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Mensaje por *annie d' jonas* Dom 28 Jul 2013, 10:36 pm

nueva lectora siguela !!!
*annie d' jonas*
*annie d' jonas*


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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA - Página 2 Empty Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA

Mensaje por PEZA Lun 29 Jul 2013, 4:01 pm

CAPITULO 9

Virginia Jordan detuvo la taza a medio camino entre la mesa y su boca y sus ojos se abrieron como platos.
—¿De verdad te dijo eso?
(TN) asintió. Hacía tres días del encuentro con el español y aún le duraba el sofoco cada vez que lo recordaba. Necesitaba desahogarse con alguien, así que pidió una escolta a su tío y se acercó a Port Royal. Virginia era la única a la que podía hacer aquel tipo de confidencias.
—Como lo oyes —confirmó—. ¡Bastardo!
—¡Ay! —Su amiga no pudo reprimir una risita—. Cuando utilizas ese vocabulario es que estás muy enojada.
—Disculpa, no pretendía…
—No pasa nada. —Bebió un poco de té y suspiró, observando el taciturno semblante de (TN)—. En ocasiones, también a mí me vienen a la boca. Pero vamos, cuéntame. ¿Es tan guapo como te pareció la primera vez?
—¿Qué importa eso?
—Bueno, si es tan gallardo como decías, tal vez… —Se mordió el carrillo para no dar a entender lo que había dicho.
—¡Virginia!
Ésta ya no pudo disimular su regocijo y soltó una carcajada. (TN) no se molestó. Se entendían bien y sabía que su picante comentario no buscaba más que animarla. Virginia tenía un toque osado que siempre la reconfortaba. Así que continuó la broma.
—La verdad es que es interesante.
—¿Sólo interesante?
—Bueno… muy interesante.
Virginia volvió a reírse.
—¡Está bien, es estupendo! Arrogante, eso sí. Cualquier viuda de Port Royal daría una buena suma por él.
Rieron confabuladas, una en brazos de la otra, mientras imaginaban, como si el nombre se hubiera pronunciado, a Pamela Roberts, una encorsetada matrona viuda desde hacía tiempo, por cuya cama se rumoreaba que pasaban hombres con frecuencia.
—Deberías venir a «Promise» —comentó (TN) secándose las lágrimas—. Me siento muy sola allí. ¿Por qué no le pides permiso a tu padre?
—Hoy mismo. Me está haciendo falta un cambio de aires.
Para hacer más presión hablaron con él las dos. Una vez obtenida la autorización, recogieron unas cuantas cosas y partieron hacia la hacienda. Se prometían unos días entretenidos, montando a caballo y paseando por las propiedades, sin imaginar lo que se avecinaba. Si hubiesen imaginado, sólo imaginado, lo que iba a suceder…
El sol casi se ocultaba en el horizonte cuando llegaron a «Promise». La hora en que los braceros regresaban a sus chozas.
Joe se recostó sobre un codo al oír la orden del capataz.
Acababan de regresar de los campos y el agotamiento los había hecho desplomarse en sus jergones.
—No sé si le he entendido bien.
—No tienes nada que entender. El señor Colbert quiere que os lavéis y que os pongáis estos pantalones limpios. —Les tiró un par de prendas.
A pesar del dolor en las articulaciones, ambos hermanos se levantaron. Bajo la atenta mirada de su perro de presa, salieron al patio, se desnudaron, se lavaron en el pilón y luego se pusieron la ropa que les acababan de entregar. Ninguno de ellos habló. ¿Para qué? Se habían acostumbrado a obedecer sin hacer preguntas. A obedecer casi sin rechistar. Era eso, o recibir la caricia de las correas.
Una vez adecentados, el capataz les puso grilletes en las muñecas y los empujó hacia la casa.
Era una construcción grande, bastante simple. Demasiado cuadrada, blanca, con dos columnas que flanqueaban el paso a la puerta principal. Toda la vivienda gritaba a los cuatro vientos la escasa creatividad del arquitecto. Tenía más aspecto de fortaleza que de casa colonial.
Los hicieron entrar y, a su pesar, Joe se fijó en su interior. El enorme vestíbulo lucía un mobiliario sobrio, indiscriminadamente colocado, cuadros por doquier y adornos y complementos recargados. Le vino a la memoria su casa, con estancias acogedoras, en cada una de las cuales habría un jarrón con flores frescas, y se le agrió más el humor.
El chirriar de las cadenas con las que iban sujetos resonaba lúgubre, provocando ecos en la inmensa habitación.
Ajenas a la sorpresa que Colbert les deparaba, (TN) y Virginia conversaban animadamente mientras Edgar y su padre comentaban las incidencias de la jornada. Por desgracia, durante el primer plato había salido a colación el tema de los saqueos a puertos españoles en el Caribe. La postura de Virginia acerca de aquellas batallas y asesinatos indiscriminados, con los que no estaba de acuerdo a pesar del enfrentamiento entre Inglaterra y España, le dio una idea a Sebastian para entretener la velada. Mandó llamar a uno de sus hombres, le musitó unas instrucciones y ahora, repantigado en su silla, esperaba dando vueltas a una copa de cristal veneciano entre sus gordezuelos dedos y escuchando apenas la exposición de su hijo.
A (TN), que miraba a su tío de hito en hito, el rictus de su cara debería haberla puesto sobre aviso, pero ¿cómo iba a imaginar lo que tenía el hombre en mente?
Colbert se fijó en su empleado, que le hacía disimuladas señas desde la entrada del comedor.
—Adelante, adelante, John.
Todos volvieron la cabeza. El capataz empujó con el mango de su correa a los dos prisioneros, instándolos a entrar…
Y a (TN) se le cayó el mundo encima. Se le escapó algo parecido a un gemido, que se superpuso a la inspiración de su amiga.
Joe se quedó varado allí en medio, como un barco a merced de la tormenta vapuleado por vientos encontrados: sentía satisfacción por la presencia de la mujer que le había impactado en los campos y un desamparo hiriente por hallarse en una situación tan humillante.
—Señorita Jordan, quería mostrarle mis dos recientes adquisiciones —ronroneó Colbert, como el que enseña unos chuchos con pedigrí.
Era una burla cruel, un perverso ejercicio de mortificación. Ya era malo ser el esclavo de aquel gordo, pero que encima se jactase de su compra exhibiéndolos como un trofeo aniquiló la moral de Joe. Apretó los dientes para contener el impulso de saltar sobre la mesa y matarlo allí mismo.
Su condición de víctima sin derechos lo azuzó. Toda degradación de un ser humano tenía un límite, pero, al parecer, aquel cabrón de Colbert no lo conocía. Y su sobrina tampoco. Clavó su fiera mirada en ella, que estrujaba la servilleta entre los dedos.
Cada poro de la bronceada piel del español destilaba perlitas de odio. Intimidaba, pese a estar encadenado. Instintivamente, (TN) echó el cuerpo hacia atrás, pero le resultó imposible dejar de mirarlo. Era esbelto. Era magnífico.
A Sebastian no le pasó por alto el cruce de miradas.
—¿Qué le parecen, señorita Jordan? —preguntó a su invitada—. Buenos potros, ¿no es cierto? Mereció la pena el precio que pagué por ellos.
Virginia no podía responder. ¿Qué pretendía Colbert? ¿A qué jugaba?
Súbitamente, el hacendado rió de buena gana con su hijo haciéndole coro.
—Supongo que estará pensando que se los ve saludables —continuó, ante el mutismo de la joven—. Y lo están. Soportan bien el trabajo. Y espero que me duren mucho tiempo, porque estoy dispuesto a que maldigan mil veces su suerte antes de morir.
(TN), aterrorizada, no acababa de digerir eso último.
—Los esclavos acaban muriendo tarde o temprano —intervino Edgar, con voz pastosa por el alcohol, aunque se sirvió una copa más—. El sol, las fiebres…
Joe sólo tenía la réplica del desprecio, por eso no abrió la boca. Total, ¿qué más daba una ofensa más? Pero se prometió que pagarían todas y cada una de ellas.
—Bien, jonh —dijo Sebastian—. Puedes llevártelos. Mañana les espera un día duro limpiando de rastrojos el lado oeste. Pero… —añadió cuando ya abandonaban el comedor—, no les quites las cadenas. No les quedan tan mal… —Y se carcajeó de su propio chiste.
Nick agachó la cabeza y caminó hacia la puerta, pero Joe se volvió y replicó:
—Es una lástima —mascullaba las palabras, como si le costara mantener el tono sereno, y miraba directamente a (TN9—. Cuando me han ordenado lavarme, he creído que habíais decidido utilizarme de acuerdo a nuestra conversación, milady.
Virginia se cubrió la boca con las manos y (TN) dio un respingo sobre la silla. Los ojos de su tío y de Edgar volaron hacia ella.
—¿Qué ha querido decir?
—No… No lo… No lo sé…
—¿No lo recuerda, señora? —se burló Joe.
Nick, a su lado, rezó para que su hermano se callara la boca. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Acaso se había vuelto loco? Su osadía podía llevarlo a la pilastra de los castigos.
(TN) no respiraba. No podía creer lo que estaba sucediendo; parecía una pesadilla. La temeridad de aquel hombre los había dejado a todos mudos y expectantes. Se fijó en sus ojos. Tenían un brillo especial, mezcla de sarcasmo y cólera, que la amedrentó. ¿Qué buscaba? Si ella hablaba, podrían incluso matarlo. Reaccionó a la disimulada patada que Virginia le propinó por debajo de la mesa.
—Lo vi en los campos. —Trató de no descomponerse y alargó la mano para tomar un pastelillo, aunque no pudo disimular un leve temblor en los dedos—. Dicen que los españoles entienden de caballos. Me pareció buena idea que él entrenase ese potro que me regalaste hace un mes, tío; aún es muy fogoso.
El cejo de Colbert perdió rigidez y todo su corpachón pareció relajarse.
—No compré esta escoria para que atiendan a mis caballos, (TN). Búscate otro.
—Era sólo una idea —musitó ella.
—Otra vez será —aún acertó a decir Joe, y acompañó sus palabras con una breve reverencia.
PEZA
PEZA


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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA - Página 2 Empty Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA

Mensaje por PEZA Lun 29 Jul 2013, 4:02 pm

CAPITULO 10

Llevaban tres días trabajando en el trapiche, donde se almacenaba la caña después de cortarse y recolectarse. Comprobaron que era tanto o más agotador que el trabajo en los campos. Los haces de caña eran transportados hasta allí en carros y, una vez apilados en el molino, los rodillos verticales de la trituradora se encargaban de exprimir el jugo. Los residuos no se desaprovechaban, sino que servían para alimentar el fuego de las calderas en las que se efectuaba la destilación.
«Promise» era muy rentable. Para optimizar la producción se debían alcanzar los doscientos toneles de azúcar, pero allí se lograba mucho más. Para ello, según oyeron, era necesario un ganado de unos doscientos cincuenta negros, ochenta bueyes y unas sesenta mulas.
—¿A qué grupo perteneceremos nosotros? —ironizaba Joe.
Y Nick callaba.
Habían pasado por lo que los hacendados llamaban «el jardín», es decir, los campos. Ahora, Colbert había ordenado que trabajaran en el molino. Quedaba claro que quería ponerlos a prueba.
Los esclavos destinados al ingenio azucarero, calderas y molino no tenían otra ocupación durante la cosecha, pero era un trabajo duro, agotador y sumamente peligroso. Más de un bracero había perecido, debido al cansancio o la negligencia, entre los enormes rodillos que trituraban la caña. Sin embargo, el trabajo no se paraba por tan poca cosa: se retiraba lo que quedaba del cuerpo machacado del desgraciado, se lanzaban cubos de agua para limpiar la sangre y la labor continuaba incansable y monótona.
Joe depositó una de las gavillas en los cilindros de trituración. Iba a tomar otro haz, pero la voz de uno de los capataces lo detuvo:
—Ve a buscar más leña, hay que avivar el fuego.
Exhausto por el trabajo aniquilador y la tórrida temperatura del molino, ni respondió. Dejó las cañas y, con los hombros vencidos, se encaminó a la salida. Sabía que la orden no era un regalo, porque las brazadas de leña pesaban demasiado para un cuerpo maltrecho como el suyo, pero agradeció el alivio de frescor que le proporcionaba abandonar momentáneamente aquel maldito infierno.
Pinchazos de dolor le aguijoneaban los músculos. Se dirigió hacia la parte trasera de la nave, donde se apilaba la leña que los mismos esclavos recogían durante la madrugada o de noche, antes o después de acudir al trabajo rutinario, igual que la hierba para el consumo del ganado. Era un trabajo adicional, de modo que, llegada la medianoche, caían rendidos sobre sus jergones de paja de mandioca.
A pesar de eso, algunos cultivaban un pequeñísimo huerto que el amo les había cedido, lo que les proporcionaba verduras frescas, única forma de mejorar levemente su pobre alimentación, aun a costa de su descanso.
Ningún esclavo estaba en condiciones de enfrentarse a los despiadados capataces armados, pero Colbert parecía vivir siempre obsesionado por una posible rebelión. Por eso todos estaban constantemente vigilados, sometidos y castigados. Con ayuda de su hijo, el viejo llevaba toda la administración de la hacienda, en lugar de delegar en un administrador. Controlaban el rendimiento en los campos y, una vez por semana, sus gorilas revisaban las cabañas en busca de posibles armas.
Los llamados patter rollers, armados y a caballo, patrullaban los campos con regularidad desesperante y en Joe empezó a anidar la duda de su posible huida.
Fuera, aprovechó para lavarse y refrescarse un poco. Luego, dobló la esquina.
Y la vio.
Se quedó allí, observándola. Tuvo la sensación de que si respiraba, la dulce visión se desvanecería.
Aquella mañana estaba especialmente bonita, con un vestido de muselina blanco y una pamela del mismo color.
(TN) presintió algo y se dio la vuelta. Su cejo se frunció repentinamente y sus ojos color zafiro adquirieron un tinte de recelo. Se movió inquieta. Adelantó un paso hacia él y volvió a retroceder, como si lo pensara mejor. Echó un vistazo alrededor, como buscando a alguien, pero estaban solos. Y ella tenía prisa. Luchó entre el deseo de alejarse y la necesidad de quedarse. Ganó el aprieto en que se encontraba, así que cuadró los hombros, elevó el mentón y le hizo señas para que se acercara.
Joe no se movió y continuó mirándola.
Un tanto irritada, se dirigió hacia él con resolución.
De Jonas esperó con aparente pasividad, aunque su corazón bombeaba más aprisa ante la proximidad de la muchacha.
—¿Está usted sordo? —le preguntó.
—Ni mucho menos.
—Pues le estoy llamando.
—Lo sé. Pero recuerdo que su tío le dijo que se buscase otro… cuidador de yeguas.
(TN) aguantó la pulla.
—¡Está bien! No tengo tiempo para discutir con usted. Ayúdeme a acarrear agua hasta las chozas.
—No puedo.
Ella, que ya había echado a andar esperando que la siguiera, se volvió, un tanto asombrada.
—¿Cómo dice?
—Si no regreso en seguida con una carga de leña, van a coserme a latigazos, milady. Ni siquiera por usted me atrevería a desobedecer esa orden.
(TN) sopesó su respuesta. Sí, conocía las deleznables prácticas de los capataces, que no sólo seguían al pie de la letra las órdenes de su tío, sino que se tomaban sus propias libertades. Así que pasó por su lado, en un revuelo de faldas amplias, dirigiéndose directamente hacia el trapiche. Joe se encogió de hombros, se acercó a la leña, cargó una brazada y regresó por donde había venido. Olvidando sus penurias un instante, sonrió: le encantaba el desafío batallador de los ojos de aquella mujer, e íntimamente se alegraba de ser él quien podía provocarlo con una simple frase.
El calor sofocó a (TN) cuando entró en el molino. Pero sólo fue un segundo y después, con más resolución si cabía, fue directa al capataz. Joe entró y los encontró hablando, casi se diría que discutiendo, en voz baja. Vio asentir al carcelero de mala gana y dirigirle una mirada desdeñosa. Ella se fue y el sujeto le dijo:
—Acompaña a la señorita.
Ligeramente escamado, dejó su carga y salió.
Ella lo aguardaba con los brazos cruzados bajo un glorioso pecho que apenas asomaba por el escote del vestido. Su gesto no parecía muy complacido.
—Listo —le dijo—. Ya no le arrancarán la piel a tiras. Sígame.
—¿A su cama?
(TN) se irguió como si la hubieran abofeteado, se acercó a él, se lo quedó mirando fijamente a los ojos y después alzó la mano y le cruzó la cara. Joe sólo parpadeó, pero en su voz, muy queda, había un eco amenazador.
—No vuelva a hacerlo, señorita.
—Es usted un insolente. Pero olvidaré su grosería por esta vez. Necesito el agua.
—Pues ¡acarréela usted misma! —se rebeló él, dándole la espalda.
—¡Por todos los santos! —exclamó (TN)—. ¡Hay una mujer a punto de dar a luz y necesito esa maldita agua!
No exigía. Estaba pidiendo y Joe volvió a prestarle atención. Sin embargo, estar cerca de ella le provocaba un vacío sordo, más desgarrador que los golpes.
—Entonces, debería buscar a alguna mujer.
—¿Cree que pediría su ayuda si pudiera evitarlo? Todas las mujeres están en los campos. Hay que darse prisa. —Y pronunció las únicas palabras que podían ablandarlo—. Por favor.
Cedió. ¿Cómo no iba a hacerlo? Seguirla le iba a procurar momentos de solaz y tampoco podía ser tan malo acatar las órdenes de aquella preciosidad.
—De acuerdo. Usted guía.
(TN) no se hizo de rogar. Simplemente, se recogió el ruedo de la falda con una mano y echó a correr, tratando de sujetarse la pamela con la otra. Joe la siguió a buen paso, sin perder detalle de los tobillos bien torneados que asomaban por debajo del vestido. Cuando llegaron a las cabañas de los esclavos, ella le indicó el pozo.
—Saque agua. Necesitaré un par de cubos grandes. Póngalos al fuego y tráigalos.
Y dicho esto, entró en una de las chozas. Joe oyó un gemido y se apresuró. Podía odiar a los ingleses y tenía una ojeriza especial hacia aquella muchacha por ser quien era, pero intuyó que le necesitaban de veras. Sus músculos se tensaron al tirar de la soga para subir el cubo, vertió el agua en un caldero y lo puso al fuego, tal como ella había dicho. Luego, sacó otro cubo. Tamborileó con los dedos en los muslos esperando que el agua hirviera, un tanto incómodo, porque hasta él seguían llegando los quejidos apagados de la parturienta.
Cuando entró en la cabaña cargado con el caldero, sus pies se quedaron clavados. No se había imaginado la escena que iba a encontrarse allí. La chica se había recogido el cabello en una cola de caballo con una simple cuerda, tenía las mangas remangadas por encima de los codos y trajinaba junto a un catre en el que se encontraba una niña. Porque en aquel andrajoso camastro había una criatura y no una mujer. La chiquilla se retorcía y gemía, engarfiando sus dedos en la tosca manta.
La pulcra señorita Colbert trataba de calmarla pasándole un paño húmedo por la frente y eso lo bloqueó. Pero ella intuyó su presencia.
—Viértala ahí —le pidió—. ¿Ha puesto más a calentar?
—Sí.
—Bien. Mire por ahí, tiene que haber sábanas limpias. Blusas, o camisas… ¡Cualquier cosa!
Joe llenó la palangana y luego rebuscó. Encontró tres pares de pantalones ajados, medianamente limpios, y cuatro paños grandes. Se volvió con ellos en la mano.
(TN) vio las prendas y frunció los labios.
—No hay tiempo para otra cosa —comentó, tendiendo la mano. En ese momento, la niña lanzó un grito desgarrado, víctima de otra contracción—. Cálmate, cariño. Cálmate —le susurró (TN) con dulzura, besándola en la frente—. Todo va a salir bien. Y tendrás un precioso bebé.
Joe sintió un mazazo en el pecho. ¿Realmente estaba tratando con la sobrina de Colbert? El mimo con que cuidaba a aquella muchachita negra resquebrajaba la coraza con que protegía su corazón. Ni en mil años lo hubiera imaginado.
Otro grito. La esclava se retorcía y lloraba, agarrándose con desesperación a la muñeca de (TN).
—Duele, m’zelle —gimió—. Duele mucho…
—Lo sé, preciosa. Lo sé. Pero debes ser fuerte y ayudarme a traer a tu hijo al mundo.
La niña asintió, pero las siguientes contracciones convulsionaron su delgado cuerpo.
—¡Quiero que me lo saque! —pedía la negra, agarrándose el vientre—. ¡Sáquemelo de una vez!
Inmóvil, Joe se hacía cargo de las dificultades de la inglesa, que intentaba mantener quieta a la parturienta, pero le era imposible. Él era incapaz de reaccionar, aquello lo sobrepasaba. Sin embargo, intuía que si no hacían algo pronto, la pequeña y el bebé podrían morir. Así que soltó las prendas a los pies del jergón, tomó a )TN) de los hombros, apartándola, y ocupó su lugar. Sujetó las muñecas de la chiquilla con una mano y aplicó un brazo sobre su estómago, bloqueando sus movimientos.
(TN) se sintió aliviada con la inesperada ayuda, puso las prendas limpias bajo las piernas de la niña y tragó saliva. Dudó, repentinamente insegura; también a ella la superaba lo que se traían entre manos —nada menos que la vida de dos personas—, porque sólo tenía vagas nociones de semejantes menesteres. Había visto una vez, únicamente una vez, traer un bebé al mundo. Pero intervenir en ello era una experiencia que acercaba a los humanos a la inmortalidad renovada de cada nacimiento.
—Dios mío… —musitó.
—Yo no debería estar aquí —oyó que decía Joe.
—Necesito su ayuda.
—Escuche, señorita…
—¡No, escúcheme usted a mí! Es casi una niña, es primeriza y muy estrecha. Si no la ayudamos a tener a su hijo, morirá. ¿Lo entiende usted? —Estaba exaltada y ya no lo disimulaba—. ¡Y maldito sea su puñetero orgullo español si me abandona ahora!
Joe no dijo más, sólo ejerció más presión sobre la parturienta para facilitarle el trabajo. Volvió la cabeza cuando ella abrió las piernas. Bajo él, se retorcía un cuerpo que se desgarraba y sus gritos de dolor le perforaban los tímpanos. La voz de (TN), susurrándole a la negra, instándola a empujar, calmándola, era como un bálsamo.
—Así —decía ella—. Eso es, preciosa, empuja ahora. Empuja, cariño, ya veo la cabeza. Va a ser un bebé muy hermoso. Empuja un poco más, ya falta muy poco.
A Joe el corazón le bombeaba en los oídos. Se sentía un intruso, testigo de un acto exclusivamente de mujeres y médicos, pero el estallido de alegría de (TN) hizo que mirara lo que estaba sucediendo. Le dio un vuelco el estómago al ver la sangre. Por una fracción de segundo, sus ojos se encontraron con los de la inglesa, pero retiró la mirada de inmediato.
—No va a decirme que todo un hombre como usted está asustado, ¿verdad? —se burló ella a pesar del trance.
Luego siguió a lo suyo y se desentendió de él.
Una cabecita cubierta de una pelusa negra apareció entre los muslos de la niña, acompañada de un aullido de liberación.
Como en un sueño, Joe vio que (TN) sujetaba la cabeza del bebé y tiraba con mucho cuidado hasta que apareció un hombro y luego el otro. Los segundos se le hicieron interminables, el sudor que perlaba su frente le caía sobre los ojos…
La parturienta se relajó entonces y él vio a (TN) sosteniendo entre sus palmas un bebé de color café con leche, unido aún a su madre por un oscuro cordón umbilical. Discretamente, se hizo a un lado, fascinado, sin perder detalle. El recién nacido emitió un chillido de protesta y en el rostro de la joven se esbozó una sonrisa satisfecha. Joe observó la ternura con que se lo mostraba a la negra, tan orgullosa como una gallina clueca. Acabó el trabajo desligando definitivamente al hijo de la madre y colocó al bebé sobre su pecho.
Al levantar la vista hacia él, el brillo del deber cumplido convertía sus ojos en dos gemas preciosas.
—Lo que queda, puedo hacerlo sola —dijo—. Traiga el otro cubo, ¿quiere?
A Joe no le hizo falta más y salió fuera. Le entró el agua caliente y volvió a abandonar la choza. Soplaba un aire de tormenta que aspiró con ansia, como si hubiera estado horas sin respirar. Le bailaba la cabeza, tal vez algo mareado. Y asombrado. Y fascinado, ¡qué demonios! Echó la cabeza hacia atrás y contrajo los labios, henchido de orgullo, porque, a fin de cuentas, en algo había cooperado él a la maravilla de aquel nacimiento.
En el interior, (TN) aseó al niño y a la madre, los acomodó y recogió las ropas manchadas de sangre. Él la oyó hablar en voz queda, alabando la fuerza del varoncito.
Salió al cabo de unos minutos con un hatillo de ropa ensangrentada de la que Joe se hizo cargo para echarla al fuego.
(TN) se dejó caer en el suelo, junto al pozo. Suspiró, se masajeó el cuello, miró al español y dijo:
—Lo ha pasado mal, ¿eh?
Él, recostado en el borde del pozo, no contestó y vio en ella la hermosa aparición de otras veces. Tenía el vestido manchado de sangre y el cabello apelmazado y despeinado. En nada se parecía a la refinada señorita de costumbre. Pero era lo más hermoso que había visto jamás, se dijo.
La joven rió. Acabó por soltársele el cabello, que cayó en ondas doradas sobre sus hombros y su rostro. Se lo echó hacia atrás con un movimiento de cabeza. De pronto, reparó en su vestido.
—Estoy hecha un adefesio.
—No. Está usted encantadora.
Sus miradas se cruzaron, pero en esa ocasión Joe no desvió la suya, sino que la dejó clavada en sus labios. (TN) se incorporó, haciendo caso omiso de la mano masculina tendida hacia ella. De pronto, se sentía incómoda. Quizá porque esperaba cualquier cosa de aquel español, pero no una galantería. Notó que se sonrojaba y lo disimuló sacudiéndose la falda.
—Gracias por su ayuda.
—Ha sido horrible —murmuró, ganándose su atención.
—No diga eso. Un nacimiento es algo muy hermoso.
—Sin duda. Y doloroso.
—Eso no podemos negarlo.
—Me cuesta entonces entender la fijación de las mujeres por procrear.
—Es puro instinto. Para que usted naciera, su madre debió pasar por lo mismo. ¿O acaso cree que vino usted al mundo en una maleta?
La súbita sonrisa franca la desarmó. El rostro del español, siempre hosco, cambió de modo sorprendente. (TN) fue consciente, una vez más, de su tremendo atractivo, y por su frente cruzó una tentación irracional de hundir los dedos en su oscuro cabello. Sus ojos quedaron prendidos en los suyos, lagunas verdes que, a pesar de todo, mantenían una profundidad de fiereza contenida.
Presintió que aquel hombre podía acarrearle complicaciones.
Con una elegante inclinación de cabeza a modo de agradecimiento, se alejó de él. Se había comportado de un modo extraordinario y ella no lo olvidaría, pero algo la instaba a poner distancia entre ambos. Sin embargo, la profunda voz masculina la retuvo:
—¿No piensa compensarme la ayuda?
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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA - Página 2 Empty Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA

Mensaje por PEZA Lun 29 Jul 2013, 4:11 pm

CAPITULO 11

Desde que apareció en su vida aquella sirena de cabello dorado, Joe no había podido pensar en otra cosa. Su imagen se interponía en su fiebre de venganza. Pero en aquellos momentos, no había nada más. No veía nada, salvo unos labios jugosos, un cuerpo esbelto y atrayente y unos ojos levemente huidizos. Un pinchazo de pedantería se despertó en él, acaso porque podía asustarla. Era una compensación infantil, lo sabía, pero una compensación. Y necesitaba alguna o acabaría loco.
(TN)) había entendido perfectamente su indirecta.
Lo lógico hubiera sido dejarlo con la palabra en la boca y marcharse, pero quería seguir allí y no se movió. Una mosca atrapada en un tarro de miel no habría estado tan prisionera como ella. Y cuando él se acercó más, sólo pudo tragar el nudo que tenía en la garganta.
Las manos de Joe, callosas por el trabajo, se posaron sobre sus hombros. Luego, lentamente, la acercó hacia sí y atrapó su boca.
Él esperaba resistencia, pero no la encontró.
Saborear sus labios perfectamente cincelados fue para (TN) subir al séptimo cielo. Lo había deseado desde que lo vio en el mercado de esclavos, después en los campos y luego en la casa. Se había preguntado una y mil veces a qué sabría aquella boca y ya tenía la respuesta: a pecado. Sus reservas desaparecieron dando paso a una necesidad apremiante, lenguas de fuego recorrieron sus venas. Se pegó a él, posando una mano sobre su pecho desnudo.
Su débil respuesta enardeció al español. Su fiebre por aquella mujer se acentuó. Ella era muy hermosa y Joe llevaba ayunando demasiado tiempo.
Sin separar sus bocas, se perdieron tras las chozas, al abrigo de cierta intimidad. (TN) no pensaba, solamente se dejaba mecer por un millar de sensaciones distintas y excitantes que le recorrían la piel mientras los labios de él jugaban con los suyos. Deseaba fundirse con aquel hombre, someterse, vibrar con cada músculo de su cuerpo.
Él se arrodilló, atrayéndola hacia sí hasta acabar tumbándola en el suelo. Ella abarcó sus anchos hombros, deslizando las manos a lo largo de su espalda, caliente y sedosa. Se detuvo al tacto de las marcas de látigo. La boca masculina abandonó la suya para adueñarse de su cuello, de su clavícula, del comienzo de sus pechos…
Una hambre voraz corroía a Joe. Su miembro, duro y latente, exigía satisfacción y sus manos se movieron bruscamente, buscando los bajos del vestido. Tenía una necesidad apremiante de ella. No de una mujer cualquiera, sino de aquélla.
A (TN) se le iba la cabeza. Tuvo plena conciencia de las manos que se hundían bajo su falda y dejaban al descubierto sus piernas. ¡Oh, Señor, cómo lo deseaba! Gimió y se movió bajo Joe, estimulándose inconscientemente, alimentando más el fuego que la consumía… Se abrió para él…
La lluvia que comenzó a caer sobre ellos de forma súbita y el gorjeo inoportuno de una zarigüeya indiscreta interrumpieron tan placentero instante devolviéndola a la realidad.
La sacudió sin compasión un sentimiento de culpa, que le hizo poner las manos en el pecho de él y empujarlo con todas sus fuerzas.
—¡No!
Esa única palabra lo detuvo. Apoyándose en las palmas de las manos se irguió sobre ella y sus ojos verdes escrutaron los suyos. (TN) parecía una gacela asustada, pero no podía ocultar un sonrojo revelador, mientras sus labios magullados por sus besos aún pedían más. No. No podía negar que lo deseaba como él a ella. Pero su negación suponía una orden perentoria que un caballero como Joe nunca obviaría. No lo habían educado para forzar a una mujer y no iba a empezar entonces, porque no sólo se jugaba su vida y la de Nick, sino que se debía a unos principios que no pensaba pisotear por mucho que lo deseara.
Se incorporó y le tendió la mano, que ella aceptó levantándose.
(TN) se sacudió la falda porque no era capaz de mirarlo a la cara.
—La diversión ha terminado, milady —le oyó susurrar, rabioso.
A ella le costó hablar, pero dijo:
—Olvidemos lo que ha pasado.
—No me va a resultar fácil olvidar que la sobrina del amo me ha concedido algunos favores a cambio de una pequeña ayuda —gruñó él.
Por los ojos azules de la joven cruzó un relámpago de rebeldía.
—Vuelves a ser un grosero.
—No he dejado de serlo —zanjó él—. Y tampoco he dejado de ser un esclavo. —Empezó a alejarse, pero se frenó y se volvió—. Si alguna vez te apetece algún otro revolcón, princesa, ya sabes…
(TN) se mordió la lengua para contenerse. Con una sola palabra suya, aquel mezquino sería decapitado. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y él se fue alejando en dirección al trapiche. Después, sí. Al quedarse a solas, se lamentó de la ocasión frustrada, soltó un taco impropio de una señorita y se dispuso a buscar a una mujer que atendiera a la madre primeriza.
(TN) trató de olvidarse del español buscando distracciones. Fue de compras, adquirió libros, pasó las tardes enfrascada en la lectura y no se acercó por los campos ni al molino. Tampoco volvió a ver a la joven madre ni al bebé, pero envió a su criada y se aseguró de que tuvieran lo necesario.
Y visitó un par de veces a Virginia.
Su amiga seguía siendo su confidente y la única vía de escape a la comezón que la atormentaba. Ni le reprochó ni la aconsejó a propósito de aquel hombre, simplemente, lo aceptó, aunque discrepaba de su errático proceder, porque podría traer consecuencias funestas para ambos.
Tras un par de semanas sin saber de él, (TN) recobró el sosiego. Pero es el destino, y no nosotros, el que elige nuestro camino. Y éste volvió a ponerla en su senda.
(TN) oía entrecortadamente una discusión entre su tío y su primo. No le gustaba curiosear, pero las voces subían de tono. Se enteró de que Edgar era el padre de niño al que ella había ayudado a venir al mundo. Se quedó pegada a la puerta, escuchando la diatriba de Colbert a su hijo y se alejó asqueada cuando su primo afirmó que lo único que le preocupaba era tener que prescindir, momentáneamente, de la negra. Salió de la casa como alma que lleva el diablo. O se distanciaba de aquellos dos o acabaría cometiendo una barbaridad. Y se preguntó, una vez más, si la carta en la que solicitaba el perdón de su padre y lo ponía al tanto de la vida en «Promise» habría llegado a su destino.
Colbert, como otros terratenientes, destinaba parte de la producción de caña de azúcar a su propia destilería. Después del enfriamiento del jugo de la caña clarificado, la costra del azúcar era filtrada en barriles perforados y se escurrían las melazas. Éstas se convertían luego en ron y el producto quedaba listo para exportar. Edgar en persona controlaba los grados del alcohol y, si no alcanzaba los 50, se destilaba de nuevo.
En aquellos días, Joe fue destinado a la destilería a instancias de un capataz. Todos ellos habían recibido órdenes de Colbert de que los dos españoles debían realizar los trabajos más duros. Por eso, cuando necesitó un operario, uno de los hermanos le pareció adecuado, ya que los toneles eran pesados.
Al anochecer, una vez acabada la dura jornada, los trabajadores se alejaron hacia sus chozas y sus huertos. Todos menos Joe, a quien el capataz encomendó apilar paja para el día siguiente. Aunque agotado, no tuvo más remedio que obedecer. Y justo cuando iba a dedicarse a ello, un revoloteo de faldas amarillas entró en el almacén.
(TN) se asomaba, sin verle, a las pilas de barriles.
—¿Jenkins? —la oyó llamar—. ¡Jenkins! ¿Está usted ahí? —Avanzó resuelta con el cejo fruncido y un rictus de determinación en su boca—. ¡Maldito sea, hombre! Deje de beber como un cretino y salga, tenemos un problema.
¿Y cuándo no tenía problemas aquel diablo de muchacha? El tipo al que reclamaba no aparecía y ella comenzó a golpear el suelo con el pie, oteando en todas direcciones.
Debería haberse marchado y olvidarla. Debería haber seguido con su trabajo. Pero le fue imposible. Lo aguijoneó la idea de volver a zaherirla y ésta se impuso a la cordura.
—¡Si no sale ahora mismo, le juro que…! —amenazaba (TN).
—¿Otro parto, princesa?
Ella se volvió de un brinco. Sus ojos se agrandaron y volvió a decirse que aquel español era un hombre demasiado guapo. Mentalmente, le recriminó ir medio desnudo, pero se cuidó de decirlo. Por otra parte, era absurdo. Como en una ensoñación, revivió el ardiente interludio entre ambos y un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Has visto a Jenkins?
—Ni siquiera sé quién es. ¿Una comadrona?
Sus ojos se entrecerraron formando dos rendijas azules que amenazaban peligro. Joe no buscaba un enfrentamiento, así que avanzó hacia ella con gesto conciliador.
—¿Algún problema?
—Capricho es el que tiene problemas.
—¿Capricho?
—Mi caballo.
—Ya veo. —Sin dar más importancia al asunto, se dirigió a la salida. La bestia le importaba un carajo.
—¿Podrías ayudarme?
Su pregunta lo detuvo a medio camino. La miró por encima del hombro sin disimular su ironía.
—Tu tío dijo que te buscaras un cuidador de caballos. ¿Es quizá ese tal Jenkins, que parece haber desaparecido?
—¡Puedes meterte tus burlas en…! —estalló ella. Pero lo pensó mejor. ¡Qué demonios! Necesitaba ayuda y él era el único que tenía a mano. En realidad, siempre parecía estar cerca cuando le surgía un problema—. ¿Entiendes o no de caballos?
Las gemas verdes la devoraron con descaro. Estaba preciosa y a Joe empezaba a tensársele una parte de su cuerpo que no quería ni recordar. (TN) Colbert representaba una tentación demasiado tangible y él no estaba hecho de piedra. Se sometió al influjo de su presencia y asintió.
—De acuerdo —se oyó decir, acusándose a sí mismo de estúpido—. Veamos qué le sucede a ese animal.
Ella pasó a su lado decidida, despidiendo un aroma a menta que él aspiró como una bendición. Estuvo a punto de alargar el brazo, ceñir su cintura, estrecharla contra su pecho y volver a libar sus labios, a punto de… Apretó los puños y tragó saliva. Se obligó a seguirla a cierta distancia para controlar la tentación. Porque ya no era un caballero español heredero de título y propiedades, sino un sucio, desharrapado y sudoroso esclavo. Un jodido siervo sin derechos que no valía nada para nadie.
El potro era de una estampa maravillosa. Un camargués blanco como la nieve, de piel rosada en el hocico y ojos azul pizarra. Un ejemplar inmejorable. Flexionaba la pata derecha y sacudía la cabeza, piafando con nerviosismo.
(TN) lo acarició regalándole unos mimos que consiguieron calmarle un poco y Joe, con resignación, le examinó la pata. Tardó muy poco en detectar el problema.
—Es un animal precioso —dijo al incorporarse.
—¿Verdad que sí? —Depositó un beso en su hocico y el potro la empujó en el hombro—. ¿Qué es lo que le pasa? ¿Es grave?
—Tiene un cristal clavado.
—Bien, pues quítaselo —resolvió ella. Y acarició la cabeza del potro, volviendo a mostrarse zalamera con él—. ¿Ves, Capricho? No es nada, mi amor.
Se le formaron hoyuelos en las mejillas y Joe, aquejado de una repentina erección, utilizó al animal como parapeto. No quería verla, ni olerla, ni oírla, ni acercarse… No, eso no era del todo cierto. La odiaba por ser la sobrina de Colbert, una maldita inglesa, pero el apetito de su miembro no entendía de sutilezas territoriales.
—¿Puedes conseguirme algo con punta? —le preguntó.
—¿Como qué?
—Una navaja, por ejemplo.
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Mensaje por PEZA Lun 29 Jul 2013, 4:14 pm

CAPITULO 12

Se puso tensa. ¿Proporcionarle una arma? ¿Había perdido el juicio? El tacto de la diminuta daga, que siempre llevaba en la liga, le quemó la piel. ¡Sí, claro que la llevaba! ¿Qué mujer precavida no lo haría en un lugar como Jamaica y en los tiempos que corrían?
Capricho piafaba cada vez más inquieto y (TN) aprovechó para contemplar al español a placer mientras él lo calmaba.
—Tout est bien, mon petit. Tout est bien.
Cerró los ojos. Oír su voz de barítono suavizada por un francés gutural la embriagó. ¿Cuántos misterios tendría aún que descubrir de aquel hombre? Lo encontraba irresistible, aunque vistiera sólo aquellos dichosos pantalones y nada más. Su piel era terciopelo, morena y brillante de sudor, su cabello negro como el abismo, sus ojos como los lagos escoceses. Y trataba a Capricho con tanta delicadeza… Se preguntó si aquella mano grande, ahora áspera por las penurias, sabría ser delicada en la intimidad. De inmediato se dijo que sí. ¿Acaso no la había sentido ella así en su piel? Sí, pero sólo parcialmente.
El impulso de entregarle la navaja era muy fuerte. Pero su precaución, también. ¿Quién podía garantizarle que no la utilizaría para cortarle la garganta y escapar?
El relincho pesaroso del potro ahuyentó sus dudas.
—Date la vuelta.
Joe la miró.
—¿Perdón?
—Que te des la vuelta. Siempre llevo conmigo una pequeña daga.
—¿Dónde?
(TN) intentó controlar su sofoco y le respondió desabrida:
—¡Donde no te interesa! ¡Date la vuelta!
Así que aquella arpía inglesa llevaba una daga. ¡Qué descubrimiento! Era una verdadera caja de sorpresas. Por acicatearla un poco más, sonrió como un maldito y dijo:
—El otro día no la noté.
Deleitándose en su apuro, observó cómo sus mejillas adquirían el color del melocotón. Pero ella no se amilanó y contestó con soltura:
—El otro día no la llevaba, pero hoy sí, español —pronunció esta palabra como un insulto—. Y te aseguro que sé muy bien cómo utilizarla.
—¿De verdad? —Y ahora sí que estalló en carcajadas que no pudo ni quiso refrenar.
A ella se le estaban descontrolando los pensamientos ante aquella reacción tan humana. Era un maldito bribón sumamente atractivo al que, si no se andaba con cuidado, acabaría por apreciar demasiado. Joe tendió la mano y (TN) retrocedió.
—De acuerdo, prometo usar la daga sólo para sacarle el cristal al potro. ¿Estás satisfecha?
—No sé si creerte.
—¡Por las llagas de Cristo, mujer! No puedo estar aquí toda la noche. ¿Aún no sabes que en esta maldita hacienda hay toque de queda para los esclavos?
A ella la abochornó que se lo recordara. Tenía razón. Le hacía abandonar un trabajo que debería acabar más tarde a pesar de su cansancio, le pedía atención para su caballo y, porque lo había visto otras veces, sabía que si llegaba a su choza después del toque de queda, recibiría la caricia del látigo. Y aun así le ponía pegas. Estaba portándose como una niña tonta, así que se decidió.
—Bien. Te creo. Pero date la vuelta.
—¡Mierda! —masculló él. Pero lo hizo como el caballero que era, para satisfacción de (TN).
Un momento después, Joe tenía una daga tan diminuta en sus manos que arqueó las cejas dubitativo. ¿De verdad la tigresa de ojos azules pensaba que aquello iba a disuadir a nadie de atacarla? Suspiró y procedió a eliminar el cristal de la pezuña de Capricho, en tanto ella calmaba al animal con caricias y besos. Cuando acabó, limpió la daga en sus propios pantalones y se la entregó.
—Puedes devolverla a la liga.
—¡Oh!
—¿Sabes, princesa? —se burló Joe—, en mi país las mujeres también la ocultan ahí, sólo que llevan un verdadero puñal y no un juguete. ¿Qué pasa con las inglesas, ni siquiera sabéis defenderos?
—¡Por supuesto que sabemos! —se soliviantó ella, azuzada por su socarronería.
—¿Con eso?
—¡Con esto, sí!
Joe chascó la lengua.
—Dudo mucho que fueses capaz de cortar una naranja con esa miniatura, milady.
—¡Y el cuello de un insolente, si se presenta el caso! —se explayó (TN), irritada. Y es que, con su ironía ácida, conseguía sacarla de quicio.
¡Dios qué hermosa era cuando se enojaba!, pensaba Joe. Le gustaban poco los caracteres dóciles y, desde luego, la sobrina de Colbert no entraba en ese grupo. Sus ojos color zafiro brillaban desafiantes, su pequeño y altivo busto subía y bajaba al ritmo de su respiración acelerada, y su boca… ¡Cristo, su boca! Se fruncía tan encantadora que lo llamaba poderosamente. Se le agrió el gesto y dio un paso hacia ella.
(TN) retrocedió de inmediato. Las esmeraldas que eran los ojos del español se habían vuelto electrizantes, como los de una alimaña al acecho. Si pensó en escapar de allí, fue en vano, porque sus piernas se negaron a moverse. Joe la atrapó por un brazo, tiró de ella y la pegó a su pecho.
Los ojos de ambos se retaron en una interrogación muda, pero antes de que (TN) pudiese reaccionar, él bajó la cabeza y sus labios sellaron su boca.
La sensación de fuego líquido corriendo por sus venas arrasó con la poca cordura que le quedaba. Hipnotizada, abrió sus labios sedientos. Y la diminuta daga quedó colgando de su mano. Lo último que pensó fue en utilizarla.
Joe la abrazó con fuerza, moldeándola a su cuerpo. Parecían haber sido creados para acoplarse. Pero aquel loco deseo y la irracionalidad de sus actos apenas duró un momento y, con un esfuerzo, la separó, sujetándola por los hombros. La miró fieramente, como si estuviera pensando en devorarla. A (TN), los segundos se le hicieron una eternidad.
Luego, renegando de sí mismo, Joe le dio la espalda para no ver el anhelo en sus pupilas. Cuando se serenó, se volvió de cara a ella, le arrebató la daga de la mano y, antes de que la joven pudiese protestar, le levantó las faldas y le metió el arma entre la liga y la carne tibia, bajando a continuación la tela de un manotazo.
—Milady… si quieres permanecer a salvo, procura que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse —le advirtió.
(TN) se quedó allí, sin saber qué hacer o qué decir. Cuando pudo volver a pensar con raciocinio y se vio sola, se tapó la boca y ahogó un sollozo. Y se prometió firmemente seguir el consejo del español.
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Mensaje por *annie d' jonas* Mar 30 Jul 2013, 6:16 am

ohh dios sigueee
*annie d' jonas*
*annie d' jonas*


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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA - Página 2 Empty Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA

Mensaje por PEZA Mar 30 Jul 2013, 5:37 pm

Hola, hola.

