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JOSEPH - JOE Y _____
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: JOSEPH - JOE Y _____
24 de Junio, 9527 A.C.
Joseph caminaba por el centro de la ciudad, sintiendo el poder de la vida moviéndose por sus venas. Era como si ahora, verdaderamente, formara parte del universo. Los colores eran más vibrantes, cada sonido… podía oír el latido de los corazones y la sangre corriendo por las venas. Sabía instantáneamente el nombre de cada persona que pasaba. Su pasado, su presente y su futuro.
Nada le estaba oculto. Podía sentir el poder de las eras. Se sentía invencible.
Mmmm. Me encantaría tener un pedazo de eso.
Se volvió hacia la mujer cuyos pensamientos tenía en la mente. Ella desvió inmediatamente la mirada como si se avergonzara de su lascivia.
Joseph se paró de golpe y se dio cuenta de algo.
Con sus poderes desbloqueados, la gente no saltaba sobre él como antes. Se bajó la capucha para probar su teoría, puesto que podía teletransportarse a cualquier sitio con tan sólo un pensamiento. El familiar temblor recorrió a aquellos que le vieron, pero por primera vez en su vida, mantuvieron la distancia. Era como si pudieran sentir los poderes en su interior y supieran que era mejor no acercarse.
Asombrado, se quitó la capa y se la tendió a un mendigo mientras seguía caminando por las calles al descubierto. Expuesto. Así que esto era sentirse normal. Era increíble vivir sin miedo. Sin que le magullaran ni le hicieran daño.
Queriendo reír de alivio y excitación, se dirigió hacia el templo de Artemisa y entró sin temor.
El templo estaba vacío a esa hora del día. Envalentonado por su sus poderes, se aproximó a su estatua.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Vio a Artemisa en las sombras.
—Quería verte.
—Deberías saber que es mejor que no vengas aquí. —gruño con tono bajo y feroz—. ¿Qué pasaría si te viera alguien?
Él chasqueó la lengua.
—¿De qué va esto, Arti? ¿Por qué no puedo hacer una ofrenda a una diosa? ¿Tan ofensivo te parezco?
Artemisa frunció el ceño. Había algo diferente hoy en Joseph. Una esencia de poder que ondulaba… como la presencia de un dios, pero ella sabía bien que no podía ser.
—¿Estás borracho?
La sonrisa de él era realmente encantadora.
—Ya no puedo emborracharme.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. —Se aproximó a ella como un animal salvaje acechando a su presa. Lento. Sensual. Seductor. Estaba como hipnotizada por la fluida belleza de sus movimientos que rezumaban una sexualidad antinatural. Antes de que pudiera moverse, la atrajo con fuerza contra él y besó sus labios.
El fuego la recorrió olvidándose de que estaba con él al descubierto. No la había besado así desde hacía mucho tiempo. Lo siguiente que supo es que estaban en su dormitorio en el Olimpo.
Qué raro, no recordaba haberlos traído aquí… Pero perdió el hilo del pensamiento en el instante en que la cogió en brazos y la llevó a la cama. Le encantaba cuando la llevaba en brazos. La hacía sentirse tan femenina.
Joseph no sabía de dónde venía la súbita oleada de deseo. Era arrolladora y estimulante. No recordaba haber querido estar con alguien tanto como deseaba estar con Artemisa en este momento. Era como si tuviera que tenerla ya mismo.
Como si algo en su interior le empujara a poseerla y dominarla.
Los colmillos de ella se alargaron mientras hacía que se desvanecieran las ropas de ambos.
—Eres tan hermoso, —dijo con un ligerísimo ceceo—. Te quiero dentro de mí mientras me alimento.
Pero él no estaba de humor para eso. La atrajo hacia él para encontrar sus labios y poder besarla con la furia y la fuerza que hervían en su interior. Era como si no le quedara humanidad. Gruñendo por lo bajo, le dio la vuelta hasta ponerla sobre el estómago, le abrió las piernas ampliamente y la penetró desde atrás.
Artemisa jadeó al inundar su cuerpo un inimaginable placer. Joseph nunca había sido tan enérgico con ella. Pero aún así, seguía siendo dulce. La mezcla la cegó de éxtasis. Su empuje era tan profundo y fuerte. Poderoso. Lo sentía como si estuviera tocando una parte de su alma inmortal.
—Dime por quién estás hambrienta, Artemisa. —gruñó en su oreja.
Ella contuvo el aliento cuando el puntualizó cada palabra con una profunda embestida.
—Por ti.
—¿Y a quién ansías?
—Sólo a ti.
—Entonces di mi nombre. Quiero que lo digas mientras estoy dentro de ti. Mientras te poseo.
—Joseph. —gritó de placer.
Se retiró de su interior y le dio la vuelta para que lo mirara a la cara. Con la respiración entrecortada, la miró con un deseo tan ardiente que la escaldó. Ahora no había nada servil en él. Estaba con ella de igual a igual.
No, él era más que eso.
Su beso la quemó antes de volviera a entrar en ella. Artemisa arqueó la espalda empujándole incluso más profundo.
Él se retiró y tomó su cara entre las manos mientras la cabalgaba hondo y fuerte. Sus ojos plateados destellearon de rojo.
