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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 31
El corazón de (TN) se disparó. Le retumbaba con tanta fuerza en los oídos que el bramido de los piratas ante el reto apenas fue un susurro lejano. Un sudor frío le recorrió la espalda. No podía moverse. Otra vez era moneda de cambio.
La mirada de Joe fue la más fría y despiadada que ella le hubiera visto nunca. De una patada, quitó del medio la mesa que le estorbaba con un estrépito de jarras rotas y fuentes de comida dispersa. Los capitanes tomaron posiciones, formando un corro a su alrededor, y los hombres se hicieron hueco para ver la pelea. Ninguno iba a perderse ni un detalle.
—¡A muerte, Adrien! —se oyó decir a Joe.
Depardier fue el primero en sacar el sable y retrocedió, buscando espacio, provocando a su contrincante.
—Vamos —le llamó, agitando los dedos de una mano—. Estoy deseando que pruebes mi acero.
—Esta vez no va a ser una simple disputa por un grumete —lo avisó Joe.
—Desde luego que no, hijo de perra española —lo retó el otro, envalentonado por el ánimo con que lo jaleaban sus hombres—. Esta vez voy a partirte el alma y me quedaré con esa puta y con tu nave.
—Hablar, hablar… —Se rió Joe—. Es lo único que sabes hacer. Deja de rebuznar y pelea.
(tn) ataba cabos a toda velocidad. ¿Un grumete? ¿Timmy? ¿Así que aquel individuo era el capitán Depardier? Se libró de su parálisis cuando sonó el chirrido de los sables tanteándose. Se desembarazó del brazo de Virginia, que intentó retenerla, y se abrió paso ente la marabunta chillona hasta conseguir acercarse lo suficiente. La angustia la asfixiaba, no podía pensar, aterrorizada ante el hecho de que Joe se batiera a muerte. Asomó la cabeza por encima del hombro de un tipo más bajo que ella y ahogó un grito al ver al francés atacar. Se tapó la boca con los puños y se quedó sin aliento cuando el filo del acero pasó a milímetros del cuello de Joe.
Zarandeada por aquella turba sedienta de sangre, empujó, codeó e incluso pisoteó para hacerse hueco. No quería ver la pelea, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Tenía el corazón en un puño y la tensión, la desesperación y el espanto suponían una mezcla explosiva que amenazaba con ahogarla.
Reprimió las ganas de gritar que pararan aquella locura y apretó los párpados con fuerza en el siguiente lance. Elevó una plegaria por la vida de joe. Oyó un abucheo general y centró su atención en la pelea, arañándose las manos sin querer.
Joe paró un golpe y lo devolvió con renovadas energías, obligando a Adrien a retroceder. Para tranquilidad de la muchacha, el antiguo esclavo de «Promise» se mostraba como un contrincante experto, combatía con rapidez y se enfrentaba al otro sin un atisbo de indecisión. No le cabía duda de que no sería una presa fácil. Pero el modo en que se hostigaban los rivales y el propio fin de la pelea, a muerte, la colocaba al borde del síncope.
Estremecida, seguía cada movimiento de joe con los ojos muy abiertos, ganando poco a poco confianza, asombrándose de su bravura y su determinación, de su extraordinario manejo del sable.
El acero de Depardier se acercaba una y otra vez al cuerpo de su rival, los filos producían al chocar un chirrido escalofriante, cada ataque era perfectamente ejecutado. Ni siquiera James, su hermano, manejaba el florete con tanta soltura en sus entrenamientos. Pero se sobresaltaba a cada impacto y le costaba mantenerse en pie.
Se tapó los oídos para no escuchar los aullidos que inundaron la taberna ante una acometida intrépida de Depardier que le hizo un pequeño tajo a Joe en el brazo izquierdo. Ciega de espanto, suplicó para que la herida no mermara sus fuerzas.
Pero sólo era un pequeño corte del que él no se dio ni cuenta. Sin embargo, al francés, la pequeñísima victoria le sirvió para envalentonarse más, arropado por los jaleos de sus hombres.
Las apuestas subieron a favor de éste, situándose en cuatro a una y a (TN) se le nubló la razón. A ella le parecía que Joe luchaba como un maestro, pero si apostaban en su contra era porque debían de conocer las debilidades de los que se enfrentaban. ¿Pensaban entonces que él podía perder? Era la primera vez que asistía a un combate de aquella índole y no sabía nada, excepto el nombre de algunos golpes que oyera a su hermano. Pero una cosa le quedaba clara: el francés tenía el rostro sudoroso y con cada estocada resollaba, mientras que Joe parecía encontrarse firme y apenas se le notaba la agitada respiración.
—¡Tres doblones por el capitán Depardier!
—¡Doblo tu apuesta, Vernignan!
—¡La triplico! —gritó otro marinero.
—¡Estupendo! Me tiraré a unas cuantas furcias con vuestro dinero, muchachos.
Un estruendo de risotadas festejó la apuesta y (TN) se encontró de nuevo estrujada entre los cuerpos sudorosos y malolientes de los espectadores. Estaban tan interesados en el resultado de la contienda, que ni se dieron cuenta de su presencia entre ellos.
En uno de los lances, Joe trastabilló y perdió el equilibrio, pero aún tuvo reflejos para parar el golpe que se le avecinaba desde el suelo y barrer con su pierna la de apoyo de Adrien.
A cada minuto que pasaba, la respiración del capitán de El Ángel Negro se volvía más trabajosa, pero el francés bufaba y jadeaba medio ahogado. Su corpulencia no lo favorecía en una pelea larga y lo sabía, por eso trataba de acabar cuanto antes.
A (TN) le rodearon el talle. Se revolvió como una serpiente y se encontró con un dedo en los labios que le rogaba silencio. La mirada clara de Pierre Ledoux se clavó en ella. Sonriente, la acercó más a su costado y le murmuró al oído:
—Tranquila, preciosa. Joe sólo se está divirtiendo.
—¿Y cree que batirse es divertido? Ustedes son todos unos maldito salvajes —respondió ella, dándole la espalda y concentrándose en la pelea.
Pierre enarcó las cejas detrás de aquella gata. ¡Ah, Señor! Era magnífico. La dulce señorita inglesa tenía más redaños que algunos de los hombres bajo su mando. Y Joe iba a pasarlas moradas si pretendía domarla. Ni ella intentó retirarse de la protección que le ofrecía, ni él hizo amago de soltarla, porque la lucha se encarnizaba cada vez más.
Joe se había levantado y esperado, caballerosamente, a que su enemigo recobrase la verticalidad. (TN) lo llamó imbécil para sí misma, segura de que Depardier no hubiera actuado con tanta gentileza. Eso sí, se fijó en que la media sonrisa que Joe había esbozado hasta entonces se había esfumado. En su lugar, anidaba una mueca fiera que presagiaba una violencia desmedida e incontenible. Como si anunciara muerte: la de Depardier.
Y no se equivocó.
Joe arremetió con dos mandobles terroríficos que hicieron recular al francés. Luego, como si de un baile se tratara, giró sobre sí mismo, se cambió el sable de mano, lo que desconcertó a su adversario y, adelantando la pierna izquierda, le lanzó una estocada.
Depardier sintió que el acero penetraba en su pecho, una punzada que le arrebataba la vida. Sus ojos pardos se abrieron desmesuradamente clavándose en los de Joe el maldito español que acababa de enviarlo a los dominios de Satanás.
En la taberna, se hizo un silencio sepulcral.
Acto seguido, Depardier cayó y se desató la algarabía. La de quienes habían apostado por su muerte.
Hasta que el estampido de un disparo los sumió a todos de nuevo en el mutismo. Joe se revolvió en busca de su procedencia y (TN) se tapó los oídos con las manos, porque la detonación había sonado muy cerca de su cabeza, a su derecha. El contramaestre de Depardier, sable en mano y con un feo agujero entre los ojos, se derrumbó junto a su capitán. Pierre sopló el cañón de su pistola y dijo para que todos lo oyeran:
—¡No me gustan los perros que muerden por la espalda, caballeros! Si alguno no está de acuerdo, puede decirlo ahora.
—O callar para siempre —apostilló Joe, recibiendo ya múltiples palmadas de felicitación.
Agradeció la intervención de su camarada con una inclinación de cabeza y sus ojos volaron hacia (TN), la tabla de salvación a la que se aferraba cada vez con más fuerza. Se subió a una mesa y se dirigió al auditorio:
—¡Escuchadme! ¡El barco de Depardier es mío! —dijo—. Él intentó que mi tripulación me traicionara y ahora está muerto. Si alguno de vosotros quiere marcharse, es libre de hacerlo. Los que se unan a mí, seguirán en el Prince y obtendrán la misma parte de botín que mis hombres.
El mundo pareció estallar alrededor de (TN) y agradeció a Ledoux que la sacara de aquel caos. Se sentía mareada. Y muy irritada con Joe. Podía haber acabado con Depardier en un minuto y, sin embargo, la había hecho sufrir lo que a ella le pareció una eternidad.
Los piratas volcaban su fidelidad en quien les pagaba. Sobre todo en quien les pagaba bien. Nadie se preocupó de los cadáveres de Depardier ni de su fiel contramaestre hasta que el propio Boullant ordenó a gritos que sacaran de allí a aquella escoria. Entonces, Joe invitó a una ronda a todo el que quisiera beber a su salud.
(TN) permanecía sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sus amigas hablaban alteradas, pero ella no las escuchaba. El mal humor manejaba los hilos de su mente. Joe iba a pagarle el mal rato que le había hecho pasar. ¡Vaya si se lo iba a pagar!
Pero una mano amistosa se dejó caer sobre su hombro acompañada de una sonrisa fulgurante. Allí estaba él, osado, suficiente. Se había jugado la vida como si se tratara de una simple apuesta. ¿Qué le esperaba junto a aquel hombre? ¿Cuántas veces tendría que comerse los nudillos mientras él se divertía peleando? ¿Iba a saber vivir temiendo por Joe a cada paso? Tenía ganas de insultarlo, de marcarlo con las uñas. ¡Tenía ganas de matarlo!
—Vamos, princesa. Tengo una habitación reservada —oyó que decía.
Aceptó su mano, como una beoda, sin oposición, para seguirlo escalera arriba. No veía ni por dónde pisaba. Él aceleró el paso como si estuviera ansioso por llegar. Pero en los oídos de ella aún resonaban los envites traicioneros, el chocar de los aceros y el estertor de muerte de Depardier, que muy bien podría haber sido el de Joe.
Cuando éste cerró la puerta de la habitación, la rodeó con sus brazos y apoyó el mentón en su cabeza, a ella le sobrevino un llanto histérico. ¡Dios! Había estado tan cerca de perderlo que aún le temblaban las manos.
—No vuelvas a hacerlo —hipó, mientras él se bebía sus lágrimas a besos—. ¡Nunca vuelvas a hacer eso!
Joe seguía sonriente, como si no diera importancia a lo que ella decía. (TN) se revolvió y lo empujó. ¡El muy cabrón estaba pasándolo realmente bien!
—¿Tanto te preocupa que me maten, pequeña? —se jactó él, intentando abrazarla de nuevo.
Airada de verdad lo empujó una y otra vez hasta hacerlo chocar contra el tabique. Cerró el puño y, como una consumada pugilista, aplicando toda su fuerza, lo alcanzó en pleno mentón. Joe bizqueó y se sujetó la mandíbula, absolutamente desconcertado.
—¡Hijo de puta! —lo insultó como poseída—. ¡Por mí, condenado asno, podían haberte atravesado el alma!
Tres días después, partieron por fin hacia la isla de La Martinica, con una (TN) aburrida, haciendo planes para instalarse allí. Apenas vio a Joe durante esas jornadas, durante las cuales él se ocupó de su nuevo barco, el Prince, y sus marinos, así como del reparto del botín robado a Inglaterra.
Casi toda la tripulación de El Ángel Negro y del Prince decidió quedarse en Guadalupe para disfrutar de sus ganancias, mientras ella afrontaba ilusionada el corto viaje hacia su destino final.
La Martinica era una preciosa isla de aguas de color esmeralda, exuberante follaje y calas de arena blanca que se adentraban en el ondulado verde de las laderas. El pequeño puerto donde echaron el ancla, repleto de colorido y tan activo como el de Guadalupe, era un lugar tranquilo y acogedor, cosa que agradeció, después de tantos días de navegación y avatares.
—La población es una mezcla de caribes, arahuacos y franceses —le comentó Armand cuando atracaban.
A ella le encantaron las pequeñas embarcaciones de vivos colores, las plegadas velas blancas, el ajetreo, las voces de los descargadores, la algarabía de los chiquillos. Le llamó poderosamente la atención un edificio grande, pintado de blanco, que ocupaba buena parte del puerto.
—Es la sede de la Compañía de las Indias Occidentales francesas —le explicó Joe, detrás de ella, tan cerca que podía oler su aroma—. Los escasos colonos de la isla almacenan ahí el producto de sus cosechas, y yo espero poder hacerlo el año próximo.
—¿Tienes una hacienda? —se asombró. Se medio volvió para comprobar si le tomaba el pelo y se arrepintió de inmediato. ¡Si sería tonta! Le había echado de menos y ahora comprendía por qué había estado tan ocupado.
—Podríamos decir que es un proyecto de hacienda, pero en esa línea vamos. No es gran cosa todavía, aunque ahora que tengo dos barcos bajo mi mando podré ampliar la propiedad. ¿Crees que Roy habrá terminado de preparar los campos, Armand?
—Seguro que sí, capitán, ese tipo sabe lo que se hace. Si me agrada lo que veo, hasta yo podría intentar hacerme con una casa e imitarlo.
(TN) no se hacía a la idea. ¿Armand Briset trabajando la tierra? Le hizo cierta gracia, porque no imaginaba a aquel hombretón doblando el espinazo sobre los surcos. A su lado, Lidia, que no se despegaba de él un momento, parecía una muñeca. Podía ver al francés sobre la cubierta de un barco, batallando o mezclándose con tipos de mala catadura, pero se le hacía difícil figurárselo como hacendado. Claro que todo hombre tiene derecho a elegir su destino y, en algún momento, tendría que abandonar la piratería. ¿Cuándo decidiría también Joe que ya estaba bien de arriesgar la vida?
A lo lejos había montañas y se adivinaba que era una isla de origen volcánico. Desde el puerto, atravesaron caminos flanqueados por marañas de helechos, árboles de caoba altísimos, cocoteros y multitud de palmeras. Era un estallido de color y fragancias que se mezclaban y la aturdían, hechizándola. Lilas y orquídeas, algunas flores que desconocía… (Tn) descubrió, entusiasmada, algunos colibríes de intenso plumaje. Y se maravilló cuando bordearon un sendero y Briset señaló hacia abajo, hacia la costa, donde se extendían los fantásticos arrecifes de coral blanco, rojizo y azul.
Las tierras de Joe se veían fructíferas. Y la casa, que parecía haber avanzado a buen ritmo, se encontraba cerca de una playa de arenas blancas y aguas cristalinas. Era una construcción de dos pisos blanca y cuadrada, sencilla, de tejado rojo y amplios ventanales. Una balconada rodeaba toda la planta superior y tanto a ambos lados del camino de acceso como de la escalera que ascendía hasta la entrada principal, multitud de parterres cuajados de flores dulcificaban la estructura con su colorido. Aquello tenía que ser fruto de la mano de una mujer y un acceso de celos embargó a (Tn). ¿No tendría Joe a alguna amante a cargo del lugar? Tampoco resultaría tan extraño, dada la acogida que le habían dispensado al llegar a Guadalupe. Hizo un esfuerzo por desterrar ese pensamiento; de ser así, no habría ido allí con ella.
A (TN) le encantó el entorno. Cuando estuviera terminado del todo, la propiedad iba a resultar majestuosa.
Varios trabajadores se afanaban en la techumbre y, a espaldas del edificio principal, otra cuadrilla se ocupaba de la estructura de lo que podía ser el granero; más allá, aún había otros trajinando en lo que debían de ser las caballerizas.
—¿Qué es aquel edificio? —le preguntó a Joe llena de curiosidad, mientras él le tendía la mano para ayudarla a bajar del landó.
—Armand me dio la idea de que debía tener un almacén para los productos. Bueno, ¿qué te parece mi pequeño paraíso?
Él se enorgullecía de lo que mostraba y ella no contestó de inmediato. Sus ojos lo examinaron todo. El pulcro y cuidado jardín que rodeaba el edificio serpenteaba entre recortados setos y millares de flores. Algunas palmeras flanqueaban el camino de entrada y proyectaban sombra sobre un cenador agradable y coqueto.
—Es muy bonito. Y lo será más con algunos pequeños detalles, una vez esté terminado. Joe —dijo de repente—, me gustaría cuidar el jardín.
Había pronunciado su nombre con tanta dulzura que el corazón de él comenzó a retumbar como un tambor.
—Si te quedan fuerzas…
En cuanto descendieron, una pareja se les aproximó rauda. Él, con una herramienta en las manos y ella limpiándose las suyas en un delantal inmaculadamente blanco. Ambos de mediana edad y mulatos. Pantalón y camisa blancos el hombre, mientras que la mujer vestía de colores vivos; su cabello negro recogido bajo un pañuelo y conservaba aún un rostro juvenil. A (TN) le gustaron en seguida.
—¡Bienvenidos! Capitán, señor Briset… —saludó él—. Los esperábamos ayer. Gedeón nos trajo noticias de su atraque hace días en Guadalupe.
—Siento haberme retrasado. —Joe estrechó con fuerza la mano que el hombre le tendía—. ¿Cómo va todo por aquí?
—Las tierras están listas, señor —se anticipó la mujer, sonriendo de oreja a oreja y sin quitar ojo a las dos muchachas—. Pero han de hacerse algunos cambios en la cocina, capitán, porque como le he dicho a Roy…
—Mon Dieu! ¡No molestes al amo con esas cosas, mujer!
—¡Hay que hacer esos cambios! —insistió ella.
—Eso ya lo estudiaremos.
—Se harán.
—Y yo te digo que ya lo veremos.
—Por descontado que lo veremos —refunfuñó la mujer, dándole un codazo en las costillas—. ¡Peleón impertinente! Deja que yo arregle eso con el capitán y…
—Os presento a Roy y a su esposa, Veronique —los cortó Joe—. Son quienes cuidan de la casa y de mis propiedades. Como podéis ver, son una pareja bien avenida —bromeó, al tiempo que besaba a la mulata en la mejilla.
Veronique se ruborizó ligeramente, se colocó bien un mechón que le había escapado del pañuelo y se inclinó ante las invitadas a modo de saludo. Su esposo se limitó a bajar ligeramente la cabeza.
—No hagan caso al capitán, señoritas. Le encanta burlarse de nosotros cuando discutimos. Estamos encantados de que estén aquí.
—Ella es Lidia —la presentó Armand, enlazándole el talle.
—¿Y la señorita? ¡No me diga que ha sentado la cabeza, señor! —En los ojos de Veronique se adivinaba la impaciencia—. ¡Claro que sí! ¿Por qué, si no, iba a traer a una damita así aquí? ¡No sabe qué alegría nos da, capitán! Porque… es su esposa, ¿verdad?
(TN) notó que él se ponía tenso. Retiró en seguida el brazo que le había pasado por los hombros y ella no se atrevió a mirarlo directamente, mientras esperaba su respuesta con el corazón en un puño. ¿Cómo iba a presentarla a aquellas gentes? No era su esposa, pero había compartido su lecho varias veces desde que abordaron el Eurípides. El bochorno puso un tono melocotón a sus mejillas, y bajó la cabeza para clavar la vista en la punta de sus zapatos. El corazón le latía con fuerza aguardando la explicación de Joe. Se moría de vergüenza. ¿La presentaría como su amante? Porque, si era así, no podría mirar a la cara a aquellas gentes.
Joe libraba una lucha interior. ¡Su esposa! Sí, en sus delirios durante la travesía había imaginado a (TN) como su mujer. Pero no lo era. Más de una vez se preguntó qué habría contestado ella de haberle propuesto matrimonio. El miedo a su respuesta lo había retraído. ¿Qué podría contestar a una petición tan descabellada? Ella era una dama y, según sabía, de una de las mejores familias inglesas. Unirse a un hombre sin futuro y sin patria, antiguo esclavo, dedicado en esos momentos al pillaje, dudaba que entrara en sus planes. Simplemente, no creía que fuera admisible para ella.
Así que, como un madito cobarde, tomó el camino más fácil:
—No. Ella es… —la miró un segundo—… mi esclava.
A Veronique se le escapó una exclamación y (TN) clavó de golpe sus ojos en él, llenos de veneno.
—¿Esclava? —se atrevió a preguntar Roy—. Pero, capitán, usted no tiene… —No acabó la frase, porque vio la mirada sombría de Joe. Movió la cabeza de un lado a otro lamentando aquella actitud desconocida.
Se produjo un silencio tenso y expectante. Todos sin excepción estaban pendientes de él. Briset lo miraba como si quisiera soltarle un sopapo; Roy y Veronique, sin creerse lo que acababan de escuchar, y Lidia, simplemente, con lástima. Y (TN)… A Joe le dolió más el reproche de sus ojos tan azules e indignados que los golpes que recibió en «Promise».
Estaba tensa como una cuerda de violín. Su rostro había perdido el color y no era capaz de mirar a nadie salvo a él. Se le había formado un nudo en la garganta. Como humillación, aquélla se llevaba la palma. No era el momento, pero se daban todas las condiciones para haberle cruzado la cara. Hubiera gritado de frustración, sin embargo, recurrió a su flema inglesa, alzó el mentón y permaneció orgullosa y en silencio.
—Supongo que se trata de una de sus bromas, capitán —dijo Veronique, mucho más directa y menos dada a seguirle la corriente que su esposo.
Joe endureció la mandíbula. Se maldijo una y mil veces por saberse un consumado cretino. Ahora le tocaba lidiar con la criada respondona. No era lo que hubiera debido responder, pero ya era tarde para rectificar. ¡Y qué demonios! (TN) Colbert no era más que su esclava. ¿No se lo había prometido a la memoria de Nick cuando se encontró con ella a bordo de la nave inglesa? ¿No juró que pagaría por todas las afrentas de su familia?
Se encontró terriblemente solo e indefenso allí en medio, con todos escrutándole como si fuera un bicho raro.
—No. No es ninguna broma. Y se llama (TN) Colbert.
Luego, a paso vivo, se alejó hacia la casa, perdiéndose en su interior.
Avergonzada, sin saber qué hacer o decir, (TN) sintió unos enormes deseos de echar a correr y perderse en la jungla que se abría a poca distancia.
—No le haga caso, señorita —dijo Veronique, asumiendo el mando de la incómoda situación—. Seguramente el amo no tiene uno de sus días buenos, le pasa con frecuencia.
—Pero es un buen amo, mademoiselle —afirmó Roy, como si con eso pudiera tranquilizarla.
—Tú le aprecias demasiado —gruñó Briset antes de seguir los pasos de Joe—. Porque hoy acaba de comportarse como un jodido asno.
El corazón de (TN) se disparó. Le retumbaba con tanta fuerza en los oídos que el bramido de los piratas ante el reto apenas fue un susurro lejano. Un sudor frío le recorrió la espalda. No podía moverse. Otra vez era moneda de cambio.
La mirada de Joe fue la más fría y despiadada que ella le hubiera visto nunca. De una patada, quitó del medio la mesa que le estorbaba con un estrépito de jarras rotas y fuentes de comida dispersa. Los capitanes tomaron posiciones, formando un corro a su alrededor, y los hombres se hicieron hueco para ver la pelea. Ninguno iba a perderse ni un detalle.
—¡A muerte, Adrien! —se oyó decir a Joe.
Depardier fue el primero en sacar el sable y retrocedió, buscando espacio, provocando a su contrincante.
—Vamos —le llamó, agitando los dedos de una mano—. Estoy deseando que pruebes mi acero.
—Esta vez no va a ser una simple disputa por un grumete —lo avisó Joe.
—Desde luego que no, hijo de perra española —lo retó el otro, envalentonado por el ánimo con que lo jaleaban sus hombres—. Esta vez voy a partirte el alma y me quedaré con esa puta y con tu nave.
—Hablar, hablar… —Se rió Joe—. Es lo único que sabes hacer. Deja de rebuznar y pelea.
(tn) ataba cabos a toda velocidad. ¿Un grumete? ¿Timmy? ¿Así que aquel individuo era el capitán Depardier? Se libró de su parálisis cuando sonó el chirrido de los sables tanteándose. Se desembarazó del brazo de Virginia, que intentó retenerla, y se abrió paso ente la marabunta chillona hasta conseguir acercarse lo suficiente. La angustia la asfixiaba, no podía pensar, aterrorizada ante el hecho de que Joe se batiera a muerte. Asomó la cabeza por encima del hombro de un tipo más bajo que ella y ahogó un grito al ver al francés atacar. Se tapó la boca con los puños y se quedó sin aliento cuando el filo del acero pasó a milímetros del cuello de Joe.
Zarandeada por aquella turba sedienta de sangre, empujó, codeó e incluso pisoteó para hacerse hueco. No quería ver la pelea, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Tenía el corazón en un puño y la tensión, la desesperación y el espanto suponían una mezcla explosiva que amenazaba con ahogarla.
Reprimió las ganas de gritar que pararan aquella locura y apretó los párpados con fuerza en el siguiente lance. Elevó una plegaria por la vida de joe. Oyó un abucheo general y centró su atención en la pelea, arañándose las manos sin querer.
Joe paró un golpe y lo devolvió con renovadas energías, obligando a Adrien a retroceder. Para tranquilidad de la muchacha, el antiguo esclavo de «Promise» se mostraba como un contrincante experto, combatía con rapidez y se enfrentaba al otro sin un atisbo de indecisión. No le cabía duda de que no sería una presa fácil. Pero el modo en que se hostigaban los rivales y el propio fin de la pelea, a muerte, la colocaba al borde del síncope.
Estremecida, seguía cada movimiento de joe con los ojos muy abiertos, ganando poco a poco confianza, asombrándose de su bravura y su determinación, de su extraordinario manejo del sable.
El acero de Depardier se acercaba una y otra vez al cuerpo de su rival, los filos producían al chocar un chirrido escalofriante, cada ataque era perfectamente ejecutado. Ni siquiera James, su hermano, manejaba el florete con tanta soltura en sus entrenamientos. Pero se sobresaltaba a cada impacto y le costaba mantenerse en pie.
Se tapó los oídos para no escuchar los aullidos que inundaron la taberna ante una acometida intrépida de Depardier que le hizo un pequeño tajo a Joe en el brazo izquierdo. Ciega de espanto, suplicó para que la herida no mermara sus fuerzas.
Pero sólo era un pequeño corte del que él no se dio ni cuenta. Sin embargo, al francés, la pequeñísima victoria le sirvió para envalentonarse más, arropado por los jaleos de sus hombres.
Las apuestas subieron a favor de éste, situándose en cuatro a una y a (TN) se le nubló la razón. A ella le parecía que Joe luchaba como un maestro, pero si apostaban en su contra era porque debían de conocer las debilidades de los que se enfrentaban. ¿Pensaban entonces que él podía perder? Era la primera vez que asistía a un combate de aquella índole y no sabía nada, excepto el nombre de algunos golpes que oyera a su hermano. Pero una cosa le quedaba clara: el francés tenía el rostro sudoroso y con cada estocada resollaba, mientras que Joe parecía encontrarse firme y apenas se le notaba la agitada respiración.
—¡Tres doblones por el capitán Depardier!
—¡Doblo tu apuesta, Vernignan!
—¡La triplico! —gritó otro marinero.
—¡Estupendo! Me tiraré a unas cuantas furcias con vuestro dinero, muchachos.
Un estruendo de risotadas festejó la apuesta y (TN) se encontró de nuevo estrujada entre los cuerpos sudorosos y malolientes de los espectadores. Estaban tan interesados en el resultado de la contienda, que ni se dieron cuenta de su presencia entre ellos.
En uno de los lances, Joe trastabilló y perdió el equilibrio, pero aún tuvo reflejos para parar el golpe que se le avecinaba desde el suelo y barrer con su pierna la de apoyo de Adrien.
A cada minuto que pasaba, la respiración del capitán de El Ángel Negro se volvía más trabajosa, pero el francés bufaba y jadeaba medio ahogado. Su corpulencia no lo favorecía en una pelea larga y lo sabía, por eso trataba de acabar cuanto antes.
A (TN) le rodearon el talle. Se revolvió como una serpiente y se encontró con un dedo en los labios que le rogaba silencio. La mirada clara de Pierre Ledoux se clavó en ella. Sonriente, la acercó más a su costado y le murmuró al oído:
—Tranquila, preciosa. Joe sólo se está divirtiendo.
—¿Y cree que batirse es divertido? Ustedes son todos unos maldito salvajes —respondió ella, dándole la espalda y concentrándose en la pelea.
Pierre enarcó las cejas detrás de aquella gata. ¡Ah, Señor! Era magnífico. La dulce señorita inglesa tenía más redaños que algunos de los hombres bajo su mando. Y Joe iba a pasarlas moradas si pretendía domarla. Ni ella intentó retirarse de la protección que le ofrecía, ni él hizo amago de soltarla, porque la lucha se encarnizaba cada vez más.
Joe se había levantado y esperado, caballerosamente, a que su enemigo recobrase la verticalidad. (TN) lo llamó imbécil para sí misma, segura de que Depardier no hubiera actuado con tanta gentileza. Eso sí, se fijó en que la media sonrisa que Joe había esbozado hasta entonces se había esfumado. En su lugar, anidaba una mueca fiera que presagiaba una violencia desmedida e incontenible. Como si anunciara muerte: la de Depardier.
Y no se equivocó.
Joe arremetió con dos mandobles terroríficos que hicieron recular al francés. Luego, como si de un baile se tratara, giró sobre sí mismo, se cambió el sable de mano, lo que desconcertó a su adversario y, adelantando la pierna izquierda, le lanzó una estocada.
Depardier sintió que el acero penetraba en su pecho, una punzada que le arrebataba la vida. Sus ojos pardos se abrieron desmesuradamente clavándose en los de Joe el maldito español que acababa de enviarlo a los dominios de Satanás.
En la taberna, se hizo un silencio sepulcral.
Acto seguido, Depardier cayó y se desató la algarabía. La de quienes habían apostado por su muerte.
Hasta que el estampido de un disparo los sumió a todos de nuevo en el mutismo. Joe se revolvió en busca de su procedencia y (TN) se tapó los oídos con las manos, porque la detonación había sonado muy cerca de su cabeza, a su derecha. El contramaestre de Depardier, sable en mano y con un feo agujero entre los ojos, se derrumbó junto a su capitán. Pierre sopló el cañón de su pistola y dijo para que todos lo oyeran:
—¡No me gustan los perros que muerden por la espalda, caballeros! Si alguno no está de acuerdo, puede decirlo ahora.
—O callar para siempre —apostilló Joe, recibiendo ya múltiples palmadas de felicitación.
Agradeció la intervención de su camarada con una inclinación de cabeza y sus ojos volaron hacia (TN), la tabla de salvación a la que se aferraba cada vez con más fuerza. Se subió a una mesa y se dirigió al auditorio:
—¡Escuchadme! ¡El barco de Depardier es mío! —dijo—. Él intentó que mi tripulación me traicionara y ahora está muerto. Si alguno de vosotros quiere marcharse, es libre de hacerlo. Los que se unan a mí, seguirán en el Prince y obtendrán la misma parte de botín que mis hombres.
El mundo pareció estallar alrededor de (TN) y agradeció a Ledoux que la sacara de aquel caos. Se sentía mareada. Y muy irritada con Joe. Podía haber acabado con Depardier en un minuto y, sin embargo, la había hecho sufrir lo que a ella le pareció una eternidad.
Los piratas volcaban su fidelidad en quien les pagaba. Sobre todo en quien les pagaba bien. Nadie se preocupó de los cadáveres de Depardier ni de su fiel contramaestre hasta que el propio Boullant ordenó a gritos que sacaran de allí a aquella escoria. Entonces, Joe invitó a una ronda a todo el que quisiera beber a su salud.
(TN) permanecía sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sus amigas hablaban alteradas, pero ella no las escuchaba. El mal humor manejaba los hilos de su mente. Joe iba a pagarle el mal rato que le había hecho pasar. ¡Vaya si se lo iba a pagar!
Pero una mano amistosa se dejó caer sobre su hombro acompañada de una sonrisa fulgurante. Allí estaba él, osado, suficiente. Se había jugado la vida como si se tratara de una simple apuesta. ¿Qué le esperaba junto a aquel hombre? ¿Cuántas veces tendría que comerse los nudillos mientras él se divertía peleando? ¿Iba a saber vivir temiendo por Joe a cada paso? Tenía ganas de insultarlo, de marcarlo con las uñas. ¡Tenía ganas de matarlo!
—Vamos, princesa. Tengo una habitación reservada —oyó que decía.
Aceptó su mano, como una beoda, sin oposición, para seguirlo escalera arriba. No veía ni por dónde pisaba. Él aceleró el paso como si estuviera ansioso por llegar. Pero en los oídos de ella aún resonaban los envites traicioneros, el chocar de los aceros y el estertor de muerte de Depardier, que muy bien podría haber sido el de Joe.
Cuando éste cerró la puerta de la habitación, la rodeó con sus brazos y apoyó el mentón en su cabeza, a ella le sobrevino un llanto histérico. ¡Dios! Había estado tan cerca de perderlo que aún le temblaban las manos.
—No vuelvas a hacerlo —hipó, mientras él se bebía sus lágrimas a besos—. ¡Nunca vuelvas a hacer eso!
Joe seguía sonriente, como si no diera importancia a lo que ella decía. (TN) se revolvió y lo empujó. ¡El muy cabrón estaba pasándolo realmente bien!
—¿Tanto te preocupa que me maten, pequeña? —se jactó él, intentando abrazarla de nuevo.
Airada de verdad lo empujó una y otra vez hasta hacerlo chocar contra el tabique. Cerró el puño y, como una consumada pugilista, aplicando toda su fuerza, lo alcanzó en pleno mentón. Joe bizqueó y se sujetó la mandíbula, absolutamente desconcertado.
—¡Hijo de puta! —lo insultó como poseída—. ¡Por mí, condenado asno, podían haberte atravesado el alma!
Tres días después, partieron por fin hacia la isla de La Martinica, con una (TN) aburrida, haciendo planes para instalarse allí. Apenas vio a Joe durante esas jornadas, durante las cuales él se ocupó de su nuevo barco, el Prince, y sus marinos, así como del reparto del botín robado a Inglaterra.
Casi toda la tripulación de El Ángel Negro y del Prince decidió quedarse en Guadalupe para disfrutar de sus ganancias, mientras ella afrontaba ilusionada el corto viaje hacia su destino final.
La Martinica era una preciosa isla de aguas de color esmeralda, exuberante follaje y calas de arena blanca que se adentraban en el ondulado verde de las laderas. El pequeño puerto donde echaron el ancla, repleto de colorido y tan activo como el de Guadalupe, era un lugar tranquilo y acogedor, cosa que agradeció, después de tantos días de navegación y avatares.
—La población es una mezcla de caribes, arahuacos y franceses —le comentó Armand cuando atracaban.
A ella le encantaron las pequeñas embarcaciones de vivos colores, las plegadas velas blancas, el ajetreo, las voces de los descargadores, la algarabía de los chiquillos. Le llamó poderosamente la atención un edificio grande, pintado de blanco, que ocupaba buena parte del puerto.
—Es la sede de la Compañía de las Indias Occidentales francesas —le explicó Joe, detrás de ella, tan cerca que podía oler su aroma—. Los escasos colonos de la isla almacenan ahí el producto de sus cosechas, y yo espero poder hacerlo el año próximo.
—¿Tienes una hacienda? —se asombró. Se medio volvió para comprobar si le tomaba el pelo y se arrepintió de inmediato. ¡Si sería tonta! Le había echado de menos y ahora comprendía por qué había estado tan ocupado.
—Podríamos decir que es un proyecto de hacienda, pero en esa línea vamos. No es gran cosa todavía, aunque ahora que tengo dos barcos bajo mi mando podré ampliar la propiedad. ¿Crees que Roy habrá terminado de preparar los campos, Armand?
—Seguro que sí, capitán, ese tipo sabe lo que se hace. Si me agrada lo que veo, hasta yo podría intentar hacerme con una casa e imitarlo.
(TN) no se hacía a la idea. ¿Armand Briset trabajando la tierra? Le hizo cierta gracia, porque no imaginaba a aquel hombretón doblando el espinazo sobre los surcos. A su lado, Lidia, que no se despegaba de él un momento, parecía una muñeca. Podía ver al francés sobre la cubierta de un barco, batallando o mezclándose con tipos de mala catadura, pero se le hacía difícil figurárselo como hacendado. Claro que todo hombre tiene derecho a elegir su destino y, en algún momento, tendría que abandonar la piratería. ¿Cuándo decidiría también Joe que ya estaba bien de arriesgar la vida?
A lo lejos había montañas y se adivinaba que era una isla de origen volcánico. Desde el puerto, atravesaron caminos flanqueados por marañas de helechos, árboles de caoba altísimos, cocoteros y multitud de palmeras. Era un estallido de color y fragancias que se mezclaban y la aturdían, hechizándola. Lilas y orquídeas, algunas flores que desconocía… (Tn) descubrió, entusiasmada, algunos colibríes de intenso plumaje. Y se maravilló cuando bordearon un sendero y Briset señaló hacia abajo, hacia la costa, donde se extendían los fantásticos arrecifes de coral blanco, rojizo y azul.
Las tierras de Joe se veían fructíferas. Y la casa, que parecía haber avanzado a buen ritmo, se encontraba cerca de una playa de arenas blancas y aguas cristalinas. Era una construcción de dos pisos blanca y cuadrada, sencilla, de tejado rojo y amplios ventanales. Una balconada rodeaba toda la planta superior y tanto a ambos lados del camino de acceso como de la escalera que ascendía hasta la entrada principal, multitud de parterres cuajados de flores dulcificaban la estructura con su colorido. Aquello tenía que ser fruto de la mano de una mujer y un acceso de celos embargó a (Tn). ¿No tendría Joe a alguna amante a cargo del lugar? Tampoco resultaría tan extraño, dada la acogida que le habían dispensado al llegar a Guadalupe. Hizo un esfuerzo por desterrar ese pensamiento; de ser así, no habría ido allí con ella.
A (TN) le encantó el entorno. Cuando estuviera terminado del todo, la propiedad iba a resultar majestuosa.
Varios trabajadores se afanaban en la techumbre y, a espaldas del edificio principal, otra cuadrilla se ocupaba de la estructura de lo que podía ser el granero; más allá, aún había otros trajinando en lo que debían de ser las caballerizas.
—¿Qué es aquel edificio? —le preguntó a Joe llena de curiosidad, mientras él le tendía la mano para ayudarla a bajar del landó.
—Armand me dio la idea de que debía tener un almacén para los productos. Bueno, ¿qué te parece mi pequeño paraíso?
Él se enorgullecía de lo que mostraba y ella no contestó de inmediato. Sus ojos lo examinaron todo. El pulcro y cuidado jardín que rodeaba el edificio serpenteaba entre recortados setos y millares de flores. Algunas palmeras flanqueaban el camino de entrada y proyectaban sombra sobre un cenador agradable y coqueto.
—Es muy bonito. Y lo será más con algunos pequeños detalles, una vez esté terminado. Joe —dijo de repente—, me gustaría cuidar el jardín.
Había pronunciado su nombre con tanta dulzura que el corazón de él comenzó a retumbar como un tambor.
—Si te quedan fuerzas…
En cuanto descendieron, una pareja se les aproximó rauda. Él, con una herramienta en las manos y ella limpiándose las suyas en un delantal inmaculadamente blanco. Ambos de mediana edad y mulatos. Pantalón y camisa blancos el hombre, mientras que la mujer vestía de colores vivos; su cabello negro recogido bajo un pañuelo y conservaba aún un rostro juvenil. A (TN) le gustaron en seguida.
—¡Bienvenidos! Capitán, señor Briset… —saludó él—. Los esperábamos ayer. Gedeón nos trajo noticias de su atraque hace días en Guadalupe.
—Siento haberme retrasado. —Joe estrechó con fuerza la mano que el hombre le tendía—. ¿Cómo va todo por aquí?
—Las tierras están listas, señor —se anticipó la mujer, sonriendo de oreja a oreja y sin quitar ojo a las dos muchachas—. Pero han de hacerse algunos cambios en la cocina, capitán, porque como le he dicho a Roy…
—Mon Dieu! ¡No molestes al amo con esas cosas, mujer!