En un momento mas les subo mas capitulos :D
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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA - Página 2 Empty Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA

Mensaje por PEZA Mar 30 Jul 2013, 5:40 pm

CAPITULO 13

Nick de Jonas parecía haber aceptado ya que los trabajos forzados y la esclavitud formaban parte de su vida.
Llevaba días en que apenas hablaba con nadie y Joe comenzó a preocuparse de veras por él. Si en el pecho de su hermano seguía anidando el ansia de libertad y el odio por los que los habían esclavizado, conseguiría que se le uniese en su fuga cuando el momento fuera propicio; sin embargo, si Nick se encerraba en la apatía, sería imposible conseguirlo. Y, desde luego, Joe no pensaba abandonarlo.
Se culpaba por no haber sido capaz de salvar a Carlota y evitarle a Nick la ignominia de aquella nueva vida. Siempre había sido una especie de guardaespaldas para él, vigilando que no se metiera en problemas o sacándolo de ellos. Pero ahora le había fallado y repetirse hasta la saciedad que nada pudo hacer contra los piratas de Morgan no apaciguaba su dolor.
Pero sin que Joe lo intuyera, Nick estaba muy lejos de dejarse doblegar. Guardaba para él, eso sí, su sed de venganza y su odio, por miedo a las represalias contra su hermano. Pero un vaso que se llena demasiado, al final rebosa, y las constantes humillaciones, los castigos, el desprecio, los abusos, el miedo escrito en la cara de cada esclavo… todo eso impulsó al joven a una respuesta desesperada.
Días atrás, los habían destinado al desbrozado y mejora de un camino algo alejado de la plantación, hacia el sur de la isla. Oían comentar a los capataces que ese camino les ahorraría mucho tiempo en el transporte de la mercancía hasta el puerto. Pero no era una tarea nada fácil. En aquella zona, no había campos ni matorrales, como en el área occidental, sino una verdadera selva tropical que se extendía a lo largo de la costa.
Las primeras jornadas resultaron demoledoras para los esclavos que, a golpe de machete, consiguieron abrir brecha espoleados por las correas de sus carceleros. De allí en adelante, el trabajo sería algo más fácil, aunque Joe estaba convencido de que, para entonces, Colbert idearía alguna otra tarea para él y su hermano para deslomarlos. Intentaba matarlos trabajando y no lo disimulaba, como tampoco su hijo Edgar lo hacía con su afición por las jóvenes esclavas negras o mulatas.
Y eso fue precisamente lo que desencadenó la tragedia para Nick.
Desde que comenzaron aquella labor vial, Edgar Colbert vigilaba en persona cada tramo ganado a la selva, disfrutando de vez en cuando zahiriendo a alguna de las chiquillas encargadas del reparto del agua y la comida de los trabajadores.
Una de estas muchachas, una preciosidad de piel oscura que atendía por el nombre de Phoebe, nacida en esclavitud y adquirida por Colbert meses atrás, tenía apenas trece años. Constantemente trataba de pasar inadvertida para el amo, pero sus ojos de halcón libidinoso no se apartaban de sus incipientes formas de mujer. A pesar de su corta edad, ya era espigada y esbelta y un estímulo para el inglés, cerdo lujurioso. Edgar la llamaba, le pedía agua y la manoseaba con descaro. La niña, abochornada por tales toqueteos, le servía con rapidez y se alejaba presurosa.
Al caer la tarde de aquel día, Edgar había bebido más de lo que acostumbraba. Lo había estado haciendo desde el amanecer, angustiado por una deuda de juego contraída días antes en un burdel de Port Royal. Los propios capataces hablaban de una cantidad tan elevada que el viejo Colbert despellejaría a su hijo si tenía que pagarla.
Y Phoebe se convirtió aquella aciaga tarde en el centro de atención del joven.
Recostado en una roca junto al acantilado, Edgar perdió interés por el trabajo de los esclavos y la llamó. La chica acudió con prontitud y le escanció agua en un vaso de peltre.
—Deja el cántaro.
—Amo —respondió ella bajando los ojos—, aún debo dar de beber a los que están talando.
—Te he dicho que dejes el cántaro.
Temerosa, hizo lo que le ordenaba sin atreverse a alzar la mirada hacia él.
—Quítate la blusa.
Los ojos almendrados y negros de Phoebe se abrieron de miedo. Sabía por otras muchachas cómo las gastaba el amo Edgar cuando se encaprichaba de una de ellas. Decían que en el acto sexual era una bestia, sobre todo cuando se emborrachaba. Phoebe era virgen y no pudo disimular su repulsión. Precisamente esas actitudes enfebrecían al inglés.
—Amo Edgar, por favor…
Éste se incorporó despacio y su estatura la amedrentó. La chiquilla retrocedió un paso. Pero él se mostraba despiadado, con un desdén que le torcía la boca. Súbitamente, alzó la mano y cruzó la cara de la niña. La fuerza del golpe la tiró de espaldas al tiempo que lanzaba un grito de dolor.
—¡Sucia perra negra! ¡Haz lo que te digo ahora mismo!
Los esclavos más cercanos a la escena observaron unos segundos y luego, desentendiéndose, continuaron a lo suyo. ¿Qué podían hacer para evitarlo, so pena de convertirse ellos en víctimas? Si el amo se había encaprichado con la chica, la iba a tener de todas formas. Cualquier intervención suya sólo les acarrearía castigos o acaso la muerte.
No pensaba Nick lo mismo. Lejos de Joe, hacía palanca con otros dos hombres moviendo un gigantesco tronco de palmera recién talada. La vejación de la chica lo atravesó como una mala fiebre y su mano aferró la vara que le servía de palanca.
—¿Por qué no la deja en paz?
Hasta los capataces dejaron de respirar unos segundos.
Edgar perdió interés en la muchacha y sus ojos furibundos se fijaron en el español.
—¿Acaso quieres ocupar tú su lugar? —lo retó.
El silencio se cortaba en un ambiente cuyo estallido todos preveían.
Nick había soportado ya demasiado y en su espíritu atribulado prendió la mecha que enciende la pólvora. Con el ímpetu de tanta humillación acumulada se abalanzó hacia Colbert, el brazo armado en alto.
Viendo éste la amenaza que se le venía encima, se ladeó, burlando el golpe por milímetros, y cayó al suelo. La velocidad de la acometida llevó a Nick al borde del pequeño precipicio, debajo del cual rompían las olas. Desde el suelo, Edgar desenfundó la pistola que siempre llevaba consigo y disparó.
La detonación se propagó como un toque de atención en el que repararon todos.
Joe se irguió y miró hacia allí. Y se le congeló la sangre en las venas: su hermano soltaba la vara y se llevaba las manos al vientre.
—¡¡Nick!!
Éste oyó su grito angustioso, volvió la cabeza y miró hacia él esbozando una sonrisa templada, como si acabara de encontrar una paz que embellecía su tostado rostro. Después, mientras Joe corría hacia allá, los ojos se le velaron, su cuerpo tuvo una sacudida y cayó hacia atrás, precipitándose en el vacío.
Para cuando Joe llegó hasta allí, su cuerpo había desaparecido y únicamente pudo ver la espuma de las olas estrellándose en las rocas.
Si la muerte de Carlota lo abrumó de ira, el cruel asesinato de Nick lo convirtió en una fiera cuyas garras, volando tan rápido como sus piernas, cayeron sobre Colbert y se ciñeron al cuello del inglés. No oyó nada, salvo el bombeo de la sangre en las sienes y una voz interior que le decía: «¡Mátalo, mátalo, mátalo…!».
Ni los golpes de las culatas de los rifles conseguían arrancarle de la garganta de Edgar, que empezaba a amoratarse, braceando para librarse de la brutal presión que lo asfixiaba.
Pero acabaron reduciéndolo a base de golpes. El dolor físico no existía para Joe; sólo aquel otro, rabioso y terrible, que le partía el alma.
—¡Atadlo! —rugió Edgar cuando pudo recuperar el resuello, masajeándose la garganta—. ¡Atad a esa bestia!
Lo levantaron, le forzaron los brazos hacia atrás y le ataron las muñecas. Joe se debatió como un demente, lanzando patadas y escupiendo obscenidades, pero entre tanto, Edgar, envalentonado ahora, le hundió un puño en el estómago y Joe boqueó, cayendo de rodillas. Sintió que le pateaban las costillas, que se le nublaba la vista, derrotado por la lluvia de golpes que hacían mella en su cansado cuerpo. Antes de perder definitivamente el conocimiento, oyó:
—¡Hijo de puta español! ¡Lo vas a pagar muy caro!
Se ordenó a los esclavos que dejaran el trabajo y montaran en los carros para regresar a la hacienda. Todos sabían lo que vendría después, pero obedecieron, lamentando la suerte que correría el español. Porque estaban seguros de que Edgar Colbert colgaría a aquel muchacho de una soga.
No era ésa, sin embargo, la intención del joven amo. Ahorcar a aquel demonio de ojos esmeralda no era suficiente. ¡Ni mucho menos! Necesitaba resarcirse con creces, hacerlo aullar, pedir clemencia… Después, sí. Después lo ahorcaría, con o sin el consentimiento de su padre.
A (TN), preparada para su cotidiana cabalgada, le extrañó que el grupo de esclavos regresara antes de tiempo. No era habitual y retrasó un poco su paseo.
El carromato en el que se hacinaban los hombres se paró en la plazuela. Los vio bajar y, tirando de las riendas de Capricho, se acercó. Dos de ellos descargaron a un tercero, que llegaba en pésimas condiciones, y que cayó de rodillas y luego de bruces cuando lo soltaron. Ahogó un gemido al reconocer al español y casi se le paró el corazón.
Él apenas podía mantenerse consciente y (TN) se dio cuenta de que había sido salvajemente golpeado. Ni su tío ni Edgar destacaban por su compasión hacia los esclavos, pero procuraban no estropear demasiado lo que ellos llamaban el género. A fin de cuentas, eran dinero. Por alguna razón, sin embargo, se habían ensañado con Joe. Con el corazón en un puño, se adelantó hacia uno de los capataces, en tanto su primo guiaba su montura hacia la casa grande. Embrutecido y obtuso, las venillas de sus mejillas destacaban más que nunca y ni siquiera reparó en ella.
—¿Qué ha sucedido?
El tipo al que se había dirigido se quitó el sombrero y la saludó con un movimiento de cabeza.
—Ha tratado de matar al señor Colbert.
A (TN) casi se le salieron los ojos de las órbitas. ¿Se habría vuelto loco? Por un momento la atenazó el pánico, porque conocía muy bien a su primo y aquello podía acabar en tragedia.
Sin atreverse a acercarse al herido, trató de evaluar su estado. Y se encontró con un par de ojos que destilaban odio. En el rictus de sus labios se dibujaba un desprecio infinito. La joven elucubró cómo evitar lo que se avecinaba. Desmontó y entregó las riendas de Capricho a uno de los negros indicándole que lo devolviera a las caballerizas.
El español, terco como era, intentó ponerse en pie aun con el semblante transido de dolor. Ella dio un paso hacia él, pero el capataz se interpuso.
—Yo que usted no interferiría, señorita (TN). Su primo está muy alterado y es capaz de cualquier cosa —le advirtió.
A ella, en ese momento, le importaba un ardite la locura de Edgar. Sentía una daga en el pecho al mirar a Joe demudado y maltrecho: le sangraban los labios, un hematoma en el pómulo derecho le cerraba parcialmente el ojo y boqueaba al respirar, probablemente por lesiones internas. Experimentó una irritación mezclada con un sentimiento de repulsa por la depravación de sus familiares y de lástima por el prisionero.
—¡Apártate! —le dijo (TN) al capataz con voz sibilante y autoritaria.
El sujeto dudaba. Desde que la chica llegó a «Promise» había interferido repetidas veces en su trabajo, intercediendo por la escoria que trabajaba en los campos. Pero era la sobrina del amo y una orden suya había que obedecerla. Así que, prudentemente, se hizo a un lado. Pero ella no pudo avanzar. El alarido que oyó a sus espaldas la dejó clavada en el suelo.
—¡Atadlo al poste!
Se volvió. Su primo avanzaba resuelto hacia ella con un largo látigo de cuero en la mano. Tragó saliva y trató de interponerse, adivinando sus intenciones, mientras les llegaban los quejidos de Joe, que era puesto en pie y arrastrado hacia la pilastra. Edgar se la quitó de encima de un empellón que casi la hizo caer. Estaba loco de ira, encendido por la sed de revancha, y (TN) temió por la vida del español.
—¿Qué vas a hacer?
Su primo pareció, ahora sí, que reparaba en ella. Torció el gesto, la miró fijamente y sus dedos se ajustaron más al mango del látigo. No podía disimular su furia, las aletas de la nariz se le abrían como si buscara aire, como si le costara trabajo respirar.
—Quédate al margen, (TN) —ordenó.
Los capataces ataban ya a Joe. Los ojos de ella iban del sádico rostro de Edgar al prisionero. El corazón se le había desbocado y el miedo a que pagara con ella su ferocidad quedó relegado por el relámpago de rebelión que la atravesó. Se fijó en Joe. Ahora, en una postura humillante, atado de pies y manos a la pilastra, parecía más indefenso que nunca. Y más arrogante también. Lo vio apretar los puños y tensar el cuerpo mientras su mirada enfebrecida se clavaba en Edgar. Un impulso imperioso de correr hacia él la sacudió.
Su primo subió de un salto a la plataforma donde se encontraba el prisionero. Literalmente, temblaba de cólera apenas contenida. Sin previo aviso, lanzó el primer golpe y el cuerpo de Joe se convulsionó al contacto del cuero que laceró su espalda.
(TN) se mordió los labios hasta hacérselos sangrar. Un apagado murmullo se extendió entre los esclavos que observaban, atemorizados, la barbarie del amo. A ella se le escapó un gemido de angustia y se lanzó hacia su primo, deteniendo el segundo azote.
—¡Por Dios, Edgar…! —le suplicó—. No cometas…
El empujón la obligó a retroceder y cayó de rodillas. De inmediato, dos esclavos la ayudaron a incorporarse, pero el ladrido de su primo la dejó paralizada.
—¡Voy a destrozar a este cabrón! Cuando acabe con él, no servirá ni para las alimañas. Y te lo advierto, (TN)…, apártate de mi camino!
Ella sufrió otro estremecimiento cuando el látigo restalló de nuevo. En la espalda del español se dibujó otra marca roja y el impacto hizo resbalar su cuerpo contra la madera a la que estaba atado.
(TN) no lo pensó más. En su mente sólo anidaba un objetivo: parar aquella locura. Se lanzó hacia el capataz más próximo, le arrebató la pistola y la empuñó con las dos manos. Absorto en el castigo, el hombre no tuvo capacidad de reacción y, aunque hizo un intento de arrebatársela, ella lo encañonó con decisión, todo su cuerpo tenso.
—¡Quieto o te mato! —le gritó.
Prudentemente, el sujeto retrocedió, intercambiando una mirada exculpatoria con Edgar, que había vuelto a centrar su atención en (TN).
Con el corazón en la garganta, ésta se enfrentó a su primo y la pistola osciló en sus dedos. La sujetó con más fuerza, temiendo que se le resbalara, y se dirigió a aquel pariente al que detestaba con toda su alma.
—¡Apártate de él!
El estupor recorrió el semblante de Colbert. ¿Aquella puta se atrevía a desafiar su autoridad delante de los esclavos? ¿Realmente lo estaba haciendo?
—No sabes en el terreno pantanoso en el que te estás metiendo, (TN) —escupió, sin soltar el látigo.
—¡Y tú no sabes que te estás arriesgando a que te descerraje un tiro en la cabeza! —respondió ella, tratando de mostrarse firme, aunque estaba aterrorizada—. ¡Apártate de él, Edgar, o no respondo!
El breve diálogo dio pie a que el capataz se lanzase sobre ella y recuperase el arma tras un corto forcejeo. (TN) lo insultó con la palabra más fea que conocía, pero se encontraba desarmada; su primo le dedicó una mueca divertida que la mortificó sin piedad.
Desentendiéndose de ella, Edgar se aplicó al cuero con más saña. Poco le importó que (TN) fuera testigo del castigo. Mejor, se dijo, porque si la zorra le tenía algún aprecio al español, como parecía demostrar, cuando acabara con él vería que no quedaba más que una piltrafa a la que colgar de un árbol.
La joven emprendió una loca y desesperada carrera hacia la casa grande, ahogada en llanto y culpa. La asqueaba que por sus venas corriese la misma sangre que la de aquel sanguinario. Y rezó con toda su fe para evitarle al español una muerte segura.
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Mensaje por PEZA Mar 30 Jul 2013, 5:42 pm

