Double Rainbow

sigo yo subiré lo más pronto posible

EMILIA. COMO PUEDES TU DEJAR UN COMENTARIO ASI. LO NECESITABA GRACIAS. EN SERIO MILES MILES DE GRACIAS. PORQUE TUS COMENTARIOS SON VIDA Y SON BELLOS Y ME LLENASTE DE FILZ askdjnasdkjansdjasnjd SOS UN AMOR

Era la primera vez, en todo su tiempo trabajando, que Hattie tenía que pedir un permiso para llegar tarde porque tenía una cita con el médico. Dominic no la insultó en más de dos idiomas (usualmente eran cuatro, uno por cada abuelo) porque Uriah y Alec habían comenzado a trabajar en Ragsdale.

El metro la dejó a unos minutos caminando del complejo de edificio donde vivía Salow, en el campus de la Universidad. En lugar la puso un poco nostálgica —de inmediato recordó lo divertido que eran sus días en la universidad, tratando de inventar nuevos postres a partir de lugares del campus para obtener una A. Sacudió la cabeza y caminó hasta la habitación de su amiga.

La había visto salir corriendo luego de hablar con Kayden en la barra. No tenía idea alguna de qué habían hablado, porque Kayden se había ido corriendo poco tiempo después y Killian y Abby estaban ocupados llamándola como para responderle. Además, no podía ponerse a hablar cuando había más personas esperando sus bebidas. A veces detestaba el poder del alcohol.

Así que en vez de azararla con un montón de mensajes o llamarla al celular, decidió venir aquí. Traía un par de postres porque no hay nada como el azúcar para subir el ánimo y en su vieja mochila de Domo cargaba su laptop con un montón de películas de comedia descargadas. Para tener poco tiempo conociéndola, sentía a Salow como la hermana menor (o la hermana y ya) que nunca tuvo.

Cuando Salow abrió la puerta, ninguna de las dos dijo nada por unos momentos. Hattie se dedicó a mirarla: tenía la mirada verde apagada y cansada, el cabello totalmente despeinado y no le sonrió sabionda —como hacia la mayoría de las veces. En cambio, le soltó una pregunta:

—¿No deberías estar en el trabajo? —frunció el ceño.
—No, hoy tengo cita con el médico —se encogió de hombros y pasó adentro— Voy a llegar un poquito más tarde.
—¿No te van a amonestar o algo así? —dijo Salow mientras cerraba la puerta.

Ella aún estaba en pijamas, lo que le dio ganas a Hattie de estar en pijamas. Eran la ropa más cómoda alguna vez inventada. La pelirroja la miró como si fuera un alienígena y le dijo bien lento:

—No, porque estoy en el médico. Ahora, estos pasteles se van a poner horrorosamente duros si no te los comes antes de cuarenta minutos, aproximadamente —mientras hablaba, caminó hasta el sillón y puso la caja en la mesa de café— Y yo no los horneé para eso, los horneé para ti.

Salow la miró como si se estuviera estrangulando, aunque no decía nada y Hattie pensó que iba a comenzar a llorar. Y si lo hacía, probablemente terminaría llorando con ella y sus pasteles se pondrían duros, después de todo.

—No tienes que explicarme nada, ¿sabes? Solo ven a comer —movió la mano en señal de que se acercase.
—No tenías que faltar al trabajo —espetó Salow cuando se sentó junto a ella.
—No falté, estoy en el médico —Hattie sacudió la cabeza— Ahora come antes de que me desespere y te meta el pastel en la boca.
—¿Tú, desesperándote? —ella enarcó una ceja y las comisuras de sus labios se elevaron.

Hattie se alivió de ver un atisbo de sonrisa en su rostro. Se irguió y subió la barbilla con gesto presumido.

—Tengo mis momentos —manoteó en el aire, restándole importancia e imitando un acento británico.
—Espero nunca ver eso.
—Nah —bufó— Como dijo Cinna, soy de las que canaliza todo lo que siento en mi trabajo, así solo sufro yo.

Salow estaba tan sorprendida por ese arranque de honestidad tan repentino, que casi se atraganta con el pastel. La mermelada de frambuesa le cayó en la camiseta, pero ni se inmutó.

