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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
Pues bueno chicas aquí inicia la adaptación del esta historia. Espero y les guste.
Argumento
Argumento
Joe de Jonas y su hermano son exiliados de España a perpetuidad, acusados de alta traición.
Intentan rehacer su vida en Maracaibo pero el pirata Morgan ataca la ciudad, los captura y son vendidos como esclavos en Port Royal.
(Tn) Colbert viaja a Jamaica como castigo por negarse a un matrimonio pactado. En Promise, tendrá que luchar contra las normas de una sociedad basada en la tiranía. Pero sobre todo, combatirá contra la pasión que despierta en ella un arrogante esclavo español.
Escapando de Promise, Joe se une a piratas franceses. Amargado y vengativo, jura hacer pagar su humillación a todos los ingleses. Y cuando el barco en el que (Tn) regresa a Inglaterra cae en sus manos, encuentra la víctima propicia para dar rienda a sus más bajos instintos.
El capitán de El Ángel Negro tiene dinero, poder y rencor. Pero no tiene en cuenta el amor, un arma mucho más poderosa que el odio.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 1
Corte de Madrid. Invierno de 1667
Joe de Jonas paseó a un lado y otro de la pequeña sala en la que aguardaban la decisión del Tribunal de la Corte. Con las manos cruzadas a la espalda y el semblante adusto, seguía dándole vueltas a los últimos acontecimientos y no podía creer que el destino fuese tan injusto.
A finales de la primavera, sus dos hijos, Joe y Nick, habían engrosado la tripulación del buque Castilla, que batalló contra dos barcos de bandera inglesa cerca de las Azores. Algunos hombres murieron en el enfrentamiento y, entre ellos, don Esteban de Albadalejo, personaje muy estimado en palacio. Aunque la noticia de aquella muerte sumió a todos en el dolor, no era sino una más de las que llegaban de vez en cuando a oídos públicos, dado que los galeones españoles eran constantemente abordados por piratas franceses, holandeses e ingleses, en sus viajes de ida o vuelta a las costas caribeñas, donde España mantenía posesiones. Los galeones solían ser barcos de gran tonelaje, sin equipamiento de batalla, por lo que se convertían en presas fáciles para los filibusteros y corsarios que atacaban bajo bandera extranjera. Y aunque, en los últimos tiempos, el soberano había dotado grandes sumas para su protección, el Castilla viajaba solo. No, ciertamente, la noticia de la muerte de don Esteban no había supuesto más allá de una mala nueva para España.
Hasta que solapadas acusaciones susurradas en ciertos oídos dieron con los dos hijos de don Alejandro en el banquillo: según el Tribunal, acusados de alta traición, por haber facilitado a los piratas ingleses la ruta que seguiría el Castilla.
Alejandro de Jonas era un hombre influyente, ostentaba el título de duque de Sobera, y era terrateniente propietario de extensas fincas en Salamanca, Toledo y Sevilla; amigo de jurisconsultos, ministros e incluso purpurados. Nada de eso libró a sus hijos de las acusaciones ni del juicio a que fueron sometidos. Ni lo liberó a él del tormento que le suponía llegar a casa y consolar a su esposa, Mariana, que se deshacía en lágrimas.
En esos momentos, tras un largo mes de espera, de entrevistas con unos y otros apoyado por su hermano Daniel, de búsquedas incansables de testigos, debía aguardar, como cualquier otro, a que el Tribunal de la Corte del rey Carlos emitiera su dictamen.
Bufó por lo bajo, tomó asiento y volvió a incorporarse casi de inmediato, renegando entre dientes.
—Padre, siéntese —oyó a sus espaldas—. Así no conseguirá nada; si acaso, desgastar la alfombra.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
Don Alejandro se volvió y enfrentó la mirada de su hijo mayor. Lo observó con atención, igual que a Nick, el pequeño. Eran de caracteres muy distintos. Tanto, que a veces ni parecían hermanos, a no ser por los rasgos de los De Jonas, inamovibles de generación en generación: el rostro aristocrático, la nariz recta y el mentón firme. Nick era de cabello rubio oscuro, como Mariana, mientras que Joe había heredado su pelo, negro azulado. El primero tenía los ojos castaños; el segundo, de un color verde esmeralda profundo, como los de su bisabuela escocesa, solían llamar la atención de quien lo miraba. Nick era alto y delgado; Joe le sacaba media cabeza, pero sus hombros, anchísimos, hacían que pareciera mucho más alto que su hermano. Don Alejandro sabía que, ni siquiera con la edad, Nick adquiriría la constitución del mayor, que parecía haber absorbido en sus genes toda la savia de aquellos malditos escoceses con los que el bisabuelo, don Álvaro, emparentó.
—¿Cómo diablos puedes estar tan tranquilo? —preguntó exasperado, consciente del nerviosismo de Nick, que no sabía qué hacer con las manos.
Joe se encogió de hombros. No estaba ni mucho menos tranquilo. No cuando sabía, porque la conocía, cómo era la corte de Madrid. Desde que Carlos II, al que apodaban el Hechizado, accedió al trono de España, las cosas habían empeorado. El soberano tenía por entonces sólo seis años de edad. Último de la casa de Austria, hijo de Felipe IV y de su segunda esposa y sobrina, Mariana de Austria, era un niño enclenque y enfermizo. Y la vida política estaba revuelta. Felipe IV, tras la derrota internacional y la quiebra del Estado, había sumido Castilla en el pesimismo y la penuria. Hacía dos años que una Junta de cinco ministros asesoraba a la madre del soberano durante la minoría de edad de éste, pero realmente no eran ellos, miembros de la aristocracia, quienes gobernaban, sino el confesor de Mariana, el padre Nithard, junto con el intrigante Fernando de Valenzuela, incapaces pero de enorme influencia ante la reina, que seguía sus consejos al pie de la letra.
El desconcierto se había instalado por doquier, alimentando las murmuraciones sobre el supuesto derrocamiento de Mariana de Austria y Carlos, mientras las intrigas palaciegas se multiplicaban para crearse parcelas de poder al lado del pequeño.
El cúmulo de rumores no hacía sino emponzoñar la situación, ya de por sí deprimente.
Pero Joe no podía, ni quería, dejar entrever su malestar. No lo hizo nunca. Ni siquiera cuando Nick y él fueron acusados de alta traición. Y no bajaría la guardiaaunque los condenasen a la horca, supuesto probable, tal como se habían desarrollado los acontecimientos.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
—Nada conseguiremos por más tensos que nos pongamos —intervino el tío de los jóvenes—. Lo que sea, lo sabremos muy pronto, hermano.
Don Alejandro calló. A veces, la frialdad de su hijo lo enervaba. ¡Por los clavos de Cristo! ¿No podía mostrar de vez en cuando un poco de sangre española?
Se abrió el portón de la cámara de deliberaciones y Alejandro se impulsó hacia adelante como un resorte. De inmediato se acercó al hombre que le hacía señas. Cuchichearon un momento y luego el otro desapareció de nuevo. Cuando se volvió hacia sus hijos, el rostro del duque estaba tan blanco como el papel. A Nick le dio un vuelco el estómago. Joe, por su parte, apretó las mandíbulas y clavó la mirada en la cara de su progenitor. No hizo falta que dijese nada.
—¿Culpables? —preguntó, de todos modos.
El duque de Sobera asintió y en sus ojos se formaron cortinas líquidas. Joe no podía soportar que su padre, su imagen recia y fuerte que recordaba desde que tenía uso de razón, se echase a llorar. Se levantó y lo tomó por los hombros.
—Nunca, señor —dijo, con los dientes apretados—. ¡Nunca lo haga! Que no lo vean flaquear o caerán como buitres sobre nuestra familia.
Alejandro se tragó las lágrimas y asintió, hundidos los hombros, demacrado el rostro.
—Os llamarán dentro de un momento. Oveja Negra
—Y nosotros entraremos con la cabeza bien alta. Puede que nos declaren culpables y que nos ahorquen —respondió el joven—, pero Dios sabe de nuestra inocencia, y nosotros también. No pienso entrar en el Tribunal como un vulgar traidor, porque no lo soy.
—¡Ni lo menciones, Joe! —estalló su tío.
—Pueden ahorcarnos y lo sabéis.
—¡Condenación, muchacho! —Alejandro se separó un poco de su hijo—. ¿De veras tienes la frialdad que representas, Joe? ¿Qué corre por tus venas? ¿Hielo? —le espetó.
—Padre, por Dios… —intervino Nick.
—¡Quiero saberlo! ¡Maldito seas, Joe! ¿Es que no lo entiendes? Sois mis únicos hijos, mi estirpe, mis herederos. ¿Cómo puedes afrontar el destino con tanta calma, en lugar de rebelarte? ¿Qué le diré a tu madre si os condenan a la horca? ¡Por todos los infiernos! ¿Qué le diré?
Joe tragó saliva. Ni un minuto había dejado de pensar en su madre. Lo atormentaba la posibilidad de que muriese, eso era lo peor. Su padre tal vez se reharía, pero ella… Iba a contestar cuando la puerta volvió a abrirse y se les llamó a comparecer ante el Tribunal.
Nick se levantó, pálido y algo tembloroso, y avanzó con paso inseguro. De inmediato, la mano fuerte de su hermano lo tomó del brazo. La voz de Joe sonó ruda. Tanto, que a Alejandro lo recorrió un escalofrío de horror y orgullo al mismo tiempo.
—Si flaqueas, Nick, juro por lo más sagrado que te saco las tripas antes de que nos cuelguen.
El menor de los De Jonas se irguió, se tragó su miedo y sostuvo la mirada de los ojos esmeraldinos de su hermano con confianza.
—No dejaré mal a la familia, Joe. Lo juro.
—Más te vale, renacuajo. Más te vale.
Y así, apoyado en el ánimo de su hermano, Nick lo precedió y entró en la sala.
Londres. Finales de 1667
El bergantín Pretty Olivia estaba a punto de partir. Era una nave ligera de dos mástiles y velas cuadradas, rápida y ágil en las maniobras, dedicada al transporte de pasajeros. Aun así iba armada con ocho cañones a babor y estribor y los marineros que la gobernaban no eran novatos en enfrentamientos con embarcaciones enemigas.
Acaso porque la ruta que seguirían era comercial y estaban preparados —aunque en aquellos tiempos nadie podía confiar en no encontrarse con barcos rivales—, Colbert no se sentía especialmente intranquilo.
Su hija, (TN), partiría en menos de una hora hacia Jamaica, donde pasaría una muy larga temporada en la hacienda de su hermanastro, Sebastian. Era una decisión que había tomado y no la revocaría. Ni los llantos de su esposa ni las protestas de su hijo lo habían hecho modificar su determinación. (TN) debía aprender. La había criado en el amor, pero tal vez se habían equivocado en la forma de educarla, porque, aunque
siempre acató sus órdenes, su negativa al matrimonio que le había concertado lo había llenado de indignación.
Dentro del carruaje en el que se encontraban a solas sus dos hijos, se oía sollozar a la muchacha.
—Vamos, brujilla —dijo su hermano pasándole un brazo por los hombros—, no es el fin del mundo.
—¡Oh, James! ¿Cómo puedes decir eso? —se quejó ella—. ¡Maldición, no eres tú el que se va!
El rostro atractivo del joven se tensó y (TN) se abrazó de inmediato a él y lo besó en el mentón. Sus ojos, azul zafiro, se clavaron en los de su hermano, ligeramente más claros.
—Lo siento. No quería decir eso.
—Lo sé. Y es lógico que estés de tan pésimo humor. Pero piénsalo de otro modo: vas a conocer Jamaica.
—¡Me importa un pimiento Jamaica! —estalló de nuevo ella—. ¡No quiero irme de Inglaterra! James… ¿de veras crees que nuestro padre no podría…? —Él negaba con la cabeza—. ¡Pues no pienso tomar ese barco!
James Colbert no pudo dejar de esbozar una sonrisilla burlona ante el gesto de su hermana pequeña, con el cejo fruncido y los brazos cruzados bajo el pecho, como una niña enfurruñada. La besó en la nariz y dijo:
—Será poco tiempo.
—¡Tres años, por el amor de Dios!
—El tiempo pasará sin que te des cuenta, brujilla. Además… ¿quién te dice que en Port Royal no conocerás a un guapo muchacho del que te enamores? Ya que tu pretendiente de aquí te disgusta…
(TN) se apercibió de la burla de su hermano y le dio un puñetazo en el pecho, que lo hizo reír de verdad.
—¡Eres un mulo, James! En Port Royal no hay más que plantadores y piratas. Ni a unos ni a otros me entusiasmaría tenerlos como marido. ¡Casi preferiría al que eligió padre!
—Entonces, cede y cásate con él.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
—¡Antes, muerta!
Al joven lo atenazaba un profundo dolor en el pecho al pensar que al cabo de unos minutos tendría que despedirse de su hermana, a la que amaba profundamente. La muchacha se había pasado llorando días enteros cuando su padre le dio la noticia de su inminente partida. Y a James le desagradaba verla hundida. Porque hundida, no era (TN). Pero rabiosa sí, entonces volvía a ser su adorada hermanita. Ella no era arisca, ni mucho menos. La servidumbre la adoraba, porque siempre tenía una palabra amable para todos, odiaba la injusticia e intentaba ayudar a cuantos podía. Pero cuando se enfadaba, le salía un genio de mil diablos. Y él la prefería enfurruñada antes que vencida. Azuzándola, lo estaba consiguiendo.
Volvió a abrazarla y la instó a bajar del carruaje.
—Debes escribirnos en cuanto llegues. El capitán Mortimer nos traerá tu carta.
—Me moriré sin vosotros. ¡Lo sé!
Su madre, que se debatía aún entre el amor a su hija y la decisión de su esposo, se echó a llorar. Había intentado por todos los medios que éste cambiara de idea, suavizar el castigo, pero sus ruegos cayeron en saco roto y ahora acudía desalentada a despedir a la muchacha.
—Yo también, cariño. —Se abrazó a ella—. ¡Te voy a extrañar tanto…!
—¡Basta ya! —oyeron la voz poderosa del cabeza de familia—. Nadie va a morirse por esta separación. (TN) conocerá a sus parientes de Jamaica y eso es todo. Y, de paso, aprenderá a respetar.
Durante unos segundos, la mirada color zafiro de la joven fue un lago tormentoso. Se mordió la lengua para reprimir la respuesta que pugnaba por escapársele. En el fondo, ella sabía que, para su padre, aquella decisión tampoco resultaba agradable, pero que, escudado en sus principios, no cambiaría de idea. Mantenerla alejada durante tres largos años supondría para él una pena que trataría de mantener oculta. Se acercó, se alzó de puntillas y depositó un beso en su barbilla. Estaba enfadada, sí, pero lo amaba tanto que no deseaba partir dejándole un mal sabor de boca, de modo que forzó un semblante amable y dijo:
—Os echaré de menos. Y trataré de portarme como esperáis. Tal vez así, decidáis traerme de regreso antes de tiempo, papá.
Colbert carraspeó y se envaró con la tosecilla de su hijo James a su espalda. Aquella tigresa de cabello dorado y ojos de luna llena conseguía todo lo que se proponía. Ahora, acababa de formar en su casa un frente común en contra de su decisión. Pasarían muchos días hasta que todo volviese a la calma. Pasó un brazo sobre los hombros de la joven y murmuró:—Lo pensaré. —Deseaba abrazarla con fuerza, pero se obligó a mostrarse sereno.
Tras una larga despedida de su madre, nadando ésta entre las dos aguas que suponían la carencia de la hija y el sometimiento al marido, y de los últimos consejos de su hermano, (TN) subió por la pasarela del Pretty Olivia y se acodó en la borda. Agitó la mano, respondiendo al postrer saludo de su madre. El llanto que se obcecaba en no derramar le formaba un nudo en la garganta que la ahogaba. Pero también sentía que la sangre corría más aprisa por sus venas, porque, a fin de cuentas, iba a emprender una aventura.
El barco se fue alejando poco a poco del puerto, henchidas las velas, bebiendo el viento. Las órdenes del capitán y el trajín de los marineros llegaban hasta ella, pero sólo tenía oídos para el ánimo que su madre le enviaba y que llegaba a ella en ráfagas que se perdían entre el bullicio del puerto y el ulular del viento. Sus seres queridos se quedaban allí y ella se marchaba. A los pocos minutos, se convirtieron en pequeñas figuras que desdibujaba la neblina.
El vozarrón del capitán Mortimer pareció devolverla a la realidad y, con paso cansino, bajó a su camarote. Cerró la puerta, se apoyó en ella y respiró hondo, intentando armarse de valor.
La cámara era estrecha y apenas disponía de lo imprescindible. Le pareció incómoda y triste. Allí pasaría varias semanas, entre un camastro, una mesa y un par de sillas atornilladas al suelo. Por el ojo de buey se coló un rayo de luz mortecina. El último rayo de luz de Inglaterra.
Entonces sí, estalló en un llanto histérico.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 2
Huelva. Enero de 1668
Una finísima llovizna empapaba los redingotes de los que aguardaban la partida del navío hacia el otro lado del mundo. A pesar del mal tiempo, el puerto estaba inmerso en una febril actividad y se ultimaban los preparativos para el desamarre del Natividad, el galeón que pondría rumbo a América.