CAPITULO 14

El castigo debía ser ejemplar y él lo estaba aplicando con una fiereza desusada.
Cada vez que el cuero mortificaba la carne del español, la sonrisa de Edgar se ensanchaba. Iba a demostrarles a todos quién mandaba en «Promise». Últimamente, los capataces habían comenzado a cuestionar algunas de sus órdenes debido a los enfrentamientos con su padre por las deudas de juego. Necesitaba resarcirse y volver a tener repleta su bolsa, como hacía tiempo, cuando cierta información le llenó los bolsillos, y no depender siempre de la limosna de su progenitor. Edgar era su heredero y algún día aquellas tierras le pertenecerían. Y, con ellas, cada esclavo. Sí, algún día no muy lejano, se dijo, mientras seguía haciendo uso del látigo. El viejo siempre lo había relegado. Su hermano fallecido había sido su preferido desde la cuna. Pero había muerto y él ya se había cansado de ser el perro apaleado del poderoso Sebastian Colbert. Cuanto antes desapareciera el viejo tirano, mucho mejor. Luego, él haría de su capa un sayo. Y la venganza que se estaba cobrando en el cuerpo del español no era sino parte de la que ansiaba contra su propio padre.
Joe soportó el castigo con estoicismo suicida. Después del décimo latigazo, el dolor comenzó a hacerse insoportable, pero aunque los golpes no cesaban, él sólo era consciente de una cosa: Nick estaba muerto. Y él se culpaba por seguir vivo.
Para evadirse del sufrimiento, trató de no pensar en ello. Con monótona sangre fría, contó cada azote. Once, doce, trece… Colbert no se cansaba. Después dejó de contar, porque la mente se le nublaba y su cuerpo, zarandeado con cada golpe, se debilitaba por momentos.
¿Veinte? ¿Veinticinco? Tampoco le importaba demasiado. Si Colbert continuaba un poco más ya nada tendría importancia, porque iría a reunirse con Nick, allá donde estuviera.
¿Veintiséis? ¿Veintisiete? ¿Tal vez treinta?…
Súbitamente, cesó aquel infierno que había convertido su espalda en una masa sanguinolenta. Joe deseó que Colbert acabara y lo ahorcara de una puñetera vez.
Edgar, sudoroso y congestionado por el esfuerzo, recobraba el resuello. Ahogado por su furor, cayó en la cuenta de que, durante todo el castigo, el prisionero no había dejado escapar ni una protesta.
—Yo te haré suplicar, cabrón —jadeó—. Yo te haré suplicar.
No quedaría satisfecho hasta oírlo gritar. ¿De qué pasta estaba hecho el muy bastardo para soportar la tunda sin una queja? Otro hombre, en su lugar, estaría bramando o se habría desmayado ya. Continuar con el castigo suponía para él un asunto de orgullo personal. Después, lo mataría.
Recuperado el aliento, descargó un nuevo golpe.
Joe, desprevenido, dejó escapar el aire y sus rodillas se doblaron. Seguía en el infierno, se dijo, pero se enderezó con esfuerzo, preparándose para soportar lo que viniera. No iba a darle a Colbert el gusto de pedir clemencia.
Sin embargo, nunca llegó el siguiente latigazo y, entre la bruma del tormento, acertó a oír una orden rabiosa de Sebastian:
—¡Detente ahora mismo, Edgar!
El dueño de «Promise» llegaba a la carrera, congestionado, seguido de cerca por (TN). A ella se le escapó un grito, que ahogó cubriéndose la boca, y Sebastian arrancó el cuero de la mano de su hijo.
—¡Es mío, padre! —se le enfrentó al joven—. ¡Ha intentado matarme y es mío!
—En esta hacienda, muchacho, nada es tuyo —respondió el padre, autoritario—. ¡Y ese esclavo, tampoco! Me costó unas buenas libras y no voy a consentir que perezca por tu capricho.
—¡No puedes impedírmelo, maldita sea! ¡Te digo que ha intentado matarme!
—Hasta ahora no he tenido quejas de él. ¿Me crees idiota, muchacho? ¿Por qué iba a arriesgar el cuello atacándote?
El joven Colbert tuvo un momento de turbación, y acabó admitiendo:
—Porque he matado a su hermano.
Todo el mundo sabía que el único interés de Sebastian Colbert al comprar a los dos españoles era vengarse en ellos de la muerte de su hijo mayor y que su intención era aniquilarlos poco a poco. Edgar acababa de truncar parte de su resarcimiento matando a uno de ellos y encima pretendía acabar con el otro.
Sebastian se acercó a su hijo, lo miró un instante y después le descargó un golpe con el mango del látigo en pleno rostro. Edgar retrocedió, lívido por la humillación sufrida frente a todos. Se pasó la mano por la cara y la retiró manchada de sangre. La herida abierta en su mejilla le escocía, pero no era nada comparada con su vejación.
—¡Eres un inútil que no has aprendido nada! —La voz de Colbert rezumaba cólera—. Desde que naciste no me has causado más que problemas, ¡condenado seas! Deberías haber muerto tú en lugar de tu hermano.
—Padre…
—¡Calla y escúchame bien! —lo interrumpió éste—. Ese esclavo es mío, como lo era su hermano. Todo, absolutamente todo en esta propiedad me pertenece, y juro ante Dios que si él muere —señaló a Joe con un dedo tembloroso—, te sacaré su precio de las costillas. ¡Bajadlo de ahí de una puta vez! —ordenó a los capataces, que se apresuraban ya a ayudar a (TN), la cual, ajena a la reprimenda, intentaba soltar al prisionero conteniendo el llanto.
Después, Sebastian dirigió una última mirada furibunda a su hijo, arrojó el cuero, que serpenteó en el suelo, y regresó a la casa con el andar bamboleante que lo caracterizaba.
Edgar se tragó su propia bilis envenenada. Con los ojos fijos en la espalda de su padre, deseó fervientemente verlo muerto. Tenía que acabar con él cuanto antes. Eliminarlo. El muy hijo de perra se creía dueño del mundo, pero Edgar le demostraría que no lo era. Cualquier día, mientras cabalgaba, sufriría un desafortunado accidente, él se encargaría de ello.
Se pasó la manga por la herida de la mejilla y, acercándose a (TN), la sujetó por el brazo con mano de hierro para zarandearla sin miramientos.
—No vuelvas a interponerte en mi camino, prima —la amenazó en tono muy bajo—. No vuelvas a hacerlo jamás.
—Más vale que tú te alejes del mío, querido primo, porque te juro que no me importará nada meterte una bala en las tripas si llega el caso —le respondió altanera, sin miedo, echando fuego por los ojos—. ¡Me das asco!
Edgar no esperaba una respuesta tan contundente. Aquella bruja se le estaba enfrentando como una igual y eso lo desconcertó. ¿Sería capaz de…? Sí, lo sería, se dijo, mirando sus fieros ojos azules que le manifestaban todo su desprecio. Le plantaba cara sin un ápice de cobardía, delante de sus hombres, que, confusos por el encontronazo, evitaban cruzar la mirada con él.
Externamente, (TN) estaba dispuesta a todo, pero temblaba por dentro, y rezó para que Edgar no oliera su miedo. Contuvo la respiración y esperó firme hasta que él dio media vuelta y se alejó. Casi se le doblaron las rodillas cuando todo hubo terminado. Nunca había visto la cara de la muerte tan de cerca y ahora estaba segura de que su primo no olvidaría la ofensa. Pero se despreocupó de él inmediatamente y se centró en Joe.
Se adelantó en su ayuda, pero uno de los negros la interceptó y negó con la cabeza. Una esclava solícita se le acercó y dijo:
—No se preocupe, m’zelle, nosotros cuidaremos de él.
—Si necesitáis algo… Cualquier cosa… —La ahogaban las ganas de echarse a llorar viendo cómo cargaban aquel cuerpo torturado e inconsciente.
—Nosotros le cuidaremos, señorita —repitió la negra.
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Mensaje por PEZA Mar 30 Jul 2013, 5:44 pm

CAPITULO 15

Costa de La Martinica. 1669

En el camarote principal de la fragata Missionnaire, que surcaba los mares bajo bandera francesa, François Boullant y los capitanes que gobernaban el resto de la pequeña flotilla de cuatro naves se reunían en conferencia. Fuera de aquel recinto, nadie debía saber de qué conversaban, razón por la cual la tripulación gozaba de permiso en tierra y sólo hombres de máxima confianza montaban guardia en el exterior.
François Boullant era un capitán joven, pero no por ello inexperto. Y los demás lo escuchaban con atención. Tenía treinta años, que no aparentaba, con su cabello rubio, largo y algo descuidado, y unos ojos verde claro. Su apariencia podría haber supuesto, en primera instancia, un hándicap para dirigir un grupo, pero él se ganó un cierto prestigio a base de decisiones acertadas en momentos complicados.
Se recostó en el asiento y miró, uno a uno, los rostros severos de los que le acompañaban. Hombres con los que había luchado en muchas ocasiones, algunos de los cuales se habían jugado la vida por él. Por más de uno de ellos daría su brazo derecho.
Observándolos, pensó que eran un buen equipo, dotado del arrojo necesario para planear y acometer los abordajes que les estaban reportando tan buenos beneficios.
Porque ellos se dedicaban a la piratería.
Lisa y llanamente, sin ocultar lo que hacían ni escudarse en un documento sellado por Corona alguna. A ellos no les hacía falta estar respaldados por ninguna potencia, porque eran su propia potencia. Trabajar al servicio de cualquier Corona, ya fuera inglesa, francesa, española, portuguesa u holandesa, sólo significaría compartir sus ganancias. Tenían su propia ley y su propia identidad y ahí se acababa todo. Desde hacía ocho años, cuando François apenas sabía limpiarse la nariz, pero en cambio dominaba el sable como un experto, había hecho de la piratería su modo de vida.
Le hacía gracia que alguien comentara que solamente era un pringoso pirata. Nunca disimuló su condición adjudicándose el nombre de bucanero o corsario, y nunca lo haría. Ni tampoco los hombres que en esos momentos escuchaban sus palabras. Eso sí, enarbolaban bandera francesa, porque la mayoría de los tripulantes eran de ese país. Pero se trataba de una mera cuestión de tradición y no implicaba acuerdo alguno con el gobierno.
Se le agrió el gesto al recordar su tierra natal. No le debía nada. Había salido de Francia hacía años y aprendió de las gentes de mar las artes del pillaje. Y había sido un buen alumno.
—¿Estamos de acuerdo entonces con la fecha, caballeros? —preguntó, permitiendo que su auditorio evaluase su decisión.
Tres de los sujetos se removieron inquietos. El cuarto ni pestañeó.
Depardier, un tipo robusto de cara avinagrada solía ser el que respondía en nombre de los reunidos. En esa ocasión, también lo hizo. Sin dudarlo, dijo:
—Comme vous voudrez.
Boullant asintió y se levantó, dando por finalizado el encuentro. Vio que los demás se apresuraban a bajar a tierra para reunirse con sus tripulaciones, y lo comprendió. Después de cuatro largos meses de duro trabajo, merecían un descanso. Habían conseguido apresar algunas buenas piezas y ya era hora de gastar parte de sus abultadas bolsas, ganadas con esfuerzo y sangre.
El capitán del Missionnaire esperó a que desaparecieran y se volvió hacia el único hombre que lo acompañaba día y noche: Pierre Ledoux, un año menor que él, de cabellos tan rubios y largos como los suyos y de una complexión similar. Hubiesen podido pasar, incluso, por hermanos, de no ser porque los ojos de Ledoux eran de un azul eléctrico.
—Bien, ¿qué piensas? —le preguntó François.
El otro se encogió de hombros.
—Que es muy peligroso.
—No me refiero al riesgo, Pierre.
—Eso suponía —sonrió su camarada, tomando asiento y descansando las botas sobre la mesa donde aún había esparcidos mapas, documentos varios y un sextante. Antes de responder, se sirvió un vaso de fuerte ron y se lo bebió de un trago. Suspiró y entrecerró los ojos al contemplar a su amigo y capitán—. El jodido Depardier no parecía muy conforme, aunque ha terminado por aceptar tu propuesta.
François gruñó algo ininteligible entre dientes.
—No acaba de gustarme.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—Tener una oveja negra entre nuestros hombres. Hace tiempo que observo a Depardier y me parece que está buscando independizarse.
—Podríamos encontrar a tantos capitanes dispuestos a unirse a nuestra flota como peces hay en el mar.
—Lo sé. Pero no es el hecho de perder una nave lo que me preocupa, sino que Depardier pueda convertirse en un rival. Dos flotas en la misma zona no tienen cabida, y lo sabes.
Pierre hizo un gesto vago. Entendía la preocupación de su capitán, a qué se refería. Si Depardier decidía abandonar la flota pirata y batallar en los mismos mares, surgirían desavenencias y enfrentamientos. Todos y cada uno de los capitanes de la escuadrilla faenaban por su cuenta, pero se unían al Missionnaire si el botín así lo requería, y siempre bajo las órdenes de Boullant; mientras, mantenían su independencia. Pero creía a Adrien Depardier muy capaz de armar su propia flota y le sabía egoísta, aunque nunca hasta entonces hubiesen tenido ninguna desavenencia. Calló un momento, sonrió como un bellaco y dijo:
—Mátalo entonces. Pásalo por la quilla.
—¡No digas tonterías!
—¿Por qué van a ser tonterías? Cuando hay un problema, lo mejor es eliminarlo.
—De momento, nos hace falta tenerlo a nuestro lado.
—Mátalo —repitió Pierre, retirando los pies de la mesa y echándose hacia adelante para descansar los codos en las rodillas—. Yo puedo encargarme de él. No me sería muy difícil meterle un puñal entre las costillas mientras se encuentra cabalgando a alguna furcia.
Boullant bizqueó y frunció los labios en una mueca divertida.
—Serías capaz de asesinarlo en plena faena.
—Puedes jurarlo —sonrió su amigo, y en sus mejillas se formaron aquellos hoyuelos que volvían locas a las mujeres.
Fran paseó por el camarote con las manos entrelazadas a la espalda. Atisbó por el ojo de buey. El puerto estaba animado y las luces de los prostíbulos empezaban ya a encenderse.
—Déjame que lo piense, mon ami. Tal vez uno de estos días lo haga yo mismo. Y ahora, dime, ¿qué piensas tú sobre el asunto de Port Royal?
Pierre se sirvió un segundo trago. Y estudió a su capitán antes de responder.
—Es un puerto sólido.
—Y bien defendido.
—Y con muchos ingleses —bromeó el otro.
El cejo de Fran volvió a fruncirse.
—Sí, con muchos ingleses —murmuró—. Y ni tú ni yo les tenemos demasiado aprecio.
Su interlocutor echó una rápida mirada a la botella, pero la olvidó. Buscó en el mapa que habían estudiado y lo golpeó con el índice.
—¿Estás seguro de que quieres atacar por aquí?
—Es el punto más adecuado, ¿no crees? Los otros también parecían estar de acuerdo.
Pierre se centró de nuevo en el mapa y negó con la cabeza.
—¿Por el suroeste? —insistió.
—Jamaica es una isla muy montañosa, ya estuvimos allí hace tiempo. Fondearemos en una cala pequeña, nos internaremos a través de las montañas y caeremos sobre ellos. Mientras, nuestras naves rodearán la isla y nos esperarán frente a Port Royal. Nadie se enterará de nuestra presencia hasta que sea demasiado tarde.
—No. No me convence, Fran. Yo voto por atacar Port Royal directamente. De noche. Cuando nadie espere que nuestros cañones puedan perturbar la tranquilidad de su bendito puerto. Los tomaremos por sorpresa. Y el botín será sustancioso. Mucho más, después de que Morgan haya gastado allí las onzas de oro españolas que robó en Maracaibo.
Boullant sonrió ante su decisión. Pierre le había gustado desde el primer momento porque nunca se andaba por las ramas. Si había que atacar, lo hacía de frente. Si tenía que batirse con alguien, cuanto antes mejor. Si debía conquistar a una mujer, se empleaba a fondo. En él no cabía la vacilación y para François representaba una ayuda inestimable. Sí había tomado una estupenda decisión al salvarle la vida cuando lo encontró medio muerto en la playa de una isla coralina y solitaria, con una herida de bala en el costado. Su gesto le valió el respeto del joven de por vida, que lo quería como a un hermano mayor.
Se sirvió ron y le ofreció un tercer trago a su camarada, que alzó su vaso y aceptó:
—Consultaremos el cambio de planes con los demás.
—Cuanto antes, mejor.
—¡Por el ataque a Port Royal!
—¡Y por la muerte de unos cuantos ingleses! —brindó Pierre.
—¡Amén! À la votre santé, mon ami.
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Mensaje por PEZA Mar 30 Jul 2013, 5:47 pm

