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Mensaje por DearLizzy Dom 04 Mayo 2014, 11:34 pm

OhMyPrettyEli escribió:Jajajajaj se alarga la intriga y curiosidad.  Ahora me pregunto, ¿Cómo abran asesinado a esa joven que tanto amaba el general? Y ¿Cuáles fueron los motivos?
y eso de desenterrar un cuerpo, que miedo hacer eso :O
espero las respuestas…. Estas, y las del anterior capitulo: D
Es parte de la estrategia narrativa, de lo contrario la historia ya habría terminado. Pues ya no te preguntes, en el siguiente capítulo cuenta la historia *-* Supongo que es en ese donde develarás, aparte de tus dudas, muchas otras cosas... Y no pasa nada, es muy normal que desentierren cuerpos, ¿apoco no te da curiosidad? A mí sí. Carmilla - Página 3 4098373783


Besitos.  Carmilla - Página 3 2206569979 
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Mensaje por DearLizzy Lun 02 Jun 2014, 5:32 pm



XI. La Historia

― De todo corazón ―dijo el general, haciendo un esfuerzo. Y tras una breve pausa para poner en orden sus ideas, comenzó uno de los relatos más extraños que jamás haya oído.

“Mi querida niña estaba esperando con gran placer e ilusión la visita que usted mismo tuvo la bondad de disponer que hiciera a su encantadora hija ―en ese momento me hizo una reverencia galante, aunque melancólica―. Entre tanto recibimos una invitación de mi viejo amigo el conde Carlsfeld, cuyo schloss se encuentra a unas seis leguas al otro lado del de los Karnstein. Era para asistir a una serie de fêtes11 que, como recordará, el conde ofrecía en honor de su ilustre visitante, el Gran Duque Charles.

― Sí, lo recuerdo. Y bien espléndidas que fueron, ya lo creo ―dijo mi padre.

― ¡Principescas! Por aquel entonces su hospitalidad era totalmente regia. En verdad estaba en posesión de la lámpara de Aladino. La noche en que comenzó mi pesar estuvo dedicada a un fastuoso baile de máscaras. Se abrieron al público los jardines, y de los árboles pendían lámparas de colores. Hubo tal despliegue de fuegos artificiales como ni siquiera París ha presenciado jamás. ¡Y qué música!... La música, usted lo sabe, es mi debilidad… ¡Qué música más arrebatadora! La mejor orquesta del mundo, tal vez; y los mejores cantantes que pudieron reunirse, procedentes de los más célebres teatros europeos de ópera. Mientras se paseaba uno por aquellos jardines tan fantásticamente iluminados, con el castillo bajo el claro de luna proyectando a través de sus largas hileras de ventanas una luz rosada, podía escuchar de repente esas voces arrebatadoras saliendo furtivamente del silencio de alguna arboleda, o elevándose desde las barcas que surcaban el lago. Mientras contemplaba y escuchaba todo aquello, yo mismo me sentía devuelto a los amoríos y la poesía de mi primera juventud.

Cuando se acabaron los fuegos artificiales, y comenzó el baile, regresamos al grandioso conjunto de salas que se habían abierto para los bailarines. Un baile de máscaras, ya lo sabe usted, es algo digno de ver; mas un espectáculo tan brillante como aquél yo no lo había visto antes.

Era una reunión muy aristocrática. Yo era prácticamente el único `don nadie´ que había presente.

Mi querida niña estaba radiante de hermosura. No llevaba máscara. Su excitación y su deleite añadían un encanto indecible a sus facciones, siempre hermosas. Me fijé en una dama joven, espléndidamente vestida, pero enmascarada, que parecía observar a mi pupila con extraordinario interés. La había visto antes, por la tarde, en la gran sala, y de nuevo, durante unos pocos minutos, paseando cerca de nosotros, en actitud similar, por la terraza que había bajo los ventanales del castillo. Otra dama, igualmente enmascarada, vestida con gran riqueza y solemnidad, y con el aire majestuoso de una persona de rango, la acompañaba como dueña. Si la dama joven no hubiera llevado máscara, yo podría haber tenido, por supuesto, una mayor certidumbre acerca de si realmente estaba vigilando a mi infeliz y querida sobrina. Ahora estoy completamente seguro de que lo hacía.

Poco después nos encontrábamos en uno de los salones. Mi pobre y querida niña había estado bailando, y descansaba un rato sentada en una de las sillas cerca de la puerta. Yo estaba a su lado. Las dos damas que he mencionado se aproximaron, y la más joven tomó asiento junto a mi pupila, mientras su acompañante permaneció a mi lado y durante un rato estuvo hablando en voz baja con la joven que tenía bajo su tutela.

Valiéndose del privilegio de su máscara se volvió hacia mí, y empleando un tono amistoso y llamándome por mi nombre, inició conmigo una conversación, que despertó bastante mi curiosidad. Mencionó las diversas ocasiones en que se había topado conmigo… en la Corte y en ciertas mansiones distinguidas. Y aludió a pequeños incidentes que yo había olvidado hacía tiempo, pero que, según comprobé, permanecían latentes en mi memoria, ya que inmediatamente cobraron vida nada más abordándolos ella.

A cada momento aumentaba mi curiosidad por averiguar quién era. Ella eludía mis intentos de descubrir su identidad de una manera muy hábil y simpática. El conocimiento que mostraba de diversos episodios de mi vida me parecía más bien inexplicable. Pero ella parecía obtener un placer nada anormal frustrando mi curiosidad y viéndome forcejear, en mi vehemente perplejidad, con unas y otras conjeturas.

Entre tanto, la dama joven, a quien su madre llamó con el extraño nombre de Millarca, cuando se dirigió a ella en un par de ocasiones, inició una conversación con mi pupila, con idéntica facilidad y gracia.

Se presentó ella misma afirmando que su madre era una vieja amiga de la mía. Hablaba con la fácil audacia que proporciona el hecho de llevar puesta una máscara. Conversó con ella como si fuera amiga suya. Alabó su vestido, y le insinuó muy lindamente su admiración por la belleza de su rostro. La divirtió con sus críticas risueñas de la gente que atestaba la sala de baile, y se rió de las bromas de mi pobre niña. Podía ser muy ingeniosa y aguda, cuando quería, y al cabo de un rato ambas se habían hecho muy buenas amigas. Entonces la joven forastera se quitó la máscara, mostrando un rostro extraordinariamente hermoso, que yo jamás había visto antes, ni tampoco mi querida niña. Pero, aun siendo desconocidas para nosotros, sus facciones nos parecieron tan agraciadas, y tan encantadoras, que era del todo imposible no sentirse poderosamente atraídos por ellas. Eso le ocurrió a mi pobre chica. Nunca he visto a nadie encapricharse tanto de otra persona a primera vista, como, a decir verdad, lo hizo aquella forastera, que parecía haber perdido completamente la cabeza por mi sobrina.

