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Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
O W N :: Archivos :: Novelas Abandonadas
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Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Chicas! :hi: perdon por no ponerles nove se me olvido por completo, por eso les dejare 4 capitulos ;D
Capítulo 4
Tras pasar el día entero comiendo, descansando y haciendo ejerci¬cios suaves para aumentar su resistencia, la mañana que tenía que partir, ___ ya se encontraba mucho mejor. Recogió cuidadosamen¬te su equipaje de mano y su bolsa de viaje, asegurándose de que no se dejaba nada importante. La mayor parte de su ropa se iba a quedar colgada en su armario; también dejaba las fotografías de perso¬nas totalmente extrañas que había puesto en marcos baratos para dar la impresión de que tenía un pasado.
No sacó las sábanas de la cama ni lavó los únicos bol y cuchara que había utilizado para el desayuno, aunque sí tomó la precaución de limpiar a fondo el lugar con un disolvente desinfectante para destruir sus huellas. Eso era algo que había hecho durante diecinueve años y era una costumbre profundamente arraigada. Incluso lo había hecho en casa de los Nervi antes de marcharse, aunque no había podido usar ningún producto. También estaba acostumbrada a limpiar sus cubiertos y vasos con una servilleta antes de que se los llevaran, limpiaba el cepillo del pelo todas las mañanas y echaba los pelos que sacaba de las púas en el váter, tras lo cual tiraba de la cadena.
Era muy consciente de que no podía hacer nada respecto a la sangre que le había extraído el doctor Giordano para analizarla, pero el ADN no se utilizaba para identificación del mismo modo que se hacía con las huellas dactilares; no había una base de datos muy extensa. Sus huellas estaban en el archivo de Langley, pero en ningún otro sitio; salvo por algún que otro asesinato, era una ciudadana mo¬delo. Ni siquiera las huellas servían para nada si no había un archivo donde compararlas y ponerles un nombre. Un descuido no signifi¬caba nada. Dos suponían un medio de identificación. Ella siempre procuraba no ofrecer nunca un punto de partida.
Probablemente el doctor Giordano encontraría bastante extra¬ño que ella le llamara para pedirle cualquier resto de sangre que hu¬biera quedado del análisis. Si estuviera en California podría decir que era miembro de alguna extraña secta religiosa y que necesitaba la sangre o incluso que era un vampiro y probablemente le devolverían lo que quedara.
Ese pensamiento morboso provocó que se dibujara una tenue sonrisa en su boca y le hubiera gustado poder compartirlo con Zia, que tenía un gran sentido del humor. Con Averill y Tina, y especialmente con Zia, se había podido relajar e incluso llegar a hacer tonte¬rías, como una persona normal. Para alguien con ese oficio, la rela¬jación era todo un lujo y sólo se conseguía entre los suyos.
Su leve sonrisa se desvaneció. Su ausencia había dejado seme¬jante vacío en su vida que no creía que pudiera volver a llenarlo. Con el paso de los años su círculo de relaciones se había ido reduciendo, al final sólo había cinco personas a las que tenía reservado su afecto: su madre, su hermana —a las que ya no veía por temor a ponerlas en peligro— y sus tres amigos.
Averill había sido su amante, durante un breve periodo de tiem¬po se consolaron mutuamente de su soledad. Luego se separaron y ella conoció a Tina durante un trabajo en el que se requerían dos agentes. Nunca se había sentido tan unida a nadie hasta conocer a Tina, eran como dos almas gemelas que se habían encontrado. Les bastaba con mirarse para saber lo que estaban pensando. Tenían el mismo sentido del humor, los mismos sueños ingenuos de que algún día, cuando ya no hicieran ese trabajo, se casarían y montarían un negocio —no necesariamente del mismo tipo— y quizás tendrían uno o dos hijos.
Ese día llegó para Tina cuando, al igual que globos de helio que flotan por una habitación, Averill se cruzó en su camino. ___ y Tina podían tener un montón de cosas en común, pero la química era otra cosa; Averill miró a la esbelta y morena Tina y se enamoró de ella, el sentimiento fue mutuo. Durante un tiempo, cuando no estaban tra¬bajando, se veían y era todo un acontecimiento. Eran jóvenes, sanos y buenos en su trabajo; había que admitir qué ser asesinos les hacía sentirse fuertes e invencibles. Como profesionales que eran, no fan-farroneaban, aunque eran lo bastante jóvenes como para sentir la eu¬foria de la pasión.
Luego hirieron a Tina y la realidad les hizo tocar de pies en la tierra. Su trabajo era letal. La euforia se había terminado. Habían re¬gresado a su condición de simples mortales.
Averill y Tina reaccionaron casándose, lo hicieron tan pronto como ella estuvo lo suficientemente recuperada para recorrer el pa¬sillo. Se establecieron primero en un apartamento en París y luego se compraron una pequeña casa en las afueras. Cada vez aceptaban menos trabajos.
___ iba a visitarles siempre que podía y un día trajo a Zia con ella. Había encontrado al bebé en Croacia, abandonado y murién¬dose de hambre, justo después de su declaración de independencia de Yugoslavia, cuando el ejército serbio ya había empezado a saque¬ar al nuevo país al comienzo de la amarga guerra. Nadie parecía co¬nocer la identidad de la madre, o no querían desvelarla, tampoco te¬nían el menor interés. De modo que o se llevaba al bebé o sabía que lo abandonaba a una muerte miserable.
A los dos días quería a esa niña como si fuera suya. Salir de Cro¬acia no fue fácil, mucho menos con un bebé. Tuvo que encontrar leche, pañales y mantas. En aquel momento no se preocupó de la ropa, sólo le importaba tener lo justo para mantenerla seca, caliente y ali-mentada. Le puso Zia porque le gustaba ese nombre.
Luego tuvo los problemas típicos de la documentación del bebé, pero encontró a un falsificador bastante bueno y consiguió entrar en Italia. Una vez fuera de Croacia, las cosas ya no eran tan complicadas, al menos no tenía problemas de abastecimiento. Sin embargo, cuidarla nunca fue tarea fácil. La niña daba sacudidas y se quedaba rígida cuando ella la tocaba y a menudo vomitaba toda la leche que había ingerido. En lugar de someterla a más viajes, cuando en su cor¬ta vida ya había sufrido tantos cambios, ___ decidió quedarse un tiempo en Italia con ella.
Suponía que Zia debía de tener unas pocas semanas de vida cuando la encontró, aunque la falta de comida y cuidados podía ha¬ber influido en que pareciera más pequeña. Tras permanecer en Ita¬lia durante tres meses, Zia había ganado peso y ya tenía hoyuelos en las manos y en las piernas, no dejaba de babear cuando le empeza¬ron a salir los dientes y miraba a ___ con la boca abierta y unos ojos inmensos, que reflejaban pura dicha, de ese modo que sólo los muy pequeños pueden conseguir sin parecer idiotas.
Al final la llevó a Francia a conocer al tío Averill y a la tía Tina.
El cambio de custodia fue gradual. Cada vez que ___ tenía un trabajo, les dejaba a Zia; sus amigas la adoraban y ella también esta¬ba a gusto con ellos, pero a ___ se le rompía el corazón cada vez que se separaba de ella y sólo vivía pensando en el regreso y en cuando Zia volviera a verla. Esa pequeña carita se iluminaba y daba gritos de alegría, para ___ no había un sonido más hermoso.
Pero sucedió lo inevitable: Zia crecía. Tenía que ir a la escuela. ___ a veces se ausentaba durante semanas. Era lógico que Zia pasa¬ra cada vez más tiempo con Averill y Tina, hasta que al final se dieron cuenta de que sería más conveniente hacer los papeles que certi¬ficaran que eran los padres de la niña. Cuando Zia tenía cuatro años, Averill y Tina ya eran papá y mamá para ella y ___ su tía Lil.
Durante trece años Zia había sido el centro emocional de ___ y ahora ya no estaba.
¿Qué puñetas habría motivado a Averill y a Tina a volver al jue¬go cuando hacía tanto tiempo que ya estaban fuera? ¿Necesitaban dinero? Sin duda sabían que si ése era el caso bastaba con pedírselo a ___ y les hubiera dado todo lo que tenía (y tras dieciocho años de trabajo lucrativo, tenía un buen saldo en un banco suizo). Pero ha¬bía algo que les había sacado de su retiro y lo pagaron con sus vidas y también con la de Zia.
Ahora ___ había utilizado la mayor parte de sus ahorros en conseguir el veneno y confeccionar su plan. Los buenos documen¬tos cuestan dinero y cuanto mejor fuera la falsificación, más cara. Había tenido que alquilar su apartamento y conseguir un trabajo —porque no tener ninguno habría resultado sospechoso—, luego se cruzó en el camino de Paul Nervi y esperó a que mordiera el an¬zuelo. No tenía ninguna garantía de que lo hiciera. Podía arreglarse muy bien para estar atractiva, pero sabía que no era una belleza. Si eso no hubiera funcionado, habría tenido que pensar en otra cosa, siempre lo hacía. Pero había funcionado a las mil maravillas, hasta que Paul insistió en que probara su vino.
Ahora le quedaba una décima parte del dinero que tenía antes, una válvula dañada que según le había informado el doctor Giorda¬no tendría que ser reemplazada, su resistencia física era irrisoria y se le acababa el tiempo.
Desde un punto de vista lógico, sabía que sus probabilidades no eran buenas. Esta vez no sólo no contaba con los recursos de Lan¬gley, sino que la Agencia iría contra ella. No podría utilizar ninguno de sus puertos seguros, no podría llamar para que la respaldaran o la sacaran de algún sitio, y además tendría que estar en guardia contra… todos. No tenía ni la menor idea de a quién enviarían; podía ser que simplemente la localizaran y un francotirador la eliminara, en tal caso no tenía por qué preocuparse, porque no había modo de que pudiera protegerse de algo que no podía ver. Ella no era Paul Nervi, con una flota de coches blindados y entradas protegidas. Su única esperanza era no dejar que la localizaran.
En el mejor de los casos… Bueno, no existía el mejor de los ca¬sos.
Eso no significaba que fuera por cualquier sitio siendo un blan¬co fácil. Puede que la apresaran, pero se lo pondría difícil. Su orgu¬llo profesional estaba en juego. Sin sus amigos, ni Zia, el orgullo era prácticamente lo único que le quedaba.
Esperó todo lo que pudo antes de usar el teléfono móvil para llamar a un taxi que la llevara al aeropuerto. Tenía que cortar lo antes posible, para reducir el tiempo que tendría Kevin para enviar a sus hombres. Al principio, los hombres que la vigilaban no sabrían adónde iba, pero tan pronto como descubrieran que iba al aero¬puerto, le llamarían para pedirle instrucciones. Las posibilidades de que Kevin ya tuviera a alguien —o a varios— en los mostradores del aeropuerto era de al menos un cincuenta por ciento, pero de Gaulle era un aeropuerto inmenso y sin saber exactamente la com¬pañía aérea o el destino, sería muy difícil localizarla. Todo lo que po¬dían hacer era seguirla, pero de momento sólo hasta que los agentes de seguridad los detuvieran.
Si Kevin conseguía la lista de pasajeros tampoco podría locali¬zarla porque no volaba ni bajo el nombre de Denise Morel ni el suyo. Estaba segura de que lo comprobaría, sólo era cuestión de tiempo. Al principio, no sospecharía tanto como para hacer algo más que seguirla.
Al marcharse tan abiertamente y llevarse tan poco equipaje es¬peraba que sintiera curiosidad, no que sospechara, al menos no du¬rante el breve período de tiempo que le costaría desaparecer.
Si la fortuna le sonreía, no empezaría a sospechar ni siquiera cuando sus hombres le perdieran el rastro en el ajetreado aeropuer¬to de Heathrow. Puede que se preguntara por qué había ido en avión en lugar de ir en ferry o por el túnel, pero muchas personas preferían volar para recorrer la corta distancia entre París y Londres si no disponían de mucho tiempo.
En el mejor de los casos, no volvería a pensar sobre su viaje al menos en un par de días, hasta que no regresara a su casa. En el peor de los casos, sus hombres la apresarían en el aeropuerto de Charles de Gaulle, sin importarles los testigos ni las posibles repercusiones. A Kevin no le importaría nada de eso. Aunque ella apostaba a que no llegaría a ese extremo, hasta ahora no había descubierto que no era quien decía ser, porque sus hombres no habían registrado su apartamento. Sin saber eso, no había razón para provocar un escán¬dalo público.
___ bajó las escaleras para esperar al taxi y se puso en una zona de la portería donde podía ver bien la calle sin que sus vigilantes la vieran. Había pensado andar varias manzanas hasta llegar a una parada de taxis y esperar allí, pero eso le habría dado un tiempo a Kevin que no quería regalarle y también la hubiera fatigado. Antes —quizás tan sólo hacía una semana— podía haber corrido esa dis¬tancia sin tan siquiera perder el aliento.
Quizás su lesión cardiaca no fuera muy grave, pero el doctor Giordano había podido detectar el soplo, además esa insidiosa debi¬lidad acabaría desapareciendo. Había estado muy enferma durante tres días, no había comido nada y había estado en la cama. El cuerpo humano pierde fuerza mucho más deprisa que la recupera. Se conce¬dería un mes; si en ese tiempo no volvía a estar normal, se haría algu¬nas pruebas. No sabía dónde, ni cómo las pagaría, pero lo haría.
Por supuesto, eso suponiendo que todavía estuviera viva. Aunque pudiera escapar de Kevin, todavía tendría que despistar a su antiguo jefe. Aún no había calculado esas probabilidades, no quería desanimarse.
Un taxi negro se detuvo en la calle. El taxista tomó su equipaje de mano y ___ murmuró «Empieza la función» y salió tranquilamente a la calle. No se apresuró, en modo alguno parecía nerviosa. Cuando se sentó, sacó una caja de maquillaje de su bolsa y enfocó el espejo de modo que pudiera ver a sus vigilantes.
Cuando el taxi partió también lo hizo el Mercedes. Redujo la velocidad y un hombre se lanzó como una flecha, prácticamente sal¬tando al asiento trasero, entonces el Mercedes volvió a acelerar hasta colocarse justo detrás del taxi. ___ podía ver a través del espejo que el último pasajero hablaba por el móvil.
El aeropuerto estaba a unos treinta kilómetros de la ciudad y el Mercedes seguía de cerca al taxi. ___ no sabía si debía considerarse insultada o no, ¿pensaría Kevin que era tan estúpida como para no darse cuenta o simplemente no le importaba que se percatara de ello? Por otra parte, la gente normal no comprobaba si alguien la seguía, por lo tanto el hecho de que sus vigilantes fueran tan lanzados podía significar que Kevin realmente todavía no sospechaba de ella, a pesar de tenerla vigilada y hacer que la siguieran. A juzgar por lo que sabía de él, pensaba que lo haría hasta descubrir quién había asesinado a su padre. Kevin no era de ese tipo de personas que de¬jaban cabos sueltos.
Cuando llegaron al aeropuerto, se dirigió con calma al mostrador de British Airways para el embarque. Viajaba bajo el nombre de Ale¬xandra Wesley, ciudadana británica y la foto del carné de identidad co¬rrespondía a su color de pelo actual. Viajaba en primera, no había em-barcado equipaje y había creado cuidadosamente esta identidad con el paso de los años. Tenía varias identidades, que había mantenido ocul¬tas hasta de sus contactos de Langley, para casos de emergencias.
El embarque para su vuelo ya había sido anunciado cuando pasó por los controles de seguridad y llegó a la puerta de embarque. No miró atrás, pero inspeccionaba cuidadosamente su entorno con su visión periférica. Sí, ese hombre de allí la estaba observando y tenía un teléfono móvil en la mano.
No dio ningún paso para acercarse a ella, sólo estaba llamando. La suerte parecía estar de su parte.
Llegó a salvo al avión y ya estaba en manos de las autoridades británicas. El asiento que le había tocado era el de la ventanilla, el del pasillo ya estaba ocupado por una mujer elegantemente vestida que parecía estar cerca de los treinta. ___ murmuró una disculpa al pa¬sar por su lado para llegar a su asiento.
A la media hora ya estaban en el aire para el trayecto de una hora de vuelo. Intercambió algunas palabras cordiales con su compañera de viaje utilizando su acento de escuela privada, cosa que agradó a la otra viajera. Le resultaba más fácil mantener el acento británico que el parisino y casi dio un suspiro de alivio cuando su mente empezó a relajarse. Se quedó medio dormida, ya que estaba cansada de haber caminado por el aeropuerto.
Cuando faltaban quince minutos para llegar a Londres, se incli¬nó y sacó su bolso de debajo del asiento.
—Siento molestarla —dijo con tono dubitativo a la mujer que tenía a su lado— pero tengo un pequeño problema.
—¿Sí? —dijo educadamente la viajera.
—Me llamo Alexandra Wesley, ¿quizás haya oído usted hablar de la Ingeniería Wesley? Es de mi esposo, Gerald. Lo que sucede es… —___ miró hacia abajo como si se sintiera violenta—. Bueno, lo que pasa es que le he dejado y él no se lo ha tomado muy bien. Ha puesto hombres para que me sigan y me temo que querrán atraparme en el aeropuerto. Es un poco violento, está acostumbrado a salirse con la suya y… y realmente no puedo volver.
La mujer parecía incómoda e intrigada, como si no le gustara es¬cuchar esos detalles tan íntimos de una extraña, pero a pesar de todo le fascinaba.
—Pobrecita. Por supuesto, que no puede volver. Pero, ¿cómo puedo ayudarla?
—Cuando abandonemos el avión ¿podría llevarme esta bol¬sa y dirigirse al aseo público más próximo? Yo la seguiré y una vez allí me la vuelve a dar. Llevo un disfraz en ella —dijo rápidamente, cuando el rostro de la mujer dio muestras de alarma al oír que una extraña le pedía que llevara una bolsa en la era del te¬rrorismo.
—Mire, observe lo que hay dentro. —Se apresuró en abrir la cremallera de la bolsa—. Ropa, zapatos y pelucas. Nada más. El caso es que ellos puede que piensen que me voy a disfrazar y que se fijen en las bolsas que me llevo al aseo. Leí un libro sobre cómo burlar a un perseguidor y mencionaban este método. Tendrá hombres en Heathrow esperándome, estoy segura, y tan pronto como salga a tomar algún medio de transporte me apresarán.
Se retorció las manos esperando parecer afectada. El mal aspec¬to de su cara enjuta y cansada por la enfermedad y el hecho de que ella ya era delgada la ayudaban bastante a parecer aún más frágil de lo que era.
La mujer tomó la bolsa y revisó cuidadosamente todo su conte¬nido. Se le iluminó la cara con una sonrisa cuando examinó una de las pelucas.
—¿Escondiéndose en pleno vuelo, verdad?
___ le devolvió la sonrisa.
—Espero que funcione.
—Ya veremos. Si no es así, compartiremos el taxi. Será más segu¬ro si somos dos. —La mujer empezaba a involucrarse en la historia.
Si su compañera de viaje no hubiera sido una mujer, ___ habría improvisado otras tácticas, pero esta estrategia aumentaba ligeramente sus posibilidades y en esos momentos estaba dispuesta a afe¬rrarse a la menor ventaja. Los hombres de la Agencia también po¬dían estar esperándola, así como los matones de Kevin y no serían tan fáciles de burlar.
Según cómo quisieran hacerlo podrían arrestarla tan pronto como saliera del avión, en cuyo caso no habría nada que hacer. Generalmen¬te, preferían llevar a cabo ese tipo de trabajos con los de casa. Si podían evitar involucrar al gobierno británico en lo que esencialmente era un asunto interno, lo harían.
El avión aterrizó y llegó hasta la puerta sin novedad. ___ respi¬ró profundamente y su cómplice le dio una palmadita en la mano.
—No se preocupe —le dijo alegremente—. Esto funcionará, ya lo verá. ¿Cómo sabré si la han descubierto?
—Ya le diré dónde se encuentran los hombres. Los buscaré mientras nos dirigimos al aseo. Entonces yo saldré antes que usted y cuando usted salga, si todavía están allí, sabrá que ha funcionado.
—¡Esto es excitante!
___ esperaba que no lo fuera.
La mujer tomó la bolsa de mano de ___ y salió del avión dos personas por delante de ella. Caminó deprisa, miraba los indicadores pero no a la gente que esperaba en la puerta. «Buena chica», pensó ___ ocultando una sonrisa. Es una espía nata.
Había dos hombres que la estaban esperando y tampoco hicie¬ron ningún esfuerzo por disfrazar su interés. La alegría la inundó. Kevin todavía no sospechaba nada fuera de lo normal, no pensa¬ba que se daría cuenta de que la seguían. Podía ser que su plan realmente funcionara.
Los dos hombres la siguieron, a unos seis o nueve metros de dis¬tancia. Delante iba su cómplice, que se dirigía a los primeros aseos pú¬blicos que encontró. ___ se detuvo fuera en un surtidor de agua, dando tiempo a sus seguidores a que eligieran posiciones, luego entró.
La mujer estaba esperando dentro y le dio la bolsa.
—¿Hay alguien ahí fuera? —preguntó.
___ asintió con la cabeza.
—Dos hombres. Uno de un metro ochenta, más bien corpulen¬to, que lleva un traje gris. Está de pie justo delante de la puerta, apo¬yado contra la pared. El otro es más bajo, tiene el pelo corto y oscu¬ro, lleva un traje azul cruzado y está situado a unos cuatro metros por delante.
—Dese prisa y cámbiese, me muero de impaciencia por verla.
___ se metió en un aseo y empezó a cambiar rápidamente de identidad.
El sobrio traje oscuro y los tacones bajos desaparecieron, en su lugar se puso un chaleco de punto rosa, mallas de color turquesa, bo¬tas con tacón de aguja, una chaqueta con flecos también turquesa y una peluca pelirroja de pelo corto. Metió la ropa que se había sacado en la bolsa de mano y salió del aseo.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la mujer y le dedicó un aplauso.
—¡Maravilloso!
___ no podía dejar de sonreír. Rápidamente se puso colorete en las mejillas, se pinto los labios de rosa y se puso unos pendientes de con una pluma colgando. Se maquilló con sombra de ojos de color rosa.
—¿Qué le parece?
—Querida, jamás la hubiera reconocido aún sabiendo lo que iba a hacer. Por cierto, me llamo Rebecca. Rebecca Scott.
Se dieron la mano, cada una encantada por distintas razones. ___ respiró profundo.
—Allá voy —dijo murmurando y salió valientemente de los aseos.
Sus dos seguidores la miraron involuntariamente, todo el mun¬do lo hacía. Mirando directamente detrás del hombre de pelo oscu¬ro que prácticamente estaba delante de ella, ___ saludó con entu¬siasmo.
—¡Estoy aquí! —dijo a una persona en particular, aunque con todo ese gentío era difícil determinar a quién. Esta vez utilizó su dis¬tintivo acento americano y pasó al lado de sus guardianes como si fuera a reunirse con alguien.
Cuando pasaba al lado del hombre de pelo oscuro, vio como éste desviaba de nuevo su mirada hacia el cuarto de baño, como si te¬miera que su momento de distracción hubiera facilitado la huida de su perseguida.
___ caminó lo más deprisa posible, perdiéndose entre la multi¬tud. Los tacones de doce centímetros hacían que fuese un metro ochenta de alta, pero no iba a llevarlos ni un minuto más de lo nece¬sario. Mientras se acercaba a la puerta de embarque, se metió en otro aseo público y se quitó el llamativo disfraz. Cuando abandonó el la¬vabo, tenía el pelo largo y negro, llevaba tejanos negros y un jersey grueso y oscuro de cuello alto, con los mismos zapatos planos que había llevado en el avión. Se había quitado el color rosa de los labios y lo había substituido por rojo brillante y la sombra rosa de los ojos por tonos grises. Su documentación de Alexandra Wesley ya estaba en su bolsa de viaje y su billete y documentación iban ahora a nom¬bre de Mariel St. Clair.
Pronto estaba de nuevo en el avión para volver a cruzar el Ca¬nal en dirección a París, esta vez en clase turista. Se recostó en su butaca y cerró los ojos.
Todo bien de momento.
Capítulo 4
Tras pasar el día entero comiendo, descansando y haciendo ejerci¬cios suaves para aumentar su resistencia, la mañana que tenía que partir, ___ ya se encontraba mucho mejor. Recogió cuidadosamen¬te su equipaje de mano y su bolsa de viaje, asegurándose de que no se dejaba nada importante. La mayor parte de su ropa se iba a quedar colgada en su armario; también dejaba las fotografías de perso¬nas totalmente extrañas que había puesto en marcos baratos para dar la impresión de que tenía un pasado.
No sacó las sábanas de la cama ni lavó los únicos bol y cuchara que había utilizado para el desayuno, aunque sí tomó la precaución de limpiar a fondo el lugar con un disolvente desinfectante para destruir sus huellas. Eso era algo que había hecho durante diecinueve años y era una costumbre profundamente arraigada. Incluso lo había hecho en casa de los Nervi antes de marcharse, aunque no había podido usar ningún producto. También estaba acostumbrada a limpiar sus cubiertos y vasos con una servilleta antes de que se los llevaran, limpiaba el cepillo del pelo todas las mañanas y echaba los pelos que sacaba de las púas en el váter, tras lo cual tiraba de la cadena.
Era muy consciente de que no podía hacer nada respecto a la sangre que le había extraído el doctor Giordano para analizarla, pero el ADN no se utilizaba para identificación del mismo modo que se hacía con las huellas dactilares; no había una base de datos muy extensa. Sus huellas estaban en el archivo de Langley, pero en ningún otro sitio; salvo por algún que otro asesinato, era una ciudadana mo¬delo. Ni siquiera las huellas servían para nada si no había un archivo donde compararlas y ponerles un nombre. Un descuido no signifi¬caba nada. Dos suponían un medio de identificación. Ella siempre procuraba no ofrecer nunca un punto de partida.
Probablemente el doctor Giordano encontraría bastante extra¬ño que ella le llamara para pedirle cualquier resto de sangre que hu¬biera quedado del análisis. Si estuviera en California podría decir que era miembro de alguna extraña secta religiosa y que necesitaba la sangre o incluso que era un vampiro y probablemente le devolverían lo que quedara.
Ese pensamiento morboso provocó que se dibujara una tenue sonrisa en su boca y le hubiera gustado poder compartirlo con Zia, que tenía un gran sentido del humor. Con Averill y Tina, y especialmente con Zia, se había podido relajar e incluso llegar a hacer tonte¬rías, como una persona normal. Para alguien con ese oficio, la rela¬jación era todo un lujo y sólo se conseguía entre los suyos.
Su leve sonrisa se desvaneció. Su ausencia había dejado seme¬jante vacío en su vida que no creía que pudiera volver a llenarlo. Con el paso de los años su círculo de relaciones se había ido reduciendo, al final sólo había cinco personas a las que tenía reservado su afecto: su madre, su hermana —a las que ya no veía por temor a ponerlas en peligro— y sus tres amigos.
Averill había sido su amante, durante un breve periodo de tiem¬po se consolaron mutuamente de su soledad. Luego se separaron y ella conoció a Tina durante un trabajo en el que se requerían dos agentes. Nunca se había sentido tan unida a nadie hasta conocer a Tina, eran como dos almas gemelas que se habían encontrado. Les bastaba con mirarse para saber lo que estaban pensando. Tenían el mismo sentido del humor, los mismos sueños ingenuos de que algún día, cuando ya no hicieran ese trabajo, se casarían y montarían un negocio —no necesariamente del mismo tipo— y quizás tendrían uno o dos hijos.
Ese día llegó para Tina cuando, al igual que globos de helio que flotan por una habitación, Averill se cruzó en su camino. ___ y Tina podían tener un montón de cosas en común, pero la química era otra cosa; Averill miró a la esbelta y morena Tina y se enamoró de ella, el sentimiento fue mutuo. Durante un tiempo, cuando no estaban tra¬bajando, se veían y era todo un acontecimiento. Eran jóvenes, sanos y buenos en su trabajo; había que admitir qué ser asesinos les hacía sentirse fuertes e invencibles. Como profesionales que eran, no fan-farroneaban, aunque eran lo bastante jóvenes como para sentir la eu¬foria de la pasión.
Luego hirieron a Tina y la realidad les hizo tocar de pies en la tierra. Su trabajo era letal. La euforia se había terminado. Habían re¬gresado a su condición de simples mortales.
Averill y Tina reaccionaron casándose, lo hicieron tan pronto como ella estuvo lo suficientemente recuperada para recorrer el pa¬sillo. Se establecieron primero en un apartamento en París y luego se compraron una pequeña casa en las afueras. Cada vez aceptaban menos trabajos.
___ iba a visitarles siempre que podía y un día trajo a Zia con ella. Había encontrado al bebé en Croacia, abandonado y murién¬dose de hambre, justo después de su declaración de independencia de Yugoslavia, cuando el ejército serbio ya había empezado a saque¬ar al nuevo país al comienzo de la amarga guerra. Nadie parecía co¬nocer la identidad de la madre, o no querían desvelarla, tampoco te¬nían el menor interés. De modo que o se llevaba al bebé o sabía que lo abandonaba a una muerte miserable.
A los dos días quería a esa niña como si fuera suya. Salir de Cro¬acia no fue fácil, mucho menos con un bebé. Tuvo que encontrar leche, pañales y mantas. En aquel momento no se preocupó de la ropa, sólo le importaba tener lo justo para mantenerla seca, caliente y ali-mentada. Le puso Zia porque le gustaba ese nombre.
Luego tuvo los problemas típicos de la documentación del bebé, pero encontró a un falsificador bastante bueno y consiguió entrar en Italia. Una vez fuera de Croacia, las cosas ya no eran tan complicadas, al menos no tenía problemas de abastecimiento. Sin embargo, cuidarla nunca fue tarea fácil. La niña daba sacudidas y se quedaba rígida cuando ella la tocaba y a menudo vomitaba toda la leche que había ingerido. En lugar de someterla a más viajes, cuando en su cor¬ta vida ya había sufrido tantos cambios, ___ decidió quedarse un tiempo en Italia con ella.