PUES BUENO AQUI LES DEJO 3 CAPITULOS MAS.

SE PONE MAS BUENO EN ESTOS CAPITULOS ;)
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Mensaje por PEZA Mar 30 Jul 2013, 5:58 pm

QUIZA ME ESTE ADELANTANDO MUCHO, PERO DESPUES DE ESTA NOVE, SEGUIRE HABLANDO DE PIRATAS. OTRA NOVELA DE NIEVES HIDALGO, DONDE LA MUJER ES QUIEN LLEVA EL MANDO, DE UNA TRIPULACION DE CORSARIOS.
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Mensaje por PEZA Miér 31 Jul 2013, 8:08 pm

CAPITULO 16

Port Royal. Jamaica

La muchachita negra continuó moviendo con monótono impulso el enorme abanico de plumas que colgaba del techo y con el que trataba de proporcionar algo de aire fresco a los hombres acomodados en el porche.
Sebastian Colbert sudaba. Su camisa y su traje, inmaculados por la mañana, presentaban ahora cercos en el cuello, las axilas y la pechera. Hasta el sombrero, olvidado sobre una silla, mostraba su contorno oscurecido.
Para un hombre obeso como él, el tiempo estaba resultando realmente infernal. Y se había agravado con la lluvia caída durante la noche, que, lejos de refrescar el ambiente, originó una densa nube de vapor caliente que envolvió la isla de norte a sur y que en eso momentos los mortificaba. Muchos temían que eso pudiera ser la avanzadilla de un huracán, porque si bien Jamaica no sufría esos fenómenos con la frecuencia de otras islas, tampoco estaba libre de ellos.
Colbert miraba a la esclava y maldecía por lo bajo a una raza que se adaptaba a la incomodidad del pegajoso clima.
—Estos jodidos negros vivirían en el infierno y aún tendrían frío. No me explico cómo soportan semejante calor.
El comentario captó la atención de su anfitrión, y de Edgar, que también estaba presente.
—Supongo que fueron creados para soportarlo todo, ¿no? —dijo el hombre.
—Es posible. Si Dios no hubiera pensado en ello, ¿quién iba a recolectar en esta jodida isla?
—Bien, volvamos al tema que nos ocupa. ¿Qué piensa de mi propuesta, señor Colbert?
Sebastian y su hijo se habían encontrado con él en una reunión de negocios en la ciudad y el hacendado insistió en invitarlos a un refrigerio en su casa de Port Royal, una magnífica construcción de estilo inglés, de dos pisos, blanca toda ella, con un amplísimo patio-jardín y cocheras. El hombre pasaba allí la mayor parte del tiempo, dejando el cuidado de su hacienda en manos de un capataz.
Se llamaba Noah Houston y, además de sus tierras sembradas de caña y café, poseía dos garitos ruinosos en el puerto para los marineros que visitaban la isla, una sala de juego a la que acudían los dueños de las plantaciones y vividores con la bolsa llena y tres burdeles. Edgar había perdido una buena suma de dinero en sus mesas de juego y gastado más de lo prudente con sus putas desde que regresó de Inglaterra. El hotel más caro de la isla era también propiedad de Houston.
A Sebastian no le agradaba aquel sujeto. Tenía demasiado dinero, demasiado poder y demasiadas tierras que competían con las suyas. Pero no podía ni debía oponérsele, porque sus influencias a la hora de fijar los mejores precios para sus productos le resultaban útiles.
Lo que más le desagradaba de Houston, sin embargo, era lo que se comentaba en los corrillos de las tertulias. Se decía que era un pervertido, y no solamente con las mujeres. Al parecer, gozaba martirizando a jóvenes a los que compraba, o que caían en sus manos por deudas de juego. Para Noah Houston no existían distinciones en cuanto al sexo. Hembras o varones eran lo mismo.
Y no ocultaba su debilidad.
—Tendré que pensarlo detenidamente —respondió Sebastian—. Usted sabe el motivo por el que compré a ese blanco cuando lo trajeron a Port Royal.
Noah asintió y chascó los dedos para que les sirvieran otro vaso de limonada fría.
—No tarde demasiado en tomar una decisión, Colbert.
Éste lo miró de hito en hito. Tenía la planta de un caballero y a sus casi sesenta años seguía siendo atractivo y arrogante como pocos. Sí, seguro que podía encandilar a cualquier mujer, pensó con un ramalazo de desprecio y envidia a la vez. Pero para desgracia de las pocas casaderas de Port Royal, Houston sólo estaba interesado en la compra de esclavas para sus burdeles —siempre que fueran bonitas— o para sus tabernas —si carecían de atractivos—. Una recua de esclavos faenaban en sus distintas propiedades como camareros, limpiadores o cocheros. Y guardaba los mejores ejemplares para su casa. Todos, sin excepción, pasaban por sus aposentos, ya fuera de mutuo acuerdo o a la fuerza.
Se rumoreaba, aunque Colbert no estaba seguro de que fuera cierto, que hacía meses se había encaprichado de un robusto negro al que vio en la subasta de esclavos. Lo compró y trató de seducirlo, como hacía con todos. Porque la seducción —decía él— formaba parte del encanto. Regalos y dinero. Nunca la libertad, por supuesto. Curiosamente, se contaba que a aquel bracero llegó incluso a ofrecérsela. Pero él se negó.
—Realmente, Houston… ¿por qué está usted tan interesado en mi esclavo? —preguntó Sebastian.
El otro exhibió una sonrisa ladina, pero calló.
Colbert siguió con el hilo de sus pensamientos. Había oído contar que a aquel tipo negro como la noche, Houston lo hizo desnudar, mandó que lo atasen a un carro, lo azotó y después lo sodomizó. Cuando acabó con él, tomó una pistola y le disparó en la cabeza, sin importarle el precio desorbitado que había pagado por tan magnífico espécimen. Y cabía pensar que quisiera comprar a Joe con parecidos fines.
Houston no era estúpido y había esperado a que se encontraran cómodos y más frescos. De todos modos, su propuesta de comprar al español lo había tomado por sorpresa.
—Si he de serle sincero, amigo Sebastian —dijo Noah—, no me agradó que superase la oferta de mi empleado en la subasta. Si yo hubiera podido acudir, no se habría quedado usted con ese esclavo. Me interesa comprárselo y, además, he oído por ahí que han surgido problemas en su plantación.
—¿Quién ha propagado eso? —se picó Colbert.
—Ya sabe… Los negros hablan. Y hablan mucho, a veces. Alguno de sus esclavos se lo ha dicho a otro esclavo, y ese a otro, y a otro… Estas cosas son así. Un castigo de esa índole acaba por conocerse, no son muy frecuentes. Se dice que su hijo —miró directamente a Edgar, pero sin incluirlo en la conversación— casi lo mató con el látigo.
Colbert rezongó, disgustado porque lo que sucedía en su hacienda pudiera estar en boca de todos. Edgar, por su parte, enrojeció, humillado por Houston.
—Compré a esos dos españoles como venganza.
—Lo sé. Y no seré yo quien le diga si fue o no un acierto. Yo sólo quiero hablar de negocios. Usted es un hombre inteligente. Y yo tengo mis informadores. Por lo que sé, el orgullo de ese muchacho le está ocasionando problemas. Usted y yo sabemos que, tarde o temprano, acabará matándolo de una paliza, o de un disparo —insinuó, mirando de nuevo a Edgar—. Carne de cañón, por decirlo de algún modo. Y no dudo que le ha hecho pagar por la muerte de su hijo durante el tiempo que ha dispuesto de él.
—Tengo pensado algo más para ese desgraciado.
—Colbert —se inclinó hacia adelante—, le ofrezco el doble de lo que pagó por él. No me importa que me lo ceda algo… estropeado.
—¿Está dispuesto a pagarme cien libras?
Noah le palmeó la rodilla con un gesto de camaradería que desagradó a Sebastian.
—Amigo mío, recuerde que mi empleado estaba en la subasta.
Colbert se removió en su asiento, pero no cejó.
—La subasta es un hecho del pasado. Ahora negociamos otra transacción.
—Piénselo. Usted recupera su inversión duplicada y yo obtengo lo que quiero. Además…, no voy a ocultarle que sé que mis pequeños vicios corren ya de boca en boca, así que su venganza será completa si me lo vende. Supongo que sabe a qué me refiero…
Sebastian disimuló su repulsión. Pero el negocio era redondo y sabía que a Houston no le faltaba razón: Edgar había matado a uno y a punto estuvo de hacerlo también con el otro. Y él no deseaba perder su dinero ni tener que romperle la cabeza a su hijo. Por otro lado, imaginar lo que pasaría aquel jodido español en las zarpas de Houston acabó de decidirlo. Asintiendo, tendió una mano, que el otro aceptó presuroso.
—En una semana lo tendrá aquí —le aseguró al hombre.
Noah sonrió como un gato satisfecho y mentalmente se congratuló de ser ya dueño del español. Tuvo un amago de erección sólo de pensar en ello. Sí, merecía la pena el precio que iba a pagar.
Sin imaginar el destino que tramaban para él, Joe trataba de recuperar las fuerzas con un único propósito: vengarse de Edgar Colbert, de su padre y de todos los que llevaran su sangre.
Después del castigo, lo dejaron al cuidado de una mujer negra, que consiguió arrancarlo del infierno. Durante días se debatió entre la vida y la muerte, delirando, presa de las fiebres. No fueron los azotes, sino la inmundicia que impregnaba el largo látigo de Edgar la que provocó la infección.
Dos factores lo habían hecho seguir adelante y no abandonarse al dolor y la frustración: las atenciones de aquella vieja esclava, con su dedicación y cariño, y el odio más infinito hacia los Colbert.
Transcurrido casi un mes, aún se encontraba debilitado. Había perdido peso, estaba demacrado y unas profundas ojeras ribeteaban su ardiente mirada verde, a la que la cólera y las fiebres habían dotado de un brillo demoníaco.
Joe recordaba vívidamente cada golpe, el insoportable dolor y la agonía de su larga convalecencia. No se le iba de la cabeza la imagen de nick mirándolo fijamente, sus dedos ensangrentados, su cuerpo cayendo al vacío… Pero eso, lejos de postrarlo, lo alimentaba. Hora a hora, minuto a minuto, cebaba su inquina.
No hacía nada para mitigar esos recuerdos. Porque necesitaba rememorarlos todos —los azotes, el siseante chasquido del látigo en su espalda y la muerte de Nick— para continuar con vida. Sólo eso le daba fuerzas. Solamente el resentimiento podía ayudarlo a acabar, un día u otro, con aquella casta de sanguinarios asesinos.
Lo reincorporaron al trabajo. Con la mirada perdida en la selva que los rodeaba, juró ante Dios que no descansaría hasta haber vengado a Nick y a Carlota, aunque con ello arriesgara su propia existencia.
—¿Cómo te encuentras?
La voz que sonó a su espalda le hizo tensar cada músculo. Se volvió lentamente y clavó sus ojos en la muchacha. Había tanta furia en ellos que (TN) retrocedió un paso, acobardada, aun cuando él estaba vigilado por un capataz armado.
Joe no contestó. Sólo la miró. Y las profundidades de aquellos ojos color zafiro y su rostro nacarado, mezclados con algún sortilegio extraño, ahuyentaron su furor por milésimas de segundo, para regresar a su pecho con más fuerza que antes.
¿Cómo se atrevía aquella arpía a acercársele? ¿No había tenido bastante diversión?
—No he podido venir antes —se excusó ella, retorciendo entre sus dedos los lazos de su bonito vestido amarillo, que le confería el aspecto de una hada—. Mi tío me obligó a quedarme en Port Royal.
A Joe se le iban y venían las ganas de acercarse a ella, rodear su cuello y apretar, apretar, apretar…
Durante casi un mes, había rumiado a solas su encono, su obsesión por matar a cualquiera que llevara el apellido Colbert. Y ahora ella estaba ante él, a su merced. ¿Que había capataces? ¡Qué le importaban! Podía acabar con la chica en un segundo, hacerle pagar la muerte de Nick y… ¿Por qué diablos aquella mujer hacía replegarse su sed de venganza?
Se volvió de espaldas para no verla. La hostilidad le carcomía el alma, pero incluso así, tuvo que hacer un esfuerzo para no recordar que (TN) era la mujer con la que soñaba por las noches, deseando estrecharla entre sus brazos, ansiando besarla hasta escucharla pedir clemencia y susurrar su nombre en la cumbre del placer. No. Ella era solamente una maldita inglesa, familia del cabrón que asesinó a su hermano, compatriota de los que mataron a Carlota y los convirtieron a Nick y a él en escoria humana.
—Joe… —la oyó llamarlo.
Apretó las mandíbulas hasta que le dolieron y continuó con su trabajo sin responder. Lo atormentaba tenerla cerca, aunque la deseaba de un modo irracional.
A (TN) la angustia la ahogaba. Procuró no mirarlo, pero sus ojos se quedaron clavados en las marcas que él tenía en la espalda. Y le volvió aquel sentimiento de repulsa que la atormentaba desde que pisó la isla y conoció la esclavitud. Nada en el mundo podía justificar que unos hombres poseyeran a otros. Y nada justificaba el salvaje castigo aplicado por Edgar.
Lo observó encorvarse una y otra vez, trabajar sin descanso, y un acceso de orgullo la embargó. No iba a sentir lástima por él. Eso sería lo último que haría. Porque Joe de Jonas no era un hombre del que hubiera que compadecerse. Muy al contrario. Había que enorgullecerse de él. Edgar había fracasado al no ser capaz de arrancarle un solo grito y ella se había jactado de eso en su cara.
Desde entonces, las ya dañadas relaciones con su primo se habían deteriorado aún más.
(TN) había mandado otra carta más a su casa relatándole a su padre lo ocurrido y dándole un ultimátum: o la sacaba de Jamaica o ella misma tomaría un barco con destino a Europa. Era una baladronada, y lo sabía, pero también su único modo de conseguir volver a Inglaterra. La atracción que sentía por aquel español soberbio y arrogante la estaba matando y sabía que un día u otro acabarían con él. ¿Cómo evitarlo cuando él mismo parecía alimentar su propia perdición? Simplemente, no deseaba estar allí para presenciar cómo moría.
También le había escrito a su hermano James, en esta ocasión a la dirección de su propiedad en York, para que su padre no tuviera conocimiento de su misiva. Ahora sólo cabía esperar, pero no demasiado. Uno u otro habrían de responder o bien ella tomaría sus propias decisiones, aunque después la repudiaran.
—Joe —insistió en dirigirse a él.
Él continuó con su mutismo y (TN) se mordió los labios. Se estaba humillando para nada, se dijo en un relámpago de rebeldía. Quedaba claro que el español no quería saber nada de ella, ni escuchar lo que tuviera que decirle. Seguramente la culpaba tanto como a Edgar de lo sucedido. ¿Cómo no comprenderle? Toda persona tenía un límite y Joe, posiblemente, había llegado al suyo.
Con una última mirada, agachó la cabeza y antes de alejarse, dijo:
—Lo siento.
La presión que sentía en el pecho y las ganas de llorar eran tan fuertes que acabó echando a correr hacia la casa.
Unos ojos gatunos y brillantes la devoraban mientras se alejaba.
Pero (TN) nunca llegó a saberlo.
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Mensaje por PEZA Miér 31 Jul 2013, 8:09 pm

