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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 19
El buen humor de Joe, no obstante, era sólo aparente. Al llegar al salón, el revoltijo de cuerpos borrachos y olores concentrados le desagradó. Por entonces, mujeres desconocidas y hombres ahítos de ron eran sus compañeros, sí, pero no por eso se sentía cómodo con sus desenfrenadas juergas, que, por otro lado, no podía eludir.
Cogió una manzana, agarró una botella del gollete y salió a la calle. Buscó un lugar tranquilo, junto a la entrada del puerto, se recostó en una pared y mordisqueó la fruta acompañándola de frecuentes tragos.
El océano estaba revuelto, como su estómago. Como sus recuerdos, que volvieron a aguijonearlo, insistentes. Pero un sol débil aparecía en lontananza.
Su carrera había sido meteórica.
Desde que fue descubierto, varias millas mar adentro de Port Royal, atado a uno de los cabos de la fragata de Boullant, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Lo habían izado a cubierta exánime y sólo más tarde, cuando despertó, se enteró de que a bordo del Missionnaire se había desatado una discusión sobre qué hacer con el polizón.
Las marcas que Edgar Colbert le había dejado en la espalda y las de sus muñecas confirmaron a los franceses que no se trataba de un espía inglés. Fue lo que le salvó la vida y evitó que lo lanzaran de nuevo al mar o lo colgaran. Boullant aceptó tenerlo a bordo, al menos hasta que despertara. Después, ya vería si lo hacían caminar por la plancha para pasto de los tiburones.
En cuanto despertó, lo llevaron, maniatado, a la cabina del capitán francés. François y Pierre lo interrogaron y Joe no desperdició la ocasión de sacar la bilis tanto tiempo contenida al relatarles su estancia en la isla, la muerte de Nick y su milagrosa huida durante el ataque.
—Probaremos si sabes hacer algo más que cortar caña —decidió Boullant—. Hemos perdido algunos hombres y necesito tus músculos.
Los trabajos que le encomendaron distaban poco de los que había llevado a cabo hasta entonces. Limpiar la cubierta, encargarse de los aparejos, subirse a las jarcias y ayudar al cocinero fueron algunas de sus ocupaciones. Pero un mes después de abandonar Port Royal, se presentó su oportunidad.
Dos de las cuatro naves de la flotilla pirata se habían quedado rezagadas en puerto, reparando algunos desperfectos, y al salir de un banco de niebla se dieron de bruces con dos galeones ingleses. Avistados por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de prepararse y recibieron fuego enemigo, que acertó al Missionnaire en un costado. Varios marineros resultaron heridos o muertos y, con la cobertura del otro buque, los ingleses lanzaron los ganchos para abordarles.
Joe no tuvo tiempo de pensar demasiado. Conocía bien cómo eran los galeones ingleses, embarcaciones de beques bajos y elegantes, con castillo de proa de una única cubierta. La ausencia de batayolas entre el alcázar y el castillo dejaban bastante expuesta a la tripulación y, en la mayoría de los casos, las borlas se reforzaban con tablas o bultos, fáciles de destrozar. Pese a ello, solían tener más artillería que los galeones mediterráneos y llevaban culebrinas de 18 o 19 libras, capaces de disparos rápidos y muy precisos a buena distancia.
Ahora estaba con aquellos hombres, con Boullant, y nadie iba a preguntarle el motivo, así que, como ya era un proscrito, hizo lo único que podía para intentar salvar la vida. Y, de paso, segar algunas de los soldados de su graciosa majestad. Recorrió los puestos de artillería gritando instrucciones, indicando hacia adónde debían dirigir los cañones. Joe no supo si por temor o porque lo vieron tan seguro, los artilleros le hicieron caso y consiguieron alcanzar las naves enemigas.
Luego, cuando el abordaje era ya un hecho, se agenció el sable de uno de los caídos y luchó, codo con codo, con Boullant y Ledoux, con tanto coraje, que posiblemente su acero causó más bajas inglesas que ninguno.
Rechazado el ataque, lucía un tajo en el brazo derecho y otro en el muslo, pero la refriega había supuesto un estímulo y ni siquiera sentía el dolor de las heridas.
Se apoderaron del cargamento inglés y de una de las embarcaciones enemigas; la otra fue pasto de las llamas.
Boullant lo mandó llamar algo más tarde a su camarote, cuando los otros barcos de la flotilla se les unieron. Al entrar, encontró allí a los cuatro capitanes y a Ledoux, que lo observaban en silencio. El capitán del Missionnaire se dirigió a él:
—Francamente, muchacho, contigo enfrente no me gustaría ser inglés.
Acababa de ganarse el derecho a pertenecer por completo a la tripulación, se lo apartó de los trabajos serviles y le hicieron entrega de sus armas. Demostró tener una mente lúcida y un valor inestimable cuando se trataba de abordar barcos o atacar puertos bajo protección de la Corona británica y, tanto Boullant como Ledoux y los otros tres capitanes consultaban con él antes de iniciar cualquier asalto.
En poco tiempo, su nombre empezó a sonar en los lugares donde fondeaban y, lo que era más satisfactorio, comenzó a hablarse de él con cierto temor.
Joe sólo puso una condición: no participar nunca en ataques a barcos que llevaran como distintivo la bandera de España. Pero tampoco hacía nada por impedir que los demás abordaran esos navíos. El paso del tiempo y las calamidades lo habían arrastrado a la misma conclusión a la que Fran llegó en su día: no le debía nada a su rey, ya que sus podridas leyes fueron la causa que lo arrastró al infortunio y, como consecuencia, propició la muerte de su hermano. Necesitaba convencerse de la verdad de lo que pensaba para llevar a cabo su venganza, y lo hizo. Por otro lado, ver cómo se hundían algunas naves y les arrebataban los tesoros robados del Nuevo Mundo era su manera de resarcirse y alimentar su inquina. Siempre fue crítico con el modo mezquino en que la Corona de España se enriquecía a costa de los indígenas, así que, por ese lado, su conciencia estaba tranquila. Despojarlos de sus cofres cargados de oro no era más que robarle a un ladrón.
Se obligó a ahuyentar sus recuerdos y clavó sus ojos en el barco anclado a lo lejos. Lo invadió el orgullo al contemplar su elegante línea, sus velas recogidas y el mascarón de proa: un ángel de madera negra. Aquella nave era lo único que ahora le importaba de verdad. Era suya desde que se había enfrentado a muerte con su anterior dueño, un despreciable sujeto, allá en Providence, el lugar más apestoso de todo el Caribe. Se trataba de una fragata de tres palos, de fabricación inglesa, que había llevado el nombre de Scapula. Ligera como el viento y esbelta y grácil como una mujer. Y su interior, de un gusto exquisito, porque la cabina estaba totalmente forrada de madera, con muebles sólidos y alfombras orientales. Un verdadero lujo para un hombre de mar. Joe realizó pocos cambios y se agenció una tripulación en La Martinica, donde había decidido fijar su residencia y donde ya se construía su futura casa.
Naturalmente, le cambió el nombre.
Ahora, aquella fragata era El Ángel Negro, y con ella barría a los ingleses para vengar la muerte de Nick y Carlota y comenzaba a ser conocida y temida, cuando no odiada, en aquella parte del mundo.
Se acercó al borde del malecón y se quedó allí mirándola. Con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho, en la misma postura en que se lo solía ver cuando capitaneaba su nave en alta mar.
«El Ángel Negro», se dijo, henchido de orgullo. Eso exactamente era la nave. El mismísimo príncipe de los infiernos que embestía a los barcos ingleses para enviarlos al averno. El barco le iba que ni pintado con su personalidad. Y le gustaba.
Una vez tomó posesión de él había jurado que maldecirían aquel nombre, y lo estaba consiguiendo.
Una mano se posó en su hombro y, de inmediato, Joe se volvió, sable en ristre.
Pierre brincó hacia atrás, poniendo distancia entre él y el español.
—¡Joder! —protestó airadamente—. Un poco más y me atraviesas. ¿Te has vuelto loco?
—Disculpa. —Envainó el acero y se concentró de nuevo en su nave—. Pero no vuelvas a acercarte a mí tan sigilosamente. Puede que en otra ocasión mis reflejos fallen y en efecto te encuentres ensartado como una aceituna.
A Pierre le hizo gracia la advertencia. Tendrían que pasar años para que los reflejos de aquel hijo del diablo se desvaneciesen. Era rápido como un latigazo, hábil con el sable y la pistola y peligroso como una serpiente. Desde que lo conocía, nadie había conseguido ganarle a espada. Tampoco era fácil pelear con él con los puños, porque, el muy maldito, saltaba de un lado a otro con tanta rapidez que apenas era posible acertarle. En la mayoría de las ocasiones, cuando su contrincante lograba por fin darle, ya llevaba encajados un par de mazazos que lo tenían aturdido.
La primera vez que Pierre lo vio luchar se rió a placer. Comentó que parecía un saltimbanqui. Pero Joe solía ganar sus peleas sin permitir que su rival le tocase la cara. Así que le pidió al español que le enseñara. Sus clases resultaron fructíferas y ahora él también alardeaba de su habilidad.
—Es tan bonita como una mujer, ¿verdad? —le preguntó a Joe, admirando la silueta de la fragata, bañada en esos momentos por los rayos de un sol mortecino.
Éste lo miró por encima del hombro y sonrió.
—Más que ninguna mujer —apostilló.
—Cuida que no te la arrebaten, mon ami —le advirtió—. Es una belleza que suscita envidias. Como tú.
—Que sigan envidiándola. —Se encogió de hombros.
—Depardier es uno de sus más fervientes admiradores.
Al oír el nombre del capitán del Prince, le dedicó toda su atención.
—Depardier es un necio —respondió con hastío.
—Pero pelea bien. Y sabe cómo arrastrar a una tripulación a la rebelión.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… —Pierre se masajeó el lóbulo de su oreja derecha donde lucía un pendiente, regalo de una muchacha de hacía mucho tiempo, y echó a andar, seguido por Joe—. He oído por ahí… Ya sabes, habladurías de taberna y de borrachos… Está ofreciendo un cinco por ciento de los beneficios de los abordajes a algunos de tus hombres. Se entiende que de la parte que le corresponde al capitán, claro está.
Una ráfaga de viento le echó al español el cabello sobre sus ojos y él se lo apartó con un rápido movimiento que hizo brillar el aro de oro de su oreja. Una lenta y demoníaca sonrisa embelleció su atractivo y tostado rostro. De repente, se echó a reír y Pierre no entendió qué era lo que le hacía gracia, porque lo que acababa de contarle implicaba un peligro cierto. ¡Por todos los delfines del océano! Depardier estaba intentando sublevar a su tripulación contra él y se lo tomaba a broma.
Joe le palmeó el hombro para tranquilizarlo. Entre ellos se había establecido un vínculo muy fuerte desde que le salvara el cuello al francés en más de una ocasión. Sabía que Ledoux haría cualquier cosa por ayudarlo, incluso arriesgar su propia vida. Y el sentimiento de camaradería era mutuo.
—No te preocupes, yo lo arreglaré.
—Seguro. Seguro que lo haces, sí. Pero ¿no pensarás matarlo?
—Es posible —respondió enigmático—. Parece que tienes fijación por eliminarlo.
—Es un mal bicho. Fran no confía demasiado en él tampoco, pero dice que lo necesita. Cualquier día nos traicionará. ¿Vas a matarlo? —insistió.
—Es posible —repitió Joe.
El buen humor de Joe, no obstante, era sólo aparente. Al llegar al salón, el revoltijo de cuerpos borrachos y olores concentrados le desagradó. Por entonces, mujeres desconocidas y hombres ahítos de ron eran sus compañeros, sí, pero no por eso se sentía cómodo con sus desenfrenadas juergas, que, por otro lado, no podía eludir.
Cogió una manzana, agarró una botella del gollete y salió a la calle. Buscó un lugar tranquilo, junto a la entrada del puerto, se recostó en una pared y mordisqueó la fruta acompañándola de frecuentes tragos.
El océano estaba revuelto, como su estómago. Como sus recuerdos, que volvieron a aguijonearlo, insistentes. Pero un sol débil aparecía en lontananza.
Su carrera había sido meteórica.
Desde que fue descubierto, varias millas mar adentro de Port Royal, atado a uno de los cabos de la fragata de Boullant, su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Lo habían izado a cubierta exánime y sólo más tarde, cuando despertó, se enteró de que a bordo del Missionnaire se había desatado una discusión sobre qué hacer con el polizón.
Las marcas que Edgar Colbert le había dejado en la espalda y las de sus muñecas confirmaron a los franceses que no se trataba de un espía inglés. Fue lo que le salvó la vida y evitó que lo lanzaran de nuevo al mar o lo colgaran. Boullant aceptó tenerlo a bordo, al menos hasta que despertara. Después, ya vería si lo hacían caminar por la plancha para pasto de los tiburones.
En cuanto despertó, lo llevaron, maniatado, a la cabina del capitán francés. François y Pierre lo interrogaron y Joe no desperdició la ocasión de sacar la bilis tanto tiempo contenida al relatarles su estancia en la isla, la muerte de Nick y su milagrosa huida durante el ataque.
—Probaremos si sabes hacer algo más que cortar caña —decidió Boullant—. Hemos perdido algunos hombres y necesito tus músculos.
Los trabajos que le encomendaron distaban poco de los que había llevado a cabo hasta entonces. Limpiar la cubierta, encargarse de los aparejos, subirse a las jarcias y ayudar al cocinero fueron algunas de sus ocupaciones. Pero un mes después de abandonar Port Royal, se presentó su oportunidad.
Dos de las cuatro naves de la flotilla pirata se habían quedado rezagadas en puerto, reparando algunos desperfectos, y al salir de un banco de niebla se dieron de bruces con dos galeones ingleses. Avistados por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de prepararse y recibieron fuego enemigo, que acertó al Missionnaire en un costado. Varios marineros resultaron heridos o muertos y, con la cobertura del otro buque, los ingleses lanzaron los ganchos para abordarles.
Joe no tuvo tiempo de pensar demasiado. Conocía bien cómo eran los galeones ingleses, embarcaciones de beques bajos y elegantes, con castillo de proa de una única cubierta. La ausencia de batayolas entre el alcázar y el castillo dejaban bastante expuesta a la tripulación y, en la mayoría de los casos, las borlas se reforzaban con tablas o bultos, fáciles de destrozar. Pese a ello, solían tener más artillería que los galeones mediterráneos y llevaban culebrinas de 18 o 19 libras, capaces de disparos rápidos y muy precisos a buena distancia.
Ahora estaba con aquellos hombres, con Boullant, y nadie iba a preguntarle el motivo, así que, como ya era un proscrito, hizo lo único que podía para intentar salvar la vida. Y, de paso, segar algunas de los soldados de su graciosa majestad. Recorrió los puestos de artillería gritando instrucciones, indicando hacia adónde debían dirigir los cañones. Joe no supo si por temor o porque lo vieron tan seguro, los artilleros le hicieron caso y consiguieron alcanzar las naves enemigas.
Luego, cuando el abordaje era ya un hecho, se agenció el sable de uno de los caídos y luchó, codo con codo, con Boullant y Ledoux, con tanto coraje, que posiblemente su acero causó más bajas inglesas que ninguno.
Rechazado el ataque, lucía un tajo en el brazo derecho y otro en el muslo, pero la refriega había supuesto un estímulo y ni siquiera sentía el dolor de las heridas.
Se apoderaron del cargamento inglés y de una de las embarcaciones enemigas; la otra fue pasto de las llamas.
Boullant lo mandó llamar algo más tarde a su camarote, cuando los otros barcos de la flotilla se les unieron. Al entrar, encontró allí a los cuatro capitanes y a Ledoux, que lo observaban en silencio. El capitán del Missionnaire se dirigió a él:
—Francamente, muchacho, contigo enfrente no me gustaría ser inglés.
Acababa de ganarse el derecho a pertenecer por completo a la tripulación, se lo apartó de los trabajos serviles y le hicieron entrega de sus armas. Demostró tener una mente lúcida y un valor inestimable cuando se trataba de abordar barcos o atacar puertos bajo protección de la Corona británica y, tanto Boullant como Ledoux y los otros tres capitanes consultaban con él antes de iniciar cualquier asalto.
En poco tiempo, su nombre empezó a sonar en los lugares donde fondeaban y, lo que era más satisfactorio, comenzó a hablarse de él con cierto temor.
Joe sólo puso una condición: no participar nunca en ataques a barcos que llevaran como distintivo la bandera de España. Pero tampoco hacía nada por impedir que los demás abordaran esos navíos. El paso del tiempo y las calamidades lo habían arrastrado a la misma conclusión a la que Fran llegó en su día: no le debía nada a su rey, ya que sus podridas leyes fueron la causa que lo arrastró al infortunio y, como consecuencia, propició la muerte de su hermano. Necesitaba convencerse de la verdad de lo que pensaba para llevar a cabo su venganza, y lo hizo. Por otro lado, ver cómo se hundían algunas naves y les arrebataban los tesoros robados del Nuevo Mundo era su manera de resarcirse y alimentar su inquina. Siempre fue crítico con el modo mezquino en que la Corona de España se enriquecía a costa de los indígenas, así que, por ese lado, su conciencia estaba tranquila. Despojarlos de sus cofres cargados de oro no era más que robarle a un ladrón.
Se obligó a ahuyentar sus recuerdos y clavó sus ojos en el barco anclado a lo lejos. Lo invadió el orgullo al contemplar su elegante línea, sus velas recogidas y el mascarón de proa: un ángel de madera negra. Aquella nave era lo único que ahora le importaba de verdad. Era suya desde que se había enfrentado a muerte con su anterior dueño, un despreciable sujeto, allá en Providence, el lugar más apestoso de todo el Caribe. Se trataba de una fragata de tres palos, de fabricación inglesa, que había llevado el nombre de Scapula. Ligera como el viento y esbelta y grácil como una mujer. Y su interior, de un gusto exquisito, porque la cabina estaba totalmente forrada de madera, con muebles sólidos y alfombras orientales. Un verdadero lujo para un hombre de mar. Joe realizó pocos cambios y se agenció una tripulación en La Martinica, donde había decidido fijar su residencia y donde ya se construía su futura casa.
Naturalmente, le cambió el nombre.
Ahora, aquella fragata era El Ángel Negro, y con ella barría a los ingleses para vengar la muerte de Nick y Carlota y comenzaba a ser conocida y temida, cuando no odiada, en aquella parte del mundo.
Se acercó al borde del malecón y se quedó allí mirándola. Con las piernas abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho, en la misma postura en que se lo solía ver cuando capitaneaba su nave en alta mar.
«El Ángel Negro», se dijo, henchido de orgullo. Eso exactamente era la nave. El mismísimo príncipe de los infiernos que embestía a los barcos ingleses para enviarlos al averno. El barco le iba que ni pintado con su personalidad. Y le gustaba.
Una vez tomó posesión de él había jurado que maldecirían aquel nombre, y lo estaba consiguiendo.
Una mano se posó en su hombro y, de inmediato, Joe se volvió, sable en ristre.
Pierre brincó hacia atrás, poniendo distancia entre él y el español.
—¡Joder! —protestó airadamente—. Un poco más y me atraviesas. ¿Te has vuelto loco?
—Disculpa. —Envainó el acero y se concentró de nuevo en su nave—. Pero no vuelvas a acercarte a mí tan sigilosamente. Puede que en otra ocasión mis reflejos fallen y en efecto te encuentres ensartado como una aceituna.
A Pierre le hizo gracia la advertencia. Tendrían que pasar años para que los reflejos de aquel hijo del diablo se desvaneciesen. Era rápido como un latigazo, hábil con el sable y la pistola y peligroso como una serpiente. Desde que lo conocía, nadie había conseguido ganarle a espada. Tampoco era fácil pelear con él con los puños, porque, el muy maldito, saltaba de un lado a otro con tanta rapidez que apenas era posible acertarle. En la mayoría de las ocasiones, cuando su contrincante lograba por fin darle, ya llevaba encajados un par de mazazos que lo tenían aturdido.
La primera vez que Pierre lo vio luchar se rió a placer. Comentó que parecía un saltimbanqui. Pero Joe solía ganar sus peleas sin permitir que su rival le tocase la cara. Así que le pidió al español que le enseñara. Sus clases resultaron fructíferas y ahora él también alardeaba de su habilidad.
—Es tan bonita como una mujer, ¿verdad? —le preguntó a Joe, admirando la silueta de la fragata, bañada en esos momentos por los rayos de un sol mortecino.
Éste lo miró por encima del hombro y sonrió.
—Más que ninguna mujer —apostilló.
—Cuida que no te la arrebaten, mon ami —le advirtió—. Es una belleza que suscita envidias. Como tú.
—Que sigan envidiándola. —Se encogió de hombros.
—Depardier es uno de sus más fervientes admiradores.
Al oír el nombre del capitán del Prince, le dedicó toda su atención.
—Depardier es un necio —respondió con hastío.
—Pero pelea bien. Y sabe cómo arrastrar a una tripulación a la rebelión.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno… —Pierre se masajeó el lóbulo de su oreja derecha donde lucía un pendiente, regalo de una muchacha de hacía mucho tiempo, y echó a andar, seguido por Joe—. He oído por ahí… Ya sabes, habladurías de taberna y de borrachos… Está ofreciendo un cinco por ciento de los beneficios de los abordajes a algunos de tus hombres. Se entiende que de la parte que le corresponde al capitán, claro está.
Una ráfaga de viento le echó al español el cabello sobre sus ojos y él se lo apartó con un rápido movimiento que hizo brillar el aro de oro de su oreja. Una lenta y demoníaca sonrisa embelleció su atractivo y tostado rostro. De repente, se echó a reír y Pierre no entendió qué era lo que le hacía gracia, porque lo que acababa de contarle implicaba un peligro cierto. ¡Por todos los delfines del océano! Depardier estaba intentando sublevar a su tripulación contra él y se lo tomaba a broma.
Joe le palmeó el hombro para tranquilizarlo. Entre ellos se había establecido un vínculo muy fuerte desde que le salvara el cuello al francés en más de una ocasión. Sabía que Ledoux haría cualquier cosa por ayudarlo, incluso arriesgar su propia vida. Y el sentimiento de camaradería era mutuo.
—No te preocupes, yo lo arreglaré.
—Seguro. Seguro que lo haces, sí. Pero ¿no pensarás matarlo?
—Es posible —respondió enigmático—. Parece que tienes fijación por eliminarlo.
—Es un mal bicho. Fran no confía demasiado en él tampoco, pero dice que lo necesita. Cualquier día nos traicionará. ¿Vas a matarlo? —insistió.
—Es posible —repitió Joe.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
HOLA HOLA, LISTAS PARA MAS CAPITULOS DE EL ANGEL NEGRO?
PUES SUS DESEOS SERAN CUMPLIDOS :D
PUES SUS DESEOS SERAN CUMPLIDOS :D
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 20
Días después de aquella conversación, surgió la oportunidad de hacerlo y, contra todo pronóstico, Joe no quiso aprovecharla.
Boullant había invitado a sus cuatro capitanes y a sus segundos a su hacienda, una bonita propiedad al norte de La Martinica y muy próxima al terreno que Joe de Jonas había comprado.
En total había diez hombres y, aunque parecía una reunión entre colegas con el único fin de divertirse y descansar durante un par de días del bullicio de Guadalupe, donde las tripulaciones seguían gastando su dinero, Joe presintió que se trataba de algo más.
Y no se confundió.
Tras una opípara cena preparada por Juliet, la cocinera-ama de llaves de Boullant, una indígena de color café con leche de edad indefinida y mal carácter, llegaron las copas. Y Fran los hizo partícipes del motivo por el que estaban allí.
—Si nuestros muchachos siguen gastando el dinero como hasta ahora, pronto deberemos hacernos de nuevo a la mar.
Tras varios meses embarcados, la perspectiva de volver a navegar no levantó entusiasmos.
—Por mi parte, empiezo a tomarle aprecio a esta hacienda y sus comodidades. Pero los hombres lo exigirán en cuanto se les vacíe la bolsa. Quiero saber con quién cuento.
—Siempre te hemos seguido, Fran, pero ¿por qué no esperar unos días más? —quiso saber el capitán del Delfín, un tipo alto y delgado como un junco, picado de viruela, que respondía al nombre de capitán Cangrejo.
—Estoy con él —convino Barboza, el portugués que tenía a su cargo el São Basilio.
—¿Y tú, Adrien?
—Por mí podemos izar velas mañana mismo. —Se encogió de hombros y miró a Joe, que parecía no seguir la conversación, abstraído en su propio mundo y manoseando su copa—. ¿Qué dices tú, español?
Directamente interpelado, Joe levantó la vista.
—Yo no tengo casa aún —dijo—. Y falta mucho para que mis tierras estén listas para plantar. Nada me retiene en La Martinica por tanto. Lo que votéis, estará bien para mí.
—De acuerdo. Pierre, te toca. Diles lo que sabes —le indicó Boullant a su segundo.
La opinión del francés era muy considerada aunque solamente ostentaba el cargo de contramaestre. Mientras que el resto de los de su rango tenían voz, pero no voto, a él se le concedían ciertos privilegios.
—Tres navíos de bandera inglesa saldrán de Port Royal con rumbo al viejo continente. —Guardó un corto silencio que llenó de intriga o codicia los ojos de unos y otros—. Maderas, azúcar, café y cacao, amén de la recaudación de unos cuantiosos impuestos con destino a las arcas de su graciosa majestad.
El capitán del Prince recibió la noticia como el maná.
—Parece un bocado apetitoso.
—Por eso os he reunido, mes amis. Tal vez debamos salir a su encuentro, los interceptamos y… voilà!
El nombre de Port Royal le removió a Joe las entrañas, pero no dijo nada. Dejó que los otros se enfrascasen en la discusión sobre la conveniencia de soltar amarras cuanto antes. Al final, acordaron conceder un par de jornadas extra de diversión a las tripulaciones. Y él estuvo de acuerdo. Hasta aquel momento, se decantaba más por prolongar su estancia en La Martinica, supervisando el trabajo de su futura casa y de sus tierras, aunque se guardó de decirlo. Pero aquella circunstancia lo cambiaba todo. Volvían a ponerle un cebo que no quería ni podía despreciar. Y, a fin de cuentas, la persona que había contratado para que llevara las riendas de sus propiedades, que no era otro que el cuñado de la criada de Boullant, se estaba moviendo con diligencia y él le tenía total confianza.
Salir a la caza de ingleses le resultaba mucho más atrayente que ejercer de hacendado.
Una vez acordado el plan de acción, sirvieron otra copa y Depardier le dio una orden a su segundo, que asintió y se fue.
—También yo tengo una sorpresa para esta velada —les dijo, enigmático.
Su hombre de confianza regresó poco después, tirando de una cuerda a la que iba amarrado por el cuello un muchachito delgado y asustado. Un tirón al entrar lo obligó a caer de rodillas y Joe vio de inmediato, con enorme desagrado, que le habían lacerado la piel. El crío no dejó escapar una queja, pero lágrimas de dolor resbalaban por sus enjutas mejillas.
—Lo descubrí junto a la taberna. El muy piojoso habla francés, pero no lo es —les informó Depardier—. Juraría que es inglés y que nos va a dar mucha información.
El maltrato a seres indefensos, que Joe había sufrido en propias carnes, no era algo que pudiera digerir. Le repugnaba. Y mostraba, por otra parte, el alma cruel de Adrien.
El chico, arrodillado y sin levantar la vista del suelo, temblaba de miedo.
—¿Y qué importancia puede tener para nosotros un crío, sea de donde diablos sea? —lo interpeló—. ¿O es que ahora tememos a los niños de pecho?
El tono de mofa hizo tensarse al francés, que se revolvió.
—¡Yo no le temo a nadie, español! Pero he llegado a la conclusión de que el chico es un espía.
—¡Valiente memez! ¿Un espía? ¿De quién? Si acaso, el chico de los recados de la furcia con la que te acostaste anoche. Por cierto, ¿ya le has pagado sus servicios?
Adrien se levantó como impulsado por un resorte para responder a la provocación, pero Ledoux se interpuso entre ambos.
—No quiero peleas en mi casa, caballeros —advirtió Boullant.
—Es solamente una criatura —opinó el portugués.
—Deja que se vaya, amigo —intervino un tercero—. No es más que un niño.
Pero Depardier no se echó atrás. También odiaba todo lo que fuera inglés y creía a pies juntillas que el mocoso era algo así como un informador. Joe se esforzaba por comprender qué veía en el niño que lo soliviantaba tanto. Era un fanático, ya no le cupo ninguna duda. Y peligroso.
—¡Vamos, cabrón, habla! —Depardier estiró de la cuerda que sujetaba al muchacho—. Confiesa quién te envía a espiar.
Joe apretó los puños y se le fue acercando despacio. Pierre advirtió su movimiento y se hizo a un lado al captar el brillo demoníaco de sus ojos. Medio sonrió, dando por sentada ya la muerte de Adrien.
Casi nadie veía con buenos ojos la obcecación de éste, pero no podían intervenir si querían mantener la armonía. Fran decidió que, si la cosa iba a más, arrancaría al chico de sus garras a pesar de las consecuencias.
—¿Qué… Qué des… desea saber…, señor?
El francés lo agarró de la andrajosa túnica que lo cubría y lo levantó dos palmos del suelo. Luego lo abofeteó y lo soltó. La túnica se desgarró y los ojos de Joe volaron hacia las marcas que cruzaban la esquelética espalda del niño.
Se interpuso, evitando que a éste lo alcanzara una patada y se le despertó el deseo salvaje de acabar de una vez por todas con aquel desgraciado desequilibrado. Pero estaba en casa de Fran y eso le impidió dar rienda suelta a la rabia que se le estaba acumulando.
—¿Eres súbdito de Inglaterra? —le preguntó, anteponiéndose a Depardier.
El crío lo miró con respeto. Ya no era el tipo hosco, malcarado y desaliñado quien le hablaba, sino un hombre de ceñido pantalón negro, camisa abullonada del mismo color y botas de caña alta. Negó con la cabeza, porque las palabras se le atascaban en la garganta.
—¿No eres inglés?
—No, señor —consiguió articular—. Bueno… mi padre nació en Dover, pero mi madre era belga.
—¿No os lo había dicho yo? —se jactó Depardier.
—¿Y dónde están ahora?
—Murieron. Por las fiebres. —Se limpió la nariz con el dorso de la mano—. De eso hace unos cuatro años, señor.
—Y tú, ¿cuántos tienes? —quiso saber Joe, hablándole ahora en un francés fluido.
—Casi catorce, señor.
—¿Casi?
—Me faltan sólo diez meses para cumplirlos —respondió, sacando pecho.
A Joe le agradó el gesto, pero evitó demostrarlo.
—Eres un mocoso —le dijo. Entonces, se volvió hacia Depardier—. Un mocoso cuyo cuerpo aún no está desarrollado para aplicarle el látigo.
—Es mi prisionero. Y con él hago lo que quiero. ¡Y te digo que es inglés! Los huelo a millas de distancia.
—Yo diría que a quien se huele a distancia es a ti —lo insultó Joe para aguijonearlo.
—Nací en Bélgica —se aventuró a explicar el chico, con lo que de nuevo atrajo la atención hacia él—. Mis padres murieron en el barco y el capitán Marcel Griñot se hizo cargo de mí hasta hace poco.
—¡Griñot! —masculló Depardier—. Un inútil que no distinguía una foca de una rana. ¡Y que además está muerto!
—Entonces no podemos interrogarlo, ¿verdad? —continuó Joe con su aplomo habitual.
Ledoux y los demás observaban la escena en silencio. Ninguno de los presentes quería enfrentarse abiertamente a aquel perturbado, ni entrometerse entre él y su prisionero, porque cada capitán mantenía su independencia, y lo que hicieran cuando no batallaban en mar abierto era cosa suya. Pero, en el fondo, rabiaban porque De Jonas lo pusiera en su sitio.
—¡No hace falta interrogar a nadie! —zanjó Adrien—. El chico es mío y se acabó. Lo he hecho traer para divertirnos un poco, pero… —esbozó una sonrisa ladina—, si a nuestro joven y delicado capitán español le molesta… —Sorteó a Joe, agarró la cuerda y tiró del chico para llevárselo antes de que el otro captara su sarcasmo.
Una garra de acero atrapó su muñeca.
—Te lo compro.
El francés echó la cabeza hacia atrás y se rió en su cara.
—No está en venta. Le debo un favor a un fulano de Guadalupe al que le gustan los mocosos.
Un relámpago negro atravesó las pupilas de Joe, y sus palabras sonaron a cantos celestiales en los oídos de Pierre cuando dijo:
—Entonces, batámonos por el chico.
Adrien perdió parte de su aplomo al oírlo y soltó a su presa, que retrocedió de inmediato hasta un rincón. Entrecerró los ojos, fijos en Joe, y adelantó el labio inferior, como si meditara sobre el reto. Era una inmejorable propuesta para él, la oportunidad que había estado esperando. Joe tampoco era santo de su devoción. Lo envidiaba por ser como era, por tener una tripulación que llegó a su barco siendo escoria y se había convertido en la mejor de las cinco naves de la flotilla, por ganarse a las mujeres con su sola presencia. ¡Y por capitanear El Ángel Negro! Y ahora se lo ponía en bandeja.
—Batirme por una ruina como ésta sería de idiotas, español. Pero podríamos hacerlo por algo más —sugirió.
—Muestra tus cartas.
—Si soy el vencedor, me quedo con El Ángel Negro.
Joe se puso muy serio brevemente y luego estalló en carcajadas.
—¡Acabáramos! —dijo—. ¡Nada menos que El Ángel Negro, condenación!
—Si no quieres perderlo, olvídate del chico.
El rostro de Joe fue todo concentración. No dijo nada y se encaminó a la puerta. Se miraban unos a otros preguntándose si el aguerrido español había desistido. Y Depardier se ufanó ante ellos… hasta que se oyó:
—¡Empecemos, no tengo toda la noche!
Adrien se abalanzó hacia la puerta y todos los demás lo siguieron a una.
—¡Luces aquí! —pidió Boullant.
Sus criados se afanaron en distribuir antorchas por el patio, que en poco tiempo quedó tan iluminado como el salón. Los dos rivales se estudiaban en silencio. El resto formó un círculo en torno a ellos y, antes de que comenzara el duelo, ya habían tomado partido por uno u otro y empezaron a jalearlos. A Depardier lo apoyaba su hombre de confianza y el segundo de a bordo del portugués. Los demás animaban al español. Salvo François, al que no le gustaba meterse en las refriegas de sus capitanes. Ledoux, sin embargo, ardía en deseos de ver a Adrien ensartado.
Algo apartado del corrillo, pero con una visión perfecta debido a su elevada estatura, un hombretón fornido y hosco que apenas había abierto la boca desde que pisaron la hacienda pasó un brazo sobre los hombros del niño y lo mantuvo a su costado. Armand Briset, contramaestre y lugarteniente de Joe, estaba seguro de quién iba a ser el ganador de aquella pelea. La criatura se pegó más a él cuando se escuchó el siseo de los sables al salir de sus fundas, y el hombre le revolvió el sucio cabello.
—No te preocupes, hijo. Si el capitán no acaba con ese cerdo, lo haré yo.
Los contrincantes tomaron posiciones. Se midieron moviéndose en círculos y luego los aceros chocaron.
Agarrado a los faldones de la chaqueta de Briset, el muchacho asistía al combate con los ojos muy abiertos. El francés se movía con maestría, pero era algo lento, su cuerpo macizo lo ralentizaba. Sin embargo, el otro, el que vestía de negro y se estaba batiendo por él, era ágil y se mostraba seguro de sí mismo. Armand también veía los movimientos felinos de su capitán. Era como ver a un gato jugando con un ratón. Atacaba y retrocedía, lanzaba un mandoble a la derecha y otro a la izquierda, luego arriba, abajo, de nuevo arriba…
En cada golpe, saltaban chispas. Sus seguidores los animaban, pero ninguno de los dos rivales parecía escucharlos, concentrados como estaban en su contrario.
Depardier lanzó un golpe terrorífico y Joe lo paró a duras penas. La fuerza del mandoble hizo que éste resbalara sobre las baldosas del patio y entonces el francés atacó con más brío, seguro ya de tener su alma en el filo del sable y, lo que era mejor, El Ángel Negro. Pero erró, porque el español no sólo se recuperó en un segundo sino que contestó a su lance con una serie de golpes en aspa que lo obligaron a retroceder.
Joe sabía que su mayor ventaja era la rapidez y se propuso acosarle. Iba a hacer sudar a aquel hijo de perra. Sí, iba a meterle el miedo en el cuerpo. Se estaba divirtiendo y alargaría el combate un poco más, permitiendo incluso que Adrien recobrara cierta ventaja. Así se mantuvieron en un toma y daca.
Hasta que se cansó del juego. Y cuando eso sucedió, sólo le hicieron falta tres movimientos en ataques, fieros, coordinados y seguros, para que el arma de Depardier volara por los aires y aterrizara a los pies de Armand, que la recogió con cierta flema.
El capitán retrocedió un paso. Resollaba como un cerdo a punto del sacrificio mientras que su rival apenas parecía haber hecho un ensayo. Nunca antes lo habían desarmado tan limpia y certeramente.
La punta del sable de Joe se apoyó en su gaznate y Depardier dejó de respirar. El miedo electrizó su espina dorsal.
—¿Es suficiente, Adrien? —le preguntó el español, firme pero tranquilo.
El otro no osaba ni parpadear. Dio su conformidad con un hilo de voz, sin atreverse a mover un músculo. Solamente entonces Joe devolvió el sable a su funda. Buscó con la mirada al pilluelo y se felicitó porque estuviera junto a su contramaestre. Le hizo un gesto con la mano y el crío se apresuró a correr hacia él. El brillo de agradecimiento de aquellos ojos enormes ya fue suficiente recompensa para Joe .
—¿Como te llamas, muchacho?
—Timmy, mon capitain. Timmy Benson.
—Ve al puerto, a la taberna del Tiburón Azul. Busca a un hombre llamado Swanson y dile que vas de mi parte. Él te proporcionará alojamiento y comida. Y un buen baño, porque apestas, chico. Desde ahora mismo, eres grumete de El Ángel Negro.
Al niño se le dibujó el éxtasis en la cara y una ancha sonrisa apareció en sus labios. Se cuadró, se llevó la mano derecha a la sien y gritó:
—¡Sí, capitán! —Y salió a escape de allí.
—¡Y que te compre ropa nueva! —añadió Joe.
El corrillo se disolvió para regresar al salón y Pierre se acercó al español, poco convencido de lo que éste acababa de hacer.
—¿Vas a dejarlo ir? Me parece que te has batido por nada.
Joe de Jonas se encogió de hombros.
—Te equivocas, Ledoux. Timmy estará en mi barco cuando suba a bordo, y eso le recordará quién manda allí. Curiosamente… —se volvió para mirar el rostro ceniciento de Depardier, que permanecía solo mirando su humillación—, mis hombres me son leales… Incluso cuando algún cabrón trata de sobornarlos para que se me rebelen. ¿Será porque en lugar de la ruindad de un cinco por ciento de la parte del capitán… les doy el diez? —dejó caer.
Días después de aquella conversación, surgió la oportunidad de hacerlo y, contra todo pronóstico, Joe no quiso aprovecharla.
Boullant había invitado a sus cuatro capitanes y a sus segundos a su hacienda, una bonita propiedad al norte de La Martinica y muy próxima al terreno que Joe de Jonas había comprado.
En total había diez hombres y, aunque parecía una reunión entre colegas con el único fin de divertirse y descansar durante un par de días del bullicio de Guadalupe, donde las tripulaciones seguían gastando su dinero, Joe presintió que se trataba de algo más.
Y no se confundió.
Tras una opípara cena preparada por Juliet, la cocinera-ama de llaves de Boullant, una indígena de color café con leche de edad indefinida y mal carácter, llegaron las copas. Y Fran los hizo partícipes del motivo por el que estaban allí.
—Si nuestros muchachos siguen gastando el dinero como hasta ahora, pronto deberemos hacernos de nuevo a la mar.
Tras varios meses embarcados, la perspectiva de volver a navegar no levantó entusiasmos.
—Por mi parte, empiezo a tomarle aprecio a esta hacienda y sus comodidades. Pero los hombres lo exigirán en cuanto se les vacíe la bolsa. Quiero saber con quién cuento.
—Siempre te hemos seguido, Fran, pero ¿por qué no esperar unos días más? —quiso saber el capitán del Delfín, un tipo alto y delgado como un junco, picado de viruela, que respondía al nombre de capitán Cangrejo.
—Estoy con él —convino Barboza, el portugués que tenía a su cargo el São Basilio.
—¿Y tú, Adrien?
—Por mí podemos izar velas mañana mismo. —Se encogió de hombros y miró a Joe, que parecía no seguir la conversación, abstraído en su propio mundo y manoseando su copa—. ¿Qué dices tú, español?
Directamente interpelado, Joe levantó la vista.
—Yo no tengo casa aún —dijo—. Y falta mucho para que mis tierras estén listas para plantar. Nada me retiene en La Martinica por tanto. Lo que votéis, estará bien para mí.
—De acuerdo. Pierre, te toca. Diles lo que sabes —le indicó Boullant a su segundo.
La opinión del francés era muy considerada aunque solamente ostentaba el cargo de contramaestre. Mientras que el resto de los de su rango tenían voz, pero no voto, a él se le concedían ciertos privilegios.
—Tres navíos de bandera inglesa saldrán de Port Royal con rumbo al viejo continente. —Guardó un corto silencio que llenó de intriga o codicia los ojos de unos y otros—. Maderas, azúcar, café y cacao, amén de la recaudación de unos cuantiosos impuestos con destino a las arcas de su graciosa majestad.
El capitán del Prince recibió la noticia como el maná.
—Parece un bocado apetitoso.
—Por eso os he reunido, mes amis. Tal vez debamos salir a su encuentro, los interceptamos y… voilà!
El nombre de Port Royal le removió a Joe las entrañas, pero no dijo nada. Dejó que los otros se enfrascasen en la discusión sobre la conveniencia de soltar amarras cuanto antes. Al final, acordaron conceder un par de jornadas extra de diversión a las tripulaciones. Y él estuvo de acuerdo. Hasta aquel momento, se decantaba más por prolongar su estancia en La Martinica, supervisando el trabajo de su futura casa y de sus tierras, aunque se guardó de decirlo. Pero aquella circunstancia lo cambiaba todo. Volvían a ponerle un cebo que no quería ni podía despreciar. Y, a fin de cuentas, la persona que había contratado para que llevara las riendas de sus propiedades, que no era otro que el cuñado de la criada de Boullant, se estaba moviendo con diligencia y él le tenía total confianza.
Salir a la caza de ingleses le resultaba mucho más atrayente que ejercer de hacendado.
Una vez acordado el plan de acción, sirvieron otra copa y Depardier le dio una orden a su segundo, que asintió y se fue.
—También yo tengo una sorpresa para esta velada —les dijo, enigmático.
Su hombre de confianza regresó poco después, tirando de una cuerda a la que iba amarrado por el cuello un muchachito delgado y asustado. Un tirón al entrar lo obligó a caer de rodillas y Joe vio de inmediato, con enorme desagrado, que le habían lacerado la piel. El crío no dejó escapar una queja, pero lágrimas de dolor resbalaban por sus enjutas mejillas.
—Lo descubrí junto a la taberna. El muy piojoso habla francés, pero no lo es —les informó Depardier—. Juraría que es inglés y que nos va a dar mucha información.
El maltrato a seres indefensos, que Joe había sufrido en propias carnes, no era algo que pudiera digerir. Le repugnaba. Y mostraba, por otra parte, el alma cruel de Adrien.
