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AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Capitulo 5
—¿Te importaría venir a verme, _____?
Al oír la fría voz de Vanessa al otro lado de la línea, _____ apretó el auricular con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
—Pero mi vuelo no sale hasta esta tarde —dijo.
—Lo sé. Tengo tu horario de vuelos aquí delante —la voz de Vanessa adquirió un tono positivamente gélido—. Y me gustaría verte ahora mismo.
_____ miró el aparato como si su jefa fuera a salir de él y enfrentarse a ella allí mismo, en su casa, en vez de estar exigiéndole que fuera al aeropuerto con horas de antelación. En el fondo había estado esperando que ocurriera algo así.
Lo raro era que no hubiese sucedido antes.
Habían ocurrido muchas cosas en las semanas transcurridas desde que Joe salió de su piso tras hacerle el amor, dejándola tirada en el suelo, sintiéndose usada y con el corazón roto en pedazos. Se había acostado y llorado a mares durante largo rato.
Había tardado unos días en descubrir que Joe había dejado de volar con Evolo; de hecho había cancelado todas sus reservas de forma abrupta, sin dar explicaciones. Oyó a Vanessa quejándose y protestando en su despacho y había rezado por no ruborizarse y desvelar el hecho de que ella era el motivo de las cancelaciones.
Unas semanas después, _____ había descubierto lo más terrible de todo. Aún le costaba creerlo, pero el médico lo había confirmado y tenía que enfrentarse a la situación lo mejor que pudiera.
«¿Cómo voy a arreglármelas?», se preguntó.
Agradeciendo que la chaqueta del uniforme ocultara lo estrecha que le quedaba ya la falda, se maquilló y se preparó para ver a su jefa. El maquillaje era una especie de máscara y necesitaba camuflaje para ocultar el torbellino de emociones que la asolaba.
Ya en las oficinas, vio a Vanessa a través del cristal, charlando animadamente por teléfono. Pero cuando su jefa la vio, su rostro se contrajo con una mueca de ira. Colgó el aparato y le hizo una seña para que entrara.
—Cierra la puerta —ordenó.
—Querías verme, ¿no? —dijo _____, cerrando. Vanessa no le había pedido que se sentara así que se quedó de pie, como una colegiala traviesa en el despacho del director.
«¿Acaso no lo eres?», la acosó la voz de su conciencia, «¿Es que no te mereces lo que va a suceder ahora mismo?»
—No te hagas la inocente conmigo, _____ —dijo Vanessa con frialdad—. Debes de saber muy bien por qué estás aquí.
—Pensé que… —_____ calló, preguntándose cuánto sabía su jefa e intentando darse tiempo.
—No, ése es el maldito problema, que no pensaste, ¿verdad? Te dejaste llevar y rompiste la regla básica: ¡No acostarse con los clientes!
Los ojos de Vanessa se estrecharon hasta convertirse en rayitas aceradas y _____ pensó que su ira iba mucho más allá del enfado justificable de una jefa. Joe había sugerido que Vanessa se le había insinuado una vez. Y lo había dicho con el tono de voz de un hombre acostumbrado a esa clase de actitud. _____ se estremeció al pensar en qué mujeres estarían intentando seducirlo esos días.
—Lo siento —musitó.
—¿Qué diablos creías que iba a suceder? —Vanessa interrumpió la disculpa de _____ agitando una mano que lucía una manicura perfecta—. ¿No pensaste que la gente se daría cuenta de que lo mirabas con ojos de carnero degollado, por más que intentases disimularlo? ¿Fuiste lo bastante estúpida para pensar que tenías algún futuro con él? ¿De veras creíste que un hombre como Joseph Pavlidis iba a ofrecerte más que un buen revolcón?
—Yo… no tengo por qué escuchar esto, Vanessa.
—Ah, sí, _____, claro que sí. No sólo me has hecho perder a uno de mis clientes más prestigiosos, sino también a los socios que podrían haber volado con él. ¡Lo mínimo que puedes hacer es escucharme hasta el final!
—Pero no queda nada que decir, ¿verdad? —preguntó _____ con el corazón acelerado. Intuía que Vanessa aún no había dicho lo peor.
—¡Hay mucho que decir! —explotó Vanessa—. Has hecho que mi empresa parezca poco profesional.
—Mira, ya te he dicho que lo siento —repitió _____—. Te lo aseguro. Pero Joe fue muy insistente… y yo…
—¿Ah, lo fue? —el rostro de Vanessa enrojeció de ira—. Pues en mi experiencia los hombres no insisten a no ser que reciban luz verde de una mujer —golpeó el escritorio con un bolígrafo—. Y deja que te diga algo más: no volverás a trabajar para una aerolínea. Me aseguraré de ello. Ahora vete.
Una parte de la mente de _____ se preguntó si era posible ser despedida sin más en los tiempos que corrían. Pero se recordó que lo que había hecho podía considerarse falta grave e incumplimiento de contrato digno del despido. Sería preferible marcharse de allí y no volver a ver a nadie de Evolo a insistir en trabajar las dos semanas de preaviso y aguantar que todo el mundo cotilleara a su espalda.
—Te haré llegar el uniforme —susurró.
—Recién salido de la tintorería, espero —replicó Vanessa con voz seca.
De camino a casa, _____ se sintió como una alienígena que acabara de llegar del espacio exterior y se hubiera disfrazado de ser humano. Tenía la sensación de no encajar, ni allí ni en ningún sitio. Necesitaba recurrir a alguien, pero no sabía a quién.
Su madre viuda había vuelto a casarse y se había trasladado a Australia. No podía telefonear y decir: «Mamá, voy a tener un bebé de un hombre al que no cuento con volver a ver nunca».
Tampoco podía decírselo a las amigas que había hecho en el trabajo. Vanessa podría acusarlas de confraternizar con el enemigo y estarían arriesgando sus puestos de trabajo. Sus dos mejores amigas siempre la apoyaban, pero ambas estaban muy ocupadas con sus respectivas profesiones y no vivían en Londres. Si lo hubieran hecho, tal vez habría podido desahogarse con ellas; pero lo cierto era que le incomodaba la idea de contar la terrible noticia.
«Sobre todo sin habérselo dicho al padre», pensó, estremeciéndose.
El cálido sol de agosto caía a plomo sobre su cabeza, pero por dentro se sentía como si alguien hubiera reemplazado su sangre con cubitos de hielo, mientras se repetía una y otra vez las mismas palabras.
«Voy a tener un bebé», ésa era la realidad.
«Sin hombre, sin trabajo, sin perspectivas», eso también era la realidad.
_____ se quedó parada viendo pasar un típico autobús londinense de color rojo, sin distinguir los rostros de los pasajeros. Una pregunta martilleaba su cerebro: «¿Qué diablos voy a hacer?»
Instintivamente, se puso la mano en el vientre. Estaba más abultado, sin duda, pero nadie se había dado cuenta. Aún. Vanessa no habría dudado en atacarla por ahí si hubiera sabido que estaba embarazada de Joe.
«Embarazada de Joe». Tiritó. Su ex amante griego iba a ser padre y no lo sabía. Nadie lo sabía, pero pronto la verdad sería evidente. Se preguntó qué haría entonces.
Fue a casa, se quitó el uniforme y se puso un vestido de verano. Luego se examinó desde todos los ángulos en el espejo que había en un rincón de su dormitorio. El vestido era suelto y su figura se intuía debajo. Cualquiera que la viese la tomaría por una joven sana y curvilínea, sin adivinar que una nueva vida se desarrollaba en su interior.
En un cajón semiabierto captó un destello brillante entre pasadores y gomas para el pelo. Sintió una punzada de dolor al ver que eran los pendientes de plata y ámbar que Joe le había dado esa última y desafortunada noche.
Se preguntó si habían sido un regalo de despedida. Suponía que sí. Al final las cosas no habían salido como sospechaba que él las había planeado. Su relación había acabado de forma dramática, pero el que concluyera no había sido algo totalmente inesperado para ella.
Sin embargo, dado que esa relación iba a tener una enorme y duradera consecuencia final, tenía que actuar con más madurez que nunca en su vida. Aunque Joe no hubiera elegido crear un nuevo ser en esas circunstancias, y desde luego ella tampoco, lo cierto era que había ocurrido. El bebé existía y él, como padre, tenía derecho a saberlo.
Sin duda lo tenía. _____ había adorado a su padre y habría sido terrible que le hubieran negado una relación con él sencillamente porque su madre y él no hubieran estado juntos.
Pero una cosa era decidir contárselo y otra muy distinta hacerlo. Después de que le hicieran la ecografía de las doce semanas, supo que no podía retrasarlo más. Una carta le parecía demasiado impersonal. Varias veces alzó el teléfono para volver a colgarlo. Le parecía imposible darle una noticia tan impactante por teléfono a un hombre como Joe.
Y había más que eso. Una llamada de larga distancia, por buena que fuera la conexión, ocultaría muchas cosas. Además, él podría negarse a aceptar la llamada. Algo la atenazaba por dentro y supo que quería, que necesitaba, ver su rostro cuando le diera la noticia. Tal vez fuera por un perverso deseo de ver la verdad en sus ojos, por dolorosa que fuera, y así poder liberarse de sus sentimientos por él definitivamente. O quizás se debiera a la necesidad de volver a recuperar el control de una vida que había cambiado de rumbo en muchos sentidos.
Una vez se decidió, _____ lo organizó todo rápidamente; la reconfortaba estar ocupada. Era como si concentrarse en la logística que requería ir a verlo la ayudara a no pensar en el futuro. Reservó un vuelo a Nueva York, encontró un hotel y telefoneó a su madre.
—Te recomiendo que lleves una maleta medio vacía —le dijo su madre, desde Australia—. Dicen que merece la pena ir de compras en Nueva York.
—Sí, es verdad —contestó _____, intentando sonar «normal». Sin embargo, a pesar de que una persona sensata aprovecharía para comprar ropa premamá, lo último que le apetecía era ir de compras. Además, no le sobraba el dinero. Se había apuntado a una agencia de empleo temporal y, aunque le habían ofrecido varias sustituciones como secretaria, no ganaba demasiado y necesitaba ahorrar cuanto pudiera, antes de que el embarazo le impidiera seguir trabajando.
Hacía años que _____ no había visitado Estados Unidos. Con Evolo siempre realizaba trayectos cortos. Aun así, le gustaba volar y habría disfrutado con la experiencia si el motivo de su viaje no le hubiera impedido dormir y concentrarse en las películas disponibles.
Al ser ella quien pagaba el hotel, en vez de la aerolínea, descubrió que no había hoteles baratos en el centro de la ciudad; tuvo que conformarse con una habitación pequeña, limpia pero carente de atractivo. Un jarrón con flores de plástico y un enorme aparato de televisión dominaban el limitado espacio. Pero al menos la ducha funcionaba y tras utilizarla se sintió mucho mejor.
Se tumbó con la intención de descansar un momento, pero cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que habían pasado horas. La luz artificial que entraba por la pequeña ventana la llevó a mirar su reloj de pulsera. Eran casi las diez de la noche.
A _____ se le encogió el corazón. Había planeado ir a la oficina de Joe y pedir verlo, sin darle tiempo a buscar una razón para rechazarla. Sin embargo, en ese momento comprendió que no había estado pensando con lógica. Un hombre con la posición de Joe no era accesible al público sin previo aviso.
En Evolo había trabajado para suficientes hombres poderosos como para saber que nunca les faltaba protección. Fuera de noche o de día, si quería ver a Joe, necesitaría que él diera su aprobación. De ninguna manera iba a conseguir verlo de sopetón, sin anunciarse, a no ser que optara por pasear por la puerta de su edificio de oficinas. Y hacer eso sería una indignidad.
_____ hizo una mueca. De ninguna manera iba a posponer lo inevitable un minuto más. Cuanto antes cumpliera con su deber, antes podría marcharse.
«Pero son las diez de la noche. ¿Y si está con otra mujer?», titubeó.
Decidió que, si era el caso, también tendría que enfrentarse a eso porque también sería parte de la realidad.
Tenía el pelo alborotado, por dormir sobre él estando húmedo tras la ducha, pero no tenía tiempo de arreglárselo. No iba a ningún concurso de belleza. _____ había eliminado de su corazón y de su mente cualquier posibilidad de que Joe le echara un vistazo y se diera cuenta de lo tonto que había sido. La vida no era así, e incluso si lo fuera, ella llevaba semanas reafirmando su autoestima. En ningún caso quería estar con un hombre que la trataba como un objeto sexual, como había hecho Joe, a pesar de que antes lo hubiera permitido y aceptado.
Tras maquillarse un poco, se recogió el cabello y se puso el vestido suelto. Después sacó el teléfono móvil y marcó su número con un dedo tembloroso.
Sonó tantas veces que pensó que iba a saltar el contestador, pero finalmente se oyó un clic.
—¿Sí? —dijo con su distintivo acento.
Él debía haber visto su nombre aparecer en la pantalla, porque captó el tono de desgana de su voz y sintió ganas de llorar. Deseó poder colgar sin más, pero no era una opción. Inspiró con fuerza.
—¿Joe? Hola, soy yo, _____. ¿Te molesto?
Él no contestó. Con la vista fija en las luces de los edificios de Nueva York, Joe se planteó mil formas de responder a su pregunta. No había esperado que le telefoneara, ni lo había deseado especialmente. Pero había picado su curiosidad y se preguntaba qué la había llevado a tragarse su orgullo y ponerse en contacto con él.
—¿Cómo estás, _____?
—Necesito verte —afirmó ella, dado que le resultaba difícil saber qué contestar a su pregunta.
—Pero estoy en Nueva York —dijo él tras una pausa. Lo había sorprendido ese «necesito».
—Sí, lo sé. Yo también.
Esa vez la pausa fue tan larga que _____ temió que hubiera colgado. Para su sorpresa, él no exigió saber qué hacía en Nueva York. Lo cierto era que Joe era muchas cosas, pero nunca predecible.
—¿Dónde estás exactamente? —preguntó.
Ella leyó la dirección que había en la parte superior de la carta del servicio de habitaciones que había sobre el escritorio.
—¿Lo conoces?
Joe pensó que la vida era exquisita en sus ironías. Cerró los ojos. Recordaba haberse alojado en esa misma zona cuando era un recién llegado a la ciudad, presumiblemente por las mismas razones que ella, y haber pensado que las afamadas calles de Nueva York distaban mucho de estar pavimentadas con oro. Había visto a gente sin hogar y también hambrienta. Recordó su decepción y también su determinación de conquistar esa gran ciudad. En pocas semanas había encontrado un trabajo con el que pagarse los estudios universitarios y no había vuelto a esa zona nunca.
—¿Puedes venir aquí? —preguntó con voz sedosa.
—¿Adónde?
—Estoy en la oficina.
_____ contuvo un instintivo suspiro de alivio. Al menos no estaba con quienquiera que la hubiese sustituido en sus brazos.
—Trabajas hasta muy tarde —comentó.
Él apretó los labios. Deseó decirle que cuánto trabajara no era asunto suyo y preguntarle qué diablos estaba haciendo en Nueva York.
—Enviaré un coche a recogerte —dijo con tono acerado.
La frialdad de su voz recordó a _____ otra cruda realidad. Eran ex amantes. El corazón de Joe no alojaba ningún cariño hacia ella. «Y eso empeorará cuando descubra lo que tienes que decirle…»
—No, iré en metro…
—No seas ridícula, _____ —interrumpió él, chasqueando la lengua con impaciencia—. Es tarde y he dicho que enviaré un coche. El conductor te llamará cuando esté abajo.
_____ comprendió que no tenía sentido discutir con él, de hecho sería una estupidez, dadas las circunstancias. No había razón para rechazar la oferta de transporte seguro en una ciudad desconocida y en mitad de la noche.
—Gracias —aceptó. Colgó el teléfono.
Empezaba a sentirse rara y no sabía si se debía a que estaba embarazada, al efecto del largo vuelo o a que no había comido desde poco después de iniciar el viaje.
«¡Come algo!», se ordenó.
Su cuerpo exigía alimento y no tenía deseos de desmayarse delante de él. Asaltó el minibar como una adolescente caprichosa y tomó una chocolatina, galletas saladas y un vaso zumo, preguntándose cuánto le cobrarían por esa comida basura. Después sonó su teléfono y se sintió como alguien que se encaminara a su propio juicio.
Una limusina oscura esperaba ante el hotel y un chófer uniformado le abrió la puerta. Se recostó en el cómodo asiento de cuero y el poderoso coche empezó a circular por calles desconocidas para ella pero, aun así, extrañamente familiares por haberlas visto durante años en series televisivas. _____ no les prestó demasiada atención, estaba concentrada en elegir las palabras que iba a utilizar.
¿Cómo se le decía a alguien que pertenecía decididamente al pasado que una llevaba dentro una parte de su futuro?
El vehículo se detuvo ante un enorme y alto edificio, escasamente iluminado excepto en la última planta. Una joven esperaba en la entrada. Sus rizos oscuros y su atractivo vestido color escarlata hicieron que _____ se sintiera pálida y desvaída. Se preguntó quién sería, odiándose por ello, mientras la morena le abría la puerta del coche.
—Hola, soy Miriam —la mujer sonrió y sus dientes brillaron como los de un anuncio de pasta dentífrica—. Joe me ha pedido que bajara a buscarte. Está arriba, en su despacho.
—Gracias —dio _____.
El ascensor de cristal inició la subida y ella se sintió más tensa que nunca. Él no se había molestado en bajar a buscarla. Le intrigaba saber cómo había justificado su súbita aparición a la tal Miriam. Tal vez era su novia y la había enviado para no dar lugar a ningún malentendido. O podía hacer la función de asistente personal y filtro de un hombre poderoso y estar presente en lo que seguramente iba a ser la conversación más difícil de toda la vida de _____.
No estaba dispuesta a permitir eso. Se negaba a tener audiencia mientras tartamudeaba su confesión. Él podía contárselo a Miriam después, si quería, cuando ella se marchase de allí.
La condujeron a un enorme y bonito despacho, dominado por un escritorio enorme sobre el que había varios planos en distintos estadios de desarrollo y un bote lleno de lápices y bolígrafos. Aparte de eso, la habitación carecía por completo de adornos, cuadros o fotografías. Al principio, _____ no vio a Joe, pero lo percibió, más que oírlo a su espalda. Se dio la vuela y lo vio en el otro extremo de la larga habitación, observándola. No pudo evitar estremecerse con una mezcla de miedo y deseo.