—¿Cinna, el de los Juegos del Hambre? —fue lo único que pudo balbucear.
—El mismo —asintió— En fin, vengo de Sprinfield, que no está muy lejos de aquí, pero casi no voy de visita…
—¿Por qué no?

Hattie no sabía muy bien por qué había comenzado a contarle todo de repente. Tal vez quería hacerla dejar de pensar en lo que sea que estuviera pensando, o tal vez había decidido confiar en Salow tanto como Salow confiaba en ella. O estaba siguiendo sus propios consejos por una vez en su vida. Sea lo que fuera, se acomodó en el asiento y se preparó para contarle todo.  Bueno, hasta donde llegara sin que se pusiera a llorar. Hattie llevaba tanto tiempo sin dejarle ver a nadie su lado roto que no sabía muy bien cómo empezar.

—A pesar de que mi familia está allá y la adoro, también está mi hermana y um, mi exnovio —Salow pareció entender por qué solo los mencionaba a ellos dos, pero no dijo nada— Y realmente, aunque uno quiera pretender que las heridas no están ahí, un mal día te llegan a la mente como una cachetada en la cara. Tal vez por eso nunca hablo de estas cosas —miró a Salow con ojos cristalinos antes de volver a mirar al cojín que tenía abrazado— No me gusta que la gente me vea mal, porque hacen preguntas y yo no quiero molestarlos o poner más en su plato. Sirvo más para escuchar y-
—Pero tú también mereces que te escuchen —Salow la interrumpió y le buscó la mirada— Aunque te sientas estúpida por estar llorando a mares en frente de alguien, —se señaló a sí misma para efectos especiales— al final, te sientes mucho mejor.


La mañana del domingo era considerablemente relajante, sin mucha actividad en las calles de Chicago por lo menos hasta las nueve o diez de la mañana. El parque se encontraba casi vacío —a excepción de las personas que se ejercitaban por los trayectos entre los árboles. Muchos llevaban audífonos en los oídos, ajenos a todo, mientras se concentraban en lo suyo. Hattie prefería dejarlos en su casa, porque le gustaba más escuchar la suave brisa moviendo las ramas y hojas de los árboles; el ritmo de sus pasos contra el asfalto y cómo su respiración parecía mezclarse con el ambiente que la rodeaba.

Llevaba la cabellera roja envuelta en un moño desorganizado en medio de la cabeza —unos cuantos mechones le salían por la nunca y un lado de la frente. Lo demás era aplastado por la venda morada que cargaba encima. Su ropa de ejercicio consistía de una camiseta por lo menos una talla más grande que la suya y unas lycras sintéticas moradas.

A un metro y medio, más o menos, se encontraba Donner, su retriever negro. Estaba corriendo con tanto ánimo que le impulsaba a seguir —además de que llevaba la correa de la muñeca y cuando Donner aceleraba el paso, era correr más o besar el suelo y rasparse la cara en el proceso.

Claro, era más fácil pensarlo que hacerlo. Ella ya había hecho un sacrificio grandísimo al pararse de la cama un domingo a las siete de la mañana —¡domingo! —. Si se ponía a pensarlo, antes bien le habrían dado ganas de llorar al tener que levantarse a esa hora cuando los domingos, usualmente, tenía el tiempo suficiente para levantarse completamente relajada y prepararse para trabajar. No había que pensar mucho para deducir que Hattie no era una fanática de las actividades físicas. Su deporte favorito consistía en amasar grandes cantidades de harina y andar cargando cajas llenas de postres y bocadillos.

Sin embargo, estaba tratando de mejorarlo. Estaba decidida a tener un abdomen que no le fastidiara la conciencia, aunque trotar en la mañana le provocaran ganas de rodar por el suelo. Siempre y cuando tuviera a Donner y se enfocara en lo lindo que era correr por el parque, todo estaría bien.

Él la vio antes que ella a él. Era su rutina inter-diaria trotar por el parque, a pesar de que iba al gimnasio en la semana. Dylan lo había llamado un obsesionado del gimnasio —lo mismo que Jordan desde que tuvo la edad suficiente para inscribirse a uno— pero el ejercicio lo hacía pensar menos. Además, le encantaba cansarse y sentir dolor en los músculos al terminar, porque eso significaba que había logrado algo.

