No has sabido nada de él? —preguntó Bruce, cauteloso.
—No, ni quiero —masculló ella, agarrando el lápiz para tachar el rostro de su último novio, Ryan.
Lo había conocido en su primera clase en la universidad. No había tenido opción para negarse, en cuanto lo vio fue arrastrada por la energía carismática que desprendía, prendada por su talento para el arte y su pasión desmesurada por la vida. Todo fue bien, pero Ryan no pudo soportarlo. Ni las idas y venidas de Ava, ni sus problemas familiares. Resultaba difícil sobrellevarla, demasiadas trabas y poca recompensa. Así que Ryan decidió que no merecía la pena. Pero, al menos, podría haber tenido la decencia de romper con ella antes de enrollarse con Rebecca, su compañera de habitación. Ava se había sentido tan humillada, que se había refugiado una semana entera en casa de una amiga. Sin embargo, aquel tropiezo le sirvió para aprender una lección: las relaciones no se inventaron para ella. Nunca nadie sería capaz de aguantar a su lado lo suficiente. Ryan no había sido el primero en abandonarla, había tenido dos predecesores: Thomas y Nico, sus novios en el instituto. Todos huyeron en cuanto experimentaron uno de los apagones de Ava, que junto a la carga familiar, era un paquete demasiado pesado con el que cargar.
A la tercera va la vencida. Y Ava había decidido que era una pérdida de tiempo invertir parte de sus energías en chicos que acabarían por marcharse.
—Yo nunca te haría algo así. ¿Lo sabes, verdad? —dijo Bruce, cuando Ava terminó de emborronar el dibujo de Ryan.
—Lo sé.
Excepto Bruce. Él siempre era la excepción.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
—La señora me ha pedido que le informe que esta noche tienen una cena importante con unos productores. Quiere que se ponga el vestido azul, lo tendré listo para usted cuando regrese.
La tostada quedó clavada en el gaznate de Olivia. Tuvo que beber un poco té para conseguir que pasara. Tiró lo que quedaba de su desayuno sobre el plato, ya sin apetito alguno.
—La señora—su madre—, podría irse de vacaciones otra vez.
Lisbeth se ruborizó tanto como los tulipanes que había en el jarrón sobre la isla del desayuno. La empleada siempre se ponía muy nerviosa cuando Olivia pronunciaba comentarios desafortunados sobre su madre, aunque fuesen tan descafeinados como aquel. Porque compartía la misma opinión que ella, todos los empleados de la casa estaban de acuerdo con ella: Regina era insoportable. Pero por supuesto, Olivia jamás se atrevería a pronunciar sus opiniones frente a ella.
—Se hace tarde, señorita —recordó Lisbeth, luchando aún con el rubor.
Olivia se estiró las solapas de la chaqueta del uniforme y suspiró. Era una estudiante metódica, disfrutaba con los deberes y era de las pocas que prestaba atención en clase. El primer día de clases confeccionaba un planificador para todo el semestre. Aquel año, en su quinto día de la vuelta a clase, aún no había confeccionado nada. Ni siquiera había prestado atención en clase. Quizá fuese porque se negaba a desligarse del verano…
—Hasta esta tarde, Lisbeth.
Se bajó de un salto del taburete colocándose el bolso en el hombro. Comprobó su apariencia en el cristal de una de las alacenas. La tersa coleta rubia le tensaba la piel hacia atrás, confiriéndole una expresión de rectitud. Ni un solo mechón se atrevía a despegarse de la cabeza. Alisó la falda y salió de la cocina con pasos firmes. De camino a la puerta se cruzó con Drake en el inmenso comedor, que desayunaba solo en la mesa imperial.
—Adiós —dijo sin detenerse.
Si Drake la respondió, no le escuchó. En realidad no importaba. Lo saludaba todas las mañanas por mera educación. Pero no tenía motivos para ser amable con su hermano mayor. Por eso prefería desayunar en la cocina cuando Regina no los obligaba a sentarse en la mesa como la unidad familiar que mostraban en las portadas de las revistas.
El sol se reflejaba en la mansión blanca de los Oswald, calentaba la piel y animaba el más pusilánime de los ánimos. Una suave brisa traía desde la lejanía el alboroto matutino. Jefferson, el mayordomo, aguardaba al pie de la larga escalinata. Con las manos enguantadas de blanco y su gorra aferrada entre ellas por delante de la cintura y la espalda tiesa como si tuviese una varilla encajada en la espalda.
Olivia no prestó atención ni al clima ni al mayordomo. Utilizando la mano como visera condujo los ojos hacia la mansión de enfrente. En concreto, a una de las ventanas del tercer piso, justo enfrente de la su habitación.
—¿Buscas a alguien?
Junto a Jefferson había aparecido, venido de la nada, Noah. La figura que había esperado encontrar tras la ventana. Con su melena pelirroja brillando con intensidad y el cuerpo encajado en el uniforme del Harvey Milk que a todo el mundo sentaba mal, pero que él vestía como el último grito de moda. Los ojos marrones le destellaban y sonreía de esa manera suya con la que hacía creer a Olivia que era especial, que esa elevación de comisuras era sólo para ella. Como el beso escondido de Wendy Darling.
—A mi príncipe rojo —bromeó, saltando los escalones de dos en dos para reunirse con él.
—¿No se supone que los príncipes son azules? —señaló Noah, mirándola desde lo alto que era.
Olivia se encogió de hombros, luchando porque sus mejillas no se acalorasen.
—El mío no.
El suyo tenía bicicleta en vez de caballo. Escribía mensajes con vaho en la ventana para que los leyera desde la lejanía y de niños, se colaba en las cocina de los restaurantes de su familia para que Olivia probase la mejor tarta de chocolate del mundo al menos cinco veces. Noah era su príncipe o, la versión más acertada de uno.
—Y seguro que no vas a decirme quién es… —dejó caer Noah, apartando la vista hacia Jefferson, que seguía a su lado como una estatua.
—Las princesas no airean a los cuatro vientos sus intimidades.
Ni las adolescentes del siglo XXI tampoco. Mucho menos Olivia. Sólo barajar la idea de decirle a Noah que estaba enamorada de él… No, imposible. O, al menos esa había sido su determinación en los últimos años. Hasta que llegó el verano y Regina se recluyó en un cottage francés y Olivia fue libre para hacer lo que quisiera, sin tener que acudir a ridículas citas concertadas por su madre. Exenta de acudir a fiestas embutida en vestidos que le oprimían los pulmones.
Olivia había pasado el mejor verano de su vida con Noah. Estaban más unidos que nunca, se llamaban todo el tiempo al tiempo que se observaban a través de la ventana, el espacio había muerto entre ellos y aprovechaban cualquier oportunidad para tocarse, abrazarse, darse la mano. Y aquel beso que se dieron a los nueve años como parte de un juego estúpido, resurgía en la memoria de Olivia con insistencia cada vez que miraba a Noah. Además estaba el hecho de que Noah rechazó todas y cada una de las oportunidades que tuvo para salir con chicas durante el porque tenía planes con Olivia.
Todas esas pequeñas señales infundieron valor a su inseguridad. Quizás era el momento para airear sus intimidades y decirle a Noah que sentía algo por él.
—Señorita Oswald, se hace tarde —informó Jefferson, con su murmullo habitual de sombra.
—Vamos, todavía tenemos que pasar a por Gemma —apremió a Noah, agarrándole la mano como si no prestase mayor atención a ese hecho y arrastrándole hacia la limusina.
—¿Era verdad eso de que tienes un príncipe? —Noah la detuvo frente a la puerta. Emanaba seriedad y había fruncido el ceño. Aquello incrementó las esperanzas de Olivia.
—Sí —afirmó, intentando transmitirle a Noah que se trataba de él, porque por el momento, no podía ser más clara.
Ya no llegaría a ser más clara. Porque aquel día, durante la hora de la comida los temores más atroces de Olivia se confirmaron. Cuando Molly se acercó a Noah y le preguntó si le gustaría ir con ella al cine al día siguiente y Noah dijo que sí y la sonrió con esa sonrisa que Olivia creyó que sólo había existido para ella.
Había albergado ilusiones falsas. El verano no había sido más que eso, una ilusión de sus fantasías, de sus deseos. Terminó en ese instante y, aunque meses adelantado: llegó el invierno.
La tostada quedó clavada en el gaznate de Olivia. Tuvo que beber un poco té para conseguir que pasara. Tiró lo que quedaba de su desayuno sobre el plato, ya sin apetito alguno.
—La señora—su madre—, podría irse de vacaciones otra vez.
Lisbeth se ruborizó tanto como los tulipanes que había en el jarrón sobre la isla del desayuno. La empleada siempre se ponía muy nerviosa cuando Olivia pronunciaba comentarios desafortunados sobre su madre, aunque fuesen tan descafeinados como aquel. Porque compartía la misma opinión que ella, todos los empleados de la casa estaban de acuerdo con ella: Regina era insoportable. Pero por supuesto, Olivia jamás se atrevería a pronunciar sus opiniones frente a ella.
—Se hace tarde, señorita —recordó Lisbeth, luchando aún con el rubor.
Olivia se estiró las solapas de la chaqueta del uniforme y suspiró. Era una estudiante metódica, disfrutaba con los deberes y era de las pocas que prestaba atención en clase. El primer día de clases confeccionaba un planificador para todo el semestre. Aquel año, en su quinto día de la vuelta a clase, aún no había confeccionado nada. Ni siquiera había prestado atención en clase. Quizá fuese porque se negaba a desligarse del verano…
—Hasta esta tarde, Lisbeth.
Se bajó de un salto del taburete colocándose el bolso en el hombro. Comprobó su apariencia en el cristal de una de las alacenas. La tersa coleta rubia le tensaba la piel hacia atrás, confiriéndole una expresión de rectitud. Ni un solo mechón se atrevía a despegarse de la cabeza. Alisó la falda y salió de la cocina con pasos firmes. De camino a la puerta se cruzó con Drake en el inmenso comedor, que desayunaba solo en la mesa imperial.
—Adiós —dijo sin detenerse.
Si Drake la respondió, no le escuchó. En realidad no importaba. Lo saludaba todas las mañanas por mera educación. Pero no tenía motivos para ser amable con su hermano mayor. Por eso prefería desayunar en la cocina cuando Regina no los obligaba a sentarse en la mesa como la unidad familiar que mostraban en las portadas de las revistas.
El sol se reflejaba en la mansión blanca de los Oswald, calentaba la piel y animaba el más pusilánime de los ánimos. Una suave brisa traía desde la lejanía el alboroto matutino. Jefferson, el mayordomo, aguardaba al pie de la larga escalinata. Con las manos enguantadas de blanco y su gorra aferrada entre ellas por delante de la cintura y la espalda tiesa como si tuviese una varilla encajada en la espalda.
Olivia no prestó atención ni al clima ni al mayordomo. Utilizando la mano como visera condujo los ojos hacia la mansión de enfrente. En concreto, a una de las ventanas del tercer piso, justo enfrente de la su habitación.
—¿Buscas a alguien?
Junto a Jefferson había aparecido, venido de la nada, Noah. La figura que había esperado encontrar tras la ventana. Con su melena pelirroja brillando con intensidad y el cuerpo encajado en el uniforme del Harvey Milk que a todo el mundo sentaba mal, pero que él vestía como el último grito de moda. Los ojos marrones le destellaban y sonreía de esa manera suya con la que hacía creer a Olivia que era especial, que esa elevación de comisuras era sólo para ella. Como el beso escondido de Wendy Darling.
—A mi príncipe rojo —bromeó, saltando los escalones de dos en dos para reunirse con él.
—¿No se supone que los príncipes son azules? —señaló Noah, mirándola desde lo alto que era.
Olivia se encogió de hombros, luchando porque sus mejillas no se acalorasen.
—El mío no.
El suyo tenía bicicleta en vez de caballo. Escribía mensajes con vaho en la ventana para que los leyera desde la lejanía y de niños, se colaba en las cocina de los restaurantes de su familia para que Olivia probase la mejor tarta de chocolate del mundo al menos cinco veces. Noah era su príncipe o, la versión más acertada de uno.
—Y seguro que no vas a decirme quién es… —dejó caer Noah, apartando la vista hacia Jefferson, que seguía a su lado como una estatua.
—Las princesas no airean a los cuatro vientos sus intimidades.
Ni las adolescentes del siglo XXI tampoco. Mucho menos Olivia. Sólo barajar la idea de decirle a Noah que estaba enamorada de él… No, imposible. O, al menos esa había sido su determinación en los últimos años. Hasta que llegó el verano y Regina se recluyó en un cottage francés y Olivia fue libre para hacer lo que quisiera, sin tener que acudir a ridículas citas concertadas por su madre. Exenta de acudir a fiestas embutida en vestidos que le oprimían los pulmones.
Olivia había pasado el mejor verano de su vida con Noah. Estaban más unidos que nunca, se llamaban todo el tiempo al tiempo que se observaban a través de la ventana, el espacio había muerto entre ellos y aprovechaban cualquier oportunidad para tocarse, abrazarse, darse la mano. Y aquel beso que se dieron a los nueve años como parte de un juego estúpido, resurgía en la memoria de Olivia con insistencia cada vez que miraba a Noah. Además estaba el hecho de que Noah rechazó todas y cada una de las oportunidades que tuvo para salir con chicas durante el porque tenía planes con Olivia.
Todas esas pequeñas señales infundieron valor a su inseguridad. Quizás era el momento para airear sus intimidades y decirle a Noah que sentía algo por él.
—Señorita Oswald, se hace tarde —informó Jefferson, con su murmullo habitual de sombra.
—Vamos, todavía tenemos que pasar a por Gemma —apremió a Noah, agarrándole la mano como si no prestase mayor atención a ese hecho y arrastrándole hacia la limusina.
—¿Era verdad eso de que tienes un príncipe? —Noah la detuvo frente a la puerta. Emanaba seriedad y había fruncido el ceño. Aquello incrementó las esperanzas de Olivia.
—Sí —afirmó, intentando transmitirle a Noah que se trataba de él, porque por el momento, no podía ser más clara.
Ya no llegaría a ser más clara. Porque aquel día, durante la hora de la comida los temores más atroces de Olivia se confirmaron. Cuando Molly se acercó a Noah y le preguntó si le gustaría ir con ella al cine al día siguiente y Noah dijo que sí y la sonrió con esa sonrisa que Olivia creyó que sólo había existido para ella.
Había albergado ilusiones falsas. El verano no había sido más que eso, una ilusión de sus fantasías, de sus deseos. Terminó en ese instante y, aunque meses adelantado: llegó el invierno.
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Había un billón de cosas que Grey podría estar haciendo un viernes por la tarde en lugar de babear sobre la mesa del Octopus Garden; el restaurante de sus padres. Como por ejemplo, dormir. Lo merecía tras la primera agotadora semana de clases. Estaba acostumbrada a trabajar, ningún Longaster estaba extenso de ello. Y solía gustarle. Pero no los viernes, que era su día libre. Estaba allí como favor remunerado hacia sus padres y también como castigo por no haber sacado la basura por la mañana. Ya que podrían haber llamado a cualquier otro camarero en lugar de a Grey.
Emma y Thomas, sus padres, expertos consagrados en el arte de ridiculizarla y hacerla pasar vergüenza pertenecían a la lista de familias de acogida de Nueva York. Tomaron la decisión de inscribirse cuando Grey cumplió los doce años. En lugar de embarcarse en la placentera —para ellos, pues de sólo imaginarlo a Grey le entraban nauseas— búsqueda de un segundo bebé. Hacía más de un año que no acogían a nadie y, Grey lo echaba de menos. A sus padres les gustaban las casos difíciles, los niños perdidos que ya nadie estaba dispuesto a acoger. Por los que el Estado había dejado de preocuparse y habían abandonado prácticamente a su suerte.
Si las cosas iban bien, el próximo niño perdido ya se habría mudado con ellos para la semana próxima. Razón por la que Grey estaba en el Octopus Garden en ese momento: sus padres se encontraban reunidos con la trabajadora social del nuevo chico, ultimando los detalles y firmando los papeles correspondientes.
Así pues, ahí estaban tío Bill, Lola y Grey, repletos de aburrimiento. El restaurante se encontraba en horas muertas y el tiempo se arrastraba más lento que un caracol disecado. La única actividad que se avistaba eran los gritos de tío Bill, que gruñía y gritaba de cuando en cuando porque su equipo de béisbol preferido perdía. Mientras que Lola y ella estaban sentadas en una de las mesas del fondo sin nada que hacer.
―Grey, ¿crees que Bill dejará que me marche antes? ―preguntó Lola, enzarzada en una lucha con su descascarillado esmalte de uñas.
Observó a tío Bill: pupilas dilatadas de pura adrenalina, puño apretado dispuesto a aporrear la barra y la otra mano sosteniendo una jarra de cerveza.
―Ahora mismo podría entrar Mick Jagger en el restaurante y él le pediría que regresara en otro momento ―respondió.
Lola enarcó una de sus afiladas cejas negras abandonado la batalla contra el esmalte de uñas. Era sumamente fácil ponerla de malhumor.
—Vete —la despachó con la mano—, no hay razón para que las dos renunciemos al viernes.
―Gracias —sonrió y se arrastró por el banco para marcharse escueta en palabras como era.
Eran dos cosas las que conocía Grey de la vida privada de su compañera: sus padres la abandonaron, vivía en un adosado de Brooklyn con su abuela y su tío. Y llevaban trabajando juntas desde hacía un año. Por mucho que Grey lo había intentado Lola seguía mostrándose muy reservada con sus cosas.
―Adiós. —Se despidió, aunque Lola ya no estaba allí para recibirlo.
Grey permaneció sentada en silencio por un rato pensando en Cody. Desde su visita le había resultado imposible sacárselo de la cabeza. Como un recordatorio constante de lo estúpida que había sido. Estar en el restaurante no ayudaba. Allí se habían conocido, allí se había enamorado de él y ahí había descubierto su engaño.
Cuando se cansó de compadecerse de sí misma, escribió un mensaje a Annie:
«Sola y aburrida, tío Bill + béisbol, ¿vienes?».
Segundos después le llegó la respuesta.
«Dame una hora :)».
Avisó a tío Bill de que se marchaba al almacén por si llegaba algún cliente. Una vez allí entró a trastero que sus padres y tío Bill usaban como despacho. Era un reto entrar en la sala sin destrozarse las espinillas contra alguna caja y, las paredes: repletas de fotografías de Los Beatles y de los conciertos del grupo de rock que antiguamente habían tenido su padre y el tío Bill, parecían dispuestas a aplastarte después de un rato allí dentro. Sin embargo, la reconfortaba estar allí: olía a tinta, fotocopias e incienso. Además había una cómoda silla giratoria y un escritorio con un ordenador donde podría vaguear hasta que llegase Annie.
Encendió el tocador de vinilos y puso a los únicos cuatro chicos del universo que sabía que nunca —sin contar a Yellow— le romperían el corazón: John, Ringo, Paul y George. Sus padres realmente no le habían dejado opción, había estado destinada a amar a Los Beatles antes incluso de nacer. Emma y Thomas se conocieron en un viaje a Liverpool, en The Cavern, junto a la estatua de John Lennon. La habían concebido en un concierto conmemorativo por su muerte, la canción que sonaba cuando llegó al mundo fue Imagine y su canción de cuna era All my loving.
