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Mensaje por chelis Mar 25 Feb 2014, 5:40 pm

ya mero saber el secreto de joeeeeee!!!!!...... Sigueeeeeeeeee
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Mensaje por aranzhitha Mar 25 Feb 2014, 6:09 pm

Síguela!
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Mensaje por chelis Mar 25 Feb 2014, 6:49 pm

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Mensaje por Monse_Jonas Mar 25 Feb 2014, 10:17 pm

Capítulo Diecisiete
Condujo como flotando en una nube. Las lágrimas empañaban su visión y estaba tan conmocionada que no prestaba atención al tráfico: oía pitidos y algunas imprecaciones de otros conductores sin saber que iban dirigidos a ella. Pisaba el acelerador, deseando llegar a su casa, deseando alejarse lo más posible de Joe y de sus mentiras. Había aguantado demasiado, en sus circunstancias nadie habría soportado tanto como ella.
Y entró en la fase de la autocompasión. Lo sabía, pero no podía ni quería evitarlo.
Ahora comprendía que nunca había estado enamorada de Daniel. Pero en su momento creyó estarlo, y la desilusión que sintió al descubrir que estaba atada por los lazos de la lealtad a un hombre al que no amaba, con ser tremenda, no era nada parecido a lo que sentía ahora. Amaba a Joe. Por primera vez en su vida se había enamorado… ¿Por qué siempre tenía que buscarse a los hombres más raros, los más conflictivos?
Cuando entró en su casa soltó la pesada maleta de golpe y comenzó a dar vueltas por el salón. Sólo había estado unos días con Joe, pero bastaban para que ahora se sintiera como una extraña en su propia casa. Miró los muebles sin reconocerlos como suyos, experimentando la absurda necesidad de volver con él, a su verdadero hogar.
—Vale —dijo en voz alta para escuchar algún sonido en aquel silencio—. Volverás a ser feliz aquí. Te encanta tu casa, volverás a acostumbrarte. Pero ahora… a lo que hay que hacer.
Se secó las lágrimas que rodaban lentas y silenciosas por sus mejillas y se irguió para darse ánimos.
Luego se dirigió a la cocina para prepararse un té; necesitaba algo caliente, se dijo, y trasteó un rato.
Intentaba retrasar el momento, porque, aunque se moría de curiosidad, le daba miedo acabar la lectura y la aplazaba inconscientemente, poniéndose absurdas excusas y buscando tontas obligaciones, como llenar de azúcar el pequeño azucarero o guardar unas tazas en los armarios…
—Basta ya. Lo que tienes que hacer es acabar de leer ese maldito relato de una vez.
Fue al salón con la humeante taza de té en la mano y se sentó en el sofá. Sin permitirse más distracciones, se puso el ordenador sobre las rodillas y buscó la frase donde se había quedado.
… la nieta de Henry Roms.
Era el cambio de milenio: esas Navidades pasaríamos del siglo XX al XXI. El acontecimiento merecía una celebración, y Carla Roms decidió festejarlo por todo lo alto en su casa de Peñíscola, un enorme y elegante chalé frente al mar que su abuelo le dejaba usar en ocasiones especiales. Marga, su hermano Lucas y yo éramos los invitados estrella.
Y los únicos, como pude comprobar cuando llegué al chalé en mi descapotable con Marga y su hermano. Carla nos esperaba y nos hizo pasar a un lugar que incluso a mí, acostumbrado a los mayores lujos, me pareció espectacular. Era un salón con paredes de cristal desde donde se podía contemplar cómo el mar rompía contra las rocas más abajo, formando cintas blancas de espuma rizada.
Carla estaba preciosa, como siempre. Era de la misma edad que Marga, veintiocho años, y tenía un rostro de facciones finas y perfectas, con enormes ojos verdes, rasgados, herencia seguramente de sus antepasados centroeuropeos, y un pelo rojo natural que le llegaba a la cintura.