—Mírame mientras estoy dentro de ti y di mi nombre otra vez.
—Joseph.
—¿Y quién te dirige, diosa? ¿Quién es el único hombre que hace que te mojes de deseo?
Ella gritó en el límite del orgasmo.
Él se congeló como si lo supiera y la frustración fue casi suficiente para que le abofeteara.
—Contéstame, Artemisa. Si quieres correrte, dime ante quién respondes.
Ella levantó el cuerpo y puso las piernas alrededor de sus delgadas caderas.
—Ante ti, Joseph. Sólo ante ti.
Descendió sobre sus labios con otro beso abrasador antes de volver a empujar contra ella. Incapaz de soportarlo, le retiró el pelo del cuello y le hundió profundamente los dientes.
En el momento en que lo hizo, él se enterró totalmente hasta la base mientras ambos se corrían.
Artemisa grito y se retorció en una felicidad incomparable.
Joseph se sentía paralizado por los espasmos que recorrían su cuerpo. Era tan raro que se corriera dentro de ella que la novedad le cegó temporalmente. Ella se aferró a su cuerpo y le dio la vuelta para ponerle de espaldas para poder alimentarse.
Yacía completamente saciado mientras ella tomaba su sangre. Por una vez no se sentía débil.
Artemisa se apartó para mirarle con expresión sobresaltada. Tenía los ojos plateados y los labios cubiertos con su sangre.
—¿Qué eres?
Antes de poder contestarla sintió esa extraña frialdad filtrándose en su interior con el estremecimiento de electricidad que era el heraldo de que se estaba volviendo azul.
Jadeando, Artemisa se apartó hasta los pies de la cama, acurrucándose desnuda como si estuviera lista para atacarle.
Joseph echó la cabeza hacia atrás y sus poderes surgieron en una oleada tan poderosa que hicieron añicos las ventanas de la habitación.
—¡Fuera! —aulló. Pero esta vez, cuando intentó devolverle al mundo de los humanos, él se negó a marchar.
La agarró y la atrajo contra él. Como sospechaba, vio su mano, azul contra la palidez de su brazo.
—¿Qué pasa, Arti? ¿Ahora me tienes miedo?
Artemisa tragó saliva ante la vista de su precioso Joseph. Había desaparecido el hermoso hombre rubio cada uno de cuyos rasgos era perfecto. Lo que veía ahora era siniestramente hermoso. Su piel se ondulaba en una sinfonía de azules. Su pelo era negro, como sus labios y sus uñas.
Y sus ojos…
Destelleaban del plateado a rojo una y otra vez.
Este era un dios de la destrucción y ella lo sabía. Podía sentir los poderes que hacían de los suyos una burla, incluso de los que poseía Zeus. Joseph podría matarla…
—¡Me has engañado! —le acusó.
—Yo no he hecho nada. —su piel volvió a ser normal—. Te ofrecí mi corazón una vez, Artemisa. Me dijiste que no era lo suficientemente bueno para ti. ¿Lo soy ahora?
No, esto era peor aún. Traer un dios más poderoso al Olimpo…
Podrían matarla.
—¿Qué quieres? —preguntó aterrorizada por lo que podría contestar. ¿Había venido a destruirlos a todos ellos?
Él alargó una mano azul de aspecto marmóreo y la posó en su mejilla. Sus ojos la quemaron con atormentada necesidad. —Quiero que me ames.
—Pues claro que te amo.
—Lo dices sólo porque ahora me tienes miedo. Puedo sentirlo.
—No, Joseph. Es la verdad. Te he amado desde el momento en que me besaste por primera vez.
Sus ojos se volvieron de un rojo llameante y vibrante.
—Entonces, pruébalo.
—¿Cómo?
—Pasea conmigo por el palacio en Didymos. A mi lado. Como mi igual.
El mero pensamiento la horrorizó.
—No puedo hacer eso.
—Soy un dios. ¿Por qué no podrías pasear con un dios?
Artemisa negó con la cabeza. No era tan sencillo.
—Eras una puta.
Joseph se encogió cuando las palabras el rasgaron con la ferocidad de hojas cortantes.
—Soy una diosa virgen —dijo enérgicamente. —Nadie puede saber nunca que me sedujo una vulgar prostituta. Dios o no dios, no puedo reivindicarte. Nunca.
Así pues, seguía sin ser lo bastante bueno. Dios o no dios seguía siendo nada más que basura indeseable. Una vergüenza. Ni siquiera su madre podía reclamarle.
El corazón se le hizo pedazos y tomó aliento profundamente cuando ella retrocedió con miedo. En ese momento, se odiaba a sí mismo por lo que era y lo que había sido.
Un matón.
No era mejor que aquellos que le hicieron rogar y arrastrarse por un gesto amable. El solo pensamiento le puso enfermo.
Saliendo de la cama, puso de pie a Artemisa. Desnuda y temblando se quedó quieta en la oscuridad de la habitación, confundida por todo lo que había pasado.
Joseph era un dios.
Pero ¿de qué panteón? Todavía podía sentir el poder de su sangre. Ese poder mezclado con la suya le daba un vislumbre de las habilidades que poseía.
