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Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
TENIA MUCHO QUE NO ME PASABA POR ESTA NOVE¡¡¡NO PIENSES MAL DE MI SIGUELA¡¡¡
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berenice_89
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 11
Cuando Kevin recibió el fax miró durante bastante rato la foto de la mujer que había matado a su padre. Su fax era de color, de modo que pudo admirar el arte de su disfraz. Tenía el pelo rubio y muy liso y los ojos azul claro. Sus rasgos resultaban muy nórdicos, su rostro era enjuto y fuerte y los pómulos muy altos. Estaba sorprendido de cómo el cambio de color del pelo y de los ojos había suavizado su cara; su estructura facial era la misma, pero la percepción que se obte¬nía de ella quedaba alterada. Pensó que si entraba en la habitación y se sentaba a su lado, necesitaría un momento para reconocerla.
Se preguntaba qué habría visto su padre en ella. De morena a Kevin no le decía nada, pero de rubia su reacción fue muy distin¬ta. Tampoco se trataba de la reacción normal de un italiano al pelo rubio. Era como si la estuviera viendo por primera vez, viendo su in¬teligencia y fuerte voluntad reflejadas en esos ojos pálidos. Quizás Paul había percibido más que él mismo, porque su padre respe¬taba la fuerza y, en realidad, eso era lo único que respetaba. Esta mu¬jer era fuerte. Después de haberse cruzado en su camino era casi ine¬vitable que Paul no se hubiera sentido atraído por ella.
Kevin ojeó las páginas que le había enviado Blanc. Estaba in¬teresado en el currículum de Mansfield en la CIA; era una asesina a sueldo, punto. No le extrañaba que los gobiernos utilizaran a este tipo de personas; todo lo contrario, le extrañaría que no lo hicieran.
Esa información podría utilizarla cuando necesitara algún favor del gobierno americano, pero no había nada que pudiera ayudarle en esos momentos.
Estaba más interesado en la información sobre su familia, su madre y una hermana. La madre, Elizabeth Mansfield, vivía en Chicago; la hermana menor, Diandra, vivía con su esposo y dos hijos en Toledo, Ohio. Si no podía localizar a Liliane, utilizaría a su familia para sacarla de su escondrijo. Luego leyó que no había tenido contacto con su familia en años y tuvo que pensar en la posibilidad de que no le preocupara su bienestar.
La última página indicaba lo que Blanc le había dicho, que el asesinato de su padre no había sido un encargo de los americanos. Ella había actuado por su cuenta para vengarse de la muerte de sus amigos. La CIA había puesto en marcha a un agente para terminar con el problema.
Terminar. Ésa era una palabra muy acertada, pero quería ser él el exterminador. Si era posible, tendría esa satisfacción. Si no lo era, acep¬taría con cortesía que los americanos se hicieran cargo del asunto.
El último párrafo le hizo sentarse erguido. El sujeto había vola¬do a Londres utilizando otra identidad, luego, evidentemente había vuelto a cambiar de identidad y había regresado a París. La búsque¬da se centraba en dicha ciudad. El agente que habían enviado creía que estaba preparando otro golpe contra los Nervi.
Kevin sintió como si le hubieran dado una descarga eléctrica, se le pusieron todos los pelos de punta y un escalofrío le recorrió la columna.
¡Había vuelto a París! Estaba allí, a su alcance. Era un paso au¬daz y, de no haber sido por Blanc, le había cogido totalmente desprevenido. Su seguridad personal era tan rigurosa como era humanamente posible, pero ¿qué podía sucederles a los otros negocios repartidos por Europa? Más concretamente a los que se encontraban en París los sistemas de seguridad eran buenos, pero en lo que res¬pectaba a esa mujer, eran necesarias medidas extraordinarias.
¿Cuál era su objetivo más probable? La respuesta acudió inme¬diatamente: el laboratorio de Vincenzo. Lo sabía, esa intuición era demasiado fuerte como para no hacerle caso. Allí era donde habían atacado sus amigos, lo que les había costado la vida. Completar el trabajo sería para ella como una justicia poética, quizás colocaría una serie de cargas explosivas y demolería todo el complejo.
Perder los beneficios del proyecto de la vacuna de la gripe no les arruinaría, pero esperaban esa inmensa cantidad de dinero. El dinero era el verdadero poder en el mundo, por encima de reyes o de los precios del petróleo, de los presidentes y de los primeros ministros, todos ellos se disputaban conseguir más que el otro. Pero peor que la pérdida de beneficios sería el insulto, la pérdida de su reputación. Otro incidente en el laboratorio y la OMS empezaría a cuestionarse su seguridad, y en el mejor de los casos simplemente retiraría sus fondos, en el peor haría inspecciones del lugar. No quería que nadie de fuera inspeccionara su laboratorio. Vincenzo probablemente po¬dría ocultar o encubrir lo que estaba haciendo, pero otro retraso es¬tropearía sus planes.
No podía dejarla ganar. Aparte de todo eso, correría la voz de que a Kevin Nervi le habían vencido, y encima una mujer. Quizás podría ocultarlo durante un tiempo, pero al final alguien acabaría hablando. Siempre hablaba alguien.
Esto no podía haber pasado en peor momento. Acababa de ente¬rrar a su padre hacía una semana. Aunque sabía bien lo que había que hacer, era consciente de que algunos todavía dudaban de que pudiera estar a la altura de su padre. Cada día hacía gran parte del trabajo de su padre y él no tenía a nadie más que pudiera ocupar su lugar.
Estaba preparando un cargamento de armas nucleares para Si¬ria. Tenía que introducir opiáceos en varios países, asuntos de armas normales, además de todo el trabajo legítimo de dirigir una corpo¬ración con muchas facetas. Tenía que ir a juntas directivas.
Pero para capturar a Liliane Mansfield encontraría el tiempo, aunque tuviera que borrar todos sus otros compromisos de su agen¬da. A la mañana siguiente, todos sus empleados de Francia tendrían una foto de ella. Si iba por la calle, al final alguien la reconocería.
Los sistemas de seguridad del laboratorio eran normales, al menos desde fuera. Vallado y con puertas, una en el frente y otra en la parte posterior, ambas vigiladas por dos guardias; el laboratorio estaba compuesto por una serie de edificios conectados casi sin ventanas. Su arquitectura era sobria, los edificios estaban construidos con la¬drillo ordinario. En el aparcamiento de la izquierda había unos cin¬cuenta vehículos.
Jonas observó todo esto en una sola vuelta desde su coche. El Jaguar no era muy discreto, por lo que no podía dar otra vuelta in¬mediatamente sin que los guardias lo notaran. Esperó al día siguien¬te para hacerlo, y entretanto, utilizó todos sus contactos para averi¬guar todas las especificaciones del edificio, a fin de poder adivinar el acceso más probable por el que entraría ___. En el exterior, la segu¬ridad era bastante visible: la valla, las entradas con verja vigilada, los guardias. Por la noche, el terreno era vigilado por un guardia que lle¬vaba un pastor alemán y estaba muy iluminado.
Por razones obvias, pensó que ella lo intentaría de noche, a pe¬sar del perro. La iluminación nocturna era buena, pero creaba som¬bras que permitían ocultarse. Por la noche no había tantas personas, además la gente estaba más cansada a altas horas de la madrugada. Era experta en tiro y podía sedar con dardos al guardián y al perro. No al momento, era cierto, y el guardia podría tener tiempo de gri¬tar o dar la voz de alarma. También podía matarlos; si usaba un si¬lenciador, los guardias de la entrada no oirían nada.
A Jonas no le gustaba esa idea. No movería una pestaña si mataba al guardia, pero no quería pensar en que matara al perro. Él adoraba a los perros, incluso a los que estaban entrenados para atacar. La gente era otra cosa, algunas personas casi pedían a gritos que se las matara. Excluía a la mayoría de los niños de esa teoría y los agrupaba con los perros, aunque había conocido a algunos niños que le habían hecho pensar que el mundo estaría mejor sin ellos. Estaba contento de que sus hijos no se hubieran convertido en ese tipo de criaturas porque le resultaría bochornoso.
Sólo esperaba que ___ no disparara al perro. Gran parte de la simpatía natural que sentía hacia ella se iría por los suelos si lo hacía.
Había un pequeño y bonito parque al otro lado de la calle donde se encontraba el laboratorio. En los días cálidos de verano, mu¬chos empleados de las tiendas cercanas iban allí para relajarse a la hora de comer. En ese fresco día de noviembre había algunas perso¬nas paseando a sus perros o leyendo; suficientes como para que no se notara una persona más.
Las calles eran más anchas que en otras zonas de París, pero aparcar seguía siendo una lotería. Al final, Jonas encontró un sitio en un lugar cercano y se dirigió al parque. Se compró un café y se fue a buscar un banco al sol desde donde pudiera observar las idas y ve¬nidas del laboratorio, familiarizarse con la rutina, quizás observar algunos fallos de seguridad que todavía no hubiera divisado. Si tenía suerte, ___ podría elegir ese día para hacer lo mismo. No tenía la menor idea de qué atuendo llevaría, ni qué peluca, de modo que ten¬dría que pasear por el parque estudiando las narices y las bocas de los paseantes. Creía que podría reconocer la forma de la boca de ___ en cualquier parte.
El complejo del laboratorio parecía bastante normal, las medidas de seguridad exteriores eran las que cualquiera podía esperar de cual¬quier fábrica: un perímetro vallado, acceso restringido, guardas uni¬formados y verjas de entrada. Nada excepcional como muros de tres metros de ancho con alambradas en la parte superior, eso no haría más que llamar la atención.
___ pensó que las medidas más sofisticadas estarían dentro. Escáneres de huellas dactilares o de retina para entrar en las zonas más restringidas. Sensores de movimiento. Rayos láser. Sensores de vidrios rotos, de peso, y demás. Tenía que saber exactamente qué había dentro y quizás tuviera que contratar a alguien que pudiera burlar esos sistemas. Conocía a varias personas que podrían hacerlo, pero prefería alejarse de los conocidos. Si había corrido la voz en la Agencia de que ella era la persona non grata, nadie estaría dispuesto a ayudarla. Quizás hasta podrían volverse contra ella, transmitiendo información sobre su localización e intencio¬nes.
Era un barrio con una interesante mezcolanza de tiendas étni¬cas, pequeñas tiendas de moda —como había en casi todas partes— cafeterías, bares y viviendas baratas. El pequeño parque proporcio¬naba al ojo un descanso del paisaje urbano, aunque la mayoría de los árboles estaban desnudos debido a la proximidad del invierno y al fresco viento que hacía que las ramas chocaran entre ellas, como si fueran un sonajero.
Ese día se sentía mucho mejor, casi normal. Sus piernas habían resistido bien el rápido paseo desde la parada del metro y no se ha¬bía cansado. Al día siguiente intentaría correr un poco, pero hoy se contentaba con caminar.
Se detuvo en una cafetería y se compró un café solo y una pasta de mantequilla hojaldrada que casi se deshizo en su boca cuando la mordió. El parque estaba sólo a cincuenta metros, caminó hasta allí y buscó un banco al sol, donde se dedicó con gusto al vicioso pastel y a su café. Cuando hubo terminado, se chupó los dedos y sacó del bolso una libretita de notas, la abrió en sus rodillas y bajó la cabeza. Fingía estar absorta en lo que estaba leyendo, pero en rea¬lidad sus ojos estaban muy ocupados, su mirada iba de un sitio a otro, anotando a las personas que veía en el parque y la localización de ciertas cosas.
Había bastante gente en el parque, una madre joven con un enérgico niño de unos dos años, un hombre mayor que paseaba con su anciano perro. Otro hombre que estaba sentado solo, tomándose una taza de café y que había mirado varias veces su reloj, como si estuviera esperando a que llegara alguien, aunque no con demasiada impaciencia. Había otras personas que paseaban entre los árboles: una pareja joven con las manos unidas, dos jóvenes dando patadas a una pelota de fútbol mientras caminaban, gente que disfrutaba del día soleado.
___ sacó un bolígrafo de su bolso e hizo un borrador del parque, donde marcó la situación de los bancos, los árboles, los arbus¬tos, las papeleras de hormigón, la pequeña fuente que había en el centro. Luego pasó la página e hizo lo mismo con el laboratorio, marcó dónde estaban las puertas y las ventanas respecto a las verjas de entrada. Tendría que hacer lo mismo en los otros tres lados del complejo. Esa tarde alquilaría una moto y esperaría a que el doctor Giordano saliera, en el supuesto de que estuviera allí, claro está; no tenía ni idea de su horario. Tampoco sabía qué modelo y marca de coche llevaba. No obstante, estaba bastante segura de que seguía horarios regulares, más o menos como la media nacional. Cuando saliera le seguiría hasta su casa. Sencillo. Puede que su número de teléfono no saliera en Internet, pero los viejos métodos todavía fun¬cionaban.