Ese día lo llevaba suelto y le caía sobre la espalda como una catarata.
Comimos, hablamos de las celebraciones de la noche y, sobre todo, bebimos y esnifamos algo de coca.
Luego Carla dijo que teníamos que estar frescos y descansados para la fiesta de la noche y nos mandó a nuestras habitaciones. «Es una orden —dijo—. Estáis en mi casa y aquí mando yo».
Así que no tuvimos más remedio que obedecer.
Mientras, Carla preparaba su fiesta sorpresa. Por eso se había deshecho de nosotros, porque quería darnos una sorpresa. Marga y yo nos acostamos, no para dormir, claro, pues estuvimos toda la tarde haciendo el amor y fumando marihuana. Lo bueno de Marga era que no tenía inhibiciones. Me llevaba ocho años y, aunque todos decían que yo era muy maduro para mi edad, ella me ganaba de calle, sobre todo en el aspecto sexual.
«Esta noche vas a aprender muchas cosas —me dijo—. Carla y yo hemos planeado juntas la sorpresa… Ya verás, estoy deseando ver la cara que pones». Hice el amor con Marga, pero pensaba en Carla todo el tiempo. Si cerraba los ojos, como eran del mismo peso y estatura, podía imaginarme que estaba con la otra y me corría antes.
_____ alzó la cabeza, desconcertada por la forma de escribir de Joe. No parecía él, la persona que hablaba en ese relato era un niñato mimado e inmoral. ¿Había cambiado o seguía siendo así? El Joe que a ella la había conquistado no era así, pero ya no podía estar segura de conocerlo, pues sólo sabía de él lo que él había querido contarle, que no era mucho. Su entendimiento se basaba en el sexo. Fuera de eso, Joe era un completo desconocido para ella, y ahora lo estaba comprobando.
Volvió a sentir la tentación de aplazar la lectura. ¿Y si lo dejaba para más tarde? Se le estaban quitando las ganas de seguir leyendo, no quería descubrir que Joe era una especie de indeseable, que era lo que daban a entender esas páginas, más que por el contenido, por el tono en que estaban escritas.
Pero la curiosidad se impuso y continuó:
Cuando bajamos ya había algunos invitados, toda gente guapa y de buena familia. Algunos ya estaban colocados y otros se dedicaban a ello con ahínco: el alcohol y la coca eran los reyes de la fiesta, a la que yo me uní con un entusiasmo digno de mejor causa. Pero así era yo, quería probarlo todo, experimentarlo todo, y me sentía feliz de tener unos amigos tan sofisticados.
La coca y los cubatas obran milagros, y yo ya iba bastante colocado, así que en poco tiempo estaba que no sabía si entrábamos en el siglo XXI o en el año 1000. Marga no se separaba de mí.
Pero yo no le hacía ni caso, porque quien me interesaba era Carla, y no la veía por ningún lado, de modo que me dediqué a buscarla, ignorando a Marga, que continuaba siguiéndome. Estaba eufórico, necesitaba descargar adrenalina y Marga, de quien a esas alturas ya pasaba sin miramientos, me aburría sobremanera. Una o dos veces la vi mirarme con rencor. No me extrañó, porque no la estaba tratando nada bien esa noche, incluso le dije que hiciera el favor de dejarme en paz. En fin, no le hacía ni puto caso, y cuando me hablaba, yo fingía que no la oía porque la música estaba muy alta.
No podía más. Dejó el ordenador sobre el sofá y se levantó para ponerse a dar vueltas como un animal enjaulado mientras se frotaba las manos. En ese momento sonó su móvil y la joven corrió a mirar quién era, porque, si se trataba de Joe, no pensaba responder. Pero no era él, sino Celia. ¡Qué inoportuna! Se sentía incapaz de hablar con nadie, y menos con ella, así que dejó que el teléfono sonara.
Luego lo desconectó, para no sufrir más interrupciones, y continuó.
