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Double Rainbow
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Double Rainbow
Perdón por ser irresponsable intentaré ponerme al corriente antes de entrar a clases
Kurisu
Re: Double Rainbow
- Hola :
- Bueno no tengo mucho que decir. Revisé el capítulo concienzudamente y creo que no hay falta o incoherencia alguna, creo... Pido perdón si la última parte del capítulo está medio confusa, pero mi neurona no daba más de sí misma Espero que os guste Besos
«En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente gran necesidad de calor. Para satisfacer su necesidad, buscan la proximidad corporal de los otros, pero mientras más se acercan, más dolor causan las púas del cuerpo del erizo vecino. Sin embargo, debido a que el alejarse va acompañado de la sensación de frío, se ven obligados a ir cambiando la distancia hasta que encuentran la separación óptima.»
Según la parábola de Arthur Schopenhauer ningún ser soporta una aproximación demasiado íntima de los otros. Pero la lejanía es igual de insoportable que la proximidad. Cuanto más cercana es la relación entre dos seres humanos, más dolorosa se vuelve, y viceversa.
Salow era consciente que la proximidad de Fred la exponía al dolor del desengaño, a la tortura de una tragedia griega. Por eso se había marchado. Sin embargo, la lejanía estaba acabando con ella también. Cuanto más tiempo pasaba, más doloroso se volvía, más llena de vacío se encontraba. Su cabeza bullía pensamientos dañinos, que explotarían de un momento a otro.
Por eso, sacrificar el primer sábado libre que tenía en dos semanas parecía más una bendición que un sacrificio. O al menos, de eso quería
convencerse Salow mientras se lavaba los dientes con los ojos aún entornados por el sueño. Se estaba preparando para marcharse a su primer día como voluntaria en un comedor social. La hoja que le había imprimido la mujer hacía una semana atrás yacía arrugada por el manoseo en la taza del váter.
Tras hacer gárgaras y recolocarse los rizos de una manera decente deshizo los pasos andados hacia su dormitorio, bañado con el gris tormentoso de las mañanas de Chicago. Del armario sacó un jersey color vino, que acompañó con unos vaqueros negros y unas zapatillas del mismo color. Se anudó al cuello una bufanda de rayas en tonos ocres y blancos. Estaba muy decidida a marcharse cuando se acordó del bulto que roncaba en el lado izquierdo de la cama.
―Red ―dijo caminando a su lado para despertarlo.
―Hummm ―respondió babeando sobre su almohada.
―Tengo que irme.
Red se decidió a abrir los ojos, llenos de venas rojas, vidriosos, como si estuviera a punto de romper a llorar. Salvo porque Salow sabía que era algo remoto que Red llorase.
―Adiós ―murmuró. Salow rodó los ojos.
―Puedes quedarte, pero no molestes a Rossie, o te dará con un mazo la próxima vez que atravieses esta puerta ―lo advirtió, a la vez que marcaba en el GPS del móvil la dirección del comedor social.
―Vale.
―Y no tengo diario, así que no pierdas el tiempo destrozando mi habitación.
―Sí, jefa ―realizó un saludo militar con torpeza. Volvió a roncar dos segundos más tarde.
Salow se hizo con su bolso y salió del dormitorio. Cuando conoció a Red, pensó de él todo lo malo que puede pensarse de un chico mono cuya única referencia para recordar a las mujeres era el tipo de culo que tenían. Pero por alguna razón, había aceptado la cita con él. Además, era amigo de Killian, así que tan malo no podía ser, recordaba haber pensado.
Siete días más tarde, Red Wharton, el chico que vanagloriaba un libro para chicas (dijera él lo que dijese) era la persona a la que más había visto. Iban a clase juntos, salían al Rasgdale, discutían ―sobre todo esto―, se acostaban de vez en cuando… Era fácil estar con Red. Sin sentimientos, sin dolor. Una gran distracción.
Una capa de hielo y un viento gélido la recibió nada más traspasar las puertas de la residencia. Cuidando de no caerse alcanzó el coche y con la compañía de la mujer que vivía dentro del GPS, puso rumbo al comedor social.
El primer punto a favor de madrugar; no hay tráfico. El segundo; se encuentra aparcamiento casi de inmediato. Y, el tercero; llegaba a tiempo por primera vez en meses. El comedor social estaba en un barrio al que Salow no había ido nunca, en una calle adyacente a la principal, con un par de cafeterías y una tintorería por acompañantes.
Sonrisas de mazapán tenía todo el aspecto de un pabellón. El suelo era de goma azul y la iluminación consistía en flexos colocados en fila India. Había mesas de picnic arrejuntadas que se distribuían en paralelo a las otras. Al fondo, la barra en la que se servía la comida. Y en las paredes blancas, descansaban todo tipo de fotografías y folletos informativos. A pesar de lo temprano que era, había unas cinco personas merodeando por la sala.
Salow no tenía muy claro adónde tenía que ir, así que sacó la hoja del bolsillo del abrigo. Aurora Fallon, ella iba a ser su mecenas en el mundo de la caridad. Habría ayudado bastante una fotografía suya. Oteó la estancia en busca de ella. Una señora mayor de pelo ensortijado y curvas prominentes que fregaba el suelo, le pareció la candidata ideal. Caminó hacia ella con decisión.
―Disculpe. ―Se anunció.
La señora, que tenía unos bonitos ojos verdes, olvidó la fregona y le dedicó un esbozo de sonrisa.
―Buenos días, niña.
―Buenos días ―saludó Salow, sonriendo a su vez―. ¿Es usted Aurora Fallon?, soy nueva y me dijeron que en mi primer día ella me ayudaría.
―Que va, niña, ¡ya me gustaría a mí! ―suspiró, frotándose su prominente estómago con nostalgia. Quizá recordando la época en la que fue delgada―. Está en la parte de atrás, tirando la basura―. Señaló hacia donde debía dirigirse y siguió fregando.
―Gracias.
Salow traspasó la cocina, que se encontraba vacía y apareció a un callejón sin salida. Sucio y destartalado. Unos metros por delante, vio a una chica pequeña de pelo corto, luchando con una gran bolsa de basura. Al llegar a su lado, carraspeó ligeramente. La chica, Aurora, se dio la vuelta en su dirección.
―¡Hola! ―saludó con alegría desmesurada.
―Soy Salow, en las oficinas me dijeron que tenía que hablar contigo en mi primer día en el comedor. ―Para demostrar que estaba muy dispuesta a ayudar, cogió la bolsa de basura y la depositó en el cubo correspondiente. Un tufo de lo más desagradable hizo que por poco, echara hasta la última papilla.
―Yo soy Aurora. ¿Sabes?, es genial que estés aquí. Me alegra que te hayas dado cuenta que hay personas que necesitan ayuda. Por fortuna somos bastantes, pero nunca sobran manos.
«Esto sí, algo así…»
―¿Qué tengo que hacer? ― preguntó tratando de mostrar el mismo entusiasmo que Aurora. Sintiéndose culpable porque la razón por la que estaba allí era tratar de ayudarse a sí misma.
Aurora se atusó el pelo y se arremangó la sudadera.
―En el primer turno tenemos que limpiar el comedor ―echó a andar de vuelta al edificio, haciendo un gesto para que Salow la siguiera―. Yo me encargo de limpiar la cocina antes de que lleguen los cocineros. Tú me ayudarás.
Llegaron a la cocina, que estaba realmente sucia. Dejó sus pertenencias en una silla que había junto a la pared. Entre tanto, Aurora abrió uno de los muebles, de donde sacó dos pares de guantes de látex y unos productos de limpieza. Cuando le tendió sus guantes y un bote de color amarillo, se quedó mirándolo con detenimiento. No tenía ni la más remota idea de para qué servía.
―¿No hay lejía en Hollywood? ―apuntó Aurora, terminando de ponerse sus guantes. Salow se quedó impresionada porque la había reconocido. Ella no era nadie, sólo la hija de un actor de telenovelas norteamericanas―. A mi madre le encanta Los días que nos separan, no se pierde un capítulo, ni de la serie, ni de la vida de tu padre― aclaró.
―Lo siento. ―Se disculpó Salow, sumamente avergonzada. No es que fuese una chica malcriada, pero en su casa siempre había habido servicio de limpieza. Simplemente, nunca se había tenido que preocupar por eso.
Aurora sonrío de nuevo. No necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que casi era un gesto mecánico en ella. Sin saber por qué, se acordó de su amiga Hattie.
―No te preocupes, te enseñaré para qué sirven todas estas cosas ―arguyó con tono amable―. En cuanto le pilles el tranquillo, serás toda una Terminator de la limpieza.
―Gracias ―respondió Salow, enfundándose también los guantes de plástico.
Aurora no bromeaba al decirle que iba a enseñarle todo lo que necesitaba saber. Dos horas más tarde, Salow estaba sudando la gota gorda como nunca en su vida. Pero se sentía bien, estar haciendo algo no tan destructivo como emborracharse noche sí y noche no. Además, Aurora era muy agradable y divertida. No tardó mucho en darse cuenta de que tenían bastantes cosas en común. Le gustaban los mismos grupos de música, los mismos libros y era fácil entablar conversación. Y acudían a la misma universidad.
A las doce empezaron el servicio de comidas. Todo tipo de gente acudía a Corazón de mazapán. A Salow se le encogía el corazón cada vez que veía a familias enteras, con niños pequeños, traspasar las puertas del comedor. Si bien no había ido allí con la intención de ayudar a nadie, a partir de ese momento sí lo fue.
―¿No está tan mal, a qué no? ―Aurora le guiñó un ojo desde el asiento del copiloto, unos veinte minutos más tarde de haber acabado su
jornada.
Salow le dio la razón mientras bebía un poco del café que se habían comprado al salir. Estaban sentadas en su coche, con la calefacción a todo lo que daba empañando los cristales.
―No, sienta bien.
―Una se vuelve adicta con el tiempo.
Salow sonrío. Su teléfono comenzó a vibrar en su chaqueta. Era un mensaje de texto de Hattie: «Espero que no te hayas dormido, ¡el señor Silber necesita sus cupcakes antes de las tres! Te espero en la puerta.» Miró el reloj del coche, eran las dos de la tarde.
―¡Mierda! ―exclamó, se había olvidado por completo de que le había prometido a Hattie acompañarla a dejar un encargo―. No quiero que suene mal, pero tengo que irme, ¿necesitas que te lleve a algún sitio?
―No, he quedado con una amiga aquí ―respondió Aurora, poniéndose la chaqueta―. Oye, dame tu número de teléfono. Podemos desayunar el lunes antes de ir a clase.
Salow le dio su número de teléfono sin miramientos.
―Gracias por todo, Aurora.
Su nueva amiga hizo un gesto negativo con la cabeza.
―Esto no te saldrá gratis, quiero un autógrafo de Gideon Krouse para mi madre. ―Salow rompió a reír.
―Puedo conseguirle un día completo con él. Tengo contactos.
Aurora le guiñó el ojo y salió del coche. A la vez que Salow lo ponía en marcha. Con suerte, llegaría a tiempo al departamento de Hattie…, con suerte.