—¡Hay que hacer esos cambios! —insistió ella.
—Eso ya lo estudiaremos.
—Se harán.
—Y yo te digo que ya lo veremos.
—Por descontado que lo veremos —refunfuñó la mujer, dándole un codazo en las costillas—. ¡Peleón impertinente! Deja que yo arregle eso con el capitán y…
—Os presento a Roy y a su esposa, Veronique —los cortó Joe—. Son quienes cuidan de la casa y de mis propiedades. Como podéis ver, son una pareja bien avenida —bromeó, al tiempo que besaba a la mulata en la mejilla.
Veronique se ruborizó ligeramente, se colocó bien un mechón que le había escapado del pañuelo y se inclinó ante las invitadas a modo de saludo. Su esposo se limitó a bajar ligeramente la cabeza.
—No hagan caso al capitán, señoritas. Le encanta burlarse de nosotros cuando discutimos. Estamos encantados de que estén aquí.
—Ella es Lidia —la presentó Armand, enlazándole el talle.
—¿Y la señorita? ¡No me diga que ha sentado la cabeza, señor! —En los ojos de Veronique se adivinaba la impaciencia—. ¡Claro que sí! ¿Por qué, si no, iba a traer a una damita así aquí? ¡No sabe qué alegría nos da, capitán! Porque… es su esposa, ¿verdad?
(TN) notó que él se ponía tenso. Retiró en seguida el brazo que le había pasado por los hombros y ella no se atrevió a mirarlo directamente, mientras esperaba su respuesta con el corazón en un puño. ¿Cómo iba a presentarla a aquellas gentes? No era su esposa, pero había compartido su lecho varias veces desde que abordaron el Eurípides. El bochorno puso un tono melocotón a sus mejillas, y bajó la cabeza para clavar la vista en la punta de sus zapatos. El corazón le latía con fuerza aguardando la explicación de Joe. Se moría de vergüenza. ¿La presentaría como su amante? Porque, si era así, no podría mirar a la cara a aquellas gentes.
Joe libraba una lucha interior. ¡Su esposa! Sí, en sus delirios durante la travesía había imaginado a (TN) como su mujer. Pero no lo era. Más de una vez se preguntó qué habría contestado ella de haberle propuesto matrimonio. El miedo a su respuesta lo había retraído. ¿Qué podría contestar a una petición tan descabellada? Ella era una dama y, según sabía, de una de las mejores familias inglesas. Unirse a un hombre sin futuro y sin patria, antiguo esclavo, dedicado en esos momentos al pillaje, dudaba que entrara en sus planes. Simplemente, no creía que fuera admisible para ella.
Así que, como un madito cobarde, tomó el camino más fácil:
—No. Ella es… —la miró un segundo—… mi esclava.
A Veronique se le escapó una exclamación y (TN) clavó de golpe sus ojos en él, llenos de veneno.
—¿Esclava? —se atrevió a preguntar Roy—. Pero, capitán, usted no tiene… —No acabó la frase, porque vio la mirada sombría de Joe. Movió la cabeza de un lado a otro lamentando aquella actitud desconocida.
Se produjo un silencio tenso y expectante. Todos sin excepción estaban pendientes de él. Briset lo miraba como si quisiera soltarle un sopapo; Roy y Veronique, sin creerse lo que acababan de escuchar, y Lidia, simplemente, con lástima. Y (TN)… A Joe le dolió más el reproche de sus ojos tan azules e indignados que los golpes que recibió en «Promise».
Estaba tensa como una cuerda de violín. Su rostro había perdido el color y no era capaz de mirar a nadie salvo a él. Se le había formado un nudo en la garganta. Como humillación, aquélla se llevaba la palma. No era el momento, pero se daban todas las condiciones para haberle cruzado la cara. Hubiera gritado de frustración, sin embargo, recurrió a su flema inglesa, alzó el mentón y permaneció orgullosa y en silencio.
—Supongo que se trata de una de sus bromas, capitán —dijo Veronique, mucho más directa y menos dada a seguirle la corriente que su esposo.
Joe endureció la mandíbula. Se maldijo una y mil veces por saberse un consumado cretino. Ahora le tocaba lidiar con la criada respondona. No era lo que hubiera debido responder, pero ya era tarde para rectificar. ¡Y qué demonios! (TN) Colbert no era más que su esclava. ¿No se lo había prometido a la memoria de Nick cuando se encontró con ella a bordo de la nave inglesa? ¿No juró que pagaría por todas las afrentas de su familia?
Se encontró terriblemente solo e indefenso allí en medio, con todos escrutándole como si fuera un bicho raro.
—No. No es ninguna broma. Y se llama (TN) Colbert.
Luego, a paso vivo, se alejó hacia la casa, perdiéndose en su interior.
Avergonzada, sin saber qué hacer o decir, (TN) sintió unos enormes deseos de echar a correr y perderse en la jungla que se abría a poca distancia.
—No le haga caso, señorita —dijo Veronique, asumiendo el mando de la incómoda situación—. Seguramente el amo no tiene uno de sus días buenos, le pasa con frecuencia.
—Pero es un buen amo, mademoiselle —afirmó Roy, como si con eso pudiera tranquilizarla.
—Tú le aprecias demasiado —gruñó Briset antes de seguir los pasos de Joe—. Porque hoy acaba de comportarse como un jodido asno.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 32
A pesar de la situación degradante en que la había colocado Joe, (TN) comprobó que eso no había hecho mella en Veronique, mujer vivaz y de aspecto risueño, que la hizo entrar de inmediato acompañada de Lidia. Las tres subieron al segundo piso, donde la criada de Joe las condujo a una habitación situada en la galería orientada al este.
—Dentro de poco, toda la casa estará acabada, vendrá una brigada de limpieza y usted podrá elegir el cuarto que más le guste, mademoiselle. Espero que éste sea de su agrado por el momento —añadió.
La estancia era amplia y luminosa. Estaba aún a medio amueblar, como el resto de la casa, pero tenía ya una cama con dosel, un armario y una pequeña coqueta con un taburete, todo en tonos malva. Se notaba de nuevo una mano femenina.
—Gracias, señora. Es muy bonita.
—Llámeme Vero, aquí todos los hacen, salvo mi esposo cuando discutimos; entonces me llama Veronique Gertrude Marie, lo que me saca de mis casillas —bromeó—. Esta habitación es una maravilla al amanecer.
(TN) dio una vuelta, un poco nerviosa, sin atreverse a hacer otra cosa que preguntarse el motivo por el que la mulata la instalaba en una habitación que parecía destinada a un invitado. Entró un muchacho menudo y negro como el carbón, que dejó una bolsa de viaje en la entrada y se esfumó en completo silencio. Lidia sacó de ella el único y destrozado vestido de (TN), del que ésta no había querido desprenderse, y lo colgó en el armario.
A (TN), la deprimente visión de una única pieza en un mueble tan grande le provocó un acceso de nostalgia que embargó su corazón y la hizo recordar su abundante guardarropa.
—No creo que al capitán le agrade que yo ocupe este cuarto, Vero.
—¿Y por qué no? Yo misma lo decoré para cuando llegaran invitados.
—Ya lo ha oído. No soy ninguna invitada.
—¡Tonterías!
—Pero…
—Tonterías le digo, señorita. Si no le agrada algo, dígamelo y lo cambiaremos. Me gusta el color malva, por eso lo decoré así. Haré que le traigan también una alfombra. —Se movía de un lado a otro, inspeccionándolo todo, recolocando, haciendo planes—. Mandaré a uno de los muchachos a la ciudad. No. Mejor no. Creo que en el desván hay una que irá très bien para esta habitación…
—No quisiera causarle problemas.
Veronique frunció el cejo y la miró de arriba abajo, con descaro, como alguien que se consideraba una igual.
—Mire, niña. Si usted es la esclava de ese cabezota gruñón, yo soy la reina de Francia.
—Pero…
—¡Ni una palabra más! Usted se queda en este cuarto y ya encontraremos otro para ella —señaló a Lidia.
—Ella ya tiene donde instalarse —dijo la voz de Armand desde la entrada—. Lidia se viene conmigo.
Veronique sonrió beatíficamente. (TN) le preguntó a Lidia en silencio y ésta asintió. Sí, se dijo. Si Briset había conseguido quedarse con ella pagando buena parte de lo que le correspondía del botín, estaba claro que no iba a renunciar entonces. Y Lidia parecía estar muy de acuerdo.
—Y ahora, señoras, si han terminado, quiero que mi dama dé su visto bueno a nuestra habitación por si echa algo en falta.
Tendió la mano hacia la joven y Lidia se le acercó de inmediato.
A (TN) se le caldeó el corazón. Al menos, su amiga había conseguido a un hombre digno y se alegraba de su suerte.
Durante los dos primeros días, Joe no se dejó ver por la casa. Veronique dijo algo acerca de que él y su esposo estaban inspeccionando las tierras, las últimas obras del almacén y un montón de cosas más. Y (TN) disfrutó de su compañía. Era un torbellino, siempre activa, ocupándose de todo a la vez sin una queja. Pero apenas pudo ver a Lidia, y no dejaba de sentirse una extraña a pesar de las atenciones que la criada de Joe le prodigaba. Para no desairarla, la acompañó a echar un vistazo en el desván, asombrándose de la cantidad de objetos allí acumulados. Había de todo: alfombras, candelabros, espejos, sillones, telas… Eligieron una alfombra de tonos lila y morados, un par de sillones orejeros y una mesita redonda de estilo francés que colocaron junto a la ventana.
Una vez completa, la habitación mejoró mucho y (TN) agradeció el amable trato de Vero.
Cuando la criada tenía un rato libre, escapaba de los quehaceres de la casa y la acompañaba a dar largos paseos, a los que Lidia se unía encantada, siempre alrededor del edificio, sin alejarse demasiado y evitando la zona en la que aún se trabajaba.
Al tercer día, ociosa y sin nada que hacer porque Vero no quería ni oír hablar de que ella se metiera en la cocina o limpiase nada, (TN) se acercó a las caballerizas. Y allí se encontró con una agradable sorpresa: el joven grumete de El Ángel Negro.
—¡Timmy!
—¡Mademoiselle! Pensaba ir a verla dentro de un momento, en cuanto terminase. —Dejó el cepillo con el que acicalaba el pelaje de un precioso animal, se limpió las manos en el pantalón y se le acercó.
(TN) le dio un beso en la mejilla y el chico enrojeció de puro placer.
—No sabes lo que me alegra volver a verte, Timmy.
El caballo, negro como un pecado, pareció reclamar también atención y relinchó. Ella se aproximó. Era un ejemplar precioso. De largas y elegantes patas y una estampa magnífica. Por algún motivo, lo relacionó de inmediato con Joe.
—Es el caballo del capitán —le dijo Timmy, uniéndose a las caricias de ella—. Acabamos de conocernos y ya nos hemos hecho amigos. Me dijo que se lo tuviera preparado porque se marcha a la ciudad.
—¿Dónde está él ahora?
—En los campos, señorita, con el señor Briset.
(TN) pasó la mano por el hocico del animal y éste sacudió la cabeza, posándola luego sobre su hombro, lo que le produjo una enorme sensación de cercanía, de la que tan necesitada estaba.
—Vaya, eres un seductor, ¿eh? Me encantaría montarte.
—Puede pedirle permiso al capitán cuando regrese.
—¿Crees que me dejaría? —Timmy pareció dudar—. Bueno, es igual. Sólo era una idea. Es que echo de menos mis paseos a caballo.
—Aquí hay muchos espacios abiertos. Al capitán no le importará que lo haga, siempre que no se aleje demasiado. Es peligroso.
—¿Por qué es peligroso?
—Podría encontrarse con algún desalmado. En La Martinica nunca deja de haberlos.
—No creo que constituyan más peligro que tu capitán.
El tono irónico hizo saltar al chico.
—Él no es malo, señorita.
(TNO) asintió. Allí todos pensaban que Joe de Jonas era poco menos que un santo bajado del Cielo. ¡Por los dientes de Satanás! ¡Qué poco lo conocían! Le revolvió el cabello a Timmy y sonrió para suavizar su agrio comentario. Le gustaba aquel rapaz castigado por la vida, que miraba siempre de frente. Y lamentaba que un niño como él, que debería estar en una escuela, navegara en un barco pirata, sorteando el peligro. Si ella pudiera, hablaría con Joe… si es que decidía dejarse ver por la casa, algo que empezaba a parecerle cada vez menos probable.
Pero se equivocaba. Llegó apenas una hora después y, al verla, se paró en seco y mostró un gesto de disgusto. (TN) se había puesto su antiguo vestido, debidamente lavado y vuelto a remendar, porque, en su situación, carecía de lógica utilizar el que había recibido como un regalo de dama. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y sujeto por un pañuelo, al estilo de Veronique. Sabía el aspecto que tenía, pero al menos estaba limpia.
—Espero que esta noche tengas mejor aspecto —le espetó él en tono áspero. Fue imposible adivinar su expresión, porque ascendía ya la escalera hacia el piso superior.
Ella no fue capaz de replicar. ¿Mejor aspecto? ¡Sería imbécil! ¿Qué pensaba que iba a ponerse? Solamente tenía el vestido que él le había regalado. Y ni siquiera disponía de unos malditos zapatos decentes. ¿Qué esperaba? ¿Que se vistiera como una reina? Ya no era una dama de buena familia, con un vestuario completo a su disposición cada día y una buena cantidad de escarpines y botas.
Ni siquiera era su amante. No al menos su amante oficial. A éstas les solían regalar de todo por su compañía. Pero ¿a una simple esclava? ¿Dónde se había visto? ¿Qué podía esperar de él? Quiso llorar y no pudo de pura rabia.
Cuando entró en la cocina, donde trajinaba Veronique, dando un portazo, la mulata adivinó su estado de ánimo. La muchacha había dado muestras de un carácter afable, tratando a todo el mundo por igual, cercana y riéndose con sus cotilleos. Ahora, sin embargo, diría que venía ceñuda y con las plumas alborotadas.
—¿Ya ha llegado el capitán? —preguntó.
—Ha llegado, sí.
—Lo suponía. ¿Qué ha pasado?
—¿Qué habría de pasar? —refunfuñó ella, sentándose en una banqueta y cogiendo una galleta recién horneada.
—¡Oh, vamos, señorita! Recuerde que lo conozco desde hace tiempo. ¿Qué ha hecho ahora ese cabezota?
—¡Lo detesto! —(TN) no se contuvo.
—Comme vous voudrez —se encogió de hombros Vero, y siguió mezclando la masa—. Pero se equivoca. Es terco, sí, pero un hombre de la cabeza a los pies.
Ella no quiso oír más y se largó de la cocina. Por lo visto, en aquella maldita casa no iba a encontrar a nadie crítico con Joe. Si acaso, algo criticable, sin más.
Su Némesis se disponía a entrar justo entonces y se cruzaron.
—Cabrón… —musitó por lo bajo.
Él se quedó mirando cómo se alejaba, preguntándose si habría oído bien. ¿Había sido un insulto? ¿Qué demonios le pasaba? Había intentado dejarle espacio, no agobiarla, aunque, en realidad, en los días transcurridos, le había costado conciliar el sueño y hubiera querido estar con ella cada noche. ¿Por qué estaba tan rabiosa?
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó a Veronique cuando entró en la cocina.
Su criada lo miró con reticencia por encima del hombro.
—¿Me lo pregunta a mí, capitán?
—Si las miradas matasen, ahora sería cadáver. —Fue a coger también una galleta, pero ella le palmeó la mano.
—Deje eso, son para mañana —lo regañó, retirando la bandeja—. Yo podría explicarle lo que le pasa a ella, monsieur, pero necesitaría un tiempo que me parece que usted no tiene. Y mucha paciencia, que no tengo yo.
Joe arqueó una ceja. La habilidad de su criada para censurarlo era proverbial, nunca se callaba lo que pensaba. La mayoría de las veces no actuaba como una sirvienta y, como ya hizo cuando (TN) llegó a la casa, cuestionaba en muchas ocasiones su proceder. A la larga, solía acertar. Le agradecía que hubiera instalado a (TN) en uno de los cuartos de invitados, aunque no se lo dijo. Quería a Veronique. Y la admiraba. Era una mujer de mente clara y actuaciones decididas y no pecaba del servilismo que, por otra parte, a él no le gustaba. Por eso en su hacienda no había esclavos y todos los que trabajaban para él cobraban un sueldo, según su cometido. Prefería las cosas a las claras y Veronique siempre se las decía. Desde que la conoció. Por eso le extrañaba que ahora se guardara su opinión.
Se acercó a ella, fisgando por encima de su hombro. Las galletas se veían apetitosas y él estaba hambriento. Bromeando, le tiró de la lazada que anudaba su delantal y aprovechó cuando ella volvió a anudársela para cazar, por fin, una.
—¿Quiere largarse de mi cocina?
Joe la abrazó por la cintura, poniendo los ojos en blanco ante el delicioso sabor del postre.
—¿Es una amenaza?
—Pas du tout! —negó.
—Me portaré bien si prometes preparar una cena especial. Tengo invitados esta noche. Seremos siete.
Veronique se le plantó con los brazos en jarras y los ojos muy abiertos.
—¿No podía haber avisado antes, diables? ¿Cómo quiere que prepare cena para tanta gente? Mon Dieu!
—Prometo traerte una pañoleta nueva cuando regrese de la ciudad.
Ella renegó un poco más y empezó a revisar la despensa, pensando ya en qué preparar. Joe la observó trajinar y pensó que había tenido mucha suerte en contratar al matrimonio. Veronique sacó un par de aves ya desplumadas y pasó a su lado como un vendaval. Había ganado la pequeña batalla.
—Que sea roja —dijo ella, exigente, elevando la nariz.
Entonces sí, Joe se rió con ganas.
A pesar de la situación degradante en que la había colocado Joe, (TN) comprobó que eso no había hecho mella en Veronique, mujer vivaz y de aspecto risueño, que la hizo entrar de inmediato acompañada de Lidia. Las tres subieron al segundo piso, donde la criada de Joe las condujo a una habitación situada en la galería orientada al este.
—Dentro de poco, toda la casa estará acabada, vendrá una brigada de limpieza y usted podrá elegir el cuarto que más le guste, mademoiselle. Espero que éste sea de su agrado por el momento —añadió.
La estancia era amplia y luminosa. Estaba aún a medio amueblar, como el resto de la casa, pero tenía ya una cama con dosel, un armario y una pequeña coqueta con un taburete, todo en tonos malva. Se notaba de nuevo una mano femenina.
—Gracias, señora. Es muy bonita.
—Llámeme Vero, aquí todos los hacen, salvo mi esposo cuando discutimos; entonces me llama Veronique Gertrude Marie, lo que me saca de mis casillas —bromeó—. Esta habitación es una maravilla al amanecer.
(TN) dio una vuelta, un poco nerviosa, sin atreverse a hacer otra cosa que preguntarse el motivo por el que la mulata la instalaba en una habitación que parecía destinada a un invitado. Entró un muchacho menudo y negro como el carbón, que dejó una bolsa de viaje en la entrada y se esfumó en completo silencio. Lidia sacó de ella el único y destrozado vestido de (TN), del que ésta no había querido desprenderse, y lo colgó en el armario.
A (TN), la deprimente visión de una única pieza en un mueble tan grande le provocó un acceso de nostalgia que embargó su corazón y la hizo recordar su abundante guardarropa.
—No creo que al capitán le agrade que yo ocupe este cuarto, Vero.
—¿Y por qué no? Yo misma lo decoré para cuando llegaran invitados.
—Ya lo ha oído. No soy ninguna invitada.
—¡Tonterías!
—Pero…
—Tonterías le digo, señorita. Si no le agrada algo, dígamelo y lo cambiaremos. Me gusta el color malva, por eso lo decoré así. Haré que le traigan también una alfombra. —Se movía de un lado a otro, inspeccionándolo todo, recolocando, haciendo planes—. Mandaré a uno de los muchachos a la ciudad. No. Mejor no. Creo que en el desván hay una que irá très bien para esta habitación…
—No quisiera causarle problemas.
Veronique frunció el cejo y la miró de arriba abajo, con descaro, como alguien que se consideraba una igual.
—Mire, niña. Si usted es la esclava de ese cabezota gruñón, yo soy la reina de Francia.
—Pero…
—¡Ni una palabra más! Usted se queda en este cuarto y ya encontraremos otro para ella —señaló a Lidia.
—Ella ya tiene donde instalarse —dijo la voz de Armand desde la entrada—. Lidia se viene conmigo.
Veronique sonrió beatíficamente. (TN) le preguntó a Lidia en silencio y ésta asintió. Sí, se dijo. Si Briset había conseguido quedarse con ella pagando buena parte de lo que le correspondía del botín, estaba claro que no iba a renunciar entonces. Y Lidia parecía estar muy de acuerdo.
—Y ahora, señoras, si han terminado, quiero que mi dama dé su visto bueno a nuestra habitación por si echa algo en falta.
Tendió la mano hacia la joven y Lidia se le acercó de inmediato.
A (TN) se le caldeó el corazón. Al menos, su amiga había conseguido a un hombre digno y se alegraba de su suerte.
Durante los dos primeros días, Joe no se dejó ver por la casa. Veronique dijo algo acerca de que él y su esposo estaban inspeccionando las tierras, las últimas obras del almacén y un montón de cosas más. Y (TN) disfrutó de su compañía. Era un torbellino, siempre activa, ocupándose de todo a la vez sin una queja. Pero apenas pudo ver a Lidia, y no dejaba de sentirse una extraña a pesar de las atenciones que la criada de Joe le prodigaba. Para no desairarla, la acompañó a echar un vistazo en el desván, asombrándose de la cantidad de objetos allí acumulados. Había de todo: alfombras, candelabros, espejos, sillones, telas… Eligieron una alfombra de tonos lila y morados, un par de sillones orejeros y una mesita redonda de estilo francés que colocaron junto a la ventana.
Una vez completa, la habitación mejoró mucho y (TN) agradeció el amable trato de Vero.
Cuando la criada tenía un rato libre, escapaba de los quehaceres de la casa y la acompañaba a dar largos paseos, a los que Lidia se unía encantada, siempre alrededor del edificio, sin alejarse demasiado y evitando la zona en la que aún se trabajaba.
Al tercer día, ociosa y sin nada que hacer porque Vero no quería ni oír hablar de que ella se metiera en la cocina o limpiase nada, (TN) se acercó a las caballerizas. Y allí se encontró con una agradable sorpresa: el joven grumete de El Ángel Negro.
—¡Timmy!
—¡Mademoiselle! Pensaba ir a verla dentro de un momento, en cuanto terminase. —Dejó el cepillo con el que acicalaba el pelaje de un precioso animal, se limpió las manos en el pantalón y se le acercó.
(TN) le dio un beso en la mejilla y el chico enrojeció de puro placer.
—No sabes lo que me alegra volver a verte, Timmy.
El caballo, negro como un pecado, pareció reclamar también atención y relinchó. Ella se aproximó. Era un ejemplar precioso. De largas y elegantes patas y una estampa magnífica. Por algún motivo, lo relacionó de inmediato con Joe.
—Es el caballo del capitán —le dijo Timmy, uniéndose a las caricias de ella—. Acabamos de conocernos y ya nos hemos hecho amigos. Me dijo que se lo tuviera preparado porque se marcha a la ciudad.
—¿Dónde está él ahora?
—En los campos, señorita, con el señor Briset.
(TN) pasó la mano por el hocico del animal y éste sacudió la cabeza, posándola luego sobre su hombro, lo que le produjo una enorme sensación de cercanía, de la que tan necesitada estaba.
—Vaya, eres un seductor, ¿eh? Me encantaría montarte.
—Puede pedirle permiso al capitán cuando regrese.
—¿Crees que me dejaría? —Timmy pareció dudar—. Bueno, es igual. Sólo era una idea. Es que echo de menos mis paseos a caballo.
—Aquí hay muchos espacios abiertos. Al capitán no le importará que lo haga, siempre que no se aleje demasiado. Es peligroso.
—¿Por qué es peligroso?
—Podría encontrarse con algún desalmado. En La Martinica nunca deja de haberlos.
—No creo que constituyan más peligro que tu capitán.
El tono irónico hizo saltar al chico.
—Él no es malo, señorita.
(TNO) asintió. Allí todos pensaban que Joe de Jonas era poco menos que un santo bajado del Cielo. ¡Por los dientes de Satanás! ¡Qué poco lo conocían! Le revolvió el cabello a Timmy y sonrió para suavizar su agrio comentario. Le gustaba aquel rapaz castigado por la vida, que miraba siempre de frente. Y lamentaba que un niño como él, que debería estar en una escuela, navegara en un barco pirata, sorteando el peligro. Si ella pudiera, hablaría con Joe… si es que decidía dejarse ver por la casa, algo que empezaba a parecerle cada vez menos probable.
Pero se equivocaba. Llegó apenas una hora después y, al verla, se paró en seco y mostró un gesto de disgusto. (TN) se había puesto su antiguo vestido, debidamente lavado y vuelto a remendar, porque, en su situación, carecía de lógica utilizar el que había recibido como un regalo de dama. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y sujeto por un pañuelo, al estilo de Veronique. Sabía el aspecto que tenía, pero al menos estaba limpia.
—Espero que esta noche tengas mejor aspecto —le espetó él en tono áspero. Fue imposible adivinar su expresión, porque ascendía ya la escalera hacia el piso superior.
Ella no fue capaz de replicar. ¿Mejor aspecto? ¡Sería imbécil! ¿Qué pensaba que iba a ponerse? Solamente tenía el vestido que él le había regalado. Y ni siquiera disponía de unos malditos zapatos decentes. ¿Qué esperaba? ¿Que se vistiera como una reina? Ya no era una dama de buena familia, con un vestuario completo a su disposición cada día y una buena cantidad de escarpines y botas.
Ni siquiera era su amante. No al menos su amante oficial. A éstas les solían regalar de todo por su compañía. Pero ¿a una simple esclava? ¿Dónde se había visto? ¿Qué podía esperar de él? Quiso llorar y no pudo de pura rabia.
Cuando entró en la cocina, donde trajinaba Veronique, dando un portazo, la mulata adivinó su estado de ánimo. La muchacha había dado muestras de un carácter afable, tratando a todo el mundo por igual, cercana y riéndose con sus cotilleos. Ahora, sin embargo, diría que venía ceñuda y con las plumas alborotadas.
—¿Ya ha llegado el capitán? —preguntó.
—Ha llegado, sí.
—Lo suponía. ¿Qué ha pasado?
—¿Qué habría de pasar? —refunfuñó ella, sentándose en una banqueta y cogiendo una galleta recién horneada.
—¡Oh, vamos, señorita! Recuerde que lo conozco desde hace tiempo. ¿Qué ha hecho ahora ese cabezota?
—¡Lo detesto! —(TN) no se contuvo.
—Comme vous voudrez —se encogió de hombros Vero, y siguió mezclando la masa—. Pero se equivoca. Es terco, sí, pero un hombre de la cabeza a los pies.
Ella no quiso oír más y se largó de la cocina. Por lo visto, en aquella maldita casa no iba a encontrar a nadie crítico con Joe. Si acaso, algo criticable, sin más.
Su Némesis se disponía a entrar justo entonces y se cruzaron.
—Cabrón… —musitó por lo bajo.
Él se quedó mirando cómo se alejaba, preguntándose si habría oído bien. ¿Había sido un insulto? ¿Qué demonios le pasaba? Había intentado dejarle espacio, no agobiarla, aunque, en realidad, en los días transcurridos, le había costado conciliar el sueño y hubiera querido estar con ella cada noche. ¿Por qué estaba tan rabiosa?
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó a Veronique cuando entró en la cocina.
Su criada lo miró con reticencia por encima del hombro.
—¿Me lo pregunta a mí, capitán?
—Si las miradas matasen, ahora sería cadáver. —Fue a coger también una galleta, pero ella le palmeó la mano.
—Deje eso, son para mañana —lo regañó, retirando la bandeja—. Yo podría explicarle lo que le pasa a ella, monsieur, pero necesitaría un tiempo que me parece que usted no tiene. Y mucha paciencia, que no tengo yo.
Joe arqueó una ceja. La habilidad de su criada para censurarlo era proverbial, nunca se callaba lo que pensaba. La mayoría de las veces no actuaba como una sirvienta y, como ya hizo cuando (TN) llegó a la casa, cuestionaba en muchas ocasiones su proceder. A la larga, solía acertar. Le agradecía que hubiera instalado a (TN) en uno de los cuartos de invitados, aunque no se lo dijo. Quería a Veronique. Y la admiraba. Era una mujer de mente clara y actuaciones decididas y no pecaba del servilismo que, por otra parte, a él no le gustaba. Por eso en su hacienda no había esclavos y todos los que trabajaban para él cobraban un sueldo, según su cometido. Prefería las cosas a las claras y Veronique siempre se las decía. Desde que la conoció. Por eso le extrañaba que ahora se guardara su opinión.
Se acercó a ella, fisgando por encima de su hombro. Las galletas se veían apetitosas y él estaba hambriento. Bromeando, le tiró de la lazada que anudaba su delantal y aprovechó cuando ella volvió a anudársela para cazar, por fin, una.
—¿Quiere largarse de mi cocina?
Joe la abrazó por la cintura, poniendo los ojos en blanco ante el delicioso sabor del postre.
—¿Es una amenaza?
—Pas du tout! —negó.
—Me portaré bien si prometes preparar una cena especial. Tengo invitados esta noche. Seremos siete.
Veronique se le plantó con los brazos en jarras y los ojos muy abiertos.
—¿No podía haber avisado antes, diables? ¿Cómo quiere que prepare cena para tanta gente? Mon Dieu!
—Prometo traerte una pañoleta nueva cuando regrese de la ciudad.
Ella renegó un poco más y empezó a revisar la despensa, pensando ya en qué preparar. Joe la observó trajinar y pensó que había tenido mucha suerte en contratar al matrimonio. Veronique sacó un par de aves ya desplumadas y pasó a su lado como un vendaval. Había ganado la pequeña batalla.
—Que sea roja —dijo ella, exigente, elevando la nariz.
Entonces sí, Joe se rió con ganas.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 33
Lidia la miró como si se hubiera vuelto loca.
No podía negar que la blusa azul le sentaba bien. Se había rodeado la cintura con una cinta del mismo color que la blusa, dejando que los extremos cayeran sobre la falda negra. Estaba bonita, sí. Pero las ropas eran burdas. Y las sandalias que había conseguido empeoraban el resultado. Parecía una criada.
(TN) se había dejado el cabello suelto. ¿Para qué perder el tiempo en un sofisticado peinado?
—No parece usted una dama, m’zelle.
Ella le contestó con un encogimiento de hombros. En el espejo del armario vio reflejado lo que quería y asintió. No. No lo parecía. Ésa era exactamente su intención.
—Voy de acuerdo con mi nueva condición —le contestó.
—¿Y ese color tan subido de tono en las mejillas y los labios? Si quiere mi opinión, señorita, no le sienta bien. Y mucho menos ese toque oscuro que se ha puesto en los ojos. ¿De verdad piensa bajar a cenar así?
(TN) dio una vuelta completa y se observó críticamente.
—¿Qué tiene de malo? A Joe le gustan las mujeres pintadas.
—¿De dónde ha sacado esa estúpida idea?
—¿No recuerdas a las muchachas de la cantina, en Guadalupe? La morena y la pelirroja.
—¡Por el amor de Dios, señorita, aquéllas eran simples busconas!
—Y yo ¿qué soy para él? Vamos, dímelo. ¿Qué soy para el capitán De Jonas, Lidia? Creo que está muy claro.
—Yo no lo veo nada claro, señorita.
—Pues debes de ser la única —bufó—. Además, no tengo ropa ni zapatos. Ha sido una suerte poder disponer de algo que ponerme, porque mi vestido ya no soporta una lavada más.
—¿Y el que le regaló? Sigue colgado en el armario —objetó Lidia.
—No pienso volver a usarlo.
—Pero ¿por qué?
(TN) ya había tenido suficiente y la insistencia de su amiga le estaba provocando dolor de cabeza. Se ahuecó el cabello, alborotándoselo un poco más y creando la ilusión de una mujer de vida alegre.
—No quiero nada que venga de él —resolvió—. No voy a usarlo, simplemente. Y tengo esta ropa por ayudar en los quehaceres de la casa. Me la he ganado. Como me ganaré la comida que me lleve a la boca.
—Señorita…
—¿No dijo que era su esclava?
—Admito que no estuvo acertado, pero…
—Pues ¡sólo me estoy comportando como tal! —se empeñó (TN).
—Debería pensarlo mejor. El capitán Boullant, Ledoux y la señorita Virginia son sus invitados esta noche. No creo que al capitán De Jonas le haga mucha gracia que se presente con este aspecto.
—No voy desaliñada. Y estoy limpia.
—Pero lo dejará en ridículo.
—¡Precisamente! Él me ha secuestrado y, por lo que sé, no tiene intención de pedir ningún tipo de rescate por mí. Pues bien, vestiré de acuerdo con lo que soy ahora, una mujer sin honor. Y si no le gusta, ¡que reviente!
Lidia resopló. Habría problemas. Seguro que los habría. Entendía que (TN) estuviera harta de todo, que deseara escapar de allí y volver con su familia. Joe se había comportado como un miserable desde que llegaron, dejándola a un lado y tratándola con menosprecio, o ni siquiera tratándola. Y de poco había servido que ella le suplicara a Armand que mediara, porque éste se negó en redondo.
—Ese muchacho necesita probar su propia medicina, así que no te metas, mujer —fue todo cuanto había dicho.
Lidia no tenía dudas de que aquella noche (TN) estaba dispuesta a todo. Cuando se empecinaba en algo, era imposible convencerla de lo contrario y tenía muy claro que había decidido arruinarle la velada al capitán.
—M’zelle, por favor. Hágalo por la señorita Virginia.
—¡Bah! Ésa es otra de las cosas que debe pagarme, Lidia. No he sabido nada de ella desde que llegamos. Ni de Amanda.
—Ellas están bien. La señora Clery ayuda al ama de llaves del capitán Boullant en los quehaceres de la casa y en las cocinas.
—Sí. Sé que están bien porque Timmy me trajo una nota, pero ¿por qué no me ha dejado ir a verlas?
—Es peligroso salir de la hacienda.
—Podría haberme acompañado alguno de los trabajadores. O incluso Armand. ¡Válgame el Cielo, Lidia! Apenas estamos a un par de kilómetros de distancia.
Discutir con (TN) era como hacerlo con un muro de ladrillos.
—El capitán se enfadará —advirtió la mulata.
—Por mí, como si se muere del disgusto.
—¡Por Dios, señorita! Recapacite y cámbiese.
—Vale ya, Lidia. Te estás poniendo insoportable.
La chica no encontraba palabras para hacerla cambiar de actitud. Se estrujó las manos y pensó en insistir. Hasta ella estaba más elegante, con el vestido color guinda que Armand le había regalado aquella misma mañana.
—¿Qué van a pensar la señorita Virginia y los demás cuando la vean vestida y maquillada como una… una…?
—¿Puta?
—¡Santo Dios! —se atragantó.
—Virginia no pensará nada. Bueno, sí. Me conoce lo suficiente como para saber que tengo un plan. Lo que opine el resto, me importa un ardite.
—¿Puedo conocer yo ese… plan, señorita?
—No quiero que me trate como un trofeo, Lidia. ¡No soy su trofeo, maldito sea!
—Pero es su prisionera, y su actitud infantil no va a cambiarlo.
—Eso ya lo veremos. No puedo vivir pendiente de sus cambios de humor. Tan pronto me agasaja, como me olvida. Quiero saber, de una vez por todas, en qué lugar estoy. ¡Lo odio!
Lidia le daba la razón, aunque se cuidó muy mucho de decírselo. Sentía una profunda pena por (TN), pero ella nada podía hacer para remediar su situación. La instó a sentarse y lo hizo a su vez a su lado, tomando sus manos entre las suyas. No encontraba argumentos para reconfortarla. Ella, al menos, había salido ganando, porque Armand era un buen hombre y estaba muy cerca de amarlo. Pero ¿y su señorita? El capitán De Jonas no parecía rendirse fácilmente a una cara bonita. Así que, ¿qué podía esperar? Tarde o temprano, él debería tomar una decisión: o la reclamaba como suya o la dejaba marchar, porque (TN) Colbert nunca aceptaría una situación intermedia, y en tal lucha de voluntades, la joven inglesa era una antagonista que cabía tener en cuenta. Si uno de los dos cediera, incluso podrían encontrar la felicidad.
—M’zelle, usted no odia al capitán.
La rotunda afirmación de Lidia acabó de romper las barreras de su resolución. Se abrazó a ella y durante un buen rato no pudo hablar.
—Tienes razón —dijo luego, aceptando el pañuelo que le tendía y limpiándose la nariz—. No lo odio, Lidia. Y eso me está destrozando. Creo que me enamoré de él cuando lo vi la primera vez, en Port Royal.
—Entonces, ¿por qué se le enfrenta? ¿Por qué no intentar que él le corresponda? Usted es una muchacha preciosa y el capitán no es inmune a sus encantos.
—¿Cómo hacerlo? ¿Rindiéndome a sus pies? ¿Rebajándome más de lo que ya lo he hecho?
—Él es muy orgulloso.
—También lo soy yo. Además, me odia. Aborrece todo lo que suena a inglés.
—El tiempo cura las heridas y hace olvidar, señorita.
—No a Joe de Jonas, Lidia. Tú no lo sabes, pero los ingleses asesinaron a la mujer con la que iba a casarse. Y siempre tiene presente que Edgar mató a su hermano. En ocasiones, lo he visto mirándome de forma extraña, con rencor. Me culpa por llevar su sangre.
—Pero también le ha hecho el amor.
La había tratado con ternura, sí, pensó (TN). Precisamente por eso, porque necesitaba saber si las caricias de Joe eran ciertas, se había propuesto aquello.
—Me ha usado, Lidia. No es lo mismo. Me deseaba del mismo modo que a las furcias de la taberna. ¡Y basta ya de hablar! Alcánzame ese carboncillo, que se me ha corrido la pintura de los ojos.
Lidia se resignó al fin. «Imposible seguir luchando», se dijo. Mientras (TN) se retocaba, pensó si no sería mejor poner una excusa y que Armand la llevara a casa. Se iba a montar una buena y ella no tenía ganas de estar en medio.
(TN) se dio un último vistazo.
Joe podía sufrir un infarto cuando la viera. Temía su reacción, pero no pensaba dar marcha atrás. Los Colbert también tenían su vanidad.
—Nuestros caballeros piratas nos aguardan, Lidia. No les hagamos esperar.
Joe asintió a un comentario de François y probó el vino que estaban tomando mientras esperaban a las mujeres. Boullant se había personado a la cena acompañado por Nora Buttler, la bonita y pelirroja hija de un adinerado comerciante, y, puesto que (TN) y Lidia se retrasaban, Joe le había pedido a Timmy que acompañara a Virginia y a la muchacha al jardín, de modo que ellas tuvieran libertad para sus confidencias y ellos también.
—Creo que voy a retirarme —anunció Fran, no sin cierta sorpresa por parte de los presentes—. Me parece que muy bien podrías hacerte cargo del Missionnaire —añadió, dirigiéndose a Ledoux.
—No será por esa damita, ¿verdad?
—Un hombre debe formar una familia tarde o temprano —intervino Armand, añadiendo una dosis de desconcierto.
—¿También tú estás pensando en dejarnos? —le preguntó Joe.
—Se me ha pasado por la cabeza.
—¿Por Lidia?
Briset no respondió, pero su silencio fue mucho más elocuente que todo un discurso.
Por un momento, los cuatro se abstuvieron de hablar, cada uno repasando episodios de su azaroso pasado. Salvo Joe, los demás llevaban demasiado tiempo jugándose la vida. Todos habían hecho fortuna suficiente para dejar la piratería y, amparados en el anonimato de la vida en tierra y la dispersión, lejanía y relativa seguridad de las islas, podían reintegrarse a la sociedad como personas honorables. Claro que, a cambio, ¿dónde quedaba la aventura?
El sonido de la puerta abriéndose a sus espaldas los sacó de sus cavilaciones y se volvieron al unísono.
Era (TN).
Joe sonrió. Sólo un segundo. A continuación, se atragantó con su bebida y empezó a toser. Pierre le propinó una fuerte palmada en la espalda, aunque sin apartar los ojos de la muchacha. Armand miró al techo y Fran, sencillamente, observaba y callaba.