Lo más parecido que tenían los Longaster a una religión eran Los Beatles. Y Grey era la creyente más devota y ferviente de todos.
Se dejó caer en la silla y pulsó el botón de arranque del destartalado ordenador, que ni siquiera contaba con una pantalla plana. Probablemente, era uno de los primeros modelos que salieron cuando se inventaron. Su madre y ella insistían a su padre casi todos los días para que comprara un nuevo modelo. Pero él no cedía de ninguna de las maneras, puesto que ya se había deshecho de demasiadas cosas de su juventud. Como sus pantalones de cuero, los pelos engominados y las camisetas con logotipos. Aunque deshacerse no era el término adecuado, más bien, las había escondido en la buhardilla, tras unas cuantas cajas de libros viejos.
El ordenador tardaba, con suerte, unos diez minutos en arrancar y otros diez en encenderse. Cuando por fin lo hizo, Grey se pasó por Facebook para leer las últimas novedades, pues era lo más parecido a un periódico que leía. Lo primero que encontró fue un mensaje de Becky, que iba con ella a clase de Español, donde le enviaba un vínculo a una página web. Pulsó movida por la curiosidad.
La llevó a un artículo en una revista de actualidad. Iba a cerrarlo sin más, pero el título llamó irremediablemente su atención: «El Club de los Corazones Solitarios, de Penny Bloom». Al principio pensó que se trataba de una conmemoración o crítica al álbum de Los Beatles, pronto descubrió que no tenía nada que ver. El artículo hablaba sobre un club adolescente de chicas de hacía más de diez años, que por lo visto había sido todo un fenómeno en el país.
«El Club de los Corazones Solitarios es un fenómeno imparable que se difunde por todo el país. ¡Cuidado chicos, yo que vosotros mimaría bien a vuestras novias! Estoy seguro de que no queréis que os dejen plantados el día del Baile de Invierno», decía un periodista del New York Times.
También había testimonios que explicaban en qué consistía el club, de boca de las chicas del club original.
«Me cansé de ser un pañuelo de usar y tirar, eso es todo. No somos una secta feminista en contra de los hombres, tampoco queremos erradicarlos del planeta. Cuanto queremos, es que al echar la vista atrás dentro de unos años; no haya desengaños amorosos, ni chicos que nos rompieron el corazón o que no nos tomaron en serio. Quiero que mis recuerdos estén llenos de risas y amistad. El club es acerca de la amistad, de apoyarnos entre nosotras. Nos reunimos los sábados en The Cavern y allí pasamos el rato. Pero te aseguro que nunca hemos urdido un plan para acabar con vuestra especie… aunque algunos, no merecéis otra cosa.» Decía Penny, la creadora, a un periodista.
Para entonces, Grey ya estaba inclina sobre la pantalla del ordenador, con el pulso palpitando a viva voz bajo su piel.
«Esta tarde, las chicas del Club de los Corazones Solitarios, han brillado con luz propia al organizar un partido benéfico en Central Park, para recaudar fondos para la asociación contra el cáncer mama del que la madre de una de las participantes es presidenta» Hablaba un tal Park, de un periódico local de la zona de Greenwich Village, el barrio de Grey.
A parte de los testimonios, había fotografías del club. Con título y fecha bajo cada una de ellas.
«El club en el Baile de Bienvenida, junio de 2008».
«En el cumpleaños de Eleanor, febrero de 2009».
«Fin de semana de acampada, julio de 2007»
«El club en el desfile de las flores, enero de 2010».
Y así, varias fotografías más, protagonizadas por adolescentes radiantes y felices. Mientras las miraba, mordisqueándose una uña, Grey se preguntaba por qué no existía un club como ese en su tiempo. Alguien debió escuchar sus plegarias, pues al final del artículo, la creadora del club hacía un llamamiento a todas las chicas de Nueva York con el corazón roto. Las citaba en The Cavern el sábado a las ocho.
Grey lo supo, era la señal que no sabía que había estado esperando: tenía que acudir a la citación. Había muchas razones por las que las chicas se destrozaban, como no entrar en sus vaqueros favoritos, por ejemplo. Pero había pocas que las destrozaran de verdad. Cody Miller era la única que había dejado a Grey Longaster para el vertedero. Ya no lo quería, ya no lo necesitaba, pero no lo olvidaba. Si se esforzaba mucho, aún podía sentir latiendo la desilusión y el dolor de aquella tarde. Cuando encontró a Cody, en el almacén del Octopus Garden; a escasos segundos de intimar con un chico.
«Tengo que ir », repetía sin descanso en su cabeza.
En ese preciso momento, Annie irrumpió en la sala. Quien se dio cuenta de inmediato que Grey parecía más animosa de lo normal, como con intención de ponerse a correr por las paredes.
—¿Qué? —la increpó Annie.
Annie y Grey eran física y dimensionalmente opuestas. Nadie hubiese esperado que forjaran una amistad. Grey era como el sol; sonriente, transparente, demasiado abierta. Mientras que Annie era como la luna; callada, misteriosa, tranquila. Y eran exactamente lo que necesitaban para la otra.
―Tengo plan para esta noche ―sentenció Grey dejándose caer satisfecha contra el respaldo; escueta en explicaciones.
Annie puso los ojos en blanco, sentada en una montaña de cajas de cartón.
―Nada de fiestas, tuve que sacarte a caballito de la última. ―El cumpleaños de Dan, Grey recordaba bien ese momento. Había faltado poco para que abrazaran las gardenias de la entrada.
Grey giró con todas sus fuerzas la pantalla del ordenador para que Annie leyese el artículo. La vio fruncir el ceño, resoplar y morderse el labio durante el proceso.
―Es la peor idea que se te ha ocurrido en la vida ―sentenció al finalizar, clavando sus ojos cristalinos en Grey, que
hizo una mueca.
― ¡Si es una idea genial! ―Grey comenzó a elucubrar maneras de convencerla―. Seguro que muchas chicas acuden y no tiene pinta de ser una secta ni algo por el estilo.
Annie volvió a negar con la cabeza.
―No es por eso… aunque también. Pero el motivo principal es que no quiero ir a contarles mis penurias amorosas a
unas desconocidas.
―Acabas de leer el artículo, no se trata de eso. Mira las fotos ―volvió a señalar a las chicas sonrientes de la pantalla―. Se las ve más felices de lo que hemos sido tú y yo juntas este último año.
Un leve tembleque en el labio inferior de Annie le hizo darse cuenta de que empezaba a procesar la propuesta y que en las inmediaciones de su impenetrable mente estaba empezando a sopesar de verdad la idea.
―Ya sé que los chicos son unos idiotas integrales, pero quiero seguir saliendo con ellos en algún momento lejano de mi futuro —rebatió Annie.
Grey rechistó. Conocía a su mejor amiga y sabía que en el fondo ya la había convencido.
―Estás diciendo que no porque te gusta esa palabra ―espetó inclinándose sobre el escritorio. Para quedar más cerca de ella—. Conoceremos gente nueva, olvidaremos la miseria reciente de nuestras vidas y quién sabe, puede que hasta encontremos Tallahassee.
—No cites a Neal, todavía duele…
—Sólo es para ver de qué trata. Podemos marcharnos si no es lo que esperamos —insistió Grey, una vez más.
Annie la fulminó con reproche. Así que Grey trató de no sonreír con aire triunfal, no fuera que cambiase de opinión en el último momento.
—Si es un completa pérdida de tiempo tendrás que comprarme la tarrina más grande de helado que encontremos —alzó su dedo índice, como un juez a punto de dictar sentencia.
Ahora sí, Grey no se contuvo y empezó a aplaudir como una loca. Mientras Annie se daba una palmada en la frente, ya arrepintiéndose. Lo que hizo que Grey aplaudiese con más ganas, el Club de los Corazones Solitarios las esperaba.
Emma y Thomas, sus padres, expertos consagrados en el arte de ridiculizarla y hacerla pasar vergüenza pertenecían a la lista de familias de acogida de Nueva York. Tomaron la decisión de inscribirse cuando Grey cumplió los doce años. En lugar de embarcarse en la placentera —para ellos, pues de sólo imaginarlo a Grey le entraban nauseas— búsqueda de un segundo bebé. Hacía más de un año que no acogían a nadie y, Grey lo echaba de menos. A sus padres les gustaban las casos difíciles, los niños perdidos que ya nadie estaba dispuesto a acoger. Por los que el Estado había dejado de preocuparse y habían abandonado prácticamente a su suerte.
Si las cosas iban bien, el próximo niño perdido ya se habría mudado con ellos para la semana próxima. Razón por la que Grey estaba en el Octopus Garden en ese momento: sus padres se encontraban reunidos con la trabajadora social del nuevo chico, ultimando los detalles y firmando los papeles correspondientes.
Así pues, ahí estaban tío Bill, Lola y Grey, repletos de aburrimiento. El restaurante se encontraba en horas muertas y el tiempo se arrastraba más lento que un caracol disecado. La única actividad que se avistaba eran los gritos de tío Bill, que gruñía y gritaba de cuando en cuando porque su equipo de béisbol preferido perdía. Mientras que Lola y ella estaban sentadas en una de las mesas del fondo sin nada que hacer.
―Grey, ¿crees que Bill dejará que me marche antes? ―preguntó Lola, enzarzada en una lucha con su descascarillado esmalte de uñas.
Observó a tío Bill: pupilas dilatadas de pura adrenalina, puño apretado dispuesto a aporrear la barra y la otra mano sosteniendo una jarra de cerveza.
―Ahora mismo podría entrar Mick Jagger en el restaurante y él le pediría que regresara en otro momento ―respondió.
Lola enarcó una de sus afiladas cejas negras abandonado la batalla contra el esmalte de uñas. Era sumamente fácil ponerla de malhumor.
—Vete —la despachó con la mano—, no hay razón para que las dos renunciemos al viernes.
―Gracias —sonrió y se arrastró por el banco para marcharse escueta en palabras como era.
Eran dos cosas las que conocía Grey de la vida privada de su compañera: sus padres la abandonaron, vivía en un adosado de Brooklyn con su abuela y su tío. Y llevaban trabajando juntas desde hacía un año. Por mucho que Grey lo había intentado Lola seguía mostrándose muy reservada con sus cosas.
―Adiós. —Se despidió, aunque Lola ya no estaba allí para recibirlo.
Grey permaneció sentada en silencio por un rato pensando en Cody. Desde su visita le había resultado imposible sacárselo de la cabeza. Como un recordatorio constante de lo estúpida que había sido. Estar en el restaurante no ayudaba. Allí se habían conocido, allí se había enamorado de él y ahí había descubierto su engaño.
Cuando se cansó de compadecerse de sí misma, escribió un mensaje a Annie:
«Sola y aburrida, tío Bill + béisbol, ¿vienes?».
Segundos después le llegó la respuesta.
«Dame una hora :)».
Avisó a tío Bill de que se marchaba al almacén por si llegaba algún cliente. Una vez allí entró a trastero que sus padres y tío Bill usaban como despacho. Era un reto entrar en la sala sin destrozarse las espinillas contra alguna caja y, las paredes: repletas de fotografías de Los Beatles y de los conciertos del grupo de rock que antiguamente habían tenido su padre y el tío Bill, parecían dispuestas a aplastarte después de un rato allí dentro. Sin embargo, la reconfortaba estar allí: olía a tinta, fotocopias e incienso. Además había una cómoda silla giratoria y un escritorio con un ordenador donde podría vaguear hasta que llegase Annie.
Encendió el tocador de vinilos y puso a los únicos cuatro chicos del universo que sabía que nunca —sin contar a Yellow— le romperían el corazón: John, Ringo, Paul y George. Sus padres realmente no le habían dejado opción, había estado destinada a amar a Los Beatles antes incluso de nacer. Emma y Thomas se conocieron en un viaje a Liverpool, en The Cavern, junto a la estatua de John Lennon. La habían concebido en un concierto conmemorativo por su muerte, la canción que sonaba cuando llegó al mundo fue Imagine y su canción de cuna era All my loving.
Lo más parecido que tenían los Longaster a una religión eran Los Beatles. Y Grey era la creyente más devota y ferviente de todos.
Se dejó caer en la silla y pulsó el botón de arranque del destartalado ordenador, que ni siquiera contaba con una pantalla plana. Probablemente, era uno de los primeros modelos que salieron cuando se inventaron. Su madre y ella insistían a su padre casi todos los días para que comprara un nuevo modelo. Pero él no cedía de ninguna de las maneras, puesto que ya se había deshecho de demasiadas cosas de su juventud. Como sus pantalones de cuero, los pelos engominados y las camisetas con logotipos. Aunque deshacerse no era el término adecuado, más bien, las había escondido en la buhardilla, tras unas cuantas cajas de libros viejos.
El ordenador tardaba, con suerte, unos diez minutos en arrancar y otros diez en encenderse. Cuando por fin lo hizo, Grey se pasó por Facebook para leer las últimas novedades, pues era lo más parecido a un periódico que leía. Lo primero que encontró fue un mensaje de Becky, que iba con ella a clase de Español, donde le enviaba un vínculo a una página web. Pulsó movida por la curiosidad.
La llevó a un artículo en una revista de actualidad. Iba a cerrarlo sin más, pero el título llamó irremediablemente su atención: «El Club de los Corazones Solitarios, de Penny Bloom». Al principio pensó que se trataba de una conmemoración o crítica al álbum de Los Beatles, pronto descubrió que no tenía nada que ver. El artículo hablaba sobre un club adolescente de chicas de hacía más de diez años, que por lo visto había sido todo un fenómeno en el país.
«El Club de los Corazones Solitarios es un fenómeno imparable que se difunde por todo el país. ¡Cuidado chicos, yo que vosotros mimaría bien a vuestras novias! Estoy seguro de que no queréis que os dejen plantados el día del Baile de Invierno», decía un periodista del New York Times.
También había testimonios que explicaban en qué consistía el club, de boca de las chicas del club original.
«Me cansé de ser un pañuelo de usar y tirar, eso es todo. No somos una secta feminista en contra de los hombres, tampoco queremos erradicarlos del planeta. Cuanto queremos, es que al echar la vista atrás dentro de unos años; no haya desengaños amorosos, ni chicos que nos rompieron el corazón o que no nos tomaron en serio. Quiero que mis recuerdos estén llenos de risas y amistad. El club es acerca de la amistad, de apoyarnos entre nosotras. Nos reunimos los sábados en The Cavern y allí pasamos el rato. Pero te aseguro que nunca hemos urdido un plan para acabar con vuestra especie… aunque algunos, no merecéis otra cosa.» Decía Penny, la creadora, a un periodista.
Para entonces, Grey ya estaba inclina sobre la pantalla del ordenador, con el pulso palpitando a viva voz bajo su piel.
«Esta tarde, las chicas del Club de los Corazones Solitarios, han brillado con luz propia al organizar un partido benéfico en Central Park, para recaudar fondos para la asociación contra el cáncer mama del que la madre de una de las participantes es presidenta» Hablaba un tal Park, de un periódico local de la zona de Greenwich Village, el barrio de Grey.
A parte de los testimonios, había fotografías del club. Con título y fecha bajo cada una de ellas.
«El club en el Baile de Bienvenida, junio de 2008».
«En el cumpleaños de Eleanor, febrero de 2009».
«Fin de semana de acampada, julio de 2007»
«El club en el desfile de las flores, enero de 2010».
Y así, varias fotografías más, protagonizadas por adolescentes radiantes y felices. Mientras las miraba, mordisqueándose una uña, Grey se preguntaba por qué no existía un club como ese en su tiempo. Alguien debió escuchar sus plegarias, pues al final del artículo, la creadora del club hacía un llamamiento a todas las chicas de Nueva York con el corazón roto. Las citaba en The Cavern el sábado a las ocho.
Grey lo supo, era la señal que no sabía que había estado esperando: tenía que acudir a la citación. Había muchas razones por las que las chicas se destrozaban, como no entrar en sus vaqueros favoritos, por ejemplo. Pero había pocas que las destrozaran de verdad. Cody Miller era la única que había dejado a Grey Longaster para el vertedero. Ya no lo quería, ya no lo necesitaba, pero no lo olvidaba. Si se esforzaba mucho, aún podía sentir latiendo la desilusión y el dolor de aquella tarde. Cuando encontró a Cody, en el almacén del Octopus Garden; a escasos segundos de intimar con un chico.
«Tengo que ir », repetía sin descanso en su cabeza.
En ese preciso momento, Annie irrumpió en la sala. Quien se dio cuenta de inmediato que Grey parecía más animosa de lo normal, como con intención de ponerse a correr por las paredes.
—¿Qué? —la increpó Annie.
Annie y Grey eran física y dimensionalmente opuestas. Nadie hubiese esperado que forjaran una amistad. Grey era como el sol; sonriente, transparente, demasiado abierta. Mientras que Annie era como la luna; callada, misteriosa, tranquila. Y eran exactamente lo que necesitaban para la otra.
―Tengo plan para esta noche ―sentenció Grey dejándose caer satisfecha contra el respaldo; escueta en explicaciones.
Annie puso los ojos en blanco, sentada en una montaña de cajas de cartón.
―Nada de fiestas, tuve que sacarte a caballito de la última. ―El cumpleaños de Dan, Grey recordaba bien ese momento. Había faltado poco para que abrazaran las gardenias de la entrada.
Grey giró con todas sus fuerzas la pantalla del ordenador para que Annie leyese el artículo. La vio fruncir el ceño, resoplar y morderse el labio durante el proceso.
―Es la peor idea que se te ha ocurrido en la vida ―sentenció al finalizar, clavando sus ojos cristalinos en Grey, que
hizo una mueca.
― ¡Si es una idea genial! ―Grey comenzó a elucubrar maneras de convencerla―. Seguro que muchas chicas acuden y no tiene pinta de ser una secta ni algo por el estilo.
Annie volvió a negar con la cabeza.
―No es por eso… aunque también. Pero el motivo principal es que no quiero ir a contarles mis penurias amorosas a
unas desconocidas.
―Acabas de leer el artículo, no se trata de eso. Mira las fotos ―volvió a señalar a las chicas sonrientes de la pantalla―. Se las ve más felices de lo que hemos sido tú y yo juntas este último año.
Un leve tembleque en el labio inferior de Annie le hizo darse cuenta de que empezaba a procesar la propuesta y que en las inmediaciones de su impenetrable mente estaba empezando a sopesar de verdad la idea.
―Ya sé que los chicos son unos idiotas integrales, pero quiero seguir saliendo con ellos en algún momento lejano de mi futuro —rebatió Annie.
Grey rechistó. Conocía a su mejor amiga y sabía que en el fondo ya la había convencido.
―Estás diciendo que no porque te gusta esa palabra ―espetó inclinándose sobre el escritorio. Para quedar más cerca de ella—. Conoceremos gente nueva, olvidaremos la miseria reciente de nuestras vidas y quién sabe, puede que hasta encontremos Tallahassee.
—No cites a Neal, todavía duele…
—Sólo es para ver de qué trata. Podemos marcharnos si no es lo que esperamos —insistió Grey, una vez más.