Según la parábola de Arthur Schopenhauer ningún ser soporta una aproximación demasiado íntima de los otros. Pero la lejanía es igual de insoportable que la proximidad. Cuanto más cercana es la relación entre dos seres humanos, más dolorosa se vuelve, y viceversa.
Salow era consciente que la proximidad de Fred la exponía al dolor del desengaño, a la tortura de una tragedia griega. Por eso se había marchado. Sin embargo, la lejanía estaba acabando con ella también. Cuanto más tiempo pasaba, más doloroso se volvía, más llena de vacío se encontraba. Su cabeza bullía pensamientos dañinos, que explotarían de un momento a otro.
Por eso, sacrificar el primer sábado libre que tenía en dos semanas parecía más una bendición que un sacrificio. O al menos, de eso quería
convencerse Salow mientras se lavaba los dientes con los ojos aún entornados por el sueño. Se estaba preparando para marcharse a su primer día como voluntaria en un comedor social. La hoja que le había imprimido la mujer hacía una semana atrás yacía arrugada por el manoseo en la taza del váter.
Tras hacer gárgaras y recolocarse los rizos de una manera decente deshizo los pasos andados hacia su dormitorio, bañado con el gris tormentoso de las mañanas de Chicago. Del armario sacó un jersey color vino, que acompañó con unos vaqueros negros y unas zapatillas del mismo color. Se anudó al cuello una bufanda de rayas en tonos ocres y blancos. Estaba muy decidida a marcharse cuando se acordó del bulto que roncaba en el lado izquierdo de la cama.
―Red ―dijo caminando a su lado para despertarlo.
―Hummm ―respondió babeando sobre su almohada.
―Tengo que irme.
Red se decidió a abrir los ojos, llenos de venas rojas, vidriosos, como si estuviera a punto de romper a llorar. Salvo porque Salow sabía que era algo remoto que Red llorase.
―Adiós ―murmuró. Salow rodó los ojos.
―Puedes quedarte, pero no molestes a Rossie, o te dará con un mazo la próxima vez que atravieses esta puerta ―lo advirtió, a la vez que marcaba en el GPS del móvil la dirección del comedor social.
―Vale.
―Y no tengo diario, así que no pierdas el tiempo destrozando mi habitación.
―Sí, jefa ―realizó un saludo militar con torpeza. Volvió a roncar dos segundos más tarde.
Salow se hizo con su bolso y salió del dormitorio. Cuando conoció a Red, pensó de él todo lo malo que puede pensarse de un chico mono cuya única referencia para recordar a las mujeres era el tipo de culo que tenían. Pero por alguna razón, había aceptado la cita con él. Además, era amigo de Killian, así que tan malo no podía ser, recordaba haber pensado.
Siete días más tarde, Red Wharton, el chico que vanagloriaba un libro para chicas (dijera él lo que dijese) era la persona a la que más había visto. Iban a clase juntos, salían al Rasgdale, discutían ―sobre todo esto―, se acostaban de vez en cuando… Era fácil estar con Red. Sin sentimientos, sin dolor. Una gran distracción.
Una capa de hielo y un viento gélido la recibió nada más traspasar las puertas de la residencia. Cuidando de no caerse alcanzó el coche y con la compañía de la mujer que vivía dentro del GPS, puso rumbo al comedor social.
El primer punto a favor de madrugar; no hay tráfico. El segundo; se encuentra aparcamiento casi de inmediato. Y, el tercero; llegaba a tiempo por primera vez en meses. El comedor social estaba en un barrio al que Salow no había ido nunca, en una calle adyacente a la principal, con un par de cafeterías y una tintorería por acompañantes.
Sonrisas de mazapán tenía todo el aspecto de un pabellón. El suelo era de goma azul y la iluminación consistía en flexos colocados en fila India. Había mesas de picnic arrejuntadas que se distribuían en paralelo a las otras. Al fondo, la barra en la que se servía la comida. Y en las paredes blancas, descansaban todo tipo de fotografías y folletos informativos. A pesar de lo temprano que era, había unas cinco personas merodeando por la sala.
Salow no tenía muy claro adónde tenía que ir, así que sacó la hoja del bolsillo del abrigo. Aurora Fallon, ella iba a ser su mecenas en el mundo de la caridad. Habría ayudado bastante una fotografía suya. Oteó la estancia en busca de ella. Una señora mayor de pelo ensortijado y curvas prominentes que fregaba el suelo, le pareció la candidata ideal. Caminó hacia ella con decisión.
―Disculpe. ―Se anunció.
La señora, que tenía unos bonitos ojos verdes, olvidó la fregona y le dedicó un esbozo de sonrisa.
―Buenos días, niña.
―Buenos días ―saludó Salow, sonriendo a su vez―. ¿Es usted Aurora Fallon?, soy nueva y me dijeron que en mi primer día ella me ayudaría.
―Que va, niña, ¡ya me gustaría a mí! ―suspiró, frotándose su prominente estómago con nostalgia. Quizá recordando la época en la que fue delgada―. Está en la parte de atrás, tirando la basura―. Señaló hacia donde debía dirigirse y siguió fregando.
―Gracias.
Salow traspasó la cocina, que se encontraba vacía y apareció a un callejón sin salida. Sucio y destartalado. Unos metros por delante, vio a una chica pequeña de pelo corto, luchando con una gran bolsa de basura. Al llegar a su lado, carraspeó ligeramente. La chica, Aurora, se dio la vuelta en su dirección.
―¡Hola! ―saludó con alegría desmesurada.
―Soy Salow, en las oficinas me dijeron que tenía que hablar contigo en mi primer día en el comedor. ―Para demostrar que estaba muy dispuesta a ayudar, cogió la bolsa de basura y la depositó en el cubo correspondiente. Un tufo de lo más desagradable hizo que por poco, echara hasta la última papilla.
―Yo soy Aurora. ¿Sabes?, es genial que estés aquí. Me alegra que te hayas dado cuenta que hay personas que necesitan ayuda. Por fortuna somos bastantes, pero nunca sobran manos.
«Esto sí, algo así…»
―¿Qué tengo que hacer? ― preguntó tratando de mostrar el mismo entusiasmo que Aurora. Sintiéndose culpable porque la razón por la que estaba allí era tratar de ayudarse a sí misma.
Aurora se atusó el pelo y se arremangó la sudadera.
―En el primer turno tenemos que limpiar el comedor ―echó a andar de vuelta al edificio, haciendo un gesto para que Salow la siguiera―. Yo me encargo de limpiar la cocina antes de que lleguen los cocineros. Tú me ayudarás.
Llegaron a la cocina, que estaba realmente sucia. Dejó sus pertenencias en una silla que había junto a la pared. Entre tanto, Aurora abrió uno de los muebles, de donde sacó dos pares de guantes de látex y unos productos de limpieza. Cuando le tendió sus guantes y un bote de color amarillo, se quedó mirándolo con detenimiento. No tenía ni la más remota idea de para qué servía.
―¿No hay lejía en Hollywood? ―apuntó Aurora, terminando de ponerse sus guantes. Salow se quedó impresionada porque la había reconocido. Ella no era nadie, sólo la hija de un actor de telenovelas norteamericanas―. A mi madre le encanta Los días que nos separan, no se pierde un capítulo, ni de la serie, ni de la vida de tu padre― aclaró.
―Lo siento. ―Se disculpó Salow, sumamente avergonzada. No es que fuese una chica malcriada, pero en su casa siempre había habido servicio de limpieza. Simplemente, nunca se había tenido que preocupar por eso.
Aurora sonrío de nuevo. No necesitó mucho tiempo para darse cuenta de que casi era un gesto mecánico en ella. Sin saber por qué, se acordó de su amiga Hattie.
―No te preocupes, te enseñaré para qué sirven todas estas cosas ―arguyó con tono amable―. En cuanto le pilles el tranquillo, serás toda una Terminator de la limpieza.
―Gracias ―respondió Salow, enfundándose también los guantes de plástico.
Aurora no bromeaba al decirle que iba a enseñarle todo lo que necesitaba saber. Dos horas más tarde, Salow estaba sudando la gota gorda como nunca en su vida. Pero se sentía bien, estar haciendo algo no tan destructivo como emborracharse noche sí y noche no. Además, Aurora era muy agradable y divertida. No tardó mucho en darse cuenta de que tenían bastantes cosas en común. Le gustaban los mismos grupos de música, los mismos libros y era fácil entablar conversación. Y acudían a la misma universidad.
A las doce empezaron el servicio de comidas. Todo tipo de gente acudía a Corazón de mazapán. A Salow se le encogía el corazón cada vez que veía a familias enteras, con niños pequeños, traspasar las puertas del comedor. Si bien no había ido allí con la intención de ayudar a nadie, a partir de ese momento sí lo fue.
―¿No está tan mal, a qué no? ―Aurora le guiñó un ojo desde el asiento del copiloto, unos veinte minutos más tarde de haber acabado su
jornada.
Salow le dio la razón mientras bebía un poco del café que se habían comprado al salir. Estaban sentadas en su coche, con la calefacción a todo lo que daba empañando los cristales.
―No, sienta bien.
―Una se vuelve adicta con el tiempo.
Salow sonrío. Su teléfono comenzó a vibrar en su chaqueta. Era un mensaje de texto de Hattie: «Espero que no te hayas dormido, ¡el señor Silber necesita sus cupcakes antes de las tres! Te espero en la puerta.» Miró el reloj del coche, eran las dos de la tarde.
―¡Mierda! ―exclamó, se había olvidado por completo de que le había prometido a Hattie acompañarla a dejar un encargo―. No quiero que suene mal, pero tengo que irme, ¿necesitas que te lleve a algún sitio?
―No, he quedado con una amiga aquí ―respondió Aurora, poniéndose la chaqueta―. Oye, dame tu número de teléfono. Podemos desayunar el lunes antes de ir a clase.
Salow le dio su número de teléfono sin miramientos.
―Gracias por todo, Aurora.
Su nueva amiga hizo un gesto negativo con la cabeza.
―Esto no te saldrá gratis, quiero un autógrafo de Gideon Krouse para mi madre. ―Salow rompió a reír.
―Puedo conseguirle un día completo con él. Tengo contactos.
Aurora le guiñó el ojo y salió del coche. A la vez que Salow lo ponía en marcha. Con suerte, llegaría a tiempo al departamento de Hattie…, con suerte.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Pros: A veces hacía buen tiempo. No tenía que soportar a su padre hablando las veinticuatro horas sobre sus nuevas adquisiciones literarias. Estaba más centrado en sus clases. Había encontrado trabajo.
Contras: Emelié no estaba allí, Emelié no estaba allí, y, Emelié no estaba allí.
Sí, a lo mejor se había tomado muy literal su petición. Pero en lo que respectaba a Emelié, todo se lo tomaba en serio. Una sonrisa, un mal gesto, o elegir el vestido negro en lugar del rojo cuando los domingos siempre usaba el rojo. Cualquier cambio de actitud, causaba que Dylan se aventurase a pensar todo tipo de cosas, poco agradables, debía admitir. Quizá por eso le había pedido que se casara con él, porque la incertidumbre lo mataba, los cambios de planes lo aturullaban. Si era su esposa, se sentiría más seguro…
Sin embargo, lo que Dylan planeó como la noche perfecta, que culminaría con un imperativo «Sí, quiero.» en su imaginación. Al final, había desembocado en una petición que lo había catapultado al continente vecino.
