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Mensaje por Bianca Vie 25 Abr 2014, 11:24 pm

Nombre: Simplemente Inolvidable
Autor: Mary Balogh
Adaptacion: Si :3
Genero:Drama/Romance
Advertencias: Puede que este en otro foro, pero por mi parte no.



Bueno primero que nada Hola! me llamo Bianca y soy de Mexico y la verdad no eh leido la novela  Simplemente Inolvidable (Nick y Tu) <3 3098243176 es solo que ame la sinopsis y pense que seria agradable subirla al foro y asi emocionarnos todas a la vez haha Ah! y olvidaba decirles que es mi primer novela asi que espero no defraudarlas :D en fin aqui les dejo la sinopsis  Simplemente Inolvidable (Nick y Tu) <3 285151902 
 

Una fortuita tempestad de nieve ha dejado aislados, en una hospedería de montaña, a dos personas que de otra manera nunca tendrían nada que ver. Nicholas, vizconde de Sinclair es un aristócrata altivo y acostumbrado a imponer su voluntad. ______ es una profesora sencilla, inteligente y audaz. Contra todo pronóstico, crece entre los dos una atracción irresistible. Nicholas descubre, para su sorpresa, que es capaz de ayudar en la cocina, de trabajar con sus manos... y de enamorarse de alguien a quien su familia jamás aprobaría. Pero tras la tempestad, la realidad vuelve a imponer su cara más fea. A Nicholas le espera el lujo de Londres y la promesa de un matrimonio de alcurnia, a ________ un trabajo al que no quiere renunciar. Atrapados cada uno en su mundo, lo que parecía una aventura fugaz se resiste a borrarse de sus corazones. ¿Serán capaces de aceptar las renuncias necesarias y hacer caso a sus verdaderos sentimientos? 

 
Ustedes me dicen si la sigo :3
  

 y por si se me va el nombre del personaje y se sacan de onda:
Nicholas = Lucius
_______ = Frances
Gracias!!!  Simplemente Inolvidable (Nick y Tu) <3 1187795894 
Bianca
Bianca


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Mensaje por Bianca Sáb 26 Abr 2014, 11:40 am

Hola!! Bienvenida si estaba por subir cap ahorita si claro que me paso :D Gracias.... Espero te guste  :(L):  



