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Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Capitulo Cuatro.
El diablo se introdujo a escondidas en el Jardín del Edén.
Llevaba consigo la enfermedad, deliria nervosa de amor, en forma de semilla.
Creció y floreció hasta convertirse en
un magnifico manzano que daba unas, frutal tan relucientes como la sangre..
Llevaba consigo la enfermedad, deliria nervosa de amor, en forma de semilla.
Creció y floreció hasta convertirse en
un magnifico manzano que daba unas, frutal tan relucientes como la sangre..
- P«Génesis», Historia completa del mundo y del universo conocido, Dr. Steven Horace (Universidad de Harvard)
Para cuando la enfermera me permite entrar en la sala de espera, Hana ya se ha ¡do; ha desaparecido por alguno de los blancos pasillos, tras una de las docenas de puertas blancas idénticas, pero quedan cinco o seis chicas más dando vueltas, esperando. Una está sentada en una silla, inclinada sobre su tablilla, garabateando las respuestas, tachándolas y volviendo a escribirlas. Otra le pregunta muy nerviosa a una enfermera cuál es la diferencia entre «enfermedad crónica» y «enfermedad preexistente». Da la sensación de que en cualquier momento le va a dar algún tipo de ataque: le sale una vena en la frente y su voz tiene un tono histérico. Me pregunto si añadirá a sus respuestas «tendencia a la ansiedad».
Ya sé que no tiene gracia, pero me dan ganas de reír Me llevo la mano a la cara y me cubro la boca.
Cuando estoy muy nerviosa, me da la risa tonta. Durante los exámenes, en la escuela, siempre me metía en líos por culpa de esta manía. Quizá debería haberlo mencionado en la hoja.
Una enfermera me quita la tablilla y ojea las páginas, asegurándose de que no he dejado ninguna respuesta en blanco.
-¿Lena Haloway? -pregunta con el tono abrupto que parecen compartir todas, como si fuera parte de su formación médica.
-Ajá -contesto, y rápidamente me corrijo; mi tía me ha dicho que los evaluadores esperarán un cierto nivel de formalidad-. Sí, soy yo.
Me sigue resultando extraño oír mi apellido verdadero, Haloway, y se me instala un cierto sentimiento triste en el estómago. Durante los últimos diez años he usado el de mi tía, Tiddle. Aunque como apellido suena bastante tonto (podría ser. según Hana, el nombre de una raza de perro pequeño y peludo), tiene la ventaja de que no está asociado con mi madre y mi padre. Por lo menos, los Tiddle son una familia de verdad. Los Haloway no son más que un recuerdo. Pero en los documentos oficiales tengo que usar mi apellido de nacimiento.
-Acompáñame.
La enfermera indica uno de los pasillos y yo sigo el nítido toe toe que producen sus tacones en el linóleo. El corredor tiene una claridad cegadora. Las mariposas me van subiendo poco a poco desde el estómago hasta la cabeza y me siento mareada. Trato de calmarme imaginando el océano que está fuera, su respiración irregular, las gaviotas que hacen molinetes en el cielo. «Esto terminará pronto», me digo. «Pronto se habrá acabado y entonces me iré a casa y nunca más volveré a pensar en las evaluaciones».
El pasillo parece prolongarse hasta el infinito. Una puerta se abre y se cierra, y un momento después, al doblar una esquina, nos cruzamos con una chica. Tiene la cara roja y, obviamente, ha estado llorando. Debe de haber terminado ya.
La recuerdo vagamente, es una de las primeras que han entrado.
No puedo evitar que me dé pena. Las evaluaciones duran normalmente entre media hora y dos horas, pero la gente dice que cuanto más te retengan los evaluadores., mejor lo estás haciendo. Claro que no siempre es así. Hace dos años, Marcy Davies entró y salió del laboratorio en cuarenta y cinco minutos y consiguió un diez redondo. Y el año pasado, Corey Winde batió el récord mundial en tiempo de evaluación (tres horas y media), y sin embargo solo sacó un tres. Las evaluaciones siguen unas pautas, evidentemente, pero siempre hay un componente de azar. A veces da la sensación de que todo el proceso está concebido para confundir e intimidar lo más posible.
De repente me imagino que corro por estos pasillos limpios y estériles dando patadas a todas las puertas. Luego, al instante, me siento culpable. Este es el peor momento para sentir dudas sobre las evaluaciones, y maldigo mentalmente a Hana. Es culpa suya, por decirme lo que me dijo cuando estábamos fuera: No puedes ser feliz a menos que seas desgraciada alguna vez. Muy pocas opciones.
Solo podemos elegir entre los chicos que nos han asignado.
Pues yo me alegro de que alguien elija por nosotras. Me alegro de no tener que hacerlo yo y me alegro más aún de que nadie tenga que elegirme a mí. Evidentemente, a Hana le iría bien si las cosas fueran como antes. Ella, con su pelo dorado como un halo, los ojos grises brillantes, los dientes derechos y perfectos, y esa risa que hace que cualquiera en un radio de tres kilómetros se vuelva y se ría también... Hasta la torpeza le queda bien, dan ganas de ayudarla o recogerle los libros. Cuando yo me tropiezo con mis propios pies o me echo café en la camisa, la gente aparta la vista. Casi se puede oír lo que piensan: «¡Qué desastre de chica!». Y cuando estoy con desconocidos, la mente se me enmaraña, se me pone húmeda y gris, como las calles cuando la nieve comienza a fundirse después de una gran nevada; no como a Hana, que siempre sabe qué decir.
Ningún chico en sus cabales me elegiría a mí habiendo gente como ella en el mundo. Sería como conformarse con una galleta rancia cuando lo que quieres en realidad es un cuenco grande de helado con nata, cerezas y fideos de chocolate. Así que yo estaré encantada de recibir una pulcra hoja impresa con mis «emparejamientos aprobados». Por lo menos, eso me garantiza que terminaré emparejada con alguien. Da igual que nadie haya pensado nunca que soy guapa (aunque a veces desearía, solo por un segundo., que alguien lo creyera). Incluso daría igual que yo fuera tuerta.
-Por aquí -la enfermera se detiene, por fin, ante una puerta que es idéntica a todas las demás- Puedes dejar la ropa y tus otras cosas en la antesala. Por favor, ponte el camisón que se te ha proporcionado, con el cierre hacia atrás. Puedes tomarte un momento para beber algo de agua y hacer un poco de meditación.
Me imagino a cientos y cientos de chicas sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y las manos plegadas hacia arriba sobre las rodillas, cantando Om, y tengo que sofocar de nuevo el impulso desenfrenado de reír.
-Pero, por favor no olvides que cuanto más tardes en prepararte, menos tiempo tendrán los evaluadores para conocerte.
Sonríe forzadamente. Todo en ella es un poco estirado: la piel, los ojos, la bata de laboratorio. Me mira directamente, pero tengo la sensación de que realmente no enfoca, de que en su mente ya está taconeando camino de la sala de espera, lista para llevar a otra muchacha por el pasillo y soltarle el mismo rollo. Me siento muy sola, rodeada por estas gruesas paredes que amortiguan todos los sonidos, aislada del sol y del viento y del calor: todo perfecto y antinatural.
-Cuando estés lista, pasa por la puerta azul. Los evaluadores te estarán esperando en el laboratorio.
Una vez que la enfermera se va con su toe toe, yo entro en una antesala pequeña, tan reluciente como el pasillo. Parece la consulta del médico. En una esquina hay un aparato enorme que pita a intervalos regulares, y una camilla cubierta con papel. Todo huele a antiséptico. Me quito la ropa temblando porque el aire acondicionado hace que se me ponga la piel de gallina, que se me erice el vello de los brazos. Estupendo. Así los evaluadores pensarán que soy una bestia peluda.
Doblo la ropa, sujetador incluido, en un montón ordenado y me pongo el camisón. Está hecho de plástico muy transparente y, mientras me lo coloco alrededor del cuerpo y lo aseguro a la cintura con un nudo, soy muy consciente de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de mi ropa interior.
«Pronto. Pronto habrá terminado».
Inspiro profundamente y paso por la puerta azul.
En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera impresión que se forman de mí los evaluadores debe de ser la de alguien que entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la cara. Cuatro sombras flotan en una canoa delante de mí. Luego, mis ojos se acostumbran y la visión se define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja. La sala es muy amplia y está totalmente despejada; en una esquina veo una mesa metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos filas de luces cenitales proporcionan una claridad intensa. Me doy cuenta de lo alto que está el techo, al menos a diez metros. Siento una urgencia desesperada de cruzar los brazos sobre el pecho, de cubrirme de alguna forma. Se me seca la boca y me quedo con la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los focos. No recuerdo lo que se supone que debo hacer, ni lo que debo decir.
Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:
-¿Tienes los formularios?
Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se me ha formado en el estómago y que me retuerce los intestinos.
«¡Qué horror!», pienso. «Me voy a hacer pis. Me voy a hacer pis aquí mismo». Trato de imaginarme lo que dirá Hana cuando esto haya pasado, cuando estemos dando un paseo a la luz de la tarde, con el aire pesado por el olor a sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará. «Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».
-Eh... sí.
Me acerco sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que me ofrece resistencia. Cuando me encuentro a un metro de la mesa, les paso la tablilla con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer, pero no soy capaz de fijarme en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorro rápidamente con la mirada y luego vuelvo atrás de nuevo, quedándome solo con una impresión vaga de varias narices, algunos ojos oscuros y el parpadeo de un par de gafas.
Mi tablilla recorre la línea de los evaluadores dando saltitos. Pego los brazos a los costados e intento parecer relajada.
Detrás de mí hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros del suelo. Se accede a ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de las gradas. Tiene asientos blancos obviamente destinados a estudiantes, doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los laboratorios no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones posteriores y a menudo tratan casos difíciles de otras enfermedades.
Se me viene a la cabeza que las intervenciones deben de realizarse aquí, en esta misma sala. Para eso debe de servir la mesa de operaciones. La ansiedad comienza a apretarme de nuevo el estómago. Aunque he imaginado a menudo cómo sería estar curada, nunca he pensado de verdad en la operación en sí, la dura mesa de metal, las luces que parpadean por encima, los tubos y los cables. Y el dolor.
-¿Lena Haloway?
-Sí, soy yo.
-De acuerdo. ¿Por qué no comienzas contándonos algo sobre ti misma? evaluador de las gafas se inclina hacia delante y extiende las manos sonriendo. Sus enormes dientes blancos y cuadrados me hacen pensar en azulejos de baño. El reflejo de sus gafas hace imposible verle los ojos; desearía que se las quitara-. Háblanos de lo que te gusta: tus intereses, tus aficiones, tus asignaturas favoritas...
Me lanzo con el discurso que he preparado sobre cuánto me gusta la fotografía y correr y pasar tiempo con mis amigas, pero no estoy centrada. Veo que los evaluadores asienten frente a mí y que las sonrisas comienzan a distenderles el rostro mientras toman notas. Supongo que lo estoy haciendo bien, pero ni siquiera puedo oír las palabras que salen de mi boca. Sigo obsesionada con la mesa de operaciones y no hago más que mirarla con el rabillo del ojo, viendo cómo brilla y parpadea a la luz como el filo de una cuchilla.
Y de repente pienso en mi madre. Mi madre siguió incurada a pesar de sus tres operaciones y la enfermedad se fue apoderando de ella, le fue royendo las entrañas e hizo que sus ojos se volvieran huecos y sus mejillas palidecieran. La enfermedad le robó el control y se la fue llevando, centímetro a centímetro, hasta el borde de un acantilado arenoso, hasta el aire liviano y brillante del salto al vacío.
O eso es lo que me han contado. Yo tenía seis años entonces. Solo recuerdo la presión cálida de sus dedos en mi cara por la noche y las últimas palabras que me susurró: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo».
Cierro los ojos rápidamente, abrumada por la idea de mi madre retorciéndose mientras una docena de científicos con batas de laboratorio la miran, garabateando impasibles en una libreta. En tres ocasiones distintas fue atada con correas a una mesa metálica, en tres ocasiones distintas un grupo de observadores la miró desde la plataforma, tomando nota de sus respuestas a medida que las agujas y luego los láseres le atravesaban la piel. Normalmente, a los pacientes se los anestesia durante la intervención y no sienten nada, pero a mi tía se le escapó una vez que durante la tercera operación de mi madre se negaron a sedarla, pensando que la anestesia podría estar interfiriendo con la respuesta de su cerebro a la cura.
-¿Quieres beber un poco de agua?
El evaluador 1, la mujer, señala una botella de agua y un vaso que están sobre la mesa. Ha notado mi alteración momentánea, pero no importa. He terminado mi declaración personal, y por la forma en que me miran los evaluadores -contentos, orgullosos, como si yo fuera una niña pequeña que ha conseguido encajar cada pieza en su agujero correspondiente-, veo que lo he hecho bien.
Me sirvo un vaso de agua y tomo algunos sorbos, agradecida por el respiro. Siento el sudor que me pica en las axilas, en el cuero cabelludo y en la base del cuello, y rezo para que no lo noten. Intento mantener la vista fija en los evaluadores, pero ahí está en mi visión periférica, sonriéndome, esa maldita mesa.
-Bueno, Lena, ahora te vamos a hacer algunas preguntas. Queremos que contestes con sinceridad. Recuerda: intentamos conocerte como persona.
«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se me viene la pregunta a la mente antes de que pueda detenerla: «¿Como animal?». Inspiro hondo, me obligo a asentir y sonrío.
-Perfecto.
-Dinos algunos de tus libros preferidos.
-Guara, paz e interferencia, de Christopher Malley -contesto de forma automática-. Frontera, de Philippa Harolde.
No puedo seguir manteniendo alejadas las imágenes: se alzan ya como una inundación. Hay una palabra que no hace más que inscribirse en mi cerebro, como si estuviera marcada a fuego. Dolor.
Querían que mi madre se sometiera a una cuarta intervención. Iban a venir por ella la noche en que murió, venían para llevarla a los laboratorios. Pero en lugar de esperarlos, ella huyó hacia la oscuridad, desplegó las alas. Y antes, me despertó con aquellas palabras: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo». Esas palabras que el viento parecía traerme de vuelta mucho después de que ella desapareciera, repetidas en los árboles secos, en las hojas que tosían y susurraban durante los fríos amaneceres grises.
-Y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.
Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases de Salud de primer año de Secundaria.
-¿Y por qué te gusta? -pregunta el evaluador 3.
«Da miedo». Es lo que se supone que debo decir. Es una historia aleccionadora, una advertencia sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que se me ha hinchado la garganta y me duele. No queda sitio para que salgan las palabras, se han quedado pegadas como esas semillas con pinchos que se clavan en la ropa cuando hacemos footingpor las granjas. Y en ese momento parece que puedo oír el rugido del océano, puedo oír su murmullo lejano, insistente, puedo imaginarlo cerrándose sobre mi madre, el agua pesada como una losa. Y me sale otra respuesta:
-Es bello.
Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarme, como marionetas movidas por la misma cuerda.
-¿Bello?
El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire y me doy cuenta de que he cometido un error descomunal.
El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.
-Ese es un término interesante. Muy interesante -esta vez, sus dientes me recuerdan a los caninos blancos y curvos de un perro-. ¿Tal vez el sufrimiento te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la violencia?
-No, no. no es eso -estoy tratando de pensar con claridad, pero mi mente está totalmente ocupada por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se hace más fuerte. Y, solapado, oigo débilmente el grito de mi madre, como si su aullido me llegara a través de una década-. Lo que quiero decir es que... tiene algo muy triste...
Estoy luchando, voy a la deriva, me debato, siento que en ese momento me estoy hundiendo en la luz blanca y en el rugido. Sacrificio. Quiero decir algo sobre el sacrificio, pero no me viene la palabra.
-Continuemos -el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando me ofreció el agua, ha perdido su gesto de cordialidad. Ahora es totalmente profesional-. Dinos algo sencillo: tu color favorito, por ejemplo.
Una parte de mi cerebro, la parte racional, instruida, mi yo lógico, grita: «¡Azul! ¡Di azul!». Pero la otra cabalga desbocada por las ondas del sonido, elevándose entre el ruido creciente.
-Gris -suelto.
-¿Gris? -repite farfullando el evaluador 4.
El corazón me está bajando en espiral hacia el estómago. Sé que lo he estropeado, que la estoy fastidiando; prácticamente puedo ver cómo se derrumban mis calificaciones. Pero es demasiado tarde: estoy acabada. El rugido que siento en los oídos se hace cada vez más fuerte, es una estampida que me impide pensar. Rápidamente, tartamudeo una explicación.
-Bueno, no es gris exactamente. Es el color del cielo justo antes de la salida del sol; ese color pálido indefinido... No es realmente gris, sino una especie..., una especie de blanco, y siempre me ha gustado porque lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.
Pero ya no me escuchan. Están mirando detrás de mí, con la cabeza ladeada y expresión confundida, como intentando discriminar las palabras conocidas de un idioma extranjero.
Y entonces, de repente, se elevan el rugido y los gritos y me doy cuenta de que durante todo este rato no eran imaginaciones mías. La gente grita de verdad y se oye algo que se atropella, retumba y golpea, como si mil pies se movieran a la vez. Hay un tercer sonido, también, que se distingue por debajo de los otros dos, un bramido sin palabras que no parece humano.
En mi confusión, todo parece inconexo, igual que en los sueños. El evaluador 1 se incorpora a medias en su silla.
-Pero... ¿qué diablos...?
En ese momento, Gafas interviene:
-Siéntate, Helen. Voy a ver qué pasa.
En ese instante, la puerta se abre de par en par y entra con gran estrépito en el laboratorio un torbellino borroso de vacas, vacas de verdad, reales y vivas, que sudan y mugen.
«Definitivamente, es una estampida», pienso, y por un raro instante me siento orgullosa de mí misma por haber sido capaz de identificar el ruido.
Luego me doy cuenta de que estoy siendo embestida por una manada de animales muy pesados y muy asustados, que están a punto de derribarme y pisotearme.
Me lanzo hacia la esquina y me agazapo tras la mesa de operaciones, totalmente protegida de la masa de animales aterrorizados. Saco la cabeza apenas lo suficiente para ver lo que pasa. En este momento, los evaluadores se suben a la mesa de un salto, mientras un muro de vacas marrones y moteadas se mueve en torno a ellos. El evaluador 1 grita a todo pulmón y Gafas, aferrado a ella, chilla:
-¡Calma, calma! -a pesar de que la agarra como si fuera una balsa salvavidas y él estuviera a punto de hundirse.
Algunas de las vacas tienen pelucas que les cuelgan de la cabeza, y otras van medio vestidas con camisones idénticos al que llevo yo, lo que les da un aire esperpéntico. Por un momento me parece que estoy soñando. Quizá todo este día haya sido un sueño y, cuando me despierte, descubriré que sigo en casa, en la cama, la mañana de mi evaluación. Pero enseguida noto que las vacas llevan algo escrito en los costados: NO CURA. MATA. Las palabras están escritas descuidadamente, justo encima del nítido número que identifica a estos animales como destinados al matadero.
Me sube un pequeño escalofrío por el espinazo y todo comienza a encajar. Los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, el terreno no regulado que existe entre las ciudades y pueblos reconocidos.
Entran cada uno o dos años clandestinamente en Portland y montan algún tipo de protesta. Un año vinieron por la noche y pintaron calaveras rojas en las casas de todos los científicos conocidos. Otro año consiguieron introducirse en la comisaría central, que coordina todas las patrullas y los tumos de guardia de la ciudad, y trasladaron los muebles a la azotea, máquinas de café incluidas. La verdad es que tuvo cierta gracia: era asombroso que hubieran accedido a la central, en teoría el edificio más seguro de la ciudad. La gente de la Tierra Salvaje no ve el amor como una enfermedad y considera la cura una mutilación cruel. De ahí el eslogan de las vacas.