En el mes que llevaba viviendo en Chicago se había hecho las tres mismas preguntas todos los días, varias veces al día: Si lo quería como decía, ¿por qué necesitaba tiempo para pensar? ¿Cuánto tiempo necesitaría? ¿A caso existía una regla tácita que prohibiese contestar las llamadas en los «tiempos para pensar»?
Dylan trataba de ser paciente, de no sucumbir a la desesperación y no llamarla a cada rato. Diez llamadas, no más: El número de veces que se había dejado llevar. Cero: El número de veces que Emelié le contestó el teléfono en esos momentos de desesperación. Cero, también: Las veces que se había dignado a devolverle la llamada.
Quería no hacer suposiciones. Quería estar tranquilo y disfrutar de la experiencia de vivir en Chicago. Quería acudir a fiestas en las que no se amargase con facilidad. Lamentablemente, los quería de Dylan eran como los lo siento de un mentiroso; poco convincentes.
―¿Echamos una partida?
Su compañero de piso, Jedd, le lanzó el mando de la consola, que por poco le aterrizó en la entrepierna. Cuando no estaba haciendo listas de «pros y contras» y elucubrando tesis mentales sobre lo que se podía y no podía hacer en los «tiempos para pensar», Dylan pasaba el tiempo con Jedd.
―Te veo con ganas de perder ―aceptó Dylan, levantándose a encender la consola.
―He estado practicando ―respondió Jedd, aferrando su mando como si fuese un rifle real.
―Ya lo veremos…
Un rato más tarde, Dylan había salvado a una anciana de ser tiroteada por su contrincante. Había asesinado a cincuenta seres píxelados y había pensado doscientas veces en lo que estaría haciendo Emelié en ese momento. Quizá preparándose para acostarse, dentro de su camisón de seda, que siempre detenía el ascenso juguetón en la cúspide de sus piernas, dejándole con ganas de ver la continuación.
―¡No me lo puedo creer! ¡Otra vez! ―chilló Jedd, tirando el mando a la mesa del café.
―Te dije que te preparases para perder ―comentó Dylan, soltando un gran suspiro.
«Y tú también deberías prepararte», susurró una voz desde su cabeza.
Contras: Emelié no estaba allí, Emelié no estaba allí, y, Emelié no estaba allí.
Sí, a lo mejor se había tomado muy literal su petición. Pero en lo que respectaba a Emelié, todo se lo tomaba en serio. Una sonrisa, un mal gesto, o elegir el vestido negro en lugar del rojo cuando los domingos siempre usaba el rojo. Cualquier cambio de actitud, causaba que Dylan se aventurase a pensar todo tipo de cosas, poco agradables, debía admitir. Quizá por eso le había pedido que se casara con él, porque la incertidumbre lo mataba, los cambios de planes lo aturullaban. Si era su esposa, se sentiría más seguro…
Sin embargo, lo que Dylan planeó como la noche perfecta, que culminaría con un imperativo «Sí, quiero.» en su imaginación. Al final, había desembocado en una petición que lo había catapultado al continente vecino.
En el mes que llevaba viviendo en Chicago se había hecho las tres mismas preguntas todos los días, varias veces al día: Si lo quería como decía, ¿por qué necesitaba tiempo para pensar? ¿Cuánto tiempo necesitaría? ¿A caso existía una regla tácita que prohibiese contestar las llamadas en los «tiempos para pensar»?
Dylan trataba de ser paciente, de no sucumbir a la desesperación y no llamarla a cada rato. Diez llamadas, no más: El número de veces que se había dejado llevar. Cero: El número de veces que Emelié le contestó el teléfono en esos momentos de desesperación. Cero, también: Las veces que se había dignado a devolverle la llamada.
Quería no hacer suposiciones. Quería estar tranquilo y disfrutar de la experiencia de vivir en Chicago. Quería acudir a fiestas en las que no se amargase con facilidad. Lamentablemente, los quería de Dylan eran como los lo siento de un mentiroso; poco convincentes.
―¿Echamos una partida?
Su compañero de piso, Jedd, le lanzó el mando de la consola, que por poco le aterrizó en la entrepierna. Cuando no estaba haciendo listas de «pros y contras» y elucubrando tesis mentales sobre lo que se podía y no podía hacer en los «tiempos para pensar», Dylan pasaba el tiempo con Jedd.
―Te veo con ganas de perder ―aceptó Dylan, levantándose a encender la consola.
―He estado practicando ―respondió Jedd, aferrando su mando como si fuese un rifle real.
―Ya lo veremos…
Un rato más tarde, Dylan había salvado a una anciana de ser tiroteada por su contrincante. Había asesinado a cincuenta seres píxelados y había pensado doscientas veces en lo que estaría haciendo Emelié en ese momento. Quizá preparándose para acostarse, dentro de su camisón de seda, que siempre detenía el ascenso juguetón en la cúspide de sus piernas, dejándole con ganas de ver la continuación.
―¡No me lo puedo creer! ¡Otra vez! ―chilló Jedd, tirando el mando a la mesa del café.
―Te dije que te preparases para perder ―comentó Dylan, soltando un gran suspiro.
«Y tú también deberías prepararte», susurró una voz desde su cabeza.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
―Llegas tarde.
Hattie subió al coche como una exhalación, acompañada por el frío y su caja de cupcakes bien aferrada bajo el brazo.
―Sólo dos minutos ―contratacó Salow, mirando por el espejo retrovisor para reincorporarse al tráfico―. Deberías premiarme, en lugar de regañarme.
―Si llegamos a tiempo, tal vez…
Salow puso los ojos en blanco, a lo que Hattie movió las cejas con gracia, acentuando su gesto amable y el brillo achocolatado de sus pupilas. En realidad, acompañarla a dejar un encargo era lo menos que podía hacer por su amiga. Desde que se conocieron, había estado al pendiente de ella. Llamaba todos los días aunque se hubieran visto, aparecía en su habitación con comida casera y todas las temporadas de Friends, le arrancaba la botella de whisky de las manos a tiempo. Hattie la cuidaba como una hermana mayor y le gustaría poder hacer más por ella.
La susodicha, hizo girar la ruedecilla del estéreo para subir el volumen de la música. Estaban pasando una canción de The Script, el grupo preferido de Salow. La del chico que iba a esperar a la chica para siempre en la esquina de la calle en la que se conocieron.
«Te regalo todas sus canciones, y todos los días, cuando los escuches, sabrás lo que significas para mí.» Salow sintió expandirse la grieta de su cicatriz. Vaya que si recordaba a Fred, pero no como la chica por la que esperarían toda la vida en la esquina de una calle, sino como el chico que se pudriría en esa esquina esperando al fantasma de un pasado que no iba a regresar.
―¿Estás bien? ―Hattie pareció notar su cambio de actitud. Pero Salow no quería aburrirla de nuevo con el mismo tema.
―Echo de menos a mi familia ―respondió, lo que no era del todo incierto.
―Estar lejos de las personas que quieres es complicado ―apuntó Hattie, comprobando que los cupcakes se hallaban en perfecto estado.
―Nunca me has hablado de tu familia ―comentó Salow, cambiando de tercio. No sabía mucho acerca de Hattie. Su amiga siempre se sentaba a escuchar a todo el mundo, pero era rara la vez que se hacía escuchar.
El tono de su piel bajó dos tonalidades.
―No hay mucho que decir, adoro a mi familia. Bueno…, a casi toda ―respondió casi en un murmullo.
―Déjame adivinar, ¿una prima tacaña que se quedó con la herencia de Tío Billy? ―bromeó Salow, sintiéndose culpable por sacar un tema que en apariencia, no le hacía mucha gracia a Hattie.
―Más bien una hermana… ―respondió ésta, dejando la frase en el aire.
No ahondó más en el tema de conversación. No quería forzar a Hattie a decir nada. Se limitó a mirarla con intención, tratando de decirle que cuando lo necesitara, estaría ahí para escucharla. Salow eligió un cedé de Abba que le había quitado a su padre y la alegría de su música mató la decadencia de la situación. Para cuando llegaron a casa del señor Silber, ya habían cantado a acapella casi toda su discografía y las dos se encontraban de mejor humor.
―No tardo mucho ―prometió Hattie apeándose del coche.
Salow se encogió de hombros.
―No tengo prisa, soy un erizo de lo más paciente ―respondió. Hattie frunció el ceño―. No me hagas caso.
Su amiga puso rumbo al complejo de edificios en forma de «u». A medida que se alejaba, el traje de felicidad de Salow se deshacía. Acompañada se distraía casi por completo. En la soledad, el dolor tornaba insoportable. Su fuerza de voluntad era irritante, casi competía con su amor propio por ser el más escaso.
Se hizo con su teléfono para distraerse, tenía varios mensajes.
«Ragsdale, a las diez.» de Killian.
«¿Vienes al Rasgdale esta noche? Da igual, no acepto un no por respuesta.» de Abby.
«Que te vaya bien en tu primer día como voluntaria. Aléjate de los fuegos y no eches nada sin etiqueta a la comida. No queremos que envenenes a alguien.» de Ollie.
Salow sonrió a su pesar. No sabía que hubiese sido de ella en Chicago sin la compañía de sus nuevos amigos. Se dedicó a responder los mensajes. Segundos después entró una llamada de Red.
―Salem ―dijo Red en cuanto descolgó. Aparentemente, a los ojos de Red, guardaba un parecido con el gato de Sabrina.
―Colorado ―lo pinchó, emulando un humor más bueno del que tenía.
―Ni siquiera traduces bien mi nombre ―se quejó éste al otro lado de la línea.
―Y tú no dices bien el mío.
Red buzó con ímpetu, y, Salow rio con malicia.
―Vamos salir esta noche, ¿te vienes? ―preguntó terminando con la trifulca que iba perdiendo.
―Sí, ya me han… ―Se interrumpió así misma al ver el cartel que había impreso en una valla publicitaria que quedaba unas calles enfrente. Era una peli de ésas apocalípticas de clase B: Fred salía en el anuncio, sosteniendo en sus brazos a una rubia pomposa. Con un volcán estallando a su espalda.
«Qué bien, ahora hasta en las vallas publicitarias.»
―¿Salow? ―llamó Red impaciente.
―Te veo allí. ―Sin darle tiempo a decir nada más, colgó el teléfono.
Sentía la rabia bullir en su interior, como la lava del volcán de mentira. No, si al final le había salido bien. Seguro que la cuarentona 100% Botox con la que la engañó le había conseguido el papel en la película. Y, mientras tanto Salow, había escuchado canciones pensando que la esperarían toda la vida.
Hattie subió al coche como una exhalación, acompañada por el frío y su caja de cupcakes bien aferrada bajo el brazo.
―Sólo dos minutos ―contratacó Salow, mirando por el espejo retrovisor para reincorporarse al tráfico―. Deberías premiarme, en lugar de regañarme.