Aprovechando, mientras tanto, la familiaridad a que se presta un baile de máscaras, le hice no pocas preguntas a la dama de más edad.

― Ha conseguido desconcertarme por completo ―le dije, riendo―. ¿No le basta? ¿No consentirá, ahora, en ponerse en igualdad de términos, conmigo, y tendrá la amabilidad de quitarse la máscara?

― ¡Qué pretensión más desmedida! ―replicó ella―. ¡Pedirle a una dama que renuncie a un privilegio! Además, ¿cómo sabe que me reconocería? Los años cambian a las personas.

― Como usted misma podrá comprobar ―dije yo, haciéndole una reverencia, con una risita, supongo, más bien melancólica.

― Tal como nos dicen los filósofos ―dijo ella―, ¿Cómo sabe que el ver mi rostro le ayudaría a reconocerme?

― Me arriesgaré ―respondí yo―. Es inútil que trate de hacerse pasar por una mujer vieja; su figura la traiciona.

― Han pasado varios años, sin embargo, desde la última vez que le vi, o más bien desde que usted me vio a mí, pensándolo bien. Millarca, que está aquí, es mi hija; por tanto yo no puedo ser joven, ni siquiera a juicio de aquellas personas a las que el tiempo ha enseñado a ser indulgentes. Y no me gustaría verme comparada con el recuerdo que usted conserve de mí. Usted no tiene máscara que quitarse. No puede ofrecerme nada a cambio.

― Apelo a su compasión para que se la quite.

― Y yo a la suya, para que la permitáis quedarse en donde está ―replicó ella.

― Bien, entonces, al menos me dirá si es usted francesa o alemana; habla ambas lenguas perfectamente.

― No creo que vaya a decirle eso, general. Usted intenta sorprenderme, y está planeando por dónde iniciar el ataque.

― En todo caso, no me negará ―dije― que, puesto que me ha honrado autorizándome a conversar con usted, debería al menos saber qué tratamiento tengo que darle. ¿Debo llamarla madame la Comtesse?

Ella sonrió y, sin duda, me habría replicado con otra evasiva… si, realmente, puedo considerar que cualquier ocurrencia de una conversación, cada una de cuyas circunstancias estaba preparada de antemano, como ahora creo, con la astucia más profunda, es susceptible de verse modificada accidentalmente.

― En cuanto a eso… ―comenzó ella. Pero fue interrumpida, casi al despegar los labios, por un caballero, vestido de negro, y de aspecto particularmente elegante y distinguido, aunque con un inconveniente: su rostro presentaba una palidez cadavérica como yo jamás había visto, salvo en los muertos. No iba disfrazado… llevaba una sencilla vestimenta de caballero. Y, sin apenas sonreír, pero con una reverencia cortés e inusualmente profunda, dijo:

― ¿Me permitirá madame la Comtesse decirle unas cuantas palabras que tal vez le interesen?

La dama se volvió en seguida hacia él, llevándose un dedo a los labios como solicitando su silencio. Luego me dijo:

― Guárdeme el sitio, general; volveré tan pronto como hayamos intercambiado unas cuantas palabras.

Y tras dar esa orden medio en broma, se fue andando con el caballero enlutado, y durante algunos minutos hablaron ambos, aparentemente con mucha vehemencia. Luego se alejaron lentamente entre la multitud, y los perdí de vista durante algunos minutos.

Aproveché la pausa para devanarme los sesos, haciendo conjeturas acerca de la identidad de la nada, que tan amablemente parecía acordarse de mí. Y pensé en dar media vuelta y unirme a la conversación entre mi bella pupila y la hija de la condesa, procurando que, cuando esta última regresara, pudiera tenerle preparada la sorpresa de saberme al dedillo su nombre, su título, su castillo, y sus posesiones. Mas en aquel momento regresó, acompañada por el hombre pálido vestido de negro, el cual dijo:

― Volveré a avisarla, madame la Comtesse, cuando su carruaje esté en la puerta.

Y se retiró con una reverencia.

_________________________

11 "Fiestas", en francés.


Última edición por DearLizzy el Jue 26 Jun 2014, 9:00 pm, editado 1 vez
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Mensaje por OhMyPrettyEli Mar 03 Jun 2014, 9:05 am

Jajajajajaj esa chica misteriosa  solo vino a levantar más interés, y el mugre bato encalacado solo la aumento más llevándose  a la dama,  que forma de levantarle la curiosidad al general y dejarle intriga por saber quién es, jejejejeje  ya me imagino que cuando lo descubra todavía no la recuerde y ella se sienta frustrada jajaja pero bueno, eso es algo que nunca pasaría, o quien sabe :P lo sabré leyendo el siguiente capítulo :D
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Mensaje por DearLizzy Mar 03 Jun 2014, 6:21 pm

OhMyPrettyEli escribió:Jajajajajaj esa chica misteriosa  solo vino a levantar más interés, y el mugre bato encalacado solo la aumento más llevándose  a la dama,  que forma de levantarle la curiosidad al general y dejarle intriga por saber quién es, jejejejeje  ya me imagino que cuando lo descubra todavía no la recuerde y ella se sienta frustrada jajaja pero bueno, eso es algo que nunca pasaría, o quien sabe :Plo sabré leyendo el siguiente capítulo :D
¿No te das una idea? Podría ella sentirse así, pero a como van las cosas, lo dudo, creo sería al revés. xD
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Mensaje por DearLizzy Mar 10 Jun 2014, 4:54 pm


XII. Una Petición
― De modo que vamos a vernos privados de la presencia de madame la Comtesse. Espero que solamente por unas horas ―dije yo, haciendo una profunda reverencia.

― Tal vez sea así. O puede que sea por algunas semanas. Ha sido una lástima que ese hombre me haya hablado en este momento, tal como lo ha hecho. ¿Me reconoce ahora?

― Ya me reconocerá ―dijo ella―, aunque no por ahora. Somos más antiguos y más íntimos amigos de lo que, tal vez, usted mismo sospeche. Por desgracia, todavía no puedo pronunciarme. Dentro de unas tres semanas volveré a pasar por su hermoso schloss, sobre el cual he estado haciendo averiguaciones. Entonces le haré una visita rápida, de una o dos horas de duración, y reanudaremos una amistad en la que nunca pienso sin que se agolpen en mi mente un millar de recuerdos agradables. En este momento me ha llegado una noticia fulminante como un rayo. Ahora tengo que marcharme, y recorrer cerca de cien millas por un camino tortuoso, con la mayor diligencia que me sea posible. Mis preocupaciones van en aumento. Sólo la obligada reserva en que le mantengo con respecto a mi apellido me impide hacerle una petición bastante singular. Mi pobre niña no ha recobrado del todo sus fuerzas. Su caballo la derribó durante una cacería a la que asistía como simple espectadora, y sus nervios no se han recobrado todavía del susto; nuestro físico dice que durante algún tiempo no debe fatigarse bajo ningún concepto. Por consiguiente, vinimos aquí, en etapas muy cortas… apenas seis leguas diarias. Ahora debo viajar día y noche, en una misión de vida o muerte…, una misión cuya índole trascendental y exigente podré explicarle, sin necesidad ya de ocultarle nada, cuando nos veamos, como espero que hagamos, dentro de unas cuantas semanas.