Suponía que Zia debía de tener unas pocas semanas de vida cuando la encontró, aunque la falta de comida y cuidados podía ha¬ber influido en que pareciera más pequeña. Tras permanecer en Ita¬lia durante tres meses, Zia había ganado peso y ya tenía hoyuelos en las manos y en las piernas, no dejaba de babear cuando le empeza¬ron a salir los dientes y miraba a ___ con la boca abierta y unos ojos inmensos, que reflejaban pura dicha, de ese modo que sólo los muy pequeños pueden conseguir sin parecer idiotas.
Al final la llevó a Francia a conocer al tío Averill y a la tía Tina.
El cambio de custodia fue gradual. Cada vez que ___ tenía un trabajo, les dejaba a Zia; sus amigas la adoraban y ella también esta¬ba a gusto con ellos, pero a ___ se le rompía el corazón cada vez que se separaba de ella y sólo vivía pensando en el regreso y en cuando Zia volviera a verla. Esa pequeña carita se iluminaba y daba gritos de alegría, para ___ no había un sonido más hermoso.
Pero sucedió lo inevitable: Zia crecía. Tenía que ir a la escuela. ___ a veces se ausentaba durante semanas. Era lógico que Zia pasa¬ra cada vez más tiempo con Averill y Tina, hasta que al final se dieron cuenta de que sería más conveniente hacer los papeles que certi¬ficaran que eran los padres de la niña. Cuando Zia tenía cuatro años, Averill y Tina ya eran papá y mamá para ella y ___ su tía Lil.
Durante trece años Zia había sido el centro emocional de ___ y ahora ya no estaba.
¿Qué puñetas habría motivado a Averill y a Tina a volver al jue¬go cuando hacía tanto tiempo que ya estaban fuera? ¿Necesitaban dinero? Sin duda sabían que si ése era el caso bastaba con pedírselo a ___ y les hubiera dado todo lo que tenía (y tras dieciocho años de trabajo lucrativo, tenía un buen saldo en un banco suizo). Pero ha¬bía algo que les había sacado de su retiro y lo pagaron con sus vidas y también con la de Zia.
Ahora ___ había utilizado la mayor parte de sus ahorros en conseguir el veneno y confeccionar su plan. Los buenos documen¬tos cuestan dinero y cuanto mejor fuera la falsificación, más cara. Había tenido que alquilar su apartamento y conseguir un trabajo —porque no tener ninguno habría resultado sospechoso—, luego se cruzó en el camino de Paul Nervi y esperó a que mordiera el an¬zuelo. No tenía ninguna garantía de que lo hiciera. Podía arreglarse muy bien para estar atractiva, pero sabía que no era una belleza. Si eso no hubiera funcionado, habría tenido que pensar en otra cosa, siempre lo hacía. Pero había funcionado a las mil maravillas, hasta que Paul insistió en que probara su vino.
Ahora le quedaba una décima parte del dinero que tenía antes, una válvula dañada que según le había informado el doctor Giorda¬no tendría que ser reemplazada, su resistencia física era irrisoria y se le acababa el tiempo.
Desde un punto de vista lógico, sabía que sus probabilidades no eran buenas. Esta vez no sólo no contaba con los recursos de Lan¬gley, sino que la Agencia iría contra ella. No podría utilizar ninguno de sus puertos seguros, no podría llamar para que la respaldaran o la sacaran de algún sitio, y además tendría que estar en guardia contra… todos. No tenía ni la menor idea de a quién enviarían; podía ser que simplemente la localizaran y un francotirador la eliminara, en tal caso no tenía por qué preocuparse, porque no había modo de que pudiera protegerse de algo que no podía ver. Ella no era Paul Nervi, con una flota de coches blindados y entradas protegidas. Su única esperanza era no dejar que la localizaran.
En el mejor de los casos… Bueno, no existía el mejor de los ca¬sos.
Eso no significaba que fuera por cualquier sitio siendo un blan¬co fácil. Puede que la apresaran, pero se lo pondría difícil. Su orgu¬llo profesional estaba en juego. Sin sus amigos, ni Zia, el orgullo era prácticamente lo único que le quedaba.
Esperó todo lo que pudo antes de usar el teléfono móvil para llamar a un taxi que la llevara al aeropuerto. Tenía que cortar lo antes posible, para reducir el tiempo que tendría Kevin para enviar a sus hombres. Al principio, los hombres que la vigilaban no sabrían adónde iba, pero tan pronto como descubrieran que iba al aero¬puerto, le llamarían para pedirle instrucciones. Las posibilidades de que Kevin ya tuviera a alguien —o a varios— en los mostradores del aeropuerto era de al menos un cincuenta por ciento, pero de Gaulle era un aeropuerto inmenso y sin saber exactamente la com¬pañía aérea o el destino, sería muy difícil localizarla. Todo lo que po¬dían hacer era seguirla, pero de momento sólo hasta que los agentes de seguridad los detuvieran.
Si Kevin conseguía la lista de pasajeros tampoco podría locali¬zarla porque no volaba ni bajo el nombre de Denise Morel ni el suyo. Estaba segura de que lo comprobaría, sólo era cuestión de tiempo. Al principio, no sospecharía tanto como para hacer algo más que seguirla.
Al marcharse tan abiertamente y llevarse tan poco equipaje es¬peraba que sintiera curiosidad, no que sospechara, al menos no du¬rante el breve período de tiempo que le costaría desaparecer.
Si la fortuna le sonreía, no empezaría a sospechar ni siquiera cuando sus hombres le perdieran el rastro en el ajetreado aeropuer¬to de Heathrow. Puede que se preguntara por qué había ido en avión en lugar de ir en ferry o por el túnel, pero muchas personas preferían volar para recorrer la corta distancia entre París y Londres si no disponían de mucho tiempo.
En el mejor de los casos, no volvería a pensar sobre su viaje al menos en un par de días, hasta que no regresara a su casa. En el peor de los casos, sus hombres la apresarían en el aeropuerto de Charles de Gaulle, sin importarles los testigos ni las posibles repercusiones. A Kevin no le importaría nada de eso. Aunque ella apostaba a que no llegaría a ese extremo, hasta ahora no había descubierto que no era quien decía ser, porque sus hombres no habían registrado su apartamento. Sin saber eso, no había razón para provocar un escán¬dalo público.
___ bajó las escaleras para esperar al taxi y se puso en una zona de la portería donde podía ver bien la calle sin que sus vigilantes la vieran. Había pensado andar varias manzanas hasta llegar a una parada de taxis y esperar allí, pero eso le habría dado un tiempo a Kevin que no quería regalarle y también la hubiera fatigado. Antes —quizás tan sólo hacía una semana— podía haber corrido esa dis¬tancia sin tan siquiera perder el aliento.
Quizás su lesión cardiaca no fuera muy grave, pero el doctor Giordano había podido detectar el soplo, además esa insidiosa debi¬lidad acabaría desapareciendo. Había estado muy enferma durante tres días, no había comido nada y había estado en la cama. El cuerpo humano pierde fuerza mucho más deprisa que la recupera. Se conce¬dería un mes; si en ese tiempo no volvía a estar normal, se haría algu¬nas pruebas. No sabía dónde, ni cómo las pagaría, pero lo haría.
Por supuesto, eso suponiendo que todavía estuviera viva. Aunque pudiera escapar de Kevin, todavía tendría que despistar a su antiguo jefe. Aún no había calculado esas probabilidades, no quería desanimarse.
Un taxi negro se detuvo en la calle. El taxista tomó su equipaje de mano y ___ murmuró «Empieza la función» y salió tranquilamente a la calle. No se apresuró, en modo alguno parecía nerviosa. Cuando se sentó, sacó una caja de maquillaje de su bolsa y enfocó el espejo de modo que pudiera ver a sus vigilantes.
Cuando el taxi partió también lo hizo el Mercedes. Redujo la velocidad y un hombre se lanzó como una flecha, prácticamente sal¬tando al asiento trasero, entonces el Mercedes volvió a acelerar hasta colocarse justo detrás del taxi. ___ podía ver a través del espejo que el último pasajero hablaba por el móvil.
El aeropuerto estaba a unos treinta kilómetros de la ciudad y el Mercedes seguía de cerca al taxi. ___ no sabía si debía considerarse insultada o no, ¿pensaría Kevin que era tan estúpida como para no darse cuenta o simplemente no le importaba que se percatara de ello? Por otra parte, la gente normal no comprobaba si alguien la seguía, por lo tanto el hecho de que sus vigilantes fueran tan lanzados podía significar que Kevin realmente todavía no sospechaba de ella, a pesar de tenerla vigilada y hacer que la siguieran. A juzgar por lo que sabía de él, pensaba que lo haría hasta descubrir quién había asesinado a su padre. Kevin no era de ese tipo de personas que de¬jaban cabos sueltos.
Cuando llegaron al aeropuerto, se dirigió con calma al mostrador de British Airways para el embarque. Viajaba bajo el nombre de Ale¬xandra Wesley, ciudadana británica y la foto del carné de identidad co¬rrespondía a su color de pelo actual. Viajaba en primera, no había em-barcado equipaje y había creado cuidadosamente esta identidad con el paso de los años. Tenía varias identidades, que había mantenido ocul¬tas hasta de sus contactos de Langley, para casos de emergencias.
El embarque para su vuelo ya había sido anunciado cuando pasó por los controles de seguridad y llegó a la puerta de embarque. No miró atrás, pero inspeccionaba cuidadosamente su entorno con su visión periférica. Sí, ese hombre de allí la estaba observando y tenía un teléfono móvil en la mano.
No dio ningún paso para acercarse a ella, sólo estaba llamando. La suerte parecía estar de su parte.
Llegó a salvo al avión y ya estaba en manos de las autoridades británicas. El asiento que le había tocado era el de la ventanilla, el del pasillo ya estaba ocupado por una mujer elegantemente vestida que parecía estar cerca de los treinta. ___ murmuró una disculpa al pa¬sar por su lado para llegar a su asiento.
A la media hora ya estaban en el aire para el trayecto de una hora de vuelo. Intercambió algunas palabras cordiales con su compañera de viaje utilizando su acento de escuela privada, cosa que agradó a la otra viajera. Le resultaba más fácil mantener el acento británico que el parisino y casi dio un suspiro de alivio cuando su mente empezó a relajarse. Se quedó medio dormida, ya que estaba cansada de haber caminado por el aeropuerto.
Cuando faltaban quince minutos para llegar a Londres, se incli¬nó y sacó su bolso de debajo del asiento.
—Siento molestarla —dijo con tono dubitativo a la mujer que tenía a su lado— pero tengo un pequeño problema.
—¿Sí? —dijo educadamente la viajera.
—Me llamo Alexandra Wesley, ¿quizás haya oído usted hablar de la Ingeniería Wesley? Es de mi esposo, Gerald. Lo que sucede es… —___ miró hacia abajo como si se sintiera violenta—. Bueno, lo que pasa es que le he dejado y él no se lo ha tomado muy bien. Ha puesto hombres para que me sigan y me temo que querrán atraparme en el aeropuerto. Es un poco violento, está acostumbrado a salirse con la suya y… y realmente no puedo volver.
La mujer parecía incómoda e intrigada, como si no le gustara es¬cuchar esos detalles tan íntimos de una extraña, pero a pesar de todo le fascinaba.
—Pobrecita. Por supuesto, que no puede volver. Pero, ¿cómo puedo ayudarla?
—Cuando abandonemos el avión ¿podría llevarme esta bol¬sa y dirigirse al aseo público más próximo? Yo la seguiré y una vez allí me la vuelve a dar. Llevo un disfraz en ella —dijo rápidamente, cuando el rostro de la mujer dio muestras de alarma al oír que una extraña le pedía que llevara una bolsa en la era del te¬rrorismo.
—Mire, observe lo que hay dentro. —Se apresuró en abrir la cremallera de la bolsa—. Ropa, zapatos y pelucas. Nada más. El caso es que ellos puede que piensen que me voy a disfrazar y que se fijen en las bolsas que me llevo al aseo. Leí un libro sobre cómo burlar a un perseguidor y mencionaban este método. Tendrá hombres en Heathrow esperándome, estoy segura, y tan pronto como salga a tomar algún medio de transporte me apresarán.
Se retorció las manos esperando parecer afectada. El mal aspec¬to de su cara enjuta y cansada por la enfermedad y el hecho de que ella ya era delgada la ayudaban bastante a parecer aún más frágil de lo que era.
La mujer tomó la bolsa y revisó cuidadosamente todo su conte¬nido. Se le iluminó la cara con una sonrisa cuando examinó una de las pelucas.
—¿Escondiéndose en pleno vuelo, verdad?
___ le devolvió la sonrisa.
—Espero que funcione.
—Ya veremos. Si no es así, compartiremos el taxi. Será más segu¬ro si somos dos. —La mujer empezaba a involucrarse en la historia.
Si su compañera de viaje no hubiera sido una mujer, ___ habría improvisado otras tácticas, pero esta estrategia aumentaba ligeramente sus posibilidades y en esos momentos estaba dispuesta a afe¬rrarse a la menor ventaja. Los hombres de la Agencia también po¬dían estar esperándola, así como los matones de Kevin y no serían tan fáciles de burlar.
Según cómo quisieran hacerlo podrían arrestarla tan pronto como saliera del avión, en cuyo caso no habría nada que hacer. Generalmen¬te, preferían llevar a cabo ese tipo de trabajos con los de casa. Si podían evitar involucrar al gobierno británico en lo que esencialmente era un asunto interno, lo harían.
El avión aterrizó y llegó hasta la puerta sin novedad. ___ respi¬ró profundamente y su cómplice le dio una palmadita en la mano.
—No se preocupe —le dijo alegremente—. Esto funcionará, ya lo verá. ¿Cómo sabré si la han descubierto?
—Ya le diré dónde se encuentran los hombres. Los buscaré mientras nos dirigimos al aseo. Entonces yo saldré antes que usted y cuando usted salga, si todavía están allí, sabrá que ha funcionado.
—¡Esto es excitante!
___ esperaba que no lo fuera.
La mujer tomó la bolsa de mano de ___ y salió del avión dos personas por delante de ella. Caminó deprisa, miraba los indicadores pero no a la gente que esperaba en la puerta. «Buena chica», pensó ___ ocultando una sonrisa. Es una espía nata.
Había dos hombres que la estaban esperando y tampoco hicie¬ron ningún esfuerzo por disfrazar su interés. La alegría la inundó. Kevin todavía no sospechaba nada fuera de lo normal, no pensa¬ba que se daría cuenta de que la seguían. Podía ser que su plan realmente funcionara.
Los dos hombres la siguieron, a unos seis o nueve metros de dis¬tancia. Delante iba su cómplice, que se dirigía a los primeros aseos pú¬blicos que encontró. ___ se detuvo fuera en un surtidor de agua, dando tiempo a sus seguidores a que eligieran posiciones, luego entró.
La mujer estaba esperando dentro y le dio la bolsa.
—¿Hay alguien ahí fuera? —preguntó.
___ asintió con la cabeza.
—Dos hombres. Uno de un metro ochenta, más bien corpulen¬to, que lleva un traje gris. Está de pie justo delante de la puerta, apo¬yado contra la pared. El otro es más bajo, tiene el pelo corto y oscu¬ro, lleva un traje azul cruzado y está situado a unos cuatro metros por delante.
—Dese prisa y cámbiese, me muero de impaciencia por verla.
___ se metió en un aseo y empezó a cambiar rápidamente de identidad.
El sobrio traje oscuro y los tacones bajos desaparecieron, en su lugar se puso un chaleco de punto rosa, mallas de color turquesa, bo¬tas con tacón de aguja, una chaqueta con flecos también turquesa y una peluca pelirroja de pelo corto. Metió la ropa que se había sacado en la bolsa de mano y salió del aseo.
Una gran sonrisa iluminó el rostro de la mujer y le dedicó un aplauso.
—¡Maravilloso!
___ no podía dejar de sonreír. Rápidamente se puso colorete en las mejillas, se pinto los labios de rosa y se puso unos pendientes de con una pluma colgando. Se maquilló con sombra de ojos de color rosa.
—¿Qué le parece?
—Querida, jamás la hubiera reconocido aún sabiendo lo que iba a hacer. Por cierto, me llamo Rebecca. Rebecca Scott.
Se dieron la mano, cada una encantada por distintas razones. ___ respiró profundo.
—Allá voy —dijo murmurando y salió valientemente de los aseos.
Sus dos seguidores la miraron involuntariamente, todo el mun¬do lo hacía. Mirando directamente detrás del hombre de pelo oscu¬ro que prácticamente estaba delante de ella, ___ saludó con entu¬siasmo.
—¡Estoy aquí! —dijo a una persona en particular, aunque con todo ese gentío era difícil determinar a quién. Esta vez utilizó su dis¬tintivo acento americano y pasó al lado de sus guardianes como si fuera a reunirse con alguien.
Cuando pasaba al lado del hombre de pelo oscuro, vio como éste desviaba de nuevo su mirada hacia el cuarto de baño, como si te¬miera que su momento de distracción hubiera facilitado la huida de su perseguida.
___ caminó lo más deprisa posible, perdiéndose entre la multi¬tud. Los tacones de doce centímetros hacían que fuese un metro ochenta de alta, pero no iba a llevarlos ni un minuto más de lo nece¬sario. Mientras se acercaba a la puerta de embarque, se metió en otro aseo público y se quitó el llamativo disfraz. Cuando abandonó el la¬vabo, tenía el pelo largo y negro, llevaba tejanos negros y un jersey grueso y oscuro de cuello alto, con los mismos zapatos planos que había llevado en el avión. Se había quitado el color rosa de los labios y lo había substituido por rojo brillante y la sombra rosa de los ojos por tonos grises. Su documentación de Alexandra Wesley ya estaba en su bolsa de viaje y su billete y documentación iban ahora a nom¬bre de Mariel St. Clair.
Pronto estaba de nuevo en el avión para volver a cruzar el Ca¬nal en dirección a París, esta vez en clase turista. Se recostó en su butaca y cerró los ojos.
Todo bien de momento.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 5
Kevin estaba furioso.
—¿Cómo habéis podido perderla? —dijo muy despacio.
—La seguimos desde el momento en que dejó el avión —res¬pondió la voz británica al otro lado del teléfono—. Entró en los servicios y ya no salió de allí.
—¿Envió a alguien para que entrara a buscarla?
—Transcurrido ya un rato, sí lo hicimos.
—¿Cuánto rato exactamente?
—Quizás pasaron unos veinte minutos hasta que mis hombres empezaron a alarmarse. Entonces tuve que esperar hasta que pudieron traer a una mujer para que entrara a buscarla a los servicios.
Kevin cerró los ojos e intentó controlar sus instintos. ¡Incompetentes! Los hombres que seguían a Denise debían haberse dis¬traído y no la habían visto salir del aseo. No había otras salidas, ni ventanas, ni conductos para tirar la basura o cualquier otra vía de escape. Sólo podía haber salido por el mismo sitio que había entrado, sin embargo, esos idiotas la habían dejado escapar.
No era un asunto demasiado importante, pero la ineficiencia le molestaba. Hasta tener las respuestas sobre el pasado de Denise, quería saber exactamente dónde estaba y lo que hacía. De hecho, es¬peraba haber tenido esas respuestas el día anterior, pero la burocra¬cia era tan penosa como de costumbre.
—Hay una cosa que me intriga, señor.
—¿Qué es?
—Cuando mis hombres la perdieron, revisaron inmediatamente las listas de pasajeros, pero su nombre no aparecía en ninguna parte.
Kevin se incorporó, de pronto frunció el entrecejo.
—¿Qué me está queriendo decir?
—Que desapareció. Cuando revisé la lista de pasajeros del vue¬lo que estaba aterrizando, no había ninguna Denise Morel en la lista. Salió del avión, pero de algún modo se las arregló para desapare¬cer. La única explicación posible es que tomara otro avión, pero no está registrado en ninguna parte.
La señal de alarma sonó con tal fuerza en la cabeza de Kevin que casi le ensordeció. Se quedó helado ante la terrible sospecha.
—Vuelva a revisar las listas, señor Murray. Tiene que haber to¬mado otro avión.
Las he revisado dos veces, señor. No hay indicios de que entra¬ra o saliera de Londres. Las miré detenidamente.
—Gracias —dijo Kevin y colgó el teléfono. Estaba tan furio¬so que casi iba a explotar de tanto controlar las emociones. ¡Esa pe¬rra se la había jugado!
Sólo para acabar de asegurarse, llamó a su contacto en el minis¬terio.
—Necesito esa información inmediatamente —dijo gritando sin tan siquiera identificarse, ni decir de qué información se trataba. No necesitaba hacerlo.
—Sí, por supuesto, pero hay un problema.
—¿Es que no existe Denise Morel? —preguntó Kevin sarcás¬ticamente.
—¿Cómo se ha enterado? Estoy seguro de que puedo…
—No se preocupe. No la encontrará. —Sus sospechas se habían confirmado, Kevin colgó y se sentó intentando contener su ira que estaba ya estallando por todo su cuerpo. Tenía que pensar con claridad y el momento le superaba.
Ella era la envenenadora. ¡Qué astucia la suya!, envenenarse pero con una dosis mínima, sólo para estar enferma y conseguir so¬brevivir. Quizás ni tan siquiera había pretendido beber nada de vino, pero su padre había insistido tanto que accidentalmente había tragado más de lo que quería. Eso no tenía importancia, lo que importa¬ba era que había conseguido matar a su padre.
No podía creer cómo había podido engañarle. Su actuación había sido perfecta, hasta el momento. Ahora que ya era demasia¬do tarde podía ver con toda claridad cómo había sido. Paul había bajado la guardia ante su aparente indiferencia a sus propo¬siciones y Kevin también se había relajado tras las primeras citas de su padre con ella, por lo normales que habían sido. Si ella hu¬biera demostrado interés por estar en su compañía, habría sido mucho más enérgico al exigir las respuestas, pero ella actuó de ma¬nera impecable.
Sin duda, era una profesional a la que habría pagado alguno de sus rivales. Como tal disponía de varias identidades para desapare¬cer cuando lo necesitara o quizás simplemente usaba su verdadero nombre, puesto que Denise Morel era falso. Era evidente que había embarcado en ese avión para Londres —sus hombres la habían visto—, por lo tanto una de las pasajeras de la lista era ella. Sólo tenía que descubrir cuál y seguirle la pista desde allí. Lo que ahora tenía que hacer —o mejor dicho sus hombres— era desalentador, pero te¬nía un punto de partida. Tendría que investigar a todos los pasajeros del avión y la encontraría.
No importaba cuánto tiempo tardara, pero la encontraría. En¬tonces la haría sufrir bastante más de lo que había sufrido su padre. Antes de haber terminado con ella no sólo le habría dicho todo lo que supiera sobre quién la había contratado, sino que también mal¬deciría a su propia madre por haberla traído a este mundo. Juró eso por la memoria de su padre.
Nick Jonas se movía silenciosamente por el apartamento que Lilia¬ne Mansfield, alias Denise Morel, había abandonado.
Su ropa todavía estaba allí, al menos la mayor parte. Todavía ha¬bía comida en la taza, un bol y una cuchara en el fregadero. Parecía como si se hubiera ido a trabajar o a comprar, pero él sabía que no era así. Sabía reconocer el trabajo de una profesional a simple vista. No había huellas, ni siquiera en la cuchara del fregadero. La limpie¬za había sido perfecta.
A juzgar por lo que había leído en los archivos, el tipo de ropa que había dejado en el armario no era su estilo. La ropa pertenecía a Denise Morel y ésta ya había cumplido su misión, ___ se había sa¬cado la piel como una serpiente. Paul Nervi estaba muerto, ya no la necesitaba.
Lo que le sorprendía era por qué se había quedado tanto tiem¬po. Nervi llevaba muerto una semana o más, pero el propietario le había dicho que la señorita Morel había tomado un taxi esa misma mañana. No sabía adónde se dirigía, pero llevaba sólo equipaje de mano. Quizás se iba de viaje de fin de semana.
Horas. La había perdido sólo por cuestión de horas.
El administrador no le había dejado entrar en el apartamento, por supuesto; Jonas tuvo que colarse dentro forzando silenciosamente la cerradura. El administrador le había dicho cuál era su apar¬tamento, lo que le había ahorrado tener que irrumpir de noche en su oficina y revisar los archivos, con la consecuente pérdida de tiempo.
No obstante, lo que estaba haciendo en aquellos momentos también era una pérdida de tiempo. No estaba allí y no iba a re¬gresar.
Había un cuenco con fruta en la mesa. Cogió una manzana, se la frotó por la camisa y le dio un bocado. ¡Mierda! tenía hambre, si ella hubiera querido esa manzana, se la habría llevado. Abrió la puerta de la nevera para ver qué más tenía para comer y la cerró de nuevo de-cepcionado. Comida de mujer joven: fruta, algunos productos fres¬cos y algo que podía ser queso fresco o yogur, pero que estaba cadu¬cado. ¿Por qué las mujeres que vivían solas nunca tenían comida de verdad en casa? Se moría por una pizza, llena de salchichón o un bis¬tec a la brasa con una gran patata cargada de mantequilla y crema áci¬da. Eso era comida.
Mientras reflexionaba sobre cuál sería el próximo paso que iba a dar para localizarla, se comió otra manzana.
Según los archivos, ___ se sentía muy a gusto en Francia y ha¬blaba francés como una nativa. Parecía que también tenía un don para los acentos. Había vivido un tiempo en Italia y viajado por todo el mundo civilizado, pero cuando se asentaba para descansar lo hacía en Francia o en Inglaterra, donde se sentía más cómoda. El sen¬tido común le decía que se habría largado a la otra parte, lo cual implicaría que ya no estaba en Francia. Eso indicaba que Gran Bretaña era el mejor lugar para iniciar la búsqueda.
Por supuesto, como ella era muy buena en su trabajo, podía ha¬ber pensado lo mismo y haber elegido cualquier otro lugar como Ja¬pón. Jonas sonrió. No se soportaba cuando se superaba a sí mismo pensando. También podía hacer las cosas como Dios manda y em¬pezar por el lugar más razonable, hasta dando palos de ciego a veces se acierta.
Había varias formas habituales de cruzar el Canal: ferry, tren y avión. Escogió el avión por ser más rápido y probablemente ___ también lo habría escogido para poner distancia cuanto antes en¬tre ella y la organización Nervi. Londres no era el único destino en Gran Bretaña que podía haber escogido, claro está, pero era el más próximo y habría intentado dejar el mínimo tiempo posible a sus perseguidores para organizar una intervención. La informa¬ción se podía transmitir al momento, pero trasladar seres huma¬nos requería un tiempo. Eso hacía que Londres fuera un destino lógico, que planteaba cubrir dos grandes aeropuertos, Heathrow y Gatwick. Optó por el primero, que era el más grande y el más frecuentado.
Se sentó en la acogedora sala de estar —no había sillones abati¬bles, ¡Mierda!— y sacó su teléfono móvil de alta seguridad. Tras teclear una larga serie de números, apretó el botón de llamada y espe¬ró a que se produjera la conexión. Una voz británica respondió enérgicamente.
—Aquí Murray.
—Jonas. Necesito información. Una mujer llamada Denise Morel puede o puede que no…
—Sin duda esto es una coincidencia.
La adrenalina recorrió el cuerpo de Jonas, de pronto sintió la intuición de un cazador que ha encontrado una pista.
—Alguien más ha preguntado por ella?
—Kevin Nervi en persona. Nos dijeron que la siguiéramos cuando desembarcara. Puse a dos hombres, la siguieron hasta los primeros aseos públicos que encontró. Entró, pero no volvió a salir. No aparece en ninguna otra lista de embarque. Es una mujer con muchos recursos.
—Más de lo que imaginas —respondió Jonas—. ¿Le has dicho a Nervi todo esto?
—Sí. Tengo órdenes de cooperar con él hasta cierto punto. No pidió que la matáramos, sólo que la siguiéramos.
Pero el hecho de que hubiera desaparecido tan hábilmente debía haber puesto a Nervi bajo aviso respecto a su profesionalidad, lo que a su vez haría que la viera de un modo bien distinto. Ahora Nervi ya debía haber descubierto que no existía una Denise Morel con esa des-cripción en particular y habría llegado a la conclusión de que casi sin lugar a dudas era la persona que había asesinado a su padre. La tem¬peratura debía haber subido aproximadamente unos dos mil grados.
¿Cómo había salido de Heathrow? ¿Por una puerta de seguri¬dad? Primero tenía que haber salido del aseo público sin que la vieran, eso implicaba un disfraz. Una mujer inteligente como ___ ha¬bría hallado el modo de hacerlo, debía estar preparada para ello. Seguramente también debía tener otra identidad preparada.
—Un disfraz —dijo él.
—Yo pensé lo mismo, aunque no le dije nada a Nervi. Es un hombre inteligente y al final pensará en ello, pero la seguridad del aeropuerto no es su fuerte. Luego me pedirá que visionemos todas las grabaciones.
—¿Lo has hecho? —Si la respuesta no fuera afirmativa, es que Murray ya no era tan inteligente como antes.
—Justo después mis hombres la perdieron de vista en el lavabo. No puedo culparles, he visto dos veces la grabación y tampoco la he visto.
—Estaré allí en el próximo vuelo.