 Capítulo 1
Jamás nieva por Navidad. Si acaso, siempre nieva antes de Navidad, cuando todo el mundo tiene que viajar para asistir a reuniones familiares o hacer los preparativos para la fiesta en casa, o nieva mucho después de Navidad, cuando la nieve es una pura molestia para hacer las cosas del vivir diario. La verdad es que nunca nieva el día de Navidad, cuando la nieve daría colorido y una cierta magia a las celebraciones.
Esa es la triste realidad de vivir en Inglaterra.
Y ese año no fue ninguna excepción. Todos los días de vacaciones el cielo se mantuvo tercamente gris y cargado con la promesa de una horrible tormenta, el tiempo frío y ventoso, nada agradable, en realidad. Pero el suelo continuó obstinadamente seco y tan gris como el cielo.
Dicha sea la verdad, las vacaciones navideñas fueron bastante monótonas.
Así discurrían los pensamientos de _______ Allard, que había hecho el largo viaje de un día desde Bath, donde era profesora en la Escuela de Niñas de la Srta. Martin, en la esquina entre las calles Sutton y Daniel, para pasar las vacaciones navideñas con sus dos tías abuelas en las afueras del pueblo Mickledean de Somersetshire. Había esperado con ilusión esos días en un entorno rural; había soñado con hacer largas caminatas por el campo al vigorizante aire del invierno, bajo un cielo azul, o ir a la iglesia y a la sala de fiestas vadeando por entre blancos copos de nieve.
Pero el viento y el frío bajo un cielo nublado, sin una pizca de sol, la habían obligado a acortar las pocas caminatas que emprendió, y la sala de baile se mantuvo firmemente cerrada esos días; al parecer, ese año todo el mundo se contentó con pasar la Navidad con familiares y amigos en casa y no con todos sus vecinos en una fiesta o baile comunitario.
Se mentiría a sí misma si no reconociera haberse sentido un poquitín decepcionada.
Las tías abuelas, señorita Gertrude Driscoll y su hermana viuda, señora Martha Melford, que vivían en la casa para la viuda del parque de Wimford Grange, recibieron una invitación para pasar el día de Navidad en la casa grande con la familia del barón Clifton, que era su sobrino nieto y por lo tanto primo segundo o tercero de ella; a ella también la invitaron, lógicamente, y también las invitaron a otras cuantas fiestas íntimas en el vecindario. Pero las tías abuelas declinaron amablemente todas las invitaciones asegurando que se sentían tan a gusto abrigaditas en su casa y tan contentas con la compañía de su sobrina nieta que no les apetecía aventurarse a salir a ninguna fiesta con ese tiempo inclemente. Al fin y al cabo ellas podían visitar a su sobrino nieto y su familia, y a sus vecinos, cualquier día del año. Además, la tía Gertrude tenía la idea de que iba a caer en cama con algo, aun cuando no manifestaba ningún tipo de síntoma, y no se atrevía a alejarse demasiado del fuego del hogar de su casa.
A ninguna de las dos se les ocurrió consultarle qué deseaba ella.
Solamente cuando llegaron a su fin las vacaciones, y las ancianas se estaban despidiendo con abrazos, besos y unas cuantas lágrimas, antes que ella subiera a su muy desvencijado coche particular que, insistieron, debía llevarla, aun cuando normalmente el susodicho coche no se aventuraba más allá de cinco millas a la redonda, se les ocurrió pensar que tal vez habían sido egoístas al quedarse en casa todas las vacaciones, y que deberían haber recordado que su amadísima _______ sólo tenía veintitrés años y seguro que habría disfrutado con una o dos fiestas y con la compañía de otros jóvenes, aliviando así el tedio de pasar todas las vacaciones navideñas sólo con dos viejas.
Entonces ella las abrazó, derramó unas cuantas lágrimas también y les aseguró, casi sinceramente, que ellas eran lo único que había necesitado para hacer de esas navidades unas vacaciones maravillosamente felices después de un largo trimestre en la escuela, aunque en realidad había sido más de un trimestre. Se había quedado en el colegio todo el verano pasado, ya que la señorita Martin acogía a niñas pobres gratuitamente y siempre era necesario ocuparse de ellas y procurarles diversiones en época de vacaciones y asuetos, y ella no tenía ningún lugar especial adonde ir en esos períodos.
Así pues, las vacaciones de Navidad fueron decepcionantemente aburridas. Pero sí que había disfrutado del silencio y quietud después del constante bullicio y ajetreo de la vida en la escuela. Además, quería muchísimo a sus tías abuelas, que le abrieron sus brazos y corazones desde el momento mismo en que llegó a Inglaterra, cuando sólo era un bebé, huérfana de madre, y con un padre francés emigrado que tuvo que huir del reinado del Terror. No tenía ningún recuerdo de esa época, como es lógico, pero sabía que sus tías la habrían llevado a vivir con ellas en el campo si su padre lo hubiera permitido. Pero él no aceptó; la mantuvo con él en Londres, rodeándola de niñeras, institutrices y maestros de canto, prodigándole todo lo que podía comprar el dinero para su comodidad y placer, y amor a mares además. Su vida había sido feliz, segura y privilegiada durante toda su infancia y adolescencia, hasta la repentina muerte de su padre cuando ella sólo tenía dieciocho años.
Pero sus tías habían cumplido su papel durante esos años; la llevaban al campo a pasar las vacaciones y de vez en cuando iban a Londres para sacarla a pasear, comprarle regalos y llevarla a tomar helados y otras exquisiteces. Y desde el momento en que ella aprendió a leer y escribir, se escribía con ellas todos los meses. Les tenía un cariño inmenso, desmesurado. Y de verdad fue delicioso pasar las navidades en su compañía.
Y no hubo nieve para alegrar esas navidades. Sin embargo, cayó nieve, y muchísima, poco después. Comenzó cuando el coche se encontraba a no más de ocho o diez millas de Mickledean; ella consideró la posibilidad de golpear el panel del techo para sugerirle al anciano cochero que girara para volverse, pero en realidad no era mucha la nieve que caía, y no quería retrasar el viaje; parecía más bien agua de lluvia blanca durante toda la hora que cayó, e inevitablemente, cuando ya era demasiado tarde para volver, los copos fueron aumentando en tamaño y densidad, y en un espacio de tiempo muy corto el campo, que hacía unos momentos sólo parecía cubierto de escarcha, comenzó a desaparecer bajo un manto blanco cada vez más grueso.
El coche continuaba traqueteando con movimiento parejo, y ______ se tranquilizaba diciéndose que era una tontería ponerse nerviosa, que lo más probable era que el camino fuera totalmente seguro para viajar, sobre todo al paso de tortuga con que llevaba Thomas a los caballos. Pronto dejaría de nevar y la nieve comenzaría a derretirse, como ocurría siempre en Inglaterra.
Concentró la atención en el trimestre que la aguardaba, pensando qué piezas de música elegiría para que cantara el coro de las mayores. Algo alegre, brillante, isabelino, pensó. ¿Se atrevería a elegir un madrigal para cinco voces? Las niñas ya dominaban el canto a tres voces y lo empezaban a hacer bastante bien a cuatro voces, aunque a veces se interrumpían a mitad de una frase revolcándose de risa al enredarse sin remedio en una armonía compleja.
Sonrió al recordarlo. Normalmente ella se reía con ellas. Eso era mejor, y en último término más productivo, que echarse a llorar.
Tal vez probaría con cinco voces.
Al cabo de otra media hora ya no se veía nada aparte de blanco, blanco y blanco en todas direcciones, y ya no le fue posible concentrarse en las clases, el colegio ni en ninguna otra cosa. Y la nieve seguía cayendo, tan densa y apretada que la deslumbraba, y le impedía ver más allá de las ventanillas, en el caso de que hubiera habido algo para ver. Apoyó la mejilla en el cristal para mirar hacia delante y comprobó que ni siquiera se distinguía el camino de las cunetas y de los campos que había más allá. Y en ese tramo ni siquiera se veían setos, que podrían haber servido de indicadores para señalar por dónde discurría el camino.