Continuó hablando, haciéndome una petición, en el tono de alguien para quien semejante solicitud equivalía más a otorgar un favor que a pedirlo. Aunque sólo fuera un formalismo, al parecer totalmente inconsciente. En cuanto a los términos en los que fue expresada tal petición, no podían ser más deprecatorios. Se trataba, sencillamente, de que yo consintiera en hacerme cargo de su hija durante su ausencia.

Bien mirado, fue aquella una petición extraña, por no decir audaz. De alguna manera, la dama me desarmó, expresando y aceptando todo lo que podía argüirse en contra de aquella petición, y apelando únicamente a mi caballerosidad. En aquel mismo momento, por una fatalidad que parece haber determinado de antemano todo lo que luego sucedió, mi pobre niña vino junto a mí y, en voz baja, me suplicó que invitara a su nueva amiga, Millarca, a visitarnos. La había estado sondeando, y pensaba que, si su mamá se lo permitía, a ella le gustaría mucho.

En cualquier otra ocasión le hubiera dicho que esperara un poco, por lo menos hasta que supiéramos quiénes eran. Mas no tuve tiempo para reflexionar. Las dos damas me atacaron a la vez, y debo confesar que fue el rostro bello y refinado de la dama joven, en el que había un algo extremadamente atractivo, junto con la elegancia y el ardor propios de las más nobles cunas, lo que me decidió. Y totalmente vencido, me rendí, comprometiéndome, con demasiada facilidad, a hacerme cargo de la dama joven, a quien su madre llamaba Millarca.

La condesa hizo señas a su hija, que la escuchó atentamente mientras le contaba, a grandes rasgos, que había sido llamada súbita y perentoriamente, y también el acuerdo que habíamos convenido para que se quedara a mi cargo, añadiendo que yo era uno de sus más antiguos y apreciados amigos.

Por supuesto, pronuncié los discursos de rigor que la ocasión parecía exigir. Pensándolo bien, me encontraba en una posición que ni mucho menos me gustaba.

Entonces regresó el caballero vestido de negro y, muy ceremoniosamente, condujo a la dama fuera de la habitación.

El porte de aquel caballero era tal, que me convenció de que la condesa era una dama mucho más importante de lo que su modesto título podía haberme inducido a suponer.

El último ruego que me hizo la condesa fue que no intentara, hasta su regreso, averiguar más cosas sobre ella de las que ya había adivinado. Nuestro distinguido anfitrión, del que ella era huésped, conocía sus motivos.

― Aquí ―dijo ella―, ni mi hija ni yo podríamos permanecer a salvo más de un día. Hace cosa de una hora, me quité imprudentemente la máscara durante un momento, y tuve la impresión, demasiado tarde, de que usted me había visto. De modo que busqué una oportunidad para hablar un rato con usted. Si hubiera comprobado que me había visto, habría apelado a su elevado sentido del honor para que me guardara el secreto durante algunas semanas. Tal y como están las cosas, estoy convencida de que no me vio. Mas si ahora sospecha, o, tras reflexionar, puede llegar a sospechar quién soy, de la misma manera me encomiendo enteramente a su honor. Mi hija mantendrá el mismo secreto, y sé muy bien que usted se lo recordará, de vez en cuando, no sea que, por descuido, lo revele.

La condesa susurró algunas palabras a su hija, la besó dos veces con precipitación, y se marchó, acompañada por el caballero pálido vestido de negro, desapareciendo entre la multitud.

― En el aposento contiguo ―dijo Millarca― hay un ventanal desde el que se domina la puerta de la sala. Me gustaría ver a mamá por última vez, y despedirme de ella con la mano.

Consentimos, naturalmente, y la acompañamos al ventanal. Miramos afuera y vimos un carruaje elegante y anticuado, con muchos guías y lacayos. Contemplamos la silueta esbelta del caballero pálido vestido de negro, que sostenía una gruesa capa de terciopelo, y se la ponía a la dama sobre los hombros, colocándole la capucha en la cabeza. Ella le saludó, y de repente le tocó la mano con las suyas. Él se inclinó profundamente varias veces mientras la puerta se cerraba, y a continuación el carruaje empezó a circular.

― Se ha ido ―dijo Millarca, dando un suspiro.

― Se ha ido ―me repetí a mí mismo, reflexionando, por primera vez en los apresurados minutos que habían transcurrido desde mi consentimiento, sobre lo desatinada que había sido mi actuación.

― Tal vez la condesa se haya quitado la máscara, y no quiera mostrar su rostro ―dije yo―. Además, quizá no supiera que usted estaba en la ventana.

La joven suspiró y me miró a la cara. Era tan bella que me ablandé. Sentía haberme arrepentido momentáneamente de mi hospitalidad, y decidí compensarla por la inconfesada rudeza de mi acogida.

La dama joven, volviéndose a poner la máscara, se unió a mi pupila para convencerme de que volviéramos a los jardines, en donde pronto iba a reanudarse el concierto. Eso hicimos, y nos paseamos de un lado a otro por la terraza que hay bajo los ventanales del castillo. Millarca intimó bastante con todos nosotros, y nos divirtió con vivas descripciones y anécdotas de la mayor parte de la gente importante que veíamos en la terraza. Cada minuto que pasaba la encontraba más agradable. Sus chismes, aun no siendo malévolos, me divertían en grado sumo, después de haber estado tanto tiempo sin frecuentar el gran mundo. Pensé en la animación que aportaría a nuestras veladas en casa, a menudo tan solitarias.

Aquel baile no terminó hasta que el sol matutino casi hubo alcanzado el horizonte. El Gran Duque quiso bailar hasta entonces, de modo que las personas leales no pudieron marcharse, ni pensar en irse al lecho.

Acabábamos de atravesar el salón atestado de gente, cuando mi pupila me preguntó qué había sido de Millarca. Yo creía que había estado todo el tiempo a su lado, y ella suponía que junto a mí. El hecho era que la habíamos perdido.

Todos mis esfuerzos por encontrarla fueron inútiles. Temía que, en la confusión producida al separarse momentáneamente de nosotros, hubiera tomado a otras personas por sus nuevos amigos, y tal vez los hubiera seguido para luego perderlos en los extensos jardines abiertos a los invitados.