CAPITULO 17

(TN) se enteró de la escalofriante noticia durante la cena.
Edgar ni la miraba ni hablaba con ella, ignorándola por completo, pero sí mantenía una animada conversación con su padre sobre unos terrenos colindantes que estaban interesados en adquirir. Ella no atendía al intercambio de opiniones, no le interesaba lo más mínimo si «Promise» aumentaba o se consumía en el fuego. Sólo podía pensar en Joe, en su desprecio y en su mirada ardiente y llena de saña.
Pero prestó la máxima atención a un comentario que deslizó su primo:
—Casi preferiría disponer un tiempo más de él en la plantación, padre.
—¿Para qué? ¿Para acabar matándolo? —gruñó Sebastian.
(TN) observó a ambos. Edgar esbozaba un rictus amargo, como el niño a quien han quitado un juguete. ¿Por qué pensó en el acto en Joe? Picoteó una miga de pan, disimulando el temblor de sus manos y esperando, alerta.
—No hay vuelta atrás. Ya lo he vendido.
El corazón de la muchacha empezó a galopar.
¿Venderlo? Que Joe saliera de «Promise» significaba su salvación, aunque hubiera de pertenecer a otro dueño de una plantación. La alegría de que estuviera fuera de allí y el dolor por su marcha se fundieron. Pero su júbilo se truncó al oír el nombre del nuevo amo de Joe.
Terriblemente pálida, no dudó en espetarle a su tío:
—Ese hombre es un asesino.
Colbert arqueó sus pobladas cejas.
—Es ni más ni menos que el fulano que va a amansar a esa fiera, muchacha.
—Pero, tío…
—Tú no entiendes de estas cosas, (TN), así que no te entrometas. Una dama no debe inmiscuirse en asuntos de negocios.
A ella la dominó la rabia. Incorporándose de golpe y haciendo que se le volcara la silla, lanzó la servilleta sobre la mesa y espetó sin miramientos:
—¡Había olvidado que vosotros traficáis con seres humanos!
—Con esclavos —matizó Sebastian.
—¡Con personas! —apuntilló ella, gritándole, furiosa como nunca había estado—. Y estás hablando de cederle un hombre a ese depravado del que todo el mundo comenta sus atrocidades y su crueldad —respiraba aceleradamente, le faltaba el aire y el arrebato de violencia tintaba su rostro de carmesí—. ¡Me dais náuseas! ¡Sois peor que las alimañas!
Abandonó el comedor acompañada de un silencio denso y del estupor de ambos.
(TN) se desesperó. El destino que habían decidido para Joe era peor que la muerte, porque a nadie se le escapaba que lo que se decía de Noah Houston era cierto. La repugnancia le pasó factura y vomitó la cena apenas se alejó de aquella guarida de lobos.
¡Tenía que ver a Joe!
¡Avisarle!
¡Ayudarle a huir!
Pero cuando llegó a la plazuela donde se alzaban las chozas de los braceros, jadeante y pálida, era ya demasiado tarde.
Le estaban empujando para que subiera a un carro, con las manos atadas a la espalda, y no oponía resistencia. Dos hombres armados saltaron al sencillo medio de transporte, sentándose uno a cada lado del prisionero.
Las lágrimas le bañaron las mejillas y ella se odió por no haber nacido hombre y disponer en ese momento de una pistola. Miró al cielo y maldijo. ¿Qué podía hacer una mujer contra los capataces de su tío? ¿Cómo hacerles frente? Tenía que idear algo y pronto. Iría a Port Royal, le pediría ayuda al padre de Virginia, contrataría a algunos marineros para que sacaran a Joe de la isla y lo pusieran a salvo. Y si en aquel trasiego Noah Houston debía viajar a los dominios de Satanás, ¡que así fuera!
Joe la presintió y alzó la cabeza. Por unos segundos, sus miradas se cruzaron. La de él cargada de infinito desprecio.
—¡Oh, Dios! —gimió (TN), dejándose caer de rodillas cuando el carro en que él se alejaba se perdió en un recodo del camino—. ¡Oh, Dios!
Los habitantes de Port Royal, ignorantes de que cuatro navíos piratas los acechaban, finalizaban el día con el acostumbrado ajetreo en las proximidades del muelle. Los vendedores cerraban sus puestos, los marineros se aprestaban a acarrear los últimos barriles de agua y provisiones para zarpar al día siguiente, las busconas despedían a los parroquianos a los que habían entretenido durante la tarde y buscaban clientela fresca…
Nadie imaginaba lo que se les venía encima.
Los cañones de la flota comandada por François Boullot abrieron fuego.
Justo en el instante en que el carro en que transportaban a Joe atravesaba la empedrada calle principal del puerto, amparándose en la noche.
Aunque algunos vigías habían avistado los barcos, no les dieron demasiada importancia, pues banderas inglesas ondeaban en sus mástiles. Allí fondeaban barcos de la Corona continuamente. Luego, cuando las banderas de su graciosa majestad fueron reemplazadas por francesas y por otras negras con el dibujo de una calavera y dos tibias cruzadas, fue demasiado tarde para dar la voz de alarma.
El plomo del Missionnaire fue el primero en alcanzar su objetivo.
Uno de los almacenes recibió dos impactos y el muro frontal se derribó como si hubiera sido barrido por un huracán, sembrando todo de cascotes y vigas incendiadas. La destrucción continuó después en los edificios colindantes, en uno de los barcos fondeados y en parte del paseo marítimo, donde se abrió un socavón de considerables proporciones.
El tipo que conducía el carro en el que viajaba Joe se vio obligado a tirar desesperadamente de las riendas para evitar que los caballos se precipitasen en la brecha. Heridos por el bocado, los animales se encabritaron y piafaron…
Los gritos y el pánico inundaron las calles. Las maldiciones y las órdenes de los soldados se superponían a los atronadores y ensordecedores cañonazos. La guarnición que defendía Port Royal reaccionó demasiado tarde. Para cuando quisieron responder al fuego enemigo, buena parte del lado norte del fortín ardía en llamas.
Los civiles, la mayor parte de ellos ya fuera de sus casas, bloqueaban las calles intentando salvar lo que pudieran. Cierto que Port Royal había soportado ya algunas incursiones enemigas, pero la violencia de aquel ataque, absolutamente por sorpresa, hizo que se temiera por la propia vida como nunca.
Las embarcaciones enemigas se habían abierto en abanico y cubrían todo el frente de la ciudad.
El incesante bombardeo a que fue sometida Port Royal en los primeros momentos sembró el terror más absoluto.
El carro de «Promise» cubrió intacto algunos metros más. El conductor buscaba afanosamente guiar los caballos hacia algún callejón, pero una nueva andanada de proyectiles alcanzó el edifico del ayuntamiento, junto al que circulaban justo entonces. El muro se les vino encima y los escombros se derrumbaron sobre los animales, que, aterrorizados, se alzaron sobre las patas traseras y relincharon.
Acabaron volcando. El terrible impacto precipitó a los secuaces de Colbert a su final entre las patas y los cuerpos de los equinos. Joe tuvo más suerte: salió despedido, pero, aún con las manos atadas a la espalda, no pudo amortiguar la caída, de modo que se golpeó contra el suelo y perdió el conocimiento.
A bordo del Missionnaire, François y Pierre, satisfechos con el desarrollo del asalto, seguían ladrando órdenes a sus hombres de que no dejaran de disparar.
—¡Unas cuantas andanadas más! —lo arengaba Pierre—. Y podremos tomar Port Royal como si fuera un caramelo…
Boullant enfocó el catalejo y torció el gesto.
—Merde! —bramó—. Me parece que se ha complicado la cosa, mon ami. Mira allí.
Su segundo casi le arrancó el catalejo de las manos y miró donde le decía.
—Merde! —dijo él también—. ¿Quién coño olvidó mencionarnos que se encontraban fondeados el Canónico y el Tamarindo?
El Canónico era un galeón español robado y reconvertido, poderoso y bien equipado, un bajel de guerra armado y versátil, con altas plataformas de tiro a proa y a popa. Un verdadero monstruo de 42 metros de eslora. En cuanto al Tamarindo, se trataba de una nave recia, construida en Inglaterra, dotada igualmente para el combate en el mar. Ambos navíos actuaban a las órdenes de la Corona. Un informador les había asegurado que su último avistamiento había sido hecho más al sur. Ese resbalón podía costarles muy caro, porque las naves comandadas por el capitán Lionel Rommans y por el capitán Richard Connelly estaban bordeando el puerto para enfrentarse a ellos.
—¡No podremos con los dos! —vociferaba François para hacerse oír por el encima del infernal tronar de sus cañones—. ¡Rommans es un jodido peligro y no digamos Connelly! ¡Si defienden el puerto lo suficiente como para que la guarnición se reagrupe, estamos perdidos!
Pierre soltó una blasfemia.
El Canónico comenzó a disparar y la andanada salpicó la cubierta del Missionnaire de agua salada. Su compañero no se quedó atrás y sus cañones tronaron casi al unísono. Fran volvió a mirar por el catalejo: las piezas de artillería que protegían Port Royal se estaban armando, listas para la defensa.
Un proyectil alcanzó ligeramente al barco que capitaneaba Depardier, y Ledoux volvió a jurar a voz en cuello.
—¡Fuego! —gritó a pleno pulmón—. ¡Fuego, malditos sean esos cabrones ingleses!
Los franceses se apuraban en recargar y disparar los cañones, pero el ánimo de la flotilla ya no era el mismo. A pesar de ser cuatro naves, sabían que no estaban en disposición de enfrentarse a dos barcos ingleses y al fuego de la resistencia del fortín.
El bergantín de Depardier viró y escapó a mar abierto.
Boullant instó a sus hombres a que apagaran el fuego que se había originado en popa. Aunque los desperfectos no parecían ser graves, ellos eran los que más cerca estaban de las embarcaciones inglesas y, por tanto, los más expuestos, con algunas piezas ya inutilizadas.
—¡Todo a babor! —le gritó al timonel—. ¡Todo a babor! ¡Nos marchamos!
Pierre Ledoux apretó los dientes con rabia. Odiaba a los ingleses y le supo a hiel abandonar el ataque, pero resistir o enfrentarse a ellos abiertamente era una locura. Y no poner a la tripulación de sus naves en peligro innecesario era lo primero. Se habían dejado atrapar entre dos fuegos y la única alternativa era escapar.
Cuando el Missionnaire viró alejándose del puerto, las otras tres fragatas francesas hicieron lo mismo.
Joe despertó en medio del caos.
A la destrucción de edificios se sumaban las llamas que lamían los sacos de café de los almacenes del puerto, que ardían ya como yesca.
La gente corría despavorida.
Todo el mundo estaba demasiado ocupado como para prestar atención a un carro volcado y a un hombre aturdido.
Se arrastró como pudo, alejándose y parapetándose junto a un muro. Le dolía la cabeza y el humo le abrasaba la garganta, pero el malestar le importaba poco. Encogió las piernas y, aunque lacerándose las muñecas con la soga que le ataba las manos, consiguió pasar los brazos por debajo. Ninguno de sus captores se movía. Se tomó su tiempo para calmar los latidos de su corazón y asumir su situación actual.
Joe no oía los alaridos, ni las voces, ni siquiera el tronar incesante de los cañones que atacaban o defendían Port Royal. En su mente sólo había una obsesión: huir. Y puesto que el destino le acababa de regalar una buena baza en el juego, apostaría fuerte. Era todo o nada.
Se incorporó y se dirigió hasta el carro, donde buscó afanosamente una de las dagas que sabía que llevaban siempre los capataces, hasta apoderarse del arma. Fijó el mango entre dos tablas y con unos cuantos movimientos cortó las cuerdas que lo aprisionaban.
Frotándose las muñecas para amortiguar los pinchazos de dolor al recuperar de nuevo la circulación, se fijó detenidamente en cuanto lo rodeaba.
Port Royal era un escenario dantesco, un infierno. Pero en el mar se había desatado otro. Cuatro naves con bandera pirata atacaban la ciudad sin tregua y el desconcierto era total. Sin embargo, dos buques con pabellón inglés doblaban la bocana del puerto y disparaban sus cañones repeliendo el asalto.
Por una fracción de segundo, Joe pensó que lo mejor era escapar de allí, esconderse tierra adentro. Sólo por una fracción de segundo. Luego entrecerró los ojos y se fijó en el casco de una fragata atacante que empezaba a tener dificultades para repeler la ofensiva del galeón inglés.
Definitivamente, no podía quedarse en Jamaica. Colbert lo encontraría tarde o temprano y ya había probado el látigo en demasiadas ocasiones para exponerse a sufrirlo más.
Corrió hacia el muelle, zigzagueando para eludir esquirlas de piedra y escombros que los cañonazos desprendían de los tejados y paredes, mezclados con teas ardiendo y trozos de vigas. Llegó hasta el malecón, calculó la distancia hasta la fragata y se lanzó al agua. Si tenía una remota posibilidad de escapar de aquel infierno, ésa era alcanzar la nave. Ni siquiera se planteó si aguantaría, puesto que aún se encontraba algo débil, o si por el contrario moriría ahogado o tal vez lo colgarían del palo mayor del barco pirata.
Prefería mil veces la muerte antes que volver a caer de nuevo en manos de los malditos Colbert. Sólo lamentaba no poder cumplir la venganza que se había prometido.
Nadó con agilidad, sobreponiéndose a su cuerpo maltrecho, atravesado por punzadas de dolor. Debía poner los cinco sentidos y las pocas fuerzas que le quedaban en aquella locura. Y aunque se le heló la sangre cuando advirtió que el barco atacante viraba, huyendo de la confrontación, redobló sus esfuerzos.
Consiguió asirse a una maroma que colgaba de un costado de la fragata, aislándose de un entorno donde todo parecía estallar en llamas y de los estampidos de cañones que retumbaban en sus oídos con tal virulencia que temió que se le reventaran los tímpanos.
Agotado, se agarró a la soga como pudo y se la ató a la cintura. El barco ganó velocidad y una andanada desde el fortín casi hizo blanco en el casco, haciendo bambolearse a Joe, que se convulsionó por la tremenda sacudida.
No supo cuándo perdió de nuevo el conocimiento. Lo cierto es que la flota pirata escapó por los pelos de Port Royal y de la artillería del Canónico y del Tamarindo.
Por entonces, el capitán Boullant llevaba un lastre que desconocía.
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Mensaje por PEZA Miér 31 Jul 2013, 8:10 pm