Era un destructor. Un asesino de dioses. Todo el panteón vivía en el temor de los dioses oscuros. Los que podían dar órdenes a la fuente primordial del universo. No había muchos que poseyeran esa habilidad y ninguno de los dioses griegos la tenía.
Ninguno.
Pero Joseph sí.
—¿Qué he hecho?
Su tonta despreocupación bien podría ser la causa de la muerte de todos ellos.
issadanger
Re: JOSEPH - JOE Y _____
25 de Junio, 9527 AC
Medianoche
Xiamara estaba de pie ante un viejo y nudoso roble que había crecido en la ladera de la montaña. Desde el principio de los tiempos, se asociaba a los árboles con los dioses. Las raíces se hundían profundamente en el corazón de la tierra extendiéndose hacia su centro con las ramas remontándose hacia el cielo.
Llevaban la vida de la tierra en su núcleo y cada árbol portaba un pedazo del espíritu universal que vinculaba a todos los mundos y a todas las criaturas.
Estaban compuestos de tres de los cuatro elementos básicos. Aire, agua y tierra. Y cuando se quemaban, se unían todos.
Pero la parte más importante de un árbol era que, cuando se mezclaba con sangre humana y con la suya, podía convocar a una de las criaturas más poderosas del universo.
Al Baraka.
Jaden.
Nadie sabía de dónde venía ni cuando había sido creado, engendrado o traído al mundo. Si era humano, demonio o de qué clase. Pero si un demonio necesitaba algo, él era el único con quien negociar.
Con el corazón acelerado, derramó en las raíces del árbol la sangre humana que una de las sacerdotisas de Apollymi había dado. Después se hizo un corte en su propia mano y susurro las palabras para llamar al negociador.
—Te convoco con la voz y la sangre. Con el peso de la luna y la fuerza de la madera sagrada. Ven a mí, Oscuridad. Así dicen los dioses, que así sea.
Brilló un rayo y se levantó un pesado viento. Xiamara plegó las alas para que no se le dañaran con la tormenta.
Una niebla negra se arremolinaba levantándose de la tierra, espesa y pesada al enrollarse en el árbol.
Jaden era muy teatral.
Retrocedió un paso y vio que la niebla tomaba la forma del cuerpo de un hombre. Lentamente se solidificó en un par de ojos inhumanos. Uno era marrón oscuro y profundo y el otro de un verde vibrante. A partir de esos ojos se formó un rostro tan hermoso como cualquier hombre pudiera desear. El pelo negro reposaba sobre unos hombros anchos y musculosos. El poder inmisericorde y la intolerancia rezumaban de cada fibra del ser.
Estaba quieto sobre una rama alta, mirándola desde arriba. Un pantalón de cuero marrón oscuro y una capa marrón le camuflaban perfectamente con el árbol.
—Hermosa Caronte —dijo utilizando la lengua nativa de ella con una voz tan profunda que resonaba en sus huesos—. Dime por qué has venido en nombre de tu señora cuando sabes que no hago tratos para los dioses.
Xiamara dejó que sus alas batieran hacia atrás abriéndolas como signo de confianza. Aun teniéndolas pegadas al cuerpo, Jaden podría arrancárselas si le apetecía.
—Porque amo a Apollymi y estoy aquí no en representación suya, sino para hacer un trato contigo para mí misma.
Arqueó una ceja ante sus palabras.
—¿Cómo es eso?
—Sé que no puedes tomar su vida o hacer tratos con ella. Así pues, vengo a ti como demonio libre, por mí misma y por mi propia voluntad para negociar contigo por lo que ella desea.
Se recostó contra el árbol con una rodilla doblada y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué me ofreces, demonio?
—Mi alma. Mi vida. Lo que sea necesario para unir a Apollymi con su hijo. Lo que sea menos la vida o la libertad de uno de mis hijos.
Él entornó los ojos estudiando su oferta.
—Estás vinculada a Apollymi.
—Sí y no. Estoy vinculada por amistad y amor. No por esclavitud. Hemos estado juntas desde la niñez y eso fue antes de que mi raza fuera esclavizada por la suya.
Jaden dejó escapar un largo suspiro.
—¿Y qué pasa con tu Simi? ¿No temes por ella si la dejas sin su madre para protegerla?
Xiamara parpadeó para quitarse las lágrimas ante el pensamiento de su hija más joven creciendo sin ella.
—Sé que Apollymi se ocupará de que tenga todo lo mejor de este mundo. He criado a dos pequeños hasta la edad adulta. Apollymi sólo tiene un hijo. Ninguna madre debería estar sin su simi, ni siquiera una diosa. Le daría lo que más desea.
Jaden saltó desde el árbol para aterrizar con gracia ante ella. Era tan alto que tenía que doblar el cuello ligeramente para mirarle.
—¿Sabes cuán raro es que me pidan que haga un trato tan altruista, especialmente en nombre de la amistad y no por parentesco? —Pasó un dedo helado por su mejilla—. ¿Estás verdaderamente dispuesta a morir para darle a tu amiga cinco minutos con su hijo?
—Si eso es lo que pides, sí.