Entonces me di cuenta, plenamente, de mi desatino al haberme comprometido a ocuparme de una dama joven sin conocer siquiera su apellido. Y dado que estaba sujeto a unas promesas, que me había impuesto sin saber las razones para ello, ni siquiera podía orientar mis pesquisas diciéndome que la joven dama extraviada era hija de la condesa que había partido unas pocas horas antes.

Pasó la mañana. El sol estaba ya alto cuando abandoné mi búsqueda. Hasta cerca de las dos del día siguiente no tuvimos noticias de la desaparecida joven que yo me había comprometido a cuidar.

Poco más o menos a esa hora, un criado llamó a la puerta del aposento de mi sobrina, y le dijo que una dama joven, que parecía estar en apuros, le había pedido con gran vehemencia que le comunicara dónde podría encontrar al general barón Spielsdorf y a su joven hija, a cuyo cuidado la había dejado su madre.

No cabía la menor duda de que, a pesar de su ligero despiste, nuestra joven amiga había vuelto a aparecer. Y tanto que había aparecido. ¡Ojalá la hubiéramos perdido!

La joven le contó a mi pobre niña una historia para explicar por qué no había logrado reunirse antes con nosotros. Era ya muy tarde, dijo, cuando había entrado en la alcoba del ama de llaves, desesperada por encontrarnos, y allí había caído en un sueño profundo que, pese a su larga duración, apenas le había bastando para recobrar fuerzas después de las fatigas del baile.

Aquel día Millarca vino con nosotros a casa. Después de todo, yo me sentía plenamente feliz de haber conseguido una compañera tan encantadora para mi querida muchacha.


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Mensaje por OhMyPrettyEli Miér 11 Jun 2014, 12:49 am

jajajajaja balla susto que le metió Millarca! pero es que para empezar no entiendo como el general acepto cuidarla asiéndole un favor a su madre aun sin saber su identidad, la manera en que ellas lo convencieron fue curiosa, pero además, por lo que leí y por lo que  recordé, este capítulo tiene una semejanza considerable al segundo capítulo :O ,como si desde un principio todo fuese planeado, la historia se repitiera, no se!!  :0
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Mensaje por DearLizzy Miér 11 Jun 2014, 6:25 pm

OhMyPrettyEli escribió:jajajajaja balla susto que le metió Millarca! pero es que para empezar no entiendo como el general acepto cuidarla asiéndole un favor a su madre aun sin saber su identidad, la manera en que ellas lo convencieron fue curiosa, pero además, por lo que leí y por lo que  recordé, este capítulo tiene una semejanza considerable al segundo capítulo :O ,como si desde un principio todo fuese planeado, la historia se repitiera, no se!!  :0
Oh sí, y sumándole a tu recordatorio, el capítulo que sigue es una bomba.  Carmilla - Página 3 1098156028
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Mensaje por DearLizzy Jue 12 Jun 2014, 5:39 pm


XIII. El Leñador
Sin embargo, no tardaron en surgir algunos inconvenientes. En primer lugar, Millarca padecía una languidez extrema (la debilidad remanente de su reciente enfermedad) y nunca salía de su aposento hasta que la tarde estaba bastante avanzada. Luego, se descubrió casualmente que, aunque siempre cerraba la puerta por dentro, y nunca quitaba la llave de la cerradura hasta que dejaba entrar a la doncella que le ayudaba a asearse, sin lugar a dudas se había ausentado algunas veces de su habitación a primeras horas de la mañana, y en distintos momentos ya más avanzado el día, en los que pretendía hacernos creer que se encontraba dentro. La habían visto repetidas veces desde los ventanales del schloss, al despuntar el alba, paseando entre los árboles, en dirección a oriente, como si se hallara en trance. Llegué a la conclusión de que andaba en sueños. Mas esta hipótesis no resolvía el enigma. ¿Cómo podía salir de su aposento, si la puerta estaba cerrada por dentro? ¿Cómo lograba fugarse del castillo sin abrir puertas ni ventanas?

En medio de tantas dudas, surgió una preocupación mucho más apremiante.

Mi querida niña empezó a perder su salud y su belleza, de un modo tan misterioso, e incluso horrible, que me asusté muchísimo.

Al principio tuvo sueños espantosos. Luego, imaginó que se le aparecía un espectro, que se parecía algo a Millarca, y a veces tomaba la forma de una bestia indefinible que iba y venía de un lado para otro a los pies de su cama. Finalmente empezó a percibir ciertas sensaciones. La primera, no desagradable, pero sí muy peculiar, fue, según ella, como si una corriente helada fluyera por sus entrañas. Posteriormente, sintió como si un par de agujas largas la traspasaran, un poco más debajo de la garganta, produciéndole un dolor muy agudo. Algunas noches más tarde, experimentó una sensación de ahogo, que aumentó gradualmente hasta convertirse en convulsión. Por fin, perdió el sentido.”

Pude oír claramente todas y cada una de las palabras que el amable y anciano general estaba diciendo, porque, en aquel momento, avanzábamos por el escaso césped que se extiende a ambos lados del camino, acercándonos al pueblo sin techumbres en el que no se había visto el humo de ninguna chimenea durante más de medio siglo.

Imagínese lo extraña que me sentí al oír describir tan exactamente mis propios síntomas en aquellos que había sufrido la infeliz muchacha, quien, de no ser por la catástrofe que siguió, hubiera sido en aquel momento huésped del castillo de mi padre. ¡Ya supondrá, también, la impresión que recibí cuando le oí detallar las mismas costumbres y misteriosas peculiaridades de nuestra bella huésped Carmilla!

Un claro se abrió en el bosque. De pronto nos encontramos bajo las chimeneas y gabletes del pueblo en ruinas, y las torres y almenas del desmantelado castillo, rodeado de árboles gigantescos, pendían sobre nosotros desde una pequeña elevación.

Descendí del carruaje muerta de miedo, y en silencio, ya que todos nosotros teníamos motivos suficientes para reflexionar. No tardamos en subir la cuesta, llegando por fin a las cámaras espaciosas, las escaleras de caracol y los corredores oscuros del castillo.

― ¡Y pensar que esto fue en otros tiempos la residencia palaciega de los Karnstein! ―dijo finalmente el anciano general, mientras contemplaba el pueblo desde un enorme ventanal, así como la gran extensión ondulada del bosque―. Fue una familia cruel, y aquí se escribieron sus anales manchados de sangre ―prosiguió―. Es terrible pensar que, aun después de muertos, sigan atormentando a la raza humana con sus apetitos atroces. Mirad, allá abajo está la capilla de los Karnstein.

Señaló los muros grises de un edificio gótico medio oculto entre la maleza, un poco más abajo de la cuesta.

― Oigo el hacha de un leñador ―añadió―, que trabaja entre los árboles que la circundan. Tal vez él pueda proporcionarnos información sobre lo que estoy buscando, y nos indique dónde se encuentra la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Esos rústicos suelen conservar las tradiciones locales de las grandes familias, cuyas historias desaparecen para los ricos y los nobles en cuanto esas mismas familias se extinguen.