A bordo, Joe y Nick de Jonas no perdían de vista a las personas que habían ido a despedirlos después de que el Tribunal dictó sentencia: condenados a destierro perpetuo.
El fallo había caído en la familia como un jarro de agua fría. Esperaban cualquier otro, incluso la horca, pero no aquel que les robaba la honra y los humillaba. Sin embargo, Alejandro y su esposa habían dado gracias al Cielo por la condena. En Maracaibo tenían amigos y, en cuanto se supo la decisión del tribunal, se pusieron en contacto con don Álvaro de Requejo pidiéndole que acogiese bajo su protección a los dos jóvenes.
—Al menos —se consolaban Alejandro y su mujer—, no estarán muertos y podremos reunirnos con ellos en algún momento.
Nick opinaba lo mismo que sus padres y su tío, pero no así Joe, para el que el destierro era la mayor degradación, una vergüenza insoportable. Amaba España. Cada montaña, cada río, cada pueblo… Sus colores, sus olores y sus gentes. El destierro de por vida era peor que la misma muerte.
Escucharon las instrucciones del capitán ordenando levar anclas en cuanto retiraron la plancha de desembarco y el galeón comenzó a moverse lenta pero inexorablemente, alejándose de tierra firme. Nick levantó la mano para despedirse de sus padres y su tío, esforzándose por contener unas lágrimas que pugnaban por desbordarse. Joe, por su parte, no hizo nada, se quedó allí, junto a la borda, serio y mudo. Ya había hecho y dicho todo lo que debía antes de subir por la pasarela. ¿Qué le quedaba ahora? ¿Prolongar la pena? Con un nudo en la garganta, pasó el brazo por los hombros de su hermano menor, jurándose que lo cuidaría hasta la muerte y que, algún día, aunque él no estuviese dispuesto a regresar jamás, conseguiría que Nick volviese a la tierra que lo vio nacer. La rabia no le permitía pensar con claridad, aunque ya había decidido no pisar nunca más tierra española. España les había dado la espalda y ahora no eran más que hombres sin patria ni rey. Por tanto, que nadie le pidiese cuentas de allí en adelante.
Cuando las siluetas de sus familiares estuvieron tan lejanas que ya era imposible distinguirlas, Joe instó a su hermano a bajar al camarote que les habían asignado. Nick, secándose las lágrimas con la manga del redingote, avanzó con paso inseguro.
Joe echó una última mirada hacia tierra. Atrás quedaba todo: su casa, su familia, sus amigos. Su vida. Era hora de hacer frente a una nueva existencia lejos de todo aquello que había conocido hasta entonces. Apretó los dientes y siguió a su hermano hacia la panza del galeón, con la desesperante seguridad de que su vida en Maracaibo iba a ser un infierno.
Maracaibo. 1668
A pesar de sus negros augurios, Joe de Jonas se confundía con respecto a lo que iba a ser su existencia en el Nuevo Mundo.
Refundada en 1568 con el nombre de Ciudad Rodrigo, en homenaje a la ciudad natal del español Alonso Pacheco, Maracaibo se asentaba en la orilla occidental de un estrecho brazo marino que unía el lago del mismo nombre con Venezuela. No contaba con demasiados habitantes, ya que era un puerto mediano debido a la lengua de arena que obstruía el paso entre el lago y el mar. Pero aun así, resultaba interesante y heterogénea. Las exportaciones de café representaban la parte del león del tráfico portuario y Álvaro de Requejo era un hombre afable, rechoncho y algo colorado, que de inmediato sintonizó con ellos por su alegría innata y sus buenos modales.
Su hacienda, «Linda Rosita», era una tierra próspera. La llamó así en memoria de su esposa fallecida. Ella no llegó a pisar tierras americanas, pues pereció durante la larga travesía que agravó su enfermedad larvada, y que él desconocía. Al principio, según les contó a Nick y Joe, se hundió en el desamparo, solo y a cargo de una criatura de dos años. Pero en esos momentos, rayando los sesenta, se consideraba a sí mismo razonablemente feliz. Su hijo había muerto en un enfrentamiento con los indígenas del interior, pero le quedaba su nieta, una muchacha preciosa que acababa de cumplir los diecisiete años: Carlota. La joven, díscola, coqueta y atrevida, consiguió paliar, en cierta medida, la desesperanza de Joe y Nick.
Éste se enamoró de inmediato de ella. Claro que era muy enamoradizo, y allá en España se le habían conocido unas cuantas aventuras. Bebía los vientos por Carlota, que coqueteaba con él a su antojo. Pero la chica no correspondía a su devoción, porque ella se había enamorado perdidamente de Joe desde que lo vio por primera vez. Y no hacía nada por disimularlo, lo que sacaba a Nick de sus casillas.
Al principio, Joe no quiso saber nada de la muchacha. La trataba con suma cortesía, claro, porque era la nieta del hombre que los acogía. Y, por otra parte, por nada del mundo deseaba contrariar a su hermano. Pero ella era insistente hasta el punto de que Nick se convenció de que su dedicación hacia la joven era una batalla perdida. Sólo entonces Joe comenzó a plantearse seriamente sentar la cabeza y crear una familia.
No amaba a Carlota, aunque se había formado entre ellos un vínculo de cariño.
Hasta entonces, ninguna mujer había dejado huella en él. Sin embargo, llegó a apreciar a la muchacha lo suficiente como para pensar en el matrimonio.
Carlota era empecinada y se había propuesto conquistar al gallardo español. Se lo confesó a su abuelo y al mismo Joe con todo el descaro del mundo. Meses más tarde, él pidió formalmente su mano.
—¡Di que sí, abuelito! —gritó, llena de júbilo, enlazándose a su cuello—. ¡Vamos, di que sí! ¡Por favor!
Don Álvaro era dichoso con el alborozo de su nieta, pero el cejo fruncido de Joe lo retuvo. Al parecer, la petición desagradaba al joven.
—Creo que Joe no está de acuerdo.
—¡Oh, vamos! —protestó ella—. No voy al fin del mundo, es sólo un viaje muy corto. Y Elisa me espera.
Elisa era una íntima amiga que vivía en Maracay y que acababa de contraer matrimonio hacía tan sólo dos meses. La carta recibida supuso la excusa que Carlota utilizó para intentar escapar, durante unos días, del aburrimiento que suponía permanecer ociosa en la hacienda. La carcomía la rutina de «Linda Rosita» y el alejamiento del entretenimiento y las diversiones de la ciudad. Los hermanos De Jonas, por el contrario, se habían integrado completamente y dedicaban todos sus esfuerzos a optimizar la explotación. Nick demostró poseer un manejo fácil para los números y se encargaba de las cuentas de la hacienda. Y don Álvaro no podría haber encontrado a nadie mejor que Joe para que le representara en las conversaciones con los intermediarios, para la venta de las cosechas. El español no se arrugaba y conseguía muy buenos precios con los que mejoraba los rendimientos y podía hacer mayores inversiones. Desde su llegada, «Linda Rosita» había prosperado de modo espectacular.
A Carlota, el buen funcionamiento de la hacienda le importaba poco. No entendía de sacos de café y se aburría. Su único afán eran las escasas fiestas sociales y perseguir a Joe sin tregua.
—Es un viaje peligroso —dijo él.
—Entonces, ven conmigo —se le insinuó, acercándose mimosa.
Joe se decía a sí mismo que si se casaba con aquella belleza de ojos almendrados y oscuros, no iba a darle un momento de respiro en la cama. Ya había tratado en varias ocasiones de llevarlo a su alcoba. Era una mujer apetecible, hermosa y chispeante, pero él se regía por un código de honor y por el respeto que le debía a don Álvaro. Intentaba, por tanto, por todos los medios a su alcance, guardar las distancias con la joven, y desahogaba sus necesidades en esporádicos encuentros en las tabernas del puerto, como tantos otros.
—Sabes que no puedo, Carlota. Voy a entrevistarme con compradores y negociaremos transacciones importantes.
Ella hizo un puchero pleno de coquetería, se sentó sobre sus rodillas, se abrazó a su cuello y en sus ojos oscuros relampaguearon las facciones de aquel rostro tostado y terriblemente atractivo.
—¿Tu futura esposa es menos importante que una simple partida de café?
La chica no tenía remedio, era una zalamera de pies a cabeza. Don Álvaro no reprimió una risa franca y Joe, tomándola de la cintura, la puso en pie.
—Mi futura esposa, jovencita, debería tener más sesera y dejar Maracay para mejor ocasión —la regañó sin convicción.
—¡Eres tan puñetero como el abuelo!
—¡Niña!
A Joe eso le divertía. A veces, la lengua afilada de aquella beldad le mostraba la espontaneidad que se pierde con las buenas formas.
—De acuerdo —acabó por acceder—. Si tu abuelo da su consentimiento, haz ese viaje. Te acompañarán varios hombres de escolta y estarás de nuevo en «Linda Rosita» a finales de mes. Quiero tu promesa.
—Prometido —respondió ella con rapidez—. El tiempo justo de enterarme de si Elisa se ha quedado embarazada.
—¡Santo Dios! —exclamó su abuelo.
—Es la cosa más natural, ¿no es verdad, Joe? —Se le acercó tanto que sus formas juveniles quedaron pegadas al pecho masculino—. Cuando nosotros nos casemos, pasará lo mismo. ¡He decidido que deberíamos tener seis hijos! —Se rió ante su gesto de estupor—. Tres niños y tres niñas. ¡Y quiero que todos tengan tus ojos!
Después, sin más, echó a correr llamando a una de las criadas para preparar el equipaje.
Jeo se dejó caer contra el respaldo del asiento que ocupaba.
—¡Jesús! —exclamó, arrancándole una carcajada a Requejo—. No lo encuentro divertido, señor.
—Pues yo sí, muchacho. Yo, sí. —El hombre seguía riendo, palmeándose los muslos.
A Joe, aquella muestra de familiaridad le relajó. Apreciaba de veras al vejete. Éste había hecho las veces de padre para Nick y para él desde su llegada y se había ganado no sólo su admiración, sino también su cariño.
Pero… ¡seis hijos…! Aquello era harina de otro costal. Una cierta ingravidez se le fijó en la boca del estómago.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 3
Maracaibo. 1669
Maracaibo había sufrido ataques de piratas holandeses en 1614 y franceses en 1664.
Su enclave estratégico entre la península de Guajira y la de Paraguaná convertían aquel puerto en la punta de lanza del tráfico marítimo. Por eso, la ciudad, víctima de tantas incursiones, se había preparado para otros posibles ataques, aunque no con demasiado ahínco. Habían construido pequeñas torres de vigilancia y establecido turnos de guardia, aunque los que llevaban a cabo la tarea mataban el rato más pendientes del contoneo de las prostitutas del puerto que del peligro que se pudiera avecinar por mar. La única defensa de relevancia era el fuerte de La Barra, que dominaba el estrecho canal, lo bastante pertrechado de armas como para rechazar a los intrusos.
El enlace entre Joe y Carlota estaba previsto para un mes más tarde y la muchacha había comprado tal cantidad de artículos que don Álvaro acabó protestando por los gastos. Pero ella, entre mimos y carantoñas, consiguió su beneplácito, y su abuelo, aunque no del todo convencido, dio por bueno el monumental despilfarro.
Fue Joe quien no aceptó tal dispendio y la obligó a devolver doce mantelerías bordadas provenientes de España, un juego de seis mesitas lacadas llegadas desde China y cuatro vajillas completas adquiridas a un traficante francés.
El humor de Carlota se acercaba peligrosamente a la cólera. Llegó incluso a amenazar con romper el compromiso.
—Me tratas como a una criatura, Jeo.
—Te trato como lo que eres.
—¡Me gustaban esas cosas!
—Carlota, por amor de Dios. —La sujetó por los hombros—. Piensa un poco. Has comprado al menos veinte mantelerías, seis vajillas y más de una docena de mesas. ¿Quieres decirme dónde pensabas colocar todo eso?
—Las mesitas eran chinas.
—¡Como si fueran del fin del mundo, por las llagas de Cristo!
Carlota se fijó detenidamente en el color de aquellos ojos convertidos en fuego verde, como solía suceder cuando Joe se enfadaba de veras. A regañadientes, aceptó su derrota con un puchero infantil.
—No tendremos vajillas suficientes para atender a los invitados que nos visiten cuando nos casemos.
—¡Santa María! —murmuró él, alejándose unos pasos. A veces, conseguía sacarlo de sus casillas con tanto capricho.
Los brazos femeninos rodearon su torso y le acariciaron la espalda, pero el arrumaco no desfrunció su cejo ni amortiguó su pose irritada. Carlota se mostraba como una niña que no ha roto un plato en su vida. Era una criatura inconstante, pero enloquecedora cuando se lo proponía. Joe acabó por reír bajito, se volvió, la enlazó y agachó la cabeza para besarla. Halló unos labios tibios, abiertos a los suyos, sumamente placenteros. Carlota tenía ese don que incitaba a rendirse a su feminidad. Y él, aunque se resistía con fiereza, tampoco era inmune a sus caricias.
Se absorbieron mutuamente, ella suspiró y se abandonó a él.
—Te amo, Joe.
—Lo sé, viborilla.
—¿Y tú? —preguntó, clavando aquellos inmensos ojos del color del café en los suyos—. ¿Me amas tú, Joe?
—¿Por qué crees si no que me voy a casar contigo?
Ella hundió su cara en el torso masculino y no pudo ver el relámpago de culpa que atravesó el rostro de él. Joe no dijo nada, porque no la amaba. La quería, sí. Y deseaba hacerla su esposa. Estaba seguro de que a su lado podía conseguir la paz que buscaba y que le fue arrebatada al salir de España. Necesitaba una mujer, hijos, un hogar propio. Ya había comprado una pequeña propiedad que lindaba con la hacienda y que iba a bautizar como «Mariana», por su madre. Todo, gracias a la generosidad y el aval de don Álvaro. Por el momento, la casa no era más que un montón de vigas y muros a medio levantar. Hasta que estuviera terminada seguirían viviendo en «Linda Rosita», junto al abuelo de Carlota. Pero en poco tiempo tendría su propio hogar y una tierra de la que ocuparse. Había llegado a convencerse de que era eso, y no otra cosa, lo que más deseaba en el mundo.
Sin embargo, el destino le preparaba un revés mucho más cruel que el destierro.
La puerta del salón se abrió con estrépito y Nick entró fuera de sí y con el rostro congestionado.
—¡Nos atacan!
—¿Nos atacan? —preguntó Joe—. ¿Quién nos ataca?
—¡Piratas ingleses!
Fue don Álvaro de Requejo quien contestó a su pregunta. Llegaba detrás de Nick, pálido como un cadáver, con el miedo anidando en su expresión.
Se pusieron en marcha inmediatamente. Joe se armó y armó a cuantos hombres pudo reunir, incluidos los que trabajaban en lo que sería su futuro hogar. A pesar de las protestas de Carlota, le ordenó no moverse de la hacienda bajo ningún concepto y dejó un pequeño retén de guardia para proteger a mujeres y niños. No quiso ni oír hablar de que don Álvaro los acompañara y su hermano y él salieron a caballo hacia la ciudad. Ahora, Maracaibo era su hogar, el lugar que los había acogido, y debían defenderlo con uñas y dientes. Los De Jonas nunca le daban la espalda a un compromiso.
Su marcha apresurada impidió a Joe percatarse de que Carlota los seguía a cierta distancia.
La ciudad estaba gobernada por el caos más absoluto y el pánico había cundido ya. Naves inglesas bloqueaban el puerto y lanzaban andanadas sobre los muros de las pequeñas fortificaciones. Los gritos y lamentos se oían por doquier. Edificios enteros ardían y una muchedumbre enfebrecida corría de un lado a otro, sin saber bien cómo salvarse, huyendo del horror y de una muerte segura. Algunos cargaban sus pertenencias sobre carretas o caballos, en una puja contra el tiempo.
Joe buscó al mando que estaba al frente de la defensa en aquella parte de la ciudad y lo encontró ensangrentado, con un brazo que le colgaba al costado, rendido de dolor, pero aun así dando instrucciones a dos soldados para que cargasen en un carro sus pertrechos. Lo agarró de la solapa y lo volvió de cara a él.
—¿Qué está haciendo, capitán Tejada?
—¡Irme antes de que esos condenados ingleses desembarquen! —respondió el otro, intentando soltarse—. Ya no se puede hacer otra cosa.
—¡No puede abandonar a esta gente ahora!
—¡No puedo defenderlos! —Se liberó de un tirón y lo miró con un deje de ironía no exenta de miedo—. ¿Sabe acaso quién nos ataca? ¡Morgan!
A Joe el nombre lo dejó petrificado. H. John Morgan era temido por sus incursiones despiadadas a posiciones españolas, por sus saqueos y sus crímenes. Se decía que donde él entraba, no quedaba nadie para contarlo. Ese inglés había sido lugarteniente del bucanero Edward Mansfield, al que acompañó en la conquista de Providencia en 1668. Estaba respaldado por las autoridades inglesas, por el propio soberano de Inglaterra, y corrían rumores de que estaba devastando aquella parte del Caribe. A sus treinta y cuatro años, se había ganado una merecida fama de sanguinario que ya no lo abandonaría.