El terror le atenazó el estómago.
¿Vería Thomas el camino desde su sitio más elevado en el pescante? La nieve le estaría entrando en los ojos, medio cegándolo, y debía de tener el doble de frío que ella. Metió aún más las manos en el manguito de piel que le había regalado la tía Martha en Navidad. Pagaría una fortuna por una taza de té caliente, pensó.
¡Y tanto desear nieve! ¿Qué sabio fue el que dijo una vez que uno debe tener cuidado con lo desea, no sea que se lo concedan?
Se acomodó en el asiento, apoyando la espalda, resuelta a fiarse de Thomas para encontrar el camino. Después de todo, él era el cochero de sus tías abuelas de toda la vida, eternamente, o al menos desde que ella tenía memoria, y jamás había oído decir que hubiera estado implicado en algún tipo de accidente. Pero pensó tristemente en la acogedora y calentita casa de la viuda que había dejado y en el animado y bullicioso colegio que era su destino. Claudia Martin estaría esperándola ese día. Anne Jewell y Susanna Osbourne, las otras profesoras residentes, estarían mirando por la ventana para verla llegar. Todas pasarían juntas la velada esa noche en la sala de estar particular de Claudia, sentadas cómodamente alrededor del hogar, bebiendo té, conversando acerca de cómo habían pasado las fiestas. Ella les haría un relato gráfico del temporal de nieve por el que había viajado. Lo embellecería y exageraría el peligro y su miedo y las haría reír a todas.
Pero todavía no se estaba riendo.
Y de repente la risa escapó tan lejos de sus pensamientos como lo estaba el volar a la luna. El coche aminoró la marcha, se ladeó y patinó; al instante se cogió del agarradero de cuero que colgaba sobre su cabeza, convencida de que en cualquier momento el coche se volcaría hacia la derecha. Antes de cerrar los ojos esperó para ver su vida en un relámpago y musitó las primeras palabras del Padrenuestro, para no chillar y sobresaltar a Thomas haciéndolo perder el último vestigio de control sobre los caballos. El sonido de los cascos de los caballos era ensordecedor, aun cuando iban avanzando sobre nieve y no deberían oírse. Thomas estaba gritando por diez hombres.
Y entonces, al mirar por la ventanilla más cercana, en lugar de cerrar fuertemente los ojos para no ver el inminente fin, vio los caballos, y estos, en lugar de ir delante tirando del coche, estaban pasando junto a la ventanilla.
Apretó con más fuerza la tira de cuero y acercó la cara a la ventanilla. Esos no eran los caballos de su coche. Cielo santo, alguien los estaba adelantando, ¡con esa nevasca!
Apareció el pescante del coche que les estaba adelantando, con su cochero, que parecía un muñeco de nieve jorobado, inclinado sobre las riendas y soltando todo tipo de insultos por la boca, al parecer dirigidos al pobre Thomas.
Y entonces pasó el coche, como una especie de rayo azul, y ella alcanzó a vislumbrar en su interior a un caballero con muchas esclavinas sobre su abrigo y un elegante sombrero de copa. Él giró la cabeza y la miró con una ceja arqueada y una expresión de arrogante desprecio en la cara.
¿Cómo se atrevía a mirarla así? ¿A ella?
En unos instantes el coche terminó de pasar, mientras el de ella se estremecía, patinaba otro poco, para luego enderezarse solo, y continuar su lento y laborioso avance.
El miedo cedió el paso a una ardiente furia. Hirvió de furia. Pero qué cosa más temeraria, desconsiderada, suicida, homicida, peligrosa, ¡estúpida! Por el amor de Dios, si ni siquiera aplastando la nariz contra el cristal podía ver a más de cinco yardas, y la tupida cortina de nieve estorbaba la visibilidad incluso en esas cinco yardas. ¿Y ese cochero jorobado y malhablado y ese caballero despectivo con su arrogante ceja tenían tanta prisa que habían puesto en peligro la vida de ella, la de Thomas y la suya propia, por adelantar?
Pero una vez que se le pasó el ataque de furia, repentinamente tomó conciencia de que estaba toda sola en medio de un mar de blancura. Nuevamente el pánico le contrajo los músculos del estómago, y volvió a sentarse bien, soltando adrede el agarradero de cuero y metiendo cuidadosamente las manos en el manguito de piel. El miedo no la llevaría a ninguna parte. Y total, lo más probable era que Thomas sí la llevara a alguna parte.
Pobre Thomas. Cuando llegaran a ese alguna parte estaría deseoso de beber algo caliente, o más probablemente algo caliente y fuerte. No era un hombre joven, no, de ninguna manera.
Con los dedos de la mano derecha empezó a tocar la melodía de un madrigal de William Byrd sobre el dorso de la mano izquierda, como si fuera las teclas de un piano y entonó la melodía en voz alta.
Y de pronto el coche se estremeció y patinó nuevamente, y tuvo que volver a cogerse del agarradero. Miró hacia fuera, hacia delante, sin esperar ver nada en realidad, pero vio; vio una forma oscura que al parecer estaba bloqueando el camino. En un instante de casi claridad entre los copos de nieve vio que era un coche con caballos. Incluso le pareció que era azul.
Pero aunque los caballos que tiraban de su coche pararon, el coche no paró inmediatamente; se ladeó ligeramente hacia la izquierda, se enderezó y luego se ladeó más que ligeramente hacia la derecha, y continuó ladeándose y patinando hasta que llegó a lo que debía ser el borde del camino, donde una rueda se quedó atrapada en algo. A continuación el vehículo pegó un brinco, haciendo un medio giro, y empezó a caer lentamente hacia atrás hasta que las dos ruedas traseras quedaron hundidas completamente en la cuneta que estaba a rebosar de nieve.
_______, de espaldas y de cara al asiento de enfrente, que de repente estaba encima de ella, sólo logró ver nieve sólida por las ventanillas de los dos lados.
Y si eso no era la parte de fuera, pensó con ominosa calma, no sabía qué era.
A sus oídos llegaba un fuerte clamor, bufidos y relinchos de caballos, gritos de hombres.
Antes que lograra armarse de serenidad para salir de su níveo capullo, se abrió bruscamente la puerta, no sin la considerable ayuda de unos músculos masculinos y unas horrorosas palabrotas masculinas, y un brazo seguido de una mano se introdujeron para ayudarla; el brazo envuelto en la manga de un abrigo muy grueso y carísimo, y la mano en un fino guante de piel. Estaba clarísimo que ese brazo no pertenecía a Thomas, y tampoco la cara que apareció al final, de ojos castaños, mandíbula cuadrada, irritada y ceñuda.
Era una cara que había visto fugazmente hacía menos de diez minutos.
Era una cara, y una persona, por la que había concebido una considerable hostilidad.
Sin decir palabra plantó la mano en la de él, con la intención de usarla para levantarse con la mayor dignidad posible. Pero él la sacó de un tirón de su incómoda postura como si fuera un saco de harina y la depositó sobre el camino, donde al instante sus botas de media caña se perdieron de vista bajo varias pulgadas de nieve. Sintió en toda su violencia la ferocidad del viento frío y el furioso ataque de la nieve que caía del ciclo.
Según decían, la rabia hace ver en rojo. Pero ella sólo veía blanco.
—Usted, señor —gritó, para hacerse oír por encima de los ruidos de los caballos y la batalla de vigorosos y coloridos insultos entre Thomas y el muñeco de nieve jorobado—, se merece que lo cuelguen, lo ahoguen y lo descuarticen. Se merece que le arranquen la piel a latigazos. Se merece que lo achicharren en aceite hirviendo.
La ceja que ya la había ofendido antes volvió a arquearse. También la otra.
—Y usted, señora —dijo él, marcando las sílabas en un tono abrupto que hacía juego con la expresión de su cara—, se merece que la encierren en una mazmorra oscura por ser un peligro público y aventurarse por la carretera del rey en esa vieja chalupa. Es un verdadero fósil. Cualquier museo lo rechazaría por ser demasiado antiguo como para que alguien se interese por él.