― En casa tenemos un retrato de Mircalla, la condesa Karnstein. ¿Le gustaría verlo? ―preguntó mi padre.

― Tiempo habrá, querido amigo ―replicó el general―. Creo que ya he visto el original. Precisamente uno de los motivos que me han inducido a verle antes de lo que inicialmente había proyectado, ha sido explorar la capilla a la que ahora nos aproximamos.

― ¿Cómo? ¿Que usted ha visto a la condesa Mircalla? ―exclamó mi padre―. ¡Pero si está muerta desde hace más de un siglo!

― No tan muerta como usted se imagina, según tengo entendido ―contestó el general.

― Os confieso, general, que me desconcierta completamente ―replicó mi padre, mirándole por un momento, me pareció, con un recrudecimiento de las sospechas que anteriormente había advertido en él. Pero aunque a veces hubiera ira y odio en los modales del anciano general, nada de caprichoso había en ellos.

― Únicamente hay una cosa ―dijo, mientras pasábamos bajo el pesado arco de la iglesia gótica, que, por sus dimensiones, podía justificar su ejecución en aquel estilo― que pueda interesarme en los pocos años que me quedan en este mundo: tomar de ella la venganza que, gracias a Dios, todavía puede llevar a cabo el brazo de un mortal.

― ¿A qué venganza se refiere usted? ―preguntó mi padre, con asombro creciente.

― Me refiero a decapitar al monstruo ―contestó el general, en un acceso de cólera, golpeando el suelo con los pies, y haciendo retumbar lúgubremente las huecas ruinas. Y en aquel mismo instante levantó el puño cerrado, como asiendo el mango de un hacha, y lo agitó en el aire ferozmente.

― ¿Cómo? ―exclamó mi padre, más perplejo que nunca.

― Cortarle la cabeza.

― ¿Cortarle la cabeza?

― Sí, con un hacha, una azada, o cualquier otro instrumento con el que pueda rebanar su garganta asesina. Ya tendrá noticias de ello ―respondió, temblando de rabia. Y apretando el paso, añadió:

― Esta viga nos servirá de asiento; vuestra querida niña está fatigada. Que se siente, y con unas cuantas frases concluiré mi espantoso relato.

El bloque encuadrado de madera, que yacía sobre la maleza que cubría el pavimento de la capilla, formaba un banco en el que me alegró sentarme. Mientras tanto, el general llamó al leñador, que había estado cortando unas ramas que asomaban por entre los viejos muros. El robusto anciano se acercó a nosotros, hacha en mano.

No supo decirnos nada sobre aquellos monumentos. Pero existía un viejo, nos dijo, un guarda forestal, que vivía en casa del cura, a unas dos millas de aquel lugar, el cual podría indicarnos el emplazamiento de cualquier monumento de la antigua familia de los Karnstein. Y a cambio de una pequeña propina, se comprometió a traerlo en poco más de media hora, si le prestábamos uno de nuestros caballos.

― ¿Hace mucho que trabajas en este bosque? ―preguntó mi padre al anciano.

― He sido leñador aquí, a las órdenes del guardabosques, toda mi vida ―contestó en su patois―. Y lo fue mi padre antes que yo, y así generación tras generación, hasta donde puedo contar. Podría incluso enseñarles la casa del pueblo en que vivieron mis antepasados.

― ¿Por qué fue abandonado el pueblo? ―preguntó el general.― La gente estaba inquieta a causa de los revenants,12 señor. Algunos de ellos fueron seguidos hasta sus tumbas, y tras ser identificados mediante los procedimientos habituales, fueron aniquilados en la forma usual: por decapitación, estaca, o fuego. Mas no antes de que muchos aldeanos fueran asesinados.

“Sin embargo, a pesar de todas esas medidas conformes a la ley ―prosiguió―, de tantas tumbas abiertas, y de tantos vampiros privados de su horrible vida, el pueblo no se vio libre de ellos. Un noble moravo, que casualmente pasaba por aquí, se enteró de lo que ocurría, y dada su experiencia en tales asuntos (como tanta gente en su país), se ofreció a liberar al pueblo de aquella tortura. Lo hizo del siguiente modo: aquella noche había una luna brillante. Poco después del ocaso, subió al campanario de esta capilla, desde donde podía ver con nitidez el cementerio que hay debajo; sus señorías pueden verlo desde esta ventana. Desde allí estuvo observando hasta ver salir de su tumba al vampiro, luego de dejar junto a él el sudario en que había sido amortajado, y finalmente deslizarse en dirección al pueblo para atormentar a sus habitantes.

“Tras observar todo eso, el forastero bajó del campanario, cogió las envolturas mortuorias del vampiro y se las llevó consigo a lo alto de la torre, en la que volvió a apostarse. Cuando  regresó el vampiro de sus merodeos y echó en falta sus ropas, se puso a gritar, enfurecido, al moravo, al que vio en la cima del campanario, y éste, por toda respuesta, le hizo señas para que subiera a cogerlas. Después de lo cual, el vampiro, aceptando su invitación, empezó a subir al campanario. Y tan pronto como hubo llegado a las almenas, el moravo, golpeándole con su espada, le partió el cráneo en dos, arrojando el cuerpo al cementerio, adonde el forastero le siguió, tras descender por la escalera de caracol, y le cortó la cabeza. Al día siguiente entregó a los aldeanos la cabeza y el cuerpo, que tras ser debidamente empalado, fue quemado junto con aquella.

“Aquel noble moravo tenía la autorización del entonces cabeza de familia para trasladar la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein, cosa que hizo en efecto, de forma que en poco tiempo su localización quedó completamente olvidada”.

― ¿Puedes indicarnos dónde estaba? ―preguntó el general, con impaciencia.

El guardabosques negó con la cabeza y sonrió.

― Ningún alma viviente podría decirlo ahora ―añadió―. Además, se dice que su cadáver fue trasladado. Aunque nadie está seguro de eso tampoco.

Tras haber hablado de ese modo, como el tiempo apremiaba, dejó caer su hacha al suelo y partió. Y nosotros nos dispusimos a escuchar el resto de la extraña historia del general.

_________________________

12 "Fantasmas", en francés.