Debido al desplazamiento al aeropuerto, la disponibilidad de plazas, etcétera, eso fue unas seis horas más tarde. Jonas pasó el tiempo durmiendo, aunque muy consciente de que cada minuto ju¬gaba a favor de ___. Ella sabía cómo trabajaban, conocía sus recur¬sos, debía haber estado construyéndose un pequeño escondrijo, añadiendo cada vez más capas a su camuflaje. El retraso también le proporcionaba tiempo para conseguir dinero de alguna cuenta de al¬gún banco desconocido que seguramente tenía. Si él hubiera estado en su misma línea de trabajo, sin duda tendría varias cuentas. Él tam¬bién tenía dinero en efectivo en un paraíso fiscal. Nunca sabía cuándo podría necesitarlo. Y si nunca necesitaba usarlo como medida de emergencia, haría que su jubilación fuera más grata. Tenía muy en cuenta lo de su jubilación.
Tal como le había prometido, Charles Murray le estaba espe¬rando en la puerta de embarque cuando Jonas llegó a Heathrow. Murray era un hombre de estatura media, esbelto, con pelo corto de color gris hierro y ojos castaños. Su conducta indicaba que había sido militar, su porte era el de una persona tranquila y capaz. Estu¬vo siete años en la nómina de Nervi de manera extraoficial y en la del gobierno durante mucho más que eso. En todos esos años Jonas ha¬bía tratado de vez en cuando con Murray, lo suficiente como para te¬ner una relación bastante informal. Es decir, Jonas era informal; Murray británico.
—Por aquí —dijo Murray tras un breve apretón de manos.
—¿Cómo están tu esposa e hijos? —preguntó Jonas, hablando al británico por la espalda mientras caminaba tranquilamente si¬guiendo sus pasos.
—Victoria está estupenda, como siempre. Los niños ya son ado¬lescentes.
—Eso ya es bastante.
—Cierto. ¿Y tú?
—Chrissy ya va a la escuela universitaria; Sam está en primer año. Los dos están estupendos. Técnicamente, Sam es todavía un adolescente, pero ya ha pasado la peor parte.
De hecho los dos habían salido bastante bien, teniendo en cuen¬ta que sus padres se habían separado hacía doce años y que su padre estaba mucho tiempo fuera del país. En gran parte eso se debía a que su madre, bendita fuera, no había querido echarle la culpa de su rup-tura. Él y Amy se habían sentado con sus hijos y les habían explicado que su separación se debía a varios motivos, incluido que se ha¬bían casado muy jóvenes y bla, bla, bla. Lo cual era totalmente cierto. No obstante, la razón principal era que Amy estaba cansada de tener un marido ausente y quería estar libre para poder encontrar a otra persona. Irónicamente, no se había vuelto a casar, aunque algunas veces salía con alguien. La vida de sus hijos no había cambiado tanto desde que se separaron: seguían viviendo en la misma casa, iban a la misma escuela y veían a su padre con la misma frecuencia.
Si Amy y él hubieran sido lo bastante adultos y sabios cuando se casaron, nunca habrían tenido hijos juntos, sabiendo cómo su trabajo influiría en su matrimonio, pero por desgracia la edad y el conoci¬miento parecen aumentar al mismo ritmo y cuando eran lo suficien¬temente adultos para saber mejor lo que querían, era demasiado tarde. Aún así, no lamentaba haber tenido a sus hijos. Los quería con toda su alma, aunque sólo les viera unas pocas veces al año, y acepta¬ba que él no era tan importante en sus vidas como su madre.
—Sólo podemos hacerlo lo mejor que podemos y rezar por que las semillas del diablo se transformen en seres humanos lo antes po¬sible —observó Murray al girar por un corto pasillo.
—Ya estamos.
Bloqueó la vista de un teclado y marcó un número, entonces se abrió una puerta de acero. En el otro lado había un vasto despliegue de monitores y personal que vigilaba atentamente la entrada y salida de las personas que se encontraban dentro del enorme aeropuerto.
Desde allí pasaron a una habitación más pequeña, donde tam¬bién había varios monitores y equipos para revisar las imágenes que captaban el gran despliegue de cámaras. Murray se sentó en una si¬lla azul con ruedas e invitó a Jonas a que tomara otra y se sentara. Marcó un código de seguridad en el teclado y el monitor que tenían delante cobró vida. Delante tenían congelada la imagen de ___ Mansfield bajando del avión procedente de París de esa misma mañana.
Jonas estudió todos los detalles, observó que no llevaba ningu¬na joya, ni siquiera un reloj de muñeca. Una chica lista. A veces la gente se lo cambia todo salvo el reloj de pulsera y es ese detalle el que les delata. Iba vestida con un traje oscuro liso y llevaba zapatos os¬curos planos. Se la veía delgada y pálida como si le hubiera pasado algo.
No miraba ni a derecha ni a izquierda, simplemente al salir del avión caminaba con el resto del pasaje y se dirigió a los primeros servicios que encontró. De aquellos servicios salió todo un desfile de mujeres pero ninguna se parecía a ___.
—¡Maldita sea! —dijo—. Vuelve a poner la grabación.
Murray volvió a poner la cinta desde el principio. Jonas volvió a observar su salida del avión llevando una bolsa de viaje de tamaño medio de color negro, de esas que son tan comunes que pasarían de¬sapercibidas porque las llevaban millones de mujeres todos los días. Se enfocó en la bolsa intentando hallar un modo de identificarla: una hebilla, la forma en que estaban sujetas las tiras, cualquier cosa. Des¬pués de que ___ se hubiera esfumado en el lavabo, buscó la salida de esa bolsa. Vio muchas bolsas de todos los tamaños y formas, pero sólo una se parecía a esa. La llevaba una mujer de un metro ochenta, cuya vestimenta y maquillaje eran de lo más llamativo. «¡Miradme!» pero no llevaba sólo esa bolsa, también llevaba un bolsa de mano y ___ no llevaba ninguna al salir del avión.
—¡Vaya!
—Vuelve a ponerla, desde el principio. Quiero ver a todas las personas que salen del avión.
Murray accedió con gusto. Jonas estudió todos los rostros y se fijó especialmente en las bolsas que llevaban.
Entonces lo vio.
—¡Ahí está! —dijo acercándose a la pantalla.
Murray congeló la imagen.
—¿Qué? Todavía no ha aparecido en imagen.
—No, pero mira a esa mujer. —Jonas puso su dedo sobre la pantalla—. Mira su bolsa de mano. Ahora, fíjate en lo que hace.
La mujer elegante que iba varios pasajeros por delante de ___ se dirigió a los servicios, lo cual era bastante común. Muchas muje¬res que salían del avión hacían lo mismo. Jonas observó el vídeo hasta que la mujer salió de los servicios sin la bolsa.
—¡Bingo! —dijo Jonas—. Ella le llevó la bolsa donde se encon¬traba la ropa para disfrazarse. Retrocede un poco. Allí. Ésa es nues¬tra chica. Ella lleva la bolsa ahora.
Murray parpadeó ante la fantástica criatura del monitor.
—¡Por dios! ¿Estás seguro?
—¿Has visto entrar a esa mujer en los servicios?
—No, pero no la estaba buscando a ella —dijo Murray—. ¿Sería difícil perderla de vista no te parece?
—Sí, con esa vestimenta.
Sólo los pendientes de plumas bastaban para dar un aspecto totalmente distinto. Desde su pelo corto y pelirrojo hasta las botas de tacón de aguja, esa mujer era un cebo para la atención. Si Murray no la había visto entrar en los aseos era porque no lo había hecho. No era de extrañar que sus hombres no la hubieran reconocido, ¿cuán¬tas personas que intentan ocultarse invitarían a dirigir las miradas hacia ellas de ese modo?
—Mira la nariz y la boca. Es ella.
La nariz de ___ no era del todo aguileña, pero tenía un toque, sin por ello dejar de ser femenina. Era delgada pero fuerte y extra¬ñamente atractiva al hacer juego con esa boca de labio superior un poco salido.
—Allí está —dijo Murray, moviendo la cabeza—. No estoy en forma, se me pasó.
—Es un buen disfraz. Inteligente. Muy bien, veamos ahora ha¬cia dónde se dirige nuestra vaquera technicolor.
Murray tocó el teclado, para correr la cinta de vídeo y seguir los pasos de ___ por el aeropuerto. Caminó un poco y entró en otros servicios. De nuevo, tampoco salió de allí.
Jonas se frotó los ojos.
—Ya estamos otra vez con lo mismo. Fíjate sólo en las bolsas.
Debido a la cantidad de gente que pasaba por delante de la cámara, de vez en cuando la perdían de vista, tuvieron que visionar va¬rias veces la cinta para reducir las posibilidades hasta que quedaron tres mujeres, a las que siguieron hasta tener una buena toma de ellas. Por fin, volvieron a encontrarla. Ahora llevaba pelo largo y negro, pantalones negros y un jersey negro de cuello alto. Era más baja, ya no llevaba las botas. Las gafas de sol también eran distintas y los pendientes de plumas los había sustituido por aros dorados. Sin em¬bargo, seguía llevando las mismas bolsas.
Las cámaras la siguieron hasta otra puerta de embarque, donde embarcó en otro avión. Murray enseguida miró qué vuelo salía de esa puerta a esa hora.
—París —dijo.
—¡Hija de puta! —dijo Jonas alucinado. Había regresado—. ¿Puedes conseguirme una lista de pasajeros? —Era una pregunta re¬tórica, por supuesto que podía. A los pocos minutos estaba ya en sus manos. Revisó todos los nombres y observó que no constaba nin¬guna Denise Morel ni ___ Mansfield, lo que significaba que tenía otra identidad más.
Ahora venía lo divertido, volver a París y repetir el mismo proceso con las autoridades francesas del aeropuerto de Charles de Gaulle. Los quisquillosos franceses puede que no fueran tan aco¬modaticios como Murray, pero Jonas tenía unos cuantos recursos.
—Hazme un favor —le dijo a Murray—. No le pases esta infor¬mación a Kevin Nervi. —No quería que su gente se interpusiera en su camino, además sentía un desprecio natural a hacer cualquier cosa que pudiera ayudarles. Las circunstancias podían obligar espo¬rádicamente al gobierno de los Estados Unidos a mirar hacia otra parte respecto a los trapos sucios de la organización Nervi, pero él no tenía ningún compromiso de ayudarles en lo más mínimo.
—No sé de qué me estás hablando —dijo Murray en un tono impersonal—. ¿Qué información?
Volver a cruzar el Canal supondría realizar la misma operación que había tenido que hacer en Londres. Aunque no implicaba que fuera tan sencillo como bajar del avión y dirigirse directamente a la persona responsable como había hecho antes, pero nunca era tan sen¬cillo. Ella lo tenía todo planificado con antelación y él le iba pisando los talones, intentando encontrar un billete. Ella sabía exactamente lo que confundiría y retrasaría a cualquiera que la persiguiera.
Aún consciente de ello, fue descorazonador descubrir que tenía una larga espera por delante antes de poder encontrar otro vuelo con plazas libres.
Murray le dio una palmadita en el hombro.
—Sé de alguien que puede llevarte mucho más deprisa.
—Gracias —dijo Jonas—. Tráele aquí.
—No te importa volar en el asiento de atrás verdad? Es un piloto de la OTAN.
—¡Mierda! —espetó Jonas—. ¿Me vas a llevar en un avión de combate?
—Te dije que irías mucho más deprisa ¿no es cierto?
Kevin estaba furioso.
—¿Cómo habéis podido perderla? —dijo muy despacio.
—La seguimos desde el momento en que dejó el avión —res¬pondió la voz británica al otro lado del teléfono—. Entró en los servicios y ya no salió de allí.
—¿Envió a alguien para que entrara a buscarla?
—Transcurrido ya un rato, sí lo hicimos.
—¿Cuánto rato exactamente?
—Quizás pasaron unos veinte minutos hasta que mis hombres empezaron a alarmarse. Entonces tuve que esperar hasta que pudieron traer a una mujer para que entrara a buscarla a los servicios.
Kevin cerró los ojos e intentó controlar sus instintos. ¡Incompetentes! Los hombres que seguían a Denise debían haberse dis¬traído y no la habían visto salir del aseo. No había otras salidas, ni ventanas, ni conductos para tirar la basura o cualquier otra vía de escape. Sólo podía haber salido por el mismo sitio que había entrado, sin embargo, esos idiotas la habían dejado escapar.
No era un asunto demasiado importante, pero la ineficiencia le molestaba. Hasta tener las respuestas sobre el pasado de Denise, quería saber exactamente dónde estaba y lo que hacía. De hecho, es¬peraba haber tenido esas respuestas el día anterior, pero la burocra¬cia era tan penosa como de costumbre.
—Hay una cosa que me intriga, señor.
—¿Qué es?
—Cuando mis hombres la perdieron, revisaron inmediatamente las listas de pasajeros, pero su nombre no aparecía en ninguna parte.
Kevin se incorporó, de pronto frunció el entrecejo.
—¿Qué me está queriendo decir?
—Que desapareció. Cuando revisé la lista de pasajeros del vue¬lo que estaba aterrizando, no había ninguna Denise Morel en la lista. Salió del avión, pero de algún modo se las arregló para desapare¬cer. La única explicación posible es que tomara otro avión, pero no está registrado en ninguna parte.
La señal de alarma sonó con tal fuerza en la cabeza de Kevin que casi le ensordeció. Se quedó helado ante la terrible sospecha.
—Vuelva a revisar las listas, señor Murray. Tiene que haber to¬mado otro avión.
Las he revisado dos veces, señor. No hay indicios de que entra¬ra o saliera de Londres. Las miré detenidamente.
—Gracias —dijo Kevin y colgó el teléfono. Estaba tan furio¬so que casi iba a explotar de tanto controlar las emociones. ¡Esa pe¬rra se la había jugado!
Sólo para acabar de asegurarse, llamó a su contacto en el minis¬terio.
—Necesito esa información inmediatamente —dijo gritando sin tan siquiera identificarse, ni decir de qué información se trataba. No necesitaba hacerlo.
—Sí, por supuesto, pero hay un problema.
—¿Es que no existe Denise Morel? —preguntó Kevin sarcás¬ticamente.
—¿Cómo se ha enterado? Estoy seguro de que puedo…
—No se preocupe. No la encontrará. —Sus sospechas se habían confirmado, Kevin colgó y se sentó intentando contener su ira que estaba ya estallando por todo su cuerpo. Tenía que pensar con claridad y el momento le superaba.
Ella era la envenenadora. ¡Qué astucia la suya!, envenenarse pero con una dosis mínima, sólo para estar enferma y conseguir so¬brevivir. Quizás ni tan siquiera había pretendido beber nada de vino, pero su padre había insistido tanto que accidentalmente había tragado más de lo que quería. Eso no tenía importancia, lo que importa¬ba era que había conseguido matar a su padre.
No podía creer cómo había podido engañarle. Su actuación había sido perfecta, hasta el momento. Ahora que ya era demasia¬do tarde podía ver con toda claridad cómo había sido. Paul había bajado la guardia ante su aparente indiferencia a sus propo¬siciones y Kevin también se había relajado tras las primeras citas de su padre con ella, por lo normales que habían sido. Si ella hu¬biera demostrado interés por estar en su compañía, habría sido mucho más enérgico al exigir las respuestas, pero ella actuó de ma¬nera impecable.
Sin duda, era una profesional a la que habría pagado alguno de sus rivales. Como tal disponía de varias identidades para desapare¬cer cuando lo necesitara o quizás simplemente usaba su verdadero nombre, puesto que Denise Morel era falso. Era evidente que había embarcado en ese avión para Londres —sus hombres la habían visto—, por lo tanto una de las pasajeras de la lista era ella. Sólo tenía que descubrir cuál y seguirle la pista desde allí. Lo que ahora tenía que hacer —o mejor dicho sus hombres— era desalentador, pero te¬nía un punto de partida. Tendría que investigar a todos los pasajeros del avión y la encontraría.
No importaba cuánto tiempo tardara, pero la encontraría. En¬tonces la haría sufrir bastante más de lo que había sufrido su padre. Antes de haber terminado con ella no sólo le habría dicho todo lo que supiera sobre quién la había contratado, sino que también mal¬deciría a su propia madre por haberla traído a este mundo. Juró eso por la memoria de su padre.
Nick Jonas se movía silenciosamente por el apartamento que Lilia¬ne Mansfield, alias Denise Morel, había abandonado.
Su ropa todavía estaba allí, al menos la mayor parte. Todavía ha¬bía comida en la taza, un bol y una cuchara en el fregadero. Parecía como si se hubiera ido a trabajar o a comprar, pero él sabía que no era así. Sabía reconocer el trabajo de una profesional a simple vista. No había huellas, ni siquiera en la cuchara del fregadero. La limpie¬za había sido perfecta.
A juzgar por lo que había leído en los archivos, el tipo de ropa que había dejado en el armario no era su estilo. La ropa pertenecía a Denise Morel y ésta ya había cumplido su misión, ___ se había sa¬cado la piel como una serpiente. Paul Nervi estaba muerto, ya no la necesitaba.
Lo que le sorprendía era por qué se había quedado tanto tiem¬po. Nervi llevaba muerto una semana o más, pero el propietario le había dicho que la señorita Morel había tomado un taxi esa misma mañana. No sabía adónde se dirigía, pero llevaba sólo equipaje de mano. Quizás se iba de viaje de fin de semana.
Horas. La había perdido sólo por cuestión de horas.
El administrador no le había dejado entrar en el apartamento, por supuesto; Jonas tuvo que colarse dentro forzando silenciosamente la cerradura. El administrador le había dicho cuál era su apar¬tamento, lo que le había ahorrado tener que irrumpir de noche en su oficina y revisar los archivos, con la consecuente pérdida de tiempo.
No obstante, lo que estaba haciendo en aquellos momentos también era una pérdida de tiempo. No estaba allí y no iba a re¬gresar.
Había un cuenco con fruta en la mesa. Cogió una manzana, se la frotó por la camisa y le dio un bocado. ¡Mierda! tenía hambre, si ella hubiera querido esa manzana, se la habría llevado. Abrió la puerta de la nevera para ver qué más tenía para comer y la cerró de nuevo de-cepcionado. Comida de mujer joven: fruta, algunos productos fres¬cos y algo que podía ser queso fresco o yogur, pero que estaba cadu¬cado. ¿Por qué las mujeres que vivían solas nunca tenían comida de verdad en casa? Se moría por una pizza, llena de salchichón o un bis¬tec a la brasa con una gran patata cargada de mantequilla y crema áci¬da. Eso era comida.
Mientras reflexionaba sobre cuál sería el próximo paso que iba a dar para localizarla, se comió otra manzana.
Según los archivos, ___ se sentía muy a gusto en Francia y ha¬blaba francés como una nativa. Parecía que también tenía un don para los acentos. Había vivido un tiempo en Italia y viajado por todo el mundo civilizado, pero cuando se asentaba para descansar lo hacía en Francia o en Inglaterra, donde se sentía más cómoda. El sen¬tido común le decía que se habría largado a la otra parte, lo cual implicaría que ya no estaba en Francia. Eso indicaba que Gran Bretaña era el mejor lugar para iniciar la búsqueda.
Por supuesto, como ella era muy buena en su trabajo, podía ha¬ber pensado lo mismo y haber elegido cualquier otro lugar como Ja¬pón. Jonas sonrió. No se soportaba cuando se superaba a sí mismo pensando. También podía hacer las cosas como Dios manda y em¬pezar por el lugar más razonable, hasta dando palos de ciego a veces se acierta.
Había varias formas habituales de cruzar el Canal: ferry, tren y avión. Escogió el avión por ser más rápido y probablemente ___ también lo habría escogido para poner distancia cuanto antes en¬tre ella y la organización Nervi. Londres no era el único destino en Gran Bretaña que podía haber escogido, claro está, pero era el más próximo y habría intentado dejar el mínimo tiempo posible a sus perseguidores para organizar una intervención. La informa¬ción se podía transmitir al momento, pero trasladar seres huma¬nos requería un tiempo. Eso hacía que Londres fuera un destino lógico, que planteaba cubrir dos grandes aeropuertos, Heathrow y Gatwick. Optó por el primero, que era el más grande y el más frecuentado.
Se sentó en la acogedora sala de estar —no había sillones abati¬bles, ¡Mierda!— y sacó su teléfono móvil de alta seguridad. Tras teclear una larga serie de números, apretó el botón de llamada y espe¬ró a que se produjera la conexión. Una voz británica respondió enérgicamente.
—Aquí Murray.
—Jonas. Necesito información. Una mujer llamada Denise Morel puede o puede que no…
—Sin duda esto es una coincidencia.
La adrenalina recorrió el cuerpo de Jonas, de pronto sintió la intuición de un cazador que ha encontrado una pista.
—Alguien más ha preguntado por ella?
—Kevin Nervi en persona. Nos dijeron que la siguiéramos cuando desembarcara. Puse a dos hombres, la siguieron hasta los primeros aseos públicos que encontró. Entró, pero no volvió a salir. No aparece en ninguna otra lista de embarque. Es una mujer con muchos recursos.
—Más de lo que imaginas —respondió Jonas—. ¿Le has dicho a Nervi todo esto?
—Sí. Tengo órdenes de cooperar con él hasta cierto punto. No pidió que la matáramos, sólo que la siguiéramos.
Pero el hecho de que hubiera desaparecido tan hábilmente debía haber puesto a Nervi bajo aviso respecto a su profesionalidad, lo que a su vez haría que la viera de un modo bien distinto. Ahora Nervi ya debía haber descubierto que no existía una Denise Morel con esa des-cripción en particular y habría llegado a la conclusión de que casi sin lugar a dudas era la persona que había asesinado a su padre. La tem¬peratura debía haber subido aproximadamente unos dos mil grados.
¿Cómo había salido de Heathrow? ¿Por una puerta de seguri¬dad? Primero tenía que haber salido del aseo público sin que la vieran, eso implicaba un disfraz. Una mujer inteligente como ___ ha¬bría hallado el modo de hacerlo, debía estar preparada para ello. Seguramente también debía tener otra identidad preparada.
—Un disfraz —dijo él.
—Yo pensé lo mismo, aunque no le dije nada a Nervi. Es un hombre inteligente y al final pensará en ello, pero la seguridad del aeropuerto no es su fuerte. Luego me pedirá que visionemos todas las grabaciones.
—¿Lo has hecho? —Si la respuesta no fuera afirmativa, es que Murray ya no era tan inteligente como antes.
—Justo después mis hombres la perdieron de vista en el lavabo. No puedo culparles, he visto dos veces la grabación y tampoco la he visto.
—Estaré allí en el próximo vuelo.
Debido al desplazamiento al aeropuerto, la disponibilidad de plazas, etcétera, eso fue unas seis horas más tarde. Jonas pasó el tiempo durmiendo, aunque muy consciente de que cada minuto ju¬gaba a favor de ___. Ella sabía cómo trabajaban, conocía sus recur¬sos, debía haber estado construyéndose un pequeño escondrijo, añadiendo cada vez más capas a su camuflaje. El retraso también le proporcionaba tiempo para conseguir dinero de alguna cuenta de al¬gún banco desconocido que seguramente tenía. Si él hubiera estado en su misma línea de trabajo, sin duda tendría varias cuentas. Él tam¬bién tenía dinero en efectivo en un paraíso fiscal. Nunca sabía cuándo podría necesitarlo. Y si nunca necesitaba usarlo como medida de emergencia, haría que su jubilación fuera más grata. Tenía muy en cuenta lo de su jubilación.
Tal como le había prometido, Charles Murray le estaba espe¬rando en la puerta de embarque cuando Jonas llegó a Heathrow. Murray era un hombre de estatura media, esbelto, con pelo corto de color gris hierro y ojos castaños. Su conducta indicaba que había sido militar, su porte era el de una persona tranquila y capaz. Estu¬vo siete años en la nómina de Nervi de manera extraoficial y en la del gobierno durante mucho más que eso. En todos esos años Jonas ha¬bía tratado de vez en cuando con Murray, lo suficiente como para te¬ner una relación bastante informal. Es decir, Jonas era informal; Murray británico.
—Por aquí —dijo Murray tras un breve apretón de manos.
—¿Cómo están tu esposa e hijos? —preguntó Jonas, hablando al británico por la espalda mientras caminaba tranquilamente si¬guiendo sus pasos.
—Victoria está estupenda, como siempre. Los niños ya son ado¬lescentes.
—Eso ya es bastante.
—Cierto. ¿Y tú?
—Chrissy ya va a la escuela universitaria; Sam está en primer año. Los dos están estupendos. Técnicamente, Sam es todavía un adolescente, pero ya ha pasado la peor parte.
De hecho los dos habían salido bastante bien, teniendo en cuen¬ta que sus padres se habían separado hacía doce años y que su padre estaba mucho tiempo fuera del país. En gran parte eso se debía a que su madre, bendita fuera, no había querido echarle la culpa de su rup-tura. Él y Amy se habían sentado con sus hijos y les habían explicado que su separación se debía a varios motivos, incluido que se ha¬bían casado muy jóvenes y bla, bla, bla. Lo cual era totalmente cierto. No obstante, la razón principal era que Amy estaba cansada de tener un marido ausente y quería estar libre para poder encontrar a otra persona. Irónicamente, no se había vuelto a casar, aunque algunas veces salía con alguien. La vida de sus hijos no había cambiado tanto desde que se separaron: seguían viviendo en la misma casa, iban a la misma escuela y veían a su padre con la misma frecuencia.
Si Amy y él hubieran sido lo bastante adultos y sabios cuando se casaron, nunca habrían tenido hijos juntos, sabiendo cómo su trabajo influiría en su matrimonio, pero por desgracia la edad y el conoci¬miento parecen aumentar al mismo ritmo y cuando eran lo suficien¬temente adultos para saber mejor lo que querían, era demasiado tarde. Aún así, no lamentaba haber tenido a sus hijos. Los quería con toda su alma, aunque sólo les viera unas pocas veces al año, y acepta¬ba que él no era tan importante en sus vidas como su madre.
—Sólo podemos hacerlo lo mejor que podemos y rezar por que las semillas del diablo se transformen en seres humanos lo antes po¬sible —observó Murray al girar por un corto pasillo.
—Ya estamos.
Bloqueó la vista de un teclado y marcó un número, entonces se abrió una puerta de acero. En el otro lado había un vasto despliegue de monitores y personal que vigilaba atentamente la entrada y salida de las personas que se encontraban dentro del enorme aeropuerto.
Desde allí pasaron a una habitación más pequeña, donde tam¬bién había varios monitores y equipos para revisar las imágenes que captaban el gran despliegue de cámaras. Murray se sentó en una si¬lla azul con ruedas e invitó a Jonas a que tomara otra y se sentara. Marcó un código de seguridad en el teclado y el monitor que tenían delante cobró vida. Delante tenían congelada la imagen de ___ Mansfield bajando del avión procedente de París de esa misma mañana.
Jonas estudió todos los detalles, observó que no llevaba ningu¬na joya, ni siquiera un reloj de muñeca. Una chica lista. A veces la gente se lo cambia todo salvo el reloj de pulsera y es ese detalle el que les delata. Iba vestida con un traje oscuro liso y llevaba zapatos os¬curos planos. Se la veía delgada y pálida como si le hubiera pasado algo.
No miraba ni a derecha ni a izquierda, simplemente al salir del avión caminaba con el resto del pasaje y se dirigió a los primeros servicios que encontró. De aquellos servicios salió todo un desfile de mujeres pero ninguna se parecía a ___.
—¡Maldita sea! —dijo—. Vuelve a poner la grabación.
Murray volvió a poner la cinta desde el principio. Jonas volvió a observar su salida del avión llevando una bolsa de viaje de tamaño medio de color negro, de esas que son tan comunes que pasarían de¬sapercibidas porque las llevaban millones de mujeres todos los días. Se enfocó en la bolsa intentando hallar un modo de identificarla: una hebilla, la forma en que estaban sujetas las tiras, cualquier cosa. Des¬pués de que ___ se hubiera esfumado en el lavabo, buscó la salida de esa bolsa. Vio muchas bolsas de todos los tamaños y formas, pero sólo una se parecía a esa. La llevaba una mujer de un metro ochenta, cuya vestimenta y maquillaje eran de lo más llamativo. «¡Miradme!» pero no llevaba sólo esa bolsa, también llevaba un bolsa de mano y ___ no llevaba ninguna al salir del avión.
—¡Vaya!
—Vuelve a ponerla, desde el principio. Quiero ver a todas las personas que salen del avión.
Murray accedió con gusto. Jonas estudió todos los rostros y se fijó especialmente en las bolsas que llevaban.
Entonces lo vio.
—¡Ahí está! —dijo acercándose a la pantalla.
Murray congeló la imagen.
—¿Qué? Todavía no ha aparecido en imagen.
—No, pero mira a esa mujer. —Jonas puso su dedo sobre la pantalla—. Mira su bolsa de mano. Ahora, fíjate en lo que hace.
La mujer elegante que iba varios pasajeros por delante de ___ se dirigió a los servicios, lo cual era bastante común. Muchas muje¬res que salían del avión hacían lo mismo. Jonas observó el vídeo hasta que la mujer salió de los servicios sin la bolsa.
—¡Bingo! —dijo Jonas—. Ella le llevó la bolsa donde se encon¬traba la ropa para disfrazarse. Retrocede un poco. Allí. Ésa es nues¬tra chica. Ella lleva la bolsa ahora.
Murray parpadeó ante la fantástica criatura del monitor.
—¡Por dios! ¿Estás seguro?
—¿Has visto entrar a esa mujer en los servicios?
—No, pero no la estaba buscando a ella —dijo Murray—. ¿Sería difícil perderla de vista no te parece?
—Sí, con esa vestimenta.
Sólo los pendientes de plumas bastaban para dar un aspecto totalmente distinto. Desde su pelo corto y pelirrojo hasta las botas de tacón de aguja, esa mujer era un cebo para la atención. Si Murray no la había visto entrar en los aseos era porque no lo había hecho. No era de extrañar que sus hombres no la hubieran reconocido, ¿cuán¬tas personas que intentan ocultarse invitarían a dirigir las miradas hacia ellas de ese modo?
—Mira la nariz y la boca. Es ella.