Se podía oír el vuelo de un mosquito. La incomodidad flotaba en el ambiente mucho más de lo que (TN) hubiera pensado. Por el modo en que todos los ojos estaban fijos en ella, se había extralimitado.
Por el acceso al jardín aparecieron Virginia y Nora Buttler.
Entonces sí que a (TN) se le subieron los colores, porque en su representación no había esperado incluir a una dama a la que no conocía y que allí, junto a su amiga, la observaba con un rictus de manifiesto desagrado. Se estaría preguntando cómo era posible que la hubieran invitado a una cena junto con una buscona. Le entraron ganas de dar media vuelta y escapar, pero ya era demasiado tarde.
Briset interrogó a Lidia con la mirada y ella se encogió ligeramente de hombros.
El estupor de Joe fue dando paso a una mirada de desagrado que amenazaba vendaval. Dejó la copa con tanta violencia que el cristal se quebró. (TN) contuvo el impulso de retroceder cuando él se levantó y avanzó hacia ella, pero permaneció donde estaba, plantándole cara. La tomó del brazo y la arrastró hacia la salida.
—Podéis empezar a cenar sin nosotros —les dijo a sus invitados.
(TN) se trompicaba para seguirle el paso y no caer de bruces mientras él la obligaba a subir la escalera casi a la carrera. La llevó en volandas hasta su cuarto, abrió y la hizo entrar, cerrando luego de una patada.
—Y ahora, señorita Colbert, me vas a explicar qué significa esta fantochada.
Si le hubiera gritado, ella le habría respondido de igual modo, pero Joe parecía luchar por mantener la calma y eso era presagio de que estaba a punto de estallar. A pesar de todo, (TN) se felicitó por haber conseguido su propósito.
—Me he vestido de acuerdo con mi posición en esta casa, amo.
Él se quedó mirándola. ¿De qué demonios estaba hablando? Aquello no estaba pasando, se dijo, confuso. (TN) no se había vestido como una ramera y él debía de haber bebido demasiado… Su patética imagen desaparecería en un momento…
Pero no. Seguía allí, vestida como una tabernera y pintada como una…
—¡Explícate!
—Si no lo entiendes, huelgan las explicaciones.
No. No entendía nada. Pero empezaba a pensar que nunca entendería a aquella mujer que lo enloquecía y a la que deseaba por encima de todo, incluso de aquel modo, esperpéntica y disfrazada de prostituta. La agarró de la muñeca y tiró de ella acercándola al aguamanil. Vertió agua en la palangana y, acallando sus protestas, le empujó la cabeza hasta metérsela dentro.
(TN) se debatió como una fiera, pero él la retuvo hasta quitarle toda la pintura de la cara. Luego la soltó y ella retrocedió escupiendo, medio ahogada, con el cabello chorreando sobre el rostro enrojecido.
—¡Eres un…!
—Y ahora quítate esas ropas —la interrumpió él—. Y ponte el vestido que te regalé.
—¿Para qué? —estalló (TN), haciendo un esfuerzo para mantenerse firme—. ¿Para que todos vean lo bien que vistes a tu esclava?
Joe parpadeó. ¡Demonio de mujer! ¿Ahora le salía con ésas? Había aceptado ante Armand que había sido desconsiderado al presentarla de ese modo a Veronique y a Roy. Y debía haberse disculpado ante ella, cierto. Pero ¿acaso se la había tratado como a una prisionera? ¿No la habían instalado en una de las mejores habitaciones? ¿Se la había obligado a realizar trabajos serviles?
—Así que se trata de eso.
—Sí, de eso mismo, capitán De Jonas.
—Lo lamento, (TN) te pido disculpas. Actué como un perfecto idiota y te humillé, lo sé.
—Ni te imaginas cuánto.
—De acuerdo, fui un maldito mezquino y lo admito. Estaba confundido. Olvidémoslo y cámbiate de ropa.
Ella no se movió del sitio. ¿Eso era todo? ¿Estaba confundido? ¿A qué se refería? Ni siquiera había tenido la decencia de explicarle nada, pero ahora le pedía disculpas y pretendía que ella le perdonara. ¡Qué sencillo!
—Mente masculina…
—¿Perdón?
—Que tienes unas ideas muy masculinas, Joe.
—Bueno, cariño, si fuera de otro modo empezaría a preocuparme.
Se estaba burlando de ella. Una vez más. (TN) tenía ganas de sacarle los ojos.
—Ve con tus invitados. Si no quieres que baje con esta ropa, simplemente no bajaré a cenar.
Joe se dijo que ya le había consentido demasiado. Estiró un brazo, la atrajo hacia sí, la besó y después le metió la mano por el escote de la blusa y se la rasgó de arriba abajo. (TN) se rebeló, lo insultó y trató de cubrirse, pero acabó debatiéndose entre el rechazo y la fuerza de él, que terminó por despojarla de la ropa deshaciéndole el lazo del fajín y quitándole la falda, aun a costa de algunos puñetazos, una buena bofetada en plena cara y más de un pisotón. Se trataba de imponerse y a Joe no le resultó difícil.
Al final, los dos jadeaban y (TN) estaba tan desnuda como había llegado al mundo.
Lejos de indignarse, Joe pugnaba por no sustraerse a la atracción que ejercía sobre él. Porque delante tenía a la mujer más hermosa del mundo y sus ojos se pasearon por su figura de alabastro, incrédulo. ¿Cómo había podido estar apartado varios días de ella? Su garganta pedía besos, sus hombros caricias, sus pechos el tacto de sus manos. Tuvo una instantánea erección. ¡Dios, qué hermosa era! Y era suya. Totalmente suya. Lo fue desde que la besó por primera vez, allá en «Promise», cuando no era más que un esclavo. Nunca la dejaría marchar, porque no podía, porque ella le había arrebatado el corazón hacía mucho tiempo. ¿Cuándo se había enamorado tan locamente de tamaña arpía? ¿Cómo rompió sus defensas? La amaba sin remisión. La envolvió en sus brazos, amoldándose a su cuerpo desnudo, perdido en su olor y en su suavidad. Buscó su boca y la encontró. Y bebió de ella, sediento, controlando el imperioso deseo de tumbarla allí mismo y saciarse. Estaba perdido y lo sabía. Porque la amaba. Y no había vuelta atrás.
(TN) dejó de luchar. Ante el calor de sus besos respondió con su misma ansiedad. Le necesitaba. Lo amaba hasta la locura. ¿Qué importaba ya que fuera un simple entretenimiento para él? Su vida no tenía razón de ser lejos de Joe. En ese momento renunció a todo: a su vida anterior, a su familia y a su futuro, porque solamente le importaba aquel hombre. No tenía defensas para oponérsele más, habían quedado olvidadas en alguna parte del camino. Joe de Jonas, el capitán de El Ángel Negro, le pertenecía, aunque él aún no lo supiera.
Separó su boca de la de (TN) y la estrechó entre sus brazos. Ella se frotó contra su cuerpo haciendo que hirviera de deseo. Despacio, las manos masculinas se deslizaron por su suave espalda, se pararon en su talle y bajaron hasta sus nalgas, haciéndola gemir. Se separó un poco de ella y se miraron a los ojos. Se lo dijeron todo con una sola mirada. Y (TN) fue la primera en ir de nuevo al encuentro de su boca perfectamente cincelada.
Joe perdió los papeles. Bailaba como un títere cuyos hilos movía ella, pero ya no le importaba. Dejó que su instinto animal lo guiara, acarició la piel desnuda escuchando la ancestral llamada de su virilidad. Con un brazo, barrió cuanto poblaba la cómoda, la tomó de las nalgas y la colocó sobre el mueble.
—Rodéame con tus piernas, princesa —le pidió, como si rezara.
(TN) así lo hizo y echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole sus pechos erguidos. Y Joe no desaprovechó el manantial que tan generosamente se le presentaba. Su boca agasajó uno y luego el otro, sus dientes mordisquearon los pezones, su lengua danzó al compás de sus areolas. Ella gemía y tomaba entre sus dedos mechones de su cabello, instándolo a continuar, retorciéndose, embriagándolo.
Olvidándose de todo, se perdieron en el islote de su pasión.
Armand, a instancias de Lidia, había decidido intervenir a favor de (TN) por si las cosas se salían de madre. Subió dispuesto incluso a hacerle frente a su capitán, sin importarle las consecuencias. Aporreó la puerta.
—¡No cometa una locura, capitán! —gritó.
(TN) y Joe se sobresaltaron.
—Dios sabe que no puedo remediar cometerla, bruja —dijo él.
—Si se te ocurre dejarlo ahora, te mato —respondió ella.
Como dos críos pillados en falta, rieron a coro.
—¡Piérdete, Briset! —se oyó la voz de Joe desde dentro.
Armand aplicó el oído a la puerta y su gesto se fue dulcificando hasta esbozar una sonrisa. Dio media vuelta y bajó la escalera, con las manos en los bolsillos, como si hubiera logrado un triunfo. Era hora de tranquilizar a los comensales.
—Sí señor —se dijo en voz alta—. Esos dos no necesitan ama de cría.
Lidia la miró como si se hubiera vuelto loca.
No podía negar que la blusa azul le sentaba bien. Se había rodeado la cintura con una cinta del mismo color que la blusa, dejando que los extremos cayeran sobre la falda negra. Estaba bonita, sí. Pero las ropas eran burdas. Y las sandalias que había conseguido empeoraban el resultado. Parecía una criada.
(TN) se había dejado el cabello suelto. ¿Para qué perder el tiempo en un sofisticado peinado?
—No parece usted una dama, m’zelle.
Ella le contestó con un encogimiento de hombros. En el espejo del armario vio reflejado lo que quería y asintió. No. No lo parecía. Ésa era exactamente su intención.
—Voy de acuerdo con mi nueva condición —le contestó.
—¿Y ese color tan subido de tono en las mejillas y los labios? Si quiere mi opinión, señorita, no le sienta bien. Y mucho menos ese toque oscuro que se ha puesto en los ojos. ¿De verdad piensa bajar a cenar así?
(TN) dio una vuelta completa y se observó críticamente.
—¿Qué tiene de malo? A Joe le gustan las mujeres pintadas.
—¿De dónde ha sacado esa estúpida idea?
—¿No recuerdas a las muchachas de la cantina, en Guadalupe? La morena y la pelirroja.
—¡Por el amor de Dios, señorita, aquéllas eran simples busconas!
—Y yo ¿qué soy para él? Vamos, dímelo. ¿Qué soy para el capitán De Jonas, Lidia? Creo que está muy claro.
—Yo no lo veo nada claro, señorita.
—Pues debes de ser la única —bufó—. Además, no tengo ropa ni zapatos. Ha sido una suerte poder disponer de algo que ponerme, porque mi vestido ya no soporta una lavada más.
—¿Y el que le regaló? Sigue colgado en el armario —objetó Lidia.
—No pienso volver a usarlo.
—Pero ¿por qué?
(TN) ya había tenido suficiente y la insistencia de su amiga le estaba provocando dolor de cabeza. Se ahuecó el cabello, alborotándoselo un poco más y creando la ilusión de una mujer de vida alegre.
—No quiero nada que venga de él —resolvió—. No voy a usarlo, simplemente. Y tengo esta ropa por ayudar en los quehaceres de la casa. Me la he ganado. Como me ganaré la comida que me lleve a la boca.
—Señorita…
—¿No dijo que era su esclava?
—Admito que no estuvo acertado, pero…
—Pues ¡sólo me estoy comportando como tal! —se empeñó (TN).
—Debería pensarlo mejor. El capitán Boullant, Ledoux y la señorita Virginia son sus invitados esta noche. No creo que al capitán De Jonas le haga mucha gracia que se presente con este aspecto.
—No voy desaliñada. Y estoy limpia.
—Pero lo dejará en ridículo.
—¡Precisamente! Él me ha secuestrado y, por lo que sé, no tiene intención de pedir ningún tipo de rescate por mí. Pues bien, vestiré de acuerdo con lo que soy ahora, una mujer sin honor. Y si no le gusta, ¡que reviente!
Lidia resopló. Habría problemas. Seguro que los habría. Entendía que (TN) estuviera harta de todo, que deseara escapar de allí y volver con su familia. Joe se había comportado como un miserable desde que llegaron, dejándola a un lado y tratándola con menosprecio, o ni siquiera tratándola. Y de poco había servido que ella le suplicara a Armand que mediara, porque éste se negó en redondo.
—Ese muchacho necesita probar su propia medicina, así que no te metas, mujer —fue todo cuanto había dicho.
Lidia no tenía dudas de que aquella noche (TN) estaba dispuesta a todo. Cuando se empecinaba en algo, era imposible convencerla de lo contrario y tenía muy claro que había decidido arruinarle la velada al capitán.
—M’zelle, por favor. Hágalo por la señorita Virginia.
—¡Bah! Ésa es otra de las cosas que debe pagarme, Lidia. No he sabido nada de ella desde que llegamos. Ni de Amanda.
—Ellas están bien. La señora Clery ayuda al ama de llaves del capitán Boullant en los quehaceres de la casa y en las cocinas.
—Sí. Sé que están bien porque Timmy me trajo una nota, pero ¿por qué no me ha dejado ir a verlas?
—Es peligroso salir de la hacienda.
—Podría haberme acompañado alguno de los trabajadores. O incluso Armand. ¡Válgame el Cielo, Lidia! Apenas estamos a un par de kilómetros de distancia.
Discutir con (TN) era como hacerlo con un muro de ladrillos.
—El capitán se enfadará —advirtió la mulata.
—Por mí, como si se muere del disgusto.
—¡Por Dios, señorita! Recapacite y cámbiese.
—Vale ya, Lidia. Te estás poniendo insoportable.
La chica no encontraba palabras para hacerla cambiar de actitud. Se estrujó las manos y pensó en insistir. Hasta ella estaba más elegante, con el vestido color guinda que Armand le había regalado aquella misma mañana.
—¿Qué van a pensar la señorita Virginia y los demás cuando la vean vestida y maquillada como una… una…?
—¿Puta?
—¡Santo Dios! —se atragantó.
—Virginia no pensará nada. Bueno, sí. Me conoce lo suficiente como para saber que tengo un plan. Lo que opine el resto, me importa un ardite.
—¿Puedo conocer yo ese… plan, señorita?
—No quiero que me trate como un trofeo, Lidia. ¡No soy su trofeo, maldito sea!
—Pero es su prisionera, y su actitud infantil no va a cambiarlo.
—Eso ya lo veremos. No puedo vivir pendiente de sus cambios de humor. Tan pronto me agasaja, como me olvida. Quiero saber, de una vez por todas, en qué lugar estoy. ¡Lo odio!
Lidia le daba la razón, aunque se cuidó muy mucho de decírselo. Sentía una profunda pena por (TN), pero ella nada podía hacer para remediar su situación. La instó a sentarse y lo hizo a su vez a su lado, tomando sus manos entre las suyas. No encontraba argumentos para reconfortarla. Ella, al menos, había salido ganando, porque Armand era un buen hombre y estaba muy cerca de amarlo. Pero ¿y su señorita? El capitán De Jonas no parecía rendirse fácilmente a una cara bonita. Así que, ¿qué podía esperar? Tarde o temprano, él debería tomar una decisión: o la reclamaba como suya o la dejaba marchar, porque (TN) Colbert nunca aceptaría una situación intermedia, y en tal lucha de voluntades, la joven inglesa era una antagonista que cabía tener en cuenta. Si uno de los dos cediera, incluso podrían encontrar la felicidad.
—M’zelle, usted no odia al capitán.
La rotunda afirmación de Lidia acabó de romper las barreras de su resolución. Se abrazó a ella y durante un buen rato no pudo hablar.
—Tienes razón —dijo luego, aceptando el pañuelo que le tendía y limpiándose la nariz—. No lo odio, Lidia. Y eso me está destrozando. Creo que me enamoré de él cuando lo vi la primera vez, en Port Royal.
—Entonces, ¿por qué se le enfrenta? ¿Por qué no intentar que él le corresponda? Usted es una muchacha preciosa y el capitán no es inmune a sus encantos.
—¿Cómo hacerlo? ¿Rindiéndome a sus pies? ¿Rebajándome más de lo que ya lo he hecho?
—Él es muy orgulloso.
—También lo soy yo. Además, me odia. Aborrece todo lo que suena a inglés.
—El tiempo cura las heridas y hace olvidar, señorita.
—No a Joe de Jonas, Lidia. Tú no lo sabes, pero los ingleses asesinaron a la mujer con la que iba a casarse. Y siempre tiene presente que Edgar mató a su hermano. En ocasiones, lo he visto mirándome de forma extraña, con rencor. Me culpa por llevar su sangre.
—Pero también le ha hecho el amor.
La había tratado con ternura, sí, pensó (TN). Precisamente por eso, porque necesitaba saber si las caricias de Joe eran ciertas, se había propuesto aquello.
—Me ha usado, Lidia. No es lo mismo. Me deseaba del mismo modo que a las furcias de la taberna. ¡Y basta ya de hablar! Alcánzame ese carboncillo, que se me ha corrido la pintura de los ojos.
Lidia se resignó al fin. «Imposible seguir luchando», se dijo. Mientras (TN) se retocaba, pensó si no sería mejor poner una excusa y que Armand la llevara a casa. Se iba a montar una buena y ella no tenía ganas de estar en medio.
(TN) se dio un último vistazo.
Joe podía sufrir un infarto cuando la viera. Temía su reacción, pero no pensaba dar marcha atrás. Los Colbert también tenían su vanidad.
—Nuestros caballeros piratas nos aguardan, Lidia. No les hagamos esperar.
Joe asintió a un comentario de François y probó el vino que estaban tomando mientras esperaban a las mujeres. Boullant se había personado a la cena acompañado por Nora Buttler, la bonita y pelirroja hija de un adinerado comerciante, y, puesto que (TN) y Lidia se retrasaban, Joe le había pedido a Timmy que acompañara a Virginia y a la muchacha al jardín, de modo que ellas tuvieran libertad para sus confidencias y ellos también.
—Creo que voy a retirarme —anunció Fran, no sin cierta sorpresa por parte de los presentes—. Me parece que muy bien podrías hacerte cargo del Missionnaire —añadió, dirigiéndose a Ledoux.
—No será por esa damita, ¿verdad?
—Un hombre debe formar una familia tarde o temprano —intervino Armand, añadiendo una dosis de desconcierto.
—¿También tú estás pensando en dejarnos? —le preguntó Joe.
—Se me ha pasado por la cabeza.
—¿Por Lidia?
Briset no respondió, pero su silencio fue mucho más elocuente que todo un discurso.
Por un momento, los cuatro se abstuvieron de hablar, cada uno repasando episodios de su azaroso pasado. Salvo Joe, los demás llevaban demasiado tiempo jugándose la vida. Todos habían hecho fortuna suficiente para dejar la piratería y, amparados en el anonimato de la vida en tierra y la dispersión, lejanía y relativa seguridad de las islas, podían reintegrarse a la sociedad como personas honorables. Claro que, a cambio, ¿dónde quedaba la aventura?
El sonido de la puerta abriéndose a sus espaldas los sacó de sus cavilaciones y se volvieron al unísono.
Era (TN).
Joe sonrió. Sólo un segundo. A continuación, se atragantó con su bebida y empezó a toser. Pierre le propinó una fuerte palmada en la espalda, aunque sin apartar los ojos de la muchacha. Armand miró al techo y Fran, sencillamente, observaba y callaba.
Se podía oír el vuelo de un mosquito. La incomodidad flotaba en el ambiente mucho más de lo que (TN) hubiera pensado. Por el modo en que todos los ojos estaban fijos en ella, se había extralimitado.
Por el acceso al jardín aparecieron Virginia y Nora Buttler.
Entonces sí que a (TN) se le subieron los colores, porque en su representación no había esperado incluir a una dama a la que no conocía y que allí, junto a su amiga, la observaba con un rictus de manifiesto desagrado. Se estaría preguntando cómo era posible que la hubieran invitado a una cena junto con una buscona. Le entraron ganas de dar media vuelta y escapar, pero ya era demasiado tarde.
Briset interrogó a Lidia con la mirada y ella se encogió ligeramente de hombros.
El estupor de Joe fue dando paso a una mirada de desagrado que amenazaba vendaval. Dejó la copa con tanta violencia que el cristal se quebró. (TN) contuvo el impulso de retroceder cuando él se levantó y avanzó hacia ella, pero permaneció donde estaba, plantándole cara. La tomó del brazo y la arrastró hacia la salida.
—Podéis empezar a cenar sin nosotros —les dijo a sus invitados.
(TN) se trompicaba para seguirle el paso y no caer de bruces mientras él la obligaba a subir la escalera casi a la carrera. La llevó en volandas hasta su cuarto, abrió y la hizo entrar, cerrando luego de una patada.
—Y ahora, señorita Colbert, me vas a explicar qué significa esta fantochada.
Si le hubiera gritado, ella le habría respondido de igual modo, pero Joe parecía luchar por mantener la calma y eso era presagio de que estaba a punto de estallar. A pesar de todo, (TN) se felicitó por haber conseguido su propósito.
—Me he vestido de acuerdo con mi posición en esta casa, amo.
Él se quedó mirándola. ¿De qué demonios estaba hablando? Aquello no estaba pasando, se dijo, confuso. (TN) no se había vestido como una ramera y él debía de haber bebido demasiado… Su patética imagen desaparecería en un momento…
Pero no. Seguía allí, vestida como una tabernera y pintada como una…
—¡Explícate!
—Si no lo entiendes, huelgan las explicaciones.
No. No entendía nada. Pero empezaba a pensar que nunca entendería a aquella mujer que lo enloquecía y a la que deseaba por encima de todo, incluso de aquel modo, esperpéntica y disfrazada de prostituta. La agarró de la muñeca y tiró de ella acercándola al aguamanil. Vertió agua en la palangana y, acallando sus protestas, le empujó la cabeza hasta metérsela dentro.
(TN) se debatió como una fiera, pero él la retuvo hasta quitarle toda la pintura de la cara. Luego la soltó y ella retrocedió escupiendo, medio ahogada, con el cabello chorreando sobre el rostro enrojecido.
—¡Eres un…!
—Y ahora quítate esas ropas —la interrumpió él—. Y ponte el vestido que te regalé.
—¿Para qué? —estalló (TN), haciendo un esfuerzo para mantenerse firme—. ¿Para que todos vean lo bien que vistes a tu esclava?
Joe parpadeó. ¡Demonio de mujer! ¿Ahora le salía con ésas? Había aceptado ante Armand que había sido desconsiderado al presentarla de ese modo a Veronique y a Roy. Y debía haberse disculpado ante ella, cierto. Pero ¿acaso se la había tratado como a una prisionera? ¿No la habían instalado en una de las mejores habitaciones? ¿Se la había obligado a realizar trabajos serviles?
—Así que se trata de eso.
—Sí, de eso mismo, capitán De Jonas.
—Lo lamento, (TN) te pido disculpas. Actué como un perfecto idiota y te humillé, lo sé.
—Ni te imaginas cuánto.
—De acuerdo, fui un maldito mezquino y lo admito. Estaba confundido. Olvidémoslo y cámbiate de ropa.
Ella no se movió del sitio. ¿Eso era todo? ¿Estaba confundido? ¿A qué se refería? Ni siquiera había tenido la decencia de explicarle nada, pero ahora le pedía disculpas y pretendía que ella le perdonara. ¡Qué sencillo!
—Mente masculina…
—¿Perdón?
—Que tienes unas ideas muy masculinas, Joe.
—Bueno, cariño, si fuera de otro modo empezaría a preocuparme.
Se estaba burlando de ella. Una vez más. (TN) tenía ganas de sacarle los ojos.
—Ve con tus invitados. Si no quieres que baje con esta ropa, simplemente no bajaré a cenar.
Joe se dijo que ya le había consentido demasiado. Estiró un brazo, la atrajo hacia sí, la besó y después le metió la mano por el escote de la blusa y se la rasgó de arriba abajo. (TN) se rebeló, lo insultó y trató de cubrirse, pero acabó debatiéndose entre el rechazo y la fuerza de él, que terminó por despojarla de la ropa deshaciéndole el lazo del fajín y quitándole la falda, aun a costa de algunos puñetazos, una buena bofetada en plena cara y más de un pisotón. Se trataba de imponerse y a Joe no le resultó difícil.
Al final, los dos jadeaban y (TN) estaba tan desnuda como había llegado al mundo.
Lejos de indignarse, Joe pugnaba por no sustraerse a la atracción que ejercía sobre él. Porque delante tenía a la mujer más hermosa del mundo y sus ojos se pasearon por su figura de alabastro, incrédulo. ¿Cómo había podido estar apartado varios días de ella? Su garganta pedía besos, sus hombros caricias, sus pechos el tacto de sus manos. Tuvo una instantánea erección. ¡Dios, qué hermosa era! Y era suya. Totalmente suya. Lo fue desde que la besó por primera vez, allá en «Promise», cuando no era más que un esclavo. Nunca la dejaría marchar, porque no podía, porque ella le había arrebatado el corazón hacía mucho tiempo. ¿Cuándo se había enamorado tan locamente de tamaña arpía? ¿Cómo rompió sus defensas? La amaba sin remisión. La envolvió en sus brazos, amoldándose a su cuerpo desnudo, perdido en su olor y en su suavidad. Buscó su boca y la encontró. Y bebió de ella, sediento, controlando el imperioso deseo de tumbarla allí mismo y saciarse. Estaba perdido y lo sabía. Porque la amaba. Y no había vuelta atrás.
(TN) dejó de luchar. Ante el calor de sus besos respondió con su misma ansiedad. Le necesitaba. Lo amaba hasta la locura. ¿Qué importaba ya que fuera un simple entretenimiento para él? Su vida no tenía razón de ser lejos de Joe. En ese momento renunció a todo: a su vida anterior, a su familia y a su futuro, porque solamente le importaba aquel hombre. No tenía defensas para oponérsele más, habían quedado olvidadas en alguna parte del camino. Joe de Jonas, el capitán de El Ángel Negro, le pertenecía, aunque él aún no lo supiera.
Separó su boca de la de (TN) y la estrechó entre sus brazos. Ella se frotó contra su cuerpo haciendo que hirviera de deseo. Despacio, las manos masculinas se deslizaron por su suave espalda, se pararon en su talle y bajaron hasta sus nalgas, haciéndola gemir. Se separó un poco de ella y se miraron a los ojos. Se lo dijeron todo con una sola mirada. Y (TN) fue la primera en ir de nuevo al encuentro de su boca perfectamente cincelada.
Joe perdió los papeles. Bailaba como un títere cuyos hilos movía ella, pero ya no le importaba. Dejó que su instinto animal lo guiara, acarició la piel desnuda escuchando la ancestral llamada de su virilidad. Con un brazo, barrió cuanto poblaba la cómoda, la tomó de las nalgas y la colocó sobre el mueble.
—Rodéame con tus piernas, princesa —le pidió, como si rezara.
(TN) así lo hizo y echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndole sus pechos erguidos. Y Joe no desaprovechó el manantial que tan generosamente se le presentaba. Su boca agasajó uno y luego el otro, sus dientes mordisquearon los pezones, su lengua danzó al compás de sus areolas. Ella gemía y tomaba entre sus dedos mechones de su cabello, instándolo a continuar, retorciéndose, embriagándolo.
Olvidándose de todo, se perdieron en el islote de su pasión.
Armand, a instancias de Lidia, había decidido intervenir a favor de (TN) por si las cosas se salían de madre. Subió dispuesto incluso a hacerle frente a su capitán, sin importarle las consecuencias. Aporreó la puerta.
—¡No cometa una locura, capitán! —gritó.
(TN) y Joe se sobresaltaron.
—Dios sabe que no puedo remediar cometerla, bruja —dijo él.
—Si se te ocurre dejarlo ahora, te mato —respondió ella.
Como dos críos pillados en falta, rieron a coro.
—¡Piérdete, Briset! —se oyó la voz de Joe desde dentro.
Armand aplicó el oído a la puerta y su gesto se fue dulcificando hasta esbozar una sonrisa. Dio media vuelta y bajó la escalera, con las manos en los bolsillos, como si hubiera logrado un triunfo. Era hora de tranquilizar a los comensales.
—Sí señor —se dijo en voz alta—. Esos dos no necesitan ama de cría.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 34
La isla estallaba en colores. Era un regalo de la naturaleza y (TN) la disfrutó en todo su esplendor. El aroma de las flores, las cascadas, el arrullo o el estrépito de las olas rompiendo en la playa, el murmullo de los bosques… Joe la llevó a visitar cada rincón de aquel paraíso. El exotismo de sus parajes la enamoró. En una ocasión, hasta regresaron a casa con una bolsa repleta de cangrejos, que Veronique cocinó encantada.
La vida de (TN) había dado un giro increíble. Joe hizo que le llevaran vestidos, zapatos, enaguas, sombreros… Parecía no estar nunca satisfecho con los regalos que le hacía. No le faltaba de nada. Salvo saber si él la amaba de verdad. Palpitaba latente la única duda que conseguía entristecerla.
(TN) seguía ocupando su habitación, aunque la mayoría de las noches acababa en la de Joe, acurrucada entre sus brazos. Y durante sus ausencias, cada vez más cortas, se dedicaba a cabalgar. Había bautizado Español al caballo de Joe. Un nombre que le iba como anillo al dedo, porque el animal parecía una réplica de su amo: inquieto, orgulloso y encantador. La misma estampa y la misma gallardía.
Joe le había dado la autoridad necesaria para hacer cuantas modificaciones considerara en la casa, ya totalmente terminada. Ella se encargaba de las necesidades de los trabajadores, escuchaba sus preocupaciones, atenta a sus ideas para mejorar una u otra cosa. Enseñó a bordar a algunas mujeres, impartía clases a los chiquillos, procuraba que la casa entera reluciera cuando Joe regresaba.
Se convirtió en el alma de la hacienda. Era la mujer del amo y nadie discutía sus órdenes. Aunque no lo era, pensaba ella con tristeza ante el respeto que le dispensaban todos.
Joe lo dejó todo en sus manos y solamente asentía cuando alguno de los hombres le comentaba las órdenes de mademoiselle, como todos la llamaban.
Vivían en una atmósfera de paz, aunque no hacía del todo feliz a (TN), que seguía sin conocer los verdaderos sentimientos de Joe. Pero no podía negar que su cautiverio ya no era tal. Al menos, no tan obligado. Sin embargo, echaba terriblemente en falta a su familia. Seguramente la creían muerta, y cuando pensaba en ellos la embargaba una apatía infinita que nada conseguía mitigar. Entonces se encerraba en un mutismo total para preocupación de todos, que la creían enferma. Pero la más mínima necesidad de alguno de los trabajadores de «Belle Monde», como ella misma bautizó a la hacienda de Joe, y a lo que él tampoco se opuso, la hacían volver a la actividad y olvidarse de sus penas.
Una tarde, Joe la veía trajinar junto a Veronique. Habían cambiado de lugar, al menos diez veces, dos hermosas estatuas de alabastro que él compró en la ciudad. Ningún sitio les parecía el idóneo. Intentó dar su opinión, pero ni siquiera lo escucharon y se tuvo que callar.
Acomodado en un sillón, saboreó el brandy y dio varias vueltas entre sus dedos a la copa, sin quitarle los ojos de encima a (TN). Se había acostumbrado a tenerla siempre allí, a su alcance. Existía entre ambos una relación extraña, dominada por el deseo, pero muchas veces, apoyado en un codo, cuando no podía dormirse, la observaba plácidamente en su sueño, después de una batalla amorosa, y se sentía como un gusano. Cuando la abandonaba para hacer alguna pequeña incursión, cada vez menos frecuentes, se decía que era despreciable. Y, según pasaban los días, crecía en él la necesidad de abandonarlo todo, como ya había hecho Boullant. Había llegado a depender tanto de (TN) que estaba perdido cuando se alejaba de «Belle Monde».
—¿Qué te parecen aquí, Joe?
Ella le distrajo un segundo.
—¿Para qué me preguntas? —Sonrió, advirtiendo la mancha de polvo que tenía en la nariz—. Si no me hacéis ni caso…
—¡Hombres! —gruñó Veronique, siguiendo a lo suyo.
Joe retornó a sus pensamientos. Tenía fortuna suficiente como para no volver a la mar. La hacienda empezaba a dar sus frutos y, si Dios no lo remediaba, acabaría por convertirse en un honrado terrateniente, como Fran y como estaba en camino de serlo Pierre.
Sentía un miedo infinito a que (TN) se cansara de todo aquello y le pidiera volver con su familia, porque él ya era incapaz de negarle nada. Tenía que declararle su amor. Se lo debía, pero seguía posponiéndolo, por cobardía. ¿Aceptaría ella el amor de un filibustero? Porque seguía siendo eso, un proscrito. Las dudas lo estaban matando y, cuando llegaba a ese punto, se tornaba un ser huraño y amargado. En esas ocasiones, incluso Armand huía de su lado. Y él terminaba yéndose a la ciudad durante un par de días y emborrachándose como un cosaco.
Pero regresaba.
Siempre regresaba a (TN). Era una batalla sorda que perdía una y otra vez. Una y otra vez…
—¡Oh, basta ya, condenación! —exclamó Veronique de repente—. ¡Se quedan aquí y se acabó!
A (TN) ya no la sorprendían los arranques de la mujer. Se habían acostumbrado la una a la otra y el vínculo iba haciéndose cada vez más fuerte y estrecho. No fue de extrañar, por tanto, que ambas rompieran a reír, porque se trataba del primer lugar que habían elegido hacía ya una hora.
—De acuerdo. Tengo la espalda hecha polvo de acarrear estas estatuas. Si algún caballero nos hubiera echado una mano —insinuó (TN) a un Joe embobado con los hoyuelos de sus mejillas.
—Señoras mías, he llegado a temer por mi integridad si entraba en vuestros juegos —se defendió él.
Veronique se rió por lo bajo, dio un último vistazo, se encogió de hombros y se despidió. (TN) corrió hacia Joe y se sentó en sus rodillas. Él le rodeó el talle y la besó en el cuello.
—Realmente son preciosas —le dijo ella—. ¿Cuánto pagaste?
—Mejor no preguntes —gruñó—. A ti te gustaron y las compré, eso es todo.
Era cierto. Dos días atrás, paseando por la ciudad, (TN) se había quedado prendada de las esculturas, pero no se atrevió a pedirlas. Ya era mucho lo que Joe le daba. Sin embargo, su interés no pasó desapercibido para él y en cuanto regresaron, envió a Roy a comprarlas. La explosión de alegría de (TN) cuando las desembalaban lo había colmado de dicha.
—Me mimas demasiado, capitán.
—¿Eso piensas?
—Ajá.
—Sólo pretendo que te ilumine tu sonrisa en lugar de verte el cejo fruncido, princesa.
—¡Oh!
—Te pones muy bonita cuando te enfadas, pero eres preciosa cuando sonríes. Además, es sólo dinero.
—Si sigues gastando como hasta ahora, pronto deberás volver a salir con El Ángel Negro. Y eso no me gusta nada.
—Es mi oficio.
—Un oficio que deberías dejar. Y que también debería dejar Timmy.
—¿Qué tiene que ver ese mocoso?
—Bueno… llevo tiempo pensando en ello.
—Peligro, peligro —bromeó él.
—Timmy es un crío. No debería seguir en el barco. Ni moverse entre tabernas, furcias y borrachos propensos a las peleas.
—No se ha quejado.
—Se cree un hombre hecho y derecho, pero aún no ha cumplido los quince, Joe. Debería estar en la escuela, preparando su futuro. Timmy es inteligente, aprende muy de prisa. ¿No crees que merece que le des una oportunidad?
Joe frunció el cejo. ¿Prescindir del muchacho? Lo cierto era que ni se le había ocurrido.
—Ya veremos —contestó, bajándola de sus rodillas y marchándose.
(TN) pensó que había perdido la batalla, pero se llevó una sorpresa. A la hora de la cena, no sólo acudió Joe, sino el chico, que parecía muy incómodo, correctamente vestido para la ocasión.
—Estás guapísimo, Timmy —le dijo ella, besándolo en la mejilla y haciendo que se sonrojara, como siempre.
Durante la cena, Joe habló sobre algunos trabajos de reparación en la fragata y el muchacho tomó parte activa. Pero con el segundo plato, después de corregir sus modales varias veces, comentó:
—Mademoiselle piensa que deberías ir a una escuela.
A Timmy se le atragantó el sorbo de agua que bebía.
—Quiere que llegues a ser un caballero —continuó Joe—, y opina que la cubierta de un barco no es el mejor lugar para tu educación.
—Pero, capitán, a mí me gusta navegar. ¡Y no deseo ir a ninguna escuela!
—Tampoco a mí me gustó tener que convertirme en lo que soy ahora y lo hice, hijo —zanjó él—. Te he inscrito en la escuela de Monsieur Durant. Podrás venir a «Belle Monde» los fines de semana.
A Timmy el mundo se le cayó encima. El capitán ya no lo apreciaba, ya no le era necesario. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se levantó.
—Si no me quiere a su lado, buscaré otra tripulación. El capitán Cangrejo me admitirá en la suya.
—Siéntate y acaba tu cena, mocoso. No te enrolarás en ninguna otra nave y no contradecirás mis órdenes o te pondré sobre mis rodillas y te daré una buena zurra.
Acabada la cena, con el corazón rebosante de amor por Joe, /TN) se llevó a Timmy aparte y habló con él. Le hizo ver que su capitán, lejos de querer apartarlo de su lado, lo estimaba hasta el punto de renunciar a su inestimable ayuda para convertirlo en un hombre de provecho. Cuando salió de la casa, el niño estaba convencido de que no había nadie en el mundo como el capitán De jonas.
—¿Sigue enfadado? —preguntó Joe, abrazando el cuerpo desnudo de (TN) al meterse entre las sábanas.
—No. Ahora te idolatra. —Le besó una tetilla—. Gracias.
Él la atrapó por el talle y la puso sobre su vientre. Ella se recató con picardía ante su ya más que dispuesta virilidad.
—Creo que merezco una recompensa, señora.
Su voz, ronca, repleta de deseo, la hizo temblar. Se inclinó sobre su pecho y lo besó, dejando que su larga cabellera los aislase a ambos en su mundo mágico. Fue un beso intenso, absorbente, que dejó a Joe sin aliento y ansioso de poseerla.
—Y voy a dárosla, capitán —susurró (TN).
Se unieron como tantas veces, con ardor, con hambre. Besaron, lamieron y mordieron, se dejaron arrastrar al juego ancestral de los amantes, venciendo y dejándose vencer.
Mucho más tarde, cuando la luz del alba teñía de púrpura el horizonte, (TN) se durmió entre los brazos de su adorado español, la más dichosa entre todas las mujeres.
El ciclón estalló como si hubiera surgido de los confines del infierno.
El cielo se había cubierto convirtiendo el día en noche. Las nubes, bajas y negras, arrojaban agua y viento sin control, con la violencia inabordable de una naturaleza que azuza a sus elementos a rebelarse incontenibles. Era el peor temporal que se recordaba en las islas y se temía que muchas de las casas de Guadalupe y La Martinica no resistieran la embestida de los elementos.
Los barcos fueron amarrados para evitar que el embravecido mar los lanzara contra las rocas. Aun así, tanto el Missionnaire como El Ángel Negro y algunas otras embarcaciones sufrieron desperfectos. Muchos edificios quedaron en ruinas: sus tejados volaron, las contraventanas desaparecieron, infinidad de palmeras se troncharon o fueron arrancadas de cuajo. Los remolinos de aire arrastraron utensilios, animales y personas y las pérdidas fueron cuantiosas.
«Belle Monde» no fue ajena a la catástrofe y, cuando pasó el ciclón, echaron en falta cabezas de ganado, patos y gallinas y buena parte del tejado del almacén, así como la valla norte de la hacienda.
En compañía de Armand y Roy, Joe se dedicó a las reparaciones más urgentes, mientras que (TN), Veronique y Lidia ponían orden en el interior de la casa, algunos de cuyos ventanales aparecían desgajados de sus goznes. Las habitaciones afectadas eran un caos de desorden.
Joe entró en la casa tiznado de pies a cabeza, con un raspón en el antebrazo, el cabello revuelto y un humor de mil diablos. Pero su ánimo cambió cuando encontró llorando a (TN). La abrazó y secó sus lágrimas.
—¿Qué pasa, pequeña?