Él dejó caer la mano. Sus ojos sin alma no traicionaban ninguna emoción ni indicación ninguna de su estado de ánimo.
—Debo considerar todo esto. Dame hasta mañana por la noche para decidirme. Tendrás mi respuesta entonces.
Se dejó caer sobre una rodilla ante él.
—Gracias, akri. Xiamara esperará tu decisión.
Él se desvaneció en el viento.
Xiamara se levantó y volvió con Apollymi para hacerla saber que Jaden estaban considerando el trato. Lo que nunca le diría eran los términos exactos con los que estaban negociando.
Joseph inclinó el vaso, lo vació y maldijo tirándolo contra la pared. Había bebido tanto que debería estar ciego de intoxicación. Aún así, estaba completamente sobrio. Ni siquiera las drogas le funcionaban.
Todo su ser había sido alterado.
Maldita sea.
Sintió el aire moverse por su piel. Frunciendo el ceño, vio a Artemisa materializarse ante él.
Joseph levantó una ceja sorprendido.
—No esperaba volver a verte... nunca más.
Una sonrisita jugueteaba en la comisura de los labios cuando le miró con timidez.
—Lo sé. Quiero disculparme por lo que te dije antes. Estaba equivocada.
Cada sentido de su cuerpo se puso en alerta.
—¿Te estás disculpando conmigo?
Ella asintió mientras se acercaba a la cama. Se subió y se tumbó junto a él.
—Incluso te he traído una ofrenda de paz.
—¿Una ofrenda de paz?
Le tendió un pequeño cuenco cubierto.
Frunciendo aún más el ceño, destapó el cuenco y encontró una sustancia pegajosa y amarilla que parecía fruta. Nunca había visto nada parecido.
—¿Qué es esto?
—Ambrosía. El alimento de los dioses.
Levantó el cuenco y lo olió. Era ácido y fuerte con algo más que lo hacía tentadoramente deleitable.
—¿Por qué me traes esto?
—Ahora eres un dios. Deberías comer lo que comemos nosotros. —Su expresión era tierna. Le acarició el muslo y le miró por entre las pestañas—. Incluso yo lo como. Es delicioso.
Impulsado por algo que no podía explicar ni negar, cogió un poco y lo probó. Era mucho más dulce de lo que olía. Artemisa tenía razón. Nunca había probado nada mejor.
Al menos, eso pensaba hasta que la habitación empezó a dar vueltas. Los párpados le pesaban y los músculos se le aflojaron; la respiración se le volvió trabajosa. Al instante, reconoció los efectos biológicos. La rabia encendió su sangre mientras todos esos años de ser drogado contra su voluntad desfilaban por su mente.
—¡Me has drogado!
Ella saltó de la cama.
—Perdóname, Joseph.
De todas las cosas que le había hecho, esta traición fue la que le hirió más duramente.
—¿Qué has hecho?
Artemisa no contestó mientras le veía cambiar de humano a azul y a humano otra vez.
Intentó alcanzarla pero ella se aseguró de mantenerse a distancia hasta que se desmayó. No sabía lo que habría hecho con ella si la hubiera alcanzado. Cuando cayó sobre la cama, soltó un suspiro de alivio.
Había dejado que Hypnos preparara un brebaje al que ni los dioses fueran inmunes. Estaba aterrorizada pensando que no funcionara con Joseph.
Gracias a Zeus que había funcionado.
Temblándole las manos, sacó la daga de la vaina que llevaba oculta en el muslo. Hefaistos la había forjado en el Olimpo y, como la droga, también funcionaría con un dios. Incluso había cubierto la hoja con sangre de Titán para estar segura. Un corte y Joseph estaría muerto.
Mordiéndose el labio se inclinó sobre su cuerpo perfecto y desnudo que estaba repantigado, mirándole mientras respiraba suavemente. El pelo rubio caía sobre los hermosos rasgos de su cara haciéndole parecer casi infantil y desvalido en su reposo.
Recordaba las veces que esos labios la habían dado placer. La ráfaga de felicidad en los ojos plateados cuando la miraba. Pero eso había sido cuando era humano. Ahora era una amenaza, no sólo para ella sino para cada uno de los dioses del Olimpo.
Un solo corte...
Tenía la garganta expuesta, como esperándola. Pero cuando se acercó para cortar la carótida, la imagen de él riéndose con ella se apareció en su mente.
“Te quiero, Arti.”
Nadie la había querido nunca. No como él. Joseph nunca la había herido. Nunca exigía. Sólo pedía.
Y se daba libremente a ella...
Mátale, maldita sea. ¡Hazlo!
Artemisa apretó con fuerza el cuchillo. Lo levantó con la intención de apuñalarle. Pero no pudo. Una y otra vez, imágenes suyas le pasaban por la mente.
Joseph amándola y ella amándole a él.
Sollozando, dejó caer el cuchillo y puso la cabeza en su pecho. Como hombre la había expuesto y amenazado como nadie más había hecho. Como dios, amenazaba la misma existencia de todo su panteón. Tenía que deshacerse de él.
Pero no podía.