Tampoco sabía nada de su vida privada, si tenía familia o si ésta se hallaba en París. Él era su mejor baza. Conocía los sistemas de segu¬ridad del complejo y, como director, podría acceder a todas sus partes; lo que ya no tenía tan claro era con qué facilidad soltaría la infor-mación. Prefería no tener que utilizarlo, porque si lo atrapaba, tendría que moverse con más rapidez, antes de que nadie notara su desapari¬ción. Intentaría averiguar cuáles eran los sistemas de seguridad del in¬terior, para poder acceder sin utilizar al doctor Giordano. Pero quería saber dónde vivía, más bien pronto que tarde, por si acaso.
___ era muy consciente de sus deficiencias en ese campo. Nunca se había enfrentado a algo más que los sistemas de seguridad ha¬bituales. No era experta en nada, salvo en localizar su objetivo y en acercarse lo bastante al mismo para ejecutar su misión. Cuanto más pensaba en lo que iba a hacer, más cuenta se daba de las pocas posi¬bilidades que tenía, pero eso no era suficiente para que flaqueara en su determinación. No existía ningún sistema de seguridad perfecto en el mundo, siempre había alguien que podía burlarlo. Encontraría a esa persona o aprendería a hacerlo ella misma.
Los dos jóvenes ya no estaban con la pelota de fútbol. Ahora ha¬blaban con sus teléfonos móviles mientras miraban una hoja y lue¬go a ella.
De pronto se alarmó. Puso la libreta de notas y el bolígrafo en su bolso y luego fingió que se le caía al suelo al lado de su pierna de¬recha. Se inclinó y, utilizando el bolso para ocultar sus movimientos, pasó la mano por la parte superior de su bota y sacó su arma.
Utilizó el bolso para esconder el arma mientras se levantaba para dirigirse a un ángulo fuera del alcance de los dos hombres. El corazón le latía con fuerza. Estaba acostumbrada a ser la cazadora, pero esta vez era la presa.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
HOLA CHICAS! LES PREGUNTO ALGO, QUE NO TIENE NADA QUE VER CON LA NOVE PERO PARA MI ES IMPORTANTE. OK , VERAN, VOY A ESCRIBIR LA VIDA DE MIS ABUELOS, DESDE QUE SE HICIERON NOVIOS OSEA HACE UUUUUU, BUENO, LA PREGUNTA PARA USTEDES ES ¿QUE LES GUSTARIA SABER SOBRE SUS ABUELOS? LES PREGUNTO ESTO PORQUE VERAN, A ELLOS LES HARE UNA SERIE DE PREGUNTAS Y SOBRE SUS RESPUESTAS (DE ELLOS) HARE MI LIBRO, PARA MI, MIS TIOS Y PRIMOS. PERO YA NO SSE QUE MAS PREGUNTARLES D: ASI QUE ME AYUDARIAN MUCHISISIMO!! SI ME DICEN USTEDES QUE LES GUSTARIA SABER DE SUS ABUELOS Y ASI ME DAN UNA IDEA Y ESO PODRE PONER EN MI LIBRO :D AHORA, PORFAVOR! ES MUY IMPORTANTE PARA MI, ENCERIO NO PUEDO ESPERAR MUCHO PORQUE MI ABUELO TIENE UN POCO DE EFISEMA PULMONAR Y LO OPERARON DE OTRA COSA ENTONCES COMO LE DUELE NO PUEDE HABLAR MUCHO ASI QUE TENGO QUE VER CUANDO YA SE SIENTE UN POCO BIEN LE HAGO LAS PREGUNTAS, SI ME AYUDAN ENCERIO SE LO AGRADECERIA MUCHO :D AHORA, SI TIENEN CUENTA EN ESTE FORO COMENTEN! ENCERIO UN COMENTARIO NO LAS MATARA, SI SON LECTORAS FANTASMAS ME LO PUEDEN PONER EN MI TWITTER QUE ES https://twitter.com/#!/SoryBorges O EN MI TUMBLR http://soryborges.tumblr.com/ ME PUEDEN DEJAR UN ASK (EN TUMBLR) O UNA MENCION, LES AGRADESCO MUCHO SI ME AYUDAN
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
ohh si¡¡¡hasta que subiste hehehe¡¡¡
mmm bueno con respecto a la nove...creo que deberias empezar por lo basico..como y cuando se conocieron???
que edad tenian
se caian bien ?hhe
cosas asi
https://onlywn.activoforo.com/t8348-mis-novelas#626363
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berenice_89
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 12
Invitadose apresuró y su rápida huida les cogió por sorpresa. Oyó un grito e instintivamente se tiró al suelo una décima de segundo antes de que el agudo y profundo estallido de una pistola de gran calibre perturbara el ambiente de un día normal y corriente. Rodó hasta colocarse detrás de una de las papeleras de hormigón y puso una rodilla en el suelo.
No era tan tonta como para levantar la cabeza, aunque la mayoría de los tiradores tampoco eran tan diestros con la pistola. Echó un breve vistazo a su alrededor y también disparó. A esa distancia, unos treinta o treinta y cinco metros, tampoco ella era tan diestra, su bala tocó el suelo justo delante de los dos jóvenes, provocando una salpicadura de tierra y obligándoles a ponerse a cubierto.
Oyó un chirrido de neumáticos, los gritos de la gente que empezaba a darse cuenta de que el ruido procedía de armas de fuego. Por el rabillo del ojo vio a la joven madre abalanzarse sobre su hijo como si fuera una pelota de fútbol para cubrirle, colocándole bajo su brazo mientras ella se arrastraba hacia un lugar seguro. El pequeño gritaba de alegría pensándose que era un juego. El anciano tropezó y se cayó soltando a su perro. El perro, a su vez, hacía ya mucho tiempo que pasaba de escaparse para encontrar su libertad y se sentó sobre la hierba.
Rápidamente, Invitadomiró de nuevo a su alrededor para ver si había peligro por detrás, pero lo único que vio era gente corriendo, pero no hacia ella. Por esa parte estaba a salvo, al menos de momen¬to. Miró hacia el otro lado y vio a dos guardias uniformados que co-rrían desde la puerta del laboratorio con las armas en la mano.
Disparó a los guardias e hizo que se tiraran al suelo, aunque estaba demasiado lejos para acertar. Utilizaba una Beretta 87 modifi¬cada, con balas del calibre 22 para rifles largos, con un cargador de diez balas. Había usado dos y no llevaba munición extra, porque no esperaba tener que usarla.
—¡Estúpida! —pensó para sí.
No sabía si los dos jóvenes eran de la Agencia o de Kevin, pero apostaba a que eran agentes, porque la habían encontrado tan pronto. Debía haberse preparado mejor, en vez de subestimarles o quizás sobreestimarse a sí misma.
Volvió a poner su atención en los dos jugadores de fútbol. Los dos iban armados y cuando volvió mirar, los dos dispararon. Un dis¬paro se perdió por completo y oyó la rotura de un vidrio por detrás, seguido de gritos y de llantos de alguien que parecía haber sido al¬canzado por el disparo. La otra bala fue a dar a la papelera de hor¬migón, arrancando un trozo de ese material que voló por los aires y del que se desprendieron algunos trozos que le dieron en la cara. Ella volvió a disparar —ya iban tres— y miró a los guardias. Los dos es¬taban a cubierto, uno detrás de un árbol y el otro detrás de otra pa¬pelera como la suya.
No cambiaban de posición, de modo que volvió a los jugadores de fútbol. El que estaba a su izquierda se había desplazado más a la izquierda, saliendo del ángulo de tiro de ___, puesto que ella era diestra y el hormigón que la protegía también le protegía a él en cier¬ta medida.
La cosa no iba bien. Cuatro armas contra una sola, por lo tanto, teóricamente, al menos cuatro veces la munición que ella tenía. La mantendrían acorralada hasta que se le acabara la munición o hasta que llegara la policía francesa —que podía ser en cualquier momen¬to, porque incluso con el eco de los disparos en sus oídos, podía oír las sirenas— y se encargara de ella.
Detrás el tráfico se había parado, puesto que los conductores habían detenido sus vehículos y habían salido para ocultarse detrás de ellos. Su única oportunidad era correr para ponerse a cubierto detrás de los vehículos y utilizarlos para ocultar sus movimientos; pro-bablemente tendría que cortar por una tienda o esperar a que pasara alguien con una bicicleta que le pudiera arrebatar. No creía que pudiera confiar en su capacidad para correr largas distancias.
El anciano que se había caído intentaba levantarse y llevarse a su tembloroso animal.
—¡Quédese ahí! —le gritó ___.
El hombre la miró aterrado sin comprender, su pelo blanco estaba desordenado.
—¡Quédese ahí! —le volvió a gritar, haciendo un gesto de aga¬charse con la mano.
Gracias a Dios, por fin la había entendido y se estiró en el suelo. Su perrito se le acercó y se estiró, lo más pegado posible a él.
Durante un momento, el tiempo pareció detenerse y el fuerte olor a cordita parecía inundar el parque, a pesar de la brisa fresca. Oyó a los dos jugadores decirse algo mutuamente, pero no pudo entender las palabras.
A su derecha oyó el ronroneo de un motor bien ajustado y de gran potencia. Miró en esa dirección y vio un Jaguar gris que giraba la curva y se dirigía a ella.
El latido de su corazón le retumbó en los oídos, casi ensorde¬ciéndola. Sólo disponía de unos segundos; tenía tiempo de saltar o el vehículo la aplastaría. Se puso de cuclillas preparándose para el sprint.
El conductor derrapó y el Jaguar se situó entre ella y los juga¬dores de fútbol levantando tierra y hierba en un intento de recobrar la tracción, el vehículo hizo un trompo hasta quedarse en la misma dirección que había venido. El conductor se agachó y abrió la puer¬ta del acompañante.
—¡Entra! —gritó en inglés y Invitadose lanzó al asiento delantero. Sobre su cabeza sonó el fuerte estallido de un arma de gran calibre y el cartucho vacío rebotó sobre el asiento del coche hacia su cara. Le dio un manotazo y lo lanzó fuera.
Pisó el acelerador y el Jaguar casi voló hacia adelante. Hubo más disparos, varios más, los crujidos y las detonaciones de diferente calibre se superponían. La ventana trasera del lado del conductor se rompió y él tuvo que agacharse mientras el vidrio le caía encima.
—¡Mierda! —dijo con una sonrisa y giró el volante para sortear un árbol.
Invitadotenía una imagen confusa de un atasco de coches mientras avanzaban por la calle. El conductor volvió a derrapar y el Jaguar dio otro trompo que lanzó a Invitadoal suelo del vehículo. Intentaba agarrarse al asiento, al asa de la puerta, a algo para evitar el zarandeo. El conductor se reía como un loco mientras el vehículo volvía a saltar sobre una curva, dio unos tumbos, y luego vio un hueco y por un momento voló por los aires antes de tocar suelo de nuevo con un duro golpe que le hizo castañetear los dientes a Invitadoy gemir al chasis. Invitadorespiró profundamente.
Frenó en seco, hizo un giro brusco a la izquierda y salió derra¬pando. La fuerza de la gravedad volvió a dejar a Invitadoen el suelo impi¬diendo que pudiera llegar a sentarse. Ella cerró los ojos mientras el chirrido de unos frenos sonaba justo al lado de su puerta, pero no hubo colisión. El conductor giró a la derecha, dando tumbos sobre una superficie muy desigual; las casas estaban tan cerca que pensó que se iban a quedar sin retrovisores. Invitadosuponía que debían estar en un callejón. ¡Dios mío, se había metido en el coche de un maníaco!
Al final del callejón bajó la velocidad y se incorporó suavemen¬te al tráfico guardando la distancia de seguridad respecto a la de otros coches, conduciendo con la misma suavidad que una abuela un domingo por la mañana.
Él sonreía y echó la cabeza atrás dando una fuerte carcajada.
—¡Maldita sea, ha sido divertido!
Tenía ambas manos en el volante, el revolver automático estaba en el asiento del pasajero. Probablemente, ésta sería la mejor opor¬tunidad que tendría. Invitadopermaneció en los confines del suelo del vehículo y se puso a buscar su pistola, que se le había caído mientras él la estaba zarandeando como si estuvieran en una rúa de carnaval. La encontró debajo del asiento del pasajero; con un movimiento suave y pequeño, rescató el arma y le apuntó.