De pronto Marga desapareció. Me quedé muy aliviado, porque así podría buscar a Carla con más tranquilidad, aunque sin olvidarme de las bellezas que por allí pululaban, la mayoría muy colocadas, con las que era fácil juguetear. En una de éstas, cuando estaba a punto de echar un polvo con una morena gordita cuyas carnes eran pura concupiscencia, me llamó Lucas. Yo me cabreé, porque me había cortado el rollo con mi Venus entradita en carnes, pero él insistió en que lo siguiera. Carla y Marga me tenían preparada una sorpresa, decía. Lo seguí por un pasillo que me pareció un poco siniestro, al fondo del cual había una puerta. Lucas la abrió. Cuando entré, cerró la puerta tras de mí, y me quedé allí solo, parpadeando para acostumbrar mis ojos a la extraña luz de esa habitación.
Los muros eran de piedra y no tenía ventanas. Había antorchas en soportes metálicos sujetos a la pared y diversos artilugios de tortura, como un potro medieval y una especie de plancha con anillas que supuse que serían para atar al pobre desgraciado que allí se tendiera. Al fondo estaban Marga y Carla, cada una en una esquina. Iban vestidas con corsés de cuero de los que colgaban unos ligueros a los que se sujetaban las medias de seda. Los corsés apenas les cubrían el pecho, salvo por unas pequeñas tiras rojas que dejaban al descubierto mucho más de lo que ocultaban, y no llevaban bragas, por lo que se veía asomar su vello púbico por el borde inferior del corsé. La roja melena de Carla brillaba bajo la luz de la antorcha que había sobre su cabeza.
Llevaba un látigo en la mano y lo hizo restallar contra el suelo. Yo sabía que debía ir hacia Marga, porque ella era mi pareja y porque me miraba con expectación y deseo. Pero no pude, Carla me llamaba con su pelo rojo y su generoso pecho asomando por entre las tiras rojas, como las sirenas a los marineros de Ulises. Y acudí a ella. Y allí comenzó la noche más extraña, más loca y terrorífica de mi vida.
Se tapó la boca con las manos, realmente impresionada. Los corsés que llevaban Marga y Carla eran iguales al que le prestó Celia, aquel que Joe no había querido ni ver. Y la escena era muy similar: ella estaba situada bajo una vela, y se había puesto así justo para que la luz le diera sobre el pelo, resaltando su tono rojizo. Al verla, Joe debió de evocar aquella escena que, según la última frase que había leído, no debió de dejar en él muy buenos recuerdos. ¡Qué estúpida había sido! ¡Otra vez lo había estropeado todo! Sin quererlo, le había hecho revivir un recuerdo que quería olvidar.
«De todos modos, vaya coincidencia», dijo en voz alta y le pareció oír la voz de Celia: «Esas cosas sólo te pasan a ti, siempre te vas a lo más raro». Pero en esta ocasión su hermana no tenía razón, porque algo así jamás le había pasado.
Volvió a fijar los ojos en la pantalla. Ese escrito le estaba revelando a un Joe que ella no conocía, porque, sencillamente, ya no existía. Se aferró a esa idea con todas sus fuerzas… Ése no era su Joe.
Al menos eso esperaba de todo corazón. Su Joe no podía ser así, no era así.
Respiró hondo y siguió leyendo:
Al principio Marga se quedó y participó en algunos juegos con nosotros. Pero luego, al ver que yo no me cortaba y que todas mis atenciones eran para Carla, se marchó, sospecho que muy enfadada, aunque eso no me atrevería a afirmarlo con rotundidad pues toda mi concentración estaba puesta en la mujer que se me ofrecía, que me pedía que la azotara, que la penetrara una y otra vez con artilugios que yo no había visto nunca, de perverso diseño, fabricados con el único propósito de hacer daño y, al parecer, causar placer, al menos a Carla, que gozaba sufriendo. 
Monse_Jonas
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Mensaje por Monse_Jonas Mar 25 Feb 2014, 10:18 pm