Empiezo a comprender, las vacas están vestidas como nosotros, los evaluados; es como si fuéramos un puñado de reses.
Los animales se van calmando un poco. Ya no embisten, y han empezado a vagar por el laboratorio.
El evaluador 1 tiene una tablilla en la mano, y la agita como si estuviera matando moscas mientras los animales dan topetazos contra la mesa, gimiendo, mugiendo y mordisqueando los papeles desperdigados por su superficie. Cuando una vaca se apodera de una hoja de papel y la rompe con los dientes, me doy cuenta de que son las notas de mi evaluación. Menos mal. A lo mejor se las comen todas y los evaluadores olvidan que yo iba camino del desastre. Medio oculta tras la mesa, y a salvo ya, he de admitir que todo esto tiene bastante gracia.
Es entonces cuando lo oigo. Por encima de los resoplidos, las pisadas y los gritos, percibo una risa que viene de arriba, una risa baja, breve y musical, como si alguien estuviera probando unas notas en un piano.
Hay un chico en la plataforma de observación que mira riendo el caos que se muestra a sus pies.
En cuanto alzo la vista, sus ojos se clavan en mí. Me quedo sin aire y todo se congela por un instante, como si le estuviera mirando a través de la lente de mi cámara, con el zoom a tope; como si el mundo se detuviera en ese breve lapso de tiempo, entre la apertura y el cierre del obturador.
Su cabello es castaño dorado, como las hojas en otoño justo cuando cambian de color, y tiene los ojos ambarinos y brillantes. En cuanto le veo, sé que es uno de los responsables de lo ocurrido. Sé que viene de la Tierra Salvaje, sé que es un inválido. El miedo me atenaza el estómago y abro la boca para gritar algo, no sé exactamente qué, pero justo en ese momento él mueve la cabeza ligerísimamente en un gesto de negación y ya no puedo emitir ningún sonido. Y entonces hace algo absoluta y totalmente impensable.
Me guiña un ojo.
Por fin salta la alarma. Suena tan fuerte que tengo que taparme los oídos con las manos. Compruebo si los evaluadores lo han visto, pero siguen haciendo su número de baile sobre la mesa y, cuando alzo de nuevo la mirada, ya no está.
Ya sé que no tiene gracia, pero me dan ganas de reír Me llevo la mano a la cara y me cubro la boca.
Cuando estoy muy nerviosa, me da la risa tonta. Durante los exámenes, en la escuela, siempre me metía en líos por culpa de esta manía. Quizá debería haberlo mencionado en la hoja.
Una enfermera me quita la tablilla y ojea las páginas, asegurándose de que no he dejado ninguna respuesta en blanco.
-¿Lena Haloway? -pregunta con el tono abrupto que parecen compartir todas, como si fuera parte de su formación médica.
-Ajá -contesto, y rápidamente me corrijo; mi tía me ha dicho que los evaluadores esperarán un cierto nivel de formalidad-. Sí, soy yo.
Me sigue resultando extraño oír mi apellido verdadero, Haloway, y se me instala un cierto sentimiento triste en el estómago. Durante los últimos diez años he usado el de mi tía, Tiddle. Aunque como apellido suena bastante tonto (podría ser. según Hana, el nombre de una raza de perro pequeño y peludo), tiene la ventaja de que no está asociado con mi madre y mi padre. Por lo menos, los Tiddle son una familia de verdad. Los Haloway no son más que un recuerdo. Pero en los documentos oficiales tengo que usar mi apellido de nacimiento.
-Acompáñame.
La enfermera indica uno de los pasillos y yo sigo el nítido toe toe que producen sus tacones en el linóleo. El corredor tiene una claridad cegadora. Las mariposas me van subiendo poco a poco desde el estómago hasta la cabeza y me siento mareada. Trato de calmarme imaginando el océano que está fuera, su respiración irregular, las gaviotas que hacen molinetes en el cielo. «Esto terminará pronto», me digo. «Pronto se habrá acabado y entonces me iré a casa y nunca más volveré a pensar en las evaluaciones».
El pasillo parece prolongarse hasta el infinito. Una puerta se abre y se cierra, y un momento después, al doblar una esquina, nos cruzamos con una chica. Tiene la cara roja y, obviamente, ha estado llorando. Debe de haber terminado ya.
La recuerdo vagamente, es una de las primeras que han entrado.
No puedo evitar que me dé pena. Las evaluaciones duran normalmente entre media hora y dos horas, pero la gente dice que cuanto más te retengan los evaluadores., mejor lo estás haciendo. Claro que no siempre es así. Hace dos años, Marcy Davies entró y salió del laboratorio en cuarenta y cinco minutos y consiguió un diez redondo. Y el año pasado, Corey Winde batió el récord mundial en tiempo de evaluación (tres horas y media), y sin embargo solo sacó un tres. Las evaluaciones siguen unas pautas, evidentemente, pero siempre hay un componente de azar. A veces da la sensación de que todo el proceso está concebido para confundir e intimidar lo más posible.
De repente me imagino que corro por estos pasillos limpios y estériles dando patadas a todas las puertas. Luego, al instante, me siento culpable. Este es el peor momento para sentir dudas sobre las evaluaciones, y maldigo mentalmente a Hana. Es culpa suya, por decirme lo que me dijo cuando estábamos fuera: No puedes ser feliz a menos que seas desgraciada alguna vez. Muy pocas opciones.
Solo podemos elegir entre los chicos que nos han asignado.
Pues yo me alegro de que alguien elija por nosotras. Me alegro de no tener que hacerlo yo y me alegro más aún de que nadie tenga que elegirme a mí. Evidentemente, a Hana le iría bien si las cosas fueran como antes. Ella, con su pelo dorado como un halo, los ojos grises brillantes, los dientes derechos y perfectos, y esa risa que hace que cualquiera en un radio de tres kilómetros se vuelva y se ría también... Hasta la torpeza le queda bien, dan ganas de ayudarla o recogerle los libros. Cuando yo me tropiezo con mis propios pies o me echo café en la camisa, la gente aparta la vista. Casi se puede oír lo que piensan: «¡Qué desastre de chica!». Y cuando estoy con desconocidos, la mente se me enmaraña, se me pone húmeda y gris, como las calles cuando la nieve comienza a fundirse después de una gran nevada; no como a Hana, que siempre sabe qué decir.
Ningún chico en sus cabales me elegiría a mí habiendo gente como ella en el mundo. Sería como conformarse con una galleta rancia cuando lo que quieres en realidad es un cuenco grande de helado con nata, cerezas y fideos de chocolate. Así que yo estaré encantada de recibir una pulcra hoja impresa con mis «emparejamientos aprobados». Por lo menos, eso me garantiza que terminaré emparejada con alguien. Da igual que nadie haya pensado nunca que soy guapa (aunque a veces desearía, solo por un segundo., que alguien lo creyera). Incluso daría igual que yo fuera tuerta.
-Por aquí -la enfermera se detiene, por fin, ante una puerta que es idéntica a todas las demás- Puedes dejar la ropa y tus otras cosas en la antesala. Por favor, ponte el camisón que se te ha proporcionado, con el cierre hacia atrás. Puedes tomarte un momento para beber algo de agua y hacer un poco de meditación.
Me imagino a cientos y cientos de chicas sentadas en el suelo con las piernas cruzadas y las manos plegadas hacia arriba sobre las rodillas, cantando Om, y tengo que sofocar de nuevo el impulso desenfrenado de reír.
-Pero, por favor no olvides que cuanto más tardes en prepararte, menos tiempo tendrán los evaluadores para conocerte.
Sonríe forzadamente. Todo en ella es un poco estirado: la piel, los ojos, la bata de laboratorio. Me mira directamente, pero tengo la sensación de que realmente no enfoca, de que en su mente ya está taconeando camino de la sala de espera, lista para llevar a otra muchacha por el pasillo y soltarle el mismo rollo. Me siento muy sola, rodeada por estas gruesas paredes que amortiguan todos los sonidos, aislada del sol y del viento y del calor: todo perfecto y antinatural.
-Cuando estés lista, pasa por la puerta azul. Los evaluadores te estarán esperando en el laboratorio.
Una vez que la enfermera se va con su toe toe, yo entro en una antesala pequeña, tan reluciente como el pasillo. Parece la consulta del médico. En una esquina hay un aparato enorme que pita a intervalos regulares, y una camilla cubierta con papel. Todo huele a antiséptico. Me quito la ropa temblando porque el aire acondicionado hace que se me ponga la piel de gallina, que se me erice el vello de los brazos. Estupendo. Así los evaluadores pensarán que soy una bestia peluda.
Doblo la ropa, sujetador incluido, en un montón ordenado y me pongo el camisón. Está hecho de plástico muy transparente y, mientras me lo coloco alrededor del cuerpo y lo aseguro a la cintura con un nudo, soy muy consciente de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de mi ropa interior.
«Pronto. Pronto habrá terminado».
Inspiro profundamente y paso por la puerta azul.
En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera impresión que se forman de mí los evaluadores debe de ser la de alguien que entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la cara. Cuatro sombras flotan en una canoa delante de mí. Luego, mis ojos se acostumbran y la visión se define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja. La sala es muy amplia y está totalmente despejada; en una esquina veo una mesa metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos filas de luces cenitales proporcionan una claridad intensa. Me doy cuenta de lo alto que está el techo, al menos a diez metros. Siento una urgencia desesperada de cruzar los brazos sobre el pecho, de cubrirme de alguna forma. Se me seca la boca y me quedo con la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los focos. No recuerdo lo que se supone que debo hacer, ni lo que debo decir.
Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:
-¿Tienes los formularios?
Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se me ha formado en el estómago y que me retuerce los intestinos.
«¡Qué horror!», pienso. «Me voy a hacer pis. Me voy a hacer pis aquí mismo». Trato de imaginarme lo que dirá Hana cuando esto haya pasado, cuando estemos dando un paseo a la luz de la tarde, con el aire pesado por el olor a sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará. «Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».
-Eh... sí.
Me acerco sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que me ofrece resistencia. Cuando me encuentro a un metro de la mesa, les paso la tablilla con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer, pero no soy capaz de fijarme en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorro rápidamente con la mirada y luego vuelvo atrás de nuevo, quedándome solo con una impresión vaga de varias narices, algunos ojos oscuros y el parpadeo de un par de gafas.
Mi tablilla recorre la línea de los evaluadores dando saltitos. Pego los brazos a los costados e intento parecer relajada.
Detrás de mí hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros del suelo. Se accede a ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de las gradas. Tiene asientos blancos obviamente destinados a estudiantes, doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los laboratorios no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones posteriores y a menudo tratan casos difíciles de otras enfermedades.
Se me viene a la cabeza que las intervenciones deben de realizarse aquí, en esta misma sala. Para eso debe de servir la mesa de operaciones. La ansiedad comienza a apretarme de nuevo el estómago. Aunque he imaginado a menudo cómo sería estar curada, nunca he pensado de verdad en la operación en sí, la dura mesa de metal, las luces que parpadean por encima, los tubos y los cables. Y el dolor.
-¿Lena Haloway?
-Sí, soy yo.
-De acuerdo. ¿Por qué no comienzas contándonos algo sobre ti misma? evaluador de las gafas se inclina hacia delante y extiende las manos sonriendo. Sus enormes dientes blancos y cuadrados me hacen pensar en azulejos de baño. El reflejo de sus gafas hace imposible verle los ojos; desearía que se las quitara-. Háblanos de lo que te gusta: tus intereses, tus aficiones, tus asignaturas favoritas...
Me lanzo con el discurso que he preparado sobre cuánto me gusta la fotografía y correr y pasar tiempo con mis amigas, pero no estoy centrada. Veo que los evaluadores asienten frente a mí y que las sonrisas comienzan a distenderles el rostro mientras toman notas. Supongo que lo estoy haciendo bien, pero ni siquiera puedo oír las palabras que salen de mi boca. Sigo obsesionada con la mesa de operaciones y no hago más que mirarla con el rabillo del ojo, viendo cómo brilla y parpadea a la luz como el filo de una cuchilla.
Y de repente pienso en mi madre. Mi madre siguió incurada a pesar de sus tres operaciones y la enfermedad se fue apoderando de ella, le fue royendo las entrañas e hizo que sus ojos se volvieran huecos y sus mejillas palidecieran. La enfermedad le robó el control y se la fue llevando, centímetro a centímetro, hasta el borde de un acantilado arenoso, hasta el aire liviano y brillante del salto al vacío.
O eso es lo que me han contado. Yo tenía seis años entonces. Solo recuerdo la presión cálida de sus dedos en mi cara por la noche y las últimas palabras que me susurró: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo».
Cierro los ojos rápidamente, abrumada por la idea de mi madre retorciéndose mientras una docena de científicos con batas de laboratorio la miran, garabateando impasibles en una libreta. En tres ocasiones distintas fue atada con correas a una mesa metálica, en tres ocasiones distintas un grupo de observadores la miró desde la plataforma, tomando nota de sus respuestas a medida que las agujas y luego los láseres le atravesaban la piel. Normalmente, a los pacientes se los anestesia durante la intervención y no sienten nada, pero a mi tía se le escapó una vez que durante la tercera operación de mi madre se negaron a sedarla, pensando que la anestesia podría estar interfiriendo con la respuesta de su cerebro a la cura.
-¿Quieres beber un poco de agua?
El evaluador 1, la mujer, señala una botella de agua y un vaso que están sobre la mesa. Ha notado mi alteración momentánea, pero no importa. He terminado mi declaración personal, y por la forma en que me miran los evaluadores -contentos, orgullosos, como si yo fuera una niña pequeña que ha conseguido encajar cada pieza en su agujero correspondiente-, veo que lo he hecho bien.
Me sirvo un vaso de agua y tomo algunos sorbos, agradecida por el respiro. Siento el sudor que me pica en las axilas, en el cuero cabelludo y en la base del cuello, y rezo para que no lo noten. Intento mantener la vista fija en los evaluadores, pero ahí está en mi visión periférica, sonriéndome, esa maldita mesa.
-Bueno, Lena, ahora te vamos a hacer algunas preguntas. Queremos que contestes con sinceridad. Recuerda: intentamos conocerte como persona.
«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se me viene la pregunta a la mente antes de que pueda detenerla: «¿Como animal?». Inspiro hondo, me obligo a asentir y sonrío.
-Perfecto.
-Dinos algunos de tus libros preferidos.
-Guara, paz e interferencia, de Christopher Malley -contesto de forma automática-. Frontera, de Philippa Harolde.
No puedo seguir manteniendo alejadas las imágenes: se alzan ya como una inundación. Hay una palabra que no hace más que inscribirse en mi cerebro, como si estuviera marcada a fuego. Dolor.
Querían que mi madre se sometiera a una cuarta intervención. Iban a venir por ella la noche en que murió, venían para llevarla a los laboratorios. Pero en lugar de esperarlos, ella huyó hacia la oscuridad, desplegó las alas. Y antes, me despertó con aquellas palabras: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo». Esas palabras que el viento parecía traerme de vuelta mucho después de que ella desapareciera, repetidas en los árboles secos, en las hojas que tosían y susurraban durante los fríos amaneceres grises.
-Y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.
Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases de Salud de primer año de Secundaria.
-¿Y por qué te gusta? -pregunta el evaluador 3.
«Da miedo». Es lo que se supone que debo decir. Es una historia aleccionadora, una advertencia sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que se me ha hinchado la garganta y me duele. No queda sitio para que salgan las palabras, se han quedado pegadas como esas semillas con pinchos que se clavan en la ropa cuando hacemos footingpor las granjas. Y en ese momento parece que puedo oír el rugido del océano, puedo oír su murmullo lejano, insistente, puedo imaginarlo cerrándose sobre mi madre, el agua pesada como una losa. Y me sale otra respuesta:
-Es bello.
Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarme, como marionetas movidas por la misma cuerda.
-¿Bello?
El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire y me doy cuenta de que he cometido un error descomunal.
El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.
-Ese es un término interesante. Muy interesante -esta vez, sus dientes me recuerdan a los caninos blancos y curvos de un perro-. ¿Tal vez el sufrimiento te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la violencia?
-No, no. no es eso -estoy tratando de pensar con claridad, pero mi mente está totalmente ocupada por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se hace más fuerte. Y, solapado, oigo débilmente el grito de mi madre, como si su aullido me llegara a través de una década-. Lo que quiero decir es que... tiene algo muy triste...
Estoy luchando, voy a la deriva, me debato, siento que en ese momento me estoy hundiendo en la luz blanca y en el rugido. Sacrificio. Quiero decir algo sobre el sacrificio, pero no me viene la palabra.
-Continuemos -el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando me ofreció el agua, ha perdido su gesto de cordialidad. Ahora es totalmente profesional-. Dinos algo sencillo: tu color favorito, por ejemplo.
Una parte de mi cerebro, la parte racional, instruida, mi yo lógico, grita: «¡Azul! ¡Di azul!». Pero la otra cabalga desbocada por las ondas del sonido, elevándose entre el ruido creciente.
-Gris -suelto.
-¿Gris? -repite farfullando el evaluador 4.
El corazón me está bajando en espiral hacia el estómago. Sé que lo he estropeado, que la estoy fastidiando; prácticamente puedo ver cómo se derrumban mis calificaciones. Pero es demasiado tarde: estoy acabada. El rugido que siento en los oídos se hace cada vez más fuerte, es una estampida que me impide pensar. Rápidamente, tartamudeo una explicación.
-Bueno, no es gris exactamente. Es el color del cielo justo antes de la salida del sol; ese color pálido indefinido... No es realmente gris, sino una especie..., una especie de blanco, y siempre me ha gustado porque lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.
Pero ya no me escuchan. Están mirando detrás de mí, con la cabeza ladeada y expresión confundida, como intentando discriminar las palabras conocidas de un idioma extranjero.
Y entonces, de repente, se elevan el rugido y los gritos y me doy cuenta de que durante todo este rato no eran imaginaciones mías. La gente grita de verdad y se oye algo que se atropella, retumba y golpea, como si mil pies se movieran a la vez. Hay un tercer sonido, también, que se distingue por debajo de los otros dos, un bramido sin palabras que no parece humano.
En mi confusión, todo parece inconexo, igual que en los sueños. El evaluador 1 se incorpora a medias en su silla.
-Pero... ¿qué diablos...?
En ese momento, Gafas interviene:
-Siéntate, Helen. Voy a ver qué pasa.
En ese instante, la puerta se abre de par en par y entra con gran estrépito en el laboratorio un torbellino borroso de vacas, vacas de verdad, reales y vivas, que sudan y mugen.
«Definitivamente, es una estampida», pienso, y por un raro instante me siento orgullosa de mí misma por haber sido capaz de identificar el ruido.
Luego me doy cuenta de que estoy siendo embestida por una manada de animales muy pesados y muy asustados, que están a punto de derribarme y pisotearme.
Me lanzo hacia la esquina y me agazapo tras la mesa de operaciones, totalmente protegida de la masa de animales aterrorizados. Saco la cabeza apenas lo suficiente para ver lo que pasa. En este momento, los evaluadores se suben a la mesa de un salto, mientras un muro de vacas marrones y moteadas se mueve en torno a ellos. El evaluador 1 grita a todo pulmón y Gafas, aferrado a ella, chilla:
-¡Calma, calma! -a pesar de que la agarra como si fuera una balsa salvavidas y él estuviera a punto de hundirse.