—Una de las esculturas se ha hecho añicos.
Joe la acunó con ternura.
—Tontita —dijo, besándola en la punta de la nariz—. Te compraré diez más. Vamos, no vas a llorar por un trozo de piedra, ¿verdad? Además, si sigues gimoteando se te enturbiarán esos maravillosos ojos de gata. Estás preciosa, aunque el polvo y el pañuelo no te favorecen.
(TN) se quitó el pañuelo de colores que se había puesto en la cabeza para no ensuciarse el cabello; no le sirvió de gran cosa, dada su apariencia.
—Tú sí que estás hecho un desastre.
—Se me ha desplomado encima parte del techo.
—Deja que te cure ese arañazo.
Lo ayudó a quitarse la camisa y buscó agua, desinfectante y algodón. Mientras le limpiaba la herida, sus ojos volvieron a fijarse en el brazalete de oro y esmeraldas que Joe lucía siempre.
—¿De quién era?
—¿El qué?
—El brazalete.
—De un hombre con muy poca suerte.
—¿Lo mataste?
—Él intentó matarme a mí.
—Seguramente era el regalo de una dama. Es muy hermoso.
Como siempre, cuando adivinaba que le gustaba algo, él estaba dispuesto a dárselo.
—¿Te gustaría tenerlo?
—¡¡No!!
(TN) nunca había hecho referencia a la joya. Le encantaba y pensaba que a él le quedaba muy bien sobre su bronceada piel. No quería que se desprendiera de ella, se diría que le aportaba un extra exótico.
Pero a Joe su exclamación tan decidida le extrañó. Y la duda de que pudiera pensar que no era más que un objeto de saqueo, lo cegó. ¿Le recriminaba el modo en que había conseguido la alhaja? Pues ¡todo lo que disfrutaba era producto de la piratería! Su negativa lo hirió como si le hubiesen arrancado un trozo de alma. Hiciera lo que hiciese, seguía siendo un sucio pirata para Kelly. Lo soportaba, sí. Le dejaba que le hiciera el amor. Pero en su fuero interno debía de anidar la convicción de que él no era un caballero. Apretó los dientes y calló.
Ella, atareada en curarle el rasguño, no se percató de su cambio de ánimo. Acabó y le vendó, sirviéndole luego una copa de vino. Se sentó en la alfombra, a sus pies, y apoyó la barbilla sobre su muslo, con la mirada perdida en el exterior, donde en esos momentos la brisa mecía tranquilamente las palmeras y lucía el sol.
—Me han dicho que ha atracado un barco de bandera inglesa.
—Sí.
—Armand comentó que arribó en muy mal estado.
—Perdieron el palo mayor y la mayor parte del velamen. Y a varios marineros. Afortunadamente para ellos, conservaron su carga y eso les servirá para que les presten la ayuda necesaria y para costear las reparaciones. Pero más vale que se larguen pronto, aquí no son bienvenidos.
—Debe de ser horrible morir durante una tormenta en el mar —dijo ella, haciendo oídos sordos al comentario que volvía a recordarle el odio de Joe hacia los suyos.
—No más terrible que hacerlo en tierra.
(TN) guardó silencio. Joe tampoco habló. La mención a Inglaterra parecía haber levantado un muro entre ambos. Ella volvió a pensar en sus padres y en su hermano y sintió una punzada de nostalgia.
—¿Me dejarás regresar a Inglaterra alguna vez, Joe?
Si le hubiesen pegado un tiro no le habría dolido tanto. El corazón se le paró un instante y luego comenzó a latir erráticamente. Sus dedos apretaron la copa y le tembló el pulso. La miró desde arriba. Parecía una gatita mimosa restregando su mejilla contra su pantalón, pero acababa de asestarle el zarpazo de una leona. La respuesta le salió como un latigazo:
—De modo que es eso lo que quieres: marcharte.
—Pensaba en mi familia… —(TN) elevó el mentón para mirarlo y se encontró con un par de gemas verdes, tan frías, que se le cortó la respiración.
—Escapar del lado del hombre que te tiene prisionera, eso pensabas.
—Yo no…
—No soy el tipo adecuado para una dama de tu clase. —Él se encolerizaba a cada palabra y ella, aturdida, no comprendía qué había dicho para enfurecerlo—. Entiendo que la compañía de un asqueroso pirata no es lo que tú habías soñado, ¿verdad? Sería mucho mejor que te agasajaran caballeros empolvados que no lucieran un jodido brazalete robado.
—Joe… no…
—Aceptar sus lisonjas y hasta dejarte abrazar por alguno de esos idiotas en cualquier salón de baile —continuó él, saboreando su propia bilis—. ¡Por supuesto que eso sería mucho mejor que el trato que te dispensa un sucio pirata!
(TN) se ahogaba. ¿De qué hablaba? ¿Qué era lo que lo había trastornado tanto? Ella sólo quería regresar a Inglaterra para volver a ver a su familia una vez más y decirles que seguía viva. ¿Abandonarle? Dejar «Belle Monde» y a Joe ni se le había pasado por la cabeza. Allí estaba todo lo que quería. Estaba él. El hombre al que amaba más que a su propia vida.
Joe se levantó y la levantó a ella. Sus manos, sujetándola de los brazos, eran como grilletes. Le hacía daño y lo miró con cierto temor. La pegó a él con brusquedad y le espetó:
—Recuerda sólo una cosa, pequeña: eres mía. ¡Mi esclava! ¡Y no te librarás de mí!
«Esclava.»
Aquella odiosa palabra en sus labios fue como una daga en su corazón. Ella había creído que su antigua condición nunca volvería, pero ahora y allí, dominado por la ira, volvía su insensibilidad y su trato vejatorio.
—Creía que había algo entre nosotros —rebatió, cabizbaja.
¡Se burlaba de él! ¡Intentaba cegarlo con palabras, después de haberle arrojado a la cara que quería marcharse y que lo despreciaba como hombre!
Ácido y vengativo replicó:
—¿Algo? ¿Qué puede haber entre un pirata y una dama? —se burló enrabietado; se lo preguntaba a sí mismo—. Deseo. Pura y simple lujuria. No voy a negar que gozo teniéndote en mi cama. Y, de momento, ahí es donde tienes que estar. Cuando ese deseo desaparezca, ya pensaré si te dejo regresar a tu maldita Inglaterra o te vendo en el mercado de esclavos, como hicieron tus compatriotas conmigo.
(TN) se quedó allí, en medio del cuarto, desmadejada, mientras él salía. La crueldad de sus palabras la fulminó. Cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos y deshecha en llanto.
François Boullant, apoyado en el marco de la puerta, había llegado a tiempo de oír la última frase hiriente de Joe. Por un momento, le entraron ganas de salir tras él y romperle la crisma. Desde que abordaron a los barcos ingleses y (Tn) Colbert entró en sus vidas, las cosas habían cambiado mucho. Aquella muchacha, Virginia y Lidia, les habían regalado un hálito de esperanza. Armand bebía los vientos por la mulata y Pierre era un hombre nuevo desde que conoció a Virginia. Hasta él había abandonado la piratería y no hacía ascos a los arrumacos de Nora Buttler. Joe merecía ser azotado de nuevo por lo que acababa de hacer, pensó.
Ayudó a (TN) a incorporarse. Ella se le abrazó, hipando, hecha un mar de lágrimas.
—No le hagas caso, muchacha.
—Me odia —gimió ella—. ¡Oh, Dios! Me odia, Fran. ¡Y yo quiero morirme!
La calmó acariciándole los brazos. Por el momento no podía hacerle entender que la explosión de Joe era consecuencia de sus dudas, de sus celos, de su propia inseguridad. Él no la odiaba, todo lo contrario. Pero François no pensaba allanarle el camino. ¡Menudo cabrón! No, merecía un escarmiento por lo que acababa de hacer y él estaba dispuesto a dárselo. Tomó el rostro de (TN) entre sus manos y le afirmó solemnemente:
—Creo que ese majadero necesita una buena lección.
La isla estallaba en colores. Era un regalo de la naturaleza y (TN) la disfrutó en todo su esplendor. El aroma de las flores, las cascadas, el arrullo o el estrépito de las olas rompiendo en la playa, el murmullo de los bosques… Joe la llevó a visitar cada rincón de aquel paraíso. El exotismo de sus parajes la enamoró. En una ocasión, hasta regresaron a casa con una bolsa repleta de cangrejos, que Veronique cocinó encantada.
La vida de (TN) había dado un giro increíble. Joe hizo que le llevaran vestidos, zapatos, enaguas, sombreros… Parecía no estar nunca satisfecho con los regalos que le hacía. No le faltaba de nada. Salvo saber si él la amaba de verdad. Palpitaba latente la única duda que conseguía entristecerla.
(TN) seguía ocupando su habitación, aunque la mayoría de las noches acababa en la de Joe, acurrucada entre sus brazos. Y durante sus ausencias, cada vez más cortas, se dedicaba a cabalgar. Había bautizado Español al caballo de Joe. Un nombre que le iba como anillo al dedo, porque el animal parecía una réplica de su amo: inquieto, orgulloso y encantador. La misma estampa y la misma gallardía.
Joe le había dado la autoridad necesaria para hacer cuantas modificaciones considerara en la casa, ya totalmente terminada. Ella se encargaba de las necesidades de los trabajadores, escuchaba sus preocupaciones, atenta a sus ideas para mejorar una u otra cosa. Enseñó a bordar a algunas mujeres, impartía clases a los chiquillos, procuraba que la casa entera reluciera cuando Joe regresaba.
Se convirtió en el alma de la hacienda. Era la mujer del amo y nadie discutía sus órdenes. Aunque no lo era, pensaba ella con tristeza ante el respeto que le dispensaban todos.
Joe lo dejó todo en sus manos y solamente asentía cuando alguno de los hombres le comentaba las órdenes de mademoiselle, como todos la llamaban.
Vivían en una atmósfera de paz, aunque no hacía del todo feliz a (TN), que seguía sin conocer los verdaderos sentimientos de Joe. Pero no podía negar que su cautiverio ya no era tal. Al menos, no tan obligado. Sin embargo, echaba terriblemente en falta a su familia. Seguramente la creían muerta, y cuando pensaba en ellos la embargaba una apatía infinita que nada conseguía mitigar. Entonces se encerraba en un mutismo total para preocupación de todos, que la creían enferma. Pero la más mínima necesidad de alguno de los trabajadores de «Belle Monde», como ella misma bautizó a la hacienda de Joe, y a lo que él tampoco se opuso, la hacían volver a la actividad y olvidarse de sus penas.
Una tarde, Joe la veía trajinar junto a Veronique. Habían cambiado de lugar, al menos diez veces, dos hermosas estatuas de alabastro que él compró en la ciudad. Ningún sitio les parecía el idóneo. Intentó dar su opinión, pero ni siquiera lo escucharon y se tuvo que callar.
Acomodado en un sillón, saboreó el brandy y dio varias vueltas entre sus dedos a la copa, sin quitarle los ojos de encima a (TN). Se había acostumbrado a tenerla siempre allí, a su alcance. Existía entre ambos una relación extraña, dominada por el deseo, pero muchas veces, apoyado en un codo, cuando no podía dormirse, la observaba plácidamente en su sueño, después de una batalla amorosa, y se sentía como un gusano. Cuando la abandonaba para hacer alguna pequeña incursión, cada vez menos frecuentes, se decía que era despreciable. Y, según pasaban los días, crecía en él la necesidad de abandonarlo todo, como ya había hecho Boullant. Había llegado a depender tanto de (TN) que estaba perdido cuando se alejaba de «Belle Monde».
—¿Qué te parecen aquí, Joe?
Ella le distrajo un segundo.
—¿Para qué me preguntas? —Sonrió, advirtiendo la mancha de polvo que tenía en la nariz—. Si no me hacéis ni caso…
—¡Hombres! —gruñó Veronique, siguiendo a lo suyo.
Joe retornó a sus pensamientos. Tenía fortuna suficiente como para no volver a la mar. La hacienda empezaba a dar sus frutos y, si Dios no lo remediaba, acabaría por convertirse en un honrado terrateniente, como Fran y como estaba en camino de serlo Pierre.
Sentía un miedo infinito a que (TN) se cansara de todo aquello y le pidiera volver con su familia, porque él ya era incapaz de negarle nada. Tenía que declararle su amor. Se lo debía, pero seguía posponiéndolo, por cobardía. ¿Aceptaría ella el amor de un filibustero? Porque seguía siendo eso, un proscrito. Las dudas lo estaban matando y, cuando llegaba a ese punto, se tornaba un ser huraño y amargado. En esas ocasiones, incluso Armand huía de su lado. Y él terminaba yéndose a la ciudad durante un par de días y emborrachándose como un cosaco.
Pero regresaba.
Siempre regresaba a (TN). Era una batalla sorda que perdía una y otra vez. Una y otra vez…
—¡Oh, basta ya, condenación! —exclamó Veronique de repente—. ¡Se quedan aquí y se acabó!
A (TN) ya no la sorprendían los arranques de la mujer. Se habían acostumbrado la una a la otra y el vínculo iba haciéndose cada vez más fuerte y estrecho. No fue de extrañar, por tanto, que ambas rompieran a reír, porque se trataba del primer lugar que habían elegido hacía ya una hora.
—De acuerdo. Tengo la espalda hecha polvo de acarrear estas estatuas. Si algún caballero nos hubiera echado una mano —insinuó (TN) a un Joe embobado con los hoyuelos de sus mejillas.
—Señoras mías, he llegado a temer por mi integridad si entraba en vuestros juegos —se defendió él.
Veronique se rió por lo bajo, dio un último vistazo, se encogió de hombros y se despidió. (TN) corrió hacia Joe y se sentó en sus rodillas. Él le rodeó el talle y la besó en el cuello.
—Realmente son preciosas —le dijo ella—. ¿Cuánto pagaste?
—Mejor no preguntes —gruñó—. A ti te gustaron y las compré, eso es todo.
Era cierto. Dos días atrás, paseando por la ciudad, (TN) se había quedado prendada de las esculturas, pero no se atrevió a pedirlas. Ya era mucho lo que Joe le daba. Sin embargo, su interés no pasó desapercibido para él y en cuanto regresaron, envió a Roy a comprarlas. La explosión de alegría de (TN) cuando las desembalaban lo había colmado de dicha.
—Me mimas demasiado, capitán.
—¿Eso piensas?
—Ajá.
—Sólo pretendo que te ilumine tu sonrisa en lugar de verte el cejo fruncido, princesa.
—¡Oh!
—Te pones muy bonita cuando te enfadas, pero eres preciosa cuando sonríes. Además, es sólo dinero.
—Si sigues gastando como hasta ahora, pronto deberás volver a salir con El Ángel Negro. Y eso no me gusta nada.
—Es mi oficio.
—Un oficio que deberías dejar. Y que también debería dejar Timmy.
—¿Qué tiene que ver ese mocoso?
—Bueno… llevo tiempo pensando en ello.
—Peligro, peligro —bromeó él.
—Timmy es un crío. No debería seguir en el barco. Ni moverse entre tabernas, furcias y borrachos propensos a las peleas.
—No se ha quejado.
—Se cree un hombre hecho y derecho, pero aún no ha cumplido los quince, Joe. Debería estar en la escuela, preparando su futuro. Timmy es inteligente, aprende muy de prisa. ¿No crees que merece que le des una oportunidad?
Joe frunció el cejo. ¿Prescindir del muchacho? Lo cierto era que ni se le había ocurrido.
—Ya veremos —contestó, bajándola de sus rodillas y marchándose.
(TN) pensó que había perdido la batalla, pero se llevó una sorpresa. A la hora de la cena, no sólo acudió Joe, sino el chico, que parecía muy incómodo, correctamente vestido para la ocasión.
—Estás guapísimo, Timmy —le dijo ella, besándolo en la mejilla y haciendo que se sonrojara, como siempre.
Durante la cena, Joe habló sobre algunos trabajos de reparación en la fragata y el muchacho tomó parte activa. Pero con el segundo plato, después de corregir sus modales varias veces, comentó:
—Mademoiselle piensa que deberías ir a una escuela.
A Timmy se le atragantó el sorbo de agua que bebía.
—Quiere que llegues a ser un caballero —continuó Joe—, y opina que la cubierta de un barco no es el mejor lugar para tu educación.
—Pero, capitán, a mí me gusta navegar. ¡Y no deseo ir a ninguna escuela!
—Tampoco a mí me gustó tener que convertirme en lo que soy ahora y lo hice, hijo —zanjó él—. Te he inscrito en la escuela de Monsieur Durant. Podrás venir a «Belle Monde» los fines de semana.
A Timmy el mundo se le cayó encima. El capitán ya no lo apreciaba, ya no le era necesario. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se levantó.
—Si no me quiere a su lado, buscaré otra tripulación. El capitán Cangrejo me admitirá en la suya.
—Siéntate y acaba tu cena, mocoso. No te enrolarás en ninguna otra nave y no contradecirás mis órdenes o te pondré sobre mis rodillas y te daré una buena zurra.
Acabada la cena, con el corazón rebosante de amor por Joe, /TN) se llevó a Timmy aparte y habló con él. Le hizo ver que su capitán, lejos de querer apartarlo de su lado, lo estimaba hasta el punto de renunciar a su inestimable ayuda para convertirlo en un hombre de provecho. Cuando salió de la casa, el niño estaba convencido de que no había nadie en el mundo como el capitán De jonas.
—¿Sigue enfadado? —preguntó Joe, abrazando el cuerpo desnudo de (TN) al meterse entre las sábanas.
—No. Ahora te idolatra. —Le besó una tetilla—. Gracias.
Él la atrapó por el talle y la puso sobre su vientre. Ella se recató con picardía ante su ya más que dispuesta virilidad.
—Creo que merezco una recompensa, señora.
Su voz, ronca, repleta de deseo, la hizo temblar. Se inclinó sobre su pecho y lo besó, dejando que su larga cabellera los aislase a ambos en su mundo mágico. Fue un beso intenso, absorbente, que dejó a Joe sin aliento y ansioso de poseerla.
—Y voy a dárosla, capitán —susurró (TN).
Se unieron como tantas veces, con ardor, con hambre. Besaron, lamieron y mordieron, se dejaron arrastrar al juego ancestral de los amantes, venciendo y dejándose vencer.
Mucho más tarde, cuando la luz del alba teñía de púrpura el horizonte, (TN) se durmió entre los brazos de su adorado español, la más dichosa entre todas las mujeres.
El ciclón estalló como si hubiera surgido de los confines del infierno.
El cielo se había cubierto convirtiendo el día en noche. Las nubes, bajas y negras, arrojaban agua y viento sin control, con la violencia inabordable de una naturaleza que azuza a sus elementos a rebelarse incontenibles. Era el peor temporal que se recordaba en las islas y se temía que muchas de las casas de Guadalupe y La Martinica no resistieran la embestida de los elementos.
Los barcos fueron amarrados para evitar que el embravecido mar los lanzara contra las rocas. Aun así, tanto el Missionnaire como El Ángel Negro y algunas otras embarcaciones sufrieron desperfectos. Muchos edificios quedaron en ruinas: sus tejados volaron, las contraventanas desaparecieron, infinidad de palmeras se troncharon o fueron arrancadas de cuajo. Los remolinos de aire arrastraron utensilios, animales y personas y las pérdidas fueron cuantiosas.
«Belle Monde» no fue ajena a la catástrofe y, cuando pasó el ciclón, echaron en falta cabezas de ganado, patos y gallinas y buena parte del tejado del almacén, así como la valla norte de la hacienda.
En compañía de Armand y Roy, Joe se dedicó a las reparaciones más urgentes, mientras que (TN), Veronique y Lidia ponían orden en el interior de la casa, algunos de cuyos ventanales aparecían desgajados de sus goznes. Las habitaciones afectadas eran un caos de desorden.
Joe entró en la casa tiznado de pies a cabeza, con un raspón en el antebrazo, el cabello revuelto y un humor de mil diablos. Pero su ánimo cambió cuando encontró llorando a (TN). La abrazó y secó sus lágrimas.
—¿Qué pasa, pequeña?
—Una de las esculturas se ha hecho añicos.
Joe la acunó con ternura.
—Tontita —dijo, besándola en la punta de la nariz—. Te compraré diez más. Vamos, no vas a llorar por un trozo de piedra, ¿verdad? Además, si sigues gimoteando se te enturbiarán esos maravillosos ojos de gata. Estás preciosa, aunque el polvo y el pañuelo no te favorecen.
(TN) se quitó el pañuelo de colores que se había puesto en la cabeza para no ensuciarse el cabello; no le sirvió de gran cosa, dada su apariencia.
—Tú sí que estás hecho un desastre.
—Se me ha desplomado encima parte del techo.
—Deja que te cure ese arañazo.
Lo ayudó a quitarse la camisa y buscó agua, desinfectante y algodón. Mientras le limpiaba la herida, sus ojos volvieron a fijarse en el brazalete de oro y esmeraldas que Joe lucía siempre.
—¿De quién era?
—¿El qué?
—El brazalete.
—De un hombre con muy poca suerte.
—¿Lo mataste?
—Él intentó matarme a mí.
—Seguramente era el regalo de una dama. Es muy hermoso.
Como siempre, cuando adivinaba que le gustaba algo, él estaba dispuesto a dárselo.
—¿Te gustaría tenerlo?
—¡¡No!!
(TN) nunca había hecho referencia a la joya. Le encantaba y pensaba que a él le quedaba muy bien sobre su bronceada piel. No quería que se desprendiera de ella, se diría que le aportaba un extra exótico.
Pero a Joe su exclamación tan decidida le extrañó. Y la duda de que pudiera pensar que no era más que un objeto de saqueo, lo cegó. ¿Le recriminaba el modo en que había conseguido la alhaja? Pues ¡todo lo que disfrutaba era producto de la piratería! Su negativa lo hirió como si le hubiesen arrancado un trozo de alma. Hiciera lo que hiciese, seguía siendo un sucio pirata para Kelly. Lo soportaba, sí. Le dejaba que le hiciera el amor. Pero en su fuero interno debía de anidar la convicción de que él no era un caballero. Apretó los dientes y calló.
Ella, atareada en curarle el rasguño, no se percató de su cambio de ánimo. Acabó y le vendó, sirviéndole luego una copa de vino. Se sentó en la alfombra, a sus pies, y apoyó la barbilla sobre su muslo, con la mirada perdida en el exterior, donde en esos momentos la brisa mecía tranquilamente las palmeras y lucía el sol.
—Me han dicho que ha atracado un barco de bandera inglesa.
—Sí.
—Armand comentó que arribó en muy mal estado.
—Perdieron el palo mayor y la mayor parte del velamen. Y a varios marineros. Afortunadamente para ellos, conservaron su carga y eso les servirá para que les presten la ayuda necesaria y para costear las reparaciones. Pero más vale que se larguen pronto, aquí no son bienvenidos.
—Debe de ser horrible morir durante una tormenta en el mar —dijo ella, haciendo oídos sordos al comentario que volvía a recordarle el odio de Joe hacia los suyos.
—No más terrible que hacerlo en tierra.
(TN) guardó silencio. Joe tampoco habló. La mención a Inglaterra parecía haber levantado un muro entre ambos. Ella volvió a pensar en sus padres y en su hermano y sintió una punzada de nostalgia.
—¿Me dejarás regresar a Inglaterra alguna vez, Joe?
Si le hubiesen pegado un tiro no le habría dolido tanto. El corazón se le paró un instante y luego comenzó a latir erráticamente. Sus dedos apretaron la copa y le tembló el pulso. La miró desde arriba. Parecía una gatita mimosa restregando su mejilla contra su pantalón, pero acababa de asestarle el zarpazo de una leona. La respuesta le salió como un latigazo:
—De modo que es eso lo que quieres: marcharte.
—Pensaba en mi familia… —(TN) elevó el mentón para mirarlo y se encontró con un par de gemas verdes, tan frías, que se le cortó la respiración.
—Escapar del lado del hombre que te tiene prisionera, eso pensabas.
—Yo no…
—No soy el tipo adecuado para una dama de tu clase. —Él se encolerizaba a cada palabra y ella, aturdida, no comprendía qué había dicho para enfurecerlo—. Entiendo que la compañía de un asqueroso pirata no es lo que tú habías soñado, ¿verdad? Sería mucho mejor que te agasajaran caballeros empolvados que no lucieran un jodido brazalete robado.
—Joe… no…
—Aceptar sus lisonjas y hasta dejarte abrazar por alguno de esos idiotas en cualquier salón de baile —continuó él, saboreando su propia bilis—. ¡Por supuesto que eso sería mucho mejor que el trato que te dispensa un sucio pirata!
(TN) se ahogaba. ¿De qué hablaba? ¿Qué era lo que lo había trastornado tanto? Ella sólo quería regresar a Inglaterra para volver a ver a su familia una vez más y decirles que seguía viva. ¿Abandonarle? Dejar «Belle Monde» y a Joe ni se le había pasado por la cabeza. Allí estaba todo lo que quería. Estaba él. El hombre al que amaba más que a su propia vida.
Joe se levantó y la levantó a ella. Sus manos, sujetándola de los brazos, eran como grilletes. Le hacía daño y lo miró con cierto temor. La pegó a él con brusquedad y le espetó:
—Recuerda sólo una cosa, pequeña: eres mía. ¡Mi esclava! ¡Y no te librarás de mí!
«Esclava.»
Aquella odiosa palabra en sus labios fue como una daga en su corazón. Ella había creído que su antigua condición nunca volvería, pero ahora y allí, dominado por la ira, volvía su insensibilidad y su trato vejatorio.
—Creía que había algo entre nosotros —rebatió, cabizbaja.
¡Se burlaba de él! ¡Intentaba cegarlo con palabras, después de haberle arrojado a la cara que quería marcharse y que lo despreciaba como hombre!
Ácido y vengativo replicó:
—¿Algo? ¿Qué puede haber entre un pirata y una dama? —se burló enrabietado; se lo preguntaba a sí mismo—. Deseo. Pura y simple lujuria. No voy a negar que gozo teniéndote en mi cama. Y, de momento, ahí es donde tienes que estar. Cuando ese deseo desaparezca, ya pensaré si te dejo regresar a tu maldita Inglaterra o te vendo en el mercado de esclavos, como hicieron tus compatriotas conmigo.
(TN) se quedó allí, en medio del cuarto, desmadejada, mientras él salía. La crueldad de sus palabras la fulminó. Cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos y deshecha en llanto.
François Boullant, apoyado en el marco de la puerta, había llegado a tiempo de oír la última frase hiriente de Joe. Por un momento, le entraron ganas de salir tras él y romperle la crisma. Desde que abordaron a los barcos ingleses y (Tn) Colbert entró en sus vidas, las cosas habían cambiado mucho. Aquella muchacha, Virginia y Lidia, les habían regalado un hálito de esperanza. Armand bebía los vientos por la mulata y Pierre era un hombre nuevo desde que conoció a Virginia. Hasta él había abandonado la piratería y no hacía ascos a los arrumacos de Nora Buttler. Joe merecía ser azotado de nuevo por lo que acababa de hacer, pensó.
Ayudó a (TN) a incorporarse. Ella se le abrazó, hipando, hecha un mar de lágrimas.
—No le hagas caso, muchacha.
—Me odia —gimió ella—. ¡Oh, Dios! Me odia, Fran. ¡Y yo quiero morirme!
La calmó acariciándole los brazos. Por el momento no podía hacerle entender que la explosión de Joe era consecuencia de sus dudas, de sus celos, de su propia inseguridad. Él no la odiaba, todo lo contrario. Pero François no pensaba allanarle el camino. ¡Menudo cabrón! No, merecía un escarmiento por lo que acababa de hacer y él estaba dispuesto a dárselo. Tomó el rostro de (TN) entre sus manos y le afirmó solemnemente:
—Creo que ese majadero necesita una buena lección.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 35
Isla de Antigua
Las incesantes lluvias provocaron importantes daños materiales también en la isla de Antigua. Como en otros lugares, los habitantes se afanaban en reparar los efectos del ciclón. Y acaso por eso, la presencia en sus calles de un individuo alto y rubio, con ligero acento extranjero, pasó desapercibida.
Salvo para tres hombres que se le habían pegado a los talones hacía horas.
James Colbert había dejado a su tripulación encargándose de abastecer el barco en que había salido en busca de su hermana. Desde que le llegó la noticia del abordaje del Eurípides y las otras dos embarcaciones, una vez éstas atracaron en Londres, no había cejado en su empeño de conseguir pistas sobre el paradero de (TN).
James sabía que su hermana seguía viva.
Lo intuía, se lo decía el corazón.
No podía haber muerto. Simplemente, negaba lo que para otros resultaba casi evidente. La iba a encontrar, aunque hubiera de navegar por todo el maldito Caribe.
Se había propuesto seguir, paso a paso, el presunto recorrido que debieron de hacer los piratas, husmeando cada pista que conseguía como un sabueso. Indagó en cada puerto, se mezcló con la peor gentuza, con la escoria del Caribe, arriesgando su vida y, a veces, la de sus hombres, que lo seguían sin una queja. No estaba dispuesto a abandonar, porque algo le decía que acabaría por encontrar a (TN) y entonces… ¡Más le valía al hombre que la había raptado que ya estuviese muerto!
Su incansable búsqueda, el constante deambular por lugares infectos, por tabernas de mala muerte y muelles abarrotados de piratas, bucaneros y ladrones, lo habían endurecido y tal vez por eso dejó de preocuparle por dónde se movía. Casi empezaba a sentirse también él carne de presidio, como si toda su vida hubiera transcurrido en ambientes sórdidos. Acaso por ello no se percató de la presencia de tres tipos que acortaban distancias, acercándosele.
Ni se le pasó por cabeza imaginar que podía resultar una presa demasiado fácil.
Al menos, eso era lo que pensaban sus perseguidores, que ya se prometían una buena ganancia atracándolo.
James repasó una y otra vez la información recabada desde que comenzara la búsqueda de (TN). Conocía el nombre del barco que había abordado el de su hermana y el de los que lo escoltaban. Día a día, entre vaso y vaso, y cantina y cantina, le contaron que El Ángel Negro pertenecía a la flota pirata de François Boullant y que lo capitaneaba un español. Nadie pudo decirle, sin embargo, si había mujeres a bordo cuando las naves repostaron en Antigua, camino de sólo Dios sabía qué lugar. Sí le aseguraron, en cambio, que tenían su refugio en aquella parte del Caribe —ese dato le costó una buena suma de dinero—. Era un avance, aunque muy pequeño, dada la cantidad de islas que había en aquellas aguas.
Se apoyó en la pared. Estaba agotado. Y harto de dormir en camastros plagados de inmundicia y de comer en tascas por las que las cucarachas corrían a sus anchas. Pero pensar que (TN) podía estar viviendo en peores condiciones, le daba fuerzas para seguir.
Los que lo vigilaban decidieron pasar a la acción. Había anochecido y el callejón en el que se encontraban era adecuado para una encerrona si le cortaban a aquel capullo la salida, ya que sólo tenía una hacia el puerto. Así que se abrieron en abanico cubriendo la única vía de escape.
James Colbert era un caballero y, aunque vestía ropa normal, lo delataban sus rasgos aristocráticos. Desde luego, para los malhechores, eso era un reclamo para asaltarlo. Eso, y su aparente falta de armas. Les pareció que llevaba un bastón, aunque eso carecía de importancia frente a sus sables.
James presintió que algo iba mal cuando una rata gorda como un gato atravesó el callejón y se perdió en el hueco de un edificio. Se separó de la pared y se fijó. Maldijo por lo bajo, porque debería haberse prevenido contra un asalto. Como un imbécil, había acudido a la cantina sin hacerse acompañar por nadie. Fuera como fuese, la cuestión era que ahora se enfrentaba a un problema y tenía que salir de él.
El que comandaba al trío, un tipejo alto y delgado de aspecto enfermizo, cubierto con mallas y una desgastada chaqueta, dio un paso hacia él. Los otros dos, que parecían cortados por el mismo patrón, avanzaron a la vez.
No dijeron ni una palabra, simplemente desenvainaron, rodeándolo y cubriendo la salida. Colbert esperó, repartiendo su atención entre los tres. Tiró de la empuñadura del bastón y la fina hoja destelló a la luz del único farol que colgaba, roñoso y renqueante, junto al cartel que anunciaba el nombre del tugurio. A James no se le escapó que momentáneamente dejaron de avanzar.
—Vamos, caballeros —los incitó mientras se protegía la espalda contra la pared—. ¿Pensaban que sería presa fácil?
Oyó un gruñido y el primer sujeto atacó, retrocediendo de inmediato con un corte en el hombro y una maldición en los labios. James se felicitó, aunque no se tomaba la situación a broma. Porque, si se achantaba, aquellos piojosos iban a matarlo.
Fue una pelea sucia y desigual. Sus rivales se abalanzaron contra él como un solo hombre, y James se defendió. Atacó, retrocedió, hizo silbar su hoja para mantenerlos a distancia. Alcanzó a otro con un tajo profundo en una pierna. Pero eran tres, él estaba cansado y no veía muchas posibilidades de salir indemne. Sin embargo, no se amilanó, porque no tenía intenciones de acabar muerto en un apestoso callejón de un asqueroso puerto. Y estaba dispuesto a vender muy cara su vida.
El filo de un sable rasgó su ropa y penetró hasta la carne. Colbert dejó escapar un siseo de dolor y se encogió ligeramente. Se había separado del muro y su nueva y debilitada posición fue aprovechada a las mil maravillas por uno de los atacantes, que se colocó a su espalda.
Un contundente golpe en la cabeza lo aturdió, las rodillas se le doblaron y notó que caía mientras todo se volvía negro.
No llegó a oír el estampido de una arma de fuego, ni las blasfemias de los ladrones, que salieron huyendo. Tampoco vio a quien lo había seguido y que contemplaba el desarrollo de la desigual pelea la entrada de la calleja. Cuando todo quedó en silencio, James yacía boca abajo, con un golpe en la cabeza y un corte en el pecho.
El que acababa de salvarle la vida guardó la pistola en la cinturilla de su pantalón, se acercó, se puso en cuclillas y lo observó. Chascó la lengua, tal vez incómodo por haber tenido que intervenir. Le dio la vuelta y echó un vistazo a la herida. Luego dio un silbido. Casi al momento, aparecieron dos hombres.
—Cargadlo.
Se lo llevaron medio a rastras hasta el interior de la cantina. Nadie había salido al oír el disparo y nadie hizo preguntas cuando atravesaron el concurrido salón con el herido y subieron a la planta de arriba. Abrieron una puerta y lo dejaron sobre una cama.
—Que alguien traiga unas vendas. Y una botella de ron. Tú, Espinosa, avisa a los nuestros de que ya tenemos barco.
James despertó casi una hora después. Le dolía la cabeza y tenía la visión borrosa. Una muchacha se inclinó sobre él, le miró las pupilas y salió del cuarto. Él oyó algunos susurros y luego la puerta se abrió del todo para dar paso a un joven alto y guapo, de cabello rubio oscuro y largo, ojos castaños y almendrados, vestido con la suficiente elegancia como para saber que no era uno de los que lo habían atacado.
—¿Como se encuentra?
James hizo un gesto de fastidio y se sentó con la espalda apoyada en el cabecero. Estaba desnudo de cintura para arriba y una venda le rodeaba el pecho. Juró entre dientes: lo único que le faltaba entonces era tener que guardar cama. No podía permitirse ese lujo si quería encontrar a su hermana. Presentía que estaba cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a su vez.
—Que se ha enfrentado a tres despojos y ha salido mal parado —contestó su protector—. Tiene un buen tajo, amigo, aunque no es grave, y su cartera está intacta. —James enarcó las cejas—. He llegado justo a tiempo de evitar que lo desplumaran.
—Quiere decir que se lo debo a usted.
—Bueno… —sonrió el otro—. Me debe su vida, monsieur. Esos cabrones le habrían rajado la garganta y después le habrían quitado hasta los calzones. Ha sido un error venir aquí solo.
James se fijó en él. Era joven, de mirada fría, demasiado fría, como de quien está de vuelta de todo.
—Le doy las gracias. Y tendrá una recompensa.
—Su dinero me importa poco. Lo que quiero de usted es otra cosa, monsieur. Quiero su barco.
James abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra. ¿Bromeaba?
—Usted desvaría, hombre —contestó al fin—. Puedo darle dinero.
—Necesito su barco. El mío ha sufrido muchos desperfectos por el ciclón y tardarán varias semanas en repararlo. Usted ha tenido más suerte con el suyo.
—¡También a mí me es imprescindible y no pienso…!
—No discutamos, caballero —lo cortó el joven—. Voy a quedarme con su embarcación le guste o no y usted no va a poder hacer nada por impedirlo. Simplemente, no saldrá de este cuarto hasta que hayamos levado anclas. No se preocupe por su tripulación, se la dejaremos a buen recaudo. —El rostro de James debió de reflejar desesperación, porque el otro sonrió, como si todo aquello le divirtiera—. Vamos, no se lo tome tan a pecho. Podrá disfrutar de una agradable estancia en Antigua. Es una isla preciosa. Y con hermosas mujeres.
James bajó las piernas de la cama y se puso en pie, aunque no pudo disimular un gesto de dolor.
—Usted no lo entiende —suspiró—. Necesito el barco. No creo que le deba tanto, pero incluso podría conseguirle uno que…
—No hay más naves disponibles. Lo he intentado todo. La tormenta ha dejado inservibles la mayoría.
—¡Por el amor de Dios! —estalló Colbert—. ¡Tengo que encontrar a mi hermana, malditos sean usted y todos sus jodidos problemas!
—¿Su hermana? —El joven enarcó una ceja—. ¿Se ha fugado de casa y quiere llevarla de regreso?
Los ojos azules de James se endurecieron y el otro prefirió no irritarlo más. Se encogió de hombros y se guardó sus bromas.
—No —dijo el inglés—. No se ha fugado. Regresaba a Inglaterra cuando un hijo de puta abordó su barco y la raptó, junto con otras tres mujeres.
—De modo que persigue a un pirata.
—Estoy muy cerca de dar con ese sujeto. Y ni usted, ni nadie, óigalo bien, van a impedírmelo. Me han dicho que El Ángel Negro es una fragata inmejorable, provista de buena artillería y tripulación entregada. Mi barco no le va a la zaga; estoy preparado. Por eso no voy a prestárselo a usted.
—Conque El Ángel Negro, ¿eh?
—Mire, le debo un favor y yo siempre pago mis deudas —continuó James—. Puedo llevarle a donde quiera, si no le importa retrasarlo un poco. Pero ¡no va a tener mi nave!
—Sólo tengo que matarlo, quedarme con su tripulación y luego subastarla.
James lo miró fijamente. Sin inmutarse, se le aproximó hasta que casi se rozaron las narices.
—Inténtelo, capullo. Usted no conoce la mala leche de un Colbert.
Si a James el joven le había parecido peligroso al principio, en cuanto dijo su apellido la transfiguración de su rostro lo hizo retroceder ligeramente. Pero no lo bastante rápido, y se encontró tirado en la cama y con el filo de un cuchillo apretado contra su garganta.
—¿Qué nombre ha dicho, monsieur? —James tragó saliva—. ¡¡Su nombre!!
—James Colbert. Y no soy belga, como parece usted creer, sino inglés.
—Colbert… —En sus labios sonaba como una maldición—. De Port Royal.
—Resido con mis padres en Londres. Pero sí, tenemos familia en Port Royal.
Su rival parpadeó una sola vez y apretó la daga un poco más. Luego se apartó y ocupó la única silla que había en el cuartucho, haciendo girar el cuchillo entre los dedos. James se incorporó lentamente.
—Cuénteme su historia, Colbert.
—¡Le importa una mierda!
—Si quiere su barco, tendrá que contarme su historia.
James no acababa de salir de su asombro. Aquel fulano lo descolocaba. Tan pronto le salvaba la vida, como lo amenazaba con quitársela. Y ahora le pedía que le contara los motivos por los que se encontraba en aquella parte del mundo. No le quedaba más remedio que seguirle la corriente hasta poder desembarazarse de él. Sus hombres ya debían de estar buscándolo. Necesitaba ganar tiempo, así que se sentó en el borde de la cama, apoyó los antebrazos en las rodillas y dijo:
—Hay poco que contar. Mi hermana Kelly regresaba desde Port Royal a Inglaterra. Eran tres barcos. Fueron abordados por piratas de bandera francesa y ella y tres mujeres más, amén de la mercancía, jamás llegaron a su destino.