Morgan no era el único aventurero, claro. Antes que él, las gentes caribeñas habían tenido que vérselas con otros igual de implacables, como Guillermo Dampier, quien pasó de ser plantador en Jamaica a pirata, jurando odio eterno a España y sus posesiones. Seres despechados que desde la isla de Tortuga y las costas de Santo Domingo se convirtieron en un verdadero azote.
Pero Morgan era, tal vez, el más temido.
Sus expediciones no se limitaban al golfo de México, sino que pasaban a lo largo del istmo de América Central y abarcaban cada propiedad de España en el Caribe. Sus sicarios sembraban el terror, recogían sus frutos y regresaban a sus escondrijos para disfrutar de los tesoros robados, dejando desolación y muerte a su paso.
Joe, ante la imposibilidad de hacer reaccionar al capitán Tejada, le hizo a un lado y comenzó a dar órdenes con el fin de conseguir reagrupar a la guarnición, que actuaba por impulsos, pero sin coordinación.
Resistieron dentro de la ciudadela apenas cuatro horas. Luego, hubieron de salir de ella, burlando un par de cañonazos ingleses que derribaron el muro este. El fuerte fue abandonado a los intrusos que, en cuanto entraron, arrasaron con los pocos objetos de valor que allí encontraron.
Aquel primero de marzo, guiados por canoas, la flota de corsarios había podido atravesar el estrecho canal. Algunos barcos encallaron al cruzar la bahía El Tablazo debido a sus aguas poco profundas y sus arenas movedizas, pero la mayoría llegó a tierra firme.
Y los pocos que se enfrentaron a los invasores hubieron de luchar por sus vidas, espada en mano.
Se peleaba en las calles, en el puerto, dentro de los locales. Los secuaces de Morgan entraban, incendiaban y asesinaban a quienes encontraban a su paso. Los escasos soldados con que contaba Maracaibo huyeron y un puñado de civiles desorganizados y poco aptos para aquel tipo de confrontación, que se atrevieron a enfrentarse a la chusma de Harry Morgan, acabaron pasados a cuchillo.
Los lamentos de los moribundos se oían por todos lados. Los incendios se propagaban con espantosa rapidez, y era inútil todo intento de sofocarlos; el cielo se cubrió de un humo negro que parecía el presagio de la Muerte. Los cadáveres comenzaron a aparecer diseminados por las plazas, por el muelle…
Joe perdió a más de la mitad de su gente antes de darse cuenta. No eran diestros en la lucha y pagaron muy cara su osadía. Algunos murieron y otros desaparecieron. Comprendiendo su pánico y su huida y culpándose en parte de la suerte de los que perecieron bajo el filo de espadas piratas, instó a Nick a que regresara a la hacienda para poner sobre aviso a don Álvaro mientras él trataba de retrasar a sus enemigos.
El pequeño de los De Jonas se negó en redondo a abandonarlo en medio de aquella locura que lo envolvía todo.
A escasos metros de ellos, Carlota de Requejo se mantenía pegada al muro, presa del terror, asistiendo a la resistencia tenaz de Joe y de quienes lo secundaban y que, a la salida de un callejón, acababan de darse de bruces con una partida de filibusteros. El chocar de los aceros y las obscenidades proferidas por los sorprendidos seguidores de Morgan que, seguramente, no esperaban aquella resistencia de civiles armados, hicieron que a la muchacha se le encogiera el corazón. En ese momento, hubiese dado media vida por no haber seguido a Joe, por estar a salvo en «Linda Rosita». Sobre todo, por no haber visto jamás tanto muerto y tanta sangre.
El alarido de una mujer la asustó aún más si cabía, haciendo que se pegara más al muro, como si pudiera fundirse con él. Temblaba como una hoja y lloraba en silencio, aterrorizada, incapaz de reaccionar. Pero el grito angustioso se repitió y se obligó a moverse. Horrorizada ante tanta crueldad, miró a todos lados. Debía escapar de allí, aunque la suerte de Joe y de su hermano le provocara escalofríos de miedo. Pero ella en nada podía ayudarlos.
Tropezó con algo y bajó la vista. Era una daga. La tomó sin pensar, empuñándola con fe, aunque carecía de destreza alguna. Sus dedos rodearon un mango manchado de sangre y una arcada de repulsión le revolvió el estómago. Logró contener el asco y enderezarse. Se juró a sí misma que si alguno de aquellos repugnantes piratas se le acercaba, lo mataría, aunque fuese lo último que hiciera en el mundo.
Por un instante, volvió la vista hacia la pelea que se desarrollaba a escasa distancia, entre los vítores de júbilo de quienes ganaban algún lance y los estertores de los que caían. Vio morir a cuatro hombres de «Linda Rosita». Los que quedaban se defendían como podían, retrocedían, cedían terreno. En cuestión de segundos, estarían tan cerca de ella que le sería imposible escabullirse.
Carlota había sido testigo de lo que aquellos degenerados hacían con las mujeres que atrapaban. Apartó el recuerdo y empuñó la daga con más firmeza, rezando para que Joe y Nick salieran ilesos.
A pesar de las bajas, el grupo comandado por Joe se hacía fuerte. Los hombres de Morgan no estaban saliendo bien parados. Carlota, muda, se asombraba de la destreza de su futuro esposo con la espada. Joe manejaba el acero con una habilidad increíble: atacaba y retrocedía, frenaba golpes y los devolvía con maestría. Pero estaba en inferioridad numérica y parecía consciente de ello.
Se fijó en el corte que tenía en el brazo izquierdo, pero la herida no parecía mermar sus fuerzas. Y Nick le andaba a la par. Luchaba con el mismo estilo depurado y sobrio que su hermano, aunque sin la frialdad de éste.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 4
Desgraciadamente, no podían ganar. Los seguidores de Morgan se contaban por cientos en la ciudad y los defensores de Maracaibo eran pocos, mal entrenados y debían, además, tratar de poner a salvo a oleadas de mujeres asustadas.
Una mano agarró a Carlota por el cabello y le tiró salvajemente de él, aturdiéndola de dolor. Se medio volvió. No estaba preparada para el rostro barbudo, sucio y despiadado que vio. Era una cara que parecía haber sufrido los avatares de siglos, de mil batallas, sin visión uno de los ojos, cubierto por una telilla blanca que provocaba un rechazo inmediato. Nariz grande, labios muy gruesos, dientes escasos y picados, y una cicatriz que le iba desde la frente hasta el mentón, y que se había llevado por delante aquel ojo blanquecino y ciego.
A Carlota se le atascó el aire en los pulmones. Y se olvidó de la daga que tenía en la mano. El sujeto, de casi dos metros y fuerte como un buey, cargaba un abultado saco sobre su hombro izquierdo, seguramente producto del pillaje. La saludó con una sonrisa negra y desdentada, pero de inmediato dirigió su único ojo sano a la pelea que se desarrollaba prácticamente allí mismo.
—Vamos, muñeca. Aquí ya están entretenidos.
Otro tirón brutal y se encontró bajo su barba. Intentó besarla, y entonces ella sí gritó. Gritó como una loca, golpeándolo con puños y pies, presa del horror ante un destino que ya conocía.
—¡¡Joe!!
A él le llegó el eco de la llamada de auxilio y se volvió ligeramente al reconocer la voz de la joven. La distracción le costó otro tajo en el costado, salvándose de la estocada en el corazón por pura fortuna. Su rostro se demudó ante la suerte que pudiera correr Carlota, cuyos gritos atronaban en sus oídos. Apretó los dientes, redobló sus esfuerzos y embistió con tal furia a su rival que éste retrocedió. Joe aprovechó su ventaja, degollándolo de un golpe certero.
Se desentendió de la pelea y corrió hacia la joven, que se debatía sin defensa posible, arrastrada por aquel monstruo tuerto. Ambos desaparecieron al doblar la esquina de la pestilente callejuela.
Nick también había oído a la muchacha e, imitando a su hermano, se desembarazó de su oponente para seguirlo.
Entre las lágrimas que velaban sus ojos, Carlota vio que llegaban en su ayuda y reaccionó como una fiera. Lanzó sus dedos engarfiados hacia el rostro de su captor con la fortuna de rozarle el ojo sano. El pirata lanzó un bramido, la soltó y dejó caer el saco de su rapiña, llevándose las manos al rostro. Un segundo, tal vez sólo un segundo, tardó en reaccionar. Con un rugido encolerizado, sujetó a la joven por el cuello y apretó…
—¡Sucia perra!
La cabeza de Carlota cayó a un lado y su cuerpo sin vida se derrumbó en el suelo.
Paralizado, Joe se quedó mirando el cuerpo de la muchacha. Luego, una rabia sorda, una furia como nunca había sentido en la vida, le cubrió los ojos como una venda roja y ya no le importó nada. Con la desesperación de su futuro truncado por segunda vez, se lanzó contra el asesino, derribándolo. El pirata cayó de bruces. En el último instante, consiguió darse la vuelta y mirar, cara a cara, al español.
Sólo eso.
No hizo más.
Únicamente con ver aquellos ojos de color esmeralda, fríos como dos piedras preciosas y tan cargados de odio, supo, una milésima de segundo después de distinguir el brillo de un sable, que iba a morir.
El arma de Joe, sujeta con las dos manos por la empuñadura, subió y bajó con tanta fuerza, que le atravesó la garganta. La punta del acero levantó arenilla del suelo, donde quedó clavada.
Había perdido a su futura esposa, pero no había tiempo de pensar en nada que no fuese seguir defendiendo su vida y la de su hermano. Nick, precisamente, lo puso sobre aviso justo a tiempo. Se revolvió, consiguiendo parar un golpe mortífero que le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas. Lanzó una patada desde el suelo que alcanzó a su oponente, ganando el tiempo necesario para ponerse en pie y atacar.
Nick, mientras, no se quedó quieto. Se defendió sin descanso, con bravura y sin cuartel, incluso con la visión borrosa y el alma destrozada por la muerte despiadada de la mujer a la que amó en silencio aunque ella hubiera escogido a su hermano.
Otro pequeño grupo de hombres se unió a la refriega, aunque sin intervenir. Eran cinco. Entre ellos, destacaba uno mejor vestido que el resto, de larga peluca negra rizada y ojos oscuros, con la espada envainada, como si no le fuese necesario utilizarla porque su sola presencia intimidara.
Morgan no se perdió detalle de la pelea. Se fijó en el cadáver de la muchacha y en el de su esbirro. Sólo eran dos muertos más. A él le interesaban los dos jóvenes que se defendían como leones, haciendo retroceder a sus hombres aunque los doblaban en número.
Los admiró. Impidió con un gesto brusco que nadie interviniese. Esperó un minuto, tal vez dos. Luego, bajó el brazo que había puesto como barrera y dijo:
—Los quiero vivos.
Cuatro hombres no parecían suficientes para acabar con los hermanos De Jonas. Ocho eran demasiados. Los rodearon, los arrinconaron y lo último que notó Joe fue un golpe en la cabeza. A continuación, todo se volvió negro a su alrededor y tan sólo pudo pronunciar un nombre:
—Nick…
Costa de Jamaica. Un mes después
Olía a rayos. A orines, a excrementos, a sudor.
Y a miedo.
Sobre todo a miedo.
Muchas personas piensan que el miedo es algo intangible, que no se ve ni se toca, que no se huele, que está ahí, invisible para todos. No es cierto. Joe de Jonas pudo comprobarlo en propia carne. El miedo era algo vivo y latente, que los rodeaba, que casi podía tocarse con los dedos. Que apestaba.
Lo había visto y padecido desde que despertó en aquella asquerosa bodega, horas después de que Carlota fuese asesinada y de que a él le redujeran con un golpe. La cabeza le dolía de modo intermitente y las heridas del brazo y del costado le procuraban un dolor adicional, aunque no era tan intenso ni profundo como el de su alma, destrozada por la pérdida de su prometida. Ni la angustia por la desaparición de Nick.
Durante el primer momento en que recobró la conciencia, el mundo se le cayó encima. Maldijo a voz en grito y a su lamento, como el agua fresca que apaga la sed, le respondió una voz, devolviéndolo de golpe al mundo de la esperanza.
—¿Joe? ¡Jeo! ¿Eres tú?
Como loco, atisbó entre la penumbra que lo rodeaba y que aún hacía más lóbregos los apagados quejidos de quienes, como él, permanecían allí confinados. Inconfundible, no muy lejos de él, le llegó la voz de su hermano menor.
—¡Nick! ¿Estás bien?
Intentó incorporarse, sólo para darse cuenta de que una gruesa cadena lo ataba a la pared de aquella infecta bodega, como al resto de seres que se hacinaban a su lado, incapacitados, reducidos como animales peligrosos. Poco a poco, sus pupilas se acostumbraron al entorno difuso y pudo distinguir las formas corporales de sus compañeros de infortunio. Obligados camaradas de raza negra, figuras encogidas que se difuminaban en la oscuridad. Ni un solo blanco, aparte de Nick y él.
—Sólo tengo un rasguño encima de la ceja —decía su hermano—. ¿Y tus heridas?
—Duelen como un demonio, pero si no se infectan no habrá problemas.
Ambos callaron por un momento, saboreando el placer de encontrarse con vida.
—Lo siento, hermano —se lamentó Nick.
Joe ahogó un sollozo y agachó la cabeza, sabiendo a qué se refería. Acudió a él la imagen de Carlota y renegó, otra vez, contra Morgan, contra su suerte y contra el mundo.
—¿Por qué crees que no nos ha matado?
—No lo sé, renacuajo —contestó, tragándose la bilis que se le atascaba en la garganta.
—Van a vendernos —informó alguien a su lado.
Joe centró su mirada en el sujeto que compartía cadena y humillación a su costado. Tenía la piel tan oscura que apenas pudo ver más que el brillo de unos ojos inmensos y atemorizados.
—¿Vendernos?
—Como esclavos.
A Joe se le demudó el rostro y Nick apenas respiró.
—Se lo oí decir a uno de los piratas —confirmó el negro.
—¿Por qué a nosotros? ¡Maldita sea! ¿Por qué no nos han matado a todos?
El otro se encogió de hombros. Su suerte no había cambiado demasiado. Daba igual un amo que otro y en aquellas tierras un individuo de color podía ser comprado y vendido como el ganado. Tampoco iba a variar mucho su destino.
Joe cerró los ojos y reclinó la cabeza en el mamparo. ¡Dios! ¡El mundo era una mierda!, pensó. Injusto, sangriento y apestoso. Nunca entendió por qué unos hombres esclavizaban a otros y se negaba a aceptar la excusa de la mano de obra barata. Tal vez por eso se integró pronto y tan a gusto en «Linda Rosita». Don Álvaro tenía trabajadores a sueldo, no esclavos. Ahora, sin embargo, Morgan y los suyos volvían a jugar con la vida de unos seres que en nada se diferenciaban de ellos salvo en el color de la piel.
Esclavos.
La palabra le provocó un estremecimiento.
Malo había sido convertirse en un exilado, pero al menos eran hombres libres, prestos a rehacer su vida, construirse una casa, casarse y tener hijos. ¿Qué les esperaba a partir de entonces? ¿Qué le esperaba a Nick, menos curtido en penalidades? ¿Sobreviviría bajo la mano dura de un capataz y un látigo? Se culpó por ello y se le heló la sangre.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
Holissss
Soy tu Nueva Fiel y Soñadora Lectoraaaa
Estuve leyendo desde la Biografías hasta acá, esta Increíble, Por Favor, Síguela
Los dos últimos capítulos los lei dos veces, quería revivir otra vez eso
Por favor Siguelaa, Y de Nuevo, esta INCREÍBLE
Soy tu Nueva Fiel y Soñadora Lectoraaaa
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Los dos últimos capítulos los lei dos veces, quería revivir otra vez eso
Por favor Siguelaa, Y de Nuevo, esta INCREÍBLE
alinprincess
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
mega pregunta, como le hago para agregar otra pagina? :(
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 5
Una semana después, cuando las huestes de Harry Morgan pusieron fin a su saqueo, quedaron ahítas de vino y orgías y habían cargado en sus naves todo cuanto pudieron arrebatar, los sacaron de su confinamiento, pero sólo para cambiarlos de barco y agruparlos en otra bodega algo mayor. No partieron de inmediato, sino que aguardaron allí, ignorando el futuro que los esperaba y pudriéndose en su propia miseria. Por conversaciones sueltas que llegaban a ellos entrecortadas desde cubierta, supieron que partidas de piratas se habían adentrado en el interior del territorio, saqueando haciendas. Joe rezó para que don Álvaro conservara la vida.
Unos días más tarde, Morgan ordenó levar anclas y se hicieron a la mar. Hasta mucho después no supieron que la armada de Barlovento había llegado a las costas venezolanas y enfrentado a los piratas. El fuerte de La Barra había vuelto a manos de sus dueños y los hombres del filibustero galés se habían quedado atrapados durante algunos días, sin posibilidad de escapar al acoso español.
Mientras, ellos languidecían en las bodegas de la embarcación, debatiéndose aún entre la esperanza de un posible rescate por parte de sus compatriotas y el temor de que un cañonazo de la fragata insignia, Magdalena, al mando de don Alonso de Campos y Espinosa, los hundiera en el estrecho. Pero Morgan había maniobrado con pericia y consiguieron escapar a mar abierto después de causar importantes bajas en la armada española. Sus esperanzas de libertad perecieron en la oscuridad de aquella bodega y el vaivén de una nave que los llevaba a un destino incierto.