Algunas de las vacas tienen pelucas que les cuelgan de la cabeza, y otras van medio vestidas con camisones idénticos al que llevo yo, lo que les da un aire esperpéntico. Por un momento me parece que estoy soñando. Quizá todo este día haya sido un sueño y, cuando me despierte, descubriré que sigo en casa, en la cama, la mañana de mi evaluación. Pero enseguida noto que las vacas llevan algo escrito en los costados: NO CURA. MATA. Las palabras están escritas descuidadamente, justo encima del nítido número que identifica a estos animales como destinados al matadero.
Me sube un pequeño escalofrío por el espinazo y todo comienza a encajar. Los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, el terreno no regulado que existe entre las ciudades y pueblos reconocidos.
Entran cada uno o dos años clandestinamente en Portland y montan algún tipo de protesta. Un año vinieron por la noche y pintaron calaveras rojas en las casas de todos los científicos conocidos. Otro año consiguieron introducirse en la comisaría central, que coordina todas las patrullas y los tumos de guardia de la ciudad, y trasladaron los muebles a la azotea, máquinas de café incluidas. La verdad es que tuvo cierta gracia: era asombroso que hubieran accedido a la central, en teoría el edificio más seguro de la ciudad. La gente de la Tierra Salvaje no ve el amor como una enfermedad y considera la cura una mutilación cruel. De ahí el eslogan de las vacas.
Empiezo a comprender, las vacas están vestidas como nosotros, los evaluados; es como si fuéramos un puñado de reses.
Los animales se van calmando un poco. Ya no embisten, y han empezado a vagar por el laboratorio.
El evaluador 1 tiene una tablilla en la mano, y la agita como si estuviera matando moscas mientras los animales dan topetazos contra la mesa, gimiendo, mugiendo y mordisqueando los papeles desperdigados por su superficie. Cuando una vaca se apodera de una hoja de papel y la rompe con los dientes, me doy cuenta de que son las notas de mi evaluación. Menos mal. A lo mejor se las comen todas y los evaluadores olvidan que yo iba camino del desastre. Medio oculta tras la mesa, y a salvo ya, he de admitir que todo esto tiene bastante gracia.
Es entonces cuando lo oigo. Por encima de los resoplidos, las pisadas y los gritos, percibo una risa que viene de arriba, una risa baja, breve y musical, como si alguien estuviera probando unas notas en un piano.
Hay un chico en la plataforma de observación que mira riendo el caos que se muestra a sus pies.
En cuanto alzo la vista, sus ojos se clavan en mí. Me quedo sin aire y todo se congela por un instante, como si le estuviera mirando a través de la lente de mi cámara, con el zoom a tope; como si el mundo se detuviera en ese breve lapso de tiempo, entre la apertura y el cierre del obturador.
Su cabello es castaño dorado, como las hojas en otoño justo cuando cambian de color, y tiene los ojos ambarinos y brillantes. En cuanto le veo, sé que es uno de los responsables de lo ocurrido. Sé que viene de la Tierra Salvaje, sé que es un inválido. El miedo me atenaza el estómago y abro la boca para gritar algo, no sé exactamente qué, pero justo en ese momento él mueve la cabeza ligerísimamente en un gesto de negación y ya no puedo emitir ningún sonido. Y entonces hace algo absoluta y totalmente impensable.
Me guiña un ojo.
Por fin salta la alarma. Suena tan fuerte que tengo que taparme los oídos con las manos. Compruebo si los evaluadores lo han visto, pero siguen haciendo su número de baile sobre la mesa y, cuando alzo de nuevo la mirada, ya no está.
Última edición por Abbi. el Mar 05 Nov 2013, 5:58 pm, editado 1 vez
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Ninaa.forever.young escribió:Holis!
Lo espero
Somos Nibbi :aah: :aah:
Nibbi
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Ninaa.forever.young escribió:Te pase de paginaaa :jajajaj: :jajajaj:
Sos una genio, plz. :meh:
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Lo vio! Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah
LO VIO!!!!
Nno puede serrrrrrr!
El gris, tambien es mi color preferido!
Te obligo a seguirla, ahque.-
Sigila bebi
LO VIO!!!!
Nno puede serrrrrrr!
El gris, tambien es mi color preferido!
Te obligo a seguirla, ahque.-
Sigila bebi
Ninaa.forever.young
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Ninaa.forever.young escribió:Lo vio! Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah
LO VIO!!!!
Nno puede serrrrrrr!
El gris, tambien es mi color preferido!
Te obligo a seguirla, ahque.-
Sigila bebi
OH DIOS
Me siento la peor subidora de libros ya escritos.
ENSERIO, ENSERIO, LO SIENTO.
¡Ahora subiré capítulo, dos capítulos!
Puedes pasarte dsp por la otras noves? porfis :C
Me siento la peor subidora de libros ya escritos.
ENSERIO, ENSERIO, LO SIENTO.
¡Ahora subiré capítulo, dos capítulos!
Puedes pasarte dsp por la otras noves? porfis :C
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Capitulo Cinco
(Parte I).
(Parte I).
Si pisas raya, tu madre estalla;
si pisas cruz, te quedas sin luz;
si pisas un palo, te pasa algo malo.
Mira donde pisas, o morirás deprisa.
si pisas cruz, te quedas sin luz;
si pisas un palo, te pasa algo malo.
Mira donde pisas, o morirás deprisa.
- Canción popular infantil
(para comba o palmas)
(para comba o palmas)
Esa noche vuelvo a tener el sueño.
Me encuentro al borde de un gran acantilado blanco de arena. El terreno es inestable. El saliente sobre el que estoy comienza a desmoronarse, se desprender cada vez más pedazos que van cayendo a miles de metros por debajo de mi, hasta el océano que rompe y golpea con tal fuerza que parece un enorme guiso espumoso, todo crestas blancas y oleadas de agua. Me da pánico la idea de caerme, pero por algún motivo no puedo moverme ni moverme ni alejarme del borde del precipicio, incluso cuando siento que el suelo se desliza debajo de mí, millones de moléculas que se recolocan en el espacio para convertirse en viento. Voy a caer en cualquier momento.
Y justo antes de saber que no tengo nada más que aire bajo los pies, que voy a caer irremediablemente al agua envuelta en el aullido del viento, las olas que baten allá abajo se detienen y se abren por un momento, y veo el rostro de mi madre, pálido, hinchado, con manchas azules, flotando bajo la superficie. Sus ojos están abiertos, y sus labios separados como si estuviera gritando. Tiene los brazos extendidos a los costados, y se mueve con la corriente como si esperara para abrazarme.
Ahí es cuando me despierto. Ahí es cuando me despierto cada vez.
La almohada está húmeda y me pica la garganta. He llorado en sueños. Gracie está acurrucada junto a mí, con una mejilla apretada contra la sábana, mientras su boca se mueve una y otra vez sin emitir ningún sonido. Siempre se mete en la cama conmigo cuando tengo ese sueño. De alguna manera ella lo percibe.
Le aparto el cabello de la cara y retiro de sus hombros las sábanas empapadas en sudor. Me va a doler dejarla cuando me vaya. Nuestros secretos nos han acercado y nos han unido. Ella es la única que sabe de la frialdad, ese sentimiento que me viene a veces cuando estoy en cama, un sentimiento negro y vacío que me quita el aliento y me deja jadeando como si me acabaran de tirar al agua helada. En noches así, aunque está mal y es ilegal, pienso en aquellas palabras extrañas y terribles «Te amo», y me pregunto qué sabor tendrían en mi boca, intento recordar su ritmo cadencioso en la voz de mi madre.
Y por supuesto, guardo el secreto de Grace. Soy la única que no es tonta ni retrasada; no le pasa nada en absoluto. Soy la única que la ha oído hablar alguna vez. Una de las noches que vino a dormir a mi cama, me desperté muy temprano, apenas cuando empezaba a clarear. Ella estaba a mi lado. Ahogaba su llanto contra la almohada y repetía lo mismo una y otra vez tapándose la boca con las mantas; apenas podía oírla: «Mamá, mamá, mamá». Era como si estuviera intentando acabar con la palabra a mordiscos, como si la asfixiara en el sueño. La tomé entre mis brazos y apreté y después de lo que me parecieron horas, se agotó de repetirla y volvió a caer dormida, con la cara caliente e hinchada por las lágrimas. Poco a poco, la tensión de su cuerpo se fue relajando.
Esa es la verdadera razón por la que no habla. El resto de sus palabras están acumuladas en esa palabra única y acechante, que sigue despertando un eco en los rincones oscuros de su memoria.
Mamá.
Lo sé. Lo recuerdo.
Me incorporo y observo cómo la luz va adueñándose de las paredes, aguzo el oído para escuchar los gritos de las gaviotas, bebo un trago del vaso de agua que tengo junto a la cama. Estamos a dos de junio. Faltan noventa y dos días.
Deseo por Grace, que la cura pudiera hacerse antes. Me consuelo pensando que algún día a ella también le harán la operación. Algún día la salvarán, y el pasado y todo su dolor se volverán tan suaves y agradables como la papilla con que alimentamos a nuestros bebés.
Algún día, todos seremos salvados.
Al día siguiente, cuando consigo salir de la cama y bajar a desayunar, siento como si tuviera arena en los ojos. Ya se ha hecho pública la versión oficial del incidente en los laboratorios. Carol mantiene bajo el volumen de nuestra pequeña tele mientras prepara el desayuno, y el murmullo de los presentadores casi me hace dormirme de nuevo. «Ayer, un camión de ganado destinado al matadero se confundió con un cargamento de productos farmacéuticos, dando lugar al inaudito y divertido caos que pueden ver en su pantalla». Lo que se ve en la pantalla: enfermeras que chillan y golpean con tablitas a vacas que mugen.
No tiene ningún sentido, pero mientras nadie mencione a los inválidos, todos contentos. Se supone que no sabemos nada de ellos. Se supone que ni siquiera existen; en teoría, toda la dente que vivía en la Tierra Salvaje fue exterminada hace medio siglo, durante la gran campaña de bombardeo.
Hace cincuenta años, el gobierno cerró las fronteras de Estados Unidos. El país está vigilado constantemente por personal militar. Nadie puede entrar. Nadie sabe. Cada comunidad aprobada y sancionada debe estar también rodeada por una frontera, esa es la ley, y todo viaje entre comunidades requiere la aprobación oficial por escrito del gobierno municipal, que debe obtenerse con seis meses de antelación. Es para nuestra protección. Seguridad, inviolabilidad, comunidad. Ese es el lema de nuestro país.
En general, se puede decir que ha sido un éxito. No hemos sufrido ninguna guerra desde que se cerró la frontera y casi no hay delitos, apenas incidentes aislados de vandalismo o hurtos menores. Ya no hay odio en Estados Unidos, al menos entre los curados. Solamente casos esporádicos de desapego, pero toda intervención quirúrgica conlleva un riesgo.
Sin embargo, hasta ahora el gobierno no ha conseguido librar al país de los inválidos, y ellos constituyen el único fallo de la administración pública y del sistema en general. Así que no se habla de ellos. Fingimos que la Tierra Salvaje, y la gente que vive allí, ni siquiera existe. Es raro incluso oír esa palabra, a menos que desaparezca alguien sospechoso de ser simpatizante, o que descubra que una joven pareja contaminada ha huido antes de la intervención.
Pero hay otra noticia buena de verdad: todas las evaluaciones de ayer han sido inválidas. A cada uno de nosotros se le asignará una nueva fecha, lo que significa que tengo una segunda oportunidad. Esta vez, juro que no lo voy a echar a perder. Me siento completamente estúpida por lo tonta que fui en los laboratorios. Sentada a la mesa de desayuno, todo parece tan limpio, brillante y normal —las tazas azules desportilladas llenas de café, el pitido irregular del microondas (uno de los pocos aparatos eléctricos, aparte de las luces, que Carol nos permite usar)— que lo de ayer parece un sueño largo y extraño. Es un milagro, la verdad, que un puñado de inválidos fanáticos decidieran provocar una estampida en el preciso momento en que yo lanzaba por la borda la prueba más importante de toda mi vida. No sé lo que me pasó. Recuerdo a Gafas enseñando los dientes y ese momento en que oigo a mi boca decir: «Gris», y me estremezco. «Estúpida, estúpida».
De pronto me doy cuenta de que Jenny me está hablando.
-¿Qué?
Parpadeo para enfocar y la veo. Me fijo en sus manos mientras corta con precisión la tostada en cuartos.
-Que digo que qué te pasa —adelante y atrás, adelante y atrás…, el cuchillo resuena contra el borde del plato—. Parece como si estuvieras a punto de potar o algo así.
-Jenny—la reprende Carol, que está en el fregadero lavando los platos-. No hables así mientras tu tío desayuna.
-Estoy bien –separo un trozo de tostada, lo deslizo sobre la barra de mantequilla que se funde en mitad de la mesa y me fuerzo a comer. Lo último que necesito es uno de esos interrogatorios familiares-. Solo cansada.
Carol se vuelve hacia mí. Su cara siempre me ha recordado a la de una muñeca. Incluso cuando habla, hasta cuando está irritada o feliz o confundida, su expresión permanece extrañamente inmóvil.
-¿No has podido dormir?
-Sí, he dormido –contesto-. Solo que he tenido pesadillas, eso es todo.
Al otro extremo de la mesa, el tío alza la cabeza del periódico.
-¡Anda!, ¿sabes qué? Me lo acabas de recordar. Yo también tuve un sueño la noche pasada.
Carol arquea las cejas y hasta Jenny parece interesada. Es extremadamente raro que la gente curada sueñe. La tía me dijo una vez que, en las escasas ocasiones en que le ha ocurrido, sus sueños están llenos de platos: pilas y pilas que se alzan hasta el cielo; ellas las escala, una a una, impulsándose hacia las nubes, intentando alcanzar la cima. Pero nunca terminan, se extienden hasta el infinito. Y, por lo que yo sé, mi hermana Rachel ya no sueña nunca.
William sonríe.
-Soñé que estaba sellando la ventana del baño. Carol, ¿recuerdas que el otro día comenté que entraba corriente? Bueno pues yo colocaba la masilla, pero en cuanto terminaba se caía, como si fuera nieve, así que entraba el aire y me tocaba volver a empezar desde el principio. Y así una vez y otra, durante horas, o eso me parecía.
-¡Qué raro! –comenta la tía sonriendo, mientras trae a la mesa un plato de huevos fritos.
Están muy poco hechos, como le gustan a mí tío, y sus yemas tiemblan como bailarinas de hula-hop, manchadas de aceite. Se me revuelve el estómago.
-Con razón me siento tan cansado esta mañana. Me ha pasado toda la noche haciendo bricolaje –dice William.
Todo el mundo se ríe menos yo. Doy otro bocado a la tostada, preguntándome si soñare alguna vez cuando esté curada.
Espero que no.
Este año es el primero desde sexto en que no comparto ni una sola asignatura con Hana, así que no la veo hasta después de clase, cuando nos juntamos en el vestuario para ir a correr aunque la temporada de cross terminó hace un par de semanas. (Cuando el equipo fue a los campeonatos regionales era solo la tercera vez que yo salía de Portland, y aunque apenas nos alejamos sesenta kilómetros por la desolada y gris autopista municipal, casi no podía tragar, de lo agitadas que estaban las mariposas en mi garganta). Sin embargo, Hana y yo procuramos correr todo lo posible, incluso durante las vacaciones escolares.
Empecé a correr cuando tenía seis años, después del suicidio de mi madre. La primera vez que corrí un kilómetro entero fue el día de su funeral. Me habían dicho que me quedara arriba con mis primas mientras mi tía ordenaba la casa para el velatorio y preparaba toda la comida. Marcia y Rachel tenían que arreglarme a mí, pero mientras me vestían se pusieron a discutir por algo y dejaron de prestarme atención. Así que me fui abajo, con el vestido abrochado solo hasta la mitad de la espalda, a pedirle ayuda a la tía. La señora Eisner, la vecina de mi tía en aquel momento, estaba allí. Cuando entré en la cocina, estaba hablando:
-Es horrible, claro. Pero de todas maneras no había esperanza para ella. Es mucho mejor así. Y mucho mejor para Lena también. ¿Quién quiere una madre como esa?
Se suponía que yo no debía oírlo. La señora Eisner sofocó un grito cuando me vio su boca se cerró de inmediato, como un corcho que volviera de golpe a la botella. Mi tía se quedó rígida y, en ese instante, fue como si presente y futuro se superpusieran en un solo punto y entendí que esto –la cocina, los impolutos suelos de linóleo color crema, las luces deslumbrantes, la montaña de gelatina verde que reposaba en la encimera- era todo lo que me quedaba ahora que mi madre se había ido.
De pronto quise salir de allí. No soportaba estar en la cocina de mi tía, que ahora iba a ser mi cocina. No podía ver la gelatina. Mi madre odiaba la gelatina. Sentí un horrible picor en todo el cuerpo, como si miles de mosquitos circularan por mi sangre mordiéndome por dentro, urgiéndome a gritar, a saltar, retorcerme.
Salí corriendo.
Cuando entro, Hana está atándose las zapatillas con el pie sobre un barco. Mi horrible secreto es que, en parte, me gusta que quedemos a correr porque, por nimio que parezca, es lo único en lo que algo
mejor que ella. Pero eso no lo admitiría en voz alta ni en un millón de años.
Se me acerca y me agarra del brazo sin darme tiempo a soltar la bolsa siquiera.
-¡No te lo vas a creer! –dice mientras hace esfuerzos por no reírse. Sus ojos son ahora un molinillo de colores, azul, verde, oro, que brillan como siempre que está entusiasmada por algo-. Han sido los inválidos, está claro. Al menos, eso es lo que dice todo el mundo.
Estamos solas en el vestuario, pues ha terminado la temporada de los deportes de equipo, pero instintivamente vuelvo la cabeza cuando esa palabra.
-Baja la voz.
Se aparta un poco, colocándose el pelo sobre el hombro.
-Relájate. Lo tengo controlado. He comprobado hasta los cuartos de baño. Todo despejado.
Abro la taquilla que he tenido durante los diez años que llevo en Saint Anne. En el fondo hay una capa de envolturas de chicle, papeles rotos y clips sueltos, y encima de todo eso, mi pequeño montón de ropa de correr, dos pares de zapatillas, la camiseta del equipo de cross, unos cuantos desodorantes a medio usar, suavizante y colonia. En menos de dos semanas, me graduaré y nunca volveré a ver el interior de este armario; por un momento, me invade la tristeza. Suena asqueroso, lo sé, pero la verdad es que siempre me ha gustado el olor de los gimnasios: el desinfectante, el desodorante, los balones de fútbol y hasta el persistente olor a sudor. Me resulta reconfortante. Es raro cómo funciona la vida. Deseas algo y tienes que esperar y esperar, y sientes que no llega nunca. Luego sucede y se va, y todo lo que deseas es acurrucarte una vez más en el instante anterior a que cambiaran las cosas.
-Además, ¿quién es todo el mundo? Las noticias dicen que fue solo un error, un problema con el transporte o algo así.
Siento la necesidad de repetir la versión oficial, aunque estoy tan segura como Hana de que es una bola como un piano.
Ella se sienta a horcajadas en el banco, mirándome. Como de costumbres, pasa totalmente de la vergüenza que me da que me vean medio desnuda.
-No seas tonta. Si lo han dicho en las noticias, no puede ser verdad. Además, ¿quién puede confundir una vaca y una caja de medicinas? No es tan difícil distinguirlas.
Me encojo de hombros. Evidentemente, tiene razón. Sigue mirándome, así que me vuelvo un poco.
Nunca me he sentido cómoda con mi cuerpo, a diferencia de Hana y otras chicas de la escuela. Nunca he conseguido superar la desagradable sensación de que estoy hecha de partes que no acaban de encajar en su lugar. Como si fuera un boceto realizado por un artista aficionado. De lejos está bien, pero cuando te acercas y te fijas, se ven muy claramente los borrones y los fallos.