—Para y déjame salir —le dijo ella.
Él miró la pistola y volvió a centrarse en el tráfico.
—Saca ese juguete de mi vista antes de que me enfade. Maldita, mujer, ¡acabo de salvarte la vida!
Así era, por eso no le había disparado.
—Gracias —respondió—. Ahora déjame bajar.
Los jugadores de fútbol no eran de la Agencia, ella les había oído hablar en italiano, por lo tanto eran hombres de Kevin. Lo que significaba que este hombre, quizás, probablemente, fuera de la Agencia. Sin duda era americano. Invitadono creía en las coincidencias, al menos no en las coincidencias de ese tipo. Un hombre que aparece justo cuando estaba acorralada, con una habilidad de conducción de riesgo digna de un profesional con una Heckler y Koch de nueve milímetros que cuesta casi mil dólares… bueno, no podía ser más que de la Agencia. O lo que era más probable, un agente independiente, un asesino a sueldo como ella.
Ella frunció el entrecejo. Eso no tenía sentido. Si era un asesino a sueldo al que habían enviado para acabar con ella, lo único que hu¬biera tenido que hacer era quedarse al margen y probablemente ha¬bría muerto muy pronto, sin que hubiera tenido que mover un dedo. Podía haber intentado salir corriendo, pero hasta dónde habría lle¬gado con cuatro tiradores persiguiéndola y su resistencia física en un estado más que cuestionable, realmente no lo sabía. El corazón to¬davía le latía con fuerza y para su desesperación aún le costaba respirar.
Cabía también la posibilidad de que fuera un lunático. Tenien¬do en cuenta cómo se había reído, eso era algo más que probable. Fuera lo que fuera, quería salir de ese coche.
—No me obligues a disparar —dijo ella con tono suave.
—Ni se te ocurra. —Él volvió a mirarla, los rabillos de sus ojos esbozaban otra de sus habituales sonrisas—. Deja que me aleje de la escena del crimen, ¿vale? Por si no te has dado cuenta, yo también he estado involucrado en ese altercado y un Jaguar con una ventana rota es bastante llamativo. ¡Mierda! Es de alquiler. Mi American Express se va a quedar a cero.
Invitadole observó intentando interpretarle. Realmente parecía tranquilo a pesar de que ella le estuviera apuntando con un arma. De hecho, parecía que pensara que toda esa situación era divertida.
—¿Has estado alguna vez en un centro psiquiátrico?
—¿Qué? —Él se rió y le lanzó otra de esas rápidas miradas.
Ella le repitió la pregunta.
—Lo dices en serio. ¿Crees que soy un lunático?
—Te reías como si lo fueras, en una situación que no tenía nada de divertida.
—Uno de mis muchos defectos, reírme. Estaba a punto de mo¬rirme de aburrimiento, allí estaba yo, sentado en un pequeño parque pensando en mis cosas, cuando ha empezado un tiroteo a mis espal¬das. Cuatro contra uno, y ese uno es una rubia. Estoy aburrido y esto me pone cachondo, de modo que he pensado que si llegaba a mi Jaguar y lo llevaba hasta allí y me alcanzaban mientras intentaba sal¬varle la vida a esa mujer, me divertiría un poco y quizás esa rubia se lanzaría a mis brazos en señal de agradecimiento. ¿Qué me dices de ello? —le dijo moviendo las cejas.
Invitadose rió sorprendida. Parecía rematadamente tonto, movien¬do las cejas de ese modo.
Dejó de mover las cejas y le hizo un guiño.
—Ya te puedes sentar. Desde esa posición también puedes se¬guir apuntándome.
—Con tu forma de conducir creo que estoy más segura en el suelo. —Pero se acomodó en el asiento, aunque no se puso el cintu¬rón de seguridad porque hubiera tenido que soltar la pistola. Ob¬servó que él tampoco lo llevaba puesto.
—No le pasa nada a mi conducción. ¿Estamos vivos, no? No estamos sangrando por ningún agujero nuevo, bueno, quizás un poco.
—¿Te han dado? —preguntó ella enseguida acercándose a él.
—No, pero un vidrio me ha hecho un corte en el cuello. Es pe¬queño. —Se echó un poco hacia atrás y se pasó la mano por el cue¬llo. Sus dedos se tintaron de sangre, aunque no mucha—. ¿Lo ves?
—Muy bien. —Suave como la seda ella deslizó su mano iz¬quierda por el asiento delantero para confiscar el arma que tenía al lado de la pierna.
Sin mirar abajo, él la agarró por la muñeca.
—¡Oh, oh! —dijo él, en un tono nada divertido—. Eso es mío.
Era sorprendentemente rápido. En un instante su buen talante había desaparecido y se había sustituido por una mirada fría y dura que significaba que iba en serio.
Curiosamente, tuvo la reafirmación de esa mirada, como si ahora estuviera viendo quién era realmente y supiera a quién tenía que en¬frentarse. Ella se alejó de él y se situó lo más cerca de la puerta que pudo, no por que le tuviera miedo, sino para impedir que le cogiera el arma en uno de esos rápidos movimientos. Quizás también tenía algo de miedo, era un desconocido y en su trabajo lo que no conocía po¬día matar. El miedo era bueno, te ayudaba a no bajar la guardia.
Él levantó los ojos al ver su acción.
—No tienes que actuar como si fuera un psicópata o algo pare¬cido. Te dejaré salir cuando estemos a salvo, te lo prometo, a menos que me dispares, en cuyo caso chocaremos contra algo y entonces no te puedo garantizar nada.
—¿Quién eres? —le preguntó ella en un tono nada emocional.
—Nick Jonas, a tu servicio. Pero todos me llaman Jonas. Por alguna razón, lo de Nick nunca ha tenido mucho gancho.
—No me refiero a tu nombre. ¿Para quién trabajas?
—Para mí. No me gusta mucho la rutina de nueve a cinco. He estado en Sudamérica durante diez años y las cosas se pusieron algo tensas allí, de modo que pensé que venir a Europa sería una buena idea.
Ella observó que realmente estaba muy bronceado. Si tenía que leer entre líneas hubiese dicho que o se trataba de un aventurero, un mercenario o un asesino a sueldo. Se quedaba con lo último. Pero ¿por qué había intervenido? Eso era lo que no tenía sentido. Si tenía órdenes de matarla, podía haberlo hecho cuando se había metido en el coche si no quería que fueran las armas de Kevin las que hicie¬ran el trabajo.
—Sea lo que sea en lo que andes metida —dijo él—, estás en desventaja y podrías pedir ayuda. Yo estoy disponible, soy bueno y estoy aburrido. ¿Qué está pasando por ahí detrás?
Invitadono era una persona impulsiva, al menos no en su trabajo. Era cuidadosa, hacía sus deberes y planificaba. Pero ya se había dado cuenta de que necesitaba ayuda para entrar en el laboratorio y a pe¬sar de su inquietante buen humor, Nick Jonas había demostrado su habilidad en muchas cosas. Había estado muy sola durante los últi¬mos meses, tanto que su soledad se había convertido en un dolor crónico en el corazón. Había algo en ese hombre, algo que calmaba ese dolor de soledad.
No respondió a su pregunta, pero le respondió con otra.
—¿Eres bueno en sistemas de seguridad?
Capítulo 13
Hizo una mueca con la boca reflexionando sobre su pregunta.
—Sé lo suficiente como para ir tirando, pero no soy un experto. Depende del sistema. No obstante, conozco a algunos buenos ex¬pertos que pueden decirme todo lo que necesito. —Hizo una pau¬sa—. ¿Me estás pidiendo que haga algo ilegal?
—Sí.
—Bien, cada vez estoy más entusiasmado.
Si cada vez se entusiasmaba más, tendría que acabar disparán¬dole para proteger su propia cordura, pensó ella.
Giró de nuevo y miró a su alrededor.
—¿Tienes idea de dónde caray estamos?
Invitadose giró de lado y subió las piernas en el asiento para blo¬quear cualquier intento de volver a arrebatarle el arma, luego dio un rápido vistazo.
—Sí. En el próximo semáforo gira a la derecha, luego a poco más de un kilómetro gira a la izquierda. Ya te diré cuándo.
—Adónde llegaremos entonces?
—A la estación de ferrocarril. Allí es donde puedes dejarme.
—Venga, no me salgas con eso. Nos lo hemos pasado muy bien juntos. No me abandones tan pronto. Esperaba que fuéramos socios.
—¿Sin hacer comprobaciones sobre ti? —preguntó ella con incredulidad.
—Supongo que sería imprudente.
—Nada de coñas. —Diez minutos con un americano y ya había caído en la jerga vernácula, como si se hubiera puesto unas cómodas zapatillas—. ¿Dónde te hospedas? Te llamaré.
—En el Bristol. —Giró a la derecha como ella le había indicado—. Habitación 712.
Ella levantó las cejas.
—Has alquilado un Jaguar y te alojas en uno de los hoteles más caros de París. Tu trabajo debe estar muy bien pagado.
—Todos mis trabajos están bien pagados. Además, necesitaba un sitio para aparcar el Jaguar. ¡Mierda! Ahora tendré que alquilar otro coche y todavía no puedo devolver éste o me van a dejar sin blanca cuando vean los daños.
Invitadomiró la ventana rota, a través de la cual entraba el aire frío.
—Rompe el resto y di a la compañía de alquiler que algún gamberro te los rompió con un bate.
—Eso puede funcionar, a menos que alguien haya tomado el número de la matrícula.
—¿Del modo en que hacías trompos?
—Ahí está, pero ¿por qué arriesgarse? En Francia eres culpable a menos que se demuestre lo contrario. Intentaré alejarme de las ga¬rras de los gendarmes, gracias.
—Allá tú —dijo ella con indiferencia—. Tú serás el que pague los dos alquileres.
—No te muestres tan solidaria, voy a empezar a pensar que te preocupas por mí.
Esa salida consiguió sacarle una sonrisa a ___. Él no se toma¬ba a sí mismo muy en serio, ella no sabía si eso era bueno o malo, pero sin duda era divertido. Le había caído como llovido del cie¬lo cuando estaba intentando decidir a quién acudir para pedir ayu¬da, tendría que estar loca para rechazarlo. Averiguaría quién era y si descubría el menor indicio de que la Agencia estaba detrás o algo que la hiciera desconfiar, simplemente no le llamaría. No ha¬bía actuado como si lo hubieran contratado para matarla, empe¬zaba a estar más tranquila al respecto. En cuanto a si era bueno o no, o si era de confianza, todavía estaba por ver. No podía llamar a su contacto habitual en la Agencia y hacer que le investigara, pero conocía a un par de turbios muchachos que podían echarle una mano.
Utilizó el poco tiempo que le quedaba antes de llegar a la esta¬ción de tren para estudiarle. Era un hombre atractivo, para su sorpresa observó que cuando él le había estado hablando, era eso en lo que se había fijado, no en su rostro. Era más bien alto, un metro ochenta y tantos, y delgado. Tenía las manos tendinosas y fuertes, dedos largos, no llevaba anillos, sus venas eran prominentes y cor¬tas, las uñas limpias. Llevaba el pelo corto, tenía las sienes plateadas, ojos azules, mucho más que los suyos. Los labios un poco delgados, pero con una bonita forma. La barbilla era fuerte y se detenía justo antes de llegar a ser hendida. Una nariz noble, delgada y con el puente bastante alto. Salvo por las pocas canas que tenía, parecía más joven de lo que probablemente era. Calculó que eran más o menos de la misma edad, cerca de los cuarenta o poco más de cua¬renta.
Iba vestido como millones de hombres europeos, nada que le hiciera destacar o que le delatara como «americano», ni Levis, ni Nikes, ni una camiseta con el nombre de su equipo de fútbol favo¬rito. Llevaba pantalones marrones, una camisa azul y un blazer ne¬gro de piel, que ella le envidió. Sus mocasines estaban limpios y bri¬llantes.
Si acababa de llegar de Sudamérica, había adoptado rápidamen¬te el estilo de los europeos.
—La próxima a la izquierda —dijo ella cuando se acercaba a la calle.
También había adoptado el estilo de conducción parisino de correr demasiado; conducía con nervio, brío y un abandono teme¬rario. Cuando alguien intentó cortarle el paso, observó que también había adoptado los gestos de algunos parisinos. Después de cortarle el paso al otro vehículo sonrió y un destello en sus ojos decía que le gustaba el reto del tráfico de la ciudad. No cabía duda de que era un lunático.
—¿Cuánto tiempo llevas en París? —preguntó ___.
—Tres días. ¿Por qué?