El chico, arrodillado y sin levantar la vista del suelo, temblaba de miedo.
—¿Y qué importancia puede tener para nosotros un crío, sea de donde diablos sea? —lo interpeló—. ¿O es que ahora tememos a los niños de pecho?
El tono de mofa hizo tensarse al francés, que se revolvió.
—¡Yo no le temo a nadie, español! Pero he llegado a la conclusión de que el chico es un espía.
—¡Valiente memez! ¿Un espía? ¿De quién? Si acaso, el chico de los recados de la furcia con la que te acostaste anoche. Por cierto, ¿ya le has pagado sus servicios?
Adrien se levantó como impulsado por un resorte para responder a la provocación, pero Ledoux se interpuso entre ambos.
—No quiero peleas en mi casa, caballeros —advirtió Boullant.
—Es solamente una criatura —opinó el portugués.
—Deja que se vaya, amigo —intervino un tercero—. No es más que un niño.
Pero Depardier no se echó atrás. También odiaba todo lo que fuera inglés y creía a pies juntillas que el mocoso era algo así como un informador. Joe se esforzaba por comprender qué veía en el niño que lo soliviantaba tanto. Era un fanático, ya no le cupo ninguna duda. Y peligroso.
—¡Vamos, cabrón, habla! —Depardier estiró de la cuerda que sujetaba al muchacho—. Confiesa quién te envía a espiar.
Joe apretó los puños y se le fue acercando despacio. Pierre advirtió su movimiento y se hizo a un lado al captar el brillo demoníaco de sus ojos. Medio sonrió, dando por sentada ya la muerte de Adrien.
Casi nadie veía con buenos ojos la obcecación de éste, pero no podían intervenir si querían mantener la armonía. Fran decidió que, si la cosa iba a más, arrancaría al chico de sus garras a pesar de las consecuencias.
—¿Qué… Qué des… desea saber…, señor?
El francés lo agarró de la andrajosa túnica que lo cubría y lo levantó dos palmos del suelo. Luego lo abofeteó y lo soltó. La túnica se desgarró y los ojos de Joe volaron hacia las marcas que cruzaban la esquelética espalda del niño.
Se interpuso, evitando que a éste lo alcanzara una patada y se le despertó el deseo salvaje de acabar de una vez por todas con aquel desgraciado desequilibrado. Pero estaba en casa de Fran y eso le impidió dar rienda suelta a la rabia que se le estaba acumulando.
—¿Eres súbdito de Inglaterra? —le preguntó, anteponiéndose a Depardier.
El crío lo miró con respeto. Ya no era el tipo hosco, malcarado y desaliñado quien le hablaba, sino un hombre de ceñido pantalón negro, camisa abullonada del mismo color y botas de caña alta. Negó con la cabeza, porque las palabras se le atascaban en la garganta.
—¿No eres inglés?
—No, señor —consiguió articular—. Bueno… mi padre nació en Dover, pero mi madre era belga.
—¿No os lo había dicho yo? —se jactó Depardier.
—¿Y dónde están ahora?
—Murieron. Por las fiebres. —Se limpió la nariz con el dorso de la mano—. De eso hace unos cuatro años, señor.
—Y tú, ¿cuántos tienes? —quiso saber Joe, hablándole ahora en un francés fluido.
—Casi catorce, señor.
—¿Casi?
—Me faltan sólo diez meses para cumplirlos —respondió, sacando pecho.
A Joe le agradó el gesto, pero evitó demostrarlo.
—Eres un mocoso —le dijo. Entonces, se volvió hacia Depardier—. Un mocoso cuyo cuerpo aún no está desarrollado para aplicarle el látigo.
—Es mi prisionero. Y con él hago lo que quiero. ¡Y te digo que es inglés! Los huelo a millas de distancia.
—Yo diría que a quien se huele a distancia es a ti —lo insultó Joe para aguijonearlo.
—Nací en Bélgica —se aventuró a explicar el chico, con lo que de nuevo atrajo la atención hacia él—. Mis padres murieron en el barco y el capitán Marcel Griñot se hizo cargo de mí hasta hace poco.
—¡Griñot! —masculló Depardier—. Un inútil que no distinguía una foca de una rana. ¡Y que además está muerto!
—Entonces no podemos interrogarlo, ¿verdad? —continuó Joe con su aplomo habitual.
Ledoux y los demás observaban la escena en silencio. Ninguno de los presentes quería enfrentarse abiertamente a aquel perturbado, ni entrometerse entre él y su prisionero, porque cada capitán mantenía su independencia, y lo que hicieran cuando no batallaban en mar abierto era cosa suya. Pero, en el fondo, rabiaban porque De Jonas lo pusiera en su sitio.
—¡No hace falta interrogar a nadie! —zanjó Adrien—. El chico es mío y se acabó. Lo he hecho traer para divertirnos un poco, pero… —esbozó una sonrisa ladina—, si a nuestro joven y delicado capitán español le molesta… —Sorteó a Joe, agarró la cuerda y tiró del chico para llevárselo antes de que el otro captara su sarcasmo.
Una garra de acero atrapó su muñeca.
—Te lo compro.
El francés echó la cabeza hacia atrás y se rió en su cara.
—No está en venta. Le debo un favor a un fulano de Guadalupe al que le gustan los mocosos.
Un relámpago negro atravesó las pupilas de Joe, y sus palabras sonaron a cantos celestiales en los oídos de Pierre cuando dijo:
—Entonces, batámonos por el chico.
Adrien perdió parte de su aplomo al oírlo y soltó a su presa, que retrocedió de inmediato hasta un rincón. Entrecerró los ojos, fijos en Joe, y adelantó el labio inferior, como si meditara sobre el reto. Era una inmejorable propuesta para él, la oportunidad que había estado esperando. Joe tampoco era santo de su devoción. Lo envidiaba por ser como era, por tener una tripulación que llegó a su barco siendo escoria y se había convertido en la mejor de las cinco naves de la flotilla, por ganarse a las mujeres con su sola presencia. ¡Y por capitanear El Ángel Negro! Y ahora se lo ponía en bandeja.
—Batirme por una ruina como ésta sería de idiotas, español. Pero podríamos hacerlo por algo más —sugirió.
—Muestra tus cartas.
—Si soy el vencedor, me quedo con El Ángel Negro.
Joe se puso muy serio brevemente y luego estalló en carcajadas.
—¡Acabáramos! —dijo—. ¡Nada menos que El Ángel Negro, condenación!
—Si no quieres perderlo, olvídate del chico.
El rostro de Joe fue todo concentración. No dijo nada y se encaminó a la puerta. Se miraban unos a otros preguntándose si el aguerrido español había desistido. Y Depardier se ufanó ante ellos… hasta que se oyó:
—¡Empecemos, no tengo toda la noche!
Adrien se abalanzó hacia la puerta y todos los demás lo siguieron a una.
—¡Luces aquí! —pidió Boullant.
Sus criados se afanaron en distribuir antorchas por el patio, que en poco tiempo quedó tan iluminado como el salón. Los dos rivales se estudiaban en silencio. El resto formó un círculo en torno a ellos y, antes de que comenzara el duelo, ya habían tomado partido por uno u otro y empezaron a jalearlos. A Depardier lo apoyaba su hombre de confianza y el segundo de a bordo del portugués. Los demás animaban al español. Salvo François, al que no le gustaba meterse en las refriegas de sus capitanes. Ledoux, sin embargo, ardía en deseos de ver a Adrien ensartado.
Algo apartado del corrillo, pero con una visión perfecta debido a su elevada estatura, un hombretón fornido y hosco que apenas había abierto la boca desde que pisaron la hacienda pasó un brazo sobre los hombros del niño y lo mantuvo a su costado. Armand Briset, contramaestre y lugarteniente de Joe, estaba seguro de quién iba a ser el ganador de aquella pelea. La criatura se pegó más a él cuando se escuchó el siseo de los sables al salir de sus fundas, y el hombre le revolvió el sucio cabello.
—No te preocupes, hijo. Si el capitán no acaba con ese cerdo, lo haré yo.
Los contrincantes tomaron posiciones. Se midieron moviéndose en círculos y luego los aceros chocaron.
Agarrado a los faldones de la chaqueta de Briset, el muchacho asistía al combate con los ojos muy abiertos. El francés se movía con maestría, pero era algo lento, su cuerpo macizo lo ralentizaba. Sin embargo, el otro, el que vestía de negro y se estaba batiendo por él, era ágil y se mostraba seguro de sí mismo. Armand también veía los movimientos felinos de su capitán. Era como ver a un gato jugando con un ratón. Atacaba y retrocedía, lanzaba un mandoble a la derecha y otro a la izquierda, luego arriba, abajo, de nuevo arriba…
En cada golpe, saltaban chispas. Sus seguidores los animaban, pero ninguno de los dos rivales parecía escucharlos, concentrados como estaban en su contrario.
Depardier lanzó un golpe terrorífico y Joe lo paró a duras penas. La fuerza del mandoble hizo que éste resbalara sobre las baldosas del patio y entonces el francés atacó con más brío, seguro ya de tener su alma en el filo del sable y, lo que era mejor, El Ángel Negro. Pero erró, porque el español no sólo se recuperó en un segundo sino que contestó a su lance con una serie de golpes en aspa que lo obligaron a retroceder.
Joe sabía que su mayor ventaja era la rapidez y se propuso acosarle. Iba a hacer sudar a aquel hijo de perra. Sí, iba a meterle el miedo en el cuerpo. Se estaba divirtiendo y alargaría el combate un poco más, permitiendo incluso que Adrien recobrara cierta ventaja. Así se mantuvieron en un toma y daca.
Hasta que se cansó del juego. Y cuando eso sucedió, sólo le hicieron falta tres movimientos en ataques, fieros, coordinados y seguros, para que el arma de Depardier volara por los aires y aterrizara a los pies de Armand, que la recogió con cierta flema.
El capitán retrocedió un paso. Resollaba como un cerdo a punto del sacrificio mientras que su rival apenas parecía haber hecho un ensayo. Nunca antes lo habían desarmado tan limpia y certeramente.
La punta del sable de Joe se apoyó en su gaznate y Depardier dejó de respirar. El miedo electrizó su espina dorsal.
—¿Es suficiente, Adrien? —le preguntó el español, firme pero tranquilo.
El otro no osaba ni parpadear. Dio su conformidad con un hilo de voz, sin atreverse a mover un músculo. Solamente entonces Joe devolvió el sable a su funda. Buscó con la mirada al pilluelo y se felicitó porque estuviera junto a su contramaestre. Le hizo un gesto con la mano y el crío se apresuró a correr hacia él. El brillo de agradecimiento de aquellos ojos enormes ya fue suficiente recompensa para Joe .
—¿Como te llamas, muchacho?
—Timmy, mon capitain. Timmy Benson.
—Ve al puerto, a la taberna del Tiburón Azul. Busca a un hombre llamado Swanson y dile que vas de mi parte. Él te proporcionará alojamiento y comida. Y un buen baño, porque apestas, chico. Desde ahora mismo, eres grumete de El Ángel Negro.
Al niño se le dibujó el éxtasis en la cara y una ancha sonrisa apareció en sus labios. Se cuadró, se llevó la mano derecha a la sien y gritó:
—¡Sí, capitán! —Y salió a escape de allí.
—¡Y que te compre ropa nueva! —añadió Joe.
El corrillo se disolvió para regresar al salón y Pierre se acercó al español, poco convencido de lo que éste acababa de hacer.
—¿Vas a dejarlo ir? Me parece que te has batido por nada.
Joe de Jonas se encogió de hombros.
—Te equivocas, Ledoux. Timmy estará en mi barco cuando suba a bordo, y eso le recordará quién manda allí. Curiosamente… —se volvió para mirar el rostro ceniciento de Depardier, que permanecía solo mirando su humillación—, mis hombres me son leales… Incluso cuando algún cabrón trata de sobornarlos para que se me rebelen. ¿Será porque en lugar de la ruindad de un cinco por ciento de la parte del capitán… les doy el diez? —dejó caer.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 21
Acodada en la borda, (TN) inhaló el salitre de la brisa que hacía ondear su cabello y clavó la vista en la inmensa extensión de agua, en esos momentos oscura, misteriosa y sobrecogedora. La estela que dejaba el navío, blanca espuma rizada sobre la negrura del océano, la hipnotizaba. Sentía cierto temor al pensar que estaban a tantas millas de tierra, pero aquel firmamento aterciopelado, inacabable, cuajado de miríadas de rutilantes estrellas que le enviaban guiños, amortiguaba su aprensión.
Una dicha infinita la embargaba: regresaba a Inglaterra. Sí, volvía a casa y su corazón rebosaba de felicidad.
Atrás quedaban muchas cosas y demasiado tiempo de su existencia: la plantación, su tío, su deleznable primo, los esclavos. La crueldad y la humillación que ella hubiera deseado eliminar y no había podido.
Había disfrutado cabalgando por «Promise» y lamentaba haber tenido que abandonar a Capricho, pero echaba tanto de menos su casa que esa punzadita de pena se mitigaba al recordar el verde lujurioso de la campiña inglesa. De haber podido, habría embarcado al potro con ella, pero no había lugar para él en las bodegas de ninguno de los tres barcos, rebosantes de mercancías.
Las voces de los marineros en medio del trajín del barco sonaban como una melodía en sus oídos, porque la acercaban a los suyos. Había extrañado a su familia, deseaba abrazarlos y, aunque casi había cumplido por completo el destierro a que su padre la había condenado, ahora relegaba sus diferencias al olvido.
Cuando llegó su carta diciéndole que disponía de pasaje en uno de los barcos ingleses que arribarían a Port Royal y partiría dos semanas después, casi se volvió loca de contento. Su padre añadía que la echaban de menos y que aguardaban su regreso con ilusión. Pero no hacía ninguna referencia a sus quejas. Y eso intrigaba a (TN). Ella había escrito numerosas cartas a Inglaterra y en todas se rebelaba por lo que sucedía en «Promise». ¿Cómo era posible que él no hiciera mención de eso? ¿Por qué nunca, en sus respuestas, se daba por enterado de sus reclamaciones? ¿Por qué las cartas que recibía de su hermano, siempre sin remitente, tampoco se hacían eco de sus súplicas?
Aún le resultaba un misterio que su padre hubiera tomado la decisión de permitirle volver sólo después de leer la carta que ella dirigió a James hacía más de un año. Su hermano incluía una nota de su puño y letra aclarando que había estado de viaje por Europa y que su misiva le fue entregada a su regreso a Inglaterra, por lo que no estaba al tanto de su situación. Lo que exoneraba a James, pero… ¿y su padre?
—Es lógico, (TN) —había tratado de convencerla Virginia cuando le expuso sus dudas—. A fin de cuentas, le explicabas cosas inadmisibles de su familiar. Y la sangre es la sangre.
—Para mí, la sangre no vale nada si está asociada a la barbarie —respondió ella en tono hosco.
Pero decidió olvidar sus erráticos pensamientos, sus incertidumbres y el dolor sordo que le producía el extraño comportamiento de su progenitor. Dejaba atrás una estancia odiosa y amarga y tenía que pensar en el futuro.
Claro que no todo lo que quedaba atrás eran recuerdos desagradables, pensó con añoranza.
El viento la salpicó con gotas de espuma y (TN) suspiró, pletórica. ¡Qué diablos! Era tremendamente feliz y quería olvidar aquellos años y… El corazón le dio un vuelco inesperado y acusador. ¿Por qué se engañaba? ¿De veras deseaba olvidar todo lo que había vivido en Jamaica? ¿Y qué había de un hombre increíble? ¿Qué, de unos ojos esmeralda que seguían atormentándola en sus largas y virginales noches?
Exhaló el aire, convocando a su memoria un rostro viril, atezado, terriblemente seductor y un cuerpo por el que aún suspiraba. No, nunca podría olvidar a aquel orgulloso y bravo español, se confesó a sí misma. Y el alma se le hacía pedazos al evocarle.
—¿Soñando de nuevo? —oyó que le preguntaban.
(TN) se encogió de hombros, pero no se volvió.
—El viaje se me va a hacer eterno —dijo.
—Aún nos quedan unas cuantas semanas de ruta, no te impacientes.
—Me gustaría estar ya en casa. ¡No sabes lo que me alegra que me acompañes, Virginia! Nunca se lo agradeceré a tu padre lo bastante.
La joven se acomodó a su lado y repuso:
—Soy yo la que debo darte las gracias, (TN), porque de otro modo nunca habría llegado a hacer este viaje; aunque aún no me he recuperado del mareo —bromeó—. Por cierto, el capitán acaba de decirme que mañana iremos a bordo del Eurípides. —(TN) arqueó las cejas un tanto intrigada—. Algo así como una cena de gala —explicó—. El capitán cumple veinticinco años de marino y desea celebrarlo.
—Promete ser divertido —dijo, contemplando de nuevo el dibujo cambiante de la espuma que dejaba la estela del barco y que destacaba como un faro sobre las negras aguas.
Virginia la observó y torció el gesto. (TN) tenía cara de todo menos de encontrar divertida la propuesta.
—¿No te agrada la idea de la fiesta? Hace ya un tiempo que salimos de Port Royal y el viaje comienza a ser tedioso. ¡Ni imagino qué sentiré dentro de unos días! Digo yo que una cena con música y baile no nos vendría mal.
—Seguramente.
—¡Pienso bailar con los tres capitanes!
(TN) se echó a reír. Por fortuna, Virginia conseguía que el trayecto resultara entretenido, siempre se le ocurría algo para matar el tiempo. Además, había conseguido que su tío le regalara a Lidia —a la que firmó los papeles de libertad en cuanto subieron al barco, teniendo como testigos al capitán y al contramaestre— y la muchacha había resultado ser una camarada estupenda y dicharachera. Seguramente, era el efecto de saberse una persona con derechos. Aunque si tenía que ser sincera, la que más hacía por evitarles el aburrimiento de tantos días de navegación era Amanda Clery, la dama de compañía sesentona de Virginia, de la que su amiga no pudo desprenderse. No había parado de contarles anécdotas de su tierra, Irlanda, desde que embarcaron.
—Veo que la perspectiva de la fiesta las ha puesto de buen humor, señoritas —oyeron tras ellas.
—Buenas noches, capitán —saludó (TN)—. Mi amiga me estaba informando sobre el acontecimiento de mañana. Realmente, nos vendrá bien un poco de diversión.
—Haremos lo posible para que no piensen que los viejos lobos de mar somos aburridos. —Sonrió él—. Pero ahora les ruego que regresen a sus camarotes.
—Apenas se nos permite subir a cubierta —se quejó Virginia.
El rostro curtido del capitán McKey se suavizó. No era alto, aunque sí fornido, y su cara resultaba demasiado angulosa para ser agradable, pero era un buen hombre y había demostrado con creces ser un excelente marino y un perfecto anfitrión.
—Recuerden, señoritas, que no viajan en una nave de pasajeros y que tardaremos aún un tiempo en pisar tierra. No es conveniente que la tripulación las tenga a la vista, no sé si me explico… Si surgiera algún inconveniente…
Eran razones de peso y ellas así lo entendieron; ya habían sido advertidas antes de subir a bordo. Además, ¿cómo oponerse cuando únicamente la intervención del padre de (TN) había conseguido aquellos pasajes? ¿Cómo no iban a concederle eso, al menos, si el hombre había admitido a cuatro pasajeras, requisando el camarote de uno de sus hombres de confianza? Le debían demasiado y no iban a ser ellas las que le causaran ninguna preocupación. De sobra sabían que las mujeres a bordo de un barco, durante una larga travesía, podían suponer problemas. Y no olvidaban que ellas también se exponían a un grupo numeroso de hombres que no pisaban puerto desde hacía demasiado tiempo. Así que acataron de buen grado salir a cubierta sólo durante la noche y por espacios cortos de tiempo.
McKey las acompañó hasta su camarote y luego se despidió deseándoles feliz descanso.
El día siguiente amaneció nublado y (TN), asomándose al ojo de buey, soltó una maldición. Esperaba un día espléndido, como los anteriores, pero los elementos parecían oponerse a festejar el aniversario del capitán.
Rezó durante el resto del día para que el tiempo mejorase y la fiesta pudiera celebrarse en la cubierta del Eurípides, pero el tiempo empeoraba visiblemente según avanzaban las horas.
A pesar de la amenaza de tormenta, el capitán ordenó arriar un bote para trasladarlas hasta el otro barco, y sus cuatro pasajeras, su contramaestre y él mismo, subieron a la chalupa que los llevaría a la nave nodriza.
Se sentían relativamente seguras navegando en compañía de dos navíos más, porque, según comentó el capitán McKey, era menos probable que los piratas los atacaran; circunstancia que no se daría de viajar un barco en solitario. Además, tanto el Spirit of sea, la nave en la que ellas viajaban, como el San Jorge, iban armados para la defensa del Eurípides, que era el de mayor envergadura y el que llevaba el cargamento más pesado y valioso.
La pequeña chalupa se meció como un cascarón durante el corto trayecto de una nave a otra, pero las muchachas disfrutaron del recorrido, porque se trataba de algo inusual y representaba una aventura. No pensaban así Lidia y la acompañante de Virginia, cuyos estómagos se rebelaban.
En cuanto subieron a cubierta, el capitán Tarner y el capitán del San Jorge, Ferguson, les dieron la bienvenida. Aquella noche iba a ser especial, incluso para las tres tripulaciones, para las que se había abierto en cada buque un barril de ron.
Dado que el tiempo no ayudaba, se había dispuesto un comedor en las propias dependencias de Tarner, amplias aunque espartanas. A (TN) la enternecieron las guirnaldas color rosa, deficientemente confeccionadas por los marineros, con las que habían adornado el camarote; pero era sólo un detalle en honor a ellas y así lo agradecieron. Había comida y bebida en abundancia y los marineros que se disponían a servir la cena iban razonablemente vestidos y aseados.
En un desafinado coro, felicitaron al capitán McKey, brindaron por sus veinticinco años de servicio en la marina y se sirvió el primer plato. Como era obligado, una deliciosa sopa de tortuga.
(TN) estaba segura: aquella noche iba a ser especial.
Iba a serlo, pero por motivos distintos a los que ella imaginaba.
Relativamente cerca del espacio marino que ocupaban las tres embarcaciones inglesas y amparado por la creciente oscuridad, alguien los mantenía bajo el objetivo del catalejo.
Desde el Missionnaire se hicieron señales con banderas y la flotilla pirata de Boullant comenzó a tomar posiciones. La información obtenida sobre los buques ingleses había sido acertada. Sabían lo que transportaba cada uno, sobre todo lo que almacenaban las bodegas del de mayor envergadura.
Antes de salir en su persecución, se habían especificado los objetivos y cada capitán tenía claro cuál era el suyo. El Missionnaire y El Ángel Negro, los mejor armados y más veloces, atacarían el Eurípides como uno solo. Depardier se encargaría del Spirit of sea. El portugués y el capitán Cangrejo abordarían el San Jorge. Después, las ganancias se repartirían de modo equitativo. Era una norma que jamás se incumplía si se quería continuar perteneciendo a la flota.
El temporal que se avecinaba les favorecía y Joe rabiaba ya por entrar en combate y medir su sable con los ingleses.
El arrogante capitán de El Ángel Negro bajó el catalejo, pero, aun así, sus ojos seguían clavados en la silueta de las tres naves enemigas que se recortaban en la distancia.
—Vamos por ellas, Briset —le dijo a su segundo—. Sólo un poco más —miró al cielo rogando que estallara la tormenta de una vez—, y vamos a por ellas.
Como si todos los dioses hubieran escuchado su súplica, el cielo se abrió y gruesos goterones de lluvia barrieron la cubierta. Armand Briset se apuró en dar las órdenes oportunas y el esbelto casco surcó las aguas tan sigiloso como las alas de la muerte.
Joe echó un rápido vistazo a los miembros de su tripulación e inspeccionó desde su posición la artillería. Había prescindido de las armas de gran calibre, pesadas y poco eficaces. Prefería llevar su nave equipada con cañones de batir, de gran tamaño pero mucho más manejables, capaces de disparar munición de treinta libras de peso. Por estabilidad, se encontraban instalados en la cubierta inferior.
Los hombres se afanaban en los últimos preparativos para el ataque y el posterior abordaje, y su capitán, calado hasta los huesos, atravesó la cubierta y subió al castillo de proa para seguir las indicaciones que llegaban desde el barco de François.
Sin sospechar el peligro que los acechaba, las tripulaciones inglesas celebraban su fiesta bebiendo y cantando a pesar de la torrencial lluvia que anegaba las cubiertas y hacía bambolear las naves, escorándolas a veces peligrosamente. Con el estómago caliente de ron, poco importaba que aquella noche los elementos se hubieran sublevado.
En el camarote principal del Eurípides, (TN) y Virginia no podían parar de bailar, disputadas por los capitanes pieza a pieza. Iban de unos brazos a otros, sin descanso. El
violín que amenizaba la velada, tocado por un marinero, desgranaba sus notas, que
competían con el sonido de la tempestad que azotaba fuera.
Ambas habían bebido una copita de más durante la cena y el alcohol propiciaba que se olvidaran de todo lo que no fuera divertirse y relegar el tedio del viaje. McKey disfrutaba viendo el arrojo de sus camaradas y contramaestres al disputarse a las dos muchachas.
El capitán del San Jorge le pidió un baile a la belleza mulata que acompañaba a (TN), pero la chica rehusó, un tanto abochornada. Así que la buena de Amanda claudicó al fin y aceptó emparejarse con él después de mil y un reparos aduciendo su avanzada edad.
La celebración se desarrollaba con éxito.
Súbitamente, se abrió la puerta del camarote golpeando con estrépito la pared y un sujeto demacrado anunció:
—¡¡Piratas!!
Lo que llegó después resultó lo más parecido a una locura general. Capitanes y contramaestres abandonaron el camarote en desbandada y ascendieron a cubierta.
McKey, a mitad del pasillo, se volvió y se asomó de nuevo al camarote ordenando:
—¡Quédense aquí! ¡Y no salgan por nada del mundo, señoras!
Luego cerró la puerta y a ellas les llegaron voces y órdenes en cubierta, además de un arrastrar de objetos y diversos improperios. Ferguson pedía a gritos una chalupa para regresar al San Jorge y McKey ayudó a bajar un cote con el que volver al Spirit of sea para hacerse cargo de su barco y dirigir a su tripulación.
(TN) y Virginia cruzaron una mirada asustada y la señora Clery inició una letanía de llantos mezclados con rezos. Lidia, en cambio, se mostraba fría y daba indicaciones a las otras. La joven estaba acostumbrada al servilismo y al sometimiento y, por tanto, caer en manos de piratas no iba a ser más malo que la esclavitud. A fin de cuentas, (TN) y en Virginia, porque las dos chicas sí que tenían motivos para temer a los desalmados que se atrevían a abordar un barco.
Cerró la puerta del camarote con pestillo y empezó a empujar uno de los pesados muebles a modo de parapeto tras la madera. (TN) captando sus intenciones, también se puso a la tarea.
—Piratas… —lloraba ya Amanda a lágrima viva—. Piratas… ¡Oh, Señor! ¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a…?
—¡Calla de una vez, por Dios! —se exaltó Virginia, que nunca antes se había atrevido a tanto—. ¡No va a suceder nada! Recuerda que somos tres naves y muy bien armadas. Esos desgraciados no se atreverán con todos.
(TN) la miraba de reojo y empujaba. Ella no estaba tan segura como su amiga. Había oído historias horribles acerca de la piratería. Se decía que eran hordas de hombres salvajes, temerarios y sanguinarios, que cuando decidían abordar un barco, no les importaban los peligros ni la artillería enemiga. Se le atascó el aire en la garganta y sintió una oleada de miedo ante la perspectiva de que pudieran subir a bordo. Pensar que podían acabar en manos de unos indeseables la aturdía y ralentizaba sus movimientos. El nudo frío del pánico se alojó en su estómago al darse cuenta de que, si todo salía mal, seguramente no volvería a ver a su familia.
—¡Vamos, señorita! —le azuzó Lidia, que ya empujaba una mesa.
(TN) se repuso inmediatamente. No podía permitir que sus temores contagiasen a las demás, así que se colocó al lado de la joven y urgió a Virginia a que se les uniese.
Medianamente seguras, pues les parecía imposible que nadie pudiera abrir aquella puerta, intentaron calmarse. (TN) se sentó junto a Amanda y le pasó un brazo por los hombros.
—Virginia tiene razón. No nos pasará nada. Pero hay que estar prevenidas, por si acaso.
La mujer retomó sus rezos en voz alta y (TN) estuvo a punto de zarandearla. Lejos de ayudarla, aquellas oraciones temblorosas, cargadas de pánico, hacían que también ella volviera a sentir miedo. Se olvidó de Amanda y empezó a abrir armarios y cajones. Lidia pareció leerle el pensamiento, e hizo otro tanto. Virginia, sin entender qué hacían, las imitó.
—¿Qué buscamos?
—Armas —respondió (TN).
Husmearon en un arcón y se les iluminó la cara. Un sable, un par de hermosas dagas y tres pistolas. «Suficiente para empezar», se dijo (TN). Revisó las armas de fuego y su pecho se expandió. Estaban cargadas y preparadas para ser usadas. Agradeció en silencio la previsión del capitán Tarner y les lanzó una a Virginia y otra a Lidia, quedándose ella la última.
Virginia sopesó su pistola.
—¿Sabes cómo usarla?
—No te preocupes, he disparado más de una vez —la tranquilizó su amiga.
—Yo no, señorita —avisó Lidia.
(TN) no se amilanó, y tras una corta explicación, le indicó a la mulata qué debía hacer.
—Agárrala así… Eso es. Con fuerza. Y no te la pongas cerca de la cara.
—No sé si podré hacerlo si llega el caso, m’zelle.
—Si alguien entra por esa puerta y no son los nuestros —contestó (TN)—, aprieta el gatillo. ¡Tú sólo aprieta ese maldito gatillo, Lidia!
Mostraba entereza, pero temblaba por dentro. Y también se preguntó si ella sí sería capaz de disparar a sangre fría. Los gritos en cubierta y el rugir de los cañones contestaron en su lugar. Sí, claro que sería capaz. Haría cualquier cosa por defender su vida. Si los piratas tomaban el barco, era muy posible que todas muriesen. Pero, desde luego, (TTN) se iba a llevar a alguno por delante.
Una andanada de cañonazos consecutivos atronó la noche, y Amanda intensificó sus lloriqueos.
Acodada en la borda, (TN) inhaló el salitre de la brisa que hacía ondear su cabello y clavó la vista en la inmensa extensión de agua, en esos momentos oscura, misteriosa y sobrecogedora. La estela que dejaba el navío, blanca espuma rizada sobre la negrura del océano, la hipnotizaba. Sentía cierto temor al pensar que estaban a tantas millas de tierra, pero aquel firmamento aterciopelado, inacabable, cuajado de miríadas de rutilantes estrellas que le enviaban guiños, amortiguaba su aprensión.
Una dicha infinita la embargaba: regresaba a Inglaterra. Sí, volvía a casa y su corazón rebosaba de felicidad.
Atrás quedaban muchas cosas y demasiado tiempo de su existencia: la plantación, su tío, su deleznable primo, los esclavos. La crueldad y la humillación que ella hubiera deseado eliminar y no había podido.
Había disfrutado cabalgando por «Promise» y lamentaba haber tenido que abandonar a Capricho, pero echaba tanto de menos su casa que esa punzadita de pena se mitigaba al recordar el verde lujurioso de la campiña inglesa. De haber podido, habría embarcado al potro con ella, pero no había lugar para él en las bodegas de ninguno de los tres barcos, rebosantes de mercancías.
Las voces de los marineros en medio del trajín del barco sonaban como una melodía en sus oídos, porque la acercaban a los suyos. Había extrañado a su familia, deseaba abrazarlos y, aunque casi había cumplido por completo el destierro a que su padre la había condenado, ahora relegaba sus diferencias al olvido.
Cuando llegó su carta diciéndole que disponía de pasaje en uno de los barcos ingleses que arribarían a Port Royal y partiría dos semanas después, casi se volvió loca de contento. Su padre añadía que la echaban de menos y que aguardaban su regreso con ilusión. Pero no hacía ninguna referencia a sus quejas. Y eso intrigaba a (TN). Ella había escrito numerosas cartas a Inglaterra y en todas se rebelaba por lo que sucedía en «Promise». ¿Cómo era posible que él no hiciera mención de eso? ¿Por qué nunca, en sus respuestas, se daba por enterado de sus reclamaciones? ¿Por qué las cartas que recibía de su hermano, siempre sin remitente, tampoco se hacían eco de sus súplicas?
Aún le resultaba un misterio que su padre hubiera tomado la decisión de permitirle volver sólo después de leer la carta que ella dirigió a James hacía más de un año. Su hermano incluía una nota de su puño y letra aclarando que había estado de viaje por Europa y que su misiva le fue entregada a su regreso a Inglaterra, por lo que no estaba al tanto de su situación. Lo que exoneraba a James, pero… ¿y su padre?
—Es lógico, (TN) —había tratado de convencerla Virginia cuando le expuso sus dudas—. A fin de cuentas, le explicabas cosas inadmisibles de su familiar. Y la sangre es la sangre.
—Para mí, la sangre no vale nada si está asociada a la barbarie —respondió ella en tono hosco.
Pero decidió olvidar sus erráticos pensamientos, sus incertidumbres y el dolor sordo que le producía el extraño comportamiento de su progenitor. Dejaba atrás una estancia odiosa y amarga y tenía que pensar en el futuro.
Claro que no todo lo que quedaba atrás eran recuerdos desagradables, pensó con añoranza.
El viento la salpicó con gotas de espuma y (TN) suspiró, pletórica. ¡Qué diablos! Era tremendamente feliz y quería olvidar aquellos años y… El corazón le dio un vuelco inesperado y acusador. ¿Por qué se engañaba? ¿De veras deseaba olvidar todo lo que había vivido en Jamaica? ¿Y qué había de un hombre increíble? ¿Qué, de unos ojos esmeralda que seguían atormentándola en sus largas y virginales noches?
Exhaló el aire, convocando a su memoria un rostro viril, atezado, terriblemente seductor y un cuerpo por el que aún suspiraba. No, nunca podría olvidar a aquel orgulloso y bravo español, se confesó a sí misma. Y el alma se le hacía pedazos al evocarle.
—¿Soñando de nuevo? —oyó que le preguntaban.
(TN) se encogió de hombros, pero no se volvió.
—El viaje se me va a hacer eterno —dijo.
—Aún nos quedan unas cuantas semanas de ruta, no te impacientes.
—Me gustaría estar ya en casa. ¡No sabes lo que me alegra que me acompañes, Virginia! Nunca se lo agradeceré a tu padre lo bastante.
La joven se acomodó a su lado y repuso:
—Soy yo la que debo darte las gracias, (TN), porque de otro modo nunca habría llegado a hacer este viaje; aunque aún no me he recuperado del mareo —bromeó—. Por cierto, el capitán acaba de decirme que mañana iremos a bordo del Eurípides. —(TN) arqueó las cejas un tanto intrigada—. Algo así como una cena de gala —explicó—. El capitán cumple veinticinco años de marino y desea celebrarlo.
—Promete ser divertido —dijo, contemplando de nuevo el dibujo cambiante de la espuma que dejaba la estela del barco y que destacaba como un faro sobre las negras aguas.
Virginia la observó y torció el gesto. (TN) tenía cara de todo menos de encontrar divertida la propuesta.
—¿No te agrada la idea de la fiesta? Hace ya un tiempo que salimos de Port Royal y el viaje comienza a ser tedioso. ¡Ni imagino qué sentiré dentro de unos días! Digo yo que una cena con música y baile no nos vendría mal.
—Seguramente.
—¡Pienso bailar con los tres capitanes!
(TN) se echó a reír. Por fortuna, Virginia conseguía que el trayecto resultara entretenido, siempre se le ocurría algo para matar el tiempo. Además, había conseguido que su tío le regalara a Lidia —a la que firmó los papeles de libertad en cuanto subieron al barco, teniendo como testigos al capitán y al contramaestre— y la muchacha había resultado ser una camarada estupenda y dicharachera. Seguramente, era el efecto de saberse una persona con derechos. Aunque si tenía que ser sincera, la que más hacía por evitarles el aburrimiento de tantos días de navegación era Amanda Clery, la dama de compañía sesentona de Virginia, de la que su amiga no pudo desprenderse. No había parado de contarles anécdotas de su tierra, Irlanda, desde que embarcaron.
—Veo que la perspectiva de la fiesta las ha puesto de buen humor, señoritas —oyeron tras ellas.
—Buenas noches, capitán —saludó (TN)—. Mi amiga me estaba informando sobre el acontecimiento de mañana. Realmente, nos vendrá bien un poco de diversión.
—Haremos lo posible para que no piensen que los viejos lobos de mar somos aburridos. —Sonrió él—. Pero ahora les ruego que regresen a sus camarotes.
—Apenas se nos permite subir a cubierta —se quejó Virginia.
El rostro curtido del capitán McKey se suavizó. No era alto, aunque sí fornido, y su cara resultaba demasiado angulosa para ser agradable, pero era un buen hombre y había demostrado con creces ser un excelente marino y un perfecto anfitrión.
—Recuerden, señoritas, que no viajan en una nave de pasajeros y que tardaremos aún un tiempo en pisar tierra. No es conveniente que la tripulación las tenga a la vista, no sé si me explico… Si surgiera algún inconveniente…
Eran razones de peso y ellas así lo entendieron; ya habían sido advertidas antes de subir a bordo. Además, ¿cómo oponerse cuando únicamente la intervención del padre de (TN) había conseguido aquellos pasajes? ¿Cómo no iban a concederle eso, al menos, si el hombre había admitido a cuatro pasajeras, requisando el camarote de uno de sus hombres de confianza? Le debían demasiado y no iban a ser ellas las que le causaran ninguna preocupación. De sobra sabían que las mujeres a bordo de un barco, durante una larga travesía, podían suponer problemas. Y no olvidaban que ellas también se exponían a un grupo numeroso de hombres que no pisaban puerto desde hacía demasiado tiempo. Así que acataron de buen grado salir a cubierta sólo durante la noche y por espacios cortos de tiempo.
McKey las acompañó hasta su camarote y luego se despidió deseándoles feliz descanso.
El día siguiente amaneció nublado y (TN), asomándose al ojo de buey, soltó una maldición. Esperaba un día espléndido, como los anteriores, pero los elementos parecían oponerse a festejar el aniversario del capitán.
Rezó durante el resto del día para que el tiempo mejorase y la fiesta pudiera celebrarse en la cubierta del Eurípides, pero el tiempo empeoraba visiblemente según avanzaban las horas.
A pesar de la amenaza de tormenta, el capitán ordenó arriar un bote para trasladarlas hasta el otro barco, y sus cuatro pasajeras, su contramaestre y él mismo, subieron a la chalupa que los llevaría a la nave nodriza.
Se sentían relativamente seguras navegando en compañía de dos navíos más, porque, según comentó el capitán McKey, era menos probable que los piratas los atacaran; circunstancia que no se daría de viajar un barco en solitario. Además, tanto el Spirit of sea, la nave en la que ellas viajaban, como el San Jorge, iban armados para la defensa del Eurípides, que era el de mayor envergadura y el que llevaba el cargamento más pesado y valioso.
La pequeña chalupa se meció como un cascarón durante el corto trayecto de una nave a otra, pero las muchachas disfrutaron del recorrido, porque se trataba de algo inusual y representaba una aventura. No pensaban así Lidia y la acompañante de Virginia, cuyos estómagos se rebelaban.
En cuanto subieron a cubierta, el capitán Tarner y el capitán del San Jorge, Ferguson, les dieron la bienvenida. Aquella noche iba a ser especial, incluso para las tres tripulaciones, para las que se había abierto en cada buque un barril de ron.
Dado que el tiempo no ayudaba, se había dispuesto un comedor en las propias dependencias de Tarner, amplias aunque espartanas. A (TN) la enternecieron las guirnaldas color rosa, deficientemente confeccionadas por los marineros, con las que habían adornado el camarote; pero era sólo un detalle en honor a ellas y así lo agradecieron. Había comida y bebida en abundancia y los marineros que se disponían a servir la cena iban razonablemente vestidos y aseados.
En un desafinado coro, felicitaron al capitán McKey, brindaron por sus veinticinco años de servicio en la marina y se sirvió el primer plato. Como era obligado, una deliciosa sopa de tortuga.
(TN) estaba segura: aquella noche iba a ser especial.
Iba a serlo, pero por motivos distintos a los que ella imaginaba.
Relativamente cerca del espacio marino que ocupaban las tres embarcaciones inglesas y amparado por la creciente oscuridad, alguien los mantenía bajo el objetivo del catalejo.
Desde el Missionnaire se hicieron señales con banderas y la flotilla pirata de Boullant comenzó a tomar posiciones. La información obtenida sobre los buques ingleses había sido acertada. Sabían lo que transportaba cada uno, sobre todo lo que almacenaban las bodegas del de mayor envergadura.
Antes de salir en su persecución, se habían especificado los objetivos y cada capitán tenía claro cuál era el suyo. El Missionnaire y El Ángel Negro, los mejor armados y más veloces, atacarían el Eurípides como uno solo. Depardier se encargaría del Spirit of sea. El portugués y el capitán Cangrejo abordarían el San Jorge. Después, las ganancias se repartirían de modo equitativo. Era una norma que jamás se incumplía si se quería continuar perteneciendo a la flota.
El temporal que se avecinaba les favorecía y Joe rabiaba ya por entrar en combate y medir su sable con los ingleses.
El arrogante capitán de El Ángel Negro bajó el catalejo, pero, aun así, sus ojos seguían clavados en la silueta de las tres naves enemigas que se recortaban en la distancia.
—Vamos por ellas, Briset —le dijo a su segundo—. Sólo un poco más —miró al cielo rogando que estallara la tormenta de una vez—, y vamos a por ellas.
Como si todos los dioses hubieran escuchado su súplica, el cielo se abrió y gruesos goterones de lluvia barrieron la cubierta. Armand Briset se apuró en dar las órdenes oportunas y el esbelto casco surcó las aguas tan sigiloso como las alas de la muerte.
Joe echó un rápido vistazo a los miembros de su tripulación e inspeccionó desde su posición la artillería. Había prescindido de las armas de gran calibre, pesadas y poco eficaces. Prefería llevar su nave equipada con cañones de batir, de gran tamaño pero mucho más manejables, capaces de disparar munición de treinta libras de peso. Por estabilidad, se encontraban instalados en la cubierta inferior.
Los hombres se afanaban en los últimos preparativos para el ataque y el posterior abordaje, y su capitán, calado hasta los huesos, atravesó la cubierta y subió al castillo de proa para seguir las indicaciones que llegaban desde el barco de François.
Sin sospechar el peligro que los acechaba, las tripulaciones inglesas celebraban su fiesta bebiendo y cantando a pesar de la torrencial lluvia que anegaba las cubiertas y hacía bambolear las naves, escorándolas a veces peligrosamente. Con el estómago caliente de ron, poco importaba que aquella noche los elementos se hubieran sublevado.
En el camarote principal del Eurípides, (TN) y Virginia no podían parar de bailar, disputadas por los capitanes pieza a pieza. Iban de unos brazos a otros, sin descanso. El
violín que amenizaba la velada, tocado por un marinero, desgranaba sus notas, que
competían con el sonido de la tempestad que azotaba fuera.
Ambas habían bebido una copita de más durante la cena y el alcohol propiciaba que se olvidaran de todo lo que no fuera divertirse y relegar el tedio del viaje. McKey disfrutaba viendo el arrojo de sus camaradas y contramaestres al disputarse a las dos muchachas.
