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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 1:00 pm

25 de Junio, 9527 AC
Didymos
 
 
Con el viento helado revoloteando entre el pálido pelo fantasmal y aplastando el traje contra sus miembros, Apollymi se tambaleaba sobre las rocas dónde el cuerpo de Apostolos yacía como un trapo. Habían tirado a su precioso hijo allí como si no fuera nada.
Nada
Las lágrimas no derramadas la atormentaban. Estaba tan fría por dentro. Tan abatida. Tan… No había palabras para describir la angustia de ver el cuerpo de su hijo yaciendo boca abajo en el agua, abandonado y olvidado.
Tirado como un desecho.
Después de todo lo que le habían hecho, ni siquiera le habían dado un funeral decente.
Débil por la pena, cayó de rodillas en un charco de agua y le sacó de entre las rocas hasta la playa. Incapaz de soportarlo, gritó haciendo que los pájaros desplegaran el vuelo.
—¡Apostolos!
Pero él no podía oírla. Su cuerpo estaba tan frío como su corazón. Sus ojos plateados estaban abiertos, con la mirada fija e incluso ahora remolineaban como un día de tormenta. Y aún con todo el horror de su muerte, sus rasgos eran serenos.
Y hermosos. Más de lo que cualquier madre hubiera podido esperar. Se vio a sí misma en su cara. Vio que sus esperanzas sobre él se habían hecho realidad. Estaba tan perfectamente formado… Tan alto y tan fuerte…
Y le habían hecho una carnicería. Le habían torturado. Habían violado y humillado a su hijo. Su precioso niño.
Atragantándose con un sollozo, pasó la mano por la larga cuchillada de su pecho para sellarla. Sólo entonces, cuando fue perfecto otra vez, empezaron a caer las lágrimas mientras ponía los labios sobre su mejilla para besarle y llorar.
Era la primera vez que le abrazaba desde el momento en que le sacó de su vientre. Abrazándole fuerte, le meció sobre la playa y liberó todo el horror de su interior.
—Intenté protegerte, Apostolos —susurró en su oído—. Lo intenté con todas mis fuerzas.
Había fallado miserablemente y en su intento había hecho que la vida de su hijo fuera insoportable.
Queriendo confortarle y sabiendo que era demasiado tarde, intentó fútilmente calentarle los brazos frotándoselos.
Si pudiera mirarla. Oír su voz. Pero nunca más podría.
Y nunca le oiría llamarla matera.
Era más de lo que podía soportar.
—Por favor —suspiró—. Por favor vuelve a mí, Apostolos. Te juro que esta vez te mantendré a salvo. No dejaré que nadie te haga daño. Por favor, cariño, no puedo vivir sabiendo que te he matado. No puedo. Mírame, por favor.
Pero no podía mirarla y ella lo sabía.
Si tuviera el poder de devolverle la vida. Pero, al contrario de su padre, ella había nacido para la destrucción. La muerte. La pestilencia. La guerra. Esos eran sus dones para el mundo. No había nada que pudiera hacer para traer de vuelta de la muerte al que más quería en el mundo.
—¿Por qué? —le gritó al cielo. ¿Dónde estaban ahora los Chthonianos para exigir sangre por la muerte de su precioso hijo? ¿Por qué no estaban aquí en nombre de Apostolos?
No le importaba. A nadie le importaba, salvo a ella.
Y a Xiamara que tanto había tratado de salvarle. Xiamara, su amiga más cercana. La única en la que había sido capaz de confiar. Más unidas que hermanas, más que madre e hija. Y ahora ella también se había ido.
Apollymi estaba sola. Amargamente sola.
Acunó la cabeza de su hijo junto a sus pechos y gritó tan alto que el viento llevó el sonido de su grito hasta los salones de la Atlántida.
—¡Maldito seas, Archon! ¡Maldito seas!
¿Cómo podía haber asegurado nunca que la amaba? ¿Cómo podía haber permitido que Apostolos muriera de esta manera, con tanto dolor?
Tenía el corazón roto; enterró la cabeza en el mojado pelo rubio de su hijo y lloró hasta que se agotaron sus sollozos.
Entonces surgió la furia y echó fuertes raíces en su corazón. Ambos habían sido traicionados por los que se suponía que debían amarles y honrarles.
Ahora tendrían que pagar con el infierno.
Era la hora de llevar a su hijo a casa, a donde pertenecía. Era la hora de hacer que su mal llamada familia sangrara por su traición.
Una vez trazado su rumbo, Apollymi vistió a su hijo con la fromesta negra propia de su posición. Era su derecho de nacimiento. Como hijo de la Destructora su símbolo era el sol que la representaba a ella, atravesado por los tres rayos de su poder.
Él no era basura. Él era un dios atlante.
Y era el hijo de la Destructora.
Levantándole de las olas y acunándole en los brazos, los desplazó a ambos hasta Katoteros.
Era una isla rodeada de islas. Tan bella que quitaba el aliento, no había lugar en el reino de los humanos que pudiera comparársele. De pie en el lugar más alto donde su madre residía, el Viento del Norte gritaba en su nombre, Apollymi recorrió con la vista el paisaje que debía haber pertenecido a Apostolos.
Las islas destellaban bajo la perfecta luz del sol que intentaba calentar su fría piel. Era inútil.
La isla de su derecha albergaba las tierras paradisíacas donde las almas de los atlantes descansaban hasta su reencarnación. La de su izquierda había sido tomada por los Carontes antes de que la desterraran; al contrario que su familia sus demonios habían permanecido fieles a ella. La habían seguido a Kalosis.
Y la isla frente a ella se suponía que iba a ser el hogar de su hijo.
Pero el hecho de ser la que poseía el punto más alto de Katoteros era lo que captaba su atención. El punto que regía y unía todas las islas. Era allí donde se había erigido la residencia de los dioses.
La residencia de Archon.
Oscureciendo su visón, se trasladó hasta allí, fuera del grandioso vestíbulo de mármol que se elevaba alto y orgulloso mientras miraba al mundo desde su altura. Oleadas de música y risas llegaron hasta ella.
Música y risas.
Ajenos a lo que se avecinaba y tendrían que enfrentar, los dioses daban una fiesta. Una jodida fiesta. Podía sentir la presencia de cada uno de los dioses allí dentro. Todos ellos. Festejando. Riendo. Vitoreando. Divirtiéndose.
Y su amado hijo estaba muerto.
¡Muerto!
Su mundo se había hecho pedazos. Y ellos se reían.
Apretando a Apostolos contra sí, subió las escaleras con engañosa calma y abrió de golpe las puertas con sus poderes. El vestíbulo de mármol blanco era circular y había estatuas de los dioses situadas contra la pared a cada metro y medio.
El corazón le palpitaba con furia vengadora. Pasó sobre su emblema del sol que había sido engastado en el suelo en el centro del vestíbulo. Al pasar sobre él, lo cambió por el de Apostolos. Uno a uno los rayos de poder atravesaron su símbolo.
Ahora los colores rojo y negro representaban su dolor y la sangre derramada de su hijo.
Sin vestigio de duda, se dirigió directamente al juego de puertas doradas que llevaban al salón del trono de Archon. Al salón donde los dioses se divertían mientras su hijo yacía muerto debido a su traición.
Por todos los poderes oscuros del universo, no se reirían por mucho más tiempo.
Abrió las puertas con la fuerza completa de su furia. El estrépito resonó cuando las puertas se estrellaron contra las paredes de mármol y se salieron de sus goznes para caer sobre el suelo perfecto y brillante.
La música se detuvo al instante.
Cada dios en el salón se volvió para mirarla y uno a uno sus caras palidecieron.
Sin una palabra, Apollymi caminó con su hijo en brazos y con una calma que no sentía, hacia el estrado donde estaba colocado su trono negro al lado del trono dorado de su esposo. Archon se levantó al aproximarse y se hizo a un lado como si quisiera hablar con ella.
Ella le ignoró y colocó a Apostolos en el trono de Archon, donde debía estar. Con manos temblorosas, le sentó y colocó cuidadosamente cada una de sus manos sobre los brazos. Le levantó la cabeza y le retiró el pelo rubio del rostro azulado hasta que pareció que iba a parpadear y moverse en cualquier momento.
Sólo que nunca volvería a parpadear.
Estaba muerto.
Y ellos también.
El corazón de Apollymi latía con furia mientras reunía sus poderes. Un viento salvaje sopló por el salón levantándola el pelo, brillándole los ojos rojos. Se volvió hacia los dioses y los fulminó con la mirada mientras ellos aguantaban el aliento a la espera de su ira.
Hasta que miró a Archon.
Sólo entonces habló con una voz que estaba entremezclada con el odio.
—Mira a mi hijo.
El se negó.
—Mírale, maldito seas —gruñó—. Quiero que mires lo que has hecho.
Archon se estremeció antes de acceder y el alivio que vio en sus ojos elevó su ira a un nivel todavía más alto. ¿Cómo había admitido en su cama a alguien tan cruel y pútrido?
¿En su cuerpo?
Apollymi gruño:
—Tus bastardas han privado de la vida a mi hijo. Esas pequeñas putas le maldijeron. ¡Y —dijo con desprecio en la palabra— osaste protegerlas en lugar de proteger a mi niño!
—Apollymi...
—Nunca vuelvas a pronunciar mi nombre —le selló la boca con sus poderes—. Está bien que tengas miedo. Pero tus perras bastardas estaban equivocadas. No será mi hijo quien destruya este panteón. Seré yo. ¡Apollymia Katastrafia Megola Pantokrataria Thanatia Atlantia deia oly!
Apollymi la Gran Destructora. Todopoderosa. Muerte de los Dioses de la Atlántida.
Y entonces todos se amontonaron en las puertas o se teletransportaron fuera, pero Apollymi no detuvo a ninguno. Apelando a la parte más oscura de su alma, selló las puertas del salón. Nadie iba a salir de allí hasta que ella fuera aplacada.
Nadie.
Si los Chthonianos la mataban por esto, que así fuera. Estaba muerta por dentro de todas formas. No se preocupaba de nada excepto de hacerles pagar a todos ellos por la participación que habían tenido en el sufrimiento de su hijo.
Archon cayó de rodillas intentando suplicar su piedad. Pero no quedaba nada dentro de ella excepto un odio tan poderoso y amargo que realmente podía paladearlo.
Le tiró hacia atrás de una patada y lo hizo explotar hasta que no fue más que una estatua vestigio de un dios.
Basi gritó cuando Apollymi se volvió hacia ella.
—Te ayude. ¡Te ayudé! Le dejé donde me dijiste.
—Y una mierda. Sólo lloriqueaste y me cabreaste. —Apollymi la hizo estallar en el olvido.
Uno a uno enfrentó a los dioses que una vez consideró su familia y los convirtió en piedra mientras su furia reclamaba venganza. En vano intentaron dominarla, pues una vez su ira se había desatado, no había poder en el universo que la detuviera.
Excepto el niño que ellos, estúpidamente, habían matado. Sólo Apostolos podría haberlos salvado.
El único ante el que dudo por un momento fue su amado nieto político, Dikastis, el dios de la justicia. Al contrario que los otros, no se encogió de miedo ni suplicó. Tampoco luchó con ella. Permanecía de pie con una mano apoyada en el respaldo de la silla, enfrentando su mirada con calma, como un igual.
Porque comprendía la justicia. Comprendía su ira.
Inclinando la cabeza con respeto no se movió cuando lo golpeó.
Y al final, ahí estaba Epithymia. Su medio hermana. La diosa de la salud y el deseo. Ella era la perra en la que Apollymi tontamente había confiado más que en los otros.
Apollymi la enfrentó con los ojos llenos de cristalinas lágrimas de hielo.
—¿Cómo pudiste?
Pequeña y frágil en apariencia, Epithymia la miraba desde el suelo donde estaba encogida de miedo.
—Hice lo que me pediste. Le dejé en el mundo de los hombres y me aseguré de que naciera en el seno de una familia real. Incluso intenté que la reina le amamantara. ¿Por qué ibas a destruirme?
Apollymi quería sacarle los ojos por lo que había hecho.
—¡Le tocaste, puta! Sabías lo que eso le haría. Ser tocado por la mano del deseo y no tener los poderes de un dios para contrarrestarlo... Hiciste que cada humano que lo mirase se volviera loco de lujuria por poseerle. ¿Cómo pudiste ser tan descuidada?
Entonces vio la verdad en los ojos de su hermana.
—Lo hiciste a propósito.
Epithymia tragó con fuerza.
—¿Y qué se suponía que tenía que hacer? Escuchaste a las Moiras cuando hablaron. Proclamaron que él sería la muerte de todos nosotros. Él podría habernos destruido.
—¿Pensaste que los humanos le matarían en sus esfuerzos por poseerle?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Epithymia.
—Sólo quería protegernos.
—Era tu sobrino —escupió Apollymi.
—Lo sé y lo siento.
No tanto como lo vas a sentir.
Apollymi la miró con desprecio.
—Yo también. Siento haber confiado en ti con la única cosa que sabías que amaba sobre todo lo demás. Puta desagradecida. Espero que tus acciones te persigan por toda la eternidad. —Y Apollymi golpeó a su hermana.
Y aún no estaba aplacada. Incluso con todos ellos muertos.
El agujero en su interior seguía allí y dolía tanto que lo único que podía hacer era gritar. Gritó hasta que tuvo la garganta en carne viva. Extendiendo los brazos, hizo explotar el salón hasta que no quedó de él más que escombros. No quedaba nada salvo sus recuerdos de las esperanzas que albergaba para su hijo ahora muerto.
Aún dolía.
Apollymi se limpió las lágrimas de la cara mientras miraba lo que había hecho. No quedaba satisfacción que sentir.
Sólo justicia que dispensar.
—Uno menos...
Se volvió y se encaminó a la isla donde Archon había creado un reino para ella.
La Atlántida.
Aquellos pobres tontos habían pensado golpear a Apolo matando a su hijo y a su amante. Hoy se encogían de miedo de ser descubiertos y castigados por sus acciones. Pero no era el Griego el que los quería muertos.
Era ella. Su mecenas.
Sería por su mano y por los actos cometidos contra su hijo por lo que sufrirían y morirían.
Sin piedad. Eso era todo lo que le habían dado a Apostolos y era todo lo que les devolvería.
Con un movimiento del brazo, hundió toda la isla en el mar y escuchó la belleza de los gritos de horror y las súplicas de clemencia y liberación mientras los vientos golpeaban y acababan con sus pútridas vidas. Era la música más dulce que había oído. Dejad que supliquen...
Si Apostolos y Xiamara pudieran estar aquí.
El último reino de las islas se desvaneció en el mar cuando el sol se ponía. Apollymi se volvió y miró hacia la tierra de Grecia.
Serían los últimos en sufrir. No sólo los humanos que habían hecho daño a su niño, sino también todos los jodidos y engreídos dioses que pensaban que eran tan listos.
Sobre todo, pagarían las hijas bastardas de Archon. Se creían a salvo en el Olimpo al cuidado de su madre. Pero las tres Moiras no eran nada en comparación con la hija del Caos.
La madre de la destrucción absoluta.
Sus gritos de agonía era lo que más iba a saborear.
 
 
issadanger
issadanger


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JOSEPH - JOE Y _____ - Página 42 Empty Re: JOSEPH - JOE Y _____

Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:09 pm

Junio 25, 9527 A.C.
Monte Olimpo
 
 
Delgado y de estatura pequeña, con ojos y cabello oscuros, Hermes voló a través del salón de Zeus hasta que llegó ante su padre que parecía sólo unos años mayor que él. Hermes no estaba seguro de lo que pasaba pero la mayoría de los dioses estaban reunidos aquí sin hacer nada.
Ignoraron a Hermes hasta que habló.
—¿Conoces el dicho, “No mates al mensajero”? Tenlo muy cerca del corazón.
Zeus frunció el ceño y se levantó de la silla donde había estado jugando al ajedrez con Poseidón. Vestido con una flotante túnica blanca, Zeus tenía el pelo rubio corto y vívidos ojos azules.
—¿Qué ocurre?
Hermes hizo un gesto hacia la pared de ventanas por donde se podía ver el reino de los humanos.
—¿Alguno de vosotros ha echado un vistazo a Grecia en digamos, una hora o así?
Artemisa estaba sentada a la mesa del banquete frente a Afrodita, Atenea y Apolo y contuvo el aliento cuando la atravesó un mal presentimiento.
Apolo puso los ojos en blanco y agitó la mano en un gesto elegante de despreocupación.
—¿Qué? ¿Reaccionan ante el hecho de que haya maldecido a los Apolitas?
Hermes movió la cabeza en un gesto de negación sarcástica.
—No creo que les moleste tanto como el hecho de que la isla de la Atlántida ha desparecido y la diosa atlante Apollymi está causando grandes daños en nuestro país, destruyendo todo y a todos los que toca. —Hermes le lanzó a Apolo una mirada petulante—. Y por si tenéis curiosidad, se dirige directamente hacia aquí. Puedo estar equivocado, pero me parece que la señora está extremadamente cabreada.
Artemisa se encogió ante las palabras.
Zeus se volvió hacia Apolo.
—¿Qué has hecho?
Apolo se quedó blanco, con el miedo tiñendo los ojos, toda la arrogancia desaparecida.
—He maldecido a mi gente, no a la suya. No les he hecho nada a los atlantes, Papá. A menos que su sangre se haya mezclado con la de mis Apolitas, está a salvo de mi maldición. No es culpa mía.
A Artemisa se le encogió el estómago. Se llevó la mano a la boca al comprender a que panteón debía haber pertenecido Joseph. Aterrorizada ante lo que ella y Apolo habían puesto en marcha, abandonó el salón donde los dioses se preparaban para la guerra y volvió a su templo para poder pensar sin que los gritos iracundos sonaran en sus oídos.
—¿Qué puedo hacer?
Estaba a punto de convocar a sus koris cuando las tres Moiras aparecieron en su habitación. Trillizas en la cumbre de la belleza de la juventud, sus caras eran un duplicado perfecto las unas de las otras. Pero sólo eso las unía. La mayor, Atropos, era pelirroja mientras que Cloto era rubia y la pequeña, Lachesis, era morena. Eran hijas de la diosa de la justicia. Nadie sabía con seguridad quién era el padre, pero muchos pensaban que era Zeus.
Una cosa que sabían todos los dioses del Olimpo era que estas tres muchachas eran las más poderosas de todo el panteón. Incluso Zeus intentaba eludirlas.
Desde el momento en que habían llegado, hacía una década, todo el mundo se mantenía alejado de ellas. Cuando las tres se cogían de la mano y lanzaban una predicción, se convertía en una ley del universo y nadie era inmune a ella.
Nadie.
Artemisa no podía imaginarse por qué estaban en su templo.
—Si no os importa, estoy un poquitín ocupada ahora mismo.
Lachesis la cogió del brazo.
—Artemisa, debes escucharnos. Hemos hecho algo terrible.
Era por eso que los dioses las temían. Siempre estaban haciendo algo terrible a alguien.
—Lo que quiera que sea, tendrá que esperar.
—No —dijo Atropos lúgubre—. No puede esperar. Apollymi viene a matarnos.
Asombrada por la información, Artemisa frunció el ceño.
—¿Qué?
Atropos tragó saliva.
—Nunca le dirás a nadie lo que vamos a contarte. ¿Entiendes? Nuestra madre nos hizo jurar que guardaríamos el secreto.
—¿Qué secreto guardarías?
—Júranoslo, Artemisa —exigió Clothos.
—Lo juro. Y ahora decidme qué está pasando. —Y lo más importante, en qué la afectaba a ella.
Atropos hablaba en susurros, como si temiera que alguien fuera del templo pudiera escucharla.
—Nuestro padre es Archon, el rey de los dioses atlantes. Tuvo un lío con nuestra madre Themis y nos tuvo a nosotras. Nuestra madre nos mandó a la Atlántida a vivir y nuestro padre nos aceptó. Apollymi es nuestra madrastra y nosotras intencionadamente maldijimos a nuestro medio hermano cuando supimos que iba a nacer.
—Fue un accidente —soltó Cloto—. No queríamos maldecirle.
Lachesis asintió.
—Éramos sólo unas niñas y todavía no comprendíamos nuestros poderes. Nunca quisimos maldecir a nuestro hermano. No queríamos, lo juro.
Artemisa se quedó helada por dentro.
—¿Joseph? ¿Joseph es vuestro hermano?
Cloto asintió.
—Apollymi apenas nos soportaba cuando vivíamos con ellos. Éramos el recordatorio de la infidelidad de nuestro padre y nos odiaba por ello.
No tenía sentido, como tampoco lo tenía su miedo. Artemisa intentó comprender lo que la estaban contando.
—Pero todo el mundo sabe que Archon nunca le ha sido infiel a su esposa.
Lachesis resopló.
—Esa es la mentira que mantiene los dioses atlantes para que Apollymi no les haga daño. No comprendes lo poderosa que es. Puede matarnos sin parpadear. Todos los dioses temen su poder. Incluso Archon. Es tan infiel como la mayoría de los hombres y por eso estamos así.
—Nos quiere muertas —increpó Cloto.
Artemisa todavía estaba intentando asimilar la historia.
—¿Cómo exactamente maldijisteis a Joseph?
—Fuimos tan estúpidas —dijo Atropos—. Cuando Apollymi empezó a dar muestras de su embarazo hablamos irreflexivamente y otorgamos a Apostolos el poder del destino final. Dijimos que sería la muerte de todos nosotros y parece que estamos a punto de ver nuestra desaparición.
Artemisa estaba aún más confusa.
—Pero no es él quien os amenaza. Es su madre.
Cloto asintió.
—Y nos matará a todos por la parte que nos toca en la maldición. Incluida tú.
—¡Yo no he hecho nada!
Atropos se burló de ella mientras las jóvenes la rodeaban.
—Sabemos lo que has hecho, Artemisa. Lo vimos todo. Le hiciste incluso más daño que nosotras. Le volviste la espalda cuando Apolo le destripó sobre el suelo y Apollymi lo sabe.
El miedo la atravesó. Si lo que decían era correcto, no habría ninguna piedad por parte de Apollymi. Verdaderamente, no se merecía piedad, pero por otro lado, Artemisa realmente no quería morir.
—¿Qué podemos hacer? ¿Cómo la derrotamos?
Atropos suspira pesadamente.
—No puedes derrotarla. Es todopoderosa. El único que podía igualar sus poderes era su hijo.
En ese caso, tenían problemas serios puesto que Joseph estaba muerto. ¿No podía alguien habérselo dicho antes de que le dejara en manos de Apolo? Esta información llegaba un poquito tarde y podría haber sido mucho más beneficiosa a primera hora del día.
—Estamos muertas. —Artemisa tomó aliento mientras que las imágenes de sí misma siendo destripada por la madre de Joseph corrían por su mente.
—No —dijo Clotho con firmeza sacudiéndola por el brazo—. Tú puedes traerle de vuelta.
Artemisa miró a la mujer con el ceño fruncido.
—¿Te has vuelto loca? ¡No puedo traerle de la muerte!
—Sí que puedes. Tú eres la única que tiene el poder.
—No. No lo tengo.
Atropos la gruñó.
—Bebiste su sangre, Artemisa. Absorbiste algo de su poder.
Clotho asintió.
—Él es el Destino Final. Puede resucitar a los muertos, lo que significa que tú también.
Artemisa tragó con fuerza.
—¿Estáis seguras?
Las tres asintieron al unísono.
Aún así, Artemisa no estaba segura. Por supuesto que había saboreado los poderes de Joseph, pero ése en particular estaba reservado para un grupo selecto de dioses y si fallaban al traerle de vuelta...
Sólo podría empeorar la situación.
Atropos la cogió del brazo.
—Los dioses atlantes utilizaron sus poderes combinados para atar a Apollymi. Mientras Apostolos viva en el mundo de los humanos, ella estará encerrada en Kalosis.
Lachesis la cogió del otro brazo y asintió.
—Le traemos de vuelta y la encerramos otra vez.
—Estaremos a salvo —le dijo Clotho—. Todos nosotros.
—Serás la salvadora del panteón —dijeron las tres al unísono.
¿Tenía de verdad otra salida? Tomando aliento profundamente para darse ánimos, Artemisa asintió.
—¿Qué tengo que hacer?
—Tendrás que hacer que beba tu sangre —dijo Atropos como si fuera la cosa más fácil de hacer del mundo.
—¿Y cómo lo hago?
—Con nuestra ayuda.
 
Joseph yacía en el suelo con tranquila serenidad, insensible por fin a su pasado y a su presente. Estaba en paz de una forma en que no lo había estado nunca. Las paredes de la cueva le escudaban de las voces de los demás. Ni siquiera los dioses estaban en su cabeza.
Por primera vez en su vida, tenía un silencio total.
No le dolía el cuerpo, no sentía pena. Nada. Y le encantaba esta sensación de tranquilidad.
—¿Joseph?
Se tensó al oír la voz de Artemisa. Por supuesto, la perra iba a molestarle en su paraíso. Nunca iba a dejarle en paz.
Maldita seas.
Intentó decirle que se fuera, pero de sus labios sólo salió un ronco graznido. Tosió intentando aclararse la garganta para hablar.
Pero las palabras no salieron. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué le habían quitado la voz?
Artemisa le echó una mirada tierna y preocupada al aparecer ante él.
—Tenemos que hablar.
Él la apartó pero ella se negó a marcharse.
—Por favor —le pidió con una mirada que habría disuelto su resolución sólo unos días antes. Pero esa preocupación por ella se había esfumado—. Sólo unas palabras y te dejaré en paz. Para siempre, si quieres.
¿Cómo iban a charlar si no podía hablar?
Ella le acercó una copa.
—Bébete esto y podré hablar contigo.
Furioso con ella y queriendo descargar sobre ella su cólera, cogió la copa y vació el contenido sin saborearlo siquiera.
—Vete al Tártaro y púdrete —le gruñó agradecido de que esta vez pudiera notar el veneno en su voz.
Entonces pasó algo. El dolor y el fuego desgarraron su cuerpo como si algo estuviera incendiando sus órganos internos. Jadeando, miró a Artemisa.
—¿Y ahora qué me has hecho?
No había piedad ni remordimiento en su mirada.
—Lo que tenía que hacer.
Hacía un momento estaba en la tranquila oscuridad de los dominios de Hades y al siguiente estaba de pie en las playas de Didymos, no lejos de palacio.
O de lo que quedaba de él.
Confundido, miró a su alrededor intentando entender que le había pasado a él y a la tierra. Pero antes de poder adivinarlo un dolor abrasador le atravesó con tal ferocidad que le puso de rodillas sobre las olas.
Joseph aulló, deseando que pasara.
De repente, Artemisa estaba ante él. Cogiéndole con los brazos, le sostuvo fuertemente mientras las olas rompían sobre ellos.
—Tenía que traerte de vuelta.
La apartó de su lado mientras miraba a su alrededor los ardientes restos de Didymos.
—¿Qué has hecho?
—No he sido yo. Ha sido tu madre. Ha destruido todo y a todos los que estuvieron cerca de ti. Y viene al Olimpo a matarnos. Es por eso que te he traído de vuelta. Nos habría matado a todos si no lo hago.
La miró con tal furia que estuvo seguro de que sus ojos eran rojos.
—¿Y piensas que me importa algo? —apartó la mirada de ella y se paró en seco con la pena retorciendo su estómago. La agonía hizo que se doblara sobre sí mismo y luchara por recobrar el aliento.
Artemisa se le acercó lentamente. Se quedó parada mirándole.
—Yo no tengo el control, Joseph. Te he vinculado a mí con mi sangre. Me perteneces.
Esas dos palabras incendiaron su cólera. Sentía el calor familiar rasgándole mientras su apariencia humana daba paso a su forma de dios. Elevándose sobre el dolor, extendió la mano y cogió a Artemisa en una firme sujeción.
—Subestimas seriamente mis poderes, perra.
Ella apretó su mano intentando soltarse de su agarre animal.
—Mátame y te convertirás en el peor monstruo que puedas imaginarte. Necesitas mi sangre para mantener la cordura. Sin ella, te convertirás en un asesino sin conciencia que busca únicamente destruir a quien quiera que entre en contacto contigo, igual que tu madre.
Joseph rugió de frustración. La perra había pensado en todo. Incluso siendo un dios, era un esclavo.
—Te odio.
—Lo sé.
La apartó de él y le dio la espalda.
Joseph, ¿has oído lo que te he dicho? Tendrás que alimentarte de mí.
La ignoró y emprendió la caminata desde la playa hasta la colina donde, una vez, se había levantado el palacio real. Ahora no quedaba de él más que cenizas ardientes y piedras rotas. Había cuerpos de sirvientes y mercaderes por todas partes.
Con los ojos llenos de lágrimas, anduvo por entre los escombros, buscando una señal de Ryssa o de Apollodorus. Dolido y roto, utilizó sus poderes para retirar las piedras y los mármoles hasta que descubrió la que había sido su habitación.
Allí, entre las ruinas encontró tres de los diarios que tan meticulosamente conservaba. Estaban un poco chamuscados por el fuego pero, milagrosamente, estaban intactos. Abrió el primero y vio su escritura infantil describiendo el día en que él había nacido y la alegría que sentía al tener hermanos gemelos. Se limpió las lágrimas y lo cerró, colocándoselo junto al corazón como si oyera su voz a través de las palabras.
Su preciosa hermana se había ido y era por su culpa.
Dolorido por esta verdad, vio una de las peinetas de plata que le había regalado.
La recogió y se la llevó a los labios.
—Siento haberte fallado, Ryssa. Lo siento.
Se sentó allí y se dio cuenta de cuan patético era que todo lo que quedaba de una vida tan vibrante y un alma tan hermosa fueran cosas tan minúsculas. Tres diarios y una peineta rota. Eso era todo lo que quedaba de su preciosa hermana. Echando la cabeza hacia atrás, lloró de pena.
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:17 pm

Junio 25, 9527 A.C.


Monte Olimpo Parte 2

—Apostolos... por favor, no llores.
Sintió la presencia de su madre.
—¿Qué has hecho, Matera?
—Quería que pagaran por haberte hecho daño.
¿Acaso importaba? Lo que le habían hecho no era nada comparado con lo que se había hecho este día.
—Y ahora le pertenezco a Artemisa.
El grito de su madre hizo eco al suyo.
—¿Cómo?
—Me ha vinculado a ella con su sangre.
Podía sentir su propia ira en la voz de su madre.
—Ven a mí, Apostolos. Libérame y destruiré a esa perra y a las bastardas que te maldijeron.
Acheron sacudió la cabeza. Debería hacerlo. Claro que debería. No se merecían otra cosa. Pero aún así, no podía decidirse a destruir el mundo. A matar a gente inocente.
Su madre apareció ante él como una sombra traslúcida. Joseph contuvo el aliento al verla por primera vez. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Su pelo, blanco como la nieve recién caída, estaba sujeto por una corona que resplandecía de diamantes. Sus ojos pálidos y plateados remolineaban como los suyos. Su vestido negro flotaba sobre su cuerpo al extender la mano hacia él.
Intentó tocarla, pero la mano pasó a través suyo.
—Eres mi hijo, Apostolos. La única cosa en mi vida que he amado de verdad. Hubiera dado mi vida por la tuya. Ven a mí, mi niño. Quiero abrazarte.
Atesoró cada palabra que dijo.
—No puedo, Matera. No puedo si eso significa sacrificar el mundo. Me niego a ser tan egoísta.
—¿Por qué proteger un mundo que te ha dado la espalda?
—Porque yo sé lo que se siente ser castigado por cosas que no son culpa tuya. Yo sé lo que es que te fuercen a hacer cosas malas y contra tu voluntad. ¿Por qué impondría algo así a los demás?
—¡Por qué sería lo justo!
Miró hacia los cuerpos desparramados que había a su alrededor.
—No. Sólo sería cruel. La justicia de los humanos está más que servida.
Los ojos de ella llamearon con ira.
—¿Y Apolo y Artemisa?
Él rechinó los dientes ante la mención de sus nombres.
—Tienen el poder de la luna y el sol. No puedo destruirles.
Yo sí.
Y eso destruiría la tierra entera y a los que vivían en ella. Por eso no podía liberarla.
—No soy merecedor de que desates el fin del mundo, Matera.
Los ojos de ella le quemaron con su sinceridad.
—Para mí lo eres.
En ese momento, habría vendido su alma por poder abrazarla.
—Te quiero, Mamá.
—Ni de cerca a cómo te quiero yo, m’gios.
M’gios. Hijo mío. Había esperado toda su vida a que alguien le reclamara. Pero por mucho que quisiera a su madre, no terminaría con el mundo por ello.
De repente un viento frío se levantó a su alrededor, desgarrando su ropa y revolviéndole el pelo pero sin hacerle daño. El mundo a su alrededor se desvaneció y se encontró sobre suelo extraño. La imagen de su madre parpadeó a su lado.
—Esto es Katoteros. Tu derecho de nacimiento.
Frunció el ceño ante la pila de escombros.
—Está en ruinas.
Ella le lanzó una mirada avergonzada.
—Estaba un poco disgustada cuando vine.
¿Un poco?
—Cierra los ojos, Apostolos.
Confiando en ella completamente, los cerró.
—Coge aire.
Tomó aliento profundamente y entonces sintió a su madre dentro de él. Sus poderes se mezclaban con los suyos y en un parpadeo, las ruinas se juntaron para formar un hermoso palacio de oro y mármol negro. La presencia de su madre tiraba de él.
—Bienvenido a casa, palatimos. Queridísimo.
Las puertas se abrieron y Joseph las atravesó. Su ropa cambió. El pelo le creció, largo y negro y un traje largo y suelto flotaba tras él al caminar sobre el suelo de mármol blanco. Se paró ante el signo del sol atravesado por tres rayos.
Su madre se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba estudiándolo.
—El sol de oro es mi símbolo y representa el día. Los rayos de plata representan la noche. El rayo de la izquierda soy yo y el pasado, el de la derecha es tu padre y el futuro. Tú eres el rayo del centro que nos une y ata a nosotros tres y es el presente. Este es el símbolo del Talimosin y representa tu dominio sobre el pasado, el presente y el futuro.
Frunció el ceño ante el término atlante.
—¿El Heraldo?
Ella asintió.
—Tú, Apostolos. Tú eres el Talimosin. El destino final de todo. Tus palabras son ley y tu ira absoluta. Ten cuidado con lo que dices porque lo que digas, incluso sin querer, determinará el destino de la persona con la que hablas. Es una carga y nunca la hubiera puesto sobre tus hombros. Y odio a esas perras por haberlo hecho. Pero no puedo deshacer lo que se te ha dado. Nadie puede.
—Exactamente, ¿cuáles son mis poderes?
—No lo sé. Te los quité y nunca los estudié por miedo a exponerte a los otros. Sólo sé lo que las hijas de Archon predijeron. Pero aprenderás con el tiempo. Sólo desearía que vinieras a mí para poder ayudarte hasta que seas más fuerte.
—Matera...
—Ya lo sé —alzó la mano—. Te respeto por ser el hombre que eres y estoy orgullosa de ti. Pero, si cambias de opinión, sabes dónde estoy.
Él le sonrió.
—Entretanto, todo esto es tuyo.
Joseph miró a las estatuas y de alguna manera, supo quiénes eran todos y cada uno de ellos. Aproximándose a las puertas doradas, vio la imagen de su madre a la izquierda y de Archon a la derecha.
A través de las puertas abiertas vio los restos de los dioses donde su madre los había atacado. Estaban congelados en el horror de sus últimos momentos.
Su madre no mostró el más mínimo remordimiento por lo que les había hecho.
—Si su vista te molesta, hay una habitación bajo la sala del trono donde puedes ponerlos. Mientras yo estoy encerrada en Kalosis, mis poderes no me permiten llevarlos allí. Pero tú no deberías tener problemas.
Cerrando los ojos, deseo que las estatuas no estuvieran. En un instante, habían desaparecido. No tenía ninguna gana de ver las imágenes de la gente que le quería muerto.
Su madre sonrió aprobadora.
—Deberías tener la habilidad de ir y venir del reino de los humanos a éste a voluntad. Encontrarás que Katoteros es un sitio grande con áreas inexploradas. En las cumbres de las montañas hace mucho viento... y en el punto más al norte puedes oír la voz de tu abuela, el Viento del Norte. Zenobi te susurrará y te ayudará en mi ausencia. En cualquier momento que necesites consuelo, ve allí y deja que te abrace.
—Gracias, Matera.
—Debo irme ya y dejar que te adaptes. Si me necesitas, llama y apareceré.
Inclinó la cabeza ante ella mientras se desvanecía y le dejaba solo en este lugar extraño.
Era tan extraño estar aquí que le llevó un tiempo acostumbrarse. Cerrando los ojos, podía ver a los dioses como habían sido. Oía el eco de sus voces en el más débil de los susurros. Y cuando abrió los ojos, se habían ido y no oía nada.
Se movió por la habitación y se dio cuenta de que llevaba una especie de calzas de cuero.
Pantalones.
Qué extraño saber los nombres de todo y de todos sin siquiera intentarlo. Cualquier información que necesitara, la tenía instantáneamente.
Cruzando la habitación, se aproximó al trono negro y dorado... el de Archon. Una imagen del cuerpo muerto de Archon apareció en su mente. Al momento, Joseph estaba sentado en el trono, mirando la habitación resplandeciente y vacía. Aunque decorada y dorada, era estéril.
No había vida en el palacio. No había consuelo.
Se levantó y una larga vara apareció a su lado. De unos dos metros de largo, tenía su emblema en oro y plata en el extremo superior. Había palabras atlantes inscritas en la suave madera.
Por esta, el Talimosin será conocido. Luchará por él mismo y por otros. Sé fuerte.
Sé fuerte. Apretó los dientes ante las palabras que Xiamara le había susurrado. Agarrando firmemente la vara, se teletrasportó a punto más al norte de las montañas. El sol estaba empezando a ponerse y los vientos azotaban su formesta detrás de él. Agarró fuerte la vara y miró por encima del hombro hacia el palacio que se levantaba abajo.
Entonces lo escuchó.
Apostolos... siente mi fuerza. Será tuya cuando la necesites.
Sonrió siniestramente al sentir la caricia de su abuela en la piel. Su visión ahora alcanzaba mucho más que la visión humana. Sentía el pulso del universo en sus venas. Sentía el poder de la fuente primordial y por primera vez asumió su lugar en el cosmos.
Soy el dios Apostolos. Soy la muerte, la destrucción y el sufrimiento. Y seré el que traiga el Telikos, el fin del mundo.
Eso si conseguía aprender a utilizar sus poderes. Joseph se rió ante esta verdad.
Se dio la vuelta y empezó a descender de la montaña hacia la sala del trono del palacio de Archon. No, ahora era suyo. La tristeza se le hundió muy dentro al darse cuenta de que aunque su madre y su abuela estaban con él en espíritu, seguía estando solo en el mundo.
Completamente solo.
Se quedó congelado al oír que algo se movía detrás del trono. Era un sonido como si alguien correteara, como un roedor muy grande. Con el ceño fruncido se teletransportó hacia él, preparado para matar a lo que quiera que osara profanar su nueva casa.
Lo que encontró le dejó completamente atónito.
Era una pequeña demonio con la piel como de mármol rojo y blanco y largo pelo negro. Unos pequeños cuernos rojos sobresalían por entre los rizos enmarañados, levantó la vista para mirarle con ojos rojos bordeados de naranja.
—¿Eres tú mi akri? —preguntó con tono infantil.
—No soy el akri de nadie.
—Oh. —miró a su alrededor—. Pero akra me envió aquí. Dijo que mi akri estaría esperándome. La Simi está confusa. He perdido a mi mamá y ahora la Simi necesita a su akri. —Se sentó en el suelo y empezó a llorar.
Joseph dejó la vara y cogió en brazos a la pequeña.
—No llores. Todo va bien. Encontraremos a tu madre.
Ella negó con la cabeza.
—Akra dijo que la mamá de la Simi está muerta. Esos malvados griegos han matado a la mamá de la Simi. Ahora la Simi necesita que su akri la quiera.
Joseph la mecía dulcemente en los brazos cuando la sombra de su madre apareció ante él.
Su madre les sonrió.
—Él es tu akri, Simi.
Joseph la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Su madre era tu protectora, Xiamara. Al igual que tú, Simi está sola en el mundo, sin nadie que la cuide. Te necesita, Apostolos.
Miró aquellos ojos grandes que se tragaban la carita pequeña y redonda de la demonio. Le miró parpadeando con la misma confianza e inocencia de Apollodorus. Y estuvo perdido en aquella amorosa mirada que ni le juzgaba ni le condenaba.
—Vincúlate con él, Simi. Protege a mi hijo como tu madre me protegió.
La idea de atarse a alguien aterrorizó a Joseph. No quiera que nadie estuviera esclavizado a él.
—No quiero un demonio.
—¿La arrojarías al mundo sola?
—No.
—Entonces es tuya.
Antes de que pudiera volver a protestar, su madre se desvaneció.
Simi se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.
—Echo de menos a mi mamá, akri.
La culpa le golpeó ante sus palabras mientras la abrazaba fuerte. Si no fuera por él, su madre todavía estaría viva para cuidarla.
—¿Dónde está tu padre, Simi?
—Murió antes de que la Simi naciera.
—Entonces yo seré tu padre.
—¿De verdad? —preguntó esperanzada.
Él asintió, sonriendo.
—Te juro que no te faltará de nada.
Su inocente sonrisa le calentó el corazón.
—Entonces la Simi tiene el mejor akri-papá del mundo —le abrazó fuerte—. Simi quiere a su akri. —Tan pronto como las palabras salieron de su boca se desvaneció como su madre. Pero al desaparecer, su piel justo sobre su corazón, ardió.
Siseando, Joseph abrió su túnica y encontró un pequeño dragón de colores adornando su piel. Lo tocó con cautela y oyó la risa de Simi en su cabeza. El tatuaje emprendió una subida por la piel hacia el cuello. El movimiento le hizo cosquillas hasta que se asentó en su clavícula.
—Ahora Simi es parte de ti, Apostolos. Mientras esté en tu cuerpo no podrá hablarte a menos que la llames. Pero podrá monitorizar tus signos vitales. Si percibe que estás en peligro, aparecerá ante ti en forma de demonio para protegerte.
—Pero es sólo un bebé.
—Incluso siendo un bebé, es letal. No te equivoques. Los Carontes por naturaleza son asesinos. Estará hambrienta y deberás alimentarla a menudo. Si no lo haces, se comerá lo que tenga a mano, incluso a ti. Asegúrate de que no esté demasiado hambrienta. Y lo último que debes saber es que su especie envejece lentamente. Apenas un año de desarrollo en un humano equivale a cien años de los suyos.
Eso no sonaba bien.
—¿Qué estás diciendo?
—Tu Simi tiene unos trescientos años.
Joseph jadeó ante la información.
—¿No debería estar con otro demonio que pueda entrenarla?
—Tú eres todo lo que tiene en el mundo. Cuida de ella. Como has dicho, ahora eres su padre. Tú serás quien la enseñe todo lo que deba saber.
Joseph puso la mano sobre el tatuaje de su hombro. Era padre...
¿Pero cómo podría entrenar y proteger a su hija demonio si ni siquiera sabía cómo usar sus propios poderes?
 