Ya casi!!!
Monse_Jonas
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Mensaje por @ntonella Miér 26 Feb 2014, 4:49 am

OMG..!!
Ya casi falta poco para saber el secreto...
Continua..
@ntonella
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Mensaje por aranzhitha Miér 26 Feb 2014, 5:15 am

Oh dios,de todos lo que nos enteramos!
Síguela!
aranzhitha
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Mensaje por chelis Miér 26 Feb 2014, 8:40 am

Aaaahhh!!!... Sigueeeeeee..... Sigueeeeee....
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Mensaje por Monse_Jonas Miér 26 Feb 2014, 10:08 pm

Capitulo Diecisiete Segunda Parte
A todo esto seguíamos bebiendo y a veces nos deteníamos para esnifar una rayita. Yo sabía que la mezcla de alcohol y cocaína empezaba a pasarme factura, pero no quería cagarla ahora que tenía a Carla a mi merced. Si ella aguantaba, también podía hacerlo yo. Iba a quedar como un idiota si le decía que paráramos porque estaba empezando a sentirme mal.
En cuanto a Marga, quizá no estuviera tan enfadada como yo creía, porque en un momento de la noche, no sabría decir cuándo, allí no teníamos relojes y ni siquiera oímos las doce campanadas que daban paso al siglo XXI… Bueno, Marga, digo, entró con una botella de champán y dos copas y nos dio de beber. Bebí, porque tenía mucha sed, pero creo que el champán me dio la puntilla. Empecé a verlo todo borroso y dejé de ser consciente de lo que hacía. Me movía como entre sombras, obedeciendo a Carla sin pensar, como un acto reflejo; cada vez me encontraba peor y varias veces estuve a punto de desmayarme, aunque me recuperaba y seguía dándole a Carla placer de esa forma extraña que a ella le gustaba.
Yo nunca le había pegado a nadie y nunca he vuelto a hacerlo después. Pero esa noche, la noche que el mundo cambió de siglo, fui un torturador, un sádico. Chupaba las heridas que le hacía a Carla y, si en ese momento ya me había recuperado de mi eyaculación anterior, la penetraba de nuevo. Si no, le metía cualquiera de los objetos que ella había reunido en la habitación para ese fin, sobre todo una especie de porra enorme y áspera que parecía ser lo que más le gustaba.
Ella se convulsionaba, gemía y gritaba horriblemente, pidiendo más. Y en uno de esos juegos, se quedó quieta, mientras yo, mareado, con la vista borrosa y sin fuerzas, la penetraba con uno de esos artilugios tirando a la vez de su preciosa melena, que para entonces ya estaba sucia y pringosa por el sudor. Me detuve, tambaleante. No podía tenerme en pie, todo me daba vueltas y creo que vomité. Luego, cuando me sentí un poco recuperado, la toqué. Pero no se movía; la sacudí, y siguió sin moverse. Entonces hice un enorme esfuerzo por prestar más atención, porque la cabeza me daba vueltas y ya ni veía. Todo sucedía ante mí como si yo fuera un mero espectador, como si contemplara los fotogramas de una película, ajeno a las escenas que se desarrollaban ante mis ojos, distante, como si no fuera yo el protagonista…
Intenté concentrarme, pero no pude. Sólo recuerdo que esa persona que debía de ser yo, pero que estaba fuera de sí, logró al fin fijar la atención en el rostro de ese cuerpo inmóvil. Tenía los ojos turbios abiertos, como si acabara de ver algo aterrador, y la cara contorsionada en una extraña mueca.
Estaba muerta.
Grité. Recuerdo vagamente que Marga entró en la habitación y que yo le dije: «La he matado». Después de aquello, no recuerdo nada más, sólo la negrura que cayó sobre mí cuando, supongo, me desmayé.
Tiró el ordenador sobre el sofá y cerró los ojos. No podía creerlo… Joe había matado a esa mujer, la había torturado hasta la muerte. Ahora entendía por qué se resistía a contárselo.
Las lágrimas asomaron a sus ojos y se echó a llorar, negándose a creer lo que acababa de leer. Era imposible. No podía ser verdad, ese hombre horrible no era él, no era Joe, su Joe, considerado, tierno y cariñoso…
Pero sí lo era. O al menos lo había sido.
El llanto le hizo bien. Se fue calmando poco a poco y, cuando pensó que ya estaba lo suficientemente tranquila, volvió a sentarse y a poner el ordenador sobre sus rodillas.
Aún le quedaban unas líneas.
Nuestros abuelos eran muy influyentes y no tuvieron mucha dificultad para tapar los hechos.