El capitán del San Jorge le pidió un baile a la belleza mulata que acompañaba a (TN), pero la chica rehusó, un tanto abochornada. Así que la buena de Amanda claudicó al fin y aceptó emparejarse con él después de mil y un reparos aduciendo su avanzada edad.
La celebración se desarrollaba con éxito.
Súbitamente, se abrió la puerta del camarote golpeando con estrépito la pared y un sujeto demacrado anunció:
—¡¡Piratas!!
Lo que llegó después resultó lo más parecido a una locura general. Capitanes y contramaestres abandonaron el camarote en desbandada y ascendieron a cubierta.
McKey, a mitad del pasillo, se volvió y se asomó de nuevo al camarote ordenando:
—¡Quédense aquí! ¡Y no salgan por nada del mundo, señoras!
Luego cerró la puerta y a ellas les llegaron voces y órdenes en cubierta, además de un arrastrar de objetos y diversos improperios. Ferguson pedía a gritos una chalupa para regresar al San Jorge y McKey ayudó a bajar un cote con el que volver al Spirit of sea para hacerse cargo de su barco y dirigir a su tripulación.
(TN) y Virginia cruzaron una mirada asustada y la señora Clery inició una letanía de llantos mezclados con rezos. Lidia, en cambio, se mostraba fría y daba indicaciones a las otras. La joven estaba acostumbrada al servilismo y al sometimiento y, por tanto, caer en manos de piratas no iba a ser más malo que la esclavitud. A fin de cuentas, (TN) y en Virginia, porque las dos chicas sí que tenían motivos para temer a los desalmados que se atrevían a abordar un barco.
Cerró la puerta del camarote con pestillo y empezó a empujar uno de los pesados muebles a modo de parapeto tras la madera. (TN) captando sus intenciones, también se puso a la tarea.
—Piratas… —lloraba ya Amanda a lágrima viva—. Piratas… ¡Oh, Señor! ¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a…?
—¡Calla de una vez, por Dios! —se exaltó Virginia, que nunca antes se había atrevido a tanto—. ¡No va a suceder nada! Recuerda que somos tres naves y muy bien armadas. Esos desgraciados no se atreverán con todos.
(TN) la miraba de reojo y empujaba. Ella no estaba tan segura como su amiga. Había oído historias horribles acerca de la piratería. Se decía que eran hordas de hombres salvajes, temerarios y sanguinarios, que cuando decidían abordar un barco, no les importaban los peligros ni la artillería enemiga. Se le atascó el aire en la garganta y sintió una oleada de miedo ante la perspectiva de que pudieran subir a bordo. Pensar que podían acabar en manos de unos indeseables la aturdía y ralentizaba sus movimientos. El nudo frío del pánico se alojó en su estómago al darse cuenta de que, si todo salía mal, seguramente no volvería a ver a su familia.
—¡Vamos, señorita! —le azuzó Lidia, que ya empujaba una mesa.
(TN) se repuso inmediatamente. No podía permitir que sus temores contagiasen a las demás, así que se colocó al lado de la joven y urgió a Virginia a que se les uniese.
Medianamente seguras, pues les parecía imposible que nadie pudiera abrir aquella puerta, intentaron calmarse. (TN) se sentó junto a Amanda y le pasó un brazo por los hombros.
—Virginia tiene razón. No nos pasará nada. Pero hay que estar prevenidas, por si acaso.
La mujer retomó sus rezos en voz alta y (TN) estuvo a punto de zarandearla. Lejos de ayudarla, aquellas oraciones temblorosas, cargadas de pánico, hacían que también ella volviera a sentir miedo. Se olvidó de Amanda y empezó a abrir armarios y cajones. Lidia pareció leerle el pensamiento, e hizo otro tanto. Virginia, sin entender qué hacían, las imitó.
—¿Qué buscamos?
—Armas —respondió (TN).
Husmearon en un arcón y se les iluminó la cara. Un sable, un par de hermosas dagas y tres pistolas. «Suficiente para empezar», se dijo (TN). Revisó las armas de fuego y su pecho se expandió. Estaban cargadas y preparadas para ser usadas. Agradeció en silencio la previsión del capitán Tarner y les lanzó una a Virginia y otra a Lidia, quedándose ella la última.
Virginia sopesó su pistola.
—¿Sabes cómo usarla?
—No te preocupes, he disparado más de una vez —la tranquilizó su amiga.
—Yo no, señorita —avisó Lidia.
(TN) no se amilanó, y tras una corta explicación, le indicó a la mulata qué debía hacer.
—Agárrala así… Eso es. Con fuerza. Y no te la pongas cerca de la cara.
—No sé si podré hacerlo si llega el caso, m’zelle.
—Si alguien entra por esa puerta y no son los nuestros —contestó (TN)—, aprieta el gatillo. ¡Tú sólo aprieta ese maldito gatillo, Lidia!
Mostraba entereza, pero temblaba por dentro. Y también se preguntó si ella sí sería capaz de disparar a sangre fría. Los gritos en cubierta y el rugir de los cañones contestaron en su lugar. Sí, claro que sería capaz. Haría cualquier cosa por defender su vida. Si los piratas tomaban el barco, era muy posible que todas muriesen. Pero, desde luego, (TTN) se iba a llevar a alguno por delante.
Una andanada de cañonazos consecutivos atronó la noche, y Amanda intensificó sus lloriqueos.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 22
El Missionnaire y El Ángel Negro fueron los primeros en entrar en combate.
Cuando estuvieron a distancia suficiente para que impactaran los cañones, Joe hizo bocina con las manos y gritó pidiéndole al barco inglés que se rindiera.
En medio de la infernal tormenta que los azotaba no tardó en llegar la respuesta del Eurípides: tres cañonazos simultáneos que estuvieron a punto de alcanzarlos. El agua salada salpicó la cubierta de El Ángel Negro, haciendo rugir las gargantas de sus hombres, prestos a entrar en combate.
Echando la cabeza hacia atrás, el capitán De Jonas frunció el cejo, preludio de violencia. Después dio orden de abrir fuego a discreción y sus cañones lanzaron una mortífera salva de salutación a los ingleses. Aunque había dado instrucciones precisas de respetar la nave, un hermoso barco cuyo hundimiento sería un desperdicio estúpido.
Al mismo tiempo, el barco de Boullant se unía a la refriega y cuatro descargas más cercaron el rumbo del Eurípides.
Entretanto, las naves de Depardier, Cangrejo y Barboza, cumplían con su cometido y tenían rodeados al San Jorge y al Spirit of sea, que se apresuraron a disparar, pero con escasa coordinación.
Los capitanes ingleses se percataron inmediatamente de su inferioridad frente a las naves enemigas. Sus tres barcos, aunque bien dotados de armamento, difícilmente podrían repeler el ataque de una flota pirata. Que no se tratase de una sola nave sólo podía significar que estaba planeado. Enfrentarse con un barco bucanero ya era un peligro; con varios a la vez, una temeridad.
El San Jorge fue el primero en izar bandera blanca.
El segundo, el barco del capitán McKey.
Aullidos de victoria se alzaron en las cubiertas de los piratas.
Y Tarner, blasfemando como un condenado, no tuvo más remedio que imitar a los otros dos capitanes y mandar que izasen la bandera de rendición. No era la primera vez que se enfrentaba con aquel tipo de bárbaros y esperaba vivir para tomarse su revancha. Contempló con fijeza las dos banderas que ondeaban en los mástiles: la francesa y aquella otra que todo marino asociaba a sangre y crueldad: la calavera con las tibias cruzadas.
—¡Una puta bandera negra como el infierno! —rezongó.
Ya en anteriores veces, aquel tipo de miserables había abordado su barco y requisado todas las mercancías, pero en esa ocasión lo sofocaba no haber tenido siquiera ocasión de defenderse. Sin embargo, debía pensar en su tripulación y, sobre todo, en las mujeres que ahora llevaba a bordo. Maldijo entre dientes su mala fortuna y se centró en la nave que se acercaba, ya sin precaución y dispuesta a abordarlos.
Tampoco Joe daba saltos de alegría. Aquellos pobres diablos apenas habían opuesto resistencia y él hubiera querido un enfrentamiento en toda regla. Habían izado demasiado pronto la puñetera bandera blanca y sus principios lo obligaron a dar la orden de alto el fuego. Sabía que en no pocas ocasiones se habían hundido naves en las que ondeaba trapo blanco, pero él tenía un código de honor, y éste mandaba que no se atacase a un enemigo que se rendía.
Pero le enfurecía que le hubiesen estropeado la diversión.
Hubiera deseado que los condenados ingleses enseñaran los dientes, para arrancárselos uno a uno. Librar al mundo de unos cuantos súbditos de su graciosa majestad lo motivaba.
Inmerso en sus demonios personales no vio la maniobra del Missionnaire hasta que casi fue demasiado tarde. El jodido François intentaba llegar antes que él y ser el primero en abordar al Eurípides.
Alentado por ese nuevo reto, saltó a la baranda de babor y le hizo un corte de mangas a Fran que, desde su nave, le devolvió el jocoso saludo.
—¡Señor Briset! —gritó a pleno pulmón. Al momento, Armand estaba a su lado—. ¡Boulant quiere ganarnos por la mano!
Briset sonrió de oreja a oreja.
—¡Apuesto dos barriles de ron a que no lo consigue!
Entre ambos, azuzaron a la tripulación para ser los primeros en abordar a los ingleses. Se trataba de un juego entre los dos capitanes. Hasta Armand llegaba la voz de barítono de su capitán abriéndose paso entre el rugir de la tormenta, que no los abandonaba:
—¡Cuatro barriles de ron negro si ganamos al Missionnaire, muchachos!
Decenas de gargantas bramaron como respuesta y El Ángel Negro comenzó a deslizarse sobre las aguas a mayor velocidad. En el barco de Fran se oían también voces de ánimo y eso estimuló a Joe. Sí, era un juego que le gustaba. Desde que se uniera a la flotilla de Boullant se habían retado muchas veces. La apuesta, sobrentendida, era siempre la misma: el perdedor corría con los gastos de una noche de orgía en el primer puerto en el que atracaran, fueran cuantas fuesen las mujeres. Fran había ganado en cuatro ocasiones y él en tres, de modo que ahora tenía en sus manos la revancha.
Arracimadas en un rincón del camarote, a bordo del Eurípides, (TN), Virginia y Lidia intercambiaron miradas llenas de miedo mientras la señora Clery continuaba con sus rezos y lloriqueos. Apenas se oía ya el clamor de la batalla salvo algunos cañonazos lejanos y el propio ajetreo del barco en el que viajaban. Y todas ellas pensaban que si las andanadas se habían silenciado con tanta rapidez, era porque alguien se habría rendido. Y, por lo que sabían, eso rara vez lo hacían los piratas.
(TN) se preguntó qué demonios estaría pasando allá arriba, en cubierta. En realidad, hubiera preferido encontrarse fuera en lugar de confinada en aquel cuarto, a la espera de acontecimientos. Nunca le gustó quedarse al margen, porque desde muy pequeña había enfrentado sus miedos. Sopesó la pistola en su mano para darse ánimos. Desconocer lo que se fraguaba sin su conocimiento la mataba de angustia. Resultaba mucho peor que participar en una batalla; allí, al menos, sabría a lo que se enfrentaba.
—Si hubiera nacido varón… —murmuró entre dientes.
—Ya te habrían matado, por terca —le contestó Virginia.
Joe ganó aquella mano y los garfios de El Ángel Negro fueron los primeros en alcanzar la cubierta del Eurípides.
Los piratas, victoriosos, abordaron el barco inglés dando alaridos y lo ocuparon en medio de la torrencial lluvia. Joe dio las órdenes oportunas para que se mantuviera la calma, puesto que los ingleses se habían rendido sin oponer resistencia. Tomarían para sí todo lo que transportaran de valor y se marcharían, como en otras ocasiones.
Un sujeto alto se destacó entre la tripulación inglesa para acercársele mientras los hombres de De Jonas instaban a los vencidos a bajar a las bodegas, donde quedarían confinados hasta que finalizara el saqueo. Desenfundó su sable y se lo tendió por la empuñadura. Joe lo aceptó y lo admiró complacido: era una arma perfecta y bien trabajada. Luego, con la magnanimidad del vencedor, se la devolvió.
—Soy el capitán George Tarner —se presentó—. Mi nave está en sus manos. Ruego por la vida de mi tripulación, señor, que espero sea respetada, aunque sé que no trato con caballeros —le dijo el inglés.
Joe le dedicó una fría mirada. Si aquel petimetre supiera las ganas que tenía de verter sangre inglesa, no lo escarnecería con tanta ligereza. De todos modos, respondió:
—Tiene mi palabra, capitán. Y ahora, por favor, baje a las bodegas con sus hombres. Nosotros nos encargaremos, con mucho gusto, de aligerar su carga.
Tarner se tensó y se encaminó junto a sus hombres, pero en cuanto dio dos pasos, se volvió hacia Joe y se encaró a él. Contempló con descaro al demonio vestido de negro y entrecerró los ojos al ver el aro de oro en su oreja. Por un instante, dudó, porque a pesar de su indumentaria, de que estaban empapados todos ellos hasta los huesos y de la rivalidad que los separaba, le dio la impresión de encontrarse ante un hombre con educación y no ante un filibustero.
—Si nos encontramos en otro momento y en otras circunstancias… —susurró—, tenga por seguro que no olvidaré su cara.
Joe echó la cabeza hacia atrás y no dudó en dar su respuesta:
—Espero que así sea, capitán Tarner. Ahora no es el momento, pero le aseguro que tendré mucho gusto en batirme con usted en otra ocasión… si nuestros caminos vuelven a cruzarse. Ensartar a ingleses en la punta de mi sable es mi juego favorito.
Tarner encajó la pulla. Después, lo empujaron hacia la trampilla y no se resistió, aunque la cólera lo carcomía. Pensar que aquellas sabandijas lo habían vencido sin lucha y que ahora se disponían a saquear su nave era más de lo que podía soportar. Pero primaba la vida de su tripulación y, sobre todo, de las mujeres que iban a bordo. Rezó fervientemente para que ellas se hubieran escondido bien y no las encontraran. No podía prever el destino de las damas si aquella horda de aventureros daba con ellas.
La tripulación del Missionnaire se unió a la de Joe y el pillaje comenzó de inmediato. Fran, rumiando su pequeña derrota, se le acercó a largas zancadas. Tras él, su siempre inseparable Pierre.
—¡Maldito hijo del demonio! —masculló el francés—. ¡Espero que no me salga demasiado cara la apuesta esta vez!
—No estés tan seguro —se rió el español.
—Has tenido suerte con ese golpe de viento, bastardo.
—¡Vamos, Fran! Mi tripulación es mejor que la tuya, reconócelo. Sólo eso. Además, les ha ofrecido unos cuantos barriles de ron y ya sabes que eso hace milagros.
Boullant asintió sonriente, le palmeó los hombros y se dirigieron al castillo de proa para supervisar el trabajo.
Mientras los muchachos se encargaban de sacar cofres y baúles de las bodegas, en las otras dos naves se llevaba a cabo una tarea similar y el San Jorge y el Spirit of sea comenzaban a ser desvalijados. Joe y François asistían complacidos al traslado a sus respectivos barcos de la valiosa mercancía. Madera, sacos de especias, café, cacao y unas cuantas arcas cargadas de oro y plata.
—Parece que nuestro informante tenía noticias de primera mano —comentó Boullant—. Este cargamento vale una fortuna.
—¿Qué porcentaje pidió ese confidente?
—Bastante alto, pero como ves, mon ami, va a merecer la pena.
A pesar de que el cargamento era realmente considerable y valiosa, parecía existir cierto malestar entre los hombres, que hubieran preferido conseguirla mediante la lucha. Sin embargo, ninguno se propasó con la tripulación vencida y cumplieron a rajatabla las órdenes de sus capitanes en cuanto a respetar la vida de los ingleses. Al menos en el Eurípides, pues Joe no tenía plena confianza en que en las otras naves se hubiera obrado igual. Como Pierre, no acababa de fiarse del condenado Depardier. Trató de alejar sus dudas. ¿Qué le importaba a él si aquel desalmado acababa con toda la tripulación? Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
Hacerse con el cargamento del Eurípides les llevó su tiempo. La incesante lluvia continuaba cayendo y dificultaba el traslado.
—Me vuelvo al El Ángel Negro —avisó a su compañero de armas.
—De acuerdo. Yo supervisaré el transporte de las mercancías.
A caballo sobre la balaustrada y con el cabo enredado en el brazo, Joe advirtió que algunos hombres se acercaban y parecían tener dificultades con la carga que llevaban al hombro.
¡Mujeres!
Blasfemó para sí y soltó el cabo, saltando de nuevo a cubierta. ¡Por todos los infiernos, aquello iba a causarles dificultades!
(TN), bamboleándose sobre el hombro huesudo del tipo que la cargaba como si de un saco de maíz se tratara, se revolvió y consiguió agarrarle del aceitoso y largo cabello, del que tiró con todas sus fuerzas. El fulano se frenó, se ladeó y la dejó caer sobre la empapada cubierta sin miramiento alguno. Ella se golpeó en la caída y gritó, pero giró sobre sí misma y se puso de rodillas para incorporarse. No llegó a hacerlo. Se quedó helada al verse rodeada de tipos mugrientos que no le quitaban ojo.
Trató de pensar con celeridad. De nada había servido parapetarse tras los muebles que atrancaban la puerta del camarote, porque aquellos desalmados la habían echado abajo y entrado por la fuerza. Ellas se habían defendido, ¡por descontado que lo habían hecho! Y, de resultas de la corta y desigual pelea que se llevó a cabo, un par de filibusteros fueron alcanzados, aunque con heridas superficiales. Las redujeron con tanta rapidez que aún rabiaba. Luego se las echaron al hombro y subieron con ellas a cubierta entre risotadas, palabras soeces y más de un manoseo.
Temblaba, sabiéndose a merced de semejante gentuza. Los hombres iban aproximándose con la lujuria pintada en sus caras. Mirando a todos lados como una corza a punto de ser devorada, se dio cuenta de que no veía a nadie de la tripulación y un sollozo le subió a la garganta. ¿Los habrían matado a todos y arrojado al mar? La borda estaba cerca y a ella ni se le pasó por la cabeza darse por vencida. Era una locura, pero no pensaba quedarse allí y dejar que sus manos asquerosas la violentaran.
El tipo que la había capturado se rascaba la cabeza, allí donde ella le había dado el tirón. Sonreía como un maldito y empezó a acercarse, animado por las carcajadas y las voces de sus compañeros. El sonido se mezclaba con el rugir del mar y el trueno que descargó en la distancia. «Música de muerte», pensó (TN).
Retrocedió. La cortina de lluvia apenas la dejaba ver, el cabello le caía sobre el rostro en greñas empapadas y el vestido, chorreando agua, le pesaba tanto que le impedía moverse con soltura. Apretó los dientes para sofocar su miedo ante las intenciones de aquel sujeto que, ahora, adelantaba ambas manos hacia ella. Plantó los pies en cubierta y esperó con el alma en vilo. Y cuando lo tuvo lo bastante cerca, le soltó una patada. Se oyó un alarido y (TN) se felicitó mentalmente, sabiendo que le había alcanzado donde deseaba. Como una demente, se volvió y corrió hacia la borda. Prefería mil veces hundirse en el mar que ser violada por una horda de desharrapados.
Pero algo se interpuso en su camino. Chocó, se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas. Unos brazos de hierro la sujetaron y ella enloqueció. Se revolvió, soltó puñetazos, patadas… y gritó con todas sus fuerzas. Pero cada vez se estrellaba contra una pared que la retenía y, después de un corto forcejeo, se le agotaron las fuerzas y se quedó desmadejada. Entonces sí. Entonces estalló en un llanto histérico ante la realidad de aquel peligro inminente y sin escapatoria.
Y oyó una voz que parecía regresar de la tumba.
—Los tiburones no son mejores que nosotros, señora.
Paralizada por el pánico que la oprimía sin remedio, (TN) apenas reaccionó, pero el corazón le comenzó a bombear de forma dolorosa, no podía respirar y temblaba como una hoja. ¡Aquella voz! ¡Aquella voz! ¡No podía ser cierto!
A su alrededor, el jolgorio de la turba asaltante espoleaba su orgullo malherido, pero ella se encontraba varada ante aquel pecho granítico que seguía reteniéndola y se sacudía con la risa.
Levantó la cabeza. Y sus ojos se toparon con dos lagos verde esmeralda que hicieron que le diera un vuelco el corazón. Porque su temor cobraba vida, no se había confundido. Ante ella, más avasallador y atractivo que nunca, chorreando agua y fundido con la oscuridad con su vestimenta negra, estaba el hombre que le había quitado el sueño desde que lo conoció. Enderezó el cuerpo y con voz como un latigazo, dijo:
—Suéltame de inmediato, Joe.
Él se quedó petrificado. Sus músculos se tensaron y se aferró con más fuerza a aquel cuerpo femenino que volvía como una ensoñación. No podía apartar la mirada de ella. Aquel rostro, aquellos ojos azul zafiro lo lanzaban de cabeza a la locura. ¿Cuántas veces había soñado con tenerla? ¿Cuántas noches había pasado en vela, recordando sus besos? Todas y cada una de las mujeres que había habido en su vida desde que escapó de Port Royal y se unió a la flota pirata de Boullant se perdieron en la nada. ¿Qué habían significado sino un mero entretenimiento, un simple desahogo? Ninguna de ellas anidó en su corazón, porque éste se lo había robado una inglesa a la que odiaba.
¡Y ahora la tenía allí mismo!
—¡Eh, capitán! —reclamó el fulano que había sacado a (TN) del camarote—. ¡Yo he atrapado a la hembra!
Hizo un amago de acercarse y llevársela, pero bastó la actitud de Joe para disuadirlo.
(TN) quiso aprovecharse del momento y se revolvió entre sus brazos, pero sólo consiguió que él hiciera más presión sobre su cuerpo y que una mano masculina la sujetara del cabello, echándole la cabeza hacia atrás.
Y ella tembló al mirarlo, porque en los labios distendidos de Joe vio una sonrisa posesiva y presintió que su destino iba a ser peor de lo que imaginaba.
Una voz engañosamente suave le susurró:
—Volvemos a encontrarnos, miss Colbert.
El Missionnaire y El Ángel Negro fueron los primeros en entrar en combate.
Cuando estuvieron a distancia suficiente para que impactaran los cañones, Joe hizo bocina con las manos y gritó pidiéndole al barco inglés que se rindiera.
En medio de la infernal tormenta que los azotaba no tardó en llegar la respuesta del Eurípides: tres cañonazos simultáneos que estuvieron a punto de alcanzarlos. El agua salada salpicó la cubierta de El Ángel Negro, haciendo rugir las gargantas de sus hombres, prestos a entrar en combate.
Echando la cabeza hacia atrás, el capitán De Jonas frunció el cejo, preludio de violencia. Después dio orden de abrir fuego a discreción y sus cañones lanzaron una mortífera salva de salutación a los ingleses. Aunque había dado instrucciones precisas de respetar la nave, un hermoso barco cuyo hundimiento sería un desperdicio estúpido.
Al mismo tiempo, el barco de Boullant se unía a la refriega y cuatro descargas más cercaron el rumbo del Eurípides.
Entretanto, las naves de Depardier, Cangrejo y Barboza, cumplían con su cometido y tenían rodeados al San Jorge y al Spirit of sea, que se apresuraron a disparar, pero con escasa coordinación.
Los capitanes ingleses se percataron inmediatamente de su inferioridad frente a las naves enemigas. Sus tres barcos, aunque bien dotados de armamento, difícilmente podrían repeler el ataque de una flota pirata. Que no se tratase de una sola nave sólo podía significar que estaba planeado. Enfrentarse con un barco bucanero ya era un peligro; con varios a la vez, una temeridad.
El San Jorge fue el primero en izar bandera blanca.
El segundo, el barco del capitán McKey.
Aullidos de victoria se alzaron en las cubiertas de los piratas.
Y Tarner, blasfemando como un condenado, no tuvo más remedio que imitar a los otros dos capitanes y mandar que izasen la bandera de rendición. No era la primera vez que se enfrentaba con aquel tipo de bárbaros y esperaba vivir para tomarse su revancha. Contempló con fijeza las dos banderas que ondeaban en los mástiles: la francesa y aquella otra que todo marino asociaba a sangre y crueldad: la calavera con las tibias cruzadas.
—¡Una puta bandera negra como el infierno! —rezongó.
Ya en anteriores veces, aquel tipo de miserables había abordado su barco y requisado todas las mercancías, pero en esa ocasión lo sofocaba no haber tenido siquiera ocasión de defenderse. Sin embargo, debía pensar en su tripulación y, sobre todo, en las mujeres que ahora llevaba a bordo. Maldijo entre dientes su mala fortuna y se centró en la nave que se acercaba, ya sin precaución y dispuesta a abordarlos.
Tampoco Joe daba saltos de alegría. Aquellos pobres diablos apenas habían opuesto resistencia y él hubiera querido un enfrentamiento en toda regla. Habían izado demasiado pronto la puñetera bandera blanca y sus principios lo obligaron a dar la orden de alto el fuego. Sabía que en no pocas ocasiones se habían hundido naves en las que ondeaba trapo blanco, pero él tenía un código de honor, y éste mandaba que no se atacase a un enemigo que se rendía.
Pero le enfurecía que le hubiesen estropeado la diversión.
Hubiera deseado que los condenados ingleses enseñaran los dientes, para arrancárselos uno a uno. Librar al mundo de unos cuantos súbditos de su graciosa majestad lo motivaba.
Inmerso en sus demonios personales no vio la maniobra del Missionnaire hasta que casi fue demasiado tarde. El jodido François intentaba llegar antes que él y ser el primero en abordar al Eurípides.
Alentado por ese nuevo reto, saltó a la baranda de babor y le hizo un corte de mangas a Fran que, desde su nave, le devolvió el jocoso saludo.
—¡Señor Briset! —gritó a pleno pulmón. Al momento, Armand estaba a su lado—. ¡Boulant quiere ganarnos por la mano!
Briset sonrió de oreja a oreja.
—¡Apuesto dos barriles de ron a que no lo consigue!
Entre ambos, azuzaron a la tripulación para ser los primeros en abordar a los ingleses. Se trataba de un juego entre los dos capitanes. Hasta Armand llegaba la voz de barítono de su capitán abriéndose paso entre el rugir de la tormenta, que no los abandonaba:
—¡Cuatro barriles de ron negro si ganamos al Missionnaire, muchachos!
Decenas de gargantas bramaron como respuesta y El Ángel Negro comenzó a deslizarse sobre las aguas a mayor velocidad. En el barco de Fran se oían también voces de ánimo y eso estimuló a Joe. Sí, era un juego que le gustaba. Desde que se uniera a la flotilla de Boullant se habían retado muchas veces. La apuesta, sobrentendida, era siempre la misma: el perdedor corría con los gastos de una noche de orgía en el primer puerto en el que atracaran, fueran cuantas fuesen las mujeres. Fran había ganado en cuatro ocasiones y él en tres, de modo que ahora tenía en sus manos la revancha.
Arracimadas en un rincón del camarote, a bordo del Eurípides, (TN), Virginia y Lidia intercambiaron miradas llenas de miedo mientras la señora Clery continuaba con sus rezos y lloriqueos. Apenas se oía ya el clamor de la batalla salvo algunos cañonazos lejanos y el propio ajetreo del barco en el que viajaban. Y todas ellas pensaban que si las andanadas se habían silenciado con tanta rapidez, era porque alguien se habría rendido. Y, por lo que sabían, eso rara vez lo hacían los piratas.
(TN) se preguntó qué demonios estaría pasando allá arriba, en cubierta. En realidad, hubiera preferido encontrarse fuera en lugar de confinada en aquel cuarto, a la espera de acontecimientos. Nunca le gustó quedarse al margen, porque desde muy pequeña había enfrentado sus miedos. Sopesó la pistola en su mano para darse ánimos. Desconocer lo que se fraguaba sin su conocimiento la mataba de angustia. Resultaba mucho peor que participar en una batalla; allí, al menos, sabría a lo que se enfrentaba.
—Si hubiera nacido varón… —murmuró entre dientes.
—Ya te habrían matado, por terca —le contestó Virginia.
Joe ganó aquella mano y los garfios de El Ángel Negro fueron los primeros en alcanzar la cubierta del Eurípides.
Los piratas, victoriosos, abordaron el barco inglés dando alaridos y lo ocuparon en medio de la torrencial lluvia. Joe dio las órdenes oportunas para que se mantuviera la calma, puesto que los ingleses se habían rendido sin oponer resistencia. Tomarían para sí todo lo que transportaran de valor y se marcharían, como en otras ocasiones.
Un sujeto alto se destacó entre la tripulación inglesa para acercársele mientras los hombres de De Jonas instaban a los vencidos a bajar a las bodegas, donde quedarían confinados hasta que finalizara el saqueo. Desenfundó su sable y se lo tendió por la empuñadura. Joe lo aceptó y lo admiró complacido: era una arma perfecta y bien trabajada. Luego, con la magnanimidad del vencedor, se la devolvió.
—Soy el capitán George Tarner —se presentó—. Mi nave está en sus manos. Ruego por la vida de mi tripulación, señor, que espero sea respetada, aunque sé que no trato con caballeros —le dijo el inglés.
Joe le dedicó una fría mirada. Si aquel petimetre supiera las ganas que tenía de verter sangre inglesa, no lo escarnecería con tanta ligereza. De todos modos, respondió:
—Tiene mi palabra, capitán. Y ahora, por favor, baje a las bodegas con sus hombres. Nosotros nos encargaremos, con mucho gusto, de aligerar su carga.
Tarner se tensó y se encaminó junto a sus hombres, pero en cuanto dio dos pasos, se volvió hacia Joe y se encaró a él. Contempló con descaro al demonio vestido de negro y entrecerró los ojos al ver el aro de oro en su oreja. Por un instante, dudó, porque a pesar de su indumentaria, de que estaban empapados todos ellos hasta los huesos y de la rivalidad que los separaba, le dio la impresión de encontrarse ante un hombre con educación y no ante un filibustero.
—Si nos encontramos en otro momento y en otras circunstancias… —susurró—, tenga por seguro que no olvidaré su cara.
Joe echó la cabeza hacia atrás y no dudó en dar su respuesta:
—Espero que así sea, capitán Tarner. Ahora no es el momento, pero le aseguro que tendré mucho gusto en batirme con usted en otra ocasión… si nuestros caminos vuelven a cruzarse. Ensartar a ingleses en la punta de mi sable es mi juego favorito.
Tarner encajó la pulla. Después, lo empujaron hacia la trampilla y no se resistió, aunque la cólera lo carcomía. Pensar que aquellas sabandijas lo habían vencido sin lucha y que ahora se disponían a saquear su nave era más de lo que podía soportar. Pero primaba la vida de su tripulación y, sobre todo, de las mujeres que iban a bordo. Rezó fervientemente para que ellas se hubieran escondido bien y no las encontraran. No podía prever el destino de las damas si aquella horda de aventureros daba con ellas.
La tripulación del Missionnaire se unió a la de Joe y el pillaje comenzó de inmediato. Fran, rumiando su pequeña derrota, se le acercó a largas zancadas. Tras él, su siempre inseparable Pierre.
—¡Maldito hijo del demonio! —masculló el francés—. ¡Espero que no me salga demasiado cara la apuesta esta vez!
—No estés tan seguro —se rió el español.
—Has tenido suerte con ese golpe de viento, bastardo.
—¡Vamos, Fran! Mi tripulación es mejor que la tuya, reconócelo. Sólo eso. Además, les ha ofrecido unos cuantos barriles de ron y ya sabes que eso hace milagros.
Boullant asintió sonriente, le palmeó los hombros y se dirigieron al castillo de proa para supervisar el trabajo.
Mientras los muchachos se encargaban de sacar cofres y baúles de las bodegas, en las otras dos naves se llevaba a cabo una tarea similar y el San Jorge y el Spirit of sea comenzaban a ser desvalijados. Joe y François asistían complacidos al traslado a sus respectivos barcos de la valiosa mercancía. Madera, sacos de especias, café, cacao y unas cuantas arcas cargadas de oro y plata.
—Parece que nuestro informante tenía noticias de primera mano —comentó Boullant—. Este cargamento vale una fortuna.
—¿Qué porcentaje pidió ese confidente?
—Bastante alto, pero como ves, mon ami, va a merecer la pena.
A pesar de que el cargamento era realmente considerable y valiosa, parecía existir cierto malestar entre los hombres, que hubieran preferido conseguirla mediante la lucha. Sin embargo, ninguno se propasó con la tripulación vencida y cumplieron a rajatabla las órdenes de sus capitanes en cuanto a respetar la vida de los ingleses. Al menos en el Eurípides, pues Joe no tenía plena confianza en que en las otras naves se hubiera obrado igual. Como Pierre, no acababa de fiarse del condenado Depardier. Trató de alejar sus dudas. ¿Qué le importaba a él si aquel desalmado acababa con toda la tripulación? Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
Hacerse con el cargamento del Eurípides les llevó su tiempo. La incesante lluvia continuaba cayendo y dificultaba el traslado.
—Me vuelvo al El Ángel Negro —avisó a su compañero de armas.
—De acuerdo. Yo supervisaré el transporte de las mercancías.
A caballo sobre la balaustrada y con el cabo enredado en el brazo, Joe advirtió que algunos hombres se acercaban y parecían tener dificultades con la carga que llevaban al hombro.
¡Mujeres!
Blasfemó para sí y soltó el cabo, saltando de nuevo a cubierta. ¡Por todos los infiernos, aquello iba a causarles dificultades!
(TN), bamboleándose sobre el hombro huesudo del tipo que la cargaba como si de un saco de maíz se tratara, se revolvió y consiguió agarrarle del aceitoso y largo cabello, del que tiró con todas sus fuerzas. El fulano se frenó, se ladeó y la dejó caer sobre la empapada cubierta sin miramiento alguno. Ella se golpeó en la caída y gritó, pero giró sobre sí misma y se puso de rodillas para incorporarse. No llegó a hacerlo. Se quedó helada al verse rodeada de tipos mugrientos que no le quitaban ojo.
Trató de pensar con celeridad. De nada había servido parapetarse tras los muebles que atrancaban la puerta del camarote, porque aquellos desalmados la habían echado abajo y entrado por la fuerza. Ellas se habían defendido, ¡por descontado que lo habían hecho! Y, de resultas de la corta y desigual pelea que se llevó a cabo, un par de filibusteros fueron alcanzados, aunque con heridas superficiales. Las redujeron con tanta rapidez que aún rabiaba. Luego se las echaron al hombro y subieron con ellas a cubierta entre risotadas, palabras soeces y más de un manoseo.
Temblaba, sabiéndose a merced de semejante gentuza. Los hombres iban aproximándose con la lujuria pintada en sus caras. Mirando a todos lados como una corza a punto de ser devorada, se dio cuenta de que no veía a nadie de la tripulación y un sollozo le subió a la garganta. ¿Los habrían matado a todos y arrojado al mar? La borda estaba cerca y a ella ni se le pasó por la cabeza darse por vencida. Era una locura, pero no pensaba quedarse allí y dejar que sus manos asquerosas la violentaran.
El tipo que la había capturado se rascaba la cabeza, allí donde ella le había dado el tirón. Sonreía como un maldito y empezó a acercarse, animado por las carcajadas y las voces de sus compañeros. El sonido se mezclaba con el rugir del mar y el trueno que descargó en la distancia. «Música de muerte», pensó (TN).
Retrocedió. La cortina de lluvia apenas la dejaba ver, el cabello le caía sobre el rostro en greñas empapadas y el vestido, chorreando agua, le pesaba tanto que le impedía moverse con soltura. Apretó los dientes para sofocar su miedo ante las intenciones de aquel sujeto que, ahora, adelantaba ambas manos hacia ella. Plantó los pies en cubierta y esperó con el alma en vilo. Y cuando lo tuvo lo bastante cerca, le soltó una patada. Se oyó un alarido y (TN) se felicitó mentalmente, sabiendo que le había alcanzado donde deseaba. Como una demente, se volvió y corrió hacia la borda. Prefería mil veces hundirse en el mar que ser violada por una horda de desharrapados.
Pero algo se interpuso en su camino. Chocó, se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas. Unos brazos de hierro la sujetaron y ella enloqueció. Se revolvió, soltó puñetazos, patadas… y gritó con todas sus fuerzas. Pero cada vez se estrellaba contra una pared que la retenía y, después de un corto forcejeo, se le agotaron las fuerzas y se quedó desmadejada. Entonces sí. Entonces estalló en un llanto histérico ante la realidad de aquel peligro inminente y sin escapatoria.
Y oyó una voz que parecía regresar de la tumba.
—Los tiburones no son mejores que nosotros, señora.
Paralizada por el pánico que la oprimía sin remedio, (TN) apenas reaccionó, pero el corazón le comenzó a bombear de forma dolorosa, no podía respirar y temblaba como una hoja. ¡Aquella voz! ¡Aquella voz! ¡No podía ser cierto!
A su alrededor, el jolgorio de la turba asaltante espoleaba su orgullo malherido, pero ella se encontraba varada ante aquel pecho granítico que seguía reteniéndola y se sacudía con la risa.
Levantó la cabeza. Y sus ojos se toparon con dos lagos verde esmeralda que hicieron que le diera un vuelco el corazón. Porque su temor cobraba vida, no se había confundido. Ante ella, más avasallador y atractivo que nunca, chorreando agua y fundido con la oscuridad con su vestimenta negra, estaba el hombre que le había quitado el sueño desde que lo conoció. Enderezó el cuerpo y con voz como un latigazo, dijo:
—Suéltame de inmediato, Joe.
Él se quedó petrificado. Sus músculos se tensaron y se aferró con más fuerza a aquel cuerpo femenino que volvía como una ensoñación. No podía apartar la mirada de ella. Aquel rostro, aquellos ojos azul zafiro lo lanzaban de cabeza a la locura. ¿Cuántas veces había soñado con tenerla? ¿Cuántas noches había pasado en vela, recordando sus besos? Todas y cada una de las mujeres que había habido en su vida desde que escapó de Port Royal y se unió a la flota pirata de Boullant se perdieron en la nada. ¿Qué habían significado sino un mero entretenimiento, un simple desahogo? Ninguna de ellas anidó en su corazón, porque éste se lo había robado una inglesa a la que odiaba.
¡Y ahora la tenía allí mismo!
—¡Eh, capitán! —reclamó el fulano que había sacado a (TN) del camarote—. ¡Yo he atrapado a la hembra!
Hizo un amago de acercarse y llevársela, pero bastó la actitud de Joe para disuadirlo.
(TN) quiso aprovecharse del momento y se revolvió entre sus brazos, pero sólo consiguió que él hiciera más presión sobre su cuerpo y que una mano masculina la sujetara del cabello, echándole la cabeza hacia atrás.
Y ella tembló al mirarlo, porque en los labios distendidos de Joe vio una sonrisa posesiva y presintió que su destino iba a ser peor de lo que imaginaba.
Una voz engañosamente suave le susurró:
—Volvemos a encontrarnos, miss Colbert.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 23
(TN) iba y venía de un lado a otro del camarote donde la habían encerrado como a un gato rabioso.
La habían separado de sus compañeras. La última vez que vio a Virginia, un sujeto alto y rubio la retenía, y aunque ella se debatía como una fiera, sólo provocaba la complacencia en él. De Amanda y Lidia no sabía nada en absoluto y el temor por la suerte de sus amigas la tenía en ascuas. Aunque, si tenía que ser sincera, temía más por sí misma.
Por enésima vez, atisbó por el ojo de buey. Atrapada y recluida en un camarote. ¡Así que ahora el antiguo esclavo de su tío se había convertido en un deleznable pirata!
Echó un vistazo a cuanto la rodeaba. Se preguntó cómo un barco de asalto podía disponer de tantas comodidades. Una habitación decorada con muy buen gusto, espaciosa y con detalles de clase. La cama, situada en paralelo al balcón de popa, ahora cerrado a cal y canto por si a ella se le ocurría alguna locura, era más propia de una casa que de una nave. El mobiliario, de calidad, escaso y bien distribuido. Y alfombras. Un reducto acogedor que ella, en sus circunstancias, no estaba en condiciones de disfrutar.
Elucubraba sobre los acontecimientos que habrían llevado a Joe a aliarse con tal ralea. Después del ataque a Port Royal, todos creyeron que había muerto, acaso enterrado bajo toneladas de escombros, como tantos otros cuyos cuerpos destrozados recuperaron después, totalmente irreconocibles. Aún resonaban en sus oídos las blasfemias de su tío por la pérdida que le ocasionó.
Pero ahora, con un chasquido de dedos, como por arte de magia, Joe de Jonas irrumpía de nuevo en su vida. ¿No había comenzado ya a olvidarlo…? Se miró en el espejo de cuerpo entero atornillado al suelo y su boca esbozó un rictus irónico. ¿Olvidarlo? ¿A quién diablos quería engañar? Nunca había olvidado a Joe. Durante todo aquel tiempo, su cuerpo había vibrado recordándolo y había derramado muchas lágrimas creyéndolo muerto.
Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda al rememorar su mirada cuando lo arrastraban al carro que iba a llevárselo de la propiedad. Y, sin embargo, ésa no fue ni la mitad de acusadora que la de aquella misma noche, cuando se encontraron de nuevo. En sus ojos verdes y fríos descubrió que no sólo persistía el odio, sino la irrefrenable sombra de la venganza.
Joe ahogó un suspiro y se dejó caer en el borde de la cama. Hacía rato que fuera no se oía nada, como si el barco se hubiera quedado vacío. La calma había ido tomando posesión de la nave y el silencio era casi tan opresivo como la algarabía anterior.
Pero no. La puerta del camarote se abrió de golpe y un sujeto de estatura baja y fuerte como un toro lo invadió. A (TN) se le aceleró el corazón, y retrocedió, pero, sin mirarla, él se acercó a la mesa y depositó allí una bandeja. Después sí clavó sus ojos en ella, sonrió y avanzó un poco. (TN) abrió la boca para gritar y el tipo se detuvo. Se la comió con los ojos, de arriba abajo, se pasó la lengua por los labios en un gesto lascivo que la hizo tragar saliva y, finalmente, salió, cerrando de nuevo con llave.
Por un momento, ni se atrevió a moverse. Tardó en recuperar el ritmo normal de sus latidos y volvió a sentarse. Maldijo su suerte y al destino que había provocado su secuestro. Miró la comida, pero no tenía hambre. ¿Cómo tragar ni un bocado cuando en su estómago danzaba una pesadilla?
(TN) trataba de razonar utilizando la lógica. Estaban en manos de unos desalmados, cierto. Pero ¿qué interés alentaba a un pirata a fin de cuentas, sino el dinero? No le quedaba más remedio que intentar negociar con ellos. Si no las lastimaban, ella se encargaría de que recibieran una buena recompensa. Su padre no dudaría en pagar lo que le pidieran por su rescate. No conocía a un solo ladrón que despreciara una buena oferta en oro. Claro que, pensó en un ramalazo de pánico, también podían ser vendidas como esclavas.
Sumida en sus negros pensamientos, no se percató de que no estaba sola. Ignorante de la compañía, enredó un dedo en uno de sus rizos y adelantó el labio inferior, dubitativa. Un carraspeo la hizo volverse y ponerse en pie como impulsada por un resorte.
Joe había entrado sigilosamente y estaba con un hombro apoyado en el marco de la puerta.
A (TN) el nudo del estómago se le subió a la garganta y dio un paso atrás sin proponérselo. Él sonreía, como si su desamparo le divirtiera. Y precisamente esa actitud socarrona fue lo que a ella le dio fuerzas para enfrentársele. Levantó el mentón y lo retó con los ojos, escondiendo las manos a la espalda, porque le temblaban.