—Siga. ¿Y El Ángel Negro? ¿Qué sabe de él?
—Es el nombre del barco más veloz de una flotilla de piratas, según he podido saber. Y en el que embarcaron a mi hermana tras el sabotaje. Ese hijo de puta español que lo capitanea debe de saber dónde se encuentra ella ahora.
El joven suspiró, se pasó una mano por la cara y se guardó la daga en la bota derecha. Cuando clavó sus ojos en James, su mirada era pura furia.
—Podría matarlo aquí mismo. Y debería hacerlo por llevar el apellido Colbert —añadió frío como el hielo—. Pero voy a hacer un trato con usted: buscaremos a El Ángel Negro y a su hermana juntos.
James pareció no entender. ¿Buscar juntos? ¿De qué hablaba aquel tipo?
—Y ¿por qué demonios tendría que aceptar su compañía? ¡Ni siquiera conozco su nombre!
El otro esbozó una sonrisa aún más gélida que su mirada.
—Nick de Jonas. Fui asesinado por su primo Edgar. —James se irguió sobresaltado—. Relájese, tenemos mucho de que hablar. Conozco a la joven que busca y conozco a ese hijo de puta al que se ha referido antes: es mi hermano Joe.
Port Royal. Jamaica
Edgar observó a su interlocutor por encima de la copa. La noticia que acababa de darle lo había dejado helado mientras en su interior bullía la sangre. Ahora que estaba a punto de confirmarse como único heredero de su padre, que todo era por fin suyo, otra vez aquel mal nacido español, traidor y pendenciero, le echaba un jarro de agua fría.
—Supongo que es una broma —masculló.
De Jonas negó y se recostó en su asiento.
—No, Colbert. No es una broma en absoluto. Tengo contactos, ya se lo dije. Muchos. Y su prima sigue viva y, por tanto, ella es la heredera legal de «Promise».
Edgar apretó los dientes tan fuertes que le rechinaron.
—¿Dónde está? Sé que no pudo llegar a Inglaterra.
—Y no lo hizo. Por lo que sé, está en alguna isla del Caribe. Y bien viva —insistió, sabiendo que su afirmación socavaba las defensas del otro.
—¿Sus numerosos contactos no le han permitido obtener más datos?
—No me sea irónico, Colbert. Y no, no me han facilitado más información. El entorno de François Boullant parece impenetrable.
—¡Debo encontrar a esa perra!
—¿Para entregarle el testamento de su padre? —se burló el español.
A Edgar le hubiera gustado agarrarlo del cuello y estrangularlo, pero se contuvo. De Jonas estaba bien relacionado, y no le convenía enfrentarse a él. Parecía intocable, incluso después del oscuro asunto del gobernador de Jamaica. Aunque en el plan inicial se planteaba la desaparición de la camarilla al completo, por alguna razón no se había hecho así, pero el hombre seguía allí, sin inmutarse. Y él, Edgar Colbert, podía ser un mal bicho, pero no era idiota y necesitaba al español de su parte.
—Supongo que se imagina mis intenciones respecto a esa condenada zorra. La detesto. Desde que puso el pie en Port Royal y mi padre la acogió como a una hija, haciéndome a mí a un lado. La hubiera matado. Sobre todo cuando vi que mostraba cierta debilidad por un esclavo.
De verdad? —Daniel rió de buena gana—. ¿A su prima le gustan los de piel oscura?
—Era un español, como usted. Un demonio de cabello negro y ojos verdes. Llegó a mi hacienda junto con su hermano, tras el ataque de Morgan a Maracaibo. Un jodido señoritingo que no soportó la esclavitud y al que mi prima miraba con demasiados buenos ojos.
Colbert no captó el leve rictus de estupor que se dibujó en la cara de De Jonas.
—De buena gana lo hubiera castrado —continuó—. Y a punto estuve de hacerlo, pero ella salió en su defensa. Y el viejo la apoyó. Siempre decía que los esclavos valían una fortuna y que sólo él tenía derecho a matarlos. —De repente se echó a reír—. Eso sí, me di el gusto de quitar de en medio al otro bastardo y… ¿Qué le sucede? Parece que hubiese perdido el pulso.
—¿Recuerda el nombre de esos esclavos, Colbert? —El latido de sus sienes delataba la impaciencia con que esperaba su respuesta.
—¿Por qué le interesa? No eran más que dos asquerosos pordioseros.
—¡¿Cómo se llamaban?!
El ímpetu airado de la pregunta y el hombre golpeando la mesa con los puños acobardaron al inglés.
—Joe y Nick.
La cara del español se volvió como el pergamino y sus ojos, oscuros y amenazadores, lo miraban amenazadores.
—¿Mató a ese tal Nick?
—Bueno… sí. Lo hice. Me atacó y le disparé.
—¿Y el otro? ¿Dónde está el otro?
—¡Maldito si lo sé! Supongo que muerto. El viejo decidió venderlo a otro hacendado. Lo trasladaban desde «Promise» cuando se produjo el ataque a la ciudad. Hubo muchas víctimas que cayeron despedazadas por los cañones o bajo los escombros, algunos irreconocibles.
—Su cuerpo… —Daniel estaba lívido y respiraba con dificultad—. ¿No se encontró su cuerpo?
Edgar empezó a inquietarse. No entendía qué súbito interés podía tener De Jonas en dos simples esclavos, pero no le agradaba su forma de mirarlo.
—No. No lo encontraron. Pero se supone que…
—Dejemos de suponer —lo cortó el español—. Piense, Colbert. ¡Piense! Piratas franceses atacan Port Royal. Joe desaparece. El barco en el que viaja su prima es abordado por Boullant, francés también, nosotros mismos les pasamos la información para su abordaje, ¿recuerda?
—¿Y…?
—Y se dice que un español navega en la flota de François Boullant.
—¿Está pensando que puede ser ese esclavo? No sé dónde quiere ir usted a parar.
Daniel se calmó poco a poco y fue dando paso a una tranquilidad fingida.
—Es posible que sea él, sí. Un hombre del que creía haberme desembarazado hace tiempo. Así que, mi querido socio, ya tiene compañía para intentar la búsqueda de su prima. El destino vuelve a unirnos, porque usted quiere librarse para siempre de ella… y yo tengo que acabar con Joe de una vez por todas.
La Martinica
Joe se soltó el cinto del que colgaba su sable y lo dejó a un lado, sentándose a la mesa. Después de discutir con (TN), estaba de un humor de perros. Se maldecía por haberle dicho tantas barbaridades, pero era tarde para rectificar. ¡Condenación! Su vida entera parecía ser un «llegar tarde a todas partes». Además, lo hecho, hecho estaba. A (TN) y a él los separaban demasiadas cosas.
Veronique sirvió la cena en completo silencio, omitiendo los comentarios que solía hacer sobre los acontecimientos del día, y Joe aguardó la llegada de (TN). Sus órdenes eran que ella estuviera siempre sentada a su mesa. Pero se hacía esperar. Y Vero se demoraba recolocando cubiertos y servilletas.
—Está bien, mujer —dijo al fin ante su mutismo—. ¿He de subir a buscarla?
La mulata apenas elevó una ceja.
—Yo que usted, capitán, empezaría a cenar. Mademoiselle no está en «Belle Monde».
Joe tardó un momento en asimilar lo que acababa de escuchar.
—Supongo que ahora vas a explicarme qué significa eso.
—Se ha marchado, señor.
—¿Se ha marchado?
—Eso he dicho.
—¿Hacia dónde ha…?
—Se ha ido con el capitán Boullant.
Joe se quedó en blanco. ¿No entendía nada porque se estaba volviendo idiota o porque ya lo era? Pero no le pasó inadvertido el gesto satisfecho de Veronique que, ya no le cupo duda, estaba disfrutando a su costa.
—El capitán Boullant ha dicho algo acerca de su necedad —le informó ella muy seria—. Y también algo sobre que él sabría tratar mejor a mademoiselle (TN).
A Joe se le secó la garganta. Se levantó y se acercó a Vero, que le encaró con serenidad, sin un ápice de temor.
—¿Se han ido a su hacienda?
—¿Adónde, si no?
Él apretó los párpados con fuerza. Le faltaba la respiración y un sudor frío le bajó por la espalda. Los celos le quemaban las entrañas. No dijo nada, pero se ajustó el sable antes de amenazar:
—¡Juro por lo más sagrado que mataré a ese bastardo!
—Tenga cuidado, capitán —le advirtió ella—. Boullant no es Depardier y usted debería saberlo.
—¡Tanto da! —bramó, sin poder contenerse.
Salió hecho un basilisco y Veronique oyó cómo pedía a gritos su caballo. Suspiró y poco a poco empezó a tatarear una antigua canción nativa.
Las campanadas del reloj de pared dieron las once.
(TN) recorrió, una vez más, la habitación que le había sido destinada, después de cenar con Fran. Aunque él, Pierre y Virginia, junto con la buena de Amanda, se desvivieron para que la velada le resultara agradable, lo cierto era que ella no pudo probar bocado. No estaba convencida de haber actuado con sensatez al acompañar a Boullant. Conociendo como conocía a Joe, lo que él tenía pensado podía ser peligroso. Él iría a buscarla, Fran estaba convencido. Ella, no tanto. Pero si lo hacía, ¿quién podía prever lo que iba a pasar?
Se sentía como condenada a la horca, pero el vino ingerido durante la cena y la escasa comida la estaban amodorrando. Se recostó en la cama un momento y cerró los ojos…
Ella estaba sobre una almena altísima. Se asomó al borde de piedra y miró hacia abajo, hacia el abismo… No veía el suelo, no veía nada, salvo oscuridad. Pero presintió que algo se acercaba y retrocedió. Repentinamente, la negrura la envolvió en una mortaja helada. Y allí estaba él. En medio de las tinieblas. Su rostro era la personificación del mal y sus ojos, fríos y crueles, estaban clavados en ella. Retrocedió y Joe avanzó, cada vez estaba más cerca. Y, a pesar de todo, (TN) quería correr y abrazarlo, besarlo, fundirse con él…
Se revolvió en el lecho.
—¡No…! —se le escapó un gemido angustioso.
Se incorporó de golpe, parpadeando confusa, y sin saber dónde se encontraba. La habitación estaba silenciosa y a oscuras, y el camisón que le había prestado una de las sirvientas se le pegaba al cuerpo empapado de sudor. Temblaba. Se levantó y se acercó a los ventanales en busca de aire fresco.
Apenas le dio tiempo a abrirlos. La puerta de su cuarto se abrió y en el umbral se recostó una alta figura. Pero ella se calmó de inmediato, era Boullant. Éste depositó el candelabro sobre la coqueta y cruzó la habitación.
—¿Te encuentras bien? Te he oído gritar.
(TN) se le echó al cuello y el francés, que tantas veces había tenido a una mujer entre sus brazos, no supo qué hacer cuando ella rompió a llorar. Tener así a una muchacha como aquélla era como subir al séptimo cielo y no le cupo duda de que Joe era un idiota de pies a cabeza. Le acarició el cabello dorado y suelto y le chistó como a una criatura. Ella se fue calmando poco a poco y se separó de él, un poco sonrojada.
—He tenido una pesadilla.
—¿De monstruos? —bromeó él.
—No quiero hablar de eso.
François le acarició el mentón con sus nudillos. Lo tentó el deseo insano de probar sus labios sonrosados, de sorber las lágrimas que se iban secando sobre sus mejillas. (TN) era una belleza por la que cualquier hombre perdería la cabeza. Pero se contuvo. Sabía lo que Joe sentía por ella, aunque él mismo no pareciera admitirlo.
—¿Quieres que mande llamar a Virginia? ¿A Amanda?
—No. Gracias. No ha sido nada.
—Vuelve a la cama, (TN).
A través del ventanal, Joe fue testigo de esa escena, de pie en el jardín. Casi había reventado al caballo para llegar hasta allí. Pensar que ella lo abandonaba y se echaba en brazos del francés hacía que le hirviera la sangre.
La luz iluminaba el cuerpo de (TN), perfilando sus formas bajo el camisón. ¿Cómo podía embelesarse con ella cuando iba dispuesto a retorcerle el cuello… después de retorcérselo a Boullant? ¿Cómo era posible que se hubiera echado en brazos del cochino francés…?
Joe tan sólo veía lo que quería ver. Las imágenes que su cólera le dictaba: el abrazo de Fran era una traición por la que tenía que pagar. Lo embargaban unos celos locos.
Conocía la casa de Fran como la propia, así que entró a largas zancadas y subió la escalera de tres en tres mientras en su mente repetía una frase: «¡Lo mataré!».
Abrió la puerta con estrépito, golpeando la madera contra el muro y sorprendió a (TN) en la cama y tapada hasta la barbilla. ¡Y al maldito Fran inclinado, besándola en la frente!
—¡Hijo de perra…! —le espetó un segundo antes de lanzarse como una fiera hacia el que creía su rival.
Ella gritó. Los dos hombres se enzarzaron, forcejearon y rodaron por el suelo, arrastrando con ellos un pesado pedestal que derribaron y rompieron. El estruendo y los chillidos de (TN) alertaron al resto de la casa y Pierre, Virginia y los criados fueron acudiendo, algunos armados. Separados por los sirvientes, que retuvieron a Joe, que se debatía furioso, Fran y él fueron recuperando el resuello y mirando sus cortes y contusiones. Virginia permanecía junto a Ledoux, en silencio, mientras él mostraba una sonrisa irónica porque ya había esperado aquello. Y no pensaba intervenir en la refriega. Fran lo había ideado: que se apañara solo.
—¿Te has vuelto loco? —le preguntó Boullant, casi sin voz.
—¡He venido a recuperar lo que me han robado!
—¡Nadie te ha robado nada!
—¡¡(TN) es mía!! —sostuvo Joe con ferocidad al tiempo que intentaba liberarse.
—Entonces, ¡trátala como se merece!
—La trataré como se me antoje.
El francés avanzó hacia él con los puños apretados.
—Cachorro, te estás buscando una buena paliza. ¡Vamos, soltadle de una vez! Lárgate de aquí, Joe, o uno de mis criados podría meterte una bala en la cabeza.
Una vez libre, Joe trató de calmarse. No era el desenlace que había previsto pero en casa ajena no tenía nada que hacer. Se acercó a la cama y sacó a (TN) de la misma, sin percatarse de que ella no se resistía.
—Si volvemos a vernos, Fran, olvidaré que te debo la vida y te mataré.
Ese ataque de celos era lo que su amigo había estado buscando. «¡Reacciona, maldito español!», se dijo para sus adentros, restañando una herida en su ceja con la manga de la camisa.
—¿Tanto te importa ella?
¿Que si le importaba (TN)? Le hubiera gustado gritarle que prefería morir a perderla, que la amaba más que a su alma inmortal. Que la necesitaba. Pero se calló. Humillarse después de haber visto cómo se hacían arrumacos no entraba en sus planes. Así que contestó, azuzado por la ira.
—Es mi esclava y por tanto de mi propiedad. Puede que hayas disfrutado de ella, pero a partir de ahora vuelve a ser mía. A fin de cuentas, hemos compartido antes a otras rameras.
No supo de dónde le vino el puñetazo, pero Fran estaba tan cerca que no resistió el impulso de soltárselo. El golpe fue tan contundente y acertado que Joe cayó de espaldas, totalmente inconsciente, arrastrando con él a (TN). Pierre chascó la lengua y la ayudó a incorporarse, incapaz ella de pronunciar palabra.
—Lleváoslo a «Belle Monde» —ordenó Fran a sus criados—, o voy caer en la tentación de atarlo al pozo y hacerlo entrar en razón con un látigo. Ve con él, inglesa, le harás falta cuando se despierte.
Isla de Antigua
Las incesantes lluvias provocaron importantes daños materiales también en la isla de Antigua. Como en otros lugares, los habitantes se afanaban en reparar los efectos del ciclón. Y acaso por eso, la presencia en sus calles de un individuo alto y rubio, con ligero acento extranjero, pasó desapercibida.
Salvo para tres hombres que se le habían pegado a los talones hacía horas.
James Colbert había dejado a su tripulación encargándose de abastecer el barco en que había salido en busca de su hermana. Desde que le llegó la noticia del abordaje del Eurípides y las otras dos embarcaciones, una vez éstas atracaron en Londres, no había cejado en su empeño de conseguir pistas sobre el paradero de (TN).
James sabía que su hermana seguía viva.
Lo intuía, se lo decía el corazón.
No podía haber muerto. Simplemente, negaba lo que para otros resultaba casi evidente. La iba a encontrar, aunque hubiera de navegar por todo el maldito Caribe.
Se había propuesto seguir, paso a paso, el presunto recorrido que debieron de hacer los piratas, husmeando cada pista que conseguía como un sabueso. Indagó en cada puerto, se mezcló con la peor gentuza, con la escoria del Caribe, arriesgando su vida y, a veces, la de sus hombres, que lo seguían sin una queja. No estaba dispuesto a abandonar, porque algo le decía que acabaría por encontrar a (TN) y entonces… ¡Más le valía al hombre que la había raptado que ya estuviese muerto!
Su incansable búsqueda, el constante deambular por lugares infectos, por tabernas de mala muerte y muelles abarrotados de piratas, bucaneros y ladrones, lo habían endurecido y tal vez por eso dejó de preocuparle por dónde se movía. Casi empezaba a sentirse también él carne de presidio, como si toda su vida hubiera transcurrido en ambientes sórdidos. Acaso por ello no se percató de la presencia de tres tipos que acortaban distancias, acercándosele.
Ni se le pasó por cabeza imaginar que podía resultar una presa demasiado fácil.
Al menos, eso era lo que pensaban sus perseguidores, que ya se prometían una buena ganancia atracándolo.
James repasó una y otra vez la información recabada desde que comenzara la búsqueda de (TN). Conocía el nombre del barco que había abordado el de su hermana y el de los que lo escoltaban. Día a día, entre vaso y vaso, y cantina y cantina, le contaron que El Ángel Negro pertenecía a la flota pirata de François Boullant y que lo capitaneaba un español. Nadie pudo decirle, sin embargo, si había mujeres a bordo cuando las naves repostaron en Antigua, camino de sólo Dios sabía qué lugar. Sí le aseguraron, en cambio, que tenían su refugio en aquella parte del Caribe —ese dato le costó una buena suma de dinero—. Era un avance, aunque muy pequeño, dada la cantidad de islas que había en aquellas aguas.
Se apoyó en la pared. Estaba agotado. Y harto de dormir en camastros plagados de inmundicia y de comer en tascas por las que las cucarachas corrían a sus anchas. Pero pensar que (TN) podía estar viviendo en peores condiciones, le daba fuerzas para seguir.
Los que lo vigilaban decidieron pasar a la acción. Había anochecido y el callejón en el que se encontraban era adecuado para una encerrona si le cortaban a aquel capullo la salida, ya que sólo tenía una hacia el puerto. Así que se abrieron en abanico cubriendo la única vía de escape.
James Colbert era un caballero y, aunque vestía ropa normal, lo delataban sus rasgos aristocráticos. Desde luego, para los malhechores, eso era un reclamo para asaltarlo. Eso, y su aparente falta de armas. Les pareció que llevaba un bastón, aunque eso carecía de importancia frente a sus sables.
James presintió que algo iba mal cuando una rata gorda como un gato atravesó el callejón y se perdió en el hueco de un edificio. Se separó de la pared y se fijó. Maldijo por lo bajo, porque debería haberse prevenido contra un asalto. Como un imbécil, había acudido a la cantina sin hacerse acompañar por nadie. Fuera como fuese, la cuestión era que ahora se enfrentaba a un problema y tenía que salir de él.
El que comandaba al trío, un tipejo alto y delgado de aspecto enfermizo, cubierto con mallas y una desgastada chaqueta, dio un paso hacia él. Los otros dos, que parecían cortados por el mismo patrón, avanzaron a la vez.
No dijeron ni una palabra, simplemente desenvainaron, rodeándolo y cubriendo la salida. Colbert esperó, repartiendo su atención entre los tres. Tiró de la empuñadura del bastón y la fina hoja destelló a la luz del único farol que colgaba, roñoso y renqueante, junto al cartel que anunciaba el nombre del tugurio. A James no se le escapó que momentáneamente dejaron de avanzar.
—Vamos, caballeros —los incitó mientras se protegía la espalda contra la pared—. ¿Pensaban que sería presa fácil?
Oyó un gruñido y el primer sujeto atacó, retrocediendo de inmediato con un corte en el hombro y una maldición en los labios. James se felicitó, aunque no se tomaba la situación a broma. Porque, si se achantaba, aquellos piojosos iban a matarlo.
Fue una pelea sucia y desigual. Sus rivales se abalanzaron contra él como un solo hombre, y James se defendió. Atacó, retrocedió, hizo silbar su hoja para mantenerlos a distancia. Alcanzó a otro con un tajo profundo en una pierna. Pero eran tres, él estaba cansado y no veía muchas posibilidades de salir indemne. Sin embargo, no se amilanó, porque no tenía intenciones de acabar muerto en un apestoso callejón de un asqueroso puerto. Y estaba dispuesto a vender muy cara su vida.
El filo de un sable rasgó su ropa y penetró hasta la carne. Colbert dejó escapar un siseo de dolor y se encogió ligeramente. Se había separado del muro y su nueva y debilitada posición fue aprovechada a las mil maravillas por uno de los atacantes, que se colocó a su espalda.
Un contundente golpe en la cabeza lo aturdió, las rodillas se le doblaron y notó que caía mientras todo se volvía negro.
No llegó a oír el estampido de una arma de fuego, ni las blasfemias de los ladrones, que salieron huyendo. Tampoco vio a quien lo había seguido y que contemplaba el desarrollo de la desigual pelea la entrada de la calleja. Cuando todo quedó en silencio, James yacía boca abajo, con un golpe en la cabeza y un corte en el pecho.
El que acababa de salvarle la vida guardó la pistola en la cinturilla de su pantalón, se acercó, se puso en cuclillas y lo observó. Chascó la lengua, tal vez incómodo por haber tenido que intervenir. Le dio la vuelta y echó un vistazo a la herida. Luego dio un silbido. Casi al momento, aparecieron dos hombres.
—Cargadlo.
Se lo llevaron medio a rastras hasta el interior de la cantina. Nadie había salido al oír el disparo y nadie hizo preguntas cuando atravesaron el concurrido salón con el herido y subieron a la planta de arriba. Abrieron una puerta y lo dejaron sobre una cama.
—Que alguien traiga unas vendas. Y una botella de ron. Tú, Espinosa, avisa a los nuestros de que ya tenemos barco.
James despertó casi una hora después. Le dolía la cabeza y tenía la visión borrosa. Una muchacha se inclinó sobre él, le miró las pupilas y salió del cuarto. Él oyó algunos susurros y luego la puerta se abrió del todo para dar paso a un joven alto y guapo, de cabello rubio oscuro y largo, ojos castaños y almendrados, vestido con la suficiente elegancia como para saber que no era uno de los que lo habían atacado.
—¿Como se encuentra?
James hizo un gesto de fastidio y se sentó con la espalda apoyada en el cabecero. Estaba desnudo de cintura para arriba y una venda le rodeaba el pecho. Juró entre dientes: lo único que le faltaba entonces era tener que guardar cama. No podía permitirse ese lujo si quería encontrar a su hermana. Presentía que estaba cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a su vez.
—Que se ha enfrentado a tres despojos y ha salido mal parado —contestó su protector—. Tiene un buen tajo, amigo, aunque no es grave, y su cartera está intacta. —James enarcó las cejas—. He llegado justo a tiempo de evitar que lo desplumaran.
—Quiere decir que se lo debo a usted.
—Bueno… —sonrió el otro—. Me debe su vida, monsieur. Esos cabrones le habrían rajado la garganta y después le habrían quitado hasta los calzones. Ha sido un error venir aquí solo.
James se fijó en él. Era joven, de mirada fría, demasiado fría, como de quien está de vuelta de todo.
—Le doy las gracias. Y tendrá una recompensa.
—Su dinero me importa poco. Lo que quiero de usted es otra cosa, monsieur. Quiero su barco.
James abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra. ¿Bromeaba?
—Usted desvaría, hombre —contestó al fin—. Puedo darle dinero.
—Necesito su barco. El mío ha sufrido muchos desperfectos por el ciclón y tardarán varias semanas en repararlo. Usted ha tenido más suerte con el suyo.
—¡También a mí me es imprescindible y no pienso…!
—No discutamos, caballero —lo cortó el joven—. Voy a quedarme con su embarcación le guste o no y usted no va a poder hacer nada por impedirlo. Simplemente, no saldrá de este cuarto hasta que hayamos levado anclas. No se preocupe por su tripulación, se la dejaremos a buen recaudo. —El rostro de James debió de reflejar desesperación, porque el otro sonrió, como si todo aquello le divirtiera—. Vamos, no se lo tome tan a pecho. Podrá disfrutar de una agradable estancia en Antigua. Es una isla preciosa. Y con hermosas mujeres.
James bajó las piernas de la cama y se puso en pie, aunque no pudo disimular un gesto de dolor.
—Usted no lo entiende —suspiró—. Necesito el barco. No creo que le deba tanto, pero incluso podría conseguirle uno que…
—No hay más naves disponibles. Lo he intentado todo. La tormenta ha dejado inservibles la mayoría.
—¡Por el amor de Dios! —estalló Colbert—. ¡Tengo que encontrar a mi hermana, malditos sean usted y todos sus jodidos problemas!
—¿Su hermana? —El joven enarcó una ceja—. ¿Se ha fugado de casa y quiere llevarla de regreso?
Los ojos azules de James se endurecieron y el otro prefirió no irritarlo más. Se encogió de hombros y se guardó sus bromas.
—No —dijo el inglés—. No se ha fugado. Regresaba a Inglaterra cuando un hijo de puta abordó su barco y la raptó, junto con otras tres mujeres.
—De modo que persigue a un pirata.
—Estoy muy cerca de dar con ese sujeto. Y ni usted, ni nadie, óigalo bien, van a impedírmelo. Me han dicho que El Ángel Negro es una fragata inmejorable, provista de buena artillería y tripulación entregada. Mi barco no le va a la zaga; estoy preparado. Por eso no voy a prestárselo a usted.
—Conque El Ángel Negro, ¿eh?
—Mire, le debo un favor y yo siempre pago mis deudas —continuó James—. Puedo llevarle a donde quiera, si no le importa retrasarlo un poco. Pero ¡no va a tener mi nave!
—Sólo tengo que matarlo, quedarme con su tripulación y luego subastarla.
James lo miró fijamente. Sin inmutarse, se le aproximó hasta que casi se rozaron las narices.
—Inténtelo, capullo. Usted no conoce la mala leche de un Colbert.
Si a James el joven le había parecido peligroso al principio, en cuanto dijo su apellido la transfiguración de su rostro lo hizo retroceder ligeramente. Pero no lo bastante rápido, y se encontró tirado en la cama y con el filo de un cuchillo apretado contra su garganta.
—¿Qué nombre ha dicho, monsieur? —James tragó saliva—. ¡¡Su nombre!!
—James Colbert. Y no soy belga, como parece usted creer, sino inglés.
—Colbert… —En sus labios sonaba como una maldición—. De Port Royal.
—Resido con mis padres en Londres. Pero sí, tenemos familia en Port Royal.
Su rival parpadeó una sola vez y apretó la daga un poco más. Luego se apartó y ocupó la única silla que había en el cuartucho, haciendo girar el cuchillo entre los dedos. James se incorporó lentamente.
—Cuénteme su historia, Colbert.
—¡Le importa una mierda!
—Si quiere su barco, tendrá que contarme su historia.
James no acababa de salir de su asombro. Aquel fulano lo descolocaba. Tan pronto le salvaba la vida, como lo amenazaba con quitársela. Y ahora le pedía que le contara los motivos por los que se encontraba en aquella parte del mundo. No le quedaba más remedio que seguirle la corriente hasta poder desembarazarse de él. Sus hombres ya debían de estar buscándolo. Necesitaba ganar tiempo, así que se sentó en el borde de la cama, apoyó los antebrazos en las rodillas y dijo:
—Hay poco que contar. Mi hermana Kelly regresaba desde Port Royal a Inglaterra. Eran tres barcos. Fueron abordados por piratas de bandera francesa y ella y tres mujeres más, amén de la mercancía, jamás llegaron a su destino.
—Siga. ¿Y El Ángel Negro? ¿Qué sabe de él?
—Es el nombre del barco más veloz de una flotilla de piratas, según he podido saber. Y en el que embarcaron a mi hermana tras el sabotaje. Ese hijo de puta español que lo capitanea debe de saber dónde se encuentra ella ahora.
El joven suspiró, se pasó una mano por la cara y se guardó la daga en la bota derecha. Cuando clavó sus ojos en James, su mirada era pura furia.
—Podría matarlo aquí mismo. Y debería hacerlo por llevar el apellido Colbert —añadió frío como el hielo—. Pero voy a hacer un trato con usted: buscaremos a El Ángel Negro y a su hermana juntos.
James pareció no entender. ¿Buscar juntos? ¿De qué hablaba aquel tipo?
—Y ¿por qué demonios tendría que aceptar su compañía? ¡Ni siquiera conozco su nombre!
El otro esbozó una sonrisa aún más gélida que su mirada.
—Nick de Jonas. Fui asesinado por su primo Edgar. —James se irguió sobresaltado—. Relájese, tenemos mucho de que hablar. Conozco a la joven que busca y conozco a ese hijo de puta al que se ha referido antes: es mi hermano Joe.
Port Royal. Jamaica
Edgar observó a su interlocutor por encima de la copa. La noticia que acababa de darle lo había dejado helado mientras en su interior bullía la sangre. Ahora que estaba a punto de confirmarse como único heredero de su padre, que todo era por fin suyo, otra vez aquel mal nacido español, traidor y pendenciero, le echaba un jarro de agua fría.
—Supongo que es una broma —masculló.
De Jonas negó y se recostó en su asiento.
—No, Colbert. No es una broma en absoluto. Tengo contactos, ya se lo dije. Muchos. Y su prima sigue viva y, por tanto, ella es la heredera legal de «Promise».
Edgar apretó los dientes tan fuertes que le rechinaron.
—¿Dónde está? Sé que no pudo llegar a Inglaterra.
—Y no lo hizo. Por lo que sé, está en alguna isla del Caribe. Y bien viva —insistió, sabiendo que su afirmación socavaba las defensas del otro.
—¿Sus numerosos contactos no le han permitido obtener más datos?
—No me sea irónico, Colbert. Y no, no me han facilitado más información. El entorno de François Boullant parece impenetrable.
—¡Debo encontrar a esa perra!
—¿Para entregarle el testamento de su padre? —se burló el español.
A Edgar le hubiera gustado agarrarlo del cuello y estrangularlo, pero se contuvo. De Jonas estaba bien relacionado, y no le convenía enfrentarse a él. Parecía intocable, incluso después del oscuro asunto del gobernador de Jamaica. Aunque en el plan inicial se planteaba la desaparición de la camarilla al completo, por alguna razón no se había hecho así, pero el hombre seguía allí, sin inmutarse. Y él, Edgar Colbert, podía ser un mal bicho, pero no era idiota y necesitaba al español de su parte.
—Supongo que se imagina mis intenciones respecto a esa condenada zorra. La detesto. Desde que puso el pie en Port Royal y mi padre la acogió como a una hija, haciéndome a mí a un lado. La hubiera matado. Sobre todo cuando vi que mostraba cierta debilidad por un esclavo.
De verdad? —Daniel rió de buena gana—. ¿A su prima le gustan los de piel oscura?
—Era un español, como usted. Un demonio de cabello negro y ojos verdes. Llegó a mi hacienda junto con su hermano, tras el ataque de Morgan a Maracaibo. Un jodido señoritingo que no soportó la esclavitud y al que mi prima miraba con demasiados buenos ojos.
Colbert no captó el leve rictus de estupor que se dibujó en la cara de De Jonas.
—De buena gana lo hubiera castrado —continuó—. Y a punto estuve de hacerlo, pero ella salió en su defensa. Y el viejo la apoyó. Siempre decía que los esclavos valían una fortuna y que sólo él tenía derecho a matarlos. —De repente se echó a reír—. Eso sí, me di el gusto de quitar de en medio al otro bastardo y… ¿Qué le sucede? Parece que hubiese perdido el pulso.
—¿Recuerda el nombre de esos esclavos, Colbert? —El latido de sus sienes delataba la impaciencia con que esperaba su respuesta.
—¿Por qué le interesa? No eran más que dos asquerosos pordioseros.
—¡¿Cómo se llamaban?!
El ímpetu airado de la pregunta y el hombre golpeando la mesa con los puños acobardaron al inglés.
—Joe y Nick.
La cara del español se volvió como el pergamino y sus ojos, oscuros y amenazadores, lo miraban amenazadores.
—¿Mató a ese tal Nick?
—Bueno… sí. Lo hice. Me atacó y le disparé.
—¿Y el otro? ¿Dónde está el otro?
—¡Maldito si lo sé! Supongo que muerto. El viejo decidió venderlo a otro hacendado. Lo trasladaban desde «Promise» cuando se produjo el ataque a la ciudad. Hubo muchas víctimas que cayeron despedazadas por los cañones o bajo los escombros, algunos irreconocibles.
—Su cuerpo… —Daniel estaba lívido y respiraba con dificultad—. ¿No se encontró su cuerpo?
Edgar empezó a inquietarse. No entendía qué súbito interés podía tener De Jonas en dos simples esclavos, pero no le agradaba su forma de mirarlo.
—No. No lo encontraron. Pero se supone que…
—Dejemos de suponer —lo cortó el español—. Piense, Colbert. ¡Piense! Piratas franceses atacan Port Royal. Joe desaparece. El barco en el que viaja su prima es abordado por Boullant, francés también, nosotros mismos les pasamos la información para su abordaje, ¿recuerda?
—¿Y…?
—Y se dice que un español navega en la flota de François Boullant.
—¿Está pensando que puede ser ese esclavo? No sé dónde quiere ir usted a parar.
Daniel se calmó poco a poco y fue dando paso a una tranquilidad fingida.
—Es posible que sea él, sí. Un hombre del que creía haberme desembarazado hace tiempo. Así que, mi querido socio, ya tiene compañía para intentar la búsqueda de su prima. El destino vuelve a unirnos, porque usted quiere librarse para siempre de ella… y yo tengo que acabar con Joe de una vez por todas.
La Martinica
Joe se soltó el cinto del que colgaba su sable y lo dejó a un lado, sentándose a la mesa. Después de discutir con (TN), estaba de un humor de perros. Se maldecía por haberle dicho tantas barbaridades, pero era tarde para rectificar. ¡Condenación! Su vida entera parecía ser un «llegar tarde a todas partes». Además, lo hecho, hecho estaba. A (TN) y a él los separaban demasiadas cosas.
Veronique sirvió la cena en completo silencio, omitiendo los comentarios que solía hacer sobre los acontecimientos del día, y Joe aguardó la llegada de (TN). Sus órdenes eran que ella estuviera siempre sentada a su mesa. Pero se hacía esperar. Y Vero se demoraba recolocando cubiertos y servilletas.
—Está bien, mujer —dijo al fin ante su mutismo—. ¿He de subir a buscarla?
La mulata apenas elevó una ceja.
—Yo que usted, capitán, empezaría a cenar. Mademoiselle no está en «Belle Monde».
Joe tardó un momento en asimilar lo que acababa de escuchar.
—Supongo que ahora vas a explicarme qué significa eso.
—Se ha marchado, señor.
—¿Se ha marchado?
—Eso he dicho.
—¿Hacia dónde ha…?
—Se ha ido con el capitán Boullant.
Joe se quedó en blanco. ¿No entendía nada porque se estaba volviendo idiota o porque ya lo era? Pero no le pasó inadvertido el gesto satisfecho de Veronique que, ya no le cupo duda, estaba disfrutando a su costa.
—El capitán Boullant ha dicho algo acerca de su necedad —le informó ella muy seria—. Y también algo sobre que él sabría tratar mejor a mademoiselle (TN).
A Joe se le secó la garganta. Se levantó y se acercó a Vero, que le encaró con serenidad, sin un ápice de temor.
—¿Se han ido a su hacienda?
—¿Adónde, si no?
Él apretó los párpados con fuerza. Le faltaba la respiración y un sudor frío le bajó por la espalda. Los celos le quemaban las entrañas. No dijo nada, pero se ajustó el sable antes de amenazar:
—¡Juro por lo más sagrado que mataré a ese bastardo!
—Tenga cuidado, capitán —le advirtió ella—. Boullant no es Depardier y usted debería saberlo.
—¡Tanto da! —bramó, sin poder contenerse.
Salió hecho un basilisco y Veronique oyó cómo pedía a gritos su caballo. Suspiró y poco a poco empezó a tatarear una antigua canción nativa.
Las campanadas del reloj de pared dieron las once.
(TN) recorrió, una vez más, la habitación que le había sido destinada, después de cenar con Fran. Aunque él, Pierre y Virginia, junto con la buena de Amanda, se desvivieron para que la velada le resultara agradable, lo cierto era que ella no pudo probar bocado. No estaba convencida de haber actuado con sensatez al acompañar a Boullant. Conociendo como conocía a Joe, lo que él tenía pensado podía ser peligroso. Él iría a buscarla, Fran estaba convencido. Ella, no tanto. Pero si lo hacía, ¿quién podía prever lo que iba a pasar?
Se sentía como condenada a la horca, pero el vino ingerido durante la cena y la escasa comida la estaban amodorrando. Se recostó en la cama un momento y cerró los ojos…
Ella estaba sobre una almena altísima. Se asomó al borde de piedra y miró hacia abajo, hacia el abismo… No veía el suelo, no veía nada, salvo oscuridad. Pero presintió que algo se acercaba y retrocedió. Repentinamente, la negrura la envolvió en una mortaja helada. Y allí estaba él. En medio de las tinieblas. Su rostro era la personificación del mal y sus ojos, fríos y crueles, estaban clavados en ella. Retrocedió y Joe avanzó, cada vez estaba más cerca. Y, a pesar de todo, (TN) quería correr y abrazarlo, besarlo, fundirse con él…
Se revolvió en el lecho.
—¡No…! —se le escapó un gemido angustioso.
Se incorporó de golpe, parpadeando confusa, y sin saber dónde se encontraba. La habitación estaba silenciosa y a oscuras, y el camisón que le había prestado una de las sirvientas se le pegaba al cuerpo empapado de sudor. Temblaba. Se levantó y se acercó a los ventanales en busca de aire fresco.
Apenas le dio tiempo a abrirlos. La puerta de su cuarto se abrió y en el umbral se recostó una alta figura. Pero ella se calmó de inmediato, era Boullant. Éste depositó el candelabro sobre la coqueta y cruzó la habitación.
—¿Te encuentras bien? Te he oído gritar.
(TN) se le echó al cuello y el francés, que tantas veces había tenido a una mujer entre sus brazos, no supo qué hacer cuando ella rompió a llorar. Tener así a una muchacha como aquélla era como subir al séptimo cielo y no le cupo duda de que Joe era un idiota de pies a cabeza. Le acarició el cabello dorado y suelto y le chistó como a una criatura. Ella se fue calmando poco a poco y se separó de él, un poco sonrojada.
—He tenido una pesadilla.
—¿De monstruos? —bromeó él.
—No quiero hablar de eso.
François le acarició el mentón con sus nudillos. Lo tentó el deseo insano de probar sus labios sonrosados, de sorber las lágrimas que se iban secando sobre sus mejillas. (TN) era una belleza por la que cualquier hombre perdería la cabeza. Pero se contuvo. Sabía lo que Joe sentía por ella, aunque él mismo no pareciera admitirlo.
—¿Quieres que mande llamar a Virginia? ¿A Amanda?
—No. Gracias. No ha sido nada.
—Vuelve a la cama, (TN).
A través del ventanal, Joe fue testigo de esa escena, de pie en el jardín. Casi había reventado al caballo para llegar hasta allí. Pensar que ella lo abandonaba y se echaba en brazos del francés hacía que le hirviera la sangre.
La luz iluminaba el cuerpo de (TN), perfilando sus formas bajo el camisón. ¿Cómo podía embelesarse con ella cuando iba dispuesto a retorcerle el cuello… después de retorcérselo a Boullant? ¿Cómo era posible que se hubiera echado en brazos del cochino francés…?
Joe tan sólo veía lo que quería ver. Las imágenes que su cólera le dictaba: el abrazo de Fran era una traición por la que tenía que pagar. Lo embargaban unos celos locos.