Furiosa por su debilidad, volvió a colocarle en la cama. Trazó con los dedos la línea de su mandíbula y quiso llorar. Tendría que haber hecho algo.
Quizás podría encontrar otro dios que le matara...
Joseph oyó a alguien gritando. El sonido era horrible y le encogía las tripas. Resonaba por toda la habitación. Rodando por la cama, intentó levantarse pero no pudo. Estaba todavía bajo el efecto de la droga que le había dado Artemisa. No tenía control sobre su cuerpo en absoluto.
Entonces oyó a Apollodorus llorando.
¡Theo! ¡Api necesita a Theo! ¡Mamá! ¡Mamá ven con Api! ¡Mamá!
Joseph quería ir hacia el pequeño, pero no podía. La cabeza se le iba de una manera atroz e incluso el más leve movimiento le hacía marearse.
—Te veré mañana, akribos —susurró a su sobrino antes de desmayarse otra vez.
Aún así, seguía oyendo los gritos en su drogado estupor.
issadanger
Re: JOSEPH - JOE Y _____
25 de Junio, 9527 A.C.
Mediodía
Joseph se despertó con el sonido de la pena absoluta. Alguien lloraba como si el corazón se le estuviera destrozando. Parpadeando, vio que la luz brillante del sol entraba por las ventanas abiertas.
La cabeza le latía atrozmente al levantarse de la cama y casi se cayó cuando el estómago le dio un agudo vuelco. No se había levantado tan mareado desde que abandonó la casa de Estes. Se sentía como si le hubieran metido una sobredosis de algo.
Artemisa.
En la cegadora luz, recordó su “regalo”. Más que eso, la recordó sosteniendo un cuchillo sobre él mientras debatía si le mataba o no.
—Jodida puta —gruñó.
Un instante después las puertas se abrieron de golpe. El sonido le resonó tan fuerte en la cabeza que le hizo encogerse y la cabeza le latió aún más.
—No tan fuerte —susurró.
Lo siguiente que supo era que Nick le agarraba de la garganta. Le empujaba contra la cama y se ponía a horcajadas sobre él.
—¿Estás borracho?
Joseph negó con la cabeza.
Nick le abofeteó. Cogió la bolsa de hierbas que había sobre la mesilla y se la tiró a Joseph a la cara.
—Puta inútil. Yaciendo ahí, bebiendo y drogándote mientras asesinaban a mi hermana. —Nick le golpeaba una y otra vez.
Joseph intentó bloquear los golpes pero tenía los músculos y las reacciones agarrotadas por las drogas de Artemisa. Le llevó todo un minuto que aquellas palabras atravesaran la niebla de su mente.
—¿Qué has dicho?
—¡Ryssa está muerta, cabrón!
¡No! La negación resonaba en su cabeza. No había oído bien. Nick era un gilipollas.
Seguramente ni siquiera los dioses que le odiaban le habrían hecho algo así.
Olvidándose de Nick, Joseph se forzó a salir de la cama y se dirigió a trompicones hacia las habitaciones de Ryssa. Ignorante del hecho de que estaba desnudo, anduvo hasta que se encontró con el rey que sostenía a Ryssa en los brazos. Parecía una muñeca. Tenía la cara azul y su cuerpo...
Se atragantó ante lo que vio. La habían hecho pedazos. La cara y el cuerpo estaban lacerados por algo que parecían garras. Había sangre por toda la cama y el suelo. Cayendo de rodillas, Joseph no podía respirar ni pensar salvo en la agonía de lo que estaba viendo.
Ryssa estaba muerta.
Y fue entonces, cuando allí en el suelo ante él, vio a Apollodorus y a la niñera. Ambos ensangrentados. Ambos muertos.
Joseph golpeó la cabeza contra el suelo de piedra, intentando lo mejor que podía aclararse la niebla que tenía en la mente. Intentando sentir algo que no fuera el corazón destrozado.
—Les oí... —susurró cuando la realidad de la noche anterior le golpeó con puños más poderosos que cualquiera de los que le hubieran golpeado antes.
¡Maldita seas, Artemisa! Tenía los poderes de un dios pero no el poder de volver atrás y salvar a las dos únicas personas que le habían amado como nunca. ¿Y por qué? ¡Por qué esa puta le había drogado!
Gritó de angustia.
En ese instante, en su mente, vio desarrollarse todos los acontecimientos. Vio a los que entraron en la habitación por la ventana asesinándolos. Oyó a Ryssa llamándole pidiendo socorro.
Oyó a Apollodorus gritar otra vez llamando a su tío...
De repente, algo le golpeó en las costillas. La fuerza del golpe le lanzó de costado. Al levantar la vista vio la cara furiosa de Nick mientras le pateaba el estómago. Y después su gemelo estaba encima, golpeándole la cabeza contra el suelo una y otra vez.
—¿Por qué no te ha pasado a ti, gusano insignificante?
Joseph ni siquiera pensaba en protegerse. En ese momento quería morirse también. Ya no tenía ninguna razón para seguir viviendo. Ryssa y Apollodorus se habían ido.
Incluso Artemisa había querido matarle.
