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Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
O W N :: Archivos :: Novelas Terminadas
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Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Aaaaaaaaaaaaaaaahhhhhh!!!!!!!..... Joeeeee!!!!!!!.... Sigueeeeeeee.......
chelis
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Diecinueve
Cuando suena mi despertador, quiero morir. Estoy cansada. Apenas he dormido pensando en lo ocurrido en aquel bar. Las palabras de Joe, su mirada y cómo aquellos hombres me deseaban me impedían dormir. Al final, sobre las cuatro de la madrugada saqué el vibrador de la maleta y, tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi fuego interno.
Como el día anterior, Amanda, Joe y yo salimos del hotel y el chófer nos llevó hasta las oficinas para proseguir la reunión. Hoy me he puesto pantalones. No quiero que vuelva a ocurrir lo del día anterior. Nada más verme, Joe ha paseado su mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho «Buenos días», por su tono intuyo que ya no está enfadado.
Durante horas, mientras escucho atenta la reunión, mi mirada y la de Joe se encuentran en varias ocasiones. Hoy no me manda ningún correo, ni interrumpe la reunión. Se lo agradezco. Quiero ser profesional en mi trabajo.
A las siete, cuando llegamos al hotel, me despido de él y de Amanda y subo a mi habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama a mi puerta. Abro y no me sorprendo cuando veo a Joe. Su mirada es decidida. Entra y cierra la puerta, se quita la chaqueta y la tira al suelo, se deshace el nudo de la corbata y después me coge entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio con el morbo instalado en su mirada.
—Dios, pequeña… Te deseo.
No hace falta decir nada más. El deseo es mutuo y la noche, larga y perfecta.
Cuando me despierto a las seis de la mañana, Joe no está. Se ha ido de mi cama, pero como estoy tan agotada por nuestro maratón de sexo vuelvo a dormirme.
Sobre las diez de la mañana, el sonido de mi móvil me despierta. Rápidamente lo cojo y leo un mensaje de Joe: «Despierta».
Salto de la cama y me doy una ducha. Es sábado. Hoy no tenemos ninguna reunión y quiero pasar el máximo de tiempo con él. Cuando salgo de la ducha vestida sólo con la toalla, alguien llama a mi puerta. Abro y me encuentro a un magnífico Joe vestido con unos vaqueros de cinturilla baja y una camisa blanca abierta. Su aspecto es tentador y salvaje. Terriblemente apetecible.
¡Vaya, qué bueno está!
—Buenos días, pequeña.
—¡Buenas!
Lo miro, como si fuera una colegiala.
—¿Te apetece pasar el día conmigo? —me comenta.
Su pregunta me sorprende. Por una vez, no está dando nada por hecho.
—Por supuesto que sí.
—¡Genial! Te voy a llevar a comer a un sitio precioso. Coge el bañador.
Sonrío afirmativamente y él entra en la suite.
—Ve a vestirte o al final mi comida serás tú —murmura con voz ronca.
Divertida por sus palabras, corro hacia el dormitorio. Cuando entro, oigo una canción en la radio que me encanta y canto mientras me visto:
Muero por tus besos, por tu ingrata sonrisa.
Por tus bellas caricias, eres tú mi alegría.
Pido que no me falles, que nunca te me vayas
Y que nunca te olvides, que soy yo quien te ama.
Que soy yo quien te espera, que soy yo quien te llora,
Que soy yo quien te anhela los minutos y horas…
Me muero por besarte, dormirme en tu boca
Me muero por decirte que el mundo se equivoca…
Cuando me doy la vuelta, Joe está apoyado en el quicio de la puerta, observándome.
—¿Qué cantas?
—¿No conoces esta canción?
—No. ¿Quién canta?
Termino de abrocharme el vaquero y añado:
—Un grupo llamado La Quinta Estación y la canción se llama Me muero.
Joe se acerca. Me pongo el top lila, pero no puedo evitar sonreír, intuyo sus intenciones. Me coge de la cintura.
—La canción dice algo así como «me muero por besarte», ¿no?
Asiento como una boba. Pero qué tonta me pongo con él…
—Pues eso mismo me pasa a mí en este momento, pequeña.
Me coge entre sus brazos. Me aúpa y me besa. Me devora los labios con tal ímpetu que ya deseo que me desnude y prosiga devorándome. La canción continúa sonando, mientras me besa… me besa… me besa. Pero de pronto se detiene, me suelta y me da un azote divertido en el trasero.
—Termina de vestirte o no respondo de mí.
Me río y entro rápidamente en el baño para recogerme el pelo en una coleta alta. Cuando salgo, Joe está apoyado en la cristalera mirando hacia el exterior. Su perfil es impresionante. Sexy. Cuando me ve aparecer, sonríe.
—¿Cómo lo haces para estar cada día más guapa?
Encantada por aquel piropo, le dedico una sonrisa. Él se acerca a mí, me agarra del cuello y me besa. ¡Oh, sí! Finalmente, se separa de mí y me mira a los ojos.
—Salgamos de aquí antes de que te arranque la ropa, pequeña —murmura.
Entre risas llegamos a la recepción del hotel. No vuelve a tocarme ni a acercarse a mí más de lo necesario. Un joven recepcionista, al vernos, se acerca a nosotros y le entrega a Eric unas llaves. Cuando se aleja miro el llavero, movida por la curiosidad.
—¿Lotus?
Joe asiente y señala hacia la puerta del hotel donde veo aparcado un maravilloso deportivo naranja.
—¡Dios, un Lotus Elise 1600!
Joe se sorprende.
—Señorita Flores, ¿además de entender de fútbol también entiende de coches?
—Mi padre tiene un taller de reparaciones de coches en Jerez —respondo, coqueta.
—¿Te gusta el coche?
—Pero ¿cómo no me va a gustar? ¡Es un Lotus!
—Me dejarás conducirlo, ¿verdad? —le pregunto, sin acercarme a él, a pesar de que lo estoy deseando.
Sin sonreír Joe me mira… me mira… me mira y al final tira las llaves al aire y yo las cojo.
—Todo tuyo, pequeña.
Deseo tirarme a su cuello y besarlo, pero me contengo. Al fondo veo a Amanda mirarnos con curiosidad y no quiero darle carnaza, aunque sé que ella está sacando sus propias conclusiones.