Conocía la casa de Fran como la propia, así que entró a largas zancadas y subió la escalera de tres en tres mientras en su mente repetía una frase: «¡Lo mataré!».
Abrió la puerta con estrépito, golpeando la madera contra el muro y sorprendió a (TN) en la cama y tapada hasta la barbilla. ¡Y al maldito Fran inclinado, besándola en la frente!
—¡Hijo de perra…! —le espetó un segundo antes de lanzarse como una fiera hacia el que creía su rival.
Ella gritó. Los dos hombres se enzarzaron, forcejearon y rodaron por el suelo, arrastrando con ellos un pesado pedestal que derribaron y rompieron. El estruendo y los chillidos de (TN) alertaron al resto de la casa y Pierre, Virginia y los criados fueron acudiendo, algunos armados. Separados por los sirvientes, que retuvieron a Joe, que se debatía furioso, Fran y él fueron recuperando el resuello y mirando sus cortes y contusiones. Virginia permanecía junto a Ledoux, en silencio, mientras él mostraba una sonrisa irónica porque ya había esperado aquello. Y no pensaba intervenir en la refriega. Fran lo había ideado: que se apañara solo.
—¿Te has vuelto loco? —le preguntó Boullant, casi sin voz.
—¡He venido a recuperar lo que me han robado!
—¡Nadie te ha robado nada!
—¡¡(TN) es mía!! —sostuvo Joe con ferocidad al tiempo que intentaba liberarse.
—Entonces, ¡trátala como se merece!
—La trataré como se me antoje.
El francés avanzó hacia él con los puños apretados.
—Cachorro, te estás buscando una buena paliza. ¡Vamos, soltadle de una vez! Lárgate de aquí, Joe, o uno de mis criados podría meterte una bala en la cabeza.
Una vez libre, Joe trató de calmarse. No era el desenlace que había previsto pero en casa ajena no tenía nada que hacer. Se acercó a la cama y sacó a (TN) de la misma, sin percatarse de que ella no se resistía.
—Si volvemos a vernos, Fran, olvidaré que te debo la vida y te mataré.
Ese ataque de celos era lo que su amigo había estado buscando. «¡Reacciona, maldito español!», se dijo para sus adentros, restañando una herida en su ceja con la manga de la camisa.
—¿Tanto te importa ella?
¿Que si le importaba (TN)? Le hubiera gustado gritarle que prefería morir a perderla, que la amaba más que a su alma inmortal. Que la necesitaba. Pero se calló. Humillarse después de haber visto cómo se hacían arrumacos no entraba en sus planes. Así que contestó, azuzado por la ira.
—Es mi esclava y por tanto de mi propiedad. Puede que hayas disfrutado de ella, pero a partir de ahora vuelve a ser mía. A fin de cuentas, hemos compartido antes a otras rameras.
No supo de dónde le vino el puñetazo, pero Fran estaba tan cerca que no resistió el impulso de soltárselo. El golpe fue tan contundente y acertado que Joe cayó de espaldas, totalmente inconsciente, arrastrando con él a (TN). Pierre chascó la lengua y la ayudó a incorporarse, incapaz ella de pronunciar palabra.
—Lleváoslo a «Belle Monde» —ordenó Fran a sus criados—, o voy caer en la tentación de atarlo al pozo y hacerlo entrar en razón con un látigo. Ve con él, inglesa, le harás falta cuando se despierte.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 36
Las exclamaciones vocingleras y las carcajadas de dos mujeres hicieron que (TN) y Veronique intercambiaran una mirada suspicaz. La mulata se levantó y echó un vistazo fuera, masculló algo entre dientes y regresó renegando.
—¿Qué sucede?
—El amo ha vuelto, mademoiselle.
«Al fin», pensó (TN), aunque seguía oyendo jolgorio. Después del lamentable incidente con François, Joe desapareció de la hacienda sin dirigirle la palabra. Pero en esos momentos regresaba y eso era lo único importante. Se levantó a su vez, pero la mano de Veronique la detuvo.
—Yo que usted, niña, no iría ahora.
(TN), desasiéndose, salió al jardín.
Cuando vio a Joe lo entendió. Mejor hubiese sido hacerle caso a Vero y quedarse dentro.
Él llegaba completamente borracho. Hecho una calamidad, con la ropa desaliñada, barba de varios días, y, al parecer, sin haberse acercado al agua ni siquiera para beberla. La sorprendía su estado. Claro que nunca lo había visto borracho, y mucho menos conducido, casi a rastras, por dos mujeres escandalosamente descocadas. No hacía falta que pregonaran a qué se dedicaban ambas. Una era regordeta y rubia; la otra, morena y delgada, pero de pecho generoso que escapaba sin decoro de su estrafalario corpiño. No paraban de reír mientras intentaban llevar a Joe al interior sin que se cayeran los tres. Bajó los escalones que la separaban de ellos y se plantó delante. Las mujeres se detuvieron de golpe, algo azoradas.
—Yo me haré cargo de él —dijo (TN) con voz seca—. Gracias por haberlo traído, señoritas.
Joe se tambaleó al encontrarse sin sujeción. La miró sin verla, con la vista turbia por el alcohol. (TN) parecía una esposa regañona que recibe a un marido en lamentable estado. Y le entró la risa por lo absurdo del pensamiento.
—Muñecas, vamos adentro —propuso él, buscando de nuevo el apoyo de las prostitutas.
—La señora…
—¡Señora! —Joe parpadeaba casi sin ver—. ¿Qué señora?
(TN) se le acercó y le rodeó la cintura con un brazo para evitar que se diera de bruces contra el suelo. No hizo caso de su desprecio.
—Ella no es ninguna señora —continuó él con voz pastosa—. Es sólo mi esclava.
Las rameras rieron como tontas y volvieron a acercarse a Joe, que se había desembarazado de (TN), haciéndola a un lado.
—Vamos, encantos —las instó—. Os prometí una noche inolvidable y vais a tenerla.
Impertinente y grosero mortificaba a (TN) sin miramientos. Ella terminó por apartarse mientras las otras lo metían en la casa.
—Por lo que se ve, el sopapo de Fran no sirvió de mucho.
Armand, a sus espaldas, había asistido a la escena.
—No intervenga, por favor —le pidió (TN)—. Me basto y sobro para despachar a esas dos. Puede que él tenga razón. No soy nada suyo y puede buscar diversión donde le plazca, pero tampoco voy a consentirle una burla más. Antes, le pego un tiro entre las cejas.
—Y yo le daré la pistola. En «Belle Monde» sólo hay una señora y es usted. Lo vea como lo vea ese imbécil. Si quiere matarse con el alcohol, que lo haga en la ciudad, pero no aquí.
(TN) no hizo más comentarios y siguió al trío, dispuesta a enfrentarse a aquellas dos mujeres. Briset, por si acaso, siguió sus pasos.
Ella no deseaba más contratiempos, ya había tenido bastante. Pero estaba furiosa de verdad y Joe iba a saber, de una vez por todas, qué era el orgullo inglés. Se volvió y dijo:
—Quédese aquí, Armand. Por favor.
—Ni lo sueñe.
—Por favor… —insistió.
—Ni aunque me lo pida de rodillas. Ya va siendo hora de que alguien ponga en su sitio a ese chico.
—No quiero que le haga daño.
—Un buen tortazo no ha matado nunca nadie —oyó que decía el otro mientras se adelantaba y aceleraba hacia el cuarto de Joe, desde donde llegaba la bulla—. Aunque parece que él necesita más de uno para entrar en razón.
(TN) se impacientó. Si Briset cumplía su amenaza, Joe estaría en cama una semana entera. Se recogió el bajo de la falda y echó a correr en pos de él.
El francés no se anduvo con chiquitas y sacó a rastras a las dos chicas, cada una de un brazo. Ellas le insultaban y Joe se ahogaba en risotadas. Empujadas escaleras abajo, las fulanas chocaron entre sí y acabaron aterrizando en el suelo en un revuelo de piernas y faldas. Entre amenazas y alguna que otra blasfemia, Veronique y Roy las echaron de la casa.
—¡A la mierda todos! —gritó una de ellas.
(TN) se mordió la lengua y entró en el cuarto justo a tiempo de ver cómo Armand agarraba a Joe de la camisa y lo zarandeaba. Cruzó el umbral y le sujetó el brazo, deteniéndolo.
—No es necesario…
Joe entonces se soltó y consiguió dar dos pasos hacia atrás. Estaba muy ebrio, pero aún se creía capaz de hacer frente a su contramaestre. Retrocedió todavía más, tambaleándose, con sus ojos vidriosos enfocados en (TN), muy seria, con un mechón de pelo cayéndole sobre la mejilla, como si le recriminara su estado.
De pronto, se halló despreciable.
Y ridículo.
Sí, sobre todo ridículo. Había intentado olvidarla con litros de ron, en otros brazos. ¿Y qué había conseguido? Acabar como una cuba sin estímulo para acostarse con otra mujer porque a todas las comparaba con ella. ¿Podía un hombre sentirse más derrotado? (TN) conseguía abatirlo con sólo pensar en ella. No, no se podía caer más bajo. Ni ser más gilipollas.
—Lárgate, mon ami —le dijo a Briset.
Armand apretaba los puños y se reprimía. Se adelantó e hizo a un lado a la muchacha.
—Será mejor que te acuestes —lo tuteó.
—Vamos, grandullón, no me fastidies la velada. Márchate.
—Acuéstate —insistió el francés—. Estás completamente borracho.
—¡Estoy como me da la gana! —hipó, sin apartar la vista de (TN), como si la retara—. Lo he pasado muy bien en la ciudad.
—Entonces, vuelve allí.
Los ojos verdes se achicaron. ¿Estaba más ebrio de lo que creía o Armand le instaba a largarse de su propia casa?
—¡Eh, preciosa! —Se tuvo que agarrar a la cama para no caer—. ¿Qué te parecería pasar la noche conmigo y con esas dos fulanas? Será divertido. —Rió su propio chiste—. ¡Anímate, (TN)! Me apetece estar con tres putas a la vez…
El puñetazo lo derribó.
Cayó como un fardo y (TN) agradeció en silencio que Armand hubiese detenido aquella sarta de insensateces. Joe se lo merecía. Eso y mucho más. Cuadró los hombros, giró sobre sus talones y se marchó. Si el contramaestre le daba una soberana paliza, ella no haría nada por impedirlo.
Joe abrió los ojos y gimió. Trató de levantarse, pero se le revolvió el estómago y se dejó caer de nuevo en la cama. El dolor de cabeza lo martilleaba y le parecía haber recibido una coz en la mandíbula.
Algunos minutos después, consiguió controlar las arcadas y se incorporó, recostándose en el cabecero. Armand estaba sentado a los pies de la cama. Se destapó y se dio cuenta que estaba desnudo. Se llevó las manos a la cabeza y no se movió porque las fuerzas no le respondían.
—¿Qué demonios me ha pasado?
—Que te tumbé de un puñetazo.
A pesar de todo, lo recordaba demasiado bien, sí. Abrió varias veces la boca, ajustando la mandíbula.
—Creo que te pasaste, amigo.
—Yo creo que no. Te pegué flojo.
—¿Y las mujeres?
—Volvieron a la ciudad.
Armand llamó a gritos a Roy y con cada una de sus palabras Joe se encogía como si le traspasaran las sienes. Al poco, un par de criados entraron una tina, que empezaron a llenar de agua caliente, al tiempo que le dedicaban miradas de reprobación. De pronto, él se sintió terriblemente incómodo, como si todos lo estuvieran juzgando.
Se metió en la tina y fue notando cómo los músculos se le relajaban. ¿Dónde diablos había estado aquellos días? Estaba asquerosamente sucio y olía a rayos. Sólo recordaba haber bebido demasiado y los ojos de (TN) lacerándolo cada vez que se acercaba a alguna mujer, alejándolo de la tentación.
—Vale. Llegué borracho y con dos fulanas. ¿Y qué más?
—Le ofreciste a (TN) participar en una orgía.
Joe se sobresaltó. Armand no bromeaba, lo vio en sus ojos. Soltó un taco y se hundió en la bañera. ¡Sangre de Cristo! No le extrañaba que lo hubiera tumbado de un puñetazo.
—¿Está…? Quiero decir… ¿Cómo está ella?
—Muy enfadada. Furiosa. Y aun así me critica por haberte pegado. ¡Eres idiota! Esa muchacha te ama y tú la ignoras y la humillas. ¿Acaso estás ciego?
Joe se tragó la reprimenda. ¿Ignorarla? ¿Cuando ocupaba cada segundo de su existencia? ¿Cuando se sentía vacío si no la tenía a su lado? Acabó de bañarse a conciencia, salió de la tina y aceptó la toalla que Armand le ofrecía para rodearse las caderas.
—Se fue con Fran…
Armand le hubiera vuelto a atizar con gusto.
—Definitivamente eres idiota. Fran lo fingió todo para abrirte los ojos. No pasó nada, sólo cenaron. ¿Qué creíste ver? Yo estoy seguro de que no tocó a (TN), pero de nada sirve si tú no te convences. ¿Le preguntaste acaso a ella?
Antes de que Joe respondiera, su contramaestre abandonó el cuarto. ¿Qué había dicho Armand? ¿Que (TN) lo amaba? ¿Que todo había sido una pantomima para provocar sus celos? ¡Por Dios! Iban a volverle loco. ¿Acaso ella no le había dicho que quería irse a Inglaterra? Él no podía permitirlo, porque sería tanto como arrancarse el corazón. Quiso hacerle pagar lo que creía que era una traición y había fracasado estrepitosamente. Pensó en cómo la había recordado todo el tiempo que estuvo en la ciudad, cada caricia, cada beso, cada gemido de placer, la seda de sus brazos, el sabor de su cuerpo. ¡Realmente le importaba un comino si había flirteado con Boullant! Y él se había comportado como un mezquino. ¡Jesús, que complicación! ¿Cómo iba a mirarla ahora la cara?
Se abrió la puerta y (TN) entró con una bandeja en las manos. Estaba radiante, con un bonito vestido azul del color de sus ojos. Llevaba el cabello suelto y a él le hubiera encantado hundir sus dedos en aquellos mechones dorados.
Depositó la bandeja sobre una mesa, junto al ventanal. Descorrió un poco más las cortinas y sirvió café en una taza.
Joe siguió todos y cada uno de sus movimientos.
—(TN)…
Ella se volvió. Pero en sus ojos no había nada. Ni reproche ni amor, sólo indiferencia. Eso era peor que si lo hubiera insultado.
—¿Has descansado bien? —preguntó tan sólo.
Se sintió ruin. Y, sobre todo, culpable.
—No muy bien —gruñó.
Ella se mostraba distante, como una criada que sólo cumplía con sus obligaciones. Joe quería que empezara a chillarle, a insultarle, cualquier cosa antes que la indiferencia. Pero (TN) no hizo más que cortar un trozo de pastel y ponerlo en un plato. Luego, con paso coqueto y decidido, se dirigió a la salida.
—Soy un desgraciado cabrón —dijo él, deteniéndola—. ¿Es lo que estás pensando?
Ella se volvió y su mirada color zafiro cobró un brillo inusitado.
—Pienso muchas cosas, Joe. Sí, eres lo que acabas de decir. Y también mucho más.
Eso quería Joe. Que lo desafiara.
Se acercó prudentemente, con el corazón acelerado. Había tratado de olvidarla, pero… ¡que Dios lo perdonase!, era imposible. La deseaba tanto… Amaba a aquella inglesa, la necesitaba más que el aire. Casi con miedo, acercó la mano para acariciarle un pómulo, tragándose el nudo que le impedía respirar. Ella le rechazó y su mano se quedó en el aire, vacía.
Tenía necesidad de confesarse con (TN), de decirle que era un condenado imbécil, que merecía su desprecio, que incluso entendería que lo abandonara. Pero le costaba claudicar ante ella. Le costaba claudicar ante cualquiera. Nunca lo hizo, ni bajo la amenaza del látigo. Sin embargo, ¿no era lo que ella merecía? La había tratado injustamente, la había humillado, cuando (TN) se le había entregado sin reservas. ¿De qué demonios estaba hecho? ¿Adónde lo habían arrastrado su sed de venganza y sus celos? Tenía el corazón lleno de una catarata de disculpas, pero se sinceró con la verdad de su alma.
—Te quiero.
La agitación empezó a desgarrar las reservas de (TN). Lo miró a los ojos, buscando en su interior. Y lo que descubrió la hizo estremecerse. Quiso hablar, pero no podía, se ahogaba. Tampoco hizo falta, porque Joe la estrechó entre sus brazos y ella se fue acomodando. Reclinó la cabeza sobre su hombro, inhalando su aroma a masculinidad, oyendo su corazón, que galopaba desenfrenado. ¡Jesús! ¿Cómo iba a resistirse a él? Gimió cuando sus manos acariciaron su espalda. Pero repentinamente la sujetó por los hombros y la apartó, clavando sus ojos en los suyos.
—Me arrastraré ante ti como un gusano. Te suplicaré, peregrinaré hasta ti de rodillas si es necesario. No te merezco, y lo sé. Soy un hombre sin principios, tal vez sin futuro, un despojo al que no deberías ni mirar a la cara. —Se separó de ella, alejándose hacia el otro extremo del cuarto, mesándose el cabello—. Pondré una pistola en tu mano para que tomes venganza porque, si no te tengo, prefiero la muerte. Pero no puedo remediar quererte, (TN). ¡No lo puedo remediar!
—Yo…
—Por todos los infiernos, mujer, vas a acabar conmigo —siguió diciendo, acercándose de nuevo a ella. Posó sus labios sobre su cabello, bajando hacia la oreja—. ¿Por qué crees que fui a buscarte a casa de Fran? ¿Por qué crees que huí de «Belle Monde»? ¿Por qué piensas que he estado bebiendo sin control? —La estrechó más contra sí y comenzó a besarla en la base del cuello, en el hombro, en la barbilla. La voz de Joe se hizo grave, embrujadora y apasionada—. Me siento sucio, (TN). Y me he comportado como un rufián, lo sé. Sólo soy digno de tu desprecio, mi amor… —Su boca arrasaba la cordura de (TN) bajando por su escote mientras sus manos le acariciaban las clavículas—. Pero te amo —repitió—. ¡Maldita sea si sé cómo he llegado aquí, (TN), pero no puedo vivir sin ti!
Ella, muy lúcida a pesar de su proximidad física, no dejaba de pensar. Y ahora ¿qué? ¿Qué demonios pretendía que le respondiera? ¿Le pedía perdón y ya estaba? ¿Así de fácil? Estaba tan dolida que ni su actitud dócil ni su declaración de amor consiguieron enternecerla.
—¿De qué me hablas, Joe?
—Rechazaste el brazalete. —Movió el brazo y la joya destelló.
—Claro. Es muy caro.
—¿Y qué?
—Que ya me habías dado demasiado —respondió ella—. Y me gusta vértelo puesto.
—Entonces, ¿no lo despreciaste por ser fruto de la rapiña?
(TN) estuvo a punto de cruzarle la cara. Y de comérselo a besos. En su interior batallaban el rechazo y el deseo. Se acercó a la ventana y respiró hondo para serenarse. Él se rebajaba, se inculpaba, reconocía todos y cada uno de sus errores. Un hombre no podía humillarse más de lo que Joe lo había hecho, pero no era suficiente. ¡Por supuesto que no era suficiente! Ella había soportado más de lo que cual quiera hubiera sido capaz de aguantar. Y también tenía su orgullo. Porque si Joe de Jonas había hecho alarde de su orgullo español, ella era hija de Inglaterra. Y, por demás, una Colbert. ¿Y ahora le salía con la estupidez del jodido brazalete? ¡Si sería necio!
—No mereces ni que te dirija la palabra —le reprochó.
Por un momento, Joe dejó de respirar. Se hundió, desarmado. Quería llorar como un niño, pero no podía. Hasta en eso era desgraciado.
—Un hombre no puede caer más bajo de lo que yo he caído, (TN). Entiendo que me odies, me lo he ganado a pulso. Déjame, por favor. Necesito estar solo. Arreglaré las cosas para que partas de la isla cuanto antes, si así lo has decidido.
Ella llegó a ver una lágrima resbalar por su mejilla antes de que él le diera la espalda, quizá para esconder una muestra de debilidad que enjugó de un manotazo y que, sin embargo, lo hacía más hombre y más humano a sus ojos.
—Sí, debería coger una pistola y pegarte un tiro entre las cejas, Joe —le dijo—. Porque eres un cretino. Un cretino en grado superlativo. ¿Acaso todo aquello de lo que ahora disfrutas no es consecuencia de lo mismo, de la rapiña, de las naves que has abordado? Yo nada te recrimino. No puedo hacerlo, porque creo que ha sido el destino el que te arrastró a convertirte en lo que ahora eres. Y me has raptado, mortificado y humillado delante de todos. Sí, español, debería odiarte. Debería matarte. Pero solamente te amo.
Él se fue volviendo poco a poco y clavó los ojos en ella, acuosos pozos verdes que le estrujaron el corazón. Despacio, asumiendo lo que acababa de escuchar, acercó su mano al rostro de (TN) y, en esa ocasión, ella no se retiró, sino que fue a su encuentro. Al momento siguiente la estrechaba con tanto vigor que ella pensó que le rompería la espalda. Pero no importaba. Ahora estaba donde debía estar, arropada contra el cuerpo del hombre que era su vida. Y una sensación de plenitud la embargó cuando él dio rienda suelta a la congoja que llevaba dentro y que lo ahogaba. Tomó el rostro de Joe entre sus manos, besó sus párpados, bebió aquellas lágrimas que, al derramarse, purgaban su alma. Y él la besó con voracidad, como si temiera que todo fuera un sueño y al despertarse viera que no era verdad.
Cuando la boca de Joe abandonó la suya eran ya dos almas liberadas.
—Lo has dicho —lo oyó, como si rezara.
—¿El qué?
—Que me amas, bruja.
—¿De veras? —bromeó ella, atusándole el cabello—. Habrás oído mal.
—No.
—Yo creo que sí…
Joe la hizo girar por la habitación mientras reía hasta que ella cayó sobre la cama. Entonces, (TN) tiró de él. Lo deseaba.
—¿Podrás perdonarme alguna vez?
—Lo intentaré. Lo de anoche… ¡Bah! Estabas muy borracho.
—Te aseguro que Armand me quitó la borrachera de golpe. No hubo ninguna mujer, (TN), lo juro. Lo juro por…
—Lo sé.
—Y prometo que no volveré a probar el ron. —La besó en la punta de nariz y luego se irguió sobre las palmas de las manos y la miró fijamente. Probablemente como nunca antes la había mirado. Unos interminables segundos después, pronunció la frase más hermosa del mundo, porque venía de él—: Quiero que seas mi esposa.
—¿Qué?
—Quiero que seas mi esposa —repitió.
—Odias a los ingleses. ¿Recuerdas?
—¡Al cuerno con eso, señora! Estoy proponiéndote matrimonio. Si tú me lo pides, desde ahora hasta que me muera, besaré el trasero de cada inglés que se cruce en mi camino.
(TN) rió a carcajadas mezcladas, esta vez sí, con lágrimas de felicidad.
—¿Has dicho que sí? —preguntó él, acariciándola.
—Sí.
—¿Te casarás conmigo? ¿De verdad lo harás?
—Sí —gimió. Joe conseguía nublarle la mente cuando le prodigaba sus caricias—. Sí, sí, sí…
—¿Aunque no tenga futuro?
—Sí.
—¿Aunque sea un maldito pirata?
—S… s… sí…
—¿Aunque…?
(TN) le agarró el cabello y sus ojos se pasearon por los rasgos aristocráticos del hombre más atractivo del mundo, a quien ella amaba con locura. ¿Pirata? Aunque en ese momento hubiera sabido que era el mismísimo Satán, habría aceptado.
—Deja de preguntar tonterías y hazme el amor, o tal vez me arrepienta.
Las exclamaciones vocingleras y las carcajadas de dos mujeres hicieron que (TN) y Veronique intercambiaran una mirada suspicaz. La mulata se levantó y echó un vistazo fuera, masculló algo entre dientes y regresó renegando.
—¿Qué sucede?
—El amo ha vuelto, mademoiselle.
«Al fin», pensó (TN), aunque seguía oyendo jolgorio. Después del lamentable incidente con François, Joe desapareció de la hacienda sin dirigirle la palabra. Pero en esos momentos regresaba y eso era lo único importante. Se levantó a su vez, pero la mano de Veronique la detuvo.
—Yo que usted, niña, no iría ahora.
(TN), desasiéndose, salió al jardín.
Cuando vio a Joe lo entendió. Mejor hubiese sido hacerle caso a Vero y quedarse dentro.
Él llegaba completamente borracho. Hecho una calamidad, con la ropa desaliñada, barba de varios días, y, al parecer, sin haberse acercado al agua ni siquiera para beberla. La sorprendía su estado. Claro que nunca lo había visto borracho, y mucho menos conducido, casi a rastras, por dos mujeres escandalosamente descocadas. No hacía falta que pregonaran a qué se dedicaban ambas. Una era regordeta y rubia; la otra, morena y delgada, pero de pecho generoso que escapaba sin decoro de su estrafalario corpiño. No paraban de reír mientras intentaban llevar a Joe al interior sin que se cayeran los tres. Bajó los escalones que la separaban de ellos y se plantó delante. Las mujeres se detuvieron de golpe, algo azoradas.
—Yo me haré cargo de él —dijo (TN) con voz seca—. Gracias por haberlo traído, señoritas.
Joe se tambaleó al encontrarse sin sujeción. La miró sin verla, con la vista turbia por el alcohol. (TN) parecía una esposa regañona que recibe a un marido en lamentable estado. Y le entró la risa por lo absurdo del pensamiento.
—Muñecas, vamos adentro —propuso él, buscando de nuevo el apoyo de las prostitutas.
—La señora…
—¡Señora! —Joe parpadeaba casi sin ver—. ¿Qué señora?
(TN) se le acercó y le rodeó la cintura con un brazo para evitar que se diera de bruces contra el suelo. No hizo caso de su desprecio.
—Ella no es ninguna señora —continuó él con voz pastosa—. Es sólo mi esclava.
Las rameras rieron como tontas y volvieron a acercarse a Joe, que se había desembarazado de (TN), haciéndola a un lado.
—Vamos, encantos —las instó—. Os prometí una noche inolvidable y vais a tenerla.
Impertinente y grosero mortificaba a (TN) sin miramientos. Ella terminó por apartarse mientras las otras lo metían en la casa.
—Por lo que se ve, el sopapo de Fran no sirvió de mucho.
Armand, a sus espaldas, había asistido a la escena.
—No intervenga, por favor —le pidió (TN)—. Me basto y sobro para despachar a esas dos. Puede que él tenga razón. No soy nada suyo y puede buscar diversión donde le plazca, pero tampoco voy a consentirle una burla más. Antes, le pego un tiro entre las cejas.
—Y yo le daré la pistola. En «Belle Monde» sólo hay una señora y es usted. Lo vea como lo vea ese imbécil. Si quiere matarse con el alcohol, que lo haga en la ciudad, pero no aquí.
(TN) no hizo más comentarios y siguió al trío, dispuesta a enfrentarse a aquellas dos mujeres. Briset, por si acaso, siguió sus pasos.
Ella no deseaba más contratiempos, ya había tenido bastante. Pero estaba furiosa de verdad y Joe iba a saber, de una vez por todas, qué era el orgullo inglés. Se volvió y dijo:
—Quédese aquí, Armand. Por favor.
—Ni lo sueñe.
—Por favor… —insistió.
—Ni aunque me lo pida de rodillas. Ya va siendo hora de que alguien ponga en su sitio a ese chico.
—No quiero que le haga daño.
—Un buen tortazo no ha matado nunca nadie —oyó que decía el otro mientras se adelantaba y aceleraba hacia el cuarto de Joe, desde donde llegaba la bulla—. Aunque parece que él necesita más de uno para entrar en razón.
(TN) se impacientó. Si Briset cumplía su amenaza, Joe estaría en cama una semana entera. Se recogió el bajo de la falda y echó a correr en pos de él.
El francés no se anduvo con chiquitas y sacó a rastras a las dos chicas, cada una de un brazo. Ellas le insultaban y Joe se ahogaba en risotadas. Empujadas escaleras abajo, las fulanas chocaron entre sí y acabaron aterrizando en el suelo en un revuelo de piernas y faldas. Entre amenazas y alguna que otra blasfemia, Veronique y Roy las echaron de la casa.
—¡A la mierda todos! —gritó una de ellas.
(TN) se mordió la lengua y entró en el cuarto justo a tiempo de ver cómo Armand agarraba a Joe de la camisa y lo zarandeaba. Cruzó el umbral y le sujetó el brazo, deteniéndolo.
—No es necesario…
Joe entonces se soltó y consiguió dar dos pasos hacia atrás. Estaba muy ebrio, pero aún se creía capaz de hacer frente a su contramaestre. Retrocedió todavía más, tambaleándose, con sus ojos vidriosos enfocados en (TN), muy seria, con un mechón de pelo cayéndole sobre la mejilla, como si le recriminara su estado.
De pronto, se halló despreciable.
Y ridículo.
Sí, sobre todo ridículo. Había intentado olvidarla con litros de ron, en otros brazos. ¿Y qué había conseguido? Acabar como una cuba sin estímulo para acostarse con otra mujer porque a todas las comparaba con ella. ¿Podía un hombre sentirse más derrotado? (TN) conseguía abatirlo con sólo pensar en ella. No, no se podía caer más bajo. Ni ser más gilipollas.
—Lárgate, mon ami —le dijo a Briset.
Armand apretaba los puños y se reprimía. Se adelantó e hizo a un lado a la muchacha.
—Será mejor que te acuestes —lo tuteó.
—Vamos, grandullón, no me fastidies la velada. Márchate.
—Acuéstate —insistió el francés—. Estás completamente borracho.
—¡Estoy como me da la gana! —hipó, sin apartar la vista de (TN), como si la retara—. Lo he pasado muy bien en la ciudad.
—Entonces, vuelve allí.
Los ojos verdes se achicaron. ¿Estaba más ebrio de lo que creía o Armand le instaba a largarse de su propia casa?
—¡Eh, preciosa! —Se tuvo que agarrar a la cama para no caer—. ¿Qué te parecería pasar la noche conmigo y con esas dos fulanas? Será divertido. —Rió su propio chiste—. ¡Anímate, (TN)! Me apetece estar con tres putas a la vez…
El puñetazo lo derribó.
Cayó como un fardo y (TN) agradeció en silencio que Armand hubiese detenido aquella sarta de insensateces. Joe se lo merecía. Eso y mucho más. Cuadró los hombros, giró sobre sus talones y se marchó. Si el contramaestre le daba una soberana paliza, ella no haría nada por impedirlo.
Joe abrió los ojos y gimió. Trató de levantarse, pero se le revolvió el estómago y se dejó caer de nuevo en la cama. El dolor de cabeza lo martilleaba y le parecía haber recibido una coz en la mandíbula.
Algunos minutos después, consiguió controlar las arcadas y se incorporó, recostándose en el cabecero. Armand estaba sentado a los pies de la cama. Se destapó y se dio cuenta que estaba desnudo. Se llevó las manos a la cabeza y no se movió porque las fuerzas no le respondían.
—¿Qué demonios me ha pasado?
—Que te tumbé de un puñetazo.
A pesar de todo, lo recordaba demasiado bien, sí. Abrió varias veces la boca, ajustando la mandíbula.
—Creo que te pasaste, amigo.
—Yo creo que no. Te pegué flojo.
—¿Y las mujeres?
—Volvieron a la ciudad.
Armand llamó a gritos a Roy y con cada una de sus palabras Joe se encogía como si le traspasaran las sienes. Al poco, un par de criados entraron una tina, que empezaron a llenar de agua caliente, al tiempo que le dedicaban miradas de reprobación. De pronto, él se sintió terriblemente incómodo, como si todos lo estuvieran juzgando.
Se metió en la tina y fue notando cómo los músculos se le relajaban. ¿Dónde diablos había estado aquellos días? Estaba asquerosamente sucio y olía a rayos. Sólo recordaba haber bebido demasiado y los ojos de (TN) lacerándolo cada vez que se acercaba a alguna mujer, alejándolo de la tentación.
—Vale. Llegué borracho y con dos fulanas. ¿Y qué más?
—Le ofreciste a (TN) participar en una orgía.
Joe se sobresaltó. Armand no bromeaba, lo vio en sus ojos. Soltó un taco y se hundió en la bañera. ¡Sangre de Cristo! No le extrañaba que lo hubiera tumbado de un puñetazo.
—¿Está…? Quiero decir… ¿Cómo está ella?
—Muy enfadada. Furiosa. Y aun así me critica por haberte pegado. ¡Eres idiota! Esa muchacha te ama y tú la ignoras y la humillas. ¿Acaso estás ciego?
Joe se tragó la reprimenda. ¿Ignorarla? ¿Cuando ocupaba cada segundo de su existencia? ¿Cuando se sentía vacío si no la tenía a su lado? Acabó de bañarse a conciencia, salió de la tina y aceptó la toalla que Armand le ofrecía para rodearse las caderas.
—Se fue con Fran…
Armand le hubiera vuelto a atizar con gusto.
—Definitivamente eres idiota. Fran lo fingió todo para abrirte los ojos. No pasó nada, sólo cenaron. ¿Qué creíste ver? Yo estoy seguro de que no tocó a (TN), pero de nada sirve si tú no te convences. ¿Le preguntaste acaso a ella?
Antes de que Joe respondiera, su contramaestre abandonó el cuarto. ¿Qué había dicho Armand? ¿Que (TN) lo amaba? ¿Que todo había sido una pantomima para provocar sus celos? ¡Por Dios! Iban a volverle loco. ¿Acaso ella no le había dicho que quería irse a Inglaterra? Él no podía permitirlo, porque sería tanto como arrancarse el corazón. Quiso hacerle pagar lo que creía que era una traición y había fracasado estrepitosamente. Pensó en cómo la había recordado todo el tiempo que estuvo en la ciudad, cada caricia, cada beso, cada gemido de placer, la seda de sus brazos, el sabor de su cuerpo. ¡Realmente le importaba un comino si había flirteado con Boullant! Y él se había comportado como un mezquino. ¡Jesús, que complicación! ¿Cómo iba a mirarla ahora la cara?
Se abrió la puerta y (TN) entró con una bandeja en las manos. Estaba radiante, con un bonito vestido azul del color de sus ojos. Llevaba el cabello suelto y a él le hubiera encantado hundir sus dedos en aquellos mechones dorados.
Depositó la bandeja sobre una mesa, junto al ventanal. Descorrió un poco más las cortinas y sirvió café en una taza.
Joe siguió todos y cada uno de sus movimientos.
—(TN)…
Ella se volvió. Pero en sus ojos no había nada. Ni reproche ni amor, sólo indiferencia. Eso era peor que si lo hubiera insultado.
—¿Has descansado bien? —preguntó tan sólo.
Se sintió ruin. Y, sobre todo, culpable.
—No muy bien —gruñó.
Ella se mostraba distante, como una criada que sólo cumplía con sus obligaciones. Joe quería que empezara a chillarle, a insultarle, cualquier cosa antes que la indiferencia. Pero (TN) no hizo más que cortar un trozo de pastel y ponerlo en un plato. Luego, con paso coqueto y decidido, se dirigió a la salida.
—Soy un desgraciado cabrón —dijo él, deteniéndola—. ¿Es lo que estás pensando?
Ella se volvió y su mirada color zafiro cobró un brillo inusitado.
—Pienso muchas cosas, Joe. Sí, eres lo que acabas de decir. Y también mucho más.
Eso quería Joe. Que lo desafiara.
Se acercó prudentemente, con el corazón acelerado. Había tratado de olvidarla, pero… ¡que Dios lo perdonase!, era imposible. La deseaba tanto… Amaba a aquella inglesa, la necesitaba más que el aire. Casi con miedo, acercó la mano para acariciarle un pómulo, tragándose el nudo que le impedía respirar. Ella le rechazó y su mano se quedó en el aire, vacía.
Tenía necesidad de confesarse con (TN), de decirle que era un condenado imbécil, que merecía su desprecio, que incluso entendería que lo abandonara. Pero le costaba claudicar ante ella. Le costaba claudicar ante cualquiera. Nunca lo hizo, ni bajo la amenaza del látigo. Sin embargo, ¿no era lo que ella merecía? La había tratado injustamente, la había humillado, cuando (TN) se le había entregado sin reservas. ¿De qué demonios estaba hecho? ¿Adónde lo habían arrastrado su sed de venganza y sus celos? Tenía el corazón lleno de una catarata de disculpas, pero se sinceró con la verdad de su alma.
—Te quiero.
La agitación empezó a desgarrar las reservas de (TN). Lo miró a los ojos, buscando en su interior. Y lo que descubrió la hizo estremecerse. Quiso hablar, pero no podía, se ahogaba. Tampoco hizo falta, porque Joe la estrechó entre sus brazos y ella se fue acomodando. Reclinó la cabeza sobre su hombro, inhalando su aroma a masculinidad, oyendo su corazón, que galopaba desenfrenado. ¡Jesús! ¿Cómo iba a resistirse a él? Gimió cuando sus manos acariciaron su espalda. Pero repentinamente la sujetó por los hombros y la apartó, clavando sus ojos en los suyos.
—Me arrastraré ante ti como un gusano. Te suplicaré, peregrinaré hasta ti de rodillas si es necesario. No te merezco, y lo sé. Soy un hombre sin principios, tal vez sin futuro, un despojo al que no deberías ni mirar a la cara. —Se separó de ella, alejándose hacia el otro extremo del cuarto, mesándose el cabello—. Pondré una pistola en tu mano para que tomes venganza porque, si no te tengo, prefiero la muerte. Pero no puedo remediar quererte, (TN). ¡No lo puedo remediar!
—Yo…
—Por todos los infiernos, mujer, vas a acabar conmigo —siguió diciendo, acercándose de nuevo a ella. Posó sus labios sobre su cabello, bajando hacia la oreja—. ¿Por qué crees que fui a buscarte a casa de Fran? ¿Por qué crees que huí de «Belle Monde»? ¿Por qué piensas que he estado bebiendo sin control? —La estrechó más contra sí y comenzó a besarla en la base del cuello, en el hombro, en la barbilla. La voz de Joe se hizo grave, embrujadora y apasionada—. Me siento sucio, (TN). Y me he comportado como un rufián, lo sé. Sólo soy digno de tu desprecio, mi amor… —Su boca arrasaba la cordura de (TN) bajando por su escote mientras sus manos le acariciaban las clavículas—. Pero te amo —repitió—. ¡Maldita sea si sé cómo he llegado aquí, (TN), pero no puedo vivir sin ti!
Ella, muy lúcida a pesar de su proximidad física, no dejaba de pensar. Y ahora ¿qué? ¿Qué demonios pretendía que le respondiera? ¿Le pedía perdón y ya estaba? ¿Así de fácil? Estaba tan dolida que ni su actitud dócil ni su declaración de amor consiguieron enternecerla.
—¿De qué me hablas, Joe?
—Rechazaste el brazalete. —Movió el brazo y la joya destelló.
—Claro. Es muy caro.
—¿Y qué?
—Que ya me habías dado demasiado —respondió ella—. Y me gusta vértelo puesto.
—Entonces, ¿no lo despreciaste por ser fruto de la rapiña?
(TN) estuvo a punto de cruzarle la cara. Y de comérselo a besos. En su interior batallaban el rechazo y el deseo. Se acercó a la ventana y respiró hondo para serenarse. Él se rebajaba, se inculpaba, reconocía todos y cada uno de sus errores. Un hombre no podía humillarse más de lo que Joe lo había hecho, pero no era suficiente. ¡Por supuesto que no era suficiente! Ella había soportado más de lo que cual quiera hubiera sido capaz de aguantar. Y también tenía su orgullo. Porque si Joe de Jonas había hecho alarde de su orgullo español, ella era hija de Inglaterra. Y, por demás, una Colbert. ¿Y ahora le salía con la estupidez del jodido brazalete? ¡Si sería necio!
—No mereces ni que te dirija la palabra —le reprochó.
Por un momento, Joe dejó de respirar. Se hundió, desarmado. Quería llorar como un niño, pero no podía. Hasta en eso era desgraciado.
—Un hombre no puede caer más bajo de lo que yo he caído, (TN). Entiendo que me odies, me lo he ganado a pulso. Déjame, por favor. Necesito estar solo. Arreglaré las cosas para que partas de la isla cuanto antes, si así lo has decidido.