En cambio, al ver a Hattie, su expresión parecía más la de “odio esto con toda mi alma” y estaba seguro de que ella preferiría cualquier cosa a estar allí. Le dieron ganas de reírse, porque le recordó a Roger cuando lo obligaba a hacer ejercicio: las cejas fruncidas y labios torcidos en una expresión de sufrimiento. Roger siempre odió los ejercicios.
Se percató del perro que iba delante de ella y de inmediato le invadieron unas ganas de ir a jugar con el canino —no podía evitarlo, amaba a los perros.

De repente, Hattie se detuvo y se dejó caer en uno de los bancos azul oscuro. Se inclinó hacia delante, apoyó su cabeza en las manos y comenzó a respirar lentamente. Antes de preguntárselo, Jedd ya se encontraba avanzando hasta ella. El perro lo observó con curiosidad y se acercó a olfatearlo, a lo que Jedd no objetó. Leyó su placa en el cuello y le sonrió. Luego pasó la mirada a Hattie, que todavía no se daba cuenta que él se encontraba allí.

—Te aseguro que se vuelve más fácil con el tiempo —dijo mientras acariciaba a Donner.

El canino movió su cola de un lado a otro y le dio una lamida en la muñeca. En cambio, Hattie soltó un respingo y se irguió con rapidez, buscando a quién le había hablado de repente. Jedd quiso reírse de su expresión de asustada, pero lo disimuló tosiendo. La chica lo reconoció, y entonces le devolvió la mirada con ojos marrones más relajados y medio sonrió. A Jedd le pareció tierno su rostro brillante del sudor, porque resaltaban las pecas que tenía debajo de los ojos y tenía la nariz roja.

—¿En serio? Porque a mí me parece que se pone más difícil —soltó un bufido e inconscientemente, pasó una mano por su moño envuelto.

Hattie esperaba no verse demasiado desastrosa por el ejercicio. Prefería que la vieran bañada en harina y en topings en vez de sudor.

—Bueno, en cierta forma sí —Jedd sonrió con diversión y ella rodó los ojos— ¿Solo trotas los domingos? Porque vengo usualmente y esta es la primera vez que te veo.

Hattia había asentido desde que soltó la pregunta.

—Los domingos no trabajo en la mañana, así que sí.
—Con razón te parece que no avanzas —comentó y ella frunció el ceño— Para obtener el efecto que quieres, tienes que trotar por lo menos tres veces a la semana.

Ante eso, la expresión de Hattie se distorsionó, levantó las cejas y lo miró boquiabierta. Jedd soltó una risotada.

—¿Tres? —exclamó— ¿Qué eres, un entrenador personal? —curioseó.
—No, es más como un deportista obsesivo —ladeó la cabeza, pensando que era el término que mejor lo definía.

Hattie lo repasó con la mirada. Llevaba una camiseta sin mangas que dejaba ver sus bíceps y todos los íceps que ella no conocía pero que estaba segura de que igual, estaban desarrollados. También llevaba pantalones cortos y anchos; y sus piernas parecían de jugador de soccer. De pronto, se preguntó si tendría un paquete de cuadritos en el abdomen —pero dejó de pensar eso abruptamente cuando se encontró con los ojos azul claro de Jedd. La observaban con diversión y curiosidad. Y el rojo de la nariz se le llegó hasta las mejillas.

—Así que… —se aclaró la garganta— Tres días. Lo tendré en cuenta —se incorporó del banco porque ya podía respirar con normalidad.
—De acuerdo… —las ganas de reírse del muchacho estaban más que presentes, pero se obligó a sonreír y más nada.
—Nos vemos —medio sonrió y agitó la mano.

Jedd la observó hasta que se perdió por el camino y entre los árboles. Sacudió la cabeza y comenzó a trotar en la otra dirección, para terminar con su rutina de las mañanas.


Cuando volvió a ver a Hattie, ella ya no llevaba el moño ni la vena, sino un par de trenzas francesas a cada lado, más el uniforme de Ragsdale. Al igual que la camiseta de la mañana, la camisa del uniforme parecía ser una talla más grande que la debida. Agradecía a Joe (aunque no se lo haya dicho) por haberlo traído a Ragsdale. Quedaba a una distancia considerable del departamento y de la universidad —además de que la comida que vendían era deliciosa.