¡Que le den! Su cara lo dice todo y presiento que está muy… muy cabreada.
Joe y yo salimos por la puerta del hotel y, en cuanto nos montamos en el coche y lo arranco, pongo la radio. La canción Kiss de Prince suena y yo muevo los hombros, encantada. Joe me mira y pone los ojos en blanco. Divertida, sonrío por su gesto y, antes de que pueda decir nada, me pongo mis gafas de sol.
—Agárrate, nene.
El día se presenta fantástico. Conduzco un Lotus impresionante junto a un hombre más impresionante todavía. Cuando salimos de Barcelona en dirección a Tarragona me desvío por una carreterita. Joe no mira.
—No sé si sabes que yo he veraneado en Barcelona muchos años —le informo.
—No. No lo sabía.
Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.
—Te voy a llevar a un sitio donde se puede probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a flipar!
Con su seriedad habitual, Joe me mira y dice:
—_____… este camino no es para este coche.
—Tú tranquilo.
—Vamos a pinchar, _____.
—¡Cállate, aguafiestas!
Mi adrenalina se revoluciona.
Continúo el camino y pasamos sobre varios charcos. El reluciente coche se embarra y Joe me mira. Yo canturreo y hago como que no lo estoy viendo. Sigo mi camino pero de pronto, ¡oh, oh! El coche me hace un movimiento extraño y presiento que hemos pinchado una rueda.
La adrenalina, la alegría y el buen humor se esfuman en décimas de segundos y maldigo en mi interior. Seguro que me dice que me lo avisó y tendré que asentir y callar. Disminuyo la velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio y lo miro con cara de circunstancias.
—Creo que hemos pinchado.
El gesto de Joe se descompone. Está claro que los imprevistos no le gustan. Estamos en medio de un camino a pleno sol a las doce de la mañana. Sin decir nada, sale del coche y da un portazo. Yo salgo también. El portazo lo omito. El coche está sucio y embarrado. Nada que ver con el precioso y reluciente coche que comencé a conducir apenas cuarenta minutos antes. La rueda pinchada es justo la delantera de mi lado. Joe cierra los ojos y resopla.
—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquilo. Que no cunda el pánico. Si la rueda de repuesto está donde tiene que estar, yo la cambio en un santiamén.
No contesta. Malhumorado se dirige hacia la parte de atrás del coche, abre el portón trasero y veo que saca una rueda y las herramientas necesarias para cambiarla. De malos modos, se acerca hasta mí, suelta la rueda en el suelo y me dice con las manos ennegrecidas:
—¿Te puedes quitar de en medio?
Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es su intención.
—No —contesto sin moverme ni un centímetro—, no me puedo quitar de en medio.
Mi respuesta lo sorprende.
—_____ —gruñe—, acabas de estropear un bonito día. No lo estropees más.
Tiene razón. Yo me he empeñado en meterme por aquel camino, pero me duele que me hable así.
—El precioso día lo estás estropeando tú con tus malos modos y tus caras de fastidio —le contesto, incapaz de quedarme callada—. ¡Joder! Que sólo se ha pinchado la rueda del coche. No seas tan exagerado.
—¡¿Exagerado?!
—Sí, terriblemente exagerado. Y ahora, por favor, si te quitas de en medio yo solita cambiaré la rueda y pagaré mi terrible, irreparable y tremendo error.
Joe suda. Yo sudo. El sol no nos da tregua y no llevamos una mísera botella de agua para refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en su mirada.
—Muy bien, listilla —me dice, abriendo las manos—. Ahora vas a cambiarla tú solita.
Sin más, comienza a andar hacia un árbol que está a unos diez metros del coche. En cuanto llega a la sombra, se sienta y me observa.
La furia me llena por dentro y empieza a picarme el cuello. ¡El sarpullido! Sin pararme a pensar en ello, pongo el gato del coche debajo de él y comienzo a hacer palanca para subirlo. El esfuerzo me hace sudar. Sudo como una cosaca. Mis pechos y mi espalda están empapados, el pelo de mi flequillo se me pega a la cara pero prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a torcer.
Para bruta y autosuficiente, ¡yo!
Tras un esfuerzo terrible en el que pienso que me va a dar un patatús, consigo quitar la rueda pinchada. Me pringo toda de grasa, pero la cosa ya no tiene remedio. Cuando estoy a punto de gritar de frustración, siento que Joe me agarra por la cintura.
—Vale, ya me has demostrado que tú solita sabes hacerlo —me dice con voz suave—. Ahora, por favor, ve a la sombra, yo terminaré de poner la rueda.
Quiero decirle que no. Pero tengo tanto… tanto… tanto calor que o voy bajo el árbol o estoy segura de que me voy a desmayar.
Diez minutos después, Joe arranca el coche, le da la vuelta y se acerca a mí marcha atrás.
—Vamos… monta.
Enfurruñada, hago lo que me pide.
Estoy sucia, furiosa y sedienta. Él está igual aunque reconozco que su humor es mejor que el mío. Conduce con cuidado por el puñetero camino y sale a la autopista. Cuando ve una gasolinera grande para, me mira y pregunta:
—¿Quieres beber algo fresquito?
—No… —Al ver cómo me mira, gruño—: Pues claro que quiero beber algo. Me muero de sed, ¿no lo ves?
—¿Se puede saber qué te pasa ahora?
—Me pasa que eres un amargado. Eso es lo que me pasa.
—¡¿Cómo?! —pregunta, sorprendido.
—Pero ¿de verdad crees que, por pinchar una rueda y manchar la ropa de grasa, el bonito día se puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco sentido del humor y de la aventura que tienes. Alemán tenías que ser.
Va a responder algo pero se calla. Resopla, baja del coche y entra en la gasolinera. Entonces veo a mi lado un lavado de coches manual y no lo pienso. Arranco el coche, pongo el vehículo en paralelo, meto tres euros en la maquinita y la manguera de agua comienza a funcionar. Lo primero que hago es mojarme las manos y quitarme la grasa que la rueda ha dejado en ellas y es tanto el calor que siento que me suelto la coleta y, sin importarme quién me mire, meto la cabeza bajo el chorro. ¡Oh, qué frescura! ¡Qué gusto!
Cuando me he refrescado la cabeza, vuelvo a ver la vida de mil colores. Joe sale de la gasolinera con dos botellas grandes de agua y una Coca-Cola y se acerca a mí, sorprendido.