—Párate allí. —Le dirigió hacia el bordillo más cercano a su an¬dén—. Conduces como un nativo.
—Cuando nadas entre tiburones has de enseñar los dientes, para que sepan quién eres. —Se paró en el bordillo—. Ha sido un placer ¿Señorita…?
Invitadono saltó al exterior. Enfundó de nuevo la pistola en la pistolera de su bota y con mismo movimiento abrió la puerta y salió tranquilamente. Se inclinó para mirarle.
—Te llamaré —le dijo, luego cerró la puerta y se marchó.
No estaba parado en un aparcamiento, por lo que no podía esperar a ver qué tren cogía. Tuvo que marcharse y, cuando miró atrás, su ru¬bia ya se había desvanecido. No creía que se hubiera sacado una pe¬luca del bolso y que se la hubiera puesto, así que supuso que se ha¬bía perdido deliberadamente entre los pasajeros.
Podía haber pasado de todo, dejar el coche donde estaba y se¬guirla, pero su intuición le decía que esa persistencia no era lo más inteligente en esos momentos. Si intentaba seguirla, ella se cerraría. Era mejor esperar a que Invitadoacudiera a él.
Iba a hacer indagaciones. ¡Mierda! Sacó su teléfono móvil e hizo una llamada urgente a los Estados Unidos para que algún payaso se ganara su sueldo y con ello asegurarse de que nadie podía averiguar nada de Nick Jonas salvo algún evento destacado y principalmen¬te inventado.
Una vez hecho esto, Jonas se centró en resolver otro problema menos urgente: el Jaguar. Tenía que reparar la ventanilla antes de devolverlo, porque había dicho en serio que no quería tener contacto con la policía francesa. No era una buena política y también imagi¬naba que una organización como la de los Nervi tendría soplones por todas partes, lo cual incluía a algunos policías.
Le encantaba el Jaguar, pero tendría que cambiarlo por otro, puesto que cantaba demasiado. Quizás un Mercedes, no, también destacaba mucho. Un coche francés, como un Renault o algo pareci¬do, aunque puestos a elegir, le encantaría conducir un coche deporti¬vo italiano. ¡Maldita sea!, primero tocaba pensar en el trabajo y Invitadoquizás se negara a ir con él si conducía algo demasiado llamativo.
¡Dios!, casi se le atragantó el café cuando la vio pasear tranqui¬lamente por el parque como si no la estuviera persiguiendo media Europa. Siempre había sido un tío con suerte y seguía siéndolo. Ol¬vídate de sofisticadas búsquedas por ordenador, del razonamiento deductivo y de todas esas chorradas, todo lo que había tenido que hacer había sido sentarse en un banco de un parque de mala muerte y ella había aparecido a los quince minutos. Muy bien, el razonamiento deductivo le había servido para elegir el laboratorio como el lugar más probable donde encontrarla; pero aun así era un hombre con suerte.
Tampoco le habían herido, tenía muchísima suerte. Era una pena lo del Jaguar. Vinay diría que había estado fanfarroneando de nuevo y no iría desencaminado. Le gustaba un poco de riesgo en la vida. Vinay también le preguntaría en qué puñetas estaba pensando, jugando de ese modo en vez de hacer el trabajo para el que le habían destinado, pero además de tener suerte también era curioso. Quería saber lo que estaba planeando ___, qué había en ese laboratorio que fuera tan interesante. Además, ella le había apuntado con una pistola.
Era curioso, pero no se había preocupado. InvitadoMansfield era una asesina a sueldo y sólo porque trabajara para los buenos no la hacía menos peligrosa. Pero ella no quería que aquel anciano saliera herido, ni había disparado hacia donde había personas inocentes que pudieran salir heridas, a diferencia de los jugadores de fútbol, que sí lo habían hecho. Sólo por eso ya se habría sentido inclinado a ayu¬darla aunque no hubiera sido su presa.
Pensó que mejor no decirle nada a Vinay de momento, porque éste no entendería la razón de dejar marchar a Invitadosin saber cómo iba a volver a contactar con ella.
Al tener la intuición de que ella le llamaría, confiaba en la natu¬raleza humana. La había ayudado, la había hecho reír y no había hecho nada imprudente. Sólo le había ofrecido seguir ayudándola. Le había dado información sobre sí mismo. La razón por la que ella no había bajado la pistola era porque esperaba que él utilizara su arma contra ella, y si lo hubiera intentado, habría removido las aguas de la sospecha.
Ella era demasiado buena, demasiado peligrosa para hacer un movimiento imprudente que le hubiera dejado con unos cuantos agujeros más de ventilación, lo cual echaría por los suelos su reputa¬ción de tener suerte. Y si se había equivocado con respecto a que Invitadole llamaría, tendría que volver al aburrido método de encontrar a la gente: ordenadores y razonamiento deductivo.
Se pasó el resto del día intentando localizar un lugar donde le cambiaran el vidrio del Jaguar y luego buscando otro coche de al¬quiler. Empezó por quedarse uno de los Renaults pequeños más comunes, pero en el último momento optó por un Megane Renault Sport, un modelo pequeño con turbo y seis velocidades. No era pre¬cisamente un coche del montón, pero pensó que podría presentarse otra ocasión en la que tuviera que necesitar reprís y manejabilidad, y no quería quedarse corto por unos caballos. La casa de alquiler de coches tenía uno de color rojo al que enseguida le echó el ojo, pero se quedó con el plateado. No tenía sentido ir ondeando una bande¬ra roja y gritar: «¡Hey, miradme, aquí estoy!
Terminó en el Bristol justo cuando ya se ponía el sol. Tenía ham¬bre, pero no tenía ganas de compañía, de modo que se fue a su habi¬tación y llamó al servicio de restaurante. Mientras esperaba a que le trajeran la comida, se sacó los zapatos y la chaqueta y se estiró en la cama, donde se quedó mirando al techo —se le ocurrían buenas ideas cuando miraba al techo— y pensando en InvitadoMansfield.
La había reconocido al instante después de haberla visto en la foto en color de su archivo. No obstante, ninguna foto podía trans¬mitir la energía e intensidad que invadía cada uno de sus movimien¬tos. Le gustaba su cara, casi delgada pero con una estructura poten¬te, con los pómulos muy altos, con una nariz respingona y, ¡Dios mío!, esa boca. Pensar en esa boca le excitaba. Sus ojos eran como hielo azul, pero su boca era tierna, vulnerable, sexy y muchas otras cosas que podía sentir, pero que no podía expresar en palabras.
No bromeaba cuando le dijo que esperaba que se abalanzara so¬bre él en agradecimiento. Si ella le dijera algo, iría a buscarla y se la llevaría al Bristol en un tiempo récord.
Podía recordar exactamente su aspecto, lo que llevaba: pantalo¬nes de color gris oscuro con botas negras, una camisa azul de tejido Oxford y un chaquetón azul oscuro. Probablemente también recor¬daría que cuando llevaba esas botas, iba armada. Llevaba un corte de pelo sencillo, con una medida que le llegaba hasta los hombros y la cara estaba flanqueada por unos largos mechones. Aunque el cha¬quetón ocultaba la mayor parte de su figura, por su estatura y complexión de sus piernas, intuía que era delgada. También parecía un poco frágil, con unas ojeras un poco negras, como si hubiera estado enferma o no hubiera descansado bastante.
Volverse loco por ella no le facilitaría el trabajo, de hecho, no le gustaba nada lo que tenía que hacer. Se las ingeniaría para burlar un poco las normas sin llegar a saltárselas. Bueno, no mucho. Haría su trabajo cuando fuera el momento y si en el camino se desviaba un par de veces, que así fuera. Averiguar qué había tras los asesinatos de los Joubran, quién les había contratado y por qué. Los Nervi eran escoria y si podía conseguir alguna información que realmente fue¬ra comprometida para los Nervi, tanto mejor.
Eso le haría ganar tiempo con ___. Lástima que al final tendría que traicionarla.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 14
—Ayer hubo problemas —dijo Joe suavemente desde la entrada a la biblioteca—. Cuéntame qué está pasando.
—No tendrías que estar aquí —respondió Kevin, levantándo¬se para saludar a su hermano. Se había quedado atónito cuando los guardias le habían anunciado la llegada de su hermano Joe. Ha¬bían acordado que no volverían a encontrarse hasta que hubieran atrapado al asesino de su padre. Saber que Liliane Mansfield, alías De¬nise Morel, había matado a Paul para vengar la muerte de sus amigos en modo alguno rompía ese acuerdo. De hecho, aparte de desvelarle la identidad de la mujer, Kevin no le había dado ninguna otra información a su hermano, salvo la de que la estaban buscando.
Joe no era débil, pero Kevin siempre había sentido que tenía que proteger a su hermano menor, primero porque era el menor y segundo porque no había estado en las trincheras con su pa¬dre como Kevin. Kevin conocía los métodos de la guerra urba¬na y corporativa, mientras que Joe conocía los de la bolsa y la de los fondos de inversión.
—No tienes a nadie que te ayude como tú ayudaste a papá —respondió Joe, sentándose en la silla que siempre había usado Kevin cuando Paul estaba vivo—. No es justo que yo me dedique a estudiar los mercados monetarios y a mover fondos cuando tú estás cargando con toda la responsabilidad de las operaciones. —Abrió los brazos—. Yo también recibo noticias por Internet y fa¬xes. El artículo que he leído esta mañana no era muy informativo, sólo hacía una pequeña mención al tiroteo que hubo ayer en el parque. No se identificaba a ninguno de los inculpados, salvo a dos guardias de un laboratorio cercano que oyeron los disparos y co¬rrieron a ayudar. —Sus inteligentes ojos oscuros se estrecharon—. Se decía el nombre del parque.
—Pero, ¿por qué estás aquí? Ya nos hicimos cargo del incidente —respondió Kevin.
—Porque es el segundo incidente en el laboratorio de Vincen¬zo. ¿He de suponer que es una coincidencia? Dependemos de los beneficios de la vacuna para la gripe. Hay varias oportunidades que están pendientes de esto que tendré que dejar escapar si nos retiran los fondos. Quiero saber qué está pasando.
—¿No habría bastado una llamada?
—No puedo verte la cara por teléfono —respondió Joe sonriendo—. Eres un gran mentiroso, pero te conozco muy bien. Vengo observándote desde que era pequeño, mirabas a papá y nega¬bas lo que habíamos hecho, aunque por supuesto, siempre éramos culpables. Si me mientes en persona, lo sabré. Puedo unir más de dos cabos. Hubo un problema en el laboratorio de Vincenzo y, en medio de todo esto, nuestro padre ha sido asesinado. ¿Están relacionados los dos sucesos?
Ése era el problema con Joe, pensó Kevin; era demasiado inteligente e intuitivo para engañarle. A Kevin le molestaba no ha¬ber podido engañar nunca a su hermano menor; podía engañar a todo el mundo, pero no a Joe. Quizás ser protector con su hermano estaba bien cuando tenían cuatro y siete años, pero ahora los dos eran adultos. Quizás fuera una costumbre que tuviera que romper.
—Sí —dijo por fin—. Lo están.
—¿Cómo?
—La mujer que mató a papá, Liliane Mansfield, era amiga ínti¬ma de los Joubran, la pareja que entró en el laboratorio en agosto y que destruyó gran parte del trabajo de Vincenzo.
Joe se frotó los ojos como si estuviera cansado, luego se pellizcó el puente de la nariz antes de bajar la mano.
—Así que fue una venganza.
—Esa parte sí.
—¿Y la otra?
Kevin suspiró.
—Todavía no he averiguado quién contrató a los Joubran. Quienquiera que fuera podría volver a contratar a alguien para atacar de nuevo el laboratorio. No podemos hacer frente a otro retraso de ese tipo. La mujer que asesinó a papá no trabajaba para nadie en esos momentos, no lo creo, pero ahora bien podría hacerlo. Ayer mis hombres la vieron en el parque, estaba inspeccionando los alrededo¬res del complejo. Tanto si lo hace por encargo como si lo hace por su cuenta, el resultado es el mismo. Intentará sabotear la vacuna.
—¿Tiene forma de saber qué es la vacuna?
Kevin abrió los brazos.
—Siempre existe la posibilidad de una traición desde dentro, de alguien que trabaje en el laboratorio, en cuyo caso ella lo sabría. Los mercenarios como los Joubran no son baratos, estoy investigando los movimientos bancarios de todos los empleados del laboratorio, para comprobar si alguno de ellos pudo haber tenido los recursos para contratarles.
—¿Qué sabes de esa mujer?