—¿Y su antigüedad y la prudencia de mi cochero le da el derecho de poner en peligro varias vidas adelantándolo con este horroroso temporal de nieve? —preguntó ella retóricamente, con los pies bien plantados ante él, tocándole las puntas, aunque la verdad es que no se veían los pies de ninguno de los dos—. Tal vez, señor, alguien debería relatarle la historia de la tortuga y la liebre.
Él bajó las dos cejas y luego arqueó sólo la primera.
—¿Y con eso quiere decir...?
—Su temeraria velocidad le ha llevado a este percance —contestó ella apuntando con un dedo hacia el coche azul, que bloqueaba completamente el camino, aunque al mirarlo vio que parecía estar bien situado sobre él—. No ha avanzado más después de todo.
—Si usara los ojos para mirar, señora, en lugar de usarlos sólo para arrojar fuego y azufre —dijo él— vería que hemos llegado a un recodo del camino y que mi cochero, y también yo, después de adelantarles a ustedes en su ineptitud, estamos limpiando un montículo de nieve para que mi liebre pueda continuar su camino. Su tortuga, por su parte, está hundida en un montón de nieve y no va a ir a ninguna parte durante algún tiempo. Hoy no, sin duda.
Ella miró hacia atrás por encima del hombro. De repente se le hizo horriblemente evidente que él tenía razón. Apenas se veía la parte delantera del coche, y estaba medio apuntando al cielo.
—¿Quién va a ganar la carrera, entonces? —le preguntó él. ¿Qué demonios podía hacer? Tenía los pies empapados, la orilla de la capa toda llena de nieve, le seguía nevando encima, tenía frío y se sentía desgraciada. Y asustada también. Y furiosa.
—¿Y de quién es la culpa? —preguntó—. Si no hubiera llevado los caballos brincando, no estaríamos metidos en este montón de nieve.
—Los caballos brincando. —La miró con incredulidad combinada con desprecio y gritó por encima del hombro—: ¡Peters! He sabido de muy buena tinta que venías haciendo brincar los caballos cuando adelantamos a esta antiquísima reliquia. Te he dicho una y mil veces que no hagas brincar los caballos durante un temporal de nieve. Estás despedido.
—Déme un momento para terminar de quitar este montón de nieve, jefe, y echaré a caminar hacia la puesta de sol —gritó el cochero—. Si alguien me dice en qué dirección queda eso.
—Mejor que no —dijo el caballero—. Tendría que conducir yo el coche. Estás recontratado.
—Me lo pensaré, jefe —gritó el cochero—. ¡Ya está! Esto está terminado.
Mientras tanto Thomas estaba atareadísimo desenganchando los caballos de su inútil carga.
—Si su coche hubiera ido avanzando a cualquier velocidad que superar el casi imperceptible paso de tortuga, señora —dijo el caballero volviendo su atención a _______—, no habría obligado a cometer una peligrosa temeridad a viajeros serios y responsables que verdaderamente preferirían llegar a alguna parte al final del día en lugar de pasar una eternidad en un tramo de camino.
________ lo miró indignada. Apostaría el salario de un mes a que ni un mínimo asomo de frío lograría penetrar ese abrigo, con su docena de esclavinas, y que ni una brizna de nieve había encontrado su camino hacia dentro de esas botas de caña alta.
—Estamos listos para continuar, entonces, jefe —gritó el cochero—, a no ser que prefiera quedarse a admirar el paisaje una hora más o algo así.
—¿Dónde está su doncella? —preguntó el caballero, entrecerrando los ojos.
—No tengo —repuso ella—. Eso debería ser absolutamente obvio. Estoy sola.
Vio que él la estaba recorriendo con los ojos de la cabeza a los pies, bueno, sólo hasta poco más abajo de las rodillas. Se había puesto ropas útiles y prácticas para volver a la escuela, aunque para un caballero tan elegante sería evidente, cómo no, que no eran caras ni a la moda. Lo miró fijamente, indignada.
—Va a tener que venir conmigo —dijo él, en un tono nada cortés.
—¡De ninguna manera!
—Muy bien, entonces —dijo él, girándose para alejarse—, puede quedarse aquí en virtuosa soledad.
Ella miró alrededor, y esta vez el pánico le atacó las rodillas además del estómago, y casi se hundió en la nieve hasta donde no volvería a saberse nunca jamás de ella.
—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¿Tiene una idea?
—En alguna parte de Somersetshire —contestó él—. Aparte de eso, no tengo la más remota idea, pero la mayoría de los caminos, lo sé por experiencia, llevan finalmente a alguna parte. Esta es su última oportunidad, señora. ¿Desea explorar la gran incógnita en mi diabólica compañía, o prefiere perecer aquí sola?
Le fastidiaba espantosamente no tener ninguna otra opción.
Los dos cocheros estaban otra vez gritándose mutuamente, y con palabras nada amables.
—Tómese una o dos horas para decidirse —dijo el caballero con la voz cargada de ironía, y arqueando nuevamente esa ceja—. No tengo ninguna prisa.
—¿Y Thomas? —preguntó ella.
 —¿Thomas sería el hombre de la luna? ¿O tal vez su cochero? Él llevará los caballos y nos seguirá.
Dicho eso echó a caminar a largas zancadas hacia el coche, arrojando lluvias de nieve a su paso. _______ lo siguió con más cautela, tratando de poner los pies en los surcos dejados por las ruedas. ¡Qué embrollo!
El volvió a ofrecerle la mano para ayudarla a subir al coche. Era un coche maravillosamente nuevo, observó, resentida, con mullidos asientos tapizados. Tan pronto como se sentó en uno, se hundió y cayó en la cuenta de que ofrecía una fabulosa comodidad, incluso para un viaje largo. También sentía casi calor, comparado con el frío que hacía fuera.
—Hay dos ladrillos en el suelo todavía algo calientes —dijo el caballero desde la puerta—. Ponga los pies en uno de ellos y cúbrase con una de las mantas. Yo iré a ocuparme de que saquen sus pertenencias de su coche y las trasladen al mío.
Las palabras en sí mismas podían interpretarse como amables y consideradas, pero el tono abrupto en que las dijo contradecía esa posible impresión, como también la firmeza con que cerró la puerta. De todos modos ________ hizo caso de la sugerencia. Le castañeteaban los dientes, y los dedos se le caerían si los pudiera llegar a sentir; se había dejado el manguito dentro de su coche.
¿Cuánto tiempo tendría que soportar esa situación insufrible?, pensó. No tenía la costumbre de odiar a nadie a primera vista, ni siquiera de sentir una leve aversión, pero la idea de pasar aunque sólo fuera media hora en compañía de ese caballero arrogante, malhumorado, burlón y despectivo le resultaba singularmente poco atractiva. Sólo con pensar en él se le erizaba el pelo.
¿Lograría encontrar otra modalidad de transporte en el primer pueblo al que llegaran? ¿Una diligencia tal vez? Pero incluso mientras le pasaba la idea por la cabeza comprendió lo absurda que era. Tendrían suerte si llegaban a un pueblo. ¿Acaso suponía que si llegaban no habría ningún rastro de nieve allí?
Iba a quedarse atrapada en alguna parte toda la noche, sin ninguna compañía femenina, y sin mucho dinero, puesto que rechazó el que sus tías abuelas trataron de darle. Tendría suerte si ese alguna parte no resultaba ser ese coche.
Esa sola idea la sofocó y tuvo que hacer una larga inspiración.
Pero era una clara posibilidad. Sólo hacía un par de minutos el camino había desaparecido ante sus ojos.
Esta vez combatió el pánico poniendo cuidadosamente los pies, uno al lado del otro, sobre el ladrillo ligeramente tibio y entrelazando suavemente las manos sobre la falda.
Se fiaría de la habilidad del extraño e impertinente Peters, que había resultado no ser jorobado después de todo.
Ahora bien, esa sí sería una aventura para obsequiar a sus amigas cuando llegara por fin a Bath, pensó. Igual si lo miraba con más detenimiento hasta podría describir a ese caballero como alto, moreno y apuesto, el proverbial caballero de brillante armadura, en realidad. Con eso a Susanna se le caerían los ojos de la cara y los de Anne se suavizarían con un brillo romántico. Y Claudia frunciría los labios y la miraría desconfiada.
Pero, ay Dios, le resultaría difícil encontrar algo divertido o romántico en esa situación, incluso cuando la mirara en retrospectiva ya en la seguridad de la escuela.
 