La nariz de ___ no era del todo aguileña, pero tenía un toque, sin por ello dejar de ser femenina. Era delgada pero fuerte y extra¬ñamente atractiva al hacer juego con esa boca de labio superior un poco salido.
—Allí está —dijo Murray, moviendo la cabeza—. No estoy en forma, se me pasó.
—Es un buen disfraz. Inteligente. Muy bien, veamos ahora ha¬cia dónde se dirige nuestra vaquera technicolor.
Murray tocó el teclado, para correr la cinta de vídeo y seguir los pasos de ___ por el aeropuerto. Caminó un poco y entró en otros servicios. De nuevo, tampoco salió de allí.
Jonas se frotó los ojos.
—Ya estamos otra vez con lo mismo. Fíjate sólo en las bolsas.
Debido a la cantidad de gente que pasaba por delante de la cámara, de vez en cuando la perdían de vista, tuvieron que visionar va¬rias veces la cinta para reducir las posibilidades hasta que quedaron tres mujeres, a las que siguieron hasta tener una buena toma de ellas. Por fin, volvieron a encontrarla. Ahora llevaba pelo largo y negro, pantalones negros y un jersey negro de cuello alto. Era más baja, ya no llevaba las botas. Las gafas de sol también eran distintas y los pendientes de plumas los había sustituido por aros dorados. Sin em¬bargo, seguía llevando las mismas bolsas.
Las cámaras la siguieron hasta otra puerta de embarque, donde embarcó en otro avión. Murray enseguida miró qué vuelo salía de esa puerta a esa hora.
—París —dijo.
—¡Hija de puta! —dijo Jonas alucinado. Había regresado—. ¿Puedes conseguirme una lista de pasajeros? —Era una pregunta re¬tórica, por supuesto que podía. A los pocos minutos estaba ya en sus manos. Revisó todos los nombres y observó que no constaba nin¬guna Denise Morel ni ___ Mansfield, lo que significaba que tenía otra identidad más.
Ahora venía lo divertido, volver a París y repetir el mismo proceso con las autoridades francesas del aeropuerto de Charles de Gaulle. Los quisquillosos franceses puede que no fueran tan aco¬modaticios como Murray, pero Jonas tenía unos cuantos recursos.
—Hazme un favor —le dijo a Murray—. No le pases esta infor¬mación a Kevin Nervi. —No quería que su gente se interpusiera en su camino, además sentía un desprecio natural a hacer cualquier cosa que pudiera ayudarles. Las circunstancias podían obligar espo¬rádicamente al gobierno de los Estados Unidos a mirar hacia otra parte respecto a los trapos sucios de la organización Nervi, pero él no tenía ningún compromiso de ayudarles en lo más mínimo.
—No sé de qué me estás hablando —dijo Murray en un tono impersonal—. ¿Qué información?
Volver a cruzar el Canal supondría realizar la misma operación que había tenido que hacer en Londres. Aunque no implicaba que fuera tan sencillo como bajar del avión y dirigirse directamente a la persona responsable como había hecho antes, pero nunca era tan sen¬cillo. Ella lo tenía todo planificado con antelación y él le iba pisando los talones, intentando encontrar un billete. Ella sabía exactamente lo que confundiría y retrasaría a cualquiera que la persiguiera.
Aún consciente de ello, fue descorazonador descubrir que tenía una larga espera por delante antes de poder encontrar otro vuelo con plazas libres.
Murray le dio una palmadita en el hombro.
—Sé de alguien que puede llevarte mucho más deprisa.
—Gracias —dijo Jonas—. Tráele aquí.
—No te importa volar en el asiento de atrás verdad? Es un piloto de la OTAN.
—¡Mierda! —espetó Jonas—. ¿Me vas a llevar en un avión de combate?
—Te dije que irías mucho más deprisa ¿no es cierto?
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 6
___ se fue al apartamento que tenía subarrendado en Montmartre hacía varios meses, antes de haber adoptado la identidad de Denise Morel. El apartamento era diminuto, en realidad más bien era un estudio, pero tenía su cuarto de baño minúsculo. Allí tenía su ropa, intimidad y una seguridad relativa. Puesto que el subarrendamien¬to era anterior a la aparición de Denise, no era probable que ningún programa informático de búsqueda pudiera retroceder lo suficiente como para que apareciera su nombre en ninguna lista, además lo había alquilado con otra identidad: Claudia Weber, de nacionalidad alemana.
Puesto que Claudia era rubia, ___ había ido a la peluquería para sacarse el color artificial que llevaba. Se habría comprado los pro¬ductos y lo hubiera hecho ella misma, pero desteñirse era mucho más complicado que teñirse y temía estropearse el cabello. Tuvo que recortarse las puntas un par de centímetros para eliminar las que se habían quedado secas con el proceso del tinte.
Cuando se miró al espejo, por fin, volvió a ser ella misma. Las lentes de contacto de colores ya no estaban y habían regresado sus ojos azul claro. Su pelo liso volvía a ser rubio y le llegaba sólo hasta los hombros. Podría pasar al lado de Kevin Nervi y probablemente no la reconocería, al menos eso esperaba, porque justamente era eso lo que iba a hacer.
Dejó las bolsas cansinamente sobre la cama plegable impecablemente hecha y luego se tumbó a su lado. Sabía que tenía que regis¬trar el apartamento para asegurarse de que no habían entrado allí, pero se había estado forzando todo el día y ahora estaba exhausta. Si al menos pudiera dormir una hora, el mundo sería distinto.
A pesar de todo estaba contenta al comprobar que su resistencia física estaba en bastante buen estado. Estaba cansada, era cierto, pero no jadeaba para respirar, como le había advertido el doctor Giorda¬no que sucedería si esa válvula se hubiera dañado seriamente. Tampoco se había forzado indebidamente, no había estado corriendo. Por lo que todavía estaba por ver lo que pasaba con su corazón.
Cerró los ojos y en silencio se concentró en su latido; a ella le parecía normal. Bum bum, bum bum, bum bum. El doctor Gior¬dano pudo oír un soplo con su estetoscopio, pero no tenía ninguno y por lo que a ella respectaba el ritmo era totalmente normal. Tenía otras cosas de que preocuparse.
Se quedó medio dormida y su cuerpo se relajó mientras su mente empezó a darle vueltas a la situación, sondeando y reorganizando los hechos tal como ella los conocía, intentando hallar respuestas para los factores desconocidos.
No sabía con qué se habían encontrado Averill y Tina o qué les habrían dicho, pero debió ser algo que consideraron muy importante para que regresaran a un trabajo que habían abandonado hacía tiempo. Ni siquiera sabía quién les había contratado. Estaba casi segura de que no había sido la CIA. Probablemente, tampoco hubiera sido el MI-6 (Departamento de Inteligencia Británico). Aunque no dependían uno del otro, ambos gobiernos y agencias mantenían un estrecho grado de colaboración. De cualquier modo, tenían un mon¬tón de agentes disponibles y no necesitaban pedir los servicios de dos inactivos.
De hecho, no pensaba que los hubiera contratado ningún go¬bierno, más bien parecía un contrato privado. En alguna parte del maldito camino, o desde el principio: Paul Nervi había ofendi¬do, extorsionado, maltratado y asesinado. Encontrar a sus enemi¬gos no era difícil; acabar con ellos podía llevar un año o más, pero, ¿quién se había tomado la molestia de contratar a dos profesiona¬les, aunque estuvieran retirados, para vengarse? Además, ¿quién conocía el pasado de sus amigos? Averill y Tina vivían vidas normales y corrientes, se habían apartado de ese negocio para propor¬cionarle otro tipo de vida a Zia, no se habían dedicado a publicar su pasado.
Pero alguien les conocía, conocía sus aptitudes. Eso apuntaba a alguien que también había estado en el negocio o al menos en un puesto donde pudiera acceder a sus nombres. Quienquiera que fuese también sabía que no era conveniente acercarse a un asesino a sueldo, para no llamar la atención. Por el contrario, esa persona desconocida había escogido a Averill y a Tina porque… ¿por qué? ¿Por qué ellos? ¿Y por qué habían aceptado teniendo a Zia?
Sus amigos eran lo bastante jóvenes para estar en buena forma física, ésa era una razón posible para su selección. Eran buenos en su trabajo, tenían experiencia y sangre fría. Podía entender por qué habían contactado con ellos, pero no la razón por la que habían aceptado involucrarse. ¿Por dinero? No les iba mal, no eran ricos, pero tampoco lo necesitaban. Una suma verdaderamente astronó¬mica podía haberles tentado, pero con el paso de los años habían desarrollado la misma actitud respecto al dinero que tenía ella. Desde el comienzo de su carrera siempre había tenido dinero. No era algo que le preocupara, ni tampoco a Averill y a Tina. Sabía que en¬tre los dos habían reunido el suficiente dinero en efectivo para vivir con relativa comodidad durante el resto de sus vidas, además a Averill le iba bastante bien trabajando en su tienda de reparación de or¬denadores.
Ojalá alguno de ellos la hubiera llamado y le hubiera explicado lo que pensaban hacer. Su motivación debía ser importante y ella quería averiguar cuál había sido, porque así sabría cómo atacar. Su venganza no había terminado por el mero hecho de que Paul estuviera muerto, eso no era más que el primer acto. No estaría satisfecha hasta que descubriera la razón por la que se habían involucrado sus amigos y consiguiera que el mundo entero se volviera contra los Nervi, y que incluso las personas poderosas a las que había com¬prado se apresuraran a distanciarse de ellos. Quería destruir todo el castillo de naipes podridos.
Tuvo el fugaz pensamiento de que si Tina le hubiera hablado de ese trabajo, si hubiera sido tan importante como para sacarles de su retiro, quizás ella también se hubiera unido a ellos. ___ podía haber supuesto la diferencia entre el éxito o el fracaso, aunque quizás tam¬bién estaría muerta.
Pero no le habían mencionado nada en absoluto, aunque había estado cenando con ellos hacía menos de una semana. Ella se había marchado de la ciudad para un trabajo que duraría unos días o qui¬zás un poco más, pero les había dicho cuándo esperaba regresar. ¿Ya se lo habían propuesto entonces o esa oferta cayó de pronto del cie¬lo y tenían que hacer el trabajo inmediatamente? Averill y Tina no trabajaban de ese modo. Tampoco lo hacía ella. Cualquier cosa que estuviera relacionada con el clan de los Nervi requería estudio y pre¬paración, porque sus medidas de seguridad eran muy fuertes.
Nada de lo que estaba pensando era algo que no hubiera pensa¬do ya en sus múltiples noches de insomnio desde que los asesinaron. A veces, cuando el alegre rostro de Zia volvía a su mente, le sobrevenía un llanto tan fuerte que la asustaba. En su pesar necesitaba devolver el golpe inmediatamente, cortar la cabeza del dragón. Ya lo había hecho centrándose durante tres meses en su plan y ahora de¬bía concentrarse en llevar a cabo el resto.
Primero tenía que averiguar quién les había contratado. Un contrato privado suponía alguien con mucho dinero… o quizás no. Quizás la necesidad había sido el factor motivador. Quizás esa per¬sona se les había presentado con pruebas de que Paul estaba in¬volucrado en algo especialmente feo. Tratándose de Paul, po¬dría ser cualquier cosa, no se le ocurría que hubiera nada lo bastante bajo y sucio que pudiera presentarle problemas de conciencia. El único requisito imprescindible era que proporcionara dinero.
Pero Averill y Tina todavía conservaban un corazón idealista y también consideraba la opción de que hubieran descubierto algo que les alarmara de tal modo que les hubiera impulsado a la acción, aunque durante su carrera habían visto tantas cosas que poco podía afectarles de tal modo. ¿De qué podía tratarse?
Zia. Algo que amenazara a Zia. Para protegerla habrían luchado contra tigres con las manos vacías. Cualquier cosa que la impli¬cara a ella explicaría la urgencia y la motivación.
___ se sentó parpadeando. Por supuesto. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si no había sido el dinero, ¿qué más podía ser tan importante para ellos? Su matrimonio, su amor mutuo, la propia ___… pero ante todo, Zia.
No tenía pruebas. No las necesitaba. Conocía a sus amigos, cuánto amaban a su hija, lo importante que era en sus vidas. Esta conclusión era una mera intuición, pero le parecía correcta. No quedaba otra posibilidad.
Eso le indicaba por dónde seguir. Entre los negocios de los Ner¬vi había varios laboratorios, dedicados a todo tipo de investigaciones médicas, químicas y biológicas. Puesto que Averill y Tina consideraron que se trataba de algo que debían solucionar inmediatamente, fuera lo que fuera era inminente. Pero a pesar de su fracaso, no había sucedido nada raro que pudiera recordar, no había habido ninguna catástrofe local. Sólo podía pensar en las habituales bombas de los te¬rroristas que no necesitaban razón alguna.
Quizás no hubieran fracasado. Puede que tuvieran éxito en su misión, pero Paul les había descubierto y les había eliminado, como castigo ejemplar para que nadie más se atreviera a interferir en sus asuntos.
Tal vez el objetivo no era uno de los laboratorios, aunque parecían los blancos más probables. Paul tenía muchas propiedades repartidas por Europa. Tenía que buscar en periódicos antiguos para descubrir si había habido algún incidente en alguna propiedad de los Nervi, desde la última vez que les vio con vida y hasta la fecha de sus muertes. Paul tenía suficiente poder para mantener prácticamente silenciados a los medios, incluso del todo si lo consideraba necesario, pero quizás hallara alguna mención de algo… alguna cosa.
Sus amigos no habían hecho ningún viaje justo antes de morir. Había hablado con sus vecinos; Averill y Tina habían estado en casa y Zia en la escuela. De modo que fuera lo que fuera tenía que ser un asunto local o al menos cercano.
A la mañana siguiente iría a un cibercafé y realizaría la búsqueda. Podía hacerlo ahora, pero el sentido común le decía que era me¬jor que descansara después de un día tan largo. Allí estaba relativamente a salvo hasta de la Agencia. Nadie sabía nada de Claudia Weber y no iba a hacer nada para atraer la atención. Había tenido la previsión de comprar algo de comer en el aeropuerto, sabiendo que iba a pasar bastante tiempo en la peluquería, también había comprado algo para picar esa noche y tenía café suficiente para tomar a la mañana siguiente. De momento sus necesidades estaban cubiertas. Al día siguiente tendría que ir a comprar comida, algo que era mejor hacer a primera hora antes de que se acabaran los mejores produc-tos. Cuando lo hubiera hecho, iría a un cibercafé y se pondría manos a la obra.
Internet era fantástico, pensó Kevin. Si se conocía a la gente ade¬cuada —y él la conocía— prácticamente nada de lo que allí apare¬ciera estaba libre de escrutinio.
En primer lugar su gente había creado una lista de químicos co¬rruptos capaces de fabricar semejante veneno. Ese último requeri¬miento había reducido la lista de varios centenares a nueve, que era un número mucho más manejable.
A partir de ahí era cuestión de investigar las finanzas. Alguno habría recibido una gran suma recientemente. Quizás la persona en cuestión habría sido bastante inteligente para ingresar la suma en una cuenta numerada, pero quizás no. Aún así, habría pruebas de un movimiento de dinero en efectivo.
Había encontrado pruebas sobre el doctor Walter Speer, un mé¬dico alemán que vivía en Amsterdam. Al doctor Speer le habían despedido de una acreditada compañía de Berlín y luego de otra de Hamburgo. Luego se había trasladado a Amsterdam, donde había ido ganando para vivir pero sin hacer una fortuna. Sin embargo, el doctor Speer se había comprado recientemente un Porsche y lo ha¬bía pagado al contado. Fue un juego de niños descubrir de dónde sa¬caba el dinero Speer y tampoco fue mucho más difícil para los ex¬pertos de Kevin entrar en el sistema informático del banco. Hacía poco más de un mes el doctor Speer había depositado un millón de dólares americanos. El valor del cambio de divisas le había hecho un hombre muy feliz.
Americanos. Kevin estaba asombrado. ¿Los americanos ha¬bían pagado para asesinar a su padre? No tenía sentido. Su acuerdo con los americanos era demasiado valioso para ellos como para in¬terferir, Paul se había encargado de ello. Kevin no estaba muy de acuerdo con los tratos que tenía su padre con los americanos, pero habían funcionado durante bastantes años y no había sucedido nada que hubiera alterado el estado de las cosas.
Denise —o quienquiera que fuese— realmente había desapare¬cido hoy, ahora tenía otro vínculo con ella, descubrir quién era realmente y para quién trabajaba.
Kevin no era un hombre que perdiera el tiempo, esa misma noche tomó un avión para Amsterdam. Localizar el apartamento del doctor Speer fue muy sencillo, tanto como forzar la cerradura. Le esperó en la oscuridad hasta que apareció.
Desde el momento en que se abrió la puerta, Kevin notó el fuerte olor a alcohol y el doctor Speer se tambaleó un poco mientras encendía la luz.
Kevin le golpeó por detrás un segundo después, empujándo¬lo contra la pared para aturdirlo, luego lo tiró al suelo, se sentó encima de él a horcajadas y le asestó un buen par de puñetazos en la cara. La violencia explosiva aturde a los que no tienen experiencia, los deja en tal estado de confusión y de choque que se quedan inde¬fensos. El doctor Speer no sólo no tenía experiencia sino que estaba ebrio. No podía hacer nada para defenderse en aquel estado, pero tampoco hubiera podido en estado normal. Kevin era mucho más corpulento, joven, rápido y hábil que él.
Kevin le obligó a sentarse empujándolo contra la pared para que su cabeza recibiera otro buen golpe. Luego le cogió del cuello y se lo acercó para mirarle de cerca. Le gustó lo que vio.
En su cara ya se podían ver grandes morados y la sangre gotea¬ba de su nariz y su boca. Se le habían roto las gafas y le colgaban tor¬cidas de una oreja. Su expresión era de no comprender absolutamente nada.
Aparte de eso, el doctor Speer aparentaba tener cuarenta y po¬cos años. Tenía una buena mata de pelo castaño y una complexión fornida pero pequeña, lo que le daba cierto aspecto de oso. Antes del trabajo que le había hecho Kevin, probablemente sus facciones eran ordinarias.
—Permítame que me presente —dijo Kevin con acento ale¬mán. No hablaba bien, pero podía hacerse entender—. Soy Kevin Nervi. —Quería que el doctor supiera exactamente con quién estaba tratando. Vio que sus ojos se abrían alarmados, a pesar de su em¬briaguez todavía le quedaba algo de sentido común.
—Hace un mes usted recibió la suma de un millón de dólares americanos. ¿Quién le pagó y por qué?
—Yo, yo… ¿Qué? —tartamudeó el doctor Speer.
—El dinero. ¿Quién se lo dio?
—Una mujer. No sé su nombre.
Kevin le sacudió con tal fuerza que su cabeza se bamboleó so¬bre su cuello y sus gafas rotas salieron volando.
—¿Está seguro?
—Nunca me lo dijo —jadeó Speer.
—¿Qué aspecto tenía?
—¡Ah! —Speer parpadeó intentando centrarse en la pregunta—. Pelo castaño. Ojos castaños, creo. No me fijé mucho en su aspecto, ¿me entiende?
—¿Vieja o joven?
Speer parpadeó de nuevo varias veces.
—¿Quizás estaba en los treinta? —respondió preguntando como si no estuviera muy seguro de su memoria.
De modo que realmente había sido Denise quien le había entregado el millón de dólares. Speer no sabía quién le había dado el di¬nero a ella —ésa era otra pista a seguir— pero esto lo confirmaba todo. Kevin había sabido instintivamente que ella era la asesina desde el momento en que desapareció, pero se alegraba al confirmar que no estaba perdiendo el tiempo siguiendo pistas falsas.
—Hiciste el veneno para ella.
Speer tragó convulsivamente, pero una chispa de orgullo profesional iluminó su borrosa mirada. Ni siquiera lo negaba.
—Una obra maestra, se lo puedo asegurar. Tomé las propiedades de varias toxinas letales y las combiné. Cien por cien letal, aunque sólo se ingiera media onza. Cuando empiezan a aparecer los sín¬tomas con efecto retardado, las lesiones son tan graves que no hay ningún tratamiento. Supongo que se podría intentar un trasplante múltiple de órganos, en el supuesto de que hubiera tantos órganos disponibles en ese momento, pero si quedara alguna toxina en el organismo también atacaría a los nuevos órganos. No, no creo que funcionase.
—Gracias doctor. —Kevin sonrió, una sonrisa tan fría que si el doctor hubiera estado más sobrio se habría asustado hasta quedarse paralizado. Por el contrario le devolvió la sonrisa.
—De nada —respondió. Sus palabras todavía resonaban en el aire cuando Kevin le partió el cuello y le dejó caer como una muñeca de trapo.
___ se fue al apartamento que tenía subarrendado en Montmartre hacía varios meses, antes de haber adoptado la identidad de Denise Morel. El apartamento era diminuto, en realidad más bien era un estudio, pero tenía su cuarto de baño minúsculo. Allí tenía su ropa, intimidad y una seguridad relativa. Puesto que el subarrendamien¬to era anterior a la aparición de Denise, no era probable que ningún programa informático de búsqueda pudiera retroceder lo suficiente como para que apareciera su nombre en ninguna lista, además lo había alquilado con otra identidad: Claudia Weber, de nacionalidad alemana.
Puesto que Claudia era rubia, ___ había ido a la peluquería para sacarse el color artificial que llevaba. Se habría comprado los pro¬ductos y lo hubiera hecho ella misma, pero desteñirse era mucho más complicado que teñirse y temía estropearse el cabello. Tuvo que recortarse las puntas un par de centímetros para eliminar las que se habían quedado secas con el proceso del tinte.
Cuando se miró al espejo, por fin, volvió a ser ella misma. Las lentes de contacto de colores ya no estaban y habían regresado sus ojos azul claro. Su pelo liso volvía a ser rubio y le llegaba sólo hasta los hombros. Podría pasar al lado de Kevin Nervi y probablemente no la reconocería, al menos eso esperaba, porque justamente era eso lo que iba a hacer.
Dejó las bolsas cansinamente sobre la cama plegable impecablemente hecha y luego se tumbó a su lado. Sabía que tenía que regis¬trar el apartamento para asegurarse de que no habían entrado allí, pero se había estado forzando todo el día y ahora estaba exhausta. Si al menos pudiera dormir una hora, el mundo sería distinto.
A pesar de todo estaba contenta al comprobar que su resistencia física estaba en bastante buen estado. Estaba cansada, era cierto, pero no jadeaba para respirar, como le había advertido el doctor Giorda¬no que sucedería si esa válvula se hubiera dañado seriamente. Tampoco se había forzado indebidamente, no había estado corriendo. Por lo que todavía estaba por ver lo que pasaba con su corazón.
Cerró los ojos y en silencio se concentró en su latido; a ella le parecía normal. Bum bum, bum bum, bum bum. El doctor Gior¬dano pudo oír un soplo con su estetoscopio, pero no tenía ninguno y por lo que a ella respectaba el ritmo era totalmente normal. Tenía otras cosas de que preocuparse.
Se quedó medio dormida y su cuerpo se relajó mientras su mente empezó a darle vueltas a la situación, sondeando y reorganizando los hechos tal como ella los conocía, intentando hallar respuestas para los factores desconocidos.
No sabía con qué se habían encontrado Averill y Tina o qué les habrían dicho, pero debió ser algo que consideraron muy importante para que regresaran a un trabajo que habían abandonado hacía tiempo. Ni siquiera sabía quién les había contratado. Estaba casi segura de que no había sido la CIA. Probablemente, tampoco hubiera sido el MI-6 (Departamento de Inteligencia Británico). Aunque no dependían uno del otro, ambos gobiernos y agencias mantenían un estrecho grado de colaboración. De cualquier modo, tenían un mon¬tón de agentes disponibles y no necesitaban pedir los servicios de dos inactivos.
De hecho, no pensaba que los hubiera contratado ningún go¬bierno, más bien parecía un contrato privado. En alguna parte del maldito camino, o desde el principio: Paul Nervi había ofendi¬do, extorsionado, maltratado y asesinado. Encontrar a sus enemi¬gos no era difícil; acabar con ellos podía llevar un año o más, pero, ¿quién se había tomado la molestia de contratar a dos profesiona¬les, aunque estuvieran retirados, para vengarse? Además, ¿quién conocía el pasado de sus amigos? Averill y Tina vivían vidas normales y corrientes, se habían apartado de ese negocio para propor¬cionarle otro tipo de vida a Zia, no se habían dedicado a publicar su pasado.
Pero alguien les conocía, conocía sus aptitudes. Eso apuntaba a alguien que también había estado en el negocio o al menos en un puesto donde pudiera acceder a sus nombres. Quienquiera que fuese también sabía que no era conveniente acercarse a un asesino a sueldo, para no llamar la atención. Por el contrario, esa persona desconocida había escogido a Averill y a Tina porque… ¿por qué? ¿Por qué ellos? ¿Y por qué habían aceptado teniendo a Zia?
Sus amigos eran lo bastante jóvenes para estar en buena forma física, ésa era una razón posible para su selección. Eran buenos en su trabajo, tenían experiencia y sangre fría. Podía entender por qué habían contactado con ellos, pero no la razón por la que habían aceptado involucrarse. ¿Por dinero? No les iba mal, no eran ricos, pero tampoco lo necesitaban. Una suma verdaderamente astronó¬mica podía haberles tentado, pero con el paso de los años habían desarrollado la misma actitud respecto al dinero que tenía ella. Desde el comienzo de su carrera siempre había tenido dinero. No era algo que le preocupara, ni tampoco a Averill y a Tina. Sabía que en¬tre los dos habían reunido el suficiente dinero en efectivo para vivir con relativa comodidad durante el resto de sus vidas, además a Averill le iba bastante bien trabajando en su tienda de reparación de or¬denadores.
Ojalá alguno de ellos la hubiera llamado y le hubiera explicado lo que pensaban hacer. Su motivación debía ser importante y ella quería averiguar cuál había sido, porque así sabría cómo atacar. Su venganza no había terminado por el mero hecho de que Paul estuviera muerto, eso no era más que el primer acto. No estaría satisfecha hasta que descubriera la razón por la que se habían involucrado sus amigos y consiguiera que el mundo entero se volviera contra los Nervi, y que incluso las personas poderosas a las que había com¬prado se apresuraran a distanciarse de ellos. Quería destruir todo el castillo de naipes podridos.
Tuvo el fugaz pensamiento de que si Tina le hubiera hablado de ese trabajo, si hubiera sido tan importante como para sacarles de su retiro, quizás ella también se hubiera unido a ellos. ___ podía haber supuesto la diferencia entre el éxito o el fracaso, aunque quizás tam¬bién estaría muerta.
Pero no le habían mencionado nada en absoluto, aunque había estado cenando con ellos hacía menos de una semana. Ella se había marchado de la ciudad para un trabajo que duraría unos días o qui¬zás un poco más, pero les había dicho cuándo esperaba regresar. ¿Ya se lo habían propuesto entonces o esa oferta cayó de pronto del cie¬lo y tenían que hacer el trabajo inmediatamente? Averill y Tina no trabajaban de ese modo. Tampoco lo hacía ella. Cualquier cosa que estuviera relacionada con el clan de los Nervi requería estudio y pre¬paración, porque sus medidas de seguridad eran muy fuertes.
Nada de lo que estaba pensando era algo que no hubiera pensa¬do ya en sus múltiples noches de insomnio desde que los asesinaron. A veces, cuando el alegre rostro de Zia volvía a su mente, le sobrevenía un llanto tan fuerte que la asustaba. En su pesar necesitaba devolver el golpe inmediatamente, cortar la cabeza del dragón. Ya lo había hecho centrándose durante tres meses en su plan y ahora de¬bía concentrarse en llevar a cabo el resto.
Primero tenía que averiguar quién les había contratado. Un contrato privado suponía alguien con mucho dinero… o quizás no. Quizás la necesidad había sido el factor motivador. Quizás esa per¬sona se les había presentado con pruebas de que Paul estaba in¬volucrado en algo especialmente feo. Tratándose de Paul, po¬dría ser cualquier cosa, no se le ocurría que hubiera nada lo bastante bajo y sucio que pudiera presentarle problemas de conciencia. El único requisito imprescindible era que proporcionara dinero.
Pero Averill y Tina todavía conservaban un corazón idealista y también consideraba la opción de que hubieran descubierto algo que les alarmara de tal modo que les hubiera impulsado a la acción, aunque durante su carrera habían visto tantas cosas que poco podía afectarles de tal modo. ¿De qué podía tratarse?
Zia. Algo que amenazara a Zia. Para protegerla habrían luchado contra tigres con las manos vacías. Cualquier cosa que la impli¬cara a ella explicaría la urgencia y la motivación.
___ se sentó parpadeando. Por supuesto. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si no había sido el dinero, ¿qué más podía ser tan importante para ellos? Su matrimonio, su amor mutuo, la propia ___… pero ante todo, Zia.
No tenía pruebas. No las necesitaba. Conocía a sus amigos, cuánto amaban a su hija, lo importante que era en sus vidas. Esta conclusión era una mera intuición, pero le parecía correcta. No quedaba otra posibilidad.
Eso le indicaba por dónde seguir. Entre los negocios de los Ner¬vi había varios laboratorios, dedicados a todo tipo de investigaciones médicas, químicas y biológicas. Puesto que Averill y Tina consideraron que se trataba de algo que debían solucionar inmediatamente, fuera lo que fuera era inminente. Pero a pesar de su fracaso, no había sucedido nada raro que pudiera recordar, no había habido ninguna catástrofe local. Sólo podía pensar en las habituales bombas de los te¬rroristas que no necesitaban razón alguna.
Quizás no hubieran fracasado. Puede que tuvieran éxito en su misión, pero Paul les había descubierto y les había eliminado, como castigo ejemplar para que nadie más se atreviera a interferir en sus asuntos.