CAPITULO 18

Isla de Guadalupe. Meses después

François Boullant estalló en carcajadas al ver al sujeto que, al fin, tras varios intentos, conseguía atrapar a la muchacha que le servía, se la sentaba sobre su regazo y la besaba.
Fran estaba borracho. Como el resto. Como jamás lo había estado en toda su condenada vida. Pero la última presa había valido la pena y los hombres vitoreaban su nombre entre picheles de cerveza y barriles de ron. Incluso la tripulación de Depardier. ¡Y hasta el mismo Depardier, maldito fuese!
Y todo se lo debía al rufián de severo rostro atezado, cabello negro y mirada de ave rapaz que amedrentaba a cualquiera. Lucía un brazalete de oro y esmeraldas y un pequeño aro de oro en la oreja izquierda.
Las camareras del tugurio en el que se divertían se lo habían estado disputando desde que entraron. Como siempre. En cada ocasión sucedía lo mismo. En todos y cada uno de los burdeles que pisaban, las mujeres bebían los vientos por él. Y al parecer el muy bandido acababa de hacer su elección para aquella noche.
Sin embargo, otra de las chicas no aceptó de buen grado no ser ella la elegida. Dejó las jarras que estaba dispuesta a servir con un golpe seco, se aproximó a la que besaba ansiosamente al tipo moreno y guapo y, tomándola del pelo, la tiró al suelo y la arrastró.
Los vítores atronaron la taberna y los hombres se aprestaron a ser testigos de una pelea entre las dos mujeres.
No era muy usual en aquellos tiempos y en aquellas latitudes que las hembras que se ganaban la vida vendiendo su cuerpo a bucaneros y corsarios se pelearan por un posible cliente, porque si alguna salía mal parada, estaría apartada del trabajo y, por tanto, de su sustento. Así que Boullant dio vuelta a su asiento y se acodó sobre las rodillas para no perderse el entretenimiento que les regalaban.
La joven agredida reaccionó como una serpiente. Agarró el tobillo de su contrincante, la hizo caer de bruces y de inmediato se incorporó, dispuesta a la confrontación. Lanzó una patada y su zapato alcanzó a su rival en un costado, haciéndola gritar y soltar, acto seguido, un insulto impropio de una dama, pero frecuente entre las fulanas de puerto.
El moreno se recostó y pasó un brazo por el respaldo de la silla, atento como el resto. La chica escogida para acompañarlo a su cama era bonita a pesar de sus ropas desaseadas, su cabello alborotado y su cuerpo flaco. Pero la otra no se quedaba atrás: pelirroja, de ojos almendrados y claros, unas apetitosas curvas en los lugares donde debían estar y, al parecer, brava y decidida a ganarse también un sitio en su lecho.
—¡Eh, truhán! —Se volvió y descubrió a Boullant al otro extremo de la larga mesa en la que habían cenado y bebido sin mesura—. ¿Con cuál de ellas te vas a quedar?
El joven echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas.
—¡Con la que gane!
Pierre Ledoux, a su lado, coreó las carcajadas de François y le soltó una palmada en la espalda que casi lo hizo besar el suelo.
—Si vuelves a sacudirme así, cochino francés, no quedaré entero para satisfacer a ninguna.
Pierre se atragantaba de risa.
En el centro de la taberna, rodeadas por los hombres que asistían al espectáculo con regocijo, las dos belicosas mujeres se movían ahora en círculos, con las manos adelantadas, la espalda ligeramente encorvada y las piernas abiertas. Se habían remangado las faldas, sujetándoselas a la cintura para disponer de mayor soltura en la pelea, lo que provocó aplausos y un coro de piropos de toda índole.
Suponían una visión tentadora y el pirata moreno se fijó en sus piernas desnudas. «Deliciosas», pensó. Daba igual quién ganase porque, a fin de cuentas, él sería el vencedor. Cualquiera de las dos era un bocado exquisito.
La tripulación del Missionnaire alentaba a ambas muchachas, aunque en bandos divididos. Pierre tomó de inmediato partido por la pelirroja y Boullant lo hizo por la morena. El griterío resultaba ensordecedor, pero todos estaban demasiado borrachos como para que les importase. Habían desvalijado otro mercante inglés hacía menos de dos semanas y tenían los bolsillos repletos de oro para gastar en bebidas y mujeres.
La pelirroja lanzó un zarpazo malintencionado y su oponente esquivó lo que hubiera sido la marca de sus uñas para contraatacar de frente, con velocidad. La golpeó en pleno mentón y la otra cayó de espaldas, levantando el clamor general y algunos chasquidos de lengua. Ya en el suelo, se enzarzaron, revolcándose y tirándose del pelo. Las ropas se les rasgaban, dejando sus encantos aún más al descubierto, para jolgorio de los espectadores, que vitoreaban y bramaban de puro placer.
Boullant se palmeaba las rodillas mientras reía y el del brazalete seguía el torneo de amazonas con complacida sonrisa.
La morena consiguió hacerle una llave a su contrincante y empujarla contra una de las mesas, que se volcó. El estrépito de jarras que se estrellaban contra el suelo levantó una ligera protesta de quienes vieron perdida su bebida, pero la pelea les hizo olvidarlo pronto. La pelirroja se levantó con agilidad, llevando en su mano una de las jarras, que golpeó contra el borde de una mesa. Esgrimió su nueva arma de aristas afiladas y se enfrentó a su enemiga, que palideció y retrocedió al verla.
El pirata de cabello negro frunció el cejo. Si la prostituta armada alcanzaba el rostro de la otra iba a desfigurarla. Esperó un momento por si ésta conseguía esquivarla, pero en sus ojos grandes anidaba ya el pánico. Aquellas chicas vivían de su físico, más o menos apetecible, y pocos hombres iban a acostarse con una muchacha marcada.
Ella retrocedió otro paso y la mala fortuna hizo que resbalara en un charco de cerveza, cayendo de espaldas. El desenlace que se avecinaba acalló el griterío e hizo subir de volumen el rugido de terror de la joven, porque la ocasión fue aprovechada por la pelirroja para abalanzarse sobre ella con intención de alcanzarle la cara.
Una mano firme y tostada sujetó la muñeca de la ramera y le retorció el brazo. Luego, la empujó y la hizo aterrizar sobre las piernas de Boullant, que no desaprovechó el regalo y la besó. Ella se revolvió, decidida a retomar la pelea, pero vio que el moreno tendía su mano a su adversaria y la incorporaba.
—¡Maldito seas, español! —rugió Pierre con voz cavernosa—. ¡Has dicho que te quedarías con la que ganara!
Joe de Jonas atrapó a la chiquilla morena por la cintura y la pegó a él. Le guiñó un ojo al francés y dijo:
—No voy a contrariar a François. Y a él le gusta la que tiene ahora sobre sus rodillas.
El aludido le respondió con un gesto de asentimiento.
—Merci, monsieur! —gritó, sobreponiéndose a las protestas de la marinería a la que había estropeado la diversión.
Mientras el español se dirigía al piso de arriba, con la chica pegada a su cadera, la pelirroja agarró a Boullant por el pelo y lo obligó a prestar atención.
—¿Te gusta más Paulet?
—Ya has oído a mi camarada. Me gustas tú. ¿Cómo te llamas, hermosura?
Ella batió pestañas coquetamente, le hizo un mimo y lo besó en la boca. Hubiera preferido al moreno, pero el rubio que tenía enfrente tampoco estaba nada mal, y disponía de dinero para gastar. La joven conocía muy bien el sistema para que el francés se dejara hasta la última moneda con ella. Lo había hecho con otros y aquel aguerrido lobo de mar no sería menos.
—Lizzy —contestó, acariciándole por debajo de la camisa—. Me llamo Lizzy, mi apuesto capitán.
Su propia angustia lo despertó. Se incorporó, confuso y bañado en sudor, sin reconocer el lugar donde se encontraba. A su lado, una figura menuda se movió, ronroneó y acarició su torso desnudo.
Joe suspiró, dejándose caer de nuevo sobre los almohadones. La pesadilla se repetía con desesperada reiteración y, como siempre, horrorosamente real. Se preguntó si alguna vez dejaría de revivir aquellos fatídicos episodios, si sería posible acabar con el tormento de ver a Carlota y Nick, que parecían recriminarle desde el Más Allá no haber hecho nada para salvarles la vida.
Paulet bajó la mano en una tímida caricia hasta llevarla a su ingle, pero él se la retiró con suavidad.
—Ahora no, pequeña.
—¿Malos sueños?
—Muy malos —asintió. Echó a un lado la revuelta ropa y se acercó hasta la ventana abierta. Una suave brisa hizo ondear sus cabellos y se acodó en el alféizar, con la mirada perdida. Desde el callejón, ascendía la fetidez de la inmundicia acumulada y torció el gesto. Abajo, un montón de desechos desestimados incluso por los más miserables del lugar yacían amontonados y pudriéndose al sol. Un par de chicuelos desharrapados revolvía entre las basuras.
¿Qué hacía él allí, en un lugar tan sórdido?
Decidido, se dio la vuelta y comenzó a vestirse.
—¿Volverás a buscarme esta noche? —preguntó la chica, desperezándose y mostrándose impúdicamente desnuda, en un último intento de llamar de nuevo su atención.
A Joe le divertía Paulet. Lo había entretenido desde que arriaron velas y decidieron pasar unos cuantos días en la isla. Guadalupe era un pequeño pedazo de tierra en el océano, de unos 42 kilómetros de ancho; en realidad, un archipiélago formado por dos islas principales, separadas entre sí por un estrecho canal, Basse-Terre y Grande-Terre, y por numerosos islotes. Un territorio volcánico de colinas redondeadas y múltiples vertientes, con valles áridos y profundos entre los que soplaban los vientos alisios. Un lugar en el que había poco que hacer, salvo divertirse y esperar, al menos hasta que pasara el temporal que se acercaba. O eso era lo que él había pretendido hacer: divertirse.
Amenazaba tormenta, sí. Los lugareños temían los embates de la naturaleza porque los ciclones eran frecuentes, arruinaban las cosechas y deterioraban los edificios. Aunque la taberna en la que se encontraban había superado los últimos y parecía en condiciones de enfrentar muchos más, el personal se afanaba en el trajín que originaban los trabajos de prevención. Allí, al menos, contaban con una bodega repleta de ron. Y con mujeres bonitas, como la propia Paulet.
Joe se remetió los faldones de la abullonada camisa en los pantalones mientras se preguntaba si soportaría muchos días más de pasividad. Las tripulaciones de la flotilla no estaban dispuestas a regresar al mar hasta haberse tomado un buen descanso. Para ser sinceros, él tampoco, pero lo acuciaba el impulso insano de continuar batallando, como si fuera el único motivo que lo hacía seguir viviendo. Por el momento, se sentía medianamente satisfecho.
—Vamos, levanta el trasero de esa cama, preciosa. ¿O es que te preocupa encontrarte con Lizzy? —la provocó.
—Esa bruja… —dijo ella entre dientes—. Si no me la hubieras quitado de encima, me habría rajado la cara. ¡La muy puta! Te juro que un día de éstos la mataré. Te quería para ella.
Joe calmó el enfado femenino con una caricia. Se le acercó, se inclinó y le lamió uno de los oscuros pezones. Paulet gimió y le echó los brazos al cuello.
—¿Te gusto, mon capitaine?
—Mucho.
Ella le puso un dedo en el mentón y afirmó:
—Pero hay alguien más en tu cabeza, ¿verdad?
Joe se puso tenso. En sus labios apareció una mueca de desprecio que no pudo ocultar.
—¿Alguien más?
—Otra mujer.
Los ojos de él despidieron fuego un breve instante, pero la chica apenas tuvo tiempo de verlo. Sin responder, Joe se sentó en el borde del lecho y se calzó las botas, y después recogió su sable y su pistola.
Paulet lo observaba con atención. ¿Qué era lo que laceraba el corazón de su aguerrido pirata? Intuía que le habían hecho mucho daño en el pasado, y lo lamentaba, porque el capitán De Jonas era un ejemplar magnífico al que ella hubiera querido conquistar. Sin embargo, adivinaba que lo que lo hería era tan fuerte y estaba hundido de tal modo en su alma, que nada podría arrancarlo de allí. Y si era una mujer, como ella temía… ¿quién podía luchar contra un fantasma?
Joe envainó el sable de un golpe seco. La sencilla pregunta lo había lanzado, una vez más, al tobogán del odio. Lamentó mostrarse arisco, porque Paulet había cumplido bien y le proporcionaba los momentos de solaz que necesitaba. Pero había dado en el blanco y eso lo irritó. Sí, había otra mujer que horadaba su mente, su corazón y hasta su alma, provocándole un dolor sordo que no lo abandonaba.
Una mujer a la que odiaba.
Una mujer a la que deseaba como un estúpido, aun sabiendo que nunca sería suya.
Siempre la hubo, desde que sus pies pisaron Jamaica.
—No digas tonterías —dijo al fin—. Contigo no se puede echar de menos a ninguna otra.
Rebuscó en su chaqueta y sacó una bolsa de monedas que lanzó sobre la cama. Ella la recogió y, al sopesarla, sus ojos se abrieron como platos.
—Búscame esta noche, capitán.
—Lo haré, muñeca —respondió, dedicándole a la joven un guiño pícaro.
Ella le tiró un beso desde la cama y se congratuló por haber conseguido arrancarle una sonrisa.
PEZA
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EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA - Página 2 Empty Re: EL ANGEL NEGRO -JOE JONAS Y TU ADAPTADA

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