—Pero ¿qué estás haciendo?
—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y, sin previo aviso, giro el chorro hacia él y lo mojo mientras me río a carcajadas.
Su cara es un poema.
La gente nos mira y yo ya me estoy arrepintiendo de lo que acabo de hacer. ¡Madre, qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía me va a dar disgustos y creo que en décimas de segundos llegará el primero. Pero, sorprendiéndome, Joe suelta las botellas de agua y la Coca-Cola en el suelo y se acerca más hacia mí.
—Muy bien, nena, ¡tú lo has querido!
Corre hacia mí, me quita la manguera y me empapa entera. Yo grito, me río y corro alrededor del coche mientras él disfruta con lo que hace. Durante varios minutos nos empapamos mutuamente y nuestra furia se va con el barro y la suciedad. La gente nos mira divertida al pasar por nuestro lado mientras nosotros, como dos tontos, seguimos mojándonos y riéndonos a carcajadas.
Cuando el agua se corta de pronto porque los tres euros se han acabado, yo estoy empapada contra la puerta del coche. Joe suelta la manguera y se pega a mi cuerpo antes de besarme. Me devora la boca con auténtica pasión y me pone la carne de gallina.
—Algo tan inesperado como tú está dando emoción a un amargado alemán.
—¿De verdad? —murmuro como una boba.
Joe asiente y me besa.
—¿Dónde has estado toda mi vida?
¡Momentazo! Momentazo de película. Me siento la heroína. Soy Julia Roberts en Pretty Woman. Baby en A tres metros sobre el cielo. Nunca nadie me ha dicho nada tan bonito en un momento tan perfecto.
Tras un montón de besos ardientes, decidimos marcharnos. Estamos empapados y ponemos unas toallas en los asientos de cuero del coche. Joe vuelve a darme las llaves del Lotus.
—Sigamos con la aventura —murmura.
Entre risas, llegamos hasta Sitges. Allí aparcamos el coche y no me sorprendo cuando, tras guardar las llaves en mi bandolera, Joe reclama mi mano. Se la entrego y juntos caminamos por las calles de aquella bonita localidad como una pareja más.
El calor seca nuestras ropas y me lleva hasta un precioso restaurante donde comemos mientras observamos el mar. Nuestra charla es fluida o, mejor dicho, mi charla es fluida. No paro de hablar y él sonríe. Pocas veces lo he visto así. En ese momento, ni él es mi jefe ni yo su secretaria. Simplemente somos una pareja que disfruta de un momento precioso.
Por la tarde, sobre las seis, decidimos darnos un baño en la playa. Nada más entrar en el agua, Joe me coge en sus brazos y camina conmigo hacia el interior hasta que me suelta y bebo un buen trago de agua. ¡Joder, qué mala está! Dispuesta a hacerle pagar su fechoría, meto una pierna entre las suyas y, cuando no se lo espera, la ahogadilla se la hago yo. Eso lo sorprende, así que intento escapar de él, pero me coge de nuevo y me sumerge en el mar.
Pasamos un rato divertido en el agua y, cuando salimos, nos tiramos sobre nuestras toallas en la arena y nos secamos al sol en silencio. La morriña se apodera de mí y estoy a punto de dejarme llevar por Morfeo cuando Joe se levanta y me propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo. Recogemos nuestras cosas y nos acercamos a un chiringuito.
Joe va a pedir las bebidas mientras yo me siento a una mesita y me suena el teléfono. Mi hermana. Pienso si cogerlo o no, pero al final decido que no y corto la llamada. Vuelve a sonar y finalmente claudico.
—Dime, pesada.
—¿Pesada? ¿Cómo que pesada? Te he llamado mil veces, descastada.
Sonrío. No me ha llamado cuchufleta. Está cabreada. Mi hermana es un caso, pero como no estoy dispuesta a estar tres horas hablando con ella, le pregunto:
—¿Qué pasa, Raquel?
—¿Por qué no me llamas?
—Porque estoy muy liada. ¿Qué quieres? —pregunto mientras observo a Joe pedir las bebidas y luego teclear algo en su móvil.
—Hablar contigo, cuchuuuuuuu.
—Raquel, cariño, ¿qué te parece si te llamo más tarde? Ahora no puedo hablar.
Oigo su resoplido.
—Vale, pero llámame, ¿de acuerdo?
—Besossssssssss.
Corto la comunicación y cierro los ojos. La brisa del mar me da en la cara y estoy feliz. El día está siendo maravilloso y no quiero que acabe nunca. El móvil suena otra vez y, convencida de que es mi hermana, respondo:
—Pero mira que eres pesadita, Raquel, ¿qué narices quieres?
—Hola, guapísima, siento decirte que no soy la pesadita de Raquel.
Inmediatamente me doy cuenta de que es Fernando, el hijo del Bicharrón. Cambio mi tono de voz y suelto una carcajada.
—¡Ostras, Fernando, perdona! Acababa de colgar a mi hermana y ya sabes lo pesadita que es…
Oigo cómo sonríe.
—¿Dónde estás? —me pregunta.
—En este momento en Sitges, Barcelona.
—¿Y qué haces allí?
—Trabajando.
—¿Hoy sábado?
—Nooooooooo… hoy no. Hoy disfruto del sol y la playa.
—¿Con quién estás?
Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé qué responder.
—Con gente de mi empresa —digo finalmente.
Joe se acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con mucho hielo y una cerveza sobre su superficie y se sienta a mi lado.
—¿Cuándo vienes a Jerez? Ya estoy esperándote.
—Dentro de unos días.
—¿Tanto vas a tardar?
—Me temo que sí.
—Joder —maldice.
Incómoda por cómo Joe me observa y escucha la conversación respondo:
—Tú pásalo bien. Ya sabes que por mí no tienes que guardar luto.
Fernando resopla. Mis palabras no le han gustado y añade:
—Lo pasaré bien cuando tú llegues. Ya sabes que unas vacaciones sin mi jerezana preferida me saben a poco.
Me río. Joe me mira.
—Anda… no seas tonto, Fernando. Tú pásalo bien y cuando llegue a Jerez te doy un toque y nos vemos, ¿de acuerdo?
Tras despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre la mesa y cojo la Coca-Cola. Estoy sedienta. Durante unos segundos, Joe mira cómo bebo.