Annie la fulminó con reproche. Así que Grey trató de no sonreír con aire triunfal, no fuera que cambiase de opinión en el último momento.
—Si es un completa pérdida de tiempo tendrás que comprarme la tarrina más grande de helado que encontremos —alzó su dedo índice, como un juez a punto de dictar sentencia.
Ahora sí, Grey no se contuvo y empezó a aplaudir como una loca. Mientras Annie se daba una palmada en la frente, ya arrepintiéndose. Lo que hizo que Grey aplaudiese con más ganas, el Club de los Corazones Solitarios las esperaba.
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Horas más tarde, Lola resurgió de la boca de metro más próxima a su casa, ya en Brooklyn. Lejos de la estrafalaria y lujosa vida de Manhattan. Personalmente, ella prefería más las calles sucias de su lado de la ciudad, las cafeterías de mesas desconchadas y sillones con el espumillón fuera. Era un paisaje más real, menos idílico y elitista.
Caminó por la calle adoquinada, adornada por los edificios de ladrillo, envoltorios de golosinas, obras de arte plasmadas en el suelo y de niños jugueteando con gomas elásticas o muñecos de acción. Minutos después, estaba traspasando la valla de entrada a su casa.
Lola habitaba en un complejo de adosados medio destartalados cercanos al Chinatown. Introdujo la llave en la cerradura y de inmediato, el olor a amapolas y repollo le produjo ganas de vomitar, así como un leve y camuflado olor que le abrasaba los pelos de la nariz ―el de «las plantas especiales» de su tío Paco―.
―¡Ya he llegado! ―vociferó mientras se quitaba la arena contra el felpudo.
De la cocina, salió la enjuta pero elegante figura de Prudencia Reyes, su abuela, ataviada con un delantal de flores. Manchado aquí y allí de abono. Los ojos marrones de la anciana sonrieron.
―Hola, m’ija, ¿cómo te fue en el trabajo? ―preguntó en su habitual tono cantarín. Lleno de subidas y bajadas, marcando las vocales y los finales de cada palabra.
―Quiero hibernar hasta el año que viene ―se quejó sentándose en las escaleras. Odiaba trabajar, pero era la única forma que tenía de pagar la guitarra.
Prudencia chistó con desaprobación, bamboleando las anchas caderas de manera inconsciente. Lola supo lo que se avecinaba.
―Cuanto antes descubras que la vida se compone de factores desagradables, con los que tenemos que lidiar, porque así funciona el mundo…
―…antes lo aceptarás y serás capaz de adaptarte. Y lo que es más importante, evitarás terminar como el resto de la familia ―acabó la muchacha, realizando una imitación espectacular de la voz de Prudencia, con el acento latino y todo.
En ese preciso momento, la puerta del baño de la planta baja se abrió. Trayendo tras ella a un cuarentón de ojos vidriosos y dilatados, una nube de humo y un fuerte olor a planta especial. Recorrió la distancia que le separaba de ellas en dos pasos, puesto que tenía unas largas y atléticas piernas.
―Mamita, se me acaba de ocurrir un nuevo proyecto. ¡Es este, este será el que me devuelva la fama! ―exclamó abriendo los brazos cual ave a punto de alzar el vuelo. ―Voy a mi estudio, debo ponerme a trabajar cuanto antes. ¡Estoy a punto de marcar un antes y un después en el arte moderno! ―gritó. Parecía a punto de saltar sobre su madre; que seguía bamboleando las caderas con desaprobación.
Lola se mordió la lengua para no recordarle a su tío Paco que era la cuarta vez que aquellas palabras salían de su boca en menos de un mes. Que probablemente, su intento de revolucionar el arte moderno, quedaría tapado por un manta agujereada en la esquina de su estudio —el trastero—, como todas las demás. Que su gran inspiración provenía de los efectos que la marihuana producía en él y que una vez hubieran pasado, volvería a quedar en blanco y aunque tratara de recuperarla inhalando más marihuana, no lo haría.
Pero se contuvo, vaya que si lo hizo. El tío Paco era como un niño, tremendamente efusivo e igual de vulnerable.
―Ah, hola Lolita ―se agachó junto a ella, le temblaban las manos y tuvo que aferrarse a la barandilla para no caer de culo―. Recuerda esto: encontramos la inspiración en el lugar más insospechado. En el azulejo de la pared que tantas otras veces hemos mirado, en el cordón de nuestro zapato.
―Claro que sí, Paco, en el cordón de nuestro zapato ―despegó las posaderas de las escaleras para marcharse a su habitación. Ya había tenido suficiente.
El tío Paco salió corriendo en dirección al estudio, rebosante de emoción —y de drogas—. Lola y su abuela cruzaron una mirada.
—Arriesgué la vida para que los necios de mis hijos tuvieran un futuro mejor y mira —se lamentó.
—Nadie podría haberlo hecho mejor. El tío Paco nació sin arreglo —bromeó, al ver que el rostro de su abuela se llena de patas de gallo y arrugas de expresión.
—Por eso tú eres la encargada de romper la maldición de los Reyes, florecilla silvestre. Demuestra que no todos son unos necios con la cabeza llena de sueños imposibles.
La lista de necios era extensa, por eso Prudencia la llamaba maldición: Primero fue el abuelo, que los abandonó en México tras conocer a una cantante de poca monta que le ofreció irse de gira con ella. El tío Paco, que había dibujado un cuadro que consiguió vender por cincuenta dólares hacía más de veinte años atrás y que pensaba que eso lo convertía en artista. Su madre, Silva, una hippie que se había marchado pocos años después de nacer sus hijos con un cantante que conoció una noche. Y su hermano, Aaron, del que no se podía hablar, porque estaba prohibido. Incluso su padre, que no era un Reyes se había marchado para perseguir sus sueños musicales.
Sí, los Reyes eran unos necios soñadores aferrados a sueños muertos hacía mucho tiempo. Lo que Prudencia no sabía era que Lola era también una necia. Sólo que sus sueños acababan de empezar.
Lola Reyes quería ser cantante. Una pasión desacertada, pues su abuela había prohibido cualquier actividad
relacionada con ella, salvo escucharla. Lola había de tratado de renegar, de interesarse por los números, las leyes o la literatura: todas en vano. Así que se pasaba la vida ocultando a su abuela sus increpantes sueños.
―La cena estará dentro de una hora, ¿por qué no descansas un rato? ―la exhortó, alisando su colorido delantal.
—Puedo ayudarte.
—Ni hablar, no quiero que estropees huarache.
—Gracias por el voto de confianza.
Ascendió por la escalera de madera para marcharse a su habitación. Situada al lado del descansillo de la escalera, entre el cuarto de Prudencia y el de Paco. Una distribución con connotaciones metafóricas en la vida real. Así vivía: entre la excentricidad de su tío y la dictadura de su abuela.
La música y su habitación eran los santuarios a los que Lola se retiraba cuando sentía que estaba sucumbiendo a la locura de su familia. Allí, había indicios de la pasión de la chica repartidos por todo el lugar. Pósteres de cantantes, entradas de conciertos, un cabecero hecho con carátulas de sus discos favoritos, la alfombra en forma de piano… y, escondidos en el armario: el teclado y la guitarra. Su habitación era una extensión de su alma.
Permaneció de pie sobre la moqueta pensando en qué hacer hasta la hora de la cena. Justo entonces, escuchó un ruido proveniente de la terraza. Allí encontró a Winter, su mejor amiga, sentada en el sillón preferido de Lola. Que había cruzado desde su terraza, pegada a la de Lola, como tantas otras veces.
―Hola ―la saludó con una media sonrisa, casi sin volver la vista hacia ella. Estaba muy ocupada mirando algo en su móvil.
―Hola, Win.
Ya que no podía tener el sillón, se sentó en el suelo, con la espalda pegada a la barandilla.
―¿Qué era eso tan urgente que tenías que contarme? ―quiso saber Winter, dejando el móvil sobre sus piernas―. Mejor dicho, ¿en qué lío te has metido esta vez?
Lola recordó de pronto el motivo por el que había convocado a Winter en la terraza. Se impulsó para coger el móvil de Winter, ya que se había dejado el suyo dentro y se buscó la página que quería enseñarla, por la que se había marchado antes del trabajo.
―Siempre piensas que me he metido en un lío… ―se quejó al tiempo que tecleaba.
Winter se dejó caer contra el respaldo de la silla, con las manos entrelazadas en el estómago. La luna se refleja en sus mechones de pelo caoba y la sombra de los árboles escenificaba en sus rasgos su aura misteriosa. Tras lanzar a Lola una mueca desdeñosa, dijo:
―¡Oh, perdone usted Lola la Cándida por desconfiar de su buena voluntad y su incapacidad para cometer estupideces! ―bromeó con los ojos verdes centelleando.
Lola le regaló un puntapié que no llegó a acertar en Winter, sino en el sillón.
―No creo que en la Edad Media se utilizara la palabra «estúpido» ―. Tenían un don innato para sacarse de quicio la una a la otra. Prueba de ello fue el suspiro de contención que se abrió paso por los labios de Winter.
―Desembucha ―la apremió.
Cuando Lola encontró lo que estaba buscando, le devolvió el móvil y aguardó a que lo leyese.
—Bromeas, ¿no? —apostilló, sin dejar de mirar a la pantalla.
—Qué va —aseguró Lola—. Quiero ir y tú vas a acompañarme.
Winter abrió la boca tanto que llegó a escuchar un crujido.
—¿Por qué? —inquirió, cruzándose de brazos.
―No se debe a mi ineptitud para escoger hombres —explicó Lola, juntando las rodillas contra el pecho—. Es por el sitio, ¿sabes que los sábados tienen micrófono abierto?
La comprensión acudió al rostro de Winter, no tuvo que decir nada más. La única razón por la que Lola quería ir al día siguiente a The Cavern, a la reapertura del club, se debía solamente a que tendría la oportunidad de cantar, de mostrar su talento, por escaso que llegase a ser…
Si le decía a Prudencia que se había unido a un club para chicas, no haría preguntas. Si creía que su nieta se había unido a un club que consistía en no salir con chicos, se daría con un canto en los dientes. Y Lola podría ir todos los sábados allí y cantar.
―Si tu abuela se entera te confinará en un internado en lo más recóndito de Finlandia, lo sabes, ¿no es así? ―pero por supuesto Lola ejercía muy bien su papel de «Pepito Grillo».
—No lo hará, porque estaremos en el club.
—Deja de hablar en plural, no he dicho que te vaya a acompañar.
Lola sonrió y con dos movimientos rápidos se tiró encima de Winter, haciendo que gritase.
—Pero lo harás, porque si no te aplasto hasta que se te salgan los ojos de las cuencas.
—¿Te has fumado algo del tío Paco? —boqueó Winter, tratando de sacársela de encima revolviéndose en el sillón.
—Winter, lo mío es de nacimiento.
—Ni que lo jures…
Caminó por la calle adoquinada, adornada por los edificios de ladrillo, envoltorios de golosinas, obras de arte plasmadas en el suelo y de niños jugueteando con gomas elásticas o muñecos de acción. Minutos después, estaba traspasando la valla de entrada a su casa.
Lola habitaba en un complejo de adosados medio destartalados cercanos al Chinatown. Introdujo la llave en la cerradura y de inmediato, el olor a amapolas y repollo le produjo ganas de vomitar, así como un leve y camuflado olor que le abrasaba los pelos de la nariz ―el de «las plantas especiales» de su tío Paco―.
―¡Ya he llegado! ―vociferó mientras se quitaba la arena contra el felpudo.
De la cocina, salió la enjuta pero elegante figura de Prudencia Reyes, su abuela, ataviada con un delantal de flores. Manchado aquí y allí de abono. Los ojos marrones de la anciana sonrieron.
―Hola, m’ija, ¿cómo te fue en el trabajo? ―preguntó en su habitual tono cantarín. Lleno de subidas y bajadas, marcando las vocales y los finales de cada palabra.
―Quiero hibernar hasta el año que viene ―se quejó sentándose en las escaleras. Odiaba trabajar, pero era la única forma que tenía de pagar la guitarra.
Prudencia chistó con desaprobación, bamboleando las anchas caderas de manera inconsciente. Lola supo lo que se avecinaba.
―Cuanto antes descubras que la vida se compone de factores desagradables, con los que tenemos que lidiar, porque así funciona el mundo…
―…antes lo aceptarás y serás capaz de adaptarte. Y lo que es más importante, evitarás terminar como el resto de la familia ―acabó la muchacha, realizando una imitación espectacular de la voz de Prudencia, con el acento latino y todo.
En ese preciso momento, la puerta del baño de la planta baja se abrió. Trayendo tras ella a un cuarentón de ojos vidriosos y dilatados, una nube de humo y un fuerte olor a planta especial. Recorrió la distancia que le separaba de ellas en dos pasos, puesto que tenía unas largas y atléticas piernas.
―Mamita, se me acaba de ocurrir un nuevo proyecto. ¡Es este, este será el que me devuelva la fama! ―exclamó abriendo los brazos cual ave a punto de alzar el vuelo. ―Voy a mi estudio, debo ponerme a trabajar cuanto antes. ¡Estoy a punto de marcar un antes y un después en el arte moderno! ―gritó. Parecía a punto de saltar sobre su madre; que seguía bamboleando las caderas con desaprobación.
Lola se mordió la lengua para no recordarle a su tío Paco que era la cuarta vez que aquellas palabras salían de su boca en menos de un mes. Que probablemente, su intento de revolucionar el arte moderno, quedaría tapado por un manta agujereada en la esquina de su estudio —el trastero—, como todas las demás. Que su gran inspiración provenía de los efectos que la marihuana producía en él y que una vez hubieran pasado, volvería a quedar en blanco y aunque tratara de recuperarla inhalando más marihuana, no lo haría.
Pero se contuvo, vaya que si lo hizo. El tío Paco era como un niño, tremendamente efusivo e igual de vulnerable.
―Ah, hola Lolita ―se agachó junto a ella, le temblaban las manos y tuvo que aferrarse a la barandilla para no caer de culo―. Recuerda esto: encontramos la inspiración en el lugar más insospechado. En el azulejo de la pared que tantas otras veces hemos mirado, en el cordón de nuestro zapato.
―Claro que sí, Paco, en el cordón de nuestro zapato ―despegó las posaderas de las escaleras para marcharse a su habitación. Ya había tenido suficiente.
El tío Paco salió corriendo en dirección al estudio, rebosante de emoción —y de drogas—. Lola y su abuela cruzaron una mirada.
—Arriesgué la vida para que los necios de mis hijos tuvieran un futuro mejor y mira —se lamentó.
—Nadie podría haberlo hecho mejor. El tío Paco nació sin arreglo —bromeó, al ver que el rostro de su abuela se llena de patas de gallo y arrugas de expresión.
—Por eso tú eres la encargada de romper la maldición de los Reyes, florecilla silvestre. Demuestra que no todos son unos necios con la cabeza llena de sueños imposibles.
La lista de necios era extensa, por eso Prudencia la llamaba maldición: Primero fue el abuelo, que los abandonó en México tras conocer a una cantante de poca monta que le ofreció irse de gira con ella. El tío Paco, que había dibujado un cuadro que consiguió vender por cincuenta dólares hacía más de veinte años atrás y que pensaba que eso lo convertía en artista. Su madre, Silva, una hippie que se había marchado pocos años después de nacer sus hijos con un cantante que conoció una noche. Y su hermano, Aaron, del que no se podía hablar, porque estaba prohibido. Incluso su padre, que no era un Reyes se había marchado para perseguir sus sueños musicales.
Sí, los Reyes eran unos necios soñadores aferrados a sueños muertos hacía mucho tiempo. Lo que Prudencia no sabía era que Lola era también una necia. Sólo que sus sueños acababan de empezar.
Lola Reyes quería ser cantante. Una pasión desacertada, pues su abuela había prohibido cualquier actividad
relacionada con ella, salvo escucharla. Lola había de tratado de renegar, de interesarse por los números, las leyes o la literatura: todas en vano. Así que se pasaba la vida ocultando a su abuela sus increpantes sueños.
―La cena estará dentro de una hora, ¿por qué no descansas un rato? ―la exhortó, alisando su colorido delantal.
—Puedo ayudarte.
—Ni hablar, no quiero que estropees huarache.
—Gracias por el voto de confianza.
Ascendió por la escalera de madera para marcharse a su habitación. Situada al lado del descansillo de la escalera, entre el cuarto de Prudencia y el de Paco. Una distribución con connotaciones metafóricas en la vida real. Así vivía: entre la excentricidad de su tío y la dictadura de su abuela.
La música y su habitación eran los santuarios a los que Lola se retiraba cuando sentía que estaba sucumbiendo a la locura de su familia. Allí, había indicios de la pasión de la chica repartidos por todo el lugar. Pósteres de cantantes, entradas de conciertos, un cabecero hecho con carátulas de sus discos favoritos, la alfombra en forma de piano… y, escondidos en el armario: el teclado y la guitarra. Su habitación era una extensión de su alma.
Permaneció de pie sobre la moqueta pensando en qué hacer hasta la hora de la cena. Justo entonces, escuchó un ruido proveniente de la terraza. Allí encontró a Winter, su mejor amiga, sentada en el sillón preferido de Lola. Que había cruzado desde su terraza, pegada a la de Lola, como tantas otras veces.
―Hola ―la saludó con una media sonrisa, casi sin volver la vista hacia ella. Estaba muy ocupada mirando algo en su móvil.
―Hola, Win.
Ya que no podía tener el sillón, se sentó en el suelo, con la espalda pegada a la barandilla.
―¿Qué era eso tan urgente que tenías que contarme? ―quiso saber Winter, dejando el móvil sobre sus piernas―. Mejor dicho, ¿en qué lío te has metido esta vez?
Lola recordó de pronto el motivo por el que había convocado a Winter en la terraza. Se impulsó para coger el móvil de Winter, ya que se había dejado el suyo dentro y se buscó la página que quería enseñarla, por la que se había marchado antes del trabajo.
―Siempre piensas que me he metido en un lío… ―se quejó al tiempo que tecleaba.
Winter se dejó caer contra el respaldo de la silla, con las manos entrelazadas en el estómago. La luna se refleja en sus mechones de pelo caoba y la sombra de los árboles escenificaba en sus rasgos su aura misteriosa. Tras lanzar a Lola una mueca desdeñosa, dijo:
―¡Oh, perdone usted Lola la Cándida por desconfiar de su buena voluntad y su incapacidad para cometer estupideces! ―bromeó con los ojos verdes centelleando.
Lola le regaló un puntapié que no llegó a acertar en Winter, sino en el sillón.
―No creo que en la Edad Media se utilizara la palabra «estúpido» ―. Tenían un don innato para sacarse de quicio la una a la otra. Prueba de ello fue el suspiro de contención que se abrió paso por los labios de Winter.
―Desembucha ―la apremió.
Cuando Lola encontró lo que estaba buscando, le devolvió el móvil y aguardó a que lo leyese.
—Bromeas, ¿no? —apostilló, sin dejar de mirar a la pantalla.
—Qué va —aseguró Lola—. Quiero ir y tú vas a acompañarme.