Tal vez el objetivo no era uno de los laboratorios, aunque parecían los blancos más probables. Paul tenía muchas propiedades repartidas por Europa. Tenía que buscar en periódicos antiguos para descubrir si había habido algún incidente en alguna propiedad de los Nervi, desde la última vez que les vio con vida y hasta la fecha de sus muertes. Paul tenía suficiente poder para mantener prácticamente silenciados a los medios, incluso del todo si lo consideraba necesario, pero quizás hallara alguna mención de algo… alguna cosa.
Sus amigos no habían hecho ningún viaje justo antes de morir. Había hablado con sus vecinos; Averill y Tina habían estado en casa y Zia en la escuela. De modo que fuera lo que fuera tenía que ser un asunto local o al menos cercano.
A la mañana siguiente iría a un cibercafé y realizaría la búsqueda. Podía hacerlo ahora, pero el sentido común le decía que era me¬jor que descansara después de un día tan largo. Allí estaba relativamente a salvo hasta de la Agencia. Nadie sabía nada de Claudia Weber y no iba a hacer nada para atraer la atención. Había tenido la previsión de comprar algo de comer en el aeropuerto, sabiendo que iba a pasar bastante tiempo en la peluquería, también había comprado algo para picar esa noche y tenía café suficiente para tomar a la mañana siguiente. De momento sus necesidades estaban cubiertas. Al día siguiente tendría que ir a comprar comida, algo que era mejor hacer a primera hora antes de que se acabaran los mejores produc-tos. Cuando lo hubiera hecho, iría a un cibercafé y se pondría manos a la obra.
Internet era fantástico, pensó Kevin. Si se conocía a la gente ade¬cuada —y él la conocía— prácticamente nada de lo que allí apare¬ciera estaba libre de escrutinio.
En primer lugar su gente había creado una lista de químicos co¬rruptos capaces de fabricar semejante veneno. Ese último requeri¬miento había reducido la lista de varios centenares a nueve, que era un número mucho más manejable.
A partir de ahí era cuestión de investigar las finanzas. Alguno habría recibido una gran suma recientemente. Quizás la persona en cuestión habría sido bastante inteligente para ingresar la suma en una cuenta numerada, pero quizás no. Aún así, habría pruebas de un movimiento de dinero en efectivo.
Había encontrado pruebas sobre el doctor Walter Speer, un mé¬dico alemán que vivía en Amsterdam. Al doctor Speer le habían despedido de una acreditada compañía de Berlín y luego de otra de Hamburgo. Luego se había trasladado a Amsterdam, donde había ido ganando para vivir pero sin hacer una fortuna. Sin embargo, el doctor Speer se había comprado recientemente un Porsche y lo ha¬bía pagado al contado. Fue un juego de niños descubrir de dónde sa¬caba el dinero Speer y tampoco fue mucho más difícil para los ex¬pertos de Kevin entrar en el sistema informático del banco. Hacía poco más de un mes el doctor Speer había depositado un millón de dólares americanos. El valor del cambio de divisas le había hecho un hombre muy feliz.
Americanos. Kevin estaba asombrado. ¿Los americanos ha¬bían pagado para asesinar a su padre? No tenía sentido. Su acuerdo con los americanos era demasiado valioso para ellos como para in¬terferir, Paul se había encargado de ello. Kevin no estaba muy de acuerdo con los tratos que tenía su padre con los americanos, pero habían funcionado durante bastantes años y no había sucedido nada que hubiera alterado el estado de las cosas.
Denise —o quienquiera que fuese— realmente había desapare¬cido hoy, ahora tenía otro vínculo con ella, descubrir quién era realmente y para quién trabajaba.
Kevin no era un hombre que perdiera el tiempo, esa misma noche tomó un avión para Amsterdam. Localizar el apartamento del doctor Speer fue muy sencillo, tanto como forzar la cerradura. Le esperó en la oscuridad hasta que apareció.
Desde el momento en que se abrió la puerta, Kevin notó el fuerte olor a alcohol y el doctor Speer se tambaleó un poco mientras encendía la luz.
Kevin le golpeó por detrás un segundo después, empujándo¬lo contra la pared para aturdirlo, luego lo tiró al suelo, se sentó encima de él a horcajadas y le asestó un buen par de puñetazos en la cara. La violencia explosiva aturde a los que no tienen experiencia, los deja en tal estado de confusión y de choque que se quedan inde¬fensos. El doctor Speer no sólo no tenía experiencia sino que estaba ebrio. No podía hacer nada para defenderse en aquel estado, pero tampoco hubiera podido en estado normal. Kevin era mucho más corpulento, joven, rápido y hábil que él.
Kevin le obligó a sentarse empujándolo contra la pared para que su cabeza recibiera otro buen golpe. Luego le cogió del cuello y se lo acercó para mirarle de cerca. Le gustó lo que vio.
En su cara ya se podían ver grandes morados y la sangre gotea¬ba de su nariz y su boca. Se le habían roto las gafas y le colgaban tor¬cidas de una oreja. Su expresión era de no comprender absolutamente nada.
Aparte de eso, el doctor Speer aparentaba tener cuarenta y po¬cos años. Tenía una buena mata de pelo castaño y una complexión fornida pero pequeña, lo que le daba cierto aspecto de oso. Antes del trabajo que le había hecho Kevin, probablemente sus facciones eran ordinarias.
—Permítame que me presente —dijo Kevin con acento ale¬mán. No hablaba bien, pero podía hacerse entender—. Soy Kevin Nervi. —Quería que el doctor supiera exactamente con quién estaba tratando. Vio que sus ojos se abrían alarmados, a pesar de su em¬briaguez todavía le quedaba algo de sentido común.
—Hace un mes usted recibió la suma de un millón de dólares americanos. ¿Quién le pagó y por qué?
—Yo, yo… ¿Qué? —tartamudeó el doctor Speer.
—El dinero. ¿Quién se lo dio?
—Una mujer. No sé su nombre.
Kevin le sacudió con tal fuerza que su cabeza se bamboleó so¬bre su cuello y sus gafas rotas salieron volando.
—¿Está seguro?
—Nunca me lo dijo —jadeó Speer.
—¿Qué aspecto tenía?
—¡Ah! —Speer parpadeó intentando centrarse en la pregunta—. Pelo castaño. Ojos castaños, creo. No me fijé mucho en su aspecto, ¿me entiende?
—¿Vieja o joven?
Speer parpadeó de nuevo varias veces.
—¿Quizás estaba en los treinta? —respondió preguntando como si no estuviera muy seguro de su memoria.
De modo que realmente había sido Denise quien le había entregado el millón de dólares. Speer no sabía quién le había dado el di¬nero a ella —ésa era otra pista a seguir— pero esto lo confirmaba todo. Kevin había sabido instintivamente que ella era la asesina desde el momento en que desapareció, pero se alegraba al confirmar que no estaba perdiendo el tiempo siguiendo pistas falsas.
—Hiciste el veneno para ella.
Speer tragó convulsivamente, pero una chispa de orgullo profesional iluminó su borrosa mirada. Ni siquiera lo negaba.
—Una obra maestra, se lo puedo asegurar. Tomé las propiedades de varias toxinas letales y las combiné. Cien por cien letal, aunque sólo se ingiera media onza. Cuando empiezan a aparecer los sín¬tomas con efecto retardado, las lesiones son tan graves que no hay ningún tratamiento. Supongo que se podría intentar un trasplante múltiple de órganos, en el supuesto de que hubiera tantos órganos disponibles en ese momento, pero si quedara alguna toxina en el organismo también atacaría a los nuevos órganos. No, no creo que funcionase.
—Gracias doctor. —Kevin sonrió, una sonrisa tan fría que si el doctor hubiera estado más sobrio se habría asustado hasta quedarse paralizado. Por el contrario le devolvió la sonrisa.
—De nada —respondió. Sus palabras todavía resonaban en el aire cuando Kevin le partió el cuello y le dejó caer como una muñeca de trapo.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 7
A la mañana siguiente Jonas estaba tumbado en la cama de su hotel mirando al techo e intentando conectar los cabos sueltos. En el exterior una fría y densa lluvia de noviembre golpeaba los cristales; todavía no se había acabado de aclimatar, ya que estaba acostumbrado al cálido clima de Sudamérica, por lo que tenía frío, aunque se hallaba metido en la cama. Entre la lluvia y el cambio de horario, consideraba que necesitaba un descanso. Además, no es que estuvie¬ra haciendo el vago, sino que estaba pensando.
No conocía a ___, por lo que le faltaba información para averi¬guar lo que iba a hacer. Hasta el momento había demostrado tener imaginación, ser atrevida, tener sangre fría; tendría que estar en ple¬na forma para adelantarse a ella. Pero le gustaban los retos, de modo que en lugar de recorrer París con su foto e ir preguntando a extra¬ños si habían visto a esa mujer —sí, eso podría funcionar— intentó anticiparse a lo que haría a continuación, a fin de conseguir esa ventaja que necesitaba sobre ella.
Fue enumerando mentalmente lo que sabía de ella, que no era demasiado.
Punto A: Paul Nervi había asesinado a sus amigos.
Punto B: Ella había matado a Paul Nervi.
Por lógica eso sería el fin. Misión cumplida, salvo por el peque¬ño detalle de huir con vida de Kevin Nervi. Pero lo había conse¬guido, se había escapado a Londres, se había puesto ese disfraz me¬tamórfico y había vuelto atrás. Posiblemente estuviera de nuevo en París, utilizando otra de sus aparentemente interminables identida¬des. También podía haber abandonado el aeropuerto, haber vuelto a cambiar de aspecto, luego haber vuelto y haber tomado otro vuelo. Ella tenía que saber que todo lo que cualquier pasajero hacía en un aeropuerto, fuera de los servicios, quedaba grabado en alguna cáma¬ra, así que podía esperar que al final quienquiera que la estuviera buscando acabase descubriendo los transbordos que había realizado, revisase la lista de pasajeros y finalmente dedujese las identidades que había utilizado. Se había visto obligada a realizar esos cambios tan rápidos para deshacerse de Kevin Nervi y ganar tiempo, aunque ello supusiera quemar tres identidades y no poder volver a uti¬lizarlas sin despertar todo tipo de sospechas.
Con ese tiempo, sin embargo, podía haber dejado el aeropuerto y haber asumido otro nombre y aspecto, que no hubiera sido captado por las cámaras del aeropuerto. Sus documentos eran buenos, de¬bía tener buenos contactos. Podía haber atravesado los controles del aeropuerto sin problema alguno. Ahora podría estar en cualquier parte. De nuevo en Londres, echando una cabezada en un vuelo nocturno a los Estados Unidos o incluso durmiendo en la habita¬ción contigua a la suya.
Había regresado a París. Eso tenía que significar algo. Logísticamente tenía sentido; el vuelo era corto, le daba margen para ate¬rrizar y salir antes de que los de seguridad tuvieran tiempo de revi¬sar varias veces el vídeo para averiguar cómo lo había hecho, luego, por eliminación reducir la lista de pasajeros hasta descubrir el nom¬bre que había utilizado. Al regresar a París también involucraba a otro gobierno y otra burocracia, lo cual retrasaba todavía más el proceso. Sin embargo, también podía haber hecho lo mismo volan¬do a cualquier otro país europeo. Aunque el vuelo Londres-París duraba sólo una hora, Bruselas, todavía estaba más cerca. Lo mismo sucedía con Amsterdam y La Haya.
Jonas entrelazó sus manos por detrás de su cabeza y frunció el entrecejo mirando al techo. En ese razonamiento faltaba algo importante. Podía haber salido del aeropuerto y haber ido a otro lu¬gar alejado hasta que alguien hubiera reparado en revisar las cintas de seguridad y descubriera el disfraz que había utilizado. Si no quería quedarse en Londres, simplemente podía haberse cambiado el disfraz y haber regresado unas horas más tarde para tomar otro vuelo y nadie habría realizado ninguna conexión. Habría estado a sus anchas. De hecho, eso habría sido mucho más inteligente que quedarse en el aeropuerto con todas esas cámaras de vigilancia. ¿Por qué no lo había hecho? O pensaba que nadie descubriría su cambio de identidad o tenía una buena razón para regresar a París en esos momentos.
Estaba claro, que ella no era una oficial superior, con formación en espionaje, los asesinos a sueldo eran contratados para cada trabajo, se les enviaba a realizar una misión en concreto. En su archivo no se mencionaba nada de que tuviera formación en disfraces o en téc¬nicas de evasión. Tenía que saber que la Agencia iría tras ella por lo del caso Nervi, pero era posible que no conociera el alcance de la vi¬gilancia en los aeropuertos principales.
Él no pondría las manos al fuego.
A pesar de todo era muy inteligente. Sabía que las cámaras seguirían todos sus movimientos, aunque había dado suficientes rodeos como para tenerlas ocupadas durante un rato. Puede que decidie¬ra que darles más tiempo, al dejar Heathrow y regresar después, les daría la oportunidad de… hacer algo. No sabía qué. ¿Escanear su rostro en un banco de datos de reconocimiento facial? Ella estaba en el banco de datos de la Agencia, pero en ningún otro. Sin embargo, si alguien hubiera escaneado su estructura facial en la base de datos de la Interpol, las cámaras de entrada al aeropuerto la habrían reco¬nocido antes de que pudiera llegar a la puerta de embarque. Sí, po¬día ser eso. Puede que temiera que Kevin Nervi intentara intro-ducirla en los datos de la Interpol.
¿Cómo podría evitar ese peligro? Mediante cirugía estética, por una parte. De nuevo, eso sería lo más inteligente para una mujer que huye. Pero no había optado por eso, sino por regresar a París. Qui¬zás esconderse y no volver a aparecer hasta que le hubieran realizado la cirugía supondría demasiado tiempo. Quizás tuviera alguna li¬mitación de tiempo para hacer algo que se había propuesto.
¿Cómo…? ¿Ir a Disneylandia París? ¿A dar una vuelta por el Louvre?
Quizás matar a Paul Nervi no era más que el primer acto, en lugar de un fin. Quizás supiera que lo mejor de la Agencia —con¬cretamente él, aunque no le conociera de nada— iba tras ella y que sólo era cuestión de tiempo que la encontraran. Ese tipo de fe en sus habilidades le hacía sentirse bien por dentro. De cualquier modo su línea de pensamiento iba bien encaminada: había algo que quería ha¬cer, algo urgente que era cuestión de horas y temía no tener tiempo para realizarlo.
Jonas rezongó y se sentó frotándose la cara con las manos. No obstante, ese razonamiento también tenía un punto débil. Podría ha¬ber tenido más oportunidades de realizar su misión si se hubiera quedado en Inglaterra y se hubiera sometido a una cirugía estética. No dejaba de pensar en eso. Lo único que justificaba sus acciones es que hubiera una bomba metafórica en alguna parte, algo que no po¬día esperar y que se debía realizar ahora o al menos en un breve pe¬ríodo de tiempo. Pero si realmente había algo así, algo que plantea¬ba un peligro para el mundo, lo único que tenía que hacer era coger el teléfono, llamar y dejar que un grupo de expertos se hiciera cargo del asunto en lugar de ir de llanera solitaria.
«Peligro mundial» como motivación quedaba eliminado.
Entonces, algo personal. Algo que quería hacer ella sola y que sentía que debía realizar lo antes posible.
Reflexionó sobre lo que había visto en su ficha. Su motivación para matar a Paul Nervi eran las muertes hacía unos meses de una pareja de amigos y de su hija adoptiva. Había sido inteligente y había realizado su trabajo preliminar, se había tomado su tiempo para acercarse a Nervi para poder hacer su trabajo. Entonces, ¿por qué no estaba actuando con la misma cautela? ¿Por qué una agente inteligente y profesional estaba haciendo algo tan torpe que acabaría con su arresto?
«Olvidemos la motivación», pensó de pronto. Él era un hom¬bre, podía volverse loco intentando averiguar lo que pasaba por la mente de una mujer. Si tuviera que escoger el escenario más proba¬ble, se inclinaría a pensar a que no había terminado con los Nervi. Les había asestado un duro golpe, pero ahora estaba cerrando el círculo para asestar otro aún peor. La habían herido en lo más profundo y les haría pagar por ello.
Suspiró de satisfacción. Eso era. Eso tenía sentido. Maldita sea, eso era un móvil perfecto. Había perdido a sus seres queridos e iba a vengarse a cualquier precio. El razonamiento era simple y claro, sin necesidad de todo el «por qué hizo esto o por qué no lo hizo».
Se lo comunicaría a Frank Vinay dentro de unas horas cuando ya hubiera amanecido en el distrito de Columbia, pero su instinto le decía que iba por buen camino y empezaría a hacer averiguacio¬nes antes de hablar con Vinay. Sólo tenía que decidir por dónde iba a empezar.
Todo se remontaba a sus amigos. Lo que quiera que estuvieran haciendo fastidió a Nervi, eso mismo sería el objetivo de ___ a modo de justicia poética.
Volvió a revisar mentalmente la ficha que había leído en el des¬pacho de Vinay. No se había llevado ninguna documentación porque eso hubiera puesto en peligro su seguridad, ningún ojo indiscreto po¬dría leer lo que no estaba. Confiaba en su excelente memoria, que re-cordó los nombres de Averill y Christina Joubran, asesinos a sueldo retirados. Averill era canadiense y Christina americana, pero vivían en Francia y se habían retirado por completo hacía doce años. ¿Qué podía haber inducido a Paul Nervi a asesinarlos?
Muy bien, primero tenía que averiguar dónde vivían y cómo murieron, qué otras amistades tenían además de ___ Mansfield y si le habían contado a alguien que sucedía algo anormal. Quizás Ner¬vi estuviera fabricando armas biológicas y se las estuviera vendien¬do a los norcoreanos, pero volvió a pensar, si sus amigos se hubieran enterado de algo así ¿por qué no habían llamado a sus antiguos jefes y se lo habían comunicado? Unos idiotas hubieran intentando arre¬glar las cosas ellos mismos, pero los asesinos a sueldo no eran idio¬tas, por que si lo fueran estarían muertos.
Ese no había sido un pensamiento muy acertado porque los Joubran sí estaban muertos. ¡Vaya!
Antes de volver a dar vueltas, Jonas se levantó de la cama y se duchó, luego llamó al servicio de habitaciones para que le trajeran el desayuno. Se había instalado en el Bristol en los Campos Elíseos porque tenía parking y un servicio de habitaciones de veinticuatro horas. También era caro, pero necesitaba el parking para el coche que había alquilado la noche anterior y el servicio de habitaciones porque era posible que hiciera un horario un tanto extraño. Además los cuartos de baño de mármol eran fantásticos.
Fue mientras se estaba comiendo su croissant con mermelada cuando se le ocurrió algo: los Joubran no habían descubierto nada. Los habían contratado para hacer un trabajo y o bien algo había ido mal o habían tenido éxito y les habían asesinado después, cuando Nervi los descubrió.
Puede que ___ ya supiera de qué se trataba, en cuyo caso él to¬davía estaría intentando ponerse al día. Pero si no era así —y bien podía ser, puesto que ella había estado fuera en una misión cuando los asesinaron— entonces, seguro que intentaría averiguar quién ha¬bía contratado a sus amigos y por qué. Básicamente, se estaría ha¬ciendo las mismas preguntas sobre las mismas personas a las que Jonas intentaba entrevistar. ¿Qué probabilidades había de que sus caminos se cruzaran en alguna parte?
Al principio no le gustaba esa idea, pero ahora cada vez le parecía mejor. Un buen punto de partida sería averiguar si le había suce¬dido algo a algún negocio de los Nervi, la semana antes de los asesi¬natos. ___ revisaría los periódicos, que quizás hicieran mención o no de algún problema relacionado con los Nervi; se encontraba en una posición en la que podía recurrir directamente a la policía fran¬cesa, pero no sabrían tan deprisa quién era o dónde se alojaba. Frank Vinay quería que este asunto se mantuviera lo más secreto posible, no sería conveniente para las relaciones diplomáticas con los france¬ses que éstos se enteraran de que una asesina a sueldo de la CIA ha¬bía asesinado a alguien con tantos contactos políticos como Paul Nervi, que aunque no fuera un ciudadano francés, vivía en París y tenía muchos amigos en el gobierno.
Consultó la guía telefónica para averiguar la dirección de los Joubran, pero no salían. No le extrañó.
La buena suerte de Jonas era que trabajaba para una agencia que recopilaba las noticias más insignificantes que tenían lugar en cual¬quier parte del mundo, la catalogaba y analizaba. Otra ventaja era que esa vía de información de la agencia estaba abierta veinticuatro horas al día.
Utilizó su teléfono móvil para llamar a Langley, con el habitual proceso de identificación y verificación, pero al cabo de un minuto estaba hablando con la persona que estaba al corriente de los he¬chos, Patrick Washington. Jonas se identificó y le dijo lo que nece¬sitaba.
—Espera un momento —dijo Patrick y Jonas esperó y esperó.
A los diez minutos Patrick regresó.
—Siento haber tardado tanto, tuve que revisar dos veces una cosa. —Lo que quería decir que se había asegurado sobre Jonas—. Sí hubo un incidente en un laboratorio el veinticinco de agosto, hubo una explosión controlada y un incendio. Según los informes, los daños fueron mínimos.
Los Joubran fueron asesinados el 28 de agosto. El incidente en el laboratorio tuvo que ser el desencadenante.
—¿Tienes la dirección del laboratorio?
—Ahora mismo.
Jonas oyó cómo tecleaba y luego Patrick le dio la información.
—Número 7 de la calle Capucines, justo a las afueras de París.
Eso era una zona muy amplia.
—¿Al norte, al este, al sur o al oeste?
—Déjame utilizar un buscador de calles. —Tecleó más—. Al este.
—¿Cómo se llama el laboratorio?
—Nada original. Laboratorios Nervi.
—Sí, correcto.
Jonas mentalmente tradujo el nombre al francés.
—¿Necesitas algo más?
—Sí. La dirección de Averill y Christina Joubran. Eran asesinos a sueldo retirados. Los contratábamos esporádicamente.
—¿Cuánto tiempo hace?
—A principio de los noventa.
—Un minuto. —Volvió a escuchar el tecleo.
—Aquí está —y recitó la dirección—. ¿Algo más?
—No, eso es todo. Eres un buen colega, Washington.
—Gracias señor.
El «señor» había verificado que Patrick realmente había com¬probado dos veces la identidad de Jonas y su autorización. Puso el nombre de Patrick en su lista mental de personas a las que podía recurrir, porque le gustó que fuera precavido y que no hubiera dado nada por hecho.
Jonas miró por la ventana: todavía llovía. No soportaba la llu¬via. Había pasado demasiadas horas en un clima tropical con las típicas tormentas repentinas que le habían dejado empapado hasta los huesos y llevar la ropa mojada era una experiencia que le desagrada¬ba profundamente. Hacía mucho tiempo que no estaba en un clima frío y húmedo, por lo que recordaba era peor que estar mojado y te¬ner calor. No se había llevado ningún impermeable. Ni siquiera sa¬bía si tenía alguno y no tenía tiempo de ir de compras.
Miró su reloj. Las ocho y diez, las tiendas todavía no habían abierto. Resolvió el problema llamando a recepción y encargando un impermeable de su talla, que se lo llevaran a la habitación y se lo cargaran a su cuenta. Eso no evitaría que se mojara esa mañana, pues no tenía tiempo para esperar a que se lo trajeran. Al menos sólo se expondría a la lluvia al entrar y salir de su coche de alquiler, no como otras veces que había tenido que andar kilómetros por la jungla bajo la lluvia.
Había alquilado un Jaguar porque siempre había querido llevar uno y también porque cuando la noche pasada llegó a la oficina de alquiler de coches sólo quedaban coches caros, aunque hubiera cru¬zado el Canal «más rápido» de lo habitual gracias al amigo de Mu¬rray de la OTAN. Pensó que dedicaría la cantidad habitual para al¬quiler de coches y que la diferencia la pagaría con el dinero para sus otros gastos. No había regla que no le gustara manipular, pero era escrupulosamente honesto con las cuentas. Sabía que era más fácil que le cortaran las pelotas por cuestiones económicas que por nin¬guna otra razón. Por aprecio a las mismas, procuraba evitar situa¬ciones conflictivas innecesarias.
Abandonó el Bristol al volante del Jaguar, empapándose del olor a cuero de la tapicería. Si las mujeres realmente quisieran oler bien para los hombres llevarían un perfume que oliera como un coche nuevo, pensó.
Con esa feliz idea en su cabeza se sumergió en el tráfico parisi¬no. Hacía años que no había estado en París, pero recordaba que el más valiente e insensato era el que conseguía el derecho a pasar. La norma era ceder el paso a la derecha, pero en la práctica había que pasársela por el forro. Le cortó el paso a un taxi por la izquierda, cuyo conductor tuvo que apretar el pedal del freno y le lanzó una sarta de insultos en francés, pero Jonas aceleró y se metió en el es¬pacio que quedaba entre ambos vehículos. ¡Vaya, eso era divertido! Las calles mojadas hacían que aumentara el factor de lo imprevisible, lo cual subía su nivel de adrenalina.
Se abrió paso hasta llegar al sur del barrio de Montparnasse, donde habían vivido los Joubran, de vez en cuando consultaba un plano de la ciudad. Luego se dirigiría al laboratorio de los Nervi, para echar un vistazo a los alrededores y a las medidas de seguridad más visibles, pero ahora quería ir donde era más posible que se ha¬llara ___ Mansfield.
Había llegado el momento de lucirse en la carretera. Tras la ex¬traordinaria persecución a la que le había inducido el día anterior, estaba impaciente por volver a hacer un pulso con ella. No tenía la menor duda de que él acabaría ganando, aunque la diversión estaba en el juego.
A la mañana siguiente Jonas estaba tumbado en la cama de su hotel mirando al techo e intentando conectar los cabos sueltos. En el exterior una fría y densa lluvia de noviembre golpeaba los cristales; todavía no se había acabado de aclimatar, ya que estaba acostumbrado al cálido clima de Sudamérica, por lo que tenía frío, aunque se hallaba metido en la cama. Entre la lluvia y el cambio de horario, consideraba que necesitaba un descanso. Además, no es que estuvie¬ra haciendo el vago, sino que estaba pensando.
No conocía a ___, por lo que le faltaba información para averi¬guar lo que iba a hacer. Hasta el momento había demostrado tener imaginación, ser atrevida, tener sangre fría; tendría que estar en ple¬na forma para adelantarse a ella. Pero le gustaban los retos, de modo que en lugar de recorrer París con su foto e ir preguntando a extra¬ños si habían visto a esa mujer —sí, eso podría funcionar— intentó anticiparse a lo que haría a continuación, a fin de conseguir esa ventaja que necesitaba sobre ella.
Fue enumerando mentalmente lo que sabía de ella, que no era demasiado.
Punto A: Paul Nervi había asesinado a sus amigos.
Punto B: Ella había matado a Paul Nervi.
Por lógica eso sería el fin. Misión cumplida, salvo por el peque¬ño detalle de huir con vida de Kevin Nervi. Pero lo había conse¬guido, se había escapado a Londres, se había puesto ese disfraz me¬tamórfico y había vuelto atrás. Posiblemente estuviera de nuevo en París, utilizando otra de sus aparentemente interminables identida¬des. También podía haber abandonado el aeropuerto, haber vuelto a cambiar de aspecto, luego haber vuelto y haber tomado otro vuelo. Ella tenía que saber que todo lo que cualquier pasajero hacía en un aeropuerto, fuera de los servicios, quedaba grabado en alguna cáma¬ra, así que podía esperar que al final quienquiera que la estuviera buscando acabase descubriendo los transbordos que había realizado, revisase la lista de pasajeros y finalmente dedujese las identidades que había utilizado. Se había visto obligada a realizar esos cambios tan rápidos para deshacerse de Kevin Nervi y ganar tiempo, aunque ello supusiera quemar tres identidades y no poder volver a uti¬lizarlas sin despertar todo tipo de sospechas.
Con ese tiempo, sin embargo, podía haber dejado el aeropuerto y haber asumido otro nombre y aspecto, que no hubiera sido captado por las cámaras del aeropuerto. Sus documentos eran buenos, de¬bía tener buenos contactos. Podía haber atravesado los controles del aeropuerto sin problema alguno. Ahora podría estar en cualquier parte. De nuevo en Londres, echando una cabezada en un vuelo nocturno a los Estados Unidos o incluso durmiendo en la habita¬ción contigua a la suya.
Había regresado a París. Eso tenía que significar algo. Logísticamente tenía sentido; el vuelo era corto, le daba margen para ate¬rrizar y salir antes de que los de seguridad tuvieran tiempo de revi¬sar varias veces el vídeo para averiguar cómo lo había hecho, luego, por eliminación reducir la lista de pasajeros hasta descubrir el nom¬bre que había utilizado. Al regresar a París también involucraba a otro gobierno y otra burocracia, lo cual retrasaba todavía más el proceso. Sin embargo, también podía haber hecho lo mismo volan¬do a cualquier otro país europeo. Aunque el vuelo Londres-París duraba sólo una hora, Bruselas, todavía estaba más cerca. Lo mismo sucedía con Amsterdam y La Haya.
Jonas entrelazó sus manos por detrás de su cabeza y frunció el entrecejo mirando al techo. En ese razonamiento faltaba algo importante. Podía haber salido del aeropuerto y haber ido a otro lu¬gar alejado hasta que alguien hubiera reparado en revisar las cintas de seguridad y descubriera el disfraz que había utilizado. Si no quería quedarse en Londres, simplemente podía haberse cambiado el disfraz y haber regresado unas horas más tarde para tomar otro vuelo y nadie habría realizado ninguna conexión. Habría estado a sus anchas. De hecho, eso habría sido mucho más inteligente que quedarse en el aeropuerto con todas esas cámaras de vigilancia. ¿Por qué no lo había hecho? O pensaba que nadie descubriría su cambio de identidad o tenía una buena razón para regresar a París en esos momentos.