 
 
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:23 pm

30 de Junio, 9527 AC
Atenas, Grecia
 
Joseph estaba desesperado por encontrar comida para Simi. Él se había despertado esa mañana después que ella le mordiera la mano. Afortunadamente, la había detenido antes que hiciera otra cosa que perforarle la piel.
—Se supone que no tienes que morder a tu padre, Simi —le dijo amable, pero firmemente.
—Pero la Simi estaba hambrienta y akri estaba acostado ahí, quieto y con aspecto apetitoso.
Y pensó que lo peor que podía pasar era verse apetitoso para los excitados humanos…
Pero ahora, mientras recorrían las calles de lo que una vez fue una gran ciudad, se dio cuenta del enorme daño que su madre había hecho en el breve tiempo que estuvo suelta. El mundo que él conocía se había ido. Caminos y edificios habían sido arrasados. La gente yacía muerta por toda Grecia…
Apollymia Katastrafia Megola.
Apollymi la Gran Destructora. Mientras una pequeña parte se sentía complacida por su amor, la otra se horrorizaba por lo que había hecho. Tantas vidas perdidas. El mundo entero disperso en ruinas. Toda la Atlántida estaba ahora perdida. La humanidad había retrocedido a la Edad de Piedra. Toda su tecnología y herramientas perdidas.
Los sobrevivientes lloraban en las calles que los dioses los habían abandonado, cuando la verdad era, que hubiera sido mejor si así hubiera sido. Todos ellos habían sido desafortunadas víctimas de una guerra que ni siquiera sabían que se había peleado.
Agarró la mano de Simi mientras caminaban por los alrededores, buscando un mercado. En forma humana, ella se veía muy similar a él. Ambos tenían largo cabello negro y  mientras su ojos eran del mismo plateado cambiante, los de ella eran de un azul claro. Parecía una pequeña niña de paseo con su papá.
—Hey Simi. Te encontré algo para que comas.
Joseph se volvió de pronto hacia la profunda voz masculina que los llamaba. Había un hombre alto, de cabello oscuro con barba espesa. Su piel era oscura como la de un Sumerio, aunque hablaba un griego impecable. Joseph mantuvo a Simi tras de él para evitar que corriera hacia él.
—¿Quién eres tú?
El hombre avanzó alrededor de una columna caída para arrodillarse frente a Simi. Puso una canasta a sus pies, descubriendo tajadas de pan, pescado y queso.
—Sé que estás hambrienta, dulzura. Tómalo.
Simi soltó un chillido de placer antes de saltar sobre la comida con saña.
El hombre se puso de pie y ofreció su brazo a Joseph.
—Mi nombre es Savitar.
Joseph frunció el ceño ante el tatuaje de un ave que marcaba su antebrazo antes que lo sacudiera.
—¿Cómo conoces a Simi?
Una esquina de su boca se levantó.
—Conozco muchas cosas, Joseph. He venido a ayudarte a que aprendas tus poderes y que comprendas a tu demonio Simi. Ella es aún demasiado joven para ser dejada a un insensible cuidado y lo último que quisiera ver es a uno de los dos herido por eso.
—Nunca la lastimaría.
—Lo sé, pero los Carontes tienen necesidades especiales que debes entender. De otra manera, ella podría morir… al igual que tú.
Joseph sintió erizarse los vellos de la nuca y no supo porqué. Había algo acerca de ese ser que chocaba con su divinidad y lo hacía cauteloso.
—¿Me estás amenazando?
Savitar rió.
—Yo nunca amenazo. Simplemente mato a los que me molestan. Relájate, Atlante. Estoy aquí como tú amigo.
Una vez que Simi hubo devorado hasta la última miga, Savitar la tomó en sus brazos para cargarla mientras caminaban entre las derrumbadas calles.
—Ella es impresionante, ¿no?
—¿Mi madre o Simi?
Savitar rió.
—Ambas, pero yo estaba hablando de tu madre.
Joseph miró alrededor y suspiró ante la destrucción que su madre había causado.     
—Sí, lo es —Y mientras caminaban Joseph se dio cuenta de algo—. No puedo escuchar tus pensamientos.
—No, no puedes. Y nunca lo harás. Encontrarás que algunos de los altos seres del universo serán silenciosos para ti. Algunos dioses, demonios y otras criaturas especiales. Todos tenemos secretos, pero será reconfortante para ti saber que la mayoría tampoco serán capaces de escuchar los tuyos.
Eso era reconfortante.
—¿Tú puedes escucharlos?
—La respuesta que buscas es no, pero la verdad es, que te escucho, Joseph, y sí, sé todo sobre tu pasado.
Él maldijo ante lo que no quería enterarse.
—¿Qué hay de los otros? ¿Ellos conocerán mi pasado?
—Algunos lo harán —Savitar cambió a Simi de brazo, luego hizo una pausa para mirarlo—. A mí no me interesa tu pasado, Joseph. Es tu futuro lo que me importa de ti. Quiero estar seguro que tienes uno y que comprendes cuán importante eres para el balance de poder.
—¿Balance de poder? No entiendo.
—Apolo maldijo a sus Apolitas.
—Y mi madre los asesinó a todos.
Savitar sacudió su cabeza.
—Muchos murieron con la Atlántida, pero hay miles de ellos que están desperdigados por el Mediterráneo y que viven en otros países ahora, entre ellos el propio hijo de Apolo, Strykerius. Todos ellos han sido malditos para morir en su vigésimo séptimo cumpleaños. Todos ellos.
—Entonces, ¿cómo es que tienen un problema? Si ellos morirán en algunos años, estarán extintos.
Savitar acarició la cabeza de Simi antes de reanudar la caminata.
—No van a morir, Joseph. Vivirán y procrearán muchas veces.
—¿Cómo?
Savitar suspiró antes de responder.
—Una diosa los guiará y les enseñará cómo cazar las almas humanas para eludir la maldición de Apolo.
Joseph estaba impactado.
—No entiendo. ¿Por qué alguien haría tal cosa?
—Porque el universo es complicado y hay un delicado balance en todas las cosas que debe ser mantenido.
—Sí, pero si tú sabes que esas personas morirán, ¿no puedes detener a la diosa que los enseñará?
—Podría. Pero eso podría deshilar la esencia misma del universo.
La frustración corrió a través de Joseph. No entendía. ¿Cómo alguien fallaría en ayudar a otro si tenía el poder para hacerlo?
Savitar tomó una piedra del suelo y la sostuvo en su mano.
—Dime, ¿qué sucedería si yo arrojo esto con todo mi poder?
Joseph frunció el ceño hasta que vio la imagen en su cabeza. Era la piedra viajando a través del aire… aceleró hasta que golpeó a un hombre en el hombro, hiriéndolo. No, no cualquier hombre. Un soldado. Su brazo ahora inservible, la herida hecha por la piedra lo forzó a empezar a rogar…
Ocho personas murieron porque el soldado ya no pudo protegerlos en batallas que ni siquiera se pelearían en años venideros. Pero fueron esas personas quienes murieron…
—Y esto continúa sin cesar —dijo Savitar—. Una pequeña decisión: ¿arrojo la piedra o la suelto? Y miles de vidas cambian por una inocua decisión. —Él dejó que la roca cayera al suelo.
Era ahora inofensiva otra vez y la historia se escribió como se suponía que debía ser.
Savitar sonrió a Simi quien se había quedado dormida en sus brazos.
—Tú y yo estamos malditos en comprender cómo la más pequeña de las decisiones hechas por cada ser puede afectar al resto del universo. Yo sé que lo que debería suceder… necesita suceder. Y si yo detengo algo tan simple como arrojar una piedra, eso podría arrastrar fatales consecuencias. Sin embargo, a diferencia de ti, no veo el futuro hasta después que actúo. En el momento en que hago algo, entonces veo todo desplegado desde ese punto. Eres afortunado. Tú ves al futuro antes de actuar. 
—Pero no vi la muerte de mi hermana.
—No. Los Destinos Griegos, cuando te maldijeron, te cegaron al futuro de los más cercanos a ti. Cualquiera que te importe será tú punto ciego.
—Eso no está bien.
—Bueno, muchacho, refuérzate. Esto es aún peor. Tampoco serás capaz de ver tu propio futuro o el futuro de alguien que impacte seriamente el tuyo.
Joseph apretó los dientes ante esa injusticia.
—¿Tú puedes verlo?
—Es por lo que estoy aquí.
—Entonces dime lo que ves.
Savitar negó con la cabeza.
—Sólo porque puedas, no significa que debas. Si supieras lo que hay en tu porvenir, evitarías hacer las mismas cosas que debes hacer a fin de que todo se desarrolle apropiadamente. Una pequeña e inocua decisión y tu destino se verá alterado para siempre.
—Pero tú puedes ver tu futuro.
—Sólo después de haberlo puesto en acción y no puedo cambiarlo.
Joseph sacudió su cabeza mientras deliberaba quien estaba más maldito. El que estaba ciego o el que veía pero no tenía poder de detenerlo.
Savitar lo palmeó en la espalda.
—Sé cuán confuso debe ser para ti tener todo este poder y conocimiento y no saber cómo canalizarlo. O desaparecerlo.
Joseph asintió.
—Es difícil.
Savitar sonrió.
—Es por eso que la primera cosa que voy a enseñarte es cómo pelear.
—¿Por qué pelear?
Savitar se reía mientras caminaban.
—Porque vas a necesitarlo. Una guerra se aproxima, Joseph, y debes estar preparado.
—¿Una guerra? ¿Qué clase de guerra?
Savitar se rehusó a contestar. En vez de eso, sacudió a Simi para despertarla.            
—Pequeña, necesito que regreses con tu akri y estés con él mientras pelea. No te preocupes, es sólo una lucha fingida. No es necesario que salgas a protegerlo.
Simi asintió adormecida antes de obedecer. Ella se encajó en el brazo de Joseph.
—Muévete, Simi —le dijo Savitar—. Ve a su cuello donde no seas golpeada.
Joseph se frunció ante sus órdenes.
—¿Puede sentir un golpe cuando está en mi piel?
—Sí. Y si ella es apuñalada mientras está allí y eso te hiere, la herirá a ella también. Protege a tu demonio, chico.
Lo siguiente que Joseph supo, es que estaban en una playa.
—¡Takeshi!— gritó.
Un humo negro se arremolinó en la tierra.
Joseph dio un paso atrás cuando el humo se aclaró revelando a un hombre en armadura como nunca había visto antes. Rojo sangre, estaba hecha en brillante metal. Escandalosas cuchillas talladas se curvaban sobre sus hombros mientras una pieza del cuello llegaba a cubrir la parte inferior de su cara. Todo lo que podía verse eran sus ojos y un rojo tatuaje ornamental que estaba dibujado a través de su frente.
Su cabello negro tenía puntas teñidas de rojo. Sus ojos exóticamente inclinados como un gato salvaje, eran profundos, rojo sangre. Pero en el momento en que esos ojos se centraron en Savitar, se iluminaron con amistad. El metal alrededor de su cuello se dobló hacia debajo de su hermoso rostro mostrando a un hombre no mayor de un año o dos que Joseph.
—Savitar-san —lo saludó con una sonrisa torcida—. Ha pasado mucho tiempo.
Savitar inclinó su cabeza hacia él.
—Y llamando por un favor.
Con una mano descansando en la empuñadura de su espada, Takeshi chasqueó mientras observaba alrededor de la playa.
—Sav, tienes que dejar de hacer esto. Me estoy quedando sin sitios para poner los cuerpos.
Savitar rió.
—Nada de eso. —Dio un paso atrás para permitir que los dos se evaluaran—. Takeshi, te presento a JosephJoseph, este es Takeshi-sensei. Escúchalo y él te enseñará a luchar en formas que no puedes imaginar.
Takeshi estrechó su mirada sobre Joseph.
—¿Me harías entrenar a un nuevo dios?
Savitar se inclinó y susurró a Takeshi algo que no pudo oír.
Takeshi asintió.
—Como desees, hermano. —Acercándose a Joseph, sonrió y golpeó el bordón de las manos de Joseph. Dejó escapar un suspiro de descontento—. Tengo mucho que enseñarte. Ven y aprende el arte de la guerra del que lo inventó.
Arrogante, Joseph avanzó hacia él, después de todo era un dios, seguramente podía pelear. Al menos eso pensaba hasta que Takeshi lo fijó en la tierra con un movimiento tan rápido que ni siquiera se dio cuenta que el hombre había entrado en acción hasta que no estuvo de cara en la arena.
—Nunca quites los ojos de tu oponente —dijo Takeshi dando un paso atrás para permitir a Joseph levantarse—. Y nunca pienses que no tienes que trabajar por una victoria. Aún ahora, podrías sorprenderme.
Joseph frunció el ceño.
Takeshi puso los ojos en blanco.
—Sorpréndeme Atlante. Ataca. Esto no es un baile de fiesta.
Joseph fue hacia él y otra vez,  aterrizó de cara en la arena.
—Sabes, esto no me está dando confianza. De hecho, creo que simplemente me tiraré aquí un rato y tomaré el sol.
Takeshi rió y luego lo palmeó en la espalda.
—Levántate, Joseph. —Miró sobre su hombro a Savitar que estaba ahora sentado en una roca observándolos—.No se enoja fácilmente. Eso es bueno.
Joseph rió amargamente.
—Sí, soy más de un lento cocer hasta que el hervor lo arruina todo, hombre.
Takeshi giró hacia Joseph y le extendió su bordón.
—Sólo recuerda, la ira es siempre tu enemiga. Debes mantener tus emociones bajo control. En el momento en que pierdes el control de ellas, pierdes la lucha siempre.
Joseph dio vueltas a la barra alrededor y lo llevó en un bloqueo defensivo.
Takeshi le chasqueó.
—Siempre sé el atacante. Un defensor nunca gana.
—Los defensores consiguen que les pateen los traseros. —dijo Savitar—. Créeme. Tengo impresiones de la grieta en cada par de zapatos que poseo.
Takeshi le arqueó una ceja.
—¿Quieres enseñarle tú?
—La verdad es que no.
—Entonces cállate o agarra una espada y ven a ayudarme.