Ella llegó a ver una lágrima resbalar por su mejilla antes de que él le diera la espalda, quizá para esconder una muestra de debilidad que enjugó de un manotazo y que, sin embargo, lo hacía más hombre y más humano a sus ojos.
—Sí, debería coger una pistola y pegarte un tiro entre las cejas, Joe —le dijo—. Porque eres un cretino. Un cretino en grado superlativo. ¿Acaso todo aquello de lo que ahora disfrutas no es consecuencia de lo mismo, de la rapiña, de las naves que has abordado? Yo nada te recrimino. No puedo hacerlo, porque creo que ha sido el destino el que te arrastró a convertirte en lo que ahora eres. Y me has raptado, mortificado y humillado delante de todos. Sí, español, debería odiarte. Debería matarte. Pero solamente te amo.
Él se fue volviendo poco a poco y clavó los ojos en ella, acuosos pozos verdes que le estrujaron el corazón. Despacio, asumiendo lo que acababa de escuchar, acercó su mano al rostro de (TN) y, en esa ocasión, ella no se retiró, sino que fue a su encuentro. Al momento siguiente la estrechaba con tanto vigor que ella pensó que le rompería la espalda. Pero no importaba. Ahora estaba donde debía estar, arropada contra el cuerpo del hombre que era su vida. Y una sensación de plenitud la embargó cuando él dio rienda suelta a la congoja que llevaba dentro y que lo ahogaba. Tomó el rostro de Joe entre sus manos, besó sus párpados, bebió aquellas lágrimas que, al derramarse, purgaban su alma. Y él la besó con voracidad, como si temiera que todo fuera un sueño y al despertarse viera que no era verdad.
Cuando la boca de Joe abandonó la suya eran ya dos almas liberadas.
—Lo has dicho —lo oyó, como si rezara.
—¿El qué?
—Que me amas, bruja.
—¿De veras? —bromeó ella, atusándole el cabello—. Habrás oído mal.
—No.
—Yo creo que sí…
Joe la hizo girar por la habitación mientras reía hasta que ella cayó sobre la cama. Entonces, (TN) tiró de él. Lo deseaba.
—¿Podrás perdonarme alguna vez?
—Lo intentaré. Lo de anoche… ¡Bah! Estabas muy borracho.
—Te aseguro que Armand me quitó la borrachera de golpe. No hubo ninguna mujer, (TN), lo juro. Lo juro por…
—Lo sé.
—Y prometo que no volveré a probar el ron. —La besó en la punta de nariz y luego se irguió sobre las palmas de las manos y la miró fijamente. Probablemente como nunca antes la había mirado. Unos interminables segundos después, pronunció la frase más hermosa del mundo, porque venía de él—: Quiero que seas mi esposa.
—¿Qué?
—Quiero que seas mi esposa —repitió.
—Odias a los ingleses. ¿Recuerdas?
—¡Al cuerno con eso, señora! Estoy proponiéndote matrimonio. Si tú me lo pides, desde ahora hasta que me muera, besaré el trasero de cada inglés que se cruce en mi camino.
(TN) rió a carcajadas mezcladas, esta vez sí, con lágrimas de felicidad.
—¿Has dicho que sí? —preguntó él, acariciándola.
—Sí.
—¿Te casarás conmigo? ¿De verdad lo harás?
—Sí —gimió. Joe conseguía nublarle la mente cuando le prodigaba sus caricias—. Sí, sí, sí…
—¿Aunque no tenga futuro?
—Sí.
—¿Aunque sea un maldito pirata?
—S… s… sí…
—¿Aunque…?
(TN) le agarró el cabello y sus ojos se pasearon por los rasgos aristocráticos del hombre más atractivo del mundo, a quien ella amaba con locura. ¿Pirata? Aunque en ese momento hubiera sabido que era el mismísimo Satán, habría aceptado.
—Deja de preguntar tonterías y hazme el amor, o tal vez me arrepienta.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
Ay Por Dios!!!
Síguela esta tan..tan..tan, GENIAL!!!
Sube Cap linda, por favor :)
Síguela esta tan..tan..tan, GENIAL!!!
Sube Cap linda, por favor :)
alinprincess
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
Pues bueno ya solo faltan 3 capitulo mas y el epilogo y finalizaremos esta historia apasionante.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 38
Joe estrujó la nota entre sus largos dedos y golpeó con saña la pared, despellejándose los nudillos. Maldijo y volvió a golpear el muro.
François, Pierre y él habían llegado a «Belle Monde» gastando bromas a cuenta del segundo, que acababa de comunicarles su intención de desposar a Virginia. Joe le había pedido darle la noticia personalmente a (Tn), pero no la encontró en la casa. Lo único que había allí eran caras largas y rostros ojerosos. A Joe se le dispararon las alarmas. El pánico se le acrecentó al ver la cabeza vendada de Roy, que le entregó la nota.
Antes de leerla ya sabía que a (Tn) le había sucedido algo. El miedo lo paralizaba, no fue capaz de preguntar, sumido en un estado catatónico. Se obligó a leer y en sus ojos fue apareciendo una mirada amenazadora que surgía, otra vez, incontenible. Después, había blasfemado hasta quedarse afónico. Habían secuestrado a (Tn) y él debía esperar instrucciones. No decían más. Pero habían transcurrido ya más de seis horas.
Nadie quiso retirarse a descansar. Tampoco cenaron. Pero Joe ingirió más brandy del aconsejable, aunque su propio furor no le permitía embriagarse. Iba y venía como un león enjaulado, y ni Fran ni Pierre ni nadie podían hacer nada por tranquilizarlo.
De madrugada, uno de los peones entró en el salón a la carrera. Era portador de otra nota, que Joe le arrebató de inmediato.
—¿Quien la ha traído?
—Un niño de la aldea, capitán. Dice que se la dio un hombre.
La angustia que lo corroía se fue aplacando a medida que leía la abigarrada letra de la carta. Suspiró y se dejó caer en el sillón donde había pasado la mayor parte de la noche.
—(TN) está bien —les dijo a todos, y oyó suspiros de alivio.
—¿Qué dice la nota?
—Piden mi cabeza a cambio de ella.
—¡Joder! —estalló Pierre, cogiéndola y rompiéndola en mil pedazos—. Supongo que no les seguirás el juego.
—Supones mal.
—Es una locura. Sea quien sea el que te busca, no va a dejar libre a (TN) aunque tú te entregues atado de pies y manos.
—Voy a hacer lo que quieren, punto por punto.
—Te matarán. Lo sabes, ¿verdad? —intervino François.
—¡Me importa una mierda si me matan! —estalló él, incorporándose como un felino—. Tienen a mi esposa y pienso ir a salvarla.
—No, sin un plan bien pensado —dijo el otro.
—Mira, amigo…
—Escúchame, Joe —lo cortó Pierre, sacudiendo los trozos de papel delante de su cara—. Te dicen que vayas a lo que algunos indígenas llaman el Peñasco del Diablo. Esa roca apenas mide medio kilómetro de ancho, pero es suficiente para que una embarcación se esconda en su lado más oriental. Sin duda esperarán allí. Es una jodida emboscada y lo sabes. Si vas solo, ni tú ni (TN) regresaréis con vida.
A medida que Pierre iba hablando, sus palabras iban calando en Joe; su amigo tenía toda la razón. Y se trataba de salvar a su esposa, no de hacerse el héroe.
—¿Qué proponéis? No puedo dejar de acudir.
—Y acudirás. Pero vamos a planearlo.
—¡Dios! —rugió, con el miedo royéndole las entrañas—. ¡Juro por lo más sagrado que si le han tocado un solo cabello, uno solo, voy a despedazarlos uno a uno!
—Tranquilízate. Ella estará a salvo hasta que crean que te tienen en sus manos. ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de todo esto?
—Si Depardier no estuviese muerto, pensaría que es cosa suya.
—Sea quien sea, debemos seguir sus instrucciones —argumentó Fran, aportando un poco de calma—, pero acomodándolas en nuestro beneficio. Nos hemos enfrentado a situaciones peores, caballeros, de modo que sentémonos y pensemos.
—La cita es esta noche —recordó Joe.
—Nos sobra tiempo —afirmó alguien desde la entrada. Se volvieron al unísono y Armand Briset los saludó inclinando levemente la cabeza. Estrechaba a Lidia por la cintura y la muchacha estaba temblando—. Veronique me ha mandado recado. Fran tiene razón, capitán. Hay tiempo para planear algo y sorprender a esos hijos de puta.
Lo que se conocía como el Peñasco del Diablo era, en efecto, una roca de grandes dimensiones. Distaba poco más de una milla de la isla y era un paraje inhóspito y olvidado de la mano de Dios en el que, según las leyendas indígenas, se practicaba la magia y se celebraban misas negras. Por lo que se decía, siempre según la tradición oral transmitida desde antiguo por los primitivos pobladores, en el islote se habían consumado un sinfín de violaciones y asesinatos consagrados a Satanás. Pero de eso hacía mucho tiempo y desde que los franceses arrasaron el peñasco y acabaron con cualquier rastro de presencia humana no se había vuelto a tener noticia de aquelarres u otro tipo de rituales.
A pesar de todo, a Joe se le erizó el vello de la nuca. No creía en misas negras ni en brujerías, pero el lugar era tan desolado que parecía la entrada a un mundo infernal, y a esa visión se añadía su propia zozobra.
Era noche cerrada. Echó el esquife al agua y comenzó a remar despacio, seguro de que estaba siendo vigilado. Unos metros más allá, notó el lastre de unos cuerpos sumergidos que se pegaban al casco dificultándole avanzar a mayor velocidad y dio gracias al Cielo. Las aguas, negras y profundas, estaban más silenciosas que de costumbre. Se trasladaba con la sensación de aventurarse a un lugar muerto. Sin embargo, saber que sus amigos nadaban tan cerca amparados en la oscuridad lo tranquilizaba. Aquella muestra de camaradería no tenía precio, porque sabía que enfrentarse solo a los que retenían a (TN) era una acción condenada al fracaso.
La luna, ¡maldita fuera!, se presentaba esa noche como un disco pleno y brillante. Eso dificultaba la misión, pero, sin embargo, le permitía percibir cualquier movimiento imprevisto. Cuando tocó fondo, dejó los remos y saltó del bote. Lo arrastró a tierra firme y echó un rápido vistazo al agua. Se congratuló de no ser capaz de localizar a ninguno de sus amigos.
Hizo una rápida inspección del terreno que pisaba y después se sentó a esperar, seguro de tener muy pronto compañía. Ardía en deseos de ver a (TN), de estrecharla otra vez entre sus brazos, y rezaba para que ella estuviera bien y mantuviera la calma. Su esposa era una mujer valiente y sabría demostrar su sangre fría.
Unos minutos más tarde supo que su espera había terminado. No se oía ni un suspiro, pero un sexto sentido lo alertó, y se levantó y atisbó entre las sombras. Sus músculos se tensaron y se preparó para cualquier eventualidad. Incluso para ser la diana de un disparo. Iba a necesitar toda la suerte del mundo y todo su aplomo y pericia para poder salir bien parado de aquella encerrona.
No era un hombre, sino cuatro. A media distancia se destacaban los atuendos de dos caballeros mientras que, dos pasos atrás, los acompañaban otros dos de aspecto patibulario. Sin motivo aparente, Joe sintió una punzada de desazón al fijarse en el elegante caminar de uno de ellos. No era miedo, aunque desde luego lo tenía por (TN) y hasta por su propia integridad física y la de sus camaradas, sino algo distinto, como si el individuo le resultara vagamente familiar. Aquella manera de hundir el pie derecho en la arena… A medida que se acercaban sus sospechas se confirmaban. Se quedó parado, demasiado desconcertado… ¡No podía ser!
—¡¿Tío…?! —Y a punto estuvo de ir a abrazarlo, pero no lo hizo.
Su voz fue apenas un susurro. Le pareció que el hombre sonreía y se adelantó un poco a sus acompañantes.
Ninguno de los dos dijo nada, sólo se quedaron mirándose. En el rostro de Daniel de Jonas apareció un rictus inusualmente sombrío. Sus dientes destacaron como los de un lobo y Joe seguía sin articular palabra.
—El aro en la oreja te sienta bien —fue su saludo.
En la cabeza de Joe mil y una preguntas se amontonaban buscando respuesta. Pero no la tenía. Debía de ser una broma. Una macabra broma. ¿Qué hacía su tío allí, en un islote perdido en el océano? A él el pánico lo cubrió como un sudario, porque era evidente que el hombre no había viajado desde el otro extremo del mundo sólo para saludarlo. Se le helaba la sangre porque no veía la razón de que estuviera allí. Sobre todo, no comprendía qué tenía que ver con el secuestro de su esposa.
—¿Vienes con ellos? —señaló al trío con el mentón.
—No. Ellos vienen conmigo —aclaró Daniel—. Me alegro de que hayas seguido las instrucciones al pie de la letra.
—Es la vida de mi esposa la que está en juego. —Empezaba a comprender.
—Sí. Eso ha dicho ella. —Se tironeó del lóbulo de la oreja—. Que está casada contigo. Es una preciosidad, debo reconocerlo. Siempre tuviste buen gusto para las mujeres, sobrino.
Así que no estaba alucinando, ni era una broma, ni su tío estaba frente a él por casualidad, sino que comandaba realmente la camarilla y era el responsable del secuestro de su mujer. Le costaba reaccionar. No acababa de asimilarlo. «¿Por qué?», se preguntó. Un boquete violento se iba abriendo en su pecho.
—¿Por qué, tío? ¿Por qué has caído tan bajo? ¿Donde está (TN)?
—En el barco.
—Y ¿qué buscas? ¿Por qué estás metido en esto? ¿Qué quieres a cambio? ¿Dinero?
La carcajada de Daniel levantó ecos en la desolada playa.
—¡Oh, vamos, Joe! ¿Acaso no es lo que todos buscamos? Dinero es poder, muchacho. Tú mejor que nadie deberías saberlo. Imagino tu sorpresa, seguramente te he descolocado. Pero yo estoy aún más atónito que tú. Te creía muerto. Sin embargo, te tengo delante, dispuesto a arriesgar la vida por salvar a tu ramera —le espetó despectivo—. He de confesarte que dar contigo ha sido uno de mis mayores golpes de suerte. Te hacía esclavizado aún en la hacienda de mi buen amigo Colbert. Pero me enteré de tu desaparición, até cabos y sospeché. Ahora compruebo que mis temores eran fundados.
Joe se estaba reteniendo lo indecible, pero su subconsciente hizo que diera un paso adelante. La camarilla de Daniel reaccionó de inmediato y los cañones de sus pistolas apuntándolo hablaron por sí solos.
—¿Qué tienes tú que ver con ese hijo de perra inglés?
Uno de los sujetos se adelantó y le puso el cañón del arma bajo la barbilla. Y Joe volvió a estar cara a cara con el asesino de Nick y el hombre que casi lo mató también a él, y la sangre le hirvió en las venas.
—Este hijo de perra inglés —respondió Colbert despacio, haciendo presión con el arma—, es el socio que le ha proporcionado importantes ganancias.
—Podría haberme encontrado esta noche con Satanás y no me hubiera sorprendido, pero ¿tú…? —dijo, dirigiéndose a su tío—. ¿Así que tenéis negocios en común? ¿Qué tipo de negocios?
—Es una larga historia y no estamos sobrados de tiempo. Te bastará saber que hemos colaborado en transacciones interesantes y que ahora estamos juntos en esto.
Joe apretó los dientes. ¡Maldito si entendía una palabra! Colbert era una rata que no dudaría en aprovecharse de mujeres y niños, de matar a sangre fría. Pero su tío… ¡Por el amor de Dios! Toda la familia lo había tenido por un hombre cabal. ¿Daniel de Jonas, orgulloso caballero español, asociado con un bastardo como Colbert? ¿Qué había podido inducirlo a semejante transformación?
—Creí que quitándoos de en medio a ti y a tu hermano resolvería mis problemas. —Ahí estaba la explicación cargada de revancha y amargura—. Desterrados de España no podríais interponeros y yo me haría con la herencia de la familia, como me corresponde.
—¿Herencia? ¿De qué estás hablando?
—¡Hablo de la fortuna de los De Jonas! ¡De eso hablo! Tu jodido abuelo me legó una miseria al morir. Una miseria.
—Que yo sepa, el abuelo no te dejó precisamente en la ruina.
—¡Valiente minucia! —graznó Daniel—. ¡Me correspondía más! ¡Y ahora lo tendré todo!
Joe se asombraba más y más a cada segundo. ¿A qué se refería su tío? Genaro de Jonas, el abuelo severo pero justo del que apenas pudo disfrutar unos años, le había dejado un buen pellizco a su tío. Demasiado, dado que era el primogénito quien lo heredaba todo.
—Claro que yo no era más que un hijo ilegítimo —continuó Daniel, que ahora parecía perdido en sus propios recuerdos—. Para mi padre, eso era lo único que importaba. Su jodida sangre.
Joe estaba anonadado. ¿Su tío era hijo ilegítimo?
—No pongas esa cara, sobrino. Sí, yo no era su hijo, sino el bastardo que tu abuela Ana, mi madre, le endilgó. Genaro de Jonas me alimentó, me dio estudios y hasta su apellido. Me mantuvo alejado, eso sí. Porque no podía verme sin sentirse culpable. Para él, reconocer que su mujer le había puesto los cuernos era impensable. ¡Qué diría la gente! ¡Qué diría la Corona, a la que siempre defendió! Nunca me aceptó. ¡Y jamás le perdonó a mi madre su desliz amoroso, aunque ella sólo buscó en otro hombre lo que él nunca supo darle! Sí, Joe, tu adorado abuelo fue solamente un desgraciado sin sentimientos.
Él no dijo una palabra. No podía hablar. Se estaban derrumbando sus paredes familiares. La acusación de su tío le estaba revelando un secreto que él desconocía.
—Bueno —prosiguió Daniel—, todo eso ya es agua pasada. He tardado mucho tiempo en perpetrar mi venganza y ahora estoy a punto de obtener lo que me pertenece. Tengo la oportunidad y voy a aprovecharla. Tu padre sigue consolándose pensando que Nick y tú estáis vivos en alguna parte, pero yo le llevaré la triste noticia de vuestra muerte. Durante estos años, no he hecho más que seguir vuestro rastro. He ido tras vuestra pista desde Maracaibo a Jamaica por explícito deseo suyo.
—Nick está muerto —anunció Joe.
—Lo sé. Mi amigo Colbert me ahorró el trabajo de matarlo yo mismo. Así que, si tú también desapareces… tu padre no tendrá más remedio que nombrarme su heredero. Después, ¿quién sabe? Un desafortunado accidente… —Dejó la frase en suspenso.
Joe notó que se le tensaban los músculos como cuerdas de violín. Dio otro paso hacia su tío y Edgar reaccionó golpeándole en la cabeza con la culata de su arma. El dolor lo dejó momentáneamente paralizado.
—Deja caer tu sable —le ordenó.
Parpadeando para aclararse la visión y rumiando su frustración, Joe no tuvo más remedio que obedecer. Se desabrochó el cinturón y el arma cayó a sus pies. Colbert se puso inmediatamente a su espalda y le golpeó los riñones. Cayó de rodillas y una rabiosa patada en el costado lo dejó sin aliento.
—¡Señores! —gritó al espacio su tío—. ¡Si no quieren que mi amigo le vuele la cabeza, salgan con las manos en alto y tiren sus armas!
Joe blasfemó. ¡Qué idiota había sido!, se lamentó. La presencia de sus amigos siempre había sido conocida por Daniel de Torres.
El tintineo de los sables sonó al chocar contra el suelo. Estaban en igualdad numérica, pero desarmados no tenían posibilidades y él no haría nada que los pusiera en peligro. Se levantó, dolorido por los golpes, y todos fueron encañonados. Boullant cruzó una rápida mirada con él y se encogió ligeramente de hombros.
—¿Y ahora qué? —preguntó Joe—. ¿Vas a matarnos?
—Ahora os llevaremos al barco, os ataremos en las bodegas y encontraremos una plantación donde nos paguen lo que valen tus amigos —dijo Edgar.
—¿Y a mí?
—Me gustaría devolverte a «Promise», te lo juro. Nuevas raciones de látigo te ayudarían a recordar quién es el que manda, pero Daniel tiene otros planes.
—No puedo dejarte vivo, lo siento —intervino su tío—. No es más que parte del negocio, como imaginarás.
—Por supuesto —ironizó Joe.
—Escapaste cuando deberías haber muerto. Muy pocos consiguen sobrevivir a la esclavitud, pero tú lo hiciste. No puedo arriesgarme a que repitas la hazaña, de modo que serás pasto de los tiburones en alta mar.
—¿Y mi esposa?
—Eso es cosa de Colbert.
Un músculo incontrolable vibró en la mandíbula de Joe.
—Lamento que no pueda acompañarte en tu último viaje —continuó Edgar—, pero tengo que llevarla de regreso. Y remediar la última insensatez de mi padre. ¿Sabes?, se lo dejó todo a ella al morir.
—¡Vaya! Así que ha muerto —replicó, sarcástico. Pero la noticia no le procuró la satisfacción que esperaba.
—Sí, lo hizo por fin el muy hijo de puta. Pero se equivocó en el testamento. (TN) ha heredado «Promise». Y yo quiero recuperar lo que es mío.
—Mi esposa no querrá esa podrida herencia.
—No me arriesgaré a que cambie de idea. De vuelta a Jamaica, me tomaré venganza de los desplantes y humillaciones que me dedicó en la hacienda. Y cuando me haya saciado de ella, también me sobrará. Por otra parte, me llevaré tu cabeza, única parte de tu cuerpo de la que no disfrutarán los tiburones. Has conseguido hacerte muy famoso en todo el Caribe y la Corona ofrece una buena recompensa por ti. ¿Por qué no aprovecharla?
Lo tenían todo pensado, se dijo Joe, con el miedo alojado en su estómago, inseguro y debilitado. Pero no contaban con que él no estaba dispuesto a facilitarles las cosas. Ni Fran, ni Pierre ni Armand, de eso no le cabía duda. No les quedaba más remedio que intentar una solución desesperada. Si los tomaban por sorpresa, tal vez, sólo tal vez, podrían cambiarse las tornas. Joe sabía que sólo les hacía falta una señal.
Después, todo se desarrolló muy de prisa.
Como un resorte, levantó la pierna derecha hacia el brazo de Colbert, haciendo que la pistola se le disparase; el estallido se perdió entre el aleteo confuso de una bandada de aves a las que despertó de su sueño.
Fue como si hubiera sonado un gong y los franceses se movieron como un solo hombre.
El disparo de un esbirro que permanecía en retaguardia alcanzó a Joe de refilón. Sintió una quemazón en el costado, pero su puño ya se había activado y alcanzó a Colbert entre los ojos. Se inició un tiroteo. No había lugar a vacilaciones. Se estaban jugando la vida. Armand saltó hacia Daniel de Jonas con una agilidad que parecía imposible dado su volumen y, sin tiempo a defenderse, el español se debatía, luchando por respirar. Un segundo después, caía a los pies del francés con el cuello roto.
Apretándose la herida del costado, Joe recuperó el resuello. Había sido una pelea rápida y casi le parecía mentira que la situación hubiera cambiado con tanta celeridad. Colbert se retorcía en el suelo, cubriéndose con la mano la nariz rota. Y el cuerpo de su tío yacía cerca de Briset. Los otros dos no habían tenido mejor suerte.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Pierre.
—Lo que mejor os parezca —respondió Joe, echando una última mirada al cadáver de Daniel de Jonas—. Yo voy en busca de (TN).
—¿La herida es grave?
—No —aseguró, aunque la sangre le chorreaba entre los dedos.
—Véndatela. —Fran se quitó el fajín y se lo entregó—. Supongo que has querido decir que vamos en busca de (TN).
—Vosotros ya habéis hecho demasiado.
—¡No digas estupideces! —le espetó Pierre.
—En el fondo, todo esto te divierte, mon ami, lo sé. Hace mucho que estamos ociosos —comentó Fran.
—Si (TN) no estuviera en peligro, te juro que sí lo disfrutaría —confirmó él.
Joe se apresuró a restañarse la herida. Suspiró y asintió. Imposible dejarlos al margen.
—De acuerdo, amigos, entonces, acabemos cuanto antes.
Joe estrujó la nota entre sus largos dedos y golpeó con saña la pared, despellejándose los nudillos. Maldijo y volvió a golpear el muro.
François, Pierre y él habían llegado a «Belle Monde» gastando bromas a cuenta del segundo, que acababa de comunicarles su intención de desposar a Virginia. Joe le había pedido darle la noticia personalmente a (Tn), pero no la encontró en la casa. Lo único que había allí eran caras largas y rostros ojerosos. A Joe se le dispararon las alarmas. El pánico se le acrecentó al ver la cabeza vendada de Roy, que le entregó la nota.
Antes de leerla ya sabía que a (Tn) le había sucedido algo. El miedo lo paralizaba, no fue capaz de preguntar, sumido en un estado catatónico. Se obligó a leer y en sus ojos fue apareciendo una mirada amenazadora que surgía, otra vez, incontenible. Después, había blasfemado hasta quedarse afónico. Habían secuestrado a (Tn) y él debía esperar instrucciones. No decían más. Pero habían transcurrido ya más de seis horas.
Nadie quiso retirarse a descansar. Tampoco cenaron. Pero Joe ingirió más brandy del aconsejable, aunque su propio furor no le permitía embriagarse. Iba y venía como un león enjaulado, y ni Fran ni Pierre ni nadie podían hacer nada por tranquilizarlo.
De madrugada, uno de los peones entró en el salón a la carrera. Era portador de otra nota, que Joe le arrebató de inmediato.
—¿Quien la ha traído?
—Un niño de la aldea, capitán. Dice que se la dio un hombre.
La angustia que lo corroía se fue aplacando a medida que leía la abigarrada letra de la carta. Suspiró y se dejó caer en el sillón donde había pasado la mayor parte de la noche.
—(TN) está bien —les dijo a todos, y oyó suspiros de alivio.
—¿Qué dice la nota?
—Piden mi cabeza a cambio de ella.
—¡Joder! —estalló Pierre, cogiéndola y rompiéndola en mil pedazos—. Supongo que no les seguirás el juego.
—Supones mal.
—Es una locura. Sea quien sea el que te busca, no va a dejar libre a (TN) aunque tú te entregues atado de pies y manos.
—Voy a hacer lo que quieren, punto por punto.
—Te matarán. Lo sabes, ¿verdad? —intervino François.
—¡Me importa una mierda si me matan! —estalló él, incorporándose como un felino—. Tienen a mi esposa y pienso ir a salvarla.
—No, sin un plan bien pensado —dijo el otro.
—Mira, amigo…
—Escúchame, Joe —lo cortó Pierre, sacudiendo los trozos de papel delante de su cara—. Te dicen que vayas a lo que algunos indígenas llaman el Peñasco del Diablo. Esa roca apenas mide medio kilómetro de ancho, pero es suficiente para que una embarcación se esconda en su lado más oriental. Sin duda esperarán allí. Es una jodida emboscada y lo sabes. Si vas solo, ni tú ni (TN) regresaréis con vida.
A medida que Pierre iba hablando, sus palabras iban calando en Joe; su amigo tenía toda la razón. Y se trataba de salvar a su esposa, no de hacerse el héroe.
—¿Qué proponéis? No puedo dejar de acudir.
—Y acudirás. Pero vamos a planearlo.
—¡Dios! —rugió, con el miedo royéndole las entrañas—. ¡Juro por lo más sagrado que si le han tocado un solo cabello, uno solo, voy a despedazarlos uno a uno!
—Tranquilízate. Ella estará a salvo hasta que crean que te tienen en sus manos. ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de todo esto?
—Si Depardier no estuviese muerto, pensaría que es cosa suya.
—Sea quien sea, debemos seguir sus instrucciones —argumentó Fran, aportando un poco de calma—, pero acomodándolas en nuestro beneficio. Nos hemos enfrentado a situaciones peores, caballeros, de modo que sentémonos y pensemos.
—La cita es esta noche —recordó Joe.
—Nos sobra tiempo —afirmó alguien desde la entrada. Se volvieron al unísono y Armand Briset los saludó inclinando levemente la cabeza. Estrechaba a Lidia por la cintura y la muchacha estaba temblando—. Veronique me ha mandado recado. Fran tiene razón, capitán. Hay tiempo para planear algo y sorprender a esos hijos de puta.
Lo que se conocía como el Peñasco del Diablo era, en efecto, una roca de grandes dimensiones. Distaba poco más de una milla de la isla y era un paraje inhóspito y olvidado de la mano de Dios en el que, según las leyendas indígenas, se practicaba la magia y se celebraban misas negras. Por lo que se decía, siempre según la tradición oral transmitida desde antiguo por los primitivos pobladores, en el islote se habían consumado un sinfín de violaciones y asesinatos consagrados a Satanás. Pero de eso hacía mucho tiempo y desde que los franceses arrasaron el peñasco y acabaron con cualquier rastro de presencia humana no se había vuelto a tener noticia de aquelarres u otro tipo de rituales.
A pesar de todo, a Joe se le erizó el vello de la nuca. No creía en misas negras ni en brujerías, pero el lugar era tan desolado que parecía la entrada a un mundo infernal, y a esa visión se añadía su propia zozobra.
Era noche cerrada. Echó el esquife al agua y comenzó a remar despacio, seguro de que estaba siendo vigilado. Unos metros más allá, notó el lastre de unos cuerpos sumergidos que se pegaban al casco dificultándole avanzar a mayor velocidad y dio gracias al Cielo. Las aguas, negras y profundas, estaban más silenciosas que de costumbre. Se trasladaba con la sensación de aventurarse a un lugar muerto. Sin embargo, saber que sus amigos nadaban tan cerca amparados en la oscuridad lo tranquilizaba. Aquella muestra de camaradería no tenía precio, porque sabía que enfrentarse solo a los que retenían a (TN) era una acción condenada al fracaso.
La luna, ¡maldita fuera!, se presentaba esa noche como un disco pleno y brillante. Eso dificultaba la misión, pero, sin embargo, le permitía percibir cualquier movimiento imprevisto. Cuando tocó fondo, dejó los remos y saltó del bote. Lo arrastró a tierra firme y echó un rápido vistazo al agua. Se congratuló de no ser capaz de localizar a ninguno de sus amigos.
Hizo una rápida inspección del terreno que pisaba y después se sentó a esperar, seguro de tener muy pronto compañía. Ardía en deseos de ver a (TN), de estrecharla otra vez entre sus brazos, y rezaba para que ella estuviera bien y mantuviera la calma. Su esposa era una mujer valiente y sabría demostrar su sangre fría.
Unos minutos más tarde supo que su espera había terminado. No se oía ni un suspiro, pero un sexto sentido lo alertó, y se levantó y atisbó entre las sombras. Sus músculos se tensaron y se preparó para cualquier eventualidad. Incluso para ser la diana de un disparo. Iba a necesitar toda la suerte del mundo y todo su aplomo y pericia para poder salir bien parado de aquella encerrona.
No era un hombre, sino cuatro. A media distancia se destacaban los atuendos de dos caballeros mientras que, dos pasos atrás, los acompañaban otros dos de aspecto patibulario. Sin motivo aparente, Joe sintió una punzada de desazón al fijarse en el elegante caminar de uno de ellos. No era miedo, aunque desde luego lo tenía por (TN) y hasta por su propia integridad física y la de sus camaradas, sino algo distinto, como si el individuo le resultara vagamente familiar. Aquella manera de hundir el pie derecho en la arena… A medida que se acercaban sus sospechas se confirmaban. Se quedó parado, demasiado desconcertado… ¡No podía ser!
—¡¿Tío…?! —Y a punto estuvo de ir a abrazarlo, pero no lo hizo.
Su voz fue apenas un susurro. Le pareció que el hombre sonreía y se adelantó un poco a sus acompañantes.
Ninguno de los dos dijo nada, sólo se quedaron mirándose. En el rostro de Daniel de Jonas apareció un rictus inusualmente sombrío. Sus dientes destacaron como los de un lobo y Joe seguía sin articular palabra.
—El aro en la oreja te sienta bien —fue su saludo.
En la cabeza de Joe mil y una preguntas se amontonaban buscando respuesta. Pero no la tenía. Debía de ser una broma. Una macabra broma. ¿Qué hacía su tío allí, en un islote perdido en el océano? A él el pánico lo cubrió como un sudario, porque era evidente que el hombre no había viajado desde el otro extremo del mundo sólo para saludarlo. Se le helaba la sangre porque no veía la razón de que estuviera allí. Sobre todo, no comprendía qué tenía que ver con el secuestro de su esposa.
—¿Vienes con ellos? —señaló al trío con el mentón.
—No. Ellos vienen conmigo —aclaró Daniel—. Me alegro de que hayas seguido las instrucciones al pie de la letra.
—Es la vida de mi esposa la que está en juego. —Empezaba a comprender.
—Sí. Eso ha dicho ella. —Se tironeó del lóbulo de la oreja—. Que está casada contigo. Es una preciosidad, debo reconocerlo. Siempre tuviste buen gusto para las mujeres, sobrino.
Así que no estaba alucinando, ni era una broma, ni su tío estaba frente a él por casualidad, sino que comandaba realmente la camarilla y era el responsable del secuestro de su mujer. Le costaba reaccionar. No acababa de asimilarlo. «¿Por qué?», se preguntó. Un boquete violento se iba abriendo en su pecho.
—¿Por qué, tío? ¿Por qué has caído tan bajo? ¿Donde está (TN)?
—En el barco.
—Y ¿qué buscas? ¿Por qué estás metido en esto? ¿Qué quieres a cambio? ¿Dinero?
La carcajada de Daniel levantó ecos en la desolada playa.
—¡Oh, vamos, Joe! ¿Acaso no es lo que todos buscamos? Dinero es poder, muchacho. Tú mejor que nadie deberías saberlo. Imagino tu sorpresa, seguramente te he descolocado. Pero yo estoy aún más atónito que tú. Te creía muerto. Sin embargo, te tengo delante, dispuesto a arriesgar la vida por salvar a tu ramera —le espetó despectivo—. He de confesarte que dar contigo ha sido uno de mis mayores golpes de suerte. Te hacía esclavizado aún en la hacienda de mi buen amigo Colbert. Pero me enteré de tu desaparición, até cabos y sospeché. Ahora compruebo que mis temores eran fundados.
Joe se estaba reteniendo lo indecible, pero su subconsciente hizo que diera un paso adelante. La camarilla de Daniel reaccionó de inmediato y los cañones de sus pistolas apuntándolo hablaron por sí solos.
—¿Qué tienes tú que ver con ese hijo de perra inglés?
Uno de los sujetos se adelantó y le puso el cañón del arma bajo la barbilla. Y Joe volvió a estar cara a cara con el asesino de Nick y el hombre que casi lo mató también a él, y la sangre le hirvió en las venas.
—Este hijo de perra inglés —respondió Colbert despacio, haciendo presión con el arma—, es el socio que le ha proporcionado importantes ganancias.
—Podría haberme encontrado esta noche con Satanás y no me hubiera sorprendido, pero ¿tú…? —dijo, dirigiéndose a su tío—. ¿Así que tenéis negocios en común? ¿Qué tipo de negocios?
—Es una larga historia y no estamos sobrados de tiempo. Te bastará saber que hemos colaborado en transacciones interesantes y que ahora estamos juntos en esto.
Joe apretó los dientes. ¡Maldito si entendía una palabra! Colbert era una rata que no dudaría en aprovecharse de mujeres y niños, de matar a sangre fría. Pero su tío… ¡Por el amor de Dios! Toda la familia lo había tenido por un hombre cabal. ¿Daniel de Jonas, orgulloso caballero español, asociado con un bastardo como Colbert? ¿Qué había podido inducirlo a semejante transformación?
—Creí que quitándoos de en medio a ti y a tu hermano resolvería mis problemas. —Ahí estaba la explicación cargada de revancha y amargura—. Desterrados de España no podríais interponeros y yo me haría con la herencia de la familia, como me corresponde.
—¿Herencia? ¿De qué estás hablando?
—¡Hablo de la fortuna de los De Jonas! ¡De eso hablo! Tu jodido abuelo me legó una miseria al morir. Una miseria.
—Que yo sepa, el abuelo no te dejó precisamente en la ruina.
—¡Valiente minucia! —graznó Daniel—. ¡Me correspondía más! ¡Y ahora lo tendré todo!
Joe se asombraba más y más a cada segundo. ¿A qué se refería su tío? Genaro de Jonas, el abuelo severo pero justo del que apenas pudo disfrutar unos años, le había dejado un buen pellizco a su tío. Demasiado, dado que era el primogénito quien lo heredaba todo.
—Claro que yo no era más que un hijo ilegítimo —continuó Daniel, que ahora parecía perdido en sus propios recuerdos—. Para mi padre, eso era lo único que importaba. Su jodida sangre.
Joe estaba anonadado. ¿Su tío era hijo ilegítimo?
—No pongas esa cara, sobrino. Sí, yo no era su hijo, sino el bastardo que tu abuela Ana, mi madre, le endilgó. Genaro de Jonas me alimentó, me dio estudios y hasta su apellido. Me mantuvo alejado, eso sí. Porque no podía verme sin sentirse culpable. Para él, reconocer que su mujer le había puesto los cuernos era impensable. ¡Qué diría la gente! ¡Qué diría la Corona, a la que siempre defendió! Nunca me aceptó. ¡Y jamás le perdonó a mi madre su desliz amoroso, aunque ella sólo buscó en otro hombre lo que él nunca supo darle! Sí, Joe, tu adorado abuelo fue solamente un desgraciado sin sentimientos.
Él no dijo una palabra. No podía hablar. Se estaban derrumbando sus paredes familiares. La acusación de su tío le estaba revelando un secreto que él desconocía.
—Bueno —prosiguió Daniel—, todo eso ya es agua pasada. He tardado mucho tiempo en perpetrar mi venganza y ahora estoy a punto de obtener lo que me pertenece. Tengo la oportunidad y voy a aprovecharla. Tu padre sigue consolándose pensando que Nick y tú estáis vivos en alguna parte, pero yo le llevaré la triste noticia de vuestra muerte. Durante estos años, no he hecho más que seguir vuestro rastro. He ido tras vuestra pista desde Maracaibo a Jamaica por explícito deseo suyo.
—Nick está muerto —anunció Joe.
—Lo sé. Mi amigo Colbert me ahorró el trabajo de matarlo yo mismo. Así que, si tú también desapareces… tu padre no tendrá más remedio que nombrarme su heredero. Después, ¿quién sabe? Un desafortunado accidente… —Dejó la frase en suspenso.
Joe notó que se le tensaban los músculos como cuerdas de violín. Dio otro paso hacia su tío y Edgar reaccionó golpeándole en la cabeza con la culata de su arma. El dolor lo dejó momentáneamente paralizado.
—Deja caer tu sable —le ordenó.
Parpadeando para aclararse la visión y rumiando su frustración, Joe no tuvo más remedio que obedecer. Se desabrochó el cinturón y el arma cayó a sus pies. Colbert se puso inmediatamente a su espalda y le golpeó los riñones. Cayó de rodillas y una rabiosa patada en el costado lo dejó sin aliento.
—¡Señores! —gritó al espacio su tío—. ¡Si no quieren que mi amigo le vuele la cabeza, salgan con las manos en alto y tiren sus armas!
Joe blasfemó. ¡Qué idiota había sido!, se lamentó. La presencia de sus amigos siempre había sido conocida por Daniel de Torres.
El tintineo de los sables sonó al chocar contra el suelo. Estaban en igualdad numérica, pero desarmados no tenían posibilidades y él no haría nada que los pusiera en peligro. Se levantó, dolorido por los golpes, y todos fueron encañonados. Boullant cruzó una rápida mirada con él y se encogió ligeramente de hombros.
—¿Y ahora qué? —preguntó Joe—. ¿Vas a matarnos?
—Ahora os llevaremos al barco, os ataremos en las bodegas y encontraremos una plantación donde nos paguen lo que valen tus amigos —dijo Edgar.
—¿Y a mí?
—Me gustaría devolverte a «Promise», te lo juro. Nuevas raciones de látigo te ayudarían a recordar quién es el que manda, pero Daniel tiene otros planes.
—No puedo dejarte vivo, lo siento —intervino su tío—. No es más que parte del negocio, como imaginarás.
—Por supuesto —ironizó Joe.