Oficialmente, Carla murió de un ataque al corazón. Sus restos fueron incinerados. Mi abuelo no volvió a ser el mismo conmigo desde entonces. Nunca me habló de aquella noche ni de la muerte de Carla. Supongo que para él era incluso más doloroso que para mí; sólo me dijo, la mañana que desperté en aquella casa, que Marga había llamado a Roms muy preocupada y se habían puesto en marcha enseguida, que habían hecho el viaje de un tirón, que habían parado una vez cinco minutos para echar gasolina, que habían llegado a eso de las tres de la madrugada y que desde entonces no se había separado de mí; me cuidó hasta que estuve restablecido y pudimos marcharnos de allí, el día 2 de enero. No volví a ver a Marga ni a Lucas, y mi vida cambió de forma radical. Pasé varios meses sin salir, muy deprimido, y creo que pude sobrevivir gracias a los cuidados de Carmen, que volvió a transformarse en mi niñera. Luego a mi abuelo le detectaron un cáncer y murió a los pocos meses, aunque para mí era como si ya hubiese muerto, pues desde esa noche me trató como a un extraño las pocas veces que lo vi. Un año más tarde murió René Salcedo. Ahora las únicas personas que saben la verdad, aparte de ti y de mí, son Lucas, Marga y Henry Roms, el abuelo de Carla, que aún vive. El pobre hombre se encerró en su mansión y no volvió a salir de ella. Yo creo que aún no se ha recuperado, pero no lo sé con seguridad porque jamás lo he vuelto a ver. Como te he dicho, pasé casi un año encerrado en casa, enfermo y sin ganas de vivir, con un enorme sentimiento de culpabilidad que aún hoy me persigue y que me perseguirá hasta el final de mis días. Me dio por escribir, me relajaba, y así escribí un par de libros sobre derecho. Creo que mi pasión por el derecho fue lo segundo que me salvó, después de Carmen. Me enfrascaba horas en mis estudios. Luego comencé a acudir a actos y conferencias y fue así como empecé a retomar, si es que puede llamarse así, la vida. No mi vida, porque eso lo dejé atrás por completo. Por último, como un desafío al pasado, como una forma de demostrarme que era un hombre nuevo, preparé las oposiciones a la judicatura. Las aprobé sin problemas. Pero lo cierto es que nunca me he sentido juez, nunca me he sentido lo suficientemente limpio como para juzgar a los demás.
En estos años no he mantenido ningún tipo de relación social, no he tenido amigos, fuera de los compañeros de trabajo, ni he salido con ninguna mujer, a pesar de que en el juzgado tengo fama de ligón, no sé por qué. Sólo he satisfecho mis necesidades con mujeres anónimas, ligues de un día, que sabía que no volvería a ver. Lo intenté contigo: el día que nos conocimos quería echar un polvo y luego pasar de ti, como hago siempre. Pero no me salió bien. Tú te marchaste, me dejaste tirado en la calle y eso hizo que te deseara aún más. Luego, después de nuestro fin de semana, ya no pude deshacerme de ti como había pensado. ¿Qué mal había en retenerte algún tiempo junto a mí? Ya sabes cómo ha salido todo. Sabía que si te enterabas me dejarías y por otra parte pensaba que tenías derecho a saberlo.
En cuanto a Marga, a estas alturas ya habrás adivinado que me está chantajeando; su amenaza pende sobre mí como una espada. Si no hago lo que me pide, si no amaño el asunto de su hermano para que salga libre, lo contará todo, todo saldrá a la luz.
Naturalmente, no pienso ceder a su chantaje. Me he reunido varias veces con ella para hablar, para intentar convencerla de que abandone. Pero es imposible, no lo hará. Así que he decidido dimitir. Será el fin de mi carrera como juez, cosa que no me importa mucho. En realidad nunca debí presentarme a esas oposiciones, siempre lo he sabido. Cuando dimita, ya no tendrá sentido que cuente nada y quizá eso la obligue a callar. Pero no lo sé, quizá lo cuente de todos modos para fastidiarme. Saldré de dudas cuando lo haga, que será muy pronto.
Sólo espero, _____, que sepas que ya no soy aquel chaval estúpido que se creía el puto amo.
Llevo muchos años dándole vueltas a lo que pasó y pensando en por qué pasó. Sólo hay una conclusión evidente; yo maté a esa chica y eso no lo puedo ignorar. No fue intencionado, no estaba en mis cabales. Pero fueron mis actos los que acabaron con ella. Pude haberme negado a seguirle el juego y no lo hice. No tenía por qué ser tan duro, pero fui lo más duro que pude, por el alcohol, por la coca, por lo que fuera. Ella me lo pedía, cierto. Pero yo debí negarme, quizá así le hubiera salvado la vida. No lo hice y siempre me arrepentiré.
Y ya lo sabes. Pienso dimitir, pero puede que eso no detenga a Marga y que, para vengarse, lo cuente de todos modos…
En ese punto se interrumpía el relato. Posiblemente Joe pretendía continuarlo. Pero no había tenido oportunidad, porque ella lo había interceptado antes de que concluyera.
Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos, esforzándose por entender cuáles eran sus sentimientos, pues de pronto estaba vacía, incapaz de pensar, de sentir y, mucho menos, de decidir qué hacer. Tenía claro que se encontraba bajo la influencia de una tremenda impresión, que la había conmocionado hasta el punto de que su cerebro era incapaz de procesar la información recibida. Era consciente de que necesitaba tiempo para calmarse, para asimilar la terrible verdad que tanto había deseado conocer y que ahora hubiera preferido ignorar. Joe tenía razón: habría sido mejor no saberlo, pero ella se había empeñado en abrir la caja de los truenos y ahora no sabía qué hacer.