—Eso será todo, Miriam —dijo él.
_____ pensó que, al menos, no parecía que fuera su novia.
—¿Es tu secretaria? —pregunto esperanzada cuando la otra mujer cerró la puerta al salir.
—En realidad es arquitecto —farfulló Joe, notando que ella se tensaba al oír el tono cáustico de su voz. Pero no debería haber esperado otra cosa. No tenía ni idea de por qué estaba allí y tal vez formara parte de un sofisticado plan. Tal vez por eso había puesto fin a la relación sin darle tiempo a hacerlo él. Podía haber sido un golpe emocional, un torpe intento destinado a conseguir un compromiso. Si era el caso, el tiro le había salido por la culata e iba a descubrirlo muy pronto.
Ella había hecho que se sintiera atrapado e irritado por su creciente dependencia y su deseo de conocer los secretos de su corazón. Y además se había sentido extrañamente fuera de control. Había sido un alivio liberarse del poder sensual que ejercía sobre él, a pesar de que a veces había echado de menos la pasión de sus abrazos. Había dejado de volar con la aerolínea en la que ella trabajaba para no mantener ningún contacto con ella y evitar la tentación de su atractivo. Para evitar la tentación de sus ojos color violeta y el sedoso cabello de color miel que tantas veces había tenido entre sus dedos.
—¿Quieres sentarte?
—Gracias.
A pesar de lo que había comido en el hotel, a _____ le temblaban las piernas y se dejó caer en un sillón de cuero con alivio.
—¿Quieres beber algo? ¿Un vaso de agua, tal vez?
Ella negó con la cabeza, sintiéndose como si estuviera en una entrevista de trabajo. Rezó para que su compostura no la abandonara cuando la necesitaba más que nunca.
—No, gracias —musitó.
Joe la miró, esperando alguna explicación por su visita, pero ella había inclinado la cabeza y examinaba sus dedos como si estuvieran a punto de revelarle algo importantísimo. Eso lo irritó. Volvió a preguntarse qué diablos hacía ella allí.
—¿Y bien?
_____ alzó la cabeza, armándose de valor para enfrentarse a la expresión de su rostro. Las palabras que había ensayado en silencio durante todo el trayecto de repente le parecieron tan inadecuadas como intentar contener con un dedo el agua que salía por la grieta de una presa.
«No hay una buena manera de decirlo, _____; así que dilo de una vez».
—Estoy embarazada, Joe.
Él no se movió ni reaccionó visiblemente. Dio gracias al cielo por su característica apariencia enigmática, que nunca le había fallado.
—¿Me has oído, Joe? —la voz de _____ sonó temblorosa mientras escrutaba su rostro—. He dicho…
—Ne, te he oído —Joe, inexplicablemente, se encontró pensando en Notus, el viento del sur de Grecia, que siempre llevaba con él las tormentas de verano y otoño. En su vida no podía haberse presentado una tormenta peor que ésa. Un bebé de una mujer que no significaba nada para él. Sin embargo su rostro no desveló lo que pensaba. Miró con fijeza los ojos violeta—. ¿Estás segura?
Ella se preguntó, por un momento, si debería llamarle la atención hacia el abultamiento de su vientre. Pero recordó que había ido allí porque le parecía que era lo correcto. No permitiría que la hiciera sentirse culpable. Aunque él no hubiera planeado el embarazo, ella tampoco.
—Sí, estoy segura. Me hice una prueba y ahora el médico ha confirmado que son… —tragó saliva al ver cómo él levantaba la cabeza de golpe—. Sí, son gemelos. Espero gemelos, Joe. A mediados de enero —concluyó con voz ronca.
Gemelos. La palabra resonó en la consciencia de Joe como una piedra que cayera al agua desde una gran altura. Sintió una sensación de ira y dolor tan intensa que se quedó sin aire.
Gemelos.
Una oleada de emociones indeseadas lo asaltó, devolviéndolo a una infancia que había enterrado y olvidado. Una madre que lo había abandonado. Un padre que nunca estaba en casa. Un hermano con el que estaría vinculado para siempre, le gustara o no. Un hermano con quien se había peleado. Dos hombres que habían permitido que el paso de los años agrandara la grieta que los separaba hasta convertirla en un abismo insalvable.
Joe hizo una mueca. En cierto modo eso favorecía a _____, la naturaleza se había asegurado de que él no cuestionara su paternidad. En cualquier caso, no habría dudado de ella. Su pasión por él cuando estuvieron juntos le había convencido de que no habría sido capaz de tener otro amante, a pesar de sus celos ocasionales. O tal vez era su arrogancia natural la que lo llevaba a pensar que ella tardaría mucho tiempo en permitir que otro hombre la tocara como había hecho él.
«Gemelos». La imagen le inquietaba.
—¿Estás completamente segura de eso?
_____ asintió, diciéndose que era el impacto de la noticia lo que le llevaba a interrogarla como un inquisidor. No podía estar suponiendo que ella lo estuviera poniendo a prueba.
—Sí. Las pruebas son muy sofisticadas hoy en día. Pueden saberlo entre nueve y…
—¡Basta con eso! —la silenció alzando la mano, con un gesto imperioso que dejaba muy claro que no le interesaban los detalles. Que necesitaba tiempo para pensar.
Joe fue hacia una de las enormes ventanas que dejaban ver las innumerables luces de Nueva York, su ciudad adoptiva. Durante el día a veces se trasladaba a un despacho más pequeño donde la luz era más suave y difuminada, porque la magnificencia urbana de esa vista le distraía demasiado si estaba intentando concentrarse en un proyecto. Pero en ese momento agradeció la distracción.
¿Qué diablos hacía un hombre en una situación como ésa?
Unos minutos después, se dio la vuelta. Ella no se había movido y parecía curiosamente frágil en el enorme sillón de cuero. Su precioso cabello estaba recogido con una simple cinta y pensó que no se había esforzado en vestirse para impresionarle. Vio que tenía carne de gallina y supuso que no debía estar acostumbrada al aire acondicionado.
—¡Di algo! —le urgió _____, que era incapaz de soportar su arisco silencio un momento más.
—¿Qué quieres que diga, agapi mu? ¿Qué viviremos felices para siempre y que me casaré contigo? —soltó una carcajada breve y amarga—. Porque no tengo ninguna intención de hacerlo.
Le dolió oír eso, sin duda, tendría que haber sido de piedra para que no le doliera, pero no lo demostró. _____ se había jurado que dijera lo que dijera, por grande que fuera su provocación, no saldría de allí precipitadamente.
Tendrían que manejar la situación como dos adultos, o al menos ella lo haría. Intentó mantener el rostro sereno en vez de rendirse a la tentación de decirle: «¡No me casaría contigo aunque fueras el último hombre del mundo!» Incluso consiguió negar con la cabeza y esbozar una leve sonrisa. Al fin y al cabo él podía haber cuestionado su paternidad y eso habría sido mucho más insultante que negarse a casarse con ella.
—¿Matrimonio? Santo cielo, no. No he venido aquí en busca de eso —dijo con calma.
—¿En serio? —enarcó las cejas negras con incredulidad—. Entonces, ¿por qué has venido?
—Por extraño que te parezca, Joe, no ha sido ningún placer volar hasta aquí, cuando me siento mareada con frecuencia, para ser recibida con insultos y acusaciones. Estoy aquí porque creo que, como padre, tienes derecho a saberlo.
Por primera vez, Joe reaccionó de manera visible, maldiciendo en su lengua materna. Lo provocó que utilizara la palabra «padre», porque para él era mucho más real que hablar de bebés y embarazos. Si no se ganara la vida con las manos, habría dado un puñetazo en la pared. En vez de eso, se desahogó con palabras.
—De acuerdo, ya me lo has dicho. Me parece una forma muy cara y rebuscada de hacerlo. ¿Has venido hasta aquí para decirme eso? ¿No se te ocurrió telefonear?
Ella habría desvelado demasiado si confesara que quería ver su expresión cuando se lo dijera. Podría pensar que contaba con dar la vuelta a la situación; tal vez con que él la tomara en brazos y le dijese que la había echado de menos y que el que llevara dentro a sus bebés era un sueño hecho realidad.
Y lo cierto era que una parte de sí misma no había descartado del todo esa posibilidad, por ilógica que fuera. Tal vez ese hombre que lo tenía todo se daría cuenta de que nada importaba en comparación con las dos vidas que habían creado juntos. Sin embargo, la carencia de emoción de sus orgullosos y bellos rasgos era indiscutible. _____ había buscado la respuesta a una pregunta silenciosa y estaba escrita claramente en su rostro.
Lentamente, _____ empezó a levantarse, con el corazón pesándole en el pecho.
—¿Adónde crees que vas? —exigió él.
—A casa. Bueno, de vuelta al hotel. Ya he hecho lo que he venido a hacer.
—Pero no hemos decidido nada —frunció el ceño, irritado.
—No hay nada que decidir, Joe. No he venido a eso. Ahora conoces lo que pasa y mi conciencia está tranquila.
—¡Pues la mía no! —tronó él. Se pasó los dedos por el oscuro cabello—. ¡Pagaré! —anunció.
Durante un instante ella malinterpretó por completo lo que quería decir con eso. Temblorosa, llevó la mano al brazo del sillón para apoyarse.
—¿Pagar? ¿De qué estás hablando?
—¿Tú que crees? De tu mantenimiento. Del de los bebés… —se atascó tras decir esa palabra—. Me ocuparé de su manutención cuando nazcan —siguió—. Y tú necesitarás dinero para sobrevivir hasta que eso ocurra. Supongo que no te permitirán volar a partir de cierta fecha, ¿no? Imagino que es lo normal.
Ella abrió la boca para decirle que ya no le permitían volar, que había perdido su empleo por no cumplir las reglas, pero no quería quedar como una víctima ante él. De hecho, era imperativo no hacerlo. A partir de ese momento, necesitaba ser fuerte e independiente, no sólo por su propio bien, sino también por el de los bebés. Bebés. _____ se estremeció. Que fueran gemelos podía haber impactado a Joe, pero a ella mucho más. Él estaba acostumbrado, habían sido dos, ella era una completa novata. No tenía ni idea de cómo iba a conseguir apañarse.
—No he venido aquí a pedirte dinero —dijo.
—Puede que no, pero soy un hombre rico y ambos lo sabemos —sus ojos negros destellaron—. Quiero que aceptes lo que ofrezco. De hecho, insisto en ello.
_____ miró sus ojos y comprendió que Joe necesitaba darle algo concreto, como dinero. Así podía lavarse las manos de toda responsabilidad. Desde luego, no había expresado el deseo por el que ella había rezado en secreto: querer tomar parte, por pequeña que fuera, de la vida de sus hijos.
—No estás en situación de insistir en nada, Joe —negó con la cabeza.
Él pensó que era una gran ironía que, considerando el nuevo y vulnerable estado físico de _____, nunca la hubiera visto actuar ni hablar con tanta fuerza y convicción. Pensó que tal vez ella había buscado eso desde el principio, aunque lo negase, algo que lo atara a él.
—Esto no es una batalla de voluntades, _____ —apuntó—. Se trata de actuar de la mejor manera posible en una mala situación. Vives en ese piso diminuto, que algunas personas considerarían demasiado pequeño para uno. ¿Cómo diablos esperas ocuparte no de uno, sino de dos bebés allí? ¿Has pensado en eso?
—¿Tú qué crees? —_____ había pensado en poco más que en eso.
Lo miró con incredulidad, pensando que sería el momento ideal para tener un ataque de histerismo, pero no se permitiría una emoción tan inútil. Pensó en la forma crítica y despectiva en que había hablado de su piso y recordó cuánto se había esforzado con la esperanza de impresionarlo con su hogar. ¡Y él sólo había sentido desdén! Por lo visto no era consciente de que no todo el mundo era tan afortunado como él.
Sin embargo, lo que más le molestaba era su propia cortedad de miras. Era increíble que hubiera cometido tal error de juicio con ese hombre. No entendía cómo había llegado a pensar que lo amaba, cuando él tenía un corazón de piedra.
Se frotó los brazos con las manos, deseando haberse puesto algún tipo de chaqueta. Le lanzó una mirada que dejó muy claro que, por magullada que estuviera su autoestima, volvería a ponerse en pie como pudiera, sin ayuda de él.
—Me las arreglaré —dijo, con voz baja pero digna—. Puede que no sea rica, pero puedes estar seguro de que amaré a esos bebés, Joe. Los querré con todo mi corazón, y no espero nada de ti. ¿Lo has entendido?
Él estrechó los ojos y sus miradas se encontraron. Inesperadamente, sintió que sus palabras lo taladraban. Había dicho que los querría, pero él sabía demasiado bien que ser madre no era garantía de amar a los hijos. Se preguntó si seguiría pensando lo mismo cuando se diera cuenta de que decía muy en serio lo de no casarse con ella. Cabía la posibilidad de que entonces se planteara ofrecerlos en adopción como la solución más sensata.
—Lo he entendido perfectamente —dijo—. Pero quieras ayuda o no, la recibirás. Ingresaré dinero en una cuenta bancaria a tu nombre, lo que hagas con el dinero es asunto tuyo. A cambio, espero que me mantengas informado de cómo va tu embarazo. ¿Queda claro?
—¿Eso significa que quieres estar involucrado? —lo miró con fijeza.
—Significa que quiero un informe de tu embarazo —dijo él, como si hablara del desarrollo de uno de sus proyectos arquitectónicos—. Quiero saber cuando… —endureció su corazón contra sus ojos violeta pero, a pesar de su empeño en no sentir, tuvo que tragar saliva—. Quiero saber cuándo das a luz. ¿Harás eso por mí?
—Sí —la palabra sonó como un suspiro que se perdió en el inmenso despacho. _____ se enderezó. Si no se hubiera sentido tan vulnerable física y emocionalmente, habría salido de allí a buscar la estación de metro más cercana. Pero no tenía fuerzas—. Me gustaría irme ya —susurró. Tenía que irse antes de hacer algo imperdonable, como deshacerse en sollozos y lágrimas delante de él.
Joe vio el temblor de sus labios. En otro tiempo, lo habría interrumpido con un beso, pero ya no podía hacerlo; sería un deshonor para ambos. Su relación había concluido y los dos lo sabían.
Sospechaba lo que ella deseaba realmente, lo que se esperaba de él, pero no podía ofrecer ningún tipo de compromiso emocional a esos dos bebés. Era mejor no prometer nada que incumplir lo prometido. Él provenía del entorno perfecto para ser capaz de abandonar a un hijo. Probablemente llevaba el abandono inscrito en sus venas, en sus genes.
Cerró los puños con ira y tensión, ocultando el gesto tras sus poderosos muslos.
—Mi chófer espera —dijo, seco—. Te acompañaré abajo.
Al oír la fría voz de Vanessa al otro lado de la línea, _____ apretó el auricular con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
—Pero mi vuelo no sale hasta esta tarde —dijo.
—Lo sé. Tengo tu horario de vuelos aquí delante —la voz de Vanessa adquirió un tono positivamente gélido—. Y me gustaría verte ahora mismo.
_____ miró el aparato como si su jefa fuera a salir de él y enfrentarse a ella allí mismo, en su casa, en vez de estar exigiéndole que fuera al aeropuerto con horas de antelación. En el fondo había estado esperando que ocurriera algo así.
Lo raro era que no hubiese sucedido antes.
Habían ocurrido muchas cosas en las semanas transcurridas desde que Joe salió de su piso tras hacerle el amor, dejándola tirada en el suelo, sintiéndose usada y con el corazón roto en pedazos. Se había acostado y llorado a mares durante largo rato.
Había tardado unos días en descubrir que Joe había dejado de volar con Evolo; de hecho había cancelado todas sus reservas de forma abrupta, sin dar explicaciones. Oyó a Vanessa quejándose y protestando en su despacho y había rezado por no ruborizarse y desvelar el hecho de que ella era el motivo de las cancelaciones.
Unas semanas después, _____ había descubierto lo más terrible de todo. Aún le costaba creerlo, pero el médico lo había confirmado y tenía que enfrentarse a la situación lo mejor que pudiera.
«¿Cómo voy a arreglármelas?», se preguntó.
Agradeciendo que la chaqueta del uniforme ocultara lo estrecha que le quedaba ya la falda, se maquilló y se preparó para ver a su jefa. El maquillaje era una especie de máscara y necesitaba camuflaje para ocultar el torbellino de emociones que la asolaba.
Ya en las oficinas, vio a Vanessa a través del cristal, charlando animadamente por teléfono. Pero cuando su jefa la vio, su rostro se contrajo con una mueca de ira. Colgó el aparato y le hizo una seña para que entrara.
—Cierra la puerta —ordenó.
—Querías verme, ¿no? —dijo _____, cerrando. Vanessa no le había pedido que se sentara así que se quedó de pie, como una colegiala traviesa en el despacho del director.
«¿Acaso no lo eres?», la acosó la voz de su conciencia, «¿Es que no te mereces lo que va a suceder ahora mismo?»
—No te hagas la inocente conmigo, _____ —dijo Vanessa con frialdad—. Debes de saber muy bien por qué estás aquí.
—Pensé que… —_____ calló, preguntándose cuánto sabía su jefa e intentando darse tiempo.
—No, ése es el maldito problema, que no pensaste, ¿verdad? Te dejaste llevar y rompiste la regla básica: ¡No acostarse con los clientes!
Los ojos de Vanessa se estrecharon hasta convertirse en rayitas aceradas y _____ pensó que su ira iba mucho más allá del enfado justificable de una jefa. Joe había sugerido que Vanessa se le había insinuado una vez. Y lo había dicho con el tono de voz de un hombre acostumbrado a esa clase de actitud. _____ se estremeció al pensar en qué mujeres estarían intentando seducirlo esos días.
—Lo siento —musitó.
—¿Qué diablos creías que iba a suceder? —Vanessa interrumpió la disculpa de _____ agitando una mano que lucía una manicura perfecta—. ¿No pensaste que la gente se daría cuenta de que lo mirabas con ojos de carnero degollado, por más que intentases disimularlo? ¿Fuiste lo bastante estúpida para pensar que tenías algún futuro con él? ¿De veras creíste que un hombre como Joseph Pavlidis iba a ofrecerte más que un buen revolcón?
—Yo… no tengo por qué escuchar esto, Vanessa.
—Ah, sí, _____, claro que sí. No sólo me has hecho perder a uno de mis clientes más prestigiosos, sino también a los socios que podrían haber volado con él. ¡Lo mínimo que puedes hacer es escucharme hasta el final!