—Escapaste cuando deberías haber muerto. Muy pocos consiguen sobrevivir a la esclavitud, pero tú lo hiciste. No puedo arriesgarme a que repitas la hazaña, de modo que serás pasto de los tiburones en alta mar.
—¿Y mi esposa?
—Eso es cosa de Colbert.
Un músculo incontrolable vibró en la mandíbula de Joe.
—Lamento que no pueda acompañarte en tu último viaje —continuó Edgar—, pero tengo que llevarla de regreso. Y remediar la última insensatez de mi padre. ¿Sabes?, se lo dejó todo a ella al morir.
—¡Vaya! Así que ha muerto —replicó, sarcástico. Pero la noticia no le procuró la satisfacción que esperaba.
—Sí, lo hizo por fin el muy hijo de puta. Pero se equivocó en el testamento. (TN) ha heredado «Promise». Y yo quiero recuperar lo que es mío.
—Mi esposa no querrá esa podrida herencia.
—No me arriesgaré a que cambie de idea. De vuelta a Jamaica, me tomaré venganza de los desplantes y humillaciones que me dedicó en la hacienda. Y cuando me haya saciado de ella, también me sobrará. Por otra parte, me llevaré tu cabeza, única parte de tu cuerpo de la que no disfrutarán los tiburones. Has conseguido hacerte muy famoso en todo el Caribe y la Corona ofrece una buena recompensa por ti. ¿Por qué no aprovecharla?
Lo tenían todo pensado, se dijo Joe, con el miedo alojado en su estómago, inseguro y debilitado. Pero no contaban con que él no estaba dispuesto a facilitarles las cosas. Ni Fran, ni Pierre ni Armand, de eso no le cabía duda. No les quedaba más remedio que intentar una solución desesperada. Si los tomaban por sorpresa, tal vez, sólo tal vez, podrían cambiarse las tornas. Joe sabía que sólo les hacía falta una señal.
Después, todo se desarrolló muy de prisa.
Como un resorte, levantó la pierna derecha hacia el brazo de Colbert, haciendo que la pistola se le disparase; el estallido se perdió entre el aleteo confuso de una bandada de aves a las que despertó de su sueño.
Fue como si hubiera sonado un gong y los franceses se movieron como un solo hombre.
El disparo de un esbirro que permanecía en retaguardia alcanzó a Joe de refilón. Sintió una quemazón en el costado, pero su puño ya se había activado y alcanzó a Colbert entre los ojos. Se inició un tiroteo. No había lugar a vacilaciones. Se estaban jugando la vida. Armand saltó hacia Daniel de Jonas con una agilidad que parecía imposible dado su volumen y, sin tiempo a defenderse, el español se debatía, luchando por respirar. Un segundo después, caía a los pies del francés con el cuello roto.
Apretándose la herida del costado, Joe recuperó el resuello. Había sido una pelea rápida y casi le parecía mentira que la situación hubiera cambiado con tanta celeridad. Colbert se retorcía en el suelo, cubriéndose con la mano la nariz rota. Y el cuerpo de su tío yacía cerca de Briset. Los otros dos no habían tenido mejor suerte.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Pierre.
—Lo que mejor os parezca —respondió Joe, echando una última mirada al cadáver de Daniel de Jonas—. Yo voy en busca de (TN).
—¿La herida es grave?
—No —aseguró, aunque la sangre le chorreaba entre los dedos.
—Véndatela. —Fran se quitó el fajín y se lo entregó—. Supongo que has querido decir que vamos en busca de (TN).
—Vosotros ya habéis hecho demasiado.
—¡No digas estupideces! —le espetó Pierre.
—En el fondo, todo esto te divierte, mon ami, lo sé. Hace mucho que estamos ociosos —comentó Fran.
—Si (TN) no estuviera en peligro, te juro que sí lo disfrutaría —confirmó él.
Joe se apresuró a restañarse la herida. Suspiró y asintió. Imposible dejarlos al margen.
—De acuerdo, amigos, entonces, acabemos cuanto antes.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 39
Justo entonces les llegó el retumbo de un cañonazo.
Dieron un respingo. Venía del otro lado del islote. Algo no iba bien. Dejaron a Armand a cargo de Edgar y sus dos esbirros y corrieron por la playa hasta rodear el peñasco. Un barco fondeado que sin duda pertenecía a los secuestradores estaba siendo atacado por otra nave que enarbolaba bandera inglesa.
—¡(TN)! ¡No!
Dos nuevas andanadas levantaron oleadas de agua y espuma, y Joe no lo pensó dos veces. Tenía que sacar a su esposa de allí. Se desentendió de Fran y Pierre, se lanzó al agua y comenzó a nadar con vigorosas brazadas. Un dolor lacerante en el costado lo mortificaba. Estaban mermando sus fuerzas, pero no podía desfallecer. En su afán por alcanzar la embarcación, no vio que ésta izaba bandera blanca.
No se preguntó qué haría una vez en el navío. Y tampoco si sólo estaba acelerando la hora de su muerte, sólo le importaba llegar. Llegar. Iba a poner su cabeza en manos inglesas, pero poco le afectaba si podía salvar a (TN). Saber que ella estaba tan cerca le insufló el coraje suficiente para no rendirse.
A escasas brazadas ya vio a los ingleses sobre el barco tomado y oyó el griterío con que celebraban su victoria. Llegó y empezó a trepar por la cadena del ancla. Antes de alcanzar la cubierta, Joe se puso el sable entre los dientes y sólo entonces echó una mirada atrás. Fran y Pierre estaban haciendo otro tanto.
En cuanto pisaron la cubierta fueron rodeados y encañonados. La escasa tripulación del barco abordado era empujada bodegas abajo. Pero Joe no era consciente de nada salvo que (TN) corría hacia un sujeto alto y rubio que la acogía amorosamente entre sus brazos y se estrechaban el uno al otro con efusión.
Sin embargo, la llegada de Joe y los suyos llamó la atención del hombre, que, sin dejar de abrazar a la muchacha, reparó en ellos. (TN) también se fijó. Entonces sus ojos se agrandaron y con un grito jubiloso se soltó de él y atravesó la cubierta para ir a su encuentro. Los ingleses, indecisos, bajaron sus armas a instancias del caballero rubio.
A (TN) se le salía el corazón por la boca. Después de horas de angustia, todo lo que estaba pasando le parecía un sueño. Creyó que iba a morir a manos de su primo y de aquel español que lo ayudó a secuestrarla; había pasado un miedo atroz pensando que nunca volvería a ver a Joe. Y de repente, lo más inesperado se hacía realidad: había sido liberada por su propio hermano al mando de un grupo de marineros.
Con mano temblorosa acarició el rostro amado que había creído perdido para siempre. Los sollozos se acumularon en su garganta, mezclados con una risa histérica.
—Mi amor —susurraba—. Mi amor…
También a Joe el alma se le rompía en pedazos. Teniéndola allí, el horror pasado cayó sobre él como una losa. Le fallaban las piernas, le escocían los ojos, pero ya nada importaba. Cuando ella se le echó al cuello, la tomó de los hombros separándola ligeramente. Necesitaba verse en el espejo de sus ojos color zafiro.
—¿Estás bien? —le preguntó con voz ronca.
—Sí, Joe —dijo ella, besándolo en la boca—. Ahora sí.
Se fundieron el uno en brazos del otro, se besaron con el ansia de la ausencia. Tan absortos en sí mismos como si no hubiera nadie más.
—Así que éste es Joe de Jonas —dijo una voz profunda, un punto peyorativa.
Joe reaccionó como una cobra, apartando a (TN) y poniéndola a su espalda. Se encaró al otro, tan alto como él mismo, su cabello claro destellaba a la luz de la luna y las farolas de cubierta, un hombre apuesto. ¿Quién era? ¿Por qué (TN) se había abrazado a él? Un aguijonazo de celos se deslizó por entre sus defensas.
—Ése es mi nombre.
—¿Tengo entonces el honor de estar frente al famoso capitán de El Ángel Negro?
Joe tuvo la certeza de estar ante un rival, quizá un enemigo. Instó a (TN) a ir hacia Fran y Pierre y asintió, desafiante.
—Exactamente.
Y por tercera vez en poco tiempo, le propinaron tal puñetazo en la mandíbula que se quedó fuera de combate. Se le doblaron las piernas y cayó como un fardo. El golpe y la pérdida de sangre de la herida lo llevaron a la inconsciencia. Pero antes, aún pudo oír a su esposa nítidamente:
—¡Maldito seas, James!
Abrió los ojos con cautela. El sol se filtraba por el ventanal inundando la cámara de luz. Sacudió la cabeza para despejarse las telarañas de la mente y parpadeó quejumbroso. ¡Cristo crucificado! Le dolían hasta las pestañas. Cuando trató de incorporarse, el pinchazo del costado le arrancó un hondo suspiro. Estaba solo en la habitación, pero su pensamiento voló hacia su esposa.
—¡(TN)!
Fuera se oían voces airadas y reconoció la de ella. Apretándose la herida del costado, convenientemente vendada, se incorporó hasta quedar sentado. Se abrió la puerta y (TN) entró presurosa, con las mejillas arreboladas y los ojos chispeando de indignación. Tras ella iba el hombre rubio que le había dado el puñetazo. El dolor de la mandíbula demostraba que pegaba duro. Tenía una cuenta pendiente con él, pero ya llegaría el momento de saldarla. Ahora se olvidó de eso. Lo más importante era (TN), sana y salva. Iban a tener que darle algunas explicaciones, se dijo.
—¡Vuelve a acostarte, cabezota! —lo amonestó ella, haciendo que se recostase de nuevo—. ¿Quién te ha dicho que puedes levantarte?
Joe enarcó las cejas. ¿Por qué estaba de tan mal humor? ¿Y por qué el rostro huraño del tipo aparecía tan complaciente?
—No me he olvidado del golpe —le dijo a modo de saludo.
—No seas quisquilloso —lo regañó (TN). Se fijó en ella. Estaba preciosa. Se había cambiado de vestido y su cabellera, recogida informalmente en una cola de caballo, bailaba al ritmo de su cuello—. No fue más que un sopapo.
—Que me dejó sin sentido. —Le hablaba a ella, pero se dirigía a él.
(TN) calló y empezó a revisar la herida. Los dos hombres se retaban con la mirada, pero mantuvieron un mutismo cargado de desafío.
—Pierre nos lo ha contado todo —dijo, cuando hubo terminado—. ¿Cómo se os ocurrió enfrentaros a ellos? ¿Y si hubiera habido más apostados? Todos los hombres sois idiotas, además de insensatos.
—¿Dónde está Armand? —la cortó él, un tanto incómodo por las sucesivas regañinas ante un desconocido.
—Está abajo.
—¿Ha traído a esa escoria de Colbert?
Hubiera jurado que el rubio se envaraba. Lo miró con más interés. ¿Quién demonios era? ¿Es que nadie iba a explicarle nada?
—No —contestó (TN)—. Intentó escapar y Armand tuvo que disparar.
Joe guardó silencio. Ella acababa de darle la noticia sin un ápice de lástima. Como quien habla del tiempo.
—¿Lo lamentas?
—No. Pero era mi primo.
—¡Era un hijo de perra que intentó asesinarte!
Recordar el miedo pasado por su suerte lo enfureció. Hubiera preferido que Briset no acabara con él. Hubiera querido matarlo él mismo, retorcerle el cuello, despellejarlo y… Acababan de arrebatarle ese placer. Atrapó a (TN) por la cintura haciendo que cayera sobre él y la besó. La amaba y había estado a punto de perderla. No podía pensar en otra cosa. Lo demás poco importaba.
Se la arrancaron un segundo después y sus brazos se quedaron vacíos. El rubio empujaba a su esposa hacia la salida. Joe trató de incorporarse, pero el otro le detuvo:
—Su herida le ha restado fuerzas, capitán. No trate de hacerse el héroe. Si se me pone gallito, ni siquiera mi hermana podrá impedir que le parta la cara otra vez, aunque esté en esas condiciones.
Joe ni se movió. Comparó a ambos atentamente y no se creyó lo que veía: el mismo color de pelo, los mismos ojos, facciones idénticas, salvo que en (TN) se suavizaban y en él se mostraban varoniles y severas.
—¿Su hermana?
—Eso mismo. Mi hermana. Soy James Colbert, aunque el apellido te repugne —lo tuteó—. A pesar de todo, y en atención a sus ruegos, accederé a hablar contigo. Aunque, créeme, si no fuera por ella…
—Jim…
—¡Calla, (TN)! Esto es entre él y yo.
Joe se levantó sin hacer caso de las protestas de su esposa y se quedó sentado al borde de la cama. Estaba mareado y el costado le dolía como mil demonios. No se encontraba en condiciones de enfrentarse a nadie, pero si aquel mastuerzo había ido a reclamarle a (TN), lo mataría antes de permitir que se la llevara de su lado.
—Por lo que veo, no voy a poder librarme de ese condenado apellido vuestro —murmuró.
A James le hubiera gustado sobarle la cara, pero el otro no estaba en condiciones. En cambio, tenía algo que decirle.
—Mi hermana ha sido deshonrada y voy a exigirte una compensación. Y no puede ser otra que el matrimonio, porque el hijo que está esperando necesita una familia. O eso, o no saldrás vivo de este cuarto.
Joe se tambaleó. Sus ojos volaron de Colbert a ella. Había oído bien, porque en el aire flotaba la densidad del anuncio. ¡Un hijo!
(TN) dirigió a su hermano una mirada feroz. ¿Por qué los hombres siempre querían arreglar las cosas a su manera? ¿Por qué no se mordían la lengua alguna vez? ¿Por qué no olvidaban su suficiencia? ¡Condenación! Mientras Joe se recuperaba, ella había charlado largo y tendido con James, y así se enteró de que las cartas que llegaron a Inglaterra no decían nada de sus quejas, de sus peticiones de regreso a casa. Le quedó muy claro que su tío había revisado su correspondencia y censurado sus escritos. Ella se explayó contándole lo que sucedía en «Promise» y no pudo evitar sincerarse acerca del hecho de que esperaba un hijo de Joe. Pero más allá de hacerlo partícipe de sus experiencias y su intimidad, él no debía ni tenía que inmiscuirse en sus vidas. ¿Acaso pensaba que iba a tener un bebé sin haberse casado? Se le encendieron las mejillas, porque muy bien podría haber ocurrido así.
A Joe la sangre le bullía. No sabía si gritar de alegría, reprender a (TN) por ocultárselo o ponerse a bailar como un loco. ¡Un hijo! Paladeó su significado porque aún no se lo creía, le parecía un sueño. El pecho le estallaba de amor por la mujer que le había entregado su corazón y que ahora llevaba a su heredero en sus entrañas. Miró a (TN) y se dijo que nunca un hombre había sido bendecido por Dios como lo había sido él. ¿Qué más podía pedirle a la vida?
—Mira, De Jonas —decía el inglés—, voy a serte sincero. No me agrada que ella se despose contigo, pero el niño es lo primero. Así que casado o cadáver. Tú eliges.
—¡James!
Joe no pudo contener la risa, pero levantó las manos en señal de paz.
—Me casaré con ella. —James asintió, algo más relajado—. Me casaré de nuevo si ella lo desea. Cien veces si es preciso. Mi esposa puede pedirme lo que quiera y yo daré mi vida por complacerla. Lamento tu rechazo a tenerme por cuñado, a mí tampoco me hace feliz estar emparentado contigo, pero amo a (TN) y es con ella con quien voy a vivir, no con su familia.
Entre las palabras, la excitación y los movimientos, sintió un pinchazo en el costado y se llevó una mano hacia allá.
—¿Te duele? —(TN) se acercó solícita.
—Si me besas, lo soportaré —bromeó él.
—Eres un demonio —le sonrió. Y lo besó, sin importarle la presencia de su hermano, porque junto a Joe perdía la vergüenza.
James, estupefacto, salió del cuarto como alma que lleva el diablo, pero antes de retirarse le dijo:
—No te arriendo la ganancia, español. Es terca como una mula irlandesa. Y tú, (TN), tienes algo que decirle, no esperes más.
Joe suspiró y la colocó sobre su pecho. Su esposa. Su esposa, su esposa… ¡Qué dulce sonaba aquella música! La besó en la frente, en la nariz, en la barbilla. Y en la boca, de la que nunca se cansaba.
—(TN), (TN)… —musitó junto a su cabello, mientras su mano derecha se alojaba con delicadeza sobre su vientre—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Iba a decírtelo cuando regresaras a casa. Pero me secuestraron. Siento que el imbécil de mi hermano me haya estropeado la sorpresa.
—Mi amor, eso ya no importa… Me das tanto…
—Chis. Calla. Sólo abrázame. Y abraza a nuestra hija. Porque va a ser una niña. —Joe, colmado de felicidad, asentía. Si (TN) quería una niña, que así fuera—. Pero aún tengo algo que contarte.
—Ahora mismo no me interesa nada que no seas tú.
Ella se apartó de él y se levantó.
—No lo creas. Hay alguien que quiere verte.
A Joe le importaban un bledo las visitas. Quería a su mujer en su cama, volver a hacerle el amor, que sus cuerpos vibraran entregados, embriagarse con su perfume, enredar sus dedos en un cabello sedoso que adoraba. Adivinó que ella también lo anhelaba, se mordía el labio inferior y a él eso lo incendiaba de deseo. Pero no. Lentamente se fue hacia la puerta, que apenas entreabrió.
Una mano tostada asió la hoja desde fuera. Joe no podía ver de quién se trataba, porque el pasillo estaba en penumbra, pero, por alguna razón, su corazón empezó a latir más de prisa y se incorporó. (TN) salió, cómplice y dichosa, y le tiró un beso con los labios.
Pero Joe ya no lo vio.
No podía ver nada porque una figura alta, de cabello rubio oscuro y mirada traviesa se enmarcó al contraluz de la entrada.
A Joe se le escapó la sangre de la cara y el corazón golpeó en su pecho como el retumbar de cien cañones.
Quiso hablar, pero las palabras formaban un nudo en su garganta. No podía moverse, era como si le hubieran clavado. La sensación de un vahído acrecentó su mareo.
No podía dar crédito a sus ojos, por fuerza tenía que estar soñando. Le llegó una voz de cálidas resonancias que se ciñeron a su corazón, haciendo definitivamente añicos la coraza de odio y venganza con que lo había amordazado hacía ya mucho tiempo.
—Que mamá no te vea con ese arete en la oreja, hermano, o la matarás de un disgusto —oyó que decía—. Aunque no te queda mal, pareces un verdadero pirata.
Joe notó el sabor salobre de sus lágrimas en los labios. Y nunca se enorgulleció tanto de poder llorar. Porque Nick estaba allí, lo tenía delante. Y era real. Completamente real. No el fruto de su delirio. La agonía de su pérdida se diluía ahora en la bruma del pasado, su presencia lo liberaba de los demonios que tanto lo habían atormentado tras su muerte. Ante él se abría de nuevo el telón de la esperanza y una euforia desmedida se apoderó de su ser.
Lo ahogaba la dicha y sólo acertó a decir:
—Hola, renacuajo.
Nick había cambiado. ¡Virgen, si lo había hecho! Apenas si reconocía al muchacho sensible, un poco alocado, enamorado de la vida, que lo seguía a todas partes y por el que se partía la cara cuando era un alfeñique. Ahora era un hombre. Independiente y decidido, maduro para librar sus propias batallas y ganarlas.
Pero a Joe no acababa de gustarle lo que veía en su persona. Su hermano no era el mismo. Quizá fuera el resentimiento de quien ha estado sometido a las penurias y el látigo. Un ser condenado a destierro, convertido en carne de presidio, víctima de una muerte asesina de la que se libró de milagro. La había visto incluso más cerca que él mismo.
No, ahora ya no eran tan diferentes. Eran dos vagabundos. Los unían más lazos que antes, pero en Nick percibía cicatrices que provenían del alma y eso, indefectiblemente, los alejaba.
¿Dónde se habría quedado el muchacho divertido que cabalgaba como un loco y el romántico al que le gustaba sentarse en el pórtico de su casa para ver ponerse el sol? ¿Dónde estaba el chico enamoradizo? ¿Dónde estaba Nick de Jonas? Lo que ahora tenía delante era un individuo frío, endurecido por tanto mal como había sufrido. Pero ¿acaso él era distinto?, se preguntó. Hizo a un lado sus erráticos pensamientos para centrarse en lo que su hermano le estaba diciendo.
—Cuando decidí regresar a España, desembarqué en el puerto de Cartagena como un marino más, bajo el nombre de Simón Drende. Fue Alonso de Arribal el que me escondió y me puso en el camino correcto para seguirle la pista a nuestro tío —le contaba.
—¿El abogado de padre? —preguntó Joe, un tanto sorprendido.
—En efecto. Sabes que papá nombró al tío administrador de algunas de las fincas. Pero don Alonso conoce, desde siempre, las finanzas de nuestra familia. Le extrañó que se incrementaran unos saldos que no salían de sus propiedades e investigó por su cuenta. Las amistades que frecuentaba nuestro tío no le acababan de convencer. Así que, siguiendo su instinto de sabueso —a Joe le hizo gracia, porque él siempre había dicho que Arribal parecía eso, un sabueso—, contrató a un sujeto para que le siguiera los pasos. Descubrir su traición con el buque Castilla fue cuestión de tiempo.
—Yo jamás imaginé su traición.
—Tampoco padre. Ni yo.
—Todo parece una locura.
—Pero es tan real que apesta —asintió Nick—. Sin ti, no encontré otro camino que volver a casa, aunque pesaba sobre nosotros la cárcel, o la horca, si pisábamos suelo español. Y el riesgo mereció la pena, porque regresé a tiempo de enterarme de las pesquisas de don Alonso y él me puso sobre aviso.
—¿No se lo contó a nuestro padre?
—Le pedí que no lo hiciera. Papá acababa de tener una recaída. Nada de lo que debamos preocuparnos —lo tranquilizó—. Pero demasiado había sufrido ya el viejo como para enterarse de que su hermano… que su hermanastro —rectificó— era el hombre que había provocado el destierro a sus hijos.
Joe se pasó la mano por el pelo y suspiró. ¿Hasta dónde se podía llegar impulsado por la codicia?, se preguntó.
—Y tomaste cartas en el asunto…
—Tú no estabas. —Lo dijo como si se disculpara—. Alguien tenía que intentarlo. Salí de España sabiendo que Arribal emprendía ya una campaña para limpiar nuestro nombre ante el rey. Y, avatares del destino, una pista de nuestro tío me llevó de nuevo hasta Colbert.
Joe no perdía detalle ni de su hermano ni de lo que decía. Por eso lo sorprendió que cuando Nick hacía referencia al inglés, al hombre que quiso matarlo, lo hiciera casi como de pasada, como si fuera un episodio más de su relato. Sin embargo, él veía, y era lo que le preocupaba, que la mirada de Nick se había vuelto más oscura. No había en él resentimiento, pero sí una inquina que no había desaparecido ni siquiera tras la muerte de Edgar Colbert. Y supo que aquello le estaba pudriendo por dentro.
—¿Cómo es que te uniste a James?
Diego reclinó la cabeza en el respaldo del sillón y calló un momento. Luego, prorrumpió en carcajadas. Se palmeó la rodilla varias veces hasta que se calmó, apuró el contenido de su copa y se levantó para servirse más. De pie, con el horizonte de fondo, continuó:
—A este lado del mundo los ocasos son majestuosos, ¿te has dado cuenta, hermano? —Se medio volvió.
—Continúa, por favor.
—Haces muchas preguntas.
—Y quiero muchas respuestas.
Nick asintió y volvió a sentarse.
—Mi barco sufrió desperfectos por el ciclón que asoló el Caribe. Me urgía otro para no interrumpir la búsqueda y ese estúpido inglés estaba donde yo necesitaba y en el momento oportuno. Lo asaltaron, le salvé la vida y le exigí su nave, así de simple. ¡Jesús! No he visto a nadie más terco, te lo juro. Se negó en redondo, claro, y estuve a punto de matarlo yo mismo al enterarme de quién era. Pero él buscaba a (TN) y yo nunca olvidé a la única persona de «Promise» que hizo que nos sintiéramos como seres humanos cuando no éramos más que unos desgraciados, carne de cañón. James afirmaba que no pararía hasta encontrar al hijo de perra que había raptado a su hermana, un español que capitaneaba El Ángel Negro. No dudé que debíamos aunar nuestras fuerzas. Te asombraría lo fácil que resultó dar con nuestras presas. ¿Te acuerdas de Andreas Haarkem?
—¡Claro! Era un buen amigo de papá. Pasó una larga temporada en casa cuando éramos unos críos. Y nuestros padres mantuvieron contacto con él hasta que murió, hace unos… ¿diez años?
—El mismo —confirmó Nick con una sonrisa lobuna—. Pues nuestro tío utilizaba su nombre para sus correrías. Cuando un confidente lo nombró, ya no tuve dudas: habíamos dado con ellos. El resto fue como un juego de niños.
—Y llegasteis a tiempo de salvar a mi esposa.
—No me pongas la etiqueta de héroe, hermanito —rezongó el otro—. Mi única intención era poder degollar por fin a Edgar Colbert y arrestar a nuestro tío para devolverlo a España cargado de cadenas. Tu llegada y la de tus amigos fue toda una sorpresa. Siento no haber podido librarte del puñetazo que te sacudió James, pero admito que tenía sus razones; a fin de cuentas, habías raptado a su hermana.
Desde abajo, en el salón, les llegaban los ecos del bullicio. Todos, excepto ellos, estaban reunidos allí. (TN), como él mismo, se había retirado al estudio para hablar con su hermano a solas, pero, al parecer, su conversación había finalizado y el inglés sabía cómo amenizar una tertulia, dado que su voz se imponía sobre todas.
Bien, se dijo Joe Su hermano pequeño había solventado el problema y limpiado su nombre en España. Pero él aún tenía un asunto que resolver, y era más espinoso, porque su futuro estaba en juego.
—Bajemos —le dijo a Nick—. Hay que aclarar varias cosas aún, renacuajo.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
que enserio la dejas alli sigueeeeeeeeeeeee
*annie d' jonas*
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 40
—Y ahora… ¿qué harás, Colbert? ¿Entregarme a la Corona inglesa?
Se produjo un silencio incómodo que acabó con el ambiente distendido de la velada. A Veronique, ajetreada en levantar la mesa, se le cayó una copa y el ruido de cristales rotos agudizó un mutismo expectante. Pidió excusas, aunque nadie la escuchó, a la espera de una respuesta del inglés.
A (TN) se le aceleró el corazón. Joe le acarició la mejilla con un gesto que pretendía transmitirle tranquilidad. ¡James no se atrevería a…! ¡Ella no le permitiría que lo hiciera!, pensó beligerante. Se enfrentaría al mundo entero si era preciso, pero Joe no acabaría en un calabozo inglés.
Su problema era que carecía de argumentos. Porque si bien era cierto que sus razones personales le habían abocado a vivir al margen de la ley, también lo era que el abordaje de barcos ingleses había puesto precio a su cabeza.
Joe quería mostrarse sereno, pero una cierta zozobra se lo impedía. Nunca se enfrentaría al hermano de (TN), aunque acabara en la horca. Si tenía que entregarse, lo haría, pero no mancharía su casa con su sangre, ni permitiría que sus amigos, que ahora aguardaban las palabras del inglés con semblante adusto, intervinieran en aquel asunto. Era consciente de tener una espada de Damocles sobre su cabeza. El reducto de paz en que había convertido «Belle Monde» podía desaparecer en cualquier momento. El abandono de la piratería no lo eximía de culpa ante la Corte de Inglaterra. Sentía un puñal en el corazón al pensar en la ausencia de (TN) y en la del hijo que esperaban, al que no vería crecer, pero por ellos ofrecería su vida y hasta su alma. Prefería acabar en una prisión o colgado de una soga antes que arrebatarles su honor y su apellido, condenándolos a una existencia lejos de Inglaterra o de España.
James se removió en su asiento, evidentemente incómodo. Si las miradas matasen, él ya sería cadáver. Incluso su hermana lo fulminaba con los ojos. Era lógico, porque (TN) ya le había dejado bien claro que no le perdonaría nada que no fuera dejar las cosas como estaban. De repente, el excelente brandy que estaba bebiendo se le había vuelto agrio. ¿Acaso no partió de Inglaterra con un único propósito: dar con el individuo que había secuestrado a su hermana? ¿No se repitió un millón de veces que iba a matarlo? Se levantó y se acercó al ventanal. Fuera, la luna bañaba ya «Belle Monde» y una ligera brisa mecía las copas de las palmeras llevando hasta ellos un aroma a orquídeas. Era un entorno mágico, pensó, evocando las noches inglesas, tan distintas, tan lejanas…
Percibía los ojos de Boullant, Pierre y Armand, incluso los de Nick de Jonas, clavados en su espalda. Expectantes y retadores.
—Si de algo sirve —dijo dirigiéndose a todos—, debo pedir disculpas en nombre de mi país por las atrocidades perpetradas contra vosotros. Desconocía la traición de mi primo, como vosotros la de vuestro pariente. Sin embargo, las cuestiones personales no están nunca por encima de la ley de las naciones y en esta situación hay demasiados intereses familiares y afectivos como para darte ahora una respuesta, Joe. Me gustaría regresar a Inglaterra con la cabeza bien alta… y encima de los hombros. Así que este asunto deberíamos hablarlo en privado.
Él no dijo nada, pero ésa no era la respuesta que esperaba. Pierre, siempre fogoso, se incorporó dispuesto a todo y (TN) no pudo callarse. Sabía que si su hermano consideraba la idea de apresar a Joe, podía significar que no saliera vivo de la isla.
—Siempre puedes decir que nunca encontraste al hombre que me secuestró.
En el rostro de James apareció una mirada apenada.
—¿Me estás pidiendo que traicione mis principios?
—¡Te estoy rogando que olvides, hermano! Otros bucaneros han recibido el perdón. ¿Por qué no mi esposo? Nuestra familia tiene influencia y Joe ha echado el ancla. Además, vuelve a ser un caballero español sin mácula, heredero del ducado de Sobera. ¡Por el amor de Dios! No pensarás arrestar a un noble español, ¿verdad?
Las espadas se mantenían en alto. Y ella no cedió un palmo. Si era preciso, viajaría a Londres para pedir clemencia a su rey, defendería a su esposo como fuera.
Colbert se pasó nerviosamente la mano por el pelo. ¿Qué podía hacer o decir? Había salido de Inglaterra con un fin, pero las cosas habían cambiado demasiado. Su hermana se había casado con Joe y, a Dios gracias, completamente enamorada de aquel temible y orgulloso español que no suplicaba por su libertad. Por si fuera poco, (TN) estaba encinta. ¿Qué diablos podía hacer él? Además, Joe ya no era un aventurero, sino un hacendado y heredero de un título nobiliario en España.
No, se dijo. No podía culparlo por haber elegido un rumbo equivocado. De haberse hallado en su lugar, posiblemente hubiera actuado de igual modo. No era tan cínico como para creerse mucho mejor que él. El capitán de El Ángel Negro había muerto y ante él sólo veía a un hombre profundamente enamorado de su hermana. Un condenado y arrogante español que ahora formaba parte de su familia.
Se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo. Acabó su copa de un trago y le pidió a (TN) que le sirviera más. Iba a necesitarlo.
—Hablaré en tu favor, Joe —acabó por admitir.
Oyó a su hermana exhalar el aire retenido, pero no se atrevió a mirar a nadie. Hablar en favor de su cuñado implicaba, en cualquier caso, que éste tendría que acompañarlo a Inglaterra.
—De paso… —intervino Nick, que había guardado silencio hasta ese momento, esperando la reacción del inglés. Tenía decidido matarlo si se empecinaba en apresar a Joe, pero su respuesta cambiaba las cosas—, aportarás los nombres de los traidores que colaboraban con Daniel de Jonas. —Sacó unas cuantas cartas de su chaqueta y se las entregó a James, que las tomó un tanto asombrado. Tales pruebas eran un poderoso aval de la transparencia de su conducta—. Eso, y el pago de una sustanciosa multa, serán suficientes para que vuestro insigne soberano se olvide de los hombres que fueron azote de sus naves en estas aguas. De todos es conocido que su alianza con Suecia y Holanda en oposición a Luis XIV de Francia ha vaciado sus arcas y que lo acucian problemas financieros.
James lo miraba sin parpadear; el resto, un poco desconcertados.
—Por descontado —continuó Nick—, la familia De Jonas engordaría el pago. E imagino que el resto de los que están aquí. —Miró a los franceses—. Estoy convencido de que tan generosa aportación servirá para que firme el indulto para… —dio otro vistazo burlón a los camaradas de su hermano—… unos cuantos piratas.
—¡Y yo, por mi parte, entregaré «Promise»! —exclamó (TN), con los ojos radiantes de esperanza—. Ahora soy dueña de un vasto territorio en Jamaica y puedo permitírmelo.
James guardó silencio. El peso económico y los documentos aportados dotaban de inestimables argumentos jurídicos y materiales a la Corona inglesa. Serían suficientes, pensó.
—¿Qué pasará con la señorita Jordan? —preguntó, mirando de reojo a la muchacha, cuya cintura enlazaba Ledoux—. Debería ser devuelta a su padre.
—¡¡Por encima de mi cadáver, Colbert!! —se apresuró a contestar Pierre.
—Y ahora… ¿qué harás, Colbert? ¿Entregarme a la Corona inglesa?
Se produjo un silencio incómodo que acabó con el ambiente distendido de la velada. A Veronique, ajetreada en levantar la mesa, se le cayó una copa y el ruido de cristales rotos agudizó un mutismo expectante. Pidió excusas, aunque nadie la escuchó, a la espera de una respuesta del inglés.
A (TN) se le aceleró el corazón. Joe le acarició la mejilla con un gesto que pretendía transmitirle tranquilidad. ¡James no se atrevería a…! ¡Ella no le permitiría que lo hiciera!, pensó beligerante. Se enfrentaría al mundo entero si era preciso, pero Joe no acabaría en un calabozo inglés.
Su problema era que carecía de argumentos. Porque si bien era cierto que sus razones personales le habían abocado a vivir al margen de la ley, también lo era que el abordaje de barcos ingleses había puesto precio a su cabeza.
Joe quería mostrarse sereno, pero una cierta zozobra se lo impedía. Nunca se enfrentaría al hermano de (TN), aunque acabara en la horca. Si tenía que entregarse, lo haría, pero no mancharía su casa con su sangre, ni permitiría que sus amigos, que ahora aguardaban las palabras del inglés con semblante adusto, intervinieran en aquel asunto. Era consciente de tener una espada de Damocles sobre su cabeza. El reducto de paz en que había convertido «Belle Monde» podía desaparecer en cualquier momento. El abandono de la piratería no lo eximía de culpa ante la Corte de Inglaterra. Sentía un puñal en el corazón al pensar en la ausencia de (TN) y en la del hijo que esperaban, al que no vería crecer, pero por ellos ofrecería su vida y hasta su alma. Prefería acabar en una prisión o colgado de una soga antes que arrebatarles su honor y su apellido, condenándolos a una existencia lejos de Inglaterra o de España.
James se removió en su asiento, evidentemente incómodo. Si las miradas matasen, él ya sería cadáver. Incluso su hermana lo fulminaba con los ojos. Era lógico, porque (TN) ya le había dejado bien claro que no le perdonaría nada que no fuera dejar las cosas como estaban. De repente, el excelente brandy que estaba bebiendo se le había vuelto agrio. ¿Acaso no partió de Inglaterra con un único propósito: dar con el individuo que había secuestrado a su hermana? ¿No se repitió un millón de veces que iba a matarlo? Se levantó y se acercó al ventanal. Fuera, la luna bañaba ya «Belle Monde» y una ligera brisa mecía las copas de las palmeras llevando hasta ellos un aroma a orquídeas. Era un entorno mágico, pensó, evocando las noches inglesas, tan distintas, tan lejanas…
Percibía los ojos de Boullant, Pierre y Armand, incluso los de Nick de Jonas, clavados en su espalda. Expectantes y retadores.
—Si de algo sirve —dijo dirigiéndose a todos—, debo pedir disculpas en nombre de mi país por las atrocidades perpetradas contra vosotros. Desconocía la traición de mi primo, como vosotros la de vuestro pariente. Sin embargo, las cuestiones personales no están nunca por encima de la ley de las naciones y en esta situación hay demasiados intereses familiares y afectivos como para darte ahora una respuesta, Joe. Me gustaría regresar a Inglaterra con la cabeza bien alta… y encima de los hombros. Así que este asunto deberíamos hablarlo en privado.
Él no dijo nada, pero ésa no era la respuesta que esperaba. Pierre, siempre fogoso, se incorporó dispuesto a todo y (TN) no pudo callarse. Sabía que si su hermano consideraba la idea de apresar a Joe, podía significar que no saliera vivo de la isla.
—Siempre puedes decir que nunca encontraste al hombre que me secuestró.
En el rostro de James apareció una mirada apenada.
—¿Me estás pidiendo que traicione mis principios?
—¡Te estoy rogando que olvides, hermano! Otros bucaneros han recibido el perdón. ¿Por qué no mi esposo? Nuestra familia tiene influencia y Joe ha echado el ancla. Además, vuelve a ser un caballero español sin mácula, heredero del ducado de Sobera. ¡Por el amor de Dios! No pensarás arrestar a un noble español, ¿verdad?
Las espadas se mantenían en alto. Y ella no cedió un palmo. Si era preciso, viajaría a Londres para pedir clemencia a su rey, defendería a su esposo como fuera.
Colbert se pasó nerviosamente la mano por el pelo. ¿Qué podía hacer o decir? Había salido de Inglaterra con un fin, pero las cosas habían cambiado demasiado. Su hermana se había casado con Joe y, a Dios gracias, completamente enamorada de aquel temible y orgulloso español que no suplicaba por su libertad. Por si fuera poco, (TN) estaba encinta. ¿Qué diablos podía hacer él? Además, Joe ya no era un aventurero, sino un hacendado y heredero de un título nobiliario en España.
No, se dijo. No podía culparlo por haber elegido un rumbo equivocado. De haberse hallado en su lugar, posiblemente hubiera actuado de igual modo. No era tan cínico como para creerse mucho mejor que él. El capitán de El Ángel Negro había muerto y ante él sólo veía a un hombre profundamente enamorado de su hermana. Un condenado y arrogante español que ahora formaba parte de su familia.
Se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo. Acabó su copa de un trago y le pidió a (TN) que le sirviera más. Iba a necesitarlo.
—Hablaré en tu favor, Joe —acabó por admitir.
Oyó a su hermana exhalar el aire retenido, pero no se atrevió a mirar a nadie. Hablar en favor de su cuñado implicaba, en cualquier caso, que éste tendría que acompañarlo a Inglaterra.
—De paso… —intervino Nick, que había guardado silencio hasta ese momento, esperando la reacción del inglés. Tenía decidido matarlo si se empecinaba en apresar a Joe, pero su respuesta cambiaba las cosas—, aportarás los nombres de los traidores que colaboraban con Daniel de Jonas. —Sacó unas cuantas cartas de su chaqueta y se las entregó a James, que las tomó un tanto asombrado. Tales pruebas eran un poderoso aval de la transparencia de su conducta—. Eso, y el pago de una sustanciosa multa, serán suficientes para que vuestro insigne soberano se olvide de los hombres que fueron azote de sus naves en estas aguas. De todos es conocido que su alianza con Suecia y Holanda en oposición a Luis XIV de Francia ha vaciado sus arcas y que lo acucian problemas financieros.
James lo miraba sin parpadear; el resto, un poco desconcertados.
—Por descontado —continuó Nick—, la familia De Jonas engordaría el pago. E imagino que el resto de los que están aquí. —Miró a los franceses—. Estoy convencido de que tan generosa aportación servirá para que firme el indulto para… —dio otro vistazo burlón a los camaradas de su hermano—… unos cuantos piratas.
—¡Y yo, por mi parte, entregaré «Promise»! —exclamó (TN), con los ojos radiantes de esperanza—. Ahora soy dueña de un vasto territorio en Jamaica y puedo permitírmelo.
James guardó silencio. El peso económico y los documentos aportados dotaban de inestimables argumentos jurídicos y materiales a la Corona inglesa. Serían suficientes, pensó.
—¿Qué pasará con la señorita Jordan? —preguntó, mirando de reojo a la muchacha, cuya cintura enlazaba Ledoux—. Debería ser devuelta a su padre.
—¡¡Por encima de mi cadáver, Colbert!! —se apresuró a contestar Pierre.
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