—¿Quién es Fernando?
Dejo el vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de la cara.
—Un amigo de Jerez. Quería saber cuándo voy a ir.
De pronto me doy cuenta de que le estoy dando explicaciones. ¿Qué hago? ¿Por qué se las doy?
—¿Un amigo… muy amigo? —insiste.
Sonrío al pensar en Fernando.
—Dejémoslo en amigo.
El maravilloso hombre que está a mi lado asiente y mira al horizonte.
—¿Qué pasa? ¿Que tú no tienes amigas?
—Sí… y con algunas comparto sexo. ¿Compartes sexo tú con Fernando?
Si me pudiera ver la cara, vería la cara de tonta que se me ha puesto con su pregunta.
—Alguna vez. Cuando nos apetece.
—¿Disfrutas con él?
Esa pregunta tan íntima me parece totalmente fuera de lugar.
—Sí.
—¿Tanto como conmigo?
—Es diferente. Tú eres tú y él es él.
Joe me clava su mirada, me observa… me observa y me observa.
—Haces muy bien, _____. Disfruta de tu vida y del sexo.
Tras aquello, no vuelve a preguntar sobre Fernando. Nuestra conversación continúa y el buen rollito entre nosotros prosigue.
A las siete de la tarde decidimos regresar a Barcelona. De nuevo Joe me da las llaves del Lotus y yo conduzco encantada, disfrutando del momento.
Esa noche, cuando llegamos al hotel, Joe pide que nos suban algo de cena a mi habitación y durante horas hacemos salvajemente el amor.
Monse_Jonas
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Este joe es muuuuyyy raro!!!!!!..... Pero nos gusta;!!!
chelis
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Veinte
El fin de semana pasa y el lunes tomamos un avión que nos lleva a Guipúzcoa. La actitud de Amanda hacia mí no parece haber cambiado. Está cortante y más distante, algo que con Joe no sucede. Me molesta cómo intenta que no me preste atención. Pero el tiro le sale por la culata en todo momento. Joe, en sus funciones de jefe, me busca continuamente y eso a Amanda la saca de sus casillas. Las reuniones se suceden y, tras Guipúzcoa, vamos a Asturias. Joe y yo durante el día trabajamos codo con codo como jefe y secretaria y por la noche jugamos y disfrutamos. Él lleva el morbo como algo innato y cada vez que estamos solos me vuelve loca con lo que me hace fantasear y con su manera de tocarme y poseerme. Le encanta mirarme mientras me masturbo con el vibrador que él me regaló, capricho que yo le concedo gustosa. Es tal la lujuria que me hace sentir que deseo volver a repetir lo de ir a un bar de intercambio de parejas y vivir lo que me hizo vivir. Cuando se lo confieso, ríe a carcajadas y, cuando me penetra, fantasea con que otro hombre me posea mientras él mira, cosa que me vuelve loca.
El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos directos a la reunión. Por el camino, Joe habla con una tal Marta por teléfono y se cabrea. El día se tuerce y termina discutiendo por la falta de profesionalidad del jefe de la delegación. No tiene preparado nada de lo que necesita y Joe se lo toma muy mal. Intento mediar para que el ambiente se relaje, pero al final salgo escaldada y Joe, mi jefe, me pide de malos modos que me calle.
En el viaje de vuelta, el humor de Joe es siniestro. Amanda me mira con gesto de superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando llegamos al hotel, Joe le pide a Amanda que baje del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella lo hace y, cuando cierra la puerta, Joe me mira con un gesto que me hace trizas.
—Que sea la última vez que hablas en una reunión sin que yo te lo pida.
Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me moleste su regañina, le quiero pedir disculpas, pero me interrumpe:
—Al final va a tener razón Amanda. Tu presencia no es necesaria.
El hecho de que mencione a esa mujer y de saber que le habla de mí me encoleriza.
—A mí lo que te diga esa imbécil me importa un pimiento.
—Pero quizá a mí no —gruñe.
Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara. Suena su teléfono. Joe lo mira y corta la llamada. Y, en un intento de suavizar el momento, murmuro:
—Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?
Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura mirada.
—Buenas noches, _____. Hasta mañana.
Lo miro, sorprendida. ¿Me está echando?
Con la dignidad que me queda, abro la puerta del coche y salgo. Amanda espera a escasos metros y prefiero no mirarla cuando paso junto a ella o la arrastraré de los pelos. Me voy directa a mi habitación.
A la mañana siguiente, jueves, cuando el despertador suena a las siete y veinte protesto. Quiero dormir más.
Entre gruñidos, me levanto de la cama y camino hacia la ducha. Necesito el frescor del agua en mi cuerpo para despertarme.
Bajo el agua, recuerdo que es jueves y eso me alegra. Joe y yo pronto tendremos el fin de semana para estar juntos. ¡Bien!
Cuando regreso al dormitorio envuelta en una esponjosa toalla color hueso que huele de maravilla, miro mi mesilla.
—¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.
Me río divertida.
Sobre unos pañuelos de papel, está el vibrador con forma de pintalabios que utilicé anoche para relajarme. El regalito de Joe. Lo cojo entre mis manos y suspiro mientras recuerdo la explosión de placer que sentí cuando jugaba con él.
Feliz de buena mañana, cojo el vibrador y regreso al baño. Lo lavo y finalmente lo meto en mi bolso. Ya no se me olvida. El maquinote y yo, juntos hasta la muerte. Abro la maleta y saco unas bragas. Me las pongo y pienso que tengo que pedirle a Joe las que me quitó o me quedaré sin suministros. Mi enfado ha desaparecido. Estoy segura de que el de él también y que tendremos un maravilloso día por delante.
Miro el armario y me pongo un traje azulón con falda y una camisa abierta. Hoy quiero estar sexy para que desee regresar pronto al hotel.
A las ocho, alguien llama a la puerta de mi habitación y, dos segundos después, una camarera muy amable deja un bonito carrito con el desayuno y se marcha.
Cuando levanto las tapas salto de felicidad al ver la cantidad de bollos que tengo ante mí. Cojo una silla y me siento. Bebo un poco de zumo de naranja. ¡Hummm, qué rico! Me preparo un café y disfruto con un minipepito. Luego una napolitana y cuando voy a atacar un donut, me paro y consigo vencer la tentación. Demasiados bollos.