―Si llegamos a tiempo, tal vez…
Salow puso los ojos en blanco, a lo que Hattie movió las cejas con gracia, acentuando su gesto amable y el brillo achocolatado de sus pupilas. En realidad, acompañarla a dejar un encargo era lo menos que podía hacer por su amiga. Desde que se conocieron, había estado al pendiente de ella. Llamaba todos los días aunque se hubieran visto, aparecía en su habitación con comida casera y todas las temporadas de Friends, le arrancaba la botella de whisky de las manos a tiempo. Hattie la cuidaba como una hermana mayor y le gustaría poder hacer más por ella.
La susodicha, hizo girar la ruedecilla del estéreo para subir el volumen de la música. Estaban pasando una canción de The Script, el grupo preferido de Salow. La del chico que iba a esperar a la chica para siempre en la esquina de la calle en la que se conocieron.
«Te regalo todas sus canciones, y todos los días, cuando los escuches, sabrás lo que significas para mí.» Salow sintió expandirse la grieta de su cicatriz. Vaya que si recordaba a Fred, pero no como la chica por la que esperarían toda la vida en la esquina de una calle, sino como el chico que se pudriría en esa esquina esperando al fantasma de un pasado que no iba a regresar.
―¿Estás bien? ―Hattie pareció notar su cambio de actitud. Pero Salow no quería aburrirla de nuevo con el mismo tema.
―Echo de menos a mi familia ―respondió, lo que no era del todo incierto.
―Estar lejos de las personas que quieres es complicado ―apuntó Hattie, comprobando que los cupcakes se hallaban en perfecto estado.
―Nunca me has hablado de tu familia ―comentó Salow, cambiando de tercio. No sabía mucho acerca de Hattie. Su amiga siempre se sentaba a escuchar a todo el mundo, pero era rara la vez que se hacía escuchar.
El tono de su piel bajó dos tonalidades.
―No hay mucho que decir, adoro a mi familia. Bueno…, a casi toda ―respondió casi en un murmullo.
―Déjame adivinar, ¿una prima tacaña que se quedó con la herencia de Tío Billy? ―bromeó Salow, sintiéndose culpable por sacar un tema que en apariencia, no le hacía mucha gracia a Hattie.
―Más bien una hermana… ―respondió ésta, dejando la frase en el aire.
No ahondó más en el tema de conversación. No quería forzar a Hattie a decir nada. Se limitó a mirarla con intención, tratando de decirle que cuando lo necesitara, estaría ahí para escucharla. Salow eligió un cedé de Abba que le había quitado a su padre y la alegría de su música mató la decadencia de la situación. Para cuando llegaron a casa del señor Silber, ya habían cantado a acapella casi toda su discografía y las dos se encontraban de mejor humor.
―No tardo mucho ―prometió Hattie apeándose del coche.
Salow se encogió de hombros.
―No tengo prisa, soy un erizo de lo más paciente ―respondió. Hattie frunció el ceño―. No me hagas caso.
Su amiga puso rumbo al complejo de edificios en forma de «u». A medida que se alejaba, el traje de felicidad de Salow se deshacía. Acompañada se distraía casi por completo. En la soledad, el dolor tornaba insoportable. Su fuerza de voluntad era irritante, casi competía con su amor propio por ser el más escaso.
Se hizo con su teléfono para distraerse, tenía varios mensajes.
«Ragsdale, a las diez.» de Killian.
«¿Vienes al Rasgdale esta noche? Da igual, no acepto un no por respuesta.» de Abby.
«Que te vaya bien en tu primer día como voluntaria. Aléjate de los fuegos y no eches nada sin etiqueta a la comida. No queremos que envenenes a alguien.» de Ollie.
Salow sonrió a su pesar. No sabía que hubiese sido de ella en Chicago sin la compañía de sus nuevos amigos. Se dedicó a responder los mensajes. Segundos después entró una llamada de Red.
―Salem ―dijo Red en cuanto descolgó. Aparentemente, a los ojos de Red, guardaba un parecido con el gato de Sabrina.
―Colorado ―lo pinchó, emulando un humor más bueno del que tenía.
―Ni siquiera traduces bien mi nombre ―se quejó éste al otro lado de la línea.
―Y tú no dices bien el mío.
Red buzó con ímpetu, y, Salow rio con malicia.
―Vamos salir esta noche, ¿te vienes? ―preguntó terminando con la trifulca que iba perdiendo.
―Sí, ya me han… ―Se interrumpió así misma al ver el cartel que había impreso en una valla publicitaria que quedaba unas calles enfrente. Era una peli de ésas apocalípticas de clase B: Fred salía en el anuncio, sosteniendo en sus brazos a una rubia pomposa. Con un volcán estallando a su espalda.
«Qué bien, ahora hasta en las vallas publicitarias.»
―¿Salow? ―llamó Red impaciente.
―Te veo allí. ―Sin darle tiempo a decir nada más, colgó el teléfono.
Sentía la rabia bullir en su interior, como la lava del volcán de mentira. No, si al final le había salido bien. Seguro que la cuarentona 100% Botox con la que la engañó le había conseguido el papel en la película. Y, mientras tanto Salow, había escuchado canciones pensando que la esperarían toda la vida.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Killian respondió al tercer tono.
―Hey, ¿qué hay? ―saludó con la sintonía de los lloros de Harlow al otro lado.
Bebés. Embarazos. Era en lo que más había pensado en las últimas semanas Kayden. Todo el tiempo, todos los segundos, incluso dormido soñaba con bebés mutantes que querían zampárselo para merendar. Allí a donde miraba veía a una chica embarazada. Un cochecito. Un anuncio de pañales. Lo perseguían, lo acechaban…Y saber que en la tripa de Vera se estaba cocinando uno así, le daban ganas de salir corriendo a la punta más alejada del mundo.
―Quería saber si miraste lo que pedí ―acotó Kayden.
―Especifica, colega. ―La voz estresada de Killian, estrangulada y acallada por su hijo, no le gustó nada. Se imaginó como él: estrangulado de por vida. ¿Cómo iba a cuidar de un bebé, si apenas se mantenía solo?
―Lo de las clínicas, ya sabes… ―Cada vez que lo mencionaba, se sentía el ser más despreciable del mundo. Trataba de silenciarlo haciéndose creer que era lo mejor.
Killian guardó silencio, casi lo escuchó suspirar con pesadumbre. Kayden no lo entendía, había sido él mismo quien se había ofrecido a pasarle esa información.
―Kayden, ¿estás completamente seguro? ―Quiso cerciorarse Killian.
Pues no, no estaba para nada seguro. Desde que había salido huyendo del parque en el que había quedado con Vera no tenía nada seguro. Se había limitado a escribirle un mensaje diciéndole que tenía que pensar. Y ella, sorprendentemente, le había permitido ese espacio. Quizá porque también necesitaba ese tiempo.
―Sólo quiero la información, no voy a llevar a Vera a punta de pistola para abortar.
Era cierto, tan sólo quería abarcar todas la posibilidades. Tener el plano completo.
―De acuerdo, esta noche te la llevo ―accedió su amigo.
―Gracias.
―Hey, ¿qué hay? ―saludó con la sintonía de los lloros de Harlow al otro lado.
Bebés. Embarazos. Era en lo que más había pensado en las últimas semanas Kayden. Todo el tiempo, todos los segundos, incluso dormido soñaba con bebés mutantes que querían zampárselo para merendar. Allí a donde miraba veía a una chica embarazada. Un cochecito. Un anuncio de pañales. Lo perseguían, lo acechaban…Y saber que en la tripa de Vera se estaba cocinando uno así, le daban ganas de salir corriendo a la punta más alejada del mundo.
―Quería saber si miraste lo que pedí ―acotó Kayden.
―Especifica, colega. ―La voz estresada de Killian, estrangulada y acallada por su hijo, no le gustó nada. Se imaginó como él: estrangulado de por vida. ¿Cómo iba a cuidar de un bebé, si apenas se mantenía solo?
―Lo de las clínicas, ya sabes… ―Cada vez que lo mencionaba, se sentía el ser más despreciable del mundo. Trataba de silenciarlo haciéndose creer que era lo mejor.
Killian guardó silencio, casi lo escuchó suspirar con pesadumbre. Kayden no lo entendía, había sido él mismo quien se había ofrecido a pasarle esa información.
―Kayden, ¿estás completamente seguro? ―Quiso cerciorarse Killian.
Pues no, no estaba para nada seguro. Desde que había salido huyendo del parque en el que había quedado con Vera no tenía nada seguro. Se había limitado a escribirle un mensaje diciéndole que tenía que pensar. Y ella, sorprendentemente, le había permitido ese espacio. Quizá porque también necesitaba ese tiempo.
―Sólo quiero la información, no voy a llevar a Vera a punta de pistola para abortar.
Era cierto, tan sólo quería abarcar todas la posibilidades. Tener el plano completo.
―De acuerdo, esta noche te la llevo ―accedió su amigo.
―Gracias.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
La música del Ragsdale se escuchaba ya en la esquina de la calle. Un grupo de fumadores se arrellanaba en la puerta, moviendo sus cabezas en descompás. El humo se mezclaba con el vaho de la noche. Salow tuvo que escuchar varias groserías al pasar por su lado. Ya dentro, fue acogida por un ambiente del Nueva Orleans de los años veinte. Una mujer negra con la voz digna de una sirena entonaba una canción de blues, acompañada por las notas leves del piano y el estertor de un saxofón. La iluminación era tenue, casi insinuante.
Divisó a Killian sentado en una mesa en el lado opuesto a la entrada. En la barra, Hattie hacía todo lo posible por atenderla sin sufrir un shock nervioso. Fue en su dirección para pedirle una botella de whisky y dos vasos de chupitos. Después de dejarla en casa, Salow se había marchado a su residencia para cambiarse de ropa y comer algo. Hattie la miró con desaprobación, pero siempre podía pegarle con un palo para que dejase de beber. Se abrió paso hasta Killian.
―¿Buscamos motivos estúpidos para brindar? ―saludó dejándose caer en el banco que había frente a él ―O, ¿vamos directamente al grano?
Killian la observó un poco perplejo. Había aparecido como un torbellino con la aparente (bueno, no tan aparente) intención de beberse todo el local. Cuando desde el día que se conocieron, Salow había vuelto a cumplir su regla de no beber más de dos copas por noche. Sin embargo, haber visto a Fred en el cartel publicitario la había mosqueado lo suficiente para mandar a tomar por saco la regla…, al menos esa noche.
―Tienes un mal día ―aventuró su amigo, destapando la botella y sirviendo el whisky en los vasos de chupito.
―Tampoco es que los otros sean maravillosos ―masculló Salow bebiéndose de un trago su ración. El ardor en el esternón, el mal sabor y las lágrimas que se le saltaron, fueron suficientes para relajarla un poco.
Killian tomó unos segundos escrutando a su amiga, que ya se había lanzado al segundo chupito. No era tan difícil adivinarlo. ¿Qué le pasaba siempre a Salow? Fred.
―Supongo que brindo por eso ―contestó, bebiendo también su chupito. Se le desfiguró la cara momentáneamente. Salow asintió con compresión.