El humor escapó de la cara de Savitar. 
issadanger
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:27 pm

30 de Junio, 9527 AC


Atenas, Grecia Parte 2


—¿Eso es un desafío?
—Lo sería, si no fuera porque sé que es un hecho que eres demasiado perezoso para levantar una.
—¿Perezoso? ¿Mesoula?
—Eqou —lo insultó Takeshi.
Savitar se transportó de la roca, a pararse frente a Takeshi con una espada que, Joseph, no había visto nunca. Él arremetió contra la armadura de Takeshi. Lo siguiente que supo es que ambos estaban en guerra.
Takeshi se mofó.
—Ah, peleas como un demonio afeminado.
—¿Demonio afeminado? ¿Habrás visto alguna vez un demonio afeminado?
—Maté tres esta mañana.
Savitar abanicó hacia su garganta. La hoja silbó a través del aire, fallando por poco la nuez del hombre.
Sintiéndose ignorado, pero agradecido de no estar en medio de esa titánica reyerta, Joseph fue a sentarse en la roca que Savitar había dejado vacante.
Savitar empujó a Takeshi hacia atrás.
—Tu madre fue una pastora de cabras.
—Es una honorable profesión.
—Sip, para una cabra.
Takeshi abanicó alrededor y pateó a Savitar. Savitar reaccionó y regresó con un movimiento hacia arriba que apenas falló el destriparlo.
Takeshi negó con la cabeza.
—¿Has estado bebiendo esta mañana? ¿Cómo pudiste fallar? Juro que he luchado con mujeres ancianas con mejores reflejos.
—El hecho que pelees con mujeres ancianas me dice lo oxidado que te has vuelto. ¿Qué? ¿Tu ego necesitaba un empujón y fueron las únicas que pudiste encontrar para golpear?
—Savitar, Savitar, Savitar. Al menos gané. ¿No fuiste tú quien le lloró al consejo que viniera a salvar tu trasero del ataque de uno de cuatro años?
Savitar boqueó con furia fingida.
—Demonio tarranino… de cuatro años. No olvides la parte más importante. Esos bastardos son incubados hasta adultos y no era sólo uno. Era un enjambre de ellos.
—¿Así que admites que tuviste ayuda?
—Oh, se acabó, sensei. Estarás probando la arena…
Joseph sacudió su cabeza ante sus bromas. Mientras se daban duro el uno al otro, había un espíritu de buena naturaleza que le dejaba saber que no decían en serio ninguna palabra. Es como si estuvieran entrenando con palabras de la misma manera con que entrenaban con sus espadas.
Honestamente, lo asombraban. Nunca había tenido un amigo con quien hacer eso. Los envidiaba.
Savitar se zafó de una fea llave de lucha libre.
—Hey, ¿no estamos olvidando algo?
—¿Tu dignidad?
Savitar puso sus ojos en blanco.
—No, me estás confundiendo contigo otra vez.  Él apuntó a donde Joseph estaba sentado— ¿No se supone que debes entrenarlo a él?
Takeshi dejó salir un insultante resoplido.
—Así que admites mi superioridad desviando mi atención al neófito…
—No admito una mierda. Simplemente estoy apuntando al hecho que tú y yo ya sabemos cómo pelear y él no. Sería una buena idea que él aprendiera.
—Verdad. —Takeshi puso la espada atravesada sobre sus hombros donde la sostuvo con ambas manos y sonrió a Joseph—. ¿Estás listo para empezar de nuevo?
—Seguro. Mi ego ya ha tenido el tiempo suficiente para recobrar un mínimo de dignidad. Asegurémonos de aplastarlo de nuevo antes que me confunda a mí mismo con un dios.
Takeshi rió.
—Él me gusta, Savitar. Encaja con nosotros.
—Es por eso que te llamé. —Savitar entregó su espada a Joseph—. Buena suerte, muchacho.
—Gracias.
Joseph pasó el resto del día entrenando con Takeshi quien debía ser el peor mandamás que hubiera nacido nunca. Él lo trabajó hasta que Joseph estuvo seguro que caería de puro agotamiento. Para el momento en que el sol se puso y estuvo libre para descansar, su cuerpo entero sufría.
Aún así, se sentía más confiado de sus habilidades de lo que había estado antes.
Savitar le entregó su bordón.
—Ve a Katoteros y empezaremos de nuevo en la mañana.
Aún inseguro de por qué Savitar lo estaba ayudando, deseó al Ser… Mayor… buenas noches y regresó a casa.
Joseph se paró en corto cuando vio a Artemisa en el salón de trono esperando por él.  
—¿Qué es lo que quieres?
—No te he visto en días.
—Y qué cosa más hermosa ha sido.
Ella estrechó su mirada.
—Te dije que tenías que alimentarte de mí.
Joseph la miró fríamente.
—Creo que prefiero ser un monstruo sádico… como tú.
Ella le torció el labio.
—Así que eso es todo entonces. Simplemente vas a ser cruel conmigo.
—¿Cruel contigo? ¿Cruel? —repitió furiosamente—. ¡Jódete Artemisa! —Sus palabras fueron marcadas por un viento tan fuerte, que la tiró al suelo de culo. Él se acercó y vio el miedo en sus ojos. Hubo un tiempo en que el miedo podría haber encendido la culpa y la compasión dentro de él. Hoy sólo lo molestaba—. Estaba destrozado en el suelo por tu hermano mientras tú observabas. Entonces, cuando finalmente estaba feliz en algún lugar, los dioses lo prohíban, me engañaste para beber tu sangre para atarme a ti. ¿Y tú piensas que soy cruel? Perra, por favor, tú no has visto aún la crueldad.
Ella cubrió sus oídos con sus manos y se abatió en el suelo.
Que efectivamente logró convertir su ira y aplacarla ya que tenía un poco de lástima por ella y se odió a sí mismo por ello. Ella no se merecía su lástima. Sólo su desprecio.
—Te amo, Joseph.
Él se mofó.
—Si eso que me muestras es amor, preferiría que me odiaras y que terminaras conmigo.
Ella estalló en lágrimas.
Joseph inclinó su cabeza hacia atrás y maldijo el hecho que aquellas lágrimas lo afectaran. ¿Por qué se preocupaba? ¿Qué carajo estaba mal con él que en realidad lo que quería era confortarla?
Soy incluso más defectuoso de lo que ella es.
Él estrelló el bordón contra el piso, haciéndola llorar aún más fuerte.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Artie?
—Quiero a mi amigo de regreso.
—No —dijo él amargamente—. Lo que quieres es a tu mascota de regreso. Nunca fui tu amigo. Los amigos no se avergüenzan unos de otros. No viven con el temor que otras personas los vean juntos.
Ella lo miró con sus ojos verdes nadando en lágrimas.
—Lo siento. Ahí está, lo dije. Desearía volver y reparar todo lo que ha sucedido. Pero no puedo. Desearía poder salvar a nuestro sobrino. Desearía haber sido más decente contigo. Desearía… — ella hizo una pausa, pero fue demasiado tarde. Él lo escuchó alto y claro.
—Que no hubiera sido una puta. Créeme, lo que sientes acerca de eso es una minucia en comparación con mis sentimientos. Tú nunca has sido degradada y usada. Soy yo quien tiene que vivir con el pasado. No tú. Deberías estar agradecida que esas pesadillas no disturben tu sueño.
—Yo tengo mis propias pesadillas, gracias.
Tal vez sí. Después de todo, ella fue la desgraciada niña que tuvo que soportar a Apolo.
Ella lo miró.
—La comida ya no te puede sostener más, Joseph. Ni siquiera tienes que comer comida humana. Pero sí tienes que alimentarte de mí o revertirás la Profecía del Destructor. No tendrás ninguna compasión por el mundo y lo destruirás.
Un músculo se tensó en su mandíbula. Quería llamarla mentirosa, pero él conocía la verdad. Ya sentía las violentas urgencias en su interior. Y la odió por su “regalo”.
Maldiciendo, le extendió su mano.
Ella la tomó y él tiró de ella para ponerla de pie y atraerla a sus brazos. Entonces, justo cuando empezaba a devastar su garganta, retrocedió y la mordió con gentileza.
Al final del día, él no era un monstruo. No podría brutalizarla aún cuando lo mereciera.
Él le había hecho una promesa, y aunque haya sido un ladrón y una puta, no era un mentiroso. No se serviría de ella, como ella se había servido de él. Siempre sería mejor que eso.
Artemisa jadeó cuando sintió los poderes de Joseph surgir a su alrededor. Su piel veteada de azul mientras bebía de ella. El calor de su aliento en su piel encendió su deseo, pero cuando trató de quitarle la ropa, él la detuvo.
No estoy de humor para jugar con la comida, Artemisa.
Ella cerró sus ojos mientras escuchaba su voz en su cabeza.
Cuando tomó lo que debía para llenarse, dio un paso atrás alejándose de ella. Sus ojos eran de un brillante rojo mientras se limpiaba la sangre de los labios.
—Necesito un tiempo lejos de ti.
Esas palabras se deslizaron a través de ella.
—¿Qué estás diciendo?
—Envíame una kori con tu sangre.
—No.
Esta vez, él se volvió hacia ella con todos sus poderes encendidos.
Artemisa se encogió ante la visión de su verdadera forma de dios. Era colosal y aterrador.
—Harás como yo lo ordeno —gruñó de entre sus colmillos—. Me trajiste de vuelta contra mi voluntad y no me dirás como vivir esta nueva vida. ¿Entendiste?
Ella asintió lentamente mientras su corazón se rompía otra vez ante lo que había perdido.
—Mientras me estás diciendo lo que debo hacer, deberías saber que cuando te traje de regreso, Nick volvió contigo. Y él está lleno, incluso con más furia y odio que tú.
Joseph maldijo ante la mención de su gemelo.
—¿Dónde está él?
—Está en la Isla Desvanecida bajo el cuidado de un dios que me debe un favor. No puede lastimar a nadie donde está y es un buen lugar con todos sus deseos cumplidos.
—Entonces déjalo ahí. No tengo deseos de volver a ver su cara.
—Más bien difícil, ¿no?
Él torció sus labios ante el recordatorio.
—No me presiones, Artie. Estoy a un paso del borde y no me costaría mucho atravesarlo. Créeme, no me quieres ahí. Ahora vete fuera de mi vista. No quiero nunca volver a verte aquí en mis dominios.
Sus lágrimas empezaron a caer de nuevo, pero esta vez no le afectaron. Se rehusó a permitir eso. Ella lo había cambiado del hombre que había sido.
La puta había muerto y el dios de la destrucción había nacido. Maldito. Odiado. Poderoso. Letal.
Su odio por el mundo estaba tallado en su corazón. Su pasado era un peso que cargaba en su espalda y su futuro era incierto.
Tenía enemigos en abundancia que lo querían muerto, una madre enojada que quería escapar para destruir al mundo, un bebé demonio que tenía que alimentar cada pocas horas, dos lunáticos que lo entrenaban para una guerra que ni siquiera podía explicar y una diosa excitada que lo quería encadenado al poste de su cama.
Sip… era “bueno” estar de vuelta en el reino mortal. No podía esperar para ver lo que el mañana traería. Era muy malo que no tuviera una advertencia de su lugar en él.
Condenados Destinos… sus hermanas que lo traicionaron y condenaron a esta existencia.
Un día, les haría pagar en retribución a esas perras.
 
 
 
 
 

 
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:29 pm

10 de Abril, 9526 AC
Monte Olimpo
 
Joseph no sabía por qué había acordado encontrarse con Artemisa. El sólo pensamiento de verla en ese momento era suficiente para ponerlo físicamente enfermo… si él pudiera enfermarse. Durante casi un año había estado limpiando el caos de Apolo. Había infinidad de Apolitas convirtiéndose en Daimons chupa almas a diario.
No es que los culpara realmente. Había sido un grupo pequeño de hombres los que la reina Atlante había enviado para asesinar a su hermana y su sobrino. Celosa por el hecho que Apolo ya no regresara a su cama, la reina Atlante vertió todo su veneno sobre Ryssa. En medio de la noche, los hombres de la reina habían entrado al dormitorio de Ryssa, asesinándola mientras estaba alimentando a Apollodorus.
Después que Apolo terminara de matar a Joseph, el dios se volvió sobre la misma raza que había creado. Como los asesinos habían hecho parecer como si un animal hubiera desgarrado a Ryssa y Apollodorus, Apolo los maldijo a alimentarse unos de otros. Sólo la sangre Apolita podía sostenerlos ¿Qué es lo que había entre Apolo, Artemisa y la sangre?
Como si no fuera suficiente con la maldición, Apolo los había desterrado del sol, así no podría verlos nunca más ni recordar su traición. Y para no quedarse atrás, había condenado a la raza entera a morir lenta y dolorosamente en su cumpleaños veintisiete, la misma edad que Ryssa había tenido.
Dada la severidad con que los castigó, Joseph podría haber pensado que el dios amó a su hermana Ryssa. Él lo sabía mejor. Apolo no era capaz de amar más de lo que Artemisa lo hacía. No era más que una demostración de poder. Una advertencia a quienes pensaran volverse contra él, decía que había destruido la Atlántida para vengarse de los Apolitas.
Estúpido bastardo. Y estúpida la gente por creer en sus mentiras.
Joseph guardó silencio, no para proteger al dios, sino porque la patética arrogancia de Apolo lo divertía.
Por su propia estupidez el dios iba a ser deshecho. Incluso ahora la madre de Joseph estaba sentada en su prisión planeando la muerte del dios… junto con la de Artemisa. Apenas había Apolo condenado a su pueblo, Apollymi había ido con Strykerius, el condenado hijo de Apolo, y le había mostrado cómo eludir la muerte tomando las almas humanas dentro de los cuerpos Apolitas y así prolongar la vida.
Con razón Savitar había rehusado decir el nombre de la diosa contra la que Joseph debería luchar.
Su propia madre. Ella era la que dirigía el ejército Daimon que se estableció para su propia venganza. Debió haberlo sabido.
Pero entonces su revancha había sido más directa. Él cazó a todos quienes habían asesinado a su hermana y sobrino, aquellos que habían sobrevivido el ataque de su madre, y los había hecho desear nunca haber nacido con terminaciones nerviosas.
Ahora estaba en guerra con su madre.
Joseph suspiró pesadamente.
—Un día, voy a matar a esos condenados Destinos.
Pero no sería hoy. Hoy se iba a encontrar con Artemisa para ver por qué había estado chillando y amenazando con matarlo todos estos pasados meses. Entre ella y su madre lo abrumaban, esta era la primera vez desde que había muerto que su cabeza estaba libre de su incesante acoso.
Sintió la ondulación de poder bajar por su columna lo que anunciaba su llegada. Se tensó ante la expectación de escuchar su malhumorada voz. Cuando ella no empezó a gritarle, giró su cabeza para encontrarla vacilante.
—¿Por qué estás nerviosa, Artemisa?
—Estás muy diferente ahora.
Él rió ante su agudo sentido de percepción. Él era diferente ahora. No más un sumiso esclavo, sino un enojado dios que sólo quería que lo dejaran en paz.
—No me gusta tu cabello negro.
Él le lanzó una cómica mirada.
—Y a mí no me gusta tú cabeza sobre tus hombros. Supongo que no podemos tener lo que queremos, ¿no? —Estrechó su mirada sobre ella—. No tengo tiempo para esta mierda. Si lo que quieres es mirarme tontamente, entonces puedes admirar mi espalda mientras me alejo de ti.
Él dio la vuelta.
—¡Espera!
En contra de su mejor juicio, vaciló.
—¿Para qué?
Ella se acercó a él como si estuviera aterrorizada.
—Por favor no estés furioso conmigo, Joseph.
Él rió amargamente ante sus palabras.
—Oh, furia, ni siquiera empieza a describir cómo estoy contigo. ¿Cómo te atreves a traerme de regreso?
Ella tomó aire mientras sus facciones se tensaban.
—No tuve opción.
—Todos tenemos opciones.
—No, Joseph. Nosotros no.
Como si él lo creyera. Ella siempre había sido egoísta y vana y no dudaba que esa fuera la razón por la que había sido traído de vuelta en vez de haber sido dejado muerto.
—¿Es por esto que me has convocado? ¿Quieres disculparte?
Ella sacudió su cabeza.
—No lamento lo que hice. Lo haría de nuevo una y otra vez en una libra de corazón.
—Latido —gruñó él, corrigiéndola.
Ella despidió la palabra con la mano.
—Quiero que haya paz entre nosotros.
¿Paz? ¿Estaba loca? Era afortunada que no la matara en ese momento. Si no fuera por el temor de lo que podría suceder, ya lo habría hecho.
—Nunca habrá paz entre nosotros. Jamás. Hiciste añicos cualquier esperanza de eso cuando observaste a tu hermano asesinarme y rehusaste a hablar en mi nombre.
—Tuve miedo.
—Y fui masacrado y destripado como un animal en sacrificio. Discúlpame si no siento tu dolor. Estoy demasiado ocupado con el mío. —Giró para dejarla cuando ella lo detuvo de nuevo.
Fue entonces que escuchó el gimotear de un bebé. Frunciendo el ceño, vio con horror cómo sacaba un infante de entre los pliegues del peplo.
—Tengo un bebé para ti, Joseph.
Tiró su brazo lejos de ella mientras la furia quemaba cada parte de él.
—¡Maldita perra! ¿De verdad pensaste que podrías alguna vez reemplazar a mi sobrino a quien dejaste morir? Te odio. Siempre te odiaré. Por una vez en tu vida, haz lo correcto y devuelve eso con su madre.
Entonces ella lo abofeteó con fuerza suficiente como para partirle los labios.
—Ve y púdrete, bastardo sin valor.
Riendo, se limpió la sangre con el dorso de la mano mientras le lanzaba una mirada venenosa.
—Puede que sea un bastardo sin valor, pero mejor que ser una puta frígida que sacrificó al único hombre que alguna vez la amó porque era demasiado egoísta para salvarlo.
La mirada en su cara lo chamuscaba.
—Yo no soy la puta aquí, Joseph. Lo eres tú. Comprado y vendido a cualquiera que pudiera pagar por tu tarifa. Cómo te atreves a pensar por un minuto que alguna vez fueras digno de una diosa.
El dolor de esas palabras abrasó permanentemente un lugar en su corazón y alma.         
—Tienes razón, mi Señora. No soy digno de ti o de alguien más. Sólo soy un pedazo de mierda arrojada desnuda a la calle. Perdóname por haberte ensuciado.
Entonces se desvaneció.
Su relación estaba acabada. No había poder en el universo que lo hiciera volver a hablarle.
Necesitas su sangre.
¿Y qué? Dejar que el mundo muera para lo que a él le importaba. Mejor que todo el mundo pereciera que pasar cinco minutos esclavizado a esa perra. Ya estaba cansado de ser el chivo expiatorio. Por una vez iba a pensar en él y que el resto se jodiera.
—Estoy fuera, Artemisa. Completamente fuera.