Winter abrió la boca tanto que llegó a escuchar un crujido.
—¿Por qué? —inquirió, cruzándose de brazos.
―No se debe a mi ineptitud para escoger hombres —explicó Lola, juntando las rodillas contra el pecho—. Es por el sitio, ¿sabes que los sábados tienen micrófono abierto?
La comprensión acudió al rostro de Winter, no tuvo que decir nada más. La única razón por la que Lola quería ir al día siguiente a The Cavern, a la reapertura del club, se debía solamente a que tendría la oportunidad de cantar, de mostrar su talento, por escaso que llegase a ser…
Si le decía a Prudencia que se había unido a un club para chicas, no haría preguntas. Si creía que su nieta se había unido a un club que consistía en no salir con chicos, se daría con un canto en los dientes. Y Lola podría ir todos los sábados allí y cantar.
―Si tu abuela se entera te confinará en un internado en lo más recóndito de Finlandia, lo sabes, ¿no es así? ―pero por supuesto Lola ejercía muy bien su papel de «Pepito Grillo».
—No lo hará, porque estaremos en el club.
—Deja de hablar en plural, no he dicho que te vaya a acompañar.
Lola sonrió y con dos movimientos rápidos se tiró encima de Winter, haciendo que gritase.
—Pero lo harás, porque si no te aplasto hasta que se te salgan los ojos de las cuencas.
—¿Te has fumado algo del tío Paco? —boqueó Winter, tratando de sacársela de encima revolviéndose en el sillón.
—Winter, lo mío es de nacimiento.
—Ni que lo jures…
Última edición por gxnesis. el Miér 10 Abr 2019, 5:43 pm, editado 3 veces
indigo.
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Re: The Lonely Hearts Club.
CAPÍTULO 01.2.
PERSONAJES: Olivia, Damen & Grey || ESCRITO POR: gxnesis.
El sábado por la mañana, Emma y Thomas sacaron a Grey de la cama mucho antes de lo que merecía. Primero había perdido la tarde del viernes y ahora su derecho a dormir hasta las diez. Estaba sentada en el banco de la cocina, dormitando al lado de las tostadas, aguardando a que sus padres se dignaran a exponer los motivos de tal injusticia.
—Tostadas con extra de babas para desayunar, delicioso.
Abrió los ojos, con los párpados luchando por cerrarse de nuevo. Bastian estaba de pie tras el banco, con aspecto refrescante y una sonrisa de lo más irritante. A él no le importaba madrugar, de hecho solía despertarla más pronto de lo normal cuando aún vivía en casa.
—Puedo añadirles legañas también —masculló.
Bastian emuló una expresión de desavenencia.
—He perdido el apetito. —Procedió a sentarse a su lado, alzando los brazos por encima de la cabeza, para usarlos como almohada en la pared.
—¿Es eso posible? —Grey enarcó la ceja que no tenía aplastada contra la mesa. Reprimió un bostezo—. Papá y mamá me las van a hacer pagar. —aseguró, cambiando de tema.
Desmintiendo su propia afirmación, Bastian se hizo con un gofre cubierto de chocolate y se sirvió una taza de café.
—¿Tienes idea de qué ha pasado? —preguntó después de comerse medio gofre de un solo bocado. Un poco de chocolate quedó pegado en el lado derecho de su boca.
—A parte de un complot que consiste en torturarme, ni idea. Como no sea sobre el chico de acogida nuevo…
—Qué perspicaz es mi escarabajito.
Grey se despegó de la mesa, con la mitad de la cara adormecida, al oír la voz de su padre. Yellow entró ladrando a la cocina en ese momento, con la lengua colgando de su boca y la correa aún puesta. Su madre entró detrás, con las mejillas sonrojadas a causa del frío de la mañana.
—Tenemos buenas noticias. El chico de acogida estará con nosotros mañana por la mañana —señaló Emma, dejando el abrigo sobre una de las encimeras y caminando para dar un beso a su hijo mayor.
—Mamá, creo que Grey está a punto de lanzaros un gofre a la cabeza —advirtió Bastian, reprimiendo una risotada.
No estaba equivocado, Grey paseaba sus ojos entrecerrados por el sueño —y ahora por la rabia— entre sus progenitores.
—Hay más —se apresuró a decir Thomas, sentándose junto a su mujer en el banco al otro lado de la mesa tras poner She loves you en el reproductor—, por eso os hemos despertado temprano.
Grey optó por rellenar todas las tazas con café y servirse una tostada. Tras el primer sorbo, la mente se le despejó un poco.
—Huelga decir que la convivencia será dura al principio —convino Emma, como siempre.
—Sigo esperando alguna noticia que no me haga volver a la cama —canturreó Grey.
—¿Cómo se llama? —se interesó su hermano.
—Damen Strauss —respondió Thomas.
—Tiene nombre de artista —bromeó Grey, partiendo un trozo de tostada para dárselo a Yellow, que estaba tumbado sobre sus pies, escondido bajo la mesa.
—Su situación es delicada —prosiguió Emma, haciendo oídos sordos—. Ha pasado por varios reformatorios en los dos últimos años, se ha escapado de todas las casas de acogida en las que ha estado o bien han terminado por echarlo.
—Los de Servicios Sociales se han dado por vencidos con él —añadió Thomas, con el rostro serio.
—Es la premisa habitual —comentó Bastian. Pues todas las personas que llegaban andaban en una situación igual o similar.
Sus padres cruzaron una mirada entre ellos antes de continuar. Grey supo que estaba a punto de conocer la razón por la que había sido sacada de su sueño, en el que daba la vuelta al mundo con Leonardo Dicaprio.
—La asistenta social de Damen piensa que podría trabajar para un mal tipo de Queens. Un tipo peligroso.
Bastian dibujó una mueca de disgustó. Él había estado en la misma situación cuando llegó a casa de los Longaster cuatro años atrás. Repartiendo droga por encargo a cambio de unos cientos de dólares al mes. Grey podía ver cuánto se arrepentía de ello. Le regaló un apretón en la rodilla.
—¿Qué queréis que hagamos? —pronunciaron los dos hermanos al unísono, totalmente dispuestos a ayudar. Emma
y Thomas sonrieron de orgullo.
—Bastian, has estado ahí. Guía a Damen, hazle comprender que tiene más opciones—. Al terminar, Emma estiró la mano por encima de la mesa para coger la de su hijo.
—De acuerdo.
—¿Y yo? —quiso saber Grey.
—Tú misión es la de siempre, escarabajito —aclaró Thomas—. Empezará las clases en tu instituto este lunes, ayúdalo a adaptarse, hazte su amiga. Gánate su confianza, quizás así te cuente…
—En lo que anda metido —terminó Bastian, sacando la lengua a su hermana.
Grey había sido la primera persona en la que Bastian confió lo suficiente como para hablarle de John, el hombre para el que trabajaba. Ese era su superpoder, según él: la capacidad de demoler los muros detrás de los que se escondían los niños perdidos para sobrevivir.
—Copiado, Sargento Pimiento —dijo realizando un saludo militar a su padre. Yellow la apoyó con un sonoro ladrido, aunque en realidad sólo le estaba pidiendo otro trozo de tostada.
Tras la conversación, terminaron el desayuno casi en silencio, con Los Beatles sonando de fondo. Después, Bastian y su padre se adelantaron a Emma para ir a abrir el Octopus Garden. Grey se quedó a ayudar a su madre a meter los platos en el lavavajillas.
—¿Tienes planes para hoy?
Grey dudó sólo una fracción de segundo si se lo contaba a su madre o no. Pero siempre se lo contaba todo. Emma escuchó pacientemente todo el parloteo extasiado de su hija menor.
—Bueno, probar cosas nuevas está bien. Y si te ayuda a superar todo lo de estos meses, mucho mejor.
Grey se encogió de hombros, metiendo un vaso en el lavavajillas.
—Por lo menos me mantendrá alejada de tipos como Cody.
Su madre posó la mano bajo su barbilla para que la mirase, con su rostro tan similar al de Grey. Le arremetió uno de los rizos detrás de la oreja, con suma delicadeza.
—Pero recuerda, cielo. No debes dejar que las cosas malas que te pasen definan a la persona que serás mañana, ni empañe la forma en la que ves a los demás. No todos los chicos son como Cody.
Grey sonrió.
—Gracias, mamá.
—Mi trabajo no sólo consiste en ponerte en ridículo delante de tus amigos —le guiñó un ojo.
—Que te vaya bien en el trabajo, me voy a dormir un rato más —se despidió Grey.
—¡Casi me olvido! —exclamó Emma, sobresaltándola—. Dado que Damen viene mañana y no queremos espantarle, hemos suspendido el domingo familiar de esta semana.
—¿Puedo quedarme a dormir en casa de Annie, entonces? —preguntó, juntando las manos debajo de la barbilla.
—Sí, pero trata de volver pronto.
—No prometo nada… —Antes de que su madre pudiese rebatir, salió corriendo hacia su habitación.
Grey pasó el resto del día tumbada en la cama, en compañía de Yellow. Mientras se daba un maratón completo de Black Mirror y mensajeaba con Annie. A medida que se acercaba la hora en la que acudirían a The Cavern, más embargada se sentía por la expectación, los nervios y un pequeño porcentaje de miedo. Comenzó a arreglarse a las siete, bajo la atenta mirada de su perro. Que gruñía cuando alguna de las combinaciones no le gustaban. Al mirarse en el espejo, se cruzó con una fotografía en la que salía con Maxine. Sin pensárselo dos veces, marcó su número.
—Hola —respondió su amiga al otro lado, con el tono de voz de agotamiento que la había acompañado en la última semana. Maxine necesitaba el club más que nadie.
—Maxi, ponte tus vaqueros de comerte el mundo, te paso a recoger en media hora.
—¿Cómo? —murmuró su amiga sin comprensión.
—Ya me has oído, estate lista. —No le dio la oportunidad de replicar y colgó.
Annie llamó a la puerta media hora después. Con la cámara colgada al cuello, uno de sus vestidos de estampados y su sonrisa huidiza.
—¿Lista, Timón? —chilló Grey, poniéndose la chaqueta de cuero de color mostaza.
—Cuando tú lo estés, mi querida Pumba.
Grey enganchó su brazo al de su mejor amiga y se encaminó a la que sería la primera de muchas noches en el Club de los Corazones Solitarios de Nueva York.
—Tostadas con extra de babas para desayunar, delicioso.
Abrió los ojos, con los párpados luchando por cerrarse de nuevo. Bastian estaba de pie tras el banco, con aspecto refrescante y una sonrisa de lo más irritante. A él no le importaba madrugar, de hecho solía despertarla más pronto de lo normal cuando aún vivía en casa.
—Puedo añadirles legañas también —masculló.
Bastian emuló una expresión de desavenencia.
—He perdido el apetito. —Procedió a sentarse a su lado, alzando los brazos por encima de la cabeza, para usarlos como almohada en la pared.
—¿Es eso posible? —Grey enarcó la ceja que no tenía aplastada contra la mesa. Reprimió un bostezo—. Papá y mamá me las van a hacer pagar. —aseguró, cambiando de tema.
Desmintiendo su propia afirmación, Bastian se hizo con un gofre cubierto de chocolate y se sirvió una taza de café.
—¿Tienes idea de qué ha pasado? —preguntó después de comerse medio gofre de un solo bocado. Un poco de chocolate quedó pegado en el lado derecho de su boca.
—A parte de un complot que consiste en torturarme, ni idea. Como no sea sobre el chico de acogida nuevo…
—Qué perspicaz es mi escarabajito.
Grey se despegó de la mesa, con la mitad de la cara adormecida, al oír la voz de su padre. Yellow entró ladrando a la cocina en ese momento, con la lengua colgando de su boca y la correa aún puesta. Su madre entró detrás, con las mejillas sonrojadas a causa del frío de la mañana.
—Tenemos buenas noticias. El chico de acogida estará con nosotros mañana por la mañana —señaló Emma, dejando el abrigo sobre una de las encimeras y caminando para dar un beso a su hijo mayor.
—Mamá, creo que Grey está a punto de lanzaros un gofre a la cabeza —advirtió Bastian, reprimiendo una risotada.
No estaba equivocado, Grey paseaba sus ojos entrecerrados por el sueño —y ahora por la rabia— entre sus progenitores.
—Hay más —se apresuró a decir Thomas, sentándose junto a su mujer en el banco al otro lado de la mesa tras poner She loves you en el reproductor—, por eso os hemos despertado temprano.
Grey optó por rellenar todas las tazas con café y servirse una tostada. Tras el primer sorbo, la mente se le despejó un poco.
—Huelga decir que la convivencia será dura al principio —convino Emma, como siempre.
—Sigo esperando alguna noticia que no me haga volver a la cama —canturreó Grey.
—¿Cómo se llama? —se interesó su hermano.
—Damen Strauss —respondió Thomas.
—Tiene nombre de artista —bromeó Grey, partiendo un trozo de tostada para dárselo a Yellow, que estaba tumbado sobre sus pies, escondido bajo la mesa.
—Su situación es delicada —prosiguió Emma, haciendo oídos sordos—. Ha pasado por varios reformatorios en los dos últimos años, se ha escapado de todas las casas de acogida en las que ha estado o bien han terminado por echarlo.
—Los de Servicios Sociales se han dado por vencidos con él —añadió Thomas, con el rostro serio.
—Es la premisa habitual —comentó Bastian. Pues todas las personas que llegaban andaban en una situación igual o similar.
Sus padres cruzaron una mirada entre ellos antes de continuar. Grey supo que estaba a punto de conocer la razón por la que había sido sacada de su sueño, en el que daba la vuelta al mundo con Leonardo Dicaprio.
—La asistenta social de Damen piensa que podría trabajar para un mal tipo de Queens. Un tipo peligroso.
Bastian dibujó una mueca de disgustó. Él había estado en la misma situación cuando llegó a casa de los Longaster cuatro años atrás. Repartiendo droga por encargo a cambio de unos cientos de dólares al mes. Grey podía ver cuánto se arrepentía de ello. Le regaló un apretón en la rodilla.
—¿Qué queréis que hagamos? —pronunciaron los dos hermanos al unísono, totalmente dispuestos a ayudar. Emma
y Thomas sonrieron de orgullo.
—Bastian, has estado ahí. Guía a Damen, hazle comprender que tiene más opciones—. Al terminar, Emma estiró la mano por encima de la mesa para coger la de su hijo.
—De acuerdo.
—¿Y yo? —quiso saber Grey.
—Tú misión es la de siempre, escarabajito —aclaró Thomas—. Empezará las clases en tu instituto este lunes, ayúdalo a adaptarse, hazte su amiga. Gánate su confianza, quizás así te cuente…
—En lo que anda metido —terminó Bastian, sacando la lengua a su hermana.
Grey había sido la primera persona en la que Bastian confió lo suficiente como para hablarle de John, el hombre para el que trabajaba. Ese era su superpoder, según él: la capacidad de demoler los muros detrás de los que se escondían los niños perdidos para sobrevivir.
—Copiado, Sargento Pimiento —dijo realizando un saludo militar a su padre. Yellow la apoyó con un sonoro ladrido, aunque en realidad sólo le estaba pidiendo otro trozo de tostada.
Tras la conversación, terminaron el desayuno casi en silencio, con Los Beatles sonando de fondo. Después, Bastian y su padre se adelantaron a Emma para ir a abrir el Octopus Garden. Grey se quedó a ayudar a su madre a meter los platos en el lavavajillas.
—¿Tienes planes para hoy?
Grey dudó sólo una fracción de segundo si se lo contaba a su madre o no. Pero siempre se lo contaba todo. Emma escuchó pacientemente todo el parloteo extasiado de su hija menor.
—Bueno, probar cosas nuevas está bien. Y si te ayuda a superar todo lo de estos meses, mucho mejor.
Grey se encogió de hombros, metiendo un vaso en el lavavajillas.
—Por lo menos me mantendrá alejada de tipos como Cody.
Su madre posó la mano bajo su barbilla para que la mirase, con su rostro tan similar al de Grey. Le arremetió uno de los rizos detrás de la oreja, con suma delicadeza.
—Pero recuerda, cielo. No debes dejar que las cosas malas que te pasen definan a la persona que serás mañana, ni empañe la forma en la que ves a los demás. No todos los chicos son como Cody.
Grey sonrió.
—Gracias, mamá.
—Mi trabajo no sólo consiste en ponerte en ridículo delante de tus amigos —le guiñó un ojo.
—Que te vaya bien en el trabajo, me voy a dormir un rato más —se despidió Grey.
—¡Casi me olvido! —exclamó Emma, sobresaltándola—. Dado que Damen viene mañana y no queremos espantarle, hemos suspendido el domingo familiar de esta semana.
—¿Puedo quedarme a dormir en casa de Annie, entonces? —preguntó, juntando las manos debajo de la barbilla.
—Sí, pero trata de volver pronto.
—No prometo nada… —Antes de que su madre pudiese rebatir, salió corriendo hacia su habitación.
Grey pasó el resto del día tumbada en la cama, en compañía de Yellow. Mientras se daba un maratón completo de Black Mirror y mensajeaba con Annie. A medida que se acercaba la hora en la que acudirían a The Cavern, más embargada se sentía por la expectación, los nervios y un pequeño porcentaje de miedo. Comenzó a arreglarse a las siete, bajo la atenta mirada de su perro. Que gruñía cuando alguna de las combinaciones no le gustaban. Al mirarse en el espejo, se cruzó con una fotografía en la que salía con Maxine. Sin pensárselo dos veces, marcó su número.
—Hola —respondió su amiga al otro lado, con el tono de voz de agotamiento que la había acompañado en la última semana. Maxine necesitaba el club más que nadie.
—Maxi, ponte tus vaqueros de comerte el mundo, te paso a recoger en media hora.
—¿Cómo? —murmuró su amiga sin comprensión.
—Ya me has oído, estate lista. —No le dio la oportunidad de replicar y colgó.
Annie llamó a la puerta media hora después. Con la cámara colgada al cuello, uno de sus vestidos de estampados y su sonrisa huidiza.
—¿Lista, Timón? —chilló Grey, poniéndose la chaqueta de cuero de color mostaza.
—Cuando tú lo estés, mi querida Pumba.
Grey enganchó su brazo al de su mejor amiga y se encaminó a la que sería la primera de muchas noches en el Club de los Corazones Solitarios de Nueva York.
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Encontró el folleto en tirado en el suelo, de camino al puesto de perritos al que huía montada en sus patines de cuatro ruedas cuando el mundo perfecto en el que vivía le arrancaba el aire a dentelladas. Fue como un libro. Ya sabes, ese libro que aparece en el momento oportuno de tu vida y te soluciona unos cuantos problemas que parecían de lo más complicados.
—Un maratón de Juego de Tronos hubiese sido más efectivo y menos comprometido —alegó Gemma, que caminaba a su lado por el parqu, con sus ojos somnolientos fijos en la pantalla del móvil siguiendo las indicaciones del GPS.
—Tyrion Lannister no es la solución a todos nuestros problemas.
Gemma la miró de reojo, con el ceño fruncido.
—Haré como que no he oído nada.