Hay un estudio que afirma que el ser humano sólo está capacitado para soportar 32 unidades de dolor. Las embarazadas, al dar a luz, tienen que soportar 56 unidades. ¿Cuánto tenían que soportar los corazones rotos? Porque Salow se lo preguntaba con frecuencia, de verdad quería saberlo. En especial en momentos como aquél. Mirando a su amigo a los ojos, explorando a través de ellos el mismo dolor que soportaba ella día tras día.
―Fred va a hacer una nueva película ―confesó Salow de pronto, sin levantar la vista del vaso que hacía girar en sus dedos―, cuando empezó a salir conmigo lo primero que hizo fue intentar caerle bien a Gideon y se pasaba horas tirándole indirectas para que le metiera en una serie.
―Killian la observaba con atención. Eso le gustaba de él, que sabía escuchar―. Siempre quería ir a sus fiestas y cuando conseguía que fuéramos pasaba de mí olímpicamente. No se trataba de pasar tiempo conmigo, se trataba de conseguir contactos.
» Siempre discutíamos por eso. Pero Fred se las apañaba para hacerme creer que yo era la loca que deliraba y al final le perdonaba. Es decir, no hacía falta mucho. Con un beso me ganaba.
Una de sus lágrimas confluyó en el sofoco del local. Killian extendió la mano hasta la de Salow, brindándole un ligero apretón. Un gesto de amistad mejor que las palabras, adónde iba a parar…
» Hace cuatro meses dejó de pedirme que le llevara a fiestas. Yo pensé que estaba madurando, me mimaba cada día más. Regalos, escapadas, ¡por Dios si hasta me hacía la de Romeo algunas noches! Además le estaba yendo bastante bien en su carrera de actor; series, películas, campañas importantes de publicidad…
―Salow, te estás poniendo a llorar ―la cortó Killian―. Y cuando lloras acabamos borrachísimos en algún parque cantando I will always love you.
Tampoco es que tuviese ganas de llorar. Tampoco es que estuviese más triste de lo normal. Pero llorar era una de las muchas reacciones sintomáticas de su situación. A veces asesinaba a personajes literarios con el teclado del ordenador, otras tantas, lloraba.
―Y después apareció esa foto en la revista, en la que se besaba con Madame Botox. ―Salow prosiguió porque necesitaba sacarlo todo de dentro―. Todo cobró sentido, me trataba mejor porque se sentía culpable. Su carrera como actor despegó porque había encandilado a esa actriz.
» Fred interpretó el papel de su vida conmigo. Y yo pensé que largándome de Los Ángeles, podría empezar de cero. Sin embargo, mírame, una ínfima parte de mí sigue pensando que una parte de él me quería y espera que venga a buscarla a Chicago.
Esa era la verdad aterradora que vivía en su cabeza nublada. Seguía esperándole, aun sabiendo que era mentira, aun sabiendo que sus púas le infringirían mucho sufrimiento.
Killian le quitó el vaso de las manos y lo rellenó con más whisky, al igual que el suyo. Parecía haber asumido que terminarían en un parque borrachísimos cantando I will always love you.
―Necesitas curarte, eso es todo ―opinó Killian, deslizando el chupito hasta ella―. Todos lo necesitamos.
Y ahí estaba su amigo, siempre con las palabras correctas.
Red llegó en el momento preciso, cuando la botella de whisky iba por la mitad. Apareció como un torbellino. Iba perfectamente peinado, con una camisa y unos vaqueros. Y se había puesto la colonia que le gustaba a Salow.
―Veo que no perdéis el tiempo ―dijo sentándose al lado de Salow, señalando la botella. Ella ya estaba atontada por los efectos del alcohol. Etílicamente feliz.
―Uno por cada minuto que llegas tarde ―arguyó Killian.
Red rio y se giró hacia Salow, que tarareaba para sí la canción que cantaba la Mujer Sirena. Alzó la vista para devolverle la mirada. Le zumbaban los oídos. Mala señal, cuando empezaban a zumbarle quería decir que iba camino de una gran borrachera.
―No he encontrado el diario…, ―comenzó a decir con voz insinuante. Inclinando la cabeza en su dirección― No obstante, he encontrado unas bragas de lo más sexis en tu cómoda.
―¡Cerdo asqueroso! ―chilló Salow, dándole un empellón en la clavícula.
―Suelen decírmelo ―concedió y le plantó un beso en los labios. Después, se levantó y caminó hacia la barra para torturar a Hattie.
Salow puso los ojos en blanco. Cuando miró a Killian, los ojos verdes le brillaban de terror.
―¿Tengo que preocuparme? Dime de verdad si tengo que preocuparme ―pidió, con un aire protector que no le había visto hasta entonces.
Salow rompió a reír en una sonora carcajada.
―No, tranquilo. Ni siquiera estoy segura de que me caiga bien.
―Entonces por qué… ―empezó a decir, queriendo obtener una respuesta. Por lo visto era toda una noticia que Red pasase tiempo con una chica.
―Para el carro, no hay nada de romántico entre Cerdo Asqueroso y yo ―explicó―. Salimos de vez en cuando y otras tantas nos acostamos. No hay más.
Por eso pasaban tiempo juntos. Red había descubierto que Salow era la chica de la que no tenía que temer escenas de celos ni enamoramientos. Salow había descubierto que Red era el chico por el que no montaría escenas de celos, ni del que se enamoraría.
Killian acogió la respuesta con un gesto de la barbilla. Hubo algo detrás del hombro de Salow que le hizo suspirar. Al mirar por encima de su hombro, vio a Abby, Kayden y Dante (con el que no había cruzado más de dos palabras hasta la fecha.)
Miró a Killian.
―¿Cuál de ellos? ―preguntó.
―Kayden.
Salow sabía algo de lo que había pasado entre Abby y él por ella. Pero sus reacciones al verse no podían ser más dispares. Como pudo comprobarse poco después:
―Hola, Salow ―la saludó su amiga con una sonrisa cariñosa, sentándose a su lado. ―Killian ―. Los ojos se le iluminaron, y Salow casi escuchó como retenía el aliento.
―Hola, Abby ―respondió éste, en tono neutro, apartando la mirada.
Silencio sepulcral. Bueno, todo el que podía haber en un bar a las once y media de un sábado.
―¿Qué pasa con Kayden? ―intervino Salow, señalando al nombrado, que estaba con Dante y Red en la barra.
―Vera ―gruñó Abby.
―Su ex novia ―respondió Killian al mismo tiempo. Fue él quien continuó hablando―: Está embarazada. En serio, todavía no entiendo cómo fueron tan imbéciles…, el caso es que me ofrecí a pasarle información sobre unas cuantas clínicas de aborto.
―Muy agudo ―contradijeron Salow y Abby al mismo tiempo.
Killian se encogió de hombros.
―Esperaba que cambiase de opinión. Pero no lo ha hecho.
Salow volvió a mirar a Kayden y un sentimiento arcaico, que la acompañaba desde pequeña, se apoderó de ella. Sentimientos arcaicos, con un pizca de alcohol y un temperamento fuerte no eran una buena mezcla. Salow se incorporó de súbito y casi atropelló a Abby al salir.
―¿Qué mosca te ha picado? ―preguntó Abby.
―Enseguida vuelvo ―dijo emprendiendo la marcha hasta la barra.
Kayden se había quedado convenientemente solo. Seguía a Hattie con la mirada, esperando ―o eso creía ella―, su bebida. Permaneció un momento detrás de él, retenida por la razón. Después de todo, no era nadie para hacer lo que iba a hacer. No eran amigos, apenas si llegaban a ser conocidos. Sin embargo, al final, se plantó a su lado y soltó en plan vendetta:
―Voy a meterme donde no me llaman. ―Buena forma de empezar, sí. Kayden la miraba lleno de impresión, pero no hizo nada por impedir que continuara hablando―. Pero Dios sabe que todos nos metemos donde no nos llaman.
Otro síntoma de borrachera inminente; dar muchas, muchas vueltas antes de tratar el tema que quería tratar.
―Vale ―respondió Kayden, tan sereno como era.
«Bueno, pues allá vamos.»
―Soy adoptada. ―Parecía ser día de confesiones para ella―. Mis padres, los que me dieron la genética y esas cosas, me abandonaron en un orfanato de Praga a los dos días de nacer―. Le tembló la voz, pero se mantuvo firme. Kayden observaba con atención―. Es decir, lo tenían muy claro, a los dos días…
―Lo pillo, Salow. Dos días.
―Me he criado en una buena familia, soy feliz y no tengo traumas aparentes, tampoco me dio por quemar coches en la adolescencia. ―Explicó con suma vehemencia―. No quiero conocer a mis padres, porque me abandonaron. Me abandonaron, ¿lo entiendes?
Notaba como la boca del estómago se le hacía cada vez más y más pequeña.
―Dime de una vez adónde quieres llegar ―pidió Kayden, frotándose la sien con cansancio.
―Que tengo unos padres y un hermano maravillosos. Pero soy huérfana, siempre seré huérfana, aunque no me diese por quemar coches en la adolescencia.
Huérfana. Abandonada.
―Lo siento ―proclamó Kayden y pudo notar que era una respuesta sincera.
Bien, ya casi había llegado al fondo del asunto.
―No sé qué vas a hacer con toda esa bomba del bebé…
―¿Cómo te has enterado? ―interrumpió Kayden sobresaltado.
Salow siguió hablando como si nada.
―… pero no lo abandones. Sentir que te han abandonado apesta. Y aunque tienes menos modales que un perro callejero, estoy segura de que no eres mezquino. Así que no abandones a tu hijo.
Sin esperar una respuesta y sintiendo que se le cerraban las vías respiratorias, como si un agujero se la estuviera tragando; salió corriendo del local, sin preocuparse por sus pertenencias. Ahí estaba otra verdad aterradora: La abandonaban. Siempre la abandonaban.
Divisó a Killian sentado en una mesa en el lado opuesto a la entrada. En la barra, Hattie hacía todo lo posible por atenderla sin sufrir un shock nervioso. Fue en su dirección para pedirle una botella de whisky y dos vasos de chupitos. Después de dejarla en casa, Salow se había marchado a su residencia para cambiarse de ropa y comer algo. Hattie la miró con desaprobación, pero siempre podía pegarle con un palo para que dejase de beber. Se abrió paso hasta Killian.
―¿Buscamos motivos estúpidos para brindar? ―saludó dejándose caer en el banco que había frente a él ―O, ¿vamos directamente al grano?
Killian la observó un poco perplejo. Había aparecido como un torbellino con la aparente (bueno, no tan aparente) intención de beberse todo el local. Cuando desde el día que se conocieron, Salow había vuelto a cumplir su regla de no beber más de dos copas por noche. Sin embargo, haber visto a Fred en el cartel publicitario la había mosqueado lo suficiente para mandar a tomar por saco la regla…, al menos esa noche.
―Tienes un mal día ―aventuró su amigo, destapando la botella y sirviendo el whisky en los vasos de chupito.
―Tampoco es que los otros sean maravillosos ―masculló Salow bebiéndose de un trago su ración. El ardor en el esternón, el mal sabor y las lágrimas que se le saltaron, fueron suficientes para relajarla un poco.