El móvil suena. He recibido un mensaje. Joe. «8.30 en recepción».
¡Qué explícito!
Ni un simple «Buenos días, pequeña», «____» o como quiera.
Pero sin tiempo que perder y ansiosa por verlo de nuevo, cojo mi maletín. Meto el portátil y los documentos del día anterior y lo cierro. Hoy vamos a otra delegación de Asturias y sólo espero que el día se dé mejor que el anterior.
Al llegar a recepción veo a Joe apoyado en una mesa. Está impresionante con su traje gris claro y su camisa blanca. Veo que aún tiene su bonito pelo algo mojado por la ducha y me estremezco. Me hubiera encantado ducharme con él.
Dos mujeres que pasan por su lado se vuelven para mirarlo. Normal. Es un bombón de tío. Cuando pasan por mi lado observo sus caras y cómo cuchichean. Imagino sobre lo que hablan. Con decisión, camino hacia él subida a mis tacones y repaso su ancha espalda mientras lo veo leer con concentración el periódico. Cuando llego a su altura lo saludo con voz melosa:
—¡Buenos días!
Joe no me mira.
—Buenos días, señorita Flores.
Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con los puñeteros apellidos?
No esperaba que me cogiera entre sus brazos y me sonriera en plan novio. Pero hombre, algo más de cordialidad tras una noche separados, pues sí.
Su indiferencia me desconcierta.
¿Por qué no me mira?
Pero no dispuesta a comenzar el juego del gato y el ratón me quedo a su lado a la espera de que decida que nos vayamos. Echo una ojeada al reloj. Las ocho y media. Miro la entrada del hotel y veo la limusina esperando. ¿Por qué no nos vamos? Joe omite mi presencia y sigue leyendo el periódico con la mandíbula tensa. ¿Todavía está enfadado? Quiero preguntarle, pero no quiero ser yo la que dé el primer paso.
No me muevo. No resoplo. Seguro que está esperando alguno de mis movimientos para comenzar con sus agrias palabras.
La gente, el noventa por cierto ejecutivos como nosotros, pasa por nuestro lado. Las nueve menos veinticinco. Me sorprende que aún estemos allí. Joe es un maniático con la puntualidad. Las nueve menos veinte. Sigue tan pancho, sin importarle que yo esté allí plantada junto a él como un pasmarote, cuando oigo unos tacones acelerados. Amanda, con un traje chaqueta y falda blanca, se acerca a nosotros.
No me mira. Sólo tiene ojos para Joe, al que se dirige en alemán:
—Disculpa el retraso, Joe. Un problema con mi ropa.
Observo que él sonríe.
La mira.
La repasa de arriba abajo con su azulada mirada.
—No te preocupes, Amanda. El retraso ha merecido la pena. ¿Has dormido bien?
Ella sonríe.
—Sí —responde, sin importarle mi cercanía—. Algo he dormido.
¿«Algo he dormido»?
¿Ha dicho «Algo he dormido»? Pero bueno, ¿qué me están dando a entender esos idiotas?
Ella sonríe como un loro tras una noche de botellón y le toca la cintura. Esa familiaridad me incomoda. Me repele mientras sus sonrisas me dan a entender muchas cosas.
Respiro con dificultad, al ser consciente de lo que ha ocurrido entre esos dos y quiero gritar y patalear. De pronto, Joe le planta la mano en la espalda a Amanda y, tocándole fugazmente la cintura, dice:
—Vamos, el chófer nos espera.
Y, sin mirarme, comienza a caminar con esa mujer a su lado, mientras pasa de mí.
Los observo y me quedo petrificada.
No sé qué hacer. Unos incontrolables celos que hasta el momento nunca había sentido se instalan en mi estómago y deseo coger el precioso jarrón que hay en la mesa y plantárselo en toda la cabeza a él.
El corazón me late a mil. Su latido es tan fuerte que creo que toda la recepción lo puede oír. Aquello me humilla, me fastidia y él ni se inmuta.
¡Imbécil!
El enfado de Joe continúa y yo no entiendo por qué. Pero no. Eso no lo voy a consentir. Joe no me conoce y a mí nadie me chulea.
Comienzo a caminar tras ellos.
Si ese idiota alemán se cree que voy a montar un numerito, lo lleva claro. Menuda soy yo. Cuando llegamos a la limusina, el chófer abre la puerta. Entra Amanda, entra él y, cuando voy a entrar yo, Joe me hace un gesto con la mano.
—Señorita Flores, siéntese en la cabina delantera con el chófer, por favor.
¡Zas! Menudo guantazo con toda la mano abierta que me acaba de dar delante de Amanda.
Pero, sorprendentemente, sonrío con frialdad y digo:
—Como usted ordene, señor Zimmerman.
Con mi máscara de indiferencia, me siento junto al chófer. ¡Vaya cabreo monumental que tengo! Durante unos segundos, los oigo hablar y reír detrás de mí hasta que un ruido metálico suena en mi oreja. Con el rabillo del ojo veo cómo un cristal opaco divide la parte de atrás de la delantera.
Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.
Ese juego no me gusta y no entiendo por qué tiene que hacerlo delante de mí. Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas de mis manos cuando oigo que el chófer me pregunta:
—¿Quiere escuchar música, señorita?
Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar. Me pongo mis gafas de sol y escondo la mirada. De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi lamento y siento unas terribles ganas de llorar.
Los ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por salir. Pero no. Yo no lloro. Me trago mis lágrimas e intento disfrutar de la canción y del viaje. Incluso tarareo.
Durante los tres cuartos de hora que dura el viaje. Mi mente trabaja a toda velocidad. ¿Qué harán atrás aquellos dos? ¿Por qué Joe me ha pedido que me siente delante? ¿Por qué sigue enfadado conmigo? Cuando el coche se detiene, me bajo sin necesidad de que el chófer me abra la puerta. Eso que se lo haga a ellos. A los señoritingos.
Al bajarme, sonrío al ver a Santiago Ramos. Él es el secretario de esa delegación y entre nosotros siempre hubo feeling. Pero feeling del bueno. Del decente. El chófer abre la puerta y salen Joe y Amanda. No los miro. Sólo miro al frente con mis gafas de sol puestas.