Joe perdió la cuenta de los días que permanecieron navegando y amontonados en tan pestilente cloaca. Les habían aplicado ungüentos en las heridas, pero sólo les daban de comer una vez al día, y durante su estancia en el mar no vieron la luz del sol ni una sola vez.
Por fin, un día, los hicieron subir a cubierta.
Cegados por la luz, esperaban a que sus ojos adaptaran de nuevo a la claridad del sol, pero agradecieron ver que habían tocado puerto.
Eran un puro desecho humano. Sucios, con las ropas destrozadas, el cabello apelmazado, hecho un nido de inmundicia que se mezclaba con barbas crecidas, donde ácaros y bacterias transitaban como en pocilgas. Olían a cerdo y no les pasó por alto los gestos de desagrado de la tripulación, aunque aquellos cabrones no olían mucho mejor que ellos mismos.
Encadenados como estaban, los empujaron hacia la plancha de desembarco.
Estúpidamente, Joe le preguntó a uno de los piratas que le instaba a caminar.
—¿Dónde estamos?
Nunca supo si por lástima o por clavar un poco más el dardo de la desesperación en su alma, el filibustero le respondió:
—Estás en Port Royal, escoria.
Port Royal. Dominio de ingleses. Uno de los peores destinos a los que podían arribar. Claro que, para alguien a quien pensaban vender como esclavo, tanto daba un sitio u otro.
Tambaleantes, famélicos y desgarrados física y anímicamente, pisaron tierra. Los obligaron a montar en carros y atravesaron el puerto y algunas callejuelas de la ciudad, refugio de corsarios y bucaneros, hasta llegar a un almacén. Ellos no lo sabían, pero allí permanecerían una semana más.
En aquel lugar fueron tratados con algo más de consideración. El repugnante, escaso y único rancho que les habían proporcionado durante la travesía se convirtió en tres comidas al día, y ricas en grasas. Al segundo día de encierro, tres tipos armados hasta los dientes los sacaron a un patio y los hicieron desnudarse por completo. Amontonaron las mugrientas ropas y les prendieron fuego. Los dejaron allí durante un par de horas desvalidos y arruinada su dignidad, como sus madres los trajeron al mundo. A las mujeres las habían arrinconado en el lugar más apartado, intentando mantener un poco su intimidad, donde permanecían avergonzadas, como si tuvieran la culpa de lo que estaba pasando y sin atreverse a mirarlos a la cara. Pero allí, entonces, podía existir de todo menos lujuria. Sus cuerpos enflaquecidos sólo levantaba en los varones la ira por la degradación a que también las habían sometido. Todos, sin excepción, unas y otros, eran despojos humanos a los que el futuro importaba ya muy poco.
Regresaron los matones provistos de túnicas para las mujeres y pantalones amplios para los hombres. Ni camisas ni calzado.
Durante días, los cebaron como a ganado con el único fin de que recuperaran el peso perdido durante su obligado confinamiento.
Curiosamente, sólo a Nick y a él les sacaban a diario al patio. Nunca supieron los motivos. Volvieron a tener un aspecto saludable, como si no hubiesen pasado penalidad alguna. Era tan sólo una medida para rentabilizar su venta, que se llevaría a cabo en la plaza central de Port Royal, escenario de las transacciones de carne humana.
La plataforma se ofrecía como un teatro estremecedor e irreal. Los negros subían por parejas y empezaba la puja. Los ofertaban al público que seguía la subasta como una ganga, a voz en grito. Y el subastador, un tipo alto y flaco, de rostro cadavérico, daba la impresión de ser un verdadero especialista en sacar el dinero del bolsillo de los compradores.
Unos hacendados terminaron por comprar uno o dos braceros y otros, incluso a cuatro. La subasta era reñida, porque los esclavos eran pocos y las necesidades de mano de obra, inmediatas. Sólo dos hombres se interesaron por las mujeres. Joe y Nick, que podían seguir la humillación de sus vecinos de infortunio desde el ventanuco de su celda, no envidiaron la suerte de las jóvenes. Los rostros de aquellos dos sujetos rezumaban crueldad y lujuria. Imaginaron la clase de trabajo a que serían sometidas y se les encogió el alma.
La plataforma se transformó en algo dolorosamente real cuando entraron a buscarlos a ellos.
Al ascender los desgastados escalones que los llevaban hacia la vergüenza, se oyó un murmullo de aprobación. No les extrañó: carne blanca y joven; sabían que no era frecuente la venta de esclavos blancos.
Nick clavó sus ojos castaños en los de su hermano mayor y Joe adivinó tal desesperación y abatimiento en ellos, que hubiera dado la vida por evitarle el mal trago. Estar allí, a la vista de todos, apenas vestidos, los degradaba como seres humanos, convirtiéndolos en poco menos que animales.
Joe evitó aquella mirada suplicante y desvió sus ojos a la línea de cielo que aparecía entre las edificaciones, sobre las cabezas de aquellos que ofertarían por ellos. Cada poro de su piel transpiraba un odio furioso, global, que no tenía destinatario concreto.
Algo apartado de las primeras filas, un sujeto sesentón los observaba con interés. Sus ojos, pequeños agujeros en un rostro mofletudo y enrojecido por el calor, se achicaron al oír vociferar al vendedor.
—¡Y ahora, damas y caballeros, lo mejor del lote! ¡Un par de españoles fuertes, jóvenes, vigorosos, dispuestos a trabajar en cualquier labor que se les encomiende!
Joe apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. ¿Cómo sabían que eran españoles?
—Me interrogaron mientras estabas inconsciente —le susurró Nick, dando respuesta a sus pensamientos.
Hablar sin permiso le costó una bofetada.
—¡Silencio!
A Joe, el escarnio hacia su hermano le sublevó. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo, se lanzó de cabeza contra el patibulario subastador y, a pesar de tener las manos atadas a la espalda, la colisión fue tan brusca que aquel desgraciado cayó de la tarima, levantando una risotada general. Antes de que se levantase, Joe fue reducido por otro de los secuaces, que alzó sobre su cabeza un brazo armado con un látigo.
—¡Un momento! —se impuso la voz del gordo, como un graznido—. Voy a comprarlos, pero no quiero material dañado.
—¡Tío, por Dios! —dijo una muchacha a su lado.
Joe le dedicó una mirada biliosa. O lo intentó. Porque no pudo fijarse más que en los cabellos dorados y los inmensos ojos azules de la joven, en los que se reflejaba algo muy parecido a la compasión.
Ella desvió la vista de inmediato, pero en su cerebro quedó clavada una mirada verde, furiosa y altanera. Le comentó algo al hacendado y, dando media vuelta, se perdió entre el gentío que atestaba la plaza.
Joe la vio alejarse entre aquella multitud gritona que ya comenzaba a pujar de nuevo. Un rictus irónico estiró sus labios mientras lo ponían de nuevo en pie para que los posibles compradores pudiesen valorar su musculatura. Como un semental, pensó, devastado por el odio.
Se ofrecieron diez libras. El gordo subió la oferta a doce. El subastador se quejó de lo escaso de la cantidad, pues un varón fuerte podía valer entre diez y quince libras, las mujeres entre ocho y diez y los niños algo menos. Alguien subió a trece y el orondo hacendado elevó la suma a quince. Volvieron las protestas del subastador, que les hizo darse la vuelta, poniéndolos de espaldas al público. Palpó los músculos de sus brazos y piernas e instó a los ofertantes a subir a la plataforma:
—¡Anímense, caballeros! Es, sin duda, una compra excelente. Suban aquí y comprueben su complexión, sus dientes. Incluso pueden verificar que no les faltan los atributos de un buen macho.
Llegado a ese punto, a Joe le tentó la idea de volver a emprenderla con aquel cabrón. Por fortuna, aquella parte de su anatomía no parecía interesar a los compradores. Sólo un hombre saltó a la plataforma, comprobó la fuerza de sus brazos, asintió satisfecho y volvió a bajar.
Ofreció veinte libras por cada uno, y el gordo, al parecer cansado de tanto toma y daca, anunció:
—¡Veinticinco!
Aquella vez, el vendedor sí pareció quedar satisfecho. Nadie pujó más alto y se cerró la transacción. Poco después, los prisioneros subían a un carromato, sin que les hubieran desatado las manos, y emprendían camino hacia su nuevo destino.
Una semana después, cuando las huestes de Harry Morgan pusieron fin a su saqueo, quedaron ahítas de vino y orgías y habían cargado en sus naves todo cuanto pudieron arrebatar, los sacaron de su confinamiento, pero sólo para cambiarlos de barco y agruparlos en otra bodega algo mayor. No partieron de inmediato, sino que aguardaron allí, ignorando el futuro que los esperaba y pudriéndose en su propia miseria. Por conversaciones sueltas que llegaban a ellos entrecortadas desde cubierta, supieron que partidas de piratas se habían adentrado en el interior del territorio, saqueando haciendas. Joe rezó para que don Álvaro conservara la vida.
Unos días más tarde, Morgan ordenó levar anclas y se hicieron a la mar. Hasta mucho después no supieron que la armada de Barlovento había llegado a las costas venezolanas y enfrentado a los piratas. El fuerte de La Barra había vuelto a manos de sus dueños y los hombres del filibustero galés se habían quedado atrapados durante algunos días, sin posibilidad de escapar al acoso español.
Mientras, ellos languidecían en las bodegas de la embarcación, debatiéndose aún entre la esperanza de un posible rescate por parte de sus compatriotas y el temor de que un cañonazo de la fragata insignia, Magdalena, al mando de don Alonso de Campos y Espinosa, los hundiera en el estrecho. Pero Morgan había maniobrado con pericia y consiguieron escapar a mar abierto después de causar importantes bajas en la armada española. Sus esperanzas de libertad perecieron en la oscuridad de aquella bodega y el vaivén de una nave que los llevaba a un destino incierto.
Joe perdió la cuenta de los días que permanecieron navegando y amontonados en tan pestilente cloaca. Les habían aplicado ungüentos en las heridas, pero sólo les daban de comer una vez al día, y durante su estancia en el mar no vieron la luz del sol ni una sola vez.
Por fin, un día, los hicieron subir a cubierta.
Cegados por la luz, esperaban a que sus ojos adaptaran de nuevo a la claridad del sol, pero agradecieron ver que habían tocado puerto.
Eran un puro desecho humano. Sucios, con las ropas destrozadas, el cabello apelmazado, hecho un nido de inmundicia que se mezclaba con barbas crecidas, donde ácaros y bacterias transitaban como en pocilgas. Olían a cerdo y no les pasó por alto los gestos de desagrado de la tripulación, aunque aquellos cabrones no olían mucho mejor que ellos mismos.
Encadenados como estaban, los empujaron hacia la plancha de desembarco.
Estúpidamente, Joe le preguntó a uno de los piratas que le instaba a caminar.
—¿Dónde estamos?
Nunca supo si por lástima o por clavar un poco más el dardo de la desesperación en su alma, el filibustero le respondió:
—Estás en Port Royal, escoria.
Port Royal. Dominio de ingleses. Uno de los peores destinos a los que podían arribar. Claro que, para alguien a quien pensaban vender como esclavo, tanto daba un sitio u otro.
Tambaleantes, famélicos y desgarrados física y anímicamente, pisaron tierra. Los obligaron a montar en carros y atravesaron el puerto y algunas callejuelas de la ciudad, refugio de corsarios y bucaneros, hasta llegar a un almacén. Ellos no lo sabían, pero allí permanecerían una semana más.
En aquel lugar fueron tratados con algo más de consideración. El repugnante, escaso y único rancho que les habían proporcionado durante la travesía se convirtió en tres comidas al día, y ricas en grasas. Al segundo día de encierro, tres tipos armados hasta los dientes los sacaron a un patio y los hicieron desnudarse por completo. Amontonaron las mugrientas ropas y les prendieron fuego. Los dejaron allí durante un par de horas desvalidos y arruinada su dignidad, como sus madres los trajeron al mundo. A las mujeres las habían arrinconado en el lugar más apartado, intentando mantener un poco su intimidad, donde permanecían avergonzadas, como si tuvieran la culpa de lo que estaba pasando y sin atreverse a mirarlos a la cara. Pero allí, entonces, podía existir de todo menos lujuria. Sus cuerpos enflaquecidos sólo levantaba en los varones la ira por la degradación a que también las habían sometido. Todos, sin excepción, unas y otros, eran despojos humanos a los que el futuro importaba ya muy poco.
Regresaron los matones provistos de túnicas para las mujeres y pantalones amplios para los hombres. Ni camisas ni calzado.
Durante días, los cebaron como a ganado con el único fin de que recuperaran el peso perdido durante su obligado confinamiento.
Curiosamente, sólo a Nick y a él les sacaban a diario al patio. Nunca supieron los motivos. Volvieron a tener un aspecto saludable, como si no hubiesen pasado penalidad alguna. Era tan sólo una medida para rentabilizar su venta, que se llevaría a cabo en la plaza central de Port Royal, escenario de las transacciones de carne humana.
La plataforma se ofrecía como un teatro estremecedor e irreal. Los negros subían por parejas y empezaba la puja. Los ofertaban al público que seguía la subasta como una ganga, a voz en grito. Y el subastador, un tipo alto y flaco, de rostro cadavérico, daba la impresión de ser un verdadero especialista en sacar el dinero del bolsillo de los compradores.
Unos hacendados terminaron por comprar uno o dos braceros y otros, incluso a cuatro. La subasta era reñida, porque los esclavos eran pocos y las necesidades de mano de obra, inmediatas. Sólo dos hombres se interesaron por las mujeres. Joe y Nick, que podían seguir la humillación de sus vecinos de infortunio desde el ventanuco de su celda, no envidiaron la suerte de las jóvenes. Los rostros de aquellos dos sujetos rezumaban crueldad y lujuria. Imaginaron la clase de trabajo a que serían sometidas y se les encogió el alma.
La plataforma se transformó en algo dolorosamente real cuando entraron a buscarlos a ellos.
Al ascender los desgastados escalones que los llevaban hacia la vergüenza, se oyó un murmullo de aprobación. No les extrañó: carne blanca y joven; sabían que no era frecuente la venta de esclavos blancos.
Nick clavó sus ojos castaños en los de su hermano mayor y Joe adivinó tal desesperación y abatimiento en ellos, que hubiera dado la vida por evitarle el mal trago. Estar allí, a la vista de todos, apenas vestidos, los degradaba como seres humanos, convirtiéndolos en poco menos que animales.
Joe evitó aquella mirada suplicante y desvió sus ojos a la línea de cielo que aparecía entre las edificaciones, sobre las cabezas de aquellos que ofertarían por ellos. Cada poro de su piel transpiraba un odio furioso, global, que no tenía destinatario concreto.
Algo apartado de las primeras filas, un sujeto sesentón los observaba con interés. Sus ojos, pequeños agujeros en un rostro mofletudo y enrojecido por el calor, se achicaron al oír vociferar al vendedor.
—¡Y ahora, damas y caballeros, lo mejor del lote! ¡Un par de españoles fuertes, jóvenes, vigorosos, dispuestos a trabajar en cualquier labor que se les encomiende!
Joe apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. ¿Cómo sabían que eran españoles?
—Me interrogaron mientras estabas inconsciente —le susurró Nick, dando respuesta a sus pensamientos.
Hablar sin permiso le costó una bofetada.
—¡Silencio!
A Joe, el escarnio hacia su hermano le sublevó. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo, se lanzó de cabeza contra el patibulario subastador y, a pesar de tener las manos atadas a la espalda, la colisión fue tan brusca que aquel desgraciado cayó de la tarima, levantando una risotada general. Antes de que se levantase, Joe fue reducido por otro de los secuaces, que alzó sobre su cabeza un brazo armado con un látigo.
—¡Un momento! —se impuso la voz del gordo, como un graznido—. Voy a comprarlos, pero no quiero material dañado.
—¡Tío, por Dios! —dijo una muchacha a su lado.
Joe le dedicó una mirada biliosa. O lo intentó. Porque no pudo fijarse más que en los cabellos dorados y los inmensos ojos azules de la joven, en los que se reflejaba algo muy parecido a la compasión.
Ella desvió la vista de inmediato, pero en su cerebro quedó clavada una mirada verde, furiosa y altanera. Le comentó algo al hacendado y, dando media vuelta, se perdió entre el gentío que atestaba la plaza.
Joe la vio alejarse entre aquella multitud gritona que ya comenzaba a pujar de nuevo. Un rictus irónico estiró sus labios mientras lo ponían de nuevo en pie para que los posibles compradores pudiesen valorar su musculatura. Como un semental, pensó, devastado por el odio.
Se ofrecieron diez libras. El gordo subió la oferta a doce. El subastador se quejó de lo escaso de la cantidad, pues un varón fuerte podía valer entre diez y quince libras, las mujeres entre ocho y diez y los niños algo menos. Alguien subió a trece y el orondo hacendado elevó la suma a quince. Volvieron las protestas del subastador, que les hizo darse la vuelta, poniéndolos de espaldas al público. Palpó los músculos de sus brazos y piernas e instó a los ofertantes a subir a la plataforma:
—¡Anímense, caballeros! Es, sin duda, una compra excelente. Suban aquí y comprueben su complexión, sus dientes. Incluso pueden verificar que no les faltan los atributos de un buen macho.