—Es americana y era una asesina a sueldo, una agente indepen¬diente de la CIA.
Joe se quedó pálido.
—¿La contrataron los americanos?
—No para matar a papá, no. Eso lo hizo ella por su cuenta y, como puedes imaginar, están muy descontentos con ella. En reali¬dad, ya han mandado a alguien para «terminar con el problema», creo que es la frase que utilizaron.
—Entretanto, está estudiando cómo entrar en el laboratorio. ¿Cómo se escapó ayer?
—Tiene un cómplice, un hombre que conducía un Jaguar. Situó el vehículo entre ella y mis hombres, cubriéndola mientras él tam¬bién disparaba.
—¿Matrícula?
—No, desde el ángulo que estaban mis hombres no pudieron verla. Hubo testigos, claro, pero estaban demasiado preocupados poniéndose a salvo como para tomar nota de la matrícula.
—La pregunta más importante: ¿Ha intentado hacerte daño personalmente?
—No —Kevin parpadeó sorprendido.
—Luego eso significa que yo corro menos riesgo que tú. Por lo tanto me quedaré aquí, puedes delegar algunas cosas en mí. Supervi¬saré la búsqueda de esa mujer o algún otro de tus asuntos, si prefie¬res hacer esto personalmente. También podemos trabajar juntos en todo. Quiero ayudarte. También era mi padre.
Kevin suspiró al darse cuenta de que se había equivocado al pretender mantener a Joe aislado de todo; su hermano, a fin de cuentas, era un Nervi. Debía anhelar la venganza tanto como él.
—Hay otra razón por la que quiero que se arregle este asunto. —prosiguió Joe—. Estoy pensando en casarme.
Kevin le miró atónito y en silencio durante un momento, lue¬go soltó una carcajada.
—¡Casarte! ¿Cuándo? ¡No me has comentado nada de que hu¬biera una mujer especial en tu vida!
Joe también se rió y sus mejillas se sonrojaron.
—No sé cuándo, porque todavía no se lo he pedido. Pero creo que dirá que sí. Hace un año que salimos…
—¿Y no nos lo habías dicho? —el nos incluía a su padre, que ha¬bría estado encantado de que uno de sus hijos quisiera sentar la ca¬beza y darle nietos.
—… pero sólo hemos salido en serio en los últimos meses. Quería estar seguro antes de decir nada. Es suiza, de muy buena familia; su padre es banquero. Se llama Giselle. —Su voz adoptó un tono más profundo al pronunciar su nombre—. Desde el principio supe que era ella.
—Pero a ella le ha costado más, ¿no es cierto? —dijo Kevin riéndose—. ¿Al ver lo atractivo que eres no decidió al instante que tendrías unos hijos preciosos?
—Sí, también lo supo inmediatamente —dijo Joe con una fría seguridad—. Era de mi capacidad para ser un buen marido de lo que ella dudaba.
—Todos los Nervi somos buenos maridos —dijo Kevin, y era cierto, si a la esposa no le importaba que existiera la amante de tur¬no. Joe probablemente sería fiel; era de ese tipo de hombres.
Esa buena noticia explicaba la razón por la que Joe estaba ansioso por poner fin al problema de Liliane Mansfield. Aunque era cierto que el deseo de venganza también existía, si su situación perso¬nal no le impulsara a la acción, probablemente habría tenido más paciencia y hubiera dejado que Kevin se hiciera cargo del asunto solo.
Joe miró la mesa de Kevin y vio la foto. Se acercó más, giró el archivo y estudió el rostro de la mujer.
—Es atractiva —dijo—. No es guapa, pero… es atractiva.
Ojeó el resto del archivo, leyendo rápidamente la información. Miró a su hermano atónito.
—¡Es un archivo de la CIA! ¿Cómo lo has conseguido?
—Tenemos a alguien en nuestra nómina, por supuesto. También en la Interpol y en Scotland Yard. A veces es conveniente saber al¬gunas cosas de antemano.
—¿Te llama la CIA o tú les llamas a ellos?
—No, claro que no, todas las llamadas entrantes o salientes quedan registradas y quizás grabadas. Tengo un número privado para nuestro contacto con la Interpol, Georges Blanc, y éste contacta con la CIA o el FBI a través de los canales normales.
—¿Has pensado en pedirle a Blanc el teléfono móvil personal de la persona que ellos han enviado para atrapar a Mansfield? La CIA no lo hace personalmente, contrata a otros para hacer el trabajo, ¿no es así? Estoy seguro de que él o ella tendrá un teléfono móvil, como todo el mundo. Quizás esta persona esté interesada en ganar una buena cantidad de dinero extra aparte de lo que le pague la CIA, si cierta información llega a nosotros primero.
Interesado en la idea y enfadado porque no se le había ocurrido a él, Kevin miró a su hermano con admiración.
—Ojos nuevos —murmuró para sí. Y Joe era un Nervi; al¬gunas cosas eran innatas.
—Eres muy astuto —le dijo riéndose—. Entre tú y yo, esa mu¬jer no tiene escapatoria.
Capítulo 15
Frank Vinay siempre se levantaba pronto, antes del amanecer. Desde la muerte de su esposa Dodie, hacía quince años, cada vez le resultaba más difícil buscar una buena excusa para no trabajar. Todavía la echaba de menos, unas veces hasta de un modo que le asustaba, otras sentía como un dolor lejano, como si hubiera algo en su vida que no estuviera del todo correcto. Nunca había pensado en volver a casarse, porque consideraba tremendamente injusto volver a hacerlo cuando todavía amaba a su fallecida esposa con todo su corazón.
No obstante, no estaba solo, Kaiser le hacía compañía. El gran pastor alemán que había elegido un rincón de la cocina como dor¬mitorio —quizás para él la cocina fuera su casa, pues allí es donde había dormido de cachorro hasta que se acostumbró a la casa—, se levantaba de su cama moviendo la cola, en cuanto oía las pisadas de Frank al bajar la escalera.
Frank entró en la cocina y acarició a Kaiser detrás de las orejas, murmurándole tonterías que no le daba miedo decir porque el perro jamás desvelaba un secreto. Le dio una chuchería, comprobó que tuviera agua y enchufó la cafetera eléctrica, que Bridget, su empleada del hogar, le había preparado la tarde anterior. Frank no tenía el menor don para las tareas domésticas; para él era un verdadero miste¬rio por qué cuando él mezclaba el agua y el café, lo preparaba y lo filtraba salía un brebaje imbebible, mientras que Bridget con los mismos componentes preparaba un café tan delicioso que casi le daban ganas de llorar. La había observado preparándolo y había inten¬tado hacer lo mismo y al final terminaba como un fango. Recono-ciendo que cualquier otro esfuerzo para prepararse el café podría tacharse de locura, Frank había aceptado su derrota y prefería aho¬rrarse más humillaciones.
Dodie le había facilitado las cosas y todavía seguía sus directri¬ces. Todos sus calcetines eran negros, así no tenía que preocuparse en encontrar la pareja. Todos sus trajes eran de un color neutro, las camisas eran azules o blancas para que combinaran con cualquier traje y lo mismo con sus corbatas, eran del tipo que combinaban con todo. Podía coger cualquier prenda y estar seguro de que combinaría con cualquier otra que tuviera en su armario. Nunca ganaría nin¬gún premio a la originalidad, pero al menos se garantizaba que no haría el ridículo.
Una vez intentó pasar el aspirador… una vez. Todavía no sabe cómo lo hizo para conseguir que estallara.
En resumen, era mejor dejar ese tema para Bridget, mientras él se concentraba en el trabajo burocrático. Eso es lo que hacía ahora, papeleo. Leía, digería los hechos, daba su opinión de experto —que es otra forma de decir «la mejor probabilidad»— al director, quien a su vez se la transmitía al presidente que tomaba las decisiones sobre las operaciones basándose en lo que leía.
Mientras el café se estaba calentando, apagó las luces de seguri¬dad exteriores y dejó salir a Kaiser al jardín para que diera su habi¬tual vuelta de inspección y atendiera a sus necesidades fisiológicas. Frank se dio cuenta de que el perro se estaba haciendo viejo, pero también él. Quizás ambos deberían pensar en retirarse, para que él pudiera leer algo que no fueran los informes de inteligencia y Kaiser pudiera abandonar sus vigilancias rutinarias y dedicarse a ser un compañero.
Frank llevaba varios años pensando en jubilarse. Lo único que le frenaba era que John Medina no estaba preparado para incorporarse a su cargo y él no podía pensar en otro para que ocupara su puesto. No es que estuviera en sus manos traspasar su puesto, pero su opi¬nión tendría mucho peso cuando se hubiera de tomar la decisión.
Quizás sería pronto, pensó Frank. Niema, la esposa de John, durante los dos últimos años, le había comentado a Frank que quería quedarse embarazada y que le gustaría que John estuviera allí cuando tuviera que dar a luz. Habían hecho muchas operaciones juntos, pero ella no podía participar en la misión actual de Frank y la larga separación les estaba causando problemas en su relación. A esto había que añadir el paso del reloj biológico de Niema y el hecho de que Frank estaba seguro de que John acabaría fijándose en otra mujer.
Alguien como Nick Jonas, quizás, aunque Jonas llevaba mu¬chos años en trabajo de campo y tenía un carácter totalmente distin¬to al de John. John era la paciencia personificada; Jonas era de los que azuzarían a un tigre con un bastón en busca de algo de acción. John se había entrenado desde los dieciocho —de hecho, desde antes— para ser tan excepcional en su trabajo. Necesitaban a alguien joven para substituirle, alguien que pudiera soportar una rigurosa disciplina física y mental. Jonas era un genio obteniendo resultados; aunque, en general, los conseguía de modos sorprendentes, pero te¬nía treinta y nueve, no diecinueve.
Kaiser llegó trotando hasta la puerta trasera moviendo la cola. Frank dejó entrar al perro y le dio otro premio, luego se puso una taza de café y se la llevó a la biblioteca, donde se sentó y empezó a leer las noticias del día. A esa hora ya le habían llegado los papeles y los leía sentado en su mesa comiéndose un bol de cereales —eso po¬día hacerlo sin la ayuda de Bridget— y bebiendo más café. Después de desayunar venía la ducha y el afeitado y a las siete y media en punto se dirigía hacia la puerta en el momento en que su chofer se para¬ba en el bordillo.
Frank se había resistido mucho tiempo a que le llevaran, porque prefería conducir él mismo. Pero el tráfico en el distrito de Colum¬bia era una pesadilla y conducir le ocupaba un tiempo que podía de¬dicar al trabajo, así que al final había cedido. Keenan hacía seis años que era su chofer y ambos ya se habían impuesto una cómoda ruti¬na, como una pareja que lleva tiempo casada. Frank se sentaba de¬lante —se mareaba si iba detrás leyendo— pero aparte de darse los buenos días, rara vez hablaban en el trayecto al trabajo. Por la tarde era distinto; Frank había descubierto que Keenan tenía seis hijos, que su esposa, Trisha, era concertista de piano y que el experimento culinario de su hijo menor casi quema la casa. Con Keenan, Frank podía hablar de Dodie, de los buenos ratos que habían pasado jun¬tos y de lo que había sido crecer antes de la llegada de la televisión.
—Buenos días, señor Vinay —dijo Keenan, esperando a que Frank estuviera bien acomodado antes de arrancar suavemente.
—Buenos días —respondió Frank ausente, absorto ya en el informe que estaba leyendo.
De vez en cuando miraba hacia delante para no marearse, pero en general no se fijaba en el denso tráfico que se generaba por la lle¬gada de cientos de miles de personas a la capital para trabajar.
Estaban en un cruce, en el carril derecho de dos carriles para gi¬rar, girando a la izquierda sobre una flecha verde, encerrados entre vehículos por delante, por detrás y por la izquierda, cuando el ruido de un frenazo le hizo levantar la cabeza y mirar en dirección del sonido. Frank vio un camión blanco de una floristería corriendo como un bólido en el cruce, saltándose el carril doble para girar a la iz¬quierda, con las luces intermitentes de un coche de policía justo de-trás. La rejilla del radiador del camión se le echó encima, dirigiéndo¬se directamente hacia él. Oyó que Keenan decía «¡Mierda!», mientras luchaba con el volante para situar el coche a la izquierda, en el carril que tenían al lado. Luego se produjo una tremenda colisión como si un gigante los hubiera elevado y lanzado contra el suelo. Todo su cuerpo fue agredido de golpe.