Joe saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la delegación, y a su junta directiva. Les presenta a Amanda y luego me presenta a mí. Con profesionalidad, estrecho las manos de todos ellos para después seguirlos hasta una sala. Pero esta vez, en vez de ir detrás de Joe y Amanda, me retraso para saludar a Santiago. Nos damos dos besos y entramos charlando.
Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas nos ofrecen café. Lo acepto gustosa. Necesito café. Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la distancia con Joe y la charla con Santiago me comienza a tranquilizar. En ese momento, veo de reojo que Joe se gira. Es sólo un instante, pero sé que me ha mirado. Me ha buscado.
Santiago y yo seguimos hablando y nos reímos mientras me cuenta cosas de su niña. Es todo un padrazo y eso me emociona. Diez minutos después, todos pasamos a la sala de reuniones, tomamos posiciones y, como siempre, Joe preside la mesa. Amanda se sienta a su derecha y yo intento colocarme en un segundo plano. No quiero ni mirarlo. No me apetece.
—Señorita Flores —oigo que me llama mi jefe.
Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta él con profesionalidad.
Su perfume entra por mis fosas nasales y provoca en mí mil sensaciones, mil emociones. Pero consigo no cambiar mi gesto.
—Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente a mí.
Lo mato… lo mato y lo mato.
No quiero mirarlo ni que me mire.
Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo mi portátil y me siento donde él me indica. Al otro lado de la mesa, frente a él.
La reunión comienza y estoy atenta a todo lo que hablan. Ni lo miro ni creo que él tampoco me mire. Tengo el portátil abierto ante mí y temo recibir alguno de sus correos. Por suerte, no llega ninguno. A la una, la reunión se interrumpe. Es hora de comer. El jefe de la delegación ha reservado mesa en un hotel cercano para comer y Santiago me propone ir en su coche. Acepto.
Sin mirar a mi particular Iceman que está junto a Amanda, paso junto a él cuando oigo que me llama. Le pido a Santiago que me dé un segundo y me acerco a mi jefe.
—¿Adónde va, señorita Flores?
—Al restaurante, señor Zimmerman.
Joe mira a Santiago.
—Puede venir en la limusina con nosotros.
Bien. Ahora, el cabreado es él.
¡Que le den!
Amanda nos mira. No nos entiende. Hablamos en español, cosa que creo que la mosquea.
—Gracias, señor Zimmerman, pero si no le importa, iré con Santiago.
—Me importa —responde.
No hay nadie a nuestro alrededor. Nadie nos puede escuchar.
—Peor para usted, señor.
Me doy la vuelta y me marcho.
¡Olé, la furia española!
España 1–Alemania 0.
Sé que acabo de cometer la mayor imprudencia que una secretaria pueda hacer. Y aún mayor tratándose de Joe. Pero lo necesitaba. Necesitaba hacerlo sentir como me siento yo.
Sin importarme las consecuencias, entre ellas el despido seguro, camino hacia Santiago y lo agarro del brazo con familiaridad. Nos montamos en su Opel Corsa y nos dirigimos hacia el restaurante mientras comienzo a calcular el paro que me va a quedar. De ésta me despiden fijo.
Cuando llego al establecimiento, corro con Santiago a tomarme varias Coca-Colas.
¡Oh, Dios! Cómo me gusta sentir sus burbujitas en mi boca.
Pero hasta las burbujas se deshinchan cuando veo entrar a Joe seguido de Amanda y los jefazos. Mira hacia donde estoy y puedo percibir su enfado. Los directivos entran en el comedor y rápidamente toman posiciones. Joe hace ademán de sentarse, pero entonces se excusa de sus acompañantes y me hace una señal con la mano. Santiago y yo lo vemos y no me puedo negar a ir.
Doy un nuevo trago a mi Coca-Cola, la dejo sobre la barra y me acerco a él.
—Dígame, señor Zimmerman. ¿Qué quiere?
Joe baja la voz y, sin cambiar su gesto, pregunta:
—¿Qué estás haciendo, _____?
Sorprendida, porque vuelvo a ser «_____» respondo:
—Tomarme una Coca-Cola. Por cierto, Zero, que engorda menos.
Mi contestación y mi chulería lo desesperan. Lo sé y eso me gusta.
—¿Por qué estás haciéndome enfadar todo el rato? —inquiere, desconcertándome.
¡Tendrá poca vergüenza…!
—¡¿Yo?! —le susurro—. Tendrás cara…
Su mirada es tensa. Dura y desafiante.
Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy no quiero entenderlas. Me niego.
—Pasad al comedor —me dice, antes de darse la vuelta—. Vamos a comer.
Cuando Santiago y yo llegamos al comedor, nos sentamos a la otra punta de la mesa. Suena mi móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de ella otra vez, no me apetece escuchar sus lamentaciones. Más tarde la llamaré. La comida está exquisita y continúo mi charla con mi amigo.
En un par de ocasiones miro hacia mi jefe y veo que sonríe a Amanda. Mi cabreo vuelve a crecer. Pero cuando sus ojos se cruzan con los míos, ardo. Me caliento. Su mirada de Iceman consigue que todas mis terminaciones nerviosas se muevan al mismo tiempo y toda yo me incendie.
A las cuatro y media regresamos a la sede. Yo, por supuesto, vuelvo en el coche de Santiago. La reunión se reemprende y acaba cerca de las siete de la tarde. ¡Estoy agotada!
Monse_Jonas
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Joe....
Gracias por sus comentarios chicas xD
Gracias por sus comentarios chicas xD
Monse_Jonas
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Ahhh pero que le pasa a Joe?!
Como la trata así?,
No se lo merece!?
Síguela! Sube otro capítulo!!
Como la trata así?,
No se lo merece!?
Síguela! Sube otro capítulo!!
aranzhitha
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Aaaaaaaaahhhhh!!!!!!...... Pero ahora que le pasa a joe!!????
chelis
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Capitulo Veintiuno
Cuando todo acaba, Amanda, Joe y yos nos dirigimos hacia la limusina que nos espera y sin darle tiempo a Joe para que vuelva a humillarme, me siento directamente junto al chófer. Para chula, ¡yo!
Los oigo hablar. Incluso oigo cómo Amanda cuchichea y ríe como una gallina. Oigo lo que hablan y me enfurezco. No quiero hacerlo. Sólo hay que mirar a Amanda para saber qué es lo que busca. ¡Perra!