Hana lanza una pierna hacia fuera y empieza a estirar, resistiéndose a dejar el tema. Es la persona más obsesionada con la Tierra Salvaje que conozco.
-Si lo piensas, es realmente asombroso. La planificación y todo eso. Habrán hecho falta por lo menos cuatro a cinco personas quizá más, para organizarlo todo.
Me acuerdo brevemente del chico que vi en la plataforma de observación, de su reluciente cabello dorado, de cómo echaba la cabeza hacía atrás al reírse. No le he hablado a nadie de él, ni siquiera a Hana, y ahora pienso que debería haberlo hecho.
Ella continúa hablando:
-Alguien tenía que tener los códigos de seguridad. Tal vez un simpatizante…
Se oye el ruido de una puerta que golpea en la entrada de los vestuarios; nos sobresaltamos y nos miramos con los ojos muy abiertos. Se oyen pasos rápidos. Tras algunos segundos de vacilación, Hana se lanza sin dificultad a hablar de un tema inofensivo: el color de las togas de la graduación, naranja este año. En ese preciso momento, la señora Johanson, la directora deportiva, aparece por detrás de las taquillas, balanceando el silbato que lleva enrollado en un dedo.
-Por lo menos no son marrones, como las de la Preparatoria Fielston —comento, aunque apenas escucho a Hana.
Me palpita el corazón. Sigo pensando en el chico de ayer y en si la Johanson nos habrá oído mencionar la palabra simpatizante. Hace un gesto de asentimiento cuando pasa a nuestro lado, así que no es probable.
Ha llegado a dárseme muy bien eso de decir una cosa cuando estoy pensando otra, hacer ver que presto atención cuando no lo hago, fingir que estoy tranquila y feliz cuando en realidad estoy desquiciada. Es una de las destrezas que se van perfeccionando a medida que una se hace mayor.
Hay que ser consciente de que siempre hay gente escuchando lo que dices. La primera vez que usé el teléfono móvil que comparten mi tía y mi tío, me sorprendió una interferencia irregular que cortaba constantemente mi conversación con Hana. La tía me explicó que era por los sistemas de escucha del gobierno, que rastrean de forma arbitraria conversaciones telefónicas, las graban y las motorizan buscando determinadas palabras como amor, inválidos o simpatizante. No es que haya un objetivo concreto, todo se hace al azar, para que sea justo. Pero es casi peor así. Muy a menudo tengo la sensación de que una enorme mirada giratoria está a punto de posarse sobre mí, congelando mis malos pensamientos en su resplandor blanco.
A veces siento que hay dos yoes, uno situado directamente encima del otro: el yo superficial, que asiente cuando se supone que debe de asentir y dice lo que debe de decir; y otro, más profundo, la parte que se preocupa y sueña y dice: «Gris». Casi siempre funcionan de forma sincronizada y apenas noto la escisión, pero en ocasiones se comportan como dos personas distintas y siento que estoy a punto de romperme. Una vez se lo confesé a Rachel. Ella se limitó a sonreír y me dijo que todo iría mejor tras la operación. Después de la intervención, dijo, todo será como deslizarse suavemente, cada día será tan fácil como coser y cantar.
-Ya estoy lista—digo mientras cierro la taquilla.
Seguimos oyendo a la Señora Johanson, que arrastra los pies en el baño mientras silba. Se oye el ruido de un cisterna que se descarga. Y un grifo que se abre.
-Me toca a mí elegir la ruta—afirma Hana con los ojos brillantes, y antes de que yo pueda abrir la boca para protestar, se lanza hacia adelante y me toca en el hombro-. Tú la llevas –dice. Y así, sin más, se levanta del banco y sale corriendo hacia la puerta entre risas, y tengo que darme prisa para alcanzarla.
Ha llovido y la tormenta lo ha refrescado todo. El agua se evapora de los charcos y deja una capa de neblina brillante sobre la ciudad. Por encima de nosotras, el cielo tiene un tono azul profundo. La bahía, de un suave color plata, está en calma, y la costa parece un cinturón gigante y ceñido que la mantiene en su lugar.
No le pregunto adónde va, pero tampoco me sorprende cuando se encamina callejeando hacia el Puerto viejo, en la dirección del antiguo sendero que discurre a los largo de Commercial Street y llega hasta los laboratorios. Intentamos mantenernos en las calles más pequeñas para no cruzarnos con mucha gente, pero es casi imposible. Son las tres y media. Acaban de terminar las clases y la ciudad está repleta de estudiantes que vuelven a casa. Vemos algunos autobuses y uno o dos coches. Los coches se consideran amuletos de la suerte. Cuando pasan, la gente extiende la mano para rozar la capota brillante o las relucientes ventanillas, que se cubren constantemente de huellas dactilares.
Hana y yo comemos juntas, comentando los cotilleos del día. No hablamos de la chapuza de las
evaluaciones de ayer, ni de los rumores sobre inválidos. Hay demasiada gente alrededor. En vez de eso, ella me cuenta su examen de Ética, y yo le cuento la pelea de Cora Dervish con Minna Wilkinson. Hablamos también de Willow Marks, que no ha venido a clase desde el miércoles pasado. Corre el rumor de los reguladores la encontraron en el parque Deeving Oaks después del toque de queda. Con un chico.
Llevamos años oyendo rumores similares sobre ella. Es la típica persona sobre la que la gente hablar.
Tiene el pelo rubio, pero siempre se está añadiendo reflejos con rotuladores. Recuerdo que una vez, durante una excursión a un museo en primero de Secundaria, pasamos junto a un grupo de chicos de la Preparatoria Spencer y ella comentó, tan alto que podía haberla oído cualquiera de nuestras monitoras: «Me gustaría besar en la boca a algunos de ellos». Al parecer, en décimo la pillaron con un chico y solo le pusieron una advertencia porque no mostraba síntomas de deliria. De vez en cuando, la gente comete errores, es biológico, es una consecuencia del mismo tipo de desequilibrios químicos y hormonales que a veces conducen al antinaturalismo: chicos que se sienten atraídos por chicos y chicas que se sienten atraídas por chicas. Estos impulsos también se anulan con la cura.
Pero esta vez, al parecer, va en serio, y Hana suelta la bomba justo cuando giramos hacia Center. El señor y la señora Marks han accedido a adelantar la fecha de operación de su hija nada menos que seis meses. ¡Se va a perder el día de la graduación!
-¿Seis meses? –repito.
Llevamos veinte minutos corriendo a buen ritmo, así que no estoy segura de si el pesado de mi corazón es resultado del ejercicio o de la noticia. Siento que me falta el aliento más de lo que debería, como sí tuviera a alguien sentado sobre el pecho.
-¿No es peligroso? –pregunto.
Hana vuelve la cabeza hacía la derecha, señalaron un callejón.
-Ya se ha hecho antes.
-Sí, pero no con éxito. ¿Qué pasa con los efectos secundarios? Problemas mentales, ceguera…
Hay muchas razones por las que los científicos no permiten que nadie menor de dieciocho años sea intervenido, pero la más poderosa es que no parece funcionar igual de bien. En los peores casos, puede causar todo tipo de problemas. Los especialistas manejan la hipótesis de que, antes de esa edad, el cerebro y sus recorridos neurológicos son aún demasiado plásticos; posiblemente estén todavía en proceso de formación. La verdad es que cuanto mayor seas en el momento de ser operado, mejor, pero a la mayoría de la gente se le programa la intervención lo más cerca posible de la fecha de su dieciocho cumpleaños.
-Supongo que habrán pensando que vale la pena correr el riesgo –comenta Hana-. Mejor que la alternativa, ¿sabes?; «Deliria nerviosa de amor. La más mortal de todas las armas mortales».
Este es el slogan que está escrito en todos los folletos de salud mental que se han escrito sobre los deliria. Hana lo repite con voz carente de entonación que me produce un nudo en el estómago. El desastre de ayer me ha hecho olvidar el comentario que hizo antes de la evaluación. Pero en este momento me acuerdo y me viene a la mente el aspecto tan raro que tenía Hana, con los ojos nublados e inescrutables.
-Venga –noto cierta tensión en los pulmones, y se me está formando un calambre en el muslo izquierdo. La única forma de superarlo es correr más rápido-. Vamos a darle un poco más fuerte, Babosa.
-¡Dale caña!
Su rostro se ilumina con una sonrisa y ambas incrementamos la velocidad. El dolor en los pulmones se hincha y florece hasta que se extiende por todas partes, desgarrando cada una de mis células y mis músculos. El calambre de la pierna me hace torcer el gesto cada vez que el talón toca el suelo. Siempre es así en los kilómetros cuatro y cinco, como si todo el estrés, la ansiedad, la irritación y el miedo se transformaran en pequeños pinchazos de aguja; entonces, apenas consigo respirar y no soy capaz de pensar en otra cosa que no sea: «No puedo. No puedo. No puedo».
Y luego, igual de repentinamente, se pasa. Todo el dolor desaparece, el calambre se disipa, el puño libera mi pecho y logro respirar sin dificultad. Al momento me burbujea dentro una sensación de felicidad total, la sensación tangible del suelo bajo mis pies, la sencillez del movimiento, que explota desde mis talones empujando hacia adelante en el tiempo y en el espacio, libre, liberada. Echo un vistazo a Hana. Por su expresión puedo ver que ella también lo siente. Ha conseguido atravesar el muro.
Nota que la miro, vuelve la cabeza con la coleta rubia dibujando un arco brillante, y levanta el pulgar como signo de complicidad.
Es extraño cuando corremos, me siento más cerca que nunca de ella. Incluso cuando no hablamos, es como si hubiera una cuerda invisible que nos mantuviera atadas acompasando nuestros ritmos respectivos, nuestros brazos y piernas, como si respondiéramos al mismo toque de tambor. Cada vez más a menudo pienso que esto, también, cambiará después de la operación. Ella se refugiará en el West End y se hará amiga de sus vecinos, más ricos y sofisticados que yo. Yo me quedaré en algún apartamento cutre de Cumberland, y no la echaré de menos un recordaré lo que era correr a su lado.
Me han advertido de que, después de mi intervención, quizá ni siquiera me guste correr. Otro efecto secundario de la cura. La gente a menudo cambia de hábitos, pierde interés por sus antiguas aficiones y por las cosas que antes les proporcionaban placer.
«Los curados, incapaces de sentir un deseo intenso, se libran así tanto del dolor recordado como del futuro» (Manual de FSS, «Después de la intervención», p. 132).
El mundo gira a nuestro alrededor, la gente y las calles son una larga cinta extendida de color y sonido. Pasamos por Saint Vincent, el colegio de chicos más grande de la ciudad. Media docena de chavales están fuera jugando al baloncesto, pasándose la pelota perezosamente, llamándose unos a otros. No se entiende lo que dicen: es una serie inconexa de gritos, órdenes y breves estallidos de risa; el ruido típico de los grupos de chicos, siempre que se los oye desde detrás de una esquina, desde el otro lado de la calle o desde lejos en la playa. Es como si tuvieran un lenguaje propio, y por milésima vez vuelvo a pensar en lo contenta que estoy de que las políticas de segregación nos mantengan separados la mayor parte del tiempo.
Cuando pasamos por su lado, noto una pausa momentánea, una fracción de segundo en que todos los ojos se alzan y se vuelven en nuestra dirección. Me da demasiada vergüenza mirar. Todo mi cuerpo se pone al rojo vivo, como si me hubiera metido de cabeza en un horno. Pero un instante después, noto que sus miradas pasan por encima de mi para detenerse en Hana. Su cabello rubio resplandece a mi lado como una moneda al sol.
El dolor va volviendo a mis piernas y se concreta en una fuerte sensación de pesadez, pero me obligo a seguir mientras doblamos la esquina de Commercial Street y dejamos atrás el colegio. Noto que Hana hace un esfuerzo por mantenerse a mi altura.
-Te echo una carrera –digo en un jadeo mientras me vuelvo hacia ella.
Pero cuando se abalanza impulsándose con los brazos y casi me adelanta, yo bajo la cabeza y muevo las piernas lo más rápido que puedo tratando de que me entre aire en los pulmones, que luchan contra el grito de los músculos y se encogen hasta hacerse del tamaño de un guisante. La negrura mordisquea los bordes de mi campo de visión y lo único que puedo ver es la alambrada de tela metálica que se alza de pronto ante nosotras bloqueándonos el paso. En ese momento, extiendo la pierna y le doy un golpe tan fuerte que la hago temblar.
-¡He ganado! –grito dándome la vuelta.
Hana llega un segundo después, intentando recuperar el aliento. Ambas nos reímos, nos entra hipo y respiramos a grandes bocanadas mientras caminamos en círculos, intentando recuperarnos.
Cuando por fin puede volver a respirar con normalidad, Hana se endereza riendo.
-Te he dejado ganar –broma como siempre. Yo le echo grava con el pie, pero ella la esquiva y prosigue-: ¡Que no se te olvide!
El pelo se me ha salido de la coleta y lo saco de la goma, bajando la cabeza para que me dé el viento en el cuello. Me cae el sudor a los ojos. Escuece.
-Te queda bien ese look.
Hana me empuja suavemente y yo tropiezo hacia un lado, al tiempo que levanto la cabeza para devolverle el golpe.
Ella me esquiva. Hay un hueco en la alambrada que marca el comienzo de una estrecha vía de servicio. Está bloqueada con una candela baja de metal. Hana la salta y me hace un gesto para que la siga. La verdad es que no me había dado cuenta de dónde estábamos. El sendero discurre por un aparcamiento, un bosque de contenedores industriales de basura y naves de almacenamiento: Más alla se ve una fila de edificios cuadrados blancos como dientes gigantes, que me resulta familiar. Esta debe ser una de las entradas laterales al complejo de los laboratorios. Ahora veo que la verja está coronada de alambre con letreros que dicen: PROPIEDAD PRIVADA, PROHIBIDO EL PASO, SOLO PERSONAL AUTORIZADO.
-Me parece que no debemos… -empiezo a decir, pero Hana me corta.
-¡Venga! –me grita-. ¡Atrévete!
Hago un rápido recorrido visual por el aparcamiento que está más allá de la puerta y por el camino a nuestra espalda. No hay nadie. En la garita que está justo al otro lado de la entrada tampoco hay guardia. Me inclino y miro dentro: un bocadillo a medio comer apoyado en papel encerado y un montón de libros apilados en desorden sobre una mesa pequeña. Junto a ellos, una vieja radio que interrumpe el silencio con chisporroteos de interferencias y fragmentos de música. No veo cámaras de seguridad, aunque seguro que hay alguna. Todos los edificios gubernamentales están vigilados. Vacilo un segundo más, luego paso por encima de la verja y alcanzo a Hana. Sus ojos brillan de excitación y me doy cuenta de que este era su plan, este era su destino desde el principio.
-Así debieron de entrar los inválidos –comenta jadeando apresuradamente, como si lleváramos todo el rato hablando del drama de ayer-. ¿No crees?
-No parece demasiado difícil.
Intento que mi voz suene natural, pero todo el asunto me inquieta: la vía de servicio y el aparcamiento desiertos brillando al sol, los contenedores azules y los cables eléctricos que zigzaguean por el cielo, los blancos y relucientes tejados inclinados de los laboratorios… Todo está en silencio y muy tranquilo, casi congelado, como están en silencio y muy tranquilo, casi congelado, como están las cosas en un sueño o justo antes de una gran tormenta. No quiero decírselo a Hana, pero daría casi cualquier cosa por volver al Puerto Viejo, así complicado nido de calles y tiendas conocidas.
Aunque no hay nadie, me da la impresión de que nos vigilan. Es peor que la sensación habitual de ser observada en la escuela, en la cale e incluso en casa, midiendo lo que uno dice y hace, esa sensación de ahogo y bloqueo a la que todo el mundo acaba acostumbrándose.
-Sí – Hana le da un puntapié al camino de tierra. Se levanta una columna de polvo que se asienta lentamente-. Bastante cutre la seguridad para una instalación medica.
-Sería bastante cutre hasta para un minizoo.
-Me molesta que digas eso.
La voz viene de atrás, y Hana y yo nos sobresaltamos.
Me vuelvo. El mundo parece detenerse un instante.
A nuestra espalda hay un chico con los brazos cruzados y la cabeza ladeada. Un chico con la piel color caramelo y el pelo castaño dorado, como hojas de otoño que se preparan para caer del árbol.Es él. Es el chico de ayer, el de la terraza de observación. El inválido.
Me encuentro al borde de un gran acantilado blanco de arena. El terreno es inestable. El saliente sobre el que estoy comienza a desmoronarse, se desprender cada vez más pedazos que van cayendo a miles de metros por debajo de mi, hasta el océano que rompe y golpea con tal fuerza que parece un enorme guiso espumoso, todo crestas blancas y oleadas de agua. Me da pánico la idea de caerme, pero por algún motivo no puedo moverme ni moverme ni alejarme del borde del precipicio, incluso cuando siento que el suelo se desliza debajo de mí, millones de moléculas que se recolocan en el espacio para convertirse en viento. Voy a caer en cualquier momento.
Y justo antes de saber que no tengo nada más que aire bajo los pies, que voy a caer irremediablemente al agua envuelta en el aullido del viento, las olas que baten allá abajo se detienen y se abren por un momento, y veo el rostro de mi madre, pálido, hinchado, con manchas azules, flotando bajo la superficie. Sus ojos están abiertos, y sus labios separados como si estuviera gritando. Tiene los brazos extendidos a los costados, y se mueve con la corriente como si esperara para abrazarme.
Ahí es cuando me despierto. Ahí es cuando me despierto cada vez.
La almohada está húmeda y me pica la garganta. He llorado en sueños. Gracie está acurrucada junto a mí, con una mejilla apretada contra la sábana, mientras su boca se mueve una y otra vez sin emitir ningún sonido. Siempre se mete en la cama conmigo cuando tengo ese sueño. De alguna manera ella lo percibe.
Le aparto el cabello de la cara y retiro de sus hombros las sábanas empapadas en sudor. Me va a doler dejarla cuando me vaya. Nuestros secretos nos han acercado y nos han unido. Ella es la única que sabe de la frialdad, ese sentimiento que me viene a veces cuando estoy en cama, un sentimiento negro y vacío que me quita el aliento y me deja jadeando como si me acabaran de tirar al agua helada. En noches así, aunque está mal y es ilegal, pienso en aquellas palabras extrañas y terribles «Te amo», y me pregunto qué sabor tendrían en mi boca, intento recordar su ritmo cadencioso en la voz de mi madre.
Y por supuesto, guardo el secreto de Grace. Soy la única que no es tonta ni retrasada; no le pasa nada en absoluto. Soy la única que la ha oído hablar alguna vez. Una de las noches que vino a dormir a mi cama, me desperté muy temprano, apenas cuando empezaba a clarear. Ella estaba a mi lado. Ahogaba su llanto contra la almohada y repetía lo mismo una y otra vez tapándose la boca con las mantas; apenas podía oírla: «Mamá, mamá, mamá». Era como si estuviera intentando acabar con la palabra a mordiscos, como si la asfixiara en el sueño. La tomé entre mis brazos y apreté y después de lo que me parecieron horas, se agotó de repetirla y volvió a caer dormida, con la cara caliente e hinchada por las lágrimas. Poco a poco, la tensión de su cuerpo se fue relajando.
Esa es la verdadera razón por la que no habla. El resto de sus palabras están acumuladas en esa palabra única y acechante, que sigue despertando un eco en los rincones oscuros de su memoria.
Mamá.
Lo sé. Lo recuerdo.