Keenan recobró la conciencia con sabor a sangre en su boca. El humo llenaba el coche y algo que parecía un enorme preservativo se derramaba profanamente desde el volante. Sintió un zumbido en la cabeza y cada instante suponía semejante esfuerzo que no pudo le¬vantar la cabeza del pecho. Miró el extenso preservativo, preguntán¬dose qué caray estaba haciendo. Un ruido irritante sonaba en su oído izquierdo, parecía que le iba a hacer estallar la cabeza, y hubo otro ruido que sonó como un grito.
Durante lo que le pareció una eternidad, Keenan miró con la mirada perdida al preservativo que salía del volante, aunque en rea¬lidad sólo fueron unos momentos. La conciencia empezaba a regresar y se dio cuenta de que el preservativo era un airbag y que el «humo» era el polvo del airbag.
Con un chasquido casi audible, la realidad regresó de pronto.
El vehículo estaba en medio de un amasijo de metal. A su iz¬quierda había otros dos coches, de uno de los cuales salía humo del radiador roto. Uno de los paneles del camión estaba encastrado en el lado derecho del vehículo. Recordaba haber intentado girar el coche para no ser embestidos por el lado, luego se produjo un impac¬to de una fuerza que jamás hubiera imaginado. El camión se había dirigido justo al asiento del señor Vinay.
¡Dios mío!
—Señor Vinay —dijo con una voz ronca que nada se parecía a la suya. Giró la cabeza y miró al jefe de operaciones. Todo el lado derecho del vehículo estaba hundido y el señor Vinay era un amasi¬jo imposible de metal, asiento y hombre mezclados.
Por fin alguien apagó la ensordecedora bocina y de pronto hubo una calma relativa en la que pudo oír una sirena distante.
—¡Ayuda! —gritó, aunque de nuevo no le salió nada más que una especie de graznido. Vomitó sangre por la boca, hizo una res¬piración profunda que le dolió horriblemente y lo intentó de nue¬vo—. ¡Ayuda!
—Aguante un poco, amigo —dijo alguien. Un agente unifor¬mado saltó por encima del capó de uno de los vehículos de la iz¬quierda, pero los dos estaban tan engarzados que no podía pasar en¬tre ambos. Entonces se puso a gatas sobre el capó y miró a Keenan.
—La ayuda está en camino, amigo. ¿Estás mal herido?
—Necesito un teléfono —dijo Keenan jadeando, consciente de que el policía no podía ver su matrícula. Su teléfono móvil estaba en alguna parte de ese amasijo.
—No se preocupe por hacer llamadas…
—¡Necesito un maldito teléfono! —repitió Keenan con un tono más agresivo. Se esforzó por respirar profundo de nuevo. La gente de la CIA nunca se identificaba como tal, pero esto era una emergencia—. Este hombre que está a mi lado es el jefe de operaciones…
No tuvo que decir más. El policía hacía mucho tiempo que trabajaba en el área del capitolio y no se le ocurrió preguntar: «¿Qué tipo de operaciones?». Por el contrario, sacó su radio y pronunció unas pocas palabras en un tono seco, luego se giró y gritó: «¿Alguien tiene un teléfono móvil?».
Pregunta tonta. Todo el mundo lo tenía. En un momento el po¬licía le estaba haciendo llegar un diminuto teléfono a Keenan. Kee¬nan sacó una mano temblorosa y ensangrentada y tomó el aparato. Marcó unos números, consciente de que no era un teléfono de segu¬ridad, luego pensó «¡Mierda!» y marcó el resto.
—Señor —dijo, luchando por mantener su estado de conciencia. Todavía tenía que hacer un trabajo—. Soy Keenan. El jefe de opera¬ciones y yo hemos tenido un accidente y él está gravemente herido. Estamos… —Su voz se cortó. No tenía ni idea de dónde estaban. Le pasó el teléfono al policía—. Dígales dónde estamos. —Dicho esto cerró los ojos.
Capítulo 16
Aunque sus contactos habituales estaban fuera de toda sospecha, con los años Invitadohabía conocido a una serie de personas de carác¬ter cuestionable y habilidades incuestionables, que por la suma correcta, echarían tierra sobre su madre. Todavía le quedaba dinero, aunque no demasiado, por lo que esperaba que «correcto», signifi¬cara «razonable».
Si Jonas resultaba ser válido, eso la ayudaría en su situación eco¬nómica, porque se había ofrecido voluntario. Si tenía que contratar a alguien, supondría un serio descenso en su cuenta bancaria. Por supuesto, tenía que recordar que Jonas había admitido que no era un experto en sistemas de seguridad, pero le había dicho que conocía a personas que sí lo eran. La gran pregunta era ¿querrían cobrar esas personas? Si era así, más le valía contratar a alguien desde el princi¬pio, en lugar de malgastar el dinero en investigar sobre Jonas.
Por desgracia, eso no podría saberlo hasta que fuera demasiado tarde. Tenía que averiguar lo de Jonas hoy mismo. Quería saber si se había escapado de un psiquiátrico o, peor aún, silo había contra¬tado la CIA.
Cuando se dirigía al cibercafé se dio cuenta de que había come¬tido un error táctico al separarse de Jonas el día anterior. Si la CIA le había contratado, ahora había tenido la oportunidad de llamar, hacer que modificaran su archivo y pusieran la historia que más le conviniera. No importaba lo que ella o cualquier otra persona averiguara sobre él, no podía estar segura de que la información fuera correcta.
Se detuvo de golpe. Una mujer que venía detrás chocó contra ella y le lanzó una desagradable mirada por haberse detenido tan de repente. «Excusez moi», dijo ___, dirigiéndose hacia un pequeño banco donde se sentó para pensar en ello.
¡Maldita sea, había tantas cosas sobre el espionaje que no sabía! Estaba en una gran desventaja. Ahora no valía la pena investigar a Jonas, tanto si era de la CIA como si no. Sencillamente tenía que de¬cidir si iba a llamarlo o no.
Lo más seguro era no llamarle. Él no sabía dónde vivía, ni qué nombre utilizaba. Pero si era de la CIA, había descubierto de algún modo que ella iba tras la pista del laboratorio de los Nervi y se ha¬bía plantado allí a esperar que apareciera. O bien abandonaba su plan o él volvería a encontrarla.
En lo que respectaba al laboratorio, la situación se había com¬plicado mucho. Era evidente que Kevin había descubierto quién era y de algún modo había conseguido su foto sin disfraz, de lo con¬trario los jugadores de fútbol no la hubieran reconocido tan fácilmente. Su pequeño fracaso en el parque lo habría puesto en alerta y, sin duda, se habría duplicado la seguridad en el complejo.
Necesitaba ayuda. No había modo de que pudiera llevar a cabo su plan en solitario. Tal como lo veía, o se marchaba y dejaba que Kevin Nervi siguiera medrando, sin intentar averiguar qué había sido tan importante para que Averill y Tina hubieran arriesgado sus vidas o podía cruzar los dedos y aceptar la ayuda de Jonas.
De pronto se dio cuenta de que quería que Jonas fuera un tipo legal. Parecía disfrutar mucho de la vida, y eso era lo que a ella le ha¬bía faltado en esos últimos meses. La había hecho reír. Él no sabía cuánto tiempo hacía que ella no se reía, pero lo había conseguido. Esa pequeña chispa de humanidad que el sufrimiento no había ex¬tinguido quería que volviera a reírse. Quería volver a ser feliz y Jonas irradiaba felicidad como el sol. Muy bien, puede que estuvie¬ra loco, pero la insinuación tajante que le había lanzado cuando ella intentó cogerle el arma la tranquilizó. Si se podía volver a reír, si po¬día volver a encontrar la felicidad, quizás eso ya valía la pena el ries¬go de aceptarlo como compañero.
También existía el elemento de la atracción física. Ese aspecto la cogió un poco por sorpresa, pero reconoció ese pequeño destello de interés por lo que era. Tenía que valorar ese factor en cada decisión que tomara respecto a él, para que no se nublara su mente. Pero ¿cuál era la diferencia entre aceptar su ayuda porque la hacía reír o porque le encontraba atractivo? Lo cierto era que la necesidad emo¬cional era mayor que la física. No había tenido muchos amantes en su vida y había pasado largos períodos de abstinencia sin importarle lo más mínimo. Su último amante fue Dimitri, que intentó asesi¬narla. Eso había sucedido hacía seis años y desde entonces la confianza había sido un problema para ella.
De modo que la pregunta del millón de dólares era que, dado que no tenía modo de saber a ciencia cierta si era de la CIA y su otra única alternativa era marcharse sin hacer nada más respecto a los Nervi, ¿le llamaba porque le gustaba y la hacía reír?
—¡Qué caray! ¿Por qué no? —murmuró y dio una compungi¬da carcajada que atrajo la mirada sorprendida de un transeúnte.
Se hospedaba en el Bristol, en los Campos Elíseos. En un acto impulsivo se metió en una cafetería y pidió un café, luego pidió el lis¬tín de teléfonos para mirar un número. Buscó el teléfono del Bristol, se terminó el café y se marchó.
Podía haberle llamado y citarse con él en algún sitio, pero tomó el tren y, cuando ya estaba en la calle del hotel, se metió en una cabina y usó una tarjeta «Télécarte» para llamar. Si era de la CIA y lo¬calizaban todas sus llamadas, esto evitaría que obtuviera su número de teléfono móvil y su localización.
Dijo el número de habitación al recepcionista y Jonas respon¬dió a la tercera llamada con un somnoliento «Siií», seguido de un bostezo. Ella sintió una oleada de placer al oír su voz, su saludo era la informalidad americana pura.
—¿Podemos vernos en el palacio del Elíseo dentro de quince minutos? —preguntó sin identificarse.
—¿Qué, qué? ¿Dónde? Espera un minuto. —Oyó otro crujido de la mandíbula provocado por otro bostezo—. Estaba durmiendo —le dijo innecesariamente—. ¿Eres quién creo que eres? ¿Eres ru¬bia y con los ojos azules?
—Y llevo una cerbatana.
—Allí estaré. Espera un minuto. ¿Dónde está ese sitio? —pre¬guntó.
—Justo al final de la calle. Pregúntale al portero. —Colgó y se colocó de modo que pudiera observar la puerta principal del hotel. El palacio estaba lo bastante cerca como para que sólo un loco fue¬ra en coche en lugar de ir a pie, pero lo bastante lejos para no entretenerse y llegar en punto. Cuando él saliera del hotel, giraría en di¬rección contraria al lugar donde ella estaba situada y así podría situarse detrás de él.
A los cinco minutos ya estaba en la puerta, si había realizado al¬guna llamada habría sido desde su móvil mientras bajaba a recep¬ción, de lo contrario no habría tenido tiempo. Se detuvo para hablar con el portero, asintió con la cabeza y empezó a andar o más bien a pasear por la calle con un movimiento suelto de cadera que le hizo desear verle el trasero mientras caminaba. Por desgracia, volvía a lle¬var una chaqueta de cuero larga que cubría sus posaderas.
Invitadocaminó con rapidez, el sonido de sus botas de suela suave quedaba ahogado por el tráfico. Iba solo y no hablaba por el móvil mientras caminaba, eso era bueno. Quizás realmente estuviera solo. Ella redujo la distancia entre ambos y con un paso largo se puso a su lado.
—Jonas.
Él la miró.
—¡Hola! Te vi al salir del hotel. ¿Hay alguna razón para que va¬yamos al palacio?
La había descubierto, no pudo hacer más que sonreír y enco¬gerse de hombros.
—Ninguna. Caminemos y hablemos.
—No sé si te has dado cuenta, pero hace frío y casi está anoche¬ciendo. ¿Recuerdas que te dije que venía de Sudamérica? Eso quiere decir que estoy acostumbrado al calor —dijo temblando—. Busque¬mos un lugar para sentarnos y tomar algo y me cuentas lo que está pasando mientras nos bebemos una buena taza de café caliente.
Ella dudó, aunque sabía que estaba siendo un poco paranoica, que Kevin no podía tener gente en todos los cafés ni en todas las tiendas de París, pero tenía mucha influencia y no quería correr riesgos.
—No quiero hablar en público.
—Muy bien, volvamos a mi hotel. Mi habitación es privada y se está caliente. Además hay servicio de habitaciones. No obstante, si tienes miedo de no poder controlarte al estar a solas conmigo en un lugar donde hay una cama, podemos tomar el coche y conducir sin rumbo por París, gastando gasolina que cuesta cuarenta dólares el galón.
Ella giró los ojos hacia arriba.
—No, no cuesta eso, además aquí se cuenta en litros no en ga¬lones.
—He observado que no has negado la parte de controlarte. — No sonreía, pero a punto estaba.