 
 
Bianca
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Mensaje por Bianca Sáb 26 Abr 2014, 11:44 am

Esta un poco largo pero estoy subiendo por capitulo (tiene 26) y es que es frustrante cuando te dejan con la duda hahaha  :bye:  :bye:
Bianca
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Simplemente Inolvidable (Nick y Tu) <3 Empty Re: Simplemente Inolvidable (Nick y Tu) <3

Mensaje por Bianca Mar 29 Abr 2014, 12:23 am

Aqui el segundo capitulo n.n Les recomiendo esta nove ya la termine de leer xD y esta muy bella! :D


Capítulo 2
Su madre le advirtió que nevaría antes que acabara el día. También se lo advirtieron sus hermanas. Y también su abuelo.
Y, dicha sea la verdad, también se lo advirtió su sentido común.
Pero puesto que rara vez hacía caso de consejos, y mucho menos si se los ofrecía su familia, y rara vez seguía los dictados del sentido común, ahí estaba, en medio de una nevasca como para agotar eternamente la nieve y contemplando con menos que gran entusiasmo la clara probabilidad de pasar la noche en una oscura posada rural en medio de ninguna parte. Al menos esperaba pasarla en una posada, y no en un tugurio o, peor aún, dentro de su coche.
Y ya estaba de mal humor incluso antes de comenzar ese viaje.
Miró fijamente a su pasajera cuando subió al coche a instalarse al lado de ella, después de haberse ocupado de que se hiciera todo lo que había que hacer. Estaba acurrucada debajo de una de las mantas de lana para las rodillas, las manos metidas debajo con el manguito que él rescatara de su coche y le pasara minutos antes, y, según comprobó, tenía los pies apoyados en uno de los ladrillos. Aunque «acurrucada» era tal vez una palabra incorrecta para describir su postura. Estaba con la espalda bien derecha, rígida de hostilidad, resuelta dignidad y virtud ofendida. Ni siquiera giró la cara para mirarlo.
Parecía una vieja pasa, pensó. Lo único que le veía de la cara, por debajo del borde del ala de su horrible papalina marrón, era la punta enrojecida de la nariz. Lo sorprendente era que la nariz no estuviera temblando de indignación, como si la situación en que se encontraba fuera culpa suya.
—Nicholas Marshall, para servirla —dijo, en tono no muy cortés. Por un momento pensó que ella no iba a contestar el saludo y contempló seriamente la idea de golpear el panel del techo para que parara el coche y poder ir a sentarse con Peters en el pescante. Mejor ser atacado por la nieve fuera que congelado por un carámbano de hielo dentro.
—_______ Allard —dijo ella.
—Es de esperar, señorita Allard —dijo él, sólo por entablar conversación—, que el dueño de la próxima posada a la que lleguemos tenga la despensa llena. Creo que voy a ser capaz de hacerle justicia a un pastel de carne con patatas y verduras y una jarra de cerveza, por no mencionar un buen pudín de sebo con nata para acabar la comida. Que sean varias jarras de cerveza. ¿Y usted?
—Una taza de té es lo único que deseo —repuso ella.
—Podría haberlo adivinado. Pero, buen Señor, ¡una taza de té! Y sin duda su labor de punto para ocupar las manos entre sorbo y sorbo.
—¿Cuál es su destino? —preguntó.
—Bath. ¿Y el suyo?
—Hampshire. Pensaba pasar una noche en el camino, pero había esperado que fuera en un lugar más cercano a mi destino. Pero no importa. No habría tenido el placer de conocerla, ni usted el de conocerme a mí, si no hubiera ocurrido lo inesperado.
Entonces ella giró la cabeza y lo miró fijamente. Incluso antes que hablara a él le resultó evidente que ella sabía reconocer la ironía cuando la oía.
—Creo, señor Marshall, que podría haber vivido muy feliz sin ninguna de esas tres experiencias.
Donde las dan las toman. Tocado.
Estando ya más desocupado para mirarla a sus anchas, lo sorprendió ver que era muchísimo más joven de lo que había calculado. La impresión que tuvo cuando su coche adelantó el de ella, y después cuando estaban en el camino, es que era una dama flaca, morena y de edad madura. Pero esa impresión había sido errónea. Ahora que no arrugaba el ceño ni hacía muecas ni tenía los ojos entrecerrados para no deslumbrarse con el brillo blanco de la nieve, veía que sólo tenía algo más de veinte años, unos veinticinco tal vez. De todos modos, menos de los veintiocho que tenía él. Pero era una arpía.
Y era flaca. O tal vez sólo muy esbelta; era difícil verlo a través de esa informe capa de invierno. Pero tenía las muñecas finas; se fijó en eso cuando ella cogió el manguito de su mano. Su cara también era delgada, con pómulos altos, la piel blanca con un leve matiz moreno, aparte de la punta de la nariz enrojecida. Eso combinado con sus ojos, pestañas y cabellos oscuros, llevaba a la conclusión de que por sus venas corría algo de sangre extranjera, italiana, tal vez, mediterránea, seguro. Eso podría explicar su temperamento. Por debajo de la papalina se veía el comienzo de una severa raya en el medio y a ambos lados el pelo peinado liso y tirante hacia atrás, desapareciendo bajo el ala del sombrero.
Daba la impresión de ser la institutriz de alguien. El cielo amparara a su pobre discípula.
—¿Supongo que le aconsejaron no viajar hoy? —preguntó.
—No. Todas las vacaciones de Navidad esperé que nevara, y estaba convencida de que nevaría. Hoy ya había dejado de esperar, Y entonces, claro, ha nevado.
Al parecer no estaba de ánimo para más conversación, porque giró firmemente la cabeza al frente, dejándole solamente la punta de la nariz para admirar, y él no sintió ninguna obligación, ni inclinación, de continuar hablando.
Si todo eso tenía que suceder, por lo menos el destino podría haberle ofrecido una débil damisela en apuros, rubia, de ojos azules y hoyuelos en las mejillas. Encontraba muy injusta la vida a veces. Y últimamente se lo había parecido bastante.
Volvió la atención entonces a la causa del humor negro que se había cernido sobre él como un oscuro nubarrón durante todas las vacaciones navideñas.
 