Quería llorar, pero las lágrimas no acudían a sus ojos. Quería pensar, pero no se le ocurría nada. Así que permaneció allí sentada, inmóvil, con los ojos cerrados, intentando aquietar los acelerados latidos de su corazón. Y así, sin darse cuenta, se quedó dormida.
Monse_Jonas
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Mensaje por Monse_Jonas Miér 26 Feb 2014, 10:10 pm

Bueno, ahora ya sabemos el secretote, podre Joe U_U
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Mensaje por aranzhitha Jue 27 Feb 2014, 5:37 am

Oh que feo!!
Como pudo pasar todo eso!
Síguela!
aranzhitha
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Mensaje por @ntonella Jue 27 Feb 2014, 10:07 am

Ohhh... joe..  :( 
Pobre de ti.. 
Continua
@ntonella
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Mensaje por chelis Jue 27 Feb 2014, 5:16 pm

Guau!!!.... Que secreto!!!!!..... Espero que la rayis se quede con el!!!!.... Por ya sufrió mucho joe!!!!!... Aaaaaaahhhhh sigueeeeeee
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 28 Feb 2014, 9:52 pm

Capítulo Dieciocho
No sabía qué hora era, ni dónde estaba ni qué hacía en ese lugar irreconocible. Se levantó y recorrió el cuarto dominada por una tremenda agitación, con la sobrecogedora incertidumbre que asalta a cualquier mortal al despertar en un lugar desconocido al que ni siquiera sabe cómo ha llegado.
Poco a poco se fue tranquilizando: estaba en su casa, ése era su salón… Y los recuerdos acudieron en tropel a su mente, cayendo sobre ella como un jarro de agua fría: había discutido con Joe, lo había abandonado, lo había dejado, había leído esa especie de terrorífica confesión y luego se había quedado dormida… Sí, había dejado a Joe y ahora estaba sola, en su casa. Pero nada de lo que veía le parecía suyo. No tenía nada que ver con ese lugar, con esos libros, con todos esos cachivaches que ella misma había comprado y que tanto le gustaban hasta hacía unos pocos días. No, ya no formaba parte de aquello; lo sabía porque todo le resultaba ajeno, lejano…
Se sentía vacía. De pronto no sabía qué hacer ni cómo comportarse, porque… ¿qué puedes hacer cuando tu novio te dice que ha matado a una persona? Ella era abogada, ella debería saberlo mejor que nadie. Pero no lo sabía.
¿Y Joe? Meneó la cabeza, buscándolo. ¿Dónde estaba Joe?
No estaba allí. Estaría en su casa, lamiendo sus heridas.
_____ se dio cuenta de que desbarraba, de que sus pensamientos no tenían ninguna conexión, y respiró profundamente varias veces para tranquilizarse.
Cerró los ojos y siguió respirando: uno, dos… suspiros largos, lentos; inspirar, espirar… Abrió los ojos, abandonó sus ejercicios de relajación y se levantó del sofá. Tenía que pensar, pero su cabeza era un caos y todo acudía a ella de forma inconexa y deslavazada. De pronto una pregunta dominó sobre todas las demás: ¿cómo se sentiría Joe al pensar que ella ya conocía su secreto?
Sintió una tremenda compasión por él y las lágrimas acudieron a sus ojos.
Pobre Joe. Llevaba doce años reviviendo aquella horrible escena a cada momento, rumiando su culpa sin compartir sus sentimientos con nadie, sin ayuda de ningún tipo, enfrentándose él solo, día tras día, al hecho terrible e irreparable de haber matado a una persona. En cierto modo fue un accidente. Pero él, a pesar de los años transcurridos, aún continuaba traumatizado, lo cual resultaba lógico teniendo en cuenta que nunca había recibido la ayuda que en un caso así se necesita. No había acudido a terapia, nadie le había dado ninguna explicación, no había vuelto a hablar de ese asunto con ningún ser humano…
Ella se habría vuelto loca en sus circunstancias, y le parecía admirable que Joe hubiera sido capaz de seguir adelante y de labrarse un futuro. ¡Ahora entendía tantas cosas de él que antes le parecían inexplicables! Su misantropía; el hecho de que no tuviera amigos y no se relacionara con nadie, salvo con la gente del trabajo; la enfermedad de la que había hablado Carmen, un estado depresivo que le duró casi un año… Y el hecho de que no tuviera ninguna fotografía en su casa. Porque ¿a quién querría recordar con cariño? Su madre lo quería, pero era una cabeza loca e inestable, que lo abandonó cuando se casó, y su abuelo, la figura paterna, el hombre que, por lo que parecía, lo había educado, no fue capaz de prestarle la ayuda que necesitaba en los momentos más duros de su vida. Sí. _____ sentía compasión por Joe. Una gran compasión.