—Me las arreglaré —dijo ella con sequedad—. Vamos al hotel. —Si iba a confiar en él, mejor empezar a hacerlo ahora. Además, ver su habitación del hotel sin que hubiera tenido tiempo de ordenarla y esconder las cosas que no quería que viera podría ser esclarecedor; no era lo mismo que si él le hubiera pedido que volviera en otro mo¬mento porque hubiera algo que pudiera delatarle.
Dieron la vuelta y cuando llegaron al hotel el impasible portero les abrió la puerta. Jonas se dirigió a los ascensores y la dejó entrar primero.
Abrió la puerta de su habitación y se encontró en un aposento alegre y con luz, con dos grandes ventanales que iban desde el techo hasta el suelo y que daban al patio. Las paredes estaban pintadas en un tono crema, la cama tenía una colcha de color azul y amarillo pálido y, para su alivio, había un buen espacio para sentarse, con dos sillas y un sofá organizados alrededor de una mesa de café. La cama estaba hecha, pero una de las almohadas tenía marcada su cabeza y la colcha estaba arrugada en el sitio donde se había echado. Su maleta no estaba a la vista, así que supuso que estaba en el armario. Apar¬te de un vaso de agua en la mesilla de noche y de la colcha un poco arrugada, la habitación estaba tan arreglada como si no hubiera ha-bido nadie.
—¿Puedo ver tu pasaporte? —le preguntó en cuanto cerraron la puerta de la habitación.
Le lanzó una mirada burlona, pero buscó en el interior de su chaqueta. Invitadose puso tensa, apenas se movió, pero él se percató de su súbita tensión y el frío en su acto de sacar la mano. Deliberadamente, lo hizo con su mano izquierda y se abrió la chaqueta, para que pudiera ver que su mano derecha no contenía más que su pasaporte azul.
—¿Por qué quieres ver mi pasaporte? —le preguntó mientras se lo entregaba—. Pensaba que me ibas a registrar.
Lo abrió sin molestarse en mirar la foto, pero sí los visados de entrada. Era cierto que había estado en Sudamérica —de hecho, casi todo el tiempo— y que había regresado a los Estados Unidos apro¬ximadamente hacía un mes. Llevaba cuatro días en Francia.
—No me preocupa —dijo ella brevemente.
—¿Por qué demonios no? —Parecía indignado, como si ella estuviera diciendo que no valía la pena registrarle.
—Porque ayer cometí el error de dejarte marchar.
—¿Que tú me dejaste marchar? —preguntó él, levantando las cejas.
—¿Quién apuntaba a quién? —Ella imitó su expresión mientras le devolvía el pasaporte.
—Tienes razón. —Sacó la carpeta del bolsillo interior de su chaqueta, luego hizo un movimiento de encoger los hombros para sacársela y la lanzó sobre la cama—. Siéntate. ¿Por qué fue un error dejarme marchar?
Invitadose sentó en el sofá, que le proporcionaba una pared a sus es¬paldas.
—Porque si eres de la CIA o si te ha contratado la CIA, te di tiempo para que depuraran cualquier información que hubiera so¬bre ti.
Él se puso las manos en las caderas y la miró.
—Si sabes esto, ¿qué demonios haces en la habitación de mi ho¬tel? Mi querida señorita, ¡yo podría ser cualquiera!
Por alguna razón, su regañina le resultó graciosa y empezó a sonreír. Si le hubieran contratado para matarla, ¿estaría tonteando con ella sin tomar precauciones?
—No es divertido —refunfuñó él—. Si la CIA va detrás de ti, vale más que empieces a correr. ¿Eres espía o algo por el estilo?
Ella movió la cabeza.
—No, simplemente maté a alguien que ellos no querían que matara.
Él ni siquiera pestañeó ante el hecho de que hubiera matado a alguien. Por el contrario, cogió la carta y se la lanzó al regazo.
—Pidamos algo para comer —dijo él—. Mi estómago tampoco se ha adaptado a los horarios de comida.
Aunque era demasiado pronto para cenar, Invitadoojeó brevemen¬te la carta y eligió, luego escuchó mientras él llamaba para hacer el pedido. Su francés era pasable, pero nadie podría haberlo confundi¬do con un nativo. Colgó el teléfono y fue a sentarse a una de las si¬llas con estampados azules. Levantó la pierna derecha para colocar el tobillo sobre la rodilla izquierda.
—¿A quién has matado?
—A un hombre de negocios italiano, un matón asesino, llamado Paul Nervi.
—¿Se merecía morir?
—Por supuesto —dijo ella tranquilamente.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No fue un asesinato autorizado.
—¿Autorizado por quién?
—Por la CIA —su tono era irónico.
Él la miró reflexivo.
—¿Eres de la CIA?
—No, exactamente. Soy o más bien era una agente indepen¬diente.
—De modo que has dejado atrás tu trabajo.
—Digamos que no creo que vuelvan a ofrecerme más trabajos.
—Podría contratarte otra persona.
Ella movió la cabeza negativamente.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque el único modo en que puedo hacer mi trabajo es pen¬sando que es justo —dijo ella en un tono bajo—. Quizás sea inocen¬te por mi parte, pero confío en mi gobierno. Si me envía a hacer algo, he de pensar que el trabajo es justo. No confiaría en nadie más de ese modo.
—Inocente no, pero idealista sí. —Sus ojos azules expresaron ternura—. ¿No confías en ellos lo suficiente para hacerse cargo de los Nervi? —preguntó de nuevo y una vez más ella movió la ca¬beza.
—Sabía que les era útil. Les pasaba información.
—Entonces, ¿por qué lo mataste?
—Porque hizo matar a mis amigos. Hay muchas cosas que todavía no sé, pero ellos se habían retirado del negocio hacía tiempo, edu¬caban a su hija y vivían una vida normal. Por alguna razón irrumpie¬ron en el laboratorio en el que estuvimos ayer, o creo que entraron, y él ordenó su muerte. —Su voz se hizo más firme—. También mataron a su hija Zia de trece años.
Jonas expulsó el aire.
—¿No tienes ni la menor idea de la razón que les llevó a hacer eso?
—Como ya te he dicho, ni siquiera estoy segura de que lo hi¬cieran. Pero de algún modo consiguieron enfadar a Paul y allí es el único sitio de las propiedades de los Nervi donde pude averi¬guar que había pasado algo en ese período de tiempo. Creo que al¬guien les contrató para hacerlo, pero no sé quién ni por qué.
—No quiero parecer insensible, pero ellos eran profesionales. Tenían que conocer el riesgo.
—Ellos sí. Si sólo les hubiera matado a ellos, les echaría de menos, pero no hubiera, no creo que hubiera ido tras Paul. Pero Zia… no hay modo de que pueda perdonar eso. —Se aclaró la garganta y las palabras parecían salir espontáneamente de su boca. No había podido hablar de ella desde los asesinatos y ahora era como agua manando de un grifo abierto—. Encontré a Zia cuando sólo te¬nía unas semanas. Estaba abandonada, medio muerta de hambre. Ella era mía, era mi hija, aunque dejé que Averill y Tina la adoptaran porque con mi trabajo no podía cuidarla adecuadamente, ni propor¬cionarle un hogar estable. Paul mató a mi hijita. —A pesar de todos sus esfuerzos por contener sus lágrimas, éstas brotaron de sus ojos y cayeron por sus mejillas.
—¡Eh! —dijo él alarmado. Con las lágrimas haciendo borrosa su visión, ella no vio cómo se movía, pero de pronto estaba al lado de ella en el sofá, pasándole el brazo por los hombros y atrayéndola hacia sí hasta que su cabeza descansó sobre su hombro—. No te cul¬po, yo también habría matado a ese hijo de puta. Debería saber que no se debe tocar a los inocentes. —Mientras le decía eso, le frotaba la espalda con un movimiento tranquilizante.
Invitadose entregó por un momento en sus brazos, cerrando los ojos como si estuviera saboreando su cercanía, el calor de su cuerpo, el olor a hombre que emanaba su piel. Estaba muy necesitada de contacto humano, del tacto de alguien que se preocupara por ella. Tal vez él no llegara a eso, pero al menos la comprendía y eso ya era mucho.
Puesto que deseaba quedarse donde estaba quizás demasiado rato, se soltó de sus brazos, se sentó erguida y se secó las mejillas.
—Lo siento. No pretendía llorar sobre tu hombro, literalmente hablando.
—Puedes usarlo siempre que quieras. De modo que mataste a Paul Nervi. Supongo que los muchachos que intentaron matarte ayer iban detrás de ti por eso. ¿Por qué sigues aquí? Ya has hecho lo que te habías propuesto.
—Sólo en parte. Quiero saber por qué Averill y Tina hicieron lo que hicieron, qué era tan importante para aceptar ese trabajo cuando hacía tanto tiempo que se habían retirado. Tenía que ser algo gra¬ve y, si era lo bastante grave para que ellos actuaran, quiero que el mundo entero sepa de qué se trata. Quiero acabar con los Nervi, destruirlos, convertirlos en parias.
—Así que estás planeando entrar en el laboratorio y ver qué puedes descubrir.
Invitadoasintió con la cabeza.
—Todavía no tengo un plan para hacerlo, sólo he empezado a recopilar información.
—Sabes que la seguridad tuvo que ser mejorada después de la intrusión de tus amigos.
—Lo sé, pero también sé que no existe un sistema infalible. Siempre hay un punto débil, sólo se trata de averiguar cuál es.
—Tienes razón. Creo que el primer paso es averiguar quién hizo el trabajo de seguridad, luego hay que echarle un vistazo a las espe¬cificaciones.
—En el supuesto de que no las hayan destruido.
—Sólo un idiota lo haría, algún día tendrán que hacer alguna re¬paración. No obstante, si Nervi hubiera sido verdaderamente listo tendría él las especificaciones en lugar de dejar que las guardara la empresa de seguridad.
—Era lo bastante inteligente y desconfiado para haber pensado eso.
—No tanto o de lo contrario no estaría muerto —señaló Jonas—. He oído hablar de los Nervi, aunque he estado en un he¬misferio diferente durante diez años. ¿Cómo conseguiste acercarte lo bastante a él para utilizar tu arma?
—No la utilicé —respondió ella—. Le envenené el vino y casi muero yo en el intento, porque insistió en que lo probara.
—¡Maldita sea! ¿Sabías que estaba envenenado y aún así lo be¬biste? Tienes más pelotas que yo, porque yo nunca lo habría hecho.
—Si no lo hubiera hecho, probablemente se habría enfadado tanto que no habría bebido la cantidad suficiente para asegurarme de que le iba a matar. Estoy bien, salvo por un problema en una válvu¬la, pero no creo que sea grave.
A excepción del día anterior, que había estado jadeando en su coche, lo cual no era muy buena señal. Tampoco había corrido, aunque pensó que al dispararle le subió la adrenalina y le aceleró el lati¬do del corazón del mismo modo que lo habría hecho el ejercicio de correr.
Él la miraba atónito, pero antes de que pudiera decir nada, lla¬maron a la puerta.
—Bien, ya está aquí la comida —dijo levantándose y acudiendo a la puerta. Invitadose puso la mano en la bota, lista para reaccionar si el camarero del servicio de habitaciones hacía algún movimiento en falso, pero entró el carrito y sirvió la comida con rápida precisión; Jonas firmó el recibo y el camarero se marchó.
—Ya puedes sacar la mano de tu arma —dijo Jonas mientras acercaba dos sillas al carrito—. ¿Por qué no llevas algo que pueda detener al agresor?
—Mi arma deja el trabajo hecho.
—En el supuesto de que des en el blanco. Si fallas, alguien pue¬de enfadarse e ir detrás de ti.
—Nunca fallo —dijo ella con aplomo.
Él la miró y luego sonrió.
—¿Nunca?
—Nunca, cuando es necesario.
La noticia de que el jefe de operaciones estaba gravemente herido a causa de un accidente de automóvil no provocó olas en la comuni¬dad de la inteligencia, sino tsunamis. Lo primero que había que in¬vestigar era si realmente había sido un accidente. Había formas me¬jores de acabar con alguien que un accidente de coche, pero aun así no podía descartarse la idea. Esa sospecha se descartó de momento tras unas rápidas pero intensas entrevistas con el policía que estaba persiguiendo al camión de la floristería por saltarse un semáforo en rojo. El conductor del camión, que murió en el accidente, tenía una larga lista de multas impagadas por exceso de velocidad.