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Mensaje por OhMyPrettyEli Vie 13 Jun 2014, 10:37 am

Lo sabía! La relación es grande: O  todo lo que hizo Millarca, tiene peculiaridad con carmillla :O
valla susto que se dieron al saber esto.
jejejeje que forma de matar al vampiro por parte del moravo jejejeje ¡¡sin piedad!!
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Mensaje por DearLizzy Vie 13 Jun 2014, 8:32 pm


XIV. El Encuentro
― Mi querida niña ―prosiguió el general― empeoraba visiblemente. El médico que la atendía no había logrado ninguna mejoría en su enfermedad, pues entonces eso suponía yo que era lo que tenía. Al darse cuenta de mi alarma, me propuso una nueva consulta. Llamé a uno de los mejores médicos de Graz. Transcurrieron varios días hasta su llegada. Era un hombre bueno y piadoso, al mismo tiempo que docto. Después de examinar juntos a mi pobre pupila, los dos médicos se retiraron a mi biblioteca para conferenciar y discutir. Desde el aposento contiguo, donde esperaba a que me llamaran, oía yo las voces de aquellos caballeros, elevándose a un tono más alto que el de una estricta discusión filosófica. Llamé a la puerta y entré. Encontré al anciano médico de Graz defendiendo una teoría, que su colega rechazaba con no disimulada irrisión, entre grandes carcajadas. Aquella exhibición indecorosa se apaciguó, y el altercado finalizó cuando yo entré.

“― Señor ―dijo mi primer médico―, por lo visto mi docto colega estima que lo que usted necesita es un conjurador, y no un doctor.

“― Discúlpeme ―dijo el anciano médico de Graz, con evidente desagrado―. En otra ocasión le expondré, a mi manera, mi propio punto de vista sobre este caso. Lamento, monsieur le Général, que mi experiencia y mi ciencia no puedan ser de ninguna utilidad para usted. De todas formas, antes de partir me sentiré muy honrado de sugerirle algo.

“Parecía pensativo. Se sentó a la mesa y empezó a escribir. Profundamente decepcionado, me despedí de él con una inclinación de cabeza y cuando me volvía para irme, el otro doctor señaló por encima de su hombro a su compañero, que estaba escribiendo, y luego, con un encogimiento de hombros, se llevó, significativamente, un dedo a la sien.

“Aquella consulta, por tanto, me dejó justamente en donde estaba. Paseé por el jardín, medio aturdido. El médico de Graz me alcanzó al cabo de diez o quince minutos. Se disculpó por haberme seguido, pero dijo que, en conciencia, no podía despedirse sin añadir unas cuantas palabras más. Me aseguró que no podía estar equivocado. Que ninguna enfermedad natural presentaba esos síntomas. Y que, sin embargo, la muerte de mi sobrina estaba ya muy próxima. Le quedaban uno o tal vez dos días de vida. Si la fatal afección se detenía de inmediato, quizás con mucho cuidado y destreza por nuestra parte podría la joven recuperar sus fuerzas. Mas todo dependía de los límites de lo irrevocable. Un ataque más podría extinguir la última chispa de vitalidad que aún quedaba.

“― ¿Y cuál es la naturaleza de la afección a la que usted se refiere? ―le supliqué.

“― Lo expongo todo en esta nota que pongo en sus manos, con la condición expresa de que envíe a buscar al sacerdote más próximo, abra mi carta en presencia suya, y bajo ningún concepto la lea hasta que él se encuentre a su lado. De otra manera quizá desdeñara su contenido, y es una cuestión de vida o muerte. Si no consigue un sacerdote, entonces puede leerla usted mismo.

“Antes de despedirse finalmente, me preguntó si me gustaría consultar a un hombre extraordinariamente erudito en aquel mismo tema, que probablemente me interesaría por encima de todos los demás, después de que hubiese leído su carta. A continuación me instó a que invitara a aquel hombre a visitarme en el castillo; y después se despidió.

“Como el eclesiástico estaba ausente, tuve que leer la carta solo. En otro momento, o en otra situación, probablemente me habría reído de lo que decía. Pero ¿a qué charlatanería no se abalanzaría la gente, como última posibilidad, cuando todos los medios habituales han fracasado, y está en juego la vida de un ser querido?

“Nada, me dirá usted, podría ser más absurdo que la carta del docto médico. Era lo suficientemente monstruosa como para que se le enviara a un manicomio. ¡Decía que la paciente estaba siendo visitada por un vampiro! Los pinchazos que, según ella, había notado en la garganta, los había producido, insistía él, la inserción de dos dientes largos, finos y puntiagudos que, como es bien sabido, son característicos de los vampiros. Y no podía caber la menor duda, añadía, en cuanto a la presencia bien definida de la pequeña señal amoratada, que todos coincidían en afirmar como causada por los labios de aquel demonio, y en lo referente al hecho de que todos los síntomas descritos por la víctima estaban en perfecta concordancia con los constatados en todos los demás casos de visitas similares.

“Como yo era completamente escéptico en cuanto a la existencia de cualquier prodigio como el vampirismo, la teoría sobrenatural del buen doctor únicamente aportaba, en mi opinión, un nuevo ejemplo de erudición e inteligencia, curiosamente asociadas con alguna alucinación. Sin embargo, me sentía tan desgraciado, que, antes que no intentar nada, decidí seguir las instrucciones de la carta.

“Me escondí en la recámara oscura que comunicaba con el aposento de la pobre paciente, en el que constantemente ardía una vela, y aguardé allí hasta que se quedó profundamente dormida. Permanecí frente a la puerta, atisbando a través de la estrecha rendija, sin perder de vista una espada que había dejado encima de la mesa, tal como prescribían las instrucciones del médico. Hasta que, un poco después, vi aparecer una cosa grande y negra, de perfiles muy imprecisos, que se arrastró, me pareció, a los pies de la cama, y rápidamente se abalanzó sobre la garganta de la pobre muchacha, y, en un instante, aumentó de tamaño hasta convertirse en una enorme masa palpitante.

“Durante unos instantes me quedé paralizado. Después, espada en mano, di un salto hacia delante. De repente la negra criatura se encogió a los pies de la cama, se deslizó al suelo, y allí, como a una yarda por debajo del armazón, vi a Millarca, inmóvil, que me observaba fijamente, con una mirada furtiva de ferocidad y horror. No sabiendo qué pensar de todo aquello, la golpee al instante con mi espada. Mas vi que permanecía ilesa, junto a la puerta. La perseguí, horrorizado, y volví a golpearla. ¡Había desaparecido! Y mi espada voló en mil pedazos al chocar contra la puerta.

“No puedo describirle todo lo que sucedió aquella noche terrible. Toda la casa se despertó y se puso en movimiento. El espectro de Millarca había desaparecido. Pero su víctima empeoró rápidamente, y antes de que amaneciera, murió.”

El anciano general estaba trastornado. Ninguno de nosotros dijo palabra alguna. Mi padre se alejó un poco, y comenzó a leer las inscripciones de las lápidas sepulcrales. Concentrado, pues, en aquellas lecturas, cruzó la puerta de una capilla lateral para proseguir sus investigaciones. Mientras tanto, el general se apoyó en el muro, se secó los ojos y suspiró profundamente. Me alivió oír las voces de Carmilla y de madame Perrodon, que en aquel momento se aproximaban. Luego las voces se desvanecieron.