Su abuelo se estaba muriendo. Ah, no estaba exactamente a punto de exhalar su último suspiro y ni siquiera languideciendo en su lecho de muerte. Incluso se tomó a risa el veredicto que le había dado su ejército de médicos londinenses cuando fue a consultarlos a comienzos de diciembre. Pero la cruda verdad era que le dijeron que se le estaba debilitando rápidamente el corazón y que no había nada que pudiera hacer ninguno de ellos para sanárselo.
«Es un corazón viejo que ya está listo para cederle el paso a uno nuevo. Como el resto de mí», comentó el abuelo con una bronca risa cuando por fin lograron sonsacarle la noticia.
Mientras su nuera y sus nietas sorbían por la nariz y ponían caras trágicas, el nieto, él, se mantuvo adrede en la parte más oscura del salón, con un feroz entrecejo en la cara, no fuera a manifestar una emoción que lo avergonzaría a él y a todos los demás.
A nadie le hizo gracia la broma del anciano, aparte de a él mismo.
«Lo que quisieron decir los matasanos —añadió, irreverente—, es que será mejor que ponga en orden mis asuntos y me prepare para encontrarme con mi Hacedor cualquier día a partir de ahora.»
En los últimos diez años él no se había relacionado mucho con su abuelo ni con el resto de su familia, pues estaba demasiado ocupado viviendo la vida de un hombre ocioso por la ciudad. Incluso alquilaba habitaciones en Saint James Street para cuando estaba en Londres, en lugar de vivir en la casa Marshall, la residencia familiar en Cavendish Square, donde normalmente vivían su madre y sus hermanas durante la temporada.
Pero aquella horrorosa noticia lo había hecho comprender lo mucho que quería a su abuelo, el conde de Edgecombe, que vivía en Barclay Court, en Somersetshire. Y tras haber comprendido eso, llegó a la conclusión de que quería a toda su familia, aunque le había hecho falta algo así para hacerlo tomar conciencia de lo mucho que los descuidaba.
Su sentimiento de culpa y su aflicción habrían sido más que suficientes para ensombrecerle de tristeza sus navidades. Pero había algo más.
Sucedía que él era el heredero del conde. Era Nicholas Marshall, vizconde Sinclair.
Esa realidad en sí misma no era algo triste. No sería un hombre del todo normal si detestara la idea de heredar Barclay, donde se crió, Cleve Abbey, donde residía cuando no estaba en Londres o en alguna otra parte con sus amigos, y las demás propiedades y la inmensa fortuna que venía con ellas, aun cuando eso debiera venir a expensas de la vida de su abuelo. Y no le molestaban las obligaciones políticas que un escaño en la Cámara de los Lores le pondría sobre los hombros cuando llegara el momento. Al fin y al cabo, desde la muerte de su padre hacía unos años sabía que, si la vida seguía su curso natural, algún día heredaría, y se había educado y preparado para eso. Además, incluso una vida de ocio y placer empieza a aburrir después de un tiempo. Participar realmente en política le daría a su vida una dirección más activa y positiva.
No, lo que verdaderamente le molestaba era que, en opinión de su madre, su hermana casada y tal vez su marido (aunque jamás se podía saber lo que pensaba Tait), sus tres hermanas solteras y su abuelo, un hombre que pronto se convertiría en conde también necesitaba, incluso antes, convertirse en hombre casado. Es decir, un conde necesita una condesa.
Es decir, que necesitaba una esposa.
Al parecer eso estaba tan claro como las narices en las caras de todos ellos, a excepción de la suya. Aunque, a decir verdad, ni siquiera podía afirmarlo; él lo sabía todo acerca del deber, aun cuando hubiera pasado la mayor parte de su vida ignorándolo e incluso huyendo de él. Pero hasta ese momento había sido libre para hacer lo que se le antojara; nadie había puesto jamás objeciones en voz muy alta a su forma de vida. Se daba por supuesto que los jóvenes normales han de correrla, siempre que no se hundan en el vicio, y él había hecho lo que se esperaba de él.
Pero ahora todo iba a cambiar. Y si uno ha de tomarse la vida con filosofía, tiene que reconocer que tarde o temprano el deber da alcance a la mayoría de los jóvenes; es la naturaleza de la vida. Y a él le había dado alcance.
Todos sus parientes, por separado, le habían soltado una perorata sobre el tema en esas vacaciones, siempre que uno, o a veces dos, lograban meterlo en lo que les encantaba llamar una simpática charla.
Había disfrutado de más simpáticas charlas esas navidades que nunca antes en toda su vida, o en lo que le quedara de vida, esperaba sinceramente.
El consenso era, lógicamente, que necesitaba una esposa sin tardanza.
Una esposa perfecta, si es que existía ese dechado; y al parecer sí existía.
Portia Hunt era con mucho la candidata más favorecida, ya que era prácticamente imposible encontrarle alguna imperfección.
Portia se había conservado soltera hasta la avanzada edad de veintitrés años, le explicó su madre, porque esperaba convertirse en su vizcondesa algún día, y finalmente en su condesa, claro está. Y en la madre de un futuro conde.
Portia sería una esposa admirable, le aseguró su hermana mayor Margaret, lady Tait, porque era una joven madura, estable, y tenía todas las cualidades, conocimientos y habilidades que necesita una futura condesa.
Portia seguía siendo un diamante de primerísima calidad, le señalaron sus hermanas menores, Caroline y Emily, y bastante correctamente en realidad, aun cuando se expresaran con esa frase manida; no había ninguna mujer más bella, más elegante, más refinada, más hábil, que Portia.
La señorita Portia Hunt era la hija del barón y lady Balderston y la nieta del marqués de Godsworthy, le recordó su abuelo (Godsworthy era uno de sus más viejos e íntimos amigos). Esa alianza sería muy conveniente y deseable, le dijo, y no es que él quisiera presionar indebidamente a su nieto.
«La elección de esposa debe ser sólo tuya, ______. Pero si no hay ninguna otra que te guste, podrías considerar seriamente a la señorita Hunt. Le haría bien a mi corazón verte casado con ella antes de morir.»
¡Y eso no era presionarlo indebidamente, desde luego! Solamente Amy, la menor sus hermanas, se manifestó en desacuerdo con los demás, aunque sólo en el punto de la candidata para la esposa perfecta, no sobre la necesidad de que encontrara a esa criatura en alguna parte dentro de los próximos meses.
«No lo hagas, Nick —le dijo un día en que habían salido a cabalgar solos—. La señorita Hunt es muy, muy tediosa. El verano pasado le aconsejó a mamá que no me presentara en sociedad este año, y eso que voy a cumplir los dieciocho en junio, sólo porque el brazo fracturado le impidió a Emily presentarse el año pasado y así se retrasó su turno. La señorita Hunt podría haber hablado a mi favor, puesto que pretende casarse contigo y ser mi cuñada, pero no lo hizo, y después me sonrió, con esa sonrisita suya tan de superioridad, y me aseguró que el próximo año yo estaría feliz cuando la atención de toda mi familia estuviera enfocada sólo en mí.»
El problema era que él conocía a Portia de toda la vida; su familia iba con frecuencia a pasar una temporada a Barclay Court, y a veces sus abuelos lo llevaban con ellos cuando iban a visitar al marqués de Godsworthy y, quiera que no, los Balderston estaban ahí con su hija. Siempre había sido muy evidente el deseo de las dos familias de que ellos se casaran finalmente. Y si bien él nunca había alentado a Portia a sacrificar todas las proposiciones que le hicieran después de su presentación en sociedad, a la espera de que él se decidiera a hacer la suya, nunca la había desalentado tampoco. Puesto que no era un romántico y sabía desde siempre que tendría que casarse algún día, había supuesto que probablemente acabaría casado con ella. Pero saber eso como una especie de vaga posibilidad futura era absolutamente distinto a enfrentarse con la expectativa de que eso iba a ocurrir, y pronto.
La verdad, lo había asaltado una especie de pánico con bastante frecuencia durante las vacaciones. Le ocurría particularmente cuando intentaba imaginarse en la cama con Portia. ¡Buen Dios!, esperaría que él cuidara sus modales.
Y otro pequeño detalle que le ensombrecía aún más el ánimo era que se oyó claramente prometerle a su abuelo (fue el día de Navidad al anochecer, cuando estaban los dos sentados en la biblioteca y todos los demás se habían ido a acostar, y unas cuantas copas de la cerveza especiada le ablandaron los sesos y lo pusieron bastante sensiblero) que miraría seriamente a su alrededor esa primavera, elegiría esposa y se casaría antes que terminara el verano.
No le prometió exactamente casarse con Portia Hunt, pero su nombre salió a relucir de todos modos.
«La señorita Hunt estará feliz de verte en la ciudad este año», comentó su abuelo, lo cual era bastante extraño puesto que él siempre estaba en la ciudad. Lo que quería decir el anciano, lógicamente, era que Portia estaría feliz de verlo bailar con ella y atenderla en todos los bailes, fiestas y otros eventos sociales que normalmente él evitaba como la peste.