Se sentó en una de las sillas de la barra y esperó a que lo atendieran mientras observaba el menú de platos y bebidas del día. A un asiento de él se encontraba un muchacho alto, con un bebé entre sus brazos que jugueteaba con su cabello rizado.

—Entonces, Hattie, ¿qué opinas de mi oferta? —preguntó Killian sonriente.
—Ya sabes que no puedo —rodó los ojos y sonrió— La receta es exclusiva de Ragsdale y si la doy, Dominic me mata —sacó el vaso de la licuadora para servir la batida en el biberón de Harlow— Además, amo cuando vienes con Harlow —le topó la pequeña nariz al cachetudo bebé varias veces.

Harlow soltó unas risitas infantiles que hicieron a todos reír, incluyendo a Jedd. Hattie lo miró y de inmediato se acordó de lo ocurrido esa mañana; y, con eso surgió la vergüenza. Trató de olvidarse de todo rápidamente, porque si no, terminaría sonrojándose y Killian iba a darse cuenta. Y él nunca dudaba en hacerla de fastidioso.

—Estoy contigo en un momento —le indicó y se volvió ante el enrulado— Ya sabes cuánto es, en la caja te atenderán.
—Gracias, Hatt —Killian sonrió— Algún día tendré la receta de estas batidas, ya lo verás —masculló mientras observaba como Harlow bebía con ganas.

Jedd miraba la escena con ternura y Killian se dio cuenta, así que lo miró con curiosidad.

—¿Nos conocemos?
—Uhm, no lo creo.
—Killian, este es Jedd, es hermano de Jordan —Hattie los presentó, señalando de uno al otro— Jedd, este es Killian, el chico que trata de robar mis recetas.
—¡Oye, eso no deja buena impresión! —chilló el ojiverde y la fulminó con la mirada— Si solo pudieras compartirla, le harías un bien a la comunidad. Y a mí presupuesto —susurró la última parte de mala gana.
—No es mi culpa que Harlow las ame —se encogió de hombros— Jedd, ¿ya sabes que vas a ordenar?
—Uhm, ¿qué me recomiendas?

Mientras Hattie le daba una descripción enérgica y detallada del menú y todos sus deliciosos platos, Killian rodó los ojos y continuó dándole de beber a Harlow, al mismo tiempo que murmuraba en contra de la pelirroja y su mal sentido de comunidad. De pronto, recordó que Jedd se encontraba allí y volteó a verlo.

—Entonces, ¿eres nuevo en Chicago? —preguntó una vez que Hattie se volteó a llevar su orden a la cocina.

Jedd torció el gesto por unos momentos, pensando en la respuesta correcta a aquella pregunta. Nuevo era un término bastante relativo, si se lo preguntaban a él.

—Algo así, tenía mucho sin venir aquí por más que una semana. ¿Por qué?
—Bueno, pues te informo que te daré el primer tour al mejor bar-karaoke de la ciudad —asintió como quien fuera a llevarlo ante un tesoro— Tienes que venir.
—¿Dónde queda?
—Aquí, por supuesto —señaló a su alrededor— Ragsdale es otra cosa por las noches, no te dejes engañar por esta fachada de “Hogar dulce hogar” —guiñó un ojo y medio sonrió.

Jedd frunció el ceño y miró a Hattie para confirmar si era verdad o no. Porque, a decir verdad, por horas tempranas del día, Ragsdale no era más que un café-restaurante acogedor y liviano. No se lo podía imaginar como un bar en la noche. Para su sorpresa, Hattie le sonrió y asintió.

—Desde las siete comienza todo, aunque la mayoría de la gente llega mucho más tarde —se encogió de hombros y le colocó una bandeja roja en frente con su comida— Y se hacen de martes a domingo.
—Así que, ya sabes —intervino Killian, al mismo tiempo que se levantaba de la silla— Ven esta noche y te presentaré a unos amigos, si quieres. Nos vemos, Hattie.
—¡Adiós a los dos! —se despidió la chica, sonriéndole con energía al bebé.