 
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:32 pm

Grecia, 7382 AC
 
Joseph sintió una presencia detrás de él. Giró en redondo, con el bastón listo para golpear, esperando que fuera otro Daimon atacándolo.
No lo era.
En cambio, encontró a Simi colgando boca abajo de un árbol, sus largas alas de murciélago color burdeos plegadas contra su aniñado cuerpo. Vestía una holgada túnica griega negra que ondeaba suavemente con la brisa de la noche. Sus ojos rojo sangre brillaban de forma misteriosa en la oscuridad, mientras su larga trenza negra se balanceaba desde su cabeza, hasta el suelo.
Joseph se relajó, y apoyó uno de los bordes de su bastón sobre la húmeda hierba mientras la observaba.
—¿Dónde has estado, Simi?  —preguntó con dureza. Había estado llamando al demonio Caronte durante la última media hora.
—Oh, sólo dando una vuelta, akri, —dijo ella, sonriendo mientras se balanceaba hacia atrás y delante en la rama. —¿Akri me extrañó?
Joseph suspiró. Amaba a Simi más que a su vida, pero deseó haber tenido un demonio maduro como acompañante. No uno que aún a los cinco mil años de edad, funcionaba al nivel de una niña de cinco años.
Pasarían siglos antes de que Simi madurara completamente.
—¿Entregaste mi mensaje? —preguntó.
—Sí, akri, —dijo ella, usando el término atlante para mi señor y amo. —Lo entregué tal como tú dijiste, akri.
La piel detrás del cuello de Joseph se erizó. Había algo en su tono que lo inquietaba.
—¿Qué hiciste, Simi?
—La Simi no hizo nada, akri. Pero...
Él esperó mientras ella miraba nerviosamente alrededor.
—¿Pero? —insistió.
—La Simi tuvo hambre en su camino de vuelta.
Él se congeló de terror.
—¿A quién te comiste esta vez?
—No era un quién, akri. Era algo que tenía cuernitos en su cabeza como yo. De hecho, había un montón. Todos tenían cuernitos y hacían un extraño sonido… mu-mu.
Frunció el ceño con su descripción.
—¿Quieres decir vacas? ¿Comiste ganado?
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Eso es, akri. Comí ganado.
¿Entonces por qué parecía tan preocupada?
—Eso no es tan malo.
—No, de hecho fue bastante bueno, akri. ¿Por qué no le hablaste a la Simi sobre las vacas? Son muy sabrosas cuando están asadas. A la Simi le gustaron mucho. Necesitamos conseguirnos algunas mu-mus. Creo que cabrían en la casa.
Ignoró su último comentario.
—Entonces ¿por qué estás preocupada?
—Porque ese hombre realmente alto con un solo ojo salió de una cueva y le estaba gritando a la Simi. Él dijo que la Simi era malvada por comer las vacas y que tendría que pagar por ellas. ¿Qué significa eso, akri? ¿Pagar? La Simi no sabe nada sobre pagar.
Joseph deseaba poder decir lo mismo.
—Ese hombre realmente grande, ¿era un cíclope?
—¿Qué es un cíclope?
—Un hijo de Poseidón.
—Oh verás, eso fue lo que dijo. Sólo que él no tenía cuernitos. En cambio, tenía una enorme y calva cabeza.
Joseph no quería discutir sobre la gran cabeza calva del cíclope con su demonio. Lo que necesitaba saber era qué hacer para corregir el voraz apetito de ella.
—Entonces, ¿qué fue lo que te dijo el cíclope?
—Que estaba furioso con la Simi por comerse el ganado. Dijo que las vacas cornudas pertenecían a Poseidón. ¿Quién es Poseidón, akri?
—Un dios griego.
—Oh mira entonces, la Simi no está en problemas. Sólo mato al dios griego y todo estará bien.
Tuvo que esconder su sonrisa ante ella.
—No puedes matar a un dios griego, Simi. No está permitido.
—Aquí vas de nuevo, akri, diciendo que no a la Simi. No comas eso, Simi. No mates eso, Simi. Quédate aquí, Simi. Ve a Katoteros, Simi, y espera a que te llame. —Ella cruzó los brazos sobre su pecho y le lanzó una severa mirada con el entrecejo fruncido—. No me gusta que me digan no, akri.
Joseph hizo una mueca ante el dolor que se estaba iniciando detrás de su cráneo. Deseó que se le hubiese dado un loro como mascota en su veintiún cumpleaños. El demonio Caronte iba a ser su muerte... otra vez.
—¿Y por qué estás llamando a la Simi, akri?
—Quería tu ayuda con los Daimons.
Ella se relajó y volvió a mecerse en su rama.
—Tú no pareces necesitar ninguna ayuda, akri. La Simi piensa que te ocupaste bastante bien de ellos por tu cuenta. Me gustó particularmente la manera en que ese Daimon giró en el aire antes de que lo mataras. Muy lindo. No sabía que eran tan coloridos cuando explotaban.
Ella se deslizó de la rama y fue a pararse a su lado.
—¿Adónde vamos ahora, akri? ¿Llevarás a Simi a algún lugar frío otra vez? Me gustó ese último lugar al que fuimos. La montaña era muy bonita.
¿Joseph?
Él hizo una pausa mientras sentía a Artemisa convocándolo. Dejó salir otro largo y sufrido suspiro.
Durante dos mil años, había estado ignorándola.
Sin embargo insistía en llamarle.
Hubo un tiempo donde lo buscaba en “carne y hueso”, pero él le había bloqueado esa habilidad.
Su telepatía mental con él era el único contacto que no podía romper completamente.
—Ven, Simi, —dijo, comenzando su viaje que lo llevaría de vuelta a Therakos. Los Daimons habían instalado allí una colonia donde estaban cazando a los pobres griegos que vivían en un pequeño pueblo.
Joseph. Necesito tu ayuda. Mis nuevos Dark-Hunters  necesitan un entrenador.
Se congeló ante las palabras de Artemisa.
¿Nuevos Cazadores Oscuros? ¿Qué infiernos era eso?
—¿Qué has hecho, Artemisa? —su voz susurró al viento, viajando al Olimpo donde ella esperaba en su templo.
Así, me hablas. Él escuchó alivio en su tono. Había empezado a preguntarme si oiría el sonido de tu voz de nuevo.
Joseph frunció el labio. No tenía tiempo para esto.
¿Joseph?
La ignoró.
Ella no captó la indirecta.
La amenaza Daimon se está esparciendo más rápido de lo que puedes contenerla. Necesitas ayuda, y te la estoy ofreciendo.
Él se mofó ante la idea de su ayuda. Las diosas griegas nunca habían hecho nada por alguien que no fuese ellas mismas desde los albores del tiempo.
—Déjame tranquilo, Artemisa. Tú y yo, hemos terminado. Tengo trabajo que hacer y no tengo tiempo para que me molestes.
Bien entonces. Los enviaré a enfrentarse a los Daimons sin estar preparados. Si mueren, bueno ¿a quién le importa un humano? Simplemente puedo crear más como ellos para luchar.
Era un truco.
Y aún así en sus entrañas, Joseph sabía que no lo era. Ella probablemente había hecho más Dark-Hunters, y si realmente lo había hecho, entonces definitivamente lo haría otra vez.
Especialmente si eso lo hacía sentir culpable.
Maldita. Tendría que ir a su templo de nuevo. Personalmente, hubiera preferido ser destripado.
Sus entrañas se apretaron ante la memoria y no agradecieron su broma.
Miró a su demonio.
—Simi, necesito ver a Artemisa ahora. Tú vuelve a Katoteros y no te metas en problemas hasta que yo te llame.
La demonio hizo una mueca.
—A la Simi no le gusta Artemisa, akri. Desearía que hubieses dejado a la Simi matar a esa diosa. La Simi quería tirar de su largo cabello rojo.
Él conocía el sentimiento.
—Lo sé, Simi, es por eso que quiero que te quedes en Katoteros. —Él echó a andar, entonces se dio vuelta para enfrentarla. —Y por mí, por favor, no comas nada hasta que yo regrese. Especialmente no a un humano.
—Pero…
—No, Simi. Nada de comida.
—No, Simi. Nada de comida, —se burló—. A la Simi no le gusta esto, akri. Katoteros es aburrido. No hay nada divertido allí. Sólo vieja gente muerta que quiere volver aquí. ¡Bleh!
—Simi… —dijo, su voz densa con amenaza.
—Escucho y obedezco, akri. La Simi nunca dijo que lo haría en silencio.
Él meneó la cabeza ante la incorregible demonio, y se impulsó a sí mismo desde la tierra hasta el templo de Artemisa en el Olimpo.
Joseph se paró encima del dorado puente que atravesaba un sinuoso río. El sonido del agua hacía eco sobre los escarpados bordes de la montaña que se elevaba a su alrededor.
En los últimos dos mil años, nada había cambiado.
Toda la cumbre de la montaña estaba salpicada de centelleantes puentes y senderos, cubiertos por una niebla de arco iris, que llevaba a los diversos templos de los dioses.
Los vestíbulos del Monte Olimpo eran opulentos y enormes. Perfectos hogares para los egos de los dioses que vivían dentro de ellos.
El de Artemisa estaba hecho de oro, con una cúspide abovedada y blancas columnas de mármol. La vista del cielo y del mundo debajo desde su salón del trono quitaba la respiración.
O eso había pensado en su juventud.
Pero eso había sido antes de que el tiempo y la experiencia hubieran agriado su apreciación. Para él ahora no había nada de espectacular o hermoso aquí. Solamente veía la egoísta vanidad y frialdad de los Olímpicos.
Estos dioses nuevos eran muy diferentes de los dioses con los que Joseph se había criado desde sus días como humano. Todos menos uno de los dioses Atlantes habían estado llenos de compasión. Amor. Amabilidad. Clemencia.
Su inminente nacimiento había sido la única ocasión en que los Atlantes dejaron que su temor los liderase, esa equivocación les había costado a todos ellos sus vidas inmortales, y permitieron a los dioses Olímpicos reemplazarlos.
Había sido un triste día para el mundo humano en más de una forma.
Joseph se forzó a sí mismo a cruzar el Puente que llevaba al templo de Artemisa. Dos mil años atrás, había dejado este lugar, y esperado nunca volver.
Debió haber sabido que tarde o temprano ella idearía un plan para traerlo de vuelta.
Con sus entrañas contraídas por la furia, Joseph usó su telequinesis para abrir las enormes puertas doradas. Fue instantáneamente asaltado con el sonido de los ensordecedores gritos de las acompañantes de Artemisa. No estaban acostumbradas en absoluto a que un hombre entrase en los dominios privados de su diosa.
Artemisa siseó ante el estridente sonido y a continuación desintegró a cada una de las mujeres que la rodeaban.
—¿Acabas de matar a las ocho? —preguntó Joseph.
Artemisa frotó sus oídos.
—Debería, pero no, simplemente las arrojé al río de afuera.
Sorprendido, la contempló. Poco común para la diosa que él recordaba. Quizás había adquirido un grado de compasión y misericordia tras los últimos dos mil años.
Conociéndola, eso era altamente improbable.
Ahora que estaban solos, ella se bajó de su acolchonado trono de marfil y se le aproximó. Vestía una ligera túnica blanca que abrazaba las curvas de su voluptuoso cuerpo y sus oscuros rizos castaños resplandecían en la oscuridad.
Sus verdes ojos brillaban cálidamente dándole la bienvenida.
La mirada lo atravesó como una lanza. Caliente. Penetrante. Dolorosa. Sabía que verla de nuevo sería duro para él, esa era una de las razones por las cuales siempre ignoraba sus llamadas.
Pero saber algo y experimentarlo, eran dos cosas enteramente diferentes.
No estaba preparado para las emociones que amenazaban con sobrepasarlo ahora que la veía de nuevo. El odio. La traición. Lo peor de todas era la necesidad.
El hambre.
El deseo.
Había todavía una parte de él que la amaba. Una parte de él que estaba dispuesta a perdonarle todo.
Incluso su muerte…
—Te ves bien, Joseph. Cada parte tan apuesta como lo estaba la última vez que te vi. —Ella se acercó para tocarlo.
El dio un paso atrás, fuera de su alcance.
—No vine aquí para charlar, Artemisa, yo...
—Solías llamarme Artie.
—Solía hacer un montón de cosas que ya no puedo hacer. —Le dirigió una dura mirada para recordarle todo lo que ella le había arrebatado.
—Todavía estás furioso conmigo.
—¿Eso crees?
Los ojos de ella escupieron fuego esmeralda, recordándole el demonio que residía en su divino cuerpo.
—Podría haberte forzado a venir a mí, sabes. He sido muy tolerante con tu desafío. Más de lo que debería.
Él miró hacia otro lado, sabiendo que tenía razón. Ella, sola, poseía la fuente de alimento que él necesitaba para funcionar. Cuando estaba demasiado tiempo sin su sangre, se convertía en un asesino incontrolable. Un peligro para cualquiera que estuviera cerca de él.
Sólo Artemisa poseía la llave que lo mantenía tal como era. Cuerdo. Entero.
Compasivo.
—¿Por qué no me forzaste a venir a tu lado? —preguntó él.
—Porque te conozco. De haberlo intentado, tú nos hubieras hecho pagar a los dos por eso.
De nuevo, tenía razón. Sus días de subyugación hacía mucho que habían acabado. Él había tenido mucho más de lo que le correspondía durante su niñez y juventud. Habiendo saboreado la libertad y el poder, había decidido que le gustaban demasiado para volver a ser lo que había sido anteriormente.
—Cuéntame de estos nuevos Dark-Hunters, —dijo—. ¿Por qué los creaste?
—Te lo dije, necesitas ayuda.
Frunció su labio en enojo. —No necesito tal cosa.
—Los otros dioses griegos y yo estamos en desacuerdo.
—Artemisa… —gruñó su nombre, sabiendo que ella estaba mintiendo sobre esto. Él era más que capaz de controlar y matar los Daimons que cazaban a los humanos—. Juro...
Apretó sus dientes mientras pensaba en los tempranos días de su nueva vida. No había tenido a nadie para mostrarle el camino. Nadie para explicarle lo que necesitaba hacer.
Como vivir.
Los nuevos estarían perdidos sin un maestro. Confundidos. Y lo peor de todo, serían vulnerables hasta que hubiesen aprendido a usar sus poderes y allí no había un Savitar que pudiera enseñarles.
Maldita fuese.
—¿Dónde están?
—Esperando en Falossos. Se esconden en una cueva que los mantiene alejados de la luz del sol. Pero no están seguros de lo que deben hacer o cómo encontrar a los Daimons. Son hombres con necesidad de liderazgo.
Joseph no quería hacer esto. Deseaba liderar a alguien tanto como querría seguir las órdenes de otro. No deseaba tratar con otras personas en absoluto.
Nunca había deseado algo en su vida excepto que lo dejasen tranquilo.
El pensamiento de interactuar con otros…
Eso hizo que su sangre corriese helada.
Medio tentado a seguir su propio camino, Joseph sabía que no podría. Si no entrenaba a los hombres acerca de cómo luchar y matar a los Daimons, terminarían muertos. Y estar muerto sin un alma era una existencia muy mala. Él, de todos los hombres, sabía eso.
—Está bien —dijo—. Los entrenaré.
Ella sonrió.
Joseph destelló desde su templo de vuelta a Simi, y le ordenó estarse quieta un poquito más. La demonio sólo complicaría un ya de por sí complicado asunto.
Una vez que estuvo seguro de que ella se quedaría, se teletransportó a Falossos.
Encontró a los tres hombres acurrucados en la oscuridad tal como Artemisa había dicho. Estaban charlando tranquilamente entre ellos, agrupados alrededor de un pequeño fuego para calentarse y sus ojos aún lagrimeaban por el brillo de las llamas.
Sus ojos ya no eran humanos, y no podrían soportar el brillo que viniera de cualquier fuente de luz.
Tenía mucho que enseñarles.
Joseph se adelantó, saliendo de las sombras.