Joe respondió con desdén y cerró la puerta con el tacón de la bota. Estaba empapado y harto de bregar con una tripulación que se disputaba su parte del botín antes aun de valorarlo. Sólo deseaba cambiarse de ropa y descansar. Amanecía ya y no había dormido nada en más de veinticuatro horas.
Sí, sólo quería ropa seca, una cena ligera y una cama.
Al menos, ése era el plan que tenía en su agotada mente hasta que vio a (TN). A partir de ahí, todo se le vino abajo. Simplemente, no podía apartar los ojos de ella. Su primer impulso al reconocerla había sido retorcer su bonito cuello. Pero había sido sólo un segundo. Debía tomarse venganza. Una reparación completa por lo que los suyos le habían hecho. Y unos segundos de agonía mientras la estrangulaba no eran suficiente compensación.
Ella seguía mirándolo de frente, altanera y distante. Pero él sabía que sentía miedo. Estaba allí, en sus pupilas color zafiro, podía olerlo. Le gustaba provocárselo, porque eso lo resarcía. En (TN) Colbert iba a desquitarse por fin de tanta humillación y tanto dolor. Se dijo a sí mismo que aquella muñeca inglesa debía saber cómo se las gasta un caballero español.
El problema para Joe era que en su despiadado corazón se abría una fisura de ternura ante una dama inerme que lo desafiaba con tanta valentía. En su lugar, otra estaría llorando. Suplicando. (TN), no. ¡Demonios! ¿Qué le pasaba? ¿Por qué seguía deseándola?
—Exijo hablar con el capitán.
Se permitía dar órdenes. Joe se mordió el carrillo para reprimir una sonrisa. Lo apretaba, la mala pécora. No pedía, no, ella ordenaba. ¿Realmente se daba cuenta de cuál era allí su condición?
—¿Para qué?
—Tengo que proponerle un trato.
—No le interesa.
—Pues que sea él quien me lo diga. Por favor, llévame ante él.
—Le digo, señorita Colbert, que el capitán no está interesado en ningún tipo de trato con una prisionera.
El tono fue tan tajante que ella enmudeció.
Joe suspiró con cansancio, cruzó el camarote, abrió el arcón de sus pertenencias y sacó una camisa y unos pantalones. De un armario cogió un par de botas altas.
Ella seguía sus movimientos, intrigada, controlando el errático latido de su corazón, decidida a insistir en su petición. Lo vio quitarse el sable que colgaba de su cadera y arrojarlo sobre la cama, y, por una décima de segundo, a ella se le pasó por la mente hacerse con él, pero lo desechó, porque no hubiera llegado ni a tocarlo. Cuando Joe se libró de la camisa, los ojos de (TN) se suavizaron, solazándose en sus músculos endurecidos, la piel tostada, la anchura de unos hombros inabarcables…
Él se volvió y a ella casi se le escapó un lamento. Aunque decoloradas, aún podían apreciarse las marcas que Edgar le grabó en la espalda. Joe se sentó en el borde de la cama y se quitó las botas.
—Si no quieres sonrojarte, miss Colbert, te recomiendo que mires hacia otro lado.
Metió entonces los pulgares en la cinturilla del pantalón y tiró hacia abajo. Ahogando una exclamación, (TN) le dio la espalda, notando cómo el calor invadía sus mejillas. Detrás… ¿él se estaba riendo? ¡Claro que sí! Se reía de ella, pero permaneció rígida, retorciéndose las manos, atenta a los movimientos de Joe.
El cristal del ojo de buey se alió con ella y le devolvió el reflejo de su cuerpo: firme y bien formado. Su visión le provocó un repentino cosquilleo en el estómago. A la luz de los quinqués se lo veía muy moreno y el cabello, ligeramente más corto, acentuaba la anchura de sus hombros. Se fijó en el aro que adornaba su oreja y en el brazalete de oro y esmeraldas que exhibía en el antebrazo. ¡Todo un mercenario! Contuvo un suspiro delator, porque él era aún más atractivo y magnífico que como lo recordaba. Cerró los ojos con fuerza y así permaneció hasta que Joe habló de nuevo.
—Ya estoy visible.
(TN) se volvió despacio. Y sus pupilas se dilataron, porque él se había puesto solamente unos ceñidos pantalones negros y se había calzado las botas, pero mostraba un musculoso torso desnudo, macizo, moreno y salpicado aún de gotitas de lluvia.
Para Joe, su presencia significaba poco más que la de un animal de compañía, si dejaba de lado la comezón que no le abandonaba desde que la conoció. Acabó de secarse con la camisa desechada y se sentó a la mesa. Levantó la tapa de la bandeja y empezó a comer.
(TN) continuaba sin moverse, pero en su cabeza mil y una preguntas empezaban a tomar forma. ¿Qué cargo ejercería Joe en la nave pirata? ¿Por qué actuaba con tanta seguridad? ¿Qué hacía en aquel camarote?
—Decías que deseabas hablar con el capitán… —comentó él sin dejar de comer. (TN) asintió, aunque estaba a su espalda y él no podía verla—. Entonces, puedes decir lo que sea.
¡Eso era! ¡Estaba en el camarote del capitán y él gobernaba aquel barco! Retrocedió un paso, sujetándose con una mano a la columna de la cama, porque el impacto de la noticia la bloqueaba. Estaba en manos del hombre que les había servido siendo esclavo y que ahora dirigía a una horda de desalmados. Hizo un esfuerzo por calmarse y habló con fingida seguridad.
—Si nos devuelven sanas y salvas, mi padre pagará un buen rescate.
Le pareció que los músculos de la espalda de Joe se tensaban. Durante un momento, el silencio imperó entre ellos.
—He acumulado riquezas más que suficientes en este tiempo, señorita Colbert, como para que una recompensa pueda tentarme.
(TN) se tragó el orgullo y se acercó.
—Nadie desprecia una buena suma de dinero.
—¡Yo sí! —bramó Joe, incorporándose y haciendo que ella retrocediera.
El miedo reflejado en aquellas pupilas color zafiro le encantó. Tenía a aquella arpía inglesa donde quería e iba a empezar a pagar. Pero se obligó a calmarse y volvió a tomar asiento.
—Si quieres comer algo, hay suficiente para los dos. Pero olvídate de salir de aquí.
(TN) no era capaz de moverse. Parecía una estatua. Y a la vista de la firmeza con que él se pronunciaba, sus dudas se acentuaron. Sí, le temía, porque había cambiado demasiado desde la última vez que lo vio. Ya no era el esclavo al que Edgar casi mató a latigazos y al que obligaban a doblar el espinazo en los campos de caña de sol a sol. Esas heridas nunca se cierran del todo. En esos momentos era libre y se había vuelto un hombre fiero, casi un demonio. Y (TN) se sintió vulnerable como nunca.
—¿Donde están las otras damas?
joe se volvió para responderle. Durante un segundo, se pareció de nuevo al hombre que la cautivó en «Promise». Pero fue solamente un instante. Hasta que habló.
—La muchacha blanca ha sido trasladada a otro barco. La mujer de más edad y la mulata están a bordo.
—¿Están… bien?
—Deberías preocuparte por ti misma.
—Es posible. Pero estoy preguntando por ellas.
—¿Quieres saber si han sido violadas?
No era una posibilidad tan remota y ella sintió un ligero vahído.
—Quiero saber si se encuentran bien, si no han sufrido daño de ningún tipo.
—¿Qué mujer no se encuentra estupendamente después de un buen revolcón?
—¡Eres un bastardo!
«¡Vaya con la damita!», se dijo. No se había desprendido de sus ínfulas.
—No has perdido tus aires de reina, ¿verdad, (TN)?
Cada vez más insegura, se limitó a escuchar, porque necesitaba saber.
—A Briset, mi contramaestre, parece haberle caído en gracia esa belleza café con leche. —El nudo en el estómago de ella se acentuó—. ¿Quien es la otra mujer?
—La carabina de mi amiga.
—Bueno —volvió a darle la espalda y continuó comiendo—, ella no tiene motivos para temernos. Es demasiado vieja para el gusto de mis muchachos.
—¿Eso quiere decir que Lidia sí tiene motivos para temer?
—¿Lidia?
—Mi criada.
Joe se entretuvo en juguetear con la comida.
—Armand Briset no dejará que le toquen un pelo. Creo que ha decidido quedarse con ella.
—Botín de guerra, ¿no es eso?
—Exactamente.
—¿Y yo?
La respuesta llegó tan rápida como una bofetada.
—Tú eres mi botín, preciosa.
(TN) iba y venía de un lado a otro del camarote donde la habían encerrado como a un gato rabioso.
La habían separado de sus compañeras. La última vez que vio a Virginia, un sujeto alto y rubio la retenía, y aunque ella se debatía como una fiera, sólo provocaba la complacencia en él. De Amanda y Lidia no sabía nada en absoluto y el temor por la suerte de sus amigas la tenía en ascuas. Aunque, si tenía que ser sincera, temía más por sí misma.
Por enésima vez, atisbó por el ojo de buey. Atrapada y recluida en un camarote. ¡Así que ahora el antiguo esclavo de su tío se había convertido en un deleznable pirata!
Echó un vistazo a cuanto la rodeaba. Se preguntó cómo un barco de asalto podía disponer de tantas comodidades. Una habitación decorada con muy buen gusto, espaciosa y con detalles de clase. La cama, situada en paralelo al balcón de popa, ahora cerrado a cal y canto por si a ella se le ocurría alguna locura, era más propia de una casa que de una nave. El mobiliario, de calidad, escaso y bien distribuido. Y alfombras. Un reducto acogedor que ella, en sus circunstancias, no estaba en condiciones de disfrutar.
Elucubraba sobre los acontecimientos que habrían llevado a Joe a aliarse con tal ralea. Después del ataque a Port Royal, todos creyeron que había muerto, acaso enterrado bajo toneladas de escombros, como tantos otros cuyos cuerpos destrozados recuperaron después, totalmente irreconocibles. Aún resonaban en sus oídos las blasfemias de su tío por la pérdida que le ocasionó.
Pero ahora, con un chasquido de dedos, como por arte de magia, Joe de Jonas irrumpía de nuevo en su vida. ¿No había comenzado ya a olvidarlo…? Se miró en el espejo de cuerpo entero atornillado al suelo y su boca esbozó un rictus irónico. ¿Olvidarlo? ¿A quién diablos quería engañar? Nunca había olvidado a Joe. Durante todo aquel tiempo, su cuerpo había vibrado recordándolo y había derramado muchas lágrimas creyéndolo muerto.
Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda al rememorar su mirada cuando lo arrastraban al carro que iba a llevárselo de la propiedad. Y, sin embargo, ésa no fue ni la mitad de acusadora que la de aquella misma noche, cuando se encontraron de nuevo. En sus ojos verdes y fríos descubrió que no sólo persistía el odio, sino la irrefrenable sombra de la venganza.
Joe ahogó un suspiro y se dejó caer en el borde de la cama. Hacía rato que fuera no se oía nada, como si el barco se hubiera quedado vacío. La calma había ido tomando posesión de la nave y el silencio era casi tan opresivo como la algarabía anterior.
Pero no. La puerta del camarote se abrió de golpe y un sujeto de estatura baja y fuerte como un toro lo invadió. A (TN) se le aceleró el corazón, y retrocedió, pero, sin mirarla, él se acercó a la mesa y depositó allí una bandeja. Después sí clavó sus ojos en ella, sonrió y avanzó un poco. (TN) abrió la boca para gritar y el tipo se detuvo. Se la comió con los ojos, de arriba abajo, se pasó la lengua por los labios en un gesto lascivo que la hizo tragar saliva y, finalmente, salió, cerrando de nuevo con llave.
Por un momento, ni se atrevió a moverse. Tardó en recuperar el ritmo normal de sus latidos y volvió a sentarse. Maldijo su suerte y al destino que había provocado su secuestro. Miró la comida, pero no tenía hambre. ¿Cómo tragar ni un bocado cuando en su estómago danzaba una pesadilla?
(TN) trataba de razonar utilizando la lógica. Estaban en manos de unos desalmados, cierto. Pero ¿qué interés alentaba a un pirata a fin de cuentas, sino el dinero? No le quedaba más remedio que intentar negociar con ellos. Si no las lastimaban, ella se encargaría de que recibieran una buena recompensa. Su padre no dudaría en pagar lo que le pidieran por su rescate. No conocía a un solo ladrón que despreciara una buena oferta en oro. Claro que, pensó en un ramalazo de pánico, también podían ser vendidas como esclavas.
Sumida en sus negros pensamientos, no se percató de que no estaba sola. Ignorante de la compañía, enredó un dedo en uno de sus rizos y adelantó el labio inferior, dubitativa. Un carraspeo la hizo volverse y ponerse en pie como impulsada por un resorte.
Joe había entrado sigilosamente y estaba con un hombro apoyado en el marco de la puerta.
A (TN) el nudo del estómago se le subió a la garganta y dio un paso atrás sin proponérselo. Él sonreía, como si su desamparo le divirtiera. Y precisamente esa actitud socarrona fue lo que a ella le dio fuerzas para enfrentársele. Levantó el mentón y lo retó con los ojos, escondiendo las manos a la espalda, porque le temblaban.
Joe respondió con desdén y cerró la puerta con el tacón de la bota. Estaba empapado y harto de bregar con una tripulación que se disputaba su parte del botín antes aun de valorarlo. Sólo deseaba cambiarse de ropa y descansar. Amanecía ya y no había dormido nada en más de veinticuatro horas.
Sí, sólo quería ropa seca, una cena ligera y una cama.
Al menos, ése era el plan que tenía en su agotada mente hasta que vio a (TN). A partir de ahí, todo se le vino abajo. Simplemente, no podía apartar los ojos de ella. Su primer impulso al reconocerla había sido retorcer su bonito cuello. Pero había sido sólo un segundo. Debía tomarse venganza. Una reparación completa por lo que los suyos le habían hecho. Y unos segundos de agonía mientras la estrangulaba no eran suficiente compensación.
Ella seguía mirándolo de frente, altanera y distante. Pero él sabía que sentía miedo. Estaba allí, en sus pupilas color zafiro, podía olerlo. Le gustaba provocárselo, porque eso lo resarcía. En (TN) Colbert iba a desquitarse por fin de tanta humillación y tanto dolor. Se dijo a sí mismo que aquella muñeca inglesa debía saber cómo se las gasta un caballero español.
El problema para Joe era que en su despiadado corazón se abría una fisura de ternura ante una dama inerme que lo desafiaba con tanta valentía. En su lugar, otra estaría llorando. Suplicando. (TN), no. ¡Demonios! ¿Qué le pasaba? ¿Por qué seguía deseándola?
—Exijo hablar con el capitán.
Se permitía dar órdenes. Joe se mordió el carrillo para reprimir una sonrisa. Lo apretaba, la mala pécora. No pedía, no, ella ordenaba. ¿Realmente se daba cuenta de cuál era allí su condición?
—¿Para qué?
—Tengo que proponerle un trato.
—No le interesa.
—Pues que sea él quien me lo diga. Por favor, llévame ante él.
—Le digo, señorita Colbert, que el capitán no está interesado en ningún tipo de trato con una prisionera.
El tono fue tan tajante que ella enmudeció.
Joe suspiró con cansancio, cruzó el camarote, abrió el arcón de sus pertenencias y sacó una camisa y unos pantalones. De un armario cogió un par de botas altas.
Ella seguía sus movimientos, intrigada, controlando el errático latido de su corazón, decidida a insistir en su petición. Lo vio quitarse el sable que colgaba de su cadera y arrojarlo sobre la cama, y, por una décima de segundo, a ella se le pasó por la mente hacerse con él, pero lo desechó, porque no hubiera llegado ni a tocarlo. Cuando Joe se libró de la camisa, los ojos de (TN) se suavizaron, solazándose en sus músculos endurecidos, la piel tostada, la anchura de unos hombros inabarcables…
Él se volvió y a ella casi se le escapó un lamento. Aunque decoloradas, aún podían apreciarse las marcas que Edgar le grabó en la espalda. Joe se sentó en el borde de la cama y se quitó las botas.
—Si no quieres sonrojarte, miss Colbert, te recomiendo que mires hacia otro lado.
Metió entonces los pulgares en la cinturilla del pantalón y tiró hacia abajo. Ahogando una exclamación, (TN) le dio la espalda, notando cómo el calor invadía sus mejillas. Detrás… ¿él se estaba riendo? ¡Claro que sí! Se reía de ella, pero permaneció rígida, retorciéndose las manos, atenta a los movimientos de Joe.
El cristal del ojo de buey se alió con ella y le devolvió el reflejo de su cuerpo: firme y bien formado. Su visión le provocó un repentino cosquilleo en el estómago. A la luz de los quinqués se lo veía muy moreno y el cabello, ligeramente más corto, acentuaba la anchura de sus hombros. Se fijó en el aro que adornaba su oreja y en el brazalete de oro y esmeraldas que exhibía en el antebrazo. ¡Todo un mercenario! Contuvo un suspiro delator, porque él era aún más atractivo y magnífico que como lo recordaba. Cerró los ojos con fuerza y así permaneció hasta que Joe habló de nuevo.
—Ya estoy visible.
(TN) se volvió despacio. Y sus pupilas se dilataron, porque él se había puesto solamente unos ceñidos pantalones negros y se había calzado las botas, pero mostraba un musculoso torso desnudo, macizo, moreno y salpicado aún de gotitas de lluvia.
Para Joe, su presencia significaba poco más que la de un animal de compañía, si dejaba de lado la comezón que no le abandonaba desde que la conoció. Acabó de secarse con la camisa desechada y se sentó a la mesa. Levantó la tapa de la bandeja y empezó a comer.
(TN) continuaba sin moverse, pero en su cabeza mil y una preguntas empezaban a tomar forma. ¿Qué cargo ejercería Joe en la nave pirata? ¿Por qué actuaba con tanta seguridad? ¿Qué hacía en aquel camarote?
—Decías que deseabas hablar con el capitán… —comentó él sin dejar de comer. (TN) asintió, aunque estaba a su espalda y él no podía verla—. Entonces, puedes decir lo que sea.
¡Eso era! ¡Estaba en el camarote del capitán y él gobernaba aquel barco! Retrocedió un paso, sujetándose con una mano a la columna de la cama, porque el impacto de la noticia la bloqueaba. Estaba en manos del hombre que les había servido siendo esclavo y que ahora dirigía a una horda de desalmados. Hizo un esfuerzo por calmarse y habló con fingida seguridad.
—Si nos devuelven sanas y salvas, mi padre pagará un buen rescate.
Le pareció que los músculos de la espalda de Joe se tensaban. Durante un momento, el silencio imperó entre ellos.
—He acumulado riquezas más que suficientes en este tiempo, señorita Colbert, como para que una recompensa pueda tentarme.
(TN) se tragó el orgullo y se acercó.
—Nadie desprecia una buena suma de dinero.
—¡Yo sí! —bramó Joe, incorporándose y haciendo que ella retrocediera.
El miedo reflejado en aquellas pupilas color zafiro le encantó. Tenía a aquella arpía inglesa donde quería e iba a empezar a pagar. Pero se obligó a calmarse y volvió a tomar asiento.
—Si quieres comer algo, hay suficiente para los dos. Pero olvídate de salir de aquí.
(TN) no era capaz de moverse. Parecía una estatua. Y a la vista de la firmeza con que él se pronunciaba, sus dudas se acentuaron. Sí, le temía, porque había cambiado demasiado desde la última vez que lo vio. Ya no era el esclavo al que Edgar casi mató a latigazos y al que obligaban a doblar el espinazo en los campos de caña de sol a sol. Esas heridas nunca se cierran del todo. En esos momentos era libre y se había vuelto un hombre fiero, casi un demonio. Y (TN) se sintió vulnerable como nunca.
—¿Donde están las otras damas?
joe se volvió para responderle. Durante un segundo, se pareció de nuevo al hombre que la cautivó en «Promise». Pero fue solamente un instante. Hasta que habló.
—La muchacha blanca ha sido trasladada a otro barco. La mujer de más edad y la mulata están a bordo.
—¿Están… bien?
—Deberías preocuparte por ti misma.
—Es posible. Pero estoy preguntando por ellas.
—¿Quieres saber si han sido violadas?
No era una posibilidad tan remota y ella sintió un ligero vahído.
—Quiero saber si se encuentran bien, si no han sufrido daño de ningún tipo.
—¿Qué mujer no se encuentra estupendamente después de un buen revolcón?
—¡Eres un bastardo!
«¡Vaya con la damita!», se dijo. No se había desprendido de sus ínfulas.
—No has perdido tus aires de reina, ¿verdad, (TN)?
Cada vez más insegura, se limitó a escuchar, porque necesitaba saber.
—A Briset, mi contramaestre, parece haberle caído en gracia esa belleza café con leche. —El nudo en el estómago de ella se acentuó—. ¿Quien es la otra mujer?
—La carabina de mi amiga.
—Bueno —volvió a darle la espalda y continuó comiendo—, ella no tiene motivos para temernos. Es demasiado vieja para el gusto de mis muchachos.
—¿Eso quiere decir que Lidia sí tiene motivos para temer?
—¿Lidia?
—Mi criada.
Joe se entretuvo en juguetear con la comida.
—Armand Briset no dejará que le toquen un pelo. Creo que ha decidido quedarse con ella.
—Botín de guerra, ¿no es eso?
—Exactamente.
—¿Y yo?
La respuesta llegó tan rápida como una bofetada.
—Tú eres mi botín, preciosa.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 24
Para Joe, el mundo podía estallar en mil pedazos, no le importaba nada excepto la boca de (TN) respondiendo a la suya.
Era tan dulce como recordaba.
Su sabor lo subyugaba, lo ataba a ella.
Atrás quedaban, relegados en el abismo del olvido, otros muchos escarceos amorosos que nunca significaron nada. En esos momentos sólo existía ella, la mujer que lo trastornaba, que le robaba la voluntad, al son de cuya música danzaba.
Liberó sus labios para apoyarse sobre las palmas de las manos y contemplarla a placer. (TN) mantenía los ojos cerrados y respiraba agitadamente, todavía abrazada a su cuello. Como si necesitara su calor, elevó las caderas y se agitó entre sus brazos. Seda pura que espoleaba en él el impulso de fundirse con ella.
Se incorporó, la tomó de las manos y la levantó. La alzó en sus brazos, se acercó al lecho y la depositó en él con el mismo cuidado con que lo hubiera hecho con su más preciada joya.
¿Qué le estaba haciendo aquella mujer?, se preguntó, con los ojos clavados en aquel rostro de nácar que sus rizos enmarcaban como rayos de sol. ¿Quién era el prisionero ahora, cuando a una sola palabra suya se lanzaría de cabeza al infierno? ¿Quién era el esclavo?
Un insulto, rogó mentalmente. Un insulto que lo ayudara a liberarse de la atracción enfermiza que sentía por ella.
Pero no lo escuchó. Solamente encontró un par de ojos ardientes de deseo que, perdidos en los suyos, iluminaron su oscura existencia. En aquellas pupilas se leía un apremio tan fuerte como el que él sentía.
Sin dejar de mirar el maravilloso festín que el destino le ofrecía, se contorsionó para quitarse las botas, se arrancó la camisa y volvió a besarla antes de erguirse para desprenderse de los pantalones.
Los ojos femeninos se agrandaron al contemplar su desnudez y el miembro de Joe se endureció aún más. Ella lo agasajaba con la mirada y él caía de nuevo en la turbulencia de una pasión reprimida mucho, mucho tiempo y que creía, pobre iluso, haber superado.
(TN) no podía ni quería dejar de mirarlo. Si joe resultaba atractivo vestido, verlo desnudo era como oír una sinfonía. Soberbio era una palabra pobre para describirlo. Si ella hubiera sabido esculpir, habría plasmado aquel cuerpo en bronce para disfrute de los siglos venideros. Era magnífico. No había en él ni un gramo de grasa, tenía la piel muy tostada y sus músculos semejaban cuerdas tensadas. Sin asomo de vergüenza, se fijó en aquel apéndice que se erguía orgulloso e insolente en medio de un nido de rizos oscuros y suaves. Le pareció un dios y se maravilló del poder que ejercía sobre él con sólo mirarlo. Y sonrió.
La poca cordura que a Joe le quedaba se esfumó y la cubrió con su cuerpo. Libó de ella como la abeja de las flores. Volvió a adueñarse de su boca, la adoró con su lengua y encontró otra que se enroscaba a la suya, emulándolo en pasión, aunque sin experiencia.
Para él, precisamente, tal inexperiencia era el mayor de los regalos. Y eso lo excitó aún más.
(TN) sofocó un gritito cuando la boca caliente de Joe abandonó la suya para deleitarse en sus pechos, erguidos de plenitud. Un fuego líquido transitaba por sus venas y sentía que se ahogaba en sensaciones desconocidas. No estaba preparada para aquel cúmulo de emociones y sólo podía asirse a él como a una tabla de salvación que evitara su naufragio.
Joe sofocó sus gemidos regresando a sus labios, mientras sus manos, como serpientes lujuriosas, se perdían en los altozanos y cañadas de su cuerpo. Un cuerpo que (TN) pensó que ya no era suyo, porque se entregaba a él por entero.
Deseaba acariciarlo de igual manera, sentirlo dentro, que se unieran como un único ser, como un único aliento.
Sus dedos rozaron las cicatrices de Joe. Por un segundo, se quedó rígida y él se apoyó sobre un codo para ver, aturdido, cómo por sus mejillas resbalaban dos pequeñas lágrimas.
Lo entendió mal.
O quiso entenderlo mal.
Porque imaginó que ella sollozaba por ir a entregarle el tributo de su honra.
Pero ya no podía pararse. Si se detenía entonces era hombre muerto. Con una rodilla, la obligó a abrir las piernas y entró en ella.
(TN) apenas exhaló un jadeo. Deseosa de recibirlo, solamente notó un pequeño pinchazo. Luego, la embargó un remolino que la apremiaba a arrastrarlo más adentro, a engullirlo; tanto, que nadie ni nada pudiera separarlo de ella. Elevó las caderas y secundó los embates de Joe hasta que el volcán que bullía entre sus muslos alcanzó la cumbre y se derramó. En medio de sacudidas y gritos liberadores, oyó el gemido ronco de él que se le unía.
Agotada física y emocionalmente, dejó que las lágrimas fluyeran. Y así se quedó dormida, abrazada a él, sin saber que a Joe se le partía el alma, convencido como estaba de su rechazo, ignorando que su llanto nacía del lóbrego recuerdo de su tortura en «Promise».
Sentada en la cama, abrazada a sus rodillas,(TN) rememoraba las últimas horas. Desde que se despertó no había dejado de preguntarse qué había sucedido. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado arrastrar a semejante comportamiento? No sólo se había entregado a él, sino que disfrutó e intercambió caricias que aún la sonrojaba recordar.
Estaba aturdida. Intentaba convencerse de que Joe la habría tomado incluso aunque ella se hubiese resistido, pero es que no lo había hecho. Ella solita había caído en sus brazos porque así quiso hacerlo. Como una mema. Porque lo deseaba. ¡Condenado fuese! Lo deseaba desde que lo vio por primera vez en Port Royal, exhibido en una plataforma en la que lo ofrecían en venta, pero orgulloso y altanero.
Y se odiaba por desearlo.
Sí, se odiaba. Porque sabía que Joe la había usado como a otra cualquiera. Había satisfecho su necesidad de macho presumido y ahí terminaba todo. Ella era joven y, según le decían todos, bonita, y él… una ave de presa en la mar y en la cama. Poco o nada le había importado arrebatar su virginidad. Además, en sus oídos resonaban aún sus agrias y despectivas palabras recordándole su condición de esclava. Y de una esclava se tomaba lo que se quería, sin más.
Se sacudió en sollozos, sabiendo que era cierto, que le pertenecía y que ella no podía remediarlo. Y el llanto arreció porque la embargaba un sentimiento profundo y tibio cuando pensaba en él.
—¡Maldito seas! —hipó. Joe la había cautivado y eso sólo podía acarrearle ser la mujer más desgraciada del mundo, porque él aborrecía a los ingleses y, por tanto, la detestaba a ella. Tenía sobrados motivos, pero le dolía como una herida a la que se aplica sal.
Llamaron a la puerta y se cubrió.
—Adelante.
Timmy Benson entró en el camarote con su acostumbrado desenfado y ella se echó el pelo a la cara para esconder sus ojos hinchados, secándose disimuladamente con el embozo de la sábana.
—¿Le apetece algo de comer ahora, señora?
—No, gracias. —(TN) simuló una sonrisa a medias—. Quiero que te sientes y me cuentes cosas.
—¿Ha estado llorando? ¿Se encuentra mal? —preguntó el chico a pesar de todo.
—Las mujeres lloramos por cualquier cosa, Timmy —le dijo, para zanjar el tema—. Vamos, acompáñame un rato. —Palmeó el colchón invitándolo a sentarse.
—¿Qué cosas quiere que le cuente? —se removió él, incómodo, sospechando que la muchacha estaba desnuda bajo las sábanas.
—Anda, siéntate. —Él acabó por acceder, acomodándose a los pies del lecho—. Dime, ¿qué tal es tu capitán?
Timmy se encogió de hombros, sorbiendo por la nariz.
—Pues… es el capitán —contestó, como si eso lo explicase todo.
—Pero tú navegas con él, vives con él. ¿Cómo te trata? ¿Cómo es?
—Una buena persona. Me salvó del capitán Depardier, ¿sabe? Ese cerdo me había dado una paliza y quería matarme, pero él lo desafió. Dudo que fuera solamente por mi pobre persona, más bien creo que odia a Depardier. Pero lo retó, sí. Y se jugó El Ángel Negro por mí.
—¿Qué es el ángel negro?
—Pues esta nave, señora. La mejor de la flota pirata del capitán Boullant.
—¿Quién es Boullant?
Y así, poco a poco, Timmy le fue hablando de los pormenores de sus días y de los protagonistas de los mismos. Al final, (TN) sabía el nombre de cada uno de los capitanes de la flota, así como los de las naves y, por supuesto, las hazañas de Joe en la cofradía pirata en la versión admirativa del muchacho. Y también algún chisme, como una pelea de mujeres que tuvo lugar en la isla de Guadalupe para conseguir los favores del capitán. Después de la charla, ella llegó a dos conclusiones: que Joe no era tan fiero como quería aparentar y que se había ganado una enemistad muy peligrosa, Adrien Depardier.
—¿No tienes nada que hacer, mocoso?
Los dos se volvieron al unísono.
Timmy se levantó como una bala y se quedó muy tieso mirando al suelo, con las manos cruzadas a la espalda.
—¿Te gusta mi cama, jovencito?
El niño ni respiraba, esperando.
—¿O lo que te gusta es… —sus ojos insolentes barrieron el cuerpo femenino bajo las sábanas, que (TN) se subió hasta el mentón— lo que hay dentro de ella?
El rostro pecoso del muchacho se puso del color del tomate maduro y abrió la boca como el pez falto de agua, sin soltar prenda. Joe lo agarró del cinturón, lo medio alzó del suelo y lo llevó hasta la salida, propinándole un ligero empellón en el trasero con la punta de la bota para cerrar luego la puerta.
—Es muy joven para según qué cosas, ¿no crees? —se burló.
—Viviendo entre degenerados como vosotros, aprenderá pronto —respondió ella sin darle tregua, rápida como un relámpago.
Pretendía defender a Timmy, al que Joe había humillado, pero éste lo interpretó como un insulto hacia él. En dos pasos, se acercó a la cama y la sujetó del cabello. Con voz calmada, pero inflexible y dura, dijo:
—Aprenda o no, no consiento que nadie revolotee entre mis pertenencias. ¡Y tú me perteneces! ¿Entiendes? —Ella olía tan bien, la tenía tan cerca, que su boca lo atraía como un imán—. Si vuelvo a ver a ese macaco por aquí, le voy a…
La bofetada resonó como un trallazo.
Joe se quedó estupefacto, fulminándola con la mirada. ¿Se había atrevido a levantarle la mano? No despegó un centímetro su cara de la de ella, sumido en emociones contradictorias que también (TN) veía, pero que no supo cómo interpretar. Le soltó el cabello y salió, pero antes le advirtió:
—No agotes mi paciencia, bruja inglesa, u olvidaré que eres una mujer y te aplicaré el mismo tratamiento que yo recibí de tu primo.
Para Joe, el mundo podía estallar en mil pedazos, no le importaba nada excepto la boca de (TN) respondiendo a la suya.
Era tan dulce como recordaba.
Su sabor lo subyugaba, lo ataba a ella.
Atrás quedaban, relegados en el abismo del olvido, otros muchos escarceos amorosos que nunca significaron nada. En esos momentos sólo existía ella, la mujer que lo trastornaba, que le robaba la voluntad, al son de cuya música danzaba.
Liberó sus labios para apoyarse sobre las palmas de las manos y contemplarla a placer. (TN) mantenía los ojos cerrados y respiraba agitadamente, todavía abrazada a su cuello. Como si necesitara su calor, elevó las caderas y se agitó entre sus brazos. Seda pura que espoleaba en él el impulso de fundirse con ella.
Se incorporó, la tomó de las manos y la levantó. La alzó en sus brazos, se acercó al lecho y la depositó en él con el mismo cuidado con que lo hubiera hecho con su más preciada joya.
¿Qué le estaba haciendo aquella mujer?, se preguntó, con los ojos clavados en aquel rostro de nácar que sus rizos enmarcaban como rayos de sol. ¿Quién era el prisionero ahora, cuando a una sola palabra suya se lanzaría de cabeza al infierno? ¿Quién era el esclavo?
Un insulto, rogó mentalmente. Un insulto que lo ayudara a liberarse de la atracción enfermiza que sentía por ella.
Pero no lo escuchó. Solamente encontró un par de ojos ardientes de deseo que, perdidos en los suyos, iluminaron su oscura existencia. En aquellas pupilas se leía un apremio tan fuerte como el que él sentía.
Sin dejar de mirar el maravilloso festín que el destino le ofrecía, se contorsionó para quitarse las botas, se arrancó la camisa y volvió a besarla antes de erguirse para desprenderse de los pantalones.
Los ojos femeninos se agrandaron al contemplar su desnudez y el miembro de Joe se endureció aún más. Ella lo agasajaba con la mirada y él caía de nuevo en la turbulencia de una pasión reprimida mucho, mucho tiempo y que creía, pobre iluso, haber superado.
(TN) no podía ni quería dejar de mirarlo. Si joe resultaba atractivo vestido, verlo desnudo era como oír una sinfonía. Soberbio era una palabra pobre para describirlo. Si ella hubiera sabido esculpir, habría plasmado aquel cuerpo en bronce para disfrute de los siglos venideros. Era magnífico. No había en él ni un gramo de grasa, tenía la piel muy tostada y sus músculos semejaban cuerdas tensadas. Sin asomo de vergüenza, se fijó en aquel apéndice que se erguía orgulloso e insolente en medio de un nido de rizos oscuros y suaves. Le pareció un dios y se maravilló del poder que ejercía sobre él con sólo mirarlo. Y sonrió.
La poca cordura que a Joe le quedaba se esfumó y la cubrió con su cuerpo. Libó de ella como la abeja de las flores. Volvió a adueñarse de su boca, la adoró con su lengua y encontró otra que se enroscaba a la suya, emulándolo en pasión, aunque sin experiencia.
Para él, precisamente, tal inexperiencia era el mayor de los regalos. Y eso lo excitó aún más.
(TN) sofocó un gritito cuando la boca caliente de Joe abandonó la suya para deleitarse en sus pechos, erguidos de plenitud. Un fuego líquido transitaba por sus venas y sentía que se ahogaba en sensaciones desconocidas. No estaba preparada para aquel cúmulo de emociones y sólo podía asirse a él como a una tabla de salvación que evitara su naufragio.
Joe sofocó sus gemidos regresando a sus labios, mientras sus manos, como serpientes lujuriosas, se perdían en los altozanos y cañadas de su cuerpo. Un cuerpo que (TN) pensó que ya no era suyo, porque se entregaba a él por entero.
Deseaba acariciarlo de igual manera, sentirlo dentro, que se unieran como un único ser, como un único aliento.
Sus dedos rozaron las cicatrices de Joe. Por un segundo, se quedó rígida y él se apoyó sobre un codo para ver, aturdido, cómo por sus mejillas resbalaban dos pequeñas lágrimas.
Lo entendió mal.
O quiso entenderlo mal.
Porque imaginó que ella sollozaba por ir a entregarle el tributo de su honra.
Pero ya no podía pararse. Si se detenía entonces era hombre muerto. Con una rodilla, la obligó a abrir las piernas y entró en ella.
(TN) apenas exhaló un jadeo. Deseosa de recibirlo, solamente notó un pequeño pinchazo. Luego, la embargó un remolino que la apremiaba a arrastrarlo más adentro, a engullirlo; tanto, que nadie ni nada pudiera separarlo de ella. Elevó las caderas y secundó los embates de Joe hasta que el volcán que bullía entre sus muslos alcanzó la cumbre y se derramó. En medio de sacudidas y gritos liberadores, oyó el gemido ronco de él que se le unía.
Agotada física y emocionalmente, dejó que las lágrimas fluyeran. Y así se quedó dormida, abrazada a él, sin saber que a Joe se le partía el alma, convencido como estaba de su rechazo, ignorando que su llanto nacía del lóbrego recuerdo de su tortura en «Promise».
Sentada en la cama, abrazada a sus rodillas,(TN) rememoraba las últimas horas. Desde que se despertó no había dejado de preguntarse qué había sucedido. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado arrastrar a semejante comportamiento? No sólo se había entregado a él, sino que disfrutó e intercambió caricias que aún la sonrojaba recordar.
Estaba aturdida. Intentaba convencerse de que Joe la habría tomado incluso aunque ella se hubiese resistido, pero es que no lo había hecho. Ella solita había caído en sus brazos porque así quiso hacerlo. Como una mema. Porque lo deseaba. ¡Condenado fuese! Lo deseaba desde que lo vio por primera vez en Port Royal, exhibido en una plataforma en la que lo ofrecían en venta, pero orgulloso y altanero.
Y se odiaba por desearlo.
Sí, se odiaba. Porque sabía que Joe la había usado como a otra cualquiera. Había satisfecho su necesidad de macho presumido y ahí terminaba todo. Ella era joven y, según le decían todos, bonita, y él… una ave de presa en la mar y en la cama. Poco o nada le había importado arrebatar su virginidad. Además, en sus oídos resonaban aún sus agrias y despectivas palabras recordándole su condición de esclava. Y de una esclava se tomaba lo que se quería, sin más.
Se sacudió en sollozos, sabiendo que era cierto, que le pertenecía y que ella no podía remediarlo. Y el llanto arreció porque la embargaba un sentimiento profundo y tibio cuando pensaba en él.
—¡Maldito seas! —hipó. Joe la había cautivado y eso sólo podía acarrearle ser la mujer más desgraciada del mundo, porque él aborrecía a los ingleses y, por tanto, la detestaba a ella. Tenía sobrados motivos, pero le dolía como una herida a la que se aplica sal.
Llamaron a la puerta y se cubrió.
—Adelante.
Timmy Benson entró en el camarote con su acostumbrado desenfado y ella se echó el pelo a la cara para esconder sus ojos hinchados, secándose disimuladamente con el embozo de la sábana.
—¿Le apetece algo de comer ahora, señora?
—No, gracias. —(TN) simuló una sonrisa a medias—. Quiero que te sientes y me cuentes cosas.
—¿Ha estado llorando? ¿Se encuentra mal? —preguntó el chico a pesar de todo.
—Las mujeres lloramos por cualquier cosa, Timmy —le dijo, para zanjar el tema—. Vamos, acompáñame un rato. —Palmeó el colchón invitándolo a sentarse.
—¿Qué cosas quiere que le cuente? —se removió él, incómodo, sospechando que la muchacha estaba desnuda bajo las sábanas.
—Anda, siéntate. —Él acabó por acceder, acomodándose a los pies del lecho—. Dime, ¿qué tal es tu capitán?
Timmy se encogió de hombros, sorbiendo por la nariz.
—Pues… es el capitán —contestó, como si eso lo explicase todo.
—Pero tú navegas con él, vives con él. ¿Cómo te trata? ¿Cómo es?
—Una buena persona. Me salvó del capitán Depardier, ¿sabe? Ese cerdo me había dado una paliza y quería matarme, pero él lo desafió. Dudo que fuera solamente por mi pobre persona, más bien creo que odia a Depardier. Pero lo retó, sí. Y se jugó El Ángel Negro por mí.
—¿Qué es el ángel negro?
—Pues esta nave, señora. La mejor de la flota pirata del capitán Boullant.
—¿Quién es Boullant?
Y así, poco a poco, Timmy le fue hablando de los pormenores de sus días y de los protagonistas de los mismos. Al final, (TN) sabía el nombre de cada uno de los capitanes de la flota, así como los de las naves y, por supuesto, las hazañas de Joe en la cofradía pirata en la versión admirativa del muchacho. Y también algún chisme, como una pelea de mujeres que tuvo lugar en la isla de Guadalupe para conseguir los favores del capitán. Después de la charla, ella llegó a dos conclusiones: que Joe no era tan fiero como quería aparentar y que se había ganado una enemistad muy peligrosa, Adrien Depardier.
—¿No tienes nada que hacer, mocoso?
Los dos se volvieron al unísono.
Timmy se levantó como una bala y se quedó muy tieso mirando al suelo, con las manos cruzadas a la espalda.
—¿Te gusta mi cama, jovencito?
El niño ni respiraba, esperando.
—¿O lo que te gusta es… —sus ojos insolentes barrieron el cuerpo femenino bajo las sábanas, que (TN) se subió hasta el mentón— lo que hay dentro de ella?
El rostro pecoso del muchacho se puso del color del tomate maduro y abrió la boca como el pez falto de agua, sin soltar prenda. Joe lo agarró del cinturón, lo medio alzó del suelo y lo llevó hasta la salida, propinándole un ligero empellón en el trasero con la punta de la bota para cerrar luego la puerta.
—Es muy joven para según qué cosas, ¿no crees? —se burló.
—Viviendo entre degenerados como vosotros, aprenderá pronto —respondió ella sin darle tregua, rápida como un relámpago.
Pretendía defender a Timmy, al que Joe había humillado, pero éste lo interpretó como un insulto hacia él. En dos pasos, se acercó a la cama y la sujetó del cabello. Con voz calmada, pero inflexible y dura, dijo:
—Aprenda o no, no consiento que nadie revolotee entre mis pertenencias. ¡Y tú me perteneces! ¿Entiendes? —Ella olía tan bien, la tenía tan cerca, que su boca lo atraía como un imán—. Si vuelvo a ver a ese macaco por aquí, le voy a…
La bofetada resonó como un trallazo.
Joe se quedó estupefacto, fulminándola con la mirada. ¿Se había atrevido a levantarle la mano? No despegó un centímetro su cara de la de ella, sumido en emociones contradictorias que también (TN) veía, pero que no supo cómo interpretar. Le soltó el cabello y salió, pero antes le advirtió:
—No agotes mi paciencia, bruja inglesa, u olvidaré que eres una mujer y te aplicaré el mismo tratamiento que yo recibí de tu primo.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 25
Mientras (TN) se pasaba el resto del día encerrada, la tripulación de El Ángel Negro con su capitán al frente celebraba la victoria contra las naves inglesas. Tal como Joe había prometido, se abrieron barriles de ron y, salvo el retén de guardia, el resto se dedicó a embriagarse.
Briset, acodado en la baranda del castillo de proa, miraba de reojo a su capitán, que mantenía un mutismo total desde que subió a cubierta. Y además estaba bebiendo como un cosaco, algo poco habitual en él, aunque el fuerte ron no parecía afectarle. Pero Armand llevaba a su lado el tiempo suficiente para saber que algo lo carcomía.