Oliva se obligó a sonreír. Tantas cenas y eventos sociales con lo más plástico de Manhattan la habían instruido en el arte del engaño. Capaz de evocar la sonrisa más feliz cuando en su interior todos los órganos estaban revueltos tratando de encontrar su sitio y en su mente se repetía una y otra vez el momento más horrible de toda su vida. El que la había conducido aquella noche a Central Park.
Gemma se detuvo en medio del camino, a punto de chocar con una chica que andaba en el sentido contrario. Miró a los alrededores y al teléfono repetidas veces. Suspiró con hastío.
—Genial, creo que nos hemos perdido.
Corría una ventisca fría que silbaba entre los árboles y mecía sus ramas bañadas por el atardecer. Olivia se arrebujó bajo la sudadera y echó una vistazo al mapa. Conocía Central Park casi al dedillo, pero el bar se encontraba en una sección que casi nunca frecuentaba.
—Tenemos que seguir recto hacia Tavern on the Green —dilucidó.
Para cuando llegaron al punto señalado en el mapa, habían oscurecido por completo. Las farolas escupían sus luces circulares sobre el asfalto, pero la mayor iluminación de la zona emergía de la famosa taberna. Un centenar de mesas se repartían frente a la fachada del restaurante. Cables con diminutas luces colgaban sobre ellas emulando la silueta de carpa. Una agradable música instrumental clamaba atención bajo el bullicio de centenares de conversaciones. Había una larga cola de acceso apostada junto a la entrada y varios grupos de personas detenían sus pasos para sacar fotografías de Tavern on the Green, que se arropaba entre los árboles.
Olivia había ido a comer varias veces a allí con sus padres. Le avergonzaba comer platos que costaban el dinero con el que una familia podría vivir durante todo un mes.
—¿Ves de The Cavern? —la instó Gemma, que de puntillas trababa de localizar su destino entre los distintos restaurantes de la zona.
Agarró a su mejor amiga de la muñeca y siguió caminando, pasando por delante de otros establecimientos.
Encontraron The Cavern hacia el final, cerca de los Strawberry Fields y el lago. Como la taberna, se encontraba arropado por un grupo de árboles. Era como la casa de la abuelita de Caperucita, sólo que mucho más ruidosa y en la que vivía una abuelita con chaquetas de cuero y bandanas rojas.
En los alrededores se congregaban grupos de jóvenes y no tan jóvenes. A través de las ventanas se veía destellos de luz, a veces blanca y otras veces azul o verde. La música retumbaba en las paredes y se apreciaba lo concurrido que estaba el bar.
—Como tu madre te cace aquí, no te deja salir de casa hasta los cuarenta —comentó Gemma, guardando el móvil en la chaqueta. Acto después reprimió un bostezo.
—Nadie me reconocerá así vestida —aseguró, extendiendo los brazos hacia los lados, abrazando el aire.
Llevaba una sudadera negra que le colgaba de todas partes, unos vaqueros y las zapatillas de correr. Se había soltado el pelo rubio y no llevaba maquillaje. Despojada de sus vestidos de talle largo, las coletas y su maquillaje de porcelana, Olivia Oswald no era una jovencita de la alta sociedad, ni la heredera de un imperio de la moda y videojuegos. Tan sólo la adolescente de dieciocho años a la que acababan de romper el corazón.
Las lágrimas se le acumularon en los párpados antes siquiera de poder respirar hondo. Gemma fue consciente y la agarró de la mano, conduciéndola hacia la entrada del bar.
—No sé si podemos estar aquí, ni siquiera somos mayores de edad —objetó, cerca de la puerta, donde varias personas taponaban la entrada.
Olivia deshizo las lágrimas con rápidos parpadeos. Carecía de sentido llorar y lamentarse. Ella no era de las que hundía ante los problemas, buscaba soluciones a estos.
—Podemos entrar, por lo de la reunión —explicó, había investigado The Cavern y leído reseñas antes de ir a buscar a Gemma a su casa.
—Está bien. —Gemma cuadró los hombros—, vamos allá.
Se abrieron paso entre la multitud, que olía a humo, sudor y alcohol. Gemma tenía razón, si su madre llegaba a averiguar que había estado en un lugar como ese, la confinaría de por vida. Por la vergüenza que le produciría, por supuesto. Todo cuanto le importaba a Regina Oswald eran las repercusiones sociales que podrían tener las acciones de Olivia. Saber aquello acrecentó sus ganas de estar allí.
El ruido no era tan intenso como parecía desde fuera, la música estaba alta pero al menos el corazón de Olivia no rebotaba con el sonido. Gemma se hizo a un lado para buscar a las personas que las habían conducido hasta allí, en lo que ella sostuvo la puerta a un grupo de tres chicas, que parecían de la misma edad que ellas. La más bajita, que llevaba una cámara colgada del cuello, la sonrió con agradecimiento.
—Creo que es eso.
Olivia siguió la dirección hacia donde señala el dedo de su mejor amiga. A la izquierda, detrás de medio muro de mampostería, había dos chicas sentadas en una de las mesas pegadas a la pared. Las rodeaban otras mesas llenas de comida y de bebida. Olivia reconoció a la de las trenzas de las fotografías que aparecían en el folleto.
Agarró a Gemma para no perderla entre la multitud y rodeó el muro, que formaba un semi rectángulo. La vía de acceso era una apertura por la que sólo cabía una persona a la vez en el centro de uno de los muros. Cuando estaba
entrando se dio cuenta de que el grupo de chicas a las que sostuvo la puerta aguardaban tras ellas para entrar. Resultó confortable saber que no serían las únicas.
Accedió al pequeño reservado con cautela, como si estuviese pisando tierra desconocida. Las dos chicas hablaban entre ellas, con una cerveza en la mano. Olivia sintió apuro de interrumpirlas y aguardó por si alguna de las presentes decía algo. Pero se habían congregado a su espalda en silencio. Gemma le dio un codazo en la espalda y con gestos de cabeza la instó a hablar.
—Disculpad. ¿Es esta la reunión del Club de los Corazones Solitarios? —preguntó con temblor en la voz.
En el primer instante, las chicas se miraron entre ellas con los ojos muy abiertos, como si no esperasen compañía a esas alturas. Inmediatamente después, con dramaturgia innecesaria, clavaron la vista en ellas.
—Bienvenidas —comunicó la de las trenzas, con una enorme sonrisa que se acentuaba por el labial rojo y el color oscuro de su piel. Vestía una mini falda de cuero a juego con sus ojos, una camiseta blanca de Charles Chaplin remetida dentro de ella y unas zapatillas.
La otra chica se levantó con brusquedad, lo que Olivia achacó a la emoción. Tenía unos enormes ojos azules. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron sus cejas, que se inclinaban en un ángulo que le parecía imposible: como orugas que se retorcían a causa de una indigestión. Ella vestía una camiseta gris, con unos vaqueros y unas botas.
—Sentaos, por favor —pidió, con una voz melodiosa—. Podéis colocar las sillas cerca de nosotras, así no gritamos.
Con gestos torpes todas se hicieron con una silla, sin pronunciar palabra. En lo que trataban de colocarse, otras tres
chicas llegaron.
—¿Lola? —exclamó una de las chicas de la entrada, la que llevaba la chaqueta de color mostaza.
La recién llegada a la que se refería, abrió los ojos negros tanto que las cejas se le dispararon al nacimiento del cabello. Olivia creyó que las pecas se le recolocaban en el rostro a medida que recuperaba la tranquilidad.
—Esto se parece cada vez más a un club de alcohólicos anónimos —musitó Gemma, a la que cada vez se le reflejaba más el sueño en la cara.
La chica de las Cejas Saltarinas les dio la bienvenida y les pidió que se sentasen. Una vez todas estuvieron colocadas y de ofrecer los refrescos y aperitivos correspondientes: procedieron con las presentaciones.
—Me llamo Penny y fundé el club hace diez años atrás —comenzó a relatar, con una sonrisa oculta tras su palabras—. Ella es Eleanor, mi mejor amiga y la vicepresidenta del club.
—¿Eres la del programa de radio? —preguntó la Lola, que era la única de quien Olivia conocía el nombre hasta el momento.
Eleanor le guiñó un ojo.
—La misma. — Eleanor le guiñó un ojo—. Ahora escuchad a la jefa.
Penny la miró con reproche —muy parecido a como Gemma solía mirarla cuando la molestaba—, ante el apelativo con el que se había referido a ella.
—Aunque sea un chico el que os haya impulsado a tomar esta decisión, el club no trata sobre ellos, ni os daremos la fórmula secreta para dar con el hombre perfecto —aclaró—. El club es sobre la lealtad, el compromiso y la amistad.
—Pero, ¿en qué consiste exactamente? —preguntó la muchacha de la cámara de fotos.
—No consiste en una cosa específica —respondió Eleanor, inclinándose hacia delante, de manera que el centenar de trenzas quedó colgando sobre su pecho—. Este club puede ser lo que vosotras deseéis.
La respuesta fue unánime: nada les había quedado claro.
—Lo que Nor trata de deciros—intervino Penny, sonriendo con calidez—, es que depende de vosotras. Visteis las fotografías, nosotras empezamos reuniéndonos sólo los sábados y terminamos colmando las salas de espera del dentista cada vez que alguna tenía una cita.
—Odio el dentista —afirmó Eleanor, para sí misma.
—Eleanor y yo estaremos a vuestra entera disposición siempre que lo necesitéis —aseguró—. Aprovechad las primeras reuniones para conoceros entre vosotras, el resto vendrá con el tiempo.
—¡Lo olvidaba! —exclamó Eleanor, dando un bote sobre la silla. Se contorsionó hacia atrás para sacar unas hojas impresas, se incorporó y comenzó a repartirlas entre las presentes—. El club tiene unas reglas básicas, que yo misma redacté en su momento.
—Está muy orgullosa de ellas, tiene una copia enmarcada en su habitación —bromeó Penny.
—No airees mis intimidades, ¿quieres? —pidió Eleanor.
La dinámica entre las dos chicas infirió confianza en Olivia. Cuando tuvo la hoja en sus manos comenzó a leerlo de manera metódica. Que hubiese unas reglas también le tranquilizaba. Sobre todo cuando leyó que no podrían salir con chicos. Era la excusa perfecta para mantener a raya sus sentimientos desafortunados hacia Noah.
—Lo de correr desnuda por la 5 Avenida es un broma, ¿no? —inquirió una de las últimas chicas, la pelirroja de pelo corto que acompañaba a Lola.
—Es en serio —aclaró Eleanor, devuelta en su sitio.
—Pero ninguna llegaréis a eso, tranquilas —intervino Penny.
Tras ello, las instaron a comer, beber e interactuar entre ellas para que se fuesen conociendo. Olivia conoció a Grey, la chica de la chaqueta color mostaza, a Annie, la de la cámara y a su acompañante, Maxine. Fue la primera quien le presentó a Lola, que no parecía muy dispuesta a entablar conversación y a su amiga Winter, mucho menos dispuesta. La última chica, que había llegado sola, se llamaba Damia.
—¿Volveréis? —preguntó Grey cuando ya se estaba acabando la velada.
Olivia había pasado la mayor parte del tiempo sopesándolo. Sería difícil poner excusas todos los sábados a su madre, especialmente si había algún evento estúpido al que debía acudir con ella. Pero merecía la pena intentarlo. Tenía que sacarse a Noah de la cabeza.
—Un maratón de Juego de Tronos hubiese sido más efectivo y menos comprometido —alegó Gemma, que caminaba a su lado por el parqu, con sus ojos somnolientos fijos en la pantalla del móvil siguiendo las indicaciones del GPS.
—Tyrion Lannister no es la solución a todos nuestros problemas.
Gemma la miró de reojo, con el ceño fruncido.
—Haré como que no he oído nada.
Oliva se obligó a sonreír. Tantas cenas y eventos sociales con lo más plástico de Manhattan la habían instruido en el arte del engaño. Capaz de evocar la sonrisa más feliz cuando en su interior todos los órganos estaban revueltos tratando de encontrar su sitio y en su mente se repetía una y otra vez el momento más horrible de toda su vida. El que la había conducido aquella noche a Central Park.
Gemma se detuvo en medio del camino, a punto de chocar con una chica que andaba en el sentido contrario. Miró a los alrededores y al teléfono repetidas veces. Suspiró con hastío.
—Genial, creo que nos hemos perdido.
Corría una ventisca fría que silbaba entre los árboles y mecía sus ramas bañadas por el atardecer. Olivia se arrebujó bajo la sudadera y echó una vistazo al mapa. Conocía Central Park casi al dedillo, pero el bar se encontraba en una sección que casi nunca frecuentaba.
—Tenemos que seguir recto hacia Tavern on the Green —dilucidó.
Para cuando llegaron al punto señalado en el mapa, habían oscurecido por completo. Las farolas escupían sus luces circulares sobre el asfalto, pero la mayor iluminación de la zona emergía de la famosa taberna. Un centenar de mesas se repartían frente a la fachada del restaurante. Cables con diminutas luces colgaban sobre ellas emulando la silueta de carpa. Una agradable música instrumental clamaba atención bajo el bullicio de centenares de conversaciones. Había una larga cola de acceso apostada junto a la entrada y varios grupos de personas detenían sus pasos para sacar fotografías de Tavern on the Green, que se arropaba entre los árboles.
Olivia había ido a comer varias veces a allí con sus padres. Le avergonzaba comer platos que costaban el dinero con el que una familia podría vivir durante todo un mes.
—¿Ves de The Cavern? —la instó Gemma, que de puntillas trababa de localizar su destino entre los distintos restaurantes de la zona.
Agarró a su mejor amiga de la muñeca y siguió caminando, pasando por delante de otros establecimientos.
Encontraron The Cavern hacia el final, cerca de los Strawberry Fields y el lago. Como la taberna, se encontraba arropado por un grupo de árboles. Era como la casa de la abuelita de Caperucita, sólo que mucho más ruidosa y en la que vivía una abuelita con chaquetas de cuero y bandanas rojas.
En los alrededores se congregaban grupos de jóvenes y no tan jóvenes. A través de las ventanas se veía destellos de luz, a veces blanca y otras veces azul o verde. La música retumbaba en las paredes y se apreciaba lo concurrido que estaba el bar.
—Como tu madre te cace aquí, no te deja salir de casa hasta los cuarenta —comentó Gemma, guardando el móvil en la chaqueta. Acto después reprimió un bostezo.
—Nadie me reconocerá así vestida —aseguró, extendiendo los brazos hacia los lados, abrazando el aire.
Llevaba una sudadera negra que le colgaba de todas partes, unos vaqueros y las zapatillas de correr. Se había soltado el pelo rubio y no llevaba maquillaje. Despojada de sus vestidos de talle largo, las coletas y su maquillaje de porcelana, Olivia Oswald no era una jovencita de la alta sociedad, ni la heredera de un imperio de la moda y videojuegos. Tan sólo la adolescente de dieciocho años a la que acababan de romper el corazón.
Las lágrimas se le acumularon en los párpados antes siquiera de poder respirar hondo. Gemma fue consciente y la agarró de la mano, conduciéndola hacia la entrada del bar.
—No sé si podemos estar aquí, ni siquiera somos mayores de edad —objetó, cerca de la puerta, donde varias personas taponaban la entrada.
Olivia deshizo las lágrimas con rápidos parpadeos. Carecía de sentido llorar y lamentarse. Ella no era de las que hundía ante los problemas, buscaba soluciones a estos.
—Podemos entrar, por lo de la reunión —explicó, había investigado The Cavern y leído reseñas antes de ir a buscar a Gemma a su casa.
—Está bien. —Gemma cuadró los hombros—, vamos allá.
Se abrieron paso entre la multitud, que olía a humo, sudor y alcohol. Gemma tenía razón, si su madre llegaba a averiguar que había estado en un lugar como ese, la confinaría de por vida. Por la vergüenza que le produciría, por supuesto. Todo cuanto le importaba a Regina Oswald eran las repercusiones sociales que podrían tener las acciones de Olivia. Saber aquello acrecentó sus ganas de estar allí.
El ruido no era tan intenso como parecía desde fuera, la música estaba alta pero al menos el corazón de Olivia no rebotaba con el sonido. Gemma se hizo a un lado para buscar a las personas que las habían conducido hasta allí, en lo que ella sostuvo la puerta a un grupo de tres chicas, que parecían de la misma edad que ellas. La más bajita, que llevaba una cámara colgada del cuello, la sonrió con agradecimiento.
—Creo que es eso.
Olivia siguió la dirección hacia donde señala el dedo de su mejor amiga. A la izquierda, detrás de medio muro de mampostería, había dos chicas sentadas en una de las mesas pegadas a la pared. Las rodeaban otras mesas llenas de comida y de bebida. Olivia reconoció a la de las trenzas de las fotografías que aparecían en el folleto.
Agarró a Gemma para no perderla entre la multitud y rodeó el muro, que formaba un semi rectángulo. La vía de acceso era una apertura por la que sólo cabía una persona a la vez en el centro de uno de los muros. Cuando estaba
entrando se dio cuenta de que el grupo de chicas a las que sostuvo la puerta aguardaban tras ellas para entrar. Resultó confortable saber que no serían las únicas.
Accedió al pequeño reservado con cautela, como si estuviese pisando tierra desconocida. Las dos chicas hablaban entre ellas, con una cerveza en la mano. Olivia sintió apuro de interrumpirlas y aguardó por si alguna de las presentes decía algo. Pero se habían congregado a su espalda en silencio. Gemma le dio un codazo en la espalda y con gestos de cabeza la instó a hablar.
—Disculpad. ¿Es esta la reunión del Club de los Corazones Solitarios? —preguntó con temblor en la voz.
En el primer instante, las chicas se miraron entre ellas con los ojos muy abiertos, como si no esperasen compañía a esas alturas. Inmediatamente después, con dramaturgia innecesaria, clavaron la vista en ellas.
—Bienvenidas —comunicó la de las trenzas, con una enorme sonrisa que se acentuaba por el labial rojo y el color oscuro de su piel. Vestía una mini falda de cuero a juego con sus ojos, una camiseta blanca de Charles Chaplin remetida dentro de ella y unas zapatillas.
La otra chica se levantó con brusquedad, lo que Olivia achacó a la emoción. Tenía unos enormes ojos azules. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron sus cejas, que se inclinaban en un ángulo que le parecía imposible: como orugas que se retorcían a causa de una indigestión. Ella vestía una camiseta gris, con unos vaqueros y unas botas.
—Sentaos, por favor —pidió, con una voz melodiosa—. Podéis colocar las sillas cerca de nosotras, así no gritamos.
Con gestos torpes todas se hicieron con una silla, sin pronunciar palabra. En lo que trataban de colocarse, otras tres
chicas llegaron.
—¿Lola? —exclamó una de las chicas de la entrada, la que llevaba la chaqueta de color mostaza.
La recién llegada a la que se refería, abrió los ojos negros tanto que las cejas se le dispararon al nacimiento del cabello. Olivia creyó que las pecas se le recolocaban en el rostro a medida que recuperaba la tranquilidad.
—Esto se parece cada vez más a un club de alcohólicos anónimos —musitó Gemma, a la que cada vez se le reflejaba más el sueño en la cara.