Una rabia impotente le recorrió. Rugiendo de rabia, apartó a Nick pero antes de que pudiera ponerse de pie, una luz brillante explotó por toda la habitación. Joseph levantó el brazo para protegerse los ojos cuando Apolo se manifestó.
Hubo un completo silencio mientras el dios miraba lentamente por toda la habitación, absorbiendo cada detalle. Incluso el rey había dejado de llorar esperando la reacción del dios.
Apolo no habló cuando vio que Ryssa yacía muerta en los brazos de su padre y el cuerpo sin vida de su hijo todavía en los brazos de la niñera asesinada salvajemente.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Apolo entre los dientes apretados.
Nick señaló a Joseph.
—Él les ha dejado morir.
Antes de que Joseph pudiera pensar en negar las palabras, Apolo se giró y le dio tan fuerte con el puño que lo levantó y lo estrelló contra la pared a tres metros del suelo.
A Joseph le dolía todo el cuerpo cuando cayó al suelo. Apolo le cogió del pelo y tiró de la cabeza. Joseph intentó alejarse pero todavía tenía demasiado débiles los músculos.
El dios le abofeteó con el revés de la mano. La sangre y el dolor explotaron al romperle la nariz y partirle los labios. Apolo le cayó encima con tanta furia que Joseph no podía recobrarse de un golpe antes de que le diera otros dos.
—¡Artemisa! —gritó Joseph necesitando su ayuda para calmar a su hermano.
—No te atrevas a pronunciar el nombre de mi hermana, puta rastrera. —Apolo sacó una daga de su cintura y agarrando la lengua de Joseph, se la cortó.
Joseph se atragantó al llenársele la boca de sangre. Un dolor inimaginable lo inundó, hasta el punto de que todo en lo que podía pensar era en intentar arrastrarse lejos del alcance de Apolo.
Pero Apolo le cogió de la garganta en un apretón tan fuerte que dejó una quemadura de la palma de su mano en la piel.
—¡Akri! ¡Ni! —los gritos de Xiamara llenaron la habitación cuando apareció sobre él y se lanzó sobre Apolo. Apartó al dios de un golpe y se colocó entre ellos.
—Fuera de mi camino, demonio —exigió Apolo.
Su respuesta fue lanzarse hacia el dios. Ambos se enredaron en un borrón de luz y plumas mientras se golpeaban el uno al otro.
Las lágrimas se deslizaban de los ojos de Joseph mientras luchaba contra el dolor que le arrastraba a la inconsciencia. Con el único pensamiento de matar a Apolo, se arrastró hasta donde el cuchillo había caído. Su propia sangre cubría la hoja. Con una furia nacida de la pena y de todos los años de abusos, Joseph lo cogió y se volvió hacia los combatientes.
Ryssa no había significado nada para Apolo. No más de lo que él significaba para Artemisa. Su hermana aborrecía al dios y ahora el cabrón actuaba como si su muerte significara algo para él.
No era justo y por los dioses que le habían engendrado no iba a dejar que el dios siguiera atacando a la demonio de su madre. Su furia prendió fuego a la hoja haciendo que brillara mientras corría hacia ellos.
Joseph fijó la vista en Apolo y se olvidó de la pelea. Todo lo que podía pensar era en acuchillar el cruel corazón del dios. Pero al alcanzar a Apolo, el dios empujó hacia atrás a Xiamara contra Joseph. Se volvió hacia él con los ojos desorbitados y se le encogió el estómago cuando se dio cuenta de que Apolo había empujado a la demonio contra el cuchillo.
Joseph sintió que su sangre le empapaba la mano. Mirándose la herida ella retrocedió con un gritito de dolor. Quería decirle algo, pero era imposible sin lengua. La abrazó contra él mientras ella luchaba por respirar.
Ella levantó una mano ensangrentada y se la puso sobre la mejilla.
—Apollymi te quiere —le susurró en Caronte, una lengua que de alguna manera, entendía aunque no la había oído hablar antes—. Protege a tu madre, Apostolos. Sé fuerte por ella y por mí —entonces la luz se apagó en sus ojos y su último aliento salió de su cuerpo.
Joseph echó atrás la cabeza e intentó desahogar la furia de su interior. Pero sólo exhaló un grito estrangulado. Cogiendo el cuchillo, se giró hacia Apolo.
Apolo cogió su mano y le arrancó el cuchillo. El dios le cogió de la garganta otra vez y le tiró al suelo. Joseph le dio una patada y se alejó rodando.
Entonces captó una sombra en un rincón. Se quedó congelado cuando vio a Artemisa allí, de pie, mirando la pelea con las manos sobre la boca. Tenía los ojos llenos de horror.
Necesitándola, alargó la mano hacia ella.
Negó con la cabeza y dio un paso atrás, fuera de la vista de su hermano.
En ese instante, algo dentro de él murió. La frialdad llenó cada centímetro de su cuerpo.
Artemisa se negaba a intervenir. Incluso ahora que estaba herido más dolorosamente de lo que cualquier humano pudiera estar, su amor no era suficiente. Él no le importaba.
Cansado, abatido por la pena y derrotado, rodó sobre su espalda en el mismo momento en que Apolo apareció ante él. Enfrentó la mirada airada del dios. Gruñendo de rabia, Apolo hundió la daga profundamente en el corazón de Joseph y le acuchilló hasta el ombligo.