—Todos le agradecemos el ron, capitán.
Joe volvió apenas la cabeza.
—Siempre cumplo mis promesas —respondió. Pero no estaba pensando en el acicate que había ofrecido a los muchachos cuando estaban a punto de abordar el Eurípides, sino en otra promesa que se hizo a sí mismo cuando vio morir a su hermano Nick.
Briset guardó silencio. Supo que Joe volvía a abrasarse en su propio infierno. Lo lamentaba, porque un hombre no podía vivir eternamente con el rencor y él estaba ciego a todo lo que no fuera su recalcitrante odio.
—¿Qué vamos a hacer con las mujeres?
Entonces sí que se ganó la total atención del joven.
—¿Qué pasa con ellas?
—Bueno… Los prisioneros forman parte del botín, capitán. Los muchachos especulan sobre el rescate que vamos a pedir.
—¡No habrá rescate! —masculló Joe—. Al menos, no para esa zorra que tengo en mi camarote. ¡Ella es mía!
—No son ésas nuestras leyes, capitán, y lo sabe. Si insiste en quedarse con ella, tendremos problemas.
—Es lo único que reclamaré del botín, Armand. ¡Y no se hable más!
El francés calló. Se echó la garrafa de ron sobre el hombro y bebió directamente del gollete. En seguida le fue arrebatada por Joe, que lo imitó y se la devolvió.
—No sé si me estoy metiendo donde no me llaman, pero…
—Entonces, mejor no hables.
—¿Qué le debe esa muchacha? —preguntó su contramaestre de todas formas.
Los nudillos de Joe se blanquearon mientras asía la barandilla.
—Es la sobrina del hijo de perra que me compró en Port Royal. Y la prima del que mató a Nick.
—Imaginaba algo así. Pero ella ni le compró ni asesinó a nadie.
—¡Por la traición de Judas! —se exaltó su capitán—. ¿Qué te ha contado esa mulata que tienes en tu camarote? ¿Te ha pedido que intercedas por ella?
—No —le contestó con calma Briset. La prudencia le aconsejaba ir con pies de plomo, porque, aunque no temía sus arrebatos, tampoco deseaba irritarlo aún más—. Hasta ahora, he podido decir lo que pienso, y tengo intenciones de seguir haciéndolo.
—No acostumbras a callar, es cierto —concedió Joe.
—Ni usted a hacer pagar a justos por pecadores.
—¿Eso crees? ¿Acaso no he enfrentado a todo barco inglés que se ha cruzado en mi camino? Cualquier cochino hijo de británico que se ponga a mi alcance pagará por todo lo que me han hecho.
—Lo que creo es que ha bebido demasiado, señor.
Joe se contuvo para no soltarle un puñetazo. Armand tenía buena parte de razón, lo reconocía, había bebido más de lo prudente. Pero no quería dar su brazo a torcer, demasiadas veces lo había hecho ya en Jamaica. Así que, maldiciendo en voz baja, se alejó de allí y bajó a la cubierta principal.
Briset chascó la lengua mientras lo miraba alejarse. Si él no era un memo completo, y no creía serlo, entre aquella belleza de cabello dorado y su capitán había mucho de lo que éste dejaba entrever. Y también sabía que surgirían problemas cuando Joe comunicara a la tripulación que se quedaba con la chica, aunque renunciara a su parte del botín. Le dio otro trago a la garrafa y dirigió su pensamiento a la joven que había en su propio camarote. Una dulzura de piel dorada que merecía su total atención. El capitán muy bien podría apañárselas solo y, hasta que llegaran a La Martinica, pensaba saborear aquel caramelo que la Providencia había puesto en su boca.
Joe atravesó el barco a largas zancadas y bajó a sus dependencias, pero con la mano en el picaporte de la puerta, flaqueó. Con (TN) Colbert delante de él… Volvió sobre sus pasos y se dirigió a las bodegas, pero se detuvo. ¿Adónde demonios iba? No podía huir de aquella pécora y eso era lo que estaba haciendo precisamente. ¡Maldición! ¡Aquéllos eran su barco y su tripulación! Y ella, solamente su prisionera.
(TN) no sabía cómo matar el tiempo. Sin nada que hacer y encerrada, se consumía. Afortunadamente, el pequeño Timmy la entretuvo un rato. Le preguntó sobre el alboroto en cubierta y el chico le comentó que estaban celebrando el botín conseguido a expensas de sus compatriotas. Pero poco más podía decirle.
Desaseada y sucia, con la ropa hecha jirones, consecuencia de su resistencia al bárbaro que la echó en brazos de Joe, le preguntó al grumete si podía conseguirle aguja e hilo, junto con algunos baldes de agua. El niño le prometió que lo intentaría y se fue. Si Joe celebraba con su tripulación la victoria, tardaría en regresar, así que tenía tiempo para adecentar un poco su lamentable aspecto.
Timmy le proporcionó varios cubos de agua salada y fría, y ella se lo agradeció con un beso que provocó su sonrojo. El crío era un encanto, se dijo (TN). Intuyó que en él podía tener un aliado en aquella cueva de filibusteros.
Por si recibía visitas inesperadas, intentó darse prisa. Se desprendió de vestido, enagua y calzones. Desechó las medias, retazos de carreras inservibles, y lo metió todo en uno de los barreños. Había descubierto la existencia de un pequeño lavamanos disimulado en un mueble y se hizo con una pastilla de jabón, con la que frotó las prendas dejándolas después en remojo. Entonces se dedicó a su aseo personal.
Pendiente siempre de la puerta, se lavó cabello y cuerpo lo mejor que pudo. Se envolvió la cabeza con una toalla y utilizó otra más grande para cubrirse, a modo de toga romana. Aclaró la ropa y la tendió en el balcón. Al menos, Joe había permitido que se abriera y que ella pudiera asomarse a respirar.
No había peine a la vista y necesitaba algo con lo que desenredarse el pelo. Cuando registró el camarote buscando una arma no estaba interesada en un peine exactamente y en esos momentos le parecía un descaro rebuscar entre las pertenencias de Joe. Se conformó con arreglárselo con los dedos, aunque la maraña que le caía suelta por la espalda era un desastre. Bueno, se dijo, al menos lo tenía limpio.
En cubierta, las risotadas y los cánticos continuaban y ella seguía sin tener nada que hacer. Echó otro vistazo al camarote y se fijó en uno de los libros que adornaban una de las estanterías. Era un estudio sobre las distintas formas de cultivar tabaco y no le interesaba demasiado, pero no había otra cosa. Se acomodó en el suelo del balcón, dejando que los rayos de sol le secaran el pelo, y empezó a leer.
Y así, envuelta en su toalla, con el cabello cayéndole en cascadas trigueñas sobre los hombros desnudos y un libro en la mano, la encontró Joe.
Abstraída en su intimidad estaba preciosa. Y el malhumor de él remitió como por arte de magia. Se esforzó para retener el bucolismo de la escena y mitigó el ritmo de su respiración, no fuera a hacerle desaparecer como un espejismo.
El pelo le brillaba bajo la luz solar, destellando cada vez que ella movía la cabeza echándose hacia atrás los mechones que la brisa llevaba hacia su cara. Como un sediento, bebió mentalmente en su piel desnuda: brazos de huesos largos, muñecas finas, manos elegantes, piernas descubiertas hasta más allá de la rodilla, que resquebrajaron sus defensas, y unos pies pequeños y deliciosos, de dedos finos y uñas cuidadas y sonrosadas. ¡Cristo! Su instinto activó su bajo vientre, reaccionando sin control ante la delicadeza de las formas femeninas.
Inspiró de golpe, pero siguió sin moverse incluso cuando ella lo vio, se impulsó y se puso en pie sujetando el libro contra su pecho, a modo de escudo. Escasa defensa ante la avidez visual con que Joe la devoraba.
(TN), ligeramente abochornada, entró, dejó el libro sobre la mesa, junto a los mapas, y retrocedió hasta el rincón más apartado del camarote.
Joe vio cómo se alejaba de él, como de un apestado. Claro que ¿no era lo lógico?, pensó martirizándose. De una patada, cerró la puerta con estruendo.
—Veo que te has puesto cómoda.
—Lo siento —se excusó—. Necesitaba asearme un poco.
—¿Acaso te he dado permiso para usar mi camarote como si fuera tu baño?
No hablaba. No preguntaba. Gritaba. A (TN) se le iban y le venían las ganas de mandarlo al infierno. ¿Por qué se enfurecía con ella? No había hecho nada censurable, salvo adecentarse. ¿Es que él no iba limpio y cómodo? ¿Quería humillarla haciendo que se sintiera como una rata? Se olvidó de su precaria situación y le plantó cara:
—Ya que no me queda otro remedio que permanecer en este camarote, capitán, creo tener derecho a un poco de higiene. ¿O tampoco?
En dos pasos, Joe estuvo junto a ella y sus manos, como garfios, aprisionaron sus hombros descubiertos.
—De ahora en adelante, bruja, no tendrás más derechos que los que tu amo quiera concederte. ¿Me has entendido? Eso fue lo primero que me enseñasteis cuando llegué a «Promise».
A (TN) le temblaban las piernas de pura rabia, pero aun así no se dejó amilanar.
—¿Ahora eres mi amo, capitán?
Los dedos de él apretaron con más fuerza.
—Eso es, muchacha. ¡Tu amo!
¿Se mostraba así de deleznable porque quería intimidarla? Elevó el orgulloso mentón y preguntó con descaro:
—¡Qué rápido has aprendido lo que tanto criticabas! Y ¿qué se supone que debo hacer para complacer a mi amo, capitán?
Joe se quedó momentáneamente en blanco. Que ella no le tuviera miedo no entraba en sus planes. ¡Condenada fuera! Se había propuesto acobardarla, imponerle su voluntad, humillarla como lo humillaron a él, pero no sólo no lo conseguía, sino que la joven lo desafiaba con cada mirada, palabra y gesto. Debería estar temblando y callada, por el contrario, era él quien debía dar explicaciones.
¿Qué diablos iba a hacer con ella?
De repente, se dio cuenta de que estaba a la defensiva. ¡Eso sí que no! Sus ojos se pasearon con insolencia por el rostro de (TN), bajaron por su garganta, se deleitaron en sus hombros desnudos… y se quedaron prendados en la porción de piel que delataba el inicio de sus pechos.
Ella sabía que la agredía con los ojos, que estaba siendo marcada como una yegua, pero no lo demostró. ¡Ah, no! Si Joe quería jugar al desalmado, ella sería una buena rival.
Se recriminó mentalmente la estúpida idea de permanecer sin ropa, pero se humedeció los labios con la punta de la lengua. Los latidos del corazón se le aceleraron cuando un dedo, como al descuido, ahuecó la toalla intentando hacerla resbalar. Ella se la sujetó más fuerte y trató de apartarse, pero las manos de Joe la retenían muy cerca, ¡maldito fuera! Tan seductor como antaño.
—Imagino una o dos cosas para que mi esclava me complazca… esta noche.
¡Así que ésas tenían! Quedaba claro para qué la mantenía encerrada. ¡Condenado bastardo! Quería acabar con el juego que dejó inconcluso en «Promise». Se liberó de un manotazo y la toalla se deslizó un poco más, y esos segundos preciosos durante los cuales Joe se quedó extasiado, le sirvieron a ella para poner distancia entre ambos y parapetarse detrás de la mesa, buscando con la mirada algo con lo que defenderse.
Él pretendió desanimarla con un aire socarrón.
—Ahora no hay sables a tu alcance, princesa. Soy algo más precavido. Pero puedes intentarlo con las manos.
Y comenzaron una carrera del ratón y el gato. Joe jugaba a atraparla y ella lo esquivaba, una y otra vez, con la mesa entre los dos a modo de defensa. Durante un rato, a él le divirtió el entretenimiento. Sonreía como un maldito bribón, seguro de atraparla cuando le viniera en gana. La encontraba deliciosa así, sulfurada, más belicosa que asustaba.
(TN) se tropezó con la caja que de costura que Timmy le había proporcionado. ¡Allí estaba su salvación! Metió la mano y enarboló las tijeras frente a Joe.
—Acércate y te las clavo.
Ya no era un juego y él lo entendió así. Se quedó parado al otro lado de la mesa. «Ya ha hecho su aparición el duende belicoso», pensó con admiración. Nunca dejaría de sorprenderlo.
—Juro por todos los santos que voy a colgar al imbécil que te la ha proporcionado.
—Cuelga a quien te venga en gana, pero mantente alejado de mí.
—¿Y si no quiero?
—La herida del sable fue un accidente, pero si te alcanzo ahora, clavaré estas tijeras en tu negro corazón.
—Para eso, primero tendrás que acercarte, princesa. Y Armand no va a permitirlo. —Echó una rápida mirada hacia la balconada.
(TN) cayó en la trampa. Se medio volvió para ver dónde estaba Briset y Joe no le dio tiempo a reaccionar. Ya estaba cansado de la broma, así que saltó por encima de la mesa y, aún en el aire y con un insulto de ella en los oídos, le atrapó la muñeca. Cayeron al suelo en un revoltijo de brazos y piernas. (TN) gritó, pataleó y lanzó dentelladas, pero Joe la redujo con pasmosa facilidad, reteniéndola con su peso.
Pero ni mucho menos había vencido. La toalla que la cubría apenas había resbalado durante la refriega y ahora estaba desnuda bajo su cuerpo. Inerme a causa del pudor, se quedó paralizada, mientras que a Joe le costaba reaccionar. Se miraron, retándose mutuamente, sin hablar. En el camarote, el jadeo de ambos resonaba en el silencio.
Él sentía urgencia por asaltar aquellos labios húmedos y apropiarse de una boca que lo llamaba como un canto de sirenas, lamer su aterciopelada piel, perderse en el valle de sus pechos, que subían y bajaban impulsados por una acelerada respiración, recorrer cada montículo, cada depresión… La insatisfacción de su lujuria lo aturdía, lo dejaba sin fuerzas…
(TN) fue consciente de su abultado miembro pegado a su estómago y sus ojos lo miraron con temor.
Joe se sabía un indeseable. Un tipo que había caído en el fango del pillaje y que allí medraba, sin importarle demasiado vivir o morir. Pero en un rincón de su corazón lleno de odio aún sobrevivían los principios que le inculcó su padre. Y el miedo en los ojos de (TN) lo impulsaba a consolarla, a convencerla de que no debía temerle. El anhelo de que ella se confiara a él fue un trallazo para su ego. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se detenía entonces? Ella no era más que una maldita inglesa.
Reteniéndola por las muñecas, bajó la cabeza y se apoderó de la boca que lo había vuelto loco en Jamaica y que en ese instante lo conquistaba, privándolo de voluntad.
Como respuesta, (TN), lejos de resistirse, respondió con el mismo fuego que a él lo consumía. La imperiosa necesidad de poseerlo la mareaba y le devolvió el beso con toda el alma. Rodeó con los brazos el cuello de Joe, bebiendo del néctar que aplacaba su sed, golosa de unas caricias que suplicaba que no se acabaran nunca.
Mientras (TN) se pasaba el resto del día encerrada, la tripulación de El Ángel Negro con su capitán al frente celebraba la victoria contra las naves inglesas. Tal como Joe había prometido, se abrieron barriles de ron y, salvo el retén de guardia, el resto se dedicó a embriagarse.
Briset, acodado en la baranda del castillo de proa, miraba de reojo a su capitán, que mantenía un mutismo total desde que subió a cubierta. Y además estaba bebiendo como un cosaco, algo poco habitual en él, aunque el fuerte ron no parecía afectarle. Pero Armand llevaba a su lado el tiempo suficiente para saber que algo lo carcomía.
—Todos le agradecemos el ron, capitán.
Joe volvió apenas la cabeza.
—Siempre cumplo mis promesas —respondió. Pero no estaba pensando en el acicate que había ofrecido a los muchachos cuando estaban a punto de abordar el Eurípides, sino en otra promesa que se hizo a sí mismo cuando vio morir a su hermano Nick.
Briset guardó silencio. Supo que Joe volvía a abrasarse en su propio infierno. Lo lamentaba, porque un hombre no podía vivir eternamente con el rencor y él estaba ciego a todo lo que no fuera su recalcitrante odio.
—¿Qué vamos a hacer con las mujeres?
Entonces sí que se ganó la total atención del joven.
—¿Qué pasa con ellas?
—Bueno… Los prisioneros forman parte del botín, capitán. Los muchachos especulan sobre el rescate que vamos a pedir.
—¡No habrá rescate! —masculló Joe—. Al menos, no para esa zorra que tengo en mi camarote. ¡Ella es mía!
—No son ésas nuestras leyes, capitán, y lo sabe. Si insiste en quedarse con ella, tendremos problemas.
—Es lo único que reclamaré del botín, Armand. ¡Y no se hable más!
El francés calló. Se echó la garrafa de ron sobre el hombro y bebió directamente del gollete. En seguida le fue arrebatada por Joe, que lo imitó y se la devolvió.
—No sé si me estoy metiendo donde no me llaman, pero…
—Entonces, mejor no hables.
—¿Qué le debe esa muchacha? —preguntó su contramaestre de todas formas.
Los nudillos de Joe se blanquearon mientras asía la barandilla.
—Es la sobrina del hijo de perra que me compró en Port Royal. Y la prima del que mató a Nick.
—Imaginaba algo así. Pero ella ni le compró ni asesinó a nadie.
—¡Por la traición de Judas! —se exaltó su capitán—. ¿Qué te ha contado esa mulata que tienes en tu camarote? ¿Te ha pedido que intercedas por ella?
—No —le contestó con calma Briset. La prudencia le aconsejaba ir con pies de plomo, porque, aunque no temía sus arrebatos, tampoco deseaba irritarlo aún más—. Hasta ahora, he podido decir lo que pienso, y tengo intenciones de seguir haciéndolo.
—No acostumbras a callar, es cierto —concedió Joe.
—Ni usted a hacer pagar a justos por pecadores.
—¿Eso crees? ¿Acaso no he enfrentado a todo barco inglés que se ha cruzado en mi camino? Cualquier cochino hijo de británico que se ponga a mi alcance pagará por todo lo que me han hecho.
—Lo que creo es que ha bebido demasiado, señor.
Joe se contuvo para no soltarle un puñetazo. Armand tenía buena parte de razón, lo reconocía, había bebido más de lo prudente. Pero no quería dar su brazo a torcer, demasiadas veces lo había hecho ya en Jamaica. Así que, maldiciendo en voz baja, se alejó de allí y bajó a la cubierta principal.
Briset chascó la lengua mientras lo miraba alejarse. Si él no era un memo completo, y no creía serlo, entre aquella belleza de cabello dorado y su capitán había mucho de lo que éste dejaba entrever. Y también sabía que surgirían problemas cuando Joe comunicara a la tripulación que se quedaba con la chica, aunque renunciara a su parte del botín. Le dio otro trago a la garrafa y dirigió su pensamiento a la joven que había en su propio camarote. Una dulzura de piel dorada que merecía su total atención. El capitán muy bien podría apañárselas solo y, hasta que llegaran a La Martinica, pensaba saborear aquel caramelo que la Providencia había puesto en su boca.
Joe atravesó el barco a largas zancadas y bajó a sus dependencias, pero con la mano en el picaporte de la puerta, flaqueó. Con (TN) Colbert delante de él… Volvió sobre sus pasos y se dirigió a las bodegas, pero se detuvo. ¿Adónde demonios iba? No podía huir de aquella pécora y eso era lo que estaba haciendo precisamente. ¡Maldición! ¡Aquéllos eran su barco y su tripulación! Y ella, solamente su prisionera.
(TN) no sabía cómo matar el tiempo. Sin nada que hacer y encerrada, se consumía. Afortunadamente, el pequeño Timmy la entretuvo un rato. Le preguntó sobre el alboroto en cubierta y el chico le comentó que estaban celebrando el botín conseguido a expensas de sus compatriotas. Pero poco más podía decirle.
Desaseada y sucia, con la ropa hecha jirones, consecuencia de su resistencia al bárbaro que la echó en brazos de Joe, le preguntó al grumete si podía conseguirle aguja e hilo, junto con algunos baldes de agua. El niño le prometió que lo intentaría y se fue. Si Joe celebraba con su tripulación la victoria, tardaría en regresar, así que tenía tiempo para adecentar un poco su lamentable aspecto.
Timmy le proporcionó varios cubos de agua salada y fría, y ella se lo agradeció con un beso que provocó su sonrojo. El crío era un encanto, se dijo (TN). Intuyó que en él podía tener un aliado en aquella cueva de filibusteros.
Por si recibía visitas inesperadas, intentó darse prisa. Se desprendió de vestido, enagua y calzones. Desechó las medias, retazos de carreras inservibles, y lo metió todo en uno de los barreños. Había descubierto la existencia de un pequeño lavamanos disimulado en un mueble y se hizo con una pastilla de jabón, con la que frotó las prendas dejándolas después en remojo. Entonces se dedicó a su aseo personal.
Pendiente siempre de la puerta, se lavó cabello y cuerpo lo mejor que pudo. Se envolvió la cabeza con una toalla y utilizó otra más grande para cubrirse, a modo de toga romana. Aclaró la ropa y la tendió en el balcón. Al menos, Joe había permitido que se abriera y que ella pudiera asomarse a respirar.
No había peine a la vista y necesitaba algo con lo que desenredarse el pelo. Cuando registró el camarote buscando una arma no estaba interesada en un peine exactamente y en esos momentos le parecía un descaro rebuscar entre las pertenencias de Joe. Se conformó con arreglárselo con los dedos, aunque la maraña que le caía suelta por la espalda era un desastre. Bueno, se dijo, al menos lo tenía limpio.
En cubierta, las risotadas y los cánticos continuaban y ella seguía sin tener nada que hacer. Echó otro vistazo al camarote y se fijó en uno de los libros que adornaban una de las estanterías. Era un estudio sobre las distintas formas de cultivar tabaco y no le interesaba demasiado, pero no había otra cosa. Se acomodó en el suelo del balcón, dejando que los rayos de sol le secaran el pelo, y empezó a leer.
Y así, envuelta en su toalla, con el cabello cayéndole en cascadas trigueñas sobre los hombros desnudos y un libro en la mano, la encontró Joe.
Abstraída en su intimidad estaba preciosa. Y el malhumor de él remitió como por arte de magia. Se esforzó para retener el bucolismo de la escena y mitigó el ritmo de su respiración, no fuera a hacerle desaparecer como un espejismo.
El pelo le brillaba bajo la luz solar, destellando cada vez que ella movía la cabeza echándose hacia atrás los mechones que la brisa llevaba hacia su cara. Como un sediento, bebió mentalmente en su piel desnuda: brazos de huesos largos, muñecas finas, manos elegantes, piernas descubiertas hasta más allá de la rodilla, que resquebrajaron sus defensas, y unos pies pequeños y deliciosos, de dedos finos y uñas cuidadas y sonrosadas. ¡Cristo! Su instinto activó su bajo vientre, reaccionando sin control ante la delicadeza de las formas femeninas.
Inspiró de golpe, pero siguió sin moverse incluso cuando ella lo vio, se impulsó y se puso en pie sujetando el libro contra su pecho, a modo de escudo. Escasa defensa ante la avidez visual con que Joe la devoraba.
(TN), ligeramente abochornada, entró, dejó el libro sobre la mesa, junto a los mapas, y retrocedió hasta el rincón más apartado del camarote.
Joe vio cómo se alejaba de él, como de un apestado. Claro que ¿no era lo lógico?, pensó martirizándose. De una patada, cerró la puerta con estruendo.
—Veo que te has puesto cómoda.
—Lo siento —se excusó—. Necesitaba asearme un poco.
—¿Acaso te he dado permiso para usar mi camarote como si fuera tu baño?
No hablaba. No preguntaba. Gritaba. A (TN) se le iban y le venían las ganas de mandarlo al infierno. ¿Por qué se enfurecía con ella? No había hecho nada censurable, salvo adecentarse. ¿Es que él no iba limpio y cómodo? ¿Quería humillarla haciendo que se sintiera como una rata? Se olvidó de su precaria situación y le plantó cara:
—Ya que no me queda otro remedio que permanecer en este camarote, capitán, creo tener derecho a un poco de higiene. ¿O tampoco?
En dos pasos, Joe estuvo junto a ella y sus manos, como garfios, aprisionaron sus hombros descubiertos.
—De ahora en adelante, bruja, no tendrás más derechos que los que tu amo quiera concederte. ¿Me has entendido? Eso fue lo primero que me enseñasteis cuando llegué a «Promise».
A (TN) le temblaban las piernas de pura rabia, pero aun así no se dejó amilanar.
—¿Ahora eres mi amo, capitán?
Los dedos de él apretaron con más fuerza.
—Eso es, muchacha. ¡Tu amo!
¿Se mostraba así de deleznable porque quería intimidarla? Elevó el orgulloso mentón y preguntó con descaro:
—¡Qué rápido has aprendido lo que tanto criticabas! Y ¿qué se supone que debo hacer para complacer a mi amo, capitán?
Joe se quedó momentáneamente en blanco. Que ella no le tuviera miedo no entraba en sus planes. ¡Condenada fuera! Se había propuesto acobardarla, imponerle su voluntad, humillarla como lo humillaron a él, pero no sólo no lo conseguía, sino que la joven lo desafiaba con cada mirada, palabra y gesto. Debería estar temblando y callada, por el contrario, era él quien debía dar explicaciones.
¿Qué diablos iba a hacer con ella?
De repente, se dio cuenta de que estaba a la defensiva. ¡Eso sí que no! Sus ojos se pasearon con insolencia por el rostro de (TN), bajaron por su garganta, se deleitaron en sus hombros desnudos… y se quedaron prendados en la porción de piel que delataba el inicio de sus pechos.
Ella sabía que la agredía con los ojos, que estaba siendo marcada como una yegua, pero no lo demostró. ¡Ah, no! Si Joe quería jugar al desalmado, ella sería una buena rival.
Se recriminó mentalmente la estúpida idea de permanecer sin ropa, pero se humedeció los labios con la punta de la lengua. Los latidos del corazón se le aceleraron cuando un dedo, como al descuido, ahuecó la toalla intentando hacerla resbalar. Ella se la sujetó más fuerte y trató de apartarse, pero las manos de Joe la retenían muy cerca, ¡maldito fuera! Tan seductor como antaño.
—Imagino una o dos cosas para que mi esclava me complazca… esta noche.
¡Así que ésas tenían! Quedaba claro para qué la mantenía encerrada. ¡Condenado bastardo! Quería acabar con el juego que dejó inconcluso en «Promise». Se liberó de un manotazo y la toalla se deslizó un poco más, y esos segundos preciosos durante los cuales Joe se quedó extasiado, le sirvieron a ella para poner distancia entre ambos y parapetarse detrás de la mesa, buscando con la mirada algo con lo que defenderse.
Él pretendió desanimarla con un aire socarrón.
—Ahora no hay sables a tu alcance, princesa. Soy algo más precavido. Pero puedes intentarlo con las manos.
Y comenzaron una carrera del ratón y el gato. Joe jugaba a atraparla y ella lo esquivaba, una y otra vez, con la mesa entre los dos a modo de defensa. Durante un rato, a él le divirtió el entretenimiento. Sonreía como un maldito bribón, seguro de atraparla cuando le viniera en gana. La encontraba deliciosa así, sulfurada, más belicosa que asustaba.
(TN) se tropezó con la caja que de costura que Timmy le había proporcionado. ¡Allí estaba su salvación! Metió la mano y enarboló las tijeras frente a Joe.
—Acércate y te las clavo.
Ya no era un juego y él lo entendió así. Se quedó parado al otro lado de la mesa. «Ya ha hecho su aparición el duende belicoso», pensó con admiración. Nunca dejaría de sorprenderlo.
—Juro por todos los santos que voy a colgar al imbécil que te la ha proporcionado.
—Cuelga a quien te venga en gana, pero mantente alejado de mí.
—¿Y si no quiero?
—La herida del sable fue un accidente, pero si te alcanzo ahora, clavaré estas tijeras en tu negro corazón.
—Para eso, primero tendrás que acercarte, princesa. Y Armand no va a permitirlo. —Echó una rápida mirada hacia la balconada.
(TN) cayó en la trampa. Se medio volvió para ver dónde estaba Briset y Joe no le dio tiempo a reaccionar. Ya estaba cansado de la broma, así que saltó por encima de la mesa y, aún en el aire y con un insulto de ella en los oídos, le atrapó la muñeca. Cayeron al suelo en un revoltijo de brazos y piernas. (TN) gritó, pataleó y lanzó dentelladas, pero Joe la redujo con pasmosa facilidad, reteniéndola con su peso.
Pero ni mucho menos había vencido. La toalla que la cubría apenas había resbalado durante la refriega y ahora estaba desnuda bajo su cuerpo. Inerme a causa del pudor, se quedó paralizada, mientras que a Joe le costaba reaccionar. Se miraron, retándose mutuamente, sin hablar. En el camarote, el jadeo de ambos resonaba en el silencio.
Él sentía urgencia por asaltar aquellos labios húmedos y apropiarse de una boca que lo llamaba como un canto de sirenas, lamer su aterciopelada piel, perderse en el valle de sus pechos, que subían y bajaban impulsados por una acelerada respiración, recorrer cada montículo, cada depresión… La insatisfacción de su lujuria lo aturdía, lo dejaba sin fuerzas…
(TN) fue consciente de su abultado miembro pegado a su estómago y sus ojos lo miraron con temor.
Joe se sabía un indeseable. Un tipo que había caído en el fango del pillaje y que allí medraba, sin importarle demasiado vivir o morir. Pero en un rincón de su corazón lleno de odio aún sobrevivían los principios que le inculcó su padre. Y el miedo en los ojos de (TN) lo impulsaba a consolarla, a convencerla de que no debía temerle. El anhelo de que ella se confiara a él fue un trallazo para su ego. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se detenía entonces? Ella no era más que una maldita inglesa.
Reteniéndola por las muñecas, bajó la cabeza y se apoderó de la boca que lo había vuelto loco en Jamaica y que en ese instante lo conquistaba, privándolo de voluntad.
Como respuesta, (TN), lejos de resistirse, respondió con el mismo fuego que a él lo consumía. La imperiosa necesidad de poseerlo la mareaba y le devolvió el beso con toda el alma. Rodeó con los brazos el cuello de Joe, bebiendo del néctar que aplacaba su sed, golosa de unas caricias que suplicaba que no se acabaran nunca.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 26
(TN) se tambaleó. Lo que tanto temía, se confirmaba. Sabía lo que aquello significaba y un acceso de rabia se apoderó de ella. Saltó hacia la cama, cogió el sable antes de que él pudiera impedirlo y, como una fiera acorralada, blandió el arma y retrocedió guardando las distancias.
—¡Antes te arranco el corazón, español!
Joe se levantó despacio. Sabía que podía reducirla, pero ella estaba fuera de sí y siempre cabía la posibilidad de recibir un tajo. Estaba muy asustada y, por tanto, era muy vulnerable. Se la veía tan desesperada como para intentar cualquier locura. Dio un paso adelante, pero (TN) no se movió.
—Suelta eso.
—Si te acercas, te lo clavo en las costillas —amenazó ella—. Te juro que sé utilizarlo.
—¡No seas estúpida! Déjalo caer y me olvidaré de lo que has hecho.
—Ven por él si te atreves.
Joe se encogió de hombros, se pasó la mano por el mentón que ya cubría una incipiente barba y se miró las manos… (TN) se distrajo con ellas, recordando su tacto, las sensaciones que levantaron en su pecho cuando la acariciaron. Fue solamente un instante, pero suficiente.
Como un felino, Joe se lanzó hacia ella, que adelantó el arma. Él ladeó el cuerpo librándose por milímetros del roce de su filo y un segundo después la desarmaba y la aprisionaba entre sus brazos.
Lejos de rendirse, (TN) se defendió como pudo: a patadas. Pero él incrementó la presión hasta inmovilizarla por completo. Ella soltó el aire como si desfalleciera y Joe se engañó creyendo que la tenía controlada. Pero la joven no estaba dispuesta a rendirse sin lucha y su puño, pequeño pero enardecido por la rabia que la embargaba, salió disparado y se clavó en el estómago de él, que boqueó momentáneamente.
Un tiempo precioso que (TN) no desaprovechó. Volvió a lanzar el puño y consiguió alcanzarlo de nuevo, esa vez en la barbilla, en un impacto que le dolió más a ella que a él. Luego se lanzó en picado hacia el sable y sus dedos se cerraron sobre la empuñadura. Cuando Joe pudo recuperarse de la sorpresa, (TN) ya se encontraba al otro lado del camarote, y sujetaba de nuevo el arma con las dos manos.
En los ojos de él ya no había diversión, pero guardó las distancias. Era una zorrita peligrosa y no iba a bajar la guardia.
Ella estaba convencida de que, si la atrapaba, la mataría.
Pero lo prefería.
Era mejor morir a soportar la humillación de ser forzada por aquel engendro del diablo.
Él avanzó y (TN) alzó más el sable, que pesaba como plomo.
—¡No te acerques, Joe!
—Deja eso.
—¡Te digo que no te acerques!
—Estás perdiendo el tiempo.
—Y es posible que el tuyo esté a punto de acabar.
—Preciosa, empiezo a enfadarme de verdad —dijo él, pero se frenó prudentemente.
A (TN), el peso del sable se le hacía insoportable. Nunca había manejado una arma tan aparatosa, pero tampoco podía resultar tan complicado dar un tajo con ella. Sólo tenía que…
Joe no le dio tiempo a pensar. Al verlo abalanzarse, (TN) se defendió como pudo, subió el arma y el filo alcanzó el pecho de él, que, lejos de retroceder, la desarmó propinándole un golpe con el antebrazo. Ella se encontró indefensa ante su cólera y no pudo evitar el empujón que le dio. Desestabilizada, chocó contra el borde de la cama golpeándose la cadera.
Joe asestó entonces una patada al sable y el acero resbaló hasta quedar oculto debajo del lecho. Se miró el corte superficial, que ahora lucía el rojo rubí de la sangre, y después sus ojos se clavaron en ella.
—¡Timmy!
La cabeza del grumete asomó por la puerta casi de inmediato. El muchacho se fijó en el acto en el corte que su capitán tenía en el pecho.
—Busca unas cadenas.
Timmy tardó en reaccionar.
—¿Cómo dice, señor?
—¡¿Estás sordo?! —bramó Joe—. ¡Trae unas cadenas!
El chico desapareció y él volvió a centrar toda su atención en su prisionera. (TN) permanecía donde había caído, pálida, apretándose el costado. Joe soltó una imprecación, tomó una botella de ron y se vertió una buena cantidad sobre la herida, después de enjugó la sangre con lo primero que encontró. Hervía de furia por haberse dejado sorprender por aquella joven que parecía tan frágil pero que, al menor descuido, podía convertirse en una arpía peligrosa.
—¿Qué ha pasado?
Armand Briset entró con una cadena al hombro y se quedó parado ante la escena. Luego, sus labios se ensancharon en una alegre sonrisa.
—¿Necesita mi ayuda, capitán? —Era una broma que Joe no acogió bien.
—Me basto y me sobro para hacerme cargo de ella. Dame eso. —Se acercó a (TN), que seguía sin moverse. Le rodeó la muñeca derecha con un grillete y pasó la cadena por una de las columnas, atrapándole después la otra muñeca. Ella no hizo nada por oponerse. Era del todo inútil resistirse.
Tras Joe, irónicamente firme, Briset no perdía detalle.
—Parece que no confía en ella.
—No lo hago.
—Yo le daría un par de consejos para cortarle las uñas a una gata como ésta, capitán.
Joe se fijó entonces en su contramaestre, que lucía un ojo tumefacto que tenía pinta de convertirse en un moratón oscuro.
—¿Qué te ha pasado?
Donde las dan, las toman…, así que Briset se limitó a carraspear.
—Digamos que en el barco hay más de una gata —dijo luego.
—¿Y eras tú el que quería darme lecciones?
El hombre abandonó el camarote con la pregunta risueña de su capitán, y (TN) felicitó mentalmente a Lidia. Pero su optimismo desapareció en seguida. Debía pensar en sí misma. «Y ahora ¿qué?», se preguntó. ¿La golpearía? ¿De qué modo pensaba vengarse Joe?
Por toda respuesta, él apagó las lámparas y se tumbó en el lecho. Muy poco después, para asombro de ella, se quedó profundamente dormido.
(TN) se despertó con los huesos molidos, no estaba acostumbrada a dormir en el suelo. Con cierto recelo, echó un vistazo a la cama temiendo encontrarse con Joe, pero estaba vacía.
Por el balcón penetraba una luz que se fragmentaba en un arco iris que teñía el recinto de colores. Tanta luminosidad le hizo pensar que debía de ser casi mediodía, así que se desperezó, masajeándose los riñones. Se levantó y el sonido de la cadena la hizo volver a la realidad. Tiró de ella con rabia, pero sólo consiguió lacerarse las muñecas con los grilletes, de modo que trató de acomodarse en el borde del lecho, pero la cadena era demasiado corta y tuvo que conformarse con cambiar de postura.
Como si Joe hubiera adivinado que ya estaba despierta, entró en el camarote. Tenía el gesto huraño y (TN) se tensó cuando se le acercó, pero él se limitó a liberarla.
—¡Timmy!
El chico entró portando una bandeja con comida, una botella de vino y agua. Depositó su carga y desapareció.
—Supongo que tendrás hambre.
A (TN) le gruñía el estómago. Estaba famélica, pero no le daría el gusto de probar su comida.
—Puedes ahorrarte el gasto.
—Si quieres morirte de hambre…
El olor de la comida le hizo la boca agua y tenía una sed espantosa. Aun así, trató de mantenerse firme.
—No me gustaría que te quedaras como un hueso de pollo, gatita —se burló él—, porque entonces ya no me atraerías.
—¡Qué lástima! —ironizó ella.
—Bueno, no voy a obligarte a comer. Pero por si te interesa saberlo, mi tripulación no le hace ascos a nada, siempre que lleve faldas. Y no sabes cómo me agradecerían que les dejara el camino libre.
Era una insinuación maliciosa, pero captó toda la atención de (TN). Si pensaba que iba a amedrentarla con tamaña mentira… ¿Lo era? ¿Sólo se trataba de una bravata? Se negaba a creer que hubiera caído tan bajo como para entregarla a sus secuaces. El color le desapareció de la cara sólo de pensarlo. Carraspeó para aclararse la voz, pero antes de que pudiera decir nada, joe abandonó el camarote.
Una vez a solas, miró la comida, lo pensó mejor y se dijo que tentar a la suerte no demostraba inteligencia. Pero antes tenía que armarse de nuevo. Se aproximó a la mesa por si hubiera un cuchillo. No había ninguno. Aunque su estómago continuaba recordándole que no se había alimentado desde hacía horas, empezó a registrar el camarote. Algo encontraría con lo que hacer frente a Joe en cuanto éste asomara por la puerta. Revisó el arcón donde él guardaba sus ropas, el armario, miró debajo de la cama… Nada. No encontró nada con lo que pudiera defenderse.
Finalmente, se sentó a la mesa y dio un respingo cuando la puerta volvió a abrirse. Soltó un grito de alegría al ver a Lidia y corrió hacia ella. Se abrazaron y (TN) rompió a llorar, vencida por el cansancio y la tensión.
—¿Estás bien? ¿Y Virginia? —preguntó entre sollozos—. ¿Sabes algo de Amanda?
—Vamos, vamos, cálmese. —Lidia la obligó a sentarse y le acarició el cabello, chistándole—. Yo no he sufrido daño, m’zelle, y la señora Clery está en las cocinas. De su amiga no sé nada, salvo que ese pirata rubio se la llevó al otro barco. ¿Y usted? ¿Qué pasó?
Ella cesó en su llanto y en sus ojos apareció una chispa de rebeldía.
—Me ha tenido encadenada a su cama toda la noche. Pero no me ha tocado.
La mulata no disimuló un suspiro de alivio.
—Cuando vi que la atrapaba, m’zelle, creí que ese hombre la degollaría. Impone respeto.
—Tú no llegaste a conocerle, pero era un esclavo de «Promise». Un hombre al que mi tío compró. Hubiese preferido que me matara, Lidia, porque tiene motivos sobrados para vengarse, y se me hiela la sangre al pensar en lo que debe de tenerme reservado.
—Pero mientras esté con vida, hay esperanza, señorita.
—Sí, la esperanza de pertenecer a un demonio —musitó (TN), acercándose al balcón, que continuaba cerrado—. ¿Sabes hacia qué rumbo navegamos?
—Vamos hacia La Martinica, creo. Al menos, eso me dijo el hombre al que ahora pertenezco.
—¿Briset?
—No sé cómo se llama, m’zelle.
—Es el contramaestre de Joe.
Lidia frunció el cejo. Y recordó el episodio del que se habló durante días en la hacienda.
—¿Joe? ¿Es el hombre al que su primo casi mató?
—El mismo. Y creo que querrá vengarse en mí por todo lo que sucedió en «Promise».
La mulata se retorció las manos y bajó la cabeza. Si todo lo que oyó contar era cierto, aquel español tenía muchos motivos para resarcirse con (TN).
—Yo no temo por mí, señorita. No soy más que una esclava que ha cambiado de dueño.
—Lidia, eres libre desde que embarcamos en el Spirit of sea.
—Pero los papeles se quedaron en ese barco.
—Da igual que los hubieran quemado. Ya no perteneces a nadie.
—Pertenezco al contramaestre —respondió ella—. No me preocupa demasiado, pero usted…
—Yo soy la sobrina del hombre que lo encadenó y la prima del que mató a su hermano y lo humilló bajo su látigo. Sí, ya lo sé. No es muy buena carta de presentación para un ser carcomido por el odio.
Lidia no contestó, pero para (TN) su silencio fue muy elocuente. Ella podría ser muy bien con quien se cobrara la ruindad y el salvajismo de Edgar. Se paseó por el camarote sin saber qué hacer o cómo evitarlo.
—Acabaré por matarlo.
—Aunque pudiera, cosa que dudo mucho, señorita, ¿qué ganaría? Los individuos de ahí fuera son unos aventureros que no dudarían en aprovecharse de nosotras y después echarnos al mar. Si ese español es su capitán, parece que sabe mantenerlos a raya. Le conviene estar bajo su protección, m’zelle.
—¿Protegerme de esos desharrapados? Sí, no me cabe duda de que le temen, pero ¿quién me protegerá de él?
Lidia esbozó una media sonrisa.
—He oído decir que lo atacó y que tiene un buen corte para demostrarlo.
—¿Briset te lo contó?
—Cuando regresó no paraba de reírse —asintió—. Decía que usted lo había marcado como a una res.
—Y tú, ¿qué me dices de su ojo morado?
Como dos camaradas, se entendieron con la mirada y prorrumpieron en carcajadas.
Así las encontró Joe cuando regresó.
Se quedó parado, escuchando. Extasiado. Se había marchado dejando a una víbora y ahora encontraba a una mujer deliciosa que parecía intercambiar confidencias con la otra con la mayor naturalidad.
Fue como si ella adivinara su presencia y la diversión se evaporó.
—Briset te reclama, muchacha —le dijo él a la mulata.
Lidia abrazó a su señora y le habló muy bajito.
—No le irrite, m’zelle. Por favor. —Antes de salir se atrevió a mirar a Joe—. Capitán, ¿puedo hablar un segundo con usted?
Él enarcó una ceja, le cedió galantemente el paso y cerró la puerta a sus espaldas.
—Capitán… No le haga daño a la señorita.
Joe se irguió como si lo hubiesen abofeteado.
—Tu señora sabe muy bien cuidarse sola —gruñó.
—Briset me lo comentó, sí, señor. Pero debe tener en cuenta lo asustada que estaba.