De vuelta en el departamento, Jedd había tratado de convencer a Dylan de que fuera con él a Ragsdale en la noche, pero Dylan era casi tan terco como su hermana. Ni siquiera bastó con ponerlo de buen humor jugando en el Play (porque Jedd había perdido, otra vez, nada nuevo) —estaba negado. Estaban sentados en la sala, esperando que Jordan llegara y Jedd había intentado de todo para que Dylan dijera que sí.

—Te compro cena por dos días.
—No.

Le invadieron ganas de arrancarse los cabellos, pero solo fulminó a su compañero de departamento con irritación.

—Tres días. Vamos, ¿no ves el esfuerzo que estoy haciendo?
—Ya te dije que no, Jedd.
—No me has dicho una razón lógica que justifique el no —lo señaló acusadoramente.
—Eres como un niño —bufó Dylan y se pasó una mano por la cara— Porque no y ya.

Jedd iba a soltarle un insulto que habría hecho a su mamá golpearlo —a pesar de que ya tenía 25 años— pero el sonido del intercomunicador lo interrumpió. Así que soltó un resoplido y se encaminó hacia el aparato, mientras el castaño lo miraba con satisfacción.

—¿Vas a subir? —preguntó Jedd por la bocina.
—¿Para qué, si vamos a bajar de nuevo? —la voz de Joe sonaba un poco diferente, pero igual de fastidiosa que siempre. Jedd rodó los ojos.
—Bien, espérame que ya bajo.
—Muévete.

El pelinegro tomó su billetera y las llaves del auto, pero antes de salir, miró a su compañero de piso.

—Te voy a llevar a beber algún día, Dylan —lo señaló con el índice y el meñique, el signo del “rock’n’roll” — Ya verás.

Cerró de un portazo para acentuar sus palabras, pero Dylan solo sacudió la cabeza ante el comportamiento del muchacho. En la recepción, Jordan lo estaba esperando de brazos cruzados y revisando su celular.

—Recuérdame por qué no podías ir a recogerme —le dijo cuándo lo vio salir del ascensor.
—Porque Ragsdale queda más cerca de mí departamento que del tuyo.
—¿Y la caballerosidad dónde está? —Jordan alzó los brazos al cielo, como preguntándole a Dios— Y luego preguntan por qué decimos que los hombres son idiotas.
—Oye, te voy a llevar de regreso, no sé por qué te quejas —replicó indignado— Y te pagaré las bebidas.

Jordan lo miró con la boca abierta exageradamente, solo para molestarlo más. Jedd no le puso atención y quitó el seguro del Audi A1 negro que había comprado con el dinero del auto que vendió en Irlanda.

—¿Quién eres tú y qué hiciste con Jedd?


Cuando llegaron al local, Jedd comprobó que era verdad lo que le había dicho Killian. Todo comenzó porque afuera había un grupo fumando y riéndose de todo y nada. En el interior, Ragsdale aún tenía aquel ambiente acogedor que te incitaba a sentarte allí por horas —pero era totalmente diferente. La iluminación era tenue, había lámparas en el pequeño escenario y luces amarillas en las paredes. La música de jazz de fondo también le daba otro toque y a lo lejos vio a dos muchachas morenas y con rastas preparándose para subir al escenario.

A un lado tenían un grupo de motociclistas que parecían tener más de cuarenta años todos; y más adelante logró ver a Killian con un grupo de personas. Sin embargo, lo que le sorprendió fue ver a Hattie detrás de la barra, sirviendo tragos a una velocidad más rápida de la normal junto con un Alec nervioso. Ya no llevaba dos trenzas, sino una cola alta y el cabello le caía ondulado por el cuello. Se preguntó si alguna vez tomaba un descanso. Cuando Joe los vio, lo tomó del brazo y comenzaron a moverse hasta la barra.

—No sabía que Alec trabajaba aquí —le dijo a Jordan.
—Comenzó hace poco —alzó la voz por encima de la música— Aunque no sabía que iba a tomar turnos en la noche.