Estaba claro, que ella no era una oficial superior, con formación en espionaje, los asesinos a sueldo eran contratados para cada trabajo, se les enviaba a realizar una misión en concreto. En su archivo no se mencionaba nada de que tuviera formación en disfraces o en téc¬nicas de evasión. Tenía que saber que la Agencia iría tras ella por lo del caso Nervi, pero era posible que no conociera el alcance de la vi¬gilancia en los aeropuertos principales.
Él no pondría las manos al fuego.
A pesar de todo era muy inteligente. Sabía que las cámaras seguirían todos sus movimientos, aunque había dado suficientes rodeos como para tenerlas ocupadas durante un rato. Puede que decidie¬ra que darles más tiempo, al dejar Heathrow y regresar después, les daría la oportunidad de… hacer algo. No sabía qué. ¿Escanear su rostro en un banco de datos de reconocimiento facial? Ella estaba en el banco de datos de la Agencia, pero en ningún otro. Sin embargo, si alguien hubiera escaneado su estructura facial en la base de datos de la Interpol, las cámaras de entrada al aeropuerto la habrían reco¬nocido antes de que pudiera llegar a la puerta de embarque. Sí, po¬día ser eso. Puede que temiera que Kevin Nervi intentara intro-ducirla en los datos de la Interpol.
¿Cómo podría evitar ese peligro? Mediante cirugía estética, por una parte. De nuevo, eso sería lo más inteligente para una mujer que huye. Pero no había optado por eso, sino por regresar a París. Qui¬zás esconderse y no volver a aparecer hasta que le hubieran realizado la cirugía supondría demasiado tiempo. Quizás tuviera alguna li¬mitación de tiempo para hacer algo que se había propuesto.
¿Cómo…? ¿Ir a Disneylandia París? ¿A dar una vuelta por el Louvre?
Quizás matar a Paul Nervi no era más que el primer acto, en lugar de un fin. Quizás supiera que lo mejor de la Agencia —con¬cretamente él, aunque no le conociera de nada— iba tras ella y que sólo era cuestión de tiempo que la encontraran. Ese tipo de fe en sus habilidades le hacía sentirse bien por dentro. De cualquier modo su línea de pensamiento iba bien encaminada: había algo que quería ha¬cer, algo urgente que era cuestión de horas y temía no tener tiempo para realizarlo.
Jonas rezongó y se sentó frotándose la cara con las manos. No obstante, ese razonamiento también tenía un punto débil. Podría ha¬ber tenido más oportunidades de realizar su misión si se hubiera quedado en Inglaterra y se hubiera sometido a una cirugía estética. No dejaba de pensar en eso. Lo único que justificaba sus acciones es que hubiera una bomba metafórica en alguna parte, algo que no po¬día esperar y que se debía realizar ahora o al menos en un breve pe¬ríodo de tiempo. Pero si realmente había algo así, algo que plantea¬ba un peligro para el mundo, lo único que tenía que hacer era coger el teléfono, llamar y dejar que un grupo de expertos se hiciera cargo del asunto en lugar de ir de llanera solitaria.
«Peligro mundial» como motivación quedaba eliminado.
Entonces, algo personal. Algo que quería hacer ella sola y que sentía que debía realizar lo antes posible.
Reflexionó sobre lo que había visto en su ficha. Su motivación para matar a Paul Nervi eran las muertes hacía unos meses de una pareja de amigos y de su hija adoptiva. Había sido inteligente y había realizado su trabajo preliminar, se había tomado su tiempo para acercarse a Nervi para poder hacer su trabajo. Entonces, ¿por qué no estaba actuando con la misma cautela? ¿Por qué una agente inteligente y profesional estaba haciendo algo tan torpe que acabaría con su arresto?
«Olvidemos la motivación», pensó de pronto. Él era un hom¬bre, podía volverse loco intentando averiguar lo que pasaba por la mente de una mujer. Si tuviera que escoger el escenario más proba¬ble, se inclinaría a pensar a que no había terminado con los Nervi. Les había asestado un duro golpe, pero ahora estaba cerrando el círculo para asestar otro aún peor. La habían herido en lo más profundo y les haría pagar por ello.
Suspiró de satisfacción. Eso era. Eso tenía sentido. Maldita sea, eso era un móvil perfecto. Había perdido a sus seres queridos e iba a vengarse a cualquier precio. El razonamiento era simple y claro, sin necesidad de todo el «por qué hizo esto o por qué no lo hizo».
Se lo comunicaría a Frank Vinay dentro de unas horas cuando ya hubiera amanecido en el distrito de Columbia, pero su instinto le decía que iba por buen camino y empezaría a hacer averiguacio¬nes antes de hablar con Vinay. Sólo tenía que decidir por dónde iba a empezar.
Todo se remontaba a sus amigos. Lo que quiera que estuvieran haciendo fastidió a Nervi, eso mismo sería el objetivo de ___ a modo de justicia poética.
Volvió a revisar mentalmente la ficha que había leído en el des¬pacho de Vinay. No se había llevado ninguna documentación porque eso hubiera puesto en peligro su seguridad, ningún ojo indiscreto po¬dría leer lo que no estaba. Confiaba en su excelente memoria, que re-cordó los nombres de Averill y Christina Joubran, asesinos a sueldo retirados. Averill era canadiense y Christina americana, pero vivían en Francia y se habían retirado por completo hacía doce años. ¿Qué podía haber inducido a Paul Nervi a asesinarlos?
Muy bien, primero tenía que averiguar dónde vivían y cómo murieron, qué otras amistades tenían además de ___ Mansfield y si le habían contado a alguien que sucedía algo anormal. Quizás Ner¬vi estuviera fabricando armas biológicas y se las estuviera vendien¬do a los norcoreanos, pero volvió a pensar, si sus amigos se hubieran enterado de algo así ¿por qué no habían llamado a sus antiguos jefes y se lo habían comunicado? Unos idiotas hubieran intentando arre¬glar las cosas ellos mismos, pero los asesinos a sueldo no eran idio¬tas, por que si lo fueran estarían muertos.
Ese no había sido un pensamiento muy acertado porque los Joubran sí estaban muertos. ¡Vaya!
Antes de volver a dar vueltas, Jonas se levantó de la cama y se duchó, luego llamó al servicio de habitaciones para que le trajeran el desayuno. Se había instalado en el Bristol en los Campos Elíseos porque tenía parking y un servicio de habitaciones de veinticuatro horas. También era caro, pero necesitaba el parking para el coche que había alquilado la noche anterior y el servicio de habitaciones porque era posible que hiciera un horario un tanto extraño. Además los cuartos de baño de mármol eran fantásticos.
Fue mientras se estaba comiendo su croissant con mermelada cuando se le ocurrió algo: los Joubran no habían descubierto nada. Los habían contratado para hacer un trabajo y o bien algo había ido mal o habían tenido éxito y les habían asesinado después, cuando Nervi los descubrió.
Puede que ___ ya supiera de qué se trataba, en cuyo caso él to¬davía estaría intentando ponerse al día. Pero si no era así —y bien podía ser, puesto que ella había estado fuera en una misión cuando los asesinaron— entonces, seguro que intentaría averiguar quién ha¬bía contratado a sus amigos y por qué. Básicamente, se estaría ha¬ciendo las mismas preguntas sobre las mismas personas a las que Jonas intentaba entrevistar. ¿Qué probabilidades había de que sus caminos se cruzaran en alguna parte?
Al principio no le gustaba esa idea, pero ahora cada vez le parecía mejor. Un buen punto de partida sería averiguar si le había suce¬dido algo a algún negocio de los Nervi, la semana antes de los asesi¬natos. ___ revisaría los periódicos, que quizás hicieran mención o no de algún problema relacionado con los Nervi; se encontraba en una posición en la que podía recurrir directamente a la policía fran¬cesa, pero no sabrían tan deprisa quién era o dónde se alojaba. Frank Vinay quería que este asunto se mantuviera lo más secreto posible, no sería conveniente para las relaciones diplomáticas con los france¬ses que éstos se enteraran de que una asesina a sueldo de la CIA ha¬bía asesinado a alguien con tantos contactos políticos como Paul Nervi, que aunque no fuera un ciudadano francés, vivía en París y tenía muchos amigos en el gobierno.
Consultó la guía telefónica para averiguar la dirección de los Joubran, pero no salían. No le extrañó.
La buena suerte de Jonas era que trabajaba para una agencia que recopilaba las noticias más insignificantes que tenían lugar en cual¬quier parte del mundo, la catalogaba y analizaba. Otra ventaja era que esa vía de información de la agencia estaba abierta veinticuatro horas al día.
Utilizó su teléfono móvil para llamar a Langley, con el habitual proceso de identificación y verificación, pero al cabo de un minuto estaba hablando con la persona que estaba al corriente de los he¬chos, Patrick Washington. Jonas se identificó y le dijo lo que nece¬sitaba.
—Espera un momento —dijo Patrick y Jonas esperó y esperó.
A los diez minutos Patrick regresó.
—Siento haber tardado tanto, tuve que revisar dos veces una cosa. —Lo que quería decir que se había asegurado sobre Jonas—. Sí hubo un incidente en un laboratorio el veinticinco de agosto, hubo una explosión controlada y un incendio. Según los informes, los daños fueron mínimos.
Los Joubran fueron asesinados el 28 de agosto. El incidente en el laboratorio tuvo que ser el desencadenante.
—¿Tienes la dirección del laboratorio?
—Ahora mismo.
Jonas oyó cómo tecleaba y luego Patrick le dio la información.
—Número 7 de la calle Capucines, justo a las afueras de París.
Eso era una zona muy amplia.
—¿Al norte, al este, al sur o al oeste?
—Déjame utilizar un buscador de calles. —Tecleó más—. Al este.
—¿Cómo se llama el laboratorio?
—Nada original. Laboratorios Nervi.
—Sí, correcto.
Jonas mentalmente tradujo el nombre al francés.
—¿Necesitas algo más?
—Sí. La dirección de Averill y Christina Joubran. Eran asesinos a sueldo retirados. Los contratábamos esporádicamente.
—¿Cuánto tiempo hace?
—A principio de los noventa.
—Un minuto. —Volvió a escuchar el tecleo.
—Aquí está —y recitó la dirección—. ¿Algo más?
—No, eso es todo. Eres un buen colega, Washington.
—Gracias señor.
El «señor» había verificado que Patrick realmente había com¬probado dos veces la identidad de Jonas y su autorización. Puso el nombre de Patrick en su lista mental de personas a las que podía recurrir, porque le gustó que fuera precavido y que no hubiera dado nada por hecho.
Jonas miró por la ventana: todavía llovía. No soportaba la llu¬via. Había pasado demasiadas horas en un clima tropical con las típicas tormentas repentinas que le habían dejado empapado hasta los huesos y llevar la ropa mojada era una experiencia que le desagrada¬ba profundamente. Hacía mucho tiempo que no estaba en un clima frío y húmedo, por lo que recordaba era peor que estar mojado y te¬ner calor. No se había llevado ningún impermeable. Ni siquiera sa¬bía si tenía alguno y no tenía tiempo de ir de compras.
Miró su reloj. Las ocho y diez, las tiendas todavía no habían abierto. Resolvió el problema llamando a recepción y encargando un impermeable de su talla, que se lo llevaran a la habitación y se lo cargaran a su cuenta. Eso no evitaría que se mojara esa mañana, pues no tenía tiempo para esperar a que se lo trajeran. Al menos sólo se expondría a la lluvia al entrar y salir de su coche de alquiler, no como otras veces que había tenido que andar kilómetros por la jungla bajo la lluvia.
Había alquilado un Jaguar porque siempre había querido llevar uno y también porque cuando la noche pasada llegó a la oficina de alquiler de coches sólo quedaban coches caros, aunque hubiera cru¬zado el Canal «más rápido» de lo habitual gracias al amigo de Mu¬rray de la OTAN. Pensó que dedicaría la cantidad habitual para al¬quiler de coches y que la diferencia la pagaría con el dinero para sus otros gastos. No había regla que no le gustara manipular, pero era escrupulosamente honesto con las cuentas. Sabía que era más fácil que le cortaran las pelotas por cuestiones económicas que por nin¬guna otra razón. Por aprecio a las mismas, procuraba evitar situa¬ciones conflictivas innecesarias.
Abandonó el Bristol al volante del Jaguar, empapándose del olor a cuero de la tapicería. Si las mujeres realmente quisieran oler bien para los hombres llevarían un perfume que oliera como un coche nuevo, pensó.
Con esa feliz idea en su cabeza se sumergió en el tráfico parisi¬no. Hacía años que no había estado en París, pero recordaba que el más valiente e insensato era el que conseguía el derecho a pasar. La norma era ceder el paso a la derecha, pero en la práctica había que pasársela por el forro. Le cortó el paso a un taxi por la izquierda, cuyo conductor tuvo que apretar el pedal del freno y le lanzó una sarta de insultos en francés, pero Jonas aceleró y se metió en el es¬pacio que quedaba entre ambos vehículos. ¡Vaya, eso era divertido! Las calles mojadas hacían que aumentara el factor de lo imprevisible, lo cual subía su nivel de adrenalina.
Se abrió paso hasta llegar al sur del barrio de Montparnasse, donde habían vivido los Joubran, de vez en cuando consultaba un plano de la ciudad. Luego se dirigiría al laboratorio de los Nervi, para echar un vistazo a los alrededores y a las medidas de seguridad más visibles, pero ahora quería ir donde era más posible que se ha¬llara ___ Mansfield.
Había llegado el momento de lucirse en la carretera. Tras la ex¬traordinaria persecución a la que le había inducido el día anterior, estaba impaciente por volver a hacer un pulso con ella. No tenía la menor duda de que él acabaría ganando, aunque la diversión estaba en el juego.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Diooooooooooooosh amo el suspnsoooooooooo fjmhfndjnmcx me mataaaaaaaaaaa la Rayis QUE VIDA DE #%^*&^%$# QUE TIENE!
Me quemo las neuronas pensando porque mataron a sus amigos y familia
Niiiiik pobreee se mata pensandoooooooooo
Siguelaaaaaaaaaaaaaa! ¿Te pasarias por mis noves?
Me quemo las neuronas pensando porque mataron a sus amigos y familia
Niiiiik pobreee se mata pensandoooooooooo
Siguelaaaaaaaaaaaaaa! ¿Te pasarias por mis noves?
WhoIam13
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 8
Kevin tiró el teléfono sobre la mesa, luego apoyó los codos sobre la misma y enterró la cara entre sus manos. Sentía una fuerte necesi¬dad de estrangular a alguien. Murray y su banda de idiotas se habían vuelto ciegos y estúpidos a la vez, para permitir que una mujer se burlara de ellos de ese modo. Murray le juró que había puesto exper¬tos a revisar las grabaciones y ninguno pudo descubrir adónde había ido Denise Morel. Se había esfumado en el aire, aunque Murray tuvo la delicadeza de decirle que era probable que hubiera utilizado algún disfraz, pero tan ingenioso y profesional que no había ninguna simi¬litud con la persona anterior para que pudieran seguirle el rastro.
No podía permitir que ella se escapara después de haber asesi¬nado a su padre. Eso no sólo dañaría su reputación, sino que todo su cuerpo reclamaba venganza. El dolor y el orgullo herido se combi¬naban y no le permitían hallar un poco de paz. Tanto él como su pa-dre siempre habían sido muy cautelosos, muy meticulosos, pero de algún modo esa mujer había conseguido burlar sus defensas y procurarle a Paul Nervi una desagradable y dolorosa muerte. Ni siquiera le había dado la oportunidad de morir con la dignidad que confiere una bala, sino que había elegido el veneno, el arma de los cobardes.
Quizás Murray la hubiera perdido, pero él, Kevin, no se daba por vencido. Se negaba a hacerlo. «Piensa», se ordenó a sí mismo. Para encontrarla, primero tenía que identificarla. ¿Quién era, dónde vivía, dónde vivía su familia?
¿Cuáles eran los métodos habituales de identificación? Huellas dactilares, por supuesto. Historiales dentales. Eso último no era via¬ble, porque para eso no sólo necesitaría conocer su identidad sino también la de su dentista, y, de todos modos, ese método se utiliza¬ba principalmente para los muertos. ¿Qué hacer para encontrar a una persona viva?
Huellas dactilares. La habitación en la que había dormido mientras estuvo en su casa había sido limpiada a fondo por su servicio do¬méstico el día en que regresó a su apartamento, lo que destruyó cual¬quier huella, tampoco había pensado en rescatar una huella de algún vaso o cubierto que hubiera utilizado. No obstante, su apartamento era otra posibilidad. Algo más animado, llamó a un amigo que tra¬bajaba en la policía de París y que no hacía preguntas y éste le dijo que se encargaría inmediatamente del asunto.
Su amigo le llamó al cabo de una hora. No había revisado todo el apartamento palmo a palmo, pero sí las zonas donde era evidente que tenía que haber huellas, no había ni una, ni siquiera borrosas. El apartamento había sido limpiado a fondo.
Kevin se tragó su rabia al verse burlado por esa mujer.
—¿Qué otros medios hay de averiguar la identidad de una per¬sona?
—No hay ninguno seguro, amigo mío. Las huellas sólo son útiles si la persona ha sido arrestada alguna vez y si se encuentran en la base de datos. Lo mismo sucede con el resto de los métodos. El ADN, por exacto que sea, sólo sirve si hay otro ADN con qué compararlo y puedes afirmar que esas dos muestras son idénticas y pertenecen o no a la misma persona. Los programas de identifica¬ción facial reconocerán sólo a las personas que se encuentren en su base de datos y principalmente se utilizan para terroristas. Lo mis¬mo sucede con los de reconocimiento de la voz, los de la retina y el resto. Ha de haber una base de datos para poder hacer las compa¬raciones.
—Entiendo. —Kevin se frotó la frente, los pensamientos iban a mil por hora. ¡Los vídeos de seguridad! Él tenía el rostro de Denise en sus vídeos de seguridad, además tenía imágenes mucho más claras sacadas de sus documentos y de las investigaciones que había realizado—. ¿Quién tiene esos programas de identificación facial?
—La Interpol, por supuesto. Todas las grandes organizaciones, como Scotland Yard, el FBI americano y la CIA.
—¿Comparten sus bases de datos?
—Hasta cierto punto, sí. En un mundo perfecto, hablando desde el punto de vista de un investigador, todo se debería compartir, pero a todos nos gusta tener nuestros secretos, ¿no te parece? Si esa mujer es una delincuente, es probable que la Interpol la tenga en su base de datos. Y por otra parte…
—¿Sí?
—El administrador nos dijo que un hombre, un americano, ha¬bía ido a verle para preguntarle sobre ella. El administrador no sabía su nombre y su descripción era tan vaga que no sirve de nada.
—Gracias —dijo Kevin, intentando entender qué significaba eso. La mujer había pagado en dólares americanos. Un americano la estaba buscando, pero si ese hombre era el que la había contratado, sabría dónde estaba, entonces ¿por qué la buscaba, si además había cumplido su misión? No, debía de tratarse de algo que no tuviera re¬lación, quizás se tratara de un conocido suyo.
Cortó la conexión y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, acto seguido marcó un número al que había llamado antes muchas veces. Los Nervi tenían contactos en toda Europa, África y Oriente Próximo y también estaban ampliando sus contactos a Oriente. Como persona inteligente que era, uno de esos contactos estaba convenientemente emplazado dentro de la Interpol.
—Georges Blanc —respondió una voz tranquila y seria, que era un indicativo de cómo era el hombre. Kevin rara vez había cono¬cido a alguien tan competente como Blanc, al que no conocía perso¬nalmente.
—¿Si escaneo una fotografía y te la envío por correo electróni¬co, podrías pasarla por tu programa de reconocimiento facial? —No tenía que presentarse, Blanc conocía su voz.
Hubo una breve pausa, luego Blanc respondió afirmativamente. No hubo condiciones, ni explicación de las medidas de seguridad que tendría que burlar, sólo una simple afirmación.
—Te la haré llegar en cinco minutos —le dijo Kevin y colgó. Del archivo que tenía en su mesa de despacho sacó una foto de De¬nise Morel —o de quienquiera que fuese— y la escaneó, la guardó con todas las medidas de seguridad disponibles en su ordenador. Es¬cribió unas pocas líneas y la fotografía ya estaba de camino a Lión, donde se encontraba el cuartel general de la Interpol.
Sonó el teléfono. Kevin descolgó.
—Sí.
—La he recibido —dijo Blanc con su sosegado tono de voz—. Volveré a llamarle cuando tenga la respuesta, pero en cuanto al tiem¬po que tardaré… —Su voz se fundió y Kevin le imaginó enco¬giendo los hombros.
—Lo antes posible —respondió Kevin—. Una cosa más.
—¿Sí?
—Tu contacto con los americanos…
—¿Sí?
—Existe la posibilidad de que la persona a la que estoy buscando sea americana. —O que hubiera sido contratada por americanos, puesto que el pago había sido realizado en dólares americanos. Aunque no creía que el gobierno de los Estados Unidos tuviera nada que ver con el asesinato de su padre, hasta que supiera quién había contratado a esa zorra intentaba actuar con prudencia para no levantar sospechas. Podía haber recurrido directamente a su contacto ameri¬cano y pedirle lo mismo que le había pedido a Blanc, pero quizás fuera mejor abordar el asunto desde otro flanco más lejano.
—Haré que mi contacto revise su base de datos —respondió Blanc.
—Con discreción.
—Por supuesto.
Capítulo 9
A pesar de la lluvia fría que caía sobre la protección que le ofrecía su paraguas, ___ mantenía en alto la cabeza para poder observar lo que pasaba a su alrededor. Caminaba con rapidez para comprobar el estado de su resistencia física. Llevaba guantes, botas y ropa ade-cuada para protegerse del frío, pero no llevaba la cabeza cubierta y su pelo rubio quedaba al descubierto. Si por casualidad los hombres de Kevin la estuvieran buscando en París, buscarían a una more¬na. Dudaba de que Kevin supiera que estaba de nuevo en París, al menos por el momento.
La Agencia, sin embargo, era otra cosa. Estaba sorprendida de que no la hubieran detenido en Londres al bajar del avión. Pero no lo habían hecho, ni había notado que la siguieran cuando abandonó el aeropuerto de Charles de Gaulle por la mañana.
Empezaba a pensar que había tenido una suerte increíble. Kevin había mantenido en secreto la muerte de Paul durante va¬rios días, luego lo había notificado a la prensa después del funeral. No había habido ninguna mención al veneno, sólo que había muer¬to de una rápida y letal enfermedad. ¿Podría ser que todavía no hu¬biera atado los cabos?
No se atrevía a tener la menor esperanza, no podía permitirse bajar la guardia. Hasta haber terminado su trabajo estaría siempre alerta, vigilando cada esquina. Cuando hubiera terminado, en realidad, no tenía ni idea de lo que iba a hacer. En esos momentos, lo úni¬co que le importaba era sobrevivir.
No había elegido un cibercafé cercano a su estudio, porque por lo que sabía podía haber una trampa en cualquier solicitud de infor¬mación sobre la organización Nervi. Tomó el metro para ir al barrio latino y optó por hacer el resto del camino a pie. Nunca había utili-zado ese cibercafé antes, ésa era una de las razones por las que lo ha¬bía elegido. Una de las reglas básicas de la evasión era no seguir una rutina, no ser predecible. Atrapaban a la gente porque ésta iba a los lugares donde se sentía mejor, donde todo era familiar.
___ había vivido bastante tiempo en París, lo que significaba que había bastantes sitios y personas que debía evitar. Nunca había tenido una residencia fija en esa ciudad, más bien había estado en casa de amigos —generalmente Averill y Tina— o en casa de fulano o mengano. Una vez, durante casi un año había alquilado un apartamento en Londres, pero lo había dejado porque pasaba más tiempo viajando que en el apartamento y era un gasto inútil.
Su ámbito de trabajo había sido principalmente Europa, regre¬sar a su hogar en los Estados Unidos era algo muy poco habitual en su vida. Por mucho que le gustara Europa y que se sintiera a gusto allí, jamás se había planteado establecerse en el viejo continente. Si alguna vez compraba una casa —una muy grande «si…»—, sería en los Estados Unidos.
A veces pensaba con nostalgia en retirarse como habían hecho Averill y Tina, vivir una vida normal con un trabajo de nueve a cin¬co, pertenecer a una comunidad y participar en ella, conocer a sus vecinos, visitar a su familia, conversar por teléfono. No sabía cómo había llegado a esto, a ser capaz de acabar con una vida humana casi con la misma facilidad que la mayoría de las personas matarían a un insecto, a tener miedo de llamar a su madre, ¡por el amor de Dios! Había empezado muy joven y la primera vez no fue nada fácil —temblaba como una hoja— pero hizo el trabajo, la vez siguiente fue más sencillo, y la siguiente más fácil y más. Al cabo de un tiem¬po sus objetivos casi no eran humanos para ella, sentía una lejanía emocional que era necesaria para poder hacer el trabajo. Quizás era inocente por su parte, pero confiaba en que su gobierno no le encar¬garía matar a ninguno de los buenos; era una creencia necesaria para poder hacer lo que le encargaban. También se había convertido en la mujer que no quería ser, en una mujer que probablemente no podría integrarse de nuevo en una sociedad normal.
Su sueño de retirarse y sentar cabeza seguía vivo, pero para ___ sólo era eso, un sueño, con muy pocas probabilidades de hacerse realidad. Aunque pudiera salir viva de esto, establecerse en alguna parte era algo para personas normales y tenía miedo de haber dejado de ser humana. Matar le resultaba demasiado fácil e instintivo. ¿Qué le sucedería si tuviera que hacer frente a las mismas frustra¬ciones todos los días, a un jefe desagradable o a un vecino vicioso? ¿Qué pasaría si intentaban atracarla? ¿Podría controlar sus instintos o moriría alguien?
Y lo que todavía era peor, ¿qué pasaría si sin darse cuenta ponía en peligro a un ser querido? Sabía que sin duda alguna no soportaría que nadie de su familia sufriera ningún daño por su culpa, por lo que ella era.
Un coche tocó la bocina y ___ empezó de nuevo a prestar aten¬ción a su entorno. Se quedó horrorizada de que sus pensamientos le hubieran robado la atención. Si no podía mantener la concentración, no podría tener éxito.
Hasta ahora quizás hubiera conseguido despistar a la Agencia —al menos eso esperaba— pero no duraría mucho. Al final, alguien vendría a por ella, y se inclinaba a pensar que sería más pronto que tarde.
Desde un punto de vista realista, había cuatro resultados posi¬bles para su situación. En el mejor de los casos, descubriría qué era lo que había atraído a Averill y a Tina a salir de su retiro, y fuera lo que fuera, sería tan horrible que el mundo civilizado se distanciaría de los Nervi y se les apartaría de los negocios. La Agencia jamás volvería a contratarla, por supuesto, por justificada que estuviera su ac¬tuación, una asesina a sueldo que va por ahí matando a contactos valiosos no sería de fiar. Habría ganado, pero se quedaría sin empleo, lo que la devolvía a su anterior preocupación de si podría vivir una vida normal.
En el siguiente del mejor de los casos, no hallaría nada que fue¬ra incriminatorio —la venta de armas a terroristas no sería suficien¬te, porque eso todo lo el mundo lo sabía— y se vería obligada a vivir con una identidad falsa toda su vida, en cuyo caso seguiría sin empleo y volvería la cuestión de si sería capaz de tener un trabajo y ser una ciudadana normal y corriente.
Esas dos últimas posibilidades eran bastante funestas. Podría cumplir su cometido, pero morir en el intento. Por último, lo peor de todo, sería que la asesinaran antes de poder conseguirlo.
Le hubiera gustado poder decir que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de que se cumplieran uno de los dos casos primeros, pero las cuatro posibilidades no tenían las mismas probabilida¬des. Pensaba que tenía como un ochenta por ciento de posibilidades de no sobrevivir y eso sería siendo muy optimista. Pero iba a apro¬vechar al máximo su veinte por ciento de ventaja. No podía defrau¬dar a Zia rindiéndose.
El barrio latino era un laberinto de callejuelas adoquinadas, ge¬neralmente abarrotadas de alumnos de la Sorbona y de gente que iba de compras a las tiendas curiosas y de origen étnico, pero hoy la llu¬via fría había hecho que hubiera menos público. No obstante, el ci-bercafé estaba lleno. ___ inspeccionó el local mientras cerraba el paraguas y se quitaba el impermeable, la bufanda y los guantes, en busca de un ordenador que estuviera libre en una zona discreta. Debajo del chubasquero forrado llevaba un jersey de cuello alto de color azul intenso que oscurecía su color de ojos y pantalones de punto que cu¬brían sus botines. En el tobillo derecho llevaba una pistolera con un revolver del calibre 22, fácilmente accesible llevando un botín y el corte ancho de los pantalones no revelaba ningún bulto debajo. Se había sentido terriblemente indefensa durante las semanas en las que no había podido llevar ningún arma debido a esos odiosos chequeos antes de acercarse a Paul, ahora se sentía mejor.
Localizó un ordenador situado en una esquina desde donde po¬día ver la puerta, además era lo más íntimo que podía encontrar en ese cibercafé. Sin embargo, lo estaba utilizando una adolescente americana que era evidente que estaba mirando su correo electróni¬co. Era fácil detectar a los americanos pensó ___, no era sólo por su ropa y estilo, había algo en ellos, una confianza innata que con fre¬cuencia rayaba la arrogancia y que para los europeos tenía que re¬sultar terriblemente irritante. Quizás ella todavía tuviera esa actitud —estaba casi segura— pero con los años su forma de vestir y sus modales habían cambiado. Muchas veces la habían tomado por es¬candinava o alemana, quizás por su color. Nadie que la viera ahora pensaría que era la típica americana.