—Lo disimuló perfectamente.
—Usted no debería culparla por lo que pasó en «Promise» —insistió Lidia—. Ella…
—¡Ya es suficiente, muchacha! —la interrumpió—. Regresa a tu camarote. Y espero no volver a verte hasta que pisemos tierra.
Lidia se alejó. Poco más podía hacer.
Joe maldijo entre dientes. ¡No maltratar a aquella pécora! ¿Acaso podía tratarla como a una invitada? ¿Cómo tenía que comportarse con un miembro de la plantación? ¿Cómo hacerlo con alguien cuya familia había matado a su hermano y casi le arranca a él la carne de la espalda? (TN) llevaba en sus venas la podrida sangre de los Colbert. Fiarse de ella sería poco menos que un suicidio. La noche anterior lo intentó y ¿qué había conseguido? Que casi lo atravesara con su propio sable.
En adelante, la trataría como lo que era: su esclava.
Cuando entró, su humor se había agriado notablemente. Y lo primero que vio fue que (TN) no había probado la comida. Hasta en eso lo hostigaba. La cogió de un brazo y la pegó a él. Sus dedos le irguieron la barbilla, obligándola a mirarlo de frente.
—¿Tú crees que la posibilidad de entregarte a mis hombres es una broma?
A (TN) le flaquearon las piernas.
—No… —Una lucecita en su cerebro la advertía de la inconveniencia de zaherirlo más, así que bajó los ojos en actitud sumisa—. La inesperada visita de Lidia me ha entretenido.
—Entonces, ¡come ahora! —La hizo sentarse y empujó la bandeja hacia ella—. Y no temas envenenarte, la comida la ha cocinado esa vieja bruja irlandesa que no para de renegar.
De modo que era cierto: Amanda estaba haciendo las veces de cocinera para aquella pandilla de desalmados. Empezó a comer con apetito, un poco más tranquila.
(TN) se tambaleó. Lo que tanto temía, se confirmaba. Sabía lo que aquello significaba y un acceso de rabia se apoderó de ella. Saltó hacia la cama, cogió el sable antes de que él pudiera impedirlo y, como una fiera acorralada, blandió el arma y retrocedió guardando las distancias.
—¡Antes te arranco el corazón, español!
Joe se levantó despacio. Sabía que podía reducirla, pero ella estaba fuera de sí y siempre cabía la posibilidad de recibir un tajo. Estaba muy asustada y, por tanto, era muy vulnerable. Se la veía tan desesperada como para intentar cualquier locura. Dio un paso adelante, pero (TN) no se movió.
—Suelta eso.
—Si te acercas, te lo clavo en las costillas —amenazó ella—. Te juro que sé utilizarlo.
—¡No seas estúpida! Déjalo caer y me olvidaré de lo que has hecho.
—Ven por él si te atreves.
Joe se encogió de hombros, se pasó la mano por el mentón que ya cubría una incipiente barba y se miró las manos… (TN) se distrajo con ellas, recordando su tacto, las sensaciones que levantaron en su pecho cuando la acariciaron. Fue solamente un instante, pero suficiente.
Como un felino, Joe se lanzó hacia ella, que adelantó el arma. Él ladeó el cuerpo librándose por milímetros del roce de su filo y un segundo después la desarmaba y la aprisionaba entre sus brazos.
Lejos de rendirse, (TN) se defendió como pudo: a patadas. Pero él incrementó la presión hasta inmovilizarla por completo. Ella soltó el aire como si desfalleciera y Joe se engañó creyendo que la tenía controlada. Pero la joven no estaba dispuesta a rendirse sin lucha y su puño, pequeño pero enardecido por la rabia que la embargaba, salió disparado y se clavó en el estómago de él, que boqueó momentáneamente.
Un tiempo precioso que (TN) no desaprovechó. Volvió a lanzar el puño y consiguió alcanzarlo de nuevo, esa vez en la barbilla, en un impacto que le dolió más a ella que a él. Luego se lanzó en picado hacia el sable y sus dedos se cerraron sobre la empuñadura. Cuando Joe pudo recuperarse de la sorpresa, (TN) ya se encontraba al otro lado del camarote, y sujetaba de nuevo el arma con las dos manos.
En los ojos de él ya no había diversión, pero guardó las distancias. Era una zorrita peligrosa y no iba a bajar la guardia.
Ella estaba convencida de que, si la atrapaba, la mataría.
Pero lo prefería.
Era mejor morir a soportar la humillación de ser forzada por aquel engendro del diablo.
Él avanzó y (TN) alzó más el sable, que pesaba como plomo.
—¡No te acerques, Joe!
—Deja eso.
—¡Te digo que no te acerques!
—Estás perdiendo el tiempo.
—Y es posible que el tuyo esté a punto de acabar.
—Preciosa, empiezo a enfadarme de verdad —dijo él, pero se frenó prudentemente.
A (TN), el peso del sable se le hacía insoportable. Nunca había manejado una arma tan aparatosa, pero tampoco podía resultar tan complicado dar un tajo con ella. Sólo tenía que…
Joe no le dio tiempo a pensar. Al verlo abalanzarse, (TN) se defendió como pudo, subió el arma y el filo alcanzó el pecho de él, que, lejos de retroceder, la desarmó propinándole un golpe con el antebrazo. Ella se encontró indefensa ante su cólera y no pudo evitar el empujón que le dio. Desestabilizada, chocó contra el borde de la cama golpeándose la cadera.
Joe asestó entonces una patada al sable y el acero resbaló hasta quedar oculto debajo del lecho. Se miró el corte superficial, que ahora lucía el rojo rubí de la sangre, y después sus ojos se clavaron en ella.
—¡Timmy!
La cabeza del grumete asomó por la puerta casi de inmediato. El muchacho se fijó en el acto en el corte que su capitán tenía en el pecho.
—Busca unas cadenas.
Timmy tardó en reaccionar.
—¿Cómo dice, señor?
—¡¿Estás sordo?! —bramó Joe—. ¡Trae unas cadenas!
El chico desapareció y él volvió a centrar toda su atención en su prisionera. (TN) permanecía donde había caído, pálida, apretándose el costado. Joe soltó una imprecación, tomó una botella de ron y se vertió una buena cantidad sobre la herida, después de enjugó la sangre con lo primero que encontró. Hervía de furia por haberse dejado sorprender por aquella joven que parecía tan frágil pero que, al menor descuido, podía convertirse en una arpía peligrosa.
—¿Qué ha pasado?
Armand Briset entró con una cadena al hombro y se quedó parado ante la escena. Luego, sus labios se ensancharon en una alegre sonrisa.
—¿Necesita mi ayuda, capitán? —Era una broma que Joe no acogió bien.
—Me basto y me sobro para hacerme cargo de ella. Dame eso. —Se acercó a (TN), que seguía sin moverse. Le rodeó la muñeca derecha con un grillete y pasó la cadena por una de las columnas, atrapándole después la otra muñeca. Ella no hizo nada por oponerse. Era del todo inútil resistirse.
Tras Joe, irónicamente firme, Briset no perdía detalle.
—Parece que no confía en ella.
—No lo hago.
—Yo le daría un par de consejos para cortarle las uñas a una gata como ésta, capitán.
Joe se fijó entonces en su contramaestre, que lucía un ojo tumefacto que tenía pinta de convertirse en un moratón oscuro.
—¿Qué te ha pasado?
Donde las dan, las toman…, así que Briset se limitó a carraspear.
—Digamos que en el barco hay más de una gata —dijo luego.
—¿Y eras tú el que quería darme lecciones?
El hombre abandonó el camarote con la pregunta risueña de su capitán, y (TN) felicitó mentalmente a Lidia. Pero su optimismo desapareció en seguida. Debía pensar en sí misma. «Y ahora ¿qué?», se preguntó. ¿La golpearía? ¿De qué modo pensaba vengarse Joe?
Por toda respuesta, él apagó las lámparas y se tumbó en el lecho. Muy poco después, para asombro de ella, se quedó profundamente dormido.
(TN) se despertó con los huesos molidos, no estaba acostumbrada a dormir en el suelo. Con cierto recelo, echó un vistazo a la cama temiendo encontrarse con Joe, pero estaba vacía.
Por el balcón penetraba una luz que se fragmentaba en un arco iris que teñía el recinto de colores. Tanta luminosidad le hizo pensar que debía de ser casi mediodía, así que se desperezó, masajeándose los riñones. Se levantó y el sonido de la cadena la hizo volver a la realidad. Tiró de ella con rabia, pero sólo consiguió lacerarse las muñecas con los grilletes, de modo que trató de acomodarse en el borde del lecho, pero la cadena era demasiado corta y tuvo que conformarse con cambiar de postura.
Como si Joe hubiera adivinado que ya estaba despierta, entró en el camarote. Tenía el gesto huraño y (TN) se tensó cuando se le acercó, pero él se limitó a liberarla.
—¡Timmy!
El chico entró portando una bandeja con comida, una botella de vino y agua. Depositó su carga y desapareció.
—Supongo que tendrás hambre.
A (TN) le gruñía el estómago. Estaba famélica, pero no le daría el gusto de probar su comida.
—Puedes ahorrarte el gasto.
—Si quieres morirte de hambre…
El olor de la comida le hizo la boca agua y tenía una sed espantosa. Aun así, trató de mantenerse firme.
—No me gustaría que te quedaras como un hueso de pollo, gatita —se burló él—, porque entonces ya no me atraerías.
—¡Qué lástima! —ironizó ella.
—Bueno, no voy a obligarte a comer. Pero por si te interesa saberlo, mi tripulación no le hace ascos a nada, siempre que lleve faldas. Y no sabes cómo me agradecerían que les dejara el camino libre.
Era una insinuación maliciosa, pero captó toda la atención de (TN). Si pensaba que iba a amedrentarla con tamaña mentira… ¿Lo era? ¿Sólo se trataba de una bravata? Se negaba a creer que hubiera caído tan bajo como para entregarla a sus secuaces. El color le desapareció de la cara sólo de pensarlo. Carraspeó para aclararse la voz, pero antes de que pudiera decir nada, joe abandonó el camarote.
Una vez a solas, miró la comida, lo pensó mejor y se dijo que tentar a la suerte no demostraba inteligencia. Pero antes tenía que armarse de nuevo. Se aproximó a la mesa por si hubiera un cuchillo. No había ninguno. Aunque su estómago continuaba recordándole que no se había alimentado desde hacía horas, empezó a registrar el camarote. Algo encontraría con lo que hacer frente a Joe en cuanto éste asomara por la puerta. Revisó el arcón donde él guardaba sus ropas, el armario, miró debajo de la cama… Nada. No encontró nada con lo que pudiera defenderse.
Finalmente, se sentó a la mesa y dio un respingo cuando la puerta volvió a abrirse. Soltó un grito de alegría al ver a Lidia y corrió hacia ella. Se abrazaron y (TN) rompió a llorar, vencida por el cansancio y la tensión.
—¿Estás bien? ¿Y Virginia? —preguntó entre sollozos—. ¿Sabes algo de Amanda?
—Vamos, vamos, cálmese. —Lidia la obligó a sentarse y le acarició el cabello, chistándole—. Yo no he sufrido daño, m’zelle, y la señora Clery está en las cocinas. De su amiga no sé nada, salvo que ese pirata rubio se la llevó al otro barco. ¿Y usted? ¿Qué pasó?
Ella cesó en su llanto y en sus ojos apareció una chispa de rebeldía.
—Me ha tenido encadenada a su cama toda la noche. Pero no me ha tocado.
La mulata no disimuló un suspiro de alivio.
—Cuando vi que la atrapaba, m’zelle, creí que ese hombre la degollaría. Impone respeto.
—Tú no llegaste a conocerle, pero era un esclavo de «Promise». Un hombre al que mi tío compró. Hubiese preferido que me matara, Lidia, porque tiene motivos sobrados para vengarse, y se me hiela la sangre al pensar en lo que debe de tenerme reservado.
—Pero mientras esté con vida, hay esperanza, señorita.
—Sí, la esperanza de pertenecer a un demonio —musitó (TN), acercándose al balcón, que continuaba cerrado—. ¿Sabes hacia qué rumbo navegamos?
—Vamos hacia La Martinica, creo. Al menos, eso me dijo el hombre al que ahora pertenezco.
—¿Briset?
—No sé cómo se llama, m’zelle.
—Es el contramaestre de Joe.
Lidia frunció el cejo. Y recordó el episodio del que se habló durante días en la hacienda.
—¿Joe? ¿Es el hombre al que su primo casi mató?
—El mismo. Y creo que querrá vengarse en mí por todo lo que sucedió en «Promise».
La mulata se retorció las manos y bajó la cabeza. Si todo lo que oyó contar era cierto, aquel español tenía muchos motivos para resarcirse con (TN).
—Yo no temo por mí, señorita. No soy más que una esclava que ha cambiado de dueño.
—Lidia, eres libre desde que embarcamos en el Spirit of sea.
—Pero los papeles se quedaron en ese barco.
—Da igual que los hubieran quemado. Ya no perteneces a nadie.
—Pertenezco al contramaestre —respondió ella—. No me preocupa demasiado, pero usted…
—Yo soy la sobrina del hombre que lo encadenó y la prima del que mató a su hermano y lo humilló bajo su látigo. Sí, ya lo sé. No es muy buena carta de presentación para un ser carcomido por el odio.
Lidia no contestó, pero para (TN) su silencio fue muy elocuente. Ella podría ser muy bien con quien se cobrara la ruindad y el salvajismo de Edgar. Se paseó por el camarote sin saber qué hacer o cómo evitarlo.
—Acabaré por matarlo.
—Aunque pudiera, cosa que dudo mucho, señorita, ¿qué ganaría? Los individuos de ahí fuera son unos aventureros que no dudarían en aprovecharse de nosotras y después echarnos al mar. Si ese español es su capitán, parece que sabe mantenerlos a raya. Le conviene estar bajo su protección, m’zelle.
—¿Protegerme de esos desharrapados? Sí, no me cabe duda de que le temen, pero ¿quién me protegerá de él?
Lidia esbozó una media sonrisa.
—He oído decir que lo atacó y que tiene un buen corte para demostrarlo.
—¿Briset te lo contó?
—Cuando regresó no paraba de reírse —asintió—. Decía que usted lo había marcado como a una res.
—Y tú, ¿qué me dices de su ojo morado?
Como dos camaradas, se entendieron con la mirada y prorrumpieron en carcajadas.
Así las encontró Joe cuando regresó.
Se quedó parado, escuchando. Extasiado. Se había marchado dejando a una víbora y ahora encontraba a una mujer deliciosa que parecía intercambiar confidencias con la otra con la mayor naturalidad.
Fue como si ella adivinara su presencia y la diversión se evaporó.
—Briset te reclama, muchacha —le dijo él a la mulata.
Lidia abrazó a su señora y le habló muy bajito.
—No le irrite, m’zelle. Por favor. —Antes de salir se atrevió a mirar a Joe—. Capitán, ¿puedo hablar un segundo con usted?
Él enarcó una ceja, le cedió galantemente el paso y cerró la puerta a sus espaldas.
—Capitán… No le haga daño a la señorita.
Joe se irguió como si lo hubiesen abofeteado.
—Tu señora sabe muy bien cuidarse sola —gruñó.
—Briset me lo comentó, sí, señor. Pero debe tener en cuenta lo asustada que estaba.
—Lo disimuló perfectamente.
—Usted no debería culparla por lo que pasó en «Promise» —insistió Lidia—. Ella…
—¡Ya es suficiente, muchacha! —la interrumpió—. Regresa a tu camarote. Y espero no volver a verte hasta que pisemos tierra.
Lidia se alejó. Poco más podía hacer.
Joe maldijo entre dientes. ¡No maltratar a aquella pécora! ¿Acaso podía tratarla como a una invitada? ¿Cómo tenía que comportarse con un miembro de la plantación? ¿Cómo hacerlo con alguien cuya familia había matado a su hermano y casi le arranca a él la carne de la espalda? (TN) llevaba en sus venas la podrida sangre de los Colbert. Fiarse de ella sería poco menos que un suicidio. La noche anterior lo intentó y ¿qué había conseguido? Que casi lo atravesara con su propio sable.
En adelante, la trataría como lo que era: su esclava.
Cuando entró, su humor se había agriado notablemente. Y lo primero que vio fue que (TN) no había probado la comida. Hasta en eso lo hostigaba. La cogió de un brazo y la pegó a él. Sus dedos le irguieron la barbilla, obligándola a mirarlo de frente.
—¿Tú crees que la posibilidad de entregarte a mis hombres es una broma?
A (TN) le flaquearon las piernas.
—No… —Una lucecita en su cerebro la advertía de la inconveniencia de zaherirlo más, así que bajó los ojos en actitud sumisa—. La inesperada visita de Lidia me ha entretenido.
—Entonces, ¡come ahora! —La hizo sentarse y empujó la bandeja hacia ella—. Y no temas envenenarte, la comida la ha cocinado esa vieja bruja irlandesa que no para de renegar.
De modo que era cierto: Amanda estaba haciendo las veces de cocinera para aquella pandilla de desalmados. Empezó a comer con apetito, un poco más tranquila.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 27
Port Royal. Semanas antes del abordaje a la flota inglesa.
Un sujeto aguardaba en el garito, a la espera de un contacto que acababa de entrar con retraso.
En aquel tugurio era difícil que encontrara a ningún conocido, pero le desagradaba demasiado permanecer allí. Cuanto antes acabara con la entrevista, antes se marcharía.
Su cómplice era un tipo moreno y alto, de rostro enjuto y atractivo, vestido de oscuro. Tomó asiento en un taburete frente al suyo, se quitó el sombrero y lo dejó a un lado de la mesa.
—Nos vemos de nuevo, amigo mío.
Edgar Colbert se removió inquieto. Sí, se veían de nuevo y no le hacía la menor gracia. Algo más de tres años atrás había hecho un trato con aquel hombre que le resultó fructífero, pero no lograba evitar un incómodo desasosiego cuando estaba junto a él.
Recordó en un segundo aquella lejana transacción: un barco español, un chivatazo, un ataque por sorpresa… y unas ganancias que había dilapidado con rapidez. Por eso acudía de nuevo a su llamada. Aunque le desagradaban sus aires de grandeza, intuía que podía haber más dinero…
—Parece que no soy bien acogido —deslizó el recién llegado, haciéndole señas a una camarera que acudió presurosa—. Ron, preciosa.
—No —se apresuró a decir Colbert—. Quiero decir que no es eso, De Jonas —rectificó con nerviosismo—. Mi padre murió hace sólo dos días y aún no me he recuperado.
—Lo siento —dijo con voz grave el español—. Pero entiendo que, para usted, los negocios siguen siendo prioridad.
—Siempre lo han sido. Pero ahora no dispongo de mucho tiempo libre, como se imaginará. He de hacerme cargo de una hacienda. Y no paso por un buen momento económico, aunque estoy a punto de resolver ese pequeño escollo.
—Obtuvo jugosas ganancias con el asunto del buque Castilla. Yo le hacía nadando en la abundancia.
Colbert hizo un gesto vago con la mano. Iba a responder, pero la camarera se acercó con la bebida que había pedido y dos vasos que dejó de golpe sobre la madera, mientras Edgar aprovechaba para pensar cómo decirlo de forma que el otro no creyera que estaba en la ruina. Si lo averiguaba, perdería en un hipotético regateo. Sin embargo, necesitaba dinero con urgencia. Había malgastado en el juego no sólo los ingresos de aquel asunto, sino parte de la fortuna de su padre. Eso había sido la causa de la muerte del viejo carroñero, porque su cansado corazón no soportó ver a cuánto ascendían las numerosas deudas cuando le presentaron los pagarés a los que debía hacer frente. A Edgar le importaba un ardite su muerte. A fin de cuentas, su padre siempre lo humilló, lo menospreció, lo trató como a un perro faldero, escatimándole el dinero que le correspondía por derecho. Al que amó como a un hijo de verdad fue a su hermano, desaparecido a manos españolas. Él siempre ocupó un segundo plano. O un tercero. Porque «Promise» había sido para Sebastian Colbert como otro hijo más.
De modo que bien muerto estaba el muy cabrón. Que descansara en paz en el infierno.
—Tengo que cobrar unas deudas, pero no será hasta dentro de un par de meses. Y «Promise» vale una fortuna, así que conseguiré avales para un préstamo sin problemas. Tal vez la venda.
Omitió comentar lo que decía la lectura del testamento, que se había llevado a cabo aquella misma mañana. Aún se lo comía la rabia al recordarlo. El viejo lo había dejado sin nada. ¡Sin nada! ¡Y había declarado heredera universal a aquella puta que se le enfrentó desde el momento en que pisó la casa! Claro que, habiendo partido ya de Jamaica, su prima desconocía la muerte de Sebastian y su última y podrida voluntad. Aún le quedaba una carta que jugar.
—¿Tiene pensado deshacerse de la hacienda?
—No me encuentro demasiado cómodo vigilando esclavos. Y no tengo intenciones de consumirme en esta isla, quiero viajar a Inglaterra. Y ahora, dígame por qué ha venido.
Daniel de Jonas se lo tomó con calma. Sirvió de nuevo, llenando los vasos hasta el borde y se bebió el suyo de un trago. Era ron de mala calidad, pero calentaba las tripas.
—Sabotear otro barco. Yo le pasé información sobre la ruta secreta del Castilla, y nos reportó buenos dividendos —contestó el español—. Pero la vigilancia de las naves se ha intensificado; el dichoso rey de España no quiere perder más barcos, y mucho menos su oro. ¿Hasta dónde aprecia usted los navíos de su graciosa majestad?
La insinuación alertó a Edgar. ¿Traicionar a su país? Era cierto que, cuando colaboró con Daniel de Jonas, el botín había sido importante y su parte sustanciosa. Pero se trataba de un barco español y él había pasado la información a los suyos para que lo abordasen, eliminaran a buena parte de la tripulación y requisaran el cargamento. Ahora, sin embargo, De Jonas hablaba de dar información sobre sus propias naves.
—Déjeme pensarlo.
—Que sea pronto. Hay rumores sobre un barco cargado hasta las velas y quiero información rápida.
—Tres —contestó Colbert casi sin darse cuenta. Los ojos del español se achicaron y él supo que no había marcha atrás; su maldita lengua y su ruina económica en beneficio de su prima, que lo heredaba todo, lo habían puesto en el disparadero. Tenía la oportunidad de solucionar sus problemas de un plumazo—. Digamos que por medio hay mitad negocios, mitad asuntos personales.
De Jonas se envaró y sus largos dedos jugaron con el vaso vacío. «Tres navíos», pensó. No estaba mal, podía resultar una jugada completa.
—Me importan poco sus motivos, Colbert. Le escucho.
Edgar eligió las palabras. La fortuna se le presentaba otra vez y no pensaba dejarla escapar. El obstáculo que había supuesto su padre ya no existía. Sólo le faltaba eliminar a (TN) y «Promise» pasaría a sus manos. La muy zorra tendría que pagar. Ojalá fuera pasto de los tiburones. O vejada por los piratas, vendida en cualquier antro o, mejor, muerta.
—¿Qué necesitaría saber?
El español no se anduvo por las ramas.
—Todo lo que pueda proporcionarme. Fechas, itinerario, escalas. Cargas de los barcos, dotación de armas, tripulaciones. Cuanto más sepamos, más fácil será el trabajo y mayor nuestra garantía de cobro. Y cuanto antes me marche de la isla, mejor.
—Lo comprendo. Aquí los españoles no son bienvenidos.
—Me hago pasar por un austriaco con ganas de ver mundo, no se preocupe por mi seguridad. Hábleme de los navíos ingleses.
Edgar no se calló nada, informándolo de los nombres, el destino y la ruta de las tres naves y haciendo hincapié en que en el Spirit of sea viajaba una mujer a la que no quería volver a ver. De Jonas lo anotó todo mentalmente.
—Puede darla por desaparecida —aseguró—. Y ahora, hablemos del otro asunto: necesito datos de algunas personas. Usted vive aquí y las conoce bien. —Colbert entrecerró los ojos—. Cuando tenga lo que quiero, avíseme.
Sacó un papel de su chaqueta y lo deslizó sobre la superficie de la mesa. Edgar lo desdobló y le echó un vistazo: había escritos siete nombres, pero fue el primero el que le llamó la atención.
—¿Qué ganaré proporcionándole esta información adicional?
—Dinero adicional, por supuesto. ¿No es eso lo que lo mueve a traicionar a sus compatriotas?
Edgar se tragó el menosprecio y preguntó:
—¿Por qué estos hombres? No tengo nada contra ellos.
—Alguien está interesado en que —señaló el papel— pasen a mejor vida.
—¿Está hablándome de asesinatos?
—Llámelo como quiera. Yo prefiero decir que se trata de un traspaso de poderes.
—¿Quién está detrás de todo esto? Aunque supongo que no piensa contestarme.
—¿Por qué no? Somos socios, ¿verdad? —asomó el sarcasmo que tanto intrigaba a Colbert—. Se trata de personas influyentes en su propio país. Pero entenderá que no le dé nombres.
—Si son ingleses… ¿por qué contratarlo a usted? ¿Por qué no encargarle a un compatriota este oscuro asunto?
Daniel de Jonas dejó escapar una apagada risa.
—Contactos, amigo. Y yo los tengo hasta en el infierno. Recuerde el buque Castilla. Antes, españoles, ahora, ingleses. Yo me muevo por dinero. Y, como en su caso, a veces por cuestiones personales.
—Entiendo.
El español hizo una pausa para ponerse bien las chorreras de la camisa, un poco para pensar, otro poco para ver la reacción de su interlocutor. Era evidente que estaba muy nervioso, se diría que sobre ascuas.
—Necesito conocer cada paso del gobernador y su camarilla. Dónde se reúnen, qué preferencias sexuales tienen, qué garitos frecuentan, sus vanidades… Absolutamente todo.
—Para eso no me necesita. Cualquiera en la isla podía decirle lo que quiere saber.
—Sí, pero a cualquiera le extrañaría que indagara sobre tales nombres. El gobernador teme algo, y no desean alertarle. Usted se relaciona con ellos, por eso lo he elegido. Y le aseguro que, después de que esto acabe, usted será un hombre muy rico. Mis clientes pagan bien.
Colbert asintió pensativo. «Promise» y los esclavos valían una fortuna y, además, en poco tiempo recibiría su parte del abordaje de los tres barcos que se dirigían a Inglaterra. Con ello tendría más que suficiente y lo de la política… le interesaba muy poco. ¿Quién le aseguraba que dicho… cambio de poderes saldría bien? ¿Y si descubrían que había tomado parte en el complot? Podría ser ahorcado sin proceso.
—Esto es demasiado para mí, De Jonas.
—Puede hacerlo. Piénselo.
Daniel se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y se inclinó hacia Colbert.
—Me alojaré en el Loro Rojo. Me hago llamar Haarkem. Envíe una nota cuando tenga lo que quiero y nos volveremos a encontrar aquí mismo.
Edgar temblaba de impotencia porque el jodido español ni siquiera le dejaba la opción de negarse. ¡Qué bien lo conocía! ¡Cómo sabía que haría cualquier cosa por dinero! Y, por otro lado, ¿por qué no intentar sacar una buena tajada? La escoria de su padre le había dejado solamente unos miserables caballos y tres carruajes que ya necesitaban reparación. Se enfureció al recordar la voz átona del maldito abogado al leer la última voluntad del viejo. Había salido del despacho con el corazón desbocado. Pero si nada se torcía, estaba a un paso de eliminar a su prima y quedarse con todo; el letrado no sería difícil de silenciar.
Se obligó a olvidar al deleznable desgraciado que le había dado la vida y bebió directamente de la botella, centrando sus pensamientos en el trabajo que tenía por delante. Era comprometido tomar cartas en aquella partida. Demasiado comprometido. Sin embargo, no podía negarse a colaborar, porque intuía que Daniel de Jonas era aún más peligroso que una soga alrededor del cuello.
Veinticuatro horas después, enviaba su recado al Loro Rojo.
Port Royal. Semanas antes del abordaje a la flota inglesa.
Un sujeto aguardaba en el garito, a la espera de un contacto que acababa de entrar con retraso.
En aquel tugurio era difícil que encontrara a ningún conocido, pero le desagradaba demasiado permanecer allí. Cuanto antes acabara con la entrevista, antes se marcharía.
Su cómplice era un tipo moreno y alto, de rostro enjuto y atractivo, vestido de oscuro. Tomó asiento en un taburete frente al suyo, se quitó el sombrero y lo dejó a un lado de la mesa.
—Nos vemos de nuevo, amigo mío.
Edgar Colbert se removió inquieto. Sí, se veían de nuevo y no le hacía la menor gracia. Algo más de tres años atrás había hecho un trato con aquel hombre que le resultó fructífero, pero no lograba evitar un incómodo desasosiego cuando estaba junto a él.
Recordó en un segundo aquella lejana transacción: un barco español, un chivatazo, un ataque por sorpresa… y unas ganancias que había dilapidado con rapidez. Por eso acudía de nuevo a su llamada. Aunque le desagradaban sus aires de grandeza, intuía que podía haber más dinero…
—Parece que no soy bien acogido —deslizó el recién llegado, haciéndole señas a una camarera que acudió presurosa—. Ron, preciosa.
—No —se apresuró a decir Colbert—. Quiero decir que no es eso, De Jonas —rectificó con nerviosismo—. Mi padre murió hace sólo dos días y aún no me he recuperado.
—Lo siento —dijo con voz grave el español—. Pero entiendo que, para usted, los negocios siguen siendo prioridad.
—Siempre lo han sido. Pero ahora no dispongo de mucho tiempo libre, como se imaginará. He de hacerme cargo de una hacienda. Y no paso por un buen momento económico, aunque estoy a punto de resolver ese pequeño escollo.
—Obtuvo jugosas ganancias con el asunto del buque Castilla. Yo le hacía nadando en la abundancia.
Colbert hizo un gesto vago con la mano. Iba a responder, pero la camarera se acercó con la bebida que había pedido y dos vasos que dejó de golpe sobre la madera, mientras Edgar aprovechaba para pensar cómo decirlo de forma que el otro no creyera que estaba en la ruina. Si lo averiguaba, perdería en un hipotético regateo. Sin embargo, necesitaba dinero con urgencia. Había malgastado en el juego no sólo los ingresos de aquel asunto, sino parte de la fortuna de su padre. Eso había sido la causa de la muerte del viejo carroñero, porque su cansado corazón no soportó ver a cuánto ascendían las numerosas deudas cuando le presentaron los pagarés a los que debía hacer frente. A Edgar le importaba un ardite su muerte. A fin de cuentas, su padre siempre lo humilló, lo menospreció, lo trató como a un perro faldero, escatimándole el dinero que le correspondía por derecho. Al que amó como a un hijo de verdad fue a su hermano, desaparecido a manos españolas. Él siempre ocupó un segundo plano. O un tercero. Porque «Promise» había sido para Sebastian Colbert como otro hijo más.
De modo que bien muerto estaba el muy cabrón. Que descansara en paz en el infierno.
—Tengo que cobrar unas deudas, pero no será hasta dentro de un par de meses. Y «Promise» vale una fortuna, así que conseguiré avales para un préstamo sin problemas. Tal vez la venda.
Omitió comentar lo que decía la lectura del testamento, que se había llevado a cabo aquella misma mañana. Aún se lo comía la rabia al recordarlo. El viejo lo había dejado sin nada. ¡Sin nada! ¡Y había declarado heredera universal a aquella puta que se le enfrentó desde el momento en que pisó la casa! Claro que, habiendo partido ya de Jamaica, su prima desconocía la muerte de Sebastian y su última y podrida voluntad. Aún le quedaba una carta que jugar.
—¿Tiene pensado deshacerse de la hacienda?
—No me encuentro demasiado cómodo vigilando esclavos. Y no tengo intenciones de consumirme en esta isla, quiero viajar a Inglaterra. Y ahora, dígame por qué ha venido.
Daniel de Jonas se lo tomó con calma. Sirvió de nuevo, llenando los vasos hasta el borde y se bebió el suyo de un trago. Era ron de mala calidad, pero calentaba las tripas.
—Sabotear otro barco. Yo le pasé información sobre la ruta secreta del Castilla, y nos reportó buenos dividendos —contestó el español—. Pero la vigilancia de las naves se ha intensificado; el dichoso rey de España no quiere perder más barcos, y mucho menos su oro. ¿Hasta dónde aprecia usted los navíos de su graciosa majestad?
La insinuación alertó a Edgar. ¿Traicionar a su país? Era cierto que, cuando colaboró con Daniel de Jonas, el botín había sido importante y su parte sustanciosa. Pero se trataba de un barco español y él había pasado la información a los suyos para que lo abordasen, eliminaran a buena parte de la tripulación y requisaran el cargamento. Ahora, sin embargo, De Jonas hablaba de dar información sobre sus propias naves.
—Déjeme pensarlo.
—Que sea pronto. Hay rumores sobre un barco cargado hasta las velas y quiero información rápida.
—Tres —contestó Colbert casi sin darse cuenta. Los ojos del español se achicaron y él supo que no había marcha atrás; su maldita lengua y su ruina económica en beneficio de su prima, que lo heredaba todo, lo habían puesto en el disparadero. Tenía la oportunidad de solucionar sus problemas de un plumazo—. Digamos que por medio hay mitad negocios, mitad asuntos personales.
De Jonas se envaró y sus largos dedos jugaron con el vaso vacío. «Tres navíos», pensó. No estaba mal, podía resultar una jugada completa.
—Me importan poco sus motivos, Colbert. Le escucho.
Edgar eligió las palabras. La fortuna se le presentaba otra vez y no pensaba dejarla escapar. El obstáculo que había supuesto su padre ya no existía. Sólo le faltaba eliminar a (TN) y «Promise» pasaría a sus manos. La muy zorra tendría que pagar. Ojalá fuera pasto de los tiburones. O vejada por los piratas, vendida en cualquier antro o, mejor, muerta.
—¿Qué necesitaría saber?
El español no se anduvo por las ramas.
—Todo lo que pueda proporcionarme. Fechas, itinerario, escalas. Cargas de los barcos, dotación de armas, tripulaciones. Cuanto más sepamos, más fácil será el trabajo y mayor nuestra garantía de cobro. Y cuanto antes me marche de la isla, mejor.
—Lo comprendo. Aquí los españoles no son bienvenidos.
—Me hago pasar por un austriaco con ganas de ver mundo, no se preocupe por mi seguridad. Hábleme de los navíos ingleses.
Edgar no se calló nada, informándolo de los nombres, el destino y la ruta de las tres naves y haciendo hincapié en que en el Spirit of sea viajaba una mujer a la que no quería volver a ver. De Jonas lo anotó todo mentalmente.
—Puede darla por desaparecida —aseguró—. Y ahora, hablemos del otro asunto: necesito datos de algunas personas. Usted vive aquí y las conoce bien. —Colbert entrecerró los ojos—. Cuando tenga lo que quiero, avíseme.
Sacó un papel de su chaqueta y lo deslizó sobre la superficie de la mesa. Edgar lo desdobló y le echó un vistazo: había escritos siete nombres, pero fue el primero el que le llamó la atención.
—¿Qué ganaré proporcionándole esta información adicional?
—Dinero adicional, por supuesto. ¿No es eso lo que lo mueve a traicionar a sus compatriotas?
Edgar se tragó el menosprecio y preguntó:
—¿Por qué estos hombres? No tengo nada contra ellos.
—Alguien está interesado en que —señaló el papel— pasen a mejor vida.
—¿Está hablándome de asesinatos?
—Llámelo como quiera. Yo prefiero decir que se trata de un traspaso de poderes.
—¿Quién está detrás de todo esto? Aunque supongo que no piensa contestarme.
—¿Por qué no? Somos socios, ¿verdad? —asomó el sarcasmo que tanto intrigaba a Colbert—. Se trata de personas influyentes en su propio país. Pero entenderá que no le dé nombres.
—Si son ingleses… ¿por qué contratarlo a usted? ¿Por qué no encargarle a un compatriota este oscuro asunto?
Daniel de Jonas dejó escapar una apagada risa.
—Contactos, amigo. Y yo los tengo hasta en el infierno. Recuerde el buque Castilla. Antes, españoles, ahora, ingleses. Yo me muevo por dinero. Y, como en su caso, a veces por cuestiones personales.
—Entiendo.
El español hizo una pausa para ponerse bien las chorreras de la camisa, un poco para pensar, otro poco para ver la reacción de su interlocutor. Era evidente que estaba muy nervioso, se diría que sobre ascuas.
—Necesito conocer cada paso del gobernador y su camarilla. Dónde se reúnen, qué preferencias sexuales tienen, qué garitos frecuentan, sus vanidades… Absolutamente todo.
—Para eso no me necesita. Cualquiera en la isla podía decirle lo que quiere saber.
—Sí, pero a cualquiera le extrañaría que indagara sobre tales nombres. El gobernador teme algo, y no desean alertarle. Usted se relaciona con ellos, por eso lo he elegido. Y le aseguro que, después de que esto acabe, usted será un hombre muy rico. Mis clientes pagan bien.
Colbert asintió pensativo. «Promise» y los esclavos valían una fortuna y, además, en poco tiempo recibiría su parte del abordaje de los tres barcos que se dirigían a Inglaterra. Con ello tendría más que suficiente y lo de la política… le interesaba muy poco. ¿Quién le aseguraba que dicho… cambio de poderes saldría bien? ¿Y si descubrían que había tomado parte en el complot? Podría ser ahorcado sin proceso.
—Esto es demasiado para mí, De Jonas.
—Puede hacerlo. Piénselo.
Daniel se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y se inclinó hacia Colbert.
—Me alojaré en el Loro Rojo. Me hago llamar Haarkem. Envíe una nota cuando tenga lo que quiero y nos volveremos a encontrar aquí mismo.
Edgar temblaba de impotencia porque el jodido español ni siquiera le dejaba la opción de negarse. ¡Qué bien lo conocía! ¡Cómo sabía que haría cualquier cosa por dinero! Y, por otro lado, ¿por qué no intentar sacar una buena tajada? La escoria de su padre le había dejado solamente unos miserables caballos y tres carruajes que ya necesitaban reparación. Se enfureció al recordar la voz átona del maldito abogado al leer la última voluntad del viejo. Había salido del despacho con el corazón desbocado. Pero si nada se torcía, estaba a un paso de eliminar a su prima y quedarse con todo; el letrado no sería difícil de silenciar.
Se obligó a olvidar al deleznable desgraciado que le había dado la vida y bebió directamente de la botella, centrando sus pensamientos en el trabajo que tenía por delante. Era comprometido tomar cartas en aquella partida. Demasiado comprometido. Sin embargo, no podía negarse a colaborar, porque intuía que Daniel de Jonas era aún más peligroso que una soga alrededor del cuello.
Veinticuatro horas después, enviaba su recado al Loro Rojo.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 28
A pesar de su abominable amenaza, Joe no le dio motivos a (TN) para inquietarse durante los días siguientes. Si no se consideraba turbador el hecho de que, reticente, entrara en el camarote al caer la noche, la encadenara de nuevo al poste de la cama, apagara las lámparas y se acostara sin decir nada.
(TN) se sentía dolida, rabiosa y confundida. ¿Cómo podía entender su proceder? Primero la seducía y luego la trataba como si no existiera. Así que le pagó con la misma moneda y se sumió en un mutismo total, imitándolo, como si tampoco a ella le importara su presencia. Cuando Joe pedía baldes de agua para bañarse, (TN) se limitaba a salir al balcón y permanecía allí hasta que él terminaba y se marchaba. Dormía en el suelo cubierta por una frazada y comía sola. A Timmy lo veía cuando le traía la comida, pero apenas hablaban, seguramente porque se lo habían prohibido.
Los nervios comenzaban a traicionarla.
El silencio la estaba matando. Seis largos días de encierro eran ya demasiado. O salía pronto de allí o acabaría loca.
—M’zelle.
(TN) vio el cielo abierto y se lanzó en brazos de Lidia, dando rienda suelta a las lágrimas. La chica, un poco sorprendida por su reacción, le acarició la espalda y la obligó a sentarse. (TN) tenía un aspecto lamentable: hacía días que nadie le cepillaba el pelo, que se le veía enredado y revuelto, llevaba la ropa zurcida y tenía profundas ojeras. A la mulata se le encogió el corazón, temiendo lo peor.
—¿El capitán la maltrata?
Ella se tragó su orgullo y se sinceró. La antigua esclava de «Promise» la escuchó en silencio y después negó con la cabeza, como si dudara.
—No lo entiendo, m’zelle. El capitán parece un hombre justo.
—¿Justo? —estalló (TN)—. ¡Justo, dices! ¡Me tiene como a un perro! ¡Peor que eso! A un perro, al menos, se le habla de vez en cuando y se lo saca a pasear.
—Algo debió de irritarlo profundamente.
—Lo abofeteé —confesó—. Se lo merecía.
—No creo que tenerla encerrada aquí haya sido a causa de una bofetada. Aun así, ¿no se da usted cuenta de que estamos en sus manos hasta que paguen un rescate? No juegue con él, señorita, porque puede que sea ecuánime, pero también es un hombre impetuoso y bien podría castigarlas. Y no sólo se pone usted en peligro, sino que nos pone a todas.
—¡Al menos significaría que sabe que existo!
Lidia suspiró y le masajeó los músculos del cuello. Para (TN), aquella visita inesperada significaba algo de sosiego, al menos sabía que sus amigas seguían con vida y tenía noticias de ellas. Miró a la joven de reojo y vio que parecía cansada, pero sin signos de maltrato. Se culpó por preocuparse solamente por sí misma.
—Y tú, ¿cómo estás? ¿Te tratan bien? ¿Briset te ha dado permiso para visitarme?
—No. Me lo ha dado el propio capitán, m’zelle.
—¿Joe?
—Estamos llegando a nuestro destino. Dice que usted necesita arreglarse un poco. —Al tiempo que lo decía, sacó un peine del bolsillo de su vestido y se lo puso frente a los ojos. Era un peine de plata, precioso—. ¿Me dejará que la ponga bonita?
La simple vista de un útil tan cotidiano provocó en (TN) tal emoción que no supo si quería reír o llorar. Dejó que Lidia le lavara el cabello, se lo peinara y se lo abrillantara un poco, para intentar que tuviera el aspecto de siempre. Al mirarse al espejo ni se reconocía.
—Ahora sólo necesitaría un vestido, éste se cae a pedazos.
—Armand dice que…
—¿Armand?
—Briset —rectificó Lidia de inmediato, levemente azorada, lo que a (TN) no le pasó desapercibido.
—¿Duermes con ese pirata, Lidia?
—Lo hago, sí, señorita.
—¿Por tu gusto?
La muchacha no respondió en seguida.
—Creo que me gusta un poco, m’zelle.
—¡Por Dios bendito, mujer!
—Es un buen hombre, señorita. —Se sentó a su lado, tomando sus manos entre las suyas—. Puede que sea un pirata, pero antes de juzgarle debería conocer sus motivos. Y los motivos del capitán.
—Por muchas y poderosas que sean sus razones, no hay justificación posible para abordar un barco, matar a su tripulación, saquear su carga y raptar a sus pasajeros —sentenció la joven.
—El Eurípides se rindió, señorita, y no hubo muertes. Por lo que sé, en las otras dos naves sucedió otro tanto.
Sí, podía ser cierto que habían tomado los navíos sin derramamiento de sangre, pero el acto era execrable en sí mismo. ¿Es que Lidia no lo veía? ¿O más bien razonaba desde la posición de quien se estaba abriendo camino en su corazón? Era una batalla perdida, así que cambió de tema.
—¿Se sabe algo de Virginia? ¿Y Amanda? ¿Las has visto?