Era un hombre condenado. No tenía ningún sentido intentar negarlo. Sus días como hombre libre, libre y despreocupado, estaban contados. Y ya antes de Navidad había sentido apretarse firmemente el dogal en el cuello.
—Ese cochero suyo merece que lo pongan ante un pelotón de ejecución —dijo de repente la señorita ______ Allard, esa dama tan encantadoramente amable, con voz aguda, atenazándole al mismo tiempo la manga con una mano—. Otra vez va demasiado rápido.
Cierto que el coche se balanceaba rodando y patinando por la espesa nieve. Seguro que Peters iba disfrutando más de lo que había disfrutado en muchos días.
—No me sorprende que diga eso —dijo—, dado que tiene entrenado a su cochero a avanzar a la mitad de la velocidad con que caminaría un octogenario gotoso. Pero ¿qué tenemos aquí?
Al mirar por la ventanilla vio que el balanceo se debió a que el coche se había detenido. Habían llegado a lo que parecía ser una posada, aun cuando era decididamente una bastante pobre, a juzgar por la impresión que causaba a primera vista. Parecía más bien un centro de reunión para los bebedores del pueblo, que debía estar cerca, que un lugar de alojamiento para viajeros respetables, pero, como decía el viejo adagio, los mendigos no pueden ser selectivos.
También se veía bastante abandonada. Nadie había quitado la nieve de la puerta. Las puertas del establo que había detrás de la casa estaban cerradas, no parpadeaba ninguna luz detrás de las ventanas, y no salía ninguna tranquilizadora voluta de humo por la chimenea.
Fue una suerte de alivio, entonces, cuando se abrió un poquitín la puerta, después que Peters gritara algo ininteligible, y se asomara una cabeza entera con las mandíbulas y el mentón sin rasurar y un voluminoso gorro de dormir, ¡a media tarde!, y gritara algo.
—Es hora de entrar en la refriega, creo —musitó Nicholas, abriendo la puerta y saltando a la nieve que llegaba hasta las rodillas—. ¿Cuál es el problema, hombre?
Interrumpió el discurso de Peters, que desde su asiento en el pescante estaba informando a aquel hombre acerca de su sorprendente y muy poco encomiable pedigrí.
—Parker y su señora se marcharon y aún no han vuelto —gritó él—. No pueden alojarse aquí.
Peters comenzó a dar su opinión no solicitada sobre los ausentes Parker y los patanes groseros y sin afeitar, pero Nicholas levantó una mano apaciguadora.
—Dime que hay otra posada a menos de quinientas yardas de ésta —dijo.
—Bueno, no la hay, pero eso no es problema mío —contestó el hombre, haciendo ademán de cerrar la puerta.
—Entonces me temo que tienes huéspedes para esta noche, mi buen hombre. Te sugiero que te vistas y te pongas tus botas, a no ser que prefieras hacer el trabajo tal como estás. Hay equipaje por entrar y caballos por atender, y vienen más en camino. Ahora, venga, pon cara alegre.
Se giró a tenderle la mano a la señorita Allard.
—Al menos es un alivio verle dirigir su mal humor hacia otra persona —dijo ella.
—No me irrite, señora —le advirtió él—. Y será mejor que ponga su brazo alrededor de mis hombros. La llevaré a peso, puesto que esta mañana no tuvo la sensatez de ponerse unas botas apropiadas.
Ella lo obsequió con una de sus miradas feroces y él creyó notar que esta vez sí se le agitaba la enrojecida punta de la nariz.
—Gracias, señor Marshall —dijo ella—, pero entraré en la posada por mi propio pie.
—Usted misma —le dijo él, encogiéndose de hombros.
Y entonces tuvo la inmensa satisfacción de verla saltar del coche sin esperar a que sacaran los peldaños, y hundirse en la nieve hasta casi las rodillas.
Era muy difícil, observó con los labios fruncidos, caminar con dignidad desde un coche hasta una casa varias yardas distante sobre una capa de nieve de bastante más de un palmo, pero ella lo intentó. Al final tuvo que vadear y agitar los brazos a los lados para no caerse al dar un nada elegante patinazo justo antes de llegar a la puerta, que el ocupante con gorro de dormir había dejado abierta.
Nicholas sonrió con macabro humor a sus espaldas.
—Recogimos una buena pieza, jefe —comentó Peters.
Nicholas se giró a mirarlo severamente.
—Mantén la lengua domada en tu boca cuando te refieras a cualquier dama a una distancia que yo pueda oírte.
Peters saltó a la nieve sin parecer ni por asomo acobardado por la reprimenda.
—Razón tiene, jefe.
—Al parecer yo podría tener mi cerveza —dijo el señor Marshall—, y usted su té si logramos encender un fuego y si hay té escondido en alguna parte de la cocina. Pero doy por perdido mi pastel de carne, y también mi pudín de sebo.
Estaban en medio de un triste y pobretón bodegón, que no estaba más caliente que el coche, pues no había fuego ardiendo en el hogar. El criado que les abrió la puerta y que luego no quería dejarlos pasar, a pesar de la inclemencia del tiempo, entró pesadamente con el baúl de viaje de ______ y lo depositó justo a un lado de la puerta junto con sus gruesas huellas de nieve.
—No sé qué van a decir Parker y la señora cuando se enteren de esto —masculló sobriamente.
—Sin duda te van a aclamar como a un héroe por obtener ingresos extras y te doblarán el salario —le dijo el señor Marshall—. ¿Te dejaron solo aquí durante todas las fiestas?
—Sí, aunque no se marcharon hasta el día siguiente al de los aguinaldos y quedaron de volver mañana. Me dieron órdenes estrictas de no admitir a nadie aquí durante su ausencia. No sé lo de doblar el salario, pero sí conozco la lengua de la señora. No pueden pasar aquí la noche y no hay más que hablar. —¿Tu nombre? —Wally.
—Wally, «señor».
—Wally, «señor» —repitió el hombre, malhumorado—. No se pueden alojar aquí, señor. Las habitaciones no están preparadas y la chimenea no está encendida; tampoco está la cocinera aquí para preparar algo de comer.
Todo eso le era dolorosamente evidente a _______, que estaba a punto de sumergirse en lo más profundo de la aflicción que fuera posible. Su único consuelo, el único, era que por lo menos estaba viva y tenía un suelo sólido bajo los pies.
—Veo que en ese hogar está todo preparado para encender el fuego —dijo el señor Marshall—. Tú puedes encenderlo mientras yo voy a buscar el resto del equipaje. Aunque primero tienes que traerle a la dama un chal o una manta para que se mantenga moderadamente abrigada hasta que prenda el fuego. Y luego te encargarás de preparar dos habitaciones. En cuanto a la comida.,..
—Yo iré a la cocina a hacer un reconocimiento —terció _______—. No tengo ninguna necesidad de que me traten como a una carga delicada. No lo soy. Cuando hayas terminado de prender el fuego aquí, Wally, puedes venir a ayudarme a encontrar lo que necesitaré para preparar alguna suerte de comida que satisfaga a cinco personas, incluido tú.
El señor Marshall la miró con las dos cejas arqueadas. —¿Sabe cocinar?
—Necesito alimentos, utensilios y un hornillo o fogón si he de lograr algo —repuso ella—. Pero por lo que parece sé hacer hervir una tetera sin que el agua se ponga grumosa.
Por un fugaz instante le pareció que el destello que brilló en los ojos de él podría ser de diversión.
—Era un pastel de carne, por si no lo oyó la primera vez —dijo él—, con mucha cebolla y salsa.
—Tal vez tenga que conformarse con un huevo escalfado, si es que hay alguno.
—Por el momento, eso me parece un digno sustituto.
—Hay huevos —dijo Wally, en tono todavía malhumorado, arrodillándose a encender el fuego del hogar—. Eran para mí, pero no sé qué hacer con ellos.
—Pues esperemos entonces —dijo el señor Marshall—, que la señorita Allard sí sepa qué hacer con ellos y que no hayan sido sólo ganas de alardear sin fundamento cuando nos prometió unos huevos escalfados.
________ no se molestó en contestar. Abrió la puerta que suponía llevaba a la cocina, mientras él salía a la nieve a ayudar a su cochero a descargar el coche.
La posada estaba fría y oscura. Las ventanas eran pequeñas y dejaban entrar muy poca luz, aun cuando fuera reinara una deslumbrante blancura. Tenía los pies mojados y fríos dentro de las botas. La posada no estaba sucia, pero tampoco resplandecía de limpieza. No se atrevió a quitarse la capa ni la papalina, no fuera a congelarse. No había nadie que atendiera a sus necesidades aparte de un criado desaseado y perezoso, y nadie para preparar una comida caliente, y tampoco fría, si era por eso. Y ahí estaba, sola con un caballero antipático, malhumorado, maleducado y tres sirvientes ariscos.
Decididamente la situación era triste.
En la escuela la esperaban ese día; las niñas llegarían para el siguiente trimestre pasado mañana. Tenía mucho trabajo que hacer si quería tener todas las clases preparadas y a punto, ya que intencionadamente no se había llevado ningún trabajo para hacer en las vacaciones. Tenía una pila de redacciones en francés de la clase de las mayores por corregir y poner notas y una pila más alta aún de relatos en inglés de la clase de las menores.