—¿Quién eres tú? —preguntó el más alto tan pronto le vio. El hombre era sin dudas un Dórico con largo cabello negro. Era alto, poderosamente constituido, y todavía vestido con su armadura de batalla la cual necesitaba urgentemente cuidado y reparación.
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:40 pm

                                              Grecia, 7382 AC Parte 2
Los hombres con él eran Griegos rubios. Sus armaduras no estaban mejor que la del primer hombre. El más joven de ellos tenía un agujero en el centro del pectoral de su armadura donde habían atravesado su corazón con una jabalina.
Estos hombres nunca podrían salir y mezclarse con las personas vivas vistiendo así. Cada uno de ellos necesitaba cuidados. Descanso.
Instrucción.
Joseph bajó la capucha de su negra túnica y observó a cada hombre a su vez.
Cuando notaron el arremolinante color plata de sus ojos, los hombres palidecieron.
—¿Eres un dios? —Preguntó el más alto—. Nos fue dicho que un dios nos mataría si estábamos en su presencia.
—Soy Joseph Parthenopaeus, —dijo él suavemente. —Artemisa me envió para entrenaros.
—Soy Callabrax de Likonos, —dijo el más alto. Señaló al hombre a su derecha—. Kyros de Seklos. —después al más joven de su grupo—, e Ias de Groesia.
Ias permanecía detrás, sus oscuros ojos vacíos. Joseph podía oír sus pensamientos tan claramente como si estuviesen en su propia mente. El dolor del hombre le alcanzó, haciendo que su propio estómago se contrajese en simpatía.
— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que fuisteis creados? —les preguntó Joseph.
—Unas pocas semanas para mí, —dijo Kyros.
Callabrax asintió.
—Yo fui creado alrededor del mismo tiempo.
Joseph miró a Ias.
—Hace dos días, —dijo él, su voz hueca.
—Todavía está enfermo por la conversión, —contribuyó Kyros—. Hace casi una semana que yo pude... ajustarme.
Joseph ahogó el impulso de reír amargamente. Era una excelente palabra para describirlo.
—¿Habéis matado ya algún Daimon? —les preguntó.
—Lo intentamos, —dijo Callabrax—, pero es muy distinto a matar soldados. Son más fuertes. Más rápidos. No se mueren fácilmente. Ya perdimos a dos hombres con ellos.
Joseph se sobresaltó ante el pensamiento de dos hombres no preparados yendo contra los Daimons y la terrorífica existencia que les esperaba cuando hubieran muerto sin almas.
Seguido del recuerdo de su primera pelea...
Mantuvo el recuerdo lejos de su mente. Aunque Takeshi hubiera sido un gran maestro, nunca había peleado con un Daimon. Y la única cosa que Joseph había aprendido es que ambos él y Savitar habían fallado en decirle todo. Esos primeros años habían sido duros y brutales.
—¿Los tres habéis comido esta noche?
Ellos asintieron.
—Entonces seguidme fuera y os enseñaré lo que necesitáis saber para matar a los Daimons.
Joseph trabajó con ellos hasta que casi llegó el alba. Compartió con ellos todo lo que pudo durante una noche. Les enseñó nuevas tácticas. Dónde y cómo los Daimons eran más vulnerables.
Al finalizar la noche, los dejó en su cueva.
—Os encontraré un lugar mejor para esconderos durante la luz del día, —les prometió.
—Soy un Dórico, —dijo Callabrax con orgullo—. No requiero nada más de lo que tengo.
—Pero nosotros no, —dijo Kyros—. Una cama sería muy bienvenida para Ias y para mí. Un baño más aún.
Joseph inclinó su cabeza, a continuación se dirigió a Ias para que le acompañase fuera.
 Él se quedó atrás e Ias salió primero, entonces lo llevó lejos del oído de los otros.
—Quieres ver a tu esposa de nuevo, —dijo Joseph suavemente.
Él alzó la vista, pasmado.
—¿Cómo sabes eso?
Joseph no respondió. Incluso como humano, había odiado las preguntas personales ya que la mayoría a menudo le llevaban a conversaciones que no quería tener. Irritándose por recuerdos que quería mantener enterrados.
Cerrando sus ojos, Joseph dejó que su mente vagara, a través del cosmos hasta encontrar a la mujer que atormentaba la mente de Ias.
Liora.
Era una mujer hermosa, con cabello tan negro como el ala de un cuervo. Ojos tan claros y azules como el mar abierto.
No era sorprendente que Ias la echase de menos.
En ese momento, la mujer estaba de rodillas, llorando. Por favor, —suplicaba a los dioses—. Por favor, devuélvanme a mi amor. Por favor, dejen que mis niños tengan a su padre en casa.
Joseph sintió simpatía por ella, ante la vista y el sonido de sus temores. Nadie le había dicho aún lo que había pasado. Ella estaba rezando por el bienestar de un hombre que ya no estaría con ella.
Eso lo perturbó.
—Entiendo tu tristeza, —le dijo a Ias—. Pero no puedes dejarles saber que ahora vives en esta forma. Los humanos te temerán si vuelves a casa. Tratarán de matarte.
Los ojos de Ias se anegaron de lágrimas y cuando habló, sus colmillos cortaron sus labios.
—Liora no tiene a nadie más que cuide de ella. Era una huérfana y mi hermano fue asesinado el día antes que yo. No hay nadie que provea para mis hijos.
—No puedes regresar.
—¿Por qué no? —preguntó Ias con furia—. Artemisa dijo que podría tener mi venganza sobre el hombre que me mató y luego viviría para servirla. No dijo nada acerca de que no pudiese ir a mi hogar.
Joseph apretó el puño en su bastón.
—Ias, piensa por un momento. Ya no eres humano. ¿Cómo crees que actuarían tu pueblo si volvieses a casa con colmillos y ojos negros? No puedes aventurarte a la luz del día. Tu lealtad es hacia toda la humanidad, no sólo hacia tu familia. Nadie puede cumplir con las obligaciones de ambas. No puedes volver jamás.
Los labios del hombre temblaron, pero asintió comprendiendo.
—Yo salvo a los humanos mientras mi inocente familia es arrojada para morirse de hambre sin nadie para protegerlos. Así, que ese es el trato.
Joseph miró hacia otro lado mientras su corazón se condolía por el hombre y su familia.
—Ve adentro con los otros —dijo Joseph.
Observó a Ias volver mientras pensaba en las palabras del hombre. No podía dejarlo así.
Joseph podía arreglárselas solo, pero los otros…
Cerrando sus ojos, se deseó a sí mismo de vuelta con Artemisa.
Esta vez, cuando sus mujeres abrieron sus bocas para gritar, Artemisa congeló sus cuerdas vocales.
—Dejadnos, —les ordenó.
Las mujeres se apresuraron hacia la puerta tan rápido como pudieron, cerrándola de un golpe tras ellas.
Tan pronto como  estuvieron solos, Artemisa le sonrió.
—Has vuelto. No esperaba verte tan pronto.
—No, Artemisa, —dijo él, refrenando el carácter juguetón de ella antes de que empezase—. Básicamente estoy de vuelta para gritarte.
—¿Para qué?
—¿Cómo te atreves a mentirles a esos hombres para tenerles a tu servicio?
—Yo nunca miento.
Él arqueó una ceja.
Pareciendo incómoda al instante, ella se aclaró la garganta y se reclinó en su trono.
—Tú eras diferente y yo no mentí. Simplemente olvidé mencionar unas pocas cosas.
—Eso es semántica, Artemisa, y no se trata de mí. Es sobre lo que les has hecho a ellos. No puedes dejar a esos pobres bastardos allí fuera como has hecho.
—¿Por qué no? Tú sobreviviste bastante bien por tu cuenta.
—Yo no soy como ellos y lo sabes muy bien. No tenía nada en mi vida por lo que valiera la pena volver. Ni familia, ni amigos.
—Tengo que objetar a eso. ¿Qué fui yo?
—Una equivocación que he estado lamentando durante los últimos dos mil años.
Su rostro se enrojeció. Salió de su trono y descendió dos escalones para pararse ante él.
—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera!
Joseph se quitó rápidamente su capa y furiosamente la arrojó a ella y a su bastón en una esquina.
—Mátame por eso, Artemisa. Vamos, adelante. Haznos a ambos un favor, y líbrame de mi miseria.
Ella intentó abofetearlo, pero él atrapó su mano en la suya y la miró fijamente a los ojos.
Artemisa vio el odio en la mirada de Joseph, la mordaz condena. Sus furiosas respiraciones se mezclaron y el aire alrededor de ellos crepitó furiosamente mientras sus poderes chocaban.
Pero no era su furia lo que ella quería.
No, nunca su furia…
Su mirada le recorrió. Sobre los planos perfectamente esculpidos de su rostro, sus altos pómulos, su larga, aquilina nariz. La negrura de su cabello.
El misterioso mercurio de sus ojos.
Nunca había habido un dios o mortal nacido que pudiese igualar su perfección física.
Y no era sólo su belleza lo que atraía a la gente hacia él. No era su belleza lo que la atraía.
Él poseía una cruda, rara clase de carisma masculino. Poder. Fuerza. Encanto. Inteligencia. Determinación.
Mirarlo era desearlo.
Verlo era padecer por tocarlo.
Había sido creado para complacer, y entrenado para el placer. Todo en él, desde los ondulantes músculos hasta el profundo y erótico timbre de su voz, seducía a cualquiera que tuviese contacto con él. Como un letal animal salvaje, se movía con una primitiva promesa de peligro y poder masculino. Con la promesa de una suprema realización sexual.
Eran promesas que cumplía muy bien.
En toda la eternidad, él fue el único hombre que la había hecho vulnerable. El único hombre que ella había amado.
Tenía poder en él para matarla. Ambos lo sabían. Y ella encontraba el hecho de que no lo hiciera intrigante y provocativo.
Seductor y erótico.
Tragando, lo recordó como había sido la primera vez que se habían conocido. Su fuerza. La pasión. Desafiante, él había permanecido de pie en su templo y había reído cuando ella lo amenazó con matarlo.
Allí ante su estatua, se había atrevido a hacer lo que ningún hombre antes o después se había atrevido...
Ella aún podía saborear ese beso.
A diferencia de otros hombres, él nunca le había temido. Ahora, el calor de su mano en su carne la calcinaba, pero su toque siempre lo había hecho. No había nada que anhelase más que el sabor de sus labios. El fuego de su pasión.
Y con una equivocación, lo había perdido.
Artemisa quería llorar por lo desesperanzador de todo eso. Había intentado una vez, hace mucho, de volver atrás las manos del tiempo y rehacer esa mañana.
De volver a ganarse el amor y la confianza de Joseph.
El Destino la había castigado severamente por su audacia.
Durante los últimos dos mil años, lo había intentado todo para traerlo de vuelta a su lado. Nada había funcionado. Nada se había aproximado a lograr que la perdonase o volviese a su templo.
Nada hasta que se le ocurrió la única cosa por la cual él nunca podría decir que no: un alma mortal en peligro.
Joseph haría cualquier cosa para salvar a los humanos. Su plan para hacerlo responsable de los Dark-Hunters que había creado con la resurrección de su poderes había funcionado y ahora él estaba de vuelta.
Si sólo pudiera conservarlo.
—¿Quieres que los libere? —preguntó ella.
Por él, ella haría cualquier cosa.
—Sí.
Por ella, él no haría nada. No a menos que lo forzara a ello.
—¿Qué harás por mí, Joseph? Conoces las reglas. Un favor requiere un favor.
Él la soltó con una furiosa maldición y se alejó de ella.
—He aprendido lo suficiente como para no jugar a este juego contigo.
Artemisa se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía. En este mismo momento, todo lo que a ella le importaba estaba en jaque.
Si él decía que no, eso la destruiría.
—Bien, ellos continuarán como Dark-Hunters, entonces. Solos sin nadie para enseñarles lo que necesitan saber. Nadie que se preocupe por lo que les suceda.
Él soltó un largo, cansado suspiro.
Ella quería consolarlo, pero sabía que rechazaría su toque. Él siempre había rechazado consuelo o solaz. Era más fuerte de lo que cualquiera tenía derecho a ser.
Cuando la miró, su mirada envió un crudo, sensual estremecimiento sobre ella.
—Si están para servirte a ti y a los dioses, Artemisa, hay cosas que necesitan.
—¿Cómo qué?
—Armaduras, por ejemplo. No puedes enviarlos a luchar sin armas. Necesitan dinero para conseguir comida, ropas, caballos e incluso sirvientes para velar por ellos durante la luz del día mientras descansan.
—Pides demasiado para ellos.
—Pido sólo lo que necesitan para sobrevivir.
Ella negó con la cabeza.
—Tú nunca pediste nada de eso para ti. —Ella se sentía herida ahora por ese hecho.
Él nunca pidió nada.
—No necesito comida y mis poderes me permiten procurarme todo lo demás que necesite. Y como protección, tengo a Simi. Ellos no durarán solos.
Nadie dura solo, Joseph.
Nadie.
Ni siquiera tú.
Ni yo especialmente.
Artemisa levantó su mentón, determinada a tenerlo a su lado sin importar las consecuencias.
—Y de nuevo te digo ¿qué me darás por lo que ellos necesiten?
Joseph miró hacia otro lado, con sus entrañas contraídas. Sabía lo que ella deseaba y la última cosa que quería era dárselo.
—Esto es para ellos, no para mí.
Ella se encogió de hombros.
—Bien entonces, ellos pueden pasar sin ello dado que no tienen nada con lo que negociar.
Su furia se encendió profundamente por su despreocupado abandono ante sus vidas y bienestar. Ella no había cambiado para nada.
—Maldita seas, Artemisa.
Ella se le aproximó lentamente.
—Te deseo, Joseph. Te deseo de vuelta como eras antes.
Ella lo quería como a una puta. Su puta. Él se encogió interiormente mientras la mano de ella acunaba su cara en su mano. Ellos nunca podrían volver a lo que habían sido antes. Había aprendido demasiado sobre ella desde entonces.
Había sido enormemente traicionado una vez.
Podría decir que aprendiz lento, pero eso no era cierto. Lo que había estado era tan desesperado por alguien al que él le importase que había ignorado el lado oscuro de la naturaleza de ella.
Ignorado, hasta que ella le había vuelto la espalda y le había dejado para que muriese. Algunos crímenes estaban por encima de su capacidad para perdonar.
Sus pensamientos pasaron de sí mismo a los inocentes hombres que estaban viviendo en una cueva. Hombres que no sabían nada de sus nuevas existencias o enemigos. No los podía dejar allí de esa manera.
Él les había costado a bastantes personas sus vidas, sus futuros.
De ninguna manera podría dejarlos perder también sus almas y vidas.
—De acuerdo, Artemisa. Te daré lo que quieres, si tú les das lo que ellos necesitan para sobrevivir.
Ella se iluminó.
—Pero, —continuó él—, mis condiciones son estas: vas a pagarles cada mes un salario que les permita comprarse lo que sea que ellos necesiten o deseen. Como recalqué antes, necesitarán escuderos que se ocupen personalmente de ellos, para que no tengan que preocuparse de buscar comida, ropas o armas. No quiero que se distraigan de su trabajo.
—Bien, encontraré humanos que los servirán.
—Humanos vivos, Artemisa. Quiero que les sirvan por su propia voluntad. No más Dark-Hunters
Lo miró boquiabierta.
—Tres de ellos no son suficientes. Necesitamos más para mantener a los Daimons bajo control.
Joseph cerró sus ojos mientras sentía lo interminable de esta relación. Muy fácilmente podía ver en el futuro y adonde se dirigía esto.
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:48 pm