Llegado a ese punto, a Joe le tentó la idea de volver a emprenderla con aquel cabrón. Por fortuna, aquella parte de su anatomía no parecía interesar a los compradores. Sólo un hombre saltó a la plataforma, comprobó la fuerza de sus brazos, asintió satisfecho y volvió a bajar.
Ofreció veinte libras por cada uno, y el gordo, al parecer cansado de tanto toma y daca, anunció:
—¡Veinticinco!
Aquella vez, el vendedor sí pareció quedar satisfecho. Nadie pujó más alto y se cerró la transacción. Poco después, los prisioneros subían a un carromato, sin que les hubieran desatado las manos, y emprendían camino hacia su nuevo destino.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 6
(TN) bebió un poco de refresco y lamentó el espectáculo.
—Odio esas subastas.
La muchacha sentada frente a ella asintió y sirvió un poco más de limonada para ambas.
—Yo también —confirmó—. Pero la vida en Port Royal es así. Nosotras no podemos cambiarla. Tu tío y mi padre, como los demás, necesitan trabajadores. Mano de obra. ¿Quién iba a plantar y recolectar de no tener esclavos?
—Lo sé, Virginia, pero… ¡es tan mezquino! ¡Tan inhumano! Exponer a hombres y mujeres de esa forma, como si fuesen caballos, es humillante. Tanto para ellos como para quienes los compran.
—Los terratenientes no lo ven así.
—No. No lo ven —susurró, con un deje de sarcasmo—. En realidad, no ven nada. Me han parecido bestias. Me he sentido… degradada como persona, Virginia. Avergonzada. ¡No entiendo por qué mi tío y mi primo Edgar insisten en que los acompañe! Le he escrito a mi padre. Quiero irme de esta isla y quiero hacerlo ya. No admito la esclavitud. Si pudiera…
—Pero no puedes —la cortó, adivinando por dónde iban los pensamientos de su amiga—. Ni tú ni yo podemos hacer nada. Y debes acatar la decisión de tu padre.
—¡Él no tiene idea de lo que es esto! —estalló (TN)—. Pero ya me he encargado yo de ponerle sobre aviso. Y te aseguro que aunque tenga que vender mis joyas para procurarme un pasaje en un barco, pienso salir de Jamaica. ¡Al infierno las órdenes de mi padre!
—Sin embargo, yo doy gracias por tenerte aquí.
—Te aseguro que vengo a la ciudad sólo por verte. De otro modo, no saldría de mi cuarto. Todo esto apesta.
—Y yo te lo agradezco. Aquí no hay muchas diversiones para una muchacha. Y sin tu compañía… También a mí me gustaría dejarlo todo y marchar a Inglaterra.
—Donde existe un gobierno podrido que permite la esclavitud en muchos de sus dominios —apostilló (TN).
—El mundo es imperfecto, amiga mía.
—¡El mundo es un basurero! —remató ella—. ¿De veras te irías a Inglaterra? Podrías venir conmigo.
Los ojos de Virginia, grandes y oscuros, cobraron repentina vida.
—¿Tú crees?
—¿Por qué no? Tu padre no se opondría si me acompañas. Y si acabo por escaparme, me gustaría tenerte como compañera de aventura. Cuando lleguemos a Londres, puedes vivir en mi casa. Estoy segura de que mi madre estaría encantada contigo.
—No sé… Tú eres muy decidida, (TN), pero yo no me caracterizo precisamente por la osadía. Y mi padre me necesita.
—Tu padre no necesita tus cuidados, como mi tío no necesita los míos. Se valen por sí mismos. Si quieres mi opinión…
—Prefiero que no me la des —se anticipó Virginia—. Me la imagino.
—Bueno, pues piénsalo. Lo pasaríamos bien en Londres. Incluso con un gobierno corrupto, la ciudad no es Port Royal. Allí hay fiestas. Y hombres muy guapos.
A Virginia el pícaro comentario le sonó a gloria.
—¿Crees que podría encontrar un marido como Dios manda?
—¡Por descontado! Y te librarías de ese pesado de Beith, que te persigue como una sombra.
A Virginia se le agrió el gesto cuando (TN) hizo mención del tipo. Desde hacía más de un año, Beith era una auténtica losa. Pretendía a toda costa comprometerse con ella. Por fortuna, su padre estaba dándole largas al asunto. Pero la joven temía que, tarde o temprano, acabara por acceder. Beith era un hombre poderoso y muy rico. Cuarenta años, viudo. Ningún impedimento, por tanto, para elegir nueva esposa. Sabía que a su padre le agradaba aquella posible unión.
—Ese hombre me desagrada —le confesó—. Quiero encontrar a alguien más joven. Y más guapo. Esa condenada verruga que tiene al lado de la oreja me da escalofríos.
(TN) Colbert estalló en carcajadas, coreadas por su amiga.
Continuaron despellejando a su pretendiente y, un poco más tarde, (TN) se despidió.
—He de irme ya. Seguramente mi tío estará echando espuma por la boca. Si ha conseguido nuevos trabajadores para «Promise», querrá regresar cuanto antes. Aunque supongo que a Edgar le agradaría más quedarse unas horas en Port Royal, jugándose el dinero a las cartas.
Virginia la acompañó hasta la puerta, y una vez allí, comentó:
—¿Dices que iba a comprar esclavos?
—Virginia, odio esa palabra.
—Que la odies no elimina la realidad de lo que son. Volviendo al tema, (TN), tu tío estaba dispuesto a venderle diez braceros a mi padre la semana pasada. ¿Entendí mal cuando dijo que le sobraban… trabajadores?
—Cuando me he marchado del mercado, se interesaba por dos españoles. Y ha pujado por ellos.
Los ojos castaños de su amiga se ensombrecieron aún más.
—No ha dejado su odio atrás, ¿verdad?
—No. No ha olvidado, Virginia. En lo que se refiere a los españoles, su obsesión sigue latente, es casi enfermiza. Según me contaron, juró vengarse de ellos cuando mi primo Leo murió en una batalla en el mar. —Se le ensombreció el semblante—. Y si ha acabado comprando a esos dos hombres, temo por ellos. Sobre todo, por uno de ellos.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Un presentimiento la aturdía—. Deberías haberlo visto. Sus ojos despedían cólera. ¡Ha arremetido contra el vendedor cuando éste ha abofeteado a su compañero!
—¡Dios! ¿Le… le han golpeado… allí mismo?
—Mi tío no lo ha permitido, afortunadamente. Según sus propias palabras, no compraría mercancía deteriorada —dijo con gesto de asco—. Creo que se reserva ese placer.
Virginia detectó algo nuevo en los ojos azules de su amiga.
—Parece que la subasta te ha impactado. ¿Cómo es ese hombre? Juraría que te ha impresionado.
(TN) lo pensó antes de responder. ¿Cómo era? ¿Cómo definir a un ser humano atado, apenas vestido, expuesto y degradado como persona?
—Físicamente magnífico —acabó por decir.
—¿Has dicho magnífico?
—Alto y moreno. Delgado, pero musculoso. Y sus ojos… Nunca he visto unos iguales. Parecía que le importara muy poco lo que lo rodeaba. Como si… Como si el hecho de vivir o morir careciera de importancia. Y no me ha dado la impresión de que se lo pueda retener fácilmente como esclavo.
Virginia cogió la sombrilla que le entregaba un lacayo y se la pasó a (TN). Se conocían desde hacía poco, pero ya podía apreciar alguna de las emociones de su amiga. El individuo en cuestión debía de ser algo especial si se le avivaban así las pupilas cuando hablaba de él. Lástima que no se tratara más que de un esclavo.
—¿Cuándo te veré de nuevo? —preguntó, variando el hilo de sus pensamientos.
—En cuanto me sea posible.
—Por favor, que sea pronto —le rogó.
Se besaron y (TN) se subió al landó donde aguardaba pacientemente el cochero de su tío. Cuando se puso en marcha y le hizo un último saludo, Virginia rezó para que, finalmente, Colbert no hubiera comprado a los españoles. No sabía la causa, pero intuía problemas.
Jamaica era una de las islas del Caribe, rodeada de un gran arrecife de coral, y se orientaba en dirección este-oeste. De orografía maciza y compacta, con montañas bajas y rodeadas por valles exuberantes que refrescaban los vientos alisios, procurando una temperatura agradable todo el año. En uno de esos valles se hallaba enclavada la hacienda de Sebastian Colbert, presidida por una casa de estilo británico con columnas porticadas.
La isla había sido descubierta por Cristóbal Colón el 3 de mayo de 1494 y en aquel tiempo se la llamó Santiago por parte de los españoles y Xaymaca (isla de los manantiales) por los arahuacos. Hasta 1655 estuvo ocupada por la Corona española, pero luego pasó a manos británicas.
Las plantaciones de tabaco, café y caña de azúcar eran su principal fuente de ingresos. Eso había motivado que los hacendados requirieran la llegada de esclavos, sobre todo africanos, aunque siempre había algún blanco caído en desgracia, como era el caso de Nick y Joe de Jonas.
«Promise», la hacienda de Colbert, se dedicaba en gran medida a la caña de azúcar.
Montados en la parte trasera de un destartalado carro, Joe no dejó de observar lo extraordinario del lugar. En otras circunstancias, aquella tierra incluso le hubiera agradado. Árboles de mirto, orquídeas, ananás, yuca, helechos y plátanos. Y campos extensos y cuidados, rebosantes de naturaleza viva. Eso sí, salpicados por decenas de esclavos que doblaban la espalda bajo la mirada de los capataces.
Llegaron a su destino y los obligaron a bajar a empellones en una especie de plazoleta, alrededor de la cual se levantaban chozas construidas con barro y paja. A empujones también, tuvieron que entrar en una de ellas, donde les desataron las manos para amarrarlos a una argolla fijada al poste central del habitáculo, donde los abandonaron.
Nick se dejó caer al suelo y se apoyó en el eje de la choza.
—Y ahora ¿qué?
—Ahora, esperaremos —le dijo Joe, tomando asiento a su lado.
—No me gusta ese sujeto.
—¿A quién te refieres?
—Al fulano gordo que nos ha comprado. No me ha gustado su modo de mirarnos.
—Nos ve como lo que somos, Nick: carne vigorosa para sus campos de caña.
El más joven se removió, inquieto, pero Joe se tumbó sobre la tierra apisonada y cerró los ojos, ajustando su postura a lo que le permitía la brevedad de la cadena.
—Duerme un poco, renacuajo. Descansemos mientras podamos, porque me temo que de ahora en adelante, vamos a hacerlo muy poco. Hasta que escapemos.
—¿Escapar?
—No pienso morir como esclavo. —Apenas se lo oía, pero Nick supo que hablaba en serio—. He dicho escapar, sí. Y vamos a hacerlo a la primera oportunidad.
—¡Por las llagas de Cristo! Estamos encadenados en una maldita isla inglesa, y no se vislumbra ningún barco a la vista…
—No seas necio. Si quieren que trabajemos, tendrán que soltarnos. Estamos en una isla, sí. Y como todas, tendrá infinidad de calas y playas. En cuanto al barco… ya veremos.
—¿Es que piensas robar uno? —replicó sarcástico.
—Quizá.
—Estás loco, Joe.
—¡Loco, sí! —Se incorporó de golpe—. Loco de ira, Nick. ¡De odio! Esos cabrones mataron a Carlota, le partieron el cuello sin contemplaciones. ¡Voy a vengarme como sea! Pagarán por lo que le hicieron a ella y por lo que nos están haciendo a nosotros.
Nick lo miró con lástima. Hasta entonces, su hermano había sido un ejemplo de coraje, pero siempre con temple. Ahora, allí, se expresaba como si fuera otra persona. Temió por él. Temió, sí, porque si se empecinaba en mostrarse altanero, los capataces de su actual amo no iban a tener consideración y presentía la habilidad con que manejarían el látigo.
—Al menos, sé prudente hasta que podamos escapar —le rogó.
Joe le respondió con frialdad:
—Todo lo prudente que haga falta hasta que pueda cortarles el cuello a unos cuantos ingleses.
(TN) bebió un poco de refresco y lamentó el espectáculo.
—Odio esas subastas.
La muchacha sentada frente a ella asintió y sirvió un poco más de limonada para ambas.
—Yo también —confirmó—. Pero la vida en Port Royal es así. Nosotras no podemos cambiarla. Tu tío y mi padre, como los demás, necesitan trabajadores. Mano de obra. ¿Quién iba a plantar y recolectar de no tener esclavos?
—Lo sé, Virginia, pero… ¡es tan mezquino! ¡Tan inhumano! Exponer a hombres y mujeres de esa forma, como si fuesen caballos, es humillante. Tanto para ellos como para quienes los compran.
—Los terratenientes no lo ven así.
—No. No lo ven —susurró, con un deje de sarcasmo—. En realidad, no ven nada. Me han parecido bestias. Me he sentido… degradada como persona, Virginia. Avergonzada. ¡No entiendo por qué mi tío y mi primo Edgar insisten en que los acompañe! Le he escrito a mi padre. Quiero irme de esta isla y quiero hacerlo ya. No admito la esclavitud. Si pudiera…
—Pero no puedes —la cortó, adivinando por dónde iban los pensamientos de su amiga—. Ni tú ni yo podemos hacer nada. Y debes acatar la decisión de tu padre.
—¡Él no tiene idea de lo que es esto! —estalló (TN)—. Pero ya me he encargado yo de ponerle sobre aviso. Y te aseguro que aunque tenga que vender mis joyas para procurarme un pasaje en un barco, pienso salir de Jamaica. ¡Al infierno las órdenes de mi padre!
—Sin embargo, yo doy gracias por tenerte aquí.
—Te aseguro que vengo a la ciudad sólo por verte. De otro modo, no saldría de mi cuarto. Todo esto apesta.
—Y yo te lo agradezco. Aquí no hay muchas diversiones para una muchacha. Y sin tu compañía… También a mí me gustaría dejarlo todo y marchar a Inglaterra.
—Donde existe un gobierno podrido que permite la esclavitud en muchos de sus dominios —apostilló (TN).
—El mundo es imperfecto, amiga mía.
—¡El mundo es un basurero! —remató ella—. ¿De veras te irías a Inglaterra? Podrías venir conmigo.
Los ojos de Virginia, grandes y oscuros, cobraron repentina vida.
—¿Tú crees?
—¿Por qué no? Tu padre no se opondría si me acompañas. Y si acabo por escaparme, me gustaría tenerte como compañera de aventura. Cuando lleguemos a Londres, puedes vivir en mi casa. Estoy segura de que mi madre estaría encantada contigo.
—No sé… Tú eres muy decidida, (TN), pero yo no me caracterizo precisamente por la osadía. Y mi padre me necesita.
—Tu padre no necesita tus cuidados, como mi tío no necesita los míos. Se valen por sí mismos. Si quieres mi opinión…
—Prefiero que no me la des —se anticipó Virginia—. Me la imagino.
—Bueno, pues piénsalo. Lo pasaríamos bien en Londres. Incluso con un gobierno corrupto, la ciudad no es Port Royal. Allí hay fiestas. Y hombres muy guapos.
A Virginia el pícaro comentario le sonó a gloria.
—¿Crees que podría encontrar un marido como Dios manda?
—¡Por descontado! Y te librarías de ese pesado de Beith, que te persigue como una sombra.
A Virginia se le agrió el gesto cuando (TN) hizo mención del tipo. Desde hacía más de un año, Beith era una auténtica losa. Pretendía a toda costa comprometerse con ella. Por fortuna, su padre estaba dándole largas al asunto. Pero la joven temía que, tarde o temprano, acabara por acceder. Beith era un hombre poderoso y muy rico. Cuarenta años, viudo. Ningún impedimento, por tanto, para elegir nueva esposa. Sabía que a su padre le agradaba aquella posible unión.
—Ese hombre me desagrada —le confesó—. Quiero encontrar a alguien más joven. Y más guapo. Esa condenada verruga que tiene al lado de la oreja me da escalofríos.
(TN) Colbert estalló en carcajadas, coreadas por su amiga.
Continuaron despellejando a su pretendiente y, un poco más tarde, (TN) se despidió.
—He de irme ya. Seguramente mi tío estará echando espuma por la boca. Si ha conseguido nuevos trabajadores para «Promise», querrá regresar cuanto antes. Aunque supongo que a Edgar le agradaría más quedarse unas horas en Port Royal, jugándose el dinero a las cartas.
Virginia la acompañó hasta la puerta, y una vez allí, comentó:
—¿Dices que iba a comprar esclavos?
—Virginia, odio esa palabra.
—Que la odies no elimina la realidad de lo que son. Volviendo al tema, (TN), tu tío estaba dispuesto a venderle diez braceros a mi padre la semana pasada. ¿Entendí mal cuando dijo que le sobraban… trabajadores?
—Cuando me he marchado del mercado, se interesaba por dos españoles. Y ha pujado por ellos.
Los ojos castaños de su amiga se ensombrecieron aún más.
—No ha dejado su odio atrás, ¿verdad?
—No. No ha olvidado, Virginia. En lo que se refiere a los españoles, su obsesión sigue latente, es casi enfermiza. Según me contaron, juró vengarse de ellos cuando mi primo Leo murió en una batalla en el mar. —Se le ensombreció el semblante—. Y si ha acabado comprando a esos dos hombres, temo por ellos. Sobre todo, por uno de ellos.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Un presentimiento la aturdía—. Deberías haberlo visto. Sus ojos despedían cólera. ¡Ha arremetido contra el vendedor cuando éste ha abofeteado a su compañero!