Esperó a que terminara la adolescente para ponerse en su sitio. El precio por hora era bastante razonable, sin duda, debido a las hor¬das de estudiantes universitarios. Pagó una hora, esperaba tardar ese tiempo como mínimo.
Empezó con Le Monde, el periódico más importante, buscó en los archivos entre el 21 de agosto, cuando cenó con sus amigos por última vez y el 28, el día en que fueron asesinados. La única mención que se hacía de los «Nervi» era de Paul, referente a un tema de finanzas de ámbito internacional. Leyó dos veces el artículo, en busca de cualquier detalle que pudiera indicar alguna otra cosa, pero o ella no capaz de dilucidar nada más o no había nada.
Había quince periódicos de la zona de París, algunos eran pe¬queños, otros no. Tenía que buscar en todos, revisar todos los archi¬vos de esos siete días en cuestión. La tarea llevaba tiempo y a veces el ordenador tardaba siglos en descargar una página. A veces se cor-taba la conexión y tenía que volver a conectarse. Llevaba ya tres horas cuando conectó con Investir, un periódico de finanzas y dio en el clavo.
El artículo era una columna lateral de tan sólo dos párrafos. El 25 de agosto, en un laboratorio de investigación de los Nervi, había ha¬bido una explosión y un incendio que describían como «pequeño» y «controlado» con «daños mínimos» que en modo alguno afectaría a las investigaciones que se estaban llevando a cabo sobre unas vacunas.
Averill estaba especializado en explosivos, era un verdadero ar¬tista. No veía motivo para destruir sin ton ni son cuando con cuidado y planificación se podía diseñar una carga que acabara sólo con el objetivo. ¿Por qué volar todo un edificio, cuando bastaba con una habitación? ¿O una manzana de casas, cuando bastaba con un edifi¬cio? «Controlado» solía ser la palabra con la que se describía su tra¬bajo. Tina por su parte era especialista en burlar los sistemas de se¬guridad, además de ser una excelente tiradora.
___ no sabía cuál habría sido su trabajo, pero sentía que iba por buen camino. Al menos era una pista a seguir que esperaba que la lle¬vara a buen puerto.
Mientras estaba conectada, sacó toda la información que halló sobre el laboratorio de investigación y encontró poco más que la valiosa dirección y el nombre del director, su amigo Vincenzo Giorda¬no. Bien, bien. Escribió su nombre en el buscador y no encontró nada, pero tampoco esperaba que su número de teléfono apareciera en la red. Esa habría sido la forma más sencilla de localizarle, pero no era la única.
Se desconectó, movió los hombros y dejó caer la cabeza hacia atrás y hacia delante para aflojar los músculos del cuello. No se había levantado de la mesa en tres horas y tenía todos los músculos rígidos, además necesitaba ir al lavabo. Estaba cansada, pero no tanto como el día anterior y estaba contenta de que su resistencia física le hubie¬ra permitido dar ese paseo a paso ligero desde la parada de metro.
Todavía llovía cuando salió del cibercafé, pero ahora la lluvia era muy suave. Abrió el paraguas, pensó un momento y se fue en direc¬ción contraria a la que había venido. Tenía hambre y recordó que no se había comido una en años, sabía exactamente lo que quería para comer: una Big Mac.
Jonas volvió a reflexionar. Estaba harto de hacerlo, pero no podía evitarlo.
Había localizado la dirección de los Joubran y sabía que la casa había sido limpiada, vaciada y alquilada o vendida a otra familia. Se le pasó por la cabeza entrar y ver lo que podía encontrar, pero eso sólo serviría si no hubiera ido a vivir nadie más allí. Había visto que una joven madre le abría la puerta a una canguro —su madre, por el pareci¬do— y a dos niños de preescolar que salieron afuera bajo la lluvia antes de que ella pudiera detenerlos. Las dos adultas valiéndose de hacer tonterías e intentar asustarles consiguieron rodear a los dos traviesos burlones y llevarlos al interior de la casa; luego la mujer joven volvió a salir con un paraguas y una bolsa. Si iba a trabajar o de compras le daba igual. Lo que importaba era que la casa ya no estaba vacía.
Entonces fue cuando volvió a pensar. También había pensado en preguntar a los vecinos y a los dueños de las tiendas vecinas sobre los Joubran, qué amigos tenían y ese tipo de cosas. Pero de nuevo pensó que si se adelantaba a ___ con esas preguntas, cuando apareciera ella, alguien le diría que un americano había hecho las mismas preguntas el día antes o quizás sólo unas horas antes. Ella no era tonta; sabría exactamente lo que significaría eso y se escondería en al¬guna otra parte.
Había ido tras ella el día anterior, le había seguido los pasos, pero ahora tenía que adaptar su forma de pensar. Ya no necesitaba ir tras ella, lo cual era bueno sólo si sabía cuál iba a ser su movimiento siguiente. Hasta entonces, no podía arriesgarse a alertarla o a que volviera a desaparecer.
A través de sus contactos —con Murray tratando con los fran¬ceses— sabía que ___ había regresado a París bajo la identidad de Mariel St. Clair, pero la dirección que constaba en su carné había re¬sultado ser la de un mercado de pescado. Un toque de humor por su parte, pensó O. No volvería a utilizar esa identidad, probablemente ahora estaría utilizando otro personaje, alguno que no tuviera modo de descubrir. París era una ciudad muy grande, con unos diez millo¬nes de habitantes y ___ estaba mucho más familiarizada con ella que él. Sólo tenía esa oportunidad de que se cruzaran sus caminos y no quería desaprovecharla actuando demasiado deprisa.
Algo disgustado se puso a dar vueltas conduciendo por el ve¬cindario para familiarizarse con el mismo, por así decirlo, y para es¬tudiar a los transeúntes que se apresuraban por las calles. Por desgracia, la mayoría llevaba paraguas que cubrían parcialmente sus rasgos y aunque no los llevaran, no tenía ni la menor idea del disfraz que estaría usando ___ en esos momentos. Lo había utilizado prác¬ticamente todo salvo el de monja anciana, quizás debiera empezar a buscar por ahí.
Entretanto, tal vez debería echar un vistazo al laboratorio Ner¬vi y a sus medidas de seguridad. ¿Quién sabía cuándo necesitaría entrar?
Tras una comida poco sana y tremendamente satisfactoria, ___ tomó el tren de la SNCF para dirigirse a la zona de las afueras donde ha¬bían vivido Averill y Tina. Cuando llegó allí, había dejado de llover y un sol débil hacía esfuerzos por salir entre las grises nubes. No hacía más calor, pero al menos la lluvia no fastidiaba. Recordó la breve nevada la noche en que murió Paul y se preguntaba si París vería más nieve ese invierno. No nevaba tan a menudo en París. ¡Cómo le gustaba a Zia jugar con la nieve! Los tres adultos que la amaban más que a sus propias vidas la habían llevado a esquiar a los Alpes casi todos los inviernos. ___ no había esquiado nunca, porque un acciden¬te podía dejarla sin trabajar durante meses, pero sus amigos después de retirarse se habían hecho adictos a ese deporte.
Los recuerdos acudían a su mente como si fueran postales: Zia cuando era una adorable y regordeta niña de tres años con su traje de esquí de color rojo intenso, pateando un pequeño muñeco de nieve bastante abuñolado. Ése fue su primer viaje a los Alpes. Zia siguien¬do las huellas de un conejito y gritando: «¡Mírame! ¡Mírame!». Tina dándose un cabezazo en un banco de nieve y levantándose riendo, pareciendo más el Abominable Hombre de las Nieves que una mu¬jer. Los tres disfrutando de una bebida alrededor de una chimenea mientras Zia dormía arriba. Cuando a Zia se le cayó el primer dien¬te, cuando empezó a ir al colegio, su primera salida al ballet, los pri¬meros signos de que estaba pasando de la niñez a la adolescencia, su primera menstruación el año pasado, preocupándose por su pelo, queriendo llevar rímel.
___ cerró brevemente los ojos, estremeciéndose de dolor y ra¬bia. La desolación la embargó, como solía hacerlo desde su muerte. Desde entonces podía ver el amanecer, pero no podía sentirlo, como si su calor no la alcanzara. Matar a Paul había sido satisfactorio, pero no bastaba para volver a traer el sol a su vida.
Se detuvo delante de la casa de sus amigos. Ahora vivían otras personas y se preguntaba si habían conocido a las personas que ha¬bían muerto allí unos meses antes. Sintió como si aquello fuera una violación, que todo debía haberse quedado tal como estaba, sin que nadie hubiera tocado sus cosas.
El mismo día que había llegado a París y se había enterado de que les habían asesinado, se había llevado algunas fotos, juegos y libros de Zia y algunos de sus juguetes de pequeña, el álbum de fotos que ella había empezado y que Tina había continuado amorosamente. La casa estaba acordonada y cerrada, por supuesto, pero eso no la había detenido; por una parte, tenía su propia llave. Por otra, habría roto el tejado con sus propias manos para entrar. Pero ¿qué había sucedido con el resto de sus pertenencias? ¿Dónde estaba su ropa, sus tesoros personales, sus equipos de esquí? Después de ese primer día estuvo ocupada un par de semanas intentado descubrir quién había sido el causante y empezando a planear su venganza; cuando regresó la casa había sido limpiada.
Averill y Tina tenían algunos familiares, primos y algún que otro pariente lejano. Quizás las autoridades lo hubieran notificado a esos familiares y éstos se hubieran presentado para recoger las cosas. Eso esperaba. No pasaba nada si su familia tenía sus pertenencias, pero no soportaba la idea de que algún servicio de limpieza impersonal hu¬biera ido allí a empaquetar las cosas para luego tirarlas.
___ empezó a llamar a las puertas, a hablar con los vecinos, a preguntar si habían visto a alguien la semana anterior a los asesinatos. Ya les había hecho esas preguntas antes, pero no sabía qué era lo que les tenía que preguntar. A ella la conocían, por supuesto, llevaba años visitándoles, saludándoles, parándose para intercambiar unas palabras con ellos. Tina era una persona muy cordial y Averill más dis¬tante, pero para Zia no existían los extraños. Se llevaba muy bien con todos los vecinos.
Que ella pudiera recordar sólo uno había visto algo; era la seño¬ra Bonnet, que vivía dos puertas más allá. Tenía unos ochenta y cin¬co años y era un tanto refunfuñona, típico de su edad, pero le gusta¬ba sentarse delante de la ventana que daba a la calle mientras hacía punto —y siempre hacía punto—, así que vio casi todo lo que suce¬dió en la calle.
—Pero ya se lo he contado a la policía —le dijo impaciente cuando contestó a la llamada a su puerta y ___ le planteó la pregunta.
—No, no vi a nadie la noche de los asesinatos. Soy vieja y no veo muy bien, tampoco tengo un oído muy fino y por la noche cierro las cortinas. ¿Cómo podía haber visto algo?
—¿Qué me dice de los días anteriores? ¿Durante aquella semana?
—Eso también se lo dije a la policía —respondió mirando a ___.
—La policía no ha hecho nada.
—¡Por supuesto que no han hecho nada! Son una pandilla de inútiles. —Con un gesto de disgusto con su mano despidió a un pe¬queño ejército de asistentes que cada día se esmeraban por servirla.
—¿Vio a alguien que usted conociera? —repitió ___ pacientemente.
—Sólo a un hombre joven. Era muy atractivo, parecía una estre¬lla de cine. Vino a verlos un día y se estuvo varias horas. Nunca le ha¬bía visto antes.
El corazón se le aceleró.
—¿Puede describírmelo? Por favor, señora Bonnet.
La anciana miró a su alrededor, murmuró algunas frases desa¬gradables como «idiotas incompetentes» y «torpes estúpidos» y lue¬go prosiguió en un tono bastante despectivo.
—Le he dicho que era atractivo, alto, delgado, con el pelo negro. Muy bien vestido. Llegó en un taxi y se fue en otro. Eso es todo.
—¿Podría decirme aproximadamente qué edad tenía?
—¡Joven! ¡Para mí todo el que tiene menos de cincuenta años es joven! No me moleste con preguntas tontas. —Dicho esto retrocedió y cerró la puerta de un portazo.
___ respiró profundamente. Un hombre joven y guapo, de pelo oscuro y bien vestido. Había miles con esa descripción en París, donde había montones de hombres jóvenes y guapos. Era un punto de partida, una pieza del rompecabezas, pero como pista no valía nada. No tenía una lista de sospechosos habituales, ni una selección de fo¬tografías que pudiera mostrar a la señora Bonnet con la esperanza de que la anciana viera una y dijera: «Éste, éste es el hombre».
¿Y de qué le serviría eso realmente? Ese hombre joven y atracti¬vo podía haberles contratado para volar el laboratorio Nervi o sim¬plemente podía haber sido un amigo que había ido a visitarles. Averill y Tina podían haber ido a otro lugar para encontrarse con la persona que les contrató, en lugar de abrirle las puertas de su casa. De hecho, eso hubiera sido lo más probable.
Se frotó la frente. No había pensado en ello, pero tampoco sabía si realmente podía hacerlo. No sabía si valía la pena averiguar por qué habían aceptado el trabajo, ni de qué trabajo se trataba. Ni siquiera podía estar segura de que se tratase de un trabajo, sólo era una posi¬bilidad que daba algún sentido a las cosas y tenía que guiarse por su instinto. Si ahora empezaba a dudar, valía más que lo dejara.
Regresó a tomar el tren reflexionando sobre ello.
Kevin tiró el teléfono sobre la mesa, luego apoyó los codos sobre la misma y enterró la cara entre sus manos. Sentía una fuerte necesi¬dad de estrangular a alguien. Murray y su banda de idiotas se habían vuelto ciegos y estúpidos a la vez, para permitir que una mujer se burlara de ellos de ese modo. Murray le juró que había puesto exper¬tos a revisar las grabaciones y ninguno pudo descubrir adónde había ido Denise Morel. Se había esfumado en el aire, aunque Murray tuvo la delicadeza de decirle que era probable que hubiera utilizado algún disfraz, pero tan ingenioso y profesional que no había ninguna simi¬litud con la persona anterior para que pudieran seguirle el rastro.
No podía permitir que ella se escapara después de haber asesi¬nado a su padre. Eso no sólo dañaría su reputación, sino que todo su cuerpo reclamaba venganza. El dolor y el orgullo herido se combi¬naban y no le permitían hallar un poco de paz. Tanto él como su pa-dre siempre habían sido muy cautelosos, muy meticulosos, pero de algún modo esa mujer había conseguido burlar sus defensas y procurarle a Paul Nervi una desagradable y dolorosa muerte. Ni siquiera le había dado la oportunidad de morir con la dignidad que confiere una bala, sino que había elegido el veneno, el arma de los cobardes.
Quizás Murray la hubiera perdido, pero él, Kevin, no se daba por vencido. Se negaba a hacerlo. «Piensa», se ordenó a sí mismo. Para encontrarla, primero tenía que identificarla. ¿Quién era, dónde vivía, dónde vivía su familia?
¿Cuáles eran los métodos habituales de identificación? Huellas dactilares, por supuesto. Historiales dentales. Eso último no era via¬ble, porque para eso no sólo necesitaría conocer su identidad sino también la de su dentista, y, de todos modos, ese método se utiliza¬ba principalmente para los muertos. ¿Qué hacer para encontrar a una persona viva?
Huellas dactilares. La habitación en la que había dormido mientras estuvo en su casa había sido limpiada a fondo por su servicio do¬méstico el día en que regresó a su apartamento, lo que destruyó cual¬quier huella, tampoco había pensado en rescatar una huella de algún vaso o cubierto que hubiera utilizado. No obstante, su apartamento era otra posibilidad. Algo más animado, llamó a un amigo que tra¬bajaba en la policía de París y que no hacía preguntas y éste le dijo que se encargaría inmediatamente del asunto.
Su amigo le llamó al cabo de una hora. No había revisado todo el apartamento palmo a palmo, pero sí las zonas donde era evidente que tenía que haber huellas, no había ni una, ni siquiera borrosas. El apartamento había sido limpiado a fondo.
Kevin se tragó su rabia al verse burlado por esa mujer.
—¿Qué otros medios hay de averiguar la identidad de una per¬sona?
—No hay ninguno seguro, amigo mío. Las huellas sólo son útiles si la persona ha sido arrestada alguna vez y si se encuentran en la base de datos. Lo mismo sucede con el resto de los métodos. El ADN, por exacto que sea, sólo sirve si hay otro ADN con qué compararlo y puedes afirmar que esas dos muestras son idénticas y pertenecen o no a la misma persona. Los programas de identifica¬ción facial reconocerán sólo a las personas que se encuentren en su base de datos y principalmente se utilizan para terroristas. Lo mis¬mo sucede con los de reconocimiento de la voz, los de la retina y el resto. Ha de haber una base de datos para poder hacer las compa¬raciones.
—Entiendo. —Kevin se frotó la frente, los pensamientos iban a mil por hora. ¡Los vídeos de seguridad! Él tenía el rostro de Denise en sus vídeos de seguridad, además tenía imágenes mucho más claras sacadas de sus documentos y de las investigaciones que había realizado—. ¿Quién tiene esos programas de identificación facial?
—La Interpol, por supuesto. Todas las grandes organizaciones, como Scotland Yard, el FBI americano y la CIA.
—¿Comparten sus bases de datos?
—Hasta cierto punto, sí. En un mundo perfecto, hablando desde el punto de vista de un investigador, todo se debería compartir, pero a todos nos gusta tener nuestros secretos, ¿no te parece? Si esa mujer es una delincuente, es probable que la Interpol la tenga en su base de datos. Y por otra parte…
—¿Sí?
—El administrador nos dijo que un hombre, un americano, ha¬bía ido a verle para preguntarle sobre ella. El administrador no sabía su nombre y su descripción era tan vaga que no sirve de nada.
—Gracias —dijo Kevin, intentando entender qué significaba eso. La mujer había pagado en dólares americanos. Un americano la estaba buscando, pero si ese hombre era el que la había contratado, sabría dónde estaba, entonces ¿por qué la buscaba, si además había cumplido su misión? No, debía de tratarse de algo que no tuviera re¬lación, quizás se tratara de un conocido suyo.
Cortó la conexión y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios, acto seguido marcó un número al que había llamado antes muchas veces. Los Nervi tenían contactos en toda Europa, África y Oriente Próximo y también estaban ampliando sus contactos a Oriente. Como persona inteligente que era, uno de esos contactos estaba convenientemente emplazado dentro de la Interpol.
—Georges Blanc —respondió una voz tranquila y seria, que era un indicativo de cómo era el hombre. Kevin rara vez había cono¬cido a alguien tan competente como Blanc, al que no conocía perso¬nalmente.
—¿Si escaneo una fotografía y te la envío por correo electróni¬co, podrías pasarla por tu programa de reconocimiento facial? —No tenía que presentarse, Blanc conocía su voz.
Hubo una breve pausa, luego Blanc respondió afirmativamente. No hubo condiciones, ni explicación de las medidas de seguridad que tendría que burlar, sólo una simple afirmación.
—Te la haré llegar en cinco minutos —le dijo Kevin y colgó. Del archivo que tenía en su mesa de despacho sacó una foto de De¬nise Morel —o de quienquiera que fuese— y la escaneó, la guardó con todas las medidas de seguridad disponibles en su ordenador. Es¬cribió unas pocas líneas y la fotografía ya estaba de camino a Lión, donde se encontraba el cuartel general de la Interpol.
Sonó el teléfono. Kevin descolgó.
—Sí.
—La he recibido —dijo Blanc con su sosegado tono de voz—. Volveré a llamarle cuando tenga la respuesta, pero en cuanto al tiem¬po que tardaré… —Su voz se fundió y Kevin le imaginó enco¬giendo los hombros.
—Lo antes posible —respondió Kevin—. Una cosa más.
—¿Sí?
—Tu contacto con los americanos…
—¿Sí?
—Existe la posibilidad de que la persona a la que estoy buscando sea americana. —O que hubiera sido contratada por americanos, puesto que el pago había sido realizado en dólares americanos. Aunque no creía que el gobierno de los Estados Unidos tuviera nada que ver con el asesinato de su padre, hasta que supiera quién había contratado a esa zorra intentaba actuar con prudencia para no levantar sospechas. Podía haber recurrido directamente a su contacto ameri¬cano y pedirle lo mismo que le había pedido a Blanc, pero quizás fuera mejor abordar el asunto desde otro flanco más lejano.
—Haré que mi contacto revise su base de datos —respondió Blanc.
—Con discreción.
—Por supuesto.
Capítulo 9
A pesar de la lluvia fría que caía sobre la protección que le ofrecía su paraguas, ___ mantenía en alto la cabeza para poder observar lo que pasaba a su alrededor. Caminaba con rapidez para comprobar el estado de su resistencia física. Llevaba guantes, botas y ropa ade-cuada para protegerse del frío, pero no llevaba la cabeza cubierta y su pelo rubio quedaba al descubierto. Si por casualidad los hombres de Kevin la estuvieran buscando en París, buscarían a una more¬na. Dudaba de que Kevin supiera que estaba de nuevo en París, al menos por el momento.
La Agencia, sin embargo, era otra cosa. Estaba sorprendida de que no la hubieran detenido en Londres al bajar del avión. Pero no lo habían hecho, ni había notado que la siguieran cuando abandonó el aeropuerto de Charles de Gaulle por la mañana.
Empezaba a pensar que había tenido una suerte increíble. Kevin había mantenido en secreto la muerte de Paul durante va¬rios días, luego lo había notificado a la prensa después del funeral. No había habido ninguna mención al veneno, sólo que había muer¬to de una rápida y letal enfermedad. ¿Podría ser que todavía no hu¬biera atado los cabos?
No se atrevía a tener la menor esperanza, no podía permitirse bajar la guardia. Hasta haber terminado su trabajo estaría siempre alerta, vigilando cada esquina. Cuando hubiera terminado, en realidad, no tenía ni idea de lo que iba a hacer. En esos momentos, lo úni¬co que le importaba era sobrevivir.
No había elegido un cibercafé cercano a su estudio, porque por lo que sabía podía haber una trampa en cualquier solicitud de infor¬mación sobre la organización Nervi. Tomó el metro para ir al barrio latino y optó por hacer el resto del camino a pie. Nunca había utili-zado ese cibercafé antes, ésa era una de las razones por las que lo ha¬bía elegido. Una de las reglas básicas de la evasión era no seguir una rutina, no ser predecible. Atrapaban a la gente porque ésta iba a los lugares donde se sentía mejor, donde todo era familiar.
___ había vivido bastante tiempo en París, lo que significaba que había bastantes sitios y personas que debía evitar. Nunca había tenido una residencia fija en esa ciudad, más bien había estado en casa de amigos —generalmente Averill y Tina— o en casa de fulano o mengano. Una vez, durante casi un año había alquilado un apartamento en Londres, pero lo había dejado porque pasaba más tiempo viajando que en el apartamento y era un gasto inútil.
Su ámbito de trabajo había sido principalmente Europa, regre¬sar a su hogar en los Estados Unidos era algo muy poco habitual en su vida. Por mucho que le gustara Europa y que se sintiera a gusto allí, jamás se había planteado establecerse en el viejo continente. Si alguna vez compraba una casa —una muy grande «si…»—, sería en los Estados Unidos.
A veces pensaba con nostalgia en retirarse como habían hecho Averill y Tina, vivir una vida normal con un trabajo de nueve a cin¬co, pertenecer a una comunidad y participar en ella, conocer a sus vecinos, visitar a su familia, conversar por teléfono. No sabía cómo había llegado a esto, a ser capaz de acabar con una vida humana casi con la misma facilidad que la mayoría de las personas matarían a un insecto, a tener miedo de llamar a su madre, ¡por el amor de Dios! Había empezado muy joven y la primera vez no fue nada fácil —temblaba como una hoja— pero hizo el trabajo, la vez siguiente fue más sencillo, y la siguiente más fácil y más. Al cabo de un tiem¬po sus objetivos casi no eran humanos para ella, sentía una lejanía emocional que era necesaria para poder hacer el trabajo. Quizás era inocente por su parte, pero confiaba en que su gobierno no le encar¬garía matar a ninguno de los buenos; era una creencia necesaria para poder hacer lo que le encargaban. También se había convertido en la mujer que no quería ser, en una mujer que probablemente no podría integrarse de nuevo en una sociedad normal.
Su sueño de retirarse y sentar cabeza seguía vivo, pero para ___ sólo era eso, un sueño, con muy pocas probabilidades de hacerse realidad. Aunque pudiera salir viva de esto, establecerse en alguna parte era algo para personas normales y tenía miedo de haber dejado de ser humana. Matar le resultaba demasiado fácil e instintivo. ¿Qué le sucedería si tuviera que hacer frente a las mismas frustra¬ciones todos los días, a un jefe desagradable o a un vecino vicioso? ¿Qué pasaría si intentaban atracarla? ¿Podría controlar sus instintos o moriría alguien?
Y lo que todavía era peor, ¿qué pasaría si sin darse cuenta ponía en peligro a un ser querido? Sabía que sin duda alguna no soportaría que nadie de su familia sufriera ningún daño por su culpa, por lo que ella era.
Un coche tocó la bocina y ___ empezó de nuevo a prestar aten¬ción a su entorno. Se quedó horrorizada de que sus pensamientos le hubieran robado la atención. Si no podía mantener la concentración, no podría tener éxito.
Hasta ahora quizás hubiera conseguido despistar a la Agencia —al menos eso esperaba— pero no duraría mucho. Al final, alguien vendría a por ella, y se inclinaba a pensar que sería más pronto que tarde.
Desde un punto de vista realista, había cuatro resultados posi¬bles para su situación. En el mejor de los casos, descubriría qué era lo que había atraído a Averill y a Tina a salir de su retiro, y fuera lo que fuera, sería tan horrible que el mundo civilizado se distanciaría de los Nervi y se les apartaría de los negocios. La Agencia jamás volvería a contratarla, por supuesto, por justificada que estuviera su ac¬tuación, una asesina a sueldo que va por ahí matando a contactos valiosos no sería de fiar. Habría ganado, pero se quedaría sin empleo, lo que la devolvía a su anterior preocupación de si podría vivir una vida normal.
En el siguiente del mejor de los casos, no hallaría nada que fue¬ra incriminatorio —la venta de armas a terroristas no sería suficien¬te, porque eso todo lo el mundo lo sabía— y se vería obligada a vivir con una identidad falsa toda su vida, en cuyo caso seguiría sin empleo y volvería la cuestión de si sería capaz de tener un trabajo y ser una ciudadana normal y corriente.
Esas dos últimas posibilidades eran bastante funestas. Podría cumplir su cometido, pero morir en el intento. Por último, lo peor de todo, sería que la asesinaran antes de poder conseguirlo.
Le hubiera gustado poder decir que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de que se cumplieran uno de los dos casos primeros, pero las cuatro posibilidades no tenían las mismas probabilida¬des. Pensaba que tenía como un ochenta por ciento de posibilidades de no sobrevivir y eso sería siendo muy optimista. Pero iba a apro¬vechar al máximo su veinte por ciento de ventaja. No podía defrau¬dar a Zia rindiéndose.
El barrio latino era un laberinto de callejuelas adoquinadas, ge¬neralmente abarrotadas de alumnos de la Sorbona y de gente que iba de compras a las tiendas curiosas y de origen étnico, pero hoy la llu¬via fría había hecho que hubiera menos público. No obstante, el ci-bercafé estaba lleno. ___ inspeccionó el local mientras cerraba el paraguas y se quitaba el impermeable, la bufanda y los guantes, en busca de un ordenador que estuviera libre en una zona discreta. Debajo del chubasquero forrado llevaba un jersey de cuello alto de color azul intenso que oscurecía su color de ojos y pantalones de punto que cu¬brían sus botines. En el tobillo derecho llevaba una pistolera con un revolver del calibre 22, fácilmente accesible llevando un botín y el corte ancho de los pantalones no revelaba ningún bulto debajo. Se había sentido terriblemente indefensa durante las semanas en las que no había podido llevar ningún arma debido a esos odiosos chequeos antes de acercarse a Paul, ahora se sentía mejor.
Localizó un ordenador situado en una esquina desde donde po¬día ver la puerta, además era lo más íntimo que podía encontrar en ese cibercafé. Sin embargo, lo estaba utilizando una adolescente americana que era evidente que estaba mirando su correo electróni¬co. Era fácil detectar a los americanos pensó ___, no era sólo por su ropa y estilo, había algo en ellos, una confianza innata que con fre¬cuencia rayaba la arrogancia y que para los europeos tenía que re¬sultar terriblemente irritante. Quizás ella todavía tuviera esa actitud —estaba casi segura— pero con los años su forma de vestir y sus modales habían cambiado. Muchas veces la habían tomado por es¬candinava o alemana, quizás por su color. Nadie que la viera ahora pensaría que era la típica americana.
Esperó a que terminara la adolescente para ponerse en su sitio. El precio por hora era bastante razonable, sin duda, debido a las hor¬das de estudiantes universitarios. Pagó una hora, esperaba tardar ese tiempo como mínimo.
Empezó con Le Monde, el periódico más importante, buscó en los archivos entre el 21 de agosto, cuando cenó con sus amigos por última vez y el 28, el día en que fueron asesinados. La única mención que se hacía de los «Nervi» era de Paul, referente a un tema de finanzas de ámbito internacional. Leyó dos veces el artículo, en busca de cualquier detalle que pudiera indicar alguna otra cosa, pero o ella no capaz de dilucidar nada más o no había nada.
Había quince periódicos de la zona de París, algunos eran pe¬queños, otros no. Tenía que buscar en todos, revisar todos los archi¬vos de esos siete días en cuestión. La tarea llevaba tiempo y a veces el ordenador tardaba siglos en descargar una página. A veces se cor-taba la conexión y tenía que volver a conectarse. Llevaba ya tres horas cuando conectó con Investir, un periódico de finanzas y dio en el clavo.