Me incorporo y observo cómo la luz va adueñándose de las paredes, aguzo el oído para escuchar los gritos de las gaviotas, bebo un trago del vaso de agua que tengo junto a la cama. Estamos a dos de junio. Faltan noventa y dos días.
Deseo por Grace, que la cura pudiera hacerse antes. Me consuelo pensando que algún día a ella también le harán la operación. Algún día la salvarán, y el pasado y todo su dolor se volverán tan suaves y agradables como la papilla con que alimentamos a nuestros bebés.
Algún día, todos seremos salvados.
Al día siguiente, cuando consigo salir de la cama y bajar a desayunar, siento como si tuviera arena en los ojos. Ya se ha hecho pública la versión oficial del incidente en los laboratorios. Carol mantiene bajo el volumen de nuestra pequeña tele mientras prepara el desayuno, y el murmullo de los presentadores casi me hace dormirme de nuevo. «Ayer, un camión de ganado destinado al matadero se confundió con un cargamento de productos farmacéuticos, dando lugar al inaudito y divertido caos que pueden ver en su pantalla». Lo que se ve en la pantalla: enfermeras que chillan y golpean con tablitas a vacas que mugen.
No tiene ningún sentido, pero mientras nadie mencione a los inválidos, todos contentos. Se supone que no sabemos nada de ellos. Se supone que ni siquiera existen; en teoría, toda la dente que vivía en la Tierra Salvaje fue exterminada hace medio siglo, durante la gran campaña de bombardeo.
Hace cincuenta años, el gobierno cerró las fronteras de Estados Unidos. El país está vigilado constantemente por personal militar. Nadie puede entrar. Nadie sabe. Cada comunidad aprobada y sancionada debe estar también rodeada por una frontera, esa es la ley, y todo viaje entre comunidades requiere la aprobación oficial por escrito del gobierno municipal, que debe obtenerse con seis meses de antelación. Es para nuestra protección. Seguridad, inviolabilidad, comunidad. Ese es el lema de nuestro país.
En general, se puede decir que ha sido un éxito. No hemos sufrido ninguna guerra desde que se cerró la frontera y casi no hay delitos, apenas incidentes aislados de vandalismo o hurtos menores. Ya no hay odio en Estados Unidos, al menos entre los curados. Solamente casos esporádicos de desapego, pero toda intervención quirúrgica conlleva un riesgo.
Sin embargo, hasta ahora el gobierno no ha conseguido librar al país de los inválidos, y ellos constituyen el único fallo de la administración pública y del sistema en general. Así que no se habla de ellos. Fingimos que la Tierra Salvaje, y la gente que vive allí, ni siquiera existe. Es raro incluso oír esa palabra, a menos que desaparezca alguien sospechoso de ser simpatizante, o que descubra que una joven pareja contaminada ha huido antes de la intervención.
Pero hay otra noticia buena de verdad: todas las evaluaciones de ayer han sido inválidas. A cada uno de nosotros se le asignará una nueva fecha, lo que significa que tengo una segunda oportunidad. Esta vez, juro que no lo voy a echar a perder. Me siento completamente estúpida por lo tonta que fui en los laboratorios. Sentada a la mesa de desayuno, todo parece tan limpio, brillante y normal —las tazas azules desportilladas llenas de café, el pitido irregular del microondas (uno de los pocos aparatos eléctricos, aparte de las luces, que Carol nos permite usar)— que lo de ayer parece un sueño largo y extraño. Es un milagro, la verdad, que un puñado de inválidos fanáticos decidieran provocar una estampida en el preciso momento en que yo lanzaba por la borda la prueba más importante de toda mi vida. No sé lo que me pasó. Recuerdo a Gafas enseñando los dientes y ese momento en que oigo a mi boca decir: «Gris», y me estremezco. «Estúpida, estúpida».
De pronto me doy cuenta de que Jenny me está hablando.
-¿Qué?
Parpadeo para enfocar y la veo. Me fijo en sus manos mientras corta con precisión la tostada en cuartos.
-Que digo que qué te pasa —adelante y atrás, adelante y atrás…, el cuchillo resuena contra el borde del plato—. Parece como si estuvieras a punto de potar o algo así.
-Jenny—la reprende Carol, que está en el fregadero lavando los platos-. No hables así mientras tu tío desayuna.
-Estoy bien –separo un trozo de tostada, lo deslizo sobre la barra de mantequilla que se funde en mitad de la mesa y me fuerzo a comer. Lo último que necesito es uno de esos interrogatorios familiares-. Solo cansada.
Carol se vuelve hacia mí. Su cara siempre me ha recordado a la de una muñeca. Incluso cuando habla, hasta cuando está irritada o feliz o confundida, su expresión permanece extrañamente inmóvil.
-¿No has podido dormir?
-Sí, he dormido –contesto-. Solo que he tenido pesadillas, eso es todo.
Al otro extremo de la mesa, el tío alza la cabeza del periódico.
-¡Anda!, ¿sabes qué? Me lo acabas de recordar. Yo también tuve un sueño la noche pasada.
Carol arquea las cejas y hasta Jenny parece interesada. Es extremadamente raro que la gente curada sueñe. La tía me dijo una vez que, en las escasas ocasiones en que le ha ocurrido, sus sueños están llenos de platos: pilas y pilas que se alzan hasta el cielo; ellas las escala, una a una, impulsándose hacia las nubes, intentando alcanzar la cima. Pero nunca terminan, se extienden hasta el infinito. Y, por lo que yo sé, mi hermana Rachel ya no sueña nunca.
William sonríe.
-Soñé que estaba sellando la ventana del baño. Carol, ¿recuerdas que el otro día comenté que entraba corriente? Bueno pues yo colocaba la masilla, pero en cuanto terminaba se caía, como si fuera nieve, así que entraba el aire y me tocaba volver a empezar desde el principio. Y así una vez y otra, durante horas, o eso me parecía.
-¡Qué raro! –comenta la tía sonriendo, mientras trae a la mesa un plato de huevos fritos.
Están muy poco hechos, como le gustan a mí tío, y sus yemas tiemblan como bailarinas de hula-hop, manchadas de aceite. Se me revuelve el estómago.
-Con razón me siento tan cansado esta mañana. Me ha pasado toda la noche haciendo bricolaje –dice William.
Todo el mundo se ríe menos yo. Doy otro bocado a la tostada, preguntándome si soñare alguna vez cuando esté curada.
Espero que no.
Este año es el primero desde sexto en que no comparto ni una sola asignatura con Hana, así que no la veo hasta después de clase, cuando nos juntamos en el vestuario para ir a correr aunque la temporada de cross terminó hace un par de semanas. (Cuando el equipo fue a los campeonatos regionales era solo la tercera vez que yo salía de Portland, y aunque apenas nos alejamos sesenta kilómetros por la desolada y gris autopista municipal, casi no podía tragar, de lo agitadas que estaban las mariposas en mi garganta). Sin embargo, Hana y yo procuramos correr todo lo posible, incluso durante las vacaciones escolares.
Empecé a correr cuando tenía seis años, después del suicidio de mi madre. La primera vez que corrí un kilómetro entero fue el día de su funeral. Me habían dicho que me quedara arriba con mis primas mientras mi tía ordenaba la casa para el velatorio y preparaba toda la comida. Marcia y Rachel tenían que arreglarme a mí, pero mientras me vestían se pusieron a discutir por algo y dejaron de prestarme atención. Así que me fui abajo, con el vestido abrochado solo hasta la mitad de la espalda, a pedirle ayuda a la tía. La señora Eisner, la vecina de mi tía en aquel momento, estaba allí. Cuando entré en la cocina, estaba hablando:
-Es horrible, claro. Pero de todas maneras no había esperanza para ella. Es mucho mejor así. Y mucho mejor para Lena también. ¿Quién quiere una madre como esa?
Se suponía que yo no debía oírlo. La señora Eisner sofocó un grito cuando me vio su boca se cerró de inmediato, como un corcho que volviera de golpe a la botella. Mi tía se quedó rígida y, en ese instante, fue como si presente y futuro se superpusieran en un solo punto y entendí que esto –la cocina, los impolutos suelos de linóleo color crema, las luces deslumbrantes, la montaña de gelatina verde que reposaba en la encimera- era todo lo que me quedaba ahora que mi madre se había ido.
De pronto quise salir de allí. No soportaba estar en la cocina de mi tía, que ahora iba a ser mi cocina. No podía ver la gelatina. Mi madre odiaba la gelatina. Sentí un horrible picor en todo el cuerpo, como si miles de mosquitos circularan por mi sangre mordiéndome por dentro, urgiéndome a gritar, a saltar, retorcerme.
Salí corriendo.
Cuando entro, Hana está atándose las zapatillas con el pie sobre un barco. Mi horrible secreto es que, en parte, me gusta que quedemos a correr porque, por nimio que parezca, es lo único en lo que algo
mejor que ella. Pero eso no lo admitiría en voz alta ni en un millón de años.
Se me acerca y me agarra del brazo sin darme tiempo a soltar la bolsa siquiera.
-¡No te lo vas a creer! –dice mientras hace esfuerzos por no reírse. Sus ojos son ahora un molinillo de colores, azul, verde, oro, que brillan como siempre que está entusiasmada por algo-. Han sido los inválidos, está claro. Al menos, eso es lo que dice todo el mundo.
Estamos solas en el vestuario, pues ha terminado la temporada de los deportes de equipo, pero instintivamente vuelvo la cabeza cuando esa palabra.
-Baja la voz.
Se aparta un poco, colocándose el pelo sobre el hombro.
-Relájate. Lo tengo controlado. He comprobado hasta los cuartos de baño. Todo despejado.
Abro la taquilla que he tenido durante los diez años que llevo en Saint Anne. En el fondo hay una capa de envolturas de chicle, papeles rotos y clips sueltos, y encima de todo eso, mi pequeño montón de ropa de correr, dos pares de zapatillas, la camiseta del equipo de cross, unos cuantos desodorantes a medio usar, suavizante y colonia. En menos de dos semanas, me graduaré y nunca volveré a ver el interior de este armario; por un momento, me invade la tristeza. Suena asqueroso, lo sé, pero la verdad es que siempre me ha gustado el olor de los gimnasios: el desinfectante, el desodorante, los balones de fútbol y hasta el persistente olor a sudor. Me resulta reconfortante. Es raro cómo funciona la vida. Deseas algo y tienes que esperar y esperar, y sientes que no llega nunca. Luego sucede y se va, y todo lo que deseas es acurrucarte una vez más en el instante anterior a que cambiaran las cosas.
-Además, ¿quién es todo el mundo? Las noticias dicen que fue solo un error, un problema con el transporte o algo así.
Siento la necesidad de repetir la versión oficial, aunque estoy tan segura como Hana de que es una bola como un piano.
Ella se sienta a horcajadas en el banco, mirándome. Como de costumbres, pasa totalmente de la vergüenza que me da que me vean medio desnuda.
-No seas tonta. Si lo han dicho en las noticias, no puede ser verdad. Además, ¿quién puede confundir una vaca y una caja de medicinas? No es tan difícil distinguirlas.
Me encojo de hombros. Evidentemente, tiene razón. Sigue mirándome, así que me vuelvo un poco.
Nunca me he sentido cómoda con mi cuerpo, a diferencia de Hana y otras chicas de la escuela. Nunca he conseguido superar la desagradable sensación de que estoy hecha de partes que no acaban de encajar en su lugar. Como si fuera un boceto realizado por un artista aficionado. De lejos está bien, pero cuando te acercas y te fijas, se ven muy claramente los borrones y los fallos.
Hana lanza una pierna hacia fuera y empieza a estirar, resistiéndose a dejar el tema. Es la persona más obsesionada con la Tierra Salvaje que conozco.
-Si lo piensas, es realmente asombroso. La planificación y todo eso. Habrán hecho falta por lo menos cuatro a cinco personas quizá más, para organizarlo todo.
Me acuerdo brevemente del chico que vi en la plataforma de observación, de su reluciente cabello dorado, de cómo echaba la cabeza hacía atrás al reírse. No le he hablado a nadie de él, ni siquiera a Hana, y ahora pienso que debería haberlo hecho.
Ella continúa hablando:
-Alguien tenía que tener los códigos de seguridad. Tal vez un simpatizante…
Se oye el ruido de una puerta que golpea en la entrada de los vestuarios; nos sobresaltamos y nos miramos con los ojos muy abiertos. Se oyen pasos rápidos. Tras algunos segundos de vacilación, Hana se lanza sin dificultad a hablar de un tema inofensivo: el color de las togas de la graduación, naranja este año. En ese preciso momento, la señora Johanson, la directora deportiva, aparece por detrás de las taquillas, balanceando el silbato que lleva enrollado en un dedo.
-Por lo menos no son marrones, como las de la Preparatoria Fielston —comento, aunque apenas escucho a Hana.
Me palpita el corazón. Sigo pensando en el chico de ayer y en si la Johanson nos habrá oído mencionar la palabra simpatizante. Hace un gesto de asentimiento cuando pasa a nuestro lado, así que no es probable.
Ha llegado a dárseme muy bien eso de decir una cosa cuando estoy pensando otra, hacer ver que presto atención cuando no lo hago, fingir que estoy tranquila y feliz cuando en realidad estoy desquiciada. Es una de las destrezas que se van perfeccionando a medida que una se hace mayor.
Hay que ser consciente de que siempre hay gente escuchando lo que dices. La primera vez que usé el teléfono móvil que comparten mi tía y mi tío, me sorprendió una interferencia irregular que cortaba constantemente mi conversación con Hana. La tía me explicó que era por los sistemas de escucha del gobierno, que rastrean de forma arbitraria conversaciones telefónicas, las graban y las motorizan buscando determinadas palabras como amor, inválidos o simpatizante. No es que haya un objetivo concreto, todo se hace al azar, para que sea justo. Pero es casi peor así. Muy a menudo tengo la sensación de que una enorme mirada giratoria está a punto de posarse sobre mí, congelando mis malos pensamientos en su resplandor blanco.
A veces siento que hay dos yoes, uno situado directamente encima del otro: el yo superficial, que asiente cuando se supone que debe de asentir y dice lo que debe de decir; y otro, más profundo, la parte que se preocupa y sueña y dice: «Gris». Casi siempre funcionan de forma sincronizada y apenas noto la escisión, pero en ocasiones se comportan como dos personas distintas y siento que estoy a punto de romperme. Una vez se lo confesé a Rachel. Ella se limitó a sonreír y me dijo que todo iría mejor tras la operación. Después de la intervención, dijo, todo será como deslizarse suavemente, cada día será tan fácil como coser y cantar.
-Ya estoy lista—digo mientras cierro la taquilla.
Seguimos oyendo a la Señora Johanson, que arrastra los pies en el baño mientras silba. Se oye el ruido de un cisterna que se descarga. Y un grifo que se abre.
-Me toca a mí elegir la ruta—afirma Hana con los ojos brillantes, y antes de que yo pueda abrir la boca para protestar, se lanza hacia adelante y me toca en el hombro-. Tú la llevas –dice. Y así, sin más, se levanta del banco y sale corriendo hacia la puerta entre risas, y tengo que darme prisa para alcanzarla.
Ha llovido y la tormenta lo ha refrescado todo. El agua se evapora de los charcos y deja una capa de neblina brillante sobre la ciudad. Por encima de nosotras, el cielo tiene un tono azul profundo. La bahía, de un suave color plata, está en calma, y la costa parece un cinturón gigante y ceñido que la mantiene en su lugar.
No le pregunto adónde va, pero tampoco me sorprende cuando se encamina callejeando hacia el Puerto viejo, en la dirección del antiguo sendero que discurre a los largo de Commercial Street y llega hasta los laboratorios. Intentamos mantenernos en las calles más pequeñas para no cruzarnos con mucha gente, pero es casi imposible. Son las tres y media. Acaban de terminar las clases y la ciudad está repleta de estudiantes que vuelven a casa. Vemos algunos autobuses y uno o dos coches. Los coches se consideran amuletos de la suerte. Cuando pasan, la gente extiende la mano para rozar la capota brillante o las relucientes ventanillas, que se cubren constantemente de huellas dactilares.
Hana y yo comemos juntas, comentando los cotilleos del día. No hablamos de la chapuza de las
evaluaciones de ayer, ni de los rumores sobre inválidos. Hay demasiada gente alrededor. En vez de eso, ella me cuenta su examen de Ética, y yo le cuento la pelea de Cora Dervish con Minna Wilkinson. Hablamos también de Willow Marks, que no ha venido a clase desde el miércoles pasado. Corre el rumor de los reguladores la encontraron en el parque Deeving Oaks después del toque de queda. Con un chico.
Llevamos años oyendo rumores similares sobre ella. Es la típica persona sobre la que la gente hablar.
Tiene el pelo rubio, pero siempre se está añadiendo reflejos con rotuladores. Recuerdo que una vez, durante una excursión a un museo en primero de Secundaria, pasamos junto a un grupo de chicos de la Preparatoria Spencer y ella comentó, tan alto que podía haberla oído cualquiera de nuestras monitoras: «Me gustaría besar en la boca a algunos de ellos». Al parecer, en décimo la pillaron con un chico y solo le pusieron una advertencia porque no mostraba síntomas de deliria. De vez en cuando, la gente comete errores, es biológico, es una consecuencia del mismo tipo de desequilibrios químicos y hormonales que a veces conducen al antinaturalismo: chicos que se sienten atraídos por chicos y chicas que se sienten atraídas por chicas. Estos impulsos también se anulan con la cura.
Pero esta vez, al parecer, va en serio, y Hana suelta la bomba justo cuando giramos hacia Center. El señor y la señora Marks han accedido a adelantar la fecha de operación de su hija nada menos que seis meses. ¡Se va a perder el día de la graduación!
-¿Seis meses? –repito.
Llevamos veinte minutos corriendo a buen ritmo, así que no estoy segura de si el pesado de mi corazón es resultado del ejercicio o de la noticia. Siento que me falta el aliento más de lo que debería, como sí tuviera a alguien sentado sobre el pecho.
-¿No es peligroso? –pregunto.
Hana vuelve la cabeza hacía la derecha, señalaron un callejón.
-Ya se ha hecho antes.
-Sí, pero no con éxito. ¿Qué pasa con los efectos secundarios? Problemas mentales, ceguera…
Hay muchas razones por las que los científicos no permiten que nadie menor de dieciocho años sea intervenido, pero la más poderosa es que no parece funcionar igual de bien. En los peores casos, puede causar todo tipo de problemas. Los especialistas manejan la hipótesis de que, antes de esa edad, el cerebro y sus recorridos neurológicos son aún demasiado plásticos; posiblemente estén todavía en proceso de formación. La verdad es que cuanto mayor seas en el momento de ser operado, mejor, pero a la mayoría de la gente se le programa la intervención lo más cerca posible de la fecha de su dieciocho cumpleaños.
-Supongo que habrán pensando que vale la pena correr el riesgo –comenta Hana-. Mejor que la alternativa, ¿sabes?; «Deliria nerviosa de amor. La más mortal de todas las armas mortales».
Este es el slogan que está escrito en todos los folletos de salud mental que se han escrito sobre los deliria. Hana lo repite con voz carente de entonación que me produce un nudo en el estómago. El desastre de ayer me ha hecho olvidar el comentario que hizo antes de la evaluación. Pero en este momento me acuerdo y me viene a la mente el aspecto tan raro que tenía Hana, con los ojos nublados e inescrutables.
-Venga –noto cierta tensión en los pulmones, y se me está formando un calambre en el muslo izquierdo. La única forma de superarlo es correr más rápido-. Vamos a darle un poco más fuerte, Babosa.
-¡Dale caña!