La chica de las Cejas Saltarinas les dio la bienvenida y les pidió que se sentasen. Una vez todas estuvieron colocadas y de ofrecer los refrescos y aperitivos correspondientes: procedieron con las presentaciones.
—Me llamo Penny y fundé el club hace diez años atrás —comenzó a relatar, con una sonrisa oculta tras su palabras—. Ella es Eleanor, mi mejor amiga y la vicepresidenta del club.
—¿Eres la del programa de radio? —preguntó la Lola, que era la única de quien Olivia conocía el nombre hasta el momento.
Eleanor le guiñó un ojo.
—La misma. — Eleanor le guiñó un ojo—. Ahora escuchad a la jefa.
Penny la miró con reproche —muy parecido a como Gemma solía mirarla cuando la molestaba—, ante el apelativo con el que se había referido a ella.
—Aunque sea un chico el que os haya impulsado a tomar esta decisión, el club no trata sobre ellos, ni os daremos la fórmula secreta para dar con el hombre perfecto —aclaró—. El club es sobre la lealtad, el compromiso y la amistad.
—Pero, ¿en qué consiste exactamente? —preguntó la muchacha de la cámara de fotos.
—No consiste en una cosa específica —respondió Eleanor, inclinándose hacia delante, de manera que el centenar de trenzas quedó colgando sobre su pecho—. Este club puede ser lo que vosotras deseéis.
La respuesta fue unánime: nada les había quedado claro.
—Lo que Nor trata de deciros—intervino Penny, sonriendo con calidez—, es que depende de vosotras. Visteis las fotografías, nosotras empezamos reuniéndonos sólo los sábados y terminamos colmando las salas de espera del dentista cada vez que alguna tenía una cita.
—Odio el dentista —afirmó Eleanor, para sí misma.
—Eleanor y yo estaremos a vuestra entera disposición siempre que lo necesitéis —aseguró—. Aprovechad las primeras reuniones para conoceros entre vosotras, el resto vendrá con el tiempo.
—¡Lo olvidaba! —exclamó Eleanor, dando un bote sobre la silla. Se contorsionó hacia atrás para sacar unas hojas impresas, se incorporó y comenzó a repartirlas entre las presentes—. El club tiene unas reglas básicas, que yo misma redacté en su momento.
—Está muy orgullosa de ellas, tiene una copia enmarcada en su habitación —bromeó Penny.
—No airees mis intimidades, ¿quieres? —pidió Eleanor.
La dinámica entre las dos chicas infirió confianza en Olivia. Cuando tuvo la hoja en sus manos comenzó a leerlo de manera metódica. Que hubiese unas reglas también le tranquilizaba. Sobre todo cuando leyó que no podrían salir con chicos. Era la excusa perfecta para mantener a raya sus sentimientos desafortunados hacia Noah.
—Lo de correr desnuda por la 5 Avenida es un broma, ¿no? —inquirió una de las últimas chicas, la pelirroja de pelo corto que acompañaba a Lola.
—Es en serio —aclaró Eleanor, devuelta en su sitio.
—Pero ninguna llegaréis a eso, tranquilas —intervino Penny.
Tras ello, las instaron a comer, beber e interactuar entre ellas para que se fuesen conociendo. Olivia conoció a Grey, la chica de la chaqueta color mostaza, a Annie, la de la cámara y a su acompañante, Maxine. Fue la primera quien le presentó a Lola, que no parecía muy dispuesta a entablar conversación y a su amiga Winter, mucho menos dispuesta. La última chica, que había llegado sola, se llamaba Damia.
—¿Volveréis? —preguntó Grey cuando ya se estaba acabando la velada.
Olivia había pasado la mayor parte del tiempo sopesándolo. Sería difícil poner excusas todos los sábados a su madre, especialmente si había algún evento estúpido al que debía acudir con ella. Pero merecía la pena intentarlo. Tenía que sacarse a Noah de la cabeza.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
La música del teléfono sonaba y sonaba, ajena al dolor punzante de cabeza que sufría. A regañadientes, y muy tentado de estrellar el infernal aparato contra la pared, buscó a ciegas y contestó la llamada.
―¿Quién es? ―masculló dejándose caer de nuevo sobre la almohada. Mareado y con unas crecientes ganas de vomitar.
―Amelia ―respondió una voz airada socavada por el ruido de la calle.
Se trataba de su asistencia social. Damen se maldijo a sí mismo por responder.
―Paso a recogerte en diez minutos, prepara tus cosas. Y, Damen, no hagas ninguna tontería —advirtió.
―¿Vienes a buscarme para qué? ―El alcohol impedía que su cerebro hiciese sinapsis.
Escuchó un suspiro de exasperación al otro lado de la línea.
―Para llevarte con tu nueva familia de acogida. ¿Cómo puedes haberlo olvidado? Deberías estar agradecido de que haya encontrado una familia dispuesto a acogerte después de la última vez…
Amelia subestimaba el poder de una botella de whisky. Porque Damen había olvidado que tenía que irse a una
nueva casa de acogida aquel día. De hecho, ese había sido su propósito en los últimos días: obviar el malestar que le provocaba tener que empezar de cero con una nueva familia.
―Gracias por refrescarme la memoria ―ironizó tragando saliva, tenía la lengua como la suela de una zapatilla.
―Esta vez irá bien, te lo aseguro ―trató de animarle Amelia. Esa frase había tenido un efecto calmante en Damen las primera veces, pero ya no. Había pasado por muchas familias de acogida como para tragárselo―. Espérame en el vestíbulo.
Tras colgar, Damen permaneció tumbado en la cama observando las humedades de la pared, con el móvil sobre el estómago. Mentiría si dijera que no pensó en huir, tal como acababa de advertirle Amelia que no hiciera. Agarrar sus cosas y esconderse en otro hostal mohoso de la ciudad hasta que volverían a dar con él o, quizá abandonar Nueva York. También podía ocultarse en el sótano de Dan o en una de las casas de la familia de Buzz. Pero en el fondo sabía que no tenía sentido seguir escondiéndose. Amelia se había convertido en una detective de primera categoría y se preocupaba por él lo suficiente como para encontrarlo una vez más. Por otro lado, aunque se negase a reconocerlo, estaba cansado de huir.
Amelia había dicho que debería estar agradecido porque una familia hubiese accedido a acogerlo. Aunque la experiencia de Damen le hacía pensar lo contrario: cuando una familia decidía adoptar a un chico como él, de esos que ya nadie quería porque su historial estaba lleno de problemas, no era un augurio favorable. Esas familias solían ser las peores. Trató de mirarlo con perspectiva, sin embargo. Faltaba poco menos de una año para cumplir los dieciocho, unos cuantos meses y quedaría liberado de la ley. No más casas de acogida, ni reformatorios ni huidas apresuradas. Además, siempre podría escaparse de su nuevo destino.
Se duchó y se vistió y se lavó los dientes con ahínco para deshacerse del mal sabor de boca que el alcohol le había dejado. A continuación se dedicó a reunir la ropa que tenía por la habitación, el portátil y el iPad en la mochila. Después rebuscó en la chaqueta de cuero el sobre abultado que contenía el dinero que había ganado la noche anterior en The Rats, con aquel dinero podría cubrir tres meses de gastos y sería suficiente si decidía fugarse de la nueva casa. Lo escondió en el doble fondo de la mochila. Por experiencia sabía que las familias de acogida tenían la costumbre de hurgar en sus cosas.
Se colgó la mochila a la espalda, agarró la funda con el bajo y se enganchó el caso de la moto en el codo. Comprobó una vez más que no olvidaba nada. Bajó las crujientes escaleras hacia la recepción, donde la ajada recepcionista le dedicó una mirada viscosa. No podía decir que le apenara irse, era uno de los peores moteles en los que había estado nunca.
Sacó un cigarrillo y aguardó hasta que llegó Amelia. Pocos minutos más tarde, el Escarabajo azul se detuvo frente a él, en doble fila. Una señora cerca de la jubilación, arrugada como una pasa y con una mata de pelo entrecana que le caía por los hombros emergió de él. Damen recordó la primera vez que la había visto, hacía tantos años atrás.
Cuando le dijo que lo mejor para él sería vivir con una familia de acogida porque ya era demasiado mayor para estar en el orfanato.
―Tienes un aspecto horrible, hijo ―comentó cuando se detuvo frente a él. Portaba un fuerte olor a naftalina que le revolvió el estómago. Dio una última calada al cigarrillo antes de aplastarlo contra el asfalto.
―Probablemente ―afirmó, notaba los ojos y la cara hinchada y no se había peinado. Así que debía parecer un vagabundo con falta de sueño.
Amelia realizó un gesto desaprobatorio, con sus pequeños ojos negros escrutándolo con lástima. Había dado con él una semana atrás, lo esperó en el mismo lugar en el que estaba de pie ahora y cuando apareció Damen le había gritado hasta desgañitarse la garganta. A pesar de la lástima con la que le miraba, Amelia era de las pocas personas que cuando lo miraban veían a un ser humano y no un problema del que debía deshacerse cuanto antes.
—Vámonos de aquí —dijo Amelia, mirando con desagrado los alrededores.
―Te sigo. ―Damen señaló su moto, atada en una farola unos cuantos metros más allá.
Amelia alternó la vista entre Damen y la moto con desconfianza.
―No voy a fugarme, tranquila.
—Que nos conocemos, señorito… —rebatió ella, poniéndose en jarras.
—Meteré mis cosas en el maletero. —Aquello la tranquilizó, pues sabía que no se iría a ninguna parte sin sus cosas.
Tardaron más de una hora en llegar a su destino: Greenwich Village, una extensión de calles impolutas y chalets adosados con una simetría espeluznante. Ya de entrada, ni su chaqueta de cuero ni su moto encajaban en ese armonioso paisaje. «No hay una sola mierda de perro que desentone», lamentó Damen.
Amelia detuvo el coche en el centro de una calle, frente un adosado un poco menos igual al resto. Había numerosas macetas con flores de vivos colores y dos fracciones de césped a ambos lados del camino de piedra que conducía a las escaleras de entrada. Estas desembocaban en un pequeño porche donde había una mesa con unas cuantas sillas y más flores. Mientras sacaba sus cosas del coche, las ganas de salir corriendo se materializaron en su pecho.
«Van a ser ricos, pijos y me yo me convertiré en su buena obra de caridad fallida».
Amelia lo condujo escaleras arriba, con una mano en su espalda, como si hubiese percibido sus pensamientos y quisiera evitar que saliera corriendo.
―Es bonita, ¿verdad? ―comentó Amelia con entusiasmo.
―Mientras no la habiten ogros, me conformo ―respondió Damen, con sus ojos verdes fijos en la puerta de color blanco.
―Todo lo contrario.
Damen reparó en la placa de latón que había colgada en la parte superior de la puerta. Leyó la inscripción: «No hell below us, above us only sky —John Lennon». ¿Sabes esa vocecita que te advierte que no hagas algo, que te vayas, que lo dejes? La de Damen no había más que chillar y dar patadas y tirarlo de la mochila para que se largase pitando de allí.
Amelia llamó al timbre y casi inmediatamente después se abrió. Apareció una mujer rubia y con la cara llena de pecas, no demasiado alejada de la treintena y con una sonrisa enorme dedicada a él. Vestía unos pantalones de seda de muchos colores y un jersey verde con las mangas en forma de uve e iba descalza.
―Hola, Emma. Lamento el retraso ―lanzó una mirada acusatoria a Damen, que había adquirido la actitud arisca de un gato en cuanto la desconocida había aparecido. Se miraba los las zapatillas, evitando su mirada.
―No os preocupéis, acabamos de llegar del restaurante ―una voz dulce salió de los labios de la tal Emma―. Pasad, por favor ¡Thomas, ya han llegado! ―gritó al interior de la casa, a la vez que se hacía a un lado para dejarlos pasar.
Damen tardó más de lo necesario en andar los dos pasos que le separaban de la puerta. En cuanto lo hizo, una bestia babosa le saltó encima.
—¡Hostias! —chilló, chocándose contra la pared.
La bestia era un perro blanco y canela que trataba de babearle la cara, le impulsó las patas que tenía sobre sus pecho y se lo quitó de encima, con el corazón a mil por hora.
—Yellow, los desconocidos no son juguetes —lo regañó Emma con voz autoritaria. El perro aulló con lástima y se sentó, con la cabeza gacha—. Perdona, se emociona cuando llega alguien nuevo.
Damen la miró con las cejas alzadas, sin decir nada, todavía pegado a la pared y con el bajo clavado en el cuello. Justo en ese momento un hombre apareció desde las escaleras. Era casi igual de alto que él, con el pelo castaño corto. Vestía un chándal y llevaba gafas de pasta negras.
―Bienvenido, Damen ―lo saludó con tono afable, al tiempo que rodeaba a su mujer por la cintura ―Nosotros somos los señores Longaster, pero si no quieres problemas, llámanos Thomas y Emma―. Damen no supo si era una broma o hablaba en serio, ya no sabía qué pensar de las personas.
―No le hagas caso, cualquier cosa que le recuerde que se hace viejo le provoca urticaria.
«¿Dónde me he metido?». Amelia carraspeó con disimulo, atusándose el pelo.
―Encantado de conocerlos ―se obligó a decir Damen, aunque no era ningún placer. Quería ver si eran tan amables una vez Amelia se hubiese marchado.
―¿Qué os parece si terminamos con los trámites y le explicáis a Damen cómo serán las cosas? ―preguntó Amelia, hechas las presentaciones.
―Por supuesto. Vamos a sentarnos ―los invitó de nuevo Emma.
Caminaron todos a la sala de estar, que ocupaba toda el lado este de la casa. Tras unas puertas de cristal Damen divisó un jardín trasero. Las paredes estaban repletas de fotografías, predominaban las de niños de distinta apariencia, pero que debido a la expresión de sus ojos Damen supo que eran como él, chicos de acogida.
Se sentaron en la mesa de madera situada frente al ventanal que daba a la calle. Damen se situó al lado de Amelia, frente a los Longaster, depositando sus cosas tras la silla. La trabajadora le había dicho que llevaban varios años en el programa de acogida, y nunca habían recibido alguna queja de ellos, sino todo lo contrario. Se aferró a esos datos para no largarse. El perro los había seguido y estaba sentado a su lado, mirándole con ojos iridiscentes y suplicantes. Damen le rascó detrás de la oreja y el perro le lamió la mano. Sonrió por primera vez en todo el día.
―Cuando queráis ―los animó Amelia.
―Damen, lo primero que queremos decirte es que te sientas como en tu casa, porque de hecho, a partir de este momento también será tu casa. ―Damen asintió, era lo que todos decían cuando llegaba. Para más tarde dejarle claro que sólo era un intruso―. Habrá reglas, por supuesto, exactamente las mismas que tiene nuestra hija.
—Ir a clase es obligatorio y tienes que aprobar todas las asignaturas al final del semestre. La nota es irrelevante, depende del resultado que tú quieras obtener —dijo Emma, que había tomado la palabra. —También trabajarás en el restaurante de la familia, tres veces por semana en el horario de tarde. Tu paga semanal provendrá de ahí.
No le hizo ni puta gracia saber que tendría que trabajar, pero tuvo el buen juicio de callarse. Aguardó a que siguiesen hablando. Alternando la esquiva mirada esmeralda entre Emma y Thomas.
—Puedes salir entre semana, pero a las ocho tienes que estar en casa o en el restaurante, depende de dónde cenemos ese día. Los fines de semana el toque de queda se alarga, pero tienes que llegar antes del amanecer y avisarnos.
—Los domingos es el día familiar, así que las diez todos estamos en pie para preparar la comida. ¿Hasta ahora te parece bien lo que te hemos dicho? —quiso saber Thomas, recolocándose las gafas.
Iba a decir que no, porque él no era un miembro de la familia y no sabía cocinar, pero Amelia se apresuró a darle un puntapié por debajo de la mesa.
—Sí —masculló de mala gana.
—Dos últimas cosas antes de terminar —añadió Emma—. A Yellow lo cuidamos entre todos. Cada semana nos toca a uno sacarle a pasear. ¿Te gustan los perros?
Yellow le posó una pata en la pierna para demostrar que era un perro de lo más educado y que incluso sabía trucos.
—No lo sé, nunca he tenido una mascota —respondió.
—Bueno, ya tienes una. —Emma volvió a sonreírle con plenitud. Parte de sus reservas se esfumaron. Le parecía poco probable que una persona pudiese fingir una sonrisa como aquella.
—Y lo último de todo —prosiguió Thomas—. Los cheques que recibamos por tu tutela todos los meses irán a parar a una cuenta a tu nombre. Podrás disponer de ese dinero cuando lo necesites, pero debes decirnos para qué lo necesitas. De igual manera, cuando nosotros lo usemos para cubrir alguno de tus gastos, te informaremos de ello.
Aquello sí que lo tomó por sorpresa. Miró a Amelia, en busca del truco. Pero ella se limitó a sonreír. El dinero que le daban a las familias de acogida por él nunca había llegado a verlo. De hecho, la mayoría sólo acogían a niños por el dinero.
―Sabemos que esto es duro, sobre todo los primeros meses. Nosotros intentaremos que resulte lo menos incómodo para ti.
Una parte de él quiso creerles, permitirse albergar esperanza; por fin una familia decente que no se aprovecharía de él. Pero no pudo, no al menos en ese momento. Lo que Damen no sabía, es que los Longaster eran la compensación de tantos años de maltratos y desilusiones.
―Vale ―se limitó a decir.
―Muy bien, lo de ahora son papeles aburridos que omitiría si pudiera ―dijo Thomas, sin que la actitud de Damen mermara su buen humor―. Te acompañaré a tu habitación para que te instales mientras nosotros terminamos.
Damen se levantó con demasiada brusquedad, pero no pudo remediarlo. Estaba deseando ver dónde dormiría y tener una excusa para quedarse solo de nuevo. Siguió a Thomas hasta las escaleras que llevaban al piso superior.
―La casa no es muy grande, pero hay el espacio suficientemente para que no nos matemos entre nosotros ―comentó Thomas con animosidad mientras ascendían por las escaleras. Damen no supo qué responder.
La planta superior se hallaba dividida por las escaleras. A cada lado había tres puertas de caoba. La que tenía varias fotografías pegadas supuso que era la de la hija mencionada antes.
―Esta es tu habitación. ―Thomas abrió la primera de las puertas, haciéndose a un lado para que Damen entrara.
Damen intentó que la mandíbula no se le desencajara. No podía creer que esa amplia habitación, que contaba con una cama de matrimonio, escritorio, cómoda, armario y una tele de plasma, fuera a ser toda para él. Estaba acostumbrado a compartir literas, a dormir en sofás e incluso en colchonetas en el suelo. Pero desde luego, no lo estaba a tener una habitación propia.
―¿Es toda para mí? ―preguntó demudado por la impresión.
―Claro que es para ti. ―Thomas le dio una palmada en la espalda, que casi hizo que saltase al techo. Odiaba que lo tocasen de pronto. El hombre apartó la mano de inmediato, debido a su reacción―. Aunque el baño deberás compartirlo con Grey. Lo siento.
―¿Qué es eso? ―preguntó más relajado. Lo de la habitación le había animado lo suficiente como para ser un pelín más amable.