Espero que dividan los ambientes en la limusina, pero esta vez Joe no lo hace. Desea que me entere de todo lo que dice. Habla en alemán y oírlo me agita. Me provoca.
Al llegar al hotel, la limusina se detiene. Abro mi puerta y desciendo.
Deseo con todas mis fuerzas perder de vista a Joe y a esa imbécil, pero espero educadamente a que mi jefe y su acompañante bajen del coche. Después me despido y me marcho.
Casi corro hasta el ascensor y cuando se cierran las puertas, suspiro aliviada. ¡Sola!
El día ha sido horroroso y quiero desaparecer. Cuando llego a la suite tiro el maletín sobre el bonito sofá. Enciendo el hilo musical. Me suelto el pelo, me quito la chaqueta del traje y me saco la camisa de la falda. Necesito una ducha.
Entonces suenan unos golpes en la puerta. Mi mente intuye que es él. Miro a mi alrededor. No tengo escapatoria a no ser que me lance desde el ático del hotel y muera aplastada en pleno paseo. ¡Qué disgustazo para mi pobre padre! ¡Ni hablar!
Decido ignorar las llamadas. No quiero abrir, pero insiste.
Cansada, abro finalmente la puerta y mi cara de sorpresa es mayúscula cuando veo que es Amanda quien está ante mi puerta. Me mira de arriba abajo.
—¿Puedo pasar?—me pregunta en alemán.
—Por supuesto, señorita Fisher —respondo, también en su idioma.
La mujer entra. Cierro la puerta y me doy la vuelta.
—¿Vas a quedarte el fin de semana, como hiciste en Barcelona? —me pregunta, antes de que yo pueda decirle nada.
Hago lo que suele hacer Joe. Tuerzo el gesto. Pienso… pienso y pienso y finalmente respondo:
—Sí.
Mi contestación le molesta. Se pasa la mano por el pelo y pone los brazos en jarras.
—Si tu intención es estar con él, olvídalo. Él estará conmigo.
Arrugo el entrecejo, como si me hablara en chino y no comprendiera nada.
—¿De qué está hablando, señorita Fisher?
—Tú y yo sabemos muy bien de lo que hablamos. No te hagas la tonta. No eres la pobretona española que ve en Joe un filón, ¿verdad?
Me quedo boquiabierta por lo que acaba de decirme. Pestañeo, y dejo salir a la macarra que llevo dentro.
—Mira, guapa, te estás confundiendo conmigo. Y si sigues por ese camino vas a tener un problema, porque yo no soy de las que se callan ni se amilanan. Por lo tanto, cuidadito con lo que dices, no te vaya a tener que sobar los morros una pobretona española.
Amanda se aleja un paso de mí. Mi advertencia ha debido de sonarle verosímil.
—Creo que lo más inteligente por tu parte es que te alejes de él —añade—. Yo me encargaré de todo lo que Joe necesite. Lo conozco muy bien y sé cómo satisfacer sus deseos.
Aprieto los puños. Tanto, que me clavo las uñas en ellos. Pero soy consciente de que no puedo actuar como deseo. Así pues, cuento hasta veinte, porque hasta diez no me vale, me dirijo hacia la puerta y la abro.
—Amanda —le digo, con toda la amabilidad de la que soy capaz—, sal de mi habitación porque, como sigas aquí, algo muy feo va a pasar.
Cuando se va, doy un portazo mientras por mi boca sale de todo, menos bonita. Me quito los tacones y los lanzo con furia contra el sofá. ¡Maldito sea!
Mi indignación me enloquece. Joe me ha estado utilizando para dar celos a aquella muñeca hinchable. Maldigo y doy un zapatazo al caro sillón. ¿Cómo he sido tan tonta? Sin querer pensar en nada más, saco mi portátil cuando mi móvil suena. He recibido un mensaje. Joe. «Ven a mi habitación.»
Leer eso me cabrea más. Siempre me he considerado una muñeca entre sus brazos, pero en ese momento me doy cuenta de que soy una muñeca tonta. Tecleo con rabia: «Vete a la mierda».
La contestación no se hace esperar.
Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de una puerta al abrirse y ante mí aparece Joe, descamisado, con cara de mala leche y una tarjeta en la mano. Sin hablar llega hasta donde estoy sentada. Tira la tarjeta con la que ha abierto la puerta, me coge del brazo, me levanta y me besa. Me besa con tanta profundidad que noto su lengua llegar hasta mi campanilla. Intento no responderle. Me niego. Pero mi cuerpo me traiciona. Lo desea. Es incontrolable. E instantes después soy yo la que lo besa a él en busca de más.
Con premura lleva sus manos hasta el botón trasero de mi falda y noto que chocamos contra la pared. Sin tacones soy muy pequeña a su lado. Eso siempre me ha gustado, igual que a él le gusta sentir su superioridad. Con su pierna separa las mías, mientras una de sus manos se mete por debajo de mi camisa y se desliza por mi vientre. Cierro los ojos y me dejo llevar. Le permito seguir. Sin quitarme la falda, su mano continúa su camino hasta que consigue meterla por dentro de mis bragas y me hurga hasta llegar al clítoris. Me estimula. Me excita.
Con sus dedos, su experiencia y mi humedad latente, me masajea y lo aviva. Mi clítoris se hincha y yo gimo. Jadeo. Enloquezco y me restriego contra él ante lo que siento por aquella invasión cuando, con su mano libre, me da un azotito. Me excita todavía más. Me vuelve loca e instantes después se desabrocha el pantalón, saca la mano de mi vagina y tira de mí hasta llevarme al centro del salón. Clava sus ojos en los míos y murmura mientras acerca su boca a la mía.
—Pequeña, no tienes ni idea de cuánto te deseo.
Me baja la cremallera de la falda y ésta cae al suelo. Se agacha, acerca su nariz hasta mis bragas y las aspira. Da un pequeño mordisquito sobre mi monte de Venus y yo jadeo. Sus posesivas manos me tocan y me acarician. Suben por mis piernas y agarra el borde de mis braguitas. Me las quita. Estoy de nuevo desnuda de cintura para abajo ante él y no digo nada. No rechisto. Me dejo hacer mientras él me activa, me posee y me enloquece.