Grecia 7382 AC Parte 3


Entre más Dark-Hunters, más enredado estaría él con ella. No había manera de evitar que lo atara a ella para siempre.
¿O había alguna?
—Muy bien, —dijo él.—. Cederé en esto, si accedes a procurarles una manera para dejar de estar a tu servicio.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero que establezcas para los Dark-Hunters una manera de recobrar sus almas, para que así ellos no estén atados a ti si eso es lo que eligen.
Artemisa retrocedió. Esto no era algo que hubiese anticipado. Si le daba esto, entonces incluso él estaría atado a eso.
Podría abandonarla.
Había olvidado cuán astuto podía ser Joseph. Lo bien que conocía las reglas del juego, y como manipularlas a ellas y a ella.
Realmente era su igual.
Y si se negaba a darle esto, entonces la dejaría de todas formas. No tenía elección, y él lo sabía bien.
Sin embargo, todavía había cosas que podrían mantenerlo a su lado. Una manera que ella sabía aseguraría su presencia en su vida por toda la eternidad.
—Muy bien. Hagamos las reglas para gobernarlos, entonces. —Sintió que los pensamientos de él se dirigían de vuelta hacia Ias. Compadecía al pobre soldado griego que amaba a su esposa. Piedad, misericordia y compasión, serían siempre su perdición.
—Número uno, es que ellos deben morir para reclamar sus almas.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Un alma sólo puede ser liberada de un cuerpo en el momento de la muerte. Asimismo, sólo puede retornar a un cuerpo que ya no esté funcionando. Mientras tanto ellos “vivan” como Dark-Hunters, nunca podrán tener sus almas de nuevo. Esa no es mi regla, Joseph, es simplemente la naturaleza de las almas… pregúntale a tu madre si dudas de mi.
Él frunció el ceño ante eso.
—¿Cómo matas a un Cazador Oscuro inmortal?
—Bien, podríamos cortar sus cabezas o exponerles a la luz del día, pero dado que eso dañaría sus cuerpos más allá de toda reparación, como que no sirve al propósito.
—No eres divertida.
Y tampoco lo era él. Ella no quería liberarlos de su servicio. Sobre todo, no quería liberarlo a él.
—Tienes que drenarles sus poderes de Dark-Hunter, —le dijo—. Hacer a sus inmortales cuerpos vulnerables para atacarlos y luego detener los latidos de sus corazones. Únicamente entonces mrirán de una forma que les permita volver a la vida.
—Bien, eso puedo hacerlo.
—De hecho, tú no puedes.
—¿Qué quieres decir?
Ella luchó contra la ansiedad por sonreír. Aquí era donde lo tenía.
—Hay unas pocas leyes que necesitas saber sobre las almas, Joseph. Una es que el poseedor debe darla libremente. Desde que yo poseo sus almas...
Joseph maldijo.
—Yo tendré que negociar contigo por cada alma.
Ella asintió.
Él pareció poco complacido ante la información. Pero se recuperaría, con tiempo. Sí, definitivamente se recuperaría...
—¿Qué más? —preguntó.
Ahora su única regla que lo ataría a ella por siempre.
—Únicamente un sincero y puro corazón puede liberar el alma de vuelta a un cuerpo. Quien retorne el alma debe ser la única persona que los ame por encima de cualquier otro. Una persona a la que ellos amen y confíen también.
—¿Por qué?
—Porque el alma necesita algo que la motive al movimiento, de otra forma, se queda donde está. Yo uso la venganza para motivar al alma en mi posesión. Solo una emoción igual de poderosa motivará al alma de vuelta a su cuerpo. Como yo puedo elegir esa emoción, escojo que sea el amor. La más hermosa y noble de todas las emociones. La única por la que vale la pena volver.
Joseph miró fijamente el piso de mármol mientras sus palabras susurraban alrededor de él.
Amor.
Confianza.
Unas palabras tan sencillas de decir. Unas palabras tan poderosas para sentir. Envidiaba a aquellos que conocían su verdadero significado. Él realmente nunca había conocido ninguna de ellas. Traición, dolor, degradación, desconfianza, odio. Esa era su existencia. Eso era lo único que le había sido mostrado.
Parte de él quería dar la vuelta y dejar a Artemisa para siempre.
Devuélvanme a mi amor. Por favor, haré cualquier cosa para tenerlo aquí en casa... Las palabras de Liora resonaban en su cabeza. Podía oír sus lágrimas incluso ahora. Sentir su dolor.
Sentir el dolor de Ias mientras pensaba en sus niños y en su esposa. Su preocupación por su bienestar.
Joseph nunca había conocido esa clase de amor desinteresado. Ni antes ni después de su muerte.
—Dame el alma de Ias.
Artemisa arqueó una ceja.
—¿Estás de acuerdo con el precio que pido por eso, y con las condiciones para su liberación?
Su corazón se encogió ante sus palabras. Recordó al joven que había sido tiempo atrás.
Todo tiene un precio, Joseph. Nadie consigue nunca nada gratis. Su tío le había enseñado bien el precio de la supervivencia.
Joseph había pagado bien caro por todo lo que había tenido o querido. Comida. Refugio. Ropas. Pagado con carne y sangre.
Algunas cosas nunca cambian. Una vez puta, siempre puta.
—Sí, —dijo, con la garganta apretada—. Estoy de acuerdo. Pagaré.
Artemisa sonrió.
—No parezcas tan triste, Joseph. Te prometo que lo disfrutarás.
Su estómago se encogió más aún. También había oído esas palabras antes.
Era el atardecer cuando Joseph retornó a la cueva.
No estaba solo mientras caminaba subiendo la pequeña elevación. Lideraba a dos hombres y cuatro caballos.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Callabrax.
—Estos van a ser los escuderos para ti y para Kyros. Han venido a enseñaros a ambos las casas en donde vais a vivir. Mirarán por todo lo que necesitéis y yo vendré más tarde para terminar nuestro entrenamiento.
Una punzada de miedo oscureció los ojos de Ias.
—¿Qué hay de mí?
—Tú vienes conmigo.
Joseph esperó hasta que los otros dos hubieron montado sus caballos y alejado, antes de volverse hacia Ias.
—¿Estás listo para ir a casa?
Ias pareció sorprendido. —
Pero dijiste...
—Estaba equivocado. Puedes regresar.
—¿Qué pasa con mi juramento a Artemisa?
—Ya ha sido solucionado.
Ias lo abrazó como a un hermano.
Joseph se encogió ante el contacto, especialmente ya que agravaba las profundas heridas en su espalda que Artemisa le había hecho a cambio por el alma de Ias, al menos esa era le mentira que se dijo a sí misma. Pero él sabía la verdad. Lo golpeaba para castigarlo por el hecho de que lo amaba.
Y esas marcas no eran nada comparadas con las aún más profundas heridas que residían en su alma.
Siempre había odiado a todo el que lo tocase.
Con suavidad, apartó a Ias.
—Vamos, veamos tu hogar.
Joseph los destelló de vuelta a la pequeña granja de Ias, en donde su esposa acababa de enviar a sus dos niños a la cama.
Su hermoso rostro palideció mientras los veía al lado de su fuego.
—¿Ias? —Ella parpadeó—. Me dijeron esta mañana que estabas muerto.
Ias movió su cabeza, sus ojos brillantes.
—No, mi amor. Estoy aquí. He venido a casa, a ti.
Joseph inspiró profundamente mientras Ias corría hacia ella y la abrazaba estrechamente. Había recorrido un largo camino para calmar el dolor de espalda.
—Todavía hay un par de cosas, Ias, —dijo suavemente Joseph.
Ias se echó atrás con el ceño fruncido.
—Tu esposa tendrá que liberar tu alma de vuelta a tu cuerpo.
Liora frunció el ceño.
—¿Qué?
Ias besó su mano.
—Me juré a mí mismo servir a Artemisa, pero ella va a dejarme ir, para que pueda regresar contigo.
Ella parecía desconcertada ante sus palabras.
Ias miró hacia Joseph.
—¿Qué debemos hacer?
Joseph dudó, pero no había forma de evitar decirle lo que tenía que ser hecho.
—Tendrás que morir de nuevo.
Él palideció un poco.
—¿Estás seguro?
Joseph asintió y entregó su daga a Liora.
—Tendrás que apuñalarlo en el corazón.
Ella pareció horrorizada y espantada ante su sugerencia.
—¿Qué?
—Es la única manera.
—Es asesinato. Seré colgada.
—No, lo juro.
—Hazlo, Liora, —urgió Ias—. Quiero estar de nuevo contigo.
Con su rostro escéptico, ella tomó la daga en su mano y trató de presionarla dentro del pecho de él.
No resultó. Todo lo que hizo la hoja fue punzar la piel.
Joseph hizo una mueca mientras recordaba lo que Artemisa había dicho sobre los poderes de los Dark-Hunters. Un humano común no sería capaz de herir a un Dark-Hunters con una daga.
Pero él podría.
Tomando la daga de Liora, atravesó limpiamente el corazón de Ias. Ias tropezó hacia atrás, jadeando.
—No te asustes, —dijo Joseph, tendiéndolo en el piso ante el fuego—. Te tengo.
Joseph se levantó y empujó a Liora a su lado. Tomó el medallón de piedra que contenía el alma de Ias de su bolso.
—Tienes que tomar esto en tu mano cuando él muera, y liberar su alma de vuelta a su cuerpo.
Ella tragó.
—¿Cómo?
—Presiona la piedra sobre su marca con el arco y la flecha.
Joseph esperó hasta el momento justo antes de que Ias muriese. Le entregó el medallón a Liora.
Ella gritó tan pronto le tocó su mano y la arrojó al suelo.
—¡Está ardiendo! —chilló ella.
Ias boqueaba mientras luchaba por vivir.
—Levántalo, —le ordenó Joseph a Liora.
Ella sopló aire fresco en su palma, mientras negaba con la cabeza.
Joseph estaba horrorizado con sus acciones.
—¿Qué pasa contigo, mujer? Va a morir si no le salvas. Recoge su alma.
—No. —Había una luz determinada en sus ojos que él no pudo entender.
—¿No? ¿Cómo puedes negarte? Te oí rogando por él para que volviese a ti. Dijiste que darías cualquier cosa para que tu amado retornara.
Ella dejó caer su mano y le clavó una fría mirada.
—Ias no es mi amado. Lo es Lycantes. Era por él por quien yo rogaba, y ahora está muerto. Me contaron que el fantasma de Ias lo había asesinado porque él había matado a Ias en batalla, para que nosotros dos pudiéramos juntos criar a nuestros hijos.
Joseph quedó mudo ante sus palabras. ¿Cómo no pudo haberlo visto antes? Era un dios. ¿Por qué esto le habría sido ocultado?
 Miró a Ias y vio el dolor en sus ojos antes de que se volvieran vacíos e Ias muriera.
Con su corazón martilleando, Joseph levantó el medallón y trató de liberar el alma él mismo.
No funcionó.
Furioso, congeló a Liora en su lugar antes de matarla por sus acciones.
—¡Artemisa! —gritó al techo.
La diosa se apareció en la choza.
—Sálvalo.
—No puedo cambiar las reglas, Joseph. Te dije las condiciones y tú estuviste de acuerdo con ellas.
Él avanzó hacia la mujer que era ahora una estatua humana.
—¿Por qué no me dijiste que ella no lo amaba?
—No tenía forma de saberlo, no más allá de la que tenías tú. —Sus ojos se oscurecieron—. Incluso los dioses pueden cometer errores.
—Entonces, ¿por qué al menos no me dijiste que el medallón la quemaría?
—Eso no lo sabía. A mí no me quemaba y a ti tampoco. Nunca tuve a un humano que sostuviese uno antes.
La cabeza de Joseph zumbó con culpa y pesar. Con odio para sí mismo y para ella.
—¿Qué pasará con él ahora?
—Es una Sombra. Sin un cuerpo o alma, su esencia está atrapada en Katoteros.
Joseph rugió con el dolor por lo que ella le estaba diciendo. Había matado a un hombre, y le había sentenciado a un destino mucho peor que la muerte.
¿Y para qué?
¿Por amor?
¿Por misericordia?
Dioses, era tan estúpido.
Mejor que nadie, debería haber sabido hacer las preguntas correctas. Debería haber sabido mejor, antes que confiar en el amor de otra persona.
Maldita sea, ¿cuándo aprendería?
Artemisa se inclinó hacia él y levantó su barbilla con la mano hasta que la miró.
—Dime, Joseph, ¿hay alguien en quien confíes lo suficiente como para liberar tu alma?

 
issadanger
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:53 pm

Parte II
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JOSEPH
EN LA ACTUALIDAD
 
 
 
 
Nunca verás los momentos por venir, que mutilarán para siempre tu vida al menos no hasta después que te hayan rasgado.
SAVITAR
 
 
 
 
CAPÍTULO UNO
 
 
21 de octubre de 2008
El Partenón
Nashville, Tennessee
Martes, 6:30 p.m.
Joseph  se teletransportó a la habitación principal donde se encontraba la estatua de Atenea, cubierta en oro. Debido a la conferencia que iba a iniciar en unos minutos en otra parte del Partenón, la zona de la estatua había sido cerrada.
Probablemente debería obedecer las reglas, pero ¿por qué? Era una de las pocas ventajas que tenía por ser un dios.
Moldes de los mármoles del Partenón original se encontraban ubicados en las cavidades que delimitaban las paredes en ambos lados. A pesar de que el interior del Partenón no era exactamente igual al de la antigua Grecia, le encantaba venir aquí. Algo acerca de este lugar lo confortaba. Y cada vez que estaba en Nashville, se aseguraba de visitarlo.
Se trasladó al centro de la habitación para poder ver la versión del artista de la diosa Atenea. No se veía nada como ella. Con cabello negro y pálido, Atenea era frágil en apariencia como sorprendente. Pero su apariencia era definitivamente engañosa. Como diosa de la guerra, podía dar un puñetazo tan fuerte como cualquier hombre.
—Joseph… —dijo la estatua, cobrando vida ante él—. Dime qué es lo que buscas.
Él puso los ojos en blanco.
—Una noche lejos de ti, Artemisa. Como si no lo supieras.
Ella salió de la estatua para pararse frente a él en su estatura normal.
—Oh, no eres divertido.
—Sí, claro. Lo siento. La broma esa, la de la estatua perdió su humor once mil años atrás. No se ha hecho más atractiva con el tiempo.
Cruzando los brazos sobre el pecho, le hizo un mohín.
—Tú siempre mamas toda la diversión.
Joe dejo surgir un lento e impaciente suspiro.
—Chupas, Artemisa. La frase es “chupas toda la diversión”.
—Mamado, chupado. Da igual.
Se burló de ella mientras caminaba hacia los moldes que estaban contra la pared.
—No, no lo es. Tómalo de alguien con un íntimo conocimiento de ambos.
Giró el rostro hacia él.
—Odio cuando eres tan crudo.
Y era exactamente por lo que lo hacía. Lamentablemente, toda la crudeza del mundo no era suficiente para alejarla de él.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó sobre el hombro.
—¿Por qué estás aquí? —le dijo siguiendo sus pasos.
Una vez más, se alejó de su acosadora menos predilecta.
—Hay un arqueólogo que piensa que encontró la Atlántida. Sentí curiosidad así que, aquí estoy.
Sus ojos se iluminaron.
—Oh, esto lo tengo que ver. Me encanta cuando vas a la vernacular.
—Yugular —le corrigió apretando los dientes. Era una pena que no compartiera su entusiasmo. Odiaba quitarle credibilidad a alguien, o peor aún, avergonzarlo públicamente.
Pero lo último que necesitaba era que el mundo encontrara la Atlántida y expusiera lo que él había sido en ella. Por primera vez en su existencia había personas que lo miraban con respeto y le permitían dignidad.
Si algún día se enteraban…
Prefería morir de nuevo. No, mejor una mancha en el ego del profesor que en el suyo. Si bien tenía momentos de altruismo, éste no era el caso. Nadie lo iba a exponer de nuevo.
Artemisa pestañeó en feliz expectación.
—¿Dónde va a ser esta conferencia?
—En la sala al final de pasillo.
Ella desapareció.
Joseph sacudió la cabeza. Se tomó unos minutos para caminar en torno a la exposición y sonreír ante la interpretación del mundo moderno sobre el pasado. ¿Cómo podía la humanidad ser tan extrañamente astuta, y al mismo tiempo tan densa? Sus percepciones pasaban de ser infaliblemente precisas a francamente ridículas. 
¿Por otra parte, no todas las criaturas sufrían del mismo dilema?
 
—¿Doctora Kafieri?
______ miró a la docente que la estaba observando con expresión perpleja. Oh, por favor, no me digas que estaba hablándome en voz alta otra vez. Por la cara de la mujer ya sabía la respuesta y odiaba haber sido descubierta... otra vez.
—¿Sí?
—Tienes una buena cantidad de personas allí afuera. ¿Sólo quería saber si necesitas un poco de agua para tu presentación?
Sus intestinos se anudaron ante estas palabras. Yeesh. Ella odiaba las multitudes y hablar en público. Si no fuera por el hecho de que necesitaban el financiamiento de nuevos equipos en Grecia, nunca habría aceptado esto.
—Sí, por favor, pero asegúrese de que sea con taparrosca. Siempre derramo las bebidas cuando no la tienen.
La mujer dio media vuelta y se fue. ______ miró hacia abajo, a las notas que estaba revisando, pero las palabras de la mujer rondaban en su mente.
Bastante gente. ¿Qué oxímoron para una mujer que odiaba las multitudes? Con la garganta hecha un nudo, fue a espiar la habitación.
Sip, era definitivamente una multitud. Al menos sesenta personas estaban allí. Se sentía enferma.
Mientras comenzaba a retirarse hacia las sombras, la puerta se abrió y entró un hombre que le quitó el aliento.
Increíblemente alto, ingresó a la habitación como si le perteneciera. No, no ingresó, se deslizó dentro de ella como un seductor depredador. Cada mujer en la habitación giró a observarlo. No podían evitarlo. Era como un imán para los ojos.
Su largo cabello negro tenía un mechón de un brillante rojo en el frente que enmarcaba un rostro increíblemente guapo que sería hermoso si no tuviera esa aura tan dura. También le hacía querer saber exactamente como lucían sus ojos, pero ya que llevaba un par de gafas de sol Oakley opacas y negras, no podía saberlo. Vestido con un largo abrigo negro, usaba un sudadera gris oscura que se abrió para mostrar una camiseta de los Misfits. El pantalón negro estaba metido en un par de botas Doc Martens color cereza oscuro con cráneos y huesos cruzados subiendo a cada lado.
Ignorando a las mujeres que lo observaban, retiró una mochila de cuero negro de uno de sus amplios hombros y la puso en el suelo frente a él en un sitio muy aislado antes de sentarse. El cuero estaba tan desgastado como el de su abrigo y la mochila estaba marcada con un símbolo blanco de la anarquía y el símbolo de un sol atravesado por tres rayos.
No sabía que tenían esas largas piernas que se estiraban delante de él que hacían acelerar sus latidos cardíacos, pero lo hacían. Se veía tan masculino sentado ahí de esa manera. Con sus grandes manos cubiertas por guantes negros sin dedos, deslizó las mangas de su chaqueta hasta los antebrazos, y luego se apoyó en la silla, completamente a gusto.
Ella capturó la visión de un tatuaje de dragón rojo y negro en el brazo izquierdo. También tenía una pequeña pieza de plata perforando el orificio nasal derecho, así como un pequeño aro de plata en la oreja izquierda.
Tomó aliento profundamente y apoyó un brazo sobre el respaldo de la silla. Demonios, el hombre se movía como el agua. Lenta, elegante, y sin embargo, daba la impresión de que en cualquier momento podía entrar en acción y derribar a cualquier persona que lo amenazara.
Definitivamente...
—¿Doctora Kafieri?
No fue sino hasta la tercera vez que su nombre se repitió que notó que la docente había regresado.
—Lo siento. Estaba teniendo un poco de pánico escénico. —Y un largo minuto lleno de lujuriosas fantasías sobre sí misma envuelta alrededor del señor Gótico.
—Oh, está bien. —La mujer le entregó el agua.
_____ no estaba tan segura. Las multitudes la aterrorizaban y a diferencia del hombre Gótico de afuera, odiaba sobresalir. Trataría de imaginárselo en ropa interior, pero eso era aún más perturbador ya que todo lo que hacía era ponerla caliente y aún más nerviosa...
Tenía que ser el único hombre vivo que podría verse intimidante en calzoncillos.
Dios, ¿y si toda esa masiva sexualidad era mentira?
Obligándose a sí misma a poner fin a esos pensamientos, verificó el reloj y vio que era casi hora de empezar.
Tragó fuertemente.
Observó a la multitud para ver una alta, extremadamente voluptuosa pelirroja aproximarse al hombre Gótico. La mujer era tan hermosa como el hombre, pero no parecía el tipo de mujer que normalmente se asociaría con él. Mientras él vestía de negro, con ropa gótica, ella vestía desde un traje completamente blanco, hasta delicados zapatos Jimmy Choo. Inmaculadamente ataviada, la mujer le recordaba a una modelo de pasarela. Y cuando se sentó al costado del hombre Gótico, él en realidad le hizo muecas de desagrado a pesar de que ella estaba sonriendo y ofreciéndole algo de la bebida que trajo con ella.
La mujer le habló y él giró la cabeza para responder con un rudo.
—Jódete.
Se veía completamente desolada por su frialdad. _____ apretó los dientes. Era evidente que se conocían y mientras la mujer estaba enamorada del hombre, él no podía estar menos interesado.
Típico idiota. ______ odiaba juzgar a las personas, pero había visto a los de su tipo una y otra vez en las clases que dictaba e incluso cometió el error de creerse enamorada de uno de ellos una vez. Usuarios que se aprovechaban de la mujer que los amaba. No dudaba que la pelirroja había comprado cada pieza de las costosas ropas que tan orgullosamente él usaba.
Pero la relación no era su problema. Sólo esperaba que la mujer tomara conciencia y abandonara al imbécil ese.
—Voy a presentarte.
______ saltó al sonido de la voz del doctor Allen mientras pasaba frente a ella. Con poco más de cincuenta, era delgado y muy en forma, con cabello gris y un pequeño bigote. Había sido el profesor que la invitó a hablar de la Atlántida como parte de la serie del Partenón sobre civilizaciones clásicas. Ahora, si pudiera utilizar eso para ayudar a financiar su próxima excavación, habría matado dos pájaros con una presentación. 
Sólo no me dejes caer y tartamudear...
Se santiguó tres veces, escupió e hizo una rápida plegaria.
 