Thomas soltó una carcajada. Damen frunció el ceño a su vez.
―Eso es nuestra hija pequeña.
Pues le podrían haber puesto un nombre más normalito… Vagó con la mirada por la habitación. Sin saber qué más que decir.
―Ahora que me acuerdo, empiezas mañana en el instituto Hunter College. Ya estás inscrito y te hemos comprado los libros.
Había cursado el primer año de secundaria en ese instituto, allí había conocido a sus mejores amigos. Le reconfortaba saber que no estaría solo.
―Vale.
―Te dejo para que te instales. Si nos necesitas sabes dónde encontrarnos.
―Gracias.
Cuando se hubo quedado solo, dejó las cosas sobre la cama y se sentó en el borde. Era pronto para sacar las cosas de la mochila, todavía no sabía si se quedaría. Tenía que conocer la verdadera cara de aquellas personas antes de tomar una decisión. Aunque la habitación era un punto a favor. Se sacó las zapatillas y se tumbó en la cama, haciendo las cosas a un lado.
Pasó varias horas viendo combates de lucha, series ridículas sobre zombis y finalmente, un programa de música. Acababa de encender su segundo cigarrillo cuando unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. No por el ruido, sino por el acto en sí. La privacidad siempre había estado carente en su vida… Ya no podía aducir la amabilidad a Amelia, porque hacía dos horas que se había marchado. Después de hacerle prometer que le daría una oportunidad a los Longaster y asegurar que se pasaría dentro de dos semanas para comprobar que todo iba bien.
Apagó el cigarrillo en un papel que había puesto de cenicero provisional y se incorporó en la cama.
―Adelante ―dijo aclarándose la voz.
Thomas abrió la puerta con una sonrisa dibujada, que no perdió ni siquiera después de advertir el olor y la nube de humo en la habitación.
―¿Fumas? ―preguntó a Damen. Que permanecía como un palo de billar, tieso a los pies de la cama.
―¿Por qué, no puedo? ―Casi parecía estar buscando una confrontación, algo que le diera motivos reales para desconfiar. Porque estar en un terreno tan equilibrado e idílico, le hacía sentir inseguro.
―Son tus pulmones ―Thomas se encogió de hombros―, pero aquí convives con seis pulmones más. Así que, si vas a fumar que sea en la terraza ―Damen disponía de una pequeña terraza que daba al jardín ―, en el porche o en cualquier espacio abierto, ¿vale?
―Sí, señor ―no pudo evitar el fastidio, esas personas eran demasiado amables.
―Nada de señor o te romperé todos los cigarrillos. ―El hombre parecía decirlo en serio, aunque Damen no pudo evitar emular una sonrisa, a pesar de sus esfuerzos por no sentirse cómodo en aquella casa ―. He venido a llamarte porque la cena está lista y nuestros retoños han retornado al hogar.
—¿Cuántos hijos tenéis?
—Dos, pero Bastian vive en el campus de la universidad.
―Enseguida bajo.
Tras volver a quedarse solo, se pasó las manos por el pelo, un gesto muy característico de él. Se preparó mentalmente para la cena. Seguramente los hijos serían el problema. Porque no siempre eran los padres, algunos tenían hijos o había más chicos de acogida que eran los que le impulsaban a marcharse.
Damen Strauss se equivocaba, otra vez.
―¿Quién es? ―masculló dejándose caer de nuevo sobre la almohada. Mareado y con unas crecientes ganas de vomitar.
―Amelia ―respondió una voz airada socavada por el ruido de la calle.
Se trataba de su asistencia social. Damen se maldijo a sí mismo por responder.
―Paso a recogerte en diez minutos, prepara tus cosas. Y, Damen, no hagas ninguna tontería —advirtió.
―¿Vienes a buscarme para qué? ―El alcohol impedía que su cerebro hiciese sinapsis.
Escuchó un suspiro de exasperación al otro lado de la línea.
―Para llevarte con tu nueva familia de acogida. ¿Cómo puedes haberlo olvidado? Deberías estar agradecido de que haya encontrado una familia dispuesto a acogerte después de la última vez…
Amelia subestimaba el poder de una botella de whisky. Porque Damen había olvidado que tenía que irse a una
nueva casa de acogida aquel día. De hecho, ese había sido su propósito en los últimos días: obviar el malestar que le provocaba tener que empezar de cero con una nueva familia.
―Gracias por refrescarme la memoria ―ironizó tragando saliva, tenía la lengua como la suela de una zapatilla.
―Esta vez irá bien, te lo aseguro ―trató de animarle Amelia. Esa frase había tenido un efecto calmante en Damen las primera veces, pero ya no. Había pasado por muchas familias de acogida como para tragárselo―. Espérame en el vestíbulo.
Tras colgar, Damen permaneció tumbado en la cama observando las humedades de la pared, con el móvil sobre el estómago. Mentiría si dijera que no pensó en huir, tal como acababa de advertirle Amelia que no hiciera. Agarrar sus cosas y esconderse en otro hostal mohoso de la ciudad hasta que volverían a dar con él o, quizá abandonar Nueva York. También podía ocultarse en el sótano de Dan o en una de las casas de la familia de Buzz. Pero en el fondo sabía que no tenía sentido seguir escondiéndose. Amelia se había convertido en una detective de primera categoría y se preocupaba por él lo suficiente como para encontrarlo una vez más. Por otro lado, aunque se negase a reconocerlo, estaba cansado de huir.
Amelia había dicho que debería estar agradecido porque una familia hubiese accedido a acogerlo. Aunque la experiencia de Damen le hacía pensar lo contrario: cuando una familia decidía adoptar a un chico como él, de esos que ya nadie quería porque su historial estaba lleno de problemas, no era un augurio favorable. Esas familias solían ser las peores. Trató de mirarlo con perspectiva, sin embargo. Faltaba poco menos de una año para cumplir los dieciocho, unos cuantos meses y quedaría liberado de la ley. No más casas de acogida, ni reformatorios ni huidas apresuradas. Además, siempre podría escaparse de su nuevo destino.
Se duchó y se vistió y se lavó los dientes con ahínco para deshacerse del mal sabor de boca que el alcohol le había dejado. A continuación se dedicó a reunir la ropa que tenía por la habitación, el portátil y el iPad en la mochila. Después rebuscó en la chaqueta de cuero el sobre abultado que contenía el dinero que había ganado la noche anterior en The Rats, con aquel dinero podría cubrir tres meses de gastos y sería suficiente si decidía fugarse de la nueva casa. Lo escondió en el doble fondo de la mochila. Por experiencia sabía que las familias de acogida tenían la costumbre de hurgar en sus cosas.
Se colgó la mochila a la espalda, agarró la funda con el bajo y se enganchó el caso de la moto en el codo. Comprobó una vez más que no olvidaba nada. Bajó las crujientes escaleras hacia la recepción, donde la ajada recepcionista le dedicó una mirada viscosa. No podía decir que le apenara irse, era uno de los peores moteles en los que había estado nunca.
Sacó un cigarrillo y aguardó hasta que llegó Amelia. Pocos minutos más tarde, el Escarabajo azul se detuvo frente a él, en doble fila. Una señora cerca de la jubilación, arrugada como una pasa y con una mata de pelo entrecana que le caía por los hombros emergió de él. Damen recordó la primera vez que la había visto, hacía tantos años atrás.
Cuando le dijo que lo mejor para él sería vivir con una familia de acogida porque ya era demasiado mayor para estar en el orfanato.
―Tienes un aspecto horrible, hijo ―comentó cuando se detuvo frente a él. Portaba un fuerte olor a naftalina que le revolvió el estómago. Dio una última calada al cigarrillo antes de aplastarlo contra el asfalto.
―Probablemente ―afirmó, notaba los ojos y la cara hinchada y no se había peinado. Así que debía parecer un vagabundo con falta de sueño.
Amelia realizó un gesto desaprobatorio, con sus pequeños ojos negros escrutándolo con lástima. Había dado con él una semana atrás, lo esperó en el mismo lugar en el que estaba de pie ahora y cuando apareció Damen le había gritado hasta desgañitarse la garganta. A pesar de la lástima con la que le miraba, Amelia era de las pocas personas que cuando lo miraban veían a un ser humano y no un problema del que debía deshacerse cuanto antes.
—Vámonos de aquí —dijo Amelia, mirando con desagrado los alrededores.
―Te sigo. ―Damen señaló su moto, atada en una farola unos cuantos metros más allá.
Amelia alternó la vista entre Damen y la moto con desconfianza.
―No voy a fugarme, tranquila.
—Que nos conocemos, señorito… —rebatió ella, poniéndose en jarras.
—Meteré mis cosas en el maletero. —Aquello la tranquilizó, pues sabía que no se iría a ninguna parte sin sus cosas.
Tardaron más de una hora en llegar a su destino: Greenwich Village, una extensión de calles impolutas y chalets adosados con una simetría espeluznante. Ya de entrada, ni su chaqueta de cuero ni su moto encajaban en ese armonioso paisaje. «No hay una sola mierda de perro que desentone», lamentó Damen.
Amelia detuvo el coche en el centro de una calle, frente un adosado un poco menos igual al resto. Había numerosas macetas con flores de vivos colores y dos fracciones de césped a ambos lados del camino de piedra que conducía a las escaleras de entrada. Estas desembocaban en un pequeño porche donde había una mesa con unas cuantas sillas y más flores. Mientras sacaba sus cosas del coche, las ganas de salir corriendo se materializaron en su pecho.
«Van a ser ricos, pijos y me yo me convertiré en su buena obra de caridad fallida».
Amelia lo condujo escaleras arriba, con una mano en su espalda, como si hubiese percibido sus pensamientos y quisiera evitar que saliera corriendo.
―Es bonita, ¿verdad? ―comentó Amelia con entusiasmo.
―Mientras no la habiten ogros, me conformo ―respondió Damen, con sus ojos verdes fijos en la puerta de color blanco.
―Todo lo contrario.
Damen reparó en la placa de latón que había colgada en la parte superior de la puerta. Leyó la inscripción: «No hell below us, above us only sky —John Lennon». ¿Sabes esa vocecita que te advierte que no hagas algo, que te vayas, que lo dejes? La de Damen no había más que chillar y dar patadas y tirarlo de la mochila para que se largase pitando de allí.
Amelia llamó al timbre y casi inmediatamente después se abrió. Apareció una mujer rubia y con la cara llena de pecas, no demasiado alejada de la treintena y con una sonrisa enorme dedicada a él. Vestía unos pantalones de seda de muchos colores y un jersey verde con las mangas en forma de uve e iba descalza.
―Hola, Emma. Lamento el retraso ―lanzó una mirada acusatoria a Damen, que había adquirido la actitud arisca de un gato en cuanto la desconocida había aparecido. Se miraba los las zapatillas, evitando su mirada.
―No os preocupéis, acabamos de llegar del restaurante ―una voz dulce salió de los labios de la tal Emma―. Pasad, por favor ¡Thomas, ya han llegado! ―gritó al interior de la casa, a la vez que se hacía a un lado para dejarlos pasar.
Damen tardó más de lo necesario en andar los dos pasos que le separaban de la puerta. En cuanto lo hizo, una bestia babosa le saltó encima.
—¡Hostias! —chilló, chocándose contra la pared.
La bestia era un perro blanco y canela que trataba de babearle la cara, le impulsó las patas que tenía sobre sus pecho y se lo quitó de encima, con el corazón a mil por hora.
—Yellow, los desconocidos no son juguetes —lo regañó Emma con voz autoritaria. El perro aulló con lástima y se sentó, con la cabeza gacha—. Perdona, se emociona cuando llega alguien nuevo.
Damen la miró con las cejas alzadas, sin decir nada, todavía pegado a la pared y con el bajo clavado en el cuello. Justo en ese momento un hombre apareció desde las escaleras. Era casi igual de alto que él, con el pelo castaño corto. Vestía un chándal y llevaba gafas de pasta negras.
―Bienvenido, Damen ―lo saludó con tono afable, al tiempo que rodeaba a su mujer por la cintura ―Nosotros somos los señores Longaster, pero si no quieres problemas, llámanos Thomas y Emma―. Damen no supo si era una broma o hablaba en serio, ya no sabía qué pensar de las personas.
―No le hagas caso, cualquier cosa que le recuerde que se hace viejo le provoca urticaria.
«¿Dónde me he metido?». Amelia carraspeó con disimulo, atusándose el pelo.
―Encantado de conocerlos ―se obligó a decir Damen, aunque no era ningún placer. Quería ver si eran tan amables una vez Amelia se hubiese marchado.
―¿Qué os parece si terminamos con los trámites y le explicáis a Damen cómo serán las cosas? ―preguntó Amelia, hechas las presentaciones.
―Por supuesto. Vamos a sentarnos ―los invitó de nuevo Emma.
Caminaron todos a la sala de estar, que ocupaba toda el lado este de la casa. Tras unas puertas de cristal Damen divisó un jardín trasero. Las paredes estaban repletas de fotografías, predominaban las de niños de distinta apariencia, pero que debido a la expresión de sus ojos Damen supo que eran como él, chicos de acogida.
Se sentaron en la mesa de madera situada frente al ventanal que daba a la calle. Damen se situó al lado de Amelia, frente a los Longaster, depositando sus cosas tras la silla. La trabajadora le había dicho que llevaban varios años en el programa de acogida, y nunca habían recibido alguna queja de ellos, sino todo lo contrario. Se aferró a esos datos para no largarse. El perro los había seguido y estaba sentado a su lado, mirándole con ojos iridiscentes y suplicantes. Damen le rascó detrás de la oreja y el perro le lamió la mano. Sonrió por primera vez en todo el día.
―Cuando queráis ―los animó Amelia.
―Damen, lo primero que queremos decirte es que te sientas como en tu casa, porque de hecho, a partir de este momento también será tu casa. ―Damen asintió, era lo que todos decían cuando llegaba. Para más tarde dejarle claro que sólo era un intruso―. Habrá reglas, por supuesto, exactamente las mismas que tiene nuestra hija.
—Ir a clase es obligatorio y tienes que aprobar todas las asignaturas al final del semestre. La nota es irrelevante, depende del resultado que tú quieras obtener —dijo Emma, que había tomado la palabra. —También trabajarás en el restaurante de la familia, tres veces por semana en el horario de tarde. Tu paga semanal provendrá de ahí.
No le hizo ni puta gracia saber que tendría que trabajar, pero tuvo el buen juicio de callarse. Aguardó a que siguiesen hablando. Alternando la esquiva mirada esmeralda entre Emma y Thomas.
—Puedes salir entre semana, pero a las ocho tienes que estar en casa o en el restaurante, depende de dónde cenemos ese día. Los fines de semana el toque de queda se alarga, pero tienes que llegar antes del amanecer y avisarnos.
—Los domingos es el día familiar, así que las diez todos estamos en pie para preparar la comida. ¿Hasta ahora te parece bien lo que te hemos dicho? —quiso saber Thomas, recolocándose las gafas.
Iba a decir que no, porque él no era un miembro de la familia y no sabía cocinar, pero Amelia se apresuró a darle un puntapié por debajo de la mesa.
—Sí —masculló de mala gana.
—Dos últimas cosas antes de terminar —añadió Emma—. A Yellow lo cuidamos entre todos. Cada semana nos toca a uno sacarle a pasear. ¿Te gustan los perros?
Yellow le posó una pata en la pierna para demostrar que era un perro de lo más educado y que incluso sabía trucos.
—No lo sé, nunca he tenido una mascota —respondió.
—Bueno, ya tienes una. —Emma volvió a sonreírle con plenitud. Parte de sus reservas se esfumaron. Le parecía poco probable que una persona pudiese fingir una sonrisa como aquella.
—Y lo último de todo —prosiguió Thomas—. Los cheques que recibamos por tu tutela todos los meses irán a parar a una cuenta a tu nombre. Podrás disponer de ese dinero cuando lo necesites, pero debes decirnos para qué lo necesitas. De igual manera, cuando nosotros lo usemos para cubrir alguno de tus gastos, te informaremos de ello.
Aquello sí que lo tomó por sorpresa. Miró a Amelia, en busca del truco. Pero ella se limitó a sonreír. El dinero que le daban a las familias de acogida por él nunca había llegado a verlo. De hecho, la mayoría sólo acogían a niños por el dinero.
―Sabemos que esto es duro, sobre todo los primeros meses. Nosotros intentaremos que resulte lo menos incómodo para ti.
Una parte de él quiso creerles, permitirse albergar esperanza; por fin una familia decente que no se aprovecharía de él. Pero no pudo, no al menos en ese momento. Lo que Damen no sabía, es que los Longaster eran la compensación de tantos años de maltratos y desilusiones.
―Vale ―se limitó a decir.
―Muy bien, lo de ahora son papeles aburridos que omitiría si pudiera ―dijo Thomas, sin que la actitud de Damen mermara su buen humor―. Te acompañaré a tu habitación para que te instales mientras nosotros terminamos.
Damen se levantó con demasiada brusquedad, pero no pudo remediarlo. Estaba deseando ver dónde dormiría y tener una excusa para quedarse solo de nuevo. Siguió a Thomas hasta las escaleras que llevaban al piso superior.
―La casa no es muy grande, pero hay el espacio suficientemente para que no nos matemos entre nosotros ―comentó Thomas con animosidad mientras ascendían por las escaleras. Damen no supo qué responder.
La planta superior se hallaba dividida por las escaleras. A cada lado había tres puertas de caoba. La que tenía varias fotografías pegadas supuso que era la de la hija mencionada antes.
―Esta es tu habitación. ―Thomas abrió la primera de las puertas, haciéndose a un lado para que Damen entrara.
Damen intentó que la mandíbula no se le desencajara. No podía creer que esa amplia habitación, que contaba con una cama de matrimonio, escritorio, cómoda, armario y una tele de plasma, fuera a ser toda para él. Estaba acostumbrado a compartir literas, a dormir en sofás e incluso en colchonetas en el suelo. Pero desde luego, no lo estaba a tener una habitación propia.
―¿Es toda para mí? ―preguntó demudado por la impresión.
―Claro que es para ti. ―Thomas le dio una palmada en la espalda, que casi hizo que saltase al techo. Odiaba que lo tocasen de pronto. El hombre apartó la mano de inmediato, debido a su reacción―. Aunque el baño deberás compartirlo con Grey. Lo siento.
―¿Qué es eso? ―preguntó más relajado. Lo de la habitación le había animado lo suficiente como para ser un pelín más amable.
Thomas soltó una carcajada. Damen frunció el ceño a su vez.
―Eso es nuestra hija pequeña.
Pues le podrían haber puesto un nombre más normalito… Vagó con la mirada por la habitación. Sin saber qué más que decir.
―Ahora que me acuerdo, empiezas mañana en el instituto Hunter College. Ya estás inscrito y te hemos comprado los libros.
Había cursado el primer año de secundaria en ese instituto, allí había conocido a sus mejores amigos. Le reconfortaba saber que no estaría solo.
―Vale.
―Te dejo para que te instales. Si nos necesitas sabes dónde encontrarnos.
―Gracias.