—De m’zelle Virginia sólo sé lo que me cuenta Armand, que está bien. Ledoux la retiene en otro barco, el Missionnaire. Y la señora Clery parece que ha tomado el mando de las cocinas. No deja que ninguno de los hombres se acerque a sus dominios. Ya la conoce.
—Sí. Es un verdadero sargento. —Y ambas prorrumpieron en risas.
Lidia se levantó y la besó en la frente al tiempo que le acariciaba la mejilla.
—No creo que pueda volver a visitarla antes de llegar a tierra. Armand me ha dicho que atracaremos muy pronto.
—¿Sabes exactamente dónde?
—Es posible que nuestro destino sea Guadalupe o Martinica, como ya le dije. Debe prometerme que no va a hacer ninguna locura, niña.
—Lo prometo, Lidia.
—Y atrancar la puerta en cuanto yo salga, señorita. Es una orden del capitán De Jonas. Aquí está la llave. —Se la entregó—. Todos los capitanes van a reunirse en el barco de Boullant; Armand asistirá también y no quedará nadie aquí para protegerla.
—¿Para qué se reúnen? —preguntó, súbitamente esperanzada de que acaso fuera para fijar el precio de su rescate.
—No lo sé, m’zelle
—¿Tú vas a ir con Briset?
—No quiere separarse de mí. Prometo traerle noticias de la señorita Virginia a mi regreso. Por favor, cierre la puerta.
La mulata volvió a besarla y se marchó. (TN) se apresuró a echar la llave y sólo entonces oyó los pasos de Lidia alejándose. Apoyó la frente en la puerta y lamentó su soledad. La visita de la chica la reconfortaba, pero ¿podría seguir disfrutando de su amistad y del cariño que había crecido entre ambas? Joe le había arrebatado demasiadas cosas. Elevó una plegaria por sus compañeras de infortunio y por ella misma, rogando a Dios que se decidieran por exigir un rescate y agradeciéndole que, al menos, Lidia hubiera ido a caer en manos de un hombre que la protegía.
En la cubierta se oía ya cierto ajetreo y las órdenes para hacer a la mar una chalupa.
Sin otra cosa que hacer, tomó un libro sin intención de leerlo; lo hojearía y eso le haría menos tediosa la espera. Eso sí, por unas horas, no tendría que bregar con la presencia de Joe ni soportar su desprecio. Incluso el aburrimiento era preferible a su irritante arrogancia.
Sin embargo, no mucho más tarde, se arrepintió de haber pensado así. Alguien intentaba entrar en el camarote. Se incorporó, con el libro contra el pecho y prestó atención. Si Joe había regresado… Un golpetazo hizo añicos la madera contra el mamparo y un sujeto desaseado y barbudo la observó desde la entrada. Su único ojo sano brillaba paseándose por su cuerpo y (TN) supo que tenía problemas. El terror la atenazó de tal modo que ni siquiera pudo gritar.
Se resistió con la fuerza que da el miedo, pero no hubo forma. El hombre la agarró de la muñeca y a empellones, casi a rastras, la obligó a salir del camarote y subir a cubierta.
El rugido de varias gargantas la hizo encogerse. Una turba chillona la amedrentó y veía manos por todas partes adelantándose, sobándola al tiempo que oía los comentarios más groseros.
(TN) imploró por el regreso de joe desesperadamente. Pero él no estaba en el barco y la presencia femenina soliviantaba más al grupo cada segundo que pasaba.
El ánimo la abandonaba, paralizada por un terror como nunca antes había conocido. Vio que alguien se atrevía a levantarle la falda, lo que incrementó el jolgorio. Empujó al filibustero sin miramientos y corrió como una loca hacia la borda. Las risotadas subían de tono y (TN) sorteaba manos que intentaban atraparla y besos húmedos. Se estaban divirtiendo con ella, la obligaban a retroceder, le cedían el paso y cuando iba a alcanzar la borda volvían a interponerse, piropeándola o insultándola indiscriminadamente.
—¡Vamos, paloma, no seas tan esquiva! —oyó que decían—. El capitán no está y nosotros tenemos tanto derecho como él a divertirnos un rato.
Como un ratón perseguido por gatos, (TN) correteaba de un lado a otro, lanzaba puñetazos, daba patadas… Pero el cerco se estrechaba cada vez más.
Tenía ganas de gritar, de llorar, de implorar. Las lágrimas le corrían por las mejillas, la cegaban. Alguien la sujetó de la manga y al tirar ella para librarse, se oyó cómo se desgarraba la tela. Entonces sí gritó con todas sus fuerzas y se abalanzó contra el desgraciado, con los dedos convertidos en garras, dejando un rastro de arañazos en su cara.
Los vítores la ensordecían. Los hombres la jaleaban, la empujaban, iba de unas manos a otras, se moría de asco soportando una lujuria que la desbordaba. Algunos se cansaron del juego y quisieron apresarla, pero fueron detenidos por otros que querían ser los primeros. Se armó un pequeño revuelo entre ellos y (TN) aprovechó para escabullirse. No llegó muy lejos. Alguien la rodeó por la cintura y se la cargó a la cadera sin miramientos.
Luego, entre voces, obscenidades y palabras malsonantes, creyó entender algo sobre un poste aceitado. Y unas apuestas. Medio mareada por los vaivenes, se dejó llevar. Cuando pudo recuperarse, se encontraba sentada en una especie de columpio y elevada a tirones a golpe de maroma.
A considerable altura, peligrosamente colgada de una madera medio podrida que le servía de asiento y balanceándose sobre la cubierta de El Ángel Negro, era un pelele indefenso, sometida al capricho de unos desalmados. Abajo, la chusma se preparaba para el plato fuerte. El primero que consiguiera escalar el mástil aceitado se hacía con el bocado más apetitoso: ella.
Entre ellos se cruzaban elevadas apuestas, pero para (TN) se habían abierto las puertas del infierno. Inevitablemente, uno lo lograría.
Cerró los ojos. No quería ver, no quería escuchar, sólo quería morirse y acabar de una vez con aquella agonía. Si la cuerda se rompía, acabaría estrellándose en cubierta, pero si alguno de ellos la alcanzaba… No quería pensar en lo que sucedería, pero no lo podía evitar.
Ajeno por completo a lo que sucedía en su nave, Joe disfrutaba de una copa de oporto, acomodado en el camarote de François Boullant, en compañía de éste y de Pierre Ledoux. Los demás capitanes regresaban a sus respectivos barcos, pues ya se habían puesto de acuerdo en lo esencial: repartirían el botín en cuanto echaran el ancla en Guadalupe y Pierre se encargaría de pagar la comisión al individuo que les proporcionó la información sobre la ruta de los ingleses. Sin embargo, cuando él también iba a despedirse, Pierre le hizo una seña para que se quedara y allí estaba en esos momentos, esperando una explicación.
—No pienso renunciar a la muchacha que tengo en mi camarote —soltó Pierre de sopetón.
—Tampoco yo pienso entregar a la mía —respondió Joe en el acto.
—Mon Dieu! —rugió Fran—. ¿Es que os habéis vuelto locos los dos? Las mujeres forman parte del botín y los muchachos querrán lo que les corresponde. Y ya no digo nada de los capitanes.
Pierre se encogió de hombros y empujó la botella hacia Joe. Era una bendición tener en él a un aliado.
—Pagaré lo que corresponda —dijo—, renunciaré a mi parte, pero esa belleza de cabello negro se queda conmigo.
El francés parecía muy seguro de lo que quería y Joe se alegró por él. Sabía que tendrían problemas con Depardier, aunque Cangrejo y Barboza estuvieran de acuerdo en ceder a las mujeres a cambio de renunciar a su parte del saqueo.
—Hay más —informó Joe después de saborear un poco más del excelente oporto—. Creo que Armand se ha encariñado con la mulata.
Boullant no quería tener problemas con sus mejores hombres, pero tampoco podía ignorar las leyes no escritas del mar. No sólo se iban a crear conflictos, sino que podría resquebrajarse la unión del grupo para operaciones futuras.
—Estáis locos —aseguró—. Exceptuando a la bruja que se ha metido en tus cocinas, Joe, las otras tres son preciosas. Y eso equivale a una pequeña fortuna.
—Mataré a cualquiera que intente poner las manos en Virginia —prometió Pierre—. He acumulado un buen dinero y repito que pagaré por ella.
—¿Tanto te gusta esa muchacha? —le preguntó Joe.
Ledoux asintió y un brillo divertido apareció en sus ojos.
—Tendré que domarla un poco, mon ami, pero sí, es una preciosidad y me gusta. Hasta sus insultos me motivan.
—Te creía más sensato.
—Y yo a ti. ¿O es que no has dicho que ibas a quedarte con (TN)?
—No es lo mismo —respondió él, hermético.
—Lo sé, lo sé. Su primo, Edgar Colbert, asesinó a tu hermano, Virginia me lo ha contado. Pero ¿por qué alguien iba a querer eliminar a una criatura tan exquisita como ella?
—¿De qué hablas?
—Bueno, nuestro informador hizo hincapié en que, aparte de su comisión, la quería muerta.
—Y yo decidí no cumplir esa parte del trato —intervino Fran, al que el apellido de la joven (TN), pero en su rama francesa, le recordaba vívidamente otra época y otro lugar—. Porque nosotros nos movemos por dinero y ella vale mucho si la vendemos. Aunque también podríamos pedir rescate. Es absurdo renunciar a ella arrojándola a los tiburones. Además, es realmente hermosa.
A Joe se le encogió el estómago. No iba a transigir, así se lo exigía su espíritu.
—Tanto daría que fuera fea como un demonio, señores. Ella es mía y es mi venganza. Espero que eso quede definitivamente claro.
—¡Ja! —saltó François—. ¡Por el amor de Dios, cierra esa página de tu vida de una vez, amigo! Toma a la inglesa si es tu gusto, pero no te arriesgues a un enfrentamiento por esa zorra. Francamente, estoy harto de las provocaciones de ese gilipollas de Depardier, y con la chica se lo vas a poner en bandeja.
—¡Si quiere pelea, la tendrá! —se le encaró Joe, levantándose y dejando la copa.
Boullant lo miró con atención. Estaba demasiado tenso, demasiado irritable. Hasta entonces, nunca se había peleado por una mujer, sólo pasaba unas horas con ellas y luego las olvidaba hasta el siguiente puerto. En esos momentos, Fran lamentó haber abordado a los navíos ingleses, porque odiaba los problemas y Joe se los iba a dar.
Si faltaban argumentos que exponer, allí quedaron, pues Briset, desde la puerta y sin entrar, anunció:
—Hay jaleo en El Ángel Negro, capitán. —Le tendió un catalejo—. Los muchachos están haciendo de las suyas.
A buen paso, Joe salió a cubierta seguido por los demás. Armand arrastraba tras él a una Lidia pálida y temblorosa a la que no había querido dejar sola ni un segundo.
—¡La chalupa!
Boullant le arrebató el catalejo y observó también la cubierta cercana.
—¡Joder! —masculló—. Han colgado a la chica y están tratando de alcanzarla subiendo por el mástil.
Joe ya saltaba a la embarcación, acompañado por Briset y Lidia. Instó a los hombres a remar con rapidez y sus órdenes secas se mezclaron con blasfemias por lo que ocurría.
Acodado en la baranda de estribor, junto a Fran, Pierre chascó la lengua y murmuró:
—Me temo que nuestro amigo nos miente.
—¿A qué te refieres?
—No estoy muy seguro —dijo, echándose hacia atrás el cabello que el viento impulsaba sobre sus ojos— , pero yo diría que no es sólo la venganza lo que mueve a nuestro aguerrido español.
Con un doloroso nudo en la garganta y las facciones desencajadas de miedo, (TN) se fijó en que uno de los que intentaba alcanzarla iba a tener éxito. Estaba tan sólo a un par de metros y no cesaba de avanzar mientras sudaba como un cerdo batallando con el mástil embadurnado de grasa. Resbalaba, resistía y volvía a la carga, poco a poco, cada vez más cerca.
Desde abajo, quienes habían apostado por él, un tipo grande y peludo como un oso, que parecía imposible que fuera tan ágil, aullaban, lo incitaban, aplaudían y lo jaleaban, contando ya las ganancias. El pirata no escuchaba a sus camaradas, concentrado como estaba en el delicioso bocado que le esperaba arriba y en no romperse la crisma si caía desde aquella altura. Casi podía rozar la falda de la chica. Un poco más y sería suya. Entonces le pertenecería y podría hacer con ella lo que quisiera hasta llegar a puerto. Así era la ley del mar.
Ascendió un poco más, mofándose de los pobres intentos de su presa por darle patadas y hacerlo caer. Unos centímetros más arriba se permitió una mueca lujuriosa que mostró a (TN) una dentadura podrida.
—Cariño, ven con papá —susurró, estirando la mano.
(TN) se encogió en su precario espacio e intentó darle otra patada en la cabeza, pero él la esquivó con agilidad a pesar de su corpulencia y sólo consiguió desequilibrarla a ella, que osciló y estuvo a punto de caer.
El clamor se iba ampliando a medida que veían que el pirata estaba a un paso de ganar la apuesta. (TN) se negaba a creer lo que le estaba ocurriendo. Se juró que, pasara lo que pasase, mataría a todos y cada uno de aquellos indeseables, aunque hubiera de invertir en ello la vida entera. No iba a poder evitar que manos tan sucias la tocaran, pero se armaría de fortaleza para soportarlo y después ya ajustarían cuentas.
El trueno de un disparo la espabiló y acalló el griterío en cubierta.
Y entonces llegó el milagro: la oreja derecha del fulano que estaba a punto de agarrarla, desapareció. Éste bramó de dolor e intentó taponar la sangre a la vez que se sujetaba al mástil. Braceó, pero no lo consiguió y, presa del pánico, se precipitó a cubierta, donde se estrelló con estrépito.
(TN) buscó a su salvador y vio a Joe que, a caballo entre la baranda y la cubierta, empuñaba una pistola aún humeante. La tripulación había enmudecido.
Él afianzó los pies en el barco y, a pesar de la distancia, a (TN) le pareció que su presencia se agigantaba. Enfundó el arma en la cinturilla de su pantalón y avanzó con paso decidido en medio de la horda, ahora silenciosa y esquiva. Briset saltó también a cubierta y ayudó a Lidia a subir.
Joe se acercó al hombre al que había disparado y le volteó con la punta de la bota. Estaba muerto.
—¡Echadlo al agua!
La orden, fría y seca, le provocó náuseas a (TN). Dos colegas levantaron el cadáver por brazos y piernas, se acercaron a la borda, lo balancearon y lo lanzaron al mar.
A ella le costaba creer lo que veía: un grupo de exaltados sanguinarios que se mantenían encogidos y a la expectativa. Dudaba que Joe pudiera dominarlos solo, pero se dio cuenta de que Briset cubría las espaldas de su capitán sujetando un par de pistolas listas para disparar.
La voz del español se impuso, autoritaria y concisa:
—¡Si alguno más de vosotros quiere disputar a la mujer, puede darse por muerto!
Hubo una pausa tensa durante la cual nadie dijo nada. Luego, alguien se atrevió con una disculpa que engulló la brisa.
—Era sólo un juego, capitán.
La mirada de Joe voló hacia (TN) y ella se quedó sin aliento, porque era la más cruel que le hubiera dirigido nunca. Después, devolvió de nuevo su atención a sus hombres.
—Esa mujer es mi esclava —advirtió con tono gélido—. Si alguno le pone la mano encima, juro por Dios que lo mato.
La tripulación comenzó a dispersarse cabizbaja, murmurando entre ellos. Y mientras Armand, ayudado por otro marino, comenzó a bajar a (TN) a cubierta, ésta se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Si Joe no hubiera vuelto a tiempo… Pero en sus palabras había dejado claro un mensaje ante todos: no era más que su esclava. El agradecimiento que había sentido se evaporó sin dejar rastro.
Al pisar suelo firme, quiso controlar sus nervios, pero temblaba como una hoja. Y ante los brazos que él le tendía, avanzó como una beoda para refugiarse en ellos y estallar en un llanto reparador.
Lidia se dejó llevar por Armand tratando de descifrar la suave actitud del español cuando estrechó a (TN) contra su pecho.
A pesar de su abominable amenaza, Joe no le dio motivos a (TN) para inquietarse durante los días siguientes. Si no se consideraba turbador el hecho de que, reticente, entrara en el camarote al caer la noche, la encadenara de nuevo al poste de la cama, apagara las lámparas y se acostara sin decir nada.
(TN) se sentía dolida, rabiosa y confundida. ¿Cómo podía entender su proceder? Primero la seducía y luego la trataba como si no existiera. Así que le pagó con la misma moneda y se sumió en un mutismo total, imitándolo, como si tampoco a ella le importara su presencia. Cuando Joe pedía baldes de agua para bañarse, (TN) se limitaba a salir al balcón y permanecía allí hasta que él terminaba y se marchaba. Dormía en el suelo cubierta por una frazada y comía sola. A Timmy lo veía cuando le traía la comida, pero apenas hablaban, seguramente porque se lo habían prohibido.
Los nervios comenzaban a traicionarla.
El silencio la estaba matando. Seis largos días de encierro eran ya demasiado. O salía pronto de allí o acabaría loca.
—M’zelle.
(TN) vio el cielo abierto y se lanzó en brazos de Lidia, dando rienda suelta a las lágrimas. La chica, un poco sorprendida por su reacción, le acarició la espalda y la obligó a sentarse. (TN) tenía un aspecto lamentable: hacía días que nadie le cepillaba el pelo, que se le veía enredado y revuelto, llevaba la ropa zurcida y tenía profundas ojeras. A la mulata se le encogió el corazón, temiendo lo peor.
—¿El capitán la maltrata?
Ella se tragó su orgullo y se sinceró. La antigua esclava de «Promise» la escuchó en silencio y después negó con la cabeza, como si dudara.
—No lo entiendo, m’zelle. El capitán parece un hombre justo.
—¿Justo? —estalló (TN)—. ¡Justo, dices! ¡Me tiene como a un perro! ¡Peor que eso! A un perro, al menos, se le habla de vez en cuando y se lo saca a pasear.
—Algo debió de irritarlo profundamente.
—Lo abofeteé —confesó—. Se lo merecía.
—No creo que tenerla encerrada aquí haya sido a causa de una bofetada. Aun así, ¿no se da usted cuenta de que estamos en sus manos hasta que paguen un rescate? No juegue con él, señorita, porque puede que sea ecuánime, pero también es un hombre impetuoso y bien podría castigarlas. Y no sólo se pone usted en peligro, sino que nos pone a todas.
—¡Al menos significaría que sabe que existo!
Lidia suspiró y le masajeó los músculos del cuello. Para (TN), aquella visita inesperada significaba algo de sosiego, al menos sabía que sus amigas seguían con vida y tenía noticias de ellas. Miró a la joven de reojo y vio que parecía cansada, pero sin signos de maltrato. Se culpó por preocuparse solamente por sí misma.
—Y tú, ¿cómo estás? ¿Te tratan bien? ¿Briset te ha dado permiso para visitarme?
—No. Me lo ha dado el propio capitán, m’zelle.
—¿Joe?
—Estamos llegando a nuestro destino. Dice que usted necesita arreglarse un poco. —Al tiempo que lo decía, sacó un peine del bolsillo de su vestido y se lo puso frente a los ojos. Era un peine de plata, precioso—. ¿Me dejará que la ponga bonita?
La simple vista de un útil tan cotidiano provocó en (TN) tal emoción que no supo si quería reír o llorar. Dejó que Lidia le lavara el cabello, se lo peinara y se lo abrillantara un poco, para intentar que tuviera el aspecto de siempre. Al mirarse al espejo ni se reconocía.
—Ahora sólo necesitaría un vestido, éste se cae a pedazos.
—Armand dice que…
—¿Armand?
—Briset —rectificó Lidia de inmediato, levemente azorada, lo que a (TN) no le pasó desapercibido.
—¿Duermes con ese pirata, Lidia?
—Lo hago, sí, señorita.
—¿Por tu gusto?
La muchacha no respondió en seguida.
—Creo que me gusta un poco, m’zelle.
—¡Por Dios bendito, mujer!
—Es un buen hombre, señorita. —Se sentó a su lado, tomando sus manos entre las suyas—. Puede que sea un pirata, pero antes de juzgarle debería conocer sus motivos. Y los motivos del capitán.
—Por muchas y poderosas que sean sus razones, no hay justificación posible para abordar un barco, matar a su tripulación, saquear su carga y raptar a sus pasajeros —sentenció la joven.
—El Eurípides se rindió, señorita, y no hubo muertes. Por lo que sé, en las otras dos naves sucedió otro tanto.
Sí, podía ser cierto que habían tomado los navíos sin derramamiento de sangre, pero el acto era execrable en sí mismo. ¿Es que Lidia no lo veía? ¿O más bien razonaba desde la posición de quien se estaba abriendo camino en su corazón? Era una batalla perdida, así que cambió de tema.
—¿Se sabe algo de Virginia? ¿Y Amanda? ¿Las has visto?
—De m’zelle Virginia sólo sé lo que me cuenta Armand, que está bien. Ledoux la retiene en otro barco, el Missionnaire. Y la señora Clery parece que ha tomado el mando de las cocinas. No deja que ninguno de los hombres se acerque a sus dominios. Ya la conoce.
—Sí. Es un verdadero sargento. —Y ambas prorrumpieron en risas.
Lidia se levantó y la besó en la frente al tiempo que le acariciaba la mejilla.
—No creo que pueda volver a visitarla antes de llegar a tierra. Armand me ha dicho que atracaremos muy pronto.
—¿Sabes exactamente dónde?
—Es posible que nuestro destino sea Guadalupe o Martinica, como ya le dije. Debe prometerme que no va a hacer ninguna locura, niña.
—Lo prometo, Lidia.
—Y atrancar la puerta en cuanto yo salga, señorita. Es una orden del capitán De Jonas. Aquí está la llave. —Se la entregó—. Todos los capitanes van a reunirse en el barco de Boullant; Armand asistirá también y no quedará nadie aquí para protegerla.
—¿Para qué se reúnen? —preguntó, súbitamente esperanzada de que acaso fuera para fijar el precio de su rescate.
—No lo sé, m’zelle
—¿Tú vas a ir con Briset?
—No quiere separarse de mí. Prometo traerle noticias de la señorita Virginia a mi regreso. Por favor, cierre la puerta.
La mulata volvió a besarla y se marchó. (TN) se apresuró a echar la llave y sólo entonces oyó los pasos de Lidia alejándose. Apoyó la frente en la puerta y lamentó su soledad. La visita de la chica la reconfortaba, pero ¿podría seguir disfrutando de su amistad y del cariño que había crecido entre ambas? Joe le había arrebatado demasiadas cosas. Elevó una plegaria por sus compañeras de infortunio y por ella misma, rogando a Dios que se decidieran por exigir un rescate y agradeciéndole que, al menos, Lidia hubiera ido a caer en manos de un hombre que la protegía.
En la cubierta se oía ya cierto ajetreo y las órdenes para hacer a la mar una chalupa.
Sin otra cosa que hacer, tomó un libro sin intención de leerlo; lo hojearía y eso le haría menos tediosa la espera. Eso sí, por unas horas, no tendría que bregar con la presencia de Joe ni soportar su desprecio. Incluso el aburrimiento era preferible a su irritante arrogancia.
Sin embargo, no mucho más tarde, se arrepintió de haber pensado así. Alguien intentaba entrar en el camarote. Se incorporó, con el libro contra el pecho y prestó atención. Si Joe había regresado… Un golpetazo hizo añicos la madera contra el mamparo y un sujeto desaseado y barbudo la observó desde la entrada. Su único ojo sano brillaba paseándose por su cuerpo y (TN) supo que tenía problemas. El terror la atenazó de tal modo que ni siquiera pudo gritar.
Se resistió con la fuerza que da el miedo, pero no hubo forma. El hombre la agarró de la muñeca y a empellones, casi a rastras, la obligó a salir del camarote y subir a cubierta.
El rugido de varias gargantas la hizo encogerse. Una turba chillona la amedrentó y veía manos por todas partes adelantándose, sobándola al tiempo que oía los comentarios más groseros.
(TN) imploró por el regreso de joe desesperadamente. Pero él no estaba en el barco y la presencia femenina soliviantaba más al grupo cada segundo que pasaba.
El ánimo la abandonaba, paralizada por un terror como nunca antes había conocido. Vio que alguien se atrevía a levantarle la falda, lo que incrementó el jolgorio. Empujó al filibustero sin miramientos y corrió como una loca hacia la borda. Las risotadas subían de tono y (TN) sorteaba manos que intentaban atraparla y besos húmedos. Se estaban divirtiendo con ella, la obligaban a retroceder, le cedían el paso y cuando iba a alcanzar la borda volvían a interponerse, piropeándola o insultándola indiscriminadamente.
—¡Vamos, paloma, no seas tan esquiva! —oyó que decían—. El capitán no está y nosotros tenemos tanto derecho como él a divertirnos un rato.
Como un ratón perseguido por gatos, (TN) correteaba de un lado a otro, lanzaba puñetazos, daba patadas… Pero el cerco se estrechaba cada vez más.
Tenía ganas de gritar, de llorar, de implorar. Las lágrimas le corrían por las mejillas, la cegaban. Alguien la sujetó de la manga y al tirar ella para librarse, se oyó cómo se desgarraba la tela. Entonces sí gritó con todas sus fuerzas y se abalanzó contra el desgraciado, con los dedos convertidos en garras, dejando un rastro de arañazos en su cara.
Los vítores la ensordecían. Los hombres la jaleaban, la empujaban, iba de unas manos a otras, se moría de asco soportando una lujuria que la desbordaba. Algunos se cansaron del juego y quisieron apresarla, pero fueron detenidos por otros que querían ser los primeros. Se armó un pequeño revuelo entre ellos y (TN) aprovechó para escabullirse. No llegó muy lejos. Alguien la rodeó por la cintura y se la cargó a la cadera sin miramientos.
Luego, entre voces, obscenidades y palabras malsonantes, creyó entender algo sobre un poste aceitado. Y unas apuestas. Medio mareada por los vaivenes, se dejó llevar. Cuando pudo recuperarse, se encontraba sentada en una especie de columpio y elevada a tirones a golpe de maroma.
A considerable altura, peligrosamente colgada de una madera medio podrida que le servía de asiento y balanceándose sobre la cubierta de El Ángel Negro, era un pelele indefenso, sometida al capricho de unos desalmados. Abajo, la chusma se preparaba para el plato fuerte. El primero que consiguiera escalar el mástil aceitado se hacía con el bocado más apetitoso: ella.
Entre ellos se cruzaban elevadas apuestas, pero para (TN) se habían abierto las puertas del infierno. Inevitablemente, uno lo lograría.
Cerró los ojos. No quería ver, no quería escuchar, sólo quería morirse y acabar de una vez con aquella agonía. Si la cuerda se rompía, acabaría estrellándose en cubierta, pero si alguno de ellos la alcanzaba… No quería pensar en lo que sucedería, pero no lo podía evitar.
Ajeno por completo a lo que sucedía en su nave, Joe disfrutaba de una copa de oporto, acomodado en el camarote de François Boullant, en compañía de éste y de Pierre Ledoux. Los demás capitanes regresaban a sus respectivos barcos, pues ya se habían puesto de acuerdo en lo esencial: repartirían el botín en cuanto echaran el ancla en Guadalupe y Pierre se encargaría de pagar la comisión al individuo que les proporcionó la información sobre la ruta de los ingleses. Sin embargo, cuando él también iba a despedirse, Pierre le hizo una seña para que se quedara y allí estaba en esos momentos, esperando una explicación.
—No pienso renunciar a la muchacha que tengo en mi camarote —soltó Pierre de sopetón.
—Tampoco yo pienso entregar a la mía —respondió Joe en el acto.
—Mon Dieu! —rugió Fran—. ¿Es que os habéis vuelto locos los dos? Las mujeres forman parte del botín y los muchachos querrán lo que les corresponde. Y ya no digo nada de los capitanes.
Pierre se encogió de hombros y empujó la botella hacia Joe. Era una bendición tener en él a un aliado.
—Pagaré lo que corresponda —dijo—, renunciaré a mi parte, pero esa belleza de cabello negro se queda conmigo.
El francés parecía muy seguro de lo que quería y Joe se alegró por él. Sabía que tendrían problemas con Depardier, aunque Cangrejo y Barboza estuvieran de acuerdo en ceder a las mujeres a cambio de renunciar a su parte del saqueo.
—Hay más —informó Joe después de saborear un poco más del excelente oporto—. Creo que Armand se ha encariñado con la mulata.
Boullant no quería tener problemas con sus mejores hombres, pero tampoco podía ignorar las leyes no escritas del mar. No sólo se iban a crear conflictos, sino que podría resquebrajarse la unión del grupo para operaciones futuras.
—Estáis locos —aseguró—. Exceptuando a la bruja que se ha metido en tus cocinas, Joe, las otras tres son preciosas. Y eso equivale a una pequeña fortuna.
—Mataré a cualquiera que intente poner las manos en Virginia —prometió Pierre—. He acumulado un buen dinero y repito que pagaré por ella.
—¿Tanto te gusta esa muchacha? —le preguntó Joe.
Ledoux asintió y un brillo divertido apareció en sus ojos.
—Tendré que domarla un poco, mon ami, pero sí, es una preciosidad y me gusta. Hasta sus insultos me motivan.
—Te creía más sensato.
—Y yo a ti. ¿O es que no has dicho que ibas a quedarte con (TN)?
—No es lo mismo —respondió él, hermético.
—Lo sé, lo sé. Su primo, Edgar Colbert, asesinó a tu hermano, Virginia me lo ha contado. Pero ¿por qué alguien iba a querer eliminar a una criatura tan exquisita como ella?
—¿De qué hablas?
—Bueno, nuestro informador hizo hincapié en que, aparte de su comisión, la quería muerta.
—Y yo decidí no cumplir esa parte del trato —intervino Fran, al que el apellido de la joven (TN), pero en su rama francesa, le recordaba vívidamente otra época y otro lugar—. Porque nosotros nos movemos por dinero y ella vale mucho si la vendemos. Aunque también podríamos pedir rescate. Es absurdo renunciar a ella arrojándola a los tiburones. Además, es realmente hermosa.
A Joe se le encogió el estómago. No iba a transigir, así se lo exigía su espíritu.
—Tanto daría que fuera fea como un demonio, señores. Ella es mía y es mi venganza. Espero que eso quede definitivamente claro.
—¡Ja! —saltó François—. ¡Por el amor de Dios, cierra esa página de tu vida de una vez, amigo! Toma a la inglesa si es tu gusto, pero no te arriesgues a un enfrentamiento por esa zorra. Francamente, estoy harto de las provocaciones de ese gilipollas de Depardier, y con la chica se lo vas a poner en bandeja.
—¡Si quiere pelea, la tendrá! —se le encaró Joe, levantándose y dejando la copa.
Boullant lo miró con atención. Estaba demasiado tenso, demasiado irritable. Hasta entonces, nunca se había peleado por una mujer, sólo pasaba unas horas con ellas y luego las olvidaba hasta el siguiente puerto. En esos momentos, Fran lamentó haber abordado a los navíos ingleses, porque odiaba los problemas y Joe se los iba a dar.
Si faltaban argumentos que exponer, allí quedaron, pues Briset, desde la puerta y sin entrar, anunció:
—Hay jaleo en El Ángel Negro, capitán. —Le tendió un catalejo—. Los muchachos están haciendo de las suyas.
A buen paso, Joe salió a cubierta seguido por los demás. Armand arrastraba tras él a una Lidia pálida y temblorosa a la que no había querido dejar sola ni un segundo.
—¡La chalupa!
Boullant le arrebató el catalejo y observó también la cubierta cercana.
—¡Joder! —masculló—. Han colgado a la chica y están tratando de alcanzarla subiendo por el mástil.
Joe ya saltaba a la embarcación, acompañado por Briset y Lidia. Instó a los hombres a remar con rapidez y sus órdenes secas se mezclaron con blasfemias por lo que ocurría.
Acodado en la baranda de estribor, junto a Fran, Pierre chascó la lengua y murmuró:
—Me temo que nuestro amigo nos miente.
—¿A qué te refieres?
—No estoy muy seguro —dijo, echándose hacia atrás el cabello que el viento impulsaba sobre sus ojos— , pero yo diría que no es sólo la venganza lo que mueve a nuestro aguerrido español.
Con un doloroso nudo en la garganta y las facciones desencajadas de miedo, (TN) se fijó en que uno de los que intentaba alcanzarla iba a tener éxito. Estaba tan sólo a un par de metros y no cesaba de avanzar mientras sudaba como un cerdo batallando con el mástil embadurnado de grasa. Resbalaba, resistía y volvía a la carga, poco a poco, cada vez más cerca.
Desde abajo, quienes habían apostado por él, un tipo grande y peludo como un oso, que parecía imposible que fuera tan ágil, aullaban, lo incitaban, aplaudían y lo jaleaban, contando ya las ganancias. El pirata no escuchaba a sus camaradas, concentrado como estaba en el delicioso bocado que le esperaba arriba y en no romperse la crisma si caía desde aquella altura. Casi podía rozar la falda de la chica. Un poco más y sería suya. Entonces le pertenecería y podría hacer con ella lo que quisiera hasta llegar a puerto. Así era la ley del mar.
Ascendió un poco más, mofándose de los pobres intentos de su presa por darle patadas y hacerlo caer. Unos centímetros más arriba se permitió una mueca lujuriosa que mostró a (TN) una dentadura podrida.
—Cariño, ven con papá —susurró, estirando la mano.
(TN) se encogió en su precario espacio e intentó darle otra patada en la cabeza, pero él la esquivó con agilidad a pesar de su corpulencia y sólo consiguió desequilibrarla a ella, que osciló y estuvo a punto de caer.
El clamor se iba ampliando a medida que veían que el pirata estaba a un paso de ganar la apuesta. (TN) se negaba a creer lo que le estaba ocurriendo. Se juró que, pasara lo que pasase, mataría a todos y cada uno de aquellos indeseables, aunque hubiera de invertir en ello la vida entera. No iba a poder evitar que manos tan sucias la tocaran, pero se armaría de fortaleza para soportarlo y después ya ajustarían cuentas.
El trueno de un disparo la espabiló y acalló el griterío en cubierta.
Y entonces llegó el milagro: la oreja derecha del fulano que estaba a punto de agarrarla, desapareció. Éste bramó de dolor e intentó taponar la sangre a la vez que se sujetaba al mástil. Braceó, pero no lo consiguió y, presa del pánico, se precipitó a cubierta, donde se estrelló con estrépito.
(TN) buscó a su salvador y vio a Joe que, a caballo entre la baranda y la cubierta, empuñaba una pistola aún humeante. La tripulación había enmudecido.
Él afianzó los pies en el barco y, a pesar de la distancia, a (TN) le pareció que su presencia se agigantaba. Enfundó el arma en la cinturilla de su pantalón y avanzó con paso decidido en medio de la horda, ahora silenciosa y esquiva. Briset saltó también a cubierta y ayudó a Lidia a subir.
Joe se acercó al hombre al que había disparado y le volteó con la punta de la bota. Estaba muerto.
—¡Echadlo al agua!
La orden, fría y seca, le provocó náuseas a (TN). Dos colegas levantaron el cadáver por brazos y piernas, se acercaron a la borda, lo balancearon y lo lanzaron al mar.
A ella le costaba creer lo que veía: un grupo de exaltados sanguinarios que se mantenían encogidos y a la expectativa. Dudaba que Joe pudiera dominarlos solo, pero se dio cuenta de que Briset cubría las espaldas de su capitán sujetando un par de pistolas listas para disparar.
La voz del español se impuso, autoritaria y concisa:
—¡Si alguno más de vosotros quiere disputar a la mujer, puede darse por muerto!
Hubo una pausa tensa durante la cual nadie dijo nada. Luego, alguien se atrevió con una disculpa que engulló la brisa.
—Era sólo un juego, capitán.
La mirada de Joe voló hacia (TN) y ella se quedó sin aliento, porque era la más cruel que le hubiera dirigido nunca. Después, devolvió de nuevo su atención a sus hombres.
—Esa mujer es mi esclava —advirtió con tono gélido—. Si alguno le pone la mano encima, juro por Dios que lo mato.
La tripulación comenzó a dispersarse cabizbaja, murmurando entre ellos. Y mientras Armand, ayudado por otro marino, comenzó a bajar a (TN) a cubierta, ésta se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Si Joe no hubiera vuelto a tiempo… Pero en sus palabras había dejado claro un mensaje ante todos: no era más que su esclava. El agradecimiento que había sentido se evaporó sin dejar rastro.
Al pisar suelo firme, quiso controlar sus nervios, pero temblaba como una hoja. Y ante los brazos que él le tendía, avanzó como una beoda para refugiarse en ellos y estallar en un llanto reparador.
Lidia se dejó llevar por Armand tratando de descifrar la suave actitud del español cuando estrechó a (TN) contra su pecho.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 29
Se resistía a soltarla.
Aún le latía furioso el corazón. Cuando la vio colgada del mástil, la sacudida del miedo le insufló una energía salvaje. En ese instante, aunque ella ya estaba a salvo, su inclemente necesidad de arrollar todo cuanto tenía delante lo tenía aturdido. Y los apagados sollozos de (TN), fruto del pánico, lo herían en el alma. No soportaba el llanto de una mujer, pero es que, además, con ella se unía a eso el apremio de protegerla.
(TN) se dejó llevar hasta que él la depositó sobre la cama y ella se acurrucó contra la almohada, aunque le dolió abandonar el calor de Joe.
—Tranquila, princesa —le susurró, con tal ternura que otra vez tuvo ganas de echarse a llorar—. No permitiré que vuelva a suceder nada semejante. —Le besó los párpados, la frente, las sienes, la punta de la nariz—. Ahora estás conmigo.
Sí, ahora estaba con él. ¿Y acaso no era más peligrosa aquella atracción que ejercía sobre ella? Nunca había llorado tanto en su vida como desde que lo conoció. Había pasado noches en vela recordando sus caricias en «Promise» y, cuando ya creía haberlo relegado en su mente, volvía a encontrarlo, sólo para darse cuenta de que estaba enamorada de un español insolente y altanero. Su cercanía no hacía más que alimentar el conflicto de sentimientos que la desgarraban por dentro. Se sabía indefensa ante sus caricias y su incapacidad para hacerle frente la estaba matando. Siempre se había comportado con seguridad, sabiendo lo que quería, sin dejarse doblegar ni siquiera por las órdenes de su padre. ¿En qué se había convertido ahora? ¿En qué la había convertido Joe, sino en una mujer que se mecía al vaivén de sus deseos?
Y allí, mientras le hacía arrumacos como si de una niña pequeña se tratara, tuvo la certeza de que él no le iba a hacer daño. Pero es que no sólo se podía dañar el cuerpo, también se podía castigar el alma y ésta ya la tenía hecha pedazos. Si se enamoraba completamente de él, sería como vivir en un infierno. Y estaba tan, tan, tan cerca…
Sus melancólicas conjeturas se evaporaron al contacto de los labios de Joe. La besó. Y ella se entregó a una caricia a la que correspondió porque la necesitaba, la ansiaba. La apremiaba su propia avidez.
Él no esperaba su respuesta, aunque ardía en deseos de obtenerla. Después de lo que había pasado, superándolo con el arrojo de una mujer valiente, debería haberlo repudiado y condenado. ¡Por los clavos de Cristo! Habían estado a punto de… Se le hizo un nudo en las tripas sólo de imaginarlo. Y el sentimiento de posesión que germinaba en su pecho arraigó con más fuerza. (TN) era suya. Completamente suya. Y sus labios bebiendo de los suyos derretían el hielo de un corazón que durante demasiado tiempo había latido sin sentir afecto por nadie.
Entrelazaron sus lenguas, saborearon sus bocas, se consumieron en el oleaje de su naufragio. Tenían que marcarse a sangre y fuego. Tenían que memorizar sus cuerpos, respirar sus olores. Necesitaban desprenderse de sus alforjas del pasado para fundirse en alas del futuro.
Ella exigía un hombre que supiera renunciar, que superara el revanchismo, que la eligiera sin trabas. Él quería que no hubiera dudas, que fuera la mujer del capitán De Jonas, un condenado, un renegado, un maldito pirata sin país ni futuro.
(TN) gemía al dictado de la boca varonil, cada vez más exigente y posesiva, y respondía requiriendo nuevas caricias, invitándolo, instándolo a beber de su cuerpo, porque estaba decidida a entregárselo.
La barrera de la camisa desapareció bajo las ávidas manos femeninas y sus dedos abiertos tantearon la piel de Joe, exploraron cada músculo, lo moldearon con su tacto. Tenía prisa por olvidar todo lo que no fuera él, urgencia por unírsele de nuevo.
Quisiera o no, la odiara o no, aquel hombre tenía que pertenecerle.
Sus bocas se separaron y los ojos de ambos se llenaron de un deseo que no podían ocultar.
—Bésame otra vez —le pidió ella.
Y el caballero español convertido en forajido de los mares encontró el cobijo que buscaba, el puerto donde echar el ancla de su rencor y olvidar, en ese acto, su hostilidad. La besó otra vez. Claro que la besó. Porque no podía hacer otra cosa, porque sólo era un muñeco en sus brazos. La deseaba y la odiaba a partes iguales y las dos emociones, enfrentadas, lo reconcomían. Perdía el norte cuando estaba junto a su inglesa. Su ira se volvía serenidad, su odio, ternura, su crueldad, delicadeza. (TN) conseguía hacer aflorar lo mejor y lo peor de él.
Nunca sintió algo parecido, ni siquiera con Carlota. A ésta le tuvo cariño, mientras que a (TN) quería devorarla, perderse en ella, saciarse hasta quedar exánime. Enseñarle y aprender de ella, fundirse en su interior y amarla.
La piel le quemaba allí donde ella lo tocaba y era imposible ya detenerse. ¡Maldita fuese!, gimió interiormente un segundo antes de devastar de nuevo sus labios. Su masculinidad palpitaba exigente y dolorida y lo mandó todo al infierno. Ni quería ni podía remediar lo que tenía que suceder. Abandonando los sedosos brazos, se desnudó con prisas, con el bombeo de su corazón cada vez más fuerte y apresurado al ver que ella la emprendía ya con su vestido, que acabó de rasgar en su premura. Su mirada hambrienta acabó por perderle. ¡Cristo crucificado! Parecían dos locos.
Apenas cubierta por la camisola, los brazos de (TN) le reclamaron y Jor se rindió. La cubrió con su cuerpo, la abrazó, retomó sus labios. Con manos trémulas, como un primerizo, la despojó de la única prenda que le impedía absorber su piel por entero.
(TN) lo ayudó. En ese momento le estorbaba todo salvo la piel de él, necesitaba como una demente sentir desnudez contra desnudez.
Se fundieron como dos salvajes, cada uno buscándose en el otro, acariciando cada milímetro de piel, lamiendo, saboreando, mordiendo.
(TN) abrió las piernas, ofreciéndose, y Joe se encajó entre ellas. Se deslizó en la humedad del túnel donde deseaba perderse y olvidarlo todo. Entró en su interior y (TN) elevó su pelvis uniéndose más a él.
—Chis. —Apoyó la boca en el cuello de ella—. Despacio, pequeña. Despacio.
—Te deseo ahora.
—Vas a matarme, (TN). Vas a matarme, inglesa.
El cuerpo de ella experimentó una sacudida, pero controló su ardor y permaneció quieta debajo de él, escuchando el latido del corazón masculino. Le acarició los costados, las prietas nalgas, ascendió por la cintura abarcando sus anchas espaldas y mimó cada cicatriz, porque eran parte de él. Y volvió al punto del escarnio y al llanto por el sufrimiento que Joe había soportado.