En medio de aquella soledad; después de haber escuchado una historia tan extraña, que estaba relacionada con los poderosos y nobles difuntos, cuyos monumentos funerarios, en torno nuestro, se enmohecían entre el polvo y la hiedra, y cada uno de cuyos incidentes se parecía tan atrozmente a mi propio caso, tan misterioso; en aquella guarida de fantasmas, ensombrecida por las torres de follaje que trepaban por todas partes, densas y altas, por encima de los silenciosos muros; empezó a invadirme un inexpresable espanto, y mi ánimo decayó al pensar que, después de todo, ninguno de mis amigos iba a entrar allí, a turbar aquella triste y ominosa escena.

Los ojos del anciano general miraban fijamente al suelo, mientras su mano se apoyaba en el basamento de un monumento funerario deteriorado.

De pronto, bajo el arco de una puerta estrecha, coronada por una de esas figuras grotescas y demoníacas en las que se complacía la cínica y lúgubre imaginación de los antiguos tallistas góticos, vi aparecer, con inmensa alegría, el hermoso rostro y la seductora figura de Carmilla, que entraba en la sombría capilla.

Estuve a punto de levantarme y hablar, y saludarla, risueña, con la cabeza, en respuesta a su sonrisa particularmente atractiva, cuando el anciano general, lanzando un grito, se interpuso entre nosotras y, cogiendo el hacha del leñador, lanzóse sobre ella. Al verle, se operó un cambio brutal en la fisonomía de Carmilla. Sufrió una súbita y espantosa transformación, a la vez que retrocedía, encogiéndose. Mas ella esquivó el golpe, y salió ilesa del mismo, aferrándole la muñeca con su diminuto puño. El general forcejeó unos instantes para liberarse del brazo. Pero su mano debió aflojarse, y el hacha cayó al suelo. La muchacha había desaparecido.

El general se tambaleó, apoyándose en el muro. Los cabellos grises se erizaron en su cabeza, y un sudor frío le bañaba el rostro, como si estuviera a punto de morirse.

La pavorosa escena se había desarrollado en un instante. Después, lo primero que recuerdo es a madame Perrodon frente a mí, repitiéndome con impaciencia, una y otra vez, esta pregunta:

― ¿Dónde está mademoiselle Carmilla?

Finalmente, respondí:

― No lo sé… No sabría decir… se fue por allí ―y señalé la puerta por la que madame Perrodon acababa de entrar―; hace tan sólo uno o dos minutos.

― Pero yo he estado ahí, en el corredor, desde que entró mademoiselle Carmilla; y no la he visto regresar.

Entonces se puso a llamarla a gritos: “Carmilla”, a través de puertas y corredores, y desde los ventanales. Mas no obtuvo respuesta.

― ¿Ahora se hace llamar Carmilla? ―preguntó el general, no repuesto todavía de la tremenda impresión.

― Sí, Carmilla ―respondí yo.

― Ya ―dijo―; es decir, Millarca. Es la misma persona que en otra época se llamaba Mircalla, condesa de Karnstein. Márchese de esta tierra maldita, mi pobre niña, lo más aprisa que pueda. Vaya a casa del sacerdote, y quédese allí hasta que lleguemos nosotros. ¡Retírese! ¡Ojalá nunca más vea a Carmilla! No la volverá a encontrar aquí.


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Mensaje por OhMyPrettyEli Dom 15 Jun 2014, 12:39 pm

Wooow que capítulo, ahora que se saben que Millarca y Carmilla son la misma persona que pasara, intentaran atacar a Carmilla? :O
sí que se puso bueno,  aunque el más asustado parecía ser el general jejej, pues jamás espero descubrir esta verdad oculta.
OhMyPrettyEli
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Mensaje por DearLizzy Dom 15 Jun 2014, 12:57 pm

OhMyPrettyEli escribió:Wooow que capítulo, ahora que se saben que Millarca y Carmilla son la misma persona que pasara, intentaran atacar a Carmilla? :O
sí que se puso bueno,  aunque el más asustado parecía ser el general jejej, pues jamás espero descubrir esta verdad oculta.
Sabía que tendrías tus suposiciones Carmilla - Página 3 1857533193 Me sorprende como es que le sacó provecho a su belleza, porque si prestas atención, es por lo que más se cautivaban, Carmilla - Página 3 285151902 y fue capaz de engañarlos con tremenda astucia. Lo sé, el general me da mucha penita Carmilla - Página 3 3797107778
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Mensaje por DearLizzy Dom 15 Jun 2014, 3:44 pm


XV. Ordalía y Ejecución
Mientras hablaba el general, entró en la capilla, por la misma puerta por la que había entrado y salido Carmilla, uno de los hombres de aspecto más extraño que yo jamás haya visto. Era alto, estrecho de pecho, encorvado, y cargado de espaldas; y vestía de negro. Su rostro era moreno, surcado de profundas arrugas. Se tocaba con un sombrero de ala ancha y extraña forma. Su cabello, largo y entrecano, le colgaba sobre los hombros. Llevaba gafas de montura dorada, y caminaba despacio, arrastrando los pies extravagantemente. En su rostro, ora vuelto hacia el cielo, ora inclinado hacia el suelo, parecía haber siempre una sonrisa. Sus brazos largos y delgados le colgaban bamboleantes, y sus descarnadas manos, enfundadas en unos viejos guantes negros que le quedaban demasiado grandes, se agitaban y gesticulaban con profundo ensimismamiento.

― ¡Exactamente el hombre que necesito! ―exclamó el general, saliendo alborozadamente a su encuentro―. Mi querido barón, ¡cuánto me alegro de verle! No esperaba encontrarle tan pronto.

Hizo una seña a mi padre, que para entonces ya había regresado, y le llevó a conocer a aquel extraño personaje, al que llamaba “el barón”. Se lo presentó formalmente, e inmediatamente se enzarzaron los tres en una verdadera conversación. El recién llegado extrajo un papel enrollado de su bolsillo, y lo extendió sobre la deteriorada superficie de una tumba que había a su lado. Llevaba en la mano un estuche de lápices, y con ellos trazó líneas imaginarias de un extremo a otro del papel, del que a menudo apartaron la vista, todos a un tiempo, en dirección a ciertas partes del edificio, por lo que comprendí que debía de tratarse del plano de la capilla. Acompañaba aquella especie de conferencia, si puedo llamarla así, con lecturas esporádicas de un librito muy sucio, cuyas amarillentas páginas estaban cubiertas de una escritura apretada.

Juntos deambularon por la nave lateral, frente al lugar en donde yo me encontraba, conversando entre sí mientras andaban. Luego se pusieron a medir a pasos las distancias entre unas tumbas y otras, y finalmente se detuvieron frente a un lugar concreto del muro lateral y comenzaron a examinarlo minuciosamente, arrancando la hiedra que lo cubría, y quitando el yeso con las conteras de sus bastones, a base de raspar aquí y golpear allá. Por fin comprobaron la existencia de una gran lápida de mármol, sobre la cual había unas letras grabadas en relieve.