El jefe de operaciones fue trasladado al hospital Naval Bethes¬da, donde las medidas de seguridad eran muy fuertes, y le llevaron directamente al quirófano. Simultáneamente, protegieron su casa, arreglaron que Bridget, la asistenta, se cuidara de Kaiser, y el direc¬tor adjunto asumió el puesto de Vinay hasta que éste regresara. El lugar del accidente fue peinado a fondo en busca de cualquier docu¬mento comprometido, pero Vinay era sumamente cuidadoso con los documentos y no se encontró nada clasificado.
Por las largas horas que llevaba en el quirófano se deducía que su vida estaba en serio peligro. Si Keenan no hubiera podido girar el volante ligeramente justo antes de la colisión, el jefe de operaciones habría muerto en el acto. Tenía dos fracturas abiertas en el brazo de¬recho, la clavícula rota, cinco costillas rotas y el fémur derecho roto. El corazón y los pulmones tenían graves contusiones y el riñón de¬recho había reventado. Un cascote de vidrio le había seccionado el cuello como una flecha y tenía una conmoción cerebral que se debía vigilar muy de cerca por si había signos de presión en el cráneo. El hecho de que todavía estuviera vivo era gracias al airbag, que le ha¬bía protegido la cabeza de parte del impacto.
Sobrevivió a las operaciones que tuvieron que realizarle para salvar su maltrecho cuerpo y fue trasladado a la UCI, donde le te¬nían fuertemente sedado y monitorizado. Los cirujanos habían hecho todo lo que habían podido, el resto dependía de Vinay.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 17
Blanc no se alegró de volver a oír a Kevin tan pronto.
—¿Cómo puedo ayudarle? —preguntó un tanto tenso. No le gustaba lo que hacía; tener que hacerlo con demasiada frecuencia era como echar sal en una herida abierta. Estaba en su casa y recibir una llamada allí le daba la sensación de que había llevado al demonio de-masiado cerca de sus seres queridos.
—En primer lugar quiero comunicarte que mi hermano Joe trabajará conmigo. Puede que sea él quien te llame a veces. ¿Confío en que no habrá problema?
—No, señor.
—Excelente. Respecto al problema para el que te solicité ayuda, el informe decía que nuestros amigos americanos habían enviado a alguien para hacerse cargo del asunto. Me gustaría contactar con él.
—¿Contactar con él? —repitió Blanc, sintiéndose incómodo de repente. Si Kevin contactaba con el asesino a sueldo (al menos Blanc suponía que se trataba de un asesino a sueldo, puesto que así era cómo normalmente solucionaban un «problema») era posible que Kevin dijera algo que el sicario comunicara a sus jefes y eso no le interesaba en absoluto.
—Sí. Me gustaría tener su número de móvil, si no te importa. Estoy seguro de que tiene que haber algún modo de contactar con él. ¿Sabes el nombre de esa persona?
—Hum… no. No creo que estuviera en el informe que recibí.
—Por supuesto que no —le cortó Kevin—. ¿Crees que de ser así te lo estaría pidiendo?
Blane se dio cuenta de que Kevin pensaba que le habían en¬viado todo lo que él había recibido. Sin embargo, no era así, nunca había sido así. A fin de reducir el perjuicio que causaba, Blanc siem¬pre sacaba partes importantes de la información. Sabía que si los Nervi lo descubrían acabarían con él, pero se había vuelto muy há¬bil en caminar por esa cuerda floja.
—Si esa información está disponible, se la conseguiré —le ase¬guró a Kevin.
—Estaré esperando tu llamada.
Blanc miró el reloj y calculó la hora de Washington. Ahora es¬taban a la mitad del día de trabajo allí, quizás su contacto estuviera comiendo. Tras colgar el teléfono, salió a la calle donde nadie —es¬pecialmente su esposa, una mujer con una curiosidad insaciable— pudiera oírle, luego marcó la secuencia de números secretos.
—Sí. —La voz no era tan amistosa como cuando Blanc le en¬contraba en su casa, por lo que probablemente estuviera en algún lu¬gar donde alguien podía escuchar la conversación.
—Referente al asunto del que te hablé ayer, ¿es posible saber el número del teléfono móvil de la persona que habéis enviado?
—Veré qué puedo hacer.
Sin preguntas, ni dudas. Quizás no había ningún número, pensó Blanc, mientras volvía al interior de su casa. La temperatura ha¬bía bajado al ponerse el sol y temblaba ligeramente, porque no lle¬vaba puesto ningún abrigo.
—¿Quién era? —le preguntó su mujer.
—Era un asunto de trabajo —respondió dándole un beso en la frente. A veces podía hablar de lo que hacía, a veces no, así que aunque ella quisiera hacer más preguntas, no iba a hacerlas.
—Al menos te podías haber puesto un abrigo antes de salir —le regañó ella en un tono cariñoso.
En menos de dos horas volvió a sonar el móvil de Blanc. Ense¬guida cogió un bolígrafo, pero no pudo encontrar un papel.
—Esto no ha sido fácil, amigo. Por una cuestión de sistemas dis¬tintos de telefonía móvil. Tuve que investigar a fondo para conseguir el número. —Le dictó el teléfono y Blanc se lo escribió en la palma izquierda.
—Gracias. Después de colgar encontró un papel y anotó el número, luego se lavó las manos.
Sabía que tenía que llamar inmediatamente a Kevin, pero no lo hizo. Por el contrario, dobló el papel y se lo puso en el bolsillo. Quizás le llamaría mañana.
Cuando Invitadoabandonó el hotel, Jonas empezó a seguirla hacia su guarida, pero se echó atrás. No fue porque pensara que lo descu¬briría, sabía que no. Ella era buena, pero él mucho mejor. No la siguió porque no le parecía bien. Era una locura, pero quería que confiara en él. Ella había acudido a él y eso ya era un principio. También le había dado su número de teléfono móvil y él el suyo. Era divertido, era como hacer una llamada amistosa a una chica del instituto.
No había hecho lo que Vinay le había dicho. Seguía posponién¬dolo; en parte, por curiosidad, en parte, porque ella estaba luchando contra gigantes y necesitaba toda la ayuda posible y en parte, porque estaba seriamente interesado en acostarse con ella. Ella estaba ju-gando un juego peligroso con Kevin Nervi y a Jonas le gustaba suficiente el riesgo como para sentir curiosidad y querer jugar. Se suponía que tenía que sacarla del juego, pero también quería saber qué había en el laboratorio. Si lo descubría, quizás Vinay no le destinaría a hacer trabajo de oficina por no hacer su trabajo la primera vez que se encontró con ___.
Pero a fin de cuentas, se lo estaba pasando bien. Estaba en un hotel estupendo, conducía un coche deportivo y comía comida fran¬cesa. Después de los asquerosos antros en los que había estado en los últimos diez años, necesitaba algo de diversión.
Invitadoera todo un reto. Era cautelosa e inteligente, con un toque temerario, y nunca olvidaba que era una de las mejores asesinas que trabajaban en Europa. No importaba que fuera un tanto idealista respecto a realizar los trabajos para los que había sido contratada hasta que fue a por Nervi; era consciente de que no podía permitirse ningún error.
También estaba muy triste por sus amigos y por la jovencita a la que consideraba su hija. Jonas pensó en sus hijos y en cómo se sen¬tiría si asesinaran a uno de ellos. De ningún modo dejaría que se escapara el asesino, ni tan siquiera dejaría que llegara a juicio, fuera quien fuera. Se identificaba completamente con ella en ese aspecto, aunque eso no cambiaría el resultado final.
Se estiró en la cama esa noche y pensó en Invitadobebiéndose el vino envenenado, sólo para que Paul Nervi siguiera bebiendo. Se había arriesgado al máximo. Por lo que ella le había dicho sobre el veneno, lo potente que era, suponía que debía haberlo pasado muy mal y que probablemente todavía estaría débil. No había modo en que ella pudiera entrar sola en el laboratorio, no en su estado, probablemente por eso había recurrido a él. No le importaba cuál fuera la razón, pero se alegraba de que lo hubiera hecho.
Invitadoempezaba a confiar en él. Había llorado en sus brazos y te¬nía la sensación de que no solía dejar que nadie se acercara tanto a ella. Emitía una fuerte señal de NO TOCAR, pero por lo que a él le parecía, era más por autodefensa que por frialdad. No era una persona fría, sólo precavida.
Quizás estaba loco por sentirse tan atraído hacia ella, pero qué caray, hay algunas arañas machos que gustosamente se dejan devo¬rar la cabeza mientras lo están haciendo, así que pensó que él lleva¬ba ventaja por el momento, Invitadotodavía no le había matado.
Quería saber qué la hacía reír. Sí, quería hacerla reír. Tenía el as¬pecto de no haberse divertido mucho últimamente y una persona siempre ha de disfrutar con algo. Quería que se relajara y que baja¬ra la guardia con él, que se riera y le hiciera bromas, que contara chistes, que hiciera el amor con él. Había observado flashes de un sentido del humor árido y quería más.
Sin duda, estaba a punto de obsesionarse. No obstante, todavía podía perder la cabeza, pero moriría feliz.
Un caballero no planificaría la seducción de una mujer a la que se suponía que debía matar, pero nunca había sido un caballero. Era un muchacho bravucón del oeste de Texas, que se negó a escuchar a los adultos que tenían más experiencia y se casó con Amy cuando los dos sólo tenían dieciocho años y acababan de terminar sus estudios superiores, a los diecinueve ya era padre, pero nunca tuvo verdaderamente la intención de sentar cabeza. Nunca había engañado a Amy, porque era una gran chica, pero tampoco había estado junto a ella apoyándola. Ahora que era más mayor, era más responsable y se sentía avergonzado por haber dejado que prácticamente fuera ella quien había educado a sus dos hijos. Lo mejor que podía decir a su favor era que siempre había mantenido a su familia, incluso después del divorcio.
Con los años había viajado mucho, se había vuelto más sofisti¬cado, pero los buenos modales y saber pedir en un restaurante en tres idiomas diferentes no hacían a un caballero. Seguía siendo un hombre rudo, al que no le gustaban las normas y al que le atraía InvitadoMansfield. No había conocido a muchas mujeres con las que pudie¬ra compararse, pero con Invitadosí podía; su personalidad era tan fuerte como la suya. Se proponía hacer algo y lo hacía, pasara lo que pa¬sara. Tenía los nervios de acero, pero al mismo tiempo era femenina y tierna. Descubrirlo todo sobre ella llevaría toda una vida. Él no disponía de toda una vida, pero tomaría lo que pudiera. Empezaba a pensar que unos pocos días con Invitadoserían como diez años con otra mujer.
La gran pregunta era: ¿qué haría después?
Blanc se puso nervioso cuando sonó su teléfono a primera hora de la mañana.
—¿Quién será? —preguntó su mujer molesta porque les habían interrumpido el desayuno.
—Será de la oficina —dijo él levantándose para descolgar fuera de casa. Apretó el botón de descolgar y respondió.
—Aquí Blanc.
—Señor Blanc. —La voz era suave y tranquila, una voz que nunca había oído antes—. Soy Joe Nervi. ¿Tiene el número que le pidió mi hermano?
—Sin nombres —dijo Blanc.
—Por supuesto. Esta primera vez me ha parecido necesario, puesto que nunca habíamos hablado antes. ¿Tiene el número?
—Todavía no. Es evidente que hay algunas dificultades…
—Consígalo hoy.
—Hay seis horas de diferencia horaria. Como poco será a pri¬mera hora de la tarde.
—Estaré esperando.
Blanc colgó y por un momento se quedó con los puños apreta¬dos. ¡Malditos Nervi! Este hablaba francés mejor que el otro, era más educado, pero en el fondo eran iguales: unos bárbaros.
Tendría que darles el número, pero quería intentar que Kevin entendiera que sería una mala idea llamar a un hombre de la CIA, que fácilmente podía terminar en que tanto él como su contacto fueran procesados. Quizás no, quizás al hombre que había enviado la CIA no le importara quién le había contratado, pero Blanc no podía saberlo.
Volvió a entrar en casa y miró a su mujer, su pelo oscuro todavía revuelto de haberse levantado de la cama, con una bata atada con un cinturón alrededor de su delgada cintura. Ella dormía con un ca¬misón corto y fino porque sabía que a él le gustaba, aunque en in¬vierno ponía una manta más en su lado de la cama porque tenía frío. ¿Qué pasaría si le hacían daño? ¿Qué pasaría si Kevin Nervi cum¬plía las amenazas que le había hecho hacía años? No podría sopor¬tarlo.
Tenía que darles el número. Esperaría todo lo que pudiera, pero al final tendría que hacerlo.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Nueva Lectora!Amo la nove y ame la maraton!Siguela Pronto
Sunny
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Miér 20 Nov 2024, 12:51 am por SweetLove22
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