—¡Dios! ¿Le… le han golpeado… allí mismo?
—Mi tío no lo ha permitido, afortunadamente. Según sus propias palabras, no compraría mercancía deteriorada —dijo con gesto de asco—. Creo que se reserva ese placer.
Virginia detectó algo nuevo en los ojos azules de su amiga.
—Parece que la subasta te ha impactado. ¿Cómo es ese hombre? Juraría que te ha impresionado.
(TN) lo pensó antes de responder. ¿Cómo era? ¿Cómo definir a un ser humano atado, apenas vestido, expuesto y degradado como persona?
—Físicamente magnífico —acabó por decir.
—¿Has dicho magnífico?
—Alto y moreno. Delgado, pero musculoso. Y sus ojos… Nunca he visto unos iguales. Parecía que le importara muy poco lo que lo rodeaba. Como si… Como si el hecho de vivir o morir careciera de importancia. Y no me ha dado la impresión de que se lo pueda retener fácilmente como esclavo.
Virginia cogió la sombrilla que le entregaba un lacayo y se la pasó a (TN). Se conocían desde hacía poco, pero ya podía apreciar alguna de las emociones de su amiga. El individuo en cuestión debía de ser algo especial si se le avivaban así las pupilas cuando hablaba de él. Lástima que no se tratara más que de un esclavo.
—¿Cuándo te veré de nuevo? —preguntó, variando el hilo de sus pensamientos.
—En cuanto me sea posible.
—Por favor, que sea pronto —le rogó.
Se besaron y (TN) se subió al landó donde aguardaba pacientemente el cochero de su tío. Cuando se puso en marcha y le hizo un último saludo, Virginia rezó para que, finalmente, Colbert no hubiera comprado a los españoles. No sabía la causa, pero intuía problemas.
Jamaica era una de las islas del Caribe, rodeada de un gran arrecife de coral, y se orientaba en dirección este-oeste. De orografía maciza y compacta, con montañas bajas y rodeadas por valles exuberantes que refrescaban los vientos alisios, procurando una temperatura agradable todo el año. En uno de esos valles se hallaba enclavada la hacienda de Sebastian Colbert, presidida por una casa de estilo británico con columnas porticadas.
La isla había sido descubierta por Cristóbal Colón el 3 de mayo de 1494 y en aquel tiempo se la llamó Santiago por parte de los españoles y Xaymaca (isla de los manantiales) por los arahuacos. Hasta 1655 estuvo ocupada por la Corona española, pero luego pasó a manos británicas.
Las plantaciones de tabaco, café y caña de azúcar eran su principal fuente de ingresos. Eso había motivado que los hacendados requirieran la llegada de esclavos, sobre todo africanos, aunque siempre había algún blanco caído en desgracia, como era el caso de Nick y Joe de Jonas.
«Promise», la hacienda de Colbert, se dedicaba en gran medida a la caña de azúcar.
Montados en la parte trasera de un destartalado carro, Joe no dejó de observar lo extraordinario del lugar. En otras circunstancias, aquella tierra incluso le hubiera agradado. Árboles de mirto, orquídeas, ananás, yuca, helechos y plátanos. Y campos extensos y cuidados, rebosantes de naturaleza viva. Eso sí, salpicados por decenas de esclavos que doblaban la espalda bajo la mirada de los capataces.
Llegaron a su destino y los obligaron a bajar a empellones en una especie de plazoleta, alrededor de la cual se levantaban chozas construidas con barro y paja. A empujones también, tuvieron que entrar en una de ellas, donde les desataron las manos para amarrarlos a una argolla fijada al poste central del habitáculo, donde los abandonaron.
Nick se dejó caer al suelo y se apoyó en el eje de la choza.
—Y ahora ¿qué?
—Ahora, esperaremos —le dijo Joe, tomando asiento a su lado.
—No me gusta ese sujeto.
—¿A quién te refieres?
—Al fulano gordo que nos ha comprado. No me ha gustado su modo de mirarnos.
—Nos ve como lo que somos, Nick: carne vigorosa para sus campos de caña.
El más joven se removió, inquieto, pero Joe se tumbó sobre la tierra apisonada y cerró los ojos, ajustando su postura a lo que le permitía la brevedad de la cadena.
—Duerme un poco, renacuajo. Descansemos mientras podamos, porque me temo que de ahora en adelante, vamos a hacerlo muy poco. Hasta que escapemos.
—¿Escapar?
—No pienso morir como esclavo. —Apenas se lo oía, pero Nick supo que hablaba en serio—. He dicho escapar, sí. Y vamos a hacerlo a la primera oportunidad.
—¡Por las llagas de Cristo! Estamos encadenados en una maldita isla inglesa, y no se vislumbra ningún barco a la vista…
—No seas necio. Si quieren que trabajemos, tendrán que soltarnos. Estamos en una isla, sí. Y como todas, tendrá infinidad de calas y playas. En cuanto al barco… ya veremos.
—¿Es que piensas robar uno? —replicó sarcástico.
—Quizá.
—Estás loco, Joe.
—¡Loco, sí! —Se incorporó de golpe—. Loco de ira, Nick. ¡De odio! Esos cabrones mataron a Carlota, le partieron el cuello sin contemplaciones. ¡Voy a vengarme como sea! Pagarán por lo que le hicieron a ella y por lo que nos están haciendo a nosotros.
Nick lo miró con lástima. Hasta entonces, su hermano había sido un ejemplo de coraje, pero siempre con temple. Ahora, allí, se expresaba como si fuera otra persona. Temió por él. Temió, sí, porque si se empecinaba en mostrarse altanero, los capataces de su actual amo no iban a tener consideración y presentía la habilidad con que manejarían el látigo.
—Al menos, sé prudente hasta que podamos escapar —le rogó.
Joe le respondió con frialdad:
—Todo lo prudente que haga falta hasta que pueda cortarles el cuello a unos cuantos ingleses.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 7
Tal como temían, no les permitieron descansar demasiado. Apenas dos horas después, los desataron y los sacaron de la choza. Fuera aguardaba el sujeto que se había convertido en su amo. Y otro más joven, que se le parecía en los rasgos y cuya constitución adelantaba ya lo que iba a ser al cabo de unos años.
Acompañando a ambos, había tres sujetos fornidos, de cuyas caderas colgaba el correspondiente látigo: capataces, no les cupo duda alguna. Demasiados perros para supervisar a dos pobres prisioneros, pensaron al unísono.
—Estáis en «Promise» —empezó diciendo el orondo hacendado, después de mirarlos de arriba abajo—. Mi nombre es Sebastian Colbert y desde ahora me pertenecéis en cuerpo y alma. Trabajaréis en los campos de caña de azúcar desde las cinco de la mañana hasta el anochecer. Comeréis dos veces al día y acataréis mis órdenes, las de mi hijo y las de vuestros capataces, al pie de la letra.
Joe elevó una ceja con cinismo; no esperaba que los pusieran al tanto de lo que les aguardaba. Y ese mínimo gesto no agradó a Colbert, que se adelantó un paso.
—Si te interesa vivir lo suficiente, cabrón, es mejor que borres de tu cara ese rictus de príncipe destronado. Aquí no eres más que un esclavo al que voy a manejar como me venga en gana, porque la ley así me lo permite. Puedo matarte y nadie me pedirá cuentas. De manera, que tú eliges. —Volvió a guardar distancias, como si estar cerca de ellos lo mancillara—. Pero os prometo una cosa: lamentaréis no haber muerto antes de llegar a Port Royal.
Balanceando sus carnes, se fue alejando con los suyos y ellos volvieron a ser encadenados.
Al caer la noche, regresó el grueso de los braceros y la choza se llenó de cuerpos sudorosos y agotados: ocho cautivos apiñados en el interior de un espacio tan reducido. Todos ellos eran negros. Apenas les dedicaron una mirada y no dijeron nada, limitándose a sentarse en los huecos vacíos.
Llegó la cena, una escudilla con una masa indefinible que devoraron con avidez, y luego se tumbaron sobre una especie de colchonetas. No hubo ración para los españoles y poco después en la choza reinaba el silencio.
A Joe le fue imposible conciliar el sueño. La corta cadena apenas le permitía moverse y el hambre le roía el estómago. Recordó, una a una, las palabras de Colbert. Y aunque entendía que aquel seboso quisiera ponerlos en su sitio, no conseguía comprender su última amenaza. De su tono cabía deducir indicios vengativos, como si deseara más colgarlos de una soga que aprovecharse de su fortaleza física y de su juventud. Y si así era, ¿por qué los había comprado?
Nick se había quedado dormido en una postura inverosímil. Joe se prometió de nuevo sacarlo de allí aunque le fuera la vida en ello. No podía permitir que a su hermano se la arrebataran en aquella asquerosa isla, constantemente azuzado por los látigos de los capataces, humillado y vencido. Antes de eso, sería capaz de estrangularlo con sus propias manos.
Joe comprendió muy pronto a qué se refería Colbert cuando dijo que preferirían haber muerto.
Los despertaron a las cuatro de la madrugada, les proporcionaron un desayuno grasiento y repugnante y los hicieron montar en los carros para dirigirse a los campos.
Con los pantalones blancos con que los presentaron en la subasta como única prenda, sus espaldas y brazos debieron soportar los rayos de sol durante todo el día. Pararon de trabajar a media mañana durante unos diez minutos, momento en el que algunas mujeres —esclavas también— se les acercaron para repartir agua. Luego, vuelta al trabajo. Y cuando regresaron a las chozas, el agotamiento apenas les permitió refrescarse y cenar algo. Su único pensamiento era dejarse caer sobre cualquier superficie y dormir. Las horas de silencio los sumieron en la inconsciencia de su humillante destino, durante las mismas, se obstruyeron de la presión de los capataces, del sol inclemente y de la asfixia abrumadora de su esclavitud. Dormidos, evitaban al menos la crueldad de algún capataz, que, según su estado de ánimo, dejaba caer el látigo sobre sus lacerados hombros, exigiéndoles trabajar más o más aprisa.
Los empleados de Colbert tardaron muy poco en darse cuenta de lo fácil que resultaba provocar a Joe. Sólo hacía falta zaherir a Nick para que se revolviera y fuera él el objeto del castigo. Disfrutaban con aquel juego despiadado y perverso. Sojuzgar al español fue convirtiéndose en algo cotidiano y Nick sufría y sufría, sin poder hacer otra cosa que callar para evitar males mayores. Una y otra vez suplicaba a su hermano calma, pero todo era inútil, y la mayoría de las noches, Joe se derrumbaba sobre el suelo, extenuado, molido a golpes o con marcas de látigo en su espalda.
Nick temía por él y pensaba que no saldría vivo de aquella maldita hacienda.
(TN) había elegido un vestido azul claro de escote cuadrado, manga corta y amplia falda.
Lidia, la criada mulata que su tío le asignó a su llegada, le tendió una pamela a juego. A (TN) le agradaba la muchacha, joven y bonita. Se había convertido en alguien imprescindible para ella.
—No hace tanto calor, Lidia.
—Si no se protege, acabará con el rostro tan oscuro como el mío, señorita.
—Pues el tuyo es muy hermoso.
La mulata agachó la mirada, con la satisfacción pintada en el semblante. Era tres años mayor que la nueva ama y aunque la vida la había tratado mal, sabía que era cierto que su cara conservaba aún la frescura, y que era de un cremoso tono tostado, y suave como el terciopelo. Sin embargo, aquellos regalos del Cielo, lejos de un consuelo, suponían para ella la mayor de las desgracias. A causa precisamente de su figura delgada y cimbreante, de su piel sedosa y su rostro bonito, había pasado ya varias veces por la cama de Sebastian Colbert. Y por la de su hijo. (TN) lo sabía, pero no deseaba hablar de ello. Y Lidia tampoco, aunque cuando pasaba la noche en la casa le era imposible disimularlo al día siguiente. Odiaba a Colbert y odiaba a su hijo, que fue el primero en someterla, cansado de las putas a las que frecuentaba en Port Royal. Desde que la habían comprado, hacía ya dos años, soportaba su agonía en silencio. Solamente se había confiado a (TN), a quien admiraba por ser distinta, por haberle tendido una mano amistosa, por haber dado la cara por ella.
Se lo había contado todo una tarde, entre sollozos. Primero había sido usada por Edgar y cuando el joven emprendió viaje a Europa, su padre tomó el relevo. Edgar regresó del viejo continente con aires de grandeza y, al parecer, con una buena bolsa de dinero. Intentó volver a llevarla a su cama, comprársela al viejo incluso. Pero Sebastian se negó: ahora era de su exclusiva propiedad.
—Cuando fui llamada por primera vez a la habitación del amo —le había contado con la expresión apenada de quien revive una pesadilla—, traté de escapar. Sólo conseguí un castigo y, de todos modos, acabé siendo suya. Aquel día comprendí que mi vida dependía de él y decidí seguir viva.
Para Lidia, la llegada de (TN) a «Promise» fue una bendición. Ella la apoyaba, le mostraba confianza, le contaba sus secretos, cosas de Inglaterra… Sobre todo, se interponía cuando era necesario suavizar alguna reprimenda. Desde que entró en su vida, el látigo no había tocado su piel. (TN) Colbert era amable con todos los sirvientes, pocas veces se la veía irritada —salvo con su tío y su primo—, pedía las cosas por favor, daba las gracias… La adoraban, porque no estaban acostumbrados a un trato amable de nadie.
—No sé lo que haré cuando usted se marche, señorita —se lamentaba mientras le recolocaba el cabello bajo la pamela.
—Tú te vendrás conmigo.
—¿Haría eso por mí? —preguntó Lidia, magnetizada por la perspectiva—. ¿Lo haría de veras, m’zelle?
—¿Por qué no? Eres fiel, trabajadora y estás atenta a lo que necesito. Le diré a mi tío que eres el único recuerdo que me llevaré de mi estancia en Jamaica. Te compraré, si es necesario. Y luego serás libre. Siempre, claro… que tú estés de acuerdo.
A Lidia se le mezcló la ilusión con el llanto y se arrodilló a los pies de la joven.
—¡Ah, sí, m’zelle! Es usted un ángel. Es…
—¡Vamos, levántate, Lidia! No seas niña. —La ayudó a incorporarse y le secó las lágrimas—. No me gusta verte llorar, los párpados se te hinchan y estropean tus ojos, que son preciosos. Y tampoco me gusta que te humilles. Nadie debe hacerlo.
—Pero ¡es que es usted tan buena conmigo! —Arreció el llanto.
—¡Jesús! Si lo sé no te digo nada. Anda, pide que me traigan el landó, por favor.
Lidia se apresuró a cumplir su petición y (TN) suspiró, buscó su bolsito y esperó. Le bullía la sangre. Se llevaría a Lidia con ella, sí. Claro que se la llevaría. ¡Y cada esclavo de «Promise», si pudiera! Luego, quemaría la plantación. ¡Todas las malditas plantaciones de la isla!
Se obligó a relajarse. Sabía que podía hacer muy poco en favor de los esclavos. ¿Quién era ella para luchar contra el sistema establecido? Nadie, sólo una invitada. ¡Dios! ¡Cuánto deseaba ver llegar la carta de su padre pidiendo que regresara a Inglaterra! En «Promise», se ahogaba. Pero una vez más, se felicitó por haberse opuesto al compromiso pactado por su padre, que le había permitido conocer el verdadero talante de su tío y de Edgar y, de paso, las condiciones de vida de los negros y la crueldad de los blancos que dictaban las leyes y las aplicaban a su antojo. Se le formó un hoyuelo en la mejilla al recordar las diferencias con Europa: (TN) había amenazado con dejar plantado en el mismo altar a su pretendiente si la obligaban a aquel matrimonio. Nunca aprendería a controlar su genio. Ahora, pagaba las consecuencias de su desvarío.
—En una isla perdida en el océano —le había dicho su padre—, tal vez allí te parezca que la proposición de casarte no es tan descabellada.
Por supuesto que seguía siendo descabellada para ella, a pesar del destierro. Y era verdad que odiaba aquel lugar, no sólo por ser testigo de la forma en que los dueños de las plantaciones hacían de los esclavos la base de su existencia y su riqueza, sino porque a Port Royal comenzaban a llegar, cada vez con más frecuencia, bucaneros y corsarios. Existía, eso sí, un acuerdo tácito entre éstos y el gobierno de la isla. Sin embargo, las mujeres empezaron a sentirse inseguras y no se atrevían a salir solas. Por eso (TN) se había acostumbrado a cabalgar a diario o a utilizar el landó, pero sin salir de los confines de «Promise». A Port Royal sólo le estaba permitido ir en compañía de su tío, de Edgar o de capataces armados. Eso era dependencia y ella siempre amó la libertad, pero tenía que aguantarse.
Entendía que Colbert no podía permitir que a ella le pasara nada. Soportaba, por tanto, los largos y tediosos días como mejor podía. Lidia había sido para ella un escape, alguien con quien hablar y reír. Ella y Virginia Jordan eran sus únicas amigas.
—El landó está listo, m’zelle.
(TN) dejó que el caballo eligiera el camino. Sin percatarse, se estaba acercando a los campos de caña.