Se sentaron en la barra y esperaron a que Hattie o Alex se desocuparan para ordenar. La pelirroja lo hizo primero y caminó hasta ellos con una sonrisa alegre pero cansada en el rostro, aunque aún seguía teniendo su brillo característico.

—Veo que decidiste venir —le dijo a Jedd— Hola, Joe. ¿Por qué no trajeron a Zarina?
—Está con Harlow —Joe se encogió de hombros— ¿Alec y tú están solos?
—Por el momento sí, pero no te preocupes, él aprende rápido —dijo mientras le echaba un vistazo— Ahora, ¿saben que van a pedir?

Jordan abrió la boca, pero Jedd se le adelantó.

—Algo suave para ella, como una cerveza —tamborileó los dedos en la madera y Joe lo fulminó con la mirada.
—¡Oye! Puedo ordenar por mí-
—Y yo quiero un whisky, solo con hielo —sonrió.
—De acuerdo, un-
—Hattie, no le pongas caso —espetó Jordan— Quiero un daikiri de-
—¿Un qué? Luego te tomas diez porque es dulce y yo terminaré con una hermana borracha, no gracias —sacudió la cabeza.
—Puedo tomar lo que se me pegue la gana, Jedd.
—No si yo ando contigo, no.

Ellos seguían discutiendo y Hattie solo miraba de una cara a otra, con una sonrisa de diversión en el rostro. Por un momento, le entró la nostalgia porque recordó a su hermano y lo mucho que tenía sin verlo. Luego puso mala cara, porque la nostalgia la estaba visitando mucho últimamente.

—¿Todo bien aquí? —le preguntó Alec.
—Sí, usual comportamiento de hermanos —Hattie señaló a los Stoner.

Alec y ella se sonrieron y el muchacho sacudió la cabeza. Hattie no había mentido cuando dijo que aprendía rápido y le agradaba tener una mano en sus turnos de la noche. Los días que ella estaba, los demás usualmente no podían, así que le había tocado hacer maniobras dignas de un actor de circo para apañárselas en las noches en que todo el mundo quería un trago. En momentos así desearía ser un cruce entre humano y pulpo, porque brazos de más no le harían para nada mal.

—¿A qué hora cerramos? —le preguntó Alec, en lo que Jedd y Joe seguían discutiendo.
—No tienes que quedarte hasta que cierre, tranquilo.
—Sí me voy a quedar, no te dejaré sola —la miró con terquedad— Es peligroso que salgas tan tarde sola.
—No estaré sola —se cruzó de brazos— Técnicamente…y algo me dice que no te importa lo que diga, ¿verdad?
—Correcto —Alec la señaló y sonrió ante su irritación.


La semana comenzó con el Decanato de Artes de la Universidad de Chicago inaugurando uno de sus talleres semestrales de Arte, impartido dos veces a la semana por tres horas cada día. El taller no tenía ningún pre-requisito fastidioso, salvo el de pertenecer a la universidad y no estar en baja académica. Había estudiantes novatos, de término e intermedios; desde Diseño de Interiores hasta Publicidad, todos con una forma “única” de ver la vida.

Por lo menos, así era que lo decía el profesor del Taller, el señor Saurius. Saurius era un graduado de Artes Plásticas y un sinfín de posgrados que nunca dejaba de mencionar a sus estudiantes en cada Taller. Igualmente, disfrutaba de asignar tareas cada vez más raras a medida que pasaba el tiempo. No era inesperado que un día te mandara al monumento de la ciudad a tomarle una foto para modificarlo en Photoshop con grafiti o surrealismo; tampoco era inusual que mandara un mensaje colectivo para que los estudiantes fueran en pijama a tomar la clase en uno de los tantos patios de la Universidad.

Tal vez por eso Vicky había decidido tomar el taller por segunda vez. Lo había hecho en su primer semestre y ahora se encontraba en el segundo. Aunque el señor Saurius no era perfecto, era un genio en las artes. Así que por eso estaba dispuesta a aguantar su impuntualidad, como en aquel momento.

Era el primer día del Taller y aún después de pasada media hora, el jodido maestro no había hecho acto de presencia en el aula. No era raro —pero ella pensó que, tal vez por ser el primer día, habría alguna especie de excepción. Y le irritaba averiguar que se había equivocado.