Se levanta del suelo. Me empuja hacia el respaldo del sofá, me da la vuelta y me recuesta sobre él. Mis brazos y mi cabeza caen, mientras mi trasero queda expuesto enteramente para él. Durante unos segundos disfruto de los mordisquitos que me da en las nalgas y noto sus manos invasoras sobre mí. De nuevo un azote. Esta vez más fuerte. Pica. Pero el picor lo suaviza cuando siento que se aprieta contra mí y su duro y castigador pene me avisa de que me va a hacer suya.
Me abre las piernas, mientras con una de sus manos aprisiona mis riñones sobre el respaldo del sofá para que no me mueva. Con la otra mano coge su duro pene y lo pasea desde mi caliente vagina hasta mi orificio anal y viceversa. Juguetea entre mis hendiduras, empapándome más.
—Te voy a follar, ____. Hoy me has vuelto loco y te voy a follar tal y como llevo todo el día pensando hacerlo.
Oírlo decir aquello me sofoca.
Me azuza todos los sentidos y me gusta.
Noto que arqueo mi trasero dispuesta a recibirlo. Me siento como una perra en celo en busca de mi alivio. Joe deja caer su cuerpo sobre mí. Muerde mi hombro, después mis costillas y yo me retuerzo. Estoy empapada, lista y húmeda para recibirlo. Mi cuerpo le implora. Me penetra de una estocada y exige:
—Necesito escuchar tus gemidos. ¡Ya!
Sin poder evitarlo, un jadeo ruidoso sale de mi boca.
Su orden me aguijonea.
Sus manos exigentes me agarran por la cintura y me aprieta contra él hasta que me tiene totalmente empalada. Grito. Me retuerzo. Voy a explotar. Sale de mí unos centímetros pero vuelve a entrar una y otra vez, colmándome de una serie de movimientos duros y potentes que vuelven a hacerme chillar. Siento sus testículos chocar contra mi vagina a cada movimiento y, cuando su dedo toca mi hinchado clítoris y tira de él, chillo. Chillo de placer.
A cada acometida siento que me rompe. Me incita y yo me abro más para que me siga desgarrando y me haga totalmente suya. Lo hacemos sin preservativo y sentir el tacto suave y rugoso de su piel fomenta mi perversión. La dureza de sus palabras y su ímpetu por follarme me enloquecen de una manera bárbara.
Mi vagina se contrae a cada embestida y noto cómo lo succiona. Lo atrapa. Lo alborota. Oigo su respiración agitada en mi oreja y los calientes sonidos de nuestros cuerpos al chocar, una y otra vez… una y otra vez… Son adictivos.
Calor.
Tengo mucho calor.
Un ardor me sube por los pies asolando mi cuerpo. Cuando llega a mi cabeza explota y con él exploto yo. Grito. Me retuerzo y convulsiono mientras noto que por mi pierna chorrean mis fluidos. Intento que me suelte. Pero Joe no lo permite. Continúa penetrándome mientras mi devastador orgasmo me enloquece y lo hace enloquecer.
Mi cuerpo, roto de placer, se arquea y, tras una potente embestida que me empotra más en el respaldo del sillón, Joe sale de mi interior, noto que apoya su cabeza sobre mi espalda y después de un gruñido fuerte y varonil noto que algo riega mi trasero. Se corre sobre mí.
Durante unos segundos, los dos permanecemos en aquella posición. Él sobre mí. Sobre mi espalda. Nuestros corazones acelerados necesitan regresar a su ritmo normal antes de hablar, mientras que en el hilo musical de la habitación suena La chica de Ipanema.
Cuando Joe se incorpora y me deja vía libre, hago lo mismo.
Vestida sólo con la camisa, lo miro y él sonríe satisfecho mientras se abrocha el pantalón. Lo que acabamos de practicar es sexo exigente y duro y eso le gusta. Lo sé. La sangre me hierve. Estoy indignada. Sin poder controlarlo, la mano se me escapa y le doy un sonoro bofetón.
—Sal de aquí —le exijo—. Es mi habitación.
No habla. Sólo me mira.
Sus ojos, que momentos antes sonreían, ahora están fríos. Iceman ha vuelto y en su peor versión. Incapaz de permanecer callada ante él por lo que acabo de hacer, grito:
—¿Quién te has creído que eres para entrar en mi habitación?
No contesta y yo vuelvo a gritar:
—¿Quién te crees que eres para tratarme así? Creo… creo que te has equivocado conmigo. Yo no soy tu puta…
—¿¡Cómo dices!?
—Lo que has oído, Joe —insisto mientras veo el desconcierto en sus ojos—. Yo no soy tu puta para que entres y me folles siempre que te dé la gana. Para eso ya tienes a Amanda. A la maravillosa señorita Fisher, que está dispuesta a seguir haciendo por ti todo lo que tú quieras. ¿Cuándo me ibas a decir que estás liado con ella? ¿Qué pasa? ¿Ya estabas planeando un trío entre los tres sin consultarme?
No contesta.
Sólo me mira y veo furia, fuego y desconcierto en su mirada.
Su respiración se acompasa pero es profunda. Quiero que se vaya. Quiero que desaparezca de mi habitación antes de que la víbora que hay en mí termine de resurgir y acabe diciendo cosas peores. Pero Joe no se mueve. Se limita a mirarme hasta que se da la vuelta y se marcha. Cuando la puerta se cierra me llevo la mano a la boca y sin querer, ni poder remediarlo, comienzo a llorar.
Diez minutos después me ducho.
Necesito quitarme su olor de mi piel.
Y cuando salgo de la ducha tengo algo muy claro. Tengo que marcharme de allí. Abro el portátil y reservo un billete de vuelta para Madrid. A las once de la noche estoy sentada en un avión mientras repaso mentalmente la nota que le he dejado sobre mi cama y que estoy segura que leerá.
Señor Zimmerman:
Regresaré el domingo por la noche para continuar nuestro trabajo. Si me ha despedido, hágamelo saber para ahorrarme el viaje.
Atentamente, _____ Flores
Monse_Jonas
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Aaaaaaaaahhhhhh!!!!..... Muero!!!!..... Aaaaaahhhhh!!!!..... Que harán ahora?????
chelis
Re: Pídeme lo que quieras (Joe y tú) ADAPTACIÓN
Maldita Amanda!!
Ojalá que Joe la ponga en su lugar!
Síguela!
Ojalá que Joe la ponga en su lugar!
Síguela!
aranzhitha
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