Killian tomó unos segundos escrutando a su amiga, que ya se había lanzado al segundo chupito. No era tan difícil adivinarlo. ¿Qué le pasaba siempre a Salow? Fred.
―Supongo que brindo por eso ―contestó, bebiendo también su chupito. Se le desfiguró la cara momentáneamente. Salow asintió con compresión.
Hay un estudio que afirma que el ser humano sólo está capacitado para soportar 32 unidades de dolor. Las embarazadas, al dar a luz, tienen que soportar 56 unidades. ¿Cuánto tenían que soportar los corazones rotos? Porque Salow se lo preguntaba con frecuencia, de verdad quería saberlo. En especial en momentos como aquél. Mirando a su amigo a los ojos, explorando a través de ellos el mismo dolor que soportaba ella día tras día.
―Fred va a hacer una nueva película ―confesó Salow de pronto, sin levantar la vista del vaso que hacía girar en sus dedos―, cuando empezó a salir conmigo lo primero que hizo fue intentar caerle bien a Gideon y se pasaba horas tirándole indirectas para que le metiera en una serie.
―Killian la observaba con atención. Eso le gustaba de él, que sabía escuchar―. Siempre quería ir a sus fiestas y cuando conseguía que fuéramos pasaba de mí olímpicamente. No se trataba de pasar tiempo conmigo, se trataba de conseguir contactos.
» Siempre discutíamos por eso. Pero Fred se las apañaba para hacerme creer que yo era la loca que deliraba y al final le perdonaba. Es decir, no hacía falta mucho. Con un beso me ganaba.
Una de sus lágrimas confluyó en el sofoco del local. Killian extendió la mano hasta la de Salow, brindándole un ligero apretón. Un gesto de amistad mejor que las palabras, adónde iba a parar…
» Hace cuatro meses dejó de pedirme que le llevara a fiestas. Yo pensé que estaba madurando, me mimaba cada día más. Regalos, escapadas, ¡por Dios si hasta me hacía la de Romeo algunas noches! Además le estaba yendo bastante bien en su carrera de actor; series, películas, campañas importantes de publicidad…
―Salow, te estás poniendo a llorar ―la cortó Killian―. Y cuando lloras acabamos borrachísimos en algún parque cantando I will always love you.
Tampoco es que tuviese ganas de llorar. Tampoco es que estuviese más triste de lo normal. Pero llorar era una de las muchas reacciones sintomáticas de su situación. A veces asesinaba a personajes literarios con el teclado del ordenador, otras tantas, lloraba.
―Y después apareció esa foto en la revista, en la que se besaba con Madame Botox. ―Salow prosiguió porque necesitaba sacarlo todo de dentro―. Todo cobró sentido, me trataba mejor porque se sentía culpable. Su carrera como actor despegó porque había encandilado a esa actriz.
» Fred interpretó el papel de su vida conmigo. Y yo pensé que largándome de Los Ángeles, podría empezar de cero. Sin embargo, mírame, una ínfima parte de mí sigue pensando que una parte de él me quería y espera que venga a buscarla a Chicago.
Esa era la verdad aterradora que vivía en su cabeza nublada. Seguía esperándole, aun sabiendo que era mentira, aun sabiendo que sus púas le infringirían mucho sufrimiento.
Killian le quitó el vaso de las manos y lo rellenó con más whisky, al igual que el suyo. Parecía haber asumido que terminarían en un parque borrachísimos cantando I will always love you.
―Necesitas curarte, eso es todo ―opinó Killian, deslizando el chupito hasta ella―. Todos lo necesitamos.
Y ahí estaba su amigo, siempre con las palabras correctas.
Red llegó en el momento preciso, cuando la botella de whisky iba por la mitad. Apareció como un torbellino. Iba perfectamente peinado, con una camisa y unos vaqueros. Y se había puesto la colonia que le gustaba a Salow.
―Veo que no perdéis el tiempo ―dijo sentándose al lado de Salow, señalando la botella. Ella ya estaba atontada por los efectos del alcohol. Etílicamente feliz.
―Uno por cada minuto que llegas tarde ―arguyó Killian.
Red rio y se giró hacia Salow, que tarareaba para sí la canción que cantaba la Mujer Sirena. Alzó la vista para devolverle la mirada. Le zumbaban los oídos. Mala señal, cuando empezaban a zumbarle quería decir que iba camino de una gran borrachera.
―No he encontrado el diario…, ―comenzó a decir con voz insinuante. Inclinando la cabeza en su dirección― No obstante, he encontrado unas bragas de lo más sexis en tu cómoda.
―¡Cerdo asqueroso! ―chilló Salow, dándole un empellón en la clavícula.
―Suelen decírmelo ―concedió y le plantó un beso en los labios. Después, se levantó y caminó hacia la barra para torturar a Hattie.
Salow puso los ojos en blanco. Cuando miró a Killian, los ojos verdes le brillaban de terror.
―¿Tengo que preocuparme? Dime de verdad si tengo que preocuparme ―pidió, con un aire protector que no le había visto hasta entonces.
Salow rompió a reír en una sonora carcajada.
―No, tranquilo. Ni siquiera estoy segura de que me caiga bien.
―Entonces por qué… ―empezó a decir, queriendo obtener una respuesta. Por lo visto era toda una noticia que Red pasase tiempo con una chica.
―Para el carro, no hay nada de romántico entre Cerdo Asqueroso y yo ―explicó―. Salimos de vez en cuando y otras tantas nos acostamos. No hay más.
Por eso pasaban tiempo juntos. Red había descubierto que Salow era la chica de la que no tenía que temer escenas de celos ni enamoramientos. Salow había descubierto que Red era el chico por el que no montaría escenas de celos, ni del que se enamoraría.
Killian acogió la respuesta con un gesto de la barbilla. Hubo algo detrás del hombro de Salow que le hizo suspirar. Al mirar por encima de su hombro, vio a Abby, Kayden y Dante (con el que no había cruzado más de dos palabras hasta la fecha.)
Miró a Killian.
―¿Cuál de ellos? ―preguntó.
―Kayden.
Salow sabía algo de lo que había pasado entre Abby y él por ella. Pero sus reacciones al verse no podían ser más dispares. Como pudo comprobarse poco después:
―Hola, Salow ―la saludó su amiga con una sonrisa cariñosa, sentándose a su lado. ―Killian ―. Los ojos se le iluminaron, y Salow casi escuchó como retenía el aliento.
―Hola, Abby ―respondió éste, en tono neutro, apartando la mirada.
Silencio sepulcral. Bueno, todo el que podía haber en un bar a las once y media de un sábado.
―¿Qué pasa con Kayden? ―intervino Salow, señalando al nombrado, que estaba con Dante y Red en la barra.
―Vera ―gruñó Abby.
―Su ex novia ―respondió Killian al mismo tiempo. Fue él quien continuó hablando―: Está embarazada. En serio, todavía no entiendo cómo fueron tan imbéciles…, el caso es que me ofrecí a pasarle información sobre unas cuantas clínicas de aborto.
―Muy agudo ―contradijeron Salow y Abby al mismo tiempo.
Killian se encogió de hombros.
―Esperaba que cambiase de opinión. Pero no lo ha hecho.
Salow volvió a mirar a Kayden y un sentimiento arcaico, que la acompañaba desde pequeña, se apoderó de ella. Sentimientos arcaicos, con un pizca de alcohol y un temperamento fuerte no eran una buena mezcla. Salow se incorporó de súbito y casi atropelló a Abby al salir.
―¿Qué mosca te ha picado? ―preguntó Abby.
―Enseguida vuelvo ―dijo emprendiendo la marcha hasta la barra.
Kayden se había quedado convenientemente solo. Seguía a Hattie con la mirada, esperando ―o eso creía ella―, su bebida. Permaneció un momento detrás de él, retenida por la razón. Después de todo, no era nadie para hacer lo que iba a hacer. No eran amigos, apenas si llegaban a ser conocidos. Sin embargo, al final, se plantó a su lado y soltó en plan vendetta:
―Voy a meterme donde no me llaman. ―Buena forma de empezar, sí. Kayden la miraba lleno de impresión, pero no hizo nada por impedir que continuara hablando―. Pero Dios sabe que todos nos metemos donde no nos llaman.
Otro síntoma de borrachera inminente; dar muchas, muchas vueltas antes de tratar el tema que quería tratar.
―Vale ―respondió Kayden, tan sereno como era.
«Bueno, pues allá vamos.»
―Soy adoptada. ―Parecía ser día de confesiones para ella―. Mis padres, los que me dieron la genética y esas cosas, me abandonaron en un orfanato de Praga a los dos días de nacer―. Le tembló la voz, pero se mantuvo firme. Kayden observaba con atención―. Es decir, lo tenían muy claro, a los dos días…
―Lo pillo, Salow. Dos días.
―Me he criado en una buena familia, soy feliz y no tengo traumas aparentes, tampoco me dio por quemar coches en la adolescencia. ―Explicó con suma vehemencia―. No quiero conocer a mis padres, porque me abandonaron. Me abandonaron, ¿lo entiendes?
Notaba como la boca del estómago se le hacía cada vez más y más pequeña.
―Dime de una vez adónde quieres llegar ―pidió Kayden, frotándose la sien con cansancio.
―Que tengo unos padres y un hermano maravillosos. Pero soy huérfana, siempre seré huérfana, aunque no me diese por quemar coches en la adolescencia.
Huérfana. Abandonada.
―Lo siento ―proclamó Kayden y pudo notar que era una respuesta sincera.
Bien, ya casi había llegado al fondo del asunto.
―No sé qué vas a hacer con toda esa bomba del bebé…
―¿Cómo te has enterado? ―interrumpió Kayden sobresaltado.
Salow siguió hablando como si nada.
―… pero no lo abandones. Sentir que te han abandonado apesta. Y aunque tienes menos modales que un perro callejero, estoy segura de que no eres mezquino. Así que no abandones a tu hijo.
Sin esperar una respuesta y sintiendo que se le cerraban las vías respiratorias, como si un agujero se la estuviera tragando; salió corriendo del local, sin preocuparse por sus pertenencias. Ahí estaba otra verdad aterradora: La abandonaban. Siempre la abandonaban.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Kayden salió del estupor cuando Salow Krouse se precipitó a la noche. Cayó de lleno y sin paracaídas en la realidad. Iba a ser padre, y las decisiones que tomara de ahí en adelante influirían de lleno en su hijo. Y había tres opciones: lo mataba, lo criaba o lo abandonaba. ¿De verdad quería eso? Que dentro de unos años, ese hijo se sentara en la barra de un bar y con los ojos vacíos le dijera a alguien que era huérfano, que sus padres lo abandonaron, como había hecho Salow.
―¿Qué le has dicho, animal? ―Abby apareció de la nada y le pegó una colleja que le dejó un picor de lo más molesto en la nuca.
―No le he dicho nada, casi no me ha dejado hablar ―explicó.
―Bueno pues algo has tenido que hacer para que salga corriendo así. ―Abby se había sacado el móvil del bolsillo. Se lo llevó a la oreja―. A ver si me responde.
Killian apareció medio tambaleante.