Ella estaba sentada en uno de los pupitres dobles, pero sin compañero, con las piernas encima del asiento en forma de mariposa. Llevaba el cabello oscuro en una cola floja, una camiseta de Disney y unos pantalones con agujeros en las rodillas. Su hermana diría algo como “típica chica hípster” solo para molestarla, pero a Vicky no le podía importar menos. Para ella, su guardarropa de la universidad consistía en pantalones jeans o joggers, camisetas cómodas y converse. Y en días con mucho sueño, no le pesaba irse en pijamas. Era un país libre.

Lo único que no la hacía ir a preguntarle al bedel dónde demonios estaba Sirius era la vagancia. Tan presente en ella como siempre. Así que sacó sus audífonos, puso un playlist de Mika y comenzó a garabatear incoherencias en la última hoja de su carpeta de dibujo. Resultaba ser una especie de ala con franjas tribales; y se encontraba tan enfrascada trazando líneas que no se detuvo cuando alguien tomó el asiento vacío a su lado.

Bueno, hasta que él la interrumpió topándole el hombro.

Vicky se tragó la irritación al ver la pinta del muchacho, que parecía ser nuevo (más nuevo que ella) en la Universidad. Se sacó un audífono y esperó a que él hablara. Tenía unos ojos azules que le dieron ganas de dibujarlos en el instante —eran grandes y tan brillantes que parecían un océano.

—¿Este es el Taller de Arte del profesor Saurius? —preguntó con el ceño fruncido.
—Sí.
—Ah. ¿Y dónde está?
—Él nunca llega temprano —respondió Vicky, rodando los ojos— así que no te preocupes. ¿Eres nuevo?
—¿Tanto se nota? —el chico sonrió de lado— Pues sí, soy Mitchell, encantado de conocerte, preciosa.

Al escuchar eso y la galantería con la que habló, Vicky enarcó una ceja y se esforzó por no sonreír. No sabía si lo había hecho a propósito o no, pero de todos modos asintió y le estrechó la mano. Sentía como si sus ojos la estuvieran acosando de tan fijo que la miraba.

—Vicky.
—¿Vicky de Victoria o…?
—No, solo Vicky —sonrió.
—De acuerdo, solo Vicky. —Mitchell se recostó de la silla— ¿Qué estudias?

Vicky entrecerró los ojos ante el apodo, pero decidió responderle. Soltó el lápiz y le puso pausa a su música, porque Mitchell parecía ser esos que entablaban conversaciones largas. Y tuvo razón, porque no pararon de hablar hasta que Saurius entró al Taller, con una camiseta hawaiiana, cabello marrón y ondulado en un moño y su bolso marrón chocolate colgándole del hombro. Se sentó en el borde de su escritorio y comenzó a hablar sobre la filosofía en el Arte del siglo XXI. Mitchell la miró con el ceño fruncido y señaló al profesor cómo preguntándose si en realidad era él.

—Solo espera y verás, chico nuevo.


Al salir de clases, el humor de Vicky mejoró considerablemente. Bueno, el humor de cualquiera mejoraría un montón al salir de clases, mucho más un lunes. Pero ella estaba feliz por otra razón, muy diferente. Solo tenía las clases del taller los lunes, así que salió a las diez y media, cuando Saurius se cansó de verles las caras y los mandó a irse con una tarea estrambótica.

Verificó la hora antes de decidir si comprar comida o no —porque el camino al aeropuerto era tedioso y ella tendría hambre tarde o temprano. Así que unos cuantos minutos después, la pelinegra se encontraba dirigiéndose a su Honda Accord, con una funda de hamburguesas con papas fritas y refresco debajo del brazo. Vivía para la comida rápida.

Ese día llegaba Joséphine a Chicago, después de haberse ido a estudiar a otro país. Tenía muchísimas preguntas para su mejor amiga, comenzando por qué rayos había escogido un lunes laboral para regresar a la ciudad. Ya era bastante difícil andar en la carretera a cualquier hora, también tendría que esperar en el aeropuerto quién sabe cuánto. Pero se le bajaba el enojo y se le subían los ánimos cuando recordaba que, de ahora en adelante, vivirían juntas.