Al oírla, él se apoyó en las palmas de las manos y se paró. Fue como si lo apuñalaran y enjugó las perlas saladas de sus lágrimas con sus besos.
—¿Por qué lloras?
Ella abrió los ojos y a Joe le pareció que se le escapaba el alma, fundida en ellos.
—Edgar no tenía derecho —hipó, acariciando de nuevo cada señal de látigo, como si con ello quisiera suavizarlas—. No lo tenía.
Él se estremeció. Los brazos de ella rodearon su cuerpo, su vientre se elevó y trastornado, se perdió en su interior, con embates desesperados; ambos se alejaron del mundo y de la realidad, sobrevolaron el odio y la venganza, recalaron en la ensenada de la pasión.
En la vorágine de su unión, Joe susurró inconscientemente palabras que hicieron galopar el corazón de (TN).
—Estamos a punto de amarrar.
(TN) se volvió con una sonrisa que se amplió al mirarlo. Joe estaba muy guapo. Vestía pantalones negros y una camisa blanca con los cordones desanudados, lo que le permitía apreciar una buena porción de piel morena de la que ella nunca se cansaba. Tenía el cabello despeinado y húmedo y el aro de oro que adornaba su lóbulo brillaba, confiriéndole un aspecto salvaje y primitivo. Sobrecogía el corazón.
Pero (TN) ya no le temía. Vivía en una nube. En las últimas horas apenas habían abandonado el camarote, perdidos el uno en el otro. Joe se encargó de bañarla, mimándola, llenándola de caricias. Habían reído como dos chiquillos mientras él le ponía pequeñas porciones de comida en la boca, que retiraba a veces como si jugaran a ser niños. Charlaron de muchos asuntos, como dos camaradas. Así fue como ella supo algunas cosas de su familia, que Joe tuvo que dejar España al ser condenado. Le habló de su madre, de su padre, de su tío. La entretuvo narrándole episodios de su tiempo de estudiante y las mil travesuras de su hermano Nick, castigos incluidos. (TN) no recordaba haberse reído tanto en su vida.
Y habían hecho el amor una y cien veces.
A Lidia se le permitió entrar para arreglarle el cabello y Timmy volvió a ser el encargado de servirles la comida,
Joe se mostró ante ella absolutamente diferente. Era divertido, sagaz, irónico hasta la exasperación, directo y algo malévolo. Pero lo adoraba.
Se levantó y se alisó la falda del vestido, que había vuelto a lavar y a remendar. Giró sobre sí misma y lo miró por encima del hombro.
—¿Cómo me ves?
Joe echó la cabeza hacia atrás y no contestó. Atravesó el camarote, la tomó en sus brazos y la besó. Después abrió el arcón que habían llevado allí aquella misma mañana. A ella la había estado comiendo la curiosidad, pero no se atrevió a husmear dentro y en ese instante ardía de impaciencia.
(TN) abrió unos ojos como platos ante un precioso vestido azul, del mismo color de sus ojos.
—Estarás mejor con éste… si no te importa ponértelo.
De mangas abullonadas y escote cuadrado, se estrechaba en la cintura y la falda caía en capas que se irisaban con el movimiento. ¿Que si la importaba ponérselo? Debía de estar bromeando. Era lo más bonito que había tenido nunca y Jor se lo estaba regalando. Con un gritito de complacencia le arrebató la prenda, se la ajustó al pecho y fue a mirarse al espejo.
—Es una maravilla —murmuró, acariciando la tela.
—No lo he comprado —lo oyó decir tras ella.
Comprendía sus dudas. Seguramente había creído que ella lo rechazaría por ser fruto de la rapiña. ¡Al diablo con eso! Le encantaba el vestido y ya no podía devolvérselo a su legítima dueña, si es que alguna vez la tuvo, porque no parecía haber sido usado.
—Sin duda estaré más presentable, capitán —bromeó.
A Joe se le escapó un suspiro de alivio y entre risas, besos y alguna que otra caricia desvergonzada a la que (TN) no se resistió, la ayudó a quitarse el andrajo que la cubría. No pudo mantener las manos quietas y ella terminó por darle un cachete.
—¡Caballero, por favor! —lo reprendió, aunque sus ojos rezumaban satisfacción—. Se trata de salir decentemente vestida. Si continúas por ese camino, no acabaremos nunca.
Él la estrechó contra su pecho y depositó un leve beso en su clavícula.
—Bruja —la insultó con voz ronca y cargada de deseo—. Cuando lleguemos a la Martinica, voy a tenerte todo el día desnuda y atada a mi cama.
(TN) se rió, dándose cuenta de que su cuerpo respondía a la deliciosa perspectiva. Con un atisbo de indecencia, pensó que sería muy placentero permanecer como él decía, intercambiando después los papeles.
El vestido parecía haber sido confeccionado expresamente para ella y le devolvía la dignidad. Dio un par de vueltas, deleitándose con el vuelo de la falda y los destellos de la tela.
—Para ser una simple esclava, amo —le dijo socarrona—, me tratas muy bien.
El gesto de él se ensombreció. La tomó del talle y la pegó a su cuerpo. (TN) no dejó de percibir la dureza que se erguía, impúdica, junto a sus nalgas. Estuvo a punto de mandarlo todo al cuerno, quitarse el vestido y atrincherarse con él en el camarote hasta el día del Juicio Final, aunque ya se oía el vozarrón de Briset dando indicaciones a los hombres para el amarre.
—Eso no cambiará. Eres mi esclava. Y seguirás siéndolo hasta que me canse de ti —«Que no será nunca, tesoro», pensó—. Y tengo intenciones de vestirte adecuadamente.
(TN) no respondió. ¿Cómo hacerlo cuando se había quedado sin resuello? Le escocían los ojos de retener las lágrimas y una furia sorda se fue acrecentando en su pecho. «¡Será cabrón!», lo insultó mentalmente. Después de todo lo que habían vivido, de tantas caricias, bromas, confidencias… Después de todo eso, el muy mezquino le decía así, de golpe y a la cara, que para él seguía siendo nada más que una esclava. ¡Y hasta que se cansara de ella!
Lo habría matado. La ira la hacía jadear y Joe lo interpretó equivocadamente. Sonriendo como un bellaco, bajó la cabeza y la besó en el cuello, aspirando con deleite el olor de sus cabellos dorados.
(TN) se alejó con la excusa de retocarse el pelo, para no darle la satisfacción de verla llorar. Mil y un insultos le vinieron a la boca, pero se mordió los labios para acallarlos. No pensaba darle el gusto de que viera que había conseguido herirla. ¿Cómo podía ser tan bestia, tan cruel? ¿Cómo podía haber estado haciéndole el amor dos días enteros y ahora humillarla de ese modo? ¡Hasta que se cansara de ella!, se repitió. Se mordió los labios y apretó los puños para contenerse.
—Vamos —la instó Joe, acariciando con la mirada el esbelto cuerpo que lo fascinaba y resistiendo el impulso de tomarla de nuevo y tumbarla en la cama para hacerle otra vez el amor—. Nos esperan.
Ella tragó saliva y cuadró los hombros. Su voz fue demasiado fría al responderle:
—Como ordenéis, amo.
Joe frunció el cejo al verla pasar por su lado sin rozarlo, pero supuso que (TN) llevaría su broma hasta el final, ya había descubierto su vena artística en las largas horas de intimidad. Orgulloso como un pavo real, la siguió hasta cubierta. El enérgico movimiento de sus caderas acrecentó su erección. Suspiró, derrotado, porque sabía que ella no era ya su prisionera. Como un tonto enamorado, era él quien se había convertido en su esclavo.
Se resistía a soltarla.
Aún le latía furioso el corazón. Cuando la vio colgada del mástil, la sacudida del miedo le insufló una energía salvaje. En ese instante, aunque ella ya estaba a salvo, su inclemente necesidad de arrollar todo cuanto tenía delante lo tenía aturdido. Y los apagados sollozos de (TN), fruto del pánico, lo herían en el alma. No soportaba el llanto de una mujer, pero es que, además, con ella se unía a eso el apremio de protegerla.
(TN) se dejó llevar hasta que él la depositó sobre la cama y ella se acurrucó contra la almohada, aunque le dolió abandonar el calor de Joe.
—Tranquila, princesa —le susurró, con tal ternura que otra vez tuvo ganas de echarse a llorar—. No permitiré que vuelva a suceder nada semejante. —Le besó los párpados, la frente, las sienes, la punta de la nariz—. Ahora estás conmigo.
Sí, ahora estaba con él. ¿Y acaso no era más peligrosa aquella atracción que ejercía sobre ella? Nunca había llorado tanto en su vida como desde que lo conoció. Había pasado noches en vela recordando sus caricias en «Promise» y, cuando ya creía haberlo relegado en su mente, volvía a encontrarlo, sólo para darse cuenta de que estaba enamorada de un español insolente y altanero. Su cercanía no hacía más que alimentar el conflicto de sentimientos que la desgarraban por dentro. Se sabía indefensa ante sus caricias y su incapacidad para hacerle frente la estaba matando. Siempre se había comportado con seguridad, sabiendo lo que quería, sin dejarse doblegar ni siquiera por las órdenes de su padre. ¿En qué se había convertido ahora? ¿En qué la había convertido Joe, sino en una mujer que se mecía al vaivén de sus deseos?
Y allí, mientras le hacía arrumacos como si de una niña pequeña se tratara, tuvo la certeza de que él no le iba a hacer daño. Pero es que no sólo se podía dañar el cuerpo, también se podía castigar el alma y ésta ya la tenía hecha pedazos. Si se enamoraba completamente de él, sería como vivir en un infierno. Y estaba tan, tan, tan cerca…
Sus melancólicas conjeturas se evaporaron al contacto de los labios de Joe. La besó. Y ella se entregó a una caricia a la que correspondió porque la necesitaba, la ansiaba. La apremiaba su propia avidez.
Él no esperaba su respuesta, aunque ardía en deseos de obtenerla. Después de lo que había pasado, superándolo con el arrojo de una mujer valiente, debería haberlo repudiado y condenado. ¡Por los clavos de Cristo! Habían estado a punto de… Se le hizo un nudo en las tripas sólo de imaginarlo. Y el sentimiento de posesión que germinaba en su pecho arraigó con más fuerza. (TN) era suya. Completamente suya. Y sus labios bebiendo de los suyos derretían el hielo de un corazón que durante demasiado tiempo había latido sin sentir afecto por nadie.
Entrelazaron sus lenguas, saborearon sus bocas, se consumieron en el oleaje de su naufragio. Tenían que marcarse a sangre y fuego. Tenían que memorizar sus cuerpos, respirar sus olores. Necesitaban desprenderse de sus alforjas del pasado para fundirse en alas del futuro.
Ella exigía un hombre que supiera renunciar, que superara el revanchismo, que la eligiera sin trabas. Él quería que no hubiera dudas, que fuera la mujer del capitán De Jonas, un condenado, un renegado, un maldito pirata sin país ni futuro.
(TN) gemía al dictado de la boca varonil, cada vez más exigente y posesiva, y respondía requiriendo nuevas caricias, invitándolo, instándolo a beber de su cuerpo, porque estaba decidida a entregárselo.
La barrera de la camisa desapareció bajo las ávidas manos femeninas y sus dedos abiertos tantearon la piel de Joe, exploraron cada músculo, lo moldearon con su tacto. Tenía prisa por olvidar todo lo que no fuera él, urgencia por unírsele de nuevo.
Quisiera o no, la odiara o no, aquel hombre tenía que pertenecerle.
Sus bocas se separaron y los ojos de ambos se llenaron de un deseo que no podían ocultar.
—Bésame otra vez —le pidió ella.
Y el caballero español convertido en forajido de los mares encontró el cobijo que buscaba, el puerto donde echar el ancla de su rencor y olvidar, en ese acto, su hostilidad. La besó otra vez. Claro que la besó. Porque no podía hacer otra cosa, porque sólo era un muñeco en sus brazos. La deseaba y la odiaba a partes iguales y las dos emociones, enfrentadas, lo reconcomían. Perdía el norte cuando estaba junto a su inglesa. Su ira se volvía serenidad, su odio, ternura, su crueldad, delicadeza. (TN) conseguía hacer aflorar lo mejor y lo peor de él.
Nunca sintió algo parecido, ni siquiera con Carlota. A ésta le tuvo cariño, mientras que a (TN) quería devorarla, perderse en ella, saciarse hasta quedar exánime. Enseñarle y aprender de ella, fundirse en su interior y amarla.
La piel le quemaba allí donde ella lo tocaba y era imposible ya detenerse. ¡Maldita fuese!, gimió interiormente un segundo antes de devastar de nuevo sus labios. Su masculinidad palpitaba exigente y dolorida y lo mandó todo al infierno. Ni quería ni podía remediar lo que tenía que suceder. Abandonando los sedosos brazos, se desnudó con prisas, con el bombeo de su corazón cada vez más fuerte y apresurado al ver que ella la emprendía ya con su vestido, que acabó de rasgar en su premura. Su mirada hambrienta acabó por perderle. ¡Cristo crucificado! Parecían dos locos.
Apenas cubierta por la camisola, los brazos de (TN) le reclamaron y Jor se rindió. La cubrió con su cuerpo, la abrazó, retomó sus labios. Con manos trémulas, como un primerizo, la despojó de la única prenda que le impedía absorber su piel por entero.
(TN) lo ayudó. En ese momento le estorbaba todo salvo la piel de él, necesitaba como una demente sentir desnudez contra desnudez.
Se fundieron como dos salvajes, cada uno buscándose en el otro, acariciando cada milímetro de piel, lamiendo, saboreando, mordiendo.
(TN) abrió las piernas, ofreciéndose, y Joe se encajó entre ellas. Se deslizó en la humedad del túnel donde deseaba perderse y olvidarlo todo. Entró en su interior y (TN) elevó su pelvis uniéndose más a él.
—Chis. —Apoyó la boca en el cuello de ella—. Despacio, pequeña. Despacio.
—Te deseo ahora.
—Vas a matarme, (TN). Vas a matarme, inglesa.
El cuerpo de ella experimentó una sacudida, pero controló su ardor y permaneció quieta debajo de él, escuchando el latido del corazón masculino. Le acarició los costados, las prietas nalgas, ascendió por la cintura abarcando sus anchas espaldas y mimó cada cicatriz, porque eran parte de él. Y volvió al punto del escarnio y al llanto por el sufrimiento que Joe había soportado.
Al oírla, él se apoyó en las palmas de las manos y se paró. Fue como si lo apuñalaran y enjugó las perlas saladas de sus lágrimas con sus besos.
—¿Por qué lloras?
Ella abrió los ojos y a Joe le pareció que se le escapaba el alma, fundida en ellos.
—Edgar no tenía derecho —hipó, acariciando de nuevo cada señal de látigo, como si con ello quisiera suavizarlas—. No lo tenía.
Él se estremeció. Los brazos de ella rodearon su cuerpo, su vientre se elevó y trastornado, se perdió en su interior, con embates desesperados; ambos se alejaron del mundo y de la realidad, sobrevolaron el odio y la venganza, recalaron en la ensenada de la pasión.
En la vorágine de su unión, Joe susurró inconscientemente palabras que hicieron galopar el corazón de (TN).
—Estamos a punto de amarrar.
(TN) se volvió con una sonrisa que se amplió al mirarlo. Joe estaba muy guapo. Vestía pantalones negros y una camisa blanca con los cordones desanudados, lo que le permitía apreciar una buena porción de piel morena de la que ella nunca se cansaba. Tenía el cabello despeinado y húmedo y el aro de oro que adornaba su lóbulo brillaba, confiriéndole un aspecto salvaje y primitivo. Sobrecogía el corazón.
Pero (TN) ya no le temía. Vivía en una nube. En las últimas horas apenas habían abandonado el camarote, perdidos el uno en el otro. Joe se encargó de bañarla, mimándola, llenándola de caricias. Habían reído como dos chiquillos mientras él le ponía pequeñas porciones de comida en la boca, que retiraba a veces como si jugaran a ser niños. Charlaron de muchos asuntos, como dos camaradas. Así fue como ella supo algunas cosas de su familia, que Joe tuvo que dejar España al ser condenado. Le habló de su madre, de su padre, de su tío. La entretuvo narrándole episodios de su tiempo de estudiante y las mil travesuras de su hermano Nick, castigos incluidos. (TN) no recordaba haberse reído tanto en su vida.
Y habían hecho el amor una y cien veces.
A Lidia se le permitió entrar para arreglarle el cabello y Timmy volvió a ser el encargado de servirles la comida,
Joe se mostró ante ella absolutamente diferente. Era divertido, sagaz, irónico hasta la exasperación, directo y algo malévolo. Pero lo adoraba.
Se levantó y se alisó la falda del vestido, que había vuelto a lavar y a remendar. Giró sobre sí misma y lo miró por encima del hombro.
—¿Cómo me ves?
Joe echó la cabeza hacia atrás y no contestó. Atravesó el camarote, la tomó en sus brazos y la besó. Después abrió el arcón que habían llevado allí aquella misma mañana. A ella la había estado comiendo la curiosidad, pero no se atrevió a husmear dentro y en ese instante ardía de impaciencia.
(TN) abrió unos ojos como platos ante un precioso vestido azul, del mismo color de sus ojos.
—Estarás mejor con éste… si no te importa ponértelo.
De mangas abullonadas y escote cuadrado, se estrechaba en la cintura y la falda caía en capas que se irisaban con el movimiento. ¿Que si la importaba ponérselo? Debía de estar bromeando. Era lo más bonito que había tenido nunca y Jor se lo estaba regalando. Con un gritito de complacencia le arrebató la prenda, se la ajustó al pecho y fue a mirarse al espejo.
—Es una maravilla —murmuró, acariciando la tela.
—No lo he comprado —lo oyó decir tras ella.
Comprendía sus dudas. Seguramente había creído que ella lo rechazaría por ser fruto de la rapiña. ¡Al diablo con eso! Le encantaba el vestido y ya no podía devolvérselo a su legítima dueña, si es que alguna vez la tuvo, porque no parecía haber sido usado.
—Sin duda estaré más presentable, capitán —bromeó.
A Joe se le escapó un suspiro de alivio y entre risas, besos y alguna que otra caricia desvergonzada a la que (TN) no se resistió, la ayudó a quitarse el andrajo que la cubría. No pudo mantener las manos quietas y ella terminó por darle un cachete.
—¡Caballero, por favor! —lo reprendió, aunque sus ojos rezumaban satisfacción—. Se trata de salir decentemente vestida. Si continúas por ese camino, no acabaremos nunca.
Él la estrechó contra su pecho y depositó un leve beso en su clavícula.
—Bruja —la insultó con voz ronca y cargada de deseo—. Cuando lleguemos a la Martinica, voy a tenerte todo el día desnuda y atada a mi cama.
(TN) se rió, dándose cuenta de que su cuerpo respondía a la deliciosa perspectiva. Con un atisbo de indecencia, pensó que sería muy placentero permanecer como él decía, intercambiando después los papeles.
El vestido parecía haber sido confeccionado expresamente para ella y le devolvía la dignidad. Dio un par de vueltas, deleitándose con el vuelo de la falda y los destellos de la tela.
—Para ser una simple esclava, amo —le dijo socarrona—, me tratas muy bien.
El gesto de él se ensombreció. La tomó del talle y la pegó a su cuerpo. (TN) no dejó de percibir la dureza que se erguía, impúdica, junto a sus nalgas. Estuvo a punto de mandarlo todo al cuerno, quitarse el vestido y atrincherarse con él en el camarote hasta el día del Juicio Final, aunque ya se oía el vozarrón de Briset dando indicaciones a los hombres para el amarre.
—Eso no cambiará. Eres mi esclava. Y seguirás siéndolo hasta que me canse de ti —«Que no será nunca, tesoro», pensó—. Y tengo intenciones de vestirte adecuadamente.
(TN) no respondió. ¿Cómo hacerlo cuando se había quedado sin resuello? Le escocían los ojos de retener las lágrimas y una furia sorda se fue acrecentando en su pecho. «¡Será cabrón!», lo insultó mentalmente. Después de todo lo que habían vivido, de tantas caricias, bromas, confidencias… Después de todo eso, el muy mezquino le decía así, de golpe y a la cara, que para él seguía siendo nada más que una esclava. ¡Y hasta que se cansara de ella!
Lo habría matado. La ira la hacía jadear y Joe lo interpretó equivocadamente. Sonriendo como un bellaco, bajó la cabeza y la besó en el cuello, aspirando con deleite el olor de sus cabellos dorados.
(TN) se alejó con la excusa de retocarse el pelo, para no darle la satisfacción de verla llorar. Mil y un insultos le vinieron a la boca, pero se mordió los labios para acallarlos. No pensaba darle el gusto de que viera que había conseguido herirla. ¿Cómo podía ser tan bestia, tan cruel? ¿Cómo podía haber estado haciéndole el amor dos días enteros y ahora humillarla de ese modo? ¡Hasta que se cansara de ella!, se repitió. Se mordió los labios y apretó los puños para contenerse.
—Vamos —la instó Joe, acariciando con la mirada el esbelto cuerpo que lo fascinaba y resistiendo el impulso de tomarla de nuevo y tumbarla en la cama para hacerle otra vez el amor—. Nos esperan.
Ella tragó saliva y cuadró los hombros. Su voz fue demasiado fría al responderle:
—Como ordenéis, amo.
Joe frunció el cejo al verla pasar por su lado sin rozarlo, pero supuso que (TN) llevaría su broma hasta el final, ya había descubierto su vena artística en las largas horas de intimidad. Orgulloso como un pavo real, la siguió hasta cubierta. El enérgico movimiento de sus caderas acrecentó su erección. Suspiró, derrotado, porque sabía que ella no era ya su prisionera. Como un tonto enamorado, era él quien se había convertido en su esclavo.
PEZA
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
sigueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
*annie d' jonas*
Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA
CAPITULO 30
La Taberna del Holandés no era lo que (TN) se había imaginado. Estaba lejos de parecerse a lo que ella creía que debía de ser una cantina portuaria. Claro que, tampoco había estado en ninguna hasta entonces.
Se trataba de un local amplio y limpio, con numerosas mesas en las que, los que decidían hacer parada allí, buscaban acomodarse. Todas ellas estaban ya ocupadas, pero los parroquianos se estrecharon e hicieron sitio a los vocingleros recién llegados que pedían a gritos ron negro, cerveza caliente y comida.
Joe la condujo del codo hasta un rincón apartado y pidió vino para los dos. Ella se sentó junto a la pared, teniendo ante sí como muralla el cuerpo de él, como si quisiera apartarla del resto. (TN) fue consciente de las miradas de expectación que provocaba en los hombres. Bajó los ojos y trató de pasar lo más desapercibida posible.
Dos muchachas jóvenes se disputaron quién serviría al capitán de El Ángel Negro. La primera, una morena bonita, se le sentó en las rodillas, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la boca. La otra, pelirroja y de buenas curvas, se agachó ante él, mostrando un pecho opulento que palpitaba dentro de su escote, dándole un lametazo en el mentón como si se tratara de un chucho.
A (TN) se le agrió visiblemente el gesto, pero no dijo ni hizo nada y miró hacia otro lado, simulando que le interesaba más la bulla que se levantaba en la taberna que lo que ocurría ante sus narices. Pero la cuchillada en el pecho dolía. La lastimaba, sí, porque no pudo remediar que un ataque de celos estrangulara su corazón, más aún sabiendo, como ya sabía entonces, que no tenía derechos sobre él.
—Amour —susurró la morena, metiéndole una mano bajo la camisa y bajando peligrosamente hacia los pantalones—. Te he echado mucho de menos.
Joe las dejaba hacer, consciente de que aquél era el saludo habitual de aquellas mujeres de vida alegre a cualquier anterior cliente. (TN), sin darse cuenta, comenzó a golpear el suelo con la punta del zapato. Al percatarse de lo que hacía, se quedó quieta, pero se retorcía las manos bajo la mesa. ¡Sólo faltaría que él supiera que estaba resentida! Lo miró de reojo, prometiéndose que si comenzaba a manosear a aquellas dos furcias delante de ella, lo mataría. Pasara lo que pasase.
Pero Joe las despidió a ambas con un azote cariñoso.
—Estoy sediento, guapas —dijo, y ambas se escabulleron hacia las cocinas a toda prisa.
La figura de Briset llevando a Lidia del brazo y seguida por Amanda hizo que Kelly saltara de alegría. Se levantó y estrechó a la carabina de Virginia. Miguel los invitó a sentarse a su mesa y Amanda comenzó casi de inmediato una letanía de protestas sobre el griterío del ambiente y la desvergüenza de haberlas arrastrado hasta tan infecto lugar. Luego, olvidándose de los demás, se dedicó a (TN) y empezó a charlar con ella acerca de mil cosas.
—Es una guerra, niña —se quejaba—. ¡Una guerra! Ese condenado gabacho, que el demonio confunda, pretende volver a meterse en mi cocina.
—La cocina era su territorio antes de llegar usted —intervino Armand muy serio en la forma, pero jocoso en el fondo.
—Aún no me explico cómo no han muerto todos envenenados, señor mío —se encrespó y lamentó la mujer—. ¡Cocinar con aceite de pescado! ¡Puaj! Eso es un crimen.
Lo cierto era que todos habían agradecido que al viejo Vallard se le hubieran encargado otras tareas en el barco. Pero no se atrevieron a decírselo a él, y mucho menos a darle más ánimo a la vieja cascarrabias irlandesa.
—Hija, casi me muero cuando me enteré de lo que te hicieron. Me encerraron en la cocina, porque de otro modo…
A (TN) le latió un músculo en el cuello, pero apretó la mano de Amanda, agradeciéndoselo. La creía muy capaz de haberse enfrentado a la chusma armada con un par de sartenes.
Joe se empezó a incomodar escuchando su cháchara, así que se levantó, le hizo una seña a su contramaestre y ambos se alejaron. Las dos mozuelas del garito regresaron con una bandeja de carne humeante y grasienta y dos botellas de vino, que depositaron en la mesa y se apresuraron a unirse a los hombres y colgárseles del brazo. (TN) les lanzó una mirada biliosa y se dispuso a atender a sus amigas, olvidándose de ellos. Entonces, la irlandesa se explayó. Le contó todas y cada una de las peleas con el gordo barrigón de Vallard, que, según ella, no tenía idea de hacer un buen estofado, y el modo en que lo puso en su lugar cuando intentó recuperar «su» cocina.
(TN) y Lidia asentían sonrientes.
Armand miró de reojo a Joe y luego siguió la invisible línea de sus ojos.
—¿La dejarás ir? —preguntó, tuteándolo, como hacía a menudo cuando estaban a solas. Joe arqueó una ceja interrogante—. A la inglesa.
—No lo he pensado —mintió como un bellaco.
—La vieja cotorra dice que darán una buena recompensa por las chicas. Virginia es hija del dueño de una plantación de Jamaica que posee una gran fortuna. Y tu preciosa dama pertenece a una de las mejores familias de Inglaterra.
—¡Te digo que no lo he pensado, Armand!
Briset calló. El estallido de su capitán lo decía todo. Entonces llegaron Boullant y Ledoux y Armand le dio a Joe un discreto codazo.
Virginia vio a sus amigas y a su dama de compañía y dio un paso hacia ellas. Pierre la retuvo por la cintura y ella lo miró fijamente, poniéndole una mano en el brazo. A Armand le pareció una caricia y observó que el rubio contramaestre sonreía, se encogía de hombros y la dejaba ir. Entonces, la muchacha corrió hacia la mesa, fundiéndose en un apretado abrazo con las otras.
—¡Mujeres! —masculló entre dientes.
Pierre y Boullant los vieron y se acercaron. El primero sonreía de oreja a oreja, invitó a algunos parroquianos a desocupar una mesa y los instó a sentarse en otra con una jocosa reverencia, pidiendo de beber para ellos a continuación. Durante un buen rato, mientras los cuatro hablaban, las mujeres pudieron charlar a su vez animadamente. Pero ninguno de ellos las perdía de vista.
—¡Cerveza para mis bravos!
El vozarrón de Depardier y la llegada de una docena de hombres hicieron subir aún más los decibelios del local. El capitán se plantó con las piernas abiertas y los brazos en jarras, sonrió como un tunante, los vio y se unió a ellos. Sus hombres, entretanto, se mezclaron con los restantes parroquianos, azuzando a las chicas para que les sirvieran.
Adrien apoyó las manos en la mesa y echó una mirada hacia la que ocupaban las muchachas y Amanda. Le chispearon los ojos y a sus labios asomó una mueca lujuriosa.
—Buen bocado, joe —dijo—. Las señales desde el Missionnaire decían que teníais mujeres, pero no imaginaba que fueran tan bonitas. ¿Quién es la vieja?
—La carabina de una de ellas —respondió Boullant.
—No sacaremos mucho por ella, pero sí por las otras tres. Incluso la negra es un bocado exquisito. Estoy deseando que se lleve a cabo el reparto del botín y…
—Las mujeres no entran en el lote, Depardier —cortó su diatriba Pierre, agrio el semblante.
El buen humor del otro se esfumó. Entrecerró los ojos y escupió en el suelo.
—No sé si te entiendo, Ledoux. ¡Y tampoco sé si quiero entenderte!
—Entonces te lo explicaré: la muchacha morena es mía y la rubia pertenece a Joe.
Depardier se irguió como si lo hubieran abofeteado.
—¿Tú estás de acuerdo, Boullant?
—¿Por qué no? —Se encogió éste de hombros—. Ellas pertenecen al botín y a todos nos corresponde una parte, pero tanto Joe como Pierre renuncian a ella. Incluso están dispuestos a pagar. Por tanto, nada pierdes.
—¿Y si yo no acepto? —gritó, golpeando la mesa y haciendo que saltaran las jarras.
—Tendrás que hacerlo, Adrien, si el resto de los capitanes está de acuerdo con el trato —respondió Boullant, al parecer más calmado que los demás, sacudiéndose alguna gota de cerveza del pantalón—. Son nuestras normas.
La repentina discusión estaba llamando la atención de algunos. (TN), desde su mesa, dejó de prestar oídos a sus compañeras al percibir la postura desafiante del sujeto que porfiaba con Joe. Un sexto sentido le decía que ella tenía que ver con aquella confrontación.
—¡También puedo pedir que nos juguemos su posesión! ¡Y estoy dispuesto a hacerlo! —decidió Depardier.
Joe apretó los dientes. No quería más problemas de los que ya tenía, pero no iba a ceder. A su lado, Pierre, aparentando una serenidad que no sentía, argumentó:
—Todo podría ser. De todos modos, ¿por qué no te quedas con la vieja? Dicen que guisa muy bien.
—¿Y tú, español? ¿Te atreves a jugártela?
Joe hizo caso omiso de la pulla, controlando las ganas de saltar por encima de la mesa, agarrar a Adrien del cuello y hacer que sacara dos palmos de lengua. Pero ello habría supuesto una batalla campal entre su tripulación y la del francés de imprevisibles consecuencias.
—Estoy dispuesto a pagar una buena bolsa de oro por ella, ya lo ha dicho Fran. Más de lo que conseguiríamos en un mercado de esclavos. ¿Te parece suficiente?
—No —se apresuró a responder el otro—. La verdad es que Ledoux puede quedarse con la suya con mis bendiciones. Y seré generoso e incluso renunciaré a la mulata, pero tú no te quedarás con esa hembra, De Jonas. Me gusta. Así que, sólo veo una solución: jugárnosla a los dados. Y el que gane, cederá su parte de capitán al resto.
Joe había llegado al límite de su paciencia. Se levantó como un rayo, alargó el brazo y agarró a Depardier del cuello de su mugrienta chaqueta. Lo arrastró sobre la mesa y pegó su cara a la del francés. Con el rabillo del ojo vio a su contramaestre echar mano del sable, y a Pierre, más rápido, sacar su pistola y apuntar a la cabeza de aquel cabrón traicionero.
—Tranquilo, chico —le avisó al segundo de Depardier—. Esto es una discusión entre caballeros.
—Escucha bien, cerdo —le susurró Joe a su adversario—. Tengo ciertos privilegios por haber abordado yo ese barco. A lo único que me obligan las normas de la piratería es a pagar su precio. Y no me gustan los dados. Pero siempre podemos zanjar este asunto de otro modo.
En la taberna se había hecho el silencio. Todos, sin excepción, estaban pendientes del siguiente movimiento del francés, interesados en saber cómo acabaría una rivalidad que venía de lejos.
En apagados susurros, comenzaron a hacerse apuestas.
Depardier se libró de un manotazo de la garra que le impedía respirar, se arregló la ropa y se dio cuenta de la expectación levantada. Tenía el momento y el público, pensó. Una oportunidad de oro para acabar de una vez por todas con aquel mal nacido que había sido siempre para él como un grano en el culo. De Jonas aguardaba una respuesta. Y se la dio:
—¡A muerte, español!
La Taberna del Holandés no era lo que (TN) se había imaginado. Estaba lejos de parecerse a lo que ella creía que debía de ser una cantina portuaria. Claro que, tampoco había estado en ninguna hasta entonces.
Se trataba de un local amplio y limpio, con numerosas mesas en las que, los que decidían hacer parada allí, buscaban acomodarse. Todas ellas estaban ya ocupadas, pero los parroquianos se estrecharon e hicieron sitio a los vocingleros recién llegados que pedían a gritos ron negro, cerveza caliente y comida.
Joe la condujo del codo hasta un rincón apartado y pidió vino para los dos. Ella se sentó junto a la pared, teniendo ante sí como muralla el cuerpo de él, como si quisiera apartarla del resto. (TN) fue consciente de las miradas de expectación que provocaba en los hombres. Bajó los ojos y trató de pasar lo más desapercibida posible.
Dos muchachas jóvenes se disputaron quién serviría al capitán de El Ángel Negro. La primera, una morena bonita, se le sentó en las rodillas, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la boca. La otra, pelirroja y de buenas curvas, se agachó ante él, mostrando un pecho opulento que palpitaba dentro de su escote, dándole un lametazo en el mentón como si se tratara de un chucho.
A (TN) se le agrió visiblemente el gesto, pero no dijo ni hizo nada y miró hacia otro lado, simulando que le interesaba más la bulla que se levantaba en la taberna que lo que ocurría ante sus narices. Pero la cuchillada en el pecho dolía. La lastimaba, sí, porque no pudo remediar que un ataque de celos estrangulara su corazón, más aún sabiendo, como ya sabía entonces, que no tenía derechos sobre él.
—Amour —susurró la morena, metiéndole una mano bajo la camisa y bajando peligrosamente hacia los pantalones—. Te he echado mucho de menos.
Joe las dejaba hacer, consciente de que aquél era el saludo habitual de aquellas mujeres de vida alegre a cualquier anterior cliente. (TN), sin darse cuenta, comenzó a golpear el suelo con la punta del zapato. Al percatarse de lo que hacía, se quedó quieta, pero se retorcía las manos bajo la mesa. ¡Sólo faltaría que él supiera que estaba resentida! Lo miró de reojo, prometiéndose que si comenzaba a manosear a aquellas dos furcias delante de ella, lo mataría. Pasara lo que pasase.
Pero Joe las despidió a ambas con un azote cariñoso.
—Estoy sediento, guapas —dijo, y ambas se escabulleron hacia las cocinas a toda prisa.
La figura de Briset llevando a Lidia del brazo y seguida por Amanda hizo que Kelly saltara de alegría. Se levantó y estrechó a la carabina de Virginia. Miguel los invitó a sentarse a su mesa y Amanda comenzó casi de inmediato una letanía de protestas sobre el griterío del ambiente y la desvergüenza de haberlas arrastrado hasta tan infecto lugar. Luego, olvidándose de los demás, se dedicó a (TN) y empezó a charlar con ella acerca de mil cosas.
—Es una guerra, niña —se quejaba—. ¡Una guerra! Ese condenado gabacho, que el demonio confunda, pretende volver a meterse en mi cocina.
—La cocina era su territorio antes de llegar usted —intervino Armand muy serio en la forma, pero jocoso en el fondo.
—Aún no me explico cómo no han muerto todos envenenados, señor mío —se encrespó y lamentó la mujer—. ¡Cocinar con aceite de pescado! ¡Puaj! Eso es un crimen.
Lo cierto era que todos habían agradecido que al viejo Vallard se le hubieran encargado otras tareas en el barco. Pero no se atrevieron a decírselo a él, y mucho menos a darle más ánimo a la vieja cascarrabias irlandesa.
—Hija, casi me muero cuando me enteré de lo que te hicieron. Me encerraron en la cocina, porque de otro modo…
A (TN) le latió un músculo en el cuello, pero apretó la mano de Amanda, agradeciéndoselo. La creía muy capaz de haberse enfrentado a la chusma armada con un par de sartenes.
Joe se empezó a incomodar escuchando su cháchara, así que se levantó, le hizo una seña a su contramaestre y ambos se alejaron. Las dos mozuelas del garito regresaron con una bandeja de carne humeante y grasienta y dos botellas de vino, que depositaron en la mesa y se apresuraron a unirse a los hombres y colgárseles del brazo. (TN) les lanzó una mirada biliosa y se dispuso a atender a sus amigas, olvidándose de ellos. Entonces, la irlandesa se explayó. Le contó todas y cada una de las peleas con el gordo barrigón de Vallard, que, según ella, no tenía idea de hacer un buen estofado, y el modo en que lo puso en su lugar cuando intentó recuperar «su» cocina.
(TN) y Lidia asentían sonrientes.
Armand miró de reojo a Joe y luego siguió la invisible línea de sus ojos.
—¿La dejarás ir? —preguntó, tuteándolo, como hacía a menudo cuando estaban a solas. Joe arqueó una ceja interrogante—. A la inglesa.
—No lo he pensado —mintió como un bellaco.
—La vieja cotorra dice que darán una buena recompensa por las chicas. Virginia es hija del dueño de una plantación de Jamaica que posee una gran fortuna. Y tu preciosa dama pertenece a una de las mejores familias de Inglaterra.
—¡Te digo que no lo he pensado, Armand!
Briset calló. El estallido de su capitán lo decía todo. Entonces llegaron Boullant y Ledoux y Armand le dio a Joe un discreto codazo.
Virginia vio a sus amigas y a su dama de compañía y dio un paso hacia ellas. Pierre la retuvo por la cintura y ella lo miró fijamente, poniéndole una mano en el brazo. A Armand le pareció una caricia y observó que el rubio contramaestre sonreía, se encogía de hombros y la dejaba ir. Entonces, la muchacha corrió hacia la mesa, fundiéndose en un apretado abrazo con las otras.
—¡Mujeres! —masculló entre dientes.
Pierre y Boullant los vieron y se acercaron. El primero sonreía de oreja a oreja, invitó a algunos parroquianos a desocupar una mesa y los instó a sentarse en otra con una jocosa reverencia, pidiendo de beber para ellos a continuación. Durante un buen rato, mientras los cuatro hablaban, las mujeres pudieron charlar a su vez animadamente. Pero ninguno de ellos las perdía de vista.
—¡Cerveza para mis bravos!
El vozarrón de Depardier y la llegada de una docena de hombres hicieron subir aún más los decibelios del local. El capitán se plantó con las piernas abiertas y los brazos en jarras, sonrió como un tunante, los vio y se unió a ellos. Sus hombres, entretanto, se mezclaron con los restantes parroquianos, azuzando a las chicas para que les sirvieran.
Adrien apoyó las manos en la mesa y echó una mirada hacia la que ocupaban las muchachas y Amanda. Le chispearon los ojos y a sus labios asomó una mueca lujuriosa.
—Buen bocado, joe —dijo—. Las señales desde el Missionnaire decían que teníais mujeres, pero no imaginaba que fueran tan bonitas. ¿Quién es la vieja?
—La carabina de una de ellas —respondió Boullant.
—No sacaremos mucho por ella, pero sí por las otras tres. Incluso la negra es un bocado exquisito. Estoy deseando que se lleve a cabo el reparto del botín y…
—Las mujeres no entran en el lote, Depardier —cortó su diatriba Pierre, agrio el semblante.
El buen humor del otro se esfumó. Entrecerró los ojos y escupió en el suelo.
—No sé si te entiendo, Ledoux. ¡Y tampoco sé si quiero entenderte!
—Entonces te lo explicaré: la muchacha morena es mía y la rubia pertenece a Joe.
Depardier se irguió como si lo hubieran abofeteado.
—¿Tú estás de acuerdo, Boullant?
—¿Por qué no? —Se encogió éste de hombros—. Ellas pertenecen al botín y a todos nos corresponde una parte, pero tanto Joe como Pierre renuncian a ella. Incluso están dispuestos a pagar. Por tanto, nada pierdes.
—¿Y si yo no acepto? —gritó, golpeando la mesa y haciendo que saltaran las jarras.
—Tendrás que hacerlo, Adrien, si el resto de los capitanes está de acuerdo con el trato —respondió Boullant, al parecer más calmado que los demás, sacudiéndose alguna gota de cerveza del pantalón—. Son nuestras normas.
La repentina discusión estaba llamando la atención de algunos. (TN), desde su mesa, dejó de prestar oídos a sus compañeras al percibir la postura desafiante del sujeto que porfiaba con Joe. Un sexto sentido le decía que ella tenía que ver con aquella confrontación.
—¡También puedo pedir que nos juguemos su posesión! ¡Y estoy dispuesto a hacerlo! —decidió Depardier.
Joe apretó los dientes. No quería más problemas de los que ya tenía, pero no iba a ceder. A su lado, Pierre, aparentando una serenidad que no sentía, argumentó:
—Todo podría ser. De todos modos, ¿por qué no te quedas con la vieja? Dicen que guisa muy bien.
—¿Y tú, español? ¿Te atreves a jugártela?
Joe hizo caso omiso de la pulla, controlando las ganas de saltar por encima de la mesa, agarrar a Adrien del cuello y hacer que sacara dos palmos de lengua. Pero ello habría supuesto una batalla campal entre su tripulación y la del francés de imprevisibles consecuencias.
—Estoy dispuesto a pagar una buena bolsa de oro por ella, ya lo ha dicho Fran. Más de lo que conseguiríamos en un mercado de esclavos. ¿Te parece suficiente?
—No —se apresuró a responder el otro—. La verdad es que Ledoux puede quedarse con la suya con mis bendiciones. Y seré generoso e incluso renunciaré a la mulata, pero tú no te quedarás con esa hembra, De Jonas. Me gusta. Así que, sólo veo una solución: jugárnosla a los dados. Y el que gane, cederá su parte de capitán al resto.
Joe había llegado al límite de su paciencia. Se levantó como un rayo, alargó el brazo y agarró a Depardier del cuello de su mugrienta chaqueta. Lo arrastró sobre la mesa y pegó su cara a la del francés. Con el rabillo del ojo vio a su contramaestre echar mano del sable, y a Pierre, más rápido, sacar su pistola y apuntar a la cabeza de aquel cabrón traicionero.
—Tranquilo, chico —le avisó al segundo de Depardier—. Esto es una discusión entre caballeros.
—Escucha bien, cerdo —le susurró Joe a su adversario—. Tengo ciertos privilegios por haber abordado yo ese barco. A lo único que me obligan las normas de la piratería es a pagar su precio. Y no me gustan los dados. Pero siempre podemos zanjar este asunto de otro modo.
En la taberna se había hecho el silencio. Todos, sin excepción, estaban pendientes del siguiente movimiento del francés, interesados en saber cómo acabaría una rivalidad que venía de lejos.
En apagados susurros, comenzaron a hacerse apuestas.
Depardier se libró de un manotazo de la garra que le impedía respirar, se arregló la ropa y se dio cuenta de la expectación levantada. Tenía el momento y el público, pensó. Una oportunidad de oro para acabar de una vez por todas con aquel mal nacido que había sido siempre para él como un grano en el culo. De Jonas aguardaba una respuesta. Y se la dio:
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