—Pero no queda nada que decir, ¿verdad? —preguntó _____ con el corazón acelerado. Intuía que Vanessa aún no había dicho lo peor.
—¡Hay mucho que decir! —explotó Vanessa—. Has hecho que mi empresa parezca poco profesional.
—Mira, ya te he dicho que lo siento —repitió _____—. Te lo aseguro. Pero Joe fue muy insistente… y yo…
—¿Ah, lo fue? —el rostro de Vanessa enrojeció de ira—. Pues en mi experiencia los hombres no insisten a no ser que reciban luz verde de una mujer —golpeó el escritorio con un bolígrafo—. Y deja que te diga algo más: no volverás a trabajar para una aerolínea. Me aseguraré de ello. Ahora vete.
Una parte de la mente de _____ se preguntó si era posible ser despedida sin más en los tiempos que corrían. Pero se recordó que lo que había hecho podía considerarse falta grave e incumplimiento de contrato digno del despido. Sería preferible marcharse de allí y no volver a ver a nadie de Evolo a insistir en trabajar las dos semanas de preaviso y aguantar que todo el mundo cotilleara a su espalda.
—Te haré llegar el uniforme —susurró.
—Recién salido de la tintorería, espero —replicó Vanessa con voz seca.
De camino a casa, _____ se sintió como una alienígena que acabara de llegar del espacio exterior y se hubiera disfrazado de ser humano. Tenía la sensación de no encajar, ni allí ni en ningún sitio. Necesitaba recurrir a alguien, pero no sabía a quién.
Su madre viuda había vuelto a casarse y se había trasladado a Australia. No podía telefonear y decir: «Mamá, voy a tener un bebé de un hombre al que no cuento con volver a ver nunca».
Tampoco podía decírselo a las amigas que había hecho en el trabajo. Vanessa podría acusarlas de confraternizar con el enemigo y estarían arriesgando sus puestos de trabajo. Sus dos mejores amigas siempre la apoyaban, pero ambas estaban muy ocupadas con sus respectivas profesiones y no vivían en Londres. Si lo hubieran hecho, tal vez habría podido desahogarse con ellas; pero lo cierto era que le incomodaba la idea de contar la terrible noticia.
«Sobre todo sin habérselo dicho al padre», pensó, estremeciéndose.
El cálido sol de agosto caía a plomo sobre su cabeza, pero por dentro se sentía como si alguien hubiera reemplazado su sangre con cubitos de hielo, mientras se repetía una y otra vez las mismas palabras.
«Voy a tener un bebé», ésa era la realidad.
«Sin hombre, sin trabajo, sin perspectivas», eso también era la realidad.
_____ se quedó parada viendo pasar un típico autobús londinense de color rojo, sin distinguir los rostros de los pasajeros. Una pregunta martilleaba su cerebro: «¿Qué diablos voy a hacer?»
Instintivamente, se puso la mano en el vientre. Estaba más abultado, sin duda, pero nadie se había dado cuenta. Aún. Vanessa no habría dudado en atacarla por ahí si hubiera sabido que estaba embarazada de Joe.
«Embarazada de Joe». Tiritó. Su ex amante griego iba a ser padre y no lo sabía. Nadie lo sabía, pero pronto la verdad sería evidente. Se preguntó qué haría entonces.
Fue a casa, se quitó el uniforme y se puso un vestido de verano. Luego se examinó desde todos los ángulos en el espejo que había en un rincón de su dormitorio. El vestido era suelto y su figura se intuía debajo. Cualquiera que la viese la tomaría por una joven sana y curvilínea, sin adivinar que una nueva vida se desarrollaba en su interior.
En un cajón semiabierto captó un destello brillante entre pasadores y gomas para el pelo. Sintió una punzada de dolor al ver que eran los pendientes de plata y ámbar que Joe le había dado esa última y desafortunada noche.
Se preguntó si habían sido un regalo de despedida. Suponía que sí. Al final las cosas no habían salido como sospechaba que él las había planeado. Su relación había acabado de forma dramática, pero el que concluyera no había sido algo totalmente inesperado para ella.
Sin embargo, dado que esa relación iba a tener una enorme y duradera consecuencia final, tenía que actuar con más madurez que nunca en su vida. Aunque Joe no hubiera elegido crear un nuevo ser en esas circunstancias, y desde luego ella tampoco, lo cierto era que había ocurrido. El bebé existía y él, como padre, tenía derecho a saberlo.
Sin duda lo tenía. _____ había adorado a su padre y habría sido terrible que le hubieran negado una relación con él sencillamente porque su madre y él no hubieran estado juntos.
Pero una cosa era decidir contárselo y otra muy distinta hacerlo. Después de que le hicieran la ecografía de las doce semanas, supo que no podía retrasarlo más. Una carta le parecía demasiado impersonal. Varias veces alzó el teléfono para volver a colgarlo. Le parecía imposible darle una noticia tan impactante por teléfono a un hombre como Joe.
Y había más que eso. Una llamada de larga distancia, por buena que fuera la conexión, ocultaría muchas cosas. Además, él podría negarse a aceptar la llamada. Algo la atenazaba por dentro y supo que quería, que necesitaba, ver su rostro cuando le diera la noticia. Tal vez fuera por un perverso deseo de ver la verdad en sus ojos, por dolorosa que fuera, y así poder liberarse de sus sentimientos por él definitivamente. O quizás se debiera a la necesidad de volver a recuperar el control de una vida que había cambiado de rumbo en muchos sentidos.
Una vez se decidió, _____ lo organizó todo rápidamente; la reconfortaba estar ocupada. Era como si concentrarse en la logística que requería ir a verlo la ayudara a no pensar en el futuro. Reservó un vuelo a Nueva York, encontró un hotel y telefoneó a su madre.
—Te recomiendo que lleves una maleta medio vacía —le dijo su madre, desde Australia—. Dicen que merece la pena ir de compras en Nueva York.
—Sí, es verdad —contestó _____, intentando sonar «normal». Sin embargo, a pesar de que una persona sensata aprovecharía para comprar ropa premamá, lo último que le apetecía era ir de compras. Además, no le sobraba el dinero. Se había apuntado a una agencia de empleo temporal y, aunque le habían ofrecido varias sustituciones como secretaria, no ganaba demasiado y necesitaba ahorrar cuanto pudiera, antes de que el embarazo le impidiera seguir trabajando.
Hacía años que _____ no había visitado Estados Unidos. Con Evolo siempre realizaba trayectos cortos. Aun así, le gustaba volar y habría disfrutado con la experiencia si el motivo de su viaje no le hubiera impedido dormir y concentrarse en las películas disponibles.
Al ser ella quien pagaba el hotel, en vez de la aerolínea, descubrió que no había hoteles baratos en el centro de la ciudad; tuvo que conformarse con una habitación pequeña, limpia pero carente de atractivo. Un jarrón con flores de plástico y un enorme aparato de televisión dominaban el limitado espacio. Pero al menos la ducha funcionaba y tras utilizarla se sintió mucho mejor.
Se tumbó con la intención de descansar un momento, pero cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que habían pasado horas. La luz artificial que entraba por la pequeña ventana la llevó a mirar su reloj de pulsera. Eran casi las diez de la noche.
A _____ se le encogió el corazón. Había planeado ir a la oficina de Joe y pedir verlo, sin darle tiempo a buscar una razón para rechazarla. Sin embargo, en ese momento comprendió que no había estado pensando con lógica. Un hombre con la posición de Joe no era accesible al público sin previo aviso.
En Evolo había trabajado para suficientes hombres poderosos como para saber que nunca les faltaba protección. Fuera de noche o de día, si quería ver a Joe, necesitaría que él diera su aprobación. De ninguna manera iba a conseguir verlo de sopetón, sin anunciarse, a no ser que optara por pasear por la puerta de su edificio de oficinas. Y hacer eso sería una indignidad.
_____ hizo una mueca. De ninguna manera iba a posponer lo inevitable un minuto más. Cuanto antes cumpliera con su deber, antes podría marcharse.
«Pero son las diez de la noche. ¿Y si está con otra mujer?», titubeó.
Decidió que, si era el caso, también tendría que enfrentarse a eso porque también sería parte de la realidad.
Tenía el pelo alborotado, por dormir sobre él estando húmedo tras la ducha, pero no tenía tiempo de arreglárselo. No iba a ningún concurso de belleza. _____ había eliminado de su corazón y de su mente cualquier posibilidad de que Joe le echara un vistazo y se diera cuenta de lo tonto que había sido. La vida no era así, e incluso si lo fuera, ella llevaba semanas reafirmando su autoestima. En ningún caso quería estar con un hombre que la trataba como un objeto sexual, como había hecho Joe, a pesar de que antes lo hubiera permitido y aceptado.
Tras maquillarse un poco, se recogió el cabello y se puso el vestido suelto. Después sacó el teléfono móvil y marcó su número con un dedo tembloroso.
Sonó tantas veces que pensó que iba a saltar el contestador, pero finalmente se oyó un clic.
—¿Sí? —dijo con su distintivo acento.
Él debía haber visto su nombre aparecer en la pantalla, porque captó el tono de desgana de su voz y sintió ganas de llorar. Deseó poder colgar sin más, pero no era una opción. Inspiró con fuerza.
—¿Joe? Hola, soy yo, _____. ¿Te molesto?
Él no contestó. Con la vista fija en las luces de los edificios de Nueva York, Joe se planteó mil formas de responder a su pregunta. No había esperado que le telefoneara, ni lo había deseado especialmente. Pero había picado su curiosidad y se preguntaba qué la había llevado a tragarse su orgullo y ponerse en contacto con él.
—¿Cómo estás, _____?
—Necesito verte —afirmó ella, dado que le resultaba difícil saber qué contestar a su pregunta.
—Pero estoy en Nueva York —dijo él tras una pausa. Lo había sorprendido ese «necesito».
—Sí, lo sé. Yo también.
Esa vez la pausa fue tan larga que _____ temió que hubiera colgado. Para su sorpresa, él no exigió saber qué hacía en Nueva York. Lo cierto era que Joe era muchas cosas, pero nunca predecible.
—¿Dónde estás exactamente? —preguntó.
Ella leyó la dirección que había en la parte superior de la carta del servicio de habitaciones que había sobre el escritorio.
—¿Lo conoces?
Joe pensó que la vida era exquisita en sus ironías. Cerró los ojos. Recordaba haberse alojado en esa misma zona cuando era un recién llegado a la ciudad, presumiblemente por las mismas razones que ella, y haber pensado que las afamadas calles de Nueva York distaban mucho de estar pavimentadas con oro. Había visto a gente sin hogar y también hambrienta. Recordó su decepción y también su determinación de conquistar esa gran ciudad. En pocas semanas había encontrado un trabajo con el que pagarse los estudios universitarios y no había vuelto a esa zona nunca.
—¿Puedes venir aquí? —preguntó con voz sedosa.
—¿Adónde?
—Estoy en la oficina.
_____ contuvo un instintivo suspiro de alivio. Al menos no estaba con quienquiera que la hubiese sustituido en sus brazos.
—Trabajas hasta muy tarde —comentó.
Él apretó los labios. Deseó decirle que cuánto trabajara no era asunto suyo y preguntarle qué diablos estaba haciendo en Nueva York.
—Enviaré un coche a recogerte —dijo con tono acerado.
La frialdad de su voz recordó a _____ otra cruda realidad. Eran ex amantes. El corazón de Joe no alojaba ningún cariño hacia ella. «Y eso empeorará cuando descubra lo que tienes que decirle…»
—No, iré en metro…
—No seas ridícula, _____ —interrumpió él, chasqueando la lengua con impaciencia—. Es tarde y he dicho que enviaré un coche. El conductor te llamará cuando esté abajo.
_____ comprendió que no tenía sentido discutir con él, de hecho sería una estupidez, dadas las circunstancias. No había razón para rechazar la oferta de transporte seguro en una ciudad desconocida y en mitad de la noche.
—Gracias —aceptó. Colgó el teléfono.
Empezaba a sentirse rara y no sabía si se debía a que estaba embarazada, al efecto del largo vuelo o a que no había comido desde poco después de iniciar el viaje.
«¡Come algo!», se ordenó.
Su cuerpo exigía alimento y no tenía deseos de desmayarse delante de él. Asaltó el minibar como una adolescente caprichosa y tomó una chocolatina, galletas saladas y un vaso zumo, preguntándose cuánto le cobrarían por esa comida basura. Después sonó su teléfono y se sintió como alguien que se encaminara a su propio juicio.
Una limusina oscura esperaba ante el hotel y un chófer uniformado le abrió la puerta. Se recostó en el cómodo asiento de cuero y el poderoso coche empezó a circular por calles desconocidas para ella pero, aun así, extrañamente familiares por haberlas visto durante años en series televisivas. _____ no les prestó demasiada atención, estaba concentrada en elegir las palabras que iba a utilizar.
¿Cómo se le decía a alguien que pertenecía decididamente al pasado que una llevaba dentro una parte de su futuro?
El vehículo se detuvo ante un enorme y alto edificio, escasamente iluminado excepto en la última planta. Una joven esperaba en la entrada. Sus rizos oscuros y su atractivo vestido color escarlata hicieron que _____ se sintiera pálida y desvaída. Se preguntó quién sería, odiándose por ello, mientras la morena le abría la puerta del coche.
—Hola, soy Miriam —la mujer sonrió y sus dientes brillaron como los de un anuncio de pasta dentífrica—. Joe me ha pedido que bajara a buscarte. Está arriba, en su despacho.
—Gracias —dio _____.
El ascensor de cristal inició la subida y ella se sintió más tensa que nunca. Él no se había molestado en bajar a buscarla. Le intrigaba saber cómo había justificado su súbita aparición a la tal Miriam. Tal vez era su novia y la había enviado para no dar lugar a ningún malentendido. O podía hacer la función de asistente personal y filtro de un hombre poderoso y estar presente en lo que seguramente iba a ser la conversación más difícil de toda la vida de _____.
No estaba dispuesta a permitir eso. Se negaba a tener audiencia mientras tartamudeaba su confesión. Él podía contárselo a Miriam después, si quería, cuando ella se marchase de allí.
La condujeron a un enorme y bonito despacho, dominado por un escritorio enorme sobre el que había varios planos en distintos estadios de desarrollo y un bote lleno de lápices y bolígrafos. Aparte de eso, la habitación carecía por completo de adornos, cuadros o fotografías. Al principio, _____ no vio a Joe, pero lo percibió, más que oírlo a su espalda. Se dio la vuela y lo vio en el otro extremo de la larga habitación, observándola. No pudo evitar estremecerse con una mezcla de miedo y deseo.
—Eso será todo, Miriam —dijo él.
_____ pensó que, al menos, no parecía que fuera su novia.
—¿Es tu secretaria? —pregunto esperanzada cuando la otra mujer cerró la puerta al salir.
—En realidad es arquitecto —farfulló Joe, notando que ella se tensaba al oír el tono cáustico de su voz. Pero no debería haber esperado otra cosa. No tenía ni idea de por qué estaba allí y tal vez formara parte de un sofisticado plan. Tal vez por eso había puesto fin a la relación sin darle tiempo a hacerlo él. Podía haber sido un golpe emocional, un torpe intento destinado a conseguir un compromiso. Si era el caso, el tiro le había salido por la culata e iba a descubrirlo muy pronto.
Ella había hecho que se sintiera atrapado e irritado por su creciente dependencia y su deseo de conocer los secretos de su corazón. Y además se había sentido extrañamente fuera de control. Había sido un alivio liberarse del poder sensual que ejercía sobre él, a pesar de que a veces había echado de menos la pasión de sus abrazos. Había dejado de volar con la aerolínea en la que ella trabajaba para no mantener ningún contacto con ella y evitar la tentación de su atractivo. Para evitar la tentación de sus ojos color violeta y el sedoso cabello de color miel que tantas veces había tenido entre sus dedos.
—¿Quieres sentarte?
—Gracias.
A pesar de lo que había comido en el hotel, a _____ le temblaban las piernas y se dejó caer en un sillón de cuero con alivio.
—¿Quieres beber algo? ¿Un vaso de agua, tal vez?
Ella negó con la cabeza, sintiéndose como si estuviera en una entrevista de trabajo. Rezó para que su compostura no la abandonara cuando la necesitaba más que nunca.
—No, gracias —musitó.
Joe la miró, esperando alguna explicación por su visita, pero ella había inclinado la cabeza y examinaba sus dedos como si estuvieran a punto de revelarle algo importantísimo. Eso lo irritó. Volvió a preguntarse qué diablos hacía ella allí.
—¿Y bien?
_____ alzó la cabeza, armándose de valor para enfrentarse a la expresión de su rostro. Las palabras que había ensayado en silencio durante todo el trayecto de repente le parecieron tan inadecuadas como intentar contener con un dedo el agua que salía por la grieta de una presa.
«No hay una buena manera de decirlo, _____; así que dilo de una vez».
—Estoy embarazada, Joe.
Él no se movió ni reaccionó visiblemente. Dio gracias al cielo por su característica apariencia enigmática, que nunca le había fallado.
—¿Me has oído, Joe? —la voz de _____ sonó temblorosa mientras escrutaba su rostro—. He dicho…
—Ne, te he oído —Joe, inexplicablemente, se encontró pensando en Notus, el viento del sur de Grecia, que siempre llevaba con él las tormentas de verano y otoño. En su vida no podía haberse presentado una tormenta peor que ésa. Un bebé de una mujer que no significaba nada para él. Sin embargo su rostro no desveló lo que pensaba. Miró con fijeza los ojos violeta—. ¿Estás segura?
Ella se preguntó, por un momento, si debería llamarle la atención hacia el abultamiento de su vientre. Pero recordó que había ido allí porque le parecía que era lo correcto. No permitiría que la hiciera sentirse culpable. Aunque él no hubiera planeado el embarazo, ella tampoco.
—Sí, estoy segura. Me hice una prueba y ahora el médico ha confirmado que son… —tragó saliva al ver cómo él levantaba la cabeza de golpe—. Sí, son gemelos. Espero gemelos, Joe. A mediados de enero —concluyó con voz ronca.
Gemelos. La palabra resonó en la consciencia de Joe como una piedra que cayera al agua desde una gran altura. Sintió una sensación de ira y dolor tan intensa que se quedó sin aire.
Gemelos.
Una oleada de emociones indeseadas lo asaltó, devolviéndolo a una infancia que había enterrado y olvidado. Una madre que lo había abandonado. Un padre que nunca estaba en casa. Un hermano con el que estaría vinculado para siempre, le gustara o no. Un hermano con quien se había peleado. Dos hombres que habían permitido que el paso de los años agrandara la grieta que los separaba hasta convertirla en un abismo insalvable.
Joe hizo una mueca. En cierto modo eso favorecía a _____, la naturaleza se había asegurado de que él no cuestionara su paternidad. En cualquier caso, no habría dudado de ella. Su pasión por él cuando estuvieron juntos le había convencido de que no habría sido capaz de tener otro amante, a pesar de sus celos ocasionales. O tal vez era su arrogancia natural la que lo llevaba a pensar que ella tardaría mucho tiempo en permitir que otro hombre la tocara como había hecho él.
«Gemelos». La imagen le inquietaba.
—¿Estás completamente segura de eso?
_____ asintió, diciéndose que era el impacto de la noticia lo que le llevaba a interrogarla como un inquisidor. No podía estar suponiendo que ella lo estuviera poniendo a prueba.
—Sí. Las pruebas son muy sofisticadas hoy en día. Pueden saberlo entre nueve y…
—¡Basta con eso! —la silenció alzando la mano, con un gesto imperioso que dejaba muy claro que no le interesaban los detalles. Que necesitaba tiempo para pensar.
Joe fue hacia una de las enormes ventanas que dejaban ver las innumerables luces de Nueva York, su ciudad adoptiva. Durante el día a veces se trasladaba a un despacho más pequeño donde la luz era más suave y difuminada, porque la magnificencia urbana de esa vista le distraía demasiado si estaba intentando concentrarse en un proyecto. Pero en ese momento agradeció la distracción.
¿Qué diablos hacía un hombre en una situación como ésa?
Unos minutos después, se dio la vuelta. Ella no se había movido y parecía curiosamente frágil en el enorme sillón de cuero. Su precioso cabello estaba recogido con una simple cinta y pensó que no se había esforzado en vestirse para impresionarle. Vio que tenía carne de gallina y supuso que no debía estar acostumbrada al aire acondicionado.
—¡Di algo! —le urgió _____, que era incapaz de soportar su arisco silencio un momento más.
—¿Qué quieres que diga, agapi mu? ¿Qué viviremos felices para siempre y que me casaré contigo? —soltó una carcajada breve y amarga—. Porque no tengo ninguna intención de hacerlo.
Le dolió oír eso, sin duda, tendría que haber sido de piedra para que no le doliera, pero no lo demostró. _____ se había jurado que dijera lo que dijera, por grande que fuera su provocación, no saldría de allí precipitadamente.
Tendrían que manejar la situación como dos adultos, o al menos ella lo haría. Intentó mantener el rostro sereno en vez de rendirse a la tentación de decirle: «¡No me casaría contigo aunque fueras el último hombre del mundo!» Incluso consiguió negar con la cabeza y esbozar una leve sonrisa. Al fin y al cabo él podía haber cuestionado su paternidad y eso habría sido mucho más insultante que negarse a casarse con ella.
—¿Matrimonio? Santo cielo, no. No he venido aquí en busca de eso —dijo con calma.
—¿En serio? —enarcó las cejas negras con incredulidad—. Entonces, ¿por qué has venido?
—Por extraño que te parezca, Joe, no ha sido ningún placer volar hasta aquí, cuando me siento mareada con frecuencia, para ser recibida con insultos y acusaciones. Estoy aquí porque creo que, como padre, tienes derecho a saberlo.
Por primera vez, Joe reaccionó de manera visible, maldiciendo en su lengua materna. Lo provocó que utilizara la palabra «padre», porque para él era mucho más real que hablar de bebés y embarazos. Si no se ganara la vida con las manos, habría dado un puñetazo en la pared. En vez de eso, se desahogó con palabras.
—De acuerdo, ya me lo has dicho. Me parece una forma muy cara y rebuscada de hacerlo. ¿Has venido hasta aquí para decirme eso? ¿No se te ocurrió telefonear?
Ella habría desvelado demasiado si confesara que quería ver su expresión cuando se lo dijera. Podría pensar que contaba con dar la vuelta a la situación; tal vez con que él la tomara en brazos y le dijese que la había echado de menos y que el que llevara dentro a sus bebés era un sueño hecho realidad.
Y lo cierto era que una parte de sí misma no había descartado del todo esa posibilidad, por ilógica que fuera. Tal vez ese hombre que lo tenía todo se daría cuenta de que nada importaba en comparación con las dos vidas que habían creado juntos. Sin embargo, la carencia de emoción de sus orgullosos y bellos rasgos era indiscutible. _____ había buscado la respuesta a una pregunta silenciosa y estaba escrita claramente en su rostro.
Lentamente, _____ empezó a levantarse, con el corazón pesándole en el pecho.
—¿Adónde crees que vas? —exigió él.
—A casa. Bueno, de vuelta al hotel. Ya he hecho lo que he venido a hacer.
—Pero no hemos decidido nada —frunció el ceño, irritado.
—No hay nada que decidir, Joe. No he venido a eso. Ahora conoces lo que pasa y mi conciencia está tranquila.
—¡Pues la mía no! —tronó él. Se pasó los dedos por el oscuro cabello—. ¡Pagaré! —anunció.
Durante un instante ella malinterpretó por completo lo que quería decir con eso. Temblorosa, llevó la mano al brazo del sillón para apoyarse.
—¿Pagar? ¿De qué estás hablando?
—¿Tú que crees? De tu mantenimiento. Del de los bebés… —se atascó tras decir esa palabra—. Me ocuparé de su manutención cuando nazcan —siguió—. Y tú necesitarás dinero para sobrevivir hasta que eso ocurra. Supongo que no te permitirán volar a partir de cierta fecha, ¿no? Imagino que es lo normal.
Ella abrió la boca para decirle que ya no le permitían volar, que había perdido su empleo por no cumplir las reglas, pero no quería quedar como una víctima ante él. De hecho, era imperativo no hacerlo. A partir de ese momento, necesitaba ser fuerte e independiente, no sólo por su propio bien, sino también por el de los bebés. Bebés. _____ se estremeció. Que fueran gemelos podía haber impactado a Joe, pero a ella mucho más. Él estaba acostumbrado, habían sido dos, ella era una completa novata. No tenía ni idea de cómo iba a conseguir apañarse.
—No he venido aquí a pedirte dinero —dijo.
—Puede que no, pero soy un hombre rico y ambos lo sabemos —sus ojos negros destellaron—. Quiero que aceptes lo que ofrezco. De hecho, insisto en ello.
_____ miró sus ojos y comprendió que Joe necesitaba darle algo concreto, como dinero. Así podía lavarse las manos de toda responsabilidad. Desde luego, no había expresado el deseo por el que ella había rezado en secreto: querer tomar parte, por pequeña que fuera, de la vida de sus hijos.
—No estás en situación de insistir en nada, Joe —negó con la cabeza.
Él pensó que era una gran ironía que, considerando el nuevo y vulnerable estado físico de _____, nunca la hubiera visto actuar ni hablar con tanta fuerza y convicción. Pensó que tal vez ella había buscado eso desde el principio, aunque lo negase, algo que lo atara a él.
—Esto no es una batalla de voluntades, _____ —apuntó—. Se trata de actuar de la mejor manera posible en una mala situación. Vives en ese piso diminuto, que algunas personas considerarían demasiado pequeño para uno. ¿Cómo diablos esperas ocuparte no de uno, sino de dos bebés allí? ¿Has pensado en eso?
—¿Tú qué crees? —_____ había pensado en poco más que en eso.
Lo miró con incredulidad, pensando que sería el momento ideal para tener un ataque de histerismo, pero no se permitiría una emoción tan inútil. Pensó en la forma crítica y despectiva en que había hablado de su piso y recordó cuánto se había esforzado con la esperanza de impresionarlo con su hogar. ¡Y él sólo había sentido desdén! Por lo visto no era consciente de que no todo el mundo era tan afortunado como él.
Sin embargo, lo que más le molestaba era su propia cortedad de miras. Era increíble que hubiera cometido tal error de juicio con ese hombre. No entendía cómo había llegado a pensar que lo amaba, cuando él tenía un corazón de piedra.
Se frotó los brazos con las manos, deseando haberse puesto algún tipo de chaqueta. Le lanzó una mirada que dejó muy claro que, por magullada que estuviera su autoestima, volvería a ponerse en pie como pudiera, sin ayuda de él.
—Me las arreglaré —dijo, con voz baja pero digna—. Puede que no sea rica, pero puedes estar seguro de que amaré a esos bebés, Joe. Los querré con todo mi corazón, y no espero nada de ti. ¿Lo has entendido?
Él estrechó los ojos y sus miradas se encontraron. Inesperadamente, sintió que sus palabras lo taladraban. Había dicho que los querría, pero él sabía demasiado bien que ser madre no era garantía de amar a los hijos. Se preguntó si seguiría pensando lo mismo cuando se diera cuenta de que decía muy en serio lo de no casarse con ella. Cabía la posibilidad de que entonces se planteara ofrecerlos en adopción como la solución más sensata.
—Lo he entendido perfectamente —dijo—. Pero quieras ayuda o no, la recibirás. Ingresaré dinero en una cuenta bancaria a tu nombre, lo que hagas con el dinero es asunto tuyo. A cambio, espero que me mantengas informado de cómo va tu embarazo. ¿Queda claro?
—¿Eso significa que quieres estar involucrado? —lo miró con fijeza.
—Significa que quiero un informe de tu embarazo —dijo él, como si hablara del desarrollo de uno de sus proyectos arquitectónicos—. Quiero saber cuando… —endureció su corazón contra sus ojos violeta pero, a pesar de su empeño en no sentir, tuvo que tragar saliva—. Quiero saber cuándo das a luz. ¿Harás eso por mí?
—Sí —la palabra sonó como un suspiro que se perdió en el inmenso despacho. _____ se enderezó. Si no se hubiera sentido tan vulnerable física y emocionalmente, habría salido de allí a buscar la estación de metro más cercana. Pero no tenía fuerzas—. Me gustaría irme ya —susurró. Tenía que irse antes de hacer algo imperdonable, como deshacerse en sollozos y lágrimas delante de él.
Joe vio el temblor de sus labios. En otro tiempo, lo habría interrumpido con un beso, pero ya no podía hacerlo; sería un deshonor para ambos. Su relación había concluido y los dos lo sabían.
Sospechaba lo que ella deseaba realmente, lo que se esperaba de él, pero no podía ofrecer ningún tipo de compromiso emocional a esos dos bebés. Era mejor no prometer nada que incumplir lo prometido. Él provenía del entorno perfecto para ser capaz de abandonar a un hijo. Probablemente llevaba el abandono inscrito en sus venas, en sus genes.
Cerró los puños con ira y tensión, ocultando el gesto tras sus poderosos muslos.
—Mi chófer espera —dijo, seco—. Te acompañaré abajo.
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Capitulo 6
Por primera vez en su vida, Joseph Pavlidis supo que se había equivocado. Había esperado… no sabía bien qué. Tal vez que _____ utilizara el embarazo para tener más acceso a su vida, para intentar convertirse en parte de ella, por mucho que lo hubiera negado en un principio.
Sí, sin duda. En el pasado, y muy a menudo, las mujeres le habían mentido o habían intentado ocultar sus auténticos propósitos con el fin de atraparlo. Además ella tenía una razón más válida que cualquiera de sus predecesoras para tenerlo en su vida. Había dos bebés en camino. Dos bebés que, según el calendario que tenía en la pared de la cocina, nacerían en muy pocas semanas.
Joe terminó de anudarse la corbata de seda y contempló su imagen en el espejo. Tenía ojeras y el rostro rígido y serio. En el frenético mundo que había más allá de su piso, una Nueva York nevada se preparaba para las vacaciones; ninguna ciudad lo hacía mejor.
El árbol de Navidad gigante del centro Rockefeller destellaba con innumerables luces de colores y la pista de hielo estaba llena de patinadores felices. Los escaparates de las tiendas exhibían imágenes nostálgicas, sacadas directamente de las páginas de libros infantiles. En la repisa de su chimenea había docenas de invitaciones, pero no les había prestado atención.
Se preguntaba a qué diablos jugaba _____.
Había esperado que la generosa pensión que ingresaba en su cuenta desapareciera de inmediato, pero se había equivocado.
Había esperado informes suyos con regularidad, rebosantes de detalles, que tendrían el objetivo de involucrarlo en su embarazo. De nuevo, se había equivocado.
_____ no había sacado dinero de la cuenta, ni un centavo, y la única noticia que había tenido del embarazo habían sido las imágenes de una de sus ecografías. Habían llegado en un sobre marrón, con la leyenda «Privado y confidencial» en una esquina. Joe las había estudiado largo rato.
Estaba acostumbrado a estudiar imágenes. Parte de su trabajo era ver cómo un boceto se transformaba en algo real. Sin embargo lo que tenía delante era ajeno a su experiencia.
Al principio sus ojos apenas pudieron distinguir las granuladas sombras de la foto. Pero, gradualmente, como una de esas ilusiones ópticas que tardan en adquirir consistencia, la imagen se fue aclarando. Aun así, le había resultado difícil creer lo que veía. Parecía mentira que esas dos formas diminutas fueran seres humanos en potencia.
A pesar de su empeño en no pensar en el tema, en ese momento sintió un pinchazo, mezcla de maravilla y el dolor. Rindiéndose a un extraño impulso, levantó el teléfono y marcó el número de _____ en Inglaterra.
—¿Hola? —contestó ella con desasosiego.
—Soy yo, Joe.
«Sé que eres tú», pensó _____, tragando aire.
—Hola, Joe.
Desde luego, no era la mejor bienvenida del mundo. Joe miró el cielo de Nueva York, aclarándose con el amanecer, y apretó los labios.
—Llamaba para saber cómo estás.
«Dale datos», se dijo _____. «Sólo datos, es lo único que quiere».
—Los médicos están bastante contentos. El embarazo se desarrolla según lo previsto y los bebés… —le pareció raro estar hablando de eso, darle detalles íntimos a un hombre al que consideraba casi un extraño. Que era poco más que un desconocido—. Los bebés están bien, o eso me dicen cuando examinan las ecografías. ¿Recibiste las fotos que te envié?
A Joe se le aceleró el ritmo del corazón, a pesar de que no quería reaccionar. Cuando decía «bebés» con su suave acento inglés, le sonaba estremecedoramente real y muy distante a un tiempo.
—Sí, sí. Las recibí. ¿Qué vas a hacer estas Navidades?
Ella se dijo que no debía hacerse ilusiones, pero no pudo controlar el súbito vuelco esperanzado de su corazón. Supuso que él no era consciente de que estaba atrapada por las circunstancias. Si le decía la verdad, que sus planes eran una sobredosis de bombones y películas románticas, sonaría como una pobre víctima desesperada por que su caballero andante fuera a rescatarla en su alazán. Estaba claro que Joe no era ningún caballero andante, y ella no era una víctima.
—Ah, estoy muy vaga, no me moveré mucho —dijo, con el tono más ronroneante y satisfecho que pudo—. ¿Y tú?
Él pensó en todas las fiestas a las que había sido invitado y en la gente que asistiría a ellas: las esqueléticas y elegantes mujeres ansiosas por complacerlo y llevarlo a su cama; las burguesas de Park Avenue, ansiosas por casar a sus hijas y dispuestas a ofrecer una cuantiosa dote a cambio del poder y virilidad del griego de oro. Pero, de repente, la voz satisfecha de _____ se convirtió en el foco central de su mente y sintió los primeros destellos de irritación.
Porque su respuesta tampoco era la que había esperado. Debería haber habido un deje de añoranza en su voz, como si deseara o esperara que las cosas fueran distintas entre ellos. Como si deseara pasar las vacaciones acurrucada con él, ante una chimenea encendida.
—Bah, los festejos habituales en esta temporada —dijo con indiferencia, pasando el dedo por el borde dorado de una tarjeta—. Más invitaciones de las que puedo aceptar. Ya sabes cómo son esas cosas.
Ella no lo sabía, por supuesto, pero Joe no era consciente de eso y no tenía por qué explicarle que llevaba una vida casi de reclusa. Tal vez su deseo de pasar en casa tanto tiempo como podía fuese un estratagema de la naturaleza para garantizarle el descanso que ansiaba su agotado cuerpo.
Había sido muy bien aceptada por sus compañeras en las clases de preparación al parto, eran encantadoras, a pesar de ser la única madre soltera en un grupo de parejas. Todas querían mimarla porque iba a tener gemelos, y a _____ no le molestaba en absoluto, pero un instinto protector la había llevado a evitar responder a sus curiosas preguntas.
Quizá se equivocara, pero no tenía ganas de contarles su historia. Habría sonado como si, estúpidamente, hubiera querido tocar las estrellas para terminar cayendo en picado a tierra.
«Me enamoré de un multimillonario griego y cuando rompimos descubrí que estaba embarazada».
Incluso a ella le sonaba al cuento de una cazafortunas típica.
—¿Querías algo más, Joe? Tengo que dejarte —dijo. Debía hacerlo antes de que la aguda lengua de él consiguiera atravesar la precaria fachada que había erigido para ocultar sus sentimientos y estallara en lágrimas.
—¿Estás sola? —Joe estrechó los ojos y detuvo el movimiento de su dedo en la tarjeta.
—¿Disculpa?
—¿Hay un hombre contigo, tal vez?
_____ aferró el receptor. Si no la hubiera anonadado tanto su increíble desfachatez, habría soltado una carcajada por su arrogancia.
—No sé si habrás visto a alguna mujer en el último mes de un embarazo de gemelos —le escupió—. Casi podría halagarme que me creas capaz de interesar a un hombre en ese estado, si fuera asunto de tu incumbencia, pero no lo es. Soy libre, Joe, no tienes ningún derecho sobre mí, ni voz ni voto en lo que haga con mi vida. Si no tienes más que decir, voy a colgar —inhaló profundamente—. Ah, y no te preocupes, te enviaré un mensaje de texto cuando me ponga de parto. Adiós.
Joe tardó un momento en comprender que había cumplido su amenaza: ¡había colgado! Y tardó un momento más en procesar sus palabras. Le había dicho que no tenía ningún derecho sobre ella. De hecho, no se lo había dicho, más bien había escupido la información, como una mujer impaciente por concluir la llamada.
Nunca la había oído hablar así. Siempre se había adecuado al estado de ánimo de él y, aunque eso lo había irritado mucho en aquella época, no estaba seguro de aprobar la actitud de la nueva y terminante _____.
E iba a enviarle un mensaje de texto cuando se pusiera de parto. ¡Un mensaje de texto! En su mundo, ese tipo de noticias no se impartían de manera tan informal. Miró las invitaciones malhumorado.
Trabajó hasta tarde y después asistió a una cena, fundamentalmente porque estaba a la vuelta de la esquina de la oficina. El piso era precioso y la fiesta maravillosa, incluso para alguien de estándares tan elevados como los de Joe. Era un ático enorme, iluminado por velas altas y perfumado con flores blancas de aspecto cerúleo, en un rincón había un austero árbol de Navidad de color negro, decorado sólo con relucientes bolas blancas.
Todo conjuntaba y no había nada fuera de lugar. Una habitación tan despejada como podía imaginarse. Parecía el decorado de una película, o un anuncio de cómo vivían los muy ricos. Joe pensó que era cierto que vivían así.
Un pianista tocaba una melodía clásica en un piano de cola. La anfitriona, recién divorciada y lo bastante joven como para considerar a Joe un candidato plausible, lucía una túnica blanca que se pegaba a cada una de las sensuales curvas de su cuerpo.
—Hola, Joseph —saludó con su suave acento sureño—. Pareces tan cansado que debería enviarte directamente a la cama —su voz adquirió un tono grave—. Y, si tienes suerte, podría reunirme contigo allí.
—Es hora de marcharme —replicó él secamente.
—¡Oh! —posó las bien pintadas uñas sobre su chaqueta mientras él rechazaba una copa de champán. Joe se imaginó esas uñas rozando su piel desnuda y se estremeció con disgusto, preguntándose por qué había ido allí.
«Porque querías olvidar», se contestó.
Olvidar que pronto sería padre y que nadie lo sabía. Un acontecimiento tan desconcertante que incluso a él le costaba creerlo.
El mensaje de texto llegó en mitad de la noche, aunque para _____ sería por la mañana, el día después de Navidad. Ese día raro que seguía a la festividad. El texto era breve y sin detalles: «He roto aguas. Te haré saber lo que ocurra».
Él se preguntó qué demonios creía ella que iba a ocurrir.
Sin embargo, después ya no pudo dormir. Paseó por el piso, intentó leer, ver una película y, finalmente, escuchar música, pero nada funcionaba. Obviamente, no sabía nada sobre partos, excepto lo que había visto en películas: mujeres que gritaban sin parar y daban manotazos. Se preguntó si sería una licencia poética o si realmente _____ estaría gritando de dolor en ese momento.
Joe rechinó los dientes porque, de alguna manera, que pudiera ser así le dolía. No saber nada sobre lo que estaba ocurriendo le pareció la peor sensación que había tenido en mucho tiempo. Era un hombre de acción; no pensaba, actuaba. No iba a quedarse allí sentado preguntándose qué diablos ocurría al otro lado del Atlántico, iba a hacer algo al respecto.
Tardó unos minutos en preparar una bolsa de viaje, reservar un vuelo y pedir que un coche fuera a recogerlo para llevarlo al aeropuerto a tiempo para tomar el primer vuelo hacia Londres. Joe no solía dar excesivo valor al dinero en sí mismo, pero en momentos como ése no podía dejar de reconocer la libertad que le otorgaba su riqueza.
El día era desapacible cuando aterrizaron en Heathrow. El cielo estaba cubierto y hacía suficiente frío como para ver el vaho de la respiración. Había enviado un mensaje de texto a _____ cuando recibió el de ella, preguntándole a qué hospital iba a ir, y ella había contestado. Supuso que creía que iba a enviarle flores o algo así. No le había dicho que iba a ir en persona.
No estaba seguro de por qué no.
Tal vez porque no había querido arriesgarse a que ella objetara. Temía que incluso un hombre tan dominante como él habría tenido problemas para contrariar los deseos de una mujer que estaba a punto de dar a luz.
Tal vez porque deseaba comprobar que había dicho la verdad al darle a entender que no había ningún hombre en su vida. Aunque hubiera alegado que en su estado era una idea ridícula, Joe era lo bastante cínico como para comprender que alguien con vista podría aprovechar la oportunidad de unirse a una mujer bellísima, sobre todo cuando iba a tener a un ex amante millonario haciéndose cargo de las facturas.
El mensaje llegó cuando ya estaba casi en el hospital.
«Dos bebés sanos…», seguido por una enojosa acotación: «Mensaje incompleto».
No sabía si eran niños, niñas o un niño y una niña. Cruzó las puertas de cristal del ala de maternidad, diciéndose que el sexo daba igual. Varias enfermeras le preguntaron si podían ayudarlo; una en concreto con aspecto de estar dispuesta a ofrecer mucho más que indicaciones. Pronto estuvo en el sitio adecuado, hablando con la enfermera jefe de maternidad.
—Busco a _____ Gibbs —dijo.
—¿Y usted es?
«¿Quién diablos imagina que soy?», pensó él, irritado.
—Soy el padre de los bebés. Joseph Pavlidis —ladró—. ¿Dónde está?
—Por favor, sígame, señor Pavlidis, lo llevaré con ella.
_____ estaba tumbada en una cama, sintiéndose como si la hubieran drogado, aunque en realidad sólo había aspirado una pequeña cantidad de anestesia, no había habido tiempo de más. El parto la había sorprendido con su rapidez e intensidad. Pero ya que el dolor y la parte difícil había pasado, entraba y salía de una especie de duermevela. Entonces, un acento que conocía muy bien cosquilleó su oído y se convenció de que estaba soñando.
—¿_____?
Abrió los ojos y los frunció, como si un truco de la luz le estuviera haciendo imaginar el atractivo y duro rostro de su ex amante sobre ella, como el de un oscuro ángel vengador.
—¿Joe?
—¿Dónde están? —exigió él.
La comadrona hizo un gesto de protesta al oír su tono de voz, pero _____ movió la cabeza negativamente. Deseó echarse a llorar.
—Ahí—susurró.
Lentamente, él se dio la vuelta y camino hacia dos cunas con unos bultos idénticos en su interior. Dos manojos de pelo negro creaban el único contraste con las mantas blancas de hospital. Sintió un escalofrío cosquillearle la piel y se le secó la garganta al mirarlos.
—¿Qué son? —preguntó con voz ronca.
_____ tardó un momento en entender a qué se refería. Luego comprendió que aún desconocía su sexo. Hizo una pausa, reconociendo la importancia de lo que iba a decirle y recriminándose por el estúpido orgullo que sentía.
—Chicos —contestó—. Dos niños.
—¿Idénticos?
—Sí, Joe.
Joe cerró los ojos cuando la turbulenta realidad de lo que había dicho le estremeció hasta lo más profundo de su ser; el sueño de todo hombre era tener un hijo que llevara su apellido y sus genes. Y él tenía dos, gemelos. Igual que Kyros y él. Una célula divida en dos. Lo mismo pero sin llegar a serlo. Nunca lo mismo. Se preguntó si otro hombre entendería el extraño vínculo de ser gemelo idéntico y que acababa de transmitirse a la siguiente generación.
Se sintió perturbado durante un momento. Más que perturbado. Un extraño tronar resonó en su pecho mientras miraba las dos cabecitas morenas, fue como si alguien le rasgara el corazón en dos.
—¿Le gustaría tener a sus hijos en brazos, señor Pavlidis? —preguntó la comadrona, con la emoción alegre y tensa de alguien que había hecho esa misma pregunta un millón de veces.
Joe alzó la cabeza y su intensa mirada negra abrasó a _____. Su expresión era la más parecida a una de impotencia que _____ podría haber imaginado en él.
—¿Quiere decir a los dos?
—Bueno —_____ sonrió—. ¿Por qué no empiezas con uno y ves cómo va la cosa?
Él envidió su aparente serenidad. Se sentía tan inseguro como los patinadores novatos que había visto en la pista de hielo del centro Rockefeller. Miró el diminuto bulto que parecía estar haciendo un ruido de succión desproporcionadamente sonoro teniendo en cuenta su tamaño.
—¿Por qué no? —aceptó, extendiendo los brazos.
La comadrona se agachó, alzó a uno de los bebés con toda eficacia y lo puso en brazos de Joe.
—Asegúrese de sujetarle la cabecita —ordenó con tono amistoso.
Joe asintió y se le hizo un nudo en la garganta al ver al bebé. Se preguntó cómo era posible haber creado ese doble milagro.
—Oyos —musitó, empezando a acunarlo—. Mi hijo.
_____ tragó saliva al captar el primitivo tono de posesión de su voz; se dijo que era irracional tener miedo. Debería alegrarse de que hubiera reconocido a su retoño abiertamente. No había esperado que apareciera allí. No la había avisado.
En los momentos de mayor vulnerabilidad del embarazo, algunas de las largas noches en las que le resultaba imposible ponerse cómoda, había anhelado poder ver esa escena. A Joe apareciendo de repente, fuerte y masculino. Joe llegando para hacerse cargo y transformar la situación, como si poseyera poderes mágicos y pudiera salpicar su vida con polvo de estrellas.
Pero eso había sido cuando se sentía confusa y temerosa por la responsabilidad del parto inminente. Desde entonces había ocurrido algo que parecía haberla investido de los poderes mágicos que, tan tontamente, había esperado que Joe utilizara con ella.
Se había convertido en madre. Tenía dos bebés diminutos que dependían de ella. Eso debería haberla aterrorizado, sin embargo el efecto había sido el opuesto: sentía una fuerza mayor de la que había sentido nunca. Fuerza para enfrentarse a cualquier hombre, incluso a uno tan dominante como Joe.
—¿Por qué no me dijiste que ibas a venir? —inquirió.
Él alzó la cabeza, en ese momento estaba besando a su hijo con suavidad.
—Quería darte una sorpresa.
—¿No controlarme? —preguntó ella con astucia.
—Se supone que tendría que estar descansando… —intervino la comadrona arrugando la frente, como si intuyera el principio de una discusión.
—Yo me aseguraré de que descanse —interrumpió Joe con suave arrogancia—. No debemos retenerla más tiempo, tendrá trabajo que hacer. Me gustaría pasar un rato a solas con la madre de mis hijos.
_____ deseó gritarle que la decisión de descansar o no descansar le pertenecía sólo a ella. Deseó protestar por su fría descripción de ella, que parecía definirla como poco más que una incubadora. Pero no quería montar una escena. Intuía que la comadrona ya se había puesto de parte de Joe, a juzgar por la mirada de admiración que le lanzó mientras salía de la habitación. Además, se sentía débil, agotada físicamente, como si acabara de soportar diez asaltos en un combate de boxeo y hubiera acabado medio sonada.
Miró su poderoso cuerpo y comprendió que ella debía descansar. Una cosa era sentirse fuerte emocionalmente, pero no podía saber cuánto tiempo seguiría sintiéndose así.
—Tal vez te gustaría volver después, Joe —dijo, esforzándose por sonar cortés, como si él no significara nada para ella. Aunque fuera el padre de sus dos hijos recién nacidos, eso no significaba que quedara nada entre ellos y sería una tonta si lo olvidara.
Él seguía mirando los diminutos cuerpos dormidos.
—¿Has pensado en nombres? —exigió, como si ella no hubiera hablado.
Por supuesto, _____ había pensado en nombres. Había tenido tiempo más que suficiente para pensar durante las largas veladas de invierno cuando su vientre parecía retar a la gravedad y hacía que moverse resultara inconveniente e incómodo. Pero ya era bastante difícil elegir un nombre, por no hablar de dos. Y no había tenido con quien comparar ideas. Nadie que le dijera «Odio ese nombre», como era habitual entre las risueñas parejas que acudían a las clases de preparación al parto.
También le había costado imaginar que el largo e imprevisto embarazo tendría como resultado final dos bebés, a pesar de que las ecografías no habían dejado lugar a dudas. A veces, aunque la mente supiera algo con certeza, el corazón se negaba a aceptarlo. Le había parecido que pensar en el futuro e intentar imaginarse cómo sería en realidad, equivalía a tentar al destino. Los médicos ya estaban demasiado pendientes de ella. Le habían recomendado que se cuidara lo más posible y habían fruncido el ceño con preocupación al enterarse de que no había un padre en escena.
_____ se preguntó si Joe habría acudido en su ayuda si le hubiera dicho que lo necesitaba durante esos meses. No lo sabía y no había querido comprobarlo. Lo cierto era que no había deseado verlo. Eso habría provocado un torbellino de emociones indeseadas en un momento en el que necesitaba toda su cordura y raciocinio. A su vuelta de Nueva York, después de que él la hiciera sentirse como una parte sin importancia de su pasado, había tomado una decisión: Joe ya la había visto vulnerable demasiadas veces, no volvería a verla así.
—¿Te gustaría que preparase una lista de posibles nombres? —sugería él en ese momento, como si tuviera todo el derecho a hacerlo.
Demasiado cansada tras el parto y desconcertada por la inesperada visita, _____ no tenía ganas de discutir. Además, deberían poder ser capaces de encontrar nombres que les gustaran a ambos. A ella le gustaba el nombre de él, no cabía duda al respecto.
—Sí, haz eso. A no ser que tengas alguna sugerencia inmediata —añadió con sarcasmo—. Como Joseph I y Joseph II.
Sin embargo, parecía que Joe ya no la escuchaba. Para su sorpresa, estaba devolviendo al bebé a su cuna con todo cuidado. Después se inclinó para alzar a su segundo hijo. _____ lo miró incrédula al ver el contraste que presentaba.
Se preguntó cómo podía un hombre tan grande y poderoso adaptarse con tanta rapidez y eficacia a manejar a unos recién nacidos. Le dio un vuelco el corazón al pensar en todo lo que podría haber sido y ya no sería nunca.
—Por lo visto aprendes muy rápidamente —musitó, con voz temblorosa.
—Ne. He aprendido rápidamente toda mi vida —afirmó él. Acarició la suave mejilla del bebé con un dedo. Pronto aprendería a distinguir los rasgos individuales de sus rostros y, aunque otra gente dijera que eran idénticos, él sabría que no era así.
Por un gesto de la boca, o la diferencia entre la sombra de una nariz y de otra, que sólo el ojo más avizor podría detectar. Cuando se tenía un gemelo idéntico, uno se pasaba la vida buscando diferencias, no semejanzas. Sería capaz de distinguir a los bebés en pocos días.
Él bebé que tenía en brazos empezó a agitarse y, como por reflejo, _____ sintió pesadez en los senos y estiró los brazos.
—Quiere comer —dijo con vergüenza, sus mejillas se tiñeron de rubor, lo que era una incongruencia en esas circunstancias. Al fin y al cabo, estaba ante un hombre que conocía sus pechos mejor que ninguno, no tenía razón para sentirse tímida como si fuera un desconocido.
Joe frunció el ceño y luego se inclinó cuidadosamente para entregarle al bebé. Por primera vez, prestó toda su atención a _____ cuando se apartó el camisón a un lado y se puso al bebé al pecho, con dedos que parecían inseguros sobre qué debían hacer.
Tenía las mejillas rosadas y el pelo de color miel recogido con una cinta azul, aunque algunos mechones se habían escapado. Y estaba dando de mamar a su hijo. Ese seno también había sentido la impronta de sus labios, la succión de su boca y ella había gemido de placer.
Sintió un pinchazo de algo que no supo reconocer. Tal vez el impacto de verla como madre, la madre de sus hijos, en vez de únicamente como una mujer sexualmente deseable.
Torció la boca y desvió la mirada de la perfecta y entrañable escena. Las cosas nunca eran lo que parecían. Nunca. Él lo sabía mejor que nadie.
Se acercó a contemplar al otro bebé, que había empezado a moverse, preguntándose qué ocurría si los dos tenían hambre al mismo tiempo. ¿Cómo podría ella apañarse con eso? Se dio la vuelta y descubrió que _____ lo observaba con ojos de un tono más oscuro del habitual.
—Supongo que los alimentarás con biberón, ¿no? —lo dijo con el tono de un hombre que se adentrara en terreno desconocido, y para Joe eso era lo más que se había acercado nunca al titubeo en público.
—Pienso darles el pecho —contestó _____.
Él se sorprendió, aunque no lo dijo. Las esposas de sus amigos y colegas habían renunciado a amamantar, fundamentalmente porque tenían una profesión o una vida social que querían recuperar cuanto antes, pero, por lo visto, también porque no «mejoraba» el aspecto de sus pechos. Joe recordaba el impacto que había experimentado cuando una mujer le dijo que sus pechos habían sido «mejorados» quirúrgicamente, y que por tanto no podía amamantar a su hijo. Ése era el precio que había estado dispuesta a pagar para mantener su figura.
—¿Podrás hacerlo con dos bebés? —inquirió.
—Bueno, la naturaleza me ha equipado para poder hacer al menos eso —ironizó ella—. ¡Imagina que hubiera tenido trillizos!
Los labios de él se curvaron con una sonrisa involuntaria. De repente, deseó alejarse de la inquietante escena íntima y también quedarse allí para siempre. Se preguntó si era el poder ingobernable de la naturaleza lo que le obligaba a sentirse atraído por sus hijos.
—¿Cuándo te darán el alta?
_____ tardó en contestar, pero no tenía sentido mentirle. Ni tampoco preguntarle qué le hacía pensar que eso era asunto suyo. Al decirle que estaba embarazada había permitido que sus hijos fueran asunto suyo y esa decisión, como todo en la vida, tenía sus consecuencias. Que le gustaran o no, era irrelevante.
—Dentro de tres días, espero. Siempre y cuando los médicos estén satisfechos de cómo evolucionamos los niños y yo.
A él le pareció que había dicho «los niños y yo» como si ya formaran un club exclusivo al que él no tendría acceso. Joe se revolvió en silencio contra esa forma de pensar. «Eso ya lo veremos», pensó con acidez.
—Vendré a recogerte —afirmó.
—Pero no necesito…
—Sí lo necesitas. No voy a discutir contigo, _____, porque no hay alternativa —interrumpió su protesta con voz implacable—. Vendré a recogerte y a llevarte a casa, punto final —sus ojos negros destellaron con intención—. Y ahora tenemos que hablar de los nombres que daremos a mis hijos.
BUENO AKI LES DEJO 2 CAPITULOS ESPERO Q LOS DISFRUTEN
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Sí, sin duda. En el pasado, y muy a menudo, las mujeres le habían mentido o habían intentado ocultar sus auténticos propósitos con el fin de atraparlo. Además ella tenía una razón más válida que cualquiera de sus predecesoras para tenerlo en su vida. Había dos bebés en camino. Dos bebés que, según el calendario que tenía en la pared de la cocina, nacerían en muy pocas semanas.
Joe terminó de anudarse la corbata de seda y contempló su imagen en el espejo. Tenía ojeras y el rostro rígido y serio. En el frenético mundo que había más allá de su piso, una Nueva York nevada se preparaba para las vacaciones; ninguna ciudad lo hacía mejor.
El árbol de Navidad gigante del centro Rockefeller destellaba con innumerables luces de colores y la pista de hielo estaba llena de patinadores felices. Los escaparates de las tiendas exhibían imágenes nostálgicas, sacadas directamente de las páginas de libros infantiles. En la repisa de su chimenea había docenas de invitaciones, pero no les había prestado atención.
Se preguntaba a qué diablos jugaba _____.
Había esperado que la generosa pensión que ingresaba en su cuenta desapareciera de inmediato, pero se había equivocado.
Había esperado informes suyos con regularidad, rebosantes de detalles, que tendrían el objetivo de involucrarlo en su embarazo. De nuevo, se había equivocado.
_____ no había sacado dinero de la cuenta, ni un centavo, y la única noticia que había tenido del embarazo habían sido las imágenes de una de sus ecografías. Habían llegado en un sobre marrón, con la leyenda «Privado y confidencial» en una esquina. Joe las había estudiado largo rato.
Estaba acostumbrado a estudiar imágenes. Parte de su trabajo era ver cómo un boceto se transformaba en algo real. Sin embargo lo que tenía delante era ajeno a su experiencia.
Al principio sus ojos apenas pudieron distinguir las granuladas sombras de la foto. Pero, gradualmente, como una de esas ilusiones ópticas que tardan en adquirir consistencia, la imagen se fue aclarando. Aun así, le había resultado difícil creer lo que veía. Parecía mentira que esas dos formas diminutas fueran seres humanos en potencia.
A pesar de su empeño en no pensar en el tema, en ese momento sintió un pinchazo, mezcla de maravilla y el dolor. Rindiéndose a un extraño impulso, levantó el teléfono y marcó el número de _____ en Inglaterra.
—¿Hola? —contestó ella con desasosiego.
—Soy yo, Joe.
«Sé que eres tú», pensó _____, tragando aire.
—Hola, Joe.
Desde luego, no era la mejor bienvenida del mundo. Joe miró el cielo de Nueva York, aclarándose con el amanecer, y apretó los labios.
—Llamaba para saber cómo estás.
«Dale datos», se dijo _____. «Sólo datos, es lo único que quiere».
—Los médicos están bastante contentos. El embarazo se desarrolla según lo previsto y los bebés… —le pareció raro estar hablando de eso, darle detalles íntimos a un hombre al que consideraba casi un extraño. Que era poco más que un desconocido—. Los bebés están bien, o eso me dicen cuando examinan las ecografías. ¿Recibiste las fotos que te envié?
A Joe se le aceleró el ritmo del corazón, a pesar de que no quería reaccionar. Cuando decía «bebés» con su suave acento inglés, le sonaba estremecedoramente real y muy distante a un tiempo.
—Sí, sí. Las recibí. ¿Qué vas a hacer estas Navidades?
Ella se dijo que no debía hacerse ilusiones, pero no pudo controlar el súbito vuelco esperanzado de su corazón. Supuso que él no era consciente de que estaba atrapada por las circunstancias. Si le decía la verdad, que sus planes eran una sobredosis de bombones y películas románticas, sonaría como una pobre víctima desesperada por que su caballero andante fuera a rescatarla en su alazán. Estaba claro que Joe no era ningún caballero andante, y ella no era una víctima.
—Ah, estoy muy vaga, no me moveré mucho —dijo, con el tono más ronroneante y satisfecho que pudo—. ¿Y tú?
Él pensó en todas las fiestas a las que había sido invitado y en la gente que asistiría a ellas: las esqueléticas y elegantes mujeres ansiosas por complacerlo y llevarlo a su cama; las burguesas de Park Avenue, ansiosas por casar a sus hijas y dispuestas a ofrecer una cuantiosa dote a cambio del poder y virilidad del griego de oro. Pero, de repente, la voz satisfecha de _____ se convirtió en el foco central de su mente y sintió los primeros destellos de irritación.
Porque su respuesta tampoco era la que había esperado. Debería haber habido un deje de añoranza en su voz, como si deseara o esperara que las cosas fueran distintas entre ellos. Como si deseara pasar las vacaciones acurrucada con él, ante una chimenea encendida.
—Bah, los festejos habituales en esta temporada —dijo con indiferencia, pasando el dedo por el borde dorado de una tarjeta—. Más invitaciones de las que puedo aceptar. Ya sabes cómo son esas cosas.
Ella no lo sabía, por supuesto, pero Joe no era consciente de eso y no tenía por qué explicarle que llevaba una vida casi de reclusa. Tal vez su deseo de pasar en casa tanto tiempo como podía fuese un estratagema de la naturaleza para garantizarle el descanso que ansiaba su agotado cuerpo.
Había sido muy bien aceptada por sus compañeras en las clases de preparación al parto, eran encantadoras, a pesar de ser la única madre soltera en un grupo de parejas. Todas querían mimarla porque iba a tener gemelos, y a _____ no le molestaba en absoluto, pero un instinto protector la había llevado a evitar responder a sus curiosas preguntas.
Quizá se equivocara, pero no tenía ganas de contarles su historia. Habría sonado como si, estúpidamente, hubiera querido tocar las estrellas para terminar cayendo en picado a tierra.
«Me enamoré de un multimillonario griego y cuando rompimos descubrí que estaba embarazada».
Incluso a ella le sonaba al cuento de una cazafortunas típica.
—¿Querías algo más, Joe? Tengo que dejarte —dijo. Debía hacerlo antes de que la aguda lengua de él consiguiera atravesar la precaria fachada que había erigido para ocultar sus sentimientos y estallara en lágrimas.
—¿Estás sola? —Joe estrechó los ojos y detuvo el movimiento de su dedo en la tarjeta.
—¿Disculpa?
—¿Hay un hombre contigo, tal vez?
_____ aferró el receptor. Si no la hubiera anonadado tanto su increíble desfachatez, habría soltado una carcajada por su arrogancia.
—No sé si habrás visto a alguna mujer en el último mes de un embarazo de gemelos —le escupió—. Casi podría halagarme que me creas capaz de interesar a un hombre en ese estado, si fuera asunto de tu incumbencia, pero no lo es. Soy libre, Joe, no tienes ningún derecho sobre mí, ni voz ni voto en lo que haga con mi vida. Si no tienes más que decir, voy a colgar —inhaló profundamente—. Ah, y no te preocupes, te enviaré un mensaje de texto cuando me ponga de parto. Adiós.
Joe tardó un momento en comprender que había cumplido su amenaza: ¡había colgado! Y tardó un momento más en procesar sus palabras. Le había dicho que no tenía ningún derecho sobre ella. De hecho, no se lo había dicho, más bien había escupido la información, como una mujer impaciente por concluir la llamada.
Nunca la había oído hablar así. Siempre se había adecuado al estado de ánimo de él y, aunque eso lo había irritado mucho en aquella época, no estaba seguro de aprobar la actitud de la nueva y terminante _____.
E iba a enviarle un mensaje de texto cuando se pusiera de parto. ¡Un mensaje de texto! En su mundo, ese tipo de noticias no se impartían de manera tan informal. Miró las invitaciones malhumorado.
Trabajó hasta tarde y después asistió a una cena, fundamentalmente porque estaba a la vuelta de la esquina de la oficina. El piso era precioso y la fiesta maravillosa, incluso para alguien de estándares tan elevados como los de Joe. Era un ático enorme, iluminado por velas altas y perfumado con flores blancas de aspecto cerúleo, en un rincón había un austero árbol de Navidad de color negro, decorado sólo con relucientes bolas blancas.
Todo conjuntaba y no había nada fuera de lugar. Una habitación tan despejada como podía imaginarse. Parecía el decorado de una película, o un anuncio de cómo vivían los muy ricos. Joe pensó que era cierto que vivían así.
Un pianista tocaba una melodía clásica en un piano de cola. La anfitriona, recién divorciada y lo bastante joven como para considerar a Joe un candidato plausible, lucía una túnica blanca que se pegaba a cada una de las sensuales curvas de su cuerpo.
—Hola, Joseph —saludó con su suave acento sureño—. Pareces tan cansado que debería enviarte directamente a la cama —su voz adquirió un tono grave—. Y, si tienes suerte, podría reunirme contigo allí.
—Es hora de marcharme —replicó él secamente.
—¡Oh! —posó las bien pintadas uñas sobre su chaqueta mientras él rechazaba una copa de champán. Joe se imaginó esas uñas rozando su piel desnuda y se estremeció con disgusto, preguntándose por qué había ido allí.
«Porque querías olvidar», se contestó.
Olvidar que pronto sería padre y que nadie lo sabía. Un acontecimiento tan desconcertante que incluso a él le costaba creerlo.
El mensaje de texto llegó en mitad de la noche, aunque para _____ sería por la mañana, el día después de Navidad. Ese día raro que seguía a la festividad. El texto era breve y sin detalles: «He roto aguas. Te haré saber lo que ocurra».
Él se preguntó qué demonios creía ella que iba a ocurrir.
Sin embargo, después ya no pudo dormir. Paseó por el piso, intentó leer, ver una película y, finalmente, escuchar música, pero nada funcionaba. Obviamente, no sabía nada sobre partos, excepto lo que había visto en películas: mujeres que gritaban sin parar y daban manotazos. Se preguntó si sería una licencia poética o si realmente _____ estaría gritando de dolor en ese momento.
Joe rechinó los dientes porque, de alguna manera, que pudiera ser así le dolía. No saber nada sobre lo que estaba ocurriendo le pareció la peor sensación que había tenido en mucho tiempo. Era un hombre de acción; no pensaba, actuaba. No iba a quedarse allí sentado preguntándose qué diablos ocurría al otro lado del Atlántico, iba a hacer algo al respecto.
Tardó unos minutos en preparar una bolsa de viaje, reservar un vuelo y pedir que un coche fuera a recogerlo para llevarlo al aeropuerto a tiempo para tomar el primer vuelo hacia Londres. Joe no solía dar excesivo valor al dinero en sí mismo, pero en momentos como ése no podía dejar de reconocer la libertad que le otorgaba su riqueza.
El día era desapacible cuando aterrizaron en Heathrow. El cielo estaba cubierto y hacía suficiente frío como para ver el vaho de la respiración. Había enviado un mensaje de texto a _____ cuando recibió el de ella, preguntándole a qué hospital iba a ir, y ella había contestado. Supuso que creía que iba a enviarle flores o algo así. No le había dicho que iba a ir en persona.
No estaba seguro de por qué no.
Tal vez porque no había querido arriesgarse a que ella objetara. Temía que incluso un hombre tan dominante como él habría tenido problemas para contrariar los deseos de una mujer que estaba a punto de dar a luz.
Tal vez porque deseaba comprobar que había dicho la verdad al darle a entender que no había ningún hombre en su vida. Aunque hubiera alegado que en su estado era una idea ridícula, Joe era lo bastante cínico como para comprender que alguien con vista podría aprovechar la oportunidad de unirse a una mujer bellísima, sobre todo cuando iba a tener a un ex amante millonario haciéndose cargo de las facturas.
El mensaje llegó cuando ya estaba casi en el hospital.
«Dos bebés sanos…», seguido por una enojosa acotación: «Mensaje incompleto».
No sabía si eran niños, niñas o un niño y una niña. Cruzó las puertas de cristal del ala de maternidad, diciéndose que el sexo daba igual. Varias enfermeras le preguntaron si podían ayudarlo; una en concreto con aspecto de estar dispuesta a ofrecer mucho más que indicaciones. Pronto estuvo en el sitio adecuado, hablando con la enfermera jefe de maternidad.
—Busco a _____ Gibbs —dijo.
—¿Y usted es?
«¿Quién diablos imagina que soy?», pensó él, irritado.
—Soy el padre de los bebés. Joseph Pavlidis —ladró—. ¿Dónde está?
—Por favor, sígame, señor Pavlidis, lo llevaré con ella.
_____ estaba tumbada en una cama, sintiéndose como si la hubieran drogado, aunque en realidad sólo había aspirado una pequeña cantidad de anestesia, no había habido tiempo de más. El parto la había sorprendido con su rapidez e intensidad. Pero ya que el dolor y la parte difícil había pasado, entraba y salía de una especie de duermevela. Entonces, un acento que conocía muy bien cosquilleó su oído y se convenció de que estaba soñando.
—¿_____?
Abrió los ojos y los frunció, como si un truco de la luz le estuviera haciendo imaginar el atractivo y duro rostro de su ex amante sobre ella, como el de un oscuro ángel vengador.
—¿Joe?
—¿Dónde están? —exigió él.
La comadrona hizo un gesto de protesta al oír su tono de voz, pero _____ movió la cabeza negativamente. Deseó echarse a llorar.
—Ahí—susurró.
Lentamente, él se dio la vuelta y camino hacia dos cunas con unos bultos idénticos en su interior. Dos manojos de pelo negro creaban el único contraste con las mantas blancas de hospital. Sintió un escalofrío cosquillearle la piel y se le secó la garganta al mirarlos.
—¿Qué son? —preguntó con voz ronca.
_____ tardó un momento en entender a qué se refería. Luego comprendió que aún desconocía su sexo. Hizo una pausa, reconociendo la importancia de lo que iba a decirle y recriminándose por el estúpido orgullo que sentía.
—Chicos —contestó—. Dos niños.
—¿Idénticos?
—Sí, Joe.
Joe cerró los ojos cuando la turbulenta realidad de lo que había dicho le estremeció hasta lo más profundo de su ser; el sueño de todo hombre era tener un hijo que llevara su apellido y sus genes. Y él tenía dos, gemelos. Igual que Kyros y él. Una célula divida en dos. Lo mismo pero sin llegar a serlo. Nunca lo mismo. Se preguntó si otro hombre entendería el extraño vínculo de ser gemelo idéntico y que acababa de transmitirse a la siguiente generación.
Se sintió perturbado durante un momento. Más que perturbado. Un extraño tronar resonó en su pecho mientras miraba las dos cabecitas morenas, fue como si alguien le rasgara el corazón en dos.
—¿Le gustaría tener a sus hijos en brazos, señor Pavlidis? —preguntó la comadrona, con la emoción alegre y tensa de alguien que había hecho esa misma pregunta un millón de veces.
Joe alzó la cabeza y su intensa mirada negra abrasó a _____. Su expresión era la más parecida a una de impotencia que _____ podría haber imaginado en él.
—¿Quiere decir a los dos?
—Bueno —_____ sonrió—. ¿Por qué no empiezas con uno y ves cómo va la cosa?
Él envidió su aparente serenidad. Se sentía tan inseguro como los patinadores novatos que había visto en la pista de hielo del centro Rockefeller. Miró el diminuto bulto que parecía estar haciendo un ruido de succión desproporcionadamente sonoro teniendo en cuenta su tamaño.
—¿Por qué no? —aceptó, extendiendo los brazos.
La comadrona se agachó, alzó a uno de los bebés con toda eficacia y lo puso en brazos de Joe.
—Asegúrese de sujetarle la cabecita —ordenó con tono amistoso.
Joe asintió y se le hizo un nudo en la garganta al ver al bebé. Se preguntó cómo era posible haber creado ese doble milagro.
—Oyos —musitó, empezando a acunarlo—. Mi hijo.
_____ tragó saliva al captar el primitivo tono de posesión de su voz; se dijo que era irracional tener miedo. Debería alegrarse de que hubiera reconocido a su retoño abiertamente. No había esperado que apareciera allí. No la había avisado.
En los momentos de mayor vulnerabilidad del embarazo, algunas de las largas noches en las que le resultaba imposible ponerse cómoda, había anhelado poder ver esa escena. A Joe apareciendo de repente, fuerte y masculino. Joe llegando para hacerse cargo y transformar la situación, como si poseyera poderes mágicos y pudiera salpicar su vida con polvo de estrellas.
Pero eso había sido cuando se sentía confusa y temerosa por la responsabilidad del parto inminente. Desde entonces había ocurrido algo que parecía haberla investido de los poderes mágicos que, tan tontamente, había esperado que Joe utilizara con ella.
Se había convertido en madre. Tenía dos bebés diminutos que dependían de ella. Eso debería haberla aterrorizado, sin embargo el efecto había sido el opuesto: sentía una fuerza mayor de la que había sentido nunca. Fuerza para enfrentarse a cualquier hombre, incluso a uno tan dominante como Joe.
—¿Por qué no me dijiste que ibas a venir? —inquirió.
Él alzó la cabeza, en ese momento estaba besando a su hijo con suavidad.
—Quería darte una sorpresa.
—¿No controlarme? —preguntó ella con astucia.
—Se supone que tendría que estar descansando… —intervino la comadrona arrugando la frente, como si intuyera el principio de una discusión.
—Yo me aseguraré de que descanse —interrumpió Joe con suave arrogancia—. No debemos retenerla más tiempo, tendrá trabajo que hacer. Me gustaría pasar un rato a solas con la madre de mis hijos.
_____ deseó gritarle que la decisión de descansar o no descansar le pertenecía sólo a ella. Deseó protestar por su fría descripción de ella, que parecía definirla como poco más que una incubadora. Pero no quería montar una escena. Intuía que la comadrona ya se había puesto de parte de Joe, a juzgar por la mirada de admiración que le lanzó mientras salía de la habitación. Además, se sentía débil, agotada físicamente, como si acabara de soportar diez asaltos en un combate de boxeo y hubiera acabado medio sonada.
Miró su poderoso cuerpo y comprendió que ella debía descansar. Una cosa era sentirse fuerte emocionalmente, pero no podía saber cuánto tiempo seguiría sintiéndose así.
—Tal vez te gustaría volver después, Joe —dijo, esforzándose por sonar cortés, como si él no significara nada para ella. Aunque fuera el padre de sus dos hijos recién nacidos, eso no significaba que quedara nada entre ellos y sería una tonta si lo olvidara.
Él seguía mirando los diminutos cuerpos dormidos.
—¿Has pensado en nombres? —exigió, como si ella no hubiera hablado.
Por supuesto, _____ había pensado en nombres. Había tenido tiempo más que suficiente para pensar durante las largas veladas de invierno cuando su vientre parecía retar a la gravedad y hacía que moverse resultara inconveniente e incómodo. Pero ya era bastante difícil elegir un nombre, por no hablar de dos. Y no había tenido con quien comparar ideas. Nadie que le dijera «Odio ese nombre», como era habitual entre las risueñas parejas que acudían a las clases de preparación al parto.
También le había costado imaginar que el largo e imprevisto embarazo tendría como resultado final dos bebés, a pesar de que las ecografías no habían dejado lugar a dudas. A veces, aunque la mente supiera algo con certeza, el corazón se negaba a aceptarlo. Le había parecido que pensar en el futuro e intentar imaginarse cómo sería en realidad, equivalía a tentar al destino. Los médicos ya estaban demasiado pendientes de ella. Le habían recomendado que se cuidara lo más posible y habían fruncido el ceño con preocupación al enterarse de que no había un padre en escena.
_____ se preguntó si Joe habría acudido en su ayuda si le hubiera dicho que lo necesitaba durante esos meses. No lo sabía y no había querido comprobarlo. Lo cierto era que no había deseado verlo. Eso habría provocado un torbellino de emociones indeseadas en un momento en el que necesitaba toda su cordura y raciocinio. A su vuelta de Nueva York, después de que él la hiciera sentirse como una parte sin importancia de su pasado, había tomado una decisión: Joe ya la había visto vulnerable demasiadas veces, no volvería a verla así.
—¿Te gustaría que preparase una lista de posibles nombres? —sugería él en ese momento, como si tuviera todo el derecho a hacerlo.
Demasiado cansada tras el parto y desconcertada por la inesperada visita, _____ no tenía ganas de discutir. Además, deberían poder ser capaces de encontrar nombres que les gustaran a ambos. A ella le gustaba el nombre de él, no cabía duda al respecto.
—Sí, haz eso. A no ser que tengas alguna sugerencia inmediata —añadió con sarcasmo—. Como Joseph I y Joseph II.
Sin embargo, parecía que Joe ya no la escuchaba. Para su sorpresa, estaba devolviendo al bebé a su cuna con todo cuidado. Después se inclinó para alzar a su segundo hijo. _____ lo miró incrédula al ver el contraste que presentaba.
Se preguntó cómo podía un hombre tan grande y poderoso adaptarse con tanta rapidez y eficacia a manejar a unos recién nacidos. Le dio un vuelco el corazón al pensar en todo lo que podría haber sido y ya no sería nunca.
—Por lo visto aprendes muy rápidamente —musitó, con voz temblorosa.
—Ne. He aprendido rápidamente toda mi vida —afirmó él. Acarició la suave mejilla del bebé con un dedo. Pronto aprendería a distinguir los rasgos individuales de sus rostros y, aunque otra gente dijera que eran idénticos, él sabría que no era así.
Por un gesto de la boca, o la diferencia entre la sombra de una nariz y de otra, que sólo el ojo más avizor podría detectar. Cuando se tenía un gemelo idéntico, uno se pasaba la vida buscando diferencias, no semejanzas. Sería capaz de distinguir a los bebés en pocos días.
Él bebé que tenía en brazos empezó a agitarse y, como por reflejo, _____ sintió pesadez en los senos y estiró los brazos.
—Quiere comer —dijo con vergüenza, sus mejillas se tiñeron de rubor, lo que era una incongruencia en esas circunstancias. Al fin y al cabo, estaba ante un hombre que conocía sus pechos mejor que ninguno, no tenía razón para sentirse tímida como si fuera un desconocido.
Joe frunció el ceño y luego se inclinó cuidadosamente para entregarle al bebé. Por primera vez, prestó toda su atención a _____ cuando se apartó el camisón a un lado y se puso al bebé al pecho, con dedos que parecían inseguros sobre qué debían hacer.
Tenía las mejillas rosadas y el pelo de color miel recogido con una cinta azul, aunque algunos mechones se habían escapado. Y estaba dando de mamar a su hijo. Ese seno también había sentido la impronta de sus labios, la succión de su boca y ella había gemido de placer.
Sintió un pinchazo de algo que no supo reconocer. Tal vez el impacto de verla como madre, la madre de sus hijos, en vez de únicamente como una mujer sexualmente deseable.
Torció la boca y desvió la mirada de la perfecta y entrañable escena. Las cosas nunca eran lo que parecían. Nunca. Él lo sabía mejor que nadie.
Se acercó a contemplar al otro bebé, que había empezado a moverse, preguntándose qué ocurría si los dos tenían hambre al mismo tiempo. ¿Cómo podría ella apañarse con eso? Se dio la vuelta y descubrió que _____ lo observaba con ojos de un tono más oscuro del habitual.
—Supongo que los alimentarás con biberón, ¿no? —lo dijo con el tono de un hombre que se adentrara en terreno desconocido, y para Joe eso era lo más que se había acercado nunca al titubeo en público.
—Pienso darles el pecho —contestó _____.
Él se sorprendió, aunque no lo dijo. Las esposas de sus amigos y colegas habían renunciado a amamantar, fundamentalmente porque tenían una profesión o una vida social que querían recuperar cuanto antes, pero, por lo visto, también porque no «mejoraba» el aspecto de sus pechos. Joe recordaba el impacto que había experimentado cuando una mujer le dijo que sus pechos habían sido «mejorados» quirúrgicamente, y que por tanto no podía amamantar a su hijo. Ése era el precio que había estado dispuesta a pagar para mantener su figura.
—¿Podrás hacerlo con dos bebés? —inquirió.
—Bueno, la naturaleza me ha equipado para poder hacer al menos eso —ironizó ella—. ¡Imagina que hubiera tenido trillizos!
Los labios de él se curvaron con una sonrisa involuntaria. De repente, deseó alejarse de la inquietante escena íntima y también quedarse allí para siempre. Se preguntó si era el poder ingobernable de la naturaleza lo que le obligaba a sentirse atraído por sus hijos.
—¿Cuándo te darán el alta?
_____ tardó en contestar, pero no tenía sentido mentirle. Ni tampoco preguntarle qué le hacía pensar que eso era asunto suyo. Al decirle que estaba embarazada había permitido que sus hijos fueran asunto suyo y esa decisión, como todo en la vida, tenía sus consecuencias. Que le gustaran o no, era irrelevante.
—Dentro de tres días, espero. Siempre y cuando los médicos estén satisfechos de cómo evolucionamos los niños y yo.
A él le pareció que había dicho «los niños y yo» como si ya formaran un club exclusivo al que él no tendría acceso. Joe se revolvió en silencio contra esa forma de pensar. «Eso ya lo veremos», pensó con acidez.
—Vendré a recogerte —afirmó.
—Pero no necesito…
—Sí lo necesitas. No voy a discutir contigo, _____, porque no hay alternativa —interrumpió su protesta con voz implacable—. Vendré a recogerte y a llevarte a casa, punto final —sus ojos negros destellaron con intención—. Y ahora tenemos que hablar de los nombres que daremos a mis hijos.
BUENO AKI LES DEJO 2 CAPITULOS ESPERO Q LOS DISFRUTEN
COMENTEN SIP ;)
xox
kadita_lovatica
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
ahhh Joe son nuestros hijos no tus hijos :x
Que malo eres
Pobre rayiz
Pero que bebes tan lindos
Siguela!!!
Que malo eres
Pobre rayiz
Pero que bebes tan lindos
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aranzhitha
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Oh Dios DISFRUTARLOS!!!
Rei,llore,Llore,Llore xD
Entre Otras Cosas!
ES GENIAL!
ME ENCANTA ES FANTASTICA!!!
WOW!!!
Siguela Pronto Porfiis!
Besos Anny(:
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ES GENIAL!
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Besos Anny(:
Invitado
Invitado
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
¡Nueva Lectora! :D
Estoy encantada con esta novela, aunque Joe actúe como todo un idiota, es una ternura. Va a ser un padre encantador, lo se ;)
SIGUELAAAAAAAAAA
Estoy encantada con esta novela, aunque Joe actúe como todo un idiota, es una ternura. Va a ser un padre encantador, lo se ;)
SIGUELAAAAAAAAAA
Dayi_JonasLove!*
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Amé los dos caps! Por favor no te desaparezcas tanto tiempo!
misterygirl
Capitulo 7
—¡Me da igual lo que digas! —rugió Joe—. No puedes quedarte aquí. Lo que es más, ¡no lo permitiré!
_____ suspiró. Si hubiera tenido la energía suficiente, habría objetado contra el tono condenatorio de su voz, al igual que podría haber protestado por que estuviera allí, dominando la salita de su pequeño piso, como parecía dominar todos los sitios en los que entraba.
Deseó que se marchara porque era un maldito… todo. De opiniones fijas, testarudo y muy guapo. Guapísimo. Nunca debía olvidar el poder de su sexualidad, por más que se dijera una y otra vez que ya no era relevante para ninguno de los dos. Sabía que él la utilizaría como arma si lo consideraba necesario. Haría lo que hiciese falta para salirse con la suya.
Lo cierto era que al final se había sentido patéticamente agradecida por su insistencia en recogerles a Alexius, Andreas y ella en el hospital. De hecho, se preguntaba cómo podría haber conseguido apañarse sin él. Habría sido literalmente imposible salir del hospital con dos bebés y todas sus cosas y enfrentarse a algo tan sencillo como abrir la puerta de entrada con una llave que siempre se había atascado, aunque no le hubiera dado importancia hasta entonces.
Incluso con su ayuda, más de una vez había tenido que tragarse las lágrimas de frustración, diciéndose que su sensibilidad se debía al desequilibrio hormonal y a haber dado a luz recientemente.
Joe había pedido un coche, que ella había aceptado, y se había ofrecido a llevar a una enfermera especialista en maternidad, que ella había rechazado. Eso le había irritado, al igual que muchas otras cosas, pero nada lo había exacerbado tanto como mirar el diminuto piso tras la incorporación de dos personitas más junto con la parafernalia de objetos que requerían. Había enormes y feas bolsas de pañales, botes de jabón líquido y cajas de toallitas. Joe se había preguntado más de una vez por qué todo tenía que ser de plástico.
—¡Mira a tu alrededor! —gritó—. ¡No puedes quedarte aquí!
—No tengo alternativa —dijo _____—. Montones de bebés crecen en pisos como éste.
—¡No suelen ser dos bebés al mismo tiempo! ¿Cómo diablos vas a apañarte? —exigió.
—Me las apañaré —dijo ella con cansancio.
—Ya has tenido bastantes dificultades para volver del hospital —señaló él—. Y es posible que puedas ocuparte de los bebés, dado que la naturaleza te ha equipado para ello, como no dejas de decirme… ¿Pero y tú? Apenas hay comida en el frigorífico, ¡y nada de verdura o fruta fresca! ¡Es desastroso!
—No todos podemos tener una flota de sirvientes a nuestra disposición —replicó ella cortante, esforzándose por ocultar su dolor—. ¿Te gustaría ir a hacerme la compra al supermercado?
—Puedo hacer algo mejor que eso —replicó él, sacando el teléfono móvil del bolsillo.
Una hora después, una de las tiendas más exclusivas de Londres entregaba un pedido de comida que _____ nunca podría haberse permitido, ni siquiera en Navidades. Por primera vez en muchos años, Joe se descubrió desempaquetándola él mismo y utilizando toda su destreza espacial para conseguir meter casi todo en el diminuto frigorífico.
Calentó sopa para los dos y le sirvió a _____ un vaso de zumo, mientras él bebía una copa de vino y la observaba dar a los bebés de mamar otra vez. Recogió los restos de la cena mientras ella les cambiaba los pañales; eso sí que habría sido superior a sus fuerzas. Hacía años que no fregaba los platos y, en cierto sentido, disfrutó haciéndolo.
Cuando regresó a la sala vio el agotamiento que reflejaba el rostro de _____, pálido como el papel, y sus profundas ojeras, casi del mismo tono violeta oscuro que sus ojos. Nunca se había sentido tan ineficaz como en ese momento.
—Estás cansada —comentó.
—Sí, lo estoy. Gracias por toda tu ayuda, Joe. Hasta pronto.
Él oyó el tono de despedida de su voz y torció los labios con una extraña sonrisa.
—No te despidas aún, agapi. No me voy a ningún sitio.
—¿Qué quieres decir?
—Esta noche dormiré en el sofá.
—¡No puedes! —lo miró con alarma.
—¿No puedo? ¿Has pensado siquiera un segundo que iba a dejarte sola tu primera noche de vuelta en casa, con dos recién nacidos? ¿Y si te ocurre algo? ¿Y si te pones enferma de repente?
Ella deseó sollozar de anhelo ante su instinto protector y no pudo evitar imaginar lo que sentiría si sus palabras estuvieran inspiradas por el amor, en vez de por la responsabilidad paternal. Sin embargo eso sería muy egoísta. Sus fogosos sueños de amor con Joe habían quedado reducidos a cenizas, pero debía sobreponerse a eso y hacer lo que fuera mejor para Alexius y Andreas. Ambos debían eso a sus hijos.
—Te buscaré un edredón —aceptó.
—Gracias.
Joe no recordaba haber pasado una noche tan incómoda en su vida. Ni siquiera cuando dormía en la playa bajo las estrellas, durante esas noches del estío griego, cuando el aire era tan cálido y pesado que estar en el interior era una auténtica tortura.
Pero entonces había sido un adolescente y su cuerpo aún tenía la capacidad de adaptarse a cualquier cosa. Con el paso de los años se había convertido en un hombre acostumbrado a tener sólo lo mejor.
Tal vez debería agradecer esa oportunidad de recordar lo que podía ser la vida para otros menos afortunados que él.
Cuando llegó la mañana, no cabía posibilidad de gratitud. Apenas había pegado ojo; le había despertado el camión de la basura con el repertorio completo de su motor y después el ruido de la lluvia cuando empezó una tormenta.
Estuvo un rato tumbado, mirando a su alrededor con incredulidad, hasta que oyó a _____ empezar a moverse. Entonces se lavó, se vistió y preparó café para los dos. Pero el delicioso aroma no consiguió calmar sus nervios destrozados y sólo sirvió para recordarle que no podía permitir que la situación siguiera así.
Oyó pasos y se dio la vuelta cuando ella entraba en la sala. Se había recogido el cabello en dos gruesas trenzas, que colgaban a los lados de su rostro sin maquillar. Llevaba unos sencillos pantalones de lino y una camiseta de tono pálido. Pensó que parecía ridículamente joven y saludable. Aunque «saludable» era una palabra que no solía gustarle y que tampoco asociaba con sus mujeres, tal vez fuera la más conveniente en esas circunstancias concretas.
—¿Qué tal has dormido? —preguntó ella, pensando que parecía dominar la habitación con su presencia y cuánto la había incomodado saber que estaba durmiendo al otro lado de una pared fina como el papel.
—¿Cómo crees que he dormido? —rezongó él.
—Intenté advertirte…
—No pareces entender la cuestión, _____.
—¿Y cuál es esa cuestión, Joe? —le devolvió ella. No iba a permitir que la intimidara en su propia casa.
—Ya te lo dije ayer, ¡no puedes vivir así!
—Así, ¿cómo?
Él deseó decirle que no se hiciera la tonta con él, pero se limitó a mover la mano para indicar el escaso espacio disponible, mientras su boca se tensaba formando una línea recta.
Como arquitecto, había sido adiestrado en estética, pero en Joe el amor por la belleza siempre había sido instintivo, más que aprendido. Sabía que el gusto era una cuestión subjetiva, pero su vida en Grecia le había llevado a apreciar el espacio y la simplicidad. En cambio allí…
El revoltijo del piso era increíble, y la luz de la mañana lo resaltaba con cruel claridad. No eran sólo las cosas para los bebés, eran las velas y adornos que había por todos sitios. Además de que todas las superficies estaban cubiertas con cosas que a sus ojos eran innecesarias, además había un cochecito de bebé doble.
La última vez que había estado allí apenas se había fijado en la escasez de espacio; sólo le había interesado llevarla a la cama y salir corriendo. Pero cómo viviera ella afectaría a sus hijos.
—¡Es un desastre! —exclamó.
—Bueno, es mi desastre —lo desafió ella.
—No necesariamente.
_____ lo miró, preguntándose cómo podía estar ya tan cansada, cuando acababa de levantarse. En el hospital, le habían advertido que se cansaría mucho, pero había pensado que sería capaz de superar la fatiga a base de voluntad y determinación. Estaba equivocada. Acababa de dar de comer, bañar y cambiar a sus dos adorables bebés y se sentía como si la hubieran tendido a secar en una cuerda y le hubiera caído una tormenta encima.
Las palabras de Joe le llevaron a fruncir el ceño con suspicacia; había aprendido a reconocer el peligro que escondía ese sedoso tono de voz. Su fatiga pasó a segundo plano.
—¿Qué quieres decir? —inquirió.
Él hizo una breve pausa con el fin de que lo que iba a decir sonase más significativo, un truco que había utilizado en infinidad de reuniones de juntas directivas.
—Sólo que lo que tú elijas hacer en tu vida es asunto tuyo, agapi mu, pero cuando eso influya en la vida de mis hijos tengo derecho a opinar al respecto. Debería poder influir en cómo son educados. Y dónde.
_____ tragó saliva, súbitamente nerviosa, mientras su mente revisaba las posibles respuestas que podía darle. Sabía que tratando con un hombre como Joe, sólo servía la respuesta correcta. Si objetaba alegando que ya no eran una pareja, él podría pensar que insinuaba su deseo de volver a serlo. Por otra parte, no estaba claro que pusiera imponer su opinión respecto a cómo criaba a los gemelos. Pronto se marcharía, de vuelta a Estados Unidos y su vida allí. Una vida que no la incluía a ella ni a los niños, y que nunca lo haría.
—¿De veras consideras que es asunto tuyo? —decidió preguntar.
Él sintió que estaba sentando las bases de una batalla y una descarga de adrenalina surcó sus venas. No había contado con sentir más que un interés distante respecto a los dos niños que había engendrado. Se había dicho que había volado a Gran Bretaña a verlos por mera curiosidad. Pero había estado equivocado.
Durante las tres noches que ella había pasado en el hospital, sus pensamientos se habían desbocado como un torbellino ajeno a él, y la idea que había dominado a todas las demás era que quería formar parte de la vida de sus hijos.
—Mi intención es que lo sea —afirmó.
_____ captó el inconfundible reto de su voz y se estremeció, porque no dudaba de su palabra ni por un momento. Un hombre con los recursos de Joe conseguiría apoyo para cualquiera de sus deseos. Haría falta una mujer fuerte y muy rica para poder luchar contra él y su legión de abogados. Por más que ella estuviera trabajando su autoestima, no podía chasquear los dedos y estar al nivel económico del multimillonario griego.
Tal vez sería mejor intentar acomodar sus deseos y no iniciar una batalla que él ganaría sin duda. Vivía en Estados Unidos. El contacto que tendría con él sería mínimo si jugaba bien sus bazas. Así que decidió probar.
—¿Qué tenías en mente? —preguntó con cautela.
—Para empezar, este piso es demasiado pequeño —dijo él mirando con furia la puerta que daba acceso a una cocina del tamaño de un armario.
_____ asintió. Parecería cabezota e ignorante si lo negaba, porque él tenía razón.
—¿Y?
—Y quiero que te traslades a un lugar mayor.
Ella suspiró. No era tonta. Había tardado tres segundos desde su llegada con los bebés para comprender que el piso no serviría, por mucho que hubiera querido convencerse de lo contrario a lo largo de su embarazo. Pero incluso si utilizaba el dinero que Joe había ingresado en su cuenta, en cantidades muy generosas, no se acercaría siquiera al precio de la entrada de un piso mayor.
—No es tan fácil, Joe. La vivienda en Londres tiene un precio astronómico.
—Puedo permitírmelo.
—Sí, sé que tú puedes —tragó saliva—. ¿Y si te dijera que no quiero aceptar tu…
—¿Caridad? —interrumpió él con sarcasmo. Sus ojos negros brillaron con impaciencia—. Esto no es cuestión de caridad, ni de herir tu orgullo. De hecho, no tiene nada que ver contigo, _____, sino con mi deseo de que mis hijos no crezcan con menos espacio que… ¡el que tiene una gallina en una jaula!
—¿Cómo te atreves a decir algo tan hiriente? —preguntó ella, mirándolo con fijeza.
—Porque es la verdad. Y tú lo sabes —se encogió de hombros, insensible a su ira y a su dolor. Su boca se endureció con determinación—. Yo te ofrezco la oportunidad de trasladarte a un sitio más adecuado. Puedes vivir donde quieras en esta ciudad. Donde elijas.
Orgullo o no orgullo, _____ no habría sido humana si no hubiera sentido un escalofrío de anhelo ante su propuesta. Reaparecía en su vida ofreciéndole rescatarlos a los tres; muy poca gente tenía esa oportunidad de Cenicienta de pasar de un chamizo a un palacio de un salto. Lo importante era saber qué precio tendría que pagar.
—¿Y si digo que no? —alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
Él rostro de él se tensó. Se preguntó si se atrevería a oponerse a sus deseos. Debería saber a qué tipo de adversario tendría que enfrentarse.
—Yo no te lo recomendaría —le advirtió con voz suave.
La taladró con sus ojos oscuros y _____, tal vez por primera vez, comprendió a quién se oponía. Era increíblemente rico y esa riqueza podía comprar mucho poder, pero con Joe había mucho más involucrado.
Veía su férrea determinación de obtener aquello que deseara, azuzada por un primitivo instinto de ofrecer a sus hijos lo mejor. No podía condenarlo por dar prioridad a los intereses de sus hijos. Dudaba que dos niños vivaces y cada vez más independientes le agradecieran que rechazase una oferta como ésa, simplemente porque su padre no la quería a ella. El orgullo sería la peor razón para negarles a sus hijos lo que era suyo por derecho.
—Si… si accediera, ¿podría elegir yo dónde vivir? —preguntó con incertidumbre.
Joe se dio la vuelta y miró por la ventana, aparentando que quería comprobar si aún llovía. En realidad lo hizo para ocultar su sonrisa de triunfo; sabía que había ganado.
—Por supuesto que puedes elegir tú —murmuró.
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_____ suspiró. Si hubiera tenido la energía suficiente, habría objetado contra el tono condenatorio de su voz, al igual que podría haber protestado por que estuviera allí, dominando la salita de su pequeño piso, como parecía dominar todos los sitios en los que entraba.
Deseó que se marchara porque era un maldito… todo. De opiniones fijas, testarudo y muy guapo. Guapísimo. Nunca debía olvidar el poder de su sexualidad, por más que se dijera una y otra vez que ya no era relevante para ninguno de los dos. Sabía que él la utilizaría como arma si lo consideraba necesario. Haría lo que hiciese falta para salirse con la suya.
Lo cierto era que al final se había sentido patéticamente agradecida por su insistencia en recogerles a Alexius, Andreas y ella en el hospital. De hecho, se preguntaba cómo podría haber conseguido apañarse sin él. Habría sido literalmente imposible salir del hospital con dos bebés y todas sus cosas y enfrentarse a algo tan sencillo como abrir la puerta de entrada con una llave que siempre se había atascado, aunque no le hubiera dado importancia hasta entonces.
Incluso con su ayuda, más de una vez había tenido que tragarse las lágrimas de frustración, diciéndose que su sensibilidad se debía al desequilibrio hormonal y a haber dado a luz recientemente.
Joe había pedido un coche, que ella había aceptado, y se había ofrecido a llevar a una enfermera especialista en maternidad, que ella había rechazado. Eso le había irritado, al igual que muchas otras cosas, pero nada lo había exacerbado tanto como mirar el diminuto piso tras la incorporación de dos personitas más junto con la parafernalia de objetos que requerían. Había enormes y feas bolsas de pañales, botes de jabón líquido y cajas de toallitas. Joe se había preguntado más de una vez por qué todo tenía que ser de plástico.
—¡Mira a tu alrededor! —gritó—. ¡No puedes quedarte aquí!
—No tengo alternativa —dijo _____—. Montones de bebés crecen en pisos como éste.
—¡No suelen ser dos bebés al mismo tiempo! ¿Cómo diablos vas a apañarte? —exigió.
—Me las apañaré —dijo ella con cansancio.
—Ya has tenido bastantes dificultades para volver del hospital —señaló él—. Y es posible que puedas ocuparte de los bebés, dado que la naturaleza te ha equipado para ello, como no dejas de decirme… ¿Pero y tú? Apenas hay comida en el frigorífico, ¡y nada de verdura o fruta fresca! ¡Es desastroso!
—No todos podemos tener una flota de sirvientes a nuestra disposición —replicó ella cortante, esforzándose por ocultar su dolor—. ¿Te gustaría ir a hacerme la compra al supermercado?
—Puedo hacer algo mejor que eso —replicó él, sacando el teléfono móvil del bolsillo.
Una hora después, una de las tiendas más exclusivas de Londres entregaba un pedido de comida que _____ nunca podría haberse permitido, ni siquiera en Navidades. Por primera vez en muchos años, Joe se descubrió desempaquetándola él mismo y utilizando toda su destreza espacial para conseguir meter casi todo en el diminuto frigorífico.
Calentó sopa para los dos y le sirvió a _____ un vaso de zumo, mientras él bebía una copa de vino y la observaba dar a los bebés de mamar otra vez. Recogió los restos de la cena mientras ella les cambiaba los pañales; eso sí que habría sido superior a sus fuerzas. Hacía años que no fregaba los platos y, en cierto sentido, disfrutó haciéndolo.
Cuando regresó a la sala vio el agotamiento que reflejaba el rostro de _____, pálido como el papel, y sus profundas ojeras, casi del mismo tono violeta oscuro que sus ojos. Nunca se había sentido tan ineficaz como en ese momento.
—Estás cansada —comentó.
—Sí, lo estoy. Gracias por toda tu ayuda, Joe. Hasta pronto.
Él oyó el tono de despedida de su voz y torció los labios con una extraña sonrisa.
—No te despidas aún, agapi. No me voy a ningún sitio.
—¿Qué quieres decir?
—Esta noche dormiré en el sofá.
—¡No puedes! —lo miró con alarma.
—¿No puedo? ¿Has pensado siquiera un segundo que iba a dejarte sola tu primera noche de vuelta en casa, con dos recién nacidos? ¿Y si te ocurre algo? ¿Y si te pones enferma de repente?
Ella deseó sollozar de anhelo ante su instinto protector y no pudo evitar imaginar lo que sentiría si sus palabras estuvieran inspiradas por el amor, en vez de por la responsabilidad paternal. Sin embargo eso sería muy egoísta. Sus fogosos sueños de amor con Joe habían quedado reducidos a cenizas, pero debía sobreponerse a eso y hacer lo que fuera mejor para Alexius y Andreas. Ambos debían eso a sus hijos.
—Te buscaré un edredón —aceptó.
—Gracias.
Joe no recordaba haber pasado una noche tan incómoda en su vida. Ni siquiera cuando dormía en la playa bajo las estrellas, durante esas noches del estío griego, cuando el aire era tan cálido y pesado que estar en el interior era una auténtica tortura.
Pero entonces había sido un adolescente y su cuerpo aún tenía la capacidad de adaptarse a cualquier cosa. Con el paso de los años se había convertido en un hombre acostumbrado a tener sólo lo mejor.
Tal vez debería agradecer esa oportunidad de recordar lo que podía ser la vida para otros menos afortunados que él.
Cuando llegó la mañana, no cabía posibilidad de gratitud. Apenas había pegado ojo; le había despertado el camión de la basura con el repertorio completo de su motor y después el ruido de la lluvia cuando empezó una tormenta.
Estuvo un rato tumbado, mirando a su alrededor con incredulidad, hasta que oyó a _____ empezar a moverse. Entonces se lavó, se vistió y preparó café para los dos. Pero el delicioso aroma no consiguió calmar sus nervios destrozados y sólo sirvió para recordarle que no podía permitir que la situación siguiera así.
Oyó pasos y se dio la vuelta cuando ella entraba en la sala. Se había recogido el cabello en dos gruesas trenzas, que colgaban a los lados de su rostro sin maquillar. Llevaba unos sencillos pantalones de lino y una camiseta de tono pálido. Pensó que parecía ridículamente joven y saludable. Aunque «saludable» era una palabra que no solía gustarle y que tampoco asociaba con sus mujeres, tal vez fuera la más conveniente en esas circunstancias concretas.
—¿Qué tal has dormido? —preguntó ella, pensando que parecía dominar la habitación con su presencia y cuánto la había incomodado saber que estaba durmiendo al otro lado de una pared fina como el papel.
—¿Cómo crees que he dormido? —rezongó él.
—Intenté advertirte…
—No pareces entender la cuestión, _____.
—¿Y cuál es esa cuestión, Joe? —le devolvió ella. No iba a permitir que la intimidara en su propia casa.
—Ya te lo dije ayer, ¡no puedes vivir así!
—Así, ¿cómo?
Él deseó decirle que no se hiciera la tonta con él, pero se limitó a mover la mano para indicar el escaso espacio disponible, mientras su boca se tensaba formando una línea recta.
Como arquitecto, había sido adiestrado en estética, pero en Joe el amor por la belleza siempre había sido instintivo, más que aprendido. Sabía que el gusto era una cuestión subjetiva, pero su vida en Grecia le había llevado a apreciar el espacio y la simplicidad. En cambio allí…
El revoltijo del piso era increíble, y la luz de la mañana lo resaltaba con cruel claridad. No eran sólo las cosas para los bebés, eran las velas y adornos que había por todos sitios. Además de que todas las superficies estaban cubiertas con cosas que a sus ojos eran innecesarias, además había un cochecito de bebé doble.
La última vez que había estado allí apenas se había fijado en la escasez de espacio; sólo le había interesado llevarla a la cama y salir corriendo. Pero cómo viviera ella afectaría a sus hijos.
—¡Es un desastre! —exclamó.
—Bueno, es mi desastre —lo desafió ella.
—No necesariamente.
_____ lo miró, preguntándose cómo podía estar ya tan cansada, cuando acababa de levantarse. En el hospital, le habían advertido que se cansaría mucho, pero había pensado que sería capaz de superar la fatiga a base de voluntad y determinación. Estaba equivocada. Acababa de dar de comer, bañar y cambiar a sus dos adorables bebés y se sentía como si la hubieran tendido a secar en una cuerda y le hubiera caído una tormenta encima.
Las palabras de Joe le llevaron a fruncir el ceño con suspicacia; había aprendido a reconocer el peligro que escondía ese sedoso tono de voz. Su fatiga pasó a segundo plano.
—¿Qué quieres decir? —inquirió.
Él hizo una breve pausa con el fin de que lo que iba a decir sonase más significativo, un truco que había utilizado en infinidad de reuniones de juntas directivas.
—Sólo que lo que tú elijas hacer en tu vida es asunto tuyo, agapi mu, pero cuando eso influya en la vida de mis hijos tengo derecho a opinar al respecto. Debería poder influir en cómo son educados. Y dónde.
_____ tragó saliva, súbitamente nerviosa, mientras su mente revisaba las posibles respuestas que podía darle. Sabía que tratando con un hombre como Joe, sólo servía la respuesta correcta. Si objetaba alegando que ya no eran una pareja, él podría pensar que insinuaba su deseo de volver a serlo. Por otra parte, no estaba claro que pusiera imponer su opinión respecto a cómo criaba a los gemelos. Pronto se marcharía, de vuelta a Estados Unidos y su vida allí. Una vida que no la incluía a ella ni a los niños, y que nunca lo haría.
—¿De veras consideras que es asunto tuyo? —decidió preguntar.
Él sintió que estaba sentando las bases de una batalla y una descarga de adrenalina surcó sus venas. No había contado con sentir más que un interés distante respecto a los dos niños que había engendrado. Se había dicho que había volado a Gran Bretaña a verlos por mera curiosidad. Pero había estado equivocado.
Durante las tres noches que ella había pasado en el hospital, sus pensamientos se habían desbocado como un torbellino ajeno a él, y la idea que había dominado a todas las demás era que quería formar parte de la vida de sus hijos.
—Mi intención es que lo sea —afirmó.
_____ captó el inconfundible reto de su voz y se estremeció, porque no dudaba de su palabra ni por un momento. Un hombre con los recursos de Joe conseguiría apoyo para cualquiera de sus deseos. Haría falta una mujer fuerte y muy rica para poder luchar contra él y su legión de abogados. Por más que ella estuviera trabajando su autoestima, no podía chasquear los dedos y estar al nivel económico del multimillonario griego.
Tal vez sería mejor intentar acomodar sus deseos y no iniciar una batalla que él ganaría sin duda. Vivía en Estados Unidos. El contacto que tendría con él sería mínimo si jugaba bien sus bazas. Así que decidió probar.
—¿Qué tenías en mente? —preguntó con cautela.
—Para empezar, este piso es demasiado pequeño —dijo él mirando con furia la puerta que daba acceso a una cocina del tamaño de un armario.
_____ asintió. Parecería cabezota e ignorante si lo negaba, porque él tenía razón.
—¿Y?
—Y quiero que te traslades a un lugar mayor.
Ella suspiró. No era tonta. Había tardado tres segundos desde su llegada con los bebés para comprender que el piso no serviría, por mucho que hubiera querido convencerse de lo contrario a lo largo de su embarazo. Pero incluso si utilizaba el dinero que Joe había ingresado en su cuenta, en cantidades muy generosas, no se acercaría siquiera al precio de la entrada de un piso mayor.
—No es tan fácil, Joe. La vivienda en Londres tiene un precio astronómico.
—Puedo permitírmelo.
—Sí, sé que tú puedes —tragó saliva—. ¿Y si te dijera que no quiero aceptar tu…
—¿Caridad? —interrumpió él con sarcasmo. Sus ojos negros brillaron con impaciencia—. Esto no es cuestión de caridad, ni de herir tu orgullo. De hecho, no tiene nada que ver contigo, _____, sino con mi deseo de que mis hijos no crezcan con menos espacio que… ¡el que tiene una gallina en una jaula!
—¿Cómo te atreves a decir algo tan hiriente? —preguntó ella, mirándolo con fijeza.
—Porque es la verdad. Y tú lo sabes —se encogió de hombros, insensible a su ira y a su dolor. Su boca se endureció con determinación—. Yo te ofrezco la oportunidad de trasladarte a un sitio más adecuado. Puedes vivir donde quieras en esta ciudad. Donde elijas.
Orgullo o no orgullo, _____ no habría sido humana si no hubiera sentido un escalofrío de anhelo ante su propuesta. Reaparecía en su vida ofreciéndole rescatarlos a los tres; muy poca gente tenía esa oportunidad de Cenicienta de pasar de un chamizo a un palacio de un salto. Lo importante era saber qué precio tendría que pagar.
—¿Y si digo que no? —alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
Él rostro de él se tensó. Se preguntó si se atrevería a oponerse a sus deseos. Debería saber a qué tipo de adversario tendría que enfrentarse.
—Yo no te lo recomendaría —le advirtió con voz suave.
La taladró con sus ojos oscuros y _____, tal vez por primera vez, comprendió a quién se oponía. Era increíblemente rico y esa riqueza podía comprar mucho poder, pero con Joe había mucho más involucrado.
Veía su férrea determinación de obtener aquello que deseara, azuzada por un primitivo instinto de ofrecer a sus hijos lo mejor. No podía condenarlo por dar prioridad a los intereses de sus hijos. Dudaba que dos niños vivaces y cada vez más independientes le agradecieran que rechazase una oferta como ésa, simplemente porque su padre no la quería a ella. El orgullo sería la peor razón para negarles a sus hijos lo que era suyo por derecho.
—Si… si accediera, ¿podría elegir yo dónde vivir? —preguntó con incertidumbre.
Joe se dio la vuelta y miró por la ventana, aparentando que quería comprobar si aún llovía. En realidad lo hizo para ocultar su sonrisa de triunfo; sabía que había ganado.
—Por supuesto que puedes elegir tú —murmuró.
BEUNO AKI LES DEJO UN CAPITULO
COMENTEN SIP ;)
xox
kadita_lovatica
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
awww Joe eres un tramposo
Chantajista jump :x
Siguela!!!
Chantajista jump :x
Siguela!!!
aranzhitha
Re: AMOR GRIEGO (Joe y Tu) Adaptación
Ajajajajajajaja, me alegra que Joe haya sido tan insistente y que ella haya accedido a mudarse :D Es lo mejor para los bebés.
Está buenísima, SIGUELAAAAAAAA
Está buenísima, SIGUELAAAAAAAA
Dayi_JonasLove!*
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