Tal como temían, no les permitieron descansar demasiado. Apenas dos horas después, los desataron y los sacaron de la choza. Fuera aguardaba el sujeto que se había convertido en su amo. Y otro más joven, que se le parecía en los rasgos y cuya constitución adelantaba ya lo que iba a ser al cabo de unos años.
Acompañando a ambos, había tres sujetos fornidos, de cuyas caderas colgaba el correspondiente látigo: capataces, no les cupo duda alguna. Demasiados perros para supervisar a dos pobres prisioneros, pensaron al unísono.
—Estáis en «Promise» —empezó diciendo el orondo hacendado, después de mirarlos de arriba abajo—. Mi nombre es Sebastian Colbert y desde ahora me pertenecéis en cuerpo y alma. Trabajaréis en los campos de caña de azúcar desde las cinco de la mañana hasta el anochecer. Comeréis dos veces al día y acataréis mis órdenes, las de mi hijo y las de vuestros capataces, al pie de la letra.
Joe elevó una ceja con cinismo; no esperaba que los pusieran al tanto de lo que les aguardaba. Y ese mínimo gesto no agradó a Colbert, que se adelantó un paso.
—Si te interesa vivir lo suficiente, cabrón, es mejor que borres de tu cara ese rictus de príncipe destronado. Aquí no eres más que un esclavo al que voy a manejar como me venga en gana, porque la ley así me lo permite. Puedo matarte y nadie me pedirá cuentas. De manera, que tú eliges. —Volvió a guardar distancias, como si estar cerca de ellos lo mancillara—. Pero os prometo una cosa: lamentaréis no haber muerto antes de llegar a Port Royal.
Balanceando sus carnes, se fue alejando con los suyos y ellos volvieron a ser encadenados.
Al caer la noche, regresó el grueso de los braceros y la choza se llenó de cuerpos sudorosos y agotados: ocho cautivos apiñados en el interior de un espacio tan reducido. Todos ellos eran negros. Apenas les dedicaron una mirada y no dijeron nada, limitándose a sentarse en los huecos vacíos.
Llegó la cena, una escudilla con una masa indefinible que devoraron con avidez, y luego se tumbaron sobre una especie de colchonetas. No hubo ración para los españoles y poco después en la choza reinaba el silencio.
A Joe le fue imposible conciliar el sueño. La corta cadena apenas le permitía moverse y el hambre le roía el estómago. Recordó, una a una, las palabras de Colbert. Y aunque entendía que aquel seboso quisiera ponerlos en su sitio, no conseguía comprender su última amenaza. De su tono cabía deducir indicios vengativos, como si deseara más colgarlos de una soga que aprovecharse de su fortaleza física y de su juventud. Y si así era, ¿por qué los había comprado?
Nick se había quedado dormido en una postura inverosímil. Joe se prometió de nuevo sacarlo de allí aunque le fuera la vida en ello. No podía permitir que a su hermano se la arrebataran en aquella asquerosa isla, constantemente azuzado por los látigos de los capataces, humillado y vencido. Antes de eso, sería capaz de estrangularlo con sus propias manos.
Joe comprendió muy pronto a qué se refería Colbert cuando dijo que preferirían haber muerto.
Los despertaron a las cuatro de la madrugada, les proporcionaron un desayuno grasiento y repugnante y los hicieron montar en los carros para dirigirse a los campos.
Con los pantalones blancos con que los presentaron en la subasta como única prenda, sus espaldas y brazos debieron soportar los rayos de sol durante todo el día. Pararon de trabajar a media mañana durante unos diez minutos, momento en el que algunas mujeres —esclavas también— se les acercaron para repartir agua. Luego, vuelta al trabajo. Y cuando regresaron a las chozas, el agotamiento apenas les permitió refrescarse y cenar algo. Su único pensamiento era dejarse caer sobre cualquier superficie y dormir. Las horas de silencio los sumieron en la inconsciencia de su humillante destino, durante las mismas, se obstruyeron de la presión de los capataces, del sol inclemente y de la asfixia abrumadora de su esclavitud. Dormidos, evitaban al menos la crueldad de algún capataz, que, según su estado de ánimo, dejaba caer el látigo sobre sus lacerados hombros, exigiéndoles trabajar más o más aprisa.
Los empleados de Colbert tardaron muy poco en darse cuenta de lo fácil que resultaba provocar a Joe. Sólo hacía falta zaherir a Nick para que se revolviera y fuera él el objeto del castigo. Disfrutaban con aquel juego despiadado y perverso. Sojuzgar al español fue convirtiéndose en algo cotidiano y Nick sufría y sufría, sin poder hacer otra cosa que callar para evitar males mayores. Una y otra vez suplicaba a su hermano calma, pero todo era inútil, y la mayoría de las noches, Joe se derrumbaba sobre el suelo, extenuado, molido a golpes o con marcas de látigo en su espalda.
Nick temía por él y pensaba que no saldría vivo de aquella maldita hacienda.
(TN) había elegido un vestido azul claro de escote cuadrado, manga corta y amplia falda.
Lidia, la criada mulata que su tío le asignó a su llegada, le tendió una pamela a juego. A (TN) le agradaba la muchacha, joven y bonita. Se había convertido en alguien imprescindible para ella.
—No hace tanto calor, Lidia.
—Si no se protege, acabará con el rostro tan oscuro como el mío, señorita.
—Pues el tuyo es muy hermoso.
La mulata agachó la mirada, con la satisfacción pintada en el semblante. Era tres años mayor que la nueva ama y aunque la vida la había tratado mal, sabía que era cierto que su cara conservaba aún la frescura, y que era de un cremoso tono tostado, y suave como el terciopelo. Sin embargo, aquellos regalos del Cielo, lejos de un consuelo, suponían para ella la mayor de las desgracias. A causa precisamente de su figura delgada y cimbreante, de su piel sedosa y su rostro bonito, había pasado ya varias veces por la cama de Sebastian Colbert. Y por la de su hijo. (TN) lo sabía, pero no deseaba hablar de ello. Y Lidia tampoco, aunque cuando pasaba la noche en la casa le era imposible disimularlo al día siguiente. Odiaba a Colbert y odiaba a su hijo, que fue el primero en someterla, cansado de las putas a las que frecuentaba en Port Royal. Desde que la habían comprado, hacía ya dos años, soportaba su agonía en silencio. Solamente se había confiado a (TN), a quien admiraba por ser distinta, por haberle tendido una mano amistosa, por haber dado la cara por ella.
Se lo había contado todo una tarde, entre sollozos. Primero había sido usada por Edgar y cuando el joven emprendió viaje a Europa, su padre tomó el relevo. Edgar regresó del viejo continente con aires de grandeza y, al parecer, con una buena bolsa de dinero. Intentó volver a llevarla a su cama, comprársela al viejo incluso. Pero Sebastian se negó: ahora era de su exclusiva propiedad.
—Cuando fui llamada por primera vez a la habitación del amo —le había contado con la expresión apenada de quien revive una pesadilla—, traté de escapar. Sólo conseguí un castigo y, de todos modos, acabé siendo suya. Aquel día comprendí que mi vida dependía de él y decidí seguir viva.
Para Lidia, la llegada de (TN) a «Promise» fue una bendición. Ella la apoyaba, le mostraba confianza, le contaba sus secretos, cosas de Inglaterra… Sobre todo, se interponía cuando era necesario suavizar alguna reprimenda. Desde que entró en su vida, el látigo no había tocado su piel. (TN) Colbert era amable con todos los sirvientes, pocas veces se la veía irritada —salvo con su tío y su primo—, pedía las cosas por favor, daba las gracias… La adoraban, porque no estaban acostumbrados a un trato amable de nadie.
—No sé lo que haré cuando usted se marche, señorita —se lamentaba mientras le recolocaba el cabello bajo la pamela.
—Tú te vendrás conmigo.
—¿Haría eso por mí? —preguntó Lidia, magnetizada por la perspectiva—. ¿Lo haría de veras, m’zelle?
—¿Por qué no? Eres fiel, trabajadora y estás atenta a lo que necesito. Le diré a mi tío que eres el único recuerdo que me llevaré de mi estancia en Jamaica. Te compraré, si es necesario. Y luego serás libre. Siempre, claro… que tú estés de acuerdo.
A Lidia se le mezcló la ilusión con el llanto y se arrodilló a los pies de la joven.
—¡Ah, sí, m’zelle! Es usted un ángel. Es…
—¡Vamos, levántate, Lidia! No seas niña. —La ayudó a incorporarse y le secó las lágrimas—. No me gusta verte llorar, los párpados se te hinchan y estropean tus ojos, que son preciosos. Y tampoco me gusta que te humilles. Nadie debe hacerlo.
—Pero ¡es que es usted tan buena conmigo! —Arreció el llanto.
—¡Jesús! Si lo sé no te digo nada. Anda, pide que me traigan el landó, por favor.
Lidia se apresuró a cumplir su petición y (TN) suspiró, buscó su bolsito y esperó. Le bullía la sangre. Se llevaría a Lidia con ella, sí. Claro que se la llevaría. ¡Y cada esclavo de «Promise», si pudiera! Luego, quemaría la plantación. ¡Todas las malditas plantaciones de la isla!
Se obligó a relajarse. Sabía que podía hacer muy poco en favor de los esclavos. ¿Quién era ella para luchar contra el sistema establecido? Nadie, sólo una invitada. ¡Dios! ¡Cuánto deseaba ver llegar la carta de su padre pidiendo que regresara a Inglaterra! En «Promise», se ahogaba. Pero una vez más, se felicitó por haberse opuesto al compromiso pactado por su padre, que le había permitido conocer el verdadero talante de su tío y de Edgar y, de paso, las condiciones de vida de los negros y la crueldad de los blancos que dictaban las leyes y las aplicaban a su antojo. Se le formó un hoyuelo en la mejilla al recordar las diferencias con Europa: (TN) había amenazado con dejar plantado en el mismo altar a su pretendiente si la obligaban a aquel matrimonio. Nunca aprendería a controlar su genio. Ahora, pagaba las consecuencias de su desvarío.
—En una isla perdida en el océano —le había dicho su padre—, tal vez allí te parezca que la proposición de casarte no es tan descabellada.
Por supuesto que seguía siendo descabellada para ella, a pesar del destierro. Y era verdad que odiaba aquel lugar, no sólo por ser testigo de la forma en que los dueños de las plantaciones hacían de los esclavos la base de su existencia y su riqueza, sino porque a Port Royal comenzaban a llegar, cada vez con más frecuencia, bucaneros y corsarios. Existía, eso sí, un acuerdo tácito entre éstos y el gobierno de la isla. Sin embargo, las mujeres empezaron a sentirse inseguras y no se atrevían a salir solas. Por eso (TN) se había acostumbrado a cabalgar a diario o a utilizar el landó, pero sin salir de los confines de «Promise». A Port Royal sólo le estaba permitido ir en compañía de su tío, de Edgar o de capataces armados. Eso era dependencia y ella siempre amó la libertad, pero tenía que aguantarse.
Entendía que Colbert no podía permitir que a ella le pasara nada. Soportaba, por tanto, los largos y tediosos días como mejor podía. Lidia había sido para ella un escape, alguien con quien hablar y reír. Ella y Virginia Jordan eran sus únicas amigas.
—El landó está listo, m’zelle.
(TN) dejó que el caballo eligiera el camino. Sin percatarse, se estaba acercando a los campos de caña.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 8
—¡Vamos, haraganes! Cargad más aprisa, no tenemos todo el día.
Era lo que constantemente oían los esclavos. Eso y el restallar del látigo, aunque Colbert, para no mermar sus fuerzas y evitar infecciones, había prohibido el de cuero y se utilizaba otro compuesto de varias correas unidas por una tira más sólida que colgaba del mango. Esas correas impedían que se rasgara la piel, pero no por ello eran menos dolorosas.
Sólo una vez, desde que estaban en la hacienda, Joe y Nick habían sido testigos de un castigo con látigo de cuero, semejante a una serpiente negra. Era pavoroso y destrozaba piel y carne. El desgraciado al que se le aplicó el tormento había intentado fugarse durante la noche, únicamente para ver a la muchacha de la que estaba enamorado, vendida al dueño de la hacienda limítrofe a «Promise».
Colbert puso en marcha un dispositivo de caza y, a la mañana siguiente, en lugar de llevarlos a los campos de azúcar, los reunieron en la plazoleta para que no se perdieran detalle de cómo se administraba su justicia. Ataron al desdichado a la pilastra donde se llevaban a cabo aquellas penas, un par de troncos en aspa clavados en el suelo. Lo desnudaron completamente y le dieron cincuenta azotes. A Joe aún le resonaban en los oídos sus alaridos y el sibilante sonido del cuero. Sus gritos se fueron convirtiendo en estertores, luego súplicas, llantos y nada más. Para cuando el capataz encargado de aplicar el castigo acabó con él, el infeliz estaba medio muerto y su espalda no era sino un amasijo sanguinolento que provocaba repulsión.
—¡Más aprisa! —no dejaba de oírse mientras cortaban la caña—. Acabaré por sacaros las tripas y dejarlas pudrirse al sol.
Joe apretó los dientes y continuó su agotador trabajo, rezando para que terminase el día. Desde el alba, le habían asignado las peores tareas, como a Nick. Su hermano comenzaba a flaquear porque el cansancio le pasaba factura. Si no paraban pronto, se desmayaría y eso le acarrearía una paliza.
El traqueteo de un carruaje distrajo a Joe un segundo y se fijó en el camino que serpenteaba junto a ellos. Sólo fue un instante, pero las correas cayeron sobre su espalda.
—¡Al trabajo, maldito español! ¡No te distraigas!
Joe se tensó. Sus dedos apretaron con fuerza el mango del largo cuchillo con que cortaba la caña y en sus ojos apareció el brillo de un arrebato furioso.
—Inténtalo, muchacho. —Se reía el capataz en su cara, dejando descansar su mano en la culata del arma que le colgaba del cinto—. Inténtalo y le vuelo la cabeza a tu jodido hermano.
—Joe, por favor… —suplicó Nick.
Tragándose la bilis, agachó la cabeza y continuó con su trabajo. La ruin risotada del bastardo lo humilló más que si lo hubiera golpeado, porque le mostraba la impunidad de sus acciones, contra las que él nada podía hacer. No le hubiera costado demasiado cortarle la yugular a un tipo tan vil, pero la vida de Nick era más importante que acabar con semejante hijo de puta.
(TN) lo vio todo. Llevaba el caballo al paso y se fijó en el esclavo al que acababan de zaherir. Le resultaba vagamente familiar. Tiró de las riendas y frenó el landó a la vereda del camino. El sujeto a cargo de los hermanos se acercó presuroso, se quitó el sombrero y en su cara ladina apareció una sonrisa.
—Buenos días, señorita.
A ella le desagradaba el tipo, pero lo disimuló.
—Buenos días… eh… Brandon, ¿verdad?
—Branson, señorita.
—Branson. Lo siento, soy algo despistada para los nombres.
—¿Necesita algo?
—Creo que una de las ruedas está suelta —mintió con descaro, echando miradas fugaces a los dos braceros de piel clara—. ¿Podría alguien revisarla? No me gustaría tener que regresar a la casa a pie.
—Yo mismo… —Dio un paso.
—¡Por Dios, no, señor Branson! —se alarmó con mucha convicción—. Usted se mancharía. Cualquiera de ellos servirá. —Señaló a los esclavos con la barbilla—. Ya están sucios.
El capataz llamó a un negro.
—¡Eh, tú!
—¿Le importaría prestarme a ese de ahí? —(TN) señaló al sujeto que le parecía conocido—. Parece bastante fuerte.
El hombre hizo un gesto que lo mismo podía ser de asentimiento como de negación, pero acabó aceptando.
—¡Tú! ¡Español!
Nick y Joe se irguieron a un tiempo y el capataz señaló al segundo. En la distancia, una mirada esmeraldina se clavó en el rostro de (TN) haciendo que se le parase el corazón al reconocer al que tan altanero se había mostrado en la plataforma del mercado. Él tiró el largo cuchillo a un lado y se fue acercando, limpiándose las palmas en las perneras del pantalón.
Apretando las riendas entre sus dedos, ella no pudo evitar contemplarlo a placer: largas y elásticas zancadas, como las de una pantera al acecho, el cabello largo, y la impresión de que el duro trabajo en los campos había desarrollado sus músculos. Estaba muy moreno. Y sus ojos… de una intensidad eléctrica, le provocaron un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal.
—Revisa que las ruedas no estén sueltas —le ordenó el capataz—. Y date prisa.
Joe se inclinó sobre la rueda derecha y la voz de mando cambió de dirección, hostigando a otros braceros.
A (TN) le sudaban las manos. No sabía la causa, pero se le aceleraban los latidos viéndolo trajinar. Cada movimiento de sus músculos era una sinfonía poderosa que el látigo no parecía haber mermado en absoluto. Con lástima, se fijó en las marcas que tenía en la espalda.
JOE cruzó a la otra rueda, en la que tampoco encontró anomalías. Cuando hubo terminado, la miró a la cara y a la muchacha se le atascó el aire en la garganta.
—Están perfectamente.
(TN) sintió que enrojecía ante su atento escrutinio. Cualquier duda se habría disipado bajo el brillo de aquellos ojos verdes.