Una agonía imposible de mitigar le quemó por todo el cuerpo mientras el dios le destripaba lentamente sobre el suelo a menos de un metro del cuerpo de Ryssa, allí mismo, frente a Artemisa.
Con las lágrimas cayéndole de los ojos, la luz y el dolor empezaron a desvanecerse.
Artemisa permaneció en las sombras, llorando silenciosamente mientras veía como su hermano apartaba el cuerpo de Joseph de una patada. No fue hasta que Apolo se aproximó al rey que estaba sobre la cama cuando éste se dio cuenta de que Nick también yacía muerto en la puerta.
No es que a Artemisa le importara el príncipe.
Con el corazón dolorido, se deslizó por la pared hasta acurrucarse en un rincón con la llorosa mirada fija en Joseph y lo que quedaba de él.
Pensaba que su muerte la aliviaría. La agonía por su pérdida, la desgarró con una finalidad que la dejó privada de cualquier pensamiento.
Sólo emociones desnudas.
Dolía a un nivel que no creía posible.
Los gritos de dolor del rey igualaban los de su alma, cuando Apolo recogió a Ryssa de sus brazos y se dio cuenta de que su heredero estaba muerto.
A pesar de toda su dignidad y su poder, el rey se arrastraba por el suelo hacia Nick y gritaba mientras mecía a su hijo contra sí.
Nadie lloraba a Joseph.
Nadie salvo ella.
Incapaz de seguir mirando volvió a su templo donde destrozó cada espejo, cada pieza de cristal y porcelana. Su rabia atravesó la habitación, destrozando todo a su alrededor.
¿Qué había hecho?
—Le he dejado morir.
No, había intentado matarle. La noche pasada había querido matarlo. Pero nunca había soñado lo mucho que él significaba para ella.
Su contacto, su amistad…
Ahora él se había ido. Para siempre.
—Te amo, Joseph —sollozó, tirándose del pelo.
Se acabó. Nadie sabrá de vosotros dos ahora. Estás a salvo.
Parecía una preocupación tan insignificante comparada con el hecho de que viviría toda la eternidad sin ver otra vez su rostro…
Apollymi jadeó cuando sintió que el peso en su pecho se liberaba. Sin que se lo dijeran, supo que ahora tenía la habilidad para abandonar Kalosis.
Abandonar…
—¡No! —gritó ella cuando se dio cuenta del significado. Sólo había una manera de obtener su liberación.
Apostolos estaba muerto.
Esas tres palabras rondaban por su cabeza hasta ponerla enferma.
No queriendo creerlo corrió hacia el estanque y convocó el ojo del universo. Allí, en el agua, vio a Xiamara yaciendo muerta en el suelo del palacio y a Apostolos…
¡No!
Desde lo más profundo de su ser, un aullido de rabia y pena empezó a acumularse y cuando le dio rienda suelta, destrozó el estanque y estremeció todo el jardín.
—¡Soy Apollymi Thanata Deia Fonia! —hasta que tuvo la garganta sangrando y en carne viva.
Era la destrucción final.
E iba a traer a su hijo a casa.
Que los dioses tuvieran piedad los unos de los otros porque ella no iba a tener ninguna.
issadanger
Re: JOSEPH - JOE Y _____
25 de Junio, 9527 AC
Tártaro
Hades, el dios Griego de la Muerte y el Inframundo, permaneció en el centro de su sala del trono, mirando incrédulo a su nuevo recién llegado que yacía en una de las celdas más oscuras del Tártaro.
Y él no había sido quien lo había puesto allí…
Bajó la mirada al reloj de su muñeca y apretó los dientes. Todavía faltaban tres meses para que su esposa regresara al Inframundo con él. Pero honestamente, tenía que hablar con ella.
Esto no podía esperar.
—¿Perséfone? —llamó, esperando que su madre no estuviese lo bastante cerca para oírle. La vieja puta tendría un ataque si los pillaba juntos. No es que eso fuera algo malo… si la mataba.
Una imagen de su esposa fluctuó en la oscuridad a su lado.
—¡Garbancito! —jadeó Perséfone— Te echaba de menos terriblemente.
Realmente odiaba los apodos que se inventaba para él. Gracias a los dioses que sólo los usaba cuando estaban los dos solos. De otro modo, sería el hazmerreír de todos los dioses. Pero podía perdonarle a su esposa cualquier cosa.
—¿Dónde está tu madre?
—Afuera con Zeus echando un vistazo a unos campos, ¿Por qué?
Bien. La última cosa que necesitaba era que Demeter llegase y los pillara hablando.
Eso le devolvió a su “dilema”. La furia le traspasó cuando hizo un gesto hacia la pared que mostraba las celdas donde los prisioneros estaban recluidos.
—Porque me estoy poniendo realmente enfermo de limpiar los destrozos de los otros dioses y ahora mismo me encantaría saber que culo tengo que patear por este último fiasco.
Ella se materializó a su lado.
—¿Qué ha pasado?
Cogiéndola de la mano, la aproximó a la cela donde podían ver desde fuera, pero el que estaba dentro era incapaz de verlos.