Sé que muchos de ustedes están familiarizados con el nombre Kafieri y la incertidumbre acerca de lo que el padre y tío de _______ clamaban haber descubierto. Sin embargo, con toda seguridad, la doctora Kafieri ha tomado su beca muy en serio y he de decir que sus descubrimientos me han impresionado tanto que quise traerla aquí. Por no mencionar, que al ser una de las pocas personas en recibir su doctorado a los veinte años demuestra exactamente su nivel de compromiso. Todavía no he conocido a nadie que pueda refutar sus teorías o su dedicación en el campo de estudios antiguos. Ahora, si todos ustedes me ayudan le daremos la bienvenida a la doctora Kafieri.
Joe retuvo su aplauso mientras esperó a ver a la profesora que estaba a punto de rostizar.
—¡Demonios!
La vergonzosa palabra no sería audible para nadie más que Artemisa y él, pero la tensión en la voz provocó una oleada de piedad en él. Arqueó la ceja cuando oyó documentos siendo empujados unos contra otros como si se le hubieran caído al presentador.
Un instante después, ella surgió de la puerta detrás del podio. Muy alta y delgada, era muy bonita con cabello marrón y liso que había recogido en un severo moño. Un par de pequeñas y redondas gafas con montura de bronce cubrían sus profundos e intrigantes ojos marrones. El traje color beige a cuadros hacía muy poco para destacar su cuerpo y era evidente que no estaba cómoda usándolo. De hecho, se veía muy fastidiada.
Ella ubicó los documentos en el podio y se aclaró la garganta antes ofrecerle a todos una avergonzada y encantadora sonrisa que estaba seguro la había sacado de muchos problemas mientras crecía.
—Sé que no se acostumbra a abrir un discurso con una disculpa, pero se me cayeron los papeles camino aquí, así que si pudieran aguardar un momento mientras los ordeno lo apreciaría mucho.
Joe escondió su sonrisa.
El doctor Allen parecía perturbado, pero asintió amablemente.
—Tómese su tiempo.
Y ella lo hizo.
La gente alrededor de él estaba empezando a agitarse por la demora mientras ella trataba de ordenar su discurso.
El doctor Allen se inclinó hacia delante.
—¿No están numeradas?
Su rostro se tornó de un brillante rojo.
—No, me olvidé de hacerlo.
Varias personas en la audiencia se rieron mientras un par de ellos maldecía.
—Lo siento —dijo, mirando hacia delante mientras alineaba las páginas—. Realmente lo siento mucho. Permítanme retroceder y volver a empezar.
Con una última y nostálgica mirada abandonó el discurso, hizo clic en una foto en el retroproyector que mostró una imagen del Partenón de Grecia.
—Muchos de ustedes saben que encontrar la Atlántida era la obsesión de toda la vida de mi padre y tío, ambos dieron sus vidas por esta búsqueda, al igual que mi madre. Y como ellos, he hecho mi misión en la vida resolver este misterio. Desde que estaba en pañales, mi familia ha estado excavando en Grecia, tratando de encontrar la verdadera ubicación de la Atlántida. En 1995, mi prima la doctora Megeara Kafieri encontró lo que creo que es el sitio correcto y aunque ella abandonó la búsqueda, Yo nunca lo hice. El pasado verano fui finalmente capaz de encontrar la prueba definitiva de que la Atlántida es real y que la  investigación de Megeara finalmente la descubrió.
Joe puso los ojos en blanco ante el reclamo que tantos habían hecho. Si tuviera un centavo por cada vez, hubiera sido incluso más rico de lo que era.
_______ pulsó el botón y cambió de foto a una que le hizo sentarse derecho en la silla mientras la reconocía. Era un busto roto de su madre, Apollymi. Y sólo había un lugar en el cual la buena doctora lo podría haber encontrado.
La Atlántida.
Ella empujó las gafas sobre la nariz con el nudillo.
—Éste es uno de los muchos artefactos que mi equipo y yo hemos rescatado desde el fondo del mar Egeo. —Utilizó un puntero láser rojo para mostrar la escritura Atlante en la parte inferior que detallaba el nombre de su madre—. He estado buscando a alguien que pueda traducir lo que parece ser una forma temprana de escritura griega. Sin embargo, nadie ha sido capaz de descifrar las palabras o incluso todas las letras. Es como si este alfabeto tuviera caracteres que están desaparecidos del griego tradicional.
Artemisa lo golpeó en el brazo.
—Parece que estás roto, Joseph.
—Atrapado —le corrigió soltando lentamente el aliento.
—Lo que sea —le dijo Artemisa enfadada.
_______ miró a su audiencia, y a continuación, centró su atención en el doctor Allen.             
—Porque nadie puede leer esto o inclusive identificar todas las antiguas letras, estoy convencida de que es Atlante. Después de todo, si la Atlántida se encontraba en el mar Egeo, como mi familia y yo creemos, es posible su idioma tuviera una base griega o quizás es su idioma el que forma lo que hoy conocemos como griego. La ubicación de la isla tendría que ser en el centro de donde los marineros griegos comercializaban, haciéndola una potencia a tener en cuenta y permitiéndole darle forma a la cultura, las tradiciones y el idioma de la antigua Grecia. 
Hizo clic a la siguiente foto que mostraba un fragmento de pared del palacio real Atlante.
—Este es un edificio que yo he descubierto...
—¿No vas a decir algo? —le susurró Artemisa.
Joe no pudo. Estaba demasiado aturdido mientras observaba imágenes que no había visto en más de once mil años. ¿Cómo pudo esta joven mujer encontrarlas?
¿Cómo es posible que él no lo supiera?
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 3:58 pm

CAPITULO 1 Parte 2


Otra vez, había una respuesta fácil. Maldita fuera su madre. Habría sabido que estaban perforando el sitio de la isla, pero en lugar de dejárselo a él, se había sentado esperando que uno de los arqueólogos la liberara de su cautiverio.
—Mi compañero piensa que es de un templo —continuó ________—, pero dada su ubicación estoy convencida de que era un edificio gubernamental. Se puede ver aquí, que hay más de la escritura que vimos en el busto, pero de nuevo no puedo descifrarla. —Cambió a otra fotografía submarina de columnas—. Ahora, éste es un sitio hermano que encontramos, que creemos que es una isla griega que negociaba frecuentemente con la Atlántida. Encontré un trozo de piedra con el nombre Didymos grabado en ella.
 Joe no podía respirar. Lo había encontrado. Queridos dioses, la mujer había encontrado Didymos...
Pasó a otra foto que literalmente lo hizo empezar a sudar frío.
—Éste es un diario que descubrimos en unas ruinas de Didymos de lo que parecía ser un palacio real. Un diario encuadernado —repitió excitadamente—. Sé lo que todos ustedes están pensando, que no encuadernaban  libros en este período de tiempo. Ni siquiera deberían haber tenido papel. Pero una vez más, tenemos la misma escritura y fecha en ella que muestra que son anteriores a todo lo que alguna vez se encontró en Grecia. Lo que tenemos aquí es el Santo Grial de la Atlántida. Lo sé con cada parte de mí ser. Estos dos sitios son importantes el uno para el otro y el sitio principal es, de hecho, la Atlántida.
—¿Joseph? —Artemisa lo golpeó de nuevo.
No podía hablar mientras observaba uno de los cuidadosamente confeccionados diarios de Ryssa, su escritura estaba tan clara como si hubiera sido escrito ayer. Esta página no documentaba nada en particular, pero lo que más miedo le daba era ¿qué otra cosa podría contener? y, a diferencia de los otros escritos, era griego. No había mucha gente en el mundo que podría traducirlo. Pero había suficientes como para arruinar su vida si lo hicieran y contuviera algo incriminatorio.
—Oh esto es aburrido —dijo Artemisa enojada—. Me voy de aquí —se levantó y se fue.
La siguiente imagen era un busto con una cabeza aplastada. Había sido uno de los muchos que había en Didymos, se habían colocado en línea a lo largo de la calle y era una imagen de su hermano gemelo Nick. Joe casi se cayó de su asiento.
Era hora de detener esto antes que ella lo expusiera.
Se obligó a sí mismo a parecer despreocupado aunque por dentro estaba aterrorizado y enojado.
—¿Cómo sabe que la fecha del carbono del diario no está contaminado?
______ miró a la calmada voz masculina que era tan profunda que reclamaba atención. Le llevó un segundo darse cuenta  a quién le pertenecía.
Al idiota señor gótico.
Empujando las gafas sobre el puente de la nariz en un hábito nervioso, se aclaró la garganta.
—Fuimos meticulosos en ello.
Le lanzó una sonrisa burlona que la molestó en serio.
—¿Cuán meticulosos? O sea, enfrentémoslo, eres una arqueóloga con una agenda que tiene como principal meta demostrar que tu padre y tu tío no eran unos cazadores de tesoros con cabezas huecas. Todos sabemos cómo los datos pueden ser manipulados. ¿Cuál es la fecha del Diario? 
Ella se encogió ante la pregunta. Miente _______, miente. Pero no estaba en ella hacerlo.
—Pues algunas de las pruebas iniciales mostraron una fecha mucho más antigua.
—¿Cuánto más antigua?
—El primer siglo antes de cristo.
Una fina ceja se arqueó sobre el borde de las gafas de sol negras, burlándose de ella.
—¿Primer siglo antes de cristo?
—Es aún demasiado pronto para un libro y sin embargo, tenemos un libro —dijo ella con firmeza, regresando a la imagen del diario—. Tenemos fuertes pruebas empíricas que nadie puede refutar.
En realidad la hizo callar.
—No, doctora Kafieri, lo que tenemos es una arqueóloga con una agenda preconcebida buscando impresionarnos para que financiemos otra de sus vacaciones en el Mediterráneo. ¿No es correcto?
Varias personas del público se rieron.
______ sentía la ira aumentar por las acusaciones.
—¡Soy una estudiosa seria! Incluso si ignoras el diario, mira las otras piezas de evidencia.
Se burló de ella.
—¿El busto de una mujer? ¿Un edificio? ¿Algunos fragmentos de cerámica? Grecia está llena de eso.
—Pero la escritura…
—Sólo porque usted no pueda leerlo no significa que no pueda ser leído por alguien más. Puede ser simplemente un dialecto provincial indocumentado.
—Tiene razón —dijo un hombre en la primera fila.
Un hombre detrás del pene Gótico rió.
—Su padre era un loco.
—No era nada en comparación con su tío. Tiene que ser de familia.
________ apretó el puntero con la mano, queriendo lanzárselo al idiota que había comenzado esta sesión de ridiculización. Peor aún, sentía el pinchazo de lágrimas detrás de los ojos. Nunca había llorado en público, pero claro nunca antes había sido tan humillada.
Decidida a tener éxito, colocó la siguiente foto y se aclaró la garganta.
—Este…
 —Es una pequeña estatua del hogar de Artemisa —dijo el idiota gótico en un tono sarcástico que podía jurar resonó en todo el edificio. — ¿Dónde lo encontró? ¿En un giousouroum  en Atenas? (tienda de comerciantes)
La risa sonó.
—Gracias por desperdiciar mi tiempo, doctor Allen. —El hombre mayor en la primera fila se levantó y se retiró.
_______ entró en pánico por la forma en que la multitud se volvía contra ella. Por la mirada de disgusto en la cara del doctor Allen.
—¡Espere! Tengo más. —Pasó a una imagen de un collar Atlante que tenía el símbolo de un sol. —Esta es la primera vez que hemos visto algo tan estilizado.
El estúpido Gótico sostuvo un komboloi que tenía exactamente la misma imagen.
—Yo compré el mío en una tienda en Delphi hace tres años.
La risa sonó mientras el resto de las personas en la habitación se levantaban y se marchaban.
_______ se quedó allí en completa vergüenza y rabia.
—Cualquier comisión que fue lo suficiente tonta para aprobar su tesis debería estar avergonzada.
El doctor Allen sacudió su cabeza antes de retirarse, también. _______ apretó las páginas tan fuerte que le sorprendió que los bordes no se convirtieran en diamantes.
El hombre gótico se levantó y recogió la mochila del piso. Bajó trotando las escaleras hacia ella.
—Mira, realmente lo siento.
—Jódete —le gruñó, utilizando la misma frase que le había dicho a la otra mujer. 
Ella empezó a salir, luego se detuvo, se giró y lo recorrió con una mordaz mirada que era sólo una pequeña parte del odio que sentía en cada molécula de su ser por este hombre.
—Tú vándalo idiota. ¿Qué fue esto para ti? ¿Un juego? Es el trabajo de mi vida lo que acabas de arruinar ¿Y para qué? ¿Mierdas y bromas? ¿O no fue nada más que una broma de fraternidad? Por favor, dime que no arruinaste mi integridad para obtener algún tipo de puntos de bebida. Esto es algo en lo que he estado trabajando desde antes que nacieras. Cómo te atreves a burlarte de mí. Le ruego a Dios que algún día alguien te degrade de esta manera para que sepas por primera vez en tu engreída y pomposa vida, como se siente la humillación.
Joe iba a responderle hasta que se dio cuenta de algo.
No podía escuchar sus pensamientos, tampoco podía ver su futuro. Era una pizarra en blanco para él.
—¡Mejor ruega que yo nunca te vea caminando por la calle mientras esté conduciendo mi coche! —giró airadamente y se retiró furiosa.
Ni siquiera sabía a dónde iba. Todo acerca de ella estaba completamente en blanco para él. Todo.
—¿Qué demonios pasaba?
No queriendo contemplar incluso lo que podía significar, Joe se teletransportó a la habitación de su condominio en Nueva Orleáns. No le gustaba no estar en control o estar ciego sobre cualquier cosa.
Hasta que descubriera lo que estaba pasando, retirarse era la mejor respuesta.
 
______ tiró los papeles en un cubo de basura de camino a la salida. No fue sino hasta que llego a su automóvil que finalmente dejo caer las lágrimas.
Las risas aún sonaban en sus oídos. Su prima Megeara había tenido razón, debería haber dejado la Atlántida en paz.
Pero sus padres habían dado la vida en su búsqueda. A diferencia de Geary, ella no iba a detenerse hasta restablecer el honor y la dignidad al nombre de su familia.
Definitivamente hiciste un buen trabajo esta noche.
Abrió la puerta del coche de alquiler y arrojó su bolso adentro.
—¡Tú maldito, payaso, estúpido chico de fraternidad! —gritó, deseando haberle sacado el pendiente de la nariz y obligarlo a comérselo.
Disgustada, tiró el teléfono y encendió el coche. Llamó a su mejor amiga, Pam Gardner, mientras salía del estacionamiento por el Parque Centenario y se dirigía a la habitación del hotel.
—¿Cómo te fue?
______ se secó las lágrimas cuando se detuvo en una luz.
—¡Horrible! Nunca he estado más avergonzada en mi vida.
—Dime que no se te cayeron otra vez las páginas.
Se avergonzó sobre lo bien que su amiga la conocía, las dos habían sido mejores amigas desde que se conocieron en el deli de su tío en Nueva York cuando eran muy pequeñas.
—Sí, pero no es nada comparado con esto.
—¿Qué?
Se metió en el tráfico mientras gruñía.
—Había este... este... ni siquiera puedo pensar en una palabra lo suficientemente fuerte como para describir lo que era, estaba allí, e hizo que todos se burlaran de mí
—Oh no, ____. —Podía sentir las lágrimas en la voz de Pam por ella—. ¿En serio? 
—¿Sueno como si estuviera bromeando?
—No, suenas realmente enojada.
Y lo estaba. Dios, ¡Cómo deseaba encontrárselo caminando de vuelta a su dormitorio para poder cortarlo en pedacitos!
—No puedo creer esta noche. Se suponía que iba a ser aplaudida y en lugar de eso, estoy arruinada. Le juro a Dios que está en el cielo que si alguna vez veo a ese hombre otra vez, voy a cometer asesinato.
—Bueno, si necesitas ayuda para mover el cuerpo, ya sabes donde vivimos Kim y yo.
Sonrió por sus amigas. Siempre podía contar con ellas en cualquier crisis. Kim y Pam eran la prueba viviente de que, si bien un buen amigo podía sacarte bajo fianza de prisión, un mejor amigo estaría en la cárcel junto a ti.
—Gracias.
—En cualquier momento, dulzura. ¿Así que cuando vuelves?
—Regresaré a Nueva Orleáns mañana. —No podía esperar a estar en casa otra vez donde todo era familiar.
—Pero mira el lado positivo, ________. Quién quiera que sea el cabeza de pene ese, nunca tendrás que preocuparse por verlo aquí.
Eso era verdad. Mañana estaría en casa y nunca tendría que ver a ese idiota de nuevo.
 
issadanger
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Mensaje por issadanger Dom 30 Mar 2014, 4:00 pm

bno chicas espero les halla gustado el maraton y perdon la demora pero ya las adelante hasta donde todas me pedian jijiji la aparición de la rayisss comenten muchoooooooooo para yo poderles subir mas y ahora si comienza lo mas interesante de la noveeeee
issadanger
issadanger


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Mensaje por mafer1996 Dom 30 Mar 2014, 4:24 pm

OMG! Moriiiii
mafer1996
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Mensaje por mafer1996 Dom 30 Mar 2014, 4:24 pm

Siguela
mafer1996
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Mensaje por mafer1996 Dom 30 Mar 2014, 4:25 pm

Siguelaaa
mafer1996
mafer1996


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