―Se ha dejado el teléfono ―dijo, con el móvil de Salow en la mano, donde aparecía una foto suya y de Abby haciendo el tonto sobre las palabras «Llamada entrante.» Abby colgó con fastidio―. ¿Qué le has dicho? ―le preguntó Killian a su amigo.
Kayden levantó las manos, a modo de rendición.
―Repito que no le he dicho nada. ―Se defendió.
―Más te vale. ―Killian lo señaló con el dedo amenazador, se guardó el móvil de Salow en el bolsillo y después se marchó con Red y Dante. Ahí terminó su preocupación.
Abby proseguía concentrada en su teléfono.
―Voy a escribirle un mensaje a su amigo Ollie, para que me avise si tiene noticias suyas ―comentó tecleando a su vez―. Quizá sólo se ha ido a dormir la mona a su habitación, pero por si acaso.
Kayden no la escuchaba, no al menos del todo. Claro que le preocupaba lo de Salow, porque conocía de primera mano las razones por las que se había puesto así. Pero gracias a ella, y sin que sirviera de precedente, estaba empezando a ordenar sus prioridades. Era imperativo ver a Vera, ya, en ese momento.
―Te veo mañana.
―¿Tú también te vas? ―preguntó Abby.
Kayden asintió. Tenía que aprovechar ese momento de inusitada valentía.
En el camino de piedra que desembocaba en la casa de Vera, un terremoto de recuerdos se hizo dueño de su cuerpo. El primer beso después de la primera cita bajo el marco de la puerta. Cuando le dijo que la quería por primera vez en el balancín blanco del porche. Cuando se despidieron la primera vez que hicieron el amor. Cuando sacaban las cajas de Vera por la puerta para irse a vivir juntos…, tantos y tan malos recuerdos.
Habían sido la pareja perfecta. Kayden se había desvivido por hacerla feliz, porque fueran felices. Y quizá había sido eso, que fue demasiado bueno para Vera. Debía de haberse limitado a ser un cabrón, puede que así hubiese seguido enamorada de él. «No.» Cortó el rumbo de sus pensamientos con un movimiento de cabeza. No estaba ahí para eso. Le guardaba rencor, por él no la hubiese visto nunca más. Pero iban a tener un hijo. Era algo ineludible, de lo que tenían que empezar a hablar como dos seres racionales.
Recorrió los metros que le quedaban hasta la puerta. Tocó el timbre de la forma más suave que se puede tocar un timbre y aguardó con las manos en los bolsillos a que le abrieran. Esperaba no encontrarse con ninguno de los padres de Vera. La puerta se abrió hacia dentro con un chirrido.
Vera apareció detrás, con su bonito pelo rubio recogido en un moño. Enfundada en una bata rosa de conejos blancos con zanahorias. Casi se cayó de culo al ver a Kayden. Lo sabía porque él había experimentado lo mismo. Ojalá tuviese el control de su cuerpo.
―Hola ―saludó con nerviosismo.
―¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Ha pasado algo? ―preguntó ella, haciéndose uno lado para que pudiera pasar.
Kayden vaciló, pero al final se metió en la casa.
―Me preguntaba si podíamos hablar ―dijo una vez dentro. Del salón llegaba el sonido tenue de la televisión. Vera asintió, lo condujo hasta la cocina.
Se sentaron enfrentados en la isla del desayuno. Vera se mordía las uñas. Kayden miraba el cuadro horrible de todas las variedades de pimientos que existen en el mundo, que la madre de Vera tenía colgado en una de las paredes verde lima.
No tenía muy claro por dónde empezar a hablar. Un lo siento hubiese estado bien. Pero como no le gustaba dar vueltas, fue directo al grano:
―¿Quieres tener al bebé? ―preguntó, sin apartar sus ojos castaños de ella. Quería ver que no titubeaba, que no tenía dudas.
―Sí ―respondió ella enseguida, con determinación―. No me importa lo que digan los demás. No me importa si me quedo sola o si tengo que empezar a trabajar. Puedo sacarlo adelante.
―Querrás decir «podemos» ―corrigió Kayden, también con mucha determinación.
Vera frunció el ceño.
―Pensé que como saliste corriendo cuando…
―¿Y qué esperabas? ―La interrumpió, demasiado alto. Moderó el volumen de su voz―. Todavía estoy intentando comprender por qué me dejaste. Y tú vas y me dices que vamos a tener un hijo…, yo, yo simplemente…, me acojoné.
Tomó aire después de hablar. No se iba a alterar, no se iba a alterar. Vera no lo contradijo, sino que esperó a que la ira de Kayden descendiese.
―Necesito saber que estás seguro. Que no vas a salir corriendo otra vez.
―No voy a salir corriendo, te lo prometo ―habló Kayden―. Me han hecho ver que nuestro hijo no tiene la culpa de todo lo que está pasando con nosotros. ―Vera asintió, de acuerdo con él―. Y yo también necesito que me prometas una cosa.
―Lo que quieras ―aseguró extendiendo la mano hacia la suya, pero se arrepintió a medio camino y volvió a guardarla en su regazo.
―Que no me vas a dejar al margen ―arguyó. Tratando de pasar por alto el escalofrío que le había invadido ante la tentativa de que Vera lo tocara―. Me cuesta verte, Vera, no sabes lo que me cuesta estar aquí sentado contigo como si fuésemos dos desconocidos.
―Kayden…
―Pero si me dejas al margen no voy a poder acostumbrarme. Quiero estar implicado en todo, en cada cita médica, en cada ecografía. Porque no voy a ser una mierda de padre sólo porque no pueda ni mirarte a los ojos sin que me den ganas de vomitar.
―Por favor, no me hables de vomitar ―comentó Vera arrugando la nariz―. No he hecho otra cosa en las tres últimas semanas.
Una tímida sonrisa acudió a sus labios. Entonces Kayden se dio cuenta de lo guapa que estaba. Y de lo mucho que le gustaría poder decírselo.
―¿Muchas náuseas?
―El médico me ha dicho que el primer trimestre es el peor. ―Le explicó―. Aunque obvió todo eso de los líquidos y los pies hinchados en los últimos meses.
Kayden procuró no poner cara de asco.
―¿Cuándo tienes la próxima cita médica?
―La semana que viene.
―Te veo la semana que viene, entonces.
Se levantó de su asiento y caminó hasta la puerta. Ya fuera, se sentía bastante bien. Como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Estaba seguro de que le aguardaban muchas discusiones con Vera y que lo de ser padre con veintiún años no iba a ser maravilloso. Pero el primer paso estaba dado.
Ahora tenía que dar el segundo: darle las gracias a Salow por meterse tan honestamente donde no la llamaban.
―¿Qué le has dicho, animal? ―Abby apareció de la nada y le pegó una colleja que le dejó un picor de lo más molesto en la nuca.
―No le he dicho nada, casi no me ha dejado hablar ―explicó.
―Bueno pues algo has tenido que hacer para que salga corriendo así. ―Abby se había sacado el móvil del bolsillo. Se lo llevó a la oreja―. A ver si me responde.
Killian apareció medio tambaleante.
―Se ha dejado el teléfono ―dijo, con el móvil de Salow en la mano, donde aparecía una foto suya y de Abby haciendo el tonto sobre las palabras «Llamada entrante.» Abby colgó con fastidio―. ¿Qué le has dicho? ―le preguntó Killian a su amigo.
Kayden levantó las manos, a modo de rendición.
―Repito que no le he dicho nada. ―Se defendió.
―Más te vale. ―Killian lo señaló con el dedo amenazador, se guardó el móvil de Salow en el bolsillo y después se marchó con Red y Dante. Ahí terminó su preocupación.
Abby proseguía concentrada en su teléfono.
―Voy a escribirle un mensaje a su amigo Ollie, para que me avise si tiene noticias suyas ―comentó tecleando a su vez―. Quizá sólo se ha ido a dormir la mona a su habitación, pero por si acaso.
Kayden no la escuchaba, no al menos del todo. Claro que le preocupaba lo de Salow, porque conocía de primera mano las razones por las que se había puesto así. Pero gracias a ella, y sin que sirviera de precedente, estaba empezando a ordenar sus prioridades. Era imperativo ver a Vera, ya, en ese momento.
―Te veo mañana.
―¿Tú también te vas? ―preguntó Abby.
Kayden asintió. Tenía que aprovechar ese momento de inusitada valentía.
En el camino de piedra que desembocaba en la casa de Vera, un terremoto de recuerdos se hizo dueño de su cuerpo. El primer beso después de la primera cita bajo el marco de la puerta. Cuando le dijo que la quería por primera vez en el balancín blanco del porche. Cuando se despidieron la primera vez que hicieron el amor. Cuando sacaban las cajas de Vera por la puerta para irse a vivir juntos…, tantos y tan malos recuerdos.
Habían sido la pareja perfecta. Kayden se había desvivido por hacerla feliz, porque fueran felices. Y quizá había sido eso, que fue demasiado bueno para Vera. Debía de haberse limitado a ser un cabrón, puede que así hubiese seguido enamorada de él. «No.» Cortó el rumbo de sus pensamientos con un movimiento de cabeza. No estaba ahí para eso. Le guardaba rencor, por él no la hubiese visto nunca más. Pero iban a tener un hijo. Era algo ineludible, de lo que tenían que empezar a hablar como dos seres racionales.
Recorrió los metros que le quedaban hasta la puerta. Tocó el timbre de la forma más suave que se puede tocar un timbre y aguardó con las manos en los bolsillos a que le abrieran. Esperaba no encontrarse con ninguno de los padres de Vera. La puerta se abrió hacia dentro con un chirrido.
Vera apareció detrás, con su bonito pelo rubio recogido en un moño. Enfundada en una bata rosa de conejos blancos con zanahorias. Casi se cayó de culo al ver a Kayden. Lo sabía porque él había experimentado lo mismo. Ojalá tuviese el control de su cuerpo.
―Hola ―saludó con nerviosismo.
―¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Ha pasado algo? ―preguntó ella, haciéndose uno lado para que pudiera pasar.
Kayden vaciló, pero al final se metió en la casa.
―Me preguntaba si podíamos hablar ―dijo una vez dentro. Del salón llegaba el sonido tenue de la televisión. Vera asintió, lo condujo hasta la cocina.
Se sentaron enfrentados en la isla del desayuno. Vera se mordía las uñas. Kayden miraba el cuadro horrible de todas las variedades de pimientos que existen en el mundo, que la madre de Vera tenía colgado en una de las paredes verde lima.
No tenía muy claro por dónde empezar a hablar. Un lo siento hubiese estado bien. Pero como no le gustaba dar vueltas, fue directo al grano:
―¿Quieres tener al bebé? ―preguntó, sin apartar sus ojos castaños de ella. Quería ver que no titubeaba, que no tenía dudas.
―Sí ―respondió ella enseguida, con determinación―. No me importa lo que digan los demás. No me importa si me quedo sola o si tengo que empezar a trabajar. Puedo sacarlo adelante.
―Querrás decir «podemos» ―corrigió Kayden, también con mucha determinación.
Vera frunció el ceño.