Su rostro se ilumina con una sonrisa y ambas incrementamos la velocidad. El dolor en los pulmones se hincha y florece hasta que se extiende por todas partes, desgarrando cada una de mis células y mis músculos. El calambre de la pierna me hace torcer el gesto cada vez que el talón toca el suelo. Siempre es así en los kilómetros cuatro y cinco, como si todo el estrés, la ansiedad, la irritación y el miedo se transformaran en pequeños pinchazos de aguja; entonces, apenas consigo respirar y no soy capaz de pensar en otra cosa que no sea: «No puedo. No puedo. No puedo».
Y luego, igual de repentinamente, se pasa. Todo el dolor desaparece, el calambre se disipa, el puño libera mi pecho y logro respirar sin dificultad. Al momento me burbujea dentro una sensación de felicidad total, la sensación tangible del suelo bajo mis pies, la sencillez del movimiento, que explota desde mis talones empujando hacia adelante en el tiempo y en el espacio, libre, liberada. Echo un vistazo a Hana. Por su expresión puedo ver que ella también lo siente. Ha conseguido atravesar el muro.
Nota que la miro, vuelve la cabeza con la coleta rubia dibujando un arco brillante, y levanta el pulgar como signo de complicidad.
Es extraño cuando corremos, me siento más cerca que nunca de ella. Incluso cuando no hablamos, es como si hubiera una cuerda invisible que nos mantuviera atadas acompasando nuestros ritmos respectivos, nuestros brazos y piernas, como si respondiéramos al mismo toque de tambor. Cada vez más a menudo pienso que esto, también, cambiará después de la operación. Ella se refugiará en el West End y se hará amiga de sus vecinos, más ricos y sofisticados que yo. Yo me quedaré en algún apartamento cutre de Cumberland, y no la echaré de menos un recordaré lo que era correr a su lado.
Me han advertido de que, después de mi intervención, quizá ni siquiera me guste correr. Otro efecto secundario de la cura. La gente a menudo cambia de hábitos, pierde interés por sus antiguas aficiones y por las cosas que antes les proporcionaban placer.
«Los curados, incapaces de sentir un deseo intenso, se libran así tanto del dolor recordado como del futuro» (Manual de FSS, «Después de la intervención», p. 132).
El mundo gira a nuestro alrededor, la gente y las calles son una larga cinta extendida de color y sonido. Pasamos por Saint Vincent, el colegio de chicos más grande de la ciudad. Media docena de chavales están fuera jugando al baloncesto, pasándose la pelota perezosamente, llamándose unos a otros. No se entiende lo que dicen: es una serie inconexa de gritos, órdenes y breves estallidos de risa; el ruido típico de los grupos de chicos, siempre que se los oye desde detrás de una esquina, desde el otro lado de la calle o desde lejos en la playa. Es como si tuvieran un lenguaje propio, y por milésima vez vuelvo a pensar en lo contenta que estoy de que las políticas de segregación nos mantengan separados la mayor parte del tiempo.
Cuando pasamos por su lado, noto una pausa momentánea, una fracción de segundo en que todos los ojos se alzan y se vuelven en nuestra dirección. Me da demasiada vergüenza mirar. Todo mi cuerpo se pone al rojo vivo, como si me hubiera metido de cabeza en un horno. Pero un instante después, noto que sus miradas pasan por encima de mi para detenerse en Hana. Su cabello rubio resplandece a mi lado como una moneda al sol.
El dolor va volviendo a mis piernas y se concreta en una fuerte sensación de pesadez, pero me obligo a seguir mientras doblamos la esquina de Commercial Street y dejamos atrás el colegio. Noto que Hana hace un esfuerzo por mantenerse a mi altura.
-Te echo una carrera –digo en un jadeo mientras me vuelvo hacia ella.
Pero cuando se abalanza impulsándose con los brazos y casi me adelanta, yo bajo la cabeza y muevo las piernas lo más rápido que puedo tratando de que me entre aire en los pulmones, que luchan contra el grito de los músculos y se encogen hasta hacerse del tamaño de un guisante. La negrura mordisquea los bordes de mi campo de visión y lo único que puedo ver es la alambrada de tela metálica que se alza de pronto ante nosotras bloqueándonos el paso. En ese momento, extiendo la pierna y le doy un golpe tan fuerte que la hago temblar.
-¡He ganado! –grito dándome la vuelta.
Hana llega un segundo después, intentando recuperar el aliento. Ambas nos reímos, nos entra hipo y respiramos a grandes bocanadas mientras caminamos en círculos, intentando recuperarnos.
Cuando por fin puede volver a respirar con normalidad, Hana se endereza riendo.
-Te he dejado ganar –broma como siempre. Yo le echo grava con el pie, pero ella la esquiva y prosigue-: ¡Que no se te olvide!
El pelo se me ha salido de la coleta y lo saco de la goma, bajando la cabeza para que me dé el viento en el cuello. Me cae el sudor a los ojos. Escuece.
-Te queda bien ese look.
Hana me empuja suavemente y yo tropiezo hacia un lado, al tiempo que levanto la cabeza para devolverle el golpe.
Ella me esquiva. Hay un hueco en la alambrada que marca el comienzo de una estrecha vía de servicio. Está bloqueada con una candela baja de metal. Hana la salta y me hace un gesto para que la siga. La verdad es que no me había dado cuenta de dónde estábamos. El sendero discurre por un aparcamiento, un bosque de contenedores industriales de basura y naves de almacenamiento: Más alla se ve una fila de edificios cuadrados blancos como dientes gigantes, que me resulta familiar. Esta debe ser una de las entradas laterales al complejo de los laboratorios. Ahora veo que la verja está coronada de alambre con letreros que dicen: PROPIEDAD PRIVADA, PROHIBIDO EL PASO, SOLO PERSONAL AUTORIZADO.
-Me parece que no debemos… -empiezo a decir, pero Hana me corta.
-¡Venga! –me grita-. ¡Atrévete!
Hago un rápido recorrido visual por el aparcamiento que está más allá de la puerta y por el camino a nuestra espalda. No hay nadie. En la garita que está justo al otro lado de la entrada tampoco hay guardia. Me inclino y miro dentro: un bocadillo a medio comer apoyado en papel encerado y un montón de libros apilados en desorden sobre una mesa pequeña. Junto a ellos, una vieja radio que interrumpe el silencio con chisporroteos de interferencias y fragmentos de música. No veo cámaras de seguridad, aunque seguro que hay alguna. Todos los edificios gubernamentales están vigilados. Vacilo un segundo más, luego paso por encima de la verja y alcanzo a Hana. Sus ojos brillan de excitación y me doy cuenta de que este era su plan, este era su destino desde el principio.
-Así debieron de entrar los inválidos –comenta jadeando apresuradamente, como si lleváramos todo el rato hablando del drama de ayer-. ¿No crees?
-No parece demasiado difícil.
Intento que mi voz suene natural, pero todo el asunto me inquieta: la vía de servicio y el aparcamiento desiertos brillando al sol, los contenedores azules y los cables eléctricos que zigzaguean por el cielo, los blancos y relucientes tejados inclinados de los laboratorios… Todo está en silencio y muy tranquilo, casi congelado, como están en silencio y muy tranquilo, casi congelado, como están las cosas en un sueño o justo antes de una gran tormenta. No quiero decírselo a Hana, pero daría casi cualquier cosa por volver al Puerto Viejo, así complicado nido de calles y tiendas conocidas.
Aunque no hay nadie, me da la impresión de que nos vigilan. Es peor que la sensación habitual de ser observada en la escuela, en la cale e incluso en casa, midiendo lo que uno dice y hace, esa sensación de ahogo y bloqueo a la que todo el mundo acaba acostumbrándose.
-Sí – Hana le da un puntapié al camino de tierra. Se levanta una columna de polvo que se asienta lentamente-. Bastante cutre la seguridad para una instalación medica.
-Sería bastante cutre hasta para un minizoo.
-Me molesta que digas eso.
La voz viene de atrás, y Hana y yo nos sobresaltamos.
Me vuelvo. El mundo parece detenerse un instante.
A nuestra espalda hay un chico con los brazos cruzados y la cabeza ladeada. Un chico con la piel color caramelo y el pelo castaño dorado, como hojas de otoño que se preparan para caer del árbol.Es él. Es el chico de ayer, el de la terraza de observación. El inválido.
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Capitulo Cinco
(Parte II).
(Parte II).
Solo que no es uno de los inválidos, evidentemente. Lleva una camisa azul de manga corta con vaqueros, y una identificación gubernamental plastificada sujeta al cuello de la camisa.
-Me voy dos minutos para rellenarla –señala la botella de agua que lleva-, vuelvo y me encuentro un allanamiento en toda regla.
Me siento tan confundida que no puedo moverme, ni hablar ni hacer nada. Hana debe de pensar que estoy asustada, porque interviene rápidamente:
-No es un allanamiento. No estábamos haciendo nada. Solo estábamos corriendo y… eh, nos hemos perdido.
El chico cruza los brazos sobre el pecho, balanceándose sobre los talones.
-No habéis visto los letreros de fuera, ¿no? ¿Los que dicen «Prohibido el paso», «Solo Personal
Autorizado»?
Hana aparta la mirada. Ella también está nerviosa. Lo noto. Tiene mil veces más confianza en sí misma de la que tengo yo, pero ninguna de las dos está acostumbrada a entrar en un lugar prohibido, donde cualquiera pueda vernos, ni a hablar con un chico, un chico que encima es guardia. Incluso Hana se da cuenta de que el guardia en cuestión tiene elementos más que suficientes para detenernos.
-Debe de ser que no los hemos visto –musita.
-Ajá –dice él arqueando las cejas. Está claro que no nos cree, pero al menos no parece enfadado-. Pasan bastante desapercibidos. Solo hay unas cuantas docenas. Está claro que es fácil no darse cuenta.
Aparta la vista por un segundo, entrecerrando los ojos y me da la sensación de que está haciendo esfuerzos para no reírse. No se parece a ningún otro guardia, al menos no a los típicos que se ven en la frontera y por toda la ciudad: gordos, viejos y ceñudos. Pienso en lo segura que estaba ayer de que venía de la Tierra Salvaje, la certeza tangible que sentí en el fondo de mi corazón.
Obviamente estaba equivocada. Cuando vuelve la cabeza veo la señal inconfundible de un curado: la marca de la operación, una cicatriz con tres patas justo detrás del oído izquierdo. Los científicos insertan ahí una aguja especial de tres puntas que se usa exclusivamente para inmovilizar al paciente de modo que se le pueda efectuar la cura. La gente presume de sus cicatrices como si fueran medallas al valor: casi no se ven personas curadas con el pelo largo, y las mujeres que no se lo cortan del todo, procuran llevarlo recogido.
Se me quita el miedo. Hablar con un curado no es ilegal. No se aplican las reglas de segregación.
No estoy segura de si me ha reconocido o no. Si lo ha hecho, no lo manifiesta. No puedo soportarlo más.
-Tú…, yo te vi a ti… -exploto, pero no soy capaz de completar la frase:«Yo te vi ayer».
«Tú me guiñaste el ojo».
Hana parece sorprendida.
-¿Ya os conocéis?
Me mira sorprendida. Sabe que yo jamás he intercambiado más de dos palabras con un chico: un escueto «disculpa» por la calle o un breve «perdón por haberte pisado» cuando tropiezo con alguien. Se supone que las chicas no debemos tener más que un mínimo contacto con chicos incurados que no sean de nuestra familia. Incluso cuando están curados, casi no hay necesidad o excusa para ello, a menos que se trate de un médico, un maestro o alguien así.
Él se vuelve a mirarme. Su rostro tiene un aspecto totalmente sereno y profesional, pero podría jurar que veo un destello en sus ojos, una mirada de diversión o de placer.
-No –contesta suavemente-. Nunca nos hemos visto. Estoy seguro de que acordaría.
Vuelve ese brillo a sus ojos. ¿Se está riendo de mí?
-Yo me llamo Hana –dice Hana-. Y ella es Lena.
Me da un codazo. Sé que debo de parecer un pez, ahí de pie con la boca abierta, pero me siento demasiado indignada para hablar. Está mintiendo. Sé que es el chico que vi ayer, me apuesto el cuello.
-Yo soy Álex. Encantado –mantiene sus ojos en mí mientras Hana y él se estrechan la mano; luego me la ofrece-. Lena… -comenta pensativamente-, nunca había oído ese nombre.
Yo vacilo. Estrechar la mano de alguien siempre me hace sentir torpe, como si estuviera jugando a disfrazarme con ropas de adulto que me quedan demasiado grandes. Además, nunca he tocado a un desconocido. Pero él sigue ahí con la mano extendida, así que un segundo después alargo la mía y se la estrecho. En el momento en que nos tocamos, siento una descarga eléctrica y me retiro rápidamente.
-Es una abreviación de Magdalena –explico.
-Magdalena –Álex inclina levemente la cabeza hacia atrás, mirándome con los ojos entrecerrados-.
Bonito nombre.
Me distrae por un momento la forma en que pronuncia mi nombre. En sus labios suena musical, no desmañado y anguloso como siempre lo han hecho sonar los maestros. Sus ojos son de un color ambarino cálido, y cuando le miro me llega el recuerdo repentino y centelleante de mi madre echando sirope sobre un montón de tortitas. Aparto la mirada: me siento avergonzada, como si de algún modo él fuera el responsable de desenterrar ese recuerdo, como si hubiera extendido su mano hasta mi interior y me lo hubiera arrancado. La vergüenza me hace sentir enfadada y continúo:
-Yo sí te conozco. Ayer te vi en los laboratorios. Estabas en la plataforma de observación, mirando, mirándolo todo.
De nuevo, me falta el valor y no puntualizo: «Mirándome a mí».
Noto que Hana clava los ojos en mí, pero la ignoro. Debe de estar furiosa porque no le he contado nada de todo esto.
La expresión de Álex sigue inmutable. No pestañea y no deja de sonreír ni siquiera durante una fracción de segundo.
-Supongo que me has confundido con otra persona. A los guardias no se les permite la entrada en los laboratorios durante las evaluaciones. Y menos a los que trabajamos a tiempo parcial.
Durante un segundo más nos quedamos así, mirándonos el uno al otro. Ahora sé que está mintiendo, y esa sonrisa espontánea y perezosa me da ganas de extender la mano y darle una bofetada. Aprieto los puños y respiro hondo, obligándome a mantener la calma. No soy una persona violenta. No sé por qué estoy tan indignada.
Hana interviene, rompiendo la tensión:
-¿Así que eso es todo? ¿Un guardia a tiempo parcial y algunos letreros de «Prohibido el paso»?
Álex sigue mirándome medio segundo más. Luego se vuelve hacia Hana como si la viera por primera vez.
-¿A qué te refieres?
-Yo pensaba que los laboratorios estarían mejor protegidos, eso es todo. Da la sensación de que no sería demasiado difícil allanar este lugar.
Álex arquea las cejas.
-¿Estás pensando en intentarlo?
Hana se queda inmóvil y a mí se me hiela la sangre. Ha sido demasiado lejos. Si Álex nos denuncia como posibles simpatizantes o como alborotadoras, o como lo que sea, nos esperan meses y meses de ser vigiladas e investigadas. Y ya nos podemos despedir de nuestra oportunidad de aprobar la evaluación con notas decentes. Visualizo una vida entera sintiendo náuseas al observar cómo Andrew Marcus se saca mocos de la nariz con la uña del pulgar.
Álex debe de notar nuestro miedo, porque alza las manos.
-Tranquilas, estaba bromeando. No parecéis precisamente terroristas.
Entonces me doy cuenta de lo ridículas que debemos de estar con los pantalones cortos de correr, las camisetas sudadas y las zapatillas neón. Bueno, por lo menos yo; Hana parece una modelo de ropa deportiva. Una vez más, noto que me voy a sonrojar y siento una ataque de irritación. No me extraña que los reguladores decidieran que había que mantener separados a chicos y chicas. Habría sido una pesadilla esta mezcla permanente de sentimientos: enfadada y cohibida, confusa e irritada.
- En cualquier caso, esta es solo la zona de descarga para mercancías y esas cosas –Álex señala más allá de la línea de naves de almacenamiento-. La seguridad de verdad empieza más cerca de las instalaciones. Guardias a tiempo completo, cámaras, valles electrificadas… De todo, vaya.
Hana no me mira, pero cuando había puedo oír la excitación en su voz.
-¿La zona de descarga? O sea, ¿Dónde llegan los pedidos?
Empiezo a rezar mentalmente: «No menciones a los inválidos».
-Eso es.
Hana baila en el sitio, desplazando el peso desde atrás hacia delante. Yo intento lanzarle una mirada de advertencia, pero ella evita mis ojos.
-Entonces, ¿aquí es donde llegan los camiones? ¿Con equipo médico y…otras cosas?
-Exactamente.
Una vez más tengo la sensación de que hay un destello en lo profundo de sus ojos, aunque el resto de su cara permanece totalmente natural. No confío en él, pienso, y de nuevo me pregunto por qué habrá mentido sobre su presencia ayer en los laboratorios. Quizá es solo porque está prohibido, como ha dicho. Tal vez se estaba riendo en lugar de intentar ayudar.
Y, por otro lado, puede que realmente no me recuerde. Solo nos miramos unos segundos, y estoy segura de que para él yo no fui más que una cara indistinta, del montón, fácil de olvidar. No tengo una cara bonita. Ni fea tampoco. Simplemente normal, como otras mil cara que puedes ver por la calle.
Él, por el contrario, no es en absoluto del montón. Es una locura que yo esté hablando abiertamente con un muchacho desconocido, aunque esté curado. La cabeza me da vueltas, pero mi vista adquiere una agudeza extraordinaria, así que me fijo en todo con gran detalle. Observo la forma en que un mechón de pelo se riza en torno a su cicatriz, como si fuera un marco; noto sus manos anchas y morenas, la blancura de sus dientes y la perfecta simetría de su rostro. Sus vaqueros están gastados y los lleva por las caderas, sujetos con una cinturón; los cordones de sus zapatillas son de color azul tinta, muy raros, como si los hubiera pintado con rotulador.
¿Cuántos años tendrá? Parece de edad, pero debe de ser algo mayor, quizá diecinueve. Me pregunto también –un pensamiento breve, pasajero- si ya habrá sido emparejado. Por supuesto que lo habrán emparejado.
Me he quedado mirándolo sin querer y de repente él se vuelve hacia mí. Yo bajo los ojos, sintiendo un terror rápido e irracional a que haya leído el pensamiento.
-Me encantaría echar un vistazo –suelta Hana sin demasiada sutileza. Yo he doy un pellizco cuando Álex se vuelve y ella pega un respingo y me mira con aire culpable. Al menos no le está sometiendo a un tercer grado sobre lo que sucedió ayer; eso si que nos llevaría directas a la cárcel o, al menos a un interrogatorio exhaustivo.
Álex lanza la botella de agua al aire y la recoge con la misma mano.
-No hay nada que ver, creedme. A menos que os guste los desechos industriales. De eso si hay bastantes por aquí –hace un signo con la cabeza indicando los contenedores-. Ah, y la mejor vista de la bahía que se puede encontrar en toda la ciudad. Eso también lo tenemos.
-¿De veras? –Hana arruga la nariz, distraída por un momento de su misión detectivesca.
Álex asiente, lanza la botella de nuevo y la recoge. Cuando el recipiente recorre el aire formando un arco, el sol parpadea a través del agua como el destello de una joya.
-Eso sí os lo puedo enseñar –dice-. Venid.
Todo lo que quiero es salir de aquí, pero Hana se me adelanta.
-¡Claro! –dice.