El artículo era una columna lateral de tan sólo dos párrafos. El 25 de agosto, en un laboratorio de investigación de los Nervi, había ha¬bido una explosión y un incendio que describían como «pequeño» y «controlado» con «daños mínimos» que en modo alguno afectaría a las investigaciones que se estaban llevando a cabo sobre unas vacunas.
Averill estaba especializado en explosivos, era un verdadero ar¬tista. No veía motivo para destruir sin ton ni son cuando con cuidado y planificación se podía diseñar una carga que acabara sólo con el objetivo. ¿Por qué volar todo un edificio, cuando bastaba con una habitación? ¿O una manzana de casas, cuando bastaba con un edifi¬cio? «Controlado» solía ser la palabra con la que se describía su tra¬bajo. Tina por su parte era especialista en burlar los sistemas de se¬guridad, además de ser una excelente tiradora.
___ no sabía cuál habría sido su trabajo, pero sentía que iba por buen camino. Al menos era una pista a seguir que esperaba que la lle¬vara a buen puerto.
Mientras estaba conectada, sacó toda la información que halló sobre el laboratorio de investigación y encontró poco más que la valiosa dirección y el nombre del director, su amigo Vincenzo Giorda¬no. Bien, bien. Escribió su nombre en el buscador y no encontró nada, pero tampoco esperaba que su número de teléfono apareciera en la red. Esa habría sido la forma más sencilla de localizarle, pero no era la única.
Se desconectó, movió los hombros y dejó caer la cabeza hacia atrás y hacia delante para aflojar los músculos del cuello. No se había levantado de la mesa en tres horas y tenía todos los músculos rígidos, además necesitaba ir al lavabo. Estaba cansada, pero no tanto como el día anterior y estaba contenta de que su resistencia física le hubie¬ra permitido dar ese paseo a paso ligero desde la parada de metro.
Todavía llovía cuando salió del cibercafé, pero ahora la lluvia era muy suave. Abrió el paraguas, pensó un momento y se fue en direc¬ción contraria a la que había venido. Tenía hambre y recordó que no se había comido una en años, sabía exactamente lo que quería para comer: una Big Mac.
Jonas volvió a reflexionar. Estaba harto de hacerlo, pero no podía evitarlo.
Había localizado la dirección de los Joubran y sabía que la casa había sido limpiada, vaciada y alquilada o vendida a otra familia. Se le pasó por la cabeza entrar y ver lo que podía encontrar, pero eso sólo serviría si no hubiera ido a vivir nadie más allí. Había visto que una joven madre le abría la puerta a una canguro —su madre, por el pareci¬do— y a dos niños de preescolar que salieron afuera bajo la lluvia antes de que ella pudiera detenerlos. Las dos adultas valiéndose de hacer tonterías e intentar asustarles consiguieron rodear a los dos traviesos burlones y llevarlos al interior de la casa; luego la mujer joven volvió a salir con un paraguas y una bolsa. Si iba a trabajar o de compras le daba igual. Lo que importaba era que la casa ya no estaba vacía.
Entonces fue cuando volvió a pensar. También había pensado en preguntar a los vecinos y a los dueños de las tiendas vecinas sobre los Joubran, qué amigos tenían y ese tipo de cosas. Pero de nuevo pensó que si se adelantaba a ___ con esas preguntas, cuando apareciera ella, alguien le diría que un americano había hecho las mismas preguntas el día antes o quizás sólo unas horas antes. Ella no era tonta; sabría exactamente lo que significaría eso y se escondería en al¬guna otra parte.
Había ido tras ella el día anterior, le había seguido los pasos, pero ahora tenía que adaptar su forma de pensar. Ya no necesitaba ir tras ella, lo cual era bueno sólo si sabía cuál iba a ser su movimiento siguiente. Hasta entonces, no podía arriesgarse a alertarla o a que volviera a desaparecer.
A través de sus contactos —con Murray tratando con los fran¬ceses— sabía que ___ había regresado a París bajo la identidad de Mariel St. Clair, pero la dirección que constaba en su carné había re¬sultado ser la de un mercado de pescado. Un toque de humor por su parte, pensó O. No volvería a utilizar esa identidad, probablemente ahora estaría utilizando otro personaje, alguno que no tuviera modo de descubrir. París era una ciudad muy grande, con unos diez millo¬nes de habitantes y ___ estaba mucho más familiarizada con ella que él. Sólo tenía esa oportunidad de que se cruzaran sus caminos y no quería desaprovecharla actuando demasiado deprisa.
Algo disgustado se puso a dar vueltas conduciendo por el ve¬cindario para familiarizarse con el mismo, por así decirlo, y para es¬tudiar a los transeúntes que se apresuraban por las calles. Por desgracia, la mayoría llevaba paraguas que cubrían parcialmente sus rasgos y aunque no los llevaran, no tenía ni la menor idea del disfraz que estaría usando ___ en esos momentos. Lo había utilizado prác¬ticamente todo salvo el de monja anciana, quizás debiera empezar a buscar por ahí.
Entretanto, tal vez debería echar un vistazo al laboratorio Ner¬vi y a sus medidas de seguridad. ¿Quién sabía cuándo necesitaría entrar?
Tras una comida poco sana y tremendamente satisfactoria, ___ tomó el tren de la SNCF para dirigirse a la zona de las afueras donde ha¬bían vivido Averill y Tina. Cuando llegó allí, había dejado de llover y un sol débil hacía esfuerzos por salir entre las grises nubes. No hacía más calor, pero al menos la lluvia no fastidiaba. Recordó la breve nevada la noche en que murió Paul y se preguntaba si París vería más nieve ese invierno. No nevaba tan a menudo en París. ¡Cómo le gustaba a Zia jugar con la nieve! Los tres adultos que la amaban más que a sus propias vidas la habían llevado a esquiar a los Alpes casi todos los inviernos. ___ no había esquiado nunca, porque un acciden¬te podía dejarla sin trabajar durante meses, pero sus amigos después de retirarse se habían hecho adictos a ese deporte.
Los recuerdos acudían a su mente como si fueran postales: Zia cuando era una adorable y regordeta niña de tres años con su traje de esquí de color rojo intenso, pateando un pequeño muñeco de nieve bastante abuñolado. Ése fue su primer viaje a los Alpes. Zia siguien¬do las huellas de un conejito y gritando: «¡Mírame! ¡Mírame!». Tina dándose un cabezazo en un banco de nieve y levantándose riendo, pareciendo más el Abominable Hombre de las Nieves que una mu¬jer. Los tres disfrutando de una bebida alrededor de una chimenea mientras Zia dormía arriba. Cuando a Zia se le cayó el primer dien¬te, cuando empezó a ir al colegio, su primera salida al ballet, los pri¬meros signos de que estaba pasando de la niñez a la adolescencia, su primera menstruación el año pasado, preocupándose por su pelo, queriendo llevar rímel.
___ cerró brevemente los ojos, estremeciéndose de dolor y ra¬bia. La desolación la embargó, como solía hacerlo desde su muerte. Desde entonces podía ver el amanecer, pero no podía sentirlo, como si su calor no la alcanzara. Matar a Paul había sido satisfactorio, pero no bastaba para volver a traer el sol a su vida.
Se detuvo delante de la casa de sus amigos. Ahora vivían otras personas y se preguntaba si habían conocido a las personas que ha¬bían muerto allí unos meses antes. Sintió como si aquello fuera una violación, que todo debía haberse quedado tal como estaba, sin que nadie hubiera tocado sus cosas.
El mismo día que había llegado a París y se había enterado de que les habían asesinado, se había llevado algunas fotos, juegos y libros de Zia y algunos de sus juguetes de pequeña, el álbum de fotos que ella había empezado y que Tina había continuado amorosamente. La casa estaba acordonada y cerrada, por supuesto, pero eso no la había detenido; por una parte, tenía su propia llave. Por otra, habría roto el tejado con sus propias manos para entrar. Pero ¿qué había sucedido con el resto de sus pertenencias? ¿Dónde estaba su ropa, sus tesoros personales, sus equipos de esquí? Después de ese primer día estuvo ocupada un par de semanas intentado descubrir quién había sido el causante y empezando a planear su venganza; cuando regresó la casa había sido limpiada.
Averill y Tina tenían algunos familiares, primos y algún que otro pariente lejano. Quizás las autoridades lo hubieran notificado a esos familiares y éstos se hubieran presentado para recoger las cosas. Eso esperaba. No pasaba nada si su familia tenía sus pertenencias, pero no soportaba la idea de que algún servicio de limpieza impersonal hu¬biera ido allí a empaquetar las cosas para luego tirarlas.
___ empezó a llamar a las puertas, a hablar con los vecinos, a preguntar si habían visto a alguien la semana anterior a los asesinatos. Ya les había hecho esas preguntas antes, pero no sabía qué era lo que les tenía que preguntar. A ella la conocían, por supuesto, llevaba años visitándoles, saludándoles, parándose para intercambiar unas palabras con ellos. Tina era una persona muy cordial y Averill más dis¬tante, pero para Zia no existían los extraños. Se llevaba muy bien con todos los vecinos.
Que ella pudiera recordar sólo uno había visto algo; era la seño¬ra Bonnet, que vivía dos puertas más allá. Tenía unos ochenta y cin¬co años y era un tanto refunfuñona, típico de su edad, pero le gusta¬ba sentarse delante de la ventana que daba a la calle mientras hacía punto —y siempre hacía punto—, así que vio casi todo lo que suce¬dió en la calle.
—Pero ya se lo he contado a la policía —le dijo impaciente cuando contestó a la llamada a su puerta y ___ le planteó la pregunta.
—No, no vi a nadie la noche de los asesinatos. Soy vieja y no veo muy bien, tampoco tengo un oído muy fino y por la noche cierro las cortinas. ¿Cómo podía haber visto algo?
—¿Qué me dice de los días anteriores? ¿Durante aquella semana?
—Eso también se lo dije a la policía —respondió mirando a ___.
—La policía no ha hecho nada.
—¡Por supuesto que no han hecho nada! Son una pandilla de inútiles. —Con un gesto de disgusto con su mano despidió a un pe¬queño ejército de asistentes que cada día se esmeraban por servirla.
—¿Vio a alguien que usted conociera? —repitió ___ pacientemente.
—Sólo a un hombre joven. Era muy atractivo, parecía una estre¬lla de cine. Vino a verlos un día y se estuvo varias horas. Nunca le ha¬bía visto antes.
El corazón se le aceleró.
—¿Puede describírmelo? Por favor, señora Bonnet.
La anciana miró a su alrededor, murmuró algunas frases desa¬gradables como «idiotas incompetentes» y «torpes estúpidos» y lue¬go prosiguió en un tono bastante despectivo.
—Le he dicho que era atractivo, alto, delgado, con el pelo negro. Muy bien vestido. Llegó en un taxi y se fue en otro. Eso es todo.
—¿Podría decirme aproximadamente qué edad tenía?
—¡Joven! ¡Para mí todo el que tiene menos de cincuenta años es joven! No me moleste con preguntas tontas. —Dicho esto retrocedió y cerró la puerta de un portazo.
___ respiró profundamente. Un hombre joven y guapo, de pelo oscuro y bien vestido. Había miles con esa descripción en París, donde había montones de hombres jóvenes y guapos. Era un punto de partida, una pieza del rompecabezas, pero como pista no valía nada. No tenía una lista de sospechosos habituales, ni una selección de fo¬tografías que pudiera mostrar a la señora Bonnet con la esperanza de que la anciana viera una y dijera: «Éste, éste es el hombre».
¿Y de qué le serviría eso realmente? Ese hombre joven y atracti¬vo podía haberles contratado para volar el laboratorio Nervi o sim¬plemente podía haber sido un amigo que había ido a visitarles. Averill y Tina podían haber ido a otro lugar para encontrarse con la persona que les contrató, en lugar de abrirle las puertas de su casa. De hecho, eso hubiera sido lo más probable.
Se frotó la frente. No había pensado en ello, pero tampoco sabía si realmente podía hacerlo. No sabía si valía la pena averiguar por qué habían aceptado el trabajo, ni de qué trabajo se trataba. Ni siquiera podía estar segura de que se tratase de un trabajo, sólo era una posi¬bilidad que daba algún sentido a las cosas y tenía que guiarse por su instinto. Si ahora empezaba a dudar, valía más que lo dejara.
Regresó a tomar el tren reflexionando sobre ello.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
mis amores perdonen por los "¬" que salen no es mi culpa sepa que le pasa que siempre que lo copio sale eso :enfadado:
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
FUCK¡¡¡¡
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berenice_89
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
Capítulo 10
Georges Blanc creía firmemente en la ley y el orden, pero también era un hombre pragmático que aceptaba que a veces era difícil ele¬gir y que cada uno lo hacía las cosas lo mejor que podía.
No le gustaba dar información a Kevin Nervi. Sin embargo, lo había hecho, tenía una familia a la que proteger y un hijo mayor que estaba en primer año en la universidad Johns Hopkins, en los Estados Unidos. La matrícula en la Johns Hopkins subía a casi treinta mil dólares americanos cada año, sólo eso habría bastado para hacer del todo insuficientes sus ingresos. Pero se las habría arreglado aunque diez años atrás Paul Nervi no hubiera contactado con él para su¬gerirle que se beneficiaría mucho de una segunda renta muy sustan-ciosa, para la cual sólo tendría que compartir información de vez en cuando y quizás hacerle algún pequeño favor. Cuando Georges se negó amablemente, Paul siguió sonriendo y empezó a recitar una escalofriante lista de desgracias que podían sucederle a su fami¬lia, como que se incendiara su casa, que secuestraran a sus hijos o qui¬zás que sufrieran alguna agresión física. Le contó que una banda de matones había entrado en casa de una anciana y la había dejado ciega echándole ácido en la cara, que los ahorros podían esfumarse como el humo, que los coches tenían accidentes.
Georges comprendió, Paul había dejado claras las cosas que podrían sucederle a su familia si se negaba a hacer lo que le pedía. Asintió con la cabeza y con los años intentó limitar el perjuicio que hacía pasando información y haciéndole favores. Con esas amenazas como motivación, Paul podía haber obtenido la información gratuitamente, pero había abierto una cuenta en Suiza para Georges y le pagaba el equivalente de dos veces su sueldo anualmente.
Georges procuraba vivir según su sueldo de la Interpol, pero utilizaba su cuenta de Suiza para pagar la educación de su hijo. Aho¬ra tenía bastante dinero, que había acumulado en esos diez años, que a su vez le había proporcionado intereses. El dinero estaba allí, no lo utilizaría para comprarse caprichos, pero sí para su familia. Sabía que al final tendría que hacer algo con el dinero, pero no sabía qué.
En todos esos años había tratado principalmente con Kevin Nervi, el heredero principal de Paul y ahora heredero de hecho. Kevin era más frío que Paul, más inteligente y Georges con¬sideraba que también más brusco. La única ventaja que tenía Paul sobre su hijo era la experiencia y más años, en los que había acu¬mulado una lista más larga de pecados.
Georges miró la hora: la una del mediodía. Con las seis horas de diferencia entre París y Washington, allí eran las siete de la mañana, la hora correcta para llamar a alguien al móvil.
Utilizó su propio móvil porque no quería que la llamada que¬dara registrada en la Interpol. Los teléfonos móviles eran un inven¬to maravilloso, hacían que los teléfonos fijos resultaran casi obsole¬tos. No eran tan anónimos, por supuesto, pero el suyo era seguro contra las escuchas y mucho más conveniente.
—Hola —respondió un hombre a la segunda llamada. Georges podía escuchar el sonido de una televisión de fondo, se oía la sinto¬nía de las noticias.
—Te voy a enviar una foto —dijo Georges—. ¿Podrías pasarla por el programa de reconocimiento facial lo antes posible? —Nunca utilizaba un nombre, ni tampoco el otro hombre. Cuando uno de los dos necesitaba información, se llamaban a sus móviles personales, en vez de contactar a través de los canales formales, lo cual re¬ducía al mínimo su relación oficial.
—Claro.
—Por favor envíame toda la información por el canal habitual.
Los dos colgaron, las conversaciones siempre eran lo más bre¬ves posible. Georges no sabía nada de su contacto, ni siquiera su nombre. Por lo que sabía, su homólogo en Washington cooperaba por la misma razón que él, por miedo. No había ni el menor signo de amistad entre ellos. Eso eran negocios, que ambos entendían de¬masiado bien.
—Necesito una respuesta firme. ¿Tendrás la vacuna para la próxima temporada de gripe? —preguntó Kevin al doctor Giordano. Encima de la mesa de Kevin había un extenso informe, pero le preo¬cupaba lo esencial y era si se podría fabricar la cantidad necesaria de vacuna, antes de que se necesitara.
El doctor Giordano tenía una sustanciosa beca de varias organi¬zaciones mundiales para desarrollar una vacuna eficaz contra la gri¬pe aviar. El suyo no era el único laboratorio que trabajaba en ello, pero era el único que tenía al doctor Giordano. A Vincenzo le fasci¬naban los virus y había abandonado su práctica médica para poder estudiarlos, se había convertido en una eminencia de fama mundial y era considerado como un genio notable o con una suerte notable para poder dedicarse a los detestables microorganismos.
Una vacuna para cualquier cepa de la gripe aviar era difícil de desarrollar, porque era letal para las aves y las vacunas se fabricaban cultivando los virus de la gripe en los huevos. La gripe aviar, sin em¬bargo, mataba a los huevos; por lo tanto, no había vacuna. El que consiguiera desarrollar un proceso para crear una vacuna eficaz y segura contra la gripe aviar se forraría.
Ésta era potencialmente la mejor apuesta de toda la organiza¬ción Nervi para ganar dinero, mejor incluso que los opiáceos. Hasta el momento la gripe aviar estaba en vía muerta: el virus podía pa¬sar de un ave infectada a los seres humanos, pero no se contagiaba entre humanos. El humano receptor podía morir o mejorar, pero sin infectar a nadie. La gripe aviar, tal como era hasta ahora, no podía provocar una epidemia, pero los Centros para el Control y Preven¬ción de Enfermedades americanos y la Organización Mundial de la Salud estaban muy alarmados por algunos cambios que había sufri¬do el virus. Los expertos temían que la siguiente gripe pandémica, el virus de la gripe contra el que los humanos no tenían inmunidad al¬guna porque nunca habían entrado en contacto con él, sería un virus aviar y estaban reteniendo la respiración cada temporada de gripe. Hasta el momento, el mundo estaba de suerte.
Si el virus hacía cambios genéticos podría contagiarse entre los seres humanos, la compañía que consiguiera una vacuna para ese tipo de gripe no tendría competencia.
El doctor Giordano suspiró.
—Si no hay más contratiempos, la vacuna podría estar lista a fi¬nales de verano. Sin embargo, no puedo garantizar que no haya más problemas.
La explosión en el laboratorio del pasado mes de agosto había destruido varios años de trabajo. Vincenzo había aislado un virus aviar recombinante y con grandes esfuerzos había desarrollado un medio para producir una vacuna eficaz. La explosión no sólo había destruido el producto, sino una gran cantidad de información: or¬denadores, archivos, notas impresas. Vincenzo había empezado de cero.
El proceso iba más rápido esta vez porque ya sabía lo que fun¬cionaba y lo que no, pero Kevin estaba preocupado. Esta temporada la gripe sería de la cepa ordinaria, pero ¿qué sucedería la si¬guiente temporada? Para producir un lote de vacunas se necesitaban unos seis meses y para finales de verano tenía que haber una gran producción. Si no lo conseguían a tiempo y la próxima temporada el virus aviar sufría una mutación y se contagiaba entre los seres hu¬manos, habrían perdido la oportunidad de amasar una increíble fortuna. La infección se extendería por todo el mundo y morirían mi¬llones de personas, pero en ese tiempo los sistemas inmunitarios de los supervivientes se adaptarían al mismo y para ese virus en parti¬cular habría llegado el fin de su breve éxito. La compañía que tuvie¬ra lista una vacuna cuando el virus mutase sería la que obtendría todos los beneficios.
Puede que volvieran a tener éxito y que el virus aviar no muta¬ra a tiempo para la siguiente temporada de gripe, pero Kevin no quería confiar en la suerte. La mutación podía producirse en cual¬quier momento. Estaban compitiendo contra el virus y estaba deci¬dido a ganar.
—Tu deber es asegurarte de que no habrá más contratiempos — le dijo a Vincenzo—. Una oportunidad como ésta sólo se presenta una vez en la vida. No vamos a desperdiciarla. —Lo que no le dijo es que si él no era capaz de hacerlo, traería a alguien que sí pudiera. Vincenzo era un viejo amigo, sí, pero de su padre. Kevin no tenía la carga del sentimentalismo. Vincenzo había hecho la parte más im¬portante, pero se hallaba en un punto en el que otros podían substi¬tuirle.
—Quizás no sea sólo una vez en la vida —dijo Vincenzo—. Lo que he hecho con este virus, lo puedo volver a hacer.
—Pero ¿en estas circunstancias en particular? Es perfecto. Si todo va bien, nadie lo sabrá nunca y, de hecho, se nos considerará los salvadores. Estamos en la situación perfecta para aprovechar esta ocasión. Con la OMS financiando tu investigación, nadie se sorprenderá de que tengamos la vacuna. Pero si vamos al pozo dema¬siadas veces, amigo mío, el agua se enturbiará y se empezarán a plantear preguntas que no querremos responder. No puede haber una pandemia cada año, ni tan siquiera cada cinco años, sin levantar sos¬pechas.
—Las cosas cambian —rebatió Vincenzo—. La población mun¬dial vive más en contacto con los animales que nunca.
—Y ninguna enfermedad se ha estudiado más a fondo que la gripe. Cualquier variedad es examinada por miles de microscopios. Eres médico y lo sabes.
La gripe había sido una gran exterminadora; murió más gente durante la pandemia de 1918 que durante la peste negra, que duró cuatro años y que asoló Europa en la Edad Media. La gripe de 1918 acabó con la vida de aproximadamente entre veinte y treinta millones de personas. Incluso los años normales la gripe mata a miles de per¬sonas, a cientos de miles. Cada año se fabrican doscientos cincuenta millones de vacunas y eso supone sólo una pequeña parte de lo que podría necesitarse durante una pandemia.
Los laboratorios de Estados Unidos, Australia y el Reino Uni¬do trabajaban bajo estrictas normas para fabricar las vacunas desti¬nadas a atacar a los virus que los investigadores consideraban más probables para la próxima temporada. Sin embargo, la cuestión so¬bre la pandemia era que siempre se había producido por un virus que no se había podido predecir, desconocido, por lo que las vacunas del momento resultaban inútiles. Todo el proceso era como un gran jue¬go de las adivinanzas, que afectaba a millones de vidas. La mayoría de las veces, los investigadores acertaban. Pero aproximadamente cada treinta años, un virus mutaba y les dejaba desarmados. Habían pasado treinta y cinco años desde la pandemia de gripe de Hong Kong de 1968 1969; la siguiente pandemia estaba al caer y el tiempo no se detenía.
Paul había utilizado toda su influencia y contactos para conseguir la beca de la OMS para desarrollar un método eficaz de fa¬bricación de vacunas para la gripe aviar. Los laboratorios elegidos producirían vacunas para las cepas habituales del virus, no para el de la gripe aviar, por lo que sus vacunas serían inútiles. Gracias a la beca y a la investigación de Vincenzo, sólo los laboratorios Nervi tendrí¬an los conocimientos para fabricar la vacuna para la gripe aviar y —éste era el punto más importante— tendrían la cantidad suficien¬te para suministrar. Con millones de personas cayendo como mos¬cas por la nueva cepa, cualquier vacuna eficaz no tendría precio. Prácticamente, el cielo era el límite para los beneficios que eso supondría en unos pocos meses.
No había modo de producir suficientes vacunas para proteger a todos, por supuesto, pero Kevin consideraba que la población mundial se beneficiaría de una juiciosa merma.
La explosión del mes de agosto había puesto en peligro todo eso y Paul se había movido con rapidez para controlar los daños. Los que había provocado la explosión habían sido eliminados y se había instalado un nuevo sistema de seguridad, puesto que era evi¬dente que el anterior tenía graves fallos. Pero a pesar de todos sus es¬fuerzos, Kevin no había podido descubrir quién había contratado a la pareja para destruir el laboratorio. ¿Un competidor por la vacu¬na? No tenían rival, no había otro laboratorio que trabajara en este proyecto. ¿Un rival general de sus negocios? Tenían mejores blan¬cos, y sin embargo, no los habían tocado.
Primero la explosión, tres meses más tarde el asesinato de su pa¬dre. ¿Podía existir una relación? Habían atentado contra la vida de Paul en muchas ocasiones a lo largo de su existencia, por lo que quizás no hubiera ninguna conexión entre los dos sucesos. Quizás simplemente se tratase de un año nefasto. No obstante… los Joubran eran profesionales, el marido era un experto en demoliciones y la esposa una asesina a sueldo; probablemente Denise Morel también lo fuera. ¿Cabía alguna posibilidad de que hubieran sido contratados por la misma persona?
Pero los dos sucesos eran de una naturaleza bien distinta. En el primero, el blanco era el trabajo de Vincenzo. Dado que no era nin¬gún secreto que estaba trabajando en otro método para fabricar la vacuna para la gripe, ¿quién podría beneficiarse de esa destrucción? Sólo alguien que también estuviera trabajando en el mismo proyec¬to, que conociera bien a Vincenzo y que quisiera ganarle la jugada. Sin duda, había laboratorios privados que intentaban desarrollar una vacuna para la gripe aviar, pero ¿cuál de los múltiples investigadores podía saber lo cerca que estaba Vincenzo de conseguirlo y además disponer de los recursos económicos suficientes para contratar a dos profesionales?
¿Quizás uno de los laboratorios autorizados que habitualmen¬te fabrica vacunas para la gripe?
Por otra parte, matar a Paul no afectaba en nada al trabajo de Vincenzo. Kevin simplemente había substituido a su padre. No, la muerte de su padre no influía en nada en el curso de la inves¬tigación, por lo que no podía ver ninguna conexión.
Sonó el teléfono, Vincenzo se levantó dispuesto a marcharse, pero Kevin le detuvo levantando la mano, tenía que hacerle más preguntas respecto a la vacuna. Descolgó el teléfono.
—Sí.
—Tengo una respuesta a su pregunta. —De nuevo no se utilizó ningún nombre, pero reconoció la tranquila voz de Blanc—. No ha¬bía nada en nuestra base de datos. Sin embargo, nuestros amigos en¬contraron algo. Se llama ___ Mansfield, es americana y es una agen¬te independiente, una asesina a sueldo.
Kevin se quedó petrificado.
—¿Han sido ellos quienes la han contratado? —Si los america¬nos se habían puesto en su contra, las cosas se habían complicado te¬rriblemente.
—No. Mi contacto me ha dicho que nuestros amigos están muy molestos y que también la están buscando.
Leyendo entre líneas, Kevin interpretó que eso significaba que la CIA la estaba buscando para eliminarla. ¡Vaya! Eso explicaba el americano que había estado en su apartamento. Era un alivio haber resuelto el enigma, a Kevin le gustaba saber quiénes eran todos los jugadores de su tablero de ajedrez. Con los enormes recursos de los que disponían los americanos y con todos sus conocimientos sobre ella, era mucho más probable que tuvieran más éxito que él… pero quería supervisar personalmente la solución al problema de que ___ respirara. Todavía respiraba, por lo tanto era un problema.
—¿Hay algún modo de que tu contacto pueda compartir todo lo que se vaya sabiendo de ella a medida que les llega la información? —si él supiera todo lo que sabía la CIA, podía dejarles hacer el tra¬bajo pesado a ellos.
—Quizás. Hay otro dato que creo que le será de mucha utili¬dad. Esta mujer era íntima amiga de los Joubran.
Kevin cerró los ojos. Ahí estaba, el detalle que daba sentido a todo, unía todos los cabos.
—Gracias. Por favor, hazme saber si has podido arreglar ese asunto con tus amigos.
—Sí, por supuesto.
—Me gustaría tener un dossier con toda la información dispo¬nible sobre ella.
—Se la enviaré por fax tan pronto como me sea posible —res¬pondió Blanc, que quería decir en cuanto regresara a casa esa noche. Nunca enviaría información a Kevin desde el edificio de la Inter¬pol.
Kevin colgó y se apoyó en el respaldo de su sillón. Los dos sucesos sí estaban relacionados, pero no del modo en que él había imaginado. Venganza. Era muy sencillo y además algo que él com¬prendía a la perfección. Paul había matado a sus amigos y ella había matado a Paul. Quienquiera que hubiera contratado a los Joubran para destruir el trabajo de Vincenzo había puesto en marcha una cadena de acontecimientos que habían terminado con la muerte de su padre.
—Se llama ___ Mansfield —le dijo a Vincenzo. Ése es el nom¬bre real de Denise Morel, es una asesina a sueldo y era amiga de los Joubran.
Los ojos de Vincenzo se abrieron.
—¿Y ella misma se tomó el veneno? ¿Sabiendo lo que era? ¡Bri¬llante! Una locura, pero brillante.
Kevin no compartió la admiración de Vincenzo por las accio¬nes de ___ Mansfield. Su padre había muerto de un modo misera¬ble, una muerte dolorosa, sin dignidad ni control y nunca olvidaría eso.
Bien, ella había cumplido su misión y se había marchado del país. Quizás ahora estuviera fuera de su alcance, pero no del de sus paisanos. Con Blanc podría estar al corriente de su búsqueda y, cuando ya se estuvieran acercando a ella, entraría en el juego y él mismo se encargaría del asunto, con mucho gusto.
SoryJonas
Re: Un Beso en la Oscuridad (Nick y tu)
jgefrkdmdfkgfjhc Estaba buscamdo mis comentarios & me acavo de acordar que habia tenido un problema con el foro duhfnd siento no haber comentado & si quieroooooooooo maratooooon!
WhoIam13
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