Cuando se hubo quedado solo, dejó las cosas sobre la cama y se sentó en el borde. Era pronto para sacar las cosas de la mochila, todavía no sabía si se quedaría. Tenía que conocer la verdadera cara de aquellas personas antes de tomar una decisión. Aunque la habitación era un punto a favor. Se sacó las zapatillas y se tumbó en la cama, haciendo las cosas a un lado.
Pasó varias horas viendo combates de lucha, series ridículas sobre zombis y finalmente, un programa de música. Acababa de encender su segundo cigarrillo cuando unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. No por el ruido, sino por el acto en sí. La privacidad siempre había estado carente en su vida… Ya no podía aducir la amabilidad a Amelia, porque hacía dos horas que se había marchado. Después de hacerle prometer que le daría una oportunidad a los Longaster y asegurar que se pasaría dentro de dos semanas para comprobar que todo iba bien.
Apagó el cigarrillo en un papel que había puesto de cenicero provisional y se incorporó en la cama.
―Adelante ―dijo aclarándose la voz.
Thomas abrió la puerta con una sonrisa dibujada, que no perdió ni siquiera después de advertir el olor y la nube de humo en la habitación.
―¿Fumas? ―preguntó a Damen. Que permanecía como un palo de billar, tieso a los pies de la cama.
―¿Por qué, no puedo? ―Casi parecía estar buscando una confrontación, algo que le diera motivos reales para desconfiar. Porque estar en un terreno tan equilibrado e idílico, le hacía sentir inseguro.
―Son tus pulmones ―Thomas se encogió de hombros―, pero aquí convives con seis pulmones más. Así que, si vas a fumar que sea en la terraza ―Damen disponía de una pequeña terraza que daba al jardín ―, en el porche o en cualquier espacio abierto, ¿vale?
―Sí, señor ―no pudo evitar el fastidio, esas personas eran demasiado amables.
―Nada de señor o te romperé todos los cigarrillos. ―El hombre parecía decirlo en serio, aunque Damen no pudo evitar emular una sonrisa, a pesar de sus esfuerzos por no sentirse cómodo en aquella casa ―. He venido a llamarte porque la cena está lista y nuestros retoños han retornado al hogar.
—¿Cuántos hijos tenéis?
—Dos, pero Bastian vive en el campus de la universidad.
―Enseguida bajo.
Tras volver a quedarse solo, se pasó las manos por el pelo, un gesto muy característico de él. Se preparó mentalmente para la cena. Seguramente los hijos serían el problema. Porque no siempre eran los padres, algunos tenían hijos o había más chicos de acogida que eran los que le impulsaban a marcharse.
Damen Strauss se equivocaba, otra vez.
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Grey abrió los ojos mucho antes del amanecer, algo insólito en ella, sobretodo un lunes. Pero siempre le pasaba lo mismo la primera noche. Le ponía nerviosa saber que había un desconocido durmiendo al otro lado de la pared. Aunque no fuese un desconocido como tal, porque lo había conocido la noche anterior durante la cena. Grey había llegado a casa después de pasar toda la tarde comprando libros con Annie, con la intención de darle una calurosa bienvenida. Pero las intenciones murieron cuando Damen la miró con aprensión y se limitó a hacerle un gesto de cabeza cuando se presentó.
Sabía que iba a ser difícil acceder a él. La presión que habían añadido sus padres no ayudaba. Pero nada de eso impidió a Grey mandar un mensaje a su mejor amiga para informarla de la situación:
«Es guapo, ¡guapísimo, tía! Pero es un borde de primera categoría. A Yellow le gusta, lo tomaré como una buena señal. »
A lo que Annie había respondido:
«Ya no nos fijamos en el atractivo de los chicos, ¿recuerdas? No si queremos evitar correr desnudas por la calle.»
El despertador marcaba las cinco y media, todavía le quedaba una hora antes de tener que levantarse. Así que se puso a vaguear con el móvil, dado que el traidor de Yellow se había ido a dormir con el nuevo y la había abandonado. Media hora más tarde se fue a la ducha, aprovecharía el tiempo extra para prepararse y evitar cruzarse en el baño con Damen y evitar que se la encontrase en bragas. Tenía que acostumbrarse de nuevo a compartir el baño.
Ya eran las seis cuando se sentó en la cama, envuelta en su albornoz. Como ya era costumbre, la melodía de «She love you» le llegó por la rendija de la puerta; sus padres deberían de estar en cocina, preparándose para irse al trabajo. No pudo evitar preguntarse qué pensaría el nuevo inquilino sobre la obsesión de sus padres por Los Beatles. Incluso a ella, que se había criado con dicha obsesión, en ocasiones también le ponía de los nervios.
Sin perder más tiempo en cavilaciones internas, se puso en marcha. Secó su pelo con el secador y después lo agarró en un moño, dejando unos cuantos mechones sueltos. Eligió una camisa de cuadros rojos y azules, unos vaqueros claros y sus zapatillas blancas. Cogió su mochila de la silla, junto con las llaves de la moto y bajó a la cocina.
Sus padres ya se habían marchado, por desgracia. Lo que significaba que tendría que enfrentarse sola al desayuno con Damen. Cogió una taza de la alacena y la llenó de café, sentándose en uno de los taburetes de la isla de la cocina para disfrutarlo. Minutos después, apareció Damen, que al verla, se quedó de pie bajo el marco de la puerta.
―Buenos días ―saludó con amabilidad―. El café está listo y hay gofres en el microondas.
Damen asintió sin decir palabra y fue a servirse una taza de café. Grey apretó los puños, incapaz de reprimir el malgenio. Una cosa era que estuviese en proceso de adaptación y otra que fuese un maleducado.
―¿Sabes?, en mi familia tenemos la costumbre de saludarnos por las mañanas ―comentó, lanzándole una mirada aviesa por detrás de la espalda.
Damen, que se había apoyado junto al lavavajillas, alzó las cejas ante el comentario de Grey.
―¿Qué clase de obsesión tienen tus padres con Los Beatles? ―preguntó, en lugar de limitarse a saludar. La irritación de su voz podía embotellarse. O quizá era su tono de voz habitual.
Grey se giró sobre el taburete para mirarlo. Aunque le pusiera nerviosa, todo él la ponía nerviosa. No le gustaba la forma en la que sus ojos le taladraban, como si estuviesen juzgándola.
―Para que te hagas una idea; son algo así como Jesucristo para los cristianos ―Grey sonrío y trató de ser amable, a pesar de la hostilidad latente―. ¿Algún problema?
―Su gusto musical, nada más —rebatió, dando un trago al café.
Reprimió el impulso de estrellarle la taza de café a la cabeza. Damen le caía peor a cada minuto que pasaba.
―Más vale que te acostumbres —informó, saltando del taburete para dejarla en el fregadero, teniendo que situarse al lado de Damen, por desgracia—. En esta vida se consigue todo.
Damen la miró de reojo, con una ceja alzada y cara de poco a amigos. Grey se apartó de su lado, porque le había dado la sensación de que quería morderla.
―Tiene gracia que lo digas tú ―respondió Damen con inquina—. ¿Papá no te da dinero para comprarte la camiseta que quieres?
Lo hizo, justo lo que Grey más odiaba que hiciera un chico de acogida. Menospreciarla y tratarla como una princesita caprichosa porque ella, afortunadamente, tenía padres.
―Está hecho un gilipollas, ¿te lo han dicho antes?
―Sí, especialmente las chicas como tú —prosiguió con sus ataques, con una sonrisa pestilente de superioridad que quiso arrancarle.
Grey fue a lanzarle una réplica ingeniosa, pero se dio cuenta de que no merecía gastar saliva, por mucho que le molestara sus acusaciones.
―En fin —le dedicó una sonrisa, que sabía que le molestaría mal que cualquier insulto—, vamos a llegar tarde a clase. Te espero fuera.
Y sin más dilación, se marchó de la cocina a toda prisa. Cogió el casco del armario de la entrada y salió al porche. Preparó su moto y sin arrancarla se situó al borde de la acera a esperar al idiota de su nuevo hermano de acogida. Que todavía tardó quince minutos en aparecer por la puerta. Por la sonrisa de condescendencia que portaba, supuso que lo había hecho a propósito.
«¿Si le aplasto el pie con la moto, sería un homicidio?», se encontró pensando. Damen caminó hasta la Harley que había al lado.
―Sigue mi moto —masculló mientras él quitaba el seguro y lo guardaba en el asiento.
―¿Quieres decir la motocicleta de la Barbie? —la chinchó al tiempo que se ponía el casco en la cabeza.
―Al contrario que tú, yo uso la moto para moverme. No para que las chicos se peleen porque les dé una vuelta y puedan abrazarme con la excusa de no caerse.
―En mi moto sólo me subo yo. —La voz le llegó opacada por el casco.
—Pero qué machote —río con burla—. Venga, Action Man…
«…vámonos antes de que te mate.»
El trayecto fue infernal. Damen se había dedicado a pegarse a ella en la carretera y había tenido que mantener una velocidad excesiva durante todo el trayecto para que no se la llevase por delante. Sin embargo, aunque era lo último que deseaba: se dijo que tenía que ser una buena anfitriona y guiarlo por el instituto. Más que nada porque de no hacerlo, sus padres la matarían.
No tuvo que hacerlo, porque cuando llegó a la entrada después de aparcar. Se encontró a Damen hablando con Buzz, uno de sus compañeros de clase. Parecían conocerse la mar de bien. Así que se desentendió el asunto.
Desafortunadamente no vería a Annie hasta tercera hora, por lo que no podría descargar su frustración hasta entonces. Sacó los libros de las tres primeras horas de su taquilla.
—Buenos días, Ricitos de Oro.
El corazón de Grey por poco explotó. Jake había aparecido en la taquilla de al lado como venido de la nada y ahora se mofaba de ella.
—No estoy de humor —lo advirtió echándose a andar por el pasillo hacia la clase de Español. Jake caminó a su lado.
—¿Una mala mañana?
—No hay adjetivos para describirla. —Con sólo recordar su tira y afloja con Damen se le llenaba el cuerpo de crispación y le entraban ganas de golpear algo.
—Otra cosa que no tiene descripción es vuestra traición —soltó Jake, mirándola desde todo lo alto que era. A su lado parecía una pulga.
—Traicionarte no ha estado en mis planes de esta semana.
—Fuisteis a ese club sin mí. —Para darle más emoción al asunto, se clavó un puñal invisible en el corazón. Un grupo de unos cuantos cursos inferiores, se cruzaron con ellos y soltaron risitas de hiena al pasar al lado de Jacob.
Grey puso los ojos en blanco.
—Primero, los sábados peleas en ese estúpido antro —reclamó, apuntándolo con los libros—. Segundo, los chicos no estaban permitidos. Y hasta donde tengo entendido, tienes pene.
Jake reprimió la risa.
—Aun así duele…
—A ti lo que te duele es que Annie esté fuera del mercado —adivinó.
Jake la miró con complicidad, lo que llevó a Grey a darle un empellón en el pecho con su libro de Español.
—¡Oye, qué te he dicho sobre pegarme! —se quejó, llamando la atención de unos cuantos alumnos.
—Es que tenía que descargarme con alguien, lo siento.
—Ten una mejor amiga para que te use de saco de boxeo…
Sabía que iba a ser difícil acceder a él. La presión que habían añadido sus padres no ayudaba. Pero nada de eso impidió a Grey mandar un mensaje a su mejor amiga para informarla de la situación:
«Es guapo, ¡guapísimo, tía! Pero es un borde de primera categoría. A Yellow le gusta, lo tomaré como una buena señal. »
A lo que Annie había respondido:
«Ya no nos fijamos en el atractivo de los chicos, ¿recuerdas? No si queremos evitar correr desnudas por la calle.»
El despertador marcaba las cinco y media, todavía le quedaba una hora antes de tener que levantarse. Así que se puso a vaguear con el móvil, dado que el traidor de Yellow se había ido a dormir con el nuevo y la había abandonado. Media hora más tarde se fue a la ducha, aprovecharía el tiempo extra para prepararse y evitar cruzarse en el baño con Damen y evitar que se la encontrase en bragas. Tenía que acostumbrarse de nuevo a compartir el baño.
Ya eran las seis cuando se sentó en la cama, envuelta en su albornoz. Como ya era costumbre, la melodía de «She love you» le llegó por la rendija de la puerta; sus padres deberían de estar en cocina, preparándose para irse al trabajo. No pudo evitar preguntarse qué pensaría el nuevo inquilino sobre la obsesión de sus padres por Los Beatles. Incluso a ella, que se había criado con dicha obsesión, en ocasiones también le ponía de los nervios.
Sin perder más tiempo en cavilaciones internas, se puso en marcha. Secó su pelo con el secador y después lo agarró en un moño, dejando unos cuantos mechones sueltos. Eligió una camisa de cuadros rojos y azules, unos vaqueros claros y sus zapatillas blancas. Cogió su mochila de la silla, junto con las llaves de la moto y bajó a la cocina.
Sus padres ya se habían marchado, por desgracia. Lo que significaba que tendría que enfrentarse sola al desayuno con Damen. Cogió una taza de la alacena y la llenó de café, sentándose en uno de los taburetes de la isla de la cocina para disfrutarlo. Minutos después, apareció Damen, que al verla, se quedó de pie bajo el marco de la puerta.
―Buenos días ―saludó con amabilidad―. El café está listo y hay gofres en el microondas.
Damen asintió sin decir palabra y fue a servirse una taza de café. Grey apretó los puños, incapaz de reprimir el malgenio. Una cosa era que estuviese en proceso de adaptación y otra que fuese un maleducado.
―¿Sabes?, en mi familia tenemos la costumbre de saludarnos por las mañanas ―comentó, lanzándole una mirada aviesa por detrás de la espalda.
Damen, que se había apoyado junto al lavavajillas, alzó las cejas ante el comentario de Grey.
―¿Qué clase de obsesión tienen tus padres con Los Beatles? ―preguntó, en lugar de limitarse a saludar. La irritación de su voz podía embotellarse. O quizá era su tono de voz habitual.
Grey se giró sobre el taburete para mirarlo. Aunque le pusiera nerviosa, todo él la ponía nerviosa. No le gustaba la forma en la que sus ojos le taladraban, como si estuviesen juzgándola.
―Para que te hagas una idea; son algo así como Jesucristo para los cristianos ―Grey sonrío y trató de ser amable, a pesar de la hostilidad latente―. ¿Algún problema?
―Su gusto musical, nada más —rebatió, dando un trago al café.
Reprimió el impulso de estrellarle la taza de café a la cabeza. Damen le caía peor a cada minuto que pasaba.
―Más vale que te acostumbres —informó, saltando del taburete para dejarla en el fregadero, teniendo que situarse al lado de Damen, por desgracia—. En esta vida se consigue todo.
Damen la miró de reojo, con una ceja alzada y cara de poco a amigos. Grey se apartó de su lado, porque le había dado la sensación de que quería morderla.
―Tiene gracia que lo digas tú ―respondió Damen con inquina—. ¿Papá no te da dinero para comprarte la camiseta que quieres?
Lo hizo, justo lo que Grey más odiaba que hiciera un chico de acogida. Menospreciarla y tratarla como una princesita caprichosa porque ella, afortunadamente, tenía padres.
―Está hecho un gilipollas, ¿te lo han dicho antes?
―Sí, especialmente las chicas como tú —prosiguió con sus ataques, con una sonrisa pestilente de superioridad que quiso arrancarle.
Grey fue a lanzarle una réplica ingeniosa, pero se dio cuenta de que no merecía gastar saliva, por mucho que le molestara sus acusaciones.
―En fin —le dedicó una sonrisa, que sabía que le molestaría mal que cualquier insulto—, vamos a llegar tarde a clase. Te espero fuera.
Y sin más dilación, se marchó de la cocina a toda prisa. Cogió el casco del armario de la entrada y salió al porche. Preparó su moto y sin arrancarla se situó al borde de la acera a esperar al idiota de su nuevo hermano de acogida. Que todavía tardó quince minutos en aparecer por la puerta. Por la sonrisa de condescendencia que portaba, supuso que lo había hecho a propósito.
«¿Si le aplasto el pie con la moto, sería un homicidio?», se encontró pensando. Damen caminó hasta la Harley que había al lado.
―Sigue mi moto —masculló mientras él quitaba el seguro y lo guardaba en el asiento.
―¿Quieres decir la motocicleta de la Barbie? —la chinchó al tiempo que se ponía el casco en la cabeza.
―Al contrario que tú, yo uso la moto para moverme. No para que las chicos se peleen porque les dé una vuelta y puedan abrazarme con la excusa de no caerse.
―En mi moto sólo me subo yo. —La voz le llegó opacada por el casco.
—Pero qué machote —río con burla—. Venga, Action Man…
«…vámonos antes de que te mate.»
El trayecto fue infernal. Damen se había dedicado a pegarse a ella en la carretera y había tenido que mantener una velocidad excesiva durante todo el trayecto para que no se la llevase por delante. Sin embargo, aunque era lo último que deseaba: se dijo que tenía que ser una buena anfitriona y guiarlo por el instituto. Más que nada porque de no hacerlo, sus padres la matarían.
No tuvo que hacerlo, porque cuando llegó a la entrada después de aparcar. Se encontró a Damen hablando con Buzz, uno de sus compañeros de clase. Parecían conocerse la mar de bien. Así que se desentendió el asunto.
Desafortunadamente no vería a Annie hasta tercera hora, por lo que no podría descargar su frustración hasta entonces. Sacó los libros de las tres primeras horas de su taquilla.
—Buenos días, Ricitos de Oro.
El corazón de Grey por poco explotó. Jake había aparecido en la taquilla de al lado como venido de la nada y ahora se mofaba de ella.
—No estoy de humor —lo advirtió echándose a andar por el pasillo hacia la clase de Español. Jake caminó a su lado.
—¿Una mala mañana?
—No hay adjetivos para describirla. —Con sólo recordar su tira y afloja con Damen se le llenaba el cuerpo de crispación y le entraban ganas de golpear algo.
—Otra cosa que no tiene descripción es vuestra traición —soltó Jake, mirándola desde todo lo alto que era. A su lado parecía una pulga.
—Traicionarte no ha estado en mis planes de esta semana.
—Fuisteis a ese club sin mí. —Para darle más emoción al asunto, se clavó un puñal invisible en el corazón. Un grupo de unos cuantos cursos inferiores, se cruzaron con ellos y soltaron risitas de hiena al pasar al lado de Jacob.
Grey puso los ojos en blanco.
—Primero, los sábados peleas en ese estúpido antro —reclamó, apuntándolo con los libros—. Segundo, los chicos no estaban permitidos. Y hasta donde tengo entendido, tienes pene.
Jake reprimió la risa.
—Aun así duele…
—A ti lo que te duele es que Annie esté fuera del mercado —adivinó.
Jake la miró con complicidad, lo que llevó a Grey a darle un empellón en el pecho con su libro de Español.
—¡Oye, qué te he dicho sobre pegarme! —se quejó, llamando la atención de unos cuantos alumnos.
—Es que tenía que descargarme con alguien, lo siento.
—Ten una mejor amiga para que te use de saco de boxeo…
Última edición por gxnesis. el Miér 10 Abr 2019, 5:46 pm, editado 2 veces
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