La sigo con desgana, maldiciendo en silencio su curiosidad y su obsesión por todo lo relativo a los inválidos, prometiéndome no dejar que elija la ruta para correr nunca más. Álex y ella van delante, y me llegan fragmentos aislados de su conversación; él cuenta que va a la universidad, pero no pillo lo que estudia; Hana le responde que nosotras estamos a punto de terminar el instituto. Él comenta que tiene diecinueve años; ella que las dos cumpliremos dieciocho dentro de unos meses. Por suerte, evita hablar del altercado en las evaluaciones de ayer.
La vía de servicio conecta con otro sendero más estrecho que discurre paralelo a la calle Fore, pero cortando por la empinada colina hacia el paseo marítimo. Pasamos junto a largas naves metálicas de almacenamiento. El sol está alto y cae de plano, sin misericordia. Tengo una sed enorme, pero cuando Álex se vuelve y me ofrece un trago de su botella le digo que no, aunque demasiado rápido y demasiado alto. La idea de poner mi boca donde ha estado la suya me hace sentir ansiedad otra vez.
Cuando llegamos a la cima de la colina, jadeando un poco por el ascenso, la bahía se despliega a nuestra derecha como un mapa gigantesco, un mundo brillante y reluciente de azules y verdes. Hana sofoca un grito. Es realmente una vista muy hermosa, perfecta y sin obstáculos. El cielo está lleno de orondas nubes blancas que me recuerdan a almohadas de plumas. Las gaviotas describen arcos perezosos sobre el agua, trayectorias de pájaros que se forman y se deshacen en el cielo.
Hana se adelanta unos metros.
-Es sensacional. Precioso, ¿no? A pesar del tiempo que llevo viviendo aquí, sigo sin acostumbrarme –se vuelve a mirarme-. Creo que esta es mi vista favorita del océano; en mitad de la tarde, un día soleado y luminoso. Es como una fotografía, ¿no te parece, Lena?
Estoy absolutamente relajada, disfrutando del viento que sopla en lo alto de la colina, ese viento que me roza los brazos y las piernas y me produce una sensación fresca y agradable.
La bahía está preciosa y el sol parpadea como un ojo en lo alto. Casi se me ha olvidado que Álex está aquí. Se ha quedado rezagado justo detrás de nosotras; desde que hemos llegado a la cima, no ha dicho ni una palabra. Por eso, casi salgo volando del susto cuando se inclina hacía delante y me susurra una sola palabra al oído: «Gris».
-¿Cómo?
Me doy la vuelta, con el corazón en un puño. Hana se ha vuelto a mirar el agua y sigue diciendo que le gustaría tener aquí su cámara y que nunca se tiene lo que se necesita de verdad. Álex está inclinado hacia mí, tan cerca que puedo ver cada una de sus pestañas, como pinceladas perfectas en un retrato sobre lienzo; en este momento, sus ojos bailan literalmente con la luz, resplandeciendo como si estuvieran en llamas.
-¿Qué has dicho? –repito en una especia de graznido susurrado.
Se acerca un poco más y es como si las llamas saltaran de sus ojos y le prendieran fuego a todo mi cuerpo. Nunca antes había estado tan cerca de un chico. Siento como si me quisiera desmayar y echar a correr al mismo tiempo. Pero no puedo moverme.
-He dicho que prefiero el océano cuando está gris. No exactamente gris. Un color pálido, indefinido. Lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.
Se acuerda. Estaba allí. El suelo desaparece bajo mis pies, como lo hace en el sueño sobre mi madre.
Lo único que puedo ver son sus ojos, las formas cambiantes de sombra y luz que giran en ellos.
-Has mentido –consigo decir-. ¿Por qué has mentido?
No me contesta. Se aparta un poco y continúa hablando.
-Claro que es incluso más bello al atardecer. Sobre las ochos y media es como si el sol estuviera ardiendo, especialmente en la ensenada de Back Cove. Deberías verlo –hace una pausa y, aunque habla bajo y con tono natural, me parece que quiere decirme algo importante-. Esta noche, probablemente va a ser alucinante.
Mi cerebro se pone en marcha con dificultad, procesa lentamente sus palabras, la forma en que hace hincapié en ciertos detalles. Luego, todo encaja: me ha dado un lugar y una hora. Me esta diciendo que me reúna con él.
-¿Me estás pidiendo que…? –empiezo a decir, pero justo en ese momento, Hana se vuelve hacia mí y me coge del brazo.
-¡Se hace tarde! –exclama riendo-. Sin más de las cinco. Tenemos que irnos.
Me arrastra hacia atrás sin darme tiempo a responder ni a protestar. Cuando consigo mirar por encima de su hombro para ver si Álex me hace algún tipo de señal, ya no se le ve.
-Me voy dos minutos para rellenarla –señala la botella de agua que lleva-, vuelvo y me encuentro un allanamiento en toda regla.
Me siento tan confundida que no puedo moverme, ni hablar ni hacer nada. Hana debe de pensar que estoy asustada, porque interviene rápidamente:
-No es un allanamiento. No estábamos haciendo nada. Solo estábamos corriendo y… eh, nos hemos perdido.
El chico cruza los brazos sobre el pecho, balanceándose sobre los talones.
-No habéis visto los letreros de fuera, ¿no? ¿Los que dicen «Prohibido el paso», «Solo Personal
Autorizado»?
Hana aparta la mirada. Ella también está nerviosa. Lo noto. Tiene mil veces más confianza en sí misma de la que tengo yo, pero ninguna de las dos está acostumbrada a entrar en un lugar prohibido, donde cualquiera pueda vernos, ni a hablar con un chico, un chico que encima es guardia. Incluso Hana se da cuenta de que el guardia en cuestión tiene elementos más que suficientes para detenernos.
-Debe de ser que no los hemos visto –musita.
-Ajá –dice él arqueando las cejas. Está claro que no nos cree, pero al menos no parece enfadado-. Pasan bastante desapercibidos. Solo hay unas cuantas docenas. Está claro que es fácil no darse cuenta.
Aparta la vista por un segundo, entrecerrando los ojos y me da la sensación de que está haciendo esfuerzos para no reírse. No se parece a ningún otro guardia, al menos no a los típicos que se ven en la frontera y por toda la ciudad: gordos, viejos y ceñudos. Pienso en lo segura que estaba ayer de que venía de la Tierra Salvaje, la certeza tangible que sentí en el fondo de mi corazón.
Obviamente estaba equivocada. Cuando vuelve la cabeza veo la señal inconfundible de un curado: la marca de la operación, una cicatriz con tres patas justo detrás del oído izquierdo. Los científicos insertan ahí una aguja especial de tres puntas que se usa exclusivamente para inmovilizar al paciente de modo que se le pueda efectuar la cura. La gente presume de sus cicatrices como si fueran medallas al valor: casi no se ven personas curadas con el pelo largo, y las mujeres que no se lo cortan del todo, procuran llevarlo recogido.
Se me quita el miedo. Hablar con un curado no es ilegal. No se aplican las reglas de segregación.
No estoy segura de si me ha reconocido o no. Si lo ha hecho, no lo manifiesta. No puedo soportarlo más.
-Tú…, yo te vi a ti… -exploto, pero no soy capaz de completar la frase:«Yo te vi ayer».
«Tú me guiñaste el ojo».
Hana parece sorprendida.
-¿Ya os conocéis?
Me mira sorprendida. Sabe que yo jamás he intercambiado más de dos palabras con un chico: un escueto «disculpa» por la calle o un breve «perdón por haberte pisado» cuando tropiezo con alguien. Se supone que las chicas no debemos tener más que un mínimo contacto con chicos incurados que no sean de nuestra familia. Incluso cuando están curados, casi no hay necesidad o excusa para ello, a menos que se trate de un médico, un maestro o alguien así.
Él se vuelve a mirarme. Su rostro tiene un aspecto totalmente sereno y profesional, pero podría jurar que veo un destello en sus ojos, una mirada de diversión o de placer.
-No –contesta suavemente-. Nunca nos hemos visto. Estoy seguro de que acordaría.
Vuelve ese brillo a sus ojos. ¿Se está riendo de mí?
-Yo me llamo Hana –dice Hana-. Y ella es Lena.
Me da un codazo. Sé que debo de parecer un pez, ahí de pie con la boca abierta, pero me siento demasiado indignada para hablar. Está mintiendo. Sé que es el chico que vi ayer, me apuesto el cuello.
-Yo soy Álex. Encantado –mantiene sus ojos en mí mientras Hana y él se estrechan la mano; luego me la ofrece-. Lena… -comenta pensativamente-, nunca había oído ese nombre.
Yo vacilo. Estrechar la mano de alguien siempre me hace sentir torpe, como si estuviera jugando a disfrazarme con ropas de adulto que me quedan demasiado grandes. Además, nunca he tocado a un desconocido. Pero él sigue ahí con la mano extendida, así que un segundo después alargo la mía y se la estrecho. En el momento en que nos tocamos, siento una descarga eléctrica y me retiro rápidamente.
-Es una abreviación de Magdalena –explico.
-Magdalena –Álex inclina levemente la cabeza hacia atrás, mirándome con los ojos entrecerrados-.
Bonito nombre.
Me distrae por un momento la forma en que pronuncia mi nombre. En sus labios suena musical, no desmañado y anguloso como siempre lo han hecho sonar los maestros. Sus ojos son de un color ambarino cálido, y cuando le miro me llega el recuerdo repentino y centelleante de mi madre echando sirope sobre un montón de tortitas. Aparto la mirada: me siento avergonzada, como si de algún modo él fuera el responsable de desenterrar ese recuerdo, como si hubiera extendido su mano hasta mi interior y me lo hubiera arrancado. La vergüenza me hace sentir enfadada y continúo:
-Yo sí te conozco. Ayer te vi en los laboratorios. Estabas en la plataforma de observación, mirando, mirándolo todo.
De nuevo, me falta el valor y no puntualizo: «Mirándome a mí».
Noto que Hana clava los ojos en mí, pero la ignoro. Debe de estar furiosa porque no le he contado nada de todo esto.
La expresión de Álex sigue inmutable. No pestañea y no deja de sonreír ni siquiera durante una fracción de segundo.
-Supongo que me has confundido con otra persona. A los guardias no se les permite la entrada en los laboratorios durante las evaluaciones. Y menos a los que trabajamos a tiempo parcial.
Durante un segundo más nos quedamos así, mirándonos el uno al otro. Ahora sé que está mintiendo, y esa sonrisa espontánea y perezosa me da ganas de extender la mano y darle una bofetada. Aprieto los puños y respiro hondo, obligándome a mantener la calma. No soy una persona violenta. No sé por qué estoy tan indignada.
Hana interviene, rompiendo la tensión:
-¿Así que eso es todo? ¿Un guardia a tiempo parcial y algunos letreros de «Prohibido el paso»?
Álex sigue mirándome medio segundo más. Luego se vuelve hacia Hana como si la viera por primera vez.
-¿A qué te refieres?
-Yo pensaba que los laboratorios estarían mejor protegidos, eso es todo. Da la sensación de que no sería demasiado difícil allanar este lugar.
Álex arquea las cejas.
-¿Estás pensando en intentarlo?
Hana se queda inmóvil y a mí se me hiela la sangre. Ha sido demasiado lejos. Si Álex nos denuncia como posibles simpatizantes o como alborotadoras, o como lo que sea, nos esperan meses y meses de ser vigiladas e investigadas. Y ya nos podemos despedir de nuestra oportunidad de aprobar la evaluación con notas decentes. Visualizo una vida entera sintiendo náuseas al observar cómo Andrew Marcus se saca mocos de la nariz con la uña del pulgar.
Álex debe de notar nuestro miedo, porque alza las manos.
-Tranquilas, estaba bromeando. No parecéis precisamente terroristas.
Entonces me doy cuenta de lo ridículas que debemos de estar con los pantalones cortos de correr, las camisetas sudadas y las zapatillas neón. Bueno, por lo menos yo; Hana parece una modelo de ropa deportiva. Una vez más, noto que me voy a sonrojar y siento una ataque de irritación. No me extraña que los reguladores decidieran que había que mantener separados a chicos y chicas. Habría sido una pesadilla esta mezcla permanente de sentimientos: enfadada y cohibida, confusa e irritada.
- En cualquier caso, esta es solo la zona de descarga para mercancías y esas cosas –Álex señala más allá de la línea de naves de almacenamiento-. La seguridad de verdad empieza más cerca de las instalaciones. Guardias a tiempo completo, cámaras, valles electrificadas… De todo, vaya.
Hana no me mira, pero cuando había puedo oír la excitación en su voz.
-¿La zona de descarga? O sea, ¿Dónde llegan los pedidos?
Empiezo a rezar mentalmente: «No menciones a los inválidos».
-Eso es.
Hana baila en el sitio, desplazando el peso desde atrás hacia delante. Yo intento lanzarle una mirada de advertencia, pero ella evita mis ojos.
-Entonces, ¿aquí es donde llegan los camiones? ¿Con equipo médico y…otras cosas?
-Exactamente.
Una vez más tengo la sensación de que hay un destello en lo profundo de sus ojos, aunque el resto de su cara permanece totalmente natural. No confío en él, pienso, y de nuevo me pregunto por qué habrá mentido sobre su presencia ayer en los laboratorios. Quizá es solo porque está prohibido, como ha dicho. Tal vez se estaba riendo en lugar de intentar ayudar.
Y, por otro lado, puede que realmente no me recuerde. Solo nos miramos unos segundos, y estoy segura de que para él yo no fui más que una cara indistinta, del montón, fácil de olvidar. No tengo una cara bonita. Ni fea tampoco. Simplemente normal, como otras mil cara que puedes ver por la calle.
Él, por el contrario, no es en absoluto del montón. Es una locura que yo esté hablando abiertamente con un muchacho desconocido, aunque esté curado. La cabeza me da vueltas, pero mi vista adquiere una agudeza extraordinaria, así que me fijo en todo con gran detalle. Observo la forma en que un mechón de pelo se riza en torno a su cicatriz, como si fuera un marco; noto sus manos anchas y morenas, la blancura de sus dientes y la perfecta simetría de su rostro. Sus vaqueros están gastados y los lleva por las caderas, sujetos con una cinturón; los cordones de sus zapatillas son de color azul tinta, muy raros, como si los hubiera pintado con rotulador.
¿Cuántos años tendrá? Parece de edad, pero debe de ser algo mayor, quizá diecinueve. Me pregunto también –un pensamiento breve, pasajero- si ya habrá sido emparejado. Por supuesto que lo habrán emparejado.
Me he quedado mirándolo sin querer y de repente él se vuelve hacia mí. Yo bajo los ojos, sintiendo un terror rápido e irracional a que haya leído el pensamiento.
-Me encantaría echar un vistazo –suelta Hana sin demasiada sutileza. Yo he doy un pellizco cuando Álex se vuelve y ella pega un respingo y me mira con aire culpable. Al menos no le está sometiendo a un tercer grado sobre lo que sucedió ayer; eso si que nos llevaría directas a la cárcel o, al menos a un interrogatorio exhaustivo.
Álex lanza la botella de agua al aire y la recoge con la misma mano.
-No hay nada que ver, creedme. A menos que os guste los desechos industriales. De eso si hay bastantes por aquí –hace un signo con la cabeza indicando los contenedores-. Ah, y la mejor vista de la bahía que se puede encontrar en toda la ciudad. Eso también lo tenemos.
-¿De veras? –Hana arruga la nariz, distraída por un momento de su misión detectivesca.
Álex asiente, lanza la botella de nuevo y la recoge. Cuando el recipiente recorre el aire formando un arco, el sol parpadea a través del agua como el destello de una joya.
-Eso sí os lo puedo enseñar –dice-. Venid.
Todo lo que quiero es salir de aquí, pero Hana se me adelanta.
-¡Claro! –dice.
La sigo con desgana, maldiciendo en silencio su curiosidad y su obsesión por todo lo relativo a los inválidos, prometiéndome no dejar que elija la ruta para correr nunca más. Álex y ella van delante, y me llegan fragmentos aislados de su conversación; él cuenta que va a la universidad, pero no pillo lo que estudia; Hana le responde que nosotras estamos a punto de terminar el instituto. Él comenta que tiene diecinueve años; ella que las dos cumpliremos dieciocho dentro de unos meses. Por suerte, evita hablar del altercado en las evaluaciones de ayer.
La vía de servicio conecta con otro sendero más estrecho que discurre paralelo a la calle Fore, pero cortando por la empinada colina hacia el paseo marítimo. Pasamos junto a largas naves metálicas de almacenamiento. El sol está alto y cae de plano, sin misericordia. Tengo una sed enorme, pero cuando Álex se vuelve y me ofrece un trago de su botella le digo que no, aunque demasiado rápido y demasiado alto. La idea de poner mi boca donde ha estado la suya me hace sentir ansiedad otra vez.
Cuando llegamos a la cima de la colina, jadeando un poco por el ascenso, la bahía se despliega a nuestra derecha como un mapa gigantesco, un mundo brillante y reluciente de azules y verdes. Hana sofoca un grito. Es realmente una vista muy hermosa, perfecta y sin obstáculos. El cielo está lleno de orondas nubes blancas que me recuerdan a almohadas de plumas. Las gaviotas describen arcos perezosos sobre el agua, trayectorias de pájaros que se forman y se deshacen en el cielo.
Hana se adelanta unos metros.
-Es sensacional. Precioso, ¿no? A pesar del tiempo que llevo viviendo aquí, sigo sin acostumbrarme –se vuelve a mirarme-. Creo que esta es mi vista favorita del océano; en mitad de la tarde, un día soleado y luminoso. Es como una fotografía, ¿no te parece, Lena?
Estoy absolutamente relajada, disfrutando del viento que sopla en lo alto de la colina, ese viento que me roza los brazos y las piernas y me produce una sensación fresca y agradable.
La bahía está preciosa y el sol parpadea como un ojo en lo alto. Casi se me ha olvidado que Álex está aquí. Se ha quedado rezagado justo detrás de nosotras; desde que hemos llegado a la cima, no ha dicho ni una palabra. Por eso, casi salgo volando del susto cuando se inclina hacía delante y me susurra una sola palabra al oído: «Gris».
-¿Cómo?
Me doy la vuelta, con el corazón en un puño. Hana se ha vuelto a mirar el agua y sigue diciendo que le gustaría tener aquí su cámara y que nunca se tiene lo que se necesita de verdad. Álex está inclinado hacia mí, tan cerca que puedo ver cada una de sus pestañas, como pinceladas perfectas en un retrato sobre lienzo; en este momento, sus ojos bailan literalmente con la luz, resplandeciendo como si estuvieran en llamas.
-¿Qué has dicho? –repito en una especia de graznido susurrado.
Se acerca un poco más y es como si las llamas saltaran de sus ojos y le prendieran fuego a todo mi cuerpo. Nunca antes había estado tan cerca de un chico. Siento como si me quisiera desmayar y echar a correr al mismo tiempo. Pero no puedo moverme.
-He dicho que prefiero el océano cuando está gris. No exactamente gris. Un color pálido, indefinido. Lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.
Se acuerda. Estaba allí. El suelo desaparece bajo mis pies, como lo hace en el sueño sobre mi madre.
Lo único que puedo ver son sus ojos, las formas cambiantes de sombra y luz que giran en ellos.
-Has mentido –consigo decir-. ¿Por qué has mentido?
No me contesta. Se aparta un poco y continúa hablando.
-Claro que es incluso más bello al atardecer. Sobre las ochos y media es como si el sol estuviera ardiendo, especialmente en la ensenada de Back Cove. Deberías verlo –hace una pausa y, aunque habla bajo y con tono natural, me parece que quiere decirme algo importante-. Esta noche, probablemente va a ser alucinante.