Al menos eso era lo normal. En este caso, ¿quién sabía lo que el ocupante podía o no podía ver?
Señaló al dios de piel azul que estaba hecho un ovillo en el suelo.
—¿Alguna idea de quien le mató y le mandó aquí?
Con los ojos abiertos de par en par, Perséfone negó con la cabeza.
—¿Qué es eso?
—Bueno, no estoy muy seguro. Creo que quizás es un dios… atlante… Pero nunca antes he visto nada parecido. Ha llegado hace poco y no se ha movido. He intentado destruir su alma y enviarla al olvido eterno, pero creo que no tengo los poderes suficientes para hacerlo. De hecho, estoy convencido de que si vuelvo a intentarlo todo lo que conseguiré será cabrearlo.
Perséfone asintió.
—Bueno, cariñito, mi consejo es que si no puedes destruirle te hagas amigo suyo.
—Amigo suyo, ¿cómo?
Perséfone sonrió a su marido que no era una entidad sociable ni de lejos. Alto y musculoso con el pelo y los ojos negros, estaba buenísimo, incluso cuando estaba aturdido y enfadado.
—Espera aquí. —Abrió la puerta de la celda y se acercó despacio al dios desconocido.
Cuanto más se acercaba a él, más entendía la preocupación de Hades. Emanaba tanto poder del dios que hasta el aire ondulaba. Se había movido entre dioses toda su vida, pero este era diferente. Tenía una atractiva piel azulada cubriendo un cuerpo de perfectas proporciones. El pelo largo y negro abierto en abanico. Tenía dos cuernos negros en la cabeza y labios y garras negras.
Y más que eso, no era un dios de la creación. Era de la destrucción definitiva.
Seph, sal de ahí.
Levantó la mano para indicarle a su marido que estaba bien. Con las piernas temblando por la inquietud, estiró la mano para tocar al dios.
Él abrió los ojos, eran de un amarillo anaranjado bordeado de rojo. Cambiaron de eso a remolinos plateados. Y estaban llenos de una cruda angustia.
—¿Estoy muerto? —preguntó, su voz demoníaca.
—¿Quieres estar muerto? —realmente tenía miedo de su respuesta porque si no quería estar muerto, podría haber serias consecuencias.
—Por favor dime que al final lo he conseguido.
Esas desesperadas palabras la llegaron al corazón. Acercándose para consolarle, le apartó el pelo de la mejilla azul.
—Estás muerto, pero como dios vives.
—No lo entiendo. No quiero ser diferente de nadie. Sólo quiero que me dejen en paz.
Perséfone le sonrió.
—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras —hizo aparecer una almohada para él y se la metió debajo de la cabeza. Entonces le tapó con una manta.
—¿Por qué estás siendo tan amable conmigo?
—Porque parece que lo necesitas —le palmeó el brazo antes de incorporarse—. Si necesitas algo, yo soy Perséfone. Mi marido, Hades, es el jefe aquí. Llámanos y vendremos.
Asintió sutilmente con la cabeza antes de cerrar los ojos y volver a tenderse inmóvil en la oscuridad.
Desconcertada, se volvió hacia su marido.
—Es inofensivo.
—Inofensivo y un huevo. ¿Seph? ¿Estás loca? ¿No puedes sentir los poderes que tiene?
—Oh, los siento. Acércate y tendrás pesadillas. Pero no quiere nada. Está herido, Hades. Gravemente. Todo lo que quiere es que lo dejen en paz.
—Sí, claro. Dejarlo sólo en mi Inframundo. ¿Otro dios con poderes que rivalizan con los míos? Sabes que hay una razón por la que los panteones no se mezclan.
—Tú puedes aliarte con él —dijo ella, intentando calmarlo—. Tener un amigo nunca es malo.
—Hasta que los amigos se vuelven contra ti.
Ella sacudió la cabeza.
—Hades.
—Soy mucho más viejo que tú, Seph. He visto lo que sucede cuando un dios se vuelve contra otro.
—Y yo creo que él no nos hará daño a ninguno de nosotros —se puso de puntillas para besarle la mejilla—. Tengo que irme antes de que mi madre me eche en falta. Ya sabes cómo se pone cuando te veo durante el tiempo que la corresponde.
—Sí y un sarpullido en el…
Ella le cerró los labios antes de que pudiera dejar volar el insulto.
—Os quiero a ambos. Ahora sé bueno y cuida de nuestro invitado.
Sólo su esposa podía amenazarlo de esa manera y ser tan despreocupada con su cuerpo. Pero su corazón la pertenecía y la daría cualquier cosa.
La besó el dedo.
—Te echo de menos.
—Yo también a ti. Volveré pronto a casa.
Pronto, sí… claro.
Pero no había nada que hacer.
Asintió sombríamente, y entonces maldijo cuando ella se desvaneció alejándose de él. Maldita zorra, Demeter, por maldecirlos a vivir separados la mitad del año. Pero ahora mismo tenía problemas más grandes que la madre de su esposa.
Y con su más de dos metros, ese asesino de dioses era definitivamente un problema enorme.
issadanger
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