Continuó dando vueltas por la habitación, frotándose las manos y expresando sus pensamientos en voz alta. En el fondo, se dijo, Joe deseaba contarlo y había estado a punto de decírselo a ella en más de una ocasión. Pero, llegado el momento, nunca se atrevía y había escrito esa confesión para que la leyera.
Él quería liberarse de ese peso diciéndoselo a alguien.
«A alguien no —dijo en voz alta, hablando a las paredes—. A mí».
Se sentó en el sofá y se volvió a levantar a los pocos segundos.
«Piensa, _____. ¿Qué vas a hacer?».
Pensó en la situación actual de Joe, en la amenaza que pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles. Aunque esa amenaza había sido el detonante, la chispa que había provocado el incendio, no era lo más importante. Incluso en el caso de que Joe no hiciera lo que Marga le pedía, aunque metiera a su hermano en la cárcel para toda la vida, esa mujer no podía jugar su baza, porque el escándalo también la salpicaría a ella. No. Después de leer el relato de lo sucedido aquella noche _____ estaba segura de que Marga tenía que seguir callada. No podía hablar, porque ella misma estaba involucrada y no querría que salieran a la luz todos sus trapos sucios, que debían de ser muchos. Pero Joe no lo veía, porque vivía traumatizado, arrastrando un sentimiento de culpa que estaba acabando con su cordura.
Por eso no era capaz de juzgar su situación con claridad. Se creía amenazado porque siempre se había visto amenazado, porque pensaba que se merecía cualquier cosa que le pasara y, en el fondo, deseaba recibir el justo castigo.
_____ esperaba que habérselo confesado a ella lo hubiera calmado un poco. Pero sabía que no era suficiente. No hacía falta haber estudiado psicología para saber que cualquier persona en las circunstancias de Joe necesita ayuda, y más tras tantos años de silencio culpable.
Su problema no se limitaba a las amenazas de Marga. Era mucho más profundo. Joe necesitaba ayuda.
«Lo sabe —volvió a decirles a las paredes—. Él sabe que necesita ayuda, pero no quiere admitirlo. En realidad, me ha pedido ayuda a mí a través de ese escrito. Sí, esta confesión es como un SOS, es su forma de decirme: “Ayúdame.” Pero ¿qué puedo hacer yo?».
Aquí _____ se quedó bloqueada. Sí, ¿qué podía hacer? Nada, no podía hacer nada. Y eso era lo más importante: si volvía, ¿cómo podía ayudarlo? No lo sabía, quizá de ningún modo. Porque, aunque tuvieran épocas buenas, habría muchas más insoportables, y su vida acabaría convirtiéndose en un infierno. Además estaba claro que él seguía enamorado de Carla, ¿y cómo iba ella a competir con un recuerdo? No podía. Lo más sensato era ignorarlo, no volver a verlo, huir de una relación problemática con un hombre problemático. Sí, eso era lo más sabio y lo que haría cualquier persona con dos dedos de frente.
«Tengo que dejarlo, es lo mejor. Una relación así me sumiría en la más absoluta de las miserias… Vive traumatizado, atormentado, su sentimiento de culpa lo incapacita para relacionarse con otras personas, y por si fuera poco me ha dejado bien claro que sus relaciones con mujeres son sólo sexuales, y que eso es lo que quiere de mí. No puedo mantener una relación así, no puedo enamorarme de un hombre que sólo quiere sexo, que me abandonará cuando el sexo conmigo ya no le satisfaga… En sus circunstancias, él no es capaz de enamorarse. Es incapaz de amar, e incluso podría resultar peligroso…
¿Quién sabe de qué forma pueden acabar aflorando todos sus traumas, su sentimiento de culpabilidad?»
Pero estaba enamorada y, aunque hacía muy poco tiempo que conocía a Joe, creía saber cómo era y no le parecía que pudiera convertirse en un peligro para ella.