―Pensé que como saliste corriendo cuando…
―¿Y qué esperabas? ―La interrumpió, demasiado alto. Moderó el volumen de su voz―. Todavía estoy intentando comprender por qué me dejaste. Y tú vas y me dices que vamos a tener un hijo…, yo, yo simplemente…, me acojoné.
Tomó aire después de hablar. No se iba a alterar, no se iba a alterar. Vera no lo contradijo, sino que esperó a que la ira de Kayden descendiese.
―Necesito saber que estás seguro. Que no vas a salir corriendo otra vez.
―No voy a salir corriendo, te lo prometo ―habló Kayden―. Me han hecho ver que nuestro hijo no tiene la culpa de todo lo que está pasando con nosotros. ―Vera asintió, de acuerdo con él―. Y yo también necesito que me prometas una cosa.
―Lo que quieras ―aseguró extendiendo la mano hacia la suya, pero se arrepintió a medio camino y volvió a guardarla en su regazo.
―Que no me vas a dejar al margen ―arguyó. Tratando de pasar por alto el escalofrío que le había invadido ante la tentativa de que Vera lo tocara―. Me cuesta verte, Vera, no sabes lo que me cuesta estar aquí sentado contigo como si fuésemos dos desconocidos.
―Kayden…
―Pero si me dejas al margen no voy a poder acostumbrarme. Quiero estar implicado en todo, en cada cita médica, en cada ecografía. Porque no voy a ser una mierda de padre sólo porque no pueda ni mirarte a los ojos sin que me den ganas de vomitar.
―Por favor, no me hables de vomitar ―comentó Vera arrugando la nariz―. No he hecho otra cosa en las tres últimas semanas.
Una tímida sonrisa acudió a sus labios. Entonces Kayden se dio cuenta de lo guapa que estaba. Y de lo mucho que le gustaría poder decírselo.
―¿Muchas náuseas?
―El médico me ha dicho que el primer trimestre es el peor. ―Le explicó―. Aunque obvió todo eso de los líquidos y los pies hinchados en los últimos meses.
Kayden procuró no poner cara de asco.
―¿Cuándo tienes la próxima cita médica?
―La semana que viene.
―Te veo la semana que viene, entonces.
Se levantó de su asiento y caminó hasta la puerta. Ya fuera, se sentía bastante bien. Como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Estaba seguro de que le aguardaban muchas discusiones con Vera y que lo de ser padre con veintiún años no iba a ser maravilloso. Pero el primer paso estaba dado.
Ahora tenía que dar el segundo: darle las gracias a Salow por meterse tan honestamente donde no la llamaban.
▪ ▫ ▪ ▫ ▪ ▫
Salow se había marchado del Ragsdale sin ningún sitio al que ir. Pero sus pies la dejaron frente al complejo de edificios en el que vivía Oliver. Era tarde. Puede que Ollie ni siquiera estuviera en casa. Que despertase a Tim si tocaba el timbre. Y nada le daba el derecho de aparecer en su casa a ésas horas, por muy mejor amiga que fuera.
Temblaba de frío. Temblaba de dolor. Y no sabía qué hacer, por lo que se rindió y tocó el telefonillo. Que se descolgó enseguida.
―¿Quién es? ―habló la voz grave de Ollie.
―Salow.
Escuchó el zumbido de la puerta abrirse y se catapultó al vestíbulo. Las luces se encendieron al notar su presencia. Salow ascendió hasta el tercer piso sin siquiera esperar el ascensor. El aire gélido se había llevado la mayor parte de la borrachera. El rellano del tercer piso estaba iluminado por la luz que emanaba de la puerta de Ollie. Él estaba en medio, como una sombra. Vestido con una camiseta y un pantalón de chándal. Al verla, se le llenó el rostro de preocupación.
―Salow qué demonios, Abby me ha escrito…. ―Pero ella no le dejó terminar, corrió hasta su mejor amigo y se abrazó a él como si fuese la barrera contra todas las cosas malas que la amordazaban. Súbitamente, empezó a llorar.
―Es. Mi. culpa ―suspiró entre hipidos―. Siempre me abandonan y es por mi culpa.
Sintió cómo los brazos de Ollie se hacían más fuertes a su espalda. Pues sí que funcionaba como barrera. Tendría que contratarlo para ese trabajo. Sin apartarle de él, la condujo hasta su pequeño salón, iluminado con una lámpara de pie.
Pasó un rato hasta que Salow dejó de llorar. Cuando lo hizo, Ollie fue a buscarle un vaso de agua. Lo bebió en silencio, bajo su mirada escrutadora. Sabía que iba a preguntarle.
―¿Por qué has dicho eso? ―No se equivocaba. Ollie le limpió una lágrima que se le había quedado adherida a la mejilla.
Salow suspiró. Le dolían la cabeza y los ojos de tanto llorar. Pero se sentía bien, de alguna manera se había librado de la rabia. Ahora sólo estaba triste, profundamente triste.
―Porque es verdad ―musitó para sí―. Me abandonan, me rompen y yo no sé cómo arreglarme. Soy como Holden Caulfield ―añadió y citó―: «Tengo cicatrices en las manos por tocar a cierta gente. Ciertas cabezas, ciertas texturas y colores de pelo humano dejan marcas permanentes en mí. Otras cosas también.»
Cicatrices. Que nunca terminaban de sanar.
Ollie se acomodó en el sofá, orientado hacia su amiga. Carraspeó antes de hablar:
―«Ah, Dios, si se me puede aplicar un nombre clínico, soy una especie de paranoico al revés. Sospecho de la gente que conspira para hacerme feliz.» ―añadió de carrerilla, con voz queda, terminando la cita que había empezado Salow. A cada palabra que decía, una tímida sonrisa hacía amagos por aparecer en el rostro de su amiga.
―No sabía que habías leído El guardián entre el centeno ―comentó, echándose el pelo hacia atrás. El sofoco de las lágrimas le había dado mucho calor.
―Deja de conspirar contra la gente que te hace feliz, o mejor, no nos menosprecies. ―Ollie se había puesto en plan sargento, pero sonreía―. Te van a seguir abandonando. Concéntrate en las que se quedan contigo. ¿Ese chico te rompió el corazón? ¿Tus padres te abandonaron? Bueno, lidia con ello y supéralo.
Había salido con Fred 1.095. Habían pasado 60 de desintoxicación. Le quedaban 1.035 días para superarlo. Uno por cada recuerdo que guardaba. Y bueno, respecto a las personas que le dieron la genética y esas cosas, no le quedaba más remedio que lidiar con ello.
―Gracias, Ollie.
―Hey, tengo que asegurarme el botiquín de primeros auxilios.
Temblaba de frío. Temblaba de dolor. Y no sabía qué hacer, por lo que se rindió y tocó el telefonillo. Que se descolgó enseguida.
―¿Quién es? ―habló la voz grave de Ollie.
―Salow.
Escuchó el zumbido de la puerta abrirse y se catapultó al vestíbulo. Las luces se encendieron al notar su presencia. Salow ascendió hasta el tercer piso sin siquiera esperar el ascensor. El aire gélido se había llevado la mayor parte de la borrachera. El rellano del tercer piso estaba iluminado por la luz que emanaba de la puerta de Ollie. Él estaba en medio, como una sombra. Vestido con una camiseta y un pantalón de chándal. Al verla, se le llenó el rostro de preocupación.
―Salow qué demonios, Abby me ha escrito…. ―Pero ella no le dejó terminar, corrió hasta su mejor amigo y se abrazó a él como si fuese la barrera contra todas las cosas malas que la amordazaban. Súbitamente, empezó a llorar.
―Es. Mi. culpa ―suspiró entre hipidos―. Siempre me abandonan y es por mi culpa.
Sintió cómo los brazos de Ollie se hacían más fuertes a su espalda. Pues sí que funcionaba como barrera. Tendría que contratarlo para ese trabajo. Sin apartarle de él, la condujo hasta su pequeño salón, iluminado con una lámpara de pie.
Pasó un rato hasta que Salow dejó de llorar. Cuando lo hizo, Ollie fue a buscarle un vaso de agua. Lo bebió en silencio, bajo su mirada escrutadora. Sabía que iba a preguntarle.
―¿Por qué has dicho eso? ―No se equivocaba. Ollie le limpió una lágrima que se le había quedado adherida a la mejilla.
Salow suspiró. Le dolían la cabeza y los ojos de tanto llorar. Pero se sentía bien, de alguna manera se había librado de la rabia. Ahora sólo estaba triste, profundamente triste.
―Porque es verdad ―musitó para sí―. Me abandonan, me rompen y yo no sé cómo arreglarme. Soy como Holden Caulfield ―añadió y citó―: «Tengo cicatrices en las manos por tocar a cierta gente. Ciertas cabezas, ciertas texturas y colores de pelo humano dejan marcas permanentes en mí. Otras cosas también.»
Cicatrices. Que nunca terminaban de sanar.
Ollie se acomodó en el sofá, orientado hacia su amiga. Carraspeó antes de hablar:
―«Ah, Dios, si se me puede aplicar un nombre clínico, soy una especie de paranoico al revés. Sospecho de la gente que conspira para hacerme feliz.» ―añadió de carrerilla, con voz queda, terminando la cita que había empezado Salow. A cada palabra que decía, una tímida sonrisa hacía amagos por aparecer en el rostro de su amiga.
―No sabía que habías leído El guardián entre el centeno ―comentó, echándose el pelo hacia atrás. El sofoco de las lágrimas le había dado mucho calor.
―Deja de conspirar contra la gente que te hace feliz, o mejor, no nos menosprecies. ―Ollie se había puesto en plan sargento, pero sonreía―. Te van a seguir abandonando. Concéntrate en las que se quedan contigo. ¿Ese chico te rompió el corazón? ¿Tus padres te abandonaron? Bueno, lidia con ello y supéralo.
Había salido con Fred 1.095. Habían pasado 60 de desintoxicación. Le quedaban 1.035 días para superarlo. Uno por cada recuerdo que guardaba. Y bueno, respecto a las personas que le dieron la genética y esas cosas, no le quedaba más remedio que lidiar con ello.
―Gracias, Ollie.
―Hey, tengo que asegurarme el botiquín de primeros auxilios.
indigo.
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Re: Double Rainbow
KATHE TU CAPÍTULO FUE BELLO, HERMKSK, SALOW, DYLAN, KAYDEN YYY LOS 3, MIS FILZ, ROTOS pos los amo en serio gfhsvsjhss, Ando del celular porque estoy de viaje pero cuando vuelva a mi casa, comentó con el de valu y el de steph
Atenea.
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Re: Double Rainbow
AY DIOS FUE MUY BELLO Y HERMOSO Y GENIAL EL CAP KATE EN SERIO
Comentaré como se debe más adelante, pERO LO AMEEEEEEE
Comentaré como se debe más adelante, pERO LO AMEEEEEEE
hange.
Re: Double Rainbow
¡ay dios yo juraba que había dejado un comentario
trato este fin de semana traer!
kate el capítulo fue hermoso, fue muy hermoso
trato este fin de semana traer!
kate el capítulo fue hermoso, fue muy hermoso
✦ ausente.✦
pixie.
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O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Miér 20 Nov 2024, 12:51 am por SweetLove22
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