Con la ayuda del leñador, que no tardó en regresar, pusieron al descubierto una inscripción funeraria y un escudo esculpido. Resultó tratarse del sepulcro, durante tanto tiempo perdido, de Mircalla, condesa de Karnstein.

El anciano general, aunque no muy dado, me temo, a las plegarias, alzó la mirada y las manos al cielo durante unos instantes, en mudo agradecimiento.

― Mañana ―le oí decir― estará aquí el comisionado, y la Inquisición actuará de acuerdo con la ley.

Luego, volviéndose al anciano de las gafas doradas, que antes he descrito, le estrechó calurosamente ambas manos y dijo:

― Barón, ¿cómo puedo agradecérselo? ¿Cómo podemos expresarle todos nosotros nuestra gratitud? Ha librado usted a esta comarca de una plaga que ha azotado a sus habitantes durante más de un siglo. Gracias a Dios, el horrendo enemigo ha sido al fin localizado.

Mi padre se llevó aparte al forastero, y el general los siguió. Sabía que los había llevado a donde yo no los pudiera oír, para contarles mi caso. Y mientras proseguía la discusión, les vi lanzarme rápidas y frecuentes miradas.

Mi padre se acercó a mí, me besó una y otra vez, y, llevándome fuera de la capilla, me dijo:

― Es hora de regresar a casa. Mas antes debemos procurar que se una a nosotros el bueno del cura que vive muy cerca de aquí, y convencerle de que nos acompañe al schloss.

Tuvimos éxito en nuestra gestión. Y yo me alegré, porque al llegar a casa me sentía indeciblemente cansada. Aunque mi satisfacción se trocó en desaliento al descubrir que no se tenían noticias de Carmilla. No me dieron ninguna explicación de la escena que había tenido lugar en la capilla en ruinas. Estaba claro que era un secreto que, de momento, mi padre había decidido no revelarme.

La ausencia de Carmilla, que en aquellas circunstancias adquiría un tinte siniestro, hizo que el recuerdo de aquella escena fuera todavía más terrible para mí. Los preparativos que se hicieron para pasar aquella noche fueron en extremo singulares. Dos criadas y madame Perrodon permanecieron sentadas aquella noche en mi aposento, y el eclesiástico montó guardia con mi padre en la recámara contigua.

El sacerdote había realizado aquella noche algunos ritos solemnes, cuyo significado no era para mí menos oscuro que la finalidad de las extraordinarias precauciones tomadas para procurar mi seguridad durante el sueño.

Algunos días más tarde lo comprendí todo.

A la desaparición de Carmilla siguió la interrupción de mis padecimientos nocturnos.

Habrá oído hablar, sin duda alguna, de la espantosa superstición que impera en la Alta y Baja Estiria, en Moravia, en Silesia, en la Serbia turca, en Polonia, e incluso en Rusia; la superstición, llamémosla así, del vampirismo.

Si vale para algo el testimonio humano, presentado con todo cuidado y seriedad, imparcialmente, ante innumerables comisiones, cada una de ellas formada por numerosos miembros elegidos por su integridad e inteligencia, los cuales han emitido informes posiblemente más voluminosos que todos los existentes en relación a cualquier otro tipo de casos, es difícil negar, entonces, o siquiera dudar de la existencia de ese fenómeno llamado vampirismo.

En cuanto a mí, no conozco ninguna teoría capaz de explicar lo que yo misma he presenciado y experimentado, como no sea la que proporciona esta creencia campesina tan antigua y tan bien atestiguada.

Al día siguiente se llevaron a cabo los procedimientos formales en la capilla de los Karnstein. Se abrió la tumba de la condesa Mircalla, y tanto el general como mi padre reconocieron a su pérfida y bella huésped en el rostro que ahora aparecía ante sus ojos. A pesar de los ciento cincuenta años que habían transcurrido desde su entierro, sus facciones mostrábanse inflamadas de calor vital. Tenía los ojos abiertos. El ataúd no despedía ningún hedor a cadáver. Los dos médicos presentes, uno oficialmente, el otro de parte del promotor de la investigación, atestiguaron el hecho prodigioso de que una respiración tenue, pero perceptible, animaba el cadáver, con su correspondiente palpitación en el corazón. Los miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica. El pesado ataúd estaba inundado de sangre, en la que el cuerpo yacía sumergido hasta una altura de unas siete pulgadas. Ahí estaban, pues, todas las pruebas y síntomas admitidos del vampirismo.

En consecuencia, de acuerdo con las prácticas antiguas, sacaron el cadáver y le clavaron una estaca afilada en el corazón: en aquel mismo momento el vampiro profirió un chillido desgarrador, semejante en todo al estertor de un agonizante. Después le cortaron la cabeza, y un torrente de sangre brotó del cuello seccionado. El cuerpo y la cabeza fueron colocados sobre una pila de leña y reducidos a cenizas, luego esparcidas por el río, que se las llevó lejos. Desde entonces aquel territorio no ha vuelto a ser atormentado por las visitas de ningún otro vampiro.

Mi padre conserva una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas de todos los que presenciaron los procedimientos, adjuntas como comprobación de sus declaraciones respectivas. De este documento oficial he resumido yo la descripción de esta postrera y espeluznante escena.


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Mensaje por OhMyPrettyEli Dom 15 Jun 2014, 7:03 pm

Valla todo se desenvuelve,  parece que ella ya dejo de padecer todas esas cosas sobrenaturales que le pasaban…..
Pero que feo, ya me imagino estar cerca de ese ataúd viendo a la condesa Mircalla así todo como estaba, con los ojos abiertos sangrienta y oyendo los gemidos que hacia cuando le enterraron la estaca y la degollaron que miedo :S
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Mensaje por DearLizzy Dom 15 Jun 2014, 7:19 pm

OhMyPrettyEli escribió:Valla todo se desenvuelve,  parece que ella ya dejo de padecer todas esas cosas sobrenaturales que le pasaban…..
Pero que feo, ya me imagino estar cerca de ese ataúd viendo a la condesa Mircalla así todo como estaba, con los ojos abiertos sangrienta y oyendo los gemidos que hacia cuando le enterraron la estaca y la degollaron que miedo :S
Así es, me habría gustado que hubiera más historia entre Laura y Carmilla  Carmilla - Página 3 1054092304 Su actitud romántica, a pesar de ser premeditada, era tan skfhakdghakdgldkjg, ¿me explico? Carmilla - Página 3 4098373783 ¡Qué miedoso! Seguramente estarías igual si te imaginaras las atrocidades que hacia la condesa Elizabeth xD
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