Mi cerebro se pone en marcha con dificultad, procesa lentamente sus palabras, la forma en que hace hincapié en ciertos detalles. Luego, todo encaja: me ha dado un lugar y una hora. Me esta diciendo que me reúna con él.
-¿Me estás pidiendo que…? –empiezo a decir, pero justo en ese momento, Hana se vuelve hacia mí y me coge del brazo.
-¡Se hace tarde! –exclama riendo-. Sin más de las cinco. Tenemos que irnos.
Me arrastra hacia atrás sin darme tiempo a responder ni a protestar. Cuando consigo mirar por encima de su hombro para ver si Álex me hace algún tipo de señal, ya no se le ve.
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Siguela.! No Terminaste Cazadores De Sombras La Dejaste Rre Colgada:wut:
BeliiiForever
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
BeliiiForever escribió:Siguela.! No Terminaste Cazadores De Sombras La Dejaste Rre Colgada:wut:
Mañana la sigo, nadie comenta :C.
En Cazadores de Sombras subí capítulos, parece que nadie los vio, porque no vi ni un solo comentario. Tengo preparados mas capítulos de ese libro, pero no vale subir si no los leen y no comentan.
En Cazadores de Sombras subí capítulos, parece que nadie los vio, porque no vi ni un solo comentario. Tengo preparados mas capítulos de ese libro, pero no vale subir si no los leen y no comentan.
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Porfaa Siguela Tengo Una Rre Intrigaa.! Pooooorfaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILASEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILASEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA
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BeliiiForever
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Porfaa Siguela Tengo Una Rre Intrigaa.! Pooooorfaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILASEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILASEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA SEGUILA
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BeliiiForever
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Siento no haber subido capitulos, intentare subir dentro de algunos minutos.
Abbi.
Re: Delirium. {LIBRO ORIGIAL}
Capitulo Seis (Parte
I).
I).
Mamá, mamá, llévame a casa.
Estoy en el bosque y nadie me acompaña.
Me encontré un hombre lobo, una bestia malvada,
me enseñó los dientes y fue directo a mis entrañas.
Mamá, mamá, llévame a casa.
Estoy en el bosque y nadie me acompaña.
Me asaltó un vampiro, con su pálida cara,
me enseñó los dientes y fue directo a mi garganta.
Mama, mamá, llévame a la cama.
Estoy medio muerta y lejos de casa.
Conocía un inválido y me cantó una canción,
me mostró su sonrisa y me arrancó el corazón.
Estoy en el bosque y nadie me acompaña.
Me encontré un hombre lobo, una bestia malvada,
me enseñó los dientes y fue directo a mis entrañas.
Mamá, mamá, llévame a casa.
Estoy en el bosque y nadie me acompaña.
Me asaltó un vampiro, con su pálida cara,
me enseñó los dientes y fue directo a mi garganta.
Mama, mamá, llévame a la cama.
Estoy medio muerta y lejos de casa.
Conocía un inválido y me cantó una canción,
me mostró su sonrisa y me arrancó el corazón.
- «Una niña camina hacia casa»,
Canciones infantiles y cuentos tradicionales
(edición de Cory Levinson)
Canciones infantiles y cuentos tradicionales
(edición de Cory Levinson)
Esa noche no puedo concentrarme. Al poner la mesa para la cena, sin querer sirvo vino en la taza de zumo de Gracie y echo el zumo en la copa de vino de mi tío. y cuando estoy rallando queso, me raspo los nudillos tantas veces que al final mi tía me echa de la cocina, diciendo que preferiría no comer piel como aderezo de los raviolis. No puedo dejar de pensar en las palabras de Álex, en los dibujos cambiantes de sus ojos, en la extraña complicidad de su cara invitándome a quedar con él. «Sobre las ocho y media, el cielo parece estar en llamas, especialmente en Back Cove. Deberías verlo...».
¿Es concebible, incluso remotamente posible, que me estuviera enviando un mensaje? ¿Realmente me estaba pidiendo que quedara con él?
La idea me da vértigo.
No hago más que pensar, además, en esa única palabra, pronunciada en voz baja y tranquila, directamente en mi oído: «Gris». Estuvo allí, me vio, me recordaba. Se me acumulan tantas preguntas en el cerebro, que parece que una de las famosas nieblas de Portland hubiera subido desde el océano y se hubiera instalado en mi cabeza; me resulta imposible tener pensamientos normales o, al menos, prácticos.
Al final, mi tía nota que me pasa algo. Justo antes de la cena, ayudo a Jenny con sus deberes, como siempre, y le pregunto la tabla de multiplicar. Estamos sentadas en el suelo del salón, que está pegado al «comedor» (un hueco en el que a duras penas cabe una mesa y seis sillas); yo tengo su cuaderno en las rodillas mientras le tomo la lección, pero mi mente está en piloto automático y mis pensamientos se encuentran a miles de kilómetros de distancia. Para ser más exactos, a cinco kilómetros, en el borde pantanoso de Back Cove. Conozco la distancia exacta porque es un buen trayecto para hacer corriendo desde casa. En este momento estoy calculando el tiempo que me llevaría llegarallí con la bici, e inmediatamente me reprocho incluso el pensar en ello.
—¿Siete por ocho?
Jenny aprieta los labios.
—Cincuenta y seis.
—¿Nueve por seis?
—Cincuenta y dos.
Por otro lado, no hay ninguna ley que prohíba hablar con un curado. Los curados son seguros. Pueden actuar como mentores o guías de los incurados. Aunque Álex solo tiene un año más que yo, estamos separados, de forma total e irrevocable, por la operación. Daría igual que fuera mi abuelo.
—¿Siete por once?
—Setenta y siete.
—Lena —mi tía ha salido de la cocina y está de pie detrás de Jenny. Parpadeo dos veces, intentando concentrarme. Su cara está tensa de preocupación—. ¿Te pasa algo?
—No —bajo la mirada rápidamente.
Odio que la tía me mire así, como si pudiera leer los peores recovecos de mi alma. Me siento culpable solo por pensar en un chico, aunque esté curado. Si se enterara, me advertiría: «Lena, ten cuidado.
Acuérdate de lo que le sucedió a tu madre». Diría: «Estas enfermedades pueden ser genéticas».
—¿Por qué? —pregunto.
Mantengo los ojos fijos en la moqueta gastada. Carol se inclina hacia delante y coge el cuaderno de Jenny de mi regazo.
—Nueve por seis son cincuenta y cuatro —dice con su voz aguda y clara mientras cierra el cuaderno de golpe—. No cincuenta y dos. Lena. Supongo que te sabes las tablas de multiplicar.
Jenny me saca la lengua.
Me pongo colorada al darme cuenta del error.
—Perdón. Supongo que estoy un poco... distraída.
Hay una breve pausa. Los ojos de Carol no se apartan de mi nuca. Noto cómo me queman. Siento que voy a gritar, o a llorar, o a confesar, si sigue clavándome la mirada así.
Por fin suspira.
—Sigues pensando en las evaluaciones, ¿verdad?
Expulso el aire que he estado conteniendo y me desaparece del pecho la carga de ansiedad.
—Sí, supongo que sí.
Me arriesgo a mirarla y ella me concede una sonrisa huidiza.
—Sé que estás disgustada por tener que volver a hacerla. Pero míralo de esta manera: la próxima vez estarás aún mejor preparada.
Muevo la cabeza arriba y abajo e intento aparentar entusiasmo, a pesar de que empieza a roerme un molesto sentimiento de culpa. No había pensado en las evaluaciones desde esta mañana. Ni una sola vez.
—Sí, tienes razón.
—Venga, vamos. Hora de cenar.
La tía alarga el brazo y me pasa un dedo por la frente. Está fresco y me resulta tranquilizador, pero es tan pasajero como una levísima brisa. Hace que la culpa estalle con toda su fuerza, y en ese momento no puedo creer que se me haya pasado por la cabeza ir a Back Cove. Sería un error garrafal, un completo disparate. Me pongo de pie para ir a cenar sintiéndome limpia, liviana y feliz, como la primera vez que te encuentras bien después de pasar varios días con fiebre.
Pero durante la cena regresa mi curiosidad y, con ella, mis dudas. Apenas puedo seguir la conversación. Todo lo que puedo pensar es: «¿Voy? ¿No voy? ¿Voy? ¿No voy?». En cierto momento, mi tío cuenta una historia sobre uno de sus clientes y noto que todos ríen, así que me río yo también, pero es una risa excesivamente aguda y dura demasiado. Todos se vuelven a mirarme, hasta Gracie, que arruga la nariz e inclina la cabeza como un perro que ha olfateado algo nuevo.
—¿Estás bien, Lena? —pregunta el tío, ajustándose las gafas como si intentara enfocarme mejor—. Te noto un poco rara.
—Estoy bien —revuelvo los raviolis del plato. Normalmente me como medio paquete yo sola {y me sobra sitio para el postre), sobre todo después haber corrido un buen rato, pero hoy apenas he conseguido tragar unos bocados—. Un poco estresada.
—Déjala en paz —dice la tía—. Está disgustada por lo de las evaluaciones. No es que salieran exactamente como esperábamos.
Alza la vista hacia el tío e intercambian una rápida mirada. Siento una corriente de nerviosismo.
Es raro que se miren de esa forma, sin palabras pero diciéndose tantas cosas. Normalmente, sus interacciones se limitan al intercambio de historias sobre el trabajo en el caso del tío, o sobre los vecinos en el caso de la tía, y a algún «¿qué hay para cenar?», «hay una gotera en el tejado», «bla, bla, bla». Creo que por primera vez van a decir algo sobre la Tierra Salvaje y los inválidos. Pero inmediatamente, el tío sacude la cabeza.
—Es frecuente que haya ese tipo de confusiones —comenta pinchando raviolis con el tenedor—. El otro día, sin ir más lejos, le pedí a Andrew que recolocara tres cajas de zumo de naranja Vik's, pero se equivocó con los códigos y ¿sabéis lo que había? ¡Tres cajas de leche para bebés! Así que le dije: «Andrew...».
Desconecto otra vez, agradeciendo que el tío sea tan charlatán, y satisfecha de que la tía se haya puesto de mi lado. Lo único bueno de ser un poco tímida es que nadie te molesta cuando quieres que te dejen en paz. Me inclino hacia delante y echo una ojeada al reloj de la cocina. La siete y media, y aún no hemos terminado de cenar. Luego tendré que ayudar a recoger y a lavar los platos, que siempre se hace eterno. Como el lavaplatos consume demasiada electricidad, hay que fregarlos a mano.
Fuera, el sol está veteado de oro y rosa. Parece el algodón dulce que hilan en el puesto Sugar Shack del centro: todo brillo, hilos y color. Se avecina una puesta de sol preciosa. En ese momento, la urgencia por irme es tan fuerte que tengo que aferrarme a la silla para no salir corriendo.
Finalmente, decido dejar de agobiarme y que sea la suerte quien decida, o la casualidad, o como queramos llamarlo. Si terminamos de comer y consigo fregar los cacharros a tiempo para ir a la ensenada, iré. Si no, me quedaré. En cuanto tomo la decisión, me siento mil veces mejor e incluso consigo tragar otros pocos bocados de pasta antes de que a Jenny (milagro de milagros) le dé un súbito ataque de velocidad y vacíe su plato. Entonces, mi tía dice que puedo recoger la mesa cuando quiera.
Me pongo de pie y empiezo a apilar los platos. Son casi las ocho. Incluso si pudiera lavarlos todos en un cuarto de hora, y eso es mucho decir, resultaría difícil llegar a la playa a las ocho y media. Y, en todo caso, imposible volver antes de las nueve, hora del toque de queda obligatorio para incurados.
Y si me pillan por la calle después del toque de queda...
La verdad es que no sé lo que pasaría. Nunca he violado el toque de queda.
¿Es concebible, incluso remotamente posible, que me estuviera enviando un mensaje? ¿Realmente me estaba pidiendo que quedara con él?
La idea me da vértigo.
No hago más que pensar, además, en esa única palabra, pronunciada en voz baja y tranquila, directamente en mi oído: «Gris». Estuvo allí, me vio, me recordaba. Se me acumulan tantas preguntas en el cerebro, que parece que una de las famosas nieblas de Portland hubiera subido desde el océano y se hubiera instalado en mi cabeza; me resulta imposible tener pensamientos normales o, al menos, prácticos.
Al final, mi tía nota que me pasa algo. Justo antes de la cena, ayudo a Jenny con sus deberes, como siempre, y le pregunto la tabla de multiplicar. Estamos sentadas en el suelo del salón, que está pegado al «comedor» (un hueco en el que a duras penas cabe una mesa y seis sillas); yo tengo su cuaderno en las rodillas mientras le tomo la lección, pero mi mente está en piloto automático y mis pensamientos se encuentran a miles de kilómetros de distancia. Para ser más exactos, a cinco kilómetros, en el borde pantanoso de Back Cove. Conozco la distancia exacta porque es un buen trayecto para hacer corriendo desde casa. En este momento estoy calculando el tiempo que me llevaría llegarallí con la bici, e inmediatamente me reprocho incluso el pensar en ello.
—¿Siete por ocho?
Jenny aprieta los labios.
—Cincuenta y seis.
—¿Nueve por seis?
—Cincuenta y dos.
Por otro lado, no hay ninguna ley que prohíba hablar con un curado. Los curados son seguros. Pueden actuar como mentores o guías de los incurados. Aunque Álex solo tiene un año más que yo, estamos separados, de forma total e irrevocable, por la operación. Daría igual que fuera mi abuelo.
—¿Siete por once?
—Setenta y siete.
—Lena —mi tía ha salido de la cocina y está de pie detrás de Jenny. Parpadeo dos veces, intentando concentrarme. Su cara está tensa de preocupación—. ¿Te pasa algo?
—No —bajo la mirada rápidamente.
Odio que la tía me mire así, como si pudiera leer los peores recovecos de mi alma. Me siento culpable solo por pensar en un chico, aunque esté curado. Si se enterara, me advertiría: «Lena, ten cuidado.
Acuérdate de lo que le sucedió a tu madre». Diría: «Estas enfermedades pueden ser genéticas».
—¿Por qué? —pregunto.
Mantengo los ojos fijos en la moqueta gastada. Carol se inclina hacia delante y coge el cuaderno de Jenny de mi regazo.
—Nueve por seis son cincuenta y cuatro —dice con su voz aguda y clara mientras cierra el cuaderno de golpe—. No cincuenta y dos. Lena. Supongo que te sabes las tablas de multiplicar.
Jenny me saca la lengua.
Me pongo colorada al darme cuenta del error.
—Perdón. Supongo que estoy un poco... distraída.
Hay una breve pausa. Los ojos de Carol no se apartan de mi nuca. Noto cómo me queman. Siento que voy a gritar, o a llorar, o a confesar, si sigue clavándome la mirada así.
Por fin suspira.
—Sigues pensando en las evaluaciones, ¿verdad?
Expulso el aire que he estado conteniendo y me desaparece del pecho la carga de ansiedad.
—Sí, supongo que sí.
Me arriesgo a mirarla y ella me concede una sonrisa huidiza.
—Sé que estás disgustada por tener que volver a hacerla. Pero míralo de esta manera: la próxima vez estarás aún mejor preparada.
Muevo la cabeza arriba y abajo e intento aparentar entusiasmo, a pesar de que empieza a roerme un molesto sentimiento de culpa. No había pensado en las evaluaciones desde esta mañana. Ni una sola vez.
—Sí, tienes razón.
—Venga, vamos. Hora de cenar.
La tía alarga el brazo y me pasa un dedo por la frente. Está fresco y me resulta tranquilizador, pero es tan pasajero como una levísima brisa. Hace que la culpa estalle con toda su fuerza, y en ese momento no puedo creer que se me haya pasado por la cabeza ir a Back Cove. Sería un error garrafal, un completo disparate. Me pongo de pie para ir a cenar sintiéndome limpia, liviana y feliz, como la primera vez que te encuentras bien después de pasar varios días con fiebre.
Pero durante la cena regresa mi curiosidad y, con ella, mis dudas. Apenas puedo seguir la conversación. Todo lo que puedo pensar es: «¿Voy? ¿No voy? ¿Voy? ¿No voy?». En cierto momento, mi tío cuenta una historia sobre uno de sus clientes y noto que todos ríen, así que me río yo también, pero es una risa excesivamente aguda y dura demasiado. Todos se vuelven a mirarme, hasta Gracie, que arruga la nariz e inclina la cabeza como un perro que ha olfateado algo nuevo.
—¿Estás bien, Lena? —pregunta el tío, ajustándose las gafas como si intentara enfocarme mejor—. Te noto un poco rara.
—Estoy bien —revuelvo los raviolis del plato. Normalmente me como medio paquete yo sola {y me sobra sitio para el postre), sobre todo después haber corrido un buen rato, pero hoy apenas he conseguido tragar unos bocados—. Un poco estresada.
—Déjala en paz —dice la tía—. Está disgustada por lo de las evaluaciones. No es que salieran exactamente como esperábamos.
Alza la vista hacia el tío e intercambian una rápida mirada. Siento una corriente de nerviosismo.
Es raro que se miren de esa forma, sin palabras pero diciéndose tantas cosas. Normalmente, sus interacciones se limitan al intercambio de historias sobre el trabajo en el caso del tío, o sobre los vecinos en el caso de la tía, y a algún «¿qué hay para cenar?», «hay una gotera en el tejado», «bla, bla, bla». Creo que por primera vez van a decir algo sobre la Tierra Salvaje y los inválidos. Pero inmediatamente, el tío sacude la cabeza.
—Es frecuente que haya ese tipo de confusiones —comenta pinchando raviolis con el tenedor—. El otro día, sin ir más lejos, le pedí a Andrew que recolocara tres cajas de zumo de naranja Vik's, pero se equivocó con los códigos y ¿sabéis lo que había? ¡Tres cajas de leche para bebés! Así que le dije: «Andrew...».
Desconecto otra vez, agradeciendo que el tío sea tan charlatán, y satisfecha de que la tía se haya puesto de mi lado. Lo único bueno de ser un poco tímida es que nadie te molesta cuando quieres que te dejen en paz. Me inclino hacia delante y echo una ojeada al reloj de la cocina. La siete y media, y aún no hemos terminado de cenar. Luego tendré que ayudar a recoger y a lavar los platos, que siempre se hace eterno. Como el lavaplatos consume demasiada electricidad, hay que fregarlos a mano.
Fuera, el sol está veteado de oro y rosa. Parece el algodón dulce que hilan en el puesto Sugar Shack del centro: todo brillo, hilos y color. Se avecina una puesta de sol preciosa. En ese momento, la urgencia por irme es tan fuerte que tengo que aferrarme a la silla para no salir corriendo.
Finalmente, decido dejar de agobiarme y que sea la suerte quien decida, o la casualidad, o como queramos llamarlo. Si terminamos de comer y consigo fregar los cacharros a tiempo para ir a la ensenada, iré. Si no, me quedaré. En cuanto tomo la decisión, me siento mil veces mejor e incluso consigo tragar otros pocos bocados de pasta antes de que a Jenny (milagro de milagros) le dé un súbito ataque de velocidad y vacíe su plato. Entonces, mi tía dice que puedo recoger la mesa cuando quiera.
Me pongo de pie y empiezo a apilar los platos. Son casi las ocho. Incluso si pudiera lavarlos todos en un cuarto de hora, y eso es mucho decir, resultaría difícil llegar a la playa a las ocho y media. Y, en todo caso, imposible volver antes de las nueve, hora del toque de queda obligatorio para incurados.
Y si me pillan por la calle después del toque de queda...
La verdad es que no sé lo que pasaría. Nunca he violado el toque de queda.
Abbi.
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