Y otra vez la misma duda: ¿qué hacer?
Las preguntas se mezclaban en su cabeza y la volvían loca. No tenía respuestas, pero sí preguntas, cada vez más. Se sujetó la cabeza entre las manos y miró el reloj. Eran las cuatro de la mañana, muy tarde. O muy temprano, pensó.
«Tengo que tranquilizarme», se dijo, mientras se preparaba una tila que se bebió a sorbitos sentada en el sofá, pensando.
Sí, tenía que tranquilizarse, tenía que relajarse y reflexionar, para lo cual necesitaba estar descansada; no podía hacerlo en su estado, agotada y confusa. Así pues, lo primero era descansar, dormir. Luego intentaría encontrar respuestas a todas sus preguntas. Pensaría después.
Más tranquila una vez tomada esta decisión, se dirigió a su habitación para acostarse. Pero, una vez allí, se sintió rara. Ésa no le parecía su habitación. Se sentó en la cama y posó la mano sobre el edredón: era suave al tacto y calentito… Se tumbó sin desvestirse. Estaba tan agotada que podría dormir durante años, se dijo, y cerró los ojos. El reloj luminoso de la mesilla marcaba las cuatro y media.
Despertó a las seis, más agotada aún de lo que estaba cuando se acostó, pero, como sabía que no podría seguir durmiendo, se levantó de la cama. Lo primero era darse una ducha para despejarse y luego tomar un buen café y comer algo; después retomaría sus actividades habituales. Tenía una vida antes de conocer a Joe y volvería a tenerla, sólo debía hacerse a la idea de que ya no la compartiría con él.
«Vaya —pensó en voz alta, hablando a las paredes, cosa que empezaba a ser una costumbre—, ayer a estas horas tenía chico y trabajo, y ahora me he quedado sin chico y en el paro… Bueno, retomaré mi vida en el punto en que la dejé, no es para tanto». Se dijo esas últimas palabras para animarse, aunque no creía que pudiera continuar como si nada hubiera pasado.
Era viernes, así que primero iría a comprar para llenar la nevera, que estaba vacía, y luego intentaría ver qué hacía con su vida profesional. Había pensado en oposiciones, y tendría que ver qué opciones tenía. Hablaría con Roberto, él podría aconsejarla.
Pero no hacía nada a derechas. En la compra se olvidó de lo fundamental y se dedicó a llenar el carro de chucherías. No llamó a Roberto porque le daba pereza hablar con él. No buscó información sobre oposiciones en Internet, otra cosa que quería hacer «sin falta», porque no tenía fuerzas y porque sólo le importaba mirar a cada segundo su correo electrónico para ver si Joe le enviaba algún mensaje. Pero nunca lo había. Tenía a mano el iPhone, por si llamaba, pero el maldito aparato seguía sin sonar. No dejaba de darle vueltas a todo lo que había pensado la noche anterior, sin llegar a una solución. La imagen de Joe con una mujer a la que no podía ponerle cara, muerta en sus brazos, no se le iba de la cabeza. Y seguía sin saber qué hacer.
A las cuatro de la tarde, después de un absurdo día que se le hizo eterno, pensó en llamar a su hermana. Pero no lo hizo, y no porque no quisiera hablar con ella, sino, sencillamente, porque no se podía mover.
¿Por qué no la llamaba Joe? Cogió el teléfono para llamarlo ella, pero lo tiró con fuerza sobre el sofá… No. Que llamara él.
La tarde fue avanzando y _____ seguía sentada en el sofá, con el ordenador abierto sobre las rodillas y el teléfono a mano, por si él escribía o llamaba, mientras la casa se quedaba a oscuras poco a poco, sin que ella se diera cuenta.
El sonido del teléfono la hizo reaccionar y rápidamente lo cogió. Miró la pantallita encendida mientras el corazón le latía tan deprisa que creía que se le saldría del pecho… Al ver quién llamaba, lo desconectó y lo tiró con indignación sobre el sofá, mientras sollozaba. La pobre Rosa no se merecía que la cortaran así, pero en ese momento no podría soportar hablar con ella.

¿Por qué no la llamaba Joe?
Monse_Jonas
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Mensaje por Monse_Jonas Vie 28 Feb 2014, 9:53 pm

Espero les guste el capi chicas!!!
Monse_Jonas
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