Fifi se había partido de la risa cuando Vicky le contó acerca de sus experiencias pasadas con compañeras de departamento. Cambió de tres compañeras en un solo semestre y fue un caos detrás del otro. Había una fanática ultra obsesionada con los juegos online que chillaba hasta las cuatro de la mañana; otra chica que dejaba sus desastres en todos los rincones posibles; y otra chica que pretendía tirarle toda la carne a la basura porque ella era vegana y comer carne de un animal muerto era un crimen.

De solo recordar lo horrible que había sido procurar sacar buenas notas alrededor de esas lunáticas, le daban ganas de golpearse la frente con el volante del auto. Sin embargo, sacudió la cabeza y puso un cd de coldplay a todo volumen. Mientras conducía, iba tragándose las papas fritas de tres en tres.


No había nada que la desesperara tanto como tener que esperar. Su familia lo sabía, sus amigos lo sabían, Fifi lo sabía…y aun así tuvo el descaro de no avisarle que el vuelo se había atrasado. Se había dado cuenta solo porque la pantalla que anunciaba los vuelos que salían y llegaban, o iban a, lo había mostrado un montón de veces. Y ella tuvo que aguantarse las ganas de soltar maldiciones en voz alta.

Vicky podía ser muchas cosas, pero paciente no era una de ellas. Y detestaba el ajetreo del aeropuerto. Personas despidiéndose, otras llegando, otras esperando igual que ella. Sin importar que fuera lunes. A su lado había una niña jugando con un Nintendo al volumen máximo, junto con su madre y otro niño más. Cuando no pudo aguantar más la musiquita repitiéndose una y otra vez, se colocó los audífonos furiosamente y puso un playlist aleatorio en Spotify.

Estaba a punto de curiosear en la tienda de recuerdos cuando otro grupo de pasajeros comenzó a bajar por la plataforma. Cruzó los dedos detrás de su espalda y tuvo fe en que Fifi saldría por allí, con un montón de maletas y finalmente se largaría de en medio del gentío. Pero no podía ver nada con todas las personas conglomeradas alrededor del área de salida —ellos igual esperaban personas.

Chasqueó la lengua y vigilando que no hubiese ningún guardia cerca, se subió encima del asiento y comenzó a buscar rápidamente a una cabellera naranja y ondulada. Sin embargo, no veía a nadie. Continuó buscando y no se percató de que había alguien mirándola desde el suelo, hasta que le toparon la cintura. Se giró tan rápido como un suspiro porque pensó que era un guardia y que iban a sacarla de allí —pero chilló de emoción cuando se encontró con Josephine, mirándola con una sonrisa divertida y emocionada.

Sin pensarlo, se lanzó del asiento y se le lanzó encima, sin ponerle caso a las miradas de las demás personas presentes en el lugar. ¡Tenía demasiado sin ver a su amiga! Porque verla a través de la pantalla de la laptop no contaba.

—¡Por fin! ¡Tengo aquí como dos horas!
—Gracias por la bienvenida —sonrió.
—¡Ay, Fifi, sabes que me alegra demasiado verte! —volvió a chillar y la abrazó de nuevo, provocando una carcajada de su amiga— Pero me hubieras dicho que el vuelo se había atrasado, así no me dan ganas de morder algo.

Fifi la miró con ojos azules entrecerrados y una ceja enarcada.

—Creo que tus tendencias carnívoras pasaron a caníbales en mi tiempo ausente. ¿Sabes que eso es ilegal?
—Cállate. ¿De dónde salió el sarcasmo? —frunció el ceño.
—Aprendí de ti.

Vicky sacudió la cabeza y le sonrió a su amiga. Continuaron hablando de todo y nada, mientras Vicky le ayudaba a empujar el carrito atestado de maletas fuera del aeropuerto hasta donde tenía aparcado su vehículo. Toda la irritación por tener que esperar junto a la niña Nintendo se le esfumó, ahora todo era bromas y cuentos entre ellas.

AJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA KATE, MUCHÍSIMAS GRACIASSS No tienes que comentarme algo kilométrico, no te preocupes EN SERIO, GRACIAS, me alegra que te haya gustado

Me alegra no ser la única que se pone mal con esta NC