«¡Dios, es guapísimo!», pensó. A pesar de su aspecto y vestido solamente con pantalones holgados que, sin embargo, en ciertos puntos se ajustaban a sus largas piernas, era increíblemente atractivo. Sin proponérselo, demoró su inspección sin recato y dejó vagar sus ojos por el amplio pecho y la anchura de los hombros. Su madre la hubiera reprendido por su descaro, pero no estaban en Londres, donde un hombre jamás aparecería con el torso desnudo delante de una dama. Estaban en Jamaica. Allí las normas eran distintas. En realidad, no existían. Y los esclavos que se deslomaban cortando caña o recolectando café, ya fuesen negros o blancos, apenas si se vestían.
Joe no fingió no saber que estaba captando la atención de aquel rostro nacarado y hermoso. La chica era menuda y muy bonita, de largo cabello dorado que le caía en cascadas hasta la cintura y se rizaba ligeramente en las puntas y alrededor de las orejas. Unos ojos grandes, de un azul intenso, orlados de pestañas largas y ligeramente más oscuras. La nariz respingona y los labios amplios…
Joe se detuvo al llegar a ese punto. Se cubrió con el manto de la autoprotección. Llevaba demasiado tiempo sin una mujer y la beldad que tenía delante le recordaba su condición como una cuchillada a su orgullo.
—¿Desea algo más?
(TN) parpadeó. Aferró las riendas con más fuerza, si cabía.
—No. —Joe se volvió dándole la espalda, y ella no pudo remediar hacer algo para retenerlo—. ¿De modo que es usted español?
Él se detuvo y se volvió, con una chispa de diversión en sus pupilas. Asintió. Solamente asintió, pero para (TN) representaba un triunfo haber conseguido su atención.
—Estuve una vez en España —dijo ella, pasándose las bridas de una mano a otra—. Cuando tenía seis años. En Sevilla.
—¿De veras?
—¿Es usted de allí? —Trataba de hablar con naturalidad, pero el nudo que tenía en la garganta se lo impedía. El corazón galopaba en su pecho como un purasangre en campo abierto y una desazón incómoda hacía que se removiera en el asiento.
Joe, a su vez, se fijó en los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
—No.
—¡Ah! — ¡Por amor de Dios, estaba poniéndose en ridículo! ¿Qué le importaba a ella de dónde era aquel hombre? ¿Por qué le apetecía tanto seguir mirándolo?
Joe fantaseó con la repentina idea de estirar los brazos, arrancarla del landó y estrecharla contra él. Realmente era preciosa. Sus labios prometían el néctar más jugoso, su cuerpo los deleites que un hombre…
Reaccionó de pronto, regresando a la cordura y apretó las mandíbulas. ¡Por todos los infiernos! ¿Qué le pasaba? Ella era la sobrina del hijo de perra que los había comprado. ¡Una maldita inglesa, compatriota de los piratas que arrasaron Maracaibo y asesinaron a Carlota! El dolor del pasado reciente lo incitó a hacérselo pagar a la joven. Sí, la muchachita merecía un escarmiento. Apoyándose con insolencia en el pescante del landó, con la mano muy cerca de los pliegues de su vestido azul, le espetó, acuciado por los recuerdos:
—¿Qué pasa, preciosa? ¿Se aburría en casa y ha decidido salir a flirtear un rato?
(TN) se irguió como si la hubiesen abofeteado. Sus ojos perdieron la calidez y despidieron fuego. Su fascinación se tornó en repulsa. Él se estaba burlando y, aunque no merecía otra cosa por su estupidez, se rebeló.
—Señor…
—Déjese de títulos, milady. Aquí sobran. Los perdí cuando me encadenaron y el cerdo de su tío me compró como se compra una res para el matadero —se explayó sin miramientos—. Sé que los hacendados eligen de vez en cuando a alguna muchacha para calentar su cama. ¿Ha pensado usted hacer lo mismo? Le aseguro que, como esclavo, me dedicaría a esa tarea en cuerpo y alma.
Ella enmudeció. Si hubiera sido una dama menos bravía, hasta podría haberse desmayado. ¿Cómo se atrevía a insultarla de aquel modo? ¿Cómo era capaz de decirle semejante grosería? ¡Maldito patán!
—Es usted un grosero.
—Simplemente un esclavo, milady.
—Al que podría hacer que le cerraran la boca.
—Hágalo. Total, poco más pueden hacerme ya.
¿La incitaba? El asombro de (TN) llegó a su cenit. Se tragó la humillación. Había lanzado la amenaza como un último cartucho para frenar la osadía del hombre, pero sabía que no iba a dar un paso en ese sentido.
—Se muestra demasiado impertinente —respondió entre dientes—. Tenga cuidado, o un día de éstos pagará caros sus desplantes.
—Si es en su cama, no tendría precio.
¡Botarate engreído! Por fortuna, su primo Edgar cabalgaba hacia ellos y encontró en él la oportunidad de la retirada. Joe se hizo atrás un par de pasos y ella saludó al recién llegado.
—Buenos días, Edgar.
Colbert le hizo una inclinación de cabeza sin que se le escapara la figura del español.
—¿Paseando, dulce primita?
—Se ha aflojado una rueda.
Y, sin más, hizo chascar en el aire el latiguillo y puso al pinto al trote a la vez que gritaba:
—¡Gracias, señor Brandon!
—¡Branson, señorita! —rectificó el capataz desde lejos.
—Branson, sí —gruñó—, o como demonios te llames.
Joe regresó a su ocupación en el campo bajo la atenta mirada de Colbert. Y tardó mucho en relajar de nuevo sus músculos, tensos por el cruce de palabras. Enfrentarse a ella, humillarla como lo había hecho, no significó una victoria, porque el rostro de la joven no lo abandonó durante el resto de su penosa jornada.
—¡Vamos, haraganes! Cargad más aprisa, no tenemos todo el día.
Era lo que constantemente oían los esclavos. Eso y el restallar del látigo, aunque Colbert, para no mermar sus fuerzas y evitar infecciones, había prohibido el de cuero y se utilizaba otro compuesto de varias correas unidas por una tira más sólida que colgaba del mango. Esas correas impedían que se rasgara la piel, pero no por ello eran menos dolorosas.
Sólo una vez, desde que estaban en la hacienda, Joe y Nick habían sido testigos de un castigo con látigo de cuero, semejante a una serpiente negra. Era pavoroso y destrozaba piel y carne. El desgraciado al que se le aplicó el tormento había intentado fugarse durante la noche, únicamente para ver a la muchacha de la que estaba enamorado, vendida al dueño de la hacienda limítrofe a «Promise».
Colbert puso en marcha un dispositivo de caza y, a la mañana siguiente, en lugar de llevarlos a los campos de azúcar, los reunieron en la plazoleta para que no se perdieran detalle de cómo se administraba su justicia. Ataron al desdichado a la pilastra donde se llevaban a cabo aquellas penas, un par de troncos en aspa clavados en el suelo. Lo desnudaron completamente y le dieron cincuenta azotes. A Joe aún le resonaban en los oídos sus alaridos y el sibilante sonido del cuero. Sus gritos se fueron convirtiendo en estertores, luego súplicas, llantos y nada más. Para cuando el capataz encargado de aplicar el castigo acabó con él, el infeliz estaba medio muerto y su espalda no era sino un amasijo sanguinolento que provocaba repulsión.
—¡Más aprisa! —no dejaba de oírse mientras cortaban la caña—. Acabaré por sacaros las tripas y dejarlas pudrirse al sol.
Joe apretó los dientes y continuó su agotador trabajo, rezando para que terminase el día. Desde el alba, le habían asignado las peores tareas, como a Nick. Su hermano comenzaba a flaquear porque el cansancio le pasaba factura. Si no paraban pronto, se desmayaría y eso le acarrearía una paliza.
El traqueteo de un carruaje distrajo a Joe un segundo y se fijó en el camino que serpenteaba junto a ellos. Sólo fue un instante, pero las correas cayeron sobre su espalda.
—¡Al trabajo, maldito español! ¡No te distraigas!
Joe se tensó. Sus dedos apretaron con fuerza el mango del largo cuchillo con que cortaba la caña y en sus ojos apareció el brillo de un arrebato furioso.
—Inténtalo, muchacho. —Se reía el capataz en su cara, dejando descansar su mano en la culata del arma que le colgaba del cinto—. Inténtalo y le vuelo la cabeza a tu jodido hermano.
—Joe, por favor… —suplicó Nick.
Tragándose la bilis, agachó la cabeza y continuó con su trabajo. La ruin risotada del bastardo lo humilló más que si lo hubiera golpeado, porque le mostraba la impunidad de sus acciones, contra las que él nada podía hacer. No le hubiera costado demasiado cortarle la yugular a un tipo tan vil, pero la vida de Nick era más importante que acabar con semejante hijo de puta.
(TN) lo vio todo. Llevaba el caballo al paso y se fijó en el esclavo al que acababan de zaherir. Le resultaba vagamente familiar. Tiró de las riendas y frenó el landó a la vereda del camino. El sujeto a cargo de los hermanos se acercó presuroso, se quitó el sombrero y en su cara ladina apareció una sonrisa.
—Buenos días, señorita.
A ella le desagradaba el tipo, pero lo disimuló.
—Buenos días… eh… Brandon, ¿verdad?
—Branson, señorita.
—Branson. Lo siento, soy algo despistada para los nombres.
—¿Necesita algo?
—Creo que una de las ruedas está suelta —mintió con descaro, echando miradas fugaces a los dos braceros de piel clara—. ¿Podría alguien revisarla? No me gustaría tener que regresar a la casa a pie.
—Yo mismo… —Dio un paso.
—¡Por Dios, no, señor Branson! —se alarmó con mucha convicción—. Usted se mancharía. Cualquiera de ellos servirá. —Señaló a los esclavos con la barbilla—. Ya están sucios.
El capataz llamó a un negro.
—¡Eh, tú!
—¿Le importaría prestarme a ese de ahí? —(TN) señaló al sujeto que le parecía conocido—. Parece bastante fuerte.
El hombre hizo un gesto que lo mismo podía ser de asentimiento como de negación, pero acabó aceptando.
—¡Tú! ¡Español!
Nick y Joe se irguieron a un tiempo y el capataz señaló al segundo. En la distancia, una mirada esmeraldina se clavó en el rostro de (TN) haciendo que se le parase el corazón al reconocer al que tan altanero se había mostrado en la plataforma del mercado. Él tiró el largo cuchillo a un lado y se fue acercando, limpiándose las palmas en las perneras del pantalón.
Apretando las riendas entre sus dedos, ella no pudo evitar contemplarlo a placer: largas y elásticas zancadas, como las de una pantera al acecho, el cabello largo, y la impresión de que el duro trabajo en los campos había desarrollado sus músculos. Estaba muy moreno. Y sus ojos… de una intensidad eléctrica, le provocaron un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal.
—Revisa que las ruedas no estén sueltas —le ordenó el capataz—. Y date prisa.
Joe se inclinó sobre la rueda derecha y la voz de mando cambió de dirección, hostigando a otros braceros.
A (TN) le sudaban las manos. No sabía la causa, pero se le aceleraban los latidos viéndolo trajinar. Cada movimiento de sus músculos era una sinfonía poderosa que el látigo no parecía haber mermado en absoluto. Con lástima, se fijó en las marcas que tenía en la espalda.
JOE cruzó a la otra rueda, en la que tampoco encontró anomalías. Cuando hubo terminado, la miró a la cara y a la muchacha se le atascó el aire en la garganta.
—Están perfectamente.
(TN) sintió que enrojecía ante su atento escrutinio. Cualquier duda se habría disipado bajo el brillo de aquellos ojos verdes.
«¡Dios, es guapísimo!», pensó. A pesar de su aspecto y vestido solamente con pantalones holgados que, sin embargo, en ciertos puntos se ajustaban a sus largas piernas, era increíblemente atractivo. Sin proponérselo, demoró su inspección sin recato y dejó vagar sus ojos por el amplio pecho y la anchura de los hombros. Su madre la hubiera reprendido por su descaro, pero no estaban en Londres, donde un hombre jamás aparecería con el torso desnudo delante de una dama. Estaban en Jamaica. Allí las normas eran distintas. En realidad, no existían. Y los esclavos que se deslomaban cortando caña o recolectando café, ya fuesen negros o blancos, apenas si se vestían.
Joe no fingió no saber que estaba captando la atención de aquel rostro nacarado y hermoso. La chica era menuda y muy bonita, de largo cabello dorado que le caía en cascadas hasta la cintura y se rizaba ligeramente en las puntas y alrededor de las orejas. Unos ojos grandes, de un azul intenso, orlados de pestañas largas y ligeramente más oscuras. La nariz respingona y los labios amplios…
Joe se detuvo al llegar a ese punto. Se cubrió con el manto de la autoprotección. Llevaba demasiado tiempo sin una mujer y la beldad que tenía delante le recordaba su condición como una cuchillada a su orgullo.
—¿Desea algo más?
(TN) parpadeó. Aferró las riendas con más fuerza, si cabía.
—No. —Joe se volvió dándole la espalda, y ella no pudo remediar hacer algo para retenerlo—. ¿De modo que es usted español?
Él se detuvo y se volvió, con una chispa de diversión en sus pupilas. Asintió. Solamente asintió, pero para (TN) representaba un triunfo haber conseguido su atención.
—Estuve una vez en España —dijo ella, pasándose las bridas de una mano a otra—. Cuando tenía seis años. En Sevilla.
—¿De veras?
—¿Es usted de allí? —Trataba de hablar con naturalidad, pero el nudo que tenía en la garganta se lo impedía. El corazón galopaba en su pecho como un purasangre en campo abierto y una desazón incómoda hacía que se removiera en el asiento.
Joe, a su vez, se fijó en los hoyuelos que se le formaban en las mejillas.
—No.
—¡Ah! — ¡Por amor de Dios, estaba poniéndose en ridículo! ¿Qué le importaba a ella de dónde era aquel hombre? ¿Por qué le apetecía tanto seguir mirándolo?
Joe fantaseó con la repentina idea de estirar los brazos, arrancarla del landó y estrecharla contra él. Realmente era preciosa. Sus labios prometían el néctar más jugoso, su cuerpo los deleites que un hombre…
Reaccionó de pronto, regresando a la cordura y apretó las mandíbulas. ¡Por todos los infiernos! ¿Qué le pasaba? Ella era la sobrina del hijo de perra que los había comprado. ¡Una maldita inglesa, compatriota de los piratas que arrasaron Maracaibo y asesinaron a Carlota! El dolor del pasado reciente lo incitó a hacérselo pagar a la joven. Sí, la muchachita merecía un escarmiento. Apoyándose con insolencia en el pescante del landó, con la mano muy cerca de los pliegues de su vestido azul, le espetó, acuciado por los recuerdos:
—¿Qué pasa, preciosa? ¿Se aburría en casa y ha decidido salir a flirtear un rato?
(TN) se irguió como si la hubiesen abofeteado. Sus ojos perdieron la calidez y despidieron fuego. Su fascinación se tornó en repulsa. Él se estaba burlando y, aunque no merecía otra cosa por su estupidez, se rebeló.
—Señor…
—Déjese de títulos, milady. Aquí sobran. Los perdí cuando me encadenaron y el cerdo de su tío me compró como se compra una res para el matadero —se explayó sin miramientos—. Sé que los hacendados eligen de vez en cuando a alguna muchacha para calentar su cama. ¿Ha pensado usted hacer lo mismo? Le aseguro que, como esclavo, me dedicaría a esa tarea en cuerpo y alma.
Ella enmudeció. Si hubiera sido una dama menos bravía, hasta podría haberse desmayado. ¿Cómo se atrevía a insultarla de aquel modo? ¿Cómo era capaz de decirle semejante grosería? ¡Maldito patán!
—Es usted un grosero.
—Simplemente un esclavo, milady.
—Al que podría hacer que le cerraran la boca.
—Hágalo. Total, poco más pueden hacerme ya.
¿La incitaba? El asombro de (TN) llegó a su cenit. Se tragó la humillación. Había lanzado la amenaza como un último cartucho para frenar la osadía del hombre, pero sabía que no iba a dar un paso en ese sentido.
—Se muestra demasiado impertinente —respondió entre dientes—. Tenga cuidado, o un día de éstos pagará caros sus desplantes.
—Si es en su cama, no tendría precio.
¡Botarate engreído! Por fortuna, su primo Edgar cabalgaba hacia ellos y encontró en él la oportunidad de la retirada. Joe se hizo atrás un par de pasos y ella saludó al recién llegado.
—Buenos días, Edgar.
Colbert le hizo una inclinación de cabeza sin que se le escapara la figura del español.
—¿Paseando, dulce primita?
—Se ha aflojado una rueda.
Y, sin más, hizo chascar en el aire el latiguillo y puso al pinto al trote a la vez que gritaba:
—¡Gracias, señor Brandon!
—¡Branson, señorita! —rectificó el capataz desde lejos.
—Branson, sí —gruñó—, o como demonios te llames.
Joe regresó a su ocupación en el campo bajo la atenta mirada de Colbert. Y tardó mucho en relajar de nuevo sus músculos, tensos por el cruce de palabras. Enfrentarse a ella, humillarla como lo había hecho, no significó una victoria, porque el rostro de la joven no lo abandonó durante el resto de su penosa jornada.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
Pues bueno ahí dejo 4 capítulos mas de esta historia, nos vemos mañana .
PEZA
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