Ese giro de los acontecimientos junto con el retraso resultante era más que triste. Era un desastre total.
Echó una primera mirada a la cocina, después exploró los cajones, armarios y despensa, al principio con timidez, luego con más osadía, y finalmente salió a buscar a Wally y le ordenó que fuera con ella para limpiar de cenizas el enorme fogón y luego pusiera carbón y leña y encendiera el fuego. Mientras hacía todo esto decidió que el sentido práctico era la única manera sensata de hacer frente a la situación.
Y tal vez cuando recordara ese día en la seguridad de la escuela, una vez que llegara ahí, lo vería más como una aventura que como un desastre. Igual podría encontrar algo divertido al recordarlo. En esos momentos era difícil imaginárselo así, pero era muy posible que pudiera considerarlo una aventura de primera clase.
Ahora bien, si estuviera allí encallada con un apuesto y sonriente caballero de brillante armadura…
Ese hombre era sin duda una de esas tres cosas, se vio obligada a reconocer. En su primera impresión de él se equivocó en un detalle. Era tremendamente corpulento, sí, pero tenía una cara hermosa, aunque le gustaba estropearla frunciendo el ceño, haciendo muecas burlonas y arqueando una ceja.
Dudaba de que ella supiera escalfar un huevo, y cuando habló del pastel de carne lo dijo como si para ella eso fuera algo inaudito. ¡Ja! Cómo le gustaría darle su justo castigo. Y lo haría. Antes solía sorprender a su padre y al resto de habitantes de su casa pasando largas horas en la cocina, observando a la cocinera y ayudándola siempre que se lo permitían. Y siempre encontró que ésa era una manera maravillosamente relajadora de emplear su tiempo libre.
Examinó una barra de pan que encontró en la despensa y comprobó que aunque no estaba fresco para comerlo tal cual, quedaría muy apetitoso si lo tostaba. También encontró un trozo de queso que alguien tuvo la previsión de cubrir, por lo que estaba en perfectas condiciones. En otro plato cubierto había un poco de mantequilla.
Envió a Wally a la bomba a buscar agua, llenó la tetera y la puso a hervir. Tardaría un poco, calculó, porque el fuego estaba empezando a cobrar vida, pero la espera valdría la pena. Seguro que en la posada habría bastante cerveza para aplacar la sed de cuatro hombres mientras tanto. En realidad, suponía que Wally había tomado poco más que cerveza desde que se quedara solo en la posada; no había la menor señal de que se hubiera usado algún plato o preparado alguna comida. Y probablemente él no había hecho nada aparte de estar calentito en la cama, tan perezoso que ni siquiera encendía un fuego para su comodidad.
Cuando volvió al bodegón ahí estaba el señor Marshall. Ya ardía el fuego en el hogar, alegrando algo más la sala, y aunque nada podía salvarla de la fealdad, él estaba trasladando una mesa y sillas más cerca del hogar. Se enderezó a mirarla.
Se había quitado el abrigo y el sombrero desde la última vez que lo vio, y estuvo a punto de detenerse en seco con la boca abierta. Era el caballero corpulento que había visto desde el principio. También le había parecido gordo. Pero ahora, en ese momento, ahí delante de ella, vestido con una chaqueta de excelente confección en una tela verde oscuro de finísima calidad, chaleco y pantalones color tostado, botas hessianas secas, camisa blanca y corbata muy bien anudada, vio que no era gordo en absoluto sino simplemente ancho de hombros y con músculos en todos los lugares correctos, una clara evidencia que pasaba muchísimo tiempo montado a caballo. Y sin el sombrero de copa, su pelo se veía más tupido y rizado de lo que se había imaginado. Lo llevaba corto y muy bien peinado.
De hecho, era un verdadero corintio.
Dicha fuera la verdad, era nada menos que aniquiladoramente magnífico, pensó, resentida, recordando fugazmente lo mucho que se divertía cuando oía sin querer las risitas y sentimentales suspiros de las niñas cuando estaban hablando de algún jovencito que les gustaba.
Y ahí estaba ella, boquiabierta.
Los caballeros antipáticos deberían ser feos, pensó.
Avanzó con la bandeja para dejarla en la mesa.
—Sólo es la hora del té —explicó—, aunque supongo que se perdió el almuerzo, como yo. El fogón de la cocina estará lo bastante caliente para preparar una comida para la cena, pero mientras tanto tendrán que bastar tostadas con queso y unos pocos encurtidos. He puesto algo en la mesa de la cocina también para los hombres, y envié a Wally corriendo al establo a buscar a Thomas y a su cochero.
—Si Wally es capaz de correr —dijo él, frotándose las manos y mirando ávidamente la bandeja—, me comeré mi sombrero junto con las tostadas y el queso.
Mientras estaba en la cocina, ______ había dudado entre ir a tomar el té en el bodegón con el señor Marshall o quedarse a tomarlo en la cocina, pero su orgullo le dijo que si lo hacía en la cocina sentaría un precedente y se pondría firmemente en la clase sirvientes. Sin duda él estaría contento de tratarla en conformidad. Podía ser una maestra de escuela, pero no era la criada de nadie, y mucho menos de él.
Así que ahí estaba, sola en un bodegón de posada con el señor Nicholas Marshall, malhumorado, arrogante, apuesto y muy masculino. Era como para hacer desmayar a cualquier dulce damita de buena crianza.
Se quitó por fin la capa y la papalina y las dejó sobre un banco de madera. Le habría gustado arreglarse el pelo, pero vio que su baúl y su ridículo habían desaparecido del lugar junto a la puerta. Así que en vez del peine se pasó las manos por el pelo y fue a sentarse a la mesa trasladada de lugar.
—Ah, calor —suspiró, sintiendo el calor del fuego como no lo había sentido en la cocina, donde el fogón era mucho más grande que el hogar y tardaba en calentarse—. Que absolutamente delicioso,
Él se había sentado frente a ella y la estaba mirando con los ojos entornados.
—Déjeme que adivine —dijo él—. ¿Es española? ¿Italiana? ¿Griega?
—Inglesa —repuso ella firmemente—. Pero sí tuve una madre italiana. Por desgracia, no la conocí. Murió cuando yo era sólo un bebé. Pero sin duda me parezco a ella. Mi padre siempre lo decía.
— ¿Lo decía? ¿En pasado?
—Sí.
Él continuó mirándola. Encontraba desconcertante su mirada, pero de ninguna manera se lo iba a hacer notar. Se puso comida en el plato y tomó un bocado de la tostada.
—El té tardará un poco —dijo—, pero no me sorprendería que usted prefiriera cerveza. Tal vez logre encontrar algo aquí sin tener que molestar al pobre Wally otra vez. Ha tenido una tarde ajetreada.
—Pero si hay algo para lo que realmente vale —dijo él—, incluso con entusiasmo, es para buscar licor. Ya me hizo un recorrido guiado por los estantes que hay detrás de ese mostrador.
—Ah.
—Y ya he catado algunas de las ofertas —añadió él.
Ella no se dignó a contestar. Comió más tostada.
—Arriba hay cuatro habitaciones —continuó él—, o cinco si se cuenta la habitación grande vacía, que supongo es la sala de fiestas del pueblo. Otra de las habitaciones pertenece al parecer al ausente Parker y su señora de la lengua formidable; hay una habitación muy pequeña en que cabe un solo mueble que podría ser o podría no ser una cama. No me he sentado ni tumbado en él para descubrirlo. Las otras dos podrían llamarse, en términos latos, habitaciones de huéspedes. Robé sábanas y mantas del arcón grande que está fuera de la habitación de la señora e hice las dos camas. Sus cosas las puse en la más grande. Más tarde, si Wally logra mantenerse despierto tanto rato, le ordenaré que encienda el hogar ahí arriba para que usted pueda retirarse a dormir con cierta comodidad.
    ¿Usted hizo las camas? —Fue el turno de ________ de arquear las cejas—. Eso habría sido digno de verse.
—Tiene una lengua muy mordaz, señorita Allard —dijo él—. Puede que haya visto uno o dos ratones instalados debajo de su cama, pero sin duda logrará dormir el sueño de los justos esta noche, de todos modos.
Y de repente, mientras lo miraba de frente, tratando de encontrar una réplica sarcástica adecuada, la golpeó una fuerte dosis de realidad, como si alguien le hubiera enterrado el puño en el estómago. A menos que el dueño ausente, o más exactamente, la dueña, llegara a casa dentro de las próximas horas, iba a dormir ahí esa noche sin ninguna compañía femenina, en una habitación cercana a la del señor Nicholas Marshall, que era horriblemente atractivo además de ser también simplemente horrible.
Bajó la cabeza y se levantó, apartando la silla con las corvas.
—Iré a ver si ya hierve el agua de la tetera —dijo.
    ¿Qué, señorita Allard? ¿Y me va a dejar con la última palabra?
Pues sí.

Cuando entró a toda prisa en la cocina sintió las mejillas ardientes, casi como para hacer hervir una